Los Niños del Siglo XIX
Transcripción
Los Niños del Siglo XIX
PRESENTACIÓN A lo largo de la historia cada cultura ha establecido un significado al concepto de infancia, una definición de ser niño basado en el periodo de duración, su naturaleza y sus capacidades. En cada época, la sociedad determina cómo debe verse y comportarse el niño; el entorno de la familia y la escuela van guiando su conducta y definiendo cuál es el rol que debe desempeñar en la sociedad. Durante el periodo virreinal los niños eran educados bajo estrictas normas morales y religiosas; sometidos a la autoridad de sus padres y educadores, eran víctimas de abusos, maltratos y castigos físicos, que eran aceptados como algo “natural”, pues estaban sometidos a la autoridad de sus padres y educadores. En su núcleo familiar, los niños eran considerados simplemente miembros en formación, dentro de una sociedad de adultos. En el siglo XVIII, las ideas científicas y liberales de la Ilustración, aunadas a los cambios políticos y sociales derivados de la Revolución Francesa y los movimientos de independencia que abolieron la esclavitud, permitieron gestar una nueva noción del hombre, lo que a su vez implicó otra forma de ver y entender la infancia. Las ideas del escritor y filósofo francés Juan Jacobo Rousseau fueron determi- nantes para comprender al niño como una entidad con personalidad propia. Rousseau planteó la importancia de una educación de los infantes como futuros ciudadanos, y propuso un desarrollo más armónico y con mayor libertad para ellos. Este concepto moderno del niño implicó un conocimiento más integral de su naturaleza, necesidades y capacidades. Los niños se volvieron sujeto de estudio serio. “No sabemos nada de la infancia”, advirtió Rousseau en 1762. Hasta la primera mitad del siglo XVIII, en la cultura occidental existieron muy pocos objetos exclusivos para los niños. Fue hasta el siglo XIX, con la Revolución Industrial, que aparecieron productos en serie hechos para ellos. Se diseñaron muebles y ropa a su escala y proporción, así como juguetes que los divirtieran y que estimularan su fantasía. Este cambio reflejó un profundo cambio en la manera en que la sociedad percibía a los niños, y consolidó un lugar propio para la niñez. La exposición Los niños del siglo XIX presenta el contexto de la cultura material con la que vivió un sector de los niños mexicanos. La variedad de objetos que se exhiben, son una muestra de las soluciones que se dieron a las necesidades de una noción más moderna de la infancia. Las edades del hombre o grados de la vida del hombre y su fin sobre la tierra Litografía de Ojeda, 1852. Colección Mercurio López Casillas Esta litografía ejemplifica un tema muy recurrente en la pintura y el grabado popular del siglo XIX, que pretendía hacer reflexionar y moralizar sobre las etapas vitales del ser humano. En ella se muestra una estructura piramidal de nueve escalones, en el que cada nivel representa una década, de un total de cien años de vida, a las que denomina respectivamente: infancia, adolescencia, año de juventud, año viril, año de discreción, año de madurez, año de declinación, año de decadencia, año de caducidad, decrepitud e imbecilidad. Con la escena de nacimiento se inicia y con la de la muerte se termina esta composición analógica, donde el punto de partida de la vida está ubicado a un lado del final: el niño recién nacido en su cuna, el anciano en el lecho de muerte. Es muy curioso que en esta representación se considere la vida con una duración de cien años, ya que la longevidad promedio, en el siglo XIX, era de entre 30 y 40 años. Cinco escenas sobre los sacramentos religiosos complementan la composición: integradas a la estructura escalonada, aparecen enmarcadas la primera comunión del lado derecho y el bautizo a la izquierda. Abajo del nivel superior de la escala, se puede apreciar la escena de la confirmación. En las esquinas superiores, dos querubines sostienen otros dos sacramentos; a la derecha vemos el matrimonio, a la izquierda la extremaunción. En la esquina inferior derecha se aprecia a un grupo de niños de diferentes edades: un recién nacido, una pareja de chiquillos de cinco años con sus juguetes y otra de adolescentes con cuerdas para saltar. A lo largo de la historia y en diferentes culturas, la edad civil varía al igual que la escolar, la religiosa y la penal. Actualmente se considera “niño” al individuo desde que nace hasta que llega a la emancipación o al inicio de la pubertad, o bien a la adolescencia temprana. Documento de la venta de un niño esclavo 1768. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana La esclavitud en la Nueva España estuvo basada principalmente en la importación de esclavos de África. Fue en 1639 con una bula promulgada por el Papa Urbano VIII, cuando se prohibió la esclavitud en las colonias de España y Portugal en América. Esta medida fue aprobada por el rey de España, Felipe IV, únicamente en cuanto a los indígenas. Miles de niños afrodescendientes sirvieron como esclavos en haciendas, instituciones religiosas y minas, realizando labores agrícolas o prestando servicios domésticos. A partir de los siete años de edad, sus amos podían venderlos junto a su madre o separarlos de ella. Este contrato realizado en la ciudad de Valladolid (actualmente Morelia) es el testimonio de la compra-venta de José Martín, un esclavo mulato de 11 años de edad. La transacción se efectuó el 8 de abrilde 1768, entre el comerciante Antonio de Orve y el capitán de Infantería Francisco de Mendieta, quien adquiría al niño por 80 pesos. En este documento, el escribano especificaba que el vendedor “lo cede, renuncia y transfiere al comprador […] para que como suyo propio lo haya, posea, goce de su servicio, venda, enajene y disponga de él a su voluntad”. El caso de José Martín es un ejemplo de los miles de niños esclavos que vivieron en la Nueva España, hasta que se abolió la esclavitud a principios del siglo XIX, con el movimiento de Independencia iniciado por el cura Miguel Hidalgo y Costilla. Emilio, o De la educación 1850. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana En 1762, Juan Jacobo Rousseau, publicó un tratado filosófico sobre la naturaleza del hombre, titulado Emilio, o De la educación, en el que afirmaba que no se conocía verdaderamente la infancia y declaraba: “Buscan siempre al hombre en el niño, sin considerar que éste fue niño, antes de ser hombre”. Sin ser un especialista en educación, Rousseau propuso un sistema en el que sugería a los padres y educadores esforzarse por comprender mejor la naturaleza de los infantes, así como su lenguaje y sus signos, para concederles hacer más por sí mismos. Rousseau ejemplificó, a través de los personajes del joven Emilio y de su tutor, cómo debía educarse al ciudadano ideal, de una manera armónica que le hiciera feliz. El libro se considera una referencia en varias disciplinas, entre ellas, en la educación física, ya que establece que el ejercicio debe realizarse en la naturaleza y que el hombre debe vivir el mayor tiempo posible al aire libre. Las ideas vertidas por Rousseau en esta publicación fueron determinantes para entender a los niños de un modo más integral y humano. El texto, traducido a varios idiomas, se convirtió en una piedra angular de la educación y la historia de la infancia. Exposición de los elementos de Newton por el marqués de Villafonte Moncada para la instrucción de su hijo Juan de Moncada, 1791 Nuevo silabario de Antonio Cataño, 1831 Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana Estos ejemplares manuscritos, realizados en una época en que ya predominaban los libros impresos, demuestran la carencia de textos diseñados para la enseñanza, hasta bien entrado el siglo XIX. Los dos volúmenes, que conforman la Exposición de los elementos de Newton, fueron realizados por el marqués Pedro Moncada de Aragón Branciforte y Platamone para su hijo Juan, de nueve años de edad; comprenden 669 páginas con 46 figuras coloreadas a dos tintas. Estos manuscritos nos revelan el deseo de un hombre ilustrado por enseñarle a su hijo los descubrimientos realizados por el físico inglés Isaac Newton y algunos de sus contemporáneos. Por su parte, el Nuevo silabario plantea un sistema para la enseñanza de la lectura y la escritura, que además incluye lecciones de moral, doctrina cristiana y urbanidad. Estas obras, realizadas en dos momentos diferentes y con 40 años de diferencia, demuestran un extraordinario esfuerzo por transmitir el conocimiento por escrito y son ejemplo de diseños de carácter didáctico en una época en que eran escasos los libros para la educación. El catecismo del Padre Ripalda 1758. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana El catecismo del padre Ripalda explicado por el padre García Mazo 1851. Colección Gustavo Amézaga Heiras El jesuita español Jerónimo Martínez de Ripalda escribió un catecismo publicado en Toledo, España, en 1618, dirigido a los niños para que éstos aprendieran las bases de la doctrina cristiana. Importado en la Nueva España, este catecismo fue utilizado en instituciones escolares para instruir en la doctrina cristiana y las primeras letras tanto en castellano como en lenguas indígenas. La importancia de este impreso radica en que por siglos se utilizó para la enseñanza del español, del civismo y de la lectura. En el México independiente, los cambios políticos desencadenados por la Constitución de 1857 se reflejaron en el ámbito educativo. En 1861, la Ley General de Instrucción Pública para el Distrito Federal y Territorios ya no incluía este catecismo religioso en los contenidos obligatorios. Ignacio Manuel Altamirano, entre otros liberales, criticó duramente su uso como libro de texto, por lo que fue restringiéndose cada vez más al adoctrinamiento cristiano en las iglesias y escuelas confesionales. El manual fue escrito en forma de catecismo, es decir, basado en preguntas y respuestas. Tuvo tal éxito que se editó cientos de veces y se tradujo al menos en cinco lenguas indígenas. Si bien el catecismo de Ripalda se publicó originalmente en una época en que se concebía a Dios como el centro y el objetivo del conocimiento, su utilidad trascendió en el sentido de que fue un instrumento para lograr alfabetizar a miles de niños en la Nueva España. Si hiciéramos la lista de los libros de texto que fueron utilizados por el periodo más largo en la historia de la educación en México, el catecismo del padre Ripalda ocuparía el primer lugar. La permanencia de este libro fue de más de tres siglos, ya que se siguió publicando durante el siglo XX. El Periquillo Sarniento 1885. Colección Mercurio López Casillas El Periquillo Sarniento, de José Joaquín Fernández de Lizardi, se publicó en 1816, hace casi 200 años, y es la primera novela escrita en México y Latinoamérica. Su protagonista es un muchacho pintoresco de origen popular llamado Pedro Sarmiento, apodado por sus compañeros de escuela “el Periquillo Sarniento” por su vestimenta de chaqueta verde y pantaloncillo amarillo. En esta novela que finge ser autobiográfica, un hombre narra a sus hijos las peripecias de su vida, primero como infante y escolar; luego estudiante, jugador, empleado, naufrago, etcétera. Ubicado a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, la novela es una crítica a las formas de vida de la época novohispana. La narración gira en torno a la interacción del Periquillo con una amplia galería de personajes típicos, cuyas acciones dejan entrever los males que aquejaban a la sociedad mexicana durante los años finales de la dominación española. Con influencia del Emilio de Rousseau, Lizardi realiza al principio de la novela la primera reflexión literaria, pedagógica y social sobre la educación de los niños mexicanos, no exenta de humor. Comenzando por la cuna y la lactancia, la costumbre de fajar a los bebés y llenarlos de dijes, la novela avanza con la edad del niño y así va pasando de la “amiga” a la escuela. Aquí el niño encuentra diversidad de maestros: desde un seudo educador permisivo y falto de carácter, hasta el profesor perverso que lo atormentará aplicando el axioma “la letra con sangre entra” con palmetas y otros instrumentos diseñados para castigar severamente. Retrato del niño don Juan Francisco de la Luz Hidalgo Anónimo, óleo sobre tela, siglo XVIII. Colección Museo Nacional de Arte En el periodo virreinal, los retratos de los niños se caracterizaron por las posturas solemnes y rígidas en sus gestos, impropia de los pequeños que aparecen despojados de su infancia. Eran representados como adultos en miniatura, vestidos y obligados a comportarse como tal. En la pintura de la Nueva España no existe el retrato de un infante sonriente. Estos “niños agrandados” aparecen vestidos con lujosos brocados rígidos, gorgueras, encajes, terciopelos, joyas, tocados, sombreros y plumas, que no concuerdan con su naturaleza lúdica y espontánea. Éste, es el caso del niño Juan Francisco de la Luz Hidalgo, quien fue pintado vistiendo una casaca y un chaleco ricamente bordados; porta una rosa a la altura de su corazón, mientras que con su mano izquierda acaricia un borreguito, símbolos ambos de su inocencia. Retrato del capitán Pedro Marcos Gutiérrez y su familia Anónimo, óleo sobre tela, 1814. Colección Museo Soumaya Las ideas de la Ilustración, entendidas como una revolución en torno a la libertad, la ciencia y la política de los hombres, habían penetrado e influido en muchos aspectos de la vida cotidiana, como se puede apreciar en este óleo, que fue pintado en las postrimerías de la época virreinal, durante los años de la Guerra de Independencia. A diferencia de los ostentosos retratos del siglo XVIII, en este cuadro se muestra una nueva visión de la familia, en la cual los personajes se presentan en la intimidad doméstica, realizando actividades cotidianas. La composición de la obra coloca a los padres al centro; de forma simétrica, el cuadro se divide en dos partes: del lado izquierdo de la estancia, la madre enseña a su hija las labores de costura; por su parte, el padre, atiende a su hijo y, apoyado por un compás, le explica alguna lección; el adolescente, sostiene un libro donde se aprecian algunas figuras geométricas. En esta obra se representó a la familia con una nueva visión: la composición del cuadro, las actitudes de los personajes y hasta la vestimenta de los retratados, son clara muestra de una nueva mentalidad que era ya evidente a principios del siglo XIX. Costurero con juguetes Costurero, ca. 1870. Colección Ana Margarita Ávila Ochoa Juguetes en miniatura. Colección Raúl Torres, Manuel Mnichts y Gustavo Amézaga Heiras La pintura popular del siglo XIX dejó constancia de una amplia galería de retratos infantiles de ese siglo. Entre los atributos más frecuentes con que se pintaban a los niños se encontraban pequeños juguetes como muñecas de trapo, borreguitos de hilo y algodón, matracas, carretes de hilos, escobetillas y otras miniaturas. Los hijos más pequeños estaban apegados a la madre y a la servidumbre. El padre se involucraba poco con los hijos durante los tres primeros años de su vida. Para entretener a los chiquillos, las madres elaboraban algunos juguetes que guardaban en los cajones de las almohadillas o costureros, mientras que ellas realizaban las labores de costura. La importación a México de juguetes europeos y norteamericanos, se pone en boga durante la segunda mitad del siglo XIX. Retrato de niño con sombrero Anónimo, óleo sobre lámina, 1889. Colección Museo Nacional de Arte La moda infantil tuvo un cambio radical a principios del siglo XIX con la aparición del “mameluco”, un tipo de traje para los niños que les daba mayor libertad y ligereza para moverse. Esta vestimenta constaba de dos piezas: unos amplios pantalones o calzones largos rematados casi siempre con encaje, y una chaquetita o camisón holgado. A partir de la Revolución Francesa y de las ideas ilustradas, las modas y los textiles pesados y rígidos dieron paso a modelos y telas más ligeras y simples como el lino, la muselina, la gasa y el percal. Esto influyó la moda infantil, en la cual finalmente se adecuó a los cuerpos pequeños y a las actividades como el juego y el ejercicio físico. El retrato de este chiquillo desconocido, pintura de factura popular, representa al niño de cuerpo entero con dos objetos que se refieren a su carácter infantil: su pequeño sombrero y el juguete que sostiene en su mano derecha. Los detalles del encaje de sus pantalones, el cinturón y los zapatos, son característicos de un niño de estrato económico alto. Cuna-mecedora para bebé 1891. Colección Hacienda de Borejé Esta mecedora para bebés, que perteneciera al niño Enrique Pliego y Lebrija, fue realizada por encargo a un ebanista de finales del siglo XIX y es ejemplo de los muebles pre-industriales en nuestro país. La pieza, realizada en caoba y encino, está compuesta por un amplio marco del que se sujeta una red donde recostaban, sobre cobijas, a los bebés completamente fajados e inmóviles; la amplitud de la malla mantenía sujeto y estable al niño, seguro en su lugar. Dos estructuras verticales soportan el marco de la mecedora. La naturaleza del objeto que porta y mece al niño, a través del simple mecanismo de cuerda suspendida, es el elemento que temporalmente sustituye los brazos de la madre que arrullan al niño para que duerma. Ese valor simbólico se ve reflejado en la delicadeza de cada ornamento, que cumple una función estética y estructural, prueba del virtuosismo del ebanista. Cada travesaño que ha sido torneado, las ménsulas finamente talladas que unen y dan estabilidad a las patas y a los cuatro postes para lograr la altura indicada para columpiar la canastilla, son de una delicada armonía puesta al servicio de la familia para el cuidado de su nuevo miembro. Esta mecedora que los padres han mandado a hacer para su primogénito, será un objeto que irá recibiendo a cada uno de los demás hijos durante su primera etapa de infancia. Ropa y accesorios para niños Colección Daniel Liebsohn, Teresa Castelló, Felipe Neria y Gustavo Amézaga Heiras El cambio del siglo XVIII al XIX es un periodo que corresponde a la transición del antiguo régimen a la modernidad. Las ideas ilustradas se reflejaron en el campo de la moda, en los usos y cambios en la indumentaria. La moda también refleja las ideas libertarias gestadas durante la Revolución. La antigua manera de vestirse fue reemplazada poco a poco por otra completamente nueva. Se impone el estilo neoclásico en la vestimenta, de telas suaves, corte sencillo, líneas simples, y un retorno estilístico a las formas clásicas de la antigüedad, que se pusieron de boga en México en las dos primeras décadas del siglo XIX y que también habrían de tener impacto en la moda infantil. En el siglo XIX, pese a que algunas prendas y accesorios infantiles (tirantes, delantales, sombreros y zapatos) eran copia de los utilizados por los adultos, se introducen nuevos materiales y modelos más adecuados en la vestimenta para niños, lo que permitía mayor comodidad para realizar actividades propias de sus edad y condición. Desde principios del siglo XIX hay un rechazo a la moda española y empieza a dominar la francesa. Láminas de moda Década de 1850. Colección Gustavo Amézaga Heiras En Francia empezó a publicarse el Periódico de Damas y de Modas desde 1797; en España, a partir de 1842 se editó para el mercado hispano La Moda Elegante Ilustrada con litografías coloreadas manualmente. Algunas publicaciones realizadas en México como El Liceo Mexicano, El Semanario de las Señoritas Mexicanas y El Museo Mexicano también reprodujeron ilustraciones de modelos de inspiración europea. La difusión de la moda francesa ganó amplia popularidad a partir de las revistas ilustradas donde se ejemplificaban los cambios de diseños y modelos para damas y niños. Estas publicaciones además aconsejaban sobre las hechuras, telas, peinados, adornos y accesorios para cada ocasión. Las revistas incluían consejos de belleza, ideas sobre cómo vestir a los niños, técnicas de bordado, decoración para el hogar, literatura y además se podía adquirir un “sistema de patrones” para la confección de las prendas que se ilustraban. Venta por catálogos Catálogos de ropa y muebles para niños, segunda mitad del siglo XIX. Colección Gustavo Amézaga Heiras En la segunda mitad del siglo XIX tuvieron gran auge las tiendas departamentales que, a diferencia del comercio tradicional, vendían en un sólo espacio ropa, lencería, joyas, zapatos, accesorios, muebles y hasta alimentos. Su novedosa política comercial permitía entrar y salir libremente a la clientela, competir con los precios de otros comercios y la facilidad de que los clientes cambiaran o realizaran la devolución de productos sin penalización. Entre otras novedades, se incorporó el sistema de venta por catálogo que ya había empezado a circular en establecimientos y, en nuestro país, se surtieron productos comerciales del extranjero. Los catálogos de venta, permitían realizar pedidos a larga distancia, utilizando el correo postal o agentes representantes de fábricas, tiendas o productos. Almacenes norteamericanos como Montgomery Ward y Sears & Roebuck, y los mexicanos como El Palacio de Hierro y El Puerto de Liverpool editaron catálogos que incorporaron una variedad de productos para satisfacer las necesidades de ropa, mobiliario y juguetes para niños. Los fabricantes de muebles comenzaron a diseñar, producir y comercializar mobiliario especializado para niños: carriolas, banquillos, sillas, cunas, camas, mecedoras, pupitres y hasta pequeños muebles para muñecas. Así lo demuestra la oferta de los catálogos comerciales de empresas austriacas como la de Jacob y Josef Kohn y la Casa Gebrüder Israel, o la distribuidora norteamericana Wm. Scwarzaelder & Co., de México destaca la Mercería de José María del Río y la Casa Boker. Mobiliario para niños Pupitre. Colección IBBY México/A leer Coqueta, ca. 1850. Colección Gustavo Amézaga Heiras Silla mecedora, ca. 1900. Colección Paz Yano Bretón Durante el siglo XIX un gran mercado había surgido: el de los niños. Los inventores y fabricantes se dieron a la tarea de empezar a crear productos para los niños de la nueva clase media. El mobiliario no fue la excepción, se produjeron piezas que enfatizaron las diferencias entre pequeños y adultos. Se diseñaron sillas, mecedoras y pupitres, con asientos curvos para la comodidad y la buena postura de los niños. Algunos muebles, como las periqueras o sillas para bebés, se hicieron de forma plegable para facilitar su manejo, procurando que no fueran ruidosos al moverse o al cambiar de posición. Se puso un especial cuidado para producir mobiliario atractivo, económico y de fácil limpieza. Por ejemplo, algunas familias de clase alta acostumbraban halagar a sus hijas cuando entraban a la adolescencia, regalándoles una “coqueta”, mobiliario que estaba formada por un tocador y un espejo a media altura, utilizado en las recámaras de jovencitas para su aseo y arreglo personal. Importados a México por las nuevas tiendas departamentales que los ofrecían y vendían por catálogo, los muebles europeos pre-fabricados se impusieron como moda en el último tercio del siglo XIX. Los países más industrializados como Italia, Alemania, Austria y Estados Unidos fueron los que fabricaron y exportaron miles de piezas de muebles a toda Europa y al Continente Americano. Este tipo de mobiliario desplazó el trabajo artesanal de muchos carpinteros y ebanistas locales. Retrato de niña Anónimo, ca. 1860, óleo sobre tela. Colección Daniel Liebsohn Retrato de niño J. M. García, 1851, óleo sobre tela. Colección Daniel Liebsohn Los retratos infantiles del siglo XIX dan testimonio de cómo eran representados y percibidos los niños en el entorno social, dando una imagen de solemnidad poco natural pese a su corta edad y naturaleza. En la sociedad de ese siglo las apariencias fueron enormemente valoradas por encima de la espontaneidad. Estos lienzos, además, son prueba del amor paterno, pues dan testimonio de la vida de los hijos en una época en la que existía gran mortandad infantil. La vestimenta de los niños, en su gran mayoría, es prácticamente la misma que la de los adultos; esto, aunado a sus actitudes al momento de posar junto con los propios objetos que los acompañaban, da la impresión de ser pequeños adultos, características que contrasta con su rostro infantil. A pesar de que sólo la clase media alta y burguesa se podía dar el lujo de mandar hacer retratos de sus hijos, en la pintura mexicana del siglo XIX quedó una rica galería de estas imágenes, realizadas por los célebres Pelegrín Clavé, Juan Cordero, Édouard Pingret y Tiburcio Sánchez, así como por pintores populares anónimos. Los niños pintados por ellos mismos 1843. Colección Mercurio López Casillas Las niñas pintadas por ellas mismas 1844. Colección Mercurio López Casillas En la primera mitad del siglo XIX se editaron en México varios libros sobre tipos populares que tenían una estrecha relación con la naciente concepción de lo nacional y sobre cómo eran los mexicanos de ese momento. Con la introducción de la litografía a nuestro país, los libros pudieron ilustrarse más frecuentemente y las imágenes complementaron los textos sobre los arquetipos y costumbres del país. El editor Vicente García Torres realizó la edición mexicana de los libros franceses Les Enfans peints par euxmêmes (1841) y Les Enfants peints par eux-mêmes (1842), publicados como Los niños pintados por ellos mismos (1843) y Las niñas pintadas por ellas mismas (1844). Estos títulos estaban dirigidos al público infantil para aprender y ejercitar la lectura, a la vez que se aleccionaba a los niños a través de diferentes historias de personajes que tenían una determinada profesión o clase en la sociedad. Las ilustraciones de estos libros se alternaban con el texto, por lo que se complementaban y hacían la lectura más accesible. Ilustrados por el litógrafo Hipólito Salazar, en Los niños pintados por ellos mismos, se ejemplificaron oficios urbanos y rurales, como los de aprendiz de impresor, pintor, sastre, leñador, vendedor, pastor y colegiales, entre otros. En Las niñas pintadas por ellas mismas se acentuaba aún más la carga moralizante en las historias de la coqueta, la aldeanita, la curiosa, la caprichosa, la envidiosa, la pupila, etcétera. La trascendencia de estos dos proyectos editoriales radica principalmente en que ambos permitieron conocer un conjunto de historias, tipos, costumbres y escenas que después se convirtieron en “la esencia de lo mexicano”, que culminaría con obras tan importantes como Los mexicanos pintados por sí mismos, de 1854. Ropa para bebé Segunda mitad siglo XIX. Colección Ana Margarita Ávila Ochoa y Gustavo Amézaga Heiras Durante el siglo XIX las madres vistieron a los bebés con algunas prendas que se utilizaron tradicionalmente desde siglos atrás; siguió la costumbre de fajar a los recién nacidos durante los primeros meses de vida, lo que consistía en dejar inmóviles piernas, brazos y todo el cuerpo de la criatura. Se creía que tales vendajes protegían el ombligo, brindaban apoyo a la espalda y ayudaban a la formación de los huesos. Aunque desde el siglo XVIII, Rousseau advirtió que contrario de lo que se pensaba, esos fajados oprimían a los niños y que en realidad eran perjudiciales, ya que afectaban la circulación de la sangre y evitaban el crecimiento y fortalecimiento del cuerpo, la costumbre continuó durante todo el siglo XIX. La sociedad victoriana no veía la necesidad alguna de diferenciar a las niñas de los niños. La vestimenta de esta época, revela una sociedad que no deseaba marcar las diferencias de género de los infantes: los varones llevaban la misma vestimenta que las mujeres hasta los siete u ocho años. En el siglo XIX, la mayoría de la ropa era elaborada en el hogar por las mujeres, quienes se dedicaban a la confección de las prendas de vestir que requería la familia. Sin embargo, a partir de la segunda mitad del siglo, la venta de ropa ya fabricada e importada en serie, tuvo un auge muy importante en los “cajones de ropa” y los primeros almacenes departamentales que se establecieron en la ciudad de México. Ropón para bautizo Colección Familia Treviño Rangel y colección particular Fotografías, finales siglo XIX. Colección Gustavo Amézaga Heiras El ropón de bautizo era un atavío muy especial para la ceremonia en que se recibía el primer sacramento, más elegante y elaborado que cualquier otro, pero similar en la forma a la vestimenta cotidiana de un bebé. El ropón se complementaba con una elegante capa que protegía y realzaba la distinción del acontecimiento. Los bebés usaban vestidos de metro y medio de largo, llevaban la prenda cayendo en cascada sobre el brazo de la persona que cargaba al niño. Algunos de estas prendas alcanzaron a medir dos metros de largo, lo que permitía mantener al bebé caliente, aunque su atractivo radicó en proporcionar al niño pequeño gracia y presencia. Biberón Biberones de cristal, finales del siglo XIX. Colección Enrique Estévez y Museo Modo Fotografía, ca. 1890. Colección Gustavo Amézaga Heiras La lactancia materna ha sido, desde siempre, el modo habitual de alimentar a los bebés. Las madres del siglo XIX de clases altas recurrían a las nodrizas para dar leche materna, ya que no acostumbraban a que ellas mismas lo hicieran. El funcionamiento del biberón aprovecha el instinto de succión que poseen los infantes desde la más tierna edad, y permite alimentarlos durante los lapsos en los cuales la madre no está disponible para proveerles su pecho. El uso de los biberones también se empleó para dar leche, agua y otros líquidos a los bebés, que por su nivel de desarrollo psicomotor no podían beber en un vaso. A finales del siglo XIX, los biberones fueron fabricados en serie, lo que facilitó su adquisición comercial. Sonajero Colección Rogelio Charteris, Gustavo Amézaga Heiras y Museo Modo El sonajero servía para educar los sentidos de los niños pequeños: servían para desarrollar el oído y el tacto. Este juguete está formado por un mango con cascabeles o sonajas que suenan al moverlo. Se fabricaban en plata o con materiales más económicos; a veces se les aderezaba con una pieza suave de coral rojo engarzada en el mango de plata, del que colgaban pequeñas campanas o cascabeles del mismo metal. Las campanas entretenían a los bebés, incitándolos por su sonido a tener la sonaja en las manos. El coral era el elemento importante del artefacto, pues los padres creían que protegía al infante de enfermedades. Para el proceso de dentición de los bebés se le daba algo suave y difícil de morder para aliviar la incomodidad y acelerar la salida del diente. La suavidad del coral lo hacía un material ideal y, además, se le otorgaban otros beneficios añadidos, como la creencia de que ahuyentaba el mal. Una mordedera hecha con un pedazo de coral rojo con un mango de plata rodeado de campanitas de plata, servía como una bonita sonaja que además de usarse para morderla, era un amuleto para alejar el mal, una inversión y un símbolo tangible de la riqueza y condición social de los padres, todo al mismo tiempo. Una variante de sonajas muy difundidas, fueron los guajes que son una semilla de árbol grande y hueca y que a su vez contienen pequeñas semillas que se hacen sonar. En su exterior se le aplicaba un maque que se pulía hasta lograr una textura muy fina. Este tipo de sonajas fueron muy económicas y populares, muchos niños mexicanos fueron pintados con este tipo de juguetes. Cuna Cuna de bronce, ca. 1890. Colección Francisco Suinaga Agarradera con forma de caballito. Colección Enrique Estévez La cuna de un infante era el lugar donde el bebé dormía, fuese una canasta de paja, una caja o un cofre habilitados para este fin, o una cama especialmente diseñada. las cortinas proporcionaban privacidad a los ocupantes y conservaban el calor corporal generado, cuando mantener al bebé caliente era una lucha constante. Lo que importaba en realidad era que cualquier forma de cama separada para el bebé era mejor que dormir con su madre, nana, o alguna otra persona que lo pudiera asfixiar durante la noche. Una cuna parecía ser indispensable cuando la familia era numerosa; en el siglo XIX, un matrimonio podía llegar a procrear entre siete o nueve hijos en promedio; aunque muchas otras parejas concebían hasta doce o más hijos, por lo que la cuna para recién nacidos podía ser utilizada por varios hijos e incluso distintas generaciones. Para cubrir la cuna de los bebés, tradicionalmente, se utilizaba una tela verde obscuro para protegerlos de las corrientes de aire; además, Sillas para bebés Silla-coche, ca. 1885. Colección Hacienda Borejé Silla para niño estilo Art-Nouveau, ca. 1895. Colección Pablo Fossas Periquera con mesa para comer, ca. 1900; Plato de “Mateo” y cucharita elaborada en hueso para niños. Colección Gustavo Amézaga Heiras Silla multiusos para niños, ca. 1910. Colección Museo Modo Fotografías, 1885-1900. Colección Paz Yano Bretón y Eduardo García Las sillas para bebés sirvieron para detener, frenar y aislar a los pequeños que todavía no tenían autocontrol y podían sufrir heridas graves en accidentes en el hogar. Cuando los niños cumplían poco más de un año, y quedaban libres de las fajas, pronto se veían cautivos en estas sillas, que los mantenían lejos del peligro y de los pisos fríos o sucios. Cualquier bebé gateando o tambaleándose sin supervisión enfrentaba la posibilidad de sufrir heridas. Este tipo de mobiliario ofrecía cierta protección. Las sillas altas elevaban al niño pequeño hasta la altura de la mesa del comedor, donde aprendía a comer y convivir con su familia; algunas sillas contaban con su propia bandeja, la que no sólo mantenía al niño en su lugar, sino que también lo separaba del contacto directo con la mesa del comedor. Las sillas para niños pequeños tuvieron muchas variantes y nombres, dependiendo de su diseño, siendo la más popular la llamada “periquera”, en la que se depositaba al niño, quedando a la altura de la madre, quien podía así darle de comer. Algunos fabricantes diseñaron sillas que se convertían en cochecito o andadera, creando otros usos. En el último tercio del siglo XIX hubo una gran oferta de este tipo de sillas, se llegó a producir un diseño multifuncional que podía servir para darle de comer al niño, usarla como andadera y hasta abrir el centro del asiento, para convertirla en un retrete para el bebé. Invitaciones de bautizo 1875-1905. Colección Gustavo Amézaga Heiras Los recuerdos e invitaciones de bautizo eran los impresos que se entregaban a los familiares y amistades para hacerlos partícipes de esta ceremonia religiosa. recién nacidos, cigüeñas, cascarones que acaban de abrirse o bien con motivos religiosos, como ángeles, corderos y cruces, que recordaban el cumplimiento de este sacramento religioso. La costumbre de repartir invitaciones se inició a mediados del siglo XIX, pero a partir de 1870 lograron gran popularidad, ya que se podían adquirir fácilmente en imprentas y papelerías ya listas para individualizarse con el nombre del bebé, el de sus padres y padrinos, además de los datos de fechas del nacimiento y bautizo. También se recurría a motivos profanos como herraduras y tréboles, que implicaban el deseo de buen augurio para el bebé. Estos impresos tenían la forma de librito, e iban adornadas con filigranas de flores, candorosas viñetas de Por lo general, estas tarjetas llevaban pegadas, cerca de la viñeta, una pequeña moneda de plata, que era símbolo de la buena fortuna que trae todo recién nacido a la familia. Aguinaldos y jarra de bautizo Aguinaldo de papel en forma de cono, ca. 1860. Colección Gustavo Amézaga Heiras Aguinaldo de porcelana con cara de gato, ca. 1890. Colección Enrique Estévez Cajita de aguinaldo, ca. 1910. Colección Museo Modo Jarra de bautizo de Manuelita Bucha de Aguilar, 1881. Colección Rosalía Cabo Álvarez El nacimiento de un hijo originaba una serie de relaciones y compromisos sociales para los padres. Implicaba preparar una celebración especial que requería buscar padrinos, asignar un nombre al bebé, invitar a los familiares y amigos, e incluso, dar un regalo por el acontecimiento. Estos presentes eran los aguinaldos, un recuerdo que se convidaba a los asistentes a la ceremonia. Iban rellenos de pequeños dulces o golosinas en su interior. Estos contenedores podían ser de papel o cartón y generalmente estaban impresos con la palabra “Bautizo”; también los había de cerámica o porcelana, lo que los convertía en un objeto que se conservaba para recordar la ocasión. La jarra de barro de la niña Manuelita Bucha de Aguilar se utilizó para servir el chocolate del bautizo y es un ejemplar, de entre varios, que se obsequiaron para la ocasión. La decoración de cada una de estas piezas fue realizada manualmente, ejemplo de la producción industrial artesanal propia del siglo XIX. La madre El hogar mexicano, 1910. Colección Gustavo Amézaga Heiras Álbum de Damas, 1907. Colección Museo Modo Anuncio del Almacén de Ropa El Nuevo Siglo, ca. 1905. Colección Museo Modo Los roles de la madre al interior de la familia fueron distintos, dependiendo del ámbito urbano o rural al que pertenecieran. En las ciudades, por lo general, las madres se encargaban de la educación y crianza de los hijos, además de todas las tareas del hogar, en algunas ocasiones con ayuda de sirvientes. En cambio, en las familias pobres del campo, alrededor de los cinco años de edad, los varones se tenían que separar de la madre, para empezar a ayudar en las faenas agrícolas, y las niñas en labores de casa. El papel de la mujer era fundamental en la conformación de las familias, ya que se encargaba de formar y educar a los hijos en el hogar para integrarse a la sociedad. Por lo general el número de hijos entonces era aún mayor que en las familias actuales, lo que implicaba un enorme trabajo, desde las tareas de la cocina, hasta la elaboración de prendas para vestir a través de la costura, aunque todo variaba dependiendo del nivel económico de la familia. No faltaron para ello manuales y guías para la economía doméstica, dirigidos a las señoras de la casa. Durante el siglo XIX existió un alto nivel de mortandad, tanto de los recién nacidos como el de las madres parturientas, sin importar la clase social. Los alumbramientos, las infecciones y hemorragias tras los partos causaron la muerte de muchas mujeres, quienes dejaban huérfanos a sus hijos, lo que se convirtió en un grave problema social en México. Juegos, juguetes y divertimentos Hasta el siglo XIX, ni jugar, ni poseer juguetes fue considerado propiamente algo inherente a la infancia; al contrario, los juguetes más caros como muñecas y elaboradas casas con muebles miniatura, estaban hechos exclusivamente para el disfrute de los adultos. En cuanto a los juegos, los chiquillos y los mayores podían disfrutar del mismo tipo de entretenimiento como jugar a la “La gallina ciega” y “Las escondidillas”, que todavía no eran considerados como actividades exclusivas de los niños. Hasta ese momento los juegos y los juguetes no eran para una edad específica. Antes del siglo XIX, la palabra “juguete” tenía significados distintos a los de hoy; nadie los veía como una categoría distinto de objetos especiales para el deleite de los niños, o un juego diferente al de los adultos. En ese siglo, ocurrió el fenómeno de asociar a los juegos y los juguetes con la infancia, con lo que éstos se convirtieron en lo más importante para los niños. A partir del siglo XIX se creó una gran cantidad de productos dirigidos a los niños: juegos de mesa, pasatiempos y juguetes; muchos de ellos tenían implícita una lección o enseñanza. En varios países europeos prosperó la industria del juguete; se fabricaron y vendieron para todo público y de manera económica, en papel o cartón: tableros de ocas, naipes, loterías, libros, cuadernillos para aprender a dibujar, muñecas o soldaditos, entre muchos otros. Con el avance tecnológico se pusieron a la venta productos más sofisticados y costosos, que fueron el deleite de toda la familia, como la estereoscopía, la linterna mágica o el praxinoscopio. Libros para jugar El libro de oro de los niños, 1864. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana Manual de juegos. Enciclopedia Popular Mexicana, 1877. Colección Gustavo Amézaga Heiras Juegos de los niños, 1876. Colección Francisco Hernández Juegos de los niños, 1876. Colección Ana Margarita Ávila y Gerardo Ramos Juan Jacobo Rousseau sugirió fomentar durante la infancia el ejercicio físico y las actividades al aire libre. Jugar de esa forma tenía como propósito principal refrescar la mente y ejercitar el cuerpo para que de ese modo, fuera cual fuera el juego, los niños pudieran volver a sus estudios con la fortaleza y con la capacidad de absorber las lecciones. A lo largo del siglo XIX se publicaron varios manuales dirigidos a los niños sobre “cómo jugar” al aire libre con la pelota y las mascotas, al escondite y el burro, volar un papalote, fabricar barquitos de papel, brincar la cuerda, tirar del trompo, rodar el aro o balancearse en el columpio, entre otros muchos divertimentos. En los días fríos o de lluvia los juegos se restringían al interior de casa, por lo que estos libros también instruían sobre cómo divertirse con los rompecabezas, las muñecas, el ajedrez, los dados, las damas, la lotería, la oca, los soldaditos, la linterna mágica y los juegos con cartas, entre muchos más. Muñecas Teatrino francés, ca. 1870. Colección Manuel Mnichts Teatrino alemán, ca. 1910. Colección Museo Modo Los juegos recreaban y reforzaban las formas de socializar a los niños. Mientras los varones practicaban su fuerza física, resistencia, destreza, confianza y trabajo en equipo, los juguetes para niñas se concentraron en desarrollar habilidades específicas como la costura, arropar y mimar a las muñecas y servir el té, enfocadas a las destrezas de la futura esposa, madre y anfitriona. En particular, las muñecas siempre han permitido que las niñas jueguen a desempeñar distintos papeles: la mamá, la hija o la maestra. En esta diversión, las niñas tenían la posibilidad de cambiarles la ropita a las muñecas, según la ocasión y el material del que estaban fabricadas, o vestirlas de acuerdo a “las caprichosas modas de París”. El equipo, mobiliario y ajuar de las muñecas ofrecían el gran atractivo de reproducir los accesorios en una escala miniatura, lo que resultaba fascinante a las niñas y también a los adultos. Las muñecas de papel fueron producidas en Francia hacia 1850. Están coloreadas con anilinas y tienen la particularidad de ver a la muñeca por adelante y por detrás. Publicaciones para damas como La Moda Elegante se reflejaban en la vestimenta de estos juguetes dirigidos a las niñas. Por su parte, las muñecas de trapo podían moverse y reproducir los movimientos del cuerpo humano, por su resistencia era un juguete muy popular. Estas muñecas, de factura doméstica, resultaban económicas y se convirtieron en fieles compañeras, listas para participar en cualquier juego que la niña imaginara. Las más costosas y codiciadas por las niñas eran las muñecas de porcelana, que tenían la cara, las manos y los pies de este material, que se caracterizaba por ser traslúcido y de blanca tersura. Sin embargo, las muñecas de porcelana resultaban tan delicadas que, en muchos casos, no les era permitido a las niñas jugar con ellas, sólo contemplarlas. Este tipo de muñecas se fabricaron principalmente en Alemania y Francia, y han sido, hasta la fecha, objeto preciado de grandes colecciones. Durante el siglo XIX se fotografió a los niños el día de su cumpleaños, con el fin de conservar la imagen del hijo pequeño y de celebrar un año más su vida; se acostumbraba retratarlos con los juguetes que se les regalaba, por lo que quedó registrada una amplia galería de niñas con sus muñecas el día de su onomástico. Teatrino Teatrino francés, ca. 1870. Colección Manuel Mnichts Teatrino alemán, ca. 1910. Colección Museo Modo El teatrino es un teatro en miniatura donde se desarrollan las representaciones de títeres y marionetas. Su estructura cumple la función de ocultar a los titiriteros, a fin de fortalecer la ilusión de que los muñecos tienen vida propia. temáticas populares, de vivos colores realizada en el pueblo de Épinal, Francia, en el siglo XIX. Los teatrinos se llegaron a vender como un juguete para los niños, con un conjunto de personajes y escenografías para que en el hogar se realizaran las representaciones ante familiares y amigos. El teatrino de fabricación alemana, para el mercado hispano hablante, data aproximadamente de 1910. Estaba conformado por siete niveles escenográficos que daban profundidad y belleza al montaje. Se vendía con los parlamentos impresos para que los chiquillos representaran la obra, a la vez que desplazaban a los personajes en el escenario. De estos ejemplares, que fueron fabricados en cartón y madera, el más antiguo data aproximadamente de 1870 y es un ejemplo de las “imágenes de Épinal”, estampas de Los teatros de juguete, al igual que la linterna mágica, permanecieron en boga, hasta que el cine proporcionó formas más accesibles de entretenimiento. Títeres de Épinal Polichinela y hada, ca. 1890, Colección Gustavo Amézaga Heiras A finales del siglo XVIII y durante el XIX se editaron en algunas provincias de Francia miles de impresos para niños, como juegos de mesa, muñecas de papel, imágenes religiosas o naipes, creando pequeñas industrias rurales. Por su producción y calidad, destacó un pequeño pueblo llamado Épinal. Las imágenes las reproducían por medio de litografías en negro, y el color lo aplicaban manualmente con anilinas por medio de esténciles o plantillas. Los habitantes de esta población se dedicaron a colorear y producir estos impresos, a los que se les denomina como “imaginería de Épinal”. Por las características de su producción estos ejemplares fueron muy económicos y se llegaron a distribuir en muchas partes del mundo. Los títeres se imprimían sobre papel que, a su vez, se pegaba sobre madera recortada; las partes del cuerpo se articulaban con hilos que se manipulaban para diversión de los niños. De estos, se exhiben un hada y el célebre Polichinela. Autómata El zapatero, ca. 1880. Colección Manuel Mnichts Los autómatas son personajes solos o varios en escenas, que poseen una maquinaria interior que crea un movimiento de piezas que imita los del cuerpo humano, por lo que estos “muñecos vivientes” causaron el asombro de chicos y grandes. Los talleres que realizaron estos lujosos divertimentos fueron principalmente parisinos. Su laborioso proceso de producción requería de relojeros que se ocupaban de los mecanismos del cuerpo; creadores de cabezas y manos en cerámica de biscuit, y diseñadoras y costureras para los vestidos de los personajes. Los materiales y el mecanismo con que estaban fabricados eran muy delicados. Estos juguetes que eran considerablemente caros, fueron un entretenimiento familiar que pocas familias podían costear. El autómata del zapatero, realizado hacia 1880, recrea la escena en que el artesano remienda un calzado, mientras dos clientes observan afuera de su local. Praxinoscopio Praxinoscopio, ca. 1880. Colección Manuel Mnichts Inventado por Émile Reynaud, el praxinoscopio es un aparato donde el espectador mira, por un visor, el efecto de “movimiento” que producen tiras de papel con imágenes colocadas alrededor de un tambor, en medio del cual estaba un espejo de facetas múltiples donde se reflejan las imágenes, dando un efecto animado de las figuras y una secuencia nítida. El invento se presentó y recibió una mención honorífica en la Exposición de París de 1878 y es otro de los tantos juegos ópticos que fueron muy célebres en el siglo XIX. Estereoscopía The perfecscope [antifaz para estereoscopía], 1895 y tarjetas estereoscópicas, siglo XIX. Colección Gustavo Amézaga Heiras Fotografías de hermanos con aparato estereoscópico, ca. 1900. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana Durante todo el siglo XIX se desarrolló una incansable búsqueda por lograr imágenes en tercera dimensión con color y movimiento. Había muchos trucos y juegos visuales para dar el efecto de tridimensionalidad y realismo. La estereofotografía es una técnica fotográfica para crear el deseado efecto de profundidad a través de dos imágenes. Este efecto se puede observar en un visor con cristales ópticos y una doble fotografía montada en un soporte de cartón. La forma de crear en el cerebro la percepción de la tercera dimensión se obtiene proporcionando a los ojos del espectador dos imágenes con una pequeña desviación óptica, imágenes del mismo objeto que son ligeramente diferentes en sus perspectivas. El visor estereoscópico podía ser del tipo de un antifaz que se sujeta con una mano, o de mesa, donde las personas sólo tenían que poner sus ojos cerca del visor. Las fotografías estereoscópicas están montadas en un soporte de cartón rígido, por lo que son muy resistentes. Este entretenimiento daba al espectador el tiempo y la oportunidad de ver a detalle imágenes de lugares, personas o cosas, por lo que era un entretenimiento pedagógico y divertido. La linterna mágica Aparato y estuche de linterna mágica, 1882 Litografía de niños realizando proyecciones con la linterna mágica, 1875 Colección Gustavo Amézaga Heiras La linterna mágica era un artefacto de óptica que proyectaba y ampliaba las imágenes de las transparencias de cristal, dando la ilusión visual de movimiento, por lo que se le considera precursor del cinematógrafo. Entre estos espectáculos destaca los de fantasmagoría, que fue la sensación entre el público mexicano, ya que a través de proyecciones de supuestos fantasmas, los asistentes disfrutaba de funciones de miedo y terror por los “aparecidos”. Aunque este tipo de objetos empezaron a fabricarse desde el siglo XVII, fue durante el siglo XIX cuando lograron gran celebridad, ya que con las linternas mágicas se realizaban espectáculos muy populares. En el último tercio del siglo XIX, la linterna mágica se puso a la venta como un producto para el uso de la familia. Se ofrecían miles de aparatos para ser manipulados por los niños. Las proyecciones consistían en historias que un narrador contaba al público, mientras las imágenes ilustraban el relato; inclusive se interpretaban canciones con la ayuda de un piano. La linterna mágica también tuvo aplicaciones prácticas y pedagógicas para la enseñanza y la ciencia; sin embargo, con la llegada del cine, quedó restringida a usos educativos y didácticos. Transparencias de la linterna mágica Transparencias de linterna mágica, ca. 1870. Colección Gustavo Amézaga Heiras Las transparencias para la linterna mágica, también llamadas “platinas”, funcionaban como las que se utilizan en un proyector. Su elaboración era en vidrio, con marcos de madera y estaban coloreadas manualmente con anilinas. Se vendían sueltas, o en series que ilustraban un tema, un breve relato, o una larga historia. Se producían de dos tipos: las que presentaban una imagen fija y las que, a través de algún mecanismo, podían representar movimientos de los personajes. El efecto se lograba con dos cristales que se deslizaban uno sobre el otro, dando la sensación de movimiento. Para dar otros efectos de animación, se utilizaban manivelas para provocar movimientos circulares de las figuras. Juguetes blandos Oso, ca. 1890. Colección Paz Yano Bretón Conejito, ca. 1900. Colección Felipe Neria Legorreta Fotografías de niñas con conejito y osito, ca. 1900. Colección Gustavo Amézaga Heiras A finales de siglo XIX, se empezó a vender una nueva línea de muñecos y animalitos blandos y flexibles que resultaron una gran alternativa a las muñecas tradicionales, además de ser juguetes más resistentes y económicos. La costurera Margarete Steiff, quién se movía en silla de ruedas por haber sufrido poliomielitis en su infancia, para entretenerse realizó figuritas como alfileteros que regalaba a sus amigos y clientes. A partir de 1880, en su propio taller, empezó a fabricar una serie de pequeños animales tales como elefantes, monos, cerdos y perros; muy pronto, otros empresarios también produjeron muñecos hechos de tela, terciopelo o fieltro, rellenos de viruta fina. Entre los más populares se encontraban los osos y conejos con los que muchos niños llegaron a retratarse. Caballito Caballito de madera, ca. 1880. Colección Enrique Estévez Muchos juguetes del siglo XIX fueron elaborados en madera, y no fue sino hasta finales del siglo XIX cuando se utilizaron materiales más económicos y flexibles para la fabricación de juguetes, como lámina, tela, gutapercha o baquelita. Numerosos talleres europeos se dedicaron a realizar muñecas y figuras de madera, talladas y pintadas manualmente. Un juguete que destacó fue el famoso caballito de madera que, ante el éxito comercial que obtuvo, los artesanos debieron producir en muchísimas variantes y diseños. En el mundo preindustrial los caballos estaban presentes en casi todas las clases sociales, por ser el principal transporte de la época, por lo que este animal era un importante referente para los niños. Poder montar un caballo fue una fantasía, un sueño para los pequeños; por ello, entre los juguetes clásicos estaban las réplicas de cabezas de caballos atados a un palo. Caballitos de diferentes tamaños y materiales se utilizaron para ayudarlos a imaginar que montaban como diestros jinetes u oficiales de caballería. Esta pieza que se exhibe, probablemente de origen norteamericano, posee una base que daba estabilidad cuando los niños lo montaran. Libros con movimiento Escenas infantiles con seis cuadros de movimiento, Vida alegre, Voyage à Pékin y La bella durmiente del bosque, 1870-1890. Colección Gustavo Amézaga Heiras El libro de las figuras parlantes, 1890. Colección Museo Modo Los primeros libros móviles fueron creados para adultos y no para los niños. Los libros con piezas que se desplazan se han utilizado durante siglos, por lo general, en temas académicos, especialmente de medicina y astronomía. No fue si no hasta el siglo XIX que estas técnicas se aplicaron a los libros diseñados para el entretenimiento de los pequeños. Ejemplo de ellos son Escenas infantiles con seis cuadros de movimiento, Vida alegre y Voyage à Pékin (Viaje a Pekín). Estos libros funcionaban por medio de una pestaña con la que se podían mover las figuras y las estampas en cada página. El ingenioso sistema, que no estaba a la vista de los usuarios, era articulado con base en la ingeniería de papel e hilos. Otra variante de libro con movimiento es la versión de La bella durmiente en el bosque, que presenta visualmente la historia a través de una serie de pestañas de diferentes tamaños que ilustran, en once secuencias, la historia de la princesa encantada. Finalmente, El libro de las figuras parlantes reproduce, mediante fuelles, el sonido de algunos animales de granja. El fonógrafo Fonógrafo marca Edison, 1903. Colección Museo Modo Función musical con fonógrafo, ca. 1900. Colección Gustavo Amézaga Heiras La estabilidad política del Porfiriato motivó muchas inversiones extranjeras. Con las rutas ferrocarrileras se comunicaron los extremos del país; también, se logró mayor comercialización de productos nacionales y del extranjero. Con la inversión económica, llegó la tecnología desarrollada en otros países. Así México participaba de la modernidad con otras naciones. El fonógrafo es una de las primeras tecnologías que se aplicó a un producto de entretenimiento de uso doméstico. Este aparato hizo posible llevar la música y reproducirla cuantas veces se quisiera en las actividades especiales o de festejo familiar, aunque no estaba al alcance de todas las familias mexicanas del siglo XIX. Su estética respondió a los gustos de las élites porfirianas, pero sus cualidades funcionales ya definían las características que debían tener los objetos para ser usados por todos: mecanismos ocultos, elementos visibles para poder manipularlo y fácil portabilidad. Partituras de canciones infantiles 1875-1900. Colección Gustavo Amézaga Heiras En muchas casas mexicanas, de clase media y alta, existía un piano o incluso un salón de música. Este instrumento se empezó a fabricar en México desde finales del virreinato. A lo largo del siglo XIX fue entrando a las casas, como un objeto de presencia útil e indispensable en la vida cotidiana. Existen muchas crónicas, novelas y reseñas que dan testimonio de la importancia del piano en reuniones, fiestas, tertulias, bailes o veladas. Se consideraba virtud y signo de “buen tono” que los jóvenes tocaran el piano desde temprana edad. La popularidad de la música en la vida diaria y la demanda para ejecutar nuevos ritmos y melodías provocaron la publicación de miles de partituras, que daban la pauta musical para la interpretación; muchas de ellas, se imprimieron y reprodujeron a través de la litografía y, a finales del siglo XIX, se popularizaron las cromolitografías, para presentar bellos colores en las portadas. Se editaron series de partituras con diversas temáticas. Algunas, estaban pensadas para determinadas usuarios. Entre estos grupos de impresos musicales, destacaron en menor medida las realizadas con temáticas infantiles o canciones compuestas para los niños. Es notorio que en estas partituras las imágenes de los infantes resultan ser más acordes con sus actitudes y con su edad que en otras ilustraciones sobre ellos. Las representaciones de juegos o actividades infantiles no fueron muy comunes durante el siglo XIX, por lo que destacan estos impresos como testimonio sobre la vida y los juegos infantiles. Casa de muñecas Casa de muñecas. Colección Museo Soumaya Miniaturas, segunda mitad del siglo XIX. Colección Raúl Torres Mendoza, Paz Yano Bretón, Diódoro Flores Ríos y Gustavo Amézaga Heiras La estabilidad política del Porfiriato motivó muchas inversiones extranjeras. Con las rutas ferrocarrileras se comunicaron los extremos del país; también, se logró mayor comercialización de productos nacionales y del extranjero. Con la inversión económica, llegó la tecnología desarrollada en otros países. Así México participaba de la modernidad con otras naciones. El fonógrafo es una de las primeras tecnologías que se aplicó a un producto de entretenimiento de uso doméstico. Este aparato hizo posible llevar la música y reproducirla cuantas veces se quisiera en las actividades especiales o de festejo familiar, aunque no estaba al alcance de todas las familias mexicanas del siglo XIX. Su estética respondió a los gustos de las élites porfirianas, pero sus cualidades funcionales ya definían las características que debían tener los objetos para ser usados por todos: mecanismos ocultos, elementos visibles para poder manipularlo y fácil portabilidad. Miniaturas mexicanas Armarios con miniaturas, finales del siglo XIX. Colección Manuel Mnichts Estos armarios, aunque no fueron realizados para el entretenimiento infantil propiamente, permiten mostrar la riqueza de piezas en miniatura que se elaboraban en México con temas e imágenes locales. Muchos de este tipo de objetos decoraban las casas de juguete. Estas piezas se realizaban en dimensiones tan diminutas que en ocasiones, sólo se podían tomar utilizando dos dedos de la mano. Estos armarios —finamente tallados— están llenos de miniaturas que reproducían menajes de casa, trastes, cubiertos, cestos, animales, piezas religiosas, tipos populares mexicanos y otros objetos inverosímiles. La lotería Juegos de loterías, segunda mitad siglo XIX. Colección Manuel Mnichts, Museo Modo y Gustavo Amézaga Heiras El antiguo juego de la lotería fue un divertimento muy popular y con mucho arraigo en México. Básicamente consistía en ir llenando los tableros, mientras se iban sacando y “cantando” las cartas con imágenes. Las loterías en cajas, al igual que otros juegos que se vendieron empacados en un atractivo empaque de cartón impreso a color, fueron la novedad durante la segunda mitad del siglo XIX, un producto lujoso en la oferta de las diversiones infantiles; incluían el tablero, las cartas, las fichas y las tarjetas, todo en un mismo estuche. Estuches y cajas de juegos Juegos en cajas, segunda mitad siglo XIX. Colección Manuel Mnichts, Museo Modo, Gerardo Ramos y Gustavo Amézaga Heiras La impresión en cromolitografía permitió agregar policromía (color) a los empaques para juegos o productos infantiles y una decoración detallada. Estos estuches debían presentar impresa la imagen de los objetos que contenían, con el propósito de provocar el consumo del producto, por lo que cumplían una importante función comercial. Las soluciones gráficas en los primeros empaques comerciales y las “marcas” (ahora logotipos) en algunos casos, resultan sorprendentes por su modernidad. El uso de la imagen acrecentó el deseo de adquisición, ya que era un valor adicional a los artículos de consumo; en particular para los juguetes, las imágenes descriptivas y persuasivas de los juegos que se vendían fueron muy importantes. Rompecabezas Jeu des Caricatures, ca. 1890. Colección Manuel Mnichts Rompecabezas sobre madera; rompecabezas de cubos con seis escenas y juego de memoria de números, ca. 1870-1890. Gustavo Amézaga Heiras El rompecabezas fue un invento de John Spilsbury, cartógrafo y grabador de Londres, que utilizó mapas cortados en piezas para enseñar geografía en 1767. Durante el siglo XIX se vendieron con gran éxito los rompecabezas para niños y adultos, que desarrollaban destrezas de relación por analogía y memoria. Los primeros rompecabezas fueron impresos en color sobre papel, montados en madera. Este juego de mesa se convirtió rápidamente en uno de los entretenimientos preferidos de los niños, aunque por su manufactura era un producto costoso. A diferencia de los rompecabezas modernos, los ejemplares del siglo XIX no contaban con imagen de referencia o guía para irlos armando; por lo que la sorpresa era aún mayor al descubrir la imagen finalmente armada. En el siglo XIX surgió una gran variedad de rompecabezas, por ejemplo, los de figuras geométricas que, con base en cubos, armaban varios modelos, o los juegos de “memoria” a través de figuras armables. Juguetes para niños Canicas con figuras, ca. 1880. Colección Enrique Estévez Trompos, 1890-1910. Colección Gerardo Ramos Frías Canicas de barro, principios del s. XX. Colección Enrique Estévez Caballito de cartón y pirinola, ca. 1900. Colección Gustavo Amézaga Heiras Pelota, ca. 1900. Colección Museo Modo Fotografía de niño con pelota, ca. 1890. Colección Enrique Estévez Los juguetes para varones fabricados en México eran sencillos. Algunos se elaboraban de madera como el trompo; de vidrio como las canicas; o de cartón como los caballitos, que eran muy populares entre los niños. Los trompos tenían la particularidad de ofrecer distintos desafíos para el juego, no era lo mismo hacerlo girar en la palma de la mano que, girando en suelo, levantarlo y volverlo a lanzar sin que dejara de girar. La fascinación por las canicas se refleja en la gran cantidad de nombres que adquieren según sus características: ponches, ágatas, bombochas, caniconas, agüitas, flamas, diablos, etcétera. Las canicas estaban entre los juguetes preferidos de los niños, ya que el juego consistía en ganarlas, perderlas e incluso comerciar con ellas, siendo entre las piezas más codiciadas las canicas grandes. Los caballitos elaborados en cartón, sobre un soporte de madera y cola de estropajo permitían a los niños divertirse con un juguete “móvil”, ya que mediante de sus cuatro rueditas se podía desplazar el pequeño corcel. La pelota no era propiamente un juguete exclusivo para los varones, pero éste fue ganando más popularidad entre ellos, por ser una práctica que se realizaba al aire libre y que requería de ejercicio físico. Este ejemplar, fabricado en caucho, se utilizaba húmedo de tal forma que las figuras hechas de su diseño quedaban como marcas “grabadas” en el piso o donde se hiciera rebotar. Soldaditos Soldaditos de papel, ca. 1870. Colección Gustavo Amézaga Heiras Soldaditos de plomo, ca. 1880. Colección Manuel Mnichts Soldaditos de pasta, marca Lineol, ca. 1910. Colección Familia Pliego Villanueva Al igual que las muñecas, la antigüedad de los soldaditos en miniatura es milenaria y también fue uno de los juegos favoritos de los niños del siglo XIX. Se fabricaron con diferentes materiales, modelos, escalas y una gran variedad de uniformes militares de diversas naciones, ya que reproducían con mayor o menor verosimilitud los diferentes ejércitos europeos y coloniales. Los más económicos fueron los soldaditos de papel, en láminas para recortar, o ya suajados; los más populares fueron los llamados de “plomo”, cuyo verdadero material era una aleación de plomo, estaño y antimonio; de tamaño variado, las medidas más habituales de los soldaditos eran entre los dos y nueve centímetros. Los fabricantes alemanes los empezaron a producir, elaborando soldaditos semiplanos, pues querían que sus figuras fueran más atractivas y realistas, con acabados en color. El cuerpo de las figuras era ligeramente redondeado, mientras que las piernas estaban sujetas en línea recta a la base, para que se mantuvieran parados o en una determinada acción militar. Se vendían individualmente o en estuche de lujo con paisajes para las figuras. El éxito comercial permitió su exportación, en ocasiones, fueron objeto de copia en muchos países a donde llegaron. Otras fábricas, como la alemana Lineol, se dedicaron a producir soldaditos de pasta con otros materiales (alambre, madera y tela), resultando figuras más realistas y detalladas, de gran lujo para regocijo de los niños. Venta de juguetes Etiquetas de la Juguetería La Europea, ca. 1880. Colección Gustavo Amézaga Heiras Anuncios de El Palacio de Hierro, 1904. Colección Museo Modo Anuncio y catálogo de la juguetería El Globo, ca. 1910. Colección Raúl Torres Mendoza La venta de juguetes resultó constituir un mercado amplio y versátil para los comerciantes. La oferta de productos era tan grande que se podían ofrecer desde juguetes económicos, hasta divertimentos importados muy sofisticados que era un lujo adquirir. Las tiendas departamentales dedicaron un área para la exhibición de juguetes, mismos que se anunciaron en la prensa ilustrada; sin embargo, existieron dos establecimientos en la capital mexicana que compitieron por el favor de su clientela, la Juguetería La Europea, en la calle de Plateros 5 (actualmente Madero) y la Juguetería El Globo, en la avenida 16 de Septiembre, número 70. El catálogo de esta última ofrecía más de 150 modelos de juguetes. Aro con timbre Ca. 1900. Colección Museo Modo Entre los divertimentos más populares del siglo XIX, el aro fue uno de los más importantes y favoritos de los niños por su sencillez y simplicidad. Consistía en una circunferencia de madera torneada o de metal, que los niños rodaban con un palo por el suelo al aire libre. Era un juego donde se tenía que mostrar la pericia de conducir el aro por obstáculos y mantenerlo en constante giro, intentando que no cayera. Este juguete, como el modelo con “timbre” que se exhibe, el cual sonaba al girar, tuvo algunas variantes en su diseño. Sistemas para dibujar La paleta [cuadernillos para colorear], finales siglo XIX El pintorcito mexicano [cuadernillos para colorear], finales siglo XIX Primeros pasos en el dibujo, finales siglo XIX Cuaderno de dibujo Cuaderno de trabajos manuales Cuaderno para colorear, principios siglo XX Cours progressif de dessin, ca. 1880 El artista, fascículos No. 2 y 4, tomo 1, ca. 1870 Figuras en cartón, moldeado prensado, ca. 1870 Estuche para lápices de papel maché, ca. 1880 Colección Gustavo Amézaga Heiras. Colección Museo Modo Estuche para acuarela, ca. 1880. Colección Museo Modo La práctica del dibujo tuvo gran importancia durante el siglo XIX. Era una actividad que fomentaban los padres, un pasatiempo ideal para mantener a los niños entretenidos por las tardes en casa, en días de lluvia o en los meses de vacaciones escolares. El aprendizaje del dibujo al natural con modelos era un método muy avanzado e inaccesible para la mayoría de los niños, por lo que el sistema más frecuente para aprender a dibujar era a través de la copia de láminas que se vendían sueltas o reunidas en un libro o cuadernillo. Un método de enseñanza del dibujo era copiar láminas a través de una retícula. Otro interesante recurso fue imitar modelos en relieve, porque permitía comprender los efectos de la luz y de la sombra, adiestraba el ojo y fomentaba la habilidad manual para lograr la profundidad y el efecto de volumen en el dibujo. La serie de cuadernillos La Paleta y El pintorcito mexicano ofrecían, de manera novedosa, un sistema de libros para colorear; presentaba una imagen reproducida a color, que daba la pauta cromática. Juguetes de hojalata Juguetes de hojalata, 1880-1910. Colección Manuel Mnichts y Museo Modo Los juguetes elaborados a mano fueron sustituidos poco a poco por los que se produjeron en fábricas, fenómeno típico de la Revolución Industrial. Los juguetes realizados en masa tenían la ventaja de ser más económicos, ya que se hacía mayor cantidad de piezas para el mercado; los fabricados con hojalata siempre tuvieron gran éxito comercial, principalmente los alemanes que fueron exportados a toda Europa y al Continente Americano. Su atractivo radicaba en el detalle que podían tener, el colorido de las piezas y la ligereza de su peso. Hacia 1850 se empezaron a utilizar técnicas de estampado o calcomanías industriales, lo que hizo posible dejar atrás la pintura y acabados a mano, como hasta ese momento se venía haciendo. Hacia principios del siglo XX, esta forma de coloreado se hizo general con todos los fabricantes de juguetes de hojalata. El material era dúctil para reproducir en pequeña escala soldados, barcos, carruajes, carruseles, trenes, todo ello una réplica en miniatura del mundo adulto. Alcancías para niños Alcancías de fierro, ca. 1890. Colección Enrique Estévez La disciplina del ahorro era fomentada por los adultos a los niños para enseñar este hábito desde temprana edad: “el ahorro previene la pobreza”, repetían los progenitores a los hijos. Para ello, se fabricaron alcancías a manera de juguetes, con figuras que llamaran la atención de los niños, algunas con formas de animalitos, que conjuntaban la diversión con el ahorro. Este conjunto de alcancías de hierro colado, de origen norteamericano, se podía desarmar en dos partes, para poder tomar los ahorros cuando fuera necesario. La escuela, los libros y las lecturas Después de la consumación de la Independencia en 1821, el país se hallaba en una lamentable situación económica que se vio reflejada en la instrucción pública. Durante el periodo virreinal la educación había sido controlada e impartida por la Iglesia Católica, la joven nación no contaba con escuelas gratuitas para su niñez. A principios de 1822, cinco hombres prominentes de la ciudad de México fundaron una asociación filantrópica, con el fin de promover la educación primaria entre las clases pobres. Llamaron a este proyecto “Compañía Lancasteriana” en honor a Joseph Lancaster, personaje inglés que a principios del siglo XIX había popularizado un nuevo método pedagógico, en el cual los alumnos más avanzados enseñaban a sus compañeros, por lo que también se le conoció como de “Enseñanza mutua” o “Sistema lancasteriano”. Con los años, estos planteles se multiplicaron y extendieron por casi todo el país, escuelas que posteriormente formarían parte del Secretaría de Instrucción Pública. Así, en México se constituyó un sistema de educación gratuita para los niños pobres, además de ser el primer tipo de escuela sin patrocinio ni dirección de la Iglesia católica. En 1867, el presidente Benito Juárez estableció por ley la educación elemental gratuita y obligatoria para los niños, aunque tal proyecto no pudo generalizarse pues no había suficientes recursos para abrir escuelas en todo el territorio nacional. Por esto el método de enseñanza siguió siendo el lancasteriano para las escuelas primarias. La escuela primaria se dividía en dos etapas; la primera, llamada primaria elemental, era de cuatro años, y la segunda, la primaria superior, de dos; a continuación, los alumnos ingresaban directamente a la preparatoria, que duraba cinco años y, posteriormente, se matriculaban en las escuelas profesionales. Pero a esta etapa llegaban realmente muy pocos estudiantes. Durante el Porfiriato se promovió el método de “enseñanza objetiva” que preconizaba el estudio científico directo de los objetos y los fenómenos. Ese interés en la ciencia influyó en diversos aspectos de la vida social y política a través con del grupo de los “Científicos”, grupo de liberales que impulsaba una política fundada en el análisis objetivo y científico de los hechos. Algunos de ellos eran especialistas en el desarrollo de la psicología evolutiva, de la higiene escolar y de la pedagogía. Los pensadores del Porfiriato retomaron conceptos de filósofos y pedagogos extranjeros para mejorar la educación en México; sin embargo, y pese a todos los esfuerzos realizados, el analfabetismo afectaba a más del 80 por ciento de la población mexicana hacia el año de 1900. Durante el siglo XIX, la educación fue una tarea que tuvo como principal propósito unificar a la nación. Formar ciudadanos comprometidos con la patria se convirtió en la misión esencial del maestro y la enseñanza de la lengua nacional, la principal tarea. Por esa razón, la presencia del libro y la diversidad de tipos de lecturas, tanto de textos científicos como recreativos, históricos o meramente informativos fueron importantes signos de este momento histórico. Escuelas Lancasterianas Esposición [sic] que dirige la Compañía Lancasteriana de México al soberano Congreso de la Unión, 1857. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana La dinámica de las escuelas lancasterianas consistía en que los alumnos eran divididos en grupos de diez, cada grupo recibía las lecciones de un “monitor” o instructor que era otro niño, generalmente de más edad. Este alumno mayor había sido preparado por el director de la escuela para dar clases de lectura, aritmética y doctrina cristiana. La estructura de este sistema estaba complementado por la acción de los “monitores generales” o “inspectores”, que tomaban asistencia, vigilaban a los monitores o cuidaban los útiles de la enseñanza. Además, los “monitores del orden” se encargaban de vigilar la conducta y la disciplina en clase. Desde la entrada del niño hasta su salida de la escuela, todas las actividades estaban controladas por una serie de obligaciones, órdenes, premios y castigos vigilados por los monitores. Al entrar a la escuela, el alumno formaba una fila con sus compañeros para que se inspeccionara su limpieza de cara, manos y uñas. El alumno entraba al aula con las manos atrás, se quitaba el sombrero y se lo ataba al cuello; algunas veces, se hincaba para decir una oración inicial y, posteriormente, se sentaba en el banco. El niño colocaba sus manos en las rodillas o en la mesa, según la orden del monitor y se iniciaba la clase. La lámina publicada en el libro Esposición que dirige la Compañía Lancasteriana de México al soberano Congreso de la Unión ilustra cada una de las posturas y acciones que debían tomar los niños en el aula. Fue tal la importancia de esta institución, que en 1842 el presidente Santa Anna llegó a confiar la Dirección General de Instrucción Primaria a la Compañía Lancasteriana. Años después, el presidente Benito Juárez la apoyó de forma especial, ya que la consideraba una bandera del proyecto liberal en materia de educación. En 1890, Porfirio Díaz declaró el cese de la Compañía Lancasteriana, por lo que el sistema de escuelas pasó a ser parte de la Secretaría de Instrucción Pública. Silabarios y láminas para enseñar a leer Láminas con alfabeto e ilustraciones, ca. 1860 Silabario enciclopédico o el niño instruido, 1868 Silabario metódico de San Miguel, ca. 1880 El arte intuitivo gradual, 1883 Abecedario y silabario de F. Durán, ca. 1900 Método de escritura y lectura, 1912 Colección del Colegio de Vizcaínas, Rosalía Cabo Álvarez, Fabricio Romero Alcázar y Gustavo Amézaga Heiras Durante el Porfiriato se impulsaron varias reformas a la enseñanza y se siguieron varios métodos de lectura. Se introdujo el llamado método simultáneo, procedimiento que plantea el aprendizaje de la lectura y la escritura a un tiempo, mediante el reconocimiento de palabras. El método creado por Enrique Rébsamen fue uno de los más difundidos, pues en él se integraban varios de los principios que durante el siglo XIX estaban en boga, como aprender observando cosas concretas, reforzar los conceptos con imágenes, contar con ejercicios preparatorios y, asociar las letras a la sílaba, a la palabra y a la frase. Otro ejemplo de asociación de letras con imágenes es el libro El arte intuitivo gradual, que utiliza la semejanza entre la letra y una posición del cuerpo humano para las primeras lecciones de lectura. Después de conocer las letras, tal como lo indica su título, se iban incorporando gradualmente el conocimiento de las sílabas, la correcta pronunciación y, finalmente, la lectura de palabras, frases y oraciones. Las láminas para enseñar a leer eran materiales utilizados por el maestro o la maestra para mostrar a todos los niños las distintas letras, su forma, su pronunciación y de esta manera impulsar la enseñanza del alfabeto. Algunas de estas láminas, por su tamaño, eran colocadas en el salón de clases para reforzar las lecciones que ahí se estudiaban. Libros para la enseñanza de caligrafía 1872-1910. Colección Gustavo Amézaga Heiras Ya que el papel era un artículo costoso en el siglo XIX, a los alumnos se les enseñaba a escribir en pequeñas pizarras, para lo cual sólo necesitaban un gis. En la pizarra se practicaba el tamaño, la proporción y la separación de las letras. Posteriormente, se utilizaba la plumilla que requería de gran precisión, de lo contrario, las hojas donde se escribía se manchaban con facilidad, lo que obligaba a realizar nuevamente el ejercicio. Para dominar el arte de la caligrafía eran necesarias muchas horas de práctica y esmero. A finales del siglo XIX y principios del XX se pusieron a la venta cuadernos impresos con rayas, divisiones y hasta con ejemplos de la forma correcta de la inclinación de la letras y la unión entre unas con otras. Cuando el niño había alcanzado a dominar el trazo de las letras, estaba listo para dibujarlas con tinta china. Ejercicios de caligrafía Libretas y cuadernillos para caligrafía 1875-1910. Colección Colegio de Vizcaínas, Gerardo Ramos Frías, Gustavo Amézaga Heiras y Museo Modo La destreza manual es una de las habilidades que se impulsan en la educación del siglo XIX. El arte de dominar la escritura comenzaba con la buena proporción de cada una de las letras y se avanzaba cuando el alumno aprendía a trazar con gracia, lograr líneas gruesas y delgadas que dibujan y decoran la letra, como los ejemplos que aquí se exhiben, donde se muestra el gran virtuosismo que lograron muchos niños y niñas en sus largas prácticas frente a sus cuadernos. Era común que al final del curso los alumnos presentaran sus ejercicios caligráficos de manera ordenada y limpia, de tal manera que se pudiera observar el avance desde los primeros trazos, hasta la escritura de palabras y frases. En estas piezas, podemos apreciar tanto los ejercicios realizados en el aula, como los trabajos finales que se ejecutaban de forma especial para concluir el año escolar. Ejemplo de estos últimos son las carpetas de la niña Melania Laris que demuestra sus habilidades caligráficas. Lecciones de cosas Lecciones sobre objetos, 1839; Gran colección de fieras en estampas, 1886; Vida alegre, 1890; Lecciones de cosas, 1890; Álbum de Zoología; Libro ilustrado para niños, 1900; Libro de lecturas sobre lecciones de cosas, 1904; Lecciones de cosas, 1910 Colección Gustavo Amézaga Heiras En el último tercio del siglo XIX, los pedagogos reconocen como principio de toda enseñanza la manera en que se realiza el aprendizaje: "El conocimiento del mundo material lo adquirimos por medio de nuestros sentidos. Los objetos y diversos fenómenos del mundo exterior, son la materia sobre la que primeramente se ejercitan nuestras facultades”. En este periodo se utilizaron los libros conocidos como Lecciones de cosas, también llamados Lecciones sobre objetos, que eran los primeros que conocían los niños al ingresar a la escuela y recibían sus primeras lecciones. En ellos, el alumno hacía lecturas en las que debía observar un objeto, mientras el maestro le iba haciendo una serie de preguntas. Para responderlas era necesario observar las cualidades y características de los objetos. Las “cosas” podían proceder del reino animal, mineral, vegetal, o eran objetos fabricados por el hombre, de tal manera que las preguntas se respondían a través de la percepción de los cinco sentidos: la vista, el tacto, el oído, el olfato y el gusto. Las Lecciones de cosas explicaban gran diversidad de temas relacionados con la comida, la ropa, los animales, los muebles, los colores, los metales, las flores, y todo cuanto rodeaba a los niños. La idea era que los alumnos tuvieran el objeto original frente a ellos: un gis, una flor, un vidrio, o bien que el profesor les mostrara un grabado o lámina donde pudieran observar “las cosas”. Sobre cada objeto, el alumno debía formarse una idea de qué era, conocer su origen, su utilidad, su nombre, sus diferentes partes, sus propiedades y, de preferencia, debía tener experiencia directa con ellos, manipularlos y llegar a conclusiones propias. Estos libros constituían el punto de partida para educar y sensibilizar a los niños pequeños, además de activar su mente y sus sentidos. Libros escolares 1875-1912. Colección Mercurio López Casillas, Ana Margarita Ávila Ochoa, Gerardo Ramos Frías, Gustavo Amézaga Heiras y Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana Durante el Porfiriato se publicaron libros para cada una de las asignaturas de la educación primaria y se realizaron dictámenes y recomendaciones sobre los títulos que deberían llevar los niños en sus clases. Se consideró que el libro de texto era requisito para las principales materias de la enseñanza elemental obligatoria. Es notable la cantidad y variedad de libros de texto que se publicaron a finales del siglo XIX, y que fueron auxiliares didácticos para los maestros. Las lecciones se dividían por sesiones, venían acompañadas de imágenes explicativas y preguntas para reforzar el conocimiento. Los libros centrados en personajes, como el de Rafaelita o los de Guillermo o Juanito, introducían a los niños en el aprendizaje a través de “niños modelos”, de quienes se narraban sus aventuras y vicisitudes como niños mexicanos, en su día a día. Cuadernillos para niños Biblioteca del Niño Mexicano. Colección Mercurio López Casillas Cuadernillos ilustrados por José Guadalupe Posada y Manuel Manilla. Colección Mercurio López Casillas y Gustavo Amézaga Heiras Entre las muchas ediciones ilustradas de carácter extraescolar que llegaron a las manos de innumerables niños mexicanos, a fines del siglo XIX y principios del XX, abunda una variedad de fascículos o cuadernillos muy baratos y con textos breves, publicados por editores de distinta índole, tanto mexicanos como extranjeros. Su propósito principal fue la diversión y el entretenimiento, aunque también daban espacio a la instrucción amena, por lo que su contenido iba de las adivinanzas a los discursos patrióticos, y de las obras de teatro infantiles y manuales de magia, a los cuentos y a los relatos históricos en donde se mezclaban la fantasía y lo truculento. Algunos de los textos eran copia de escritos europeos, otros eran adaptaciones, y algunos más, creaciones locales. Por lo que se refiere a las ilustraciones que embellecieron estos cuadernitos, el gran artista José Guadalupe Posada creó un número importante de ellas para el célebre y popular editor Antonio Vanegas Arroyo; imágenes impresas a dos tintas o iluminadas con intensos colores de anilina, lo que acentuaba su gracia e impacto visual. El trabajo de Posada, inspirado en el de su antecesor el grabador Manuel Manilla, se nutrió también de fuentes europeas, pero en muchísimas otras ocasiones fueron creaciones enteramente suyas, dejando en ellas testimonio de tipos étnicos, formas de vestir, juegos y costumbres; además de evidenciar lo que fueron, jugaron e imaginaron los niños de aquella época. Otra parte importante de la obra de Posada, dentro del rubro infantil, es la que hizo para la Biblioteca del Niño Mexicano, una colección de 110 cuadernillos, editada por los hermanos Maucci, de origen italiano, quienes la hicieron imprimir en Barcelona. Los textos, escritos por el insigne periodista Heriberto Frías, son una recreación artística de la historia de México, y están a medio camino entre la instrucción y el amarillismo, la historia y la novela, con elementos de la cultura popular, donde se entremezclan datos fidedignos y ficción, y campean la violencia y las pasiones, tendencia efectista compartida plenamente por las imágenes que para la obra ejecutó José Guadalupe Posada. Libros infantiles de lujo en español, francés, alemán e inglés Voyage en France, 1875; Märchenpracht und Sabelicherz, 1883; Ya sé leer! Lecturas infantiles, 1885; Cuentos escogidos de Perrault, 1886; Cinderella, 1885; Cinderella, 1890; Tertulias de la infancia. El teatro guiñol, 1890; Cenicentilla. Cuentos morales para niños, 1890; Los días felices de la infancia, 1900 Colección Gustavo Amézaga Heiras Los libros de lecturas infantiles que se editaban en el extranjero tuvieron cierta demanda en nuestro país; eran objetos de lujo que se podían adquirir para los niños de clases altas. El placer visual nacido de estos libros, con bellas imágenes a color, algunos de gran formato, fue el punto más atractivo para la clientela. En nuestro país fue común que circularan libros en otros idiomas como el francés, el alemán y el inglés, ya que a finales del siglo XIX, había una población de 60,000 personas extranjeras en México, con un alto porcentaje de niños que requerían de aprender a leer y practicar la escritura en sus lenguas maternas. Además de que en varios colegios particulares se impartía la enseñanza del francés, del inglés y del alemán, consideradas como “lenguas cultas”, sobre todo la primera, que se puso de moda durante el Porfiriato como signo de buena educación Diplomas y medallas Medallas 1900, 1901 y 1903 y diploma de 1898 de la niña Refugio González García. Colección Guadalupe Lozada León Diplomas 1875-1910. Colección Gustavo Amézaga Heiras Desde el periodo presidencial de Sebastián Lerdo de Tejada (de 1872 a 1876) se instituyó la costumbre de que el primer mandatario otorgara un reconocimiento especial a los alumnos de diversas escuelas del país. Los diplomas y medallas han adquirido un gran valor documental y testimonial, especialmente cuando en ellos aparecen otros elementos históricos, como las rúbricas de los presidentes de la República Mexicana. Pupitres Pupitres ca. 1890. Colección IBBY México/A leer Las antiguas bancas escolares eran colectivas, estaban hechas para servir a diez, doce o incluso más alumnos que compartían el mismo asiento. Durante el siglo XIX, se desarrollaron muchos tipos de mesa-bancos; el diseño más característico fue el de aquellas sillas que la parte trasera soportaba la mesa del alumno que se sentaba atrás. Con el incremento de alumnos en las escuelas fue necesario incorporar buenos pupitres en el aula, que funcionaran bien y fueran resistentes al ajetreo escolar. Se fabricaron con asientos curvos para la comodidad y la buena postura del niño; se buscó que fueran plegables y que no hicieran ruido al cambiar el ángulo de postura, característica importante para evitar la distracción en el aula. El mobiliario debía ser atractivo, económico, duradero y de fácil limpieza. Hacia la segunda mitad del siglo XIX se dejaron de fabricar pupitres totalmente de madera y se comenzó a incluir cada vez más el hierro fundido, principalmente en la estructura del mueble. A la mesa de escritura se le incorporó una ranura para los lápices y otras herramientas de escritura, además de un orificio circular donde se depositaba el tintero. El pupitre incluía también un cajón debajo de la mesa donde se guardaban los útiles escolares. José Rosas Moreno Manual de urbanidad, El libro de oro de las niñas, Fábulas, Un viajero de diez años. Relación curiosa e instructiva de una excursión infantil, Historia de México, Libro de la infancia. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana y Gustavo Amézaga Heiras José Rosas Moreno (1838-1883) fue escritor, político, funcionario público, librero e impresor que dedicó gran parte de su labor, como dramaturgo y poeta, al público infantil, por ello se le conoce como “El poeta de los niños”. En 1873 fundó la Imprenta y Librería de los Niños, la primera de su tipo en México, donde publicó una colección de textos didácticos y de lectura recreativa que llamó “Biblioteca Infantil”, así como sus periódicos La Edad Feliz y Los Chiquitines. La importancia de la obra de José Rosas Moreno es que da inicio al género de literatura infantil de manera integral en nuestro país. Considerado el mejor fabulista mexicano, su volumen de “Fábulas”, editado en 1872, se utilizó por varios años como libro de lectura en las escuelas públicas, llegándose a publicar algunas de ellas hasta la mitad del siglo XX. Actualmente, se ha rescatado su obra y sus fábulas reintegrándola a los libros de texto gratuitos de la enseñanza primaria. Libros sobre ciencia para niños La ciencia recreativa. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana Recreaciones científicas y Curiosités scientifiques. Colección Gustavo Amézaga Heiras Los primeros títulos de corte científico dirigidos a niños en México se editaron a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX. Se pretendía popularizar los conocimientos científicos, fomentando la curiosidad por leer, descubrir y experimentar. Entre 1871 y 1879 se publicó La ciencia recreativa, proyecto impulsado por el ingeniero José Joaquín Arriaga, quien se propuso transmitir al “público infantil y a las clases trabajadoras” los conocimientos científicos de una manera fácil y atractiva. Arriaga pretendía impulsar la educación con la finalidad de apoyar el progreso de México. Su propuesta consistía en ofrecer, quincenalmente, cuadernitos que a través de relatos o pequeños cuentos ilustrados, abordaban diferentes temas científicos sobre geografía, astronomía, o temas del reino mineral, animal o vegetal. Los títulos dan idea de su propósito: “La ascensión al Popocatépetl”, “Los misterios de la niebla”, “Las tempestades”, “Transformaciones de un trozo de hielo”, “Plutón y Neptuno”. Otros libros editados en el extranjero como Recreaciones científicas (1893) y Curiosités scientifiques (1888), son publicaciones con especial énfasis en los experimentos físicos y químicos que podían realizar los niños. Las pizarras Pizarras, 1870-1900. Colección Museo Modo Estampas de niños con pizarras. Colección Gustavo Amézaga Heiras J. M. García, Retrato de niño con pizarra, óleo sobre tela, 1851. Colección Daniel Liebsohn Las pizarras ya se utilizaban desde la Edad Media pero fue en el siglo XIX cuando se popularizó el uso de ellas para la escritura, ya que eran más duraderas que el papel y resultaban más económicas. Elaboradas de una delgada lámina de piedra de arcilla obscura, los alumnos practicaban y mejoraban su letra con un pizarrín, elaborado con una arcilla blanca, aunque también se podía utilizar un gis. La ventaja de la pizarra es que era portátil, los niños la podían usar tanto en la escuela, como en la casa, inclusive podían dibujar. Este objeto fue tan representativo de los niños que muchas imágenes publicitarias se ilustraron asociando a los infantes con sus pequeñas pizarras. El retrato al óleo de un niño desconocido, obra del pintor J. M. García de 1851, muestra a un pequeño de la clase alta, con su pizarra en la mano. El cuadro es el testimonio de la importancia que tenía este objeto con el que se quiso representar a un niño mexicano. Ábacos, juegos de cuerpos geométricos y globo terráqueo Ábacos, juegos de cuerpos geométricos y globo terráqueo. Colección Museo Modo Cuadernillos de Geometría y El libro de oro de los niños. Colección Gustavo Amézaga Heiras Geometría razonada para los alumnos y las alumnas de las escuelas elementales y superiores, 1903. Colección Gerardo Ramos Frías El ábaco es posiblemente el primer dispositivo de contabilidad de la historia desde hace 5,000 años de antigüedad y su efectividad ha soportado la prueba del tiempo, puesto que aún se utiliza en varios lugares del mundo. El ábaco consta de una serie de cuentas ensartadas en varillas que a su vez están montadas en un marco rectangular, al desplazar las cuentas sobre varillas, sus posiciones representan valores almacenados. El ábaco se introdujo en la escuela primaria como instrumento para una enseñanza intuitiva de la aritmética. Por tanto, se relaciona con el movimiento de reforma de la enseñanza primaria que se desarrolló a comienzos del siglo XIX. Aunque el ábaco y el estudio de la geometría datan desde la época de los egipcios, durante el siglo XIX se le dio un gran impulso a la instrucción de estas materias, incorporandolas como asignatura a la educación básica. La producción en serie de objetos, permitió la fabricación de estuches de cuerpos geométricos hechos de madera, para ser parte del equipo pedagógico dentro del aula. Un globo terráqueo es un modelo a escala tridimensional de la Tierra, se montaban en un soporte en ángulo, lo que los hacía más fáciles de usar, representando al mismo tiempo el ángulo del planeta en relación al Sol y a su propio giro. Esto permite visualizar fácilmente cómo cambian los días y las estaciones. Los niños pobres, huérfanos y trabajadores Fotografía de la Fábrica San José El Mayorazgo, 1899. Colección Manuel Mnichts Niños con maestro, 1900. Colección Gustavo Amézaga Heiras Publicación El Mundo Ilustrado, 1905. Colección Museo Modo Niños vendedores en la Alameda, ca. 1870. Reproducción digital Niños de Iztacalco, ca. 1900. Reproducción digital Durante el siglo XIX, la mayor parte de la población infantil mexicana vivía en extrema pobreza y debía trabajar. En la ciudad los empleos más recurrentes de los niños eran la venta de periódicos y billetes de lotería, ser mandaderos o empleados de fábricas y mozos de comercios; en el interior de la República muchos niños eran campesinos. Uno de los problemas más intensos que se vivieron en el Porfiriato fue precisamente el del trabajo infantil. Tanto en el campo como en las ciudades los niños tenían que ayudar a sus familias a conseguir el sustento diario; en aquellos años se pasaba muy pronto de la niñez a la edad adulta, no había tantas consideraciones ni derechos para los niños como los hay ahora. Por lo general, las familias mexicanas contaban con muchos hijos para que ayudaran con la economía doméstica. Esta situación era muy semejante en el campo y en la ciudad. Una gran mayoría de los padres consideraba que estudiar era una pérdida de tiempo, y que era mejor que los infantes ayudaran a ganarse el pan diario. Como en ese tiempo, se pensaba que unas actividades eran propias para los niños y otras para las niñas, por lo general las mujeres se quedaban al lado de la madre ayudándole en las tareas domésticas: lavar, barrer, coser, hacer la comida o las tortillas y cuidar a los hermanos más pequeños. En cambio los varones realizaban labores del campo, desde los cinco o seis años ayudaban a sembrar, limpiar las milpas o llevar a pastar a los animales. En las ciudades o lugares cercanos a las fábricas empezaban a trabajar a los siete u ocho años, hilando o haciendo tareas sencillas durante varias horas. A los patrones les convenía contratar niños porque la paga era menor que la de los adultos. En la fotografía de San José El Mayorazgo de 1899, se puede apreciar la cantidad de niños que trabajaba en esta fábrica textil ubicada en Puebla. La etapa de la niñez era muy breve y poco protegida. La desigualdad de la sociedad mexicana se hizo más evidente en los primeros años del siglo XX, cuando perdió valor la moneda, bajó de precio y una crisis económica, que se dejó sentir en México y en otros países, redujo el trabajo y los salarios. Carta de una niña al presidente Porfirio Díaz Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana En agosto de 1910, la niña María Teresa Mangino le escribe una pequeña misiva a Porfirio Díaz, donde le solicita los recursos para comprarse un vestido que le están pidiendo en la escuela, debido a que fue seleccionada para cantarle al mismo presidente frente a Palacio Nacional el 7 de septiembre de ese año. Aunque se desconoce la respuesta, la solicitud de la niña refleja la situación económica de la mayoría de los niños mexicanos, aquejados por la pobreza. Certificado de pensión Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana El 24 mayo de 1892 el Congreso de la Unión le otorga una pensión vitalicia a la señora María de Jesús Lagos, viuda del general Juan de la Luz Enríquez; al igual que a sus hijas mujeres, mientras no se casaran y en el caso de los varones de no cumplir los 21 años, es decir, antes de cumplir la mayoría de edad, o si entraran al servicio del ejército. En el certificado quedan selladas las fotografías de cada uno de los beneficiados como prueba de identidad de quienes recibirían la ayuda económica. La solicitud fue promovida por el presidente a favor de esta familia, porque Enríquez había sido un militar destacado que luchó contra los franceses al lado de Mariano Escobedo y del mismo Porfirio Díaz. Desde 1884, hasta su muerte en el año de 1892, había sido gobernador del estado de Veracruz. La mortandad que se registraba en el siglo XIX impactaba en un alto porcentaje de las mujeres casadas quienes, en su mayoría, al fallecer su marido quedaban en una situación económica inestable y con una amplia familia que mantener. Hacia 1810 esta situación afectaba a una tercera parte de las mujeres adultas y, para 1850 el porcentaje era de un 40 por ciento. Los niños en la publicidad Colección Museo Modo y Gustavo Amézaga Heiras La cromolitografía es una variante de la litografía que consiste en reproducir varios colores mediante pequeños puntos o líneas en impresiones sucesivas. En la segunda mitad del siglo XIX, esta técnica fue muy popular porque impulsó la reproducción a color de obras de arte e ilustraciones a precios accesibles para la clase media. Las tiendas departamentales, comercios y los productos de marca regalaban a sus clientes tarjetas publicitarias o calendarios realizados con esa técnica, con las cuales promovían sus mercancías o servicios. Las figuras infantiles empezaron a utilizarse en la incipiente publicidad que tuvo importante impulso en el último tercio del siglo XIX. Cromolitografías de gran formato, acabadas con realzados y elaborados suajes, fueron la “cabeza” de los calendarios que muchas tiendas y establecimientos comerciales regalaban a su clientela cada final o inicio de año. Apelaban y recurrían a las figuras infantiles por la gracia de su imagen y porque representaban a personajes ingenuos e inocentes, aunque en algunas ocasiones los relacionaran con productos no aptos para niños, como el vino y los cigarros. Los niños muertos Ambrotipos y fotografías de niños muertos, 1860-1910. Colección Felipe Neria Legorreta Esquelas luctuosas de niños. Colección Museo Modo J. Bernadet, Retrato póstumo de infante, óleo sobre tela, 1900. Colección Daniel Liebsohn Las personas se casaban muy jóvenes, pues no se vivía mucho y solían tener numerosos hijos. Buena parte de ellos moría antes de dejar atrás la infancia. También había demasiada muertes entre las madres cuando daban a luz. Una costumbre arraigada en México desde el siglo XIX fue la de los retratos fotográficos o al óleo de los niños muertos, también llamados “angelitos” por la edad de inocencia en la que fallecían. Las condiciones higiénicas eran inadecuadas y había enfermedades prácticamente incurables o que era muy costoso atender. El nivel de mortalidad en niños era muy alta. Esta impresionante galería de padres e hijos permitía conservar el recuerdo y la imagen del ser amado. Los niños marineros Fotografías y estampas de niños en traje de marinero. Colección Gustavo Amézaga Heiras y Museo Modo Anónimo, Retrato de niño con traje de marinero, pastel sobre papel, ca. 1900. Colección Daniel Liebsohn El traje de marinero fue una moda prácticamente universal para vestir a los niños a mediados del siglo XIX. Esta costumbre inició en 1846 cuando al príncipe Alberto Eduardo de Gales, hijo de la reina Victoria, en aquel entonces de cuatro años, le regalaron una réplica en su talla de los uniformes usados por los miembros de la Royal Yacht, mismo que llevó durante un viaje en crucero causando una gran sensación. La imagen se difundió por medio de grabados en todo el mundo; hacia la década de 1870 el traje de marinerito se había convertido en atuendo normal para los niños (y algunas niñas) de casi todo el mundo. El traje de marinerito representaba para los niños un ideal de libertad y el uniforme de sus aventuras imaginadas. El niño y la familia Los roles que se desempeñaban al interior de la familia eran distintos en el ámbito urbano y en el rural. En las ciudades, por lo general, el papel del padre era hacerse cargo del sustento económico del hogar, el de la madre era la educación y crianza de los hijos; la de los hijos, asistir a la escuela y obedecer en todo a los padres. En las familias pobres era necesaria la participación de todos los miembros de la familia para poder subsistir. En el contexto urbano, los padres eran el núcleo familiar que regía a la infancia, se encargaban de su protección material y de su formación tanto espiritual como moral. El papel de la mujer constituía parte fundamental en la conformación de las familias, ya que era la encargada dentro del hogar de formar y educar a los hijos para integrarse a la sociedad. Con respecto a las familias actuales, el número de hijos era aún mayor, lo que implicaba una enorme tarea. El álbum fotográfico Álbumes fotográficos, 1870-1900. Colección Enrique Estévez y Gustavo Amézaga Heiras. A partir de 1860 se popularizaron las fotografías en papel en las llamadas “tarjetas de visita” (6.5 x 9 centímetros). Con este nuevo formato se produjo la costumbre de intercambiar retratos entre familiares y amigos, o de coleccionar fotografías de celebridades. Posteriormente, con la demanda de fotografías se creó la necesidad de un nuevo producto para su colección y deleite: el álbum fotográfico, que era la crónica visual de la familia. El álbum era un objeto para presumir. Colocado casi siempre en la mesa principal de la sala, permitía a familiares y amigos enterarse de lo que había hecho la familia. Se atesoraba el retrato de bodas de los padres, seguido de las imágenes de los hijos recién nacidos, en su primera comunión, la hija casada o el hijo sacerdote o militar. Las tapas y encuadernaciones de los álbumes se fabricaron en materiales muy diversos como madera, baquelita, madreperla, concha, tela o piel. Tenían decoraciones con bellas estampas en cromolitografía, guarniciones de metal, o con incrustaciones de piedras de fantasía. En el siglo XIX, Alemania y Francia fueron los países más destacados en la fabricación de álbumes por su variedad y estilos. Fotografías de familia Colección Felipe Neria Legorreta, Francisco Hernández y Gustavo Amézaga Heiras La fotografía es uno de los testimonios más preciosos de los individuos, por su capacidad de preservar y captar el instante de la expresión del rostro humano. Como documento visual es memoria y crónica, que en muchos casos refleja el perfil y el carácter del fotografiado. Más allá de lo nostálgico, estas imágenes son el testimonio colectivo de quienes precisamente deseaban legitimar sus lazos de parentesco. El trabajo del fotógrafo debía reflejar ese objetivo. Para ello, dirigía la toma y designaba la ubicación de los miembros de la familia para obtener una composición armónica del grupo y lograr trasmitir, en muchas ocasiones, el valor de respeto y la jerarquía que imperaba entre sus integrantes. En estos retratos, los niños aparecen como si fueran pequeños adultos con expresión amable, pero solemne. De posturas rígidas y severas, en algunos casos, apenas esbozan una tímida sonrisa. Manuales de urbanidad José Rosas, Manual de urbanidad. Colección Biblioteca Xavier Clavigero, Universidad Iberoamericana Madame d’ Alq, La sociedad y la familia, 1881. Colección Gustavo Amézaga Heiras Catecismo de urbanidad civil y cristiana para el uso de las escuelas, 1880. Colección Gustavo Amézaga Heiras Manuel Antonio Carreño, Manual de urbanidad y buenas maneras, 1886. Colección Gustavo Amézaga Heiras Manual de urbanidad en verso, 1892. Colección Rosalía Cabo Álvarez La influencia europea no sólo se reflejó en las modas, sino también se evidenció en los nuevos usos y costumbres sociales. Las altas clases regularon sus modales y se comportaron según los manuales de conducta y urbanidad en boga. Estas guías de protocolo y buenas costumbres marcaron a detalle las reglas de civilidad y etiqueta que debían observarse en diversas situaciones sociales. Los manuales de urbanidad y buenas costumbres fueron escritos por varios autores extranjeros que ofrecían un tratado pormenorizado no sólo para las mujeres, sino para todos los miembros de la sociedad en todo tipo de circunstancias, en ellos se encuentran las principales reglas de civilidad y etiqueta que debían observarse. Muestrarios y útiles para el bordado Escuela de costura con marcos. Juego de costura para niñas y agujas para coser, ca. 1880. Colección Museo Modo Caja de hilos, ca. 1885. Colección Colegio de Vizcaínas Revista La bordadora. Colección Museo Modo Tijera mosquetero. Museo Modo Los muestrarios impresos para el bordado enseñaban, con base en modelos ilustrados y sencillas instrucciones, el arte de la ornamentación textil. Estas guías servían para educar el gusto de las niñas y para desarrollar su sensibilidad, mediante repetitivas tareas con hilos y agujas. Para las amas de casa se elaboraban los ejemplos más laboriosos y complicados. Los motivos que venían impresos en estos cuadernos solían ser ramilletes de flores, figuras de animales o complejas composiciones a partir de formas geométricas como el rombo. También era frecuente aprender a bordar toda clase de letras del abecedario, pues era común que a las prendas de vestir o de uso personal se les bordaran las iniciales del propietario. Bordados y dechados Dechado de la niña Antonia Rodríguez, 1878. Colección Manuel Mnichts Dechado de la niña Ygnacia Sanabria, 1880. Colección Manuel Mnichts Bordado de la Octava Escuela Parroquial de Niñas Agustinas Guerrero, Guadalajara 1887. Colección Enrique Estévez Bordado “Recuerdos del aller” [sic]. Colección Colegio de Vizcaínas y palomas de tela, elaboradas por alumnas del Colegio de las Vizcaínas, ca. 1880. Colección Colegio de Vizcaínas Durante el siglo XIX, la formación y educación de las niñas incluía aprender a coser para poder realizar tanto ropa como prendas para la casa: cobertores, sábanas, fundas para almohadas, entre otras. También se tenía que desarrollar la destreza para aprender a bordar los elementos que se añadían como decoración en todos los objetos que se confeccionaban. Además el bordado representaba un medio de expresión de emociones y sentimientos, a través de colores, texturas y figuras. Una práctica común entre las niñas era el bordado del “dechado”. Éste era un muestrario donde la alumna realizaba, en pequeñas secciones de la tela, los diferentes tipos de bordados que había aprendido, desde elementos sencillos con los que se iniciaba, hasta el bordado de letras, o motivos florales sumamente complejos. En el costurero se encontraban los objetos necesarios para estas labores: carretes de hilos en diversos colores, botones de hueso, marfil o cristal, tijeras para diferentes tareas, cinta métrica, dedales en varios tamaños, huevos de madera para zurcir calcetines y canuteros para guardar agujas y alfileres. Tarjetas sociales Tarjetas desplegables y tarjetas religiosas, segunda mitad siglo XIX, Colección Gustavo Amézaga Heiras Con el impulso de la Revolución Industrial, Inglaterra empezó a producir y a exportar a todo el mundo objetos de “lujo” para la naciente clase media. La nueva burguesía mexicana necesitaba ahora nuevos productos que le dieran estatus; entre ellos, estaban los impresos sociales que tuvieron una demanda creciente. Las tarjetas sociales con arquitectura de papel, fabricadas en Inglaterra y Francia, lograron éxito inmediato; los impresores tuvieron que traducirlas a varios idiomas para los diferentes mercados de consumidores. Estaban impresas en cromolitografía, lo que en ese momento resultaba toda una novedad. Además, contaban con numerosos suajes, complicados dobleces y realzados. Desplegaban en su interior toda clase de imágenes, personajes y figuras, flores, objetos, animales y elementos arquitectónicos, logrando un efecto de tridimensionalidad y volumen. Inclusive, algunas tarjetas presentan pestañas para jalar las figuras manualmente y accionar otros mecanismos y efectos visuales. Su popularidad radicaba en su delicada reproducción y acabado, así como en los muchos detalles miniaturistas. Las tarjetas sociales tenían diversos usos, dependiendo de la temporada o de la situación. Se utilizaban para felicitación de onomástico, recuerdo de Primera Comunión, de Navidad y se creó una gran variedad de impresos para amigos y novios. Entre las frases más recurrentes que se utilizaban eran “Viva usted mil años”, “Salud y felicidades” y “Amistad y recuerdo”. Papelería de correspondencia Colección Gustavo Amézaga Heiras Los diarios y la correspondencia fueron pasatiempos cultivados por muchos niños y adolescentes durante el siglo XIX. Generalmente, la papelería para correspondencia era importada, un insumo costoso sólo accesible para las clases medias y altas del país. Las cartas eran una manera de mantener y desarrollar las relaciones sociales con amigos y familiares; de saber y dar a conocer noticias e información, pero también eran una manera de estimular la práctica de la lectura, la escritura y la redacción. Estas cartas, escritas en francés por un niño en México, son un ejemplo de la lujosa papelería que se utilizaba; presenta elegantes realzados o troquelados, suajes, tintas metálicas e impresiones en color pegados a la hoja. En ese periodo, el papel era un material costoso, un producto no accesible para todos. La higiene Polvos dentífricos y cepillo dental. Colección Museo Modo y Gustavo Amézaga Heiras A finales del siglo XIX la higiene personal se asoció con la preservación de la salud. Hacia las décadas de 1870 y 1880, el estudio sobre la bacteriología modificó las conductas de limpieza y determinó los hábitos a seguir en el aseo corporal, introduciendo la higiene en los hogares. En paralelo, surgen en la prensa artículos de divulgación no especializados y muy accesibles, en donde la sociedad podía informarse cotidianamente de las medidas de prevención de las enfermedades y promoción de la salud, el cuidado del hogar y los beneficios que prodigaba la higiene de las casas y de las personas. Los productos medicinales como pastillas, lociones, ungüentos y pomadas se preparaban bajo receta en las droguerías y boticas. La novedad, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, es que comienzan a surgir productos comerciales listos para la venta, que tienen instrucciones para su uso, presentados con su propio empaque y que poseen una imagen o marca comercial, para la naciente sociedad de consumo. Entre los productos para la higiene bucal, son varias las presentaciones de polvos dentífricos que, mezclados con agua, facilitaban la limpieza. Esta costumbre coincidió con la popularización del uso de los cepillos de dientes, elaborados con mangos de marfil o hueso. La Primera Comunión Recuerdos de Primera Comunión. Colección Gustavo Amézaga Heiras y Museo Modo Fotografías de niños en su Primera Comunión. Colección Museo Modo La ceremonia católica de la Primera Comunión, que recibían los jovencitos de entre los diez y los catorce años de edad, tuvo sus orígenes en la época medieval; desde el siglo XII había sido un acto privado que pasaba inadvertido, pues los niños no eran vistos como sujetos relevantes. A partir del siglo XIX, la ceremonia religiosa cobró importancia y se convirtió en un evento social significativo, porque marcaba el paso de la niñez a la juventud. Para realizar el rito religioso, los niños usaban un elegante traje de color blanco o negro, y un moño blanco en el brazo que simbolizaba su inocencia; por su parte, las niñas vestían un traje completamente blanco y velo, que representaba su pureza; ambos debían portar una vela o cirio encendido. La Navidad Tarjetas y estampas navideñas, 1870-1900. Colección Museo Modo y Gustavo Amézaga Heiras Escena navideña en La Moda Elegante, 1884. Colección Gustavo Amézaga Heiras Figura de sololoy de San Nicolás, ca. 1890. Colección Enrique Estévez Desde el siglo XIX la Navidad empezó a afianzarse con el carácter que tiene hoy día. Durante ese siglo se popularizó la costumbre del intercambio de regalos la noche del 24 al 25 de diciembre. Otras tradiciones de la época, tal como la conocemos hoy, son el árbol adornado, la figura de San Nicolás, los villancicos y el obsequiar tarjetas navideñas. La tradición del árbol de la Navidad, originario de zonas germanas, se extendió por otras áreas de Europa y en América, iniciándose esta costumbre en México hacia la última década del siglo XIX, por influencia de las colonias de extranjeros que vivían en la capital. La decoración del árbol consistía en colocar pequeños juguetes, cajas de dulces, banderitas y muchos otros ornatos. La figura del obispo cristiano San Nicolás de Bari se consolidó como el personaje más representativo de la época navideña; transformado en “Santa Claus” era quién obsequiaba regalos a los niños. En 1863, el ilustrador alemán Tomas Nast realizó unas litografías creando la fisonomía del personaje gordo, barbudo y bonachón con la que hoy se le conoce; para ello tomó como base la vestimenta de los ropajes de los antiguos obispos. La tradición de cantar villancicos y de enviar tarjetas navideñas procede del mismo siglo XIX, costumbres que con el tiempo la mercadotecnia, en especial la norteamericana, se aprovecharían para expandir la Navidad por el mundo, dándole un carácter distinto al religioso, y con temas que poco o nada tienen que ver con el sentido original de la celebración. Los dulces Estuche de la Dulcería Francesa, ca. 1870. Colección Gustavo Amézaga Heiras Contenedor de dulces de cristal, ca. 1880. Colección Enrique Estévez Chocolate para mesa La Cubana; caja de metal de la Chocolatería Francesa; estuches en forma de huevitos marca Larín; pastas de frutas La Suiza y The Original French Marshmallow. Colección Museo Modo En el siglo XIX los franceses inventan el término “dessert”, refiriéndose al plato de sabor dulce o agridulce que se toma al final de la comida y cuyo nombre tiene su origen en el verbo “desservir” o “recoger la mesa”, el momento en el que la mesa queda libre de platos y copas, para recibir sorpresas dulces. El auge de la repostería y la confitería en el siglo XIX, supone el apogeo para el mundo de la repostería, pues empiezan a aparecer establecimientos y panaderías dedicados a este arte, abiertos al público y para el deleite en especial de los niños. En México, desde el periodo virreinal, había una gran tradición en la producción de postres, algunos elaborados en conventos de monjas; esta tradición no sólo continuó, sino que creció durante el siglo XlX, cuando aparecieron las primeras industrias mecanizadas de dulces y de chocolates, y se idearon nuevos productos. A principios de ese siglo se patenta el envase de hojalata, procedimiento que permite conservar y transportar alimentos sustituyendo al cristal. Además, se perfeccionaron recetas, procesos y técnicas de conservas, que con los avances tecnológicos pudieron ser puestos a la venta diversos postres y almíbares de frutas empacados. Museo del Objeto del Objeto, A.C. / Armando Gustavo Amézaga Heiras, Derechos Reservados ©