Mardi copia - WordPress.com
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/ / al ej andr ogr ande e d i t . f r e e MARDI // ALEJANDRO GRANDE Escrito por Alejandro Grande © 2015 edit. free A Cristina Cañedo, que me enseñó a ver en vez de mirar Mardi había ido a por más vino y más lienzos porque esa noche, antes del fin de una era, íbamos a contar nuestra historia. Estaban bailando sin moverse. La luz multicolor de la lámpara de araña velaba y distorsionaba las sombras, sus piernas, la ventana y todo lo demás. Desaparecían y volvían a aparecer, se convertían en gigantes y luego en hormigas. Mardi se soltó el pelo y Várje comenzó a desnudarla delicadamente, empezando “Espera, espera, espera”, dijo Mardi, posando sus manos sobre el corazón de la Olympia en la que yo escribía. Acaricié las teclas de la máquina de escribir, sin presionarlas, mirándola intrigado. “Tío, ¿no hemos pasado de la primera página y ya me estas desnudando?”, dijo ella saliendo del estudio en dirección al salón, riéndose mientras se sacudía el pelo. Sonreí. “Con King Crimson sonando no podía escribir otra cosa.” Mardi me dio un beso y un mordisco en los labios y levantó la aguja del vinilo de ‘In The Court of The Crimson King’. Arrancó delicadamente la hoja de la máquina y la arrojó por la ventana. Paró el lector de vinilos y puso a MGMT en el ordenador, sin dejar de bailar. “Nico, imagínate que hoy se nos ha olvidado cómo se escribe. ¡Vamos a bailar!” Fuimos al vestidor y Mardi hizo saltar los armarios por los aires. Nos probamos ropa de todos los estilos y épocas hasta conjuntarnos a la perfección frente al espejo: ella, vestida con unos pantalones de pinza de seda negra y unos zapatos Dr. Martens, envolvía su torso desnudo con una muselina a juego y yo me anudaba la corbata de un traje gris Saint Laurent. Avanzamos por el pasillo al unísono y con la cabeza en alto, en una pose ensayada, como atravesando un palacio de Nueva York en una noche de La Edad de la Inocencia. Justo en el instante en el que ‘Time to Pretend’ comenzaba, entramos de un salto en el salón y bailamos nuestra coreografía, que mezclaba nuestras escenas favoritas de danza de todos los tiempos: Salomé bailando ante Herodes, Uma Thurman y John Travolta en Pulp Fiction y los movimientos de Michael Jackson de ‘Don’t Stop ‘Till You Get Enough’. Mientras bailábamos nos reíamos, nos besábamos, nos desordenábamos el pelo, tirábamos cosas al suelo y nos equivocábamos a propósito para perdernos el uno al otro. Cogí a Mardi de la mano y fuimos al estudio a por el vino que habíamos dejado allí. Salimos de casa y subimos las escaleras que llevaban a la azotea en la que teníamos planeado hacer las mejores fiestas del verano. Madrid estaba iluminado por el sábado noche de la primavera. Escuchando con atención se oía a la gente brindar y reír con cervezas en Malasaña, guitarras rugiendo en grutas subterráneas, deep house, future garage, silbidos, botones de cámaras, y dedos presionando teclas de iPhone a toda velocidad en la cola de la discoteca más alternativa y a un tiempo popular de la ciudad. Pero sobre todo, Madrid estaba iluminado por las luces de un verano que ya se adivinaba en el aire y en las caras de la gente. -‐ En ésta azotea ha empezado todo, ¿eh?, dijo Mardi suavemente, hechizada por las luces del horizonte. -‐ Pensaba que había sido sobre un escenario en una representación de Salomé. -‐ No, tonto. -‐ ¿Ah, no? -‐ Salomé ya le tenía echado el ojo a Yokanáan hacía tiempo, respondió Mardi mientras descorchaba el vino. -‐ ¿No íbamos a contar esta noche nuestra historia? Mardi sonrió y bebió un largo trago de la botella de vino y me la pasó, y bebí la mitad que quedaba. Nos miramos por un instante y Mardi me guiñó un ojo, y ambos corrimos de vuelta a casa. Cuando llegué al salón, Mardi ya escribía a toda velocidad en la Olympia. “Me toca escribir”, me dijo mientras se apoyaba sobre sus codos tumbada boca abajo y ladeaba la cabeza. Coloqué su pelo rojo, largo y rizado una cascada que se extendía por el suelo. Fui al estudio y volví con un lienzo, un caballete y unas pinturas. Puse a Frank Ocean y Mardi sonrió sin apartar la mirada de la máquina de escribir, mientras yo la pintaba como una venus romántica. Solo que en vez de abanicos de plumas de pavo real, tenía una máquina de escribir. Mardi escribió hasta que terminé de pintarla. Ella se levantó y dudó detrás del lienzo por un momento mientras yo le hacía señas para que se acercase. Ella se tapó los ojos con las manos, porque así es como se preparaba para las sorpresas, creando una pared de columnas que las velasen hasta que pudiesen entrar de un golpe en sus ojos. Me gustaba pintar en lienzo, con óleos, en tabla, con tinta, dibujar, las acuarelas y los pasteles. Nunca había encontrado un estilo en el que quedarme, y cada día pintaba lo que me apetecía. Abrió los ojos. Se veía a si misma como habiendo despertado a un sueño. Nos besamos. El vinilo se había quedado dando vueltas y comenzaba a crepitar, y la música del ordenador había acabado. Rodamos por el suelo y la campana de la Olympia sonó con una patada. Mardi, histérica y feliz, se levantó de un salto y me cogió de la mano. Se había acordado de algo. “¡EEEEEEEEEEY! Hoy es el concierto de Bondax. ¡Vamos tío!” “¡Es verdad! ¿Te acuerdas dónde dejamos las entradas?” Tras rebuscar por toda la casa y dejar los cajones dados la vuelta en el suelo, las encontramos y salimos corriendo escaleras abajo. Corrieron por las calles rebosantes de vida, cogidos de la mano. No se soltaban de ninguna manera: era su forma favorita de correr. La ciudad no seguía su ritmo. Las luces y los colores y las caras y los sonidos se difuminaban bajo sus frenéticos pasos y sus risas al saltar por encima de todo. Las formas indefinidas tomaron forma de polvo y arena de un naranja que arañaba los iris, y por encima de todas las cosas, se alzaba una pirámide morada y resplandeciente. Mardi se dirigió hacia la pirámide, imponente en la noche, y, apresurando sus pasos, invitó a Várje a hacer lo mismo. Mientras hundía sus pies en la desértica seda naranja imaginó cuántas vidas habrían encontrado la tumba al erigir el símbolo que tenían ante ellos, que parecía volátil y desaparecía entre el polvo para abrazarlo todo con su fulgor púrpura, apagándose en una distracción y emergiendo de nuevo entre las sombras. Hacía tiempo que Várje no se sentía seducido por ésta imagen, la de un lugar enfermo y maldito. Se encontraron, de repente, con la pirámide sobre ellos. Várje acarició el exterior del edificio. Si deslizaba su mano descendiendo por la pirámide, ésta era resbaladiza; si por el contrario iniciaba una carrera hacia la cumbre con sus dedos, la textura se tornaba áspera y afilada. Era como un terciopelo. La entrada consistía en un cuadrado perforado en una de las caras. Mardi se detuvo en la entrada y Várje, que creía que iba a continuar, se chocó con ella. Se cogieron de la mano y se adentraron en la negrura. El espacio parecía no tener límites. Várje miró atrás y vió el cuadrado naranja sumergiéndose en el negro. Miró delante y quedó atrapado por un círculo de un intenso color violeta, como el ojo de un dios o un pozo infinito. El círculo se movía, se colocaba por encima de ellos y el camino se inclinaba a sus caprichos. Tenían la sensación de estar caminando por una pendiente vertical, y comenzaron a escuchar un ritmo distante, descompasado y hueco. Entraron en el círculo y atravesaron unas cortinas de tul y encaje. La sala no tenía límites. Los arcos apuntados de las alturas se tornaban invisibles a la vista. Al fondo de la estancia, sobre todas las cosas, había un balcón inscrito en una pirámide de mármol sosteniendo dos tronos vacíos y tras ellos un telón. En los muros negros había pinturas tan diferentes como los hijos de los hombres, como monolitos suspendidos en el aire formando una sucesión de jueces atemporales del lugar en el que ahora Várje y Mardi se encontraban. Estaban en medio de un baile que se organizaba entre las columnas, cilindros de cianuro todos inmortales, un baile de personas que él jamás hubiese imaginado. Había artistas, de toda clase: Apeles entre dioses, sombras engreídas con paletas de un color, terraformadores que moldeaban lo inerte del mundo para crear vida, e innovadores y controvérsicos cántaros de pensamiento vertiendo su mente cósmica en marmitas de creación y lógica. Ninguno era una creación de la Naturaleza, que los había abandonado aplastada por las leyes que ellos se habían impuesto, tan artificiales como la sangre estanca en sus venas. La ciudad la formaban solo artistas y arte, cuyo museo era la pirámide. Una figura funeraria, diseñada en otra vida para hacer de la muerte un viaje circular, sin principio ni final. Comenzaron a sonar instrumentos musicales con superficies de espejo, manejados por figuras que se confundían con un tímpano de placas negras, situadas bajo el palco de los tronos. La pirámide de los tronos, y a su vez toda la pirámide, se fueron iluminando con las luces pendientes de las alturas, como yemas floreciendo. El techo estaba pintado con un cielo estrellado. Tras un telón azul apareció el tirano de los tronos y la tirana sosteniendo su mano. Un preludio había servido de introducción con la repetición de un ritmo grave y el ostinato del contrabajo. La luz, ahora profunda y de diversos colores, había tornado la imagen caleidoscópica. Un crisol de sensaciones se apoderó de Várje y Mardi de la misma manera. La entrada en la escena de las figuras de velo regio y expresión distante había atrapado la atención de la sala. Una de ellas era parte cuerpo y parte escultura. La carne, de color azulado y sin brillo, daba forma a cuello, barbilla, boca, un pómulo y un ojo del rostro. Completando la expresión, el mármol esculpido sobre la cara y cincelado para adoptar la forma de una cabellera rizada. El resto del cuerpo estaba cubierto de la misma manera: la mano izquierda, el torso casi en su totalidad, la cadera y fragmentos de las piernas. El abrazo entre ser humano, que se adivinaba como una figura masculina, y obra de arte se cubría con un manto de piel teñida de rojo. En el otro trono se sentaba una mujer de proporciones inmensurables y obesidad atroz. Su cuerpo, adornado únicamente por brazaletes de flores de pétalos abiertos y colores fogosos, mostraba la exuberancia de la naturaleza imitando una primavera estallando de vida. Sus pechos, turgentes y redondos, se movían con su respiración como miles de corolas al viento en una pradera. Toda su piel estaba cubierta de color rosáceo y naranja. La venus primordial y la escultura permanecían en silencio, con el rostro desvanecido en una expresión inexistente. Distantes, no observaban, inmóviles pero presentes sobre todas las cabezas. La música se detuvo. Ambos hicieron el mismo movimiento. Sus brazos derechos se inclinaron hacia sus corazones y sus manos izquierdas hicieron una simetría tocando sus frentes. La música comenzó de nuevo. El contrabajo comenzó a repetir la misma nota grave del preludio, pero convertida en energía y potencia sobre una percusión que latía y retumbaba en los límites difusos de la pirámide. Los pianos y los violines suspendidos en el aire completaban la sístole y diástole de un único corazón que ahora regía los movimientos de todos los artistas, doblegados por el sonido. Várje y Mardi se apretaban las manos entre la multitud desordenada. Amanecía cuando la campana de la máquina de escribir sonó al final de la línea. Yo escribía sentado a los pies del sofá de terciopelo rojo del salón donde Mardi dormía arropada con su chaqueta de cuero y con su mano acariciándome el cuello. No escribía porque me sintiese especialmente inspirado, de hecho, releía las páginas mientras me mordía el labio inferior y negaba con la cabeza; era una cuestión de obsesión. Habíamos vuelto hacía dos horas del concierto en el salón de baile del Círculo de Bellas Artes, donde a la salida nos habíamos encontrado por casualidad con los antiguos compañeros de la escuela de arte dramático en la que Mardi estudiaba. Tras gritarse, abrazarse y besarse en la boca, comenzó una conversación teatral en francés que no acabaría hasta despedirnos. Desde el viaje en el coche de Cosette con ocho personas en un espacio de cinco que bebían, fumaban y reían sin parar, hasta el piso de Claude, donde había una fiesta, sentía la calidez de una película de Nouvelle Vague. Probaba a ver la fiesta en blanco y negro, e imaginé durante toda la noche subtítulos para cada frase que decían, excepto cuando hablaba Mardi. Estaba feliz de que ella pudiese recordar sus buenos momentos pasados, porque yo pensaba en los míos de forma constante. Pero sobre todo me encantaba oírla hablar en francés, porque tenía un aire completamente genuino. Lloraron y rieron recordando pequeñas hazañas y fueron felices por estar todos juntos. Claude besaba a su novia. Fran no paraba de beber. Bailaban, fumaban cigarros y se peleaban por poner canciones. Echaban de menos a Mardi, aunque nadie lo dijo. Cuando fueron apagándose las luces, cerrándose las puertas de las habitaciones de un calentón y acabándose las botellas de cerveza, Mardi me besó muy fuerte en la boca y me dijo en francés lo mucho que me quería, se recostó en mi cuello y se quedó dormida lentamente. “Je t’aime, je te rêve, je te souhaite…”. La cogí en brazos y me la llevé a casa. En el salón de la fiesta, la gente dormía. Alguien le dijo entre sueños a Mardi que era la más guapa del mundo. Llegamos a casa cuando el cielo empezaba a teñirse de naranja y blanco. Mardi siempre tenía los sueños más alucinantes, que solo contaba si al despertarse comía algo que le apeteciese de veras. Aparté con cuidado su mano, que me había acariciado el cuello mientras dormía, y me dirigí a la cocina. Abrí la nevera y un par de armarios y hallé el desierto absoluto. Salí a la calle a dar un paseo y a admirar el cielo del amanecer. Cuando la primera tienda abrió, compré huevos, harina, levadura, leche, azúcar y mantequilla y robé el sirope de caramelo. Mardi se despertó con el olor de tortitas doradas recién hechas y con mi mejor sonrisa. -‐ ¡Buenos días! -‐ ¿No has dormido? -‐ He escrito. No podía dormir. Como ya he dicho, era una cuestión de obsesión. Aquella noche, antes del fin de una era, íbamos a contar nuestra historia. Pero, en algún punto, empezábamos a difuminar la distinción entre su historia y la de los personajes sobre los que escribíamos, los artistas en una ciudad lejana e incestuosa. La noche anterior les habíamos contado a los amigos de Mardi de que trataba la novela que estábamos escribiendo: una ciudad de artistas que producían obras para exportar al mundo bajo la tiranía de unos reyes, creando de forma cada vez más artificial y enferma. Una pareja de amor prohibido entre un pintor y una escultora, y su plan para destruir la ciudad. Mardi leía con atención las páginas que había escrito mientras terminaba la última tortita. Al terminar, apartó las hojas de sus gafas de cristal grueso y clavó sus ojos en los míos, y dijo: “Lo haces todo bien, chico.” Mardi, sentada en el sillón con las piernas cruzadas, apoyaba la cabeza sobre la mano. “Me encanta.” “Quería que fuese caleidoscópico, psicodélico.” Le tendí la mano y ella se impulsó para saltar del sofá. Mardi buscaba un reloj. -‐ Tengo que ir a la uni hoy, Nico. Hoy tengo un exámen, o una presentación, o una conferencia, no lo sé. Que pereza… -‐ Vale, linda. Te tendré preparado algo aún más rico para cuando vuelvas. Voy a dormir un poco, que si no esta tarde voy a ir a la galería con unas ojeras… Mardi me besó en la mejilla mientras me rodeaba con los brazos. Entró al estudio y cogió su vieja cartera de cuero, llena de libros de arquitectura, escuadra, cartabón y compás. Volvió a besarme mientras me tocaba el culo. “Gracias por el desayuno. Eres el mejor”. Sonrió y se fue. La casa se quedó en silencio durante un tiempo. El piar de los pájaros y los ruidos de la ciudad entraron por la ventana después. Mardi se había dejado On The Road, el libro que estaba leyendo, abierto en el sofá. “Sal, we gotta go and never stop going ‘till we get there.” “Where are we going, man?” “I don’t know but we gotta go.” Leyendo un par de líneas más, me quedé dormido. Cuando desperté, me tumbé en el respaldo del sofá con la cabeza hacia abajo en sentido contrario a las cosas. Miraba ‘Ojos sobre la mesa’ de Remedios Varo. La pintura me observaba desde el otro extremo del salón, colocada en un lugar eminente por el antiguo dueño de la casa. Los ojos me habían parecido distantes e inanimados cuando había intercambiado miradas con ellos, pero era ahora, al revés de la casa y del mundo, escapando de la cámara broncínea de la gravedad, cuando el hechizo del cuadro surtía efecto. La sangre se agolpaba en mi cabeza. Un efecto óptico me había transportado al interior de un túnel rojo desde cuyo final un cuerpo invisible observaba con atención. Las pestañas tañían sus pelos como si fuesen arpas. La hierba mustia de la pintura punzaba mi cuerpo agarrotado por la posición. Me caí al suelo. Los ojos del cuadro volvían a parecer invidentes. Fui a la cocina, pelé las últimas patatas que quedaban en el cesto y partí una cebolla. Mientras se freían, batí los huevos en la terraza, desde donde vi aparecer a Mardi, que caminaba sonriente con una botella de vino en la mano. Me miró e hizo una pequeña reverencia, a la que contesté tirándole un beso como un dardo y sonriendo. Terminé de hacer la tortilla mientras recargaba una pistola de agua con una cerveza a medio terminar que había entre unas cáscaras de naranja. Mardi aporreó la puerta de forma terrible y yo sabía que tenía que prepararme. Apunté la pistola y abrí con cuidado. Ella apuntaba la botella de vino como un rifle. Entró a casa y retrocedí hasta la cocina, sin dejar de apuntarnos. Mardi dejó su cartera de cuero en el suelo y abrió la botella sin apartar la mirada de la pistola. Lo hizo lenta y sensualmente. Dio un trago. Caminábamos en círculos alrededor de la mesa de la cocina. Nos intercambiaron las armas: dejé la pistola cargada en el centro de la mesa y tras beber vino, le pasé la botella a Mardi. Ella bebió de lado, y ahora empuñaba la pistola con un gesto letal. Dejó la botella. Un grito de guerra y una risa descontrolada y descargó todo el cargamento de cerveza sobre mí, mientras huía atropelladamente hacia la habitación principal y me abalanzaba a cubrirme en la cama, deshecha desde el primer día que llegamos a la casa. Reímos juntos y corrí a por la tortilla. Mardi estaba mirando algo en el portátil cuando volví. Comimos y hablamos de nuevos grupos de música, nuevos libros, nuevos bares, y nuevas exposiciones, que era la forma de comenzar una conversación que sin querer fuese convirtiéndose en algo sobre nosotros. -‐ Esto se parece cada vez más a una película francesa en las que los personajes hablan del mundo con la mirada perdida haciendo descripciones absolutas sobre la época en la que viven, pero que en realidad no conocen por que jamás salen de casa excepto para comprar más vino, más tabaco, o encontrar más personas a las que abrumar con sus palabras. Putas películas francesas, tío. -‐ Tu visión cinematográfica de la vida, eh. Siempre me coge por sorpresa. Representar sin público es lo mejor, creo yo. ¿Tú crees que somos nosotros los que actuamos o es la casa la que crea la impresión de estar en una película? ¿Te gusta la tortilla? -‐ No hay nada de lo que tú hagas que no me guste. Se tumbó en la cama y suspiró. Su sonrisa se había roto levemente en las comisuras. -‐ Nico, quiero acabar de estudiar y hacer algo ya. Ya he aceptado que lo del teatro no va a salir, pero por lo menos me quiero poner a diseñar edificios bonitos ya. Me estoy ahogando. -‐ Pero cariño, ¿cómo no te va a salir lo del teatro? Haces la mejor Salomé del mundo y si no te llaman de momento es porque últimamente solo se representan a los clásicos, pero ya verás como pronto algún director piensa en ti. -‐ Ya…eso pensé yo, que a partir de Salomé iba a ser como una bomba, pero ya han pasado tres o cuatro meses. Y nada. Mardi empezó a respirar muy despacio, bajando un poco la cabeza, tocándome la pierna lentamente, acercándose a mí. “¿Ascensor?”, pregunté con un fuego en la voz a punto de encenderse. Llevamos el plato vacío a la cocina y salimos de la casa. Bajamos corriendo las escaleras hasta el piso que daba a la calle y llamamos al ascensor, en el que entramos haciéndonos los desconocidos. Era un ascensor antiguo, como la casa, en el que subimos de vuelta al séptimo piso. Nos acercamos, nos agarramos de la cintura y de la espalda y nos besamos intensamente. Creíamos que todo esto había que hacerlo muy despacio y con pasión, no con la prisa y la urgencia adolescente de las películas norteamericanas. A cámara lenta, fundiéndonos despacio para subir cada vez más deprisa. Entramos en el estudio, donde un lienzo en blanco reposaba sobre un caballete. La atmósfera ideal en la que pintar no era desde las alturas de un porro, el fondo de una botella de ginebra, o el horizonte de una raya de cocaína. A Mardi le gustaba pintar mientras hacíamos el amor. Cubierta de una humedad abrasadora y con las pecas de sus mejillas disueltas en un mar sonrojado, pintaba con fuerza una llama naranja, roja, y púrpura. Me senté en la silla sobre la que Mardi apoyaba su pierna izquierda y el fuego se tornó aún más rojizo. Mardi se inclinó sobre mi cuello dejando caer el pincel y comenzó a besarme arrastrando los labios por mi piel, mientras deslizaba sus manos por mi espalda en dirección ascendente. Comenzó a cantar la letra de una canción de The Weeknd que habíamos descubierto esa semana y que no podíamos parar de escuchar. Nuestro pecho se rozaba intermitentemente mientras cantábamos juntos. Cerré la galería y volví andando a casa. No había ido mucha gente esa tarde. Katarina, la directora, exponía ‘Abstraction Contained’ de Waqas Khan, un asceta pakistaní que se embarcaba en un viaje místico de búsqueda espiritual a través de la creación de formas compuestas de una multiplicación de muescas en miniatura. “El bindi, el punto rojo que las mujeres de Pakistán colocan en su frente, es un símbolo de plenitud que se lleva cuando se ha tenido la primera menstruación o se ha dado a luz a un hijo. Esa concepción del círculo como forma completa, perfecta, es la que Waqas plasma en su obra”, me dijo Katarina cuando ambos nos encontrábamos delante de un círculo de dos metros formado por pequeñas células de tinta. Y un día conocí a Waqas y me dijo en inglés con su acento pakistaní, mientras yo me preguntaba si las minúsculas muescas de sus pinturas se movían, “el mundo occidental es incapaz de aceptar que el universo cambia constantemente de forma, la permanencia no existe”. Cuando llegué, Mardi regaba desnuda las plantas de la terraza mientras sonreía como una niña al espiar a la gente por encima de sus cabezas. Yo coloqué el fuego que ella había pintado sobre una pared del salón y fui a la terraza, y nos sentamos a compartir una cerveza en la noche. Cenamos unos crêpes riquísimos de jamón y queso que Mardi había cocinado. -‐ Quiero que sea invierno y que escuchemos ABBA muy abrazados, Nico. -‐ ¿Invierno? Pero si la vida solo ocurre en verano, y el invierno se acaba de ir. -‐ Lo sé, pero ABBA solo me gusta en invierno. Terminé la lata y la dejé en el suelo. Sonreí y dije: “Vamos a bailar.” Fui al salón, puse un vinilo que había encontrado en la casa, coloqué la aguja en ‘Dancing Queen’, y subí el volumen al máximo. Volví corriendo a la terraza, donde Mardi derramaba aposta el agua de la regadera sobre la gente que pasaba por la calle y empezamos a bailar y a cantar mientras en el edificio de enfrente subían las persianas y volaban los gritos de la gente aburrida y las sonrisas de los mirones. Cantábamos para ellos, con la energía de estar dando un concierto para el mundo entero. “¿Por qué esperar a invierno? ¡Mira cuanta gente ha venido a vernos!” Anochecía y seguíamos bebiendo cerveza en el balcón, envueltos en una manta. -‐ Nico, ¿sabes qué? —dijo Mardi y me giré hacia ella frotándome un ojo y revolviéndome el pelo—aún no hemos hecho ninguna fiesta de inauguración de la casa. -‐ Ya...dile a estos que se pasen mañana y montamos algo, ¿no? -‐ ¿Y tú? ¡Habla con tus amigos y que vengan también! -‐ Sí, bueno…dije mientras alzaba la cabeza y bebía del botellín. -‐ De Darío…¿sigues sin saber nada? Hice una mueca de desconocimiento con la boca. Me desenvolví de la manta y fui a la habitación. Volví medio vestido, poniéndome unos pantalones con dificultad. -‐ No hablo con él desde el año pasado. Creo que ahora sale con la gente de su universidad a discotecas de niños pijos. Nos hemos desviado en el camino…ya sabes. -‐ Cariño, ¿y si le buscas y le dices que venga mañana? Creo que le encantaría. -‐ Le busco…¿por la calle? -‐ Tío, es viernes. ¡Ve a una de esas discotecas y prueba suerte! Sonreí. Mardi se levantó, y pegó su cuerpo desnudo contra mis vaqueros a medio abrochar. Diez minutos después, con mi chupa de cuero, dos botellines de cerveza en la mano, y una bolsa de hierba en el bolsillo, salí en dirección a la calle Atocha. Avanzaba despacio en la cola de una discoteca a la que solía ir mi amigo Darío. No confiaba en encontrarle allí, pero la conversación con Mardi había hecho volver el pensamiento de que realmente le echaba de menos. Había visto colarse delante de mí a una de mis novias del instituto, que había salido con hombres de negocios extranjeros, niñatos con casas de campo y descapotable y actores de series de moda mientras nosotros estábamos juntos. Entre las conversaciones de la gente escuché como hablaba con sus amigas de su nueva casa en Menorca, su novio y el coche de su novio, una donación benéfica de su madre...pensé en la perfección de la interpretación, en la pasión que imprimía en cumplir con el estereotipo de la élite. El marido perfecto, igual vestido, igual peinado y con las mismas frases pregrabadas que los maridos perfectos de sus amigas, el último modelo de sensación de independencia envasada en el deportivo más rápido, vestido y tacones nuevos, “esta tarde en el afterwork”, entrenador personal, masajes experimentales, muebles de diseño, educación superior distinguida y noches en la ópera. En una caída libre al vacío espiritual, ninguna de las palabras anteriores es un resquicio al que aferrarse, y la única opción es la vía de escape oculta y silenciosa pero conocida y aceptada por la societé de los placeres prohibidos. La variedad de opciones era rica, sin embargo ella elegía, por encima de la compra compulsiva de zapatos o el consumo excesivo de drogas, los encuentros furtivos en habitaciones de hotel. Edith Wharton hubiese pensado que uno de sus personajes había cobrado vida y amenazaba con su existencia. Me lié un porro y miré Instagram. Estaba a punto de llegar a la puerta de la discoteca. Los porteros salieron llevando a alguien vestido de traje cogido de la chaqueta mientras éste les gritaba e insultaba, y le tiraron al suelo. Antes de levantarse, le puso la zancadilla a uno de los seguratas, que tropezó y cayó al suelo como un coloso de roca derribado. Otro de los puertas le agarró del cuello y se disponía a estamparle el puño en la cara cuando vi que el chico del traje era Darío. Apartando a la gente, corrí hacia el puerta y le estampé una de las botellas de cerveza en la cabeza, cuya calva reluciente se bañó de rojo y espuma. Cogí a Darío del brazo y echamos a correr, perseguidos por el toro sangrante que cargaba contra nosotros y cuya imagen se desfiguraba y agrandaba como una pesadilla surrealista a punto de mordernos el culo. Corrimos hasta el final de la calle y perdimos a la bestia que nos seguía, y nos paramos entre un mar de luces, las olas de los coches acelerando, los pitidos de las bocinas rugiendo. Darío jadeaba agachado sobre sus rodillas, y yo abría la cerveza que quedaba haciendo palanca contra un banco. Darío se incorporó. -‐ ¿Estás bien?, le pregunté mientras extendía el brazo ofreciendo un trago a Darío. Apartó la cerveza y me dio un abrazo. -‐ Si, tío. Gracias. Permanecimos callados unos instantes, y comenzamos a andar, aún jadeando. Llegamos a una esquina y desde una sombra la bestia saltó en un rugido a mis espaldas. Me conseguí escapar dando codazos y patadas y puñetazos y corrimos otra vez. Corríamos más rápido que las luces, el sonido de las bocinas de los coches se estiraba como un chicle viejo. Corrimos y corrimos hasta que llegamos a Alonso Martínez y nos sentamos en un banco. No parábamos de reírnos. Dejamos una esquina atrás y compramos a una china que no tenía más de quince años un pack de cervezas. Continuamos hasta la plaza del Dos de Mayo, abarrotada de filósofos contemporáneos, artistas vagabundos, ciudadanos ilustres, skaters, bikers, rollers, gente bailando tango y gente bailando por estar entre amigos. Nos sentamos un rato. -‐ ¿Qué tal la noche? -‐ De culo tío. Mis colegas creo que se han quedado dentro. -‐ Bueno, no pasa nada. Por suerte no te han mandado al hospital los puertas. -‐ Como la han liado, joder. -‐ Que va, tiene pinta de que estabais haciendo amigos dentro. Nos reímos. -‐ Los Corujo, unos gemelos pastadísimos, se estaban tirando a la novia del jefe en los baños y les han cazado mazo. -‐ Para la hostia que te ha calzado ese segurata tú tenías que estar en el cubículo de al lado, por lo menos. Me partía de risa. Darío se rió un poco y me respondió: “Sí. ¡Pero al menos con una piba random y no con la novia del puto jefe de la discoteca, tío! ¡Son gilipollas, macho!” Giramos otra esquina, abrazados, riéndonos, terminando las últimas cervezas del primer pack y empezando uno nuevo. Bailamos y gritamos por la calle recordando los conciertos que solíamos dar juntos y las fiestas de después. Discutimos al rojo vivo sobre la mejor película del año anterior. Hicimos pis mientras andábamos al revés para ver quien hacía la línea más larga en el suelo. Hablamos de música electrónica, de nuestros padres y de chicas. Nos sentamos en un portal y observamos la única estrella que se veía en el cielo. Subimos la calle y entramos a casa. Cuando faltaban segundos para las siete de la mañana y que hubiesen pasado veinte años exactos del nacimiento de Darío, le abracé, le sonreí y le grité al oído: “¡FELIZ CUMPLEAÑOS!” -‐ El momento en el que todos supimos que Ana y Darío estaban enamorados fue en un amanecer. Nos bañábamos en una cala que habíamos encontrado de casualidad, en un viaje que hicimos en el instituto y en el que no llevábamos mapa. Habíamos llegado la noche anterior y acordamos bañarnos mientras saliese el sol. Todos nos dormimos instantáneamente tras la cena y el vino menos ellos… -‐ Sí, nos estuvimos mirando el uno al otro toda la noche. -‐ ¿Dormisteis juntos la última noche del viaje? -‐ …¿Cómo guardabais fuerzas después de todo el día de travesía? -‐ No nos dimos cuenta de que era de día hasta que empezó a salir el sol y oímos las risas y los gritos de los saltos al agua. -‐ Ese amanecer…fue en ese amanecer…nos estábamos bañando todos y vimos como Ana nadaba hacia ti deprisa, tú estabas de pie sobre una roca del fondo y ella te besó mientras salía el sol del agua. -‐ Yo no sabía qué hacer, y vosotros aplaudíais, gritabais y os reíais. -‐ ¡Suena a que fue la puta bomba! -‐ Fue liberarnos de nuestro miedo absurdo, escaparnos de nuestra película de amor secreto, porque Diego sabía que estábamos juntos pero lo había ocultado sabiendo que así, con nuestras fantasías y nuestros teatros, nos apretábamos la mano cada vez con más fuerza, y nos besábamos en cuanto la gente dejaba de mirar o se distraía con alguna cosa. -‐ Erais los mejores. ¿Qué tal le va en Londres? -‐ Bien. Hace un par de semanas hablamos por Skype. Tiene un novio que se llama Ronald—no se que pollas. Un pelirrojo cabrón. Dice que no vuelve a Madrid por nada del mundo. Despertamos muchas horas después y estuvimos hablando toda la mañana. Mardi conocía toda la historia porque yo se la había contado, pero no conocía a Darío. Diego había salido con Ana, lo dejaron, ella acabó saliendo con Darío y ahora ella vivía en Londres y ya no estaban juntos. Esa noche Mardi había hecho una de sus “desintegraciones” , que consistía en dormir quince o dieciséis horas para, según ella explicaba, entrar en una fase de autoconsciencia y lucidez durante el sueño. Solía decir que en sus sueños experimentaba una plenitud incomparable, la felicidad de doblar la realidad a su antojo y llegar a lo imposible. Cuando Darío y yo llegamos pocos minutos antes de las siete de la mañana, ella roncaba plácidamente y se había hecho con el control total de la cama excepto por su pie, que caía por uno de los lados. Darío durmió en el sofá y yo extendí sobre la alfombra un exquisito futón japonés que había encontrado en el vestidor de los grandes espejos y las cosas de todos los estilos y las épocas, y dormimos así hasta que Mardi nos despertó con una bandeja con zumo de naranja, leche y cereales. Ella desayunaba en su cuenco de Punky Brewster mientras nosotros nos recuperábamos poco a poco de la resaca de nuestro paseo nocturno y hablábamos del amanecer del lago: ambos nos habíamos despertado con el recuerdo del mismo momento. Darío y yo no habíamos hablado en muchos meses. Mi vida era muy distinta desde que Mardi y yo llegamos a esta casa, y Darío había desaparecido tras las puertas de los clubs y las masas de las raves cuando Ana le había dicho que se iba a vivir a Inglaterra por un tiempo y que lo mejor era que dejasen de ser novios después de dos años. Mientras Mardi escribía, yo preparaba la comida y escuchaba las novedades en la vida de mi amigo. Ana estaba en Londres, quizás de forma indefinida. Y por alguna razón, esto había hecho que la idea de que en la noche de Madrid estaba el final de su obra de teatro ocupase por entero los pensamientos de Darío. Sus dos pasiones eran el teatro y el cine. Para él, las películas eran la combinación ideal de todas las artes, la pintura y la fotografía creaban los planos, la arquitectura diseñaba los escenarios, la escultura marcaba los gestos de los actores y la música era el hilo que cosía todo entre sí. El surrealismo en el cine siempre le había obsesionado, y por ello los relatos oníricos de Mardi le atraparon desde aquella mañana en la que ambos se conocieron. Mardi no lo pensó demasiado. Esa tarde, Darío y yo explorábamos la biblioteca infinita de la casa y el corría de un lado a otro encontrando libros gruesos de budismo, sobre elaboración de perfumes en francés, novelas vietnamitas, primeras ediciones de cómics y detallados catálogos de la obra de artistas contemporáneos. Yo encontré la literatura clásica grecolatina y renacentista. Mardi estuvo leyendo toda la tarde en el salón con unas cervezas en un cubo con hielo, que ya no estaban cuando salimos de la biblioteca como si hubiésemos encontrado la salida de un laberinto, cargados con lecturas desconocidas para nosotros. Nos sentamos y dejamos los libros en el palet pintado que hacía de mesa de café. Brindamos con los botellines de cerveza vacíos e hicimos que bebíamos, y Mardi se rió. Al rato, dijo tranquilamente: -‐ Darío, quédate unos días en casa. Darío nos miró, sonrió, y asintió. “Hecho”. Aquella noche no hubo fiesta de inauguración de la casa, pero marcó la fecha en la que se celebraría un año después. En las noches siguientes, Darío, Mardi y yo nos dedicamos exclusivamente a hacer maratones de ‘Skins’ y comer nachos con guacamole. El me decía cosas como: “Tío. Si hay algo que he echado de menos mientras no nos veíamos, es tu guacamole”, y así nos terminamos una a una las temporadas de la serie. “¿Te acuerdas de Carmen, la chica mexicana de mi clase en el instituto? Te tengo que confesar algo, la receta es suya”. Mientras Darío y Mardi estaban en la universidad, yo iba en busca de rincones soleados de la ciudad, paredes en lo alto, en calles estrechas, en plazas atestadas, y en blanco. Y pintaba el retrato de un anciano, siempre el mismo, con una mirada valiente y un mechero antiguo en la mano. Un día, decidí pintar el retrato en lo alto de un edificio abandonado al lado de una autopista que desembocaba en Madrid desde la sierra. Casi al atardecer, el retrato sonreía a los conductores de la carretera sin que se diesen cuenta, embarcados en una carrera imaginaria que les llevaba a toda velocidad por las direcciones opuestas del asfalto. El cristal y el acero de los gigantes de oficinas de la capital congelaban en su superficie el aceleramiento de los coches en una imagen distorsionada que saltaba de reflejo en reflejo. Eso es lo que me gustaba de los sitios altos: abajo, todo ocurría mucho más despacio. Con la camiseta, la cara y las manos manchadas de pintura, abrí una lata de cerveza y me apoyé en la barandilla de hormigón de espaldas a la autopista y de frente al retrato. Todo estaba bien. No sonaba música, solo rugidos de motor cortando el aire. No tenía nada conmigo, solo una última cerveza, un peta en la boca, un pincel gastado, y pinturas, excepto la blanca, la roja, y la gris. No era un atardecer especial por ninguna razón, solo había una luz bonita y un cielo despejado. Tenía la esperanza de que todo estuviera empezando a ir hacia arriba, cada vez más deprisa, que la ascensión fuese tornándose vertical, y que abajo quedase todo lo demás, como una miniatura. Alrededor solo había una luz bonita y un cielo despejado, y todo, absolutamente todo estaba bien, en orden y en calma. A punto de anochecer, sonaron pasos en las escaleras que llevaban a lo alto del edificio abandonado. Eran Darío y Mardi, que traían faroles para decorar la azotea, sushi de atún, y más cerveza. La iluminación hacía magia en el lugar del retrato. Cenamos, brindamos y nos reímos, y nos contamos qué tal había ido el día. Mardi empezó a silbar una canción de hacía unos años, y la cantamos los tres. A dar palmas, a saltar, y a bailar. Perseguimos al autobús hasta la parada, corrimos hasta no poder más y entretuve al conductor para que a Mardi y Darío les diese tiempo a llegar. Nos sentamos los tres juntos en dos asientos, y recuerdo quedarme dormido en el hombro de Mardi mientras compartíamos la última cerveza. Las luces de la ciudad se alzaban alrededor de nosotros, y para mis ojos desenfocados eran círculos que iban superponiéndose en bloques de color. Darío y Mardi me despertaron con cosquillas cuando llegamos a la estación de Moncloa. Era sábado por la noche y Madrid nos ofrecía una de sus escenas más puramente teatrales. La perspectiva de una calle ascendente era el escenario barroco por el que desfilaban en masa chicas con el mismo vestido y chicos con las mismas zapatillas de jugador de fútbol. La prole, subiendo las escalinatas hacia el mismo paraíso efímero de plástico. Como muñecas y muñecos, los juguetes entraban y se saludaban moviéndose de forma rígida. Yo no podía evitar verlo así, como un escenario construido por niños para jugar a la vida. “Venga guapos, un paseíto hasta casa que estáis dormidos”, dijo Mardi con una picaresca que le hacía parecer española. Darío y yo nos reímos. Yo me paraba ocasionalmente en algún escaparate de las tiendas cerradas. “Pero tío, ¡si hay de todo en el armario de casa! Además, ¡mira que robo! Ese vestido me lo hago yo en casa por diez pavos”. -‐ ¿Qué hacemos esta noche, señoritas? -‐ Tú también eres una señorita, Darío. Que vaya fular me llevas. -‐ ¿Vamos a un club de strip-tease y me hacéis un baile los dos? -‐ Hecho. Necesitamos alcohol y una temática. Nico, ¿dónde hay un chino por aquí? -‐ Bajando un poco. Llámame Várje, macho. -‐ Señor y señora Várje. -‐ Pero, a ver ¿qué es eso? ¿vuestro nombre artístico, o algo? Vaya posturas sois. Yo te llamo Nico. -‐ Mmmm. Ya te explicaremos, dijimos Mardi y yo al unísono tras mirarnos y una fugaz sonrisa. -‐ ¡Mira! Un bingo. El tema de nuestro baile sensual y sexual puede ser Miedo y Asco en Las Vegas. -‐ ¡Sí! Cómo me gusta esa película. -‐ El libro… -‐ Tío, Darío, luego nos llamas posturas. Si ni te lo has leído, ¡seguro! -‐ ¡Pero si te lo enseñé yo cuando tú ni lo conocías! -‐ Señoritas, por favor. Aquí está el chino y estoy segura de que solo aceptan a las más distinguidas damas. Así que cambien el tema de conversación por La Edad de la Inocencia o saquen conversación de tacitas y bajen el tono. Nos reímos. Entramos a la tienda. Era un pasillo que se extendía a lo largo, con gatos dorados que movían la pata en las estanterías, muñecos de acción, peluches y ropa de marca falsificada en un lado. En otro, latas de colores con caracteres asiáticos, neveras con conservas de todo tipo, desde jengibre hasta pulpo, y una selección de reproducciones de instrumentos chinos en una esquina. No había nadie en la tienda. Algo sonó debajo de nosotros y se abrió una trampilla, de la que salió un hombre chino que vestía de negro y sonreía mucho. “Una botella de ginebra, por favor”. El hombre dejó de sonreír por un momento y empezó a decir, casi gritando y mientras se reía: “¡Gao Liang, Mao Tai! ¡Gao Liang! ¡Bueno!” Salimos con dos botellas con una estrecha etiqueta con caracteres en rojo pintados a mano y continuamos andando cuando oímos detrás de nosotros que una chica gritaba y se reía muy alto. Corría hacia nosotros cuando nos dimos la vuelta. Sin saber aún quien nos abrazaba y nos daba besos a Mardi y a mí, empezamos a reírnos. Era Carlota, que no paraba de gritar y de saltar y de hablar muy deprisa con su acento granadino. Su amigo venía desde el bingo donde habían estado, y el encargado nos miraba desde la puerta escupiendo al suelo e insultando en otro idioma. “¡HE GANADO EL PREMIAZO! ¡HE GANADO EL PREMIAZO! ¡HE GANADO EL PREMIAZOOOOOOOO! ¡Vámonos de fiesta chavales!” Y eso hicimos. Carlota, que llevaba cinco mil euros en el bolso y olía a gin-tonic, nos hizo prometer que impediríamos que esa noche: uno, gastase todo el dinero en alcohol, dos, acabase en casa de algún tío aleatorio y tres, que su amigo acabase en casa de algún tío aleatorio. También nos hizo prometer que nos lo pasaríamos de puta madre. Hacía un poco de frío pero nos dijo que había una rave cojonuda en un túnel de Boadilla del Monte que estaba cerrado por obras. “Cogemos un taxi, pago yo”, dijo mientras levantaba la mano a las luces de la calle Princesa. “¡Pero tíos! Que no me lo creo. ¡Que con esta pasta puedo terminar mi colección y hacer el fashion film!” “La tienes ya de ya, ¿no?” “Si tía, ¡y la semana que viene me entrevista Vice!” “¡Que zorra! Hacía que no nos veíamos, ¿eh Charlotte?” “Mucho, tía. Bueno, ¿qué? Que me he enterado de que estáis viviendo juntos, eh.” “¡Sí! Tienes que venir a casa y te contamos la aventura. Pero va, ¿cómo va a ser tu fashion film? Aquí nuestro amigo Darío es la bomba dirigiendo, ¡igual podéis hacer algo!” “Bua, fetén. Quería pillar una habitación en el hotel Emperador y montar una fiesta rollo ‘Skins’, ¿sabéis? Un sitio classy pero decadente y pasado de moda, y que llegue un montón de gente guapa y vistiendo guay y la líen fina.” “Anda, nosotros estamos volviendo a ver la serie.” El taxista conducía deprisa por la autopista y había cambiado su emisora de rumbita por la Máxima FM. “Tío quita eso, ¡todo el maquineo ahí!” “Eso, ¿qué haces con esto puesto? Pon el partido, que está jugando el Granada, ¡coño!”. El taxista sintonizó el partido del Granada contra el Celta negando con la cabeza y aminoró la marcha. Carlota era la mejor amiga de Mardi. Se conocieron un día que ella llegó a la puerta de su residencia, vio a una pareja discutiendo y una chica que se iba llorando. Era Carlota. Mardi me contó que la cogió de la mano y le dijo, casi sin pensárselo, que podía ser su nueva novia. A Carlota le hizo gracia y se hicieron amigas. Durante un tiempo, Carlota vivío como una nómada, itinerante entre las casas de la gente que conocía y de sus efímeros ligues. Cenaba en casa de alguien que había conocido, se quedaba a dormir, desayunaba, se duchaba, y al llegar la tarde hacía lo mismo con otra persona. Mardi le ofreció vivir en su habitación de la residencia, pero lo cierto es que ella disfrutaba de su estilo de vida. Su pasión era la moda, y se gastaba todo su dinero en ropa. Su taller, en el que diseñaba, parecía una oficina de Vogue, con percheros interminables y armarios sin fondo. Ahora vivía en casa de su novia y Mardi me decía que se había centrado un poco más. Íbamos a dar un paseo hasta casa y habíamos acabado en una rave en Boadilla del Monte. Llegaron las siete de la mañana y parecía que era entonces cuando empezaba la verdadera fiesta. La gente iba con la mirada perdida, con la nariz como Mister Potato, bailando como zombies al ritmo de la música, sin hablar con nadie, encerrados en sí mismos. Los amigos de Carlota y nosotros éramos los únicos que hablábamos, nos reíamos, bailábamos entre nosotros, los únicos que estábamos vivos. Un amigo de Carlota nos dijo que ya había vendido toda la droga que traía y nos enseñó la pasta que había sacado. Entre semana era un jefazo en una agencia de publicidad, pero los fines de semana tenía este negocio paralelo que le permitía todos los caprichos, decía. La novia de Carlota, Carolina, tenía padres chinos pero era española. Se ofreció a llevarnos en su furgoneta a todos. A Mardi, Carlota y a mí nos tocó en el maletero. Cuando abrió la puerta, nos encontramos con tres calabazas del tamaño de una roca. Nos empezamos a partir de risa. “¿Y esto tía?” “¿Dónde has estado antes de venir aquí?” “Ayer fui a buscar a mi padre a la casa del campo y me encasquetó estas calabazas que lleva todo el año cultivando. En serio, así, tal cual. Mierda, se me olvidó sacarlas cuando llegue a casa…pero, cabéis aun así, ¿no?” A mí, un domingo a las siete de la mañana, borracho de ginebra y fumado hasta las nubes, todo me parecía de maravilla. Y así llegamos a casa, cuando el sol estaba ya arriba, sentados en calabazas bebiéndonos una cerveza para desayunar y contando chistes malos de los que se reía toda la furgoneta. Cuando nos despedimos, Carlota se bajó y nos dijo, “¡Cuento con vosotros para la peli, tenéis mucho swag vosotros dos, ¿eh?”. Dije “Bueno, pero ya sabemos que Mardi va a chupar toda la cámara”. Mardi me miró riéndose, y me respondió “¡a ver si te va a tocar dormir con tu coleguita del swag!” Subimos a casa gritando y hablando como si fuéramos gangstas negros y nos tomamos un Cola-Cao con galletas antes de irnos a dormir. Los días se pasaban leyendo a Platón, a Cicerón, Catulo, Horacio, y Ovidio, a Ludovico Ariosto, a Marco Aurelio y a Baltasar de Castiglione. Entre las páginas de las Metamorfosis encontraba mis recuerdos, que ya se extendían a la casa y a las cosas que me ocurrían, que eran muchas. Todo lo que había estudiado en el instituto. Era revivir algo que ya había visto, como despertar a mi memoria. Tuve la sensación por un tiempo de que haber encontrado a Mardi y haber llegado a esta casa, y todo lo anterior a ese momento, había formado parte de un larguísimo camino. Sentía haber vivido muchos días y tenía la cabeza llena de imágenes de mi vida. Me vino la imagen de mi madre. Vive en Maguilla, el pueblo en el que creció. Tiene un huerto ecológico en el que trabaja doce horas al día y distribuye a las tiendas ecológicas de hipsters de las ciudades. Casi nunca hablábamos. Hubo un tiempo en el que era mi mejor amiga, cuando vivíamos en un piso en la calle Francisco de Diego. Mis padres estaban separados, y la casa también era de mi padre. No teníamos dinero y ella solía tener dos trabajos, uno en una fábrica textil y otro en un bar, y vestía con ropa de los chinos y estaba gorda y lloraba todos los días. Mi padre vivía en Memphis, donde trabajaba para una importante firma farmacéutica investigando el Corea de Huntington, la enfermedad de la que había muerto toda su familia, y un día llamó de madrugada cuando allí sería de día y mi madre y él discutieron gritándose durante dos horas. Cuando colgaron, mi madre decidió rendirse y aceptó vender la casa, lo que mi padre le pedía cada vez que hablaban. Así se acabó, yo me quedaba en Madrid y ella se iba al único sitio en el que podía vivir. Me dijo que me ayudaría como pudiese, pero nunca llegó a hacerlo y yo tuve que buscarme la vida. Cuando era pequeña, había rumores en el pueblo de que mi madre era adoptada o bastarda por tener el pelo rubio platino y los ojos azules en una región extremeña de cretinos con la piel morena tostada por el sol, y se pasaba el día entero cosiendo, cocinando dulces, viendo la televisión, leyendo tebeos, y escapándose de misa para irse a otros pueblos en bicicleta con sus amigas. Nunca la aceptarían de nuevo en el pueblo, pero su tormento acababa. No mas conversaciones interminables, no mas trabajos sucios hasta la madrugada. Discutimos, y el final fue como suelen ser los finales: gritos, y después portazos. Volví a mi casa a recoger mis cosas y recuerdo que atardecía, entraba la luz naranja intensa como el aire del desierto en el que me encontraba. Cerré la puerta y dejé las dunas solitarias atrás. Antes de todo eso, mi madre tenía un taller de alta costura en Alcalá de Henares con el que ganaba mucho dinero, vestía a las mujeres de la ciudad y todo eran palabras de agradecimiento. “Gracias por venir”. De haberse criado en un pueblo que nadie conoce, de casas blancas, olivos y atardecer constante, a que su nombre significase estilo, calidad y saber hacer. A que su nombre significase modernidad, llevar lo nuevo y lo fresco a una élite anquilosada de señoronas. De la nada al todo. Yo empecé a sacar malas notas en el colegio y a no comer y a jugar todo el día a ‘World of Warcraft’. Mi hermano no salía de su habitación y echaba de menos a mi padre. Mi madre lo dejó todo por venir a pasar tiempo con nosotros, y nunca volvió a Alcalá de Henares. Sonaba ‘Wolf’, de Tyler, The Creator, que Darío había encargado a mi nombre en Amazon para que viniese a casa por sorpresa. Nunca había entendido el hip-hop hasta hacía poco, nunca me llamó la atención en el instituto porque creía que solo eran tíos hablando de cómo habían salido de un ghetto desde el que criticaban a la gente con dinero y coches para convertirse en lo mismo. Hasta que descubrí a The Weeknd y a Frank Ocean. Que tu padre escoja mil veces antes una mierda como Memphis antes que tú debe doler mucho si tu padre te importa algo, pero a mí eso no me pasa. No le quiero ni le odio, es simple indiferencia. Los pocos recuerdos que tengo de él son gritos y palizas a mi madre, y gritos a mí y palizas a mis juguetes cuando me portaba mal. Están en mi cabeza, como una losa de piedra y tan sólidos como el suelo. Hace diez años que no veo a mi padre y su imagen está atascada en un bucle, como un GIF: un pelirrojo de ojos consumidos fuma un cigarro tras otro, bebe una taza de café tras otra, y su magdalena de Proust es beber tónica, le recuerda al amargor de la quinina que su madre le echaba en las uñas para que no se las mordiese pero no podía resistirse. No puede controlar su ansiedad y habla sin cesar y nunca escucha. Su padre se tiró por la ventana poco después de que mis padres se casasen. Tenía Corea de Huntington, una enfermedad genética neuropsiquiátrica que va fundiendo el cerebro poco a poco hasta la demencia. Sus síntomas aparecen a los treinta o cuarenta años. A los cincuenta, mi abuelo ya no sabía hablar, tenía la mirada perdida, la boca abierta y la rabia en el cuerpo. Mi padre decía que solo había dos salidas de esa cárcel: o consumirse por la locura, o tener la suerte de encontrar un momento de lucidez en el que sabes lo que te está pasando y suicidarte para matar a ese demonio interior. Lo que mi abuelo no sabía es que tirándose por la ventana no acababa con la maldición, porque todos sus hijos la habían heredado. Menos uno. Ni mi hermano ni yo estábamos marcados, porque mi padre fue el único que se salvó. Me gustaría ser padre algún día. Y cuando mis hijos e hijas estuvieran follándose al mundo, siendo personas guapas entre gente guapa, divirtiéndose, triunfando, felices, llenas de autoestima le enviaría este mensaje telepático a mis padres: “¡hey! soy mejor que vosotros”. No fumo cigarros porque mi padre fuma sin parar pero fumo marihuana, lo que él siempre nos había advertido a mi hermano y a mí que era peor que un pecado católico. No bebo café, bebo té. No veo el telediario, leo todos los periódicos que puedo. No me huelen los pies. No me importa una mierda mi imagen, al revés, la cuido a diario. No leo best sellers. No suelo ver blockbusters de Hollywood, y no suelo disfrutar los que veo. Y por supuesto, no cocino con robots. Hay gente que apunta en su cerebro todo lo que sus padres hacen y ya está, ese es su modelo de vida. Yo hago todo lo contrario. Si no tienes un modelo, al menos está bien tener un anti-modelo. A veces me imagino en una cena. Siempre la misma. Con un niño rubio con rizos y una niña pelirroja, y Mardi. Cenamos pizza y Mardi ha hecho una audición para un papel en una película sobre los refugiados de Siria. La directora ha llamado hace unas horas y le ha dicho a Mardi que el papel es suyo. Le digo a nuestros hijos que el premio de la semana, un regalo consistente en un objeto aleatorio para el que haya conseguido alguna hazaña, es para ella. Mardi me sonríe y mira con ternura las gafas de sol con una montura de palmeras y flamencos que le damos, y se las pone. Aplaudimos y lo apuntamos en nuestro diario de grandes logros de la familia. Terminamos de cenar y hacemos el tonto un rato. La niña pelirroja me dice que de mayor quiere ser piloto de aviones o sirena. El niño nos lee un poema que ha escrito para el colegio, sobre cómo le gusta ir corriendo a toda velocidad. Tenemos mucho, y además nos tenemos a nosotros. Había dejado la universidad el año pasado por segunda vez. Había tenido una educación pública en uno de los mejores institutos de Madrid, en el Ramiro de Maeztu. Y nunca había sido un estudiante modelo, de hecho siempre suspendía pero me las arreglaba para no repetir. Hasta que decidí hacer Bachillerato Internacional, como forma de retarme a mí mismo, y entrar en la Universidad y estudiar Periodismo. Saqué las mejores notas de la clase en el primer año de la carrera, y estaba tan aburrido que lo dejé a poco tiempo de empezar segundo. Decidí entrar en Bellas Artes y durante un año solo fui a clase y me encerré en casa a pintar hasta que tuve la sensación de que no aprendería mucho más en los tres años que quedaban de carrera, así que también lo dejé. El infierno se rige con las mismas normas que el sistema universitario español. Dejar Periodismo fue una decisión repentina. Estaba en clase y empecé a hacer confetti con todos los apuntes que había cogido esa semana hasta que reuní un buen montón. Y entonces recogí mis cosas y cogí el montón de papelitos entre mis manos, subí al estrado, me los tiré encima e hice una reverencia. Nadie comprendió, ni se rió, ni aplaudió. Solo caras perplejas que no comprendían, pero yo tampoco esperaba que comprendiesen. Bajé a la biblioteca y saqué todas las temporadas de ‘The Wire’, que ahora formarán parte de la biblioteca de esta casa para siempre, y tiré el carnet universitario a una papelera. Dejar Bellas Artes fue una decisión que yo adiviné durante un tiempo, no queriendo hacer caso a esa súplica interior hasta que un día, sin muchas ganas de nada, aparecí tarde por la facultad. Estaba a punto de abrir la puerta de clase, cuando decidí no hacerlo. Bostecé y salí a tomar el sol y a leer. “Sin Calificar” era la única nota que aparecía al lado de mis asignaturas matriculadas, y era la mejor nota que podía tener. ¿Quién querría que alguien le calificase con un número? ¿Es que un profesor era un profesional de la empatía, capaz de entrar en la mente y en el corazón de una persona y juzgar con un criterio impecable todo lo que encontrase y reducirlo a un número? No. Quizás al universitario del montón, que ha emprendido su camino hacia un estatus del montón, sea fácil juzgarlo con un número, porque al fin y al cabo es un producto resultante de la televisión, McDonalds y su equipo de fútbol y todo eso está constantemente cuantificado en números. Pero es imposible decir que yo soy un dos. O un cinco, o un diez. Y si algo tengo que reconocer como acierto de mis profesores en la universidad es que se abstuvieran de calificarme, por imposibilidad o por incapacidad, y aceptasen su derrota, y emitiesen la paz neutra de las palabras “Sin Calificar”. Me apetecía repetir las palabras de Gombrich. “Confiando en nuestros ojos y no en nuestras ideas preconcebidas acerca de cómo deben aparecer las cosas según las reglas académicas, se pueden realizar los más sugestivos descubrimientos”. La misma tarde en la que dejé la universidad recibí una llamada de una compañía de teatro. Yo diseñaba decorados, y me habían pedido crear uno para Salomé, de Oscar Wilde. Era una de mis obras favoritas y ya tenía mil ideas. Inspirándome en las ilustraciones de Aubrey Beardsley cree una fortaleza de Maqueronte de metacrilato blanco y negro. La luz de la luna inundaba la balaustrada y se colaba por la cisterna donde Yokanáan estaba preso. La entrada a la sala de festines era de neón. Un día fui antes al teatro para perfilar la balaustrada y dentro de la sala de maquillaje sonaba ‘Glory Box’, de Portishead. Abrí silenciosamente la puerta sin llamar y me asomé a través de una fina línea. Dentro, una pelirroja con el pelo cardado se miraba fijamente en un espejo, sentada mientras la maquilladora le empolvaba la cara y el cuello. A su lado estaba uno de los soldados, al que estaban peinando. La chica advirtió mi mirada y volvió a mirarse al espejo. Puso el gesto de una estatua y colocó sus labios como para dar un beso letal. Con cara de mujer fatal, dijo al soldado “Quiero hablarle”. El soldado, que estaba ensimismado mirándose el pelo, reaccionó tarde y continuó: “Es imposible, princesa”. “Pues yo lo quiero”, respondió Salomé. “De hecho, sería mejor que volvieses al festín, princesa”. Yo observaba desde detrás de la puerta, con una sonrisa de asombro. Qué interpretación. Salomé continuó recitando el texto, haciendo las partes del joven sirio con una voz grave. Y continuó con su papel: “Lo harás por mí, Narraboz. Sabes de sobra que harás eso por mí. Y mañana, cuando pase en mi litera por el puente de los compradores de ídolos, te miraré a través de los velos de muselina, te miraré, Narraboz, y…tal vez te sonría. Mírame, Narraboz. Mírame. ¡Ah!, sabes de sobra que vas a hacer lo que te pido. ¿Verdad que lo sabes?... Yo sí lo sé”. La maquilladora se había detenido, Salomé se había levantado para recitar con una sonrisa de serpiente. Dijo unas líneas más y me miró mientras decía con voz grave: “Sí, que aspecto tan raro tiene. Se diría una princesita de ojos de ámbar. A través de las nubes de muselina sonríe como una pequeña princesita”. Abrí la puerta y miré al infinito, y grité con voz áspera un texto que me sabía casi de memoria. Entre en la sala y pregunté “¿Dónde está el que ha colmado la copa de la abominación? ¿Dónde está el que algún día morirá delante de todo el pueblo? Esta es la voz del que ha clamado en los desiertos y en los palacios de los reyes.” Salomé se rió y volvió a sentarse. “Maravilloso”, le dije. “¿Sí? ¿Te gusta? Es mi papel favorito del mundo entero, no sabes lo feliz que estoy. ¡Has hecho una entrada triunfal! ¿Cómo sabías cómo sigue?” Le conté lo mucho que me gustaba la obra, y que me encargaba de diseñar el decorado. “¡Ah! Tú eres Nico. ¡Adoro el escenario que estás haciendo! Yo me llamo Mardi”. “Tío, me estoy rayando de Portishead ya”, me dijo un día que apareció por sorpresa desde detrás del escenario, andando con paso lento y firme hacia la balaustrada. “¿No te gustan? A mí me parecen la hostia, y sus conciertos con las pantallas son aún más la hostia.” “Claro, les adoro, pero ahora los estoy escuchando más para meterme en la piel de Salomé. Me pregunto, ¿qué escucharía ella si viviese hoy? Sería una zorra, pero también una chica atormentada por vivir en una familia desestructurada. Saldría de fiesta y se metería de todo. Y al volver a casa después de escuchar electrónica pastillera, se pondría los cascos, le daría al play y escucharía Portishead.” Y ya está. En ese momento, como un latigazo, sonó en mi cabeza “cómo me flipa esta chica”. No hizo falta mucho más. “Sería una viciada del Soundcloud, todo el día buscando música que solo ella escucharía con los cascos a tope para no oír a Herodías en la cama con Herodes.” Mardi se rió. “Bueno, yo hago eso casi todas las noches cuando mi amiga Chloé se tira a su novio. ¿Tienes Soundcloud?” Nos empezamos a seguir. Escuchábamos las canciones del otro y yo iba al teatro a probar escenografía que no estaba en el diseño sólo para encontrarnos por los pasillos y tener conversaciones de tres líneas: -‐ Nico, tío, vaya remix que compartiste ayer. No me podía dormir, ¡no paraba de escucharlo! -‐ ¿El de Macross 82-99? Vaya pepino. -‐ Ya ves. ¡Me voy corriendo a ensayar! ¡Nos vemos, guapo! Trataba a la gente con infinito cariño. Quería hacer sentir especiales a los que la rodeaban y siempre dedicaba una sonrisa, un guiño o alguna mueca graciosa. Y así se fue acercando el día del estreno. Cuando estábamos a dos semanas de aquel viernes 28 de marzo, supimos que el actor de Yokanáan, Edgar, y la novia de Claudio, el director, habían follado después de una noche de copas. Claudio no le dirigía la palabra hasta que un día estallaron en una discusión y Edgar se fue. Llegué a casa a las cuatro de la mañana después de actuar en un anuncio hortera para sacar dinero, hambriento, con una capa de maquillaje en la cara y sin batería en el móvil. Mis compañeros de piso estaban en el salón bebiendo copas, muy borrachos. Vivíamos diez personas en la casa y cada noche era una fiesta. Al encender el móvil tenía 40 whatsapps de Mardi explicándome lo que había ocurrido entre el actor y el director y pidiéndome que ni se me ocurriese cortarme el pelo ni afeitarme la barba. Leí otro whatsapp de Claudio pidiéndome vernos al día siguiente. Me tiré en la cama y empecé a partirme de risa. Busqué en Soundcloud una canción, pero preferí no escucharla porque no era lo que Yokanáan escucharía. Me dejé los cascos puestos para taparme los oídos y quedarme en silencio, porque eso es lo que definitivamente escucharía. Me desperté y mi cara estaba hecha un asco. Yogur con avena. Ducha. Vestirme deprisa. Salón destruido. Llaves de casa. Perro haciendo pis en el portal. Quedé con Claudio y me fui despejando con la luz de la mañana. Llegué a la Plaza de San Ildefonso y nos tomamos un café. “Macho, me cago en el puto Edgar, eh. Es que me cago en su puta madre, tío”. Estaba rojísimo y yo no podía contenerme la risa. Cuando alguien está muy enfadado, o me intimida o me hace muchísima gracia. “Le hemos llamado veinte veces ayer, y yo le llevo llamando toda la mañana y no lo coge. No sé qué va a hacer, espero que aparezca en el ensayo de esta tarde o me pego un tiro en las pelotas. Nico, yo esto no te lo pediría porque es una putada, pero…”. “Sí. Sí, sí, lo hago, no te preocupes. Ya sabes que casi me sé el texto y me flipa el personaje”, contesté sin dejarle acabar. Sonrió y me dijo “Bueno, pero si aparece Edgar nada, eh. Míratelo para esta tarde, ¿puedes? Ya me ha contado Mardi cómo os conocisteis, que lo hiciste de puta madre. Yo creo que nunca te he visto actuar, ¿has hecho algo antes?” “Tranquilo, macho.” Le invité al café y pedí un cigarro a alguien que pasaba por la terraza. Se lo encendí. “Tu relájate un rato, que son las nueve de la mañana.” Me fui a casa y me leí cuatro veces la obra. Me di cuenta de que no había dicho el texto bien cuando hice la escena con Mardi y aun así ella le había dicho al director que podía hacerlo. Comí, me hice una paja, y me fui al ensayo. Al empezar el ensayo recordé la primera vez que subí a escena. Tenía diez años y hacíamos una pequeña representación en el grupo de teatro del colegio, una reunión de los dioses de la mitología griega para discutir asuntos sobre los mortales. Cuando atravesé el telón por primera vez me reí un poco antes de decir mi frase, porque de repente se me pasó por la cabeza que estaba dentro de una película y que delante tenía a los espectadores del cine. Un proyector al fondo del salón completaba el escenario, y las caras de los padres y madres que venían a ver a sus niños estaban iluminadas por el reflejo de los focos. Durante un tiempo, todas las veces que iba al cine miraba detrás de la pantalla al terminar la película y me imaginaba que durante la proyección había un escenario por el que se movían los actores y que habían desmontado a toda prisa en los créditos. Llegó el día del estreno y Edgar apareció en el teatro mientras hacíamos unas pruebas de luces. Solo guardo imágenes sueltas de aquel día, soy incapaz de recordarlo como un todo. El ruido de la gente al sentarse en las butacas justo antes de empezar, mientras esperábamos en bambalinas. Una mirada de Mardi con ojos de loca, preparada para entrar en el papel, pellizcándome el brazo de puros nervios. Un apretón en el hombro de Edgar, y una mirada llena de odio por haberle quitado el papel. Todo el reparto en maquillaje. La ceguera ante los focos al salir a escena, y ver cabezas de personas extendiéndose hasta el destello. La adrenalina y la magia. Los aplausos, las luces, el saludo, los gritos, las lágrimas, el éxito rotundo. Una semana después, habíamos llenado el teatro todos los días, y después de la última función salimos de fiesta con todas nuestras ganas. A las cinco de la mañana, jodidamente borrachos, Mardi y yo salimos a la terraza de la discoteca. -‐ Vente a mi residencia. No dejan entrar a nadie pero nos colamos. -‐ ¿No dejan entrar a nadie? -‐ De fuera. -‐ Ah. Pero tú no tienes que colarte. -‐ Nos colamos juntos, no te preocupes, no voy a dejar que te cueles tu solo. -‐ Super agentes Salomé y Yokanáan. -‐ Misión de infiltración. Andamos, cogimos un bus, y llegamos a Ciudad Universitaria. Detrás del Museo del Traje, encontramos el palacio reconvertido en residencia en la que vivía Mardi. “Wow”, fue lo único que pude decir. Saltamos una pequeña verja y vimos al guardia de seguridad distraído leyendo una revista en la garita. -‐ Ves. He llamado a inteligencia para que le diesen una revista al guardia y así podernos colar. -‐ ¿En serio? Que maestros de la distracción. -‐ Que va tío, ¿cómo les voy a llamar? Que loco estás. Llegamos a su habitación. En la pared blanca había colgado un lienzo en el que se leía “BE NOT INHOSPITABLE TO STRANGERS, LEST THEY BE ANGELS IN DISGUISE”, una guirnalda de luces, una mesa con un portátil, la cama, y un baúl. Y nada más. Me dijo “fóllame mientras me quedo dormida, ¿si?” y se tiró a la cama y su sueño fue instantáneo. Me reí intentando no hacer ruido, le di un beso en el cuello, y me dormí junto a ella. Me desperté y Mardi me estaba besando. Me sonrió y me dijo “J’ai baisé ta bouche”. Se levantó de un salto. “Anoche fue loquísimo tío, ¡que resaca!” “Pffffff. Es que con lo de que las copas las pagaba el teatro…se nos fue de las manos, pelirroja”. Nos reímos y de repente se quedó mirándome. -‐ Lo de anoche fue genial. Pero genial. -‐ Ya, lo de colarnos aquí, que risas con lo de super agentes y el guardia de la garita. -‐ Sí, eso moló…pero me refiero a después. Se sentó en la cama conmigo con una sonrisa pícara. -‐ Después nos borramos del mapa, caímos bien fritos. -‐ Es que después de follar así… Negué con la cabeza mientras me reía. Se levantó. Primero me miró con sorpresa, luego se puso roja y se quedó pensativa. -‐ Oye. No me jodas tío. Creo que lo he soñado. No puede ser. -‐ Anoche…aquí no hubo salsa, eh. Se tocó el cuello y la nuca y empezó a mirarme mientras se mordía los labios. “Pues ahora tienes un ticket para venir a soñar conmigo”. Me tiró del brazo y me hizo caerme en la cama. Dormí diez horas después de que Mardi se propusiera hacer que me desmayase. No mucho después, quedamos. Fuimos a tomar unas cervezas a La Tita Rivera, en Tribunal. Atardecía cuando decidimos dar un paseo, y hacía un tiempo maravilloso. Me contó lo mucho que le gustaba soñar, y que ojalá pudiese quedarse dormida durante semanas. Le conté que había un síndrome con el que la gente que lo padecía se quedaba dormida meses. Parecía una primavera en Noviembre. Pasamos por la plaza de Santa Ana. Recitábamos partes de nuestro texto de repente. Nos reíamos de la cara de alguien que pasaba. Hablábamos de la música que nos gustaba. Vimos una señora que entraba a un edificio antiguo y Mardi se acercó a la puerta, para pararla justo cuando se cerraba. Miró alrededor, esperó un poco y me hizo una seña con la cabeza. Nos colamos en la casa. “Vamos a ver si tienen azotea”, me dijo muy bajito. Oímos el ascensor llegar al piso de la señora, y el chirrido de la puerta de una casa. Subimos por las escaleras en silencio y le dije a Mardi “eres un ninja” y ella me dijo “je suis qu’une chatte”. La puerta de la azotea no tenía cerrojo. Entramos. El sol se colaba entre los edificios. Veíamos la estación de Atocha, cornisas de Gran Vía, el Círculo de Bellas Artes y la fachada de un hotel de lujo. Nos miramos a los ojos y nos besamos. Es verdad que tenía ojos de gata. Vino la noche y bajamos como felinos por las escaleras. Y cuando llegamos al séptimo piso un hombre abrió la puerta de su casa y se apoyó en el umbral, mirándonos. “¿Os ha gustado la azotea?”, nos preguntó con una sonrisa. Nos reímos nerviosamente y le contestamos que nos había encantado. Nos preguntó si éramos novios y me puse rojo. “Somos…” “Somos Salomé y Yokanáan”, dije. El hombre se sorprendió. “¿En serio? Sois una de mis historias de amor favoritas. Tanto que tengo un cuadro de Salomé en mi estudio”. Mardi y yo estábamos flipando. “¿De quién?”, pregunté. “De Julio Romero de Torres. ¿Queréis verlo?”. Miré a Mardi. No podía ser. Ella dijo que por supuesto, y entramos en la casa. Sin saberlo, veíamos por primera vez el estudio donde nos enamoraríamos y donde pintaríamos mientras hacíamos el amor, el salón donde escribiríamos una novela y un teatro, la cocina en la que entraría el sol que auguraba buenas noticias, la biblioteca en la que nos encerraríamos días sumergidos en las profundidades de las palabras, el vestidor en el que nos disfrazaríamos mil veces, el tocadiscos en el que girarían vinilos día y noche, el cuadro que me obsesionaría para el resto de mi vida, ‘Ojos sobre la mesa’, y finalmente, ‘Salomé’. No podía creerlo. “¿No estaba en el museo Julio Romero de Torres?” “No. En el de Montevideo, en Uruguay, excepto que ese es falso. Y este es el verdadero.” Nos invitó a cenar y hablamos de un montón de cosas. De nuestra obra de teatro. De Scott Fitzgerald, que era su escritor favorito. De España. Del mundo moderno y de la gente joven y la adulta. De música electrónica y de jazz. De arte. De decoración, de diseño, y de moda. Y nos contó que estaba cansado de esa casa, donde había compuesto sus mejores piezas en el mismo piano del salón en el que tocó después de la cena. Se iba de la casa. A su madre le había llegado la llave de la misma manera en la que él nos la entregaba a nosotros. Había sido costurera de la última hija de una familia de pintores, y en su lecho de muerte envuelto por la tuberculosis, le entregó la llave de la casa para que pudiese crear sin preocuparse por llevar adelante a su familia. “La buena señora le dijo a mi madre algo que le había dicho Federico García Lorca en una ocasión en la que habían coincidido. Algo así como que el que pasa hambre no puede crear, el que está ocupado en sobrevivir no se ocupa del arte y de la estética. Y así, le dio la llave. Y mi madre triunfó y vistió a todo Madrid, París y Londres.” Y él había vivido en esa casa, creando piezas de piano hasta que su mujer había fallecido. Nos dijo que ya no podía componer, y dejó a medias lo que nos tocó en el piano. “Hemos vivido en esta casa toda la vida. Cuando mis padres murieron nos quedamos los dos, y nos bastaba con la idea de estar juntos para siempre”. Sonreía, aun así, con las arrugas de un hombre anciano, con el pelo canoso recogido en una coleta y una profunda barba. “Yo ya no puedo crear más, así que voy a confiar en que vosotros alimentéis la llama de esta casa”. Y debió adivinar todas las aventuras que íbamos a vivir con solo mirarnos a los ojos, porque en ese momento nos dio la llave y nos dijo que se llamaba Amadeo Várje. Y que el apellido no era suyo, era el de una familia que había vivido incluso antes que la familia de pintores, mucho antes. “El apellido viene con la casa.” Le pregunté si podía hacerle un retrato. Sacó unas acuarelas de un cajón y me preguntó si podía posar junto a su piano y con un mechero. Y así fue, lo primero que pinté en esta casa. Le gustó mucho y pareció contento. “A mi edad sigo creyendo que las casualidades no lo son tanto. Ya veis, igual soy un ingenuo, ¿pero acaso vosotros llamaríais a esto casualidad?” Se fue, sin equipaje, y le preguntamos a dónde iba, y no quiso respondernos. Así se despidió, tocando una última melodía en el piano y dándonos besos. Y de repente estábamos solos en una casa que parecía un tesoro desenterrado. Llegó el cielo azul índigo de la hora antes de que salga el sol y Mardi y yo seguíamos hablando en el salón. Al principio no nos podíamos creer lo que nos había pasado. Y poco a poco la euforia se convirtió en una felicidad que nos unía de cerca. -‐ Tío, estaba harta de mis padres. No podía más. El último año de liceo fue una tortura y me metía en líos porque no podía más, en plan de escaparme de casa y volver a los dos días. Pero de pronto acabó y me di cuenta de que tenía dos opciones. Quedarme en París era repetir ese año durante cinco años hasta acabar la universidad. Y la otra, lanzarme a la aventura e irme donde fuese. Estuve a punto de irme a Londres, eh. Pero entonces vi las becas del gobierno para estudiar en Madrid y estar en la residencia donde ahora vivo. Y como ya tenía el idioma, porque mi madre es española y me ha hablado en español desde pequeñita, pues… -‐ Sí, ya me contaste. Tu madre se llama Azucena, a que sí. -‐ Jo tío, ¡que memoria! Te lo debí decir de pasada, ni me acuerdo. Le miré a los ojos y le hablé con voz ronca, riéndome un poco: -‐ Si me acuerdo señorita, es porque me tiene usted totalmente, irremediablemente, absolutamente conquistado. Y sus palabras son como… -‐ ¡Qué tonto! Ven aquí. Me besó en la boca en mitad de la frase y nos besamos durante un rato hasta que nos quedamos dormidos. Debió pasar un rato, y recuerdo oír entre sueños la voz de Mardi preguntándome si nos íbamos a la habitación. Nos levantamos del sofá abrazándonos y nos arrastramos a la cama, y caímos flotando como dos plumas. Aquella mañana dormí como nunca, y Mardi y yo nos despertamos a la vez. Me hizo una pedorreta en la tripa y cosquillas, y yo le di un mordisco. Se fue al salón de un salto y puso ‘What’s Going On’ de Marvin Gaye. “¿Te gusta?” “¡Me flipa!”, le respondí levantándome de la cama. “Pues yo no lo he escuchado nunca. Está bien.” “¿Nunca? Pero si es el discazo máximo.” Llegué al salón y bailé con ella. “Te invito a comer a un sitio guay. ¡Tenemos que celebrar todo esto!” “Vale, guapo.” Me guiño un ojo y, con intención de volver a la habitación, reparó en las puertas correderas que abrían el vestidor. Entramos y vimos toda la ropa, de hace años, de ahora, trajes, vestidos, vaqueros, camisetas de grupos de música que no conocíamos, zapatos, corbatas y cinturones. Boquiabiertos, empezamos a probarnos cosas. “Oh. Oh, vamos a juego a comer, por favor.” “Años…¿sesenta?” “Si, si, si, ¡tú traje y yo vestido!” Me eché el pelo hacia atrás y ella se hizo un recogido muy bonito en el pelo y así salimos a la calle, cogidos del brazo. -‐ Odio a la gente celosa, me dijo. -‐ Yo también, me parece que cuando se juntan con otro celoso hacen parejas miserables. -‐ Mi único novio en París era un celoso y un controlador. Era más mayor que yo y, claro, me flipaba. Estaba enamoradísima de él y no quería hacer nada más que estar con él, hasta que me di cuenta de lo que estaba haciendo conmigo. -‐ No me pegas en una relación de dominancia, ¡pero nada! -‐ Bueno, eso está unos años atrás ya. ¿Y tú qué? -‐ Yo he estado con un montón de chicas, pero siempre hay una que destaca entre las demás, ¿no? Se llama María, y ahora no sé mucho de ella, pero espero que le vaya bien. -‐ ¿Amor de instituto, también? -‐ Claro. Son los mejores. -‐ Llegas a ellos sin más ejemplo que los romances de las películas y de las series de televisión y… -‐ Todo es como…muy explosivo. -‐ Si. -‐ ¿Cuál es tu beso de película favorito? Me miró con cara de: “ésta no te la esperas”. -‐ ‘The Godfather, Part Two’. Me quedé pensativo, hasta que caí en que era el beso de Michael a Fredo y me reí. -‐ Muy buena. El mío es ‘A place in the Sun’. Terminamos de comer y volvimos a la casa. Nos tomamos un té, nos pusimos nuestra ropa, y descubrimos la biblioteca. Salimos de la casa cuando casi era de noche. Nos despedimos con un beso y dijimos que nos veríamos pronto. La semana siguiente llamé a Mardi desde la casa. Iba a decirle que había traído mis cosas, y que si quería pasarse a tomar algo, pero no me lo cogió. Llamó al telefonillo, era ella. Subía con una maleta, una caja llena de cosas y un baúl pequeño. Abrí la puerta y nos quedamos sonriéndonos, ella con sus cosas a cuestas y yo con las mías en el suelo. Nos besamos. Era una locura, nos conocíamos de hacía unos cuantos meses, pero nos daba igual. Así empezamos nuestra historia. Mi prima Sofía y Alonso pasaron a formar parte de nuestros días de casualidad. Darío, Mardi y yo estábamos tomando unas cerves por Tribunal un sábado por la mañana cuando vimos a Alonso haciéndole fotos a Sofía, que posaba delante de una pared forrada de papel pintado. “Vamos a hacerle un photobomb a estos hipsters, va”, dijo Mardi y, haciendo que paseábamos distraídos, nos colocamos justo delante de Sofía cuando iban a hacer una foto y hicimos el idiota. Alonso nos miró fijamente, y Sofía me dio un abrazo. “¿Cuánto hacía que no nos veíamos Nico?” “Desde algún verano en Maguilla cuando éramos pequeños, ¿no?” “Que tío, estás guapisimo. Tengo unas fotos en casa de nosotros dos jugando con un rollo de papel higiénico que puedes flipar”. Sofía era tan enérgica y hablaba tan alto como yo recordaba. “¿A ver qué tal ha salido la foto?”, le preguntó a Alonso. Le gustó tanto que nos preguntó si podía subirla a su Instagram. Entonces Alonso cambió de cara y nos quedamos hablando un rato, nos hicimos más fotos y nos fuimos juntos a tomar algo. El estudiaba Arquitectura y resultó que era un fotógrafo estupendo, nos estuvo enseñando su página web y hacía unos retratos en la naturaleza maravillosos, además de fotografiar ciudades desde las alturas de forma única. Y se había juntado con Sofía, que era una adicta a Instagram donde tenía miles de seguidores y promocionaba marcas de moda. En su tiempo libre, estudiaba Ingeniería Biomédica. Recuerdo pensar que Alonso no hablaba mucho y que ella hablaba todo el rato. Subieron nuestra foto y tuvo 600 “me gusta” en lo que tardamos en terminarnos una cerveza. Y así nos hicimos amigos, cuando dos o tres semanas después Alonso nos invitó a una fiesta en su casa. La verdad es que los únicos recuerdos que tengo de esa noche son una mezcla difusa similar a la escena de la fiesta de los artistas en “Midnight Cowboy”. Creo que no he fumado más en una misma noche en ninguna otra noche de mi vida, y también creo que no he escuchado más música de Motown en una fiesta. Recuerdo un montón de arquitectos bailando aburridos bajo una luz verde mientras nosotros dábamos saltos y nos volvíamos locos. Darío se ligó a una chica guapísima que vestía genial y se despidió de nosotros con besos en la boca mientras pedía un taxi en Hailo con ella. Mardi y yo volvimos a casa andando y no parábamos de embestirnos contra los coches y los portales para besarnos y abrazarnos. Cuando llegamos al ascensor ella tenía bajada la cremallera del vestido y yo veía bailar el lunar de su hombro entre un campo de pecas. Yo tenía la bragueta bajada y la camisa desabrochada. Entramos en casa y encendí la lámpara de pie del salón y nos miramos por un momento y nos preguntamos, casi a la vez, que si poníamos PARTYNEXTDOOR. Me la chupó muy despacio mientras sonaba ‘Persian Rugs’ y yo se lo comí deslizando mi lengua de abajo a arriba. Cuando hicimos el amor, todo lo que nos rodeaba se desvanecía y solo quedábamos nosotros, desnudos, sintiendo nuestros cuerpos como si fuesen el mismo. Esa noche debió durar como las de tres días juntos, casi tanto como la del regreso de Odiseo a Ítaca, en la que Atenea alarga las horas para que el héroe le cuente su viaje a Penélope. Un día, Darío me acompañó a comprar tubos de óleo a una calle de Plaza Castilla y un coche empezó a pitarnos y se detuvo en la acera a nuestro lado. El conductor bajó la ventanilla. Un chico rubio, rapado y con los ojos verdes como un mar bravo se reía a carcajadas. “¡Diego!” dijimos Darío y yo a la vez. Los tres éramos mejores amigos en el instituto. Hacía años que no le veíamos, pero seguía exactamente igual. Le encantaba retar a la gente y nos dijo “No me voy a bajar a daros un abrazo ni a preguntaros qué tal. Venid vosotros. Chozo Kindelán, en la Pedriza, mañana o pasado. ¡Buena suerte!” Y arrancó entre risas. “¿Qué cojones?” “Pues eso tío, que le busquemos en el chozo Kinderlán en la Pedriza. ¿Qué haces este finde? ¿Vamos? ¡Puto Diego!” “No, no, Kindelán, Kindelán. Tengo un exámen de Redes el lunes, pero venga sí. ¿Mardi se apunta?” “Se va esta tarde a Granada con Carlota, ¡creo que no! Este finde solo somos chicos.” Así que al día siguiente estábamos Darío y yo en un autobús a la Pedriza con mochilas y botas de montaña, con Kindelán como única referencia. Atravesamos el pueblo, subimos por los caminos de roca y preguntamos a los montañeros: ninguno conocía el chozo. Recorrimos ‘La Autopista’ de ida, vuelta, otra ida, nos subimos a rocas, abandonamos el camino, comimos, recorrimos de nuevo el camino, llego el atardecer y la Pedriza se fue quedando en silencio. Fue entonces cuando, en lo alto de un saliente en la roca, vimos humo. Subimos, casi a oscuras, y cuando llegamos Diego cocinaba la cena en su camping gaz. Casi lloramos de alegría. El interior del chozo estaba iluminado por una hoguera y bañado en la luz de la luna y las estrellas. “¡Pensaba que no ibais a venir!” “Tío pero, ¿cómo íbamos a encontrar esto?” “Bueno hombre, ahí estaba la gracia, en que estuviese un poco escondido, ¿no? Además el premio para los campeones está casi listo: ¡spaghettis a la carbonara!” Los spaghettis a la carbonara llevaban pollo en vez de bacon y no llevaban champiñones ni cebolla, pero cenamos con ganas mientras nos reíamos contándole a Diego nuestras aventuras para llegar hasta ahí. -‐ El puto Darío, macho. Que iba empanado mirando un árbol y se ha resbalado por un barranco. -‐ Si, cabrón, y bien que has venido a ayudarme, ¡que sólo te partías la polla y me decías que ya vendrías cuando se te pasase el ataque de risa!” -‐ ¡Es que ha sido buenísimo! -‐ Si, la bomba…Ya verás cuando te caigas mañana, me voy a reír en tu cara. -‐ Tío, de verdad que no podía parar de reír. Nos quedamos callados un rato, y entonces Diego nos contó cómo había descubierto ese sitio. -‐ Pues la verdad es que la primera vez que vine, flipé. Atentos a cómo encontré el sitio. Inés, una amiga de mi uni, me contó que en su casa del pueblo habían derribado una pared y habían encontrado un cuaderno con anotaciones de cómo llegar aquí. Y es que uno de sus bisabuelos era un montañero super famoso, y él y su hermano pusieron nombre a muchas de los sitios de la Pedriza. Y para sus excursiones, construyeron este chozo, para poder pasar las noches. Y lo llamaron Kindelán, porque eran los hermanos Kindelán. ¿No recordáis haber visto una piedra con forma de calavera en el camino? -‐ Que va tío. -‐ No. -‐ Pues esa es la marca que te lleva hasta aquí arriba. -‐ Bua, que flipe. ¡Es como encontrar un tesoro! -‐ Igual tío. Ya os digo que la primera vez que vine fue otro rollo, Inés y yo, intentando descifrar el mapa que había dibujado su bisabuelo. Avivamos el fuego con un par de leños. Nos contó que después del instituto había dejado el grupo de punk en el que estaba, ‘Garrapatas en el Bacon’, y que había formado un grupo de versiones en español con sus amigos de la universidad. Se llamaban ‘Reina’ y nunca habían tocado de forma oficial, solo en botellones y fiestas en la calle, sin que nadie se lo pidiese y sin pedir permiso. Nos partíamos de risa. Nos dijo que estaba viviendo prácticamente solo, en su casa de siempre, en Canal. Sus padres pasaban todo el tiempo en el pueblo, y sus hermanos eran muy mayores y tenían sus familias. Darío y yo nos miramos con la misma idea en la mente. Al día siguiente nos bañamos en una poza que había cerca del chozo. Yo fui el primero en entrar al agua, porque Diego y Darío me tiraron cuando yo no miraba. El agua estaba congelada, pero ellos entraron también. Nos secamos al sol y Diego nos propuso caminar durante el día y volver por la tarde, y así lo hicimos. Le contamos todo lo que había pasado. Darío y Ana, yo y Mardi, la casa, la universidad, el teatro, y también hablamos de España. Volvimos a Madrid en el autobús. Darío y Diego se durmieron y yo preferí ver el atardecer. Pasamos por delante del retrato que había pintado hacía unos meses y sonreí porque me gustaba como había quedado. Mardi y yo no habíamos hablado en el fin de semana y me encantaba que eso pasase, porque cada uno habíamos vivido un fin de semana distinto y ahora nos contaríamos aventuras. Le dijimos a Diego que viniese a cenar. Cuando llegamos a casa, Alonso y Sofía estaban allí. Mardi, Carlota y ellos se habían encontrado en Granada y Mardi les había pedido venirse a casa unos días. Diego también vino para unos días, pero todos acabaron quedándose a vivir. El caos inicial de vivir todos juntos fue lentamente convirtiéndose en el orden. El juego era ‘Super Smash Bros.’, y la consola, Nintendo Gamecube. Diego la había encontrado en un cajón hacía unas semanas y no podíamos creerlo. Todos nacimos en 1993, y nuestros recuerdos de la infancia en los primeros años de la década de los 2000 guardaban un lugar privilegiado para la consola. En la pizarra de la cocina donde Diego, Darío y Alonso solían discutir fórmulas cuando se ponían en modo freak mientras en el salón las chicas y yo veíamos desfiles en el proyector del salón, dibujamos el implacable campeonato de los quehaceres de la casa. Quien perdía, limpiaba. Quien perdía pero también ganaba alguna partida, iba a la compra. Quien ganaba, se encargaba de las plantas y de cocinar. Y quien ganaba todas las partidas, se encargaba de continuar el inventario interminable que hacíamos de la biblioteca. Un día a la semana celebrábamos el campeonato y los resultados eran válidos hasta el mismo día de la semana siguiente. Y así, vino el orden. La casa estaba más bonita que nunca. Y nosotros éramos felices recordando las historias de Link, la princesa Zelda, y el resplandeciente color dorado de la Trifuerza. Carlota llamó a Mardi una tarde y le dijo que estaba todo preparado para rodar la película de su colección. Ella iba a ser una de las protagonistas y estaba muy ilusionada. Fuimos todos al rodaje, en el Hotel Emperador en Gran Vía. La habitación era blanca, con muebles estilo Versailles y botellas de champán por todos lados. Había gente metiéndose coca, un DJ que pinchaba en el balcón, besos, camisetas por el suelo, confetti volando, relleno de almohadas que salía despedido y dos cámaras que lo grababan todo. Mardi bailaba, se subía a la cama a saltar, se enrollaba en las cortinas y se subía a mis hombros. No mucho después, nos despertamos una mañana y Diego preparaba el desayuno. Sofía y Alonso se besaban sin parar, mirándose intensamente. Darío se despertó cuando estábamos casi acabando de desayunar mientras hablábamos de celos, sexo y relaciones. -‐ No puedo entender como seguimos sintiendo celos. -‐ Es un sentimiento muy humano. -‐ ¿Tú crees? Yo creo que es un sentimiento aprendido. El ser humano, por naturaleza, no es celoso. -‐ No, no no. No es celoso, pero es posesivo, es territorial. -‐ Porque automáticamente aceptamos que el sexo es algo íntimo y que hay que ocultar, se prohíbe a los demás que miren al esconderse debajo de las sábanas, dijo Mardi. -‐ ¿Os imagináis follar en público? La conversación se alargó y Sofía y Alonso se fueron a la habitación. Cerraron la puerta, pero Sofía la volvió a abrir mientras se quitaba el sujetador. Nos miró y nos hizo señas para que fuésemos. Darío y Diego se levantaron y se acercaron a la puerta. Mardi me miró. Yo no creía lo que estaba pasando, pero me levanté de un salto con el corazón dando saltos. Me acerqué a la puerta de la habitación y entramos. Nos sentamos alrededor de la cama, donde Sofía y Alonso se estaban tocando mutuamente. Él se tumbó y ella se puso encima. Pensé en si era raro estar viendo a mi prima hacer el amor, pero la idea se desvaneció pronto de mi cabeza. Compartían con nosotros algo que no se suele compartir. Nos regalaron una ventana por la que asomarnos a ver sus movimientos, sus gestos, sus susurros, sus gemidos, sus miradas y a sentir sus olores. Cuando terminaron, nos invadió un sentimiento de euforia. Abracé a Sofía, aún desnuda, y le di un suave beso en los labios. Les dimos las gracias por habernos enseñado algo así de maravilloso. A Mardi le encantaba cantar. En aquellos meses produjo un par de canciones y las subió a SoundCloud poniéndose como nombre “Várje”. En una de ellas sampleaba la canción de inicio de ‘Punky Brewster’ y la mezclaba con una base hip hop sobre la que cantaba. En la otra, la base era una melodía que había compuesto con el sintetizador y a la que había añadido un ritmo. Era música electrónica muy elegante. La verdad es que eran dos temazos. Tuvieron un montón de “me gusta” y al final acabaron apareciendo en un par de blogs que seguía un montón de gente, y lo grande vino cuando Incalling recomendó el proyecto de Mardi. El estudio donde pintábamos tenía la acústica perfecta para grabar. La eché un cable con las mezclas y el montaje y subió tres canciones más. Llamó a su primer EP “Boticelli”, porque era su artista favorito. En aquel momento, también descubrí un secreto que Mardi tenía bien guardado. Un sábado me desperté en mitad de la noche y ella no estaba a mi lado en la cama. La luz del vestidor estaba encendida y la encontré bailando una coreografía con los cascos puestos en frente del espejo. La música estaba muy alta y reconocí que la letra era coreana. Mardi dio una vuelta sobre sí misma y se quedó parada en una pose, sonriendo. Me había quedado detrás del umbral y entré haciendo que aplaudía, sin hacer ruido. Ella se quitó los cascos de inmediato y se puso roja y me preguntó, susurrándome al oído, que cuanto llevaba allí. “He venido justo para el final”, le respondí. “¿Te gusta?”, me preguntó, aún roja. Me quedé mirándola por un momento, sonreí y le pregunté de vuelta, “¿Me enseñas?”. Fui a buscar mi móvil y me puse los cascos como ella. Busqué la canción que me dijo. ‘Good Bye Bye’ de NU’EST. Nos sincronizamos y la pusimos a la vez. Me quitó un casco y dijo brevemente, “tu solo sígueme, ¿vale?”. Frente al espejo, ella comenzó a bailar y yo la seguí, torpemente al principio y poco a poco nos coordinamos. Bailamos la misma coreografía una y otra vez durante un buen rato y al final conseguimos ejecutarla a la par de forma perfecta en el silencio de la casa. Le hablé a Mardi de un capítulo de ‘Evangelion’ en el que los protagonistas tenían que sincronizarse y lo conseguían bailando. Nos sentamos en el suelo y Mardi me dio un beso y se fue a la cocina a por dos vasos de agua. Bridamos. “Esto es lo que solía hacer con mi hermana pequeña cuando no podíamos dormir, le encanta el k-pop y me lo acabó pegando”. -‐ No sabía que tenías una hermana. -‐ Sí. -‐ Nunca me habías hablado de ello. -‐ Ya. Dio un trago largo al vaso de agua. -‐ Y…¿cuántos años tiene? -‐ Pues…ahora tiene 17. -‐ La echas de menos, ¿no? -‐ La verdad es que sí. La abandoné un poco viniendo aquí. Pero ella se lleva un poco mejor con mis padres, creo. -‐ ¿Pero habláis a veces? -‐ Nos escribíamos cartas el año pasado, pero ya no tantas. -‐ ¿Por qué no la invitas a venir aquí? -‐ No se tío, mis padres no la van a dejar. -‐ ¡Escríbela una carta con un billete de avión! Si es como tú, sabrá hacer la pirula y venir sin que se enteren. -‐ Que va, es muy inocente…solía decirme que siempre estaba buscando noticias de actrices españolas y fiestas del cine de aquí a ver si me veía. Sonreí. -‐ Venga, tienes razón, mañana escribimos esa carta. Espero que hayas disfrutado de la clase de baile, soy la mejor profe, ¿o no? -‐ Eres la mejor, pelirroja. Pero la próxima vez bailamos algo menos pegadizo, que ahora tengo la letra en la cabeza sin parar. -‐ Claro, como hablas coreano fluído la entiendes entera. Nos fuimos a la habitación. Dije un par de palabras al azar con acento asiático y Mardi se rió. Empecé a cantar en bajito el estribillo de la canción, que estaba en inglés, ella me siguió y bailó un poco estando tumbada y poco después nos quedamos dormidos. Poco después vino otro descubrimiento, pero esta vez fue uno que me hizo recordar los muchos momentos que había pasado con Sofía en el pueblo, cuando éramos pequeños y éramos los mejores amigos. Hacía frío y pensé en lo idiota que era por no haberme fijado antes, cuando descubrí lo que le pasaba. Todos los días que comíamos juntos, al poco tiempo de terminar, iba al baño. Decía que era la parte de la casa donde mejor entraba la luz después de comer, y era su sitio favorito para su selfie diaria. Todos los días, una selfie. Un día oí un eructo, muy bajito, y pensé que vendría de la cocina. Lo hacía de forma muy silenciosa. Me acerqué al baño y toqué dos veces la puerta. “¡Pasa!” La tapa del váter estaba bajada. “¿Qué tal así?”. La cámara estaba colocada en el trípode, el roundflash encendido, y Sofía moviéndose el pelo y sonriendo a los disparos. “Eres la más in, tía. Guapísima”. Al día siguiente no oí nada, salvo la cadena del retrete. Cuando oí el choque de la tapa, entré al baño. Sofía estaba vomitando, y el disparador de la cámara haciendo fotos a la pared, una tras otra en ráfaga. Cerré la puerta y corrí a sujetarle el pelo. Tiró de la cadena y se limpió la cara, y empezó a maquillarse. “Estoy super revuelta, tío. Ayer cené una pizza en un sitio nefasto y esto es lo que pasa. Si no es la tuya, no vale. Lo he aprendido ya”. Me quedé mirándola y le pregunté si estaba bien. “Estupendamente. ¿Estoy guapa?” Había terminado de pintarse los labios de color nude. Apagué el flash y la cámara, que seguía disparando. Me apoyé en la ventana. “Siéntate, anda.” Lo hizo, en la tapa del váter, y me miró con una cara que mezclaba miedo, angustia, vergüenza y rabia y que me rompió un poco por dentro. Nos quedamos callados, yo la miraba, a ella se le escapaban un par de lágrimas. No sabía qué hacer, ni que decir, así que la abracé y le dije que la queríamos mucho y que ojalá ella se quisiera igual. La gente más guapa a veces es la más insegura, ¿y por qué iba a ser de otra manera? Las películas dicen que los guapos triunfan, los guapos, esos seres que no sienten ni padecen y para los que la vida está resuelta. Nadie espera encontrarse algo triste o malo dentro de alguien que parece perfecto. Pero lo cierto es que las personas guapas son las más solas. Un día de mayo, soleado y caluroso como el verano, las chicas se debatían entre el salón y la azotea. “Tía, con el sol que hay me quemo la piel en un minuto. Puto color leche, joder” “Va Mardi, que se está super fresquito arriba, tía.” “Chicas, seguro que hay alguna sombrilla o un toldo por aquí.” Diego buscó en los cajones superiores del vestidor pero lo único que encontró fueron alfombras enrolladas y pensó en utilizarlas como suelo. “Tío, Diego, ¡puto genio! Esto lo ponemos en el suelo con unos cojines y nos montamos todo el lounge.” “¡Y si ponemos unas sábanas ya tenemos nuestra tienda árabe!” Mardi salió corriendo al pasillo que llevaba a las habitaciones y sacó de un cajón unas sábanas amarillas. Subimos a la azotea y construimos nuestro palacio en las alturas bajo el sol. Hacía calor y la luz era sublime, inundándolo todo con el blanco y el contraste de las sombras. Desenrollamos las alfombras, subimos cojines y colocamos las sábanas a modo de techo, y todo se volvió de color amarillo. Mardi subió una shisha y un poco de hierba recién secada que mezcló entre el sabor del tabaco de mango. Habíamos construido un santuario donde no entraba el calor, solo una brisa en un soplido suave y frío. Nos fuimos quitando la ropa y quedamos al desnudo, todos juntos, como una familia. Sin pudor y sin miedo, como estando en casa de niño. Flipábamos con nuestra tienda de campaña y nos reíamos y nos revolcábamos en los cojines. Nos pusimos a cantar canciones que improvisábamos en ese momento. Fumamos más. Mardi y yo bajamos a casa, totalmente desnudos, a por el cesto de frutas para la merienda y ni nos acordamos de los vecinos. Finalmente dormimos una siesta larga, que llegó al anochecer. Desmontamos el techo de sábanas y nos cubrimos con ellas, y observamos las luces de Madrid en el horizonte, las estrellas de verano, y las historias que los antiguos escribieron en las constelaciones. Veíamos brillar las alas de la Estación Espacial Internacional y mirábamos a la bóveda espacial y flotábamos en la inmensidad del Universo. Éramos parte de una generación acostumbrada a encerrarse en la habitación enfrente de la pantalla del ordenador, que pensaba que no salir de casa y despedirse del mundo como el aristócrata Des Esseintes de ‘A Contrapelo’ era un modo de vida perfectamente aceptable, y así vivíamos nosotros. En el mundo real, el sistema financiero mundial había colapsado e intentaba arrastrar a todas las personas que pudiese al abismo. En España eso significaba que el gobierno, traicionando sus principios socialistas, nos había quitado todo lo que no nos debería haber prometido y había dejado paso a una oscura camarilla que asustaba con no devolvérnoslo jamás. Zapatero y Rajoy significaban el fin de la política en nuestro país, eran dos bebés hambrientos y aburridos como los de ‘Spanish God Bicolor’ de Mr. Trazo. Ancianos que perdían sus ahorros de toda una vida a manos de banqueros con sangre fría, padres que no podían pagar la educación de sus hijos, e hijos que jamás encontrarían un trabajo. El miedo. En una acera de la calle había manifestaciones, policía encocada convertida en bestia de carga abusando de su puesto y ejerciendo una desmesurada brutalidad policial, en la otra, gente fabricada en serie apilándose en los gimnasios y en las discotecas, en los cines vendidos a Hollywood y en las tiendas que repetían con voz angelical “se uno más”. Hacíamos lo que nos hacía ser nosotros: hacíamos teatro, leíamos, veíamos películas y series, escuchábamos la música que se hacía hoy y la que escuchaban nuestros padres, jugábamos a videojuegos, tocábamos instrumentos y, sobre todo, hablábamos de quiénes éramos y cómo era nuestra generación. Nosotros observábamos desde lo alto, recluidos en nuestro palacio, la ciudad en llamas. Y a pesar de ello, aunque encontrásemos que lo ideal era vivir en nuestra torre de marfil configurable donde podíamos ser quien realmente quisiéramos, exponiéndonos al mínimo a la estética de lo feo que reinaba en el mundo exterior, un día decidimos hacer un viaje. “¿París?” Un silencio reinó en el salón y Mardi, mientras leía una revista en el ordenador, dijo sin levantar la mirada y eliminando de repente el leve acento francés que la acompañaba: “No me jodáis, ¿eh?”. Lo dijo de forma muy graciosa, y nos reímos todos. “Vámonos a Vietnam, ¡que siempre os lo estoy diciendo!” “Si hombre, macho. ¿Y la pasta?” “¿Por qué a una ciudad? Hay que ir a la montaña, chicos. Vámonos a Pirineos, o al sur…” “¿Y Londres?” “¡Estocolmo!” “Deberíamos ahorrar e irnos a Las Vegas, qué coño.” “¡Vámonos a Las Vegas!” “No, no, Diego tiene razón. ¡Al norte chicos! Desde Madrid hasta San Sebastián, y lo que nos encontremos por el camino.” “Venga.” “¡Vale!” “¡Vamos!” Cerca de la antigua casa de mis padres había un taller de coches que Ricardo, uno de los mejores amigos de mi madre, había abierto en los setenta. Antes del fin de la dictadura se dedicaban a hacer contrabando de piezas de furgoneta Volkswagen para montarlas aquí y poder venderlas sin tener licencia. En su garaje tenían unas cuantas y cuando le pregunté si podía alquilar una furgoneta para un par de semanas me preguntó para qué la quería, y yo le conté la aventura que planeábamos y me dijo, mientras le hinchaba las ruedas a una de color verde pistacho: “Vas a usar esta furgoneta justo como la usaría yo si tuviese tu edad. Llévatela y a la vuelta me contáis vuestro viaje.” Era un hombre que vivía añorando sus tiempos de juventud y no le importó el dinero, prefería recordar sus historias a través de las mías. Conduje hasta casa y paré en el portal, y pité para que saliesen al balcón. Mardi hacía la comida y olía a pisto, aunque ella lo llamase ratatouille. Todos aplaudieron y gritaron mientras sonaba ‘Does Your Mother Know’ de Abba, de un disco que había encontrado en la guantera. Diego me lanzó una cerveza y brindamos, y me fui a aparcar a dos calles de la nuestra. Salimos esa misma tarde y era de noche cuando estábamos a punto de llegar a Roncesvalles. De repente, la luz de la furgoneta se apagó y se hizo la oscuridad en la carretera. Las siluetas negras de los árboles solo dejaban espacio para las estrellas. Yo conducía y mi reacción fue frenar en seco, pero Diego, que iba de copiloto, agarró el volante y me dijo que continuase. “Fui por esta carretera con los Scouts hace un par de años. Aún no se me ha olvidado cómo era.” Yo estaba asustadísimo, pero le hice caso y pisé el acelerador. El resto iban dormidos. Condujimos en la oscuridad, tomando las curvas casi a la perfección. Nos chocamos levemente un par de veces contra el límite de la carretera. Pasaban las siluetas de los árboles hasta que la luna iluminó levemente el camino. Arriba, en la montaña, veíamos las luces. Llegamos al puerto y aparcamos detrás de una casa. La iglesia y las hiedras de las piedras tenían un color pálido que vibraba con el viento, iluminados por la luna. Esa noche dormimos en la furgoneta, y Diego y yo aún estábamos temblando de miedo y sabiendo que habíamos estado cerca de morir. Comenzamos nuestro camino y escribimos una lista con las calamidades que nos iban pasando. Llegamos a la frontera con Francia, paramos por el camino para hacer fotos, gritar en la montaña, subir caminos en la lluvia acompañados de cabras y vacas, perdernos mil veces, subirnos a los árboles, emborracharnos por la noche, hacer hogueras, cocinar en el camping gas y que nos pareciese la comida más rica del mundo, pasar por pueblos rurales celebrando fiestas en honor al vino, encontrarnos con antiguos lavaderos de ropa a los que las ancianas seguían acudiendo a reunirse, disfrutar del sol de media tarde, el sol al amanecer, el sol a punto de esconderse entre las montañas. Nos reímos, algún día también lloramos y una noche llegamos a nuestro destino: a Cabo Higuer. A la mañana siguiente, los árboles estaban inundados de la luz rosa del amanecer, aún temprano. Diego no estaba. Esa noche había llovido y el suelo estaba húmedo y el ambiente era frío. Caminé hasta el cabo y vi a alguien mirando al mar desde lo alto del peñón. Supe que la marea estaba a punto de subir y no lo pensé. Me deslicé por las ramas de un árbol y agarré una soga que pendía de una roca, y salté a una pequeña laguna que el agua había comenzado a formar. Salté de piedra en piedra y trepé al peñón, donde Diego estaba sentado. Todo era de color naranja, como una fotografía quemada, y de las olas que crecían salía el sol. “¿Tu sabes cómo se forman las olas, Nico?” Le respondí que creía que era debido a las mareas. “Imagínate una tormenta, lejos de aquí, en lo alto del mar. Las gotas de la lluvia cayendo con violencia, el viento golpeando al mar, los truenos sonando. Todo eso mueve el mar, hace que las olas nazcan. Y vienen hacia aquí. Inician un camino, lo siguen, y todo eso termina justo aquí. Cada vez que una ola te rompe en los pies cuando estás en la orilla, se está despidiendo de ti, y cada vez que surfeas una ola, estás cogiendo esa energía, toda esa fuerza de un camino, para despedirte de ella.” Hablaba despacio, haciendo pausas entre cada frase para mirar al mar, señalando, y mirándome. Nos levantamos y me pasó un brazo por el hombro. “Dime si no te sientes un rey en este pequeño trozo de tierra en lo alto.” Empezó una tormenta. Y a subir la marea. Y cuando quisimos darnos cuenta, estábamos en un trozo de roca que las olas parecían querer arrancar. Diego me dijo que iba a ser difícil volver, pero quedarnos en la roca no era una opción. En cuanto nos metimos al agua la corriente nos hizo chocar contra una piedra en el fondo. Creí que me había roto el pie. Diego era uno con la naturaleza. Se subía a los árboles como una ardilla, corría por el campo como un tigre, y se movía entre las rocas como un cangrejo, pero yo no paraba de chocarme contra las rocas, afiladas como lanzas. Me agarré a un saliente y me corté la mano, pero de no haberlo hecho la corriente me hubiese arrastrado hacia una pared de roca. El mar cambia de aliado a enemigo sin que te des cuenta. -‐ ¡Diego! -‐ ¡Vamos, Nico, sigue! -‐ No puedo seguir. -‐ ¡Claro que puedes seguir! El estaba agarrado a una raíz, esperando poder saltar a la soga por la que había descendido. -‐ No, no, no puedo. -‐ ¡Aguanta que voy! -‐ No, no, ¡no vengas! Salté a la corriente y nadé todo lo fuerte que pude y Diego me dio su mano para evitar que me chocase contra la pared. Me agarré. Saltó a la soga y después salté yo. Lo conseguimos. Nos dimos un abrazo y creo que nunca fuimos tan amigos como hasta ese momento y aunque estábamos sonriendo teníamos lágrimas en los ojos. Es uno de los mejores recuerdos que tengo de aquel viaje lleno de aventuras, y el mejor recuerdo que tengo con Diego. Una noche, terminamos la novela. Llevábamos desde después de comer intentando encontrar cómo escribir el gran final en el que los personajes conseguían destruir la pirámide y la ciudad de los artistas a costa de sus vidas. Era una gran tragedia que habíamos empezado Mardi y yo y había acabado siendo parte de todos. Estábamos muy emocionados y Mardi dijo que se sentía muy orgullosa de que hubiésemos contribuido a la biblioteca de la casa, y entonces decidimos ir un paso más allá cuando ella propuso convertirla en una obra de teatro y representarla. Y nos pusimos manos a la obra. Decidimos que Alonso dirigiese, que ya había dirigido Bodas de Sangre el año pasado en su grupo de teatro. Mardi y yo creamos la escenografía: el bosque del que Várje escapa, la pirámide de la ciudad y la casa de Mardi. Diego haría de rey y Paula, una amiga de Sofía, de reina. Vinieron Claude y Chloé para hacer de los Modeo, dos hermanos escultores, y al final todos los amigos de la escuela de Mardi se apuntaron para hacer de músicos, pintores, escultores y poetas. Darío era el gran poeta Caulo y Alonso y Sofía los Saifo. En dos semanas convertimos el salón de casa en un teatro clandestino y tras un mes de ensayo intenso, llegó el día del estreno. Recuerdo que nos levantamos todos casi a la vez, desayunamos fuerte, descubrimos un remix de Kygo de ‘I See Fire’, de Ed Sheeran, y la pusimos en bucle durante todo el día. Y cuando llegó la gente, llegó mucha más de la que esperábamos. Mucha más. Me asomé al balcón y vi en nuestra puerta a unas cincuenta personas esperando. Vino el resto y también se asomaron, sin que el público supiera que les veíamos. “Vamos a hacerlo”, dijo Mardi. Y lo hicimos. Que aburrido es Madrid. O eso creía yo. Con su fachada barroca, la modernidad nunca llegará a esta ciudad. En un Siglo de Oro permanente, en la constante nostalgia por la Movida Madrileña…siempre recordando viejas fotos, viejos cuadros e intentando adivinar un punto en el que reconocerse en sus padres y en sus antepasados. Y para los millones de turistas que visitan Madrid cada año, nada cambia. Madrid es atemporal, está fuera del mundo. Y en algún punto entre esa cáscara y su interior vacío, descubrimos entre todos una ciudad nueva. Representábamos todas las semanas y siempre había una fiesta a la que ir. Después de la obra, nos tomábamos unas copas, a veces se quedaba alguien del público, y casi siempre algún periodista aprovechaba para entrevistarnos. Alonso hacía fotos y vídeos. Tecleábamos a toda velocidad en nuestros móviles y nos lanzábamos a la noche. A las azoteas privadas de la calle Ortega y Gasset pagadas por gordos empresarios cocainómanos era donde Carlota nos llevaba a emborracharnos gratis para después continuar la noche, y siempre conseguía que entrásemos, casi siempre con representaciones teatrales impecables. Un casino, una fiesta en una casa con un concierto de algún grupo madrileño, garitos ocultos, subterráneos, fiestas en galerías de arte, fiestas en coches, fiestas en casas abandonadas, raves en túneles o en bosques…siempre bebíamos gratis, de una manera u otra. Las grandes marcas promocionaban sus productos en eventos, a los que asistir suponía una especie de aumento absurdo en tu prestigio social. Íbamos y nos reíamos de la gente y sus poses de VIP y nos hacíamos fotos con ellos mientras brindábamos a costa de todas las marcas de cerveza y de moda, y robábamos todo lo que podíamos robar, desde botellas de alcohol a zapatillas y camisetas y hasta el papel higiénico de los servicios. Y seguían invitándonos a sus eventos y nosotros reíamos y robábamos y bebíamos más. Alonso Chocrón, de Incalling, organizaba los mejores conciertos y no nos perdíamos ni uno. Asistía la única gente guay de la ciudad, la gente que hacía cosas como nosotros. Teatro, cine, música, arte, moda o literatura, que se preocupaba de que todo siguiera en marcha, y de que la nuestra no fuese una generación pérdida. De que los que no tenían ni puta idea de nada no pudieran llamarnos ‘ninis’. De que tuviésemos un impacto, más allá de las manifestaciones. Más allá de la política. Más allá de ser una pieza más de la burocracia. Nosotros creábamos cosas que hacían que el mundo fuese un lugar diferente y los manifestantes se quejaban de que el mundo no fuese de otra manera. Madrid puede ser aburrido, pero a cambio es ruidoso, soleado, lleno de gente simpática y guapa, se come genial, no se pasa frío y las noches son bonitas. No está tan mal. Una tarde en la que estaba descansando de nuestro ensayo de la obra y pensaba en Madrid, llamaron al telefonillo. “¿Señor Várje?, somos Adriana, Miki, Lucas, Sara, Edu y Marina, ¿se acuerda de nosotros?” Era una voz femenina y musical, como una trompeta. Tapé el micrófono del portero automático y pregunté, nervioso, “¡Chicos! Abajo hay peña que pregunta por el señor Várje, ¡¿qué hago?!” “¡Seguro que son de su familia, que nos vienen a echar!” “Que no, ¡han preguntado si se acuerda de ellos!” “Va tío, ¡diles que suban y nos tomamos unas beers y les contamos!” Pulsé el botón y abrí la puerta de la calle y les dije que subieran. Diego, Darío, Carlota, Alonso, Sofía, Mardi y yo esperamos en el recibidor y sonó el timbre de la puerta. Todos me animaron a abrirla, y así lo hice. Eran un grupo de chicos y chicas de nuestra edad, y por un momento, nos quedamos mirando en silencio, como contemplando nuestra imagen en el espejo mientras sonaba The Strokes en el salón. Pasamos la tarde tomando unos gin & tonic con ellos. Miki había traído una ginebra G’Vine y nos contó que era fotógrafo y que le flipaba el cine, y que había sido director de fotografía de un par de películas y cortos. Adriana me cayó bien desde el primer momento, era una tía graciosísima a la que le encantaba jugar a descontextualizar las cosas que decía para hacer reír. Y se reía mucho de sí misma. Había estudiado Derecho pero lo que en realidad le gustaba era la novela hispanoamericana, nos dijo que leía una por semana. Y también que tenía tres novelas publicadas y un poemario. Sara era una apasionada del arte y se quedó mirando ‘Ojos sobre la mesa’ durante mucho rato, y después fue a ver la ‘Salomé’. También estaba un poco loca, y llevaba la pistola de su abuelo en el bolso, porque así “se sentía como la puta ama”. Por suerte estaba descargada. Edu patinaba y montaba en bmx. Tenía un peinado muy elegante y llevaba una parca que le hacía parecer un mod sesentero, y en cuanto entró al salón no paró de curiosear todo lo que veía. Lucas y Marina no hablaron mucho aquella tarde, pero más adelante nos contaron que él era arquitecto y ella psicóloga, y formaban un dúo de música instrumental que se llamaba ‘martini & magic’. -‐ Veníamos a hacerle una visita al señor Várje, que nos solía acoger hace unos años. -‐ Ahora que estamos todos juntos otra vez, que Adri ha vuelto de Argentina. -‐ Aquí a la amiga le molan las pijas argentinas sobre cualquier otra cosa. Se rieron, y Adriana le pegó una torta a Edu. -‐ ¿Y cómo conocisteis al señor Várje?, preguntó Sofía. -‐ En una presentación de una peli en la que yo dirigía la fotografía. Se acercó a mí para felicitarme, me dijo que le había encantado, y estuvimos hablando un rato con él. Nos invitó aquí y durante un tiempo vinimos unas cuantas veces, pero este año pasado hemos estado un poco dispersos y dejamos de venir. ¿Y vosotros? ¿Vivís ahora aquí? -‐ Un golpe de suerte, ¿no?, me preguntó Mardi. -‐ Más bien tu arte con la magia, pelirroja. -‐ Nos colamos en este edificio porque, bueno, yo hago eso a veces, colarme en las casas de la gente para entrar en sus azoteas, es que me encantan. -‐ Le gustan las azoteas más que Harry Potter, y es la persona más freak que existe. -‐ No, más que Harry no, ¡eh! -‐ Y cuando nos íbamos de la azotea, el señor Várje abrió la puerta. Les contamos la historia completa y subimos a la azotea. Cuando ya empezábamos a ir borrachos, Miki dijo que fuésemos a un sitio en el que pinchaban electro swing y Mardi empezó a gritar de la emoción. Se llevó a las chicas al vestidor y salieron disfrazadas de los años veinte, como si fuesen a una fiesta de Gatsby. El sitio era increíble. Accedimos a él a través de la puerta trasera de una carnicería y bajamos al sótano. En la barra te hacían jugar a la ficción de que había una durísima ley seca en el país. La gente bailaba frenéticamente. Las chicas se subían el vestido y corrían entre la gente. En algún momento de la noche le pedí el teléfono a Miki y a Adriana y una hora más tarde les perdimos. “¡Sois geniales!” “¡Me alegro mucho de que hayáis venido a casa hoy!” “Tío, Miki, ¡ha sido la mejor idea! ¡Esta gente es la bomba!” Salimos de la discoteca, no mucho después, y nos los encontramos sentados en la marquesina de una parada de autobús, gritando y bailando. Les dijimos que se viniesen a casa a dormir. Estaban borrachos, felices y muy despiertos. Cuando llegamos se tiraron al sofá y Adriana y Sara empezaron a quitarse la ropa. Darío, Diego, Alonso y Sofía se habían ido directos a sus habitaciones, gruñendo o insultándose, y Mardi y yo fuimos a la cocina a por un vaso de agua y acabamos haciendo el amor. Cuando volvimos al salón, Miki, Adriana y Sara, completamente desnudos y abrazados, se besaban mientras se quedaban dormidos y Edu y Lucas hablaban tumbados en un colchón en el suelo que saqué de la habitación. A la mañana siguiente nos reímos en la comida recordando la noche. Darío no se despertaba. Entramos en su habitación y vimos que dormía como un tronco. “Tu, Nico, vamos a pintarle un smoking”, me dijo Diego entre susurros. Me reí en silencio y fui a por unos rotuladores. Dejamos en calzoncillos a Darío y pintamos su cuerpo para que pareciese que llevaba un traje de smoking, y él ni se enteró. Se despertó por la tarde cuando pasábamos la resaca viendo ‘Mujeres al borde de un ataque de nervios’. “Buenos días”, dijo con voz adormilada, y se sentó en el sofá con nosotros. Nos miramos entre nosotros. No se daba cuenta, y empezamos a partirnos de risa. Tardó un buen rato en mirarse. “Tú, que cabrones sois”, dijo cuando por fin notó algo raro, sin levantarse del sofá. “¿No te lo vas a quitar?” “Luego si eso”. Nos reímos aun más y Mardi gritó “¡Bukkakke!” y nos tiramos sobre él. Después de la comida, Sofía se tomó un té conmigo. Cada uno estaba haciendo sus cosas: Mardi se pintaba las uñas, Darío jugaba al ordenador, Diego leía. Desde hacía un tiempo, Sofía había dejado de hacerse selfies todos los días y en vez de eso nos tomábamos un té. La había ayudado a dejar de vomitar durante todo el año, y por fin un día me dijo que ya no lo hacía más. Y no me mentía. Ahora simplemente comía muy poco. Nadie más sabía que había sido bulímica, pero Mardi se había dado cuenta de que había empezado a comer cada vez menos y un día le conté todo, a pesar de que Sofía me pidió por favor que no se lo dijese a nadie, y mucho menos a Alonso, por supuesto. Mardi me dijo que podíamos probar a hacerle infusiones de marihuana, de alguna variedad que animase el apetito. Sofía no fumaba, así que una tarde preparamos la infusión y todos nos bebimos una taza. Nos reímos, inventamos locuras, escuchamos música, cantamos muy alto, pero muy alto, y en un momento vimos a Sofía levantarse, ir a la cocina y volver con un paquete de galletas que se comió entero. Estaba feliz. Se había olvidado del sentimiento de culpa por comer, simplemente era una chica con hambre comiendo. Mardi y yo empezamos a hacerle cosquillas al rato y ella se reía. Le dijimos cosas bonitas y se sentía bien. Cuando descubrí que lo que realmente le gustaba a Sofía eran mis pizzas, hacía una casi todos los días. -‐ Nico, tus pizzas. Tus pizzas. Creo que no voy a probar nada mejor. -‐ ¡Me alegro de que te gusten! -‐ Me he dado cuenta de que me encanta comer. Creo que antes no lo sabía. Pero ya no me siento mal cuando como, ahora me lo paso bien. Me habéis abierto la mente. -‐ Es que la marihuana es la mejor medicina. Si fuese legal, las farmacéuticas dejarían de existir. ¿Qué negocio tendrían? Plantaríamos nuestro propios remedios, sin darle un duro a nadie. “Gracias, Nico. De verdad. ¿Sabes?”, me dijo mientras terminaba de lavar el rodillo para la masa y la tabla y terminábamos de recoger la cocina, “Me está encantando este tiempo aquí. Al principio pensé que había tenido suerte, me habían tocado unas vacaciones de mi familia. Pero ha sido más que eso. Nunca había tenido amigos como vosotros, que de verdad se preocupasen por mí. Solo tías tontas con las que salir de fiesta y reírnos de los chicos, en realidad. Me alegro de que volvamos a ser los mejores primos del mundo.” Mardi, que entraba en la cocina a por un helado, hizo como que no oía nada, pero sonreía. “Eh, señorita, venga aquí”, le dijo. La abrazó y le dio un beso, y le robó un mordisco del helado, y le devolvió la sonrisa. Mardi le dio un cachete en el culo. Pensé en Miki. Le había preguntado cómo había empezado a ser fotógrafo y él me respondió que simplemente cogió una cámara y empezó a hacer fotos. Era el mejor ejemplo de que querer es poder. Marina dijo que tenía un estilo que no tenía nadie más y Miki le hizo una foto. Adriana y Sara bailaban una canción de Barry White, tocándose las tetas. Lucas y Edu me contaron cómo conocieron a Miki: en un concierto, mientras él hacía fotos y sin conocerles de nada les invitó a unas copas. Me gustaba como le querían, como se preocupaban por él, como le consideraban una gran persona. Imaginé que vivían en la casa y que ya llevaban el apellido Várje, sin darse cuenta. Un día me trajeron un viejo proyector y lo instalamos en el salón, y nos tiramos toda la tarde viendo películas. Lo cierto es que Estados Unidos como país, como concepto, como sociedad, no me interesa ni lo más mínimo. Me alegro de haber nacido en un momento histórico determinado y con una visión crítica suficiente como para ver que su bandera es la imagen de la decadencia de Occidente, más que ningún otro país. Una decadencia que había comenzado el 9 de noviembre de 1989, la caída del Muro de Berlín unida a la caída de un país. La Guerra Fría terminaba en los libros de historia y Estados Unidos ya no tenía un espejo en el que mirarse, el enemigo soviético que dictaba todos sus pasos y que estaba en el imaginario colectivo los ciudadanos. El bien capitalista contra el bien comunista. El país de la libertad y de las oportunidades versus la tierra de los oprimidos. Aunque según ‘La Chinoise’ de Jean-Luc Godard, la decadencia de Estados Unidos había comenzado en la Guerra de Vietnam. No hacía mucho, el biógrafo de Charlie Chaplin había encontrado una pequeña novela autobiográfica mecanografiada y en parte manuscrita por el actor en sus últimos días en Hollywood. La encargué a la Cineteca de Bologna, que la había editado. Un mexicano bajito, moreno y que siempre me regalaba una sonrisa cuando abría la puerta me traía siempre mis pedidos por Internet, y él fue el encargado de traer libros, discos y ropa a casa casi todas las semanas. Cuando me trajo ‘Footlights’, así se titulaba la autobiografía, lo leí ese mismo día y lloré durante la hora en la que las lamentaciones de Chaplin se presentaban ante mí en un monólogo desgarrador. Charlot hablaba como un héroe herido al final de una tragedia. “Yo sé que soy gracioso pero los managers piensan que mi tiempo ha pasado…¡Dios! Sería fantástico conseguir que se tragaran sus palabras. Eso es lo que más odio de envejecer, el desprecio y la indiferencia que te demuestran...Piensan que estoy acabado. Por eso sería maravilloso regresar…¡Hacerlo de forma sensacional! Conseguir que se partieran de risa, como solía hacer…Escuchar ese rugido elevarse…olas de carcajadas llegando hasta ti, elevándote del suelo…solía ser un tónico…Te gustaría reír con ellos pero te aguantas y te ríes por dentro…¡Dios! No hay nada como eso. Por mucho que los odie adoro escucharlos reír”. El país de la libertad y de las oportunidades condenaba al exilio al mayor icono que su cine tendría jamás por haber criticado al capitalismo. La caza de brujas anti-comunista acabó con un intelectual que intentaba hacer pensar a su público, además de entretenerles. Por intentar avisarles. Desfiguraremos rostros y defoliaremos selvas en Viet Nâm. Borraremos Hiroshima y Nagasaki de los mapas. Nuestros vecinos del sur serán nuestros peores enemigos. Petróleo, a cualquier coste. Las guerras del Golfo. Sacrificaremos la fecha del 11 de Septiembre para el resto de nuestra historia. Y la paz no se llamará paz. Se llamará capitalismo. Los niños que crecían con Youtube veían triunfar a los artistas de pop coreano, cómo Goku ganaba cien veces a Superman y cómo pronto China ocuparía el lugar del centro del mundo. El sueño americano se acababa y nosotros veíamos a Estados Unidos despertar en películas como ‘Spring Breakers’ mientras comíamos palomitas. Y nuestras propias historias, el recuerdo de grandes héroes como Heracles o los grandes mitos de Las Metamorfosis, perdidos en la marea de la globalización. Y es que para el ciudadano del siglo veintiuno, Odiseo andó por el mundo y añoró a Ítaca y a su querida Penélope durante veinte años para nada. En el recuerdo de la gente, la tela que tejía esa vieja historia se ha descosido del todo. Europa no recuerda a sus grandes héroes porque Estados Unidos no los recuerda, y es que ya no son sus héroes. Norteamérica ha borrado las historias que nos hacían occidentales y las ha sustituido por las nuevas historias contadas en propaganda disfrazada de viñetas de cómic. Yo tuve la suerte de que un profesor de latín que odiaba me recordase a Odiseo. No me siento un loco al pensar que toda la gente de Madrid está conectada. A veces imagino a la gente de mi edad como una gran Generación del 27, o como un gran movimiento artístico. A gran escala. Una tarde, fuimos a una fiesta veraniega de Pregaming Radio en la que tocaban Hinds y The Parrots. Cuando estábamos esperando a que empezasen los conciertos, fuera del garito en una plaza de Tribunal, me abrumó ver a toda esa gente con ganas de pasárselo bien, vestidos de forma única pero siendo parte de un gran grupo, gritando, cantando, bebiendo latas de cerveza. Recuerdo una clase de sociología en la que la profesora decía que lo que caracterizaba a las tribus urbanas eran sus nexos de consumo. Los mods, las parkas y las vespas. Los hippies, la hierba y la píldora anticonceptiva. Si nosotros éramos una gran tribu urbana, nuestro nexo de consumo eran las latas de cerveza de los chinos que paseaban con su carrito al sol de las plazas. Y sí, toda la gente de Madrid está conectada. Mardi conocía a The Parrots desde antes de venir a vivir a España, y cuando vino a la ciudad fue a sus primeros conciertos a los que iban sus diez colegas y se hizo amiga de ellos. Sofía era amiga desde el instituto de una de las chicas de Hinds, y le había invitado al concierto y todos nos apuntamos. Me gustaba de verdad esa sensación de salir a la calle y sentir que todas las caras eran familiares, creo que solo pasa en esta ciudad. El concierto fue todo surf rock y mirando hacia el escenario pensé en cómo toda esta gente no soñaba ser lo que querían ser, simplemente lo eran. Nos gustaba vivir en Madrid como si fuésemos locales. Mucha gente de Madrid vive como un turista en su propia ciudad, porque al fin y al cabo ser turista es consumir un lugar geográfico como si fuera un parque temático. España está hecha para ser consumida como turista, así que no es fácil para el español medio escapar de las atracciones. Nosotros teníamos nuestra casa como refugio, y solo en los escasos momentos en los que escampaba la tormenta de japoneses Nikonistas, de guiris con calcetines y chanclas y demás gente que no entiende nada, podíamos salir a disfrutar de la calle. Una tarde después de comer me tocaba limpiar los baños. De rodillas, con una camiseta llena de lejía de otras veces, limpiaba la mierda de los váteres. Los azulejos adyacentes al váter que olían a salpicadura de pis. Enjuagar las tuberías con lejía, para calmar una halitosis nefasta. Frotar el baño, lleno de costras de semen, pegotes de mascarilla, champú, acondicionador o crema. Recoger la papelera, cargada de condones y botes de lubricantes vacíos y cuchillas de afeitar desechadas. Limpiar los espejos, y fregar el suelo. Mientras pasaba la fregona, un viejo pensamiento me cruzó la cabeza. “¿Por qué yo y no Jorge?”. Mi hermano Jorge no había limpiado un baño jamás en su vida. Desconocía la sensación de arrodillarse ante un váter y frotar con una esponja hasta dejarlo reluciente, solo para que no menos de una hora después alguien viniese y mease sobre lo que tu habías limpiado. Cuando vivía en casa con mi madre y con él, nunca se ocupaba de las tareas de la casa. Era el perfecto espécimen de estudio de una generación abandonada a una realidad virtual: No salía de su cuarto excepto para salir de casa, no hablaba de nada excepto de sí mismo, y cuando estaba alejado del ordenador rara vez levantaba la cabeza de la pantalla del móvil. Limpiar la mierda de otros y la tuya propia te da una perspectiva única de la vida, imposible de adquirir de otro modo. “¿Por qué yo y no Jorge?” no era una lamentación, en realidad. Era una especie de agradecimiento. ¿Por qué yo era capaz de llegar a esa perspectiva, y no él? Limpiar la mierda de otros te ayuda a tener unos valores más acertados, que concuerden mejor con la realidad. Es didáctico. El baño era una de mis partes favoritas de la casa, y lo descubrí a fuerza de encerrarme en él con Sofía para que dejase de vomitar. Creo que no lo he contado antes. Era blanco y muy elegante, y tenía una pared con azulejos color índigo. El lavabo tenía forma cúbica pero cóncava hacia dentro. El espejo tenía un marco barroco pintado de color turquesa flúor. La bañera era de madera negra por fuera y de porcelana blanca por dentro. Todo estaba como nuevo, brillante, muy limpio y oliendo a jazmín. Así es como yo lo recordaré. Entreabrí la ventana. Puse el tapón a la bañera y encendí el grifo. Busqué las sales de baño. Fui a la cocina y me froté un limón en las manos para quitar el olor a lejía. Fui al salón, en el que Mardi tomaba su té de menta y chocolate y le dije al oído: “señorita Várje, está usted invitada a darse un baño conmigo y a follar mucho rato”. Ella saltó del sofá, dejó el té en la mesita de café, tiró la revista por los aires, y salió corriendo al baño mientras se quitaba la ropa y la dejaba tirada por el suelo riéndose. Yo me vi en un espejo quitándome la camiseta y lanzándola por los aires también. El pelo rojo de Mardi, mojado, se enredó con el mío. El agua se resbaló por su piel pálida. Me imaginé que nadábamos juntos como una sirena y un tritón. Oímos que la tormenta de verano que llevaban anunciando las nubes todo el día llegó al caer la noche. Nos sumergimos en el agua espumada para cubrirnos de la lluvia que entraba por la ventana. Salimos del baño y Mardi empezó a tocar acordes en el sintetizador. Yo tocaba la caja de ritmos, y ella cantó una canción sobre nuestra tarde. “There’s rythm in my sleep. Take me on your trip. Let’s swim, let’s fall.” Nos abrazamos. Con mis labios pegados recorrí su mejilla y su cuello. Fui al estudio a por un rotulador y dibujé formas de cachemira, puntos, y caleidoscopios en nuestras caras, cuellos, clavículas, pecho y hombros. Nos hicimos fotos colocándonos frente al proyector de Miki, que pasaba diapositivas de desiertos, palmeras, oasis, o pantallas de videojuegos. Luchamos con sables láser de juguete y acabamos desnudos y encima del otro. Bailamos coreografías KPop. Hicimos unas palomitas, pusimos una peli y nos quedamos dormidos en el sofá. Cuando llegaron las doce, felicité a Mardi. Era su cumpleaños. Veintiuno. Me dijo gracias en sueños y me empezó a besar la cabeza. Yo me quedé dormido de nuevo. Todos nuestros amigos le habían dicho a Mardi que tenían planes ese fin de semana, y que no estarían en casa. En realidad preparábamos una fiesta sorpresa, cómo no, en una azotea. Recuerdo el día siguiente con una claridad perfecta. Era uno de los últimos días de agosto, en el que la calle vacía de gente ardía bajo un sol que parecía haber evaporado las nubes. Intentamos despertar a Mardi con globos, confetti y serpentinas, pero ella no abría los ojos. Tras un rato gritando, aplaudiendo y cantando varias veces el ‘Cumpleaños Feliz’ nos íbamos a dar por vencidos cuando se dio la vuelta en la cama y, como si no pasase nada, abrió despacio los ojos, sonrió y nos preguntó qué hacíamos. Se dio cuenta de que había purpurina en las sábanas, se levantó desnuda y, tras ponerse una camiseta, nos abrazó a todos. Desayunamos y nos quedamos solos en casa ella y yo. Todos le desearon un buen día a Mardi y se fueron, sin que ella lo supiese, a terminar de preparar la fiesta en la terraza del Hotel Óscar. Nos duchamos juntos y nos pusimos guapos. Mientras ella terminaba de maquillarse, yo la esperaba en la puerta del baño y la miraba. Salió de un salto y su falda de tablas con estampado de pizzas me rozó la cadera. Salimos a la calle y caminamos cantando. - ¿Dónde me llevas, guapo? - A pasárnoslo genial. Ví su sonrisa pícara mientras me tapaba con una mano la cara del sol. - Gracias por esforzarte siempre tanto, Nico. - Sería un idiota si no me esforzase por ti. - No. Sólo serías un chico más. Llegamos al hotel dando un paseo y cogimos el ascensor hasta la última planta. Oímos la música según subíamos las escaleras. “¡SORPRESA!” El confetti voló tapando por un momento el brillo del sol. Abrazamos a Mardi, brindamos, nos hicimos fotos y nos tumbamos al sol. El tiempo pasaba despacio, y poco a poco se fue la tarde y cayó la noche. - Os quiero, chicos. “Y nosotros a ti, guapa.” “¡Y yo!” “¡Yo también!” - ¿Sabéis cómo podríamos terminar la noche? Patinando sobre hielo. - Si no estuviésemos en Agosto… - No pasa nada. Las pistas de hielo todavía no están abiertas para la gente, pero ya las han empezado a preparar. - ¿En serio? - Si, ¿lo intentamos? Sonreímos, nos miramos, y supimos que no importaba si era verano, si era de noche, o si ninguno teníamos patines. Una hora más tarde, llegamos a la pista de hielo en el centro comercial y a través de los cristales vimos a un equipo de hockey entrenando. - ¡Veis! Los equipos de hockey ya están preparándose. - ¿Cómo entramos? Vimos a un guardia charlando con un hombre con una gorra hacia atrás. - Creo que vamos a tener que convencer a esos dos. - Dejadme la tarta. Habían sobrado un par de trozos de la tarta de cumpleaños de Mardi, con las velas a medio consumir. - Nico siempre conquistando a la gente por el estómago. Nos reímos, y entré en la pista. - Hola… - Hola, disculpa pero está cerrado para equipos de hockey y danza. Sonreí. - Pues…justo nosotros somos un equipo de danza sobre hielo y estamos celebrando el cumpleaños de nuestra capitana. - Ya veo, ¿de qué es la tarta? Les miré a través del cristal mientras respondía. Darío y Diego estaban haciendo muecas aplastando su cara contra la puerta. - De Nutella, ¿queréis probarla? “Sí.” “Claro.” - Bueno. Estos chicos acaban su entrenamiento en diez minutos…oye, esto está riquísimo. - ¿Podemos practicar la última hora? - Si, cerramos a las doce. - Una última cosa…no traemos nuestros patines. El guardia se puso en jarras. El hombre de la gorra, que era el entrenador del equipo, aplaudía y animaba a sus jugadores en un partido de práctica. - Venga, no pasa nada. Os abro el almacén de material. Les miré y les hice una seña para que entrasen. Fuimos corriendo a ponernos los patines y cuando volvimos el equipo de hockey se había ido. - ¿Tenéis la música del ensayo? Mardi seleccionó una canción en su móvil y se lo dio al guardia. Mientras iba a la sala de control, me acerqué a el. “Gracias, de verdad”. Simplemente me miró y asintió. La pista estaba en silencio salvo por nuestras voces. Entramos a la pista y Darío estuvo a punto de resbalarse, pero Sofía le cogió a tiempo. Las luces blancas se apagaron, y en su lugar se encendieron luces verdes, azules y rosas. La canción empezó a sonar, y la reconocí al instante. Yo estaba dando una vuelta por la pista, y vi a Mardi acercarse. “¿Preparado?” “Si. Feliz cumpleaños. Te quiero.” Nos dimos la mano, cogimos velocidad hacia el centro de la pista y empezamos nuestra coreografía mientras sonaba Time To Pretend. Intenté pisar a Mardi y me acabé cayendo, y ella se tiró encima de mi. Nos reímos y nos volvimos a levantar, justo para el paso final. Todos aplaudieron, y seguimos patinando hasta que se acabó el día. Fin de verano Al final del verano, veíamos series, películas y muchos desfiles. Solo las chicas y yo. A veces podía estar horas y horas viendo fotos de modelos en Internet mientras escuchaba Majestic Casual en Youtube. Me encantaban las fotos en las que la gente salía guapa y bien y con cara de estar pasándoselo bien en un día maravilloso de verano. Alonso nos había hecho fotos así durante nuestras vacaciones y eso era lo que más me gustaba de él. Diego y Darío me decían que yo sabía entender y apreciar la belleza de las cosas. Eso era lo que me separaba de trabajos de mierda limpiando platos y váteres y envenenando a la gente con comida basura. Podía hacer de modelo, pero también de estilista. Actuar, pero también diseñar una escenografía o escribir una obra. Pintar y dibujar. No era malo jugando a videojuegos. Era bueno conociendo a gente y cayéndoles bien. Era guapo y tenía un pelo bonito, y tenía una buena estatura y tenía un cuerpo bonito así que me daba igual no estar cachas, es más, me daba igual en absoluto. Me gustaba el diseño, lo moderno, lo cool. Me gustaba poner música adecuada para momentos concretos. Me fascinaban Japón, Corea y China. No había crecido enamorándome de las princesas Disney; mi primer amor fue la Princesa Mononoke. Diego decía que era una persona con mucha suerte, que todas esas cosas marcaban la diferencia. Por un momento pensé que tenía razón. Ahora me doy cuenta de que todo eso no tiene la más mínima importancia y no me hace especial, y me río de mi mismo al pensar que alguna vez sentí que todo eso me hacía ser diferente. Terminamos de comer y me dieron las gracias por la comida. Había cocinado unos spaghettis bolognesa, siguiendo la tradición de mi abuela Felisa, la madre de mi madre. Era de ella y de mi madre de quienes había aprendido a cocinar. Cuando era pequeño, mi abuela venía a casa los fines de semana y los tres hacíamos rosquillas, galletas, magdalenas…las más ricas que he probado. Y ahora, cada vez que le doy la vuelta a una tortilla española la oigo decirme un “¡olé!” con su acento medio extremeño medio andaluz. Ella siempre me decía que un buen cocinero se distingue de un mal cocinero por su limpieza, y es cierto. Pero he aprendido que la diferencia fundamental es conocer los sabores para jugar con ellos. Saber que cada sabor es único y que tiene infinitas combinaciones, pero cuando un sabor va bien solo hay que reconocerlo. Es como comer chocolate puro y después beber leche para suavizarlo, o aceptar que el chocolate es negro y amargo pero a la vez es dulce y suave y a la vez fuerte. Si bebes leche justo después de comer chocolate, sólo sabe a dulce. La cocina son los matices. Bueno, mirándolos a todos comer placenteramente, entre “mmmmmmmm” y “tío, te salen de puta madre, ¡qué rico!”, diría que la cocina es el arte de hacer feliz a tu familia. Vino la tarde y nos aburríamos un poco. Yo había estado leyendo todo el día Best Behavior de Noah Cicero mientras en el resto de la casa estudiaban para los últimos exámenes. Sofía llevaba una hora tomándose un descanso probándose ropa en el salón y pidiéndome consejo, así que dejé de leer. Puse una canción de Saint Pepsi que había escuchado en Incalling, fuimos al vestidor, donde empezamos a sacar ropa y a crear conjuntos mientras nos reíamos. Ella ojeaba una revista y asignamos un conjunto a cada uno. Para Mardi, un mono estampado de flores y paisley con un fondo negro y organza negra en los hombros y los brazos, un collar turquesa flúor que le había comprado en Asos y sus inseparables Docs negros. A Darío le pegaba una camisa Oxford azulada, un cubrecamisa acolchado color café que encontramos en un cajón, unos pantalones azul marino y unos zapatos de cuero marrón. A Alonso decidimos vestirle con una camisa ajustada de manga corta, una pajarita con un estampado, unos pantalones de traje, unas zapatillas New Balance y unas gafas de sol Ray-Ban wayfarer. Yo me había decidido por mi traje color vino con camisa negra de abotonadura oculta, y unas gafas de sol Clubmaster de Prada que quería conservar para siempre. Faltaba Diego. A Diego no le importaba su pelo, ni su ropa, ni sus zapatos, le interesaban otras cosas. Iba a ser difícil. Era alto y tenía buenos músculos. Nos decidimos por una chaqueta de jugador de rugby americano blanca y negra, una camisa blanca, unos vaqueros rotos pitillo y unas zapatillas. Sofía y yo empezamos a hacer un desfile en el salón y a subir la música. Sonaba ‘Juke’, de Exmag. Nuesta risa y nuestros bailes sacaron al resto del estudio. Les hice una seña para que se acercaran y entraron al vestidor. Les vestimos con lo que habíamos elegido para ellos y Diego se rió y aceptó. Mientras se vestían, Sofía había desaparecido dentro de un armario y salió con un vestido color nude y unos zapatos Jimmy Choo que nos pasó por la cara mientras pasaba por delante de nosotros. “Fuck las UGG’s, ¿eh zorra?” le dije riéndome. “He cambiado de idea, no me vais a ver con otra cosa en los pies en un mes, ¿vale?” dijo, poniéndose en pie y señalando los zapatos mientras salía del vestidor despidiéndose con los dedos de la mano. Desfilamos todos y bailamos y Alonso nos hizo fotos y nos reímos mucho. Darío preparó los mojitos más ricos que he probado nunca y nos hicimos más fotos. La música nos había encendido las ganas de fiesta y cuando nos sentamos después de bailar les dije: “señoritas y señoritos, acuérdense bien de sus outfits porque, en efecto, lo han adivinado, ¡la semana que viene vamos así a reventar la Fashion Week Madrid! ¿Quién se pide tirarse el primer pedo en el cóctel?” “¡Yo me pido tirar las bombas fétidas!” Todos nos alegramos excepto Diego, que dijo que le daba igual y que pasaba de ir, y nosotros le dijimos que era por echarnos unas risas y dijo que no y se fue a seguir estudiando. Alonso y Sofía salieron a la terraza. Mardi se quitó la ropa y empezó a cocinar unas fajitas para la cena. Darío y yo recogimos el vestidor. La música seguía sonando. Mardi no paraba de gritar: “¡AZEALIA BAAAAAAAAAAANKKKKKKKKSSSSSSSSS!”. Sofía, Alonso, ella y yo íbamos a un concierto que daba en la sala But y al que nos habían invitado por la cara. La noche empezó muy fuerte y antes de salir de casa nos habíamos churrado casi cuatro botellas y media de Jägermeister bien frío. La cola para entrar fue un remolino de gente y no parábamos de saludar a gente, gritar y cantar. Dentro, Mardi y yo bailamos a tope y tuvieron que impedirme subir al escenario en ‘Liquorice’. No recuerdo nada más después del concierto, salvo pedir muchos Martini Bianco con hielo y arrastrarme por las escaleras de vuelta a la superficie mientras una tía pesadísima no paraba de decirnos que teníamos mucho estilo y que si queríamos que nos hiciera unas fotos para su blog. A la mañana siguiente me desperté con una resaca atroz. Me dolía el hombro, la cara y el costado. Mi cabeza latía, como en un intento de enviar ondas cerebrales al espacio con un mensaje de ayuda. Bebí un poco de agua y pensé, respondiendo a los sufrimientos de mi cerebro: “Lo siento, pero no puedo hacer más. Además, esto es culpa tuya, ¡qué coño era eso de los Martini!”. Mardi se reía en sueños y sonreí, preguntándome en qué aventura estaría. Salí de la habitación y fui al salón, y vi a Sofía en el vestidor. Se preparaba para ir a misa con la parte de su familia que no compartíamos. Perteneciente al Opus Dei, ocho hermanos, casamiento por la iglesia, virginidad hasta el matrimonio y antiaborto. Sofía no quería eso. Quería vivir con Alonso y hacer el amor todos los días, desayunar juntos y ser feliz con nosotros. Prefería nuestra familia al resto de sus lazos de sangre, y cuando entró en la casa por primera vez, recuerdo cómo se sentó en el sofá y se tomó una cerveza y respiró profundamente y tranquila. Era su hogar. Era libre. “¡Buenos días!”, saludé guiñando un ojo. “Tiiiiiiio. He dormido dos horas…¿tengo muchas ojeras?” “Estas de maravilla, ¡vaya piel tenéis las de sangre azul!” Me dio un codazo suave y se rió. Abrí un estuche con maquillaje y cogí un corrector de ojeras. Le cubrí las sombras debajo de sus ojos, apenas perceptibles. Era verdad que tenía una piel bonita. “Así te vas tranquila.” “No mas vodka. Nunca.” “¡Con la barra que tenían ayer, y pides vodka!” “Era súper bueno el que pedí, eh. Solo que lo pedí muchas veces…” Nos reímos. Salimos y la despedí en la puerta. “¿Comes con nosotros hoy?” “No creo…mi abuelo nos llevará a la marisquería a la que vamos siempre. Ewww. Yo quiero comer pizza. ¡Dime que vas a hacer una de las tuyas!” “¿La hago para cenar?” “Si, ¡por favor! Que no voy a comer nada hoy. Me llevo el tupper en el bolso para traer unos cuantos Aliens y Predators, que con la paella que os marcáis tu y Darío comemos toda la casa.” Al final, era imposible encorsetar a Sofía dentro de un cliché. Su día iba a consistir en la representación de uno, pero en ese instante yo la veía en su sinceridad y su esplendor. Con un vestido blanco de corte geométrico, ajustado, sin mangas y cuello a la caja, sus perlas, sus anillos, oliendo a Chanel y sin rastro de ojeras en su rostro, sacando un tupper del bolso. Me la imaginaba aguantando una mueca de repulsión, guardando centollos y cangrejo cuando su familia estuviese ensimismada mirando al plato. El ascensor llegó y Sofía me lanzó besos y me dijo que se los diese a Alonso. Vi como preparaba el móvil para hacerse un selfie en cuanto saliese a la calle. Fui a su habitación y Alonso dormía en el suelo, se había caído de la cama. Le levanté, le coloqué de nuevo sobre su almohada y nunca he sabido si me dormí a su lado o me desmayé, con ese eco de la noche anterior en forma de suave pitido ocupándome los oídos. Cuando me desperté, hice un batido de mango para todos y me serví un vaso. Me apetecía escuchar algo que me sonase a tropical, así que puse a El Guincho. Poco a poco, la casa se fue despertando. -‐ Yo odio a la gente que necesita reivindicarse todo el rato y decirle a los demás: “¡Hola! ¡Estoy aquí! ¡Miradme! ¡Soy importante!”, dijo Darío. -‐ Te has parecido al Presidente de ‘La Loca de Chaillot’ ahí, macho, dijo Diego riéndose. -‐ Las piedras preciosas se esconden bajo tierra por una razón, ¿no? ¿Y la peña que necesita la guía de los demás para cada decisión? Es como, ¿no has aprendido a vivir sin tu mami?, dijo Alonso. -‐ La gente que aprende a vivir sin su madre normalmente las trata mal, y eso se extiende al resto de mujeres de su vida. Así que cuando os veáis tratando bien a alguien pensad si hay algo que necesitáis de esa persona, dijo Diego mientras se quitaba las zapatillas. -‐ ¿Y la gente que trata mal a los niños o no les pide perdón si se chocan contra ellos o les pisan? ¿Y la gente que no pide perdón a los animales? ¿Y la gente que no pide perdón cuando tiene que hacerlo? Puse un disco al azar y me tiré en el sofá. “La gente que tiene hambre constantemente y come como bestias, sin ningún tipo de respeto al resto de los que están comiendo. Que no sabe guardar las formas. Que cojones, que no entiende la teatralidad de la vida, esa es la gente que yo odio”. Se quedaron callados. “¿Cómo ha de comportarse un príncipe para ser estimado? Nada hace tan estimable a un príncipe como las grandes empresas y el ejemplo de raras virtudes. Eso es. Las cosas humanas son en último término vulgares, así que aquel que las exhibe es como si emitiera un quejido constante.” Se rieron y vinieron al sofá a tirarse encima de mí. Un día me levanté y fui a la cocina, donde me encontré a Diego haciendo el desayuno desnudo. Yo también estaba desnudo. Me dijo que había pasado la noche con su amiga Inés, y yo, riéndome, respondí que el ya sabía con quien había pasado yo la noche. Nadie se despertaba, así que nos fuimos al salón y estuvimos hablando un buen rato mientras desayunábamos. - ¿Sabes? Yo antes odiaba dormir desnudo. - ¿En serio? Yo cogí la costumbre con los Scouts, de dormir en sacos en los que tienes que mantener el calor de tu cuerpo para no sudar y despertarte helado de frío. - ¿Nunca echas de menos el pijama? - No. ¿Para qué? Ya tenemos que estar vestidos todo el día, siempre añadiéndole cosas a nuestro cuerpo. Míranos. Tenemos unos cuerpos preciosos tal y como son. - Pero nuestro cuerpo no soporta el frío por sí solo. Ni la dureza del suelo. Nuestra piel es blandita, y no está recubierta de nada que la proteja. - Sólo tenemos nuestra cabeza para vestir nuestro cuerpo, amigo mío. Me dio un beso en la cabeza y volvió a la cocina, con el desayuno de Inés. Me guiñó un ojo y entró a la habitación. Estaba sentado en el sofá, mirando a los ojos de Remedios Varo, cuando entró Mardi con el pelo tirado por la cara. Iba dando pasos en zigzag en dirección a la cocina, bostezando. Volvió con un bol de cereales y se sentó encima de mi mientras los devoraba. Se quedó mirándome mientras negaba con la cabeza y dijo, aún medio dormida: “Tío, me ha venido la regla”. La besé en el muslo y le dije “Aujourd’hui je m’occupe de toi, ouais?”. A veces le gustaba que le hablase en francés. Antes de la desintegración hicimos los preparativos. Cociné pizza para todos, siguiendo la receta que producía la misma cara de placer en todas las caras. Según Mardi, había que llegar a la indigestión. Subimos la calefacción al máximo para entrar en un estado cercano al febril, nos abrazamos y nos despedimos. Jamás he tenido una sensación igual, una mezcla entre un sentimiento de prohibido y de peligro, sabiendo que tienes la llave que abre el código que dicta todo lo que es y lo único que queda es atreverse a jugar con él y ponerlo del revés. Por eso nos despedíamos. No sabíamos si seríamos los mismos a la vuelta. Mardi se durmió instantáneamente y, entre sueños, dijo únicamente, casi rogando: “aparece en mi sueño, Nico”. Yo sudaba y estaba convencido de que esa noche no dormiría. Notaba mi cabeza endurecida, como una losa sobre la almohada. Imaginé que debajo de mi nuca vivían gusanos, y que la almohada era tierra y hierba. ¿Dormían los demás? ¿Soñaban ya? Pensé en por qué Mardi llamaba así a las desintegraciones, y es que la primera vez que soñó de esa forma concreta viajó al interior de “Disintegration”, el álbum de The Cure, y me contó cómo vivió aventuras interminables dentro del álbum a través de sus canciones, en bosques de flores gigantes y teatros abandonados con freaks de circo guiándola en medio de la música. Quería aparecer en su sueño y que viviésemos aventuras. Y que me las contase mientras le hacía el desayuno. Imaginé que ya estábamos en una de sus desintegraciones. Que la casa y nuestra historia eran solo uno de sus delirios oníricos. Y que mañana, al despertar en su habitación de su piso de estudiante, pensaría en el chico de sus sueños y se encontraría con él a la noche siguiente, en otro mundo, en otra historia. Miré el móvil antes de dormirme. Mensajes sin leer. Mi amigo Adrián me escribía desde Chicago, se acordaba de mi viendo una película que solíamos ver siempre juntos, ‘Interstella 5555’. No tenía diálogos y no los necesitaba, no tenía actuación y sin embargo acariciaba las emociones. Música e imágenes. Así me dormí, pensando en la perfecta armonía entre música e imágenes. Desperté y Mardi aún dormía. Adrián me había enviado dos mensajes más, que debió escribir cuando ya estaba a punto de cerrar los ojos. No recordaba haber soñado nada, así que creí que la desintegración no había funcionado. Dudé al levantarme, no quería despertar a Mardi, y recorrí de vuelta con mi cuerpo los centímetros que me había movido. Ella parecía no respirar. Poco a poco salí de la cama sin romper el silencio. La casa entera dormía, y al salir a la terraza y mirar al cielo no supe si veía un amanecer o un atardecer. La luz ambigua me cautivó durante horas, y cuando entré de nuevo al salón el blanco azulado y naranja celeste que bañaba el aire era ahora un negro invisible. Sin darme cuenta, acabé en un avión con mi amigo Adrián. Aterrizamos en una playa y caminamos a través de un bosque hasta que, de repente, vimos un agujero construido en el suelo. Oímos música. Probamos a entrar en el agujero, que se iba ensanchando según avanzábamos, y llegamos a una fiesta en una reconstrucción exacta del patio del instituto al que habíamos ido juntos. Bailé y bailé y bailé. Y entonces me desperté, de nuevo en la casa de los Várje. La desintegración había funcionado. Fui al salón y Mardi me trajo el desayuno. El resto se habían despertado hacía rato. “¡Buenos días! ¡Estaba esperándote para contaros mi sueño!”. Nos sentamos en un círculo para escucharla. Había paseado siendo niña por todas nuestras mentes y nuestros corazones, nuestros interiores, convertidos en jardines. Todos ellos eran diferentes entre sí y eran una metáfora de nosotros mismos. Darío aparecía en su sueño como un amable gigante que abría una puerta que se perdía en el cielo y que encerraba un jardín sin domar, frondoso, lleno de vegetación salvaje que iba apartando con sus dedos para que Mardi pudiese pasar. Aventurándose entre la selva, llegaba a un bosque de árboles frutales que crecían sin control y de cuyas ramas pendía una infinidad de frutos. Darío arrancaba torpemente un fruto rojo con forma esférica y lo dejaba caer cerca de Mardi mientras sonreía. Después, ofrecía su mano a Mardi y ella subía, y la subía hasta las nubes, y la bajaba al suelo y veía delante de ella un camino que se perdía en el horizonte, entre los setos podados con las formas geométricas de un jardín vigilante y un sol radiante en un cielo en el que las nubes habían desaparecido. Comenzaba a andar cuando oía un carruaje a sus espaldas. Un caballo blanco, un caballo negro. La caja era de madera blanca con una cubierta de cristal, y tenía cuatro ruedas. Se paraba su lado y una puerta se abría, y Diego la saludaba y la invitaba a entrar. A través del cristal veía pasar a toda velocidad las formas geométricas, que giraban sobre sí mismas y se iban transformando. El carruaje se paraba frente a una fuente circular, y Diego abría la puerta de Mardi y la ayudaba a bajar. Comenzaron a saltar delfines del agua, que se zambullían en el agua. Diego se despedía y entraba su carruaje, regresaba por el camino y desaparecía. Mardi probaba el agua y le apetecía darse un baño. Buceando, dejaba el jardín a sus pies, que ahora era un círculo de cielo en el fondo del mar, y subía a la superficie. Los rayos de una puesta de sol bañaban una isla en la que se alzaba un faro. Sofía, montada en un delfín, la recogía y juntas llegaban a la isla que ella continuaba explorando sola, hasta llegar a un lago con una roca en el centro. Entraba en el agua y se convertía en sirena, y desde el fondo del mar yo saltaba a su encuentro convertido en tritón y nos besábamos durante días seguidos, mientras el sol y la luna volaban sobre nosotros. Mardi se quedaba sentada en la roca y poco a poco el lago desaparecía bajo la arena del desierto, y del horizonte venía Alonso. Abría una puerta en su estómago y dentro estaba su jardín, entre engranajes de reloj de cuerda. De repente Mardi se había hecho mayor, anciana. Accionó un mecanismo en el estómago de Alonso y vio, desde las alturas, un laberinto en el que estaban todos los jardines que había recorrido en su sueño, y se veía a sí misma recorrerlos sin parar de descubrir cosas, de jugar, de reírse y de saltar como una niña, justo antes de que las nubes acabasen con su desintegración y se despertase con lágrimas en los ojos de pura felicidad, y nos reuniese en el salón para emocionarnos a todos, que rompimos a aplaudir y nos abrazamos. Mardi es, sin duda, la persona más creativa que he conocido en mi vida. Tenía una forma única de ver las cosas, siempre a través de su catalejo de pirata, de sus ojos de gata, de su mirada de Salomé, o como la niña en sus sueños. Para ella no existía la gente que le dijera lo que tenía que hacer, no existían las señales, no existían los dioses, las religiones, ni los ideales. Hacía lo que se le ocurría en cada momento y creaba un mundo nuevo todos los días. Los cambios vinieron cuando una tarde, en el salón, nos reíamos de una improvisación que hacían Diego y Darío. Fui a la cocina a por un par de cervezas y cuando abrí la nevera vi que estaba vacía. A veces guardaba una caja sorpresa en el fondo de algún armario, y cuando encontré lo que buscaba grité: “¿cervezas calientes ahora o cervezas frías en media hora?”. En el salón no se ponían de acuerdo, y se rieron aún más. Metí la caja de Alhambra 1925 en el congelador —la caja sorpresa siempre era de la mejor cerveza— y no recuerdo por qué pero salí al balcón, quizás a regar las plantas. Y, cuando estaba a punto de volver al salón, me asomé a la calle y vi a una chica sentada en el portal de la calle de enfrente. Y ella miró hacia arriba y me vio. Una corriente de aire cálido me recorrió el cuerpo. Sonreí y abrí la boca y me llevé una mano a la cabeza, pero antes salí corriendo. Llegué al salón y llamé a Darío. Darío, Darío. Vino y detrás vinieron todos. Entraron a la cocina y recuerdo ese sol de mediodía dándonos a todos en la cara y Fleetwood Mac sonando en Pregaming Radio, como diciendo que lo que estaba a punto de pasar era maravilloso. De pronto tuve la misma sensación que aquel amanecer en el lago, aquel recuerdo con el que despertamos la noche que llegué con Darío a casa. Estábamos todos en el balcón y Ana estaba levantada, al otro lado de la calle. Darío y ella se vieron y se quedaron mirando. Nosotros gritábamos y saltábamos, “Tío, ¿qué haces?, ¡baja!”, “¡Venga, Darío!”. Ana levantó la mano y Darío, que se había quedado inmóvil, corrió escaleras abajo. Fui a por confetti y lo lanzamos a la calle, y cayó encima de ellos mientras se besaban y nosotros nos reíamos y gritábamos aún más. Fin de año Una tarde de viernes fuimos a hacer la compra y después salimos a cenar. Fuimos a un mexicano a comer burritos a pesar de que a nadie le apetecía al principio excepto a Mardi, que nos prometió que tenía unas ganas de comer comida picante que no podía aguantar. - Tío, estoy toda la semana a verduritas, yogures naturales y avena. ¡Quiero notar algo en la boca! - Pero a este sitio no, ¡que hay mil sitios mejores! - Ya tío, ¡pero quiero un burrito picante de los que sirven ahí! - Va Darío, que mas da, ¿cuánto hace que no salíamos a cenar? - Pues desde la semana pasada. - No…el sábado pasado no cenamos, y así nos pasó. - Vaya trozo nos cogimos… - Carlota ya no me deja volver a su casa, eh. - ¡Normal, cabrón! Le potaste en la bañera dos veces. Nos reímos acordándonos de una fiesta que había hecho Carlota en su casa para proyectar una primera versión del fashion film, a punto de terminarlo para presentarlo en una feria de moda en Londres. Mientras cenábamos, hablamos sobre cómo íbamos a pasar las Navidades. Estábamos a finales de noviembre y ninguno teníamos planes de pasar el fin de año con otra familia que no fuese entre nosotros, con otra familia que no fuese los Várje. Fuera del restaurante había tormenta, luces de coches reflejadas en las gotas de los cristales, gente corriendo de un lado a otro y un sonido lejano de lluvia. Sofía y Alonso nos dijeron que seguramente irían a una fiesta de unos amigos suyos. - Yo no quiero otra nochevieja en Madrid. Cenas, te tomas las uvas, te vas de fiesta y te vas a tomar por culo un año más. - Tío, Nico, pero este año es distinto. La liamos todos juntos por ahí, no hace falta que tomemos las uvas si no quieres. - Yo estoy contigo tío. Vámonos a la playa o algo, todos juntos, ¡a Cádiz! - Macho Diego, siempre nos sacas a la naturaleza, eh. - Claro tíos, pensadlo bien. Hace calorcito, hay muy buen rollo y nos tomamos las uvas en las olitas, y…hostia. - Hostia tío, y nos vamos a surfear. - Eso mismo. - Lo llevabamos pensando un tiempo, ¿por qué no? - ¡VÁMONOS! Mardi gritó con la cara roja del picante y la boca llena. - Jo…a mí me apetece ir, Alonso. - No. No, no podemos, yo ya he dicho que íbamos a esto. - Va tío, que les peten. ¿Quiénes son los de la fiesta a la que vais, además? - Mis amigos del colegio. - Pues vale, tío. Así decidimos irnos a Caños de Meca, en Cádiz, a pasar las navidades en una casita de madera cerca de la playa que encontramos buscando un poco. Pocas semanas después estábamos en el tren de camino, Darío, Ana, Mardi, Diego y yo. Algunos días surfeamos, otros nos íbamos a andar por las playas o a hacernos fotos. Ana y Darío estaban recuperando parte de su tiempo poniéndose al día, y parecían felices de estar juntos de nuevo. Pasamos la nochevieja en una fiesta con una hoguera en la playa que habían hecho los locales, bebiendo cerveza y disfrutando de una noche que parecía de verano. Nos tomamos las uvas, saltamos la hoguera, nos dimos abrazos, Diego se fue a bañar desnudo y el resto le seguimos. Llamamos a Sofía para ver cómo lo pasaban en Madrid, pero no lo cogió. Alonso tampoco. No sabíamos que ella había cogido sin permiso uno de los coches de mi tío y venía a Caños con el acelerador al máximo. Vimos el amanecer del nuevo año, bebiendo la última cerveza y con las brasas de la hoguera iluminándose con la brisa pasajera de la mañana. La playa estaba casi vacía, y toda la gente de la fiesta se había ido. Algunas parejas hacían el amor en la arena, otras se bañaban, y había unos cuantos surferos en el agua. Oímos un coche aparcar a lo lejos. Sofia, en tacones, vestido y abrigo, perfectamente maquillada y con una botella de Moët&Chandon en las manos, venía hacia nosotros con una sonrisa. Nos levantamos gritando y fuimos a darle un abrazo y a saltar. Le preguntamos qué había pasado para que estuviese con nosotros. - Bueno. Os lo cuento con un brindis. Por las rupturas. El corcho del champán salió disparado y todos le dimos un trago a la botella. - ¿Qué ha pasado, Sofi? - Chicos, vaya noche más horrible. He ido a la cena con Alonso y sus amigos y me ha dado asco. El tío no me estaba haciendo ni puto caso en toda la noche. Nos tomamos las uvas y nos fuimos a la fiesta, y el tío seguía a su bola, paseándome entre sus amigos como un trofeo. Ha habido un momento que le he cogido para preguntarle si de verdad le apetecía que estuviese con el. Se lo ha tomado fatal, y se ha ido cabreado a bailar y a tomarse otra copa. Estaba borrachísimo y super puesto. No le había visto así nunca, de verdad. Os echaba de menos, un montón. Sabía que no estaba donde me correspondía. No había Várjes, y yo quería estar con los Várje. A ninguno nos sorprendió. - Tía y…¿cómo has venido? ¿Has conducido del tirón hasta aquí? - Si. Me he pirado de ahí como a la 1 y pico, y me he ido a casa de mis padres y les he abierto el garaje y le he cogido a mi padre su Lexus. En un rato estarán llamando a la policía, pero la verdad es que me da un poco igual. - Estás guapísima, señorita. Nosotros te cuidamos como te mereces. ¿Desayunamos y nos vamos a dormir? - No he llegado a la fiesta, ¿no?, dijo Sofía riéndose con la voz quebrada. - No…pero te hemos guardado uvas. - Que le den a las uvas. Quiero tortitas. A la mañana siguiente, me encontré con alguien a quien hacía mucho tiempo que no veía. Mi hermano Jorge. Había venido a Cádiz a surfear con sus amigos de Londres, donde vivía y diseñaba motores de aviones. Le presenté a todo el mundo, le conté la historia de nuestra casa y de cómo habíamos acabado viviendo allí. Me dijo que casi éramos extraños, y yo le prometí que alguna vez iría a visitarle. A los dos o tres días volvimos a Madrid, y todo empezó a cambiar. Conducíamos de vuelta y Sofía me contó que en la fiesta de Año Nuevo todo el mundo estaba felicitando a Alonso y a una chica americana por una exposición. Al preguntarle, él le había confesado con la mandíbula temblorosa que era la hija de unos amigos de sus padres y que pasaron de hacerse unas fotos a montar una exhibición de sus trabajos juntos. Sofía le preguntó que si se la estaba follando y Alonso se fue. Paramos en una gasolinera y compré un par de cervezas. Nos las bebimos mientras el resto dormían. “Me acerqué a un par de tíos que estaban con la chica, mirando fotos de la exposición en el móvil. Claro que se la estaba follando, y no solo eso, sino que había hecho fotos de todo y una exposición con ellas. Me arrepentí de haber seguido indagando al momento de ver todo eso. Y cogí el coche y conduje a Cádiz pisando el acelerador como una loca.” Volvimos a Madrid. Enero se fue y llegó febrero. Sofía había decidido pasar la semana en la casa que la familia de su madre tenía cerca de Barcelona, en Sant Vicenç de Montalt. Construída en el siglo diecinueve por sus tatarabuelos, comerciantes italianos, tenía un sótano en el que su abuelo fabricaba cerveza y coleccionaba botellas de todos los países del mundo. No mucho después, Sofía volvió a la casa y nos contó que mientras estaba en Barcelona la habían llamado para ser la imagen de la nueva colección de Custo. Estaba muy contenta y yo me alegré mucho. Antes de irse de nuevo, cociné una pizza carbonara, su favorita, y hablamos sobre todo este tiempo, sobre cómo le gustábamos Mardi y yo cuando estábamos juntos, sobre las casualidades y sobre nuestra infancia. “Tío, Nico. Tus pizzas me han salvado la vida.” Nos abrazamos. El final vino con una llamada, como vino el comienzo cuando me pidieron diseñar el escenario sobre el que Salomé y Yokanáan se besarían con la fuerza necesaria para romper la prohibición de un rey y una madre. Kite, una compañía de teatro profesional de Nueva York, iba a representar Julio César, de Shakespeare, adaptada al mundo moderno de bandas, drogas y peleas en callejones y con una protagonista femenina, y el director, que estaba en Madrid justo en el momento del estreno de Salomé dos años atrás y acudió a verla por casualidad, se había quedado fascinado por Mardi. Llevaba mucho tiempo perfilando la adaptación del texto y pensando en cómo quería hacerlo, y cuando lo supo, buscó el número de Mardi y lo marcó. Sin castings. Si quería interpretar el papel de Julia César, solo tenía que decir que sí. Mardi dijo que sí. Y así fue, en un día muy normal, mientras jugábamos a la Gamecube y nos tomábamos unas cervezas, cuando la vida de mi persona favorita en el mundo se convertía en plena. Paramos el juego y vimos a Mardi pasar de la sorpresa a las lágrimas en medio de la llamada manteniendo su acento inglés impecable. Saltamos. Gritamos. La abrazamos, nos reímos, y yo lloré con ella. Era realmente feliz. Y yo era feliz también. No me hizo falta más tiempo para saber que venía un cambio pero ya lo había aceptado. -‐ Nico, me voy a Nueva York. Ven conmigo, por favor… -‐ ¿Cómo? No tendría nada que hacer allí, salvo estar contigo. No podría buscar trabajo, y no creo que tengamos la misma suerte que al entrar por casualidad en esta azotea. -‐ Me da igual, vivimos como ilegales, cambiándonos de casa todos los meses, o de ocupas en un edificio abandonado. Viens avec moi, ¡je t’en prie! -‐ Pero Mardi, mi amor, yo me iría contigo cien veces pero ¿no te das cuenta de que tarde o temprano todo iría mal? Si fuese tan fácil como en las películas, o en las series, sería muy fácil, pero no es así. Mardi, ve a cumplir tu sueño. Se secó las lágrimas y se bebió de un trago la copa de vino que se cambiaba de mano nerviosamente mientras hablábamos. - ¿Por qué hostias no vienes conmigo? Dímelo. - Porque quiero que vivas tu propia aventura, y no que andes cuidando de mi. Siempre llevaremos el apellido Várje. Preparamos la última fiesta en la casa e invitamos a toda la gente. A los amigos franceses de Mardi. A Carlota y a sus amigas piradas por la moda. A toda la gente del teatro de Salomé. A Manu, Adriana y los demás. Al público de nuestro teatro. Todas las personas que habían ido y venido por nuestros recuerdos de estos años para una celebración final. Pusimos palmeras de plástico en la azotea, con neones de color rosa y turquesa, música a toda pastilla y más alcohol que nunca. Confetti. Tocados de indio, balones de playa y flotadores hinchables volando, Time To Pretend y Mardi y yo haciendo nuestra coreografía, gente a punto de caerse por la barandilla. Porros y más copas. Mardi tocando su música y muchos aplausos. Recitales aleatorios de frases de personajes. Globos explotando, competiciones de baile, amor etílico. Brindis por Mardi. Habíamos tenido muchas fiestas, y todas habían sido pura diversión. Esta era puro símbolo. Era como reunir en una noche las piezas de muchas otras y unirlas con un ritmo de bajo y un teclado, y todo sonaba a despedida. Bailamos “Veneno en la Piel”, de Radio Futura, el único grupo español que le gustaba a Mardi, y nos cantamos la letra haciendo el tonto. Hacia las cinco de la mañana la gente se marchaba a un after, dormía en el sofá o en el suelo de casa, o gritaba en trance por alguna calle paralela a la nuestra. Mardi y yo hablamos, por primera vez, de cómo iba a cambiar todo. -‐ Bueno, pelirroja. Por fin ha llegado el momento. -‐ Tío, Nico…no me lo creo. De verdad, no creo que sea real. -‐ Te los vas a comer. Me abrazó. -‐ Tengo mucho, mucho, mucho miedo. -‐ Pero tu talento es mucho más grande que ese miedo, así que…¿de qué tienes miedo? -‐ Bueno…no se…no sé muy bien quien soy sin esta casa y sin ti y sin nuestros amigos. -‐ Pero Mardi, ¿no lo ves? Quien eres ahora está dejando de importar, ahora va a importar quien vas a ser. -‐ Siempre voy a ser una Várje, igual que tú. Siempre vamos a estar unidos por todo lo que nos ha pasado. -‐ Tú, yo y el resto vamos a existir hasta que esta casa se caiga. -‐ Es verdad…nuestros cuadros, el teatro, los recuerdos… -‐ Toda la gente que ha venido hoy, esa gente va a pensar en nosotros durante mucho tiempo. Y tendrán hijos y les contarán nuestra historia mágica. Esto ya no se puede parar. -‐ Aunque no hayamos vivido felices para siempre y comido perdices, ¿no? -‐ Eso ya está anticuado, cariño. Bajamos a la habitación y nos fuimos a dormir. Al día siguiente solo salimos de ella una vez, para comer algo y beber un poco de agua. Y coger una botella de vino. Mientras estábamos en la cama, me hizo reír y recordar la noche antes del estreno de Salomé. “Te pregunté que si de verdad te apetecía interpretar a Yokanáan y me respondiste que el papel te venía muy grande, pero que eso te gustaba, que te iba a hacer crecer para llenarlo.” “Yo me acuerdo de que me contaste algo de que te gustaban los aguacates porque eran como dos enamorados.” “Si…imagínate que tu y yo, antes de conocernos, éramos dos mitades de aguacate. Uno tenía el hueso, el otro tenía el hueco. Uno estaba lleno pero le faltaba alguien a quien llenar, y otro tenía el espacio perfecto donde la otra mitad podía encajar.” La otra vez me contó algo totalmente distinto, pero me pareció que el concepto era igual de bonito. Me miró, me besó el cuello y me preguntó si quería que nos tatuásemos dos mitades de aguacate. Y así hicimos. Ella se quedó el hueso y yo el hueco. Mardi volaba a la semana siguiente a Nueva York. Paseamos todos juntos, comimos, recordamos todo una y otra vez. Tomamos el sol, hicimos el idiota, jugamos a juegos, vimos películas. Todo seguía como siempre, y llegó el día. Mardi nos dijo que de ninguna manera quería que la acompañásemos al aeropuerto, prefería que nos despidiésemos en la casa. Nos levantamos a las cuatro de la mañana y la vimos paseando por la casa, llorando y tocándolo todo. La dimos un abrazo y todos se despidieron de ella y nos dejaron a solas. Cogí un bolígrafo y le pinté una línea vertical en el dorso de la mano, y dije “The Elder Wand”. El tatuaje del aguacate, en el antebrazo, seguía fresco como el mío. Dibujé un círculo sobre la línea y ella dijo “The Resurrección Stone”. Iba a pintar el triángulo y a decir “The Cloak of Invisibility”, cuando me paró antes de completar el trazo. En vez de un triángulo, había pintado una V. “Várje”, dijo Mardi. - ¿Qué vas a hacer? ¿Te vas a quedar aquí? - No…no lo sé. - Nico… - Oye, Mardi. Ya sabes cómo era mi vida antes de conocerte y antes de todo esto. Un jodido desastre, ningún propósito, viviendo haciendo cualquier cosa para sacar dinero y tirar y ya está, y dejar pasar el tiempo. - Y…¿ahora? - Ahora…ya sé que hacer, para aprovechar el tiempo. Voy a escribir sobre nosotros, sobre esta casa, sobre nuestros amigos y sobre este año loco y raro y lleno de…no sé, lleno de magia y suerte y momentazos. Ve, y dales todo lo que tienes. Nos volveremos a encontrar en el camino. - Me inspiras, Nico. Así, en la puerta, con las maletas, como cuando los dos coincidimos por sorpresa y empezamos con nuestra vida juntos, nos besamos, y se fue. Diego llevaba unas semanas quedando con su amiga Inés cuando entró una tarde a la habitación y me contó que se iba. A un viaje de tres años en barco, a recorrer las costas del mundo para estudiar a las gaviotas. “Nico, igual tú no te dabas cuenta…pero Mardi no hacía otra cosa que leer a Kerouac. Yo ya me imaginé algún día que en cuanto pudiese se iba a marchar a hacer teatro y visitar un montón de ciudades. Ahora que se ha ido, ¿qué te retiene aquí? Todos nos vamos en algún momento, y yo me alegro de irme. Y no porque no haya pasado un tiempo de puta madre con vosotros – mientras decía esto, se le escapó una lágrima– Ha sido…de verdad, puta magia. No te conviertas en el señor Várje, Nico. No esperes a viejo y quieras acabar con tu vida y pasar el relevo y que un chaval lleno de esperanza pinte tu retrato por todo Madrid. ¿Te acuerdas de cuando me contaste en Pirineos la historia de tu tatuaje, justo antes de que nos pillase la marea subidos en el peñón de Cabo Higuer? Esta casa es tu peñón, amigo. Y al igual que tuviste la fortaleza de saltar a la Laguna Estigia y escapamos de ahí para estar hoy hablando, ten la fortaleza de romper con esto. Es maravilloso, sí, pero fuera de aquí también hay cosas increíbles que nos estamos perdiendo. Lánzate, Nico.” Nos abrazamos, dio un paseo por la casa antes de irse, escribió un par de frases en la Olympia, entró al estudio y miró mis cuadros, cogió la gorra del vestidor con la que había hecho el desfile y se la puso, cogió su maleta, nos abrazamos otra vez, y se fue. Había dejado la habitación hecha un desastre pero no me importó. Lloré un poco. Me puse a ordenarla mientras le imaginaba unos meses después, vestido de marinero en lo alto de un barco mirando al cielo y siguiendo a las gaviotas con su dedo. Fui al salón e, incapaz de dejar de llorar suavemente como estaba, cogí un trozo de papel y escribí: “Queridas gaviotas, Estáis por conocer una energía desconocida para vosotras. No os sorprendáis si pronto os encontráis: Haciendo búsquedas en Google del tipo "tengo X años y..." para averiguar lo que más nos preocupa a cada edad; Siendo convencidos de que irse de viaje a recorrer trescientos kilómetros a la montaña es la mejor idea que uno puede tener; Preguntándoos qué es lo último que hicieron por primera vez; Jugando al Curve sin llegar a entenderlo demasiado; Jugando a Cartas contra la Humanidad sin llegar a entenderlas demasiado; Jugando a los Cocos sin entenderlo de ninguna manera; Aprendiendo a distinguir los árboles por sus hojas; Volviendo a casa andando porque andar de noche es aprovechar un poco más la noche; Viendo a parejas hacer el amor y estallar de euforia; Queriendo conocer a las personas por lo que son y no por lo que aparentan ser. Es imposible que toda esa energía no os sobrecoja, os emocione y os enamore. Espero, con todo mi corazón, que sepáis disfrutarla.” Fueron las primeras cosas que se me ocurrieron sobre Diego y quería apuntarlas cuanto antes. Me levanté de la mesa, me sequé las lágrimas e inspiré aire durante mucho tiempo. Lo mantuve en los pulmones hasta que se me escapó inevitablemente. Terminé de liarme el leño. Sonreí intentando acordarme de quien que me había enseñado esa forma tan ochentera de llamar a un porro. Terminé de añadir la última canción a la lista de reproducción en el ordenador. Terminé de apagar las luces, y de abrir las ventanas. Terminé de ver las luces de la ciudad y los coches pasando, una última bocanada de aire frío. Hice girar la rueda del mechero y me subí a la única nube que cruzaba la noche. Mientras fumaba, pensaba en que me gustaría probar a ir más rápido, muchísimo más rápido que los coches para así pasar por delante de ellos mientras permanecían estáticos, fundiéndose con el ritmo de la música. Ya no me parecía que las alturas ralentizasen las cosas. Darío y Ana se iban a Londres. Ella tenía que seguir con sus estudios allí y Darío me contó algo de un master de programación. Parecía aburrido, pero les desée que lo pasaran bien y les dije que me alegraba mucho de que al final, a pesar de todo, hubiesen encontrado la manera de estar juntos. Antes de irse, hablé con Ana y me dijo que la razón por la que había dejado a Darío en un primer momento era porque llevaba una vida muy destructiva. Mucho alcohol. Yo debí perderme los peores momentos, pero ya en el instituto Darío bebía mucho y parecía importarle muy poco. Aun así, creo que este año le había sentado bien. Y se echaban de menos, al fin y al cabo. Antes de irse, tuve la sensación de que no volvería a hablar mucho con ellos hasta dentro de mucho tiempo, justo como había pasado antes de volver a encontrarme a Darío en el suelo de la salida de la discoteca. Pensé en escribir, pero no sabía cómo empezar. Si pintaba, sabía que acabaría llenándolo todo de pelo naranja. Si saltaba por la ventana, echaría a volar y nunca tocaría el suelo, porque ya había soñado con ello de pequeño en muchas ocasiones. Recordé la idea que había tenido para una novela cuando era niño, de la vida de un hombrecito pequeño como una hormiga que tras sufrir en el mundo de los humanos de tamaño normal descubría más personas como él en el subsuelo de la ciudad, donde habían construido una utopía para gente minúscula que vivía mucho mejor que la humanidad. Ojalá poder empequeñecerme y agrandarme a voluntad. Soy una persona psicológicamente inestable. La mayor parte del tiempo estoy en un limbo en el que todo me parece bien, pero no demasiado bien ni fantástico ni maravilloso, pero tampoco malo ni horrible ni insoportable. Y entonces me pongo las alas de la exaltación, me arde la cabeza y experimento una felicidad explosiva, y nunca me acuerdo de que pronto vendrá la caída. Y entonces se me queman las alas y me caigo como una bomba nuclear que en el impacto me deja yermo y enfermo de nostalgia durante un tiempo. Poco a poco me recupero e inicio una lenta ascensión, vuelta al limbo otra vez. Esto solo podría escribirlo desde el limbo, en el que soy consciente de la subida, la bajada y la recuperación, porque cuando estoy en uno de esos tres estados no me acuerdo de ninguno de los otros dos y, siendo sincero del todo, de nada más. Se me olvida, de verdad, se me olvida. Y todo esto ocurre sin que el mundo exterior a mi cuerpo pueda hacer mucho para remediarlo. Es como cuando estás enfermo y no recuerdas como era estar bueno. Pero todo está bien porque a través de estos recuerdos me doy cuenta de que todo es una subida y después una bajada. Primero lo bueno, ahora lo malo, y pronto lo bueno otra vez. Creo que no he contado que Mardi cultivaba marihuana en el balcón detrás de unos cactus. Cuando vivía en la residencia con sus amigos franceses, la cultivaban en un armario secreto con focos junto con algunas macetas de orégano. Un día me contó que la primera vez que fumó fue con su novio a los catorce años, después de robar una bolsa de cuero llena de hierba que encontró en un cajón en la habitación de sus padres. Y de pequeña le echaba orégano a todo lo que comía, así que pensó ¿por qué no echarle orégano a un porro? Y ahora tengo un bote de orégano que nunca se acaba porque solo lo uso para hacer pizza y pasta y carne al horno cuando antes tenía que comprar uno todas las semanas porque Mardi especiaba los petas que se fumaba. Nunca adopté su costumbre hasta esa noche, en la que me lié el leño con orégano y pensaba en rápido, lento, alto, y bajo. Al fumar la hierba de Mardi, no me caía y no detonaba la bomba, simplemente seguía elevándome hasta irme a dormir en algún momento, y al despertar volvía a mi limbo, que no es blanco y gris como el de mucha gente, sino de toda la paleta de colores a la vez. La guitarra y la letra de ‘No Buses’ de Arctic Monkeys me había traído la nostalgia más ácida, y recuerdo gritar felizmente al tiempo que Alex Turner: “There’s nothing like a dirty look from the one you want or the one you’ve lost”. Durante unas semanas no hice más que jugar a videojuegos. La ludopatía es la única adicción real que he tenido en ciertos momentos de mi vida. En el instituto tiré un año entero a la basura por jugar a World of Warcraft. En esa semana, jugaba a Grand Theft Auto y a League of Legends. Hubo una noche en la que seguía jugando sin prestar atención, casi como un vegetal. En la pantalla no cesaban de aparecer mensajes que me avisaban de mi muerte a manos de un jugador enemigo. “You have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.” “You have been slain.”, repetía el ordenador sin cesar. Desinstalaba el juego y al cabo de las horas lo volvía a instalar. Los videojuegos te alejan de todo lo demás. Me despertaba, jugaba hasta la hora de comer, comía cualquier cosa y seguía jugando hasta que llegaba la madrugada. Ser un hikikomori y no salir de tu habitación para el resto de tu vida es la forma más refinada de individualismo. Hoy no tenemos la propaganda del siglo XX, que juntaba a la gente por un objetivo común como ganar guerras. No tenemos proyectos en los que toda la sociedad es capaz de implicarse, excepto Internet. Pero la paradoja de Internet es que se trata de una experiencia individual. En À Rebours, el libro mas visionario que se escribió en su tiempo, el mundo real da asco y es frío y es aburrido y no ofrece estímulos y hay muy poca gente que merezca la pena y por eso lo mejor es ascender a la torre de marfil y olvidarse del resto. Nosotros habíamos hecho caso a Des Esseintes, hasta que la torre se convirtió en cárcel. Recordé las tardes jugando al Smash Bros. para decidir quién fregaba los platos y quién iba a la compra. Jugué una partida y la dejé a medias, porque recordé un combate entre Diego y Darío que fue muy emocionante y todos gritábamos. Al final Darío fregó los platos. Apagué la consola y desinstalé el League of Legends, esta vez sin vuelta atrás. Mi juego favorito era Final Fantasy IX. Me hizo ser feliz de pequeño, en la habitación contigua a la que se gritaban mis padres. Me hizo saber pronto que el amor era algo que merecía la pena. “¿Acaso se necesita una razón para ayudar a alguien?”. Tus amigos son tus mejores compañeros de viaje, pero cada uno tenemos un destino y algún día nos teníamos que separar. No he dicho la verdad, la ludopatía no ha sido el único de mis vicios. También fui cleptómano durante un tiempo. Mi madre nunca ha tenido dinero y cuando estaba en el instituto me daba rabia ver una camiseta o unas gafas de sol que me encantaban y no poder comprarlas. Ahorraba durante meses y por fin me compraba lo que quería y eso me hacía muy feliz. En cuestiones de ropa no existe el consumismo. Expresar tu estilo es una necesidad, y para ello necesitas ropa, zapatillas, colonia y todo lo demás. El primer día que robé en una tienda estaba muy triste. Me había enterado de que mi novia Julia, una chica que me encantaba, se había liado con un chico del equipo de baloncesto del instituto. Era bastante bueno, y si eras bueno en el Estu el Ramiro entero te conocía, como en una peli americana. Ella no me lo dijo, lo supe porque se dejó el móvil en clase y antes de devolvérselo tuve la tentación de cotillear sus mensajes. Él le hablaba sucio y ella le respondía enviándole fotos y videos desnuda. Me rompió en dos, así que me fui al H&M de Gran Vía esa tarde, con la intención de ver ropa porque no tenía ni un duro. Y acabé llevándome una sudadera roja que me pareció muy bonita. Aún la tengo, pero es de lo poco que guardo de aquella época porque me trae un buen recuerdo. Fue el inicio de una terapia incomparable, y hasta que llegué a Bachillerato y Darío se enteró de casualidad. Me ayudó a dejarlo. Los verdaderos amigos son los que te ayudan a crecer cuando estás muy cerca del suelo. Me hizo mucha gracia saber que Mardi también había sido cleptómana, pero mucho más tiempo que yo. Me contó, no mucho después de conocernos, que durante todo el instituto robó ropa, maquillajes, y películas en DVD. Todo el dinero que traía ahorrado al venir a vivir a Madrid era de haber vendido las películas en eBay, y aquí sobrevivió mucho tiempo robando comida en los supermercados. La tía no se cortaba y se iba a las secciones gourmet de El Corte Inglés, a por el chocolate Leónidas y a por el jamón serrano más caro. Nosotros dos nos habíamos encargado del papel higiénico durante este tiempo, el único eco que nos quedaba de aquel tiempo que revivimos cometiendo fechorías simbólicas juntos. Al acordarme de todo esto salí a la calle y decidí robar algo simbólico, solo para reírme un rato. Fui a la Fnac y robé una edición de ‘Harry Potter y las Reliquias de la Muerte’. Es por ello que hay dos en la biblioteca de la casa, uno con las páginas despegadas de las lecturas arrebatadas de Mardi, y otro apenas abierto. Una noche, vi a una polilla revolotear sus alas contra la ventana del salón, intentando entrar para calentarse a la luz de una lámpara. Fuera hacía frío. La dejé entrar a pesar de que sabía que no se contentaría con el calor y pronto buscaría comida en alguna de mis camisetas. Pero agradecí su compañía, así que no me importó. Recordé una frase. “BE NOT INHOSPITABLE TO STRANGERS, LEST THEY BE ANGELS IN DISGUISE”. Sé hospitalario con los extraños, acaso fuesen ángeles en un disfraz. Cogí un lienzo en blanco y pinté el mandamiento en negro, como una inscripción, y lo colgué en la pared. La polilla se fue poco después. Aquella noche tuve un sueño lúcido. No una desintegración como las de Mardi, porque no la preparé. De hecho, fue espeluznante. Empezó como una parálisis del sueño en el que un coloso gigante y negro entraba en mi habitación y me babeaba en la cara con la intención de comerme. Sin querer, le dije que me llevase con él. Me levanté de la cama y salí al balcón de la cocina, y vi el sol y la luna corriendo a toda velocidad en el cielo, y el día y la noche sucediéndose sin parar. Y me desperté en mitad de la noche con la boca seca. Pasaron un par de meses. No veía a casi nadie. Llamé a mi madre, todo le iba de maravilla. “¡A ver cuando me visitas!” “¡Te tengo que enviar una caja de fruta y verdura, que aquí todo crece riquísimo!” “¡Llámame más!”. No me hizo preguntas y yo intenté parecer feliz. Todo siguió igual que antes de marcar el número de la casa del pueblo. Estaba escuchando Vampire Weekend, porque antes de irse le regalé unos cuantos discos que me gustaban entonces, y supongo que se estaría acordando de mi justo cuando la llamé. No hablábamos casi nunca. Empecé a trabajar de camarero en un bar de viejos, cuyo patrón era un señor gordo llamado Marcelo. Fue como un remedio casero. Me animé a salir a la calle y cada vez pasaba menos tiempo en casa. Prefería el frío, me había acabado por gustar. Tocaba la guitarra en los parques y me ponían multas los policías. Creo que me llegaron a poner unas quince. Hasta fui a alguna manifestación, aunque me reía de las mismas frases pregrabadas que repetía la gente que no tenía una sola idea de economía en la cabeza. La deuda, el crecimiento, el PIB, la corrupción. Todo mezclado. No sabían que los países estaban en una deuda eterna, en una condena permanente al crecimiento para pagar a los que habían pedido prestado dinero para pagar a los que habían pedido prestado dinero. Gente moría por aplastamiento, o perdía la visión tras recibir un disparo de pelota de goma en un ojo. La policía desahuciaba a viejas señoras con un pie en la tumba. 2008 fue el año nefasto que le cambió la vida a una sociedad que se creía por encima de si misma. Y a pesar de todo ello, en las manifestaciones, en los movimientos ciudadanos, en las nuevas propuestas y en la lucha por el cambio estaban los de siempre, los que se habían acostumbrado a correr de la policía por expresar sus ideas en los 70. Había mas yayoflautas dejándose los últimos gritos de sus cuerdas vocales en las manifestaciones que gente joven cargando con el peso de las pancartas. Quizás a mi generación no le interesa la política. Quizás cometemos el mismo error una y otra vez. Creernos que estamos por encima de todas esas reglas, de toda esa gente con corbatas aburridas y barbas aburridas y palabras aburridas. ¿Molamos más que todo eso? Pensaba en todo esto mientras fregaba jarras de cerveza y platos con restos de patatas bravas, con la televisión hablando de fútbol de fondo. Había sido la cura más extraña, sentirme mejor que en casa en un bar con olor a fritanga. No me apetecía más el existencialismo, ni el nihilismo. Solo la vida. En realidad, había tenido una suerte que nadie tiene. Encontré una casa cuando no tenía una, y tuve una familia cuando no tenía una. Un día, de vuelta a casa, pensé de casualidad en lo mucho que se equivocaba Jorge Manrique al comparar la vida con un río. ¿Un río? Un río sigue un cauce, y la vida no tiene un camino. La vida es más como una jungla, donde solo puedes apartar la maleza, admirar las flores exuberantes, saltar en lianas, comer, o ser comido. Andaba despacio por el bulevar del Paseo de la Castellana en un día de abril. Me había vestido con un traje color topacio que había encontrado en una caja en el vestidor, y llevaba puestas mis gafas de sol Clubmaster. Vi parada en un cruce a una chica con gafas de sol también, parada justo donde acababa la sombra de los árboles y perfilaba el sol su silueta. Fumaba, tenía unas caderas sensuales que reconocí al momento. Andé deprisa y la alcancé justo cuando el semáforo cambiaba a verde. Ella giró la cabeza y nos miramos sin decir nada, atravesando el sudoroso asfalto cubierto por la piel de cebra. A través de los cristales no se veían nuestros ojos, y nuestros labios hablaron por nosotros. Presioné mi labio inferior con el superior y ella abrió la boca y rozó su labio inferior con los dientes. Nuestros labios tenían un magnetismo del que habíamos hablado muchas veces cuando éramos novios en el instituto. Cruzamos juntos y la calle se llenó de gente. Nos quitamos las gafas a la vez y ella levantó sus cejas en una chispa apenas imperceptible. Le encendí el cigarro que colocaba en sus labios. Continuamos andando. -‐ ¿Crees que si nos hubiésemos conocido en otra ciudad este reencuentro hubiese sido posible? -‐ Madrid tiene mucha magia, aunque tú nunca te lo creyeses. Un día intenté pasar por tu casa, en Francos Rodríguez. De tu ventana se asomó alguien que no conocía y dije, ya no vive aquí. -‐ Me fui de casa. -‐ Ah, ¡no lo sabía! ¿Dónde? Me quedé callado, sonreí, y le dije “tengo una historia bonita que contarte, Marina.” Salí con muchas chicas en el instituto. Cuando dejé de comer Bollicaos y de pasar mis tardes sentado jugando a videojuegos y me apunté al equipo de baloncesto, adelgacé unos cuarenta kilos y empecé de nuevo. Me empecé a interesar por la moda. Empecé a vestir bien. A creérmelo un poquito. A hacer amigos. A no ir encorvado, y a mirar hacia arriba y no hacia el suelo. Entonces empecé a salir con chicas. Chicas depresivas y con una fijación por la autodestrucción, chicas completamente sanas pero incapaces de ver la belleza en el mundo, chicas guapas, chicas feas, pibones trofeo, pibones que me veían como un trofeo, estúpidas, chicas muy listas y chicas más pequeñas que yo y más mayores que yo. En medio de todas ellas conocí a Marina en un viaje de autobús de vuelta de una excursión a cualquier sitio. Se le había estallado un globo y pedí por todo el autobús uno para inflárselo y regalárselo. Fue mi novia durante dos años, la única del instituto que recuerdo con cariño. No la veía desde la graduación y aquí estábamos ahora, tantos años después, una mezcla entre desconocidos y personas que se conocen de toda la vida. Quedamos un par de veces, y nos pusimos al día. Estaba terminando Historia del Arte y la habían ofrecido una beca en el Museo Reina Sofía. Había tenido un par de novios en la carrera pero ahora estaba soltera. Era una chica que siempre acababa en relaciones de dependencia con sus novios. Creo que no sabía estar sola. Sin embargo, irradiaba calor y luz y optimismo, y tenía una visión muy sarcástica de la vida. Una tarde nos paramos en medio de la calle y nos besamos. Besaba muy diferente a cuando éramos quinceañeros, y supongo que yo también. Fue un poco raro durante un momento, luego nos reímos, y nos volvimos a besar. La cogí de la mano y le dije que le iba a contar esa historia que le había prometido. Fuimos a casa y empecé a contarle todo lo que había pasado en estas habitaciones en estos años. Vio los cuadros, las fotos, la biblioteca, la novela, y en un momento me detuve. Pensé en qué estaba intentando hacer. ¿Acaso repetirlo todo otra vez? ¿Empezar con ella una segunda parte? Se dio cuenta y me miró en mi silencio, y aun así le pregunté “¿Te quedas a cenar?”. Me respondió, “Creo que me voy a ir, ¿vale? Me ha encantado verte, Nico”, y se levantó del sofá. La acompañé a la puerta, y forcé una pequeña sonrisa. “Lo siento, no tendríamos que habernos encontrado”, le dije. Oí su voz bajando por el ascensor: “No ha sido tu culpa”. Hice pimientos rellenos para dos y mientras cenaba recordé algunos días con Marina, y el momento en el que rompí con ella y cómo me arrepentí durante mucho tiempo después. Miré alrededor y me di cuenta. Se había acabado. Aquí no creábamos nada ya, había que dar paso a la siguiente generación. El señor Várje nos había dado las llaves de esta casa a Mardi y a mí para que creásemos cosas que definiesen nuestros días, para que escribiésemos, para que pintásemos, para que hiciésemos teatro, para que escuchásemos música y para que hiciésemos el amor. Nada de eso ocurría ya. “El mundo es un lugar dinámico”, me dijo Waqas Khan. “Me voy de aquí”, no paraba de pensarlo. Me había acostumbrado tanto a esta casa… “El mundo es un lugar dinámico” “¿A dónde me voy?” Cuando estaba en el instituto leí un libro sobre la historia de Vietnam. Antes de la “Guerra Americana”, como ellos llamaban a la Guerra de Vietnam, habían estado colonizados por los franceses, y antes por el Imperio Chino. Y siempre habían luchado. Los héroes vietnamitas no eran grandes conquistadores, elegidos de los dioses, o estrategas sin rival. Eran rebeldes. Las hermanas Tru’ung liberaron Nanyue, como los chinos llamaban al territorio vietnamita conquistado, y reinaron durante tres años en Vietnam, antes de suicidarse en el río Đáy. Hồ Chí Minh acabó con el poder de los franceses, y Estados Unidos tuvo que sustituirles tras Ðiện Biên Phủ. Y lideró una guerrilla que consiguió ponérselo difícil a la única superpotencia del mundo. Pensé: “Cuando acabe la universidad, quiero irme un año a Vietnam. Voy a conocer a esta gente y estas selvas, llenos de cicatrices en las que se leen siglos y siglos de lucha.” De pequeño era un idealista. Y bastante más optimista que ahora. No he acabado la universidad, pero todavía me puedo ir a Vietnam. Al principio pensé en darle las llaves de la casa a Miki, Adriana, Sara…pero entonces me acordé de una señora que venía todos los días al bar de abuelos en el que fregaba platos. Y todos los días le dábamos un café y un churro para que desayunase. Había miles de personas desahuciadas por no pagar la hipoteca. Venían tiempos de cambio político en Madrid, y decidí darle las llaves de la casa a una plataforma de afectados por la hipoteca. Daba igual si los futuros Várje no eran artistas. Al fin y al cabo, ninguno de nosotros lo éramos. Algo que sí habíamos hecho era convertir nuestra vida en una obra de arte escapando de todo lo que no nos gustaba, del tormento que es vivir la vida en una rutina que nunca cambia. Pensé que no había mejor forma de acabar esta historia que regalarle la misma suerte que yo había tenido a los que nunca habían tenido una oportunidad en la vida. Tenía dinero ahorrado de las figuraciones, del teatro, de los anuncios, y de ser modelo, y sobre todo de fregar el suelo del Bar Marcelo cada noche. Miré vuelos. Compré uno que salía en dos meses. Solo ida. Aeropuerto Internacional Tan Son Nhat. Una noche me vino a la cabeza el recuerdo de Mardi y me imaginé como contaríamos nuestra historia, y acabé escribiendo estas páginas que ahora se quedarán en la biblioteca de la casa. Estoy a dos días de saltar hacia lo desconocido. Mi profesora de Historia del Arte de Bachillerato, Cristina CañedoArgüelles Gallastegui, como a ella le gustaba firmar, me regaló antes de acabar el instituto una lámina de La Tumba del nadador en Paestum. Un hombre salta a la Laguna Estigia de cabeza, sin miedo de lo que pueda encontrar. Me lo tatué en la muñeca al terminar el instituto. Está saltando a lo desconocido, podría ser agua, la tierra, el infierno, el cielo, o el vacío, pero está saltando de cabeza porque no tiene miedo. Yo voy a saltar miles de kilómetros en el aire hacia un sitio del que prácticamente no conozco nada. Pero hace mucho que no descubro algo nuevo. Esta casa lo ha sido todo, pero ya me la sé de memoria y el mundo está fuera, esperándome. Voy a saltar. Gracias por leer. ~