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LA CASA Contada y cantada Selección y notas Elkin Obregón S. Primera edición 5.000 ejemplares Medellín, agosto de 2015 Edita: Fundación C ONFI A R Calle 52 N.º 49-40 Tel: 448 7500 Ext. 4201. Medellín [email protected] www.confiar.coop ISBN volumen: 978-958-58635-5-2 ISBN obra completa: 958-4702-7 Portada: Jansel Figueroa Diseño e Impresión: Pregón S.A.S. Este libro no tiene valor comercial y es de distribución gratuita Contenido Ésta es nuestra casa............................. 7 Leonel Estrada Las casas perdidas................................ 11 Pablo Neruda La casa del palo de mangos.................. 19 Mauricio López La casa amarilla.................................... 31 Nubia Amparo Mesa Últimas noticias de una casa (fragmentos)........................................ 39 Dulce María Loynaz Las mil y una noches (fragmentos)..... 47 Las cosas de la casa (tres fragmentos).....51 Celso Román Palacio y estancia................................. 61 José Guarnizo Dos poemas.......................................... 73 Rómulo Bustos Aguirre 3 La albañilería........................................ 79 Carlos Castro Saavedra La casa entre los robles........................ 85 Héctor Rojas Herazo Diario de un trasteo............................. 91 Carlos Mauricio Bedoya Quedarse en casa................................. 111 Carlos Drummond de Andrade La casa.................................................. 117 Eugenio Montejo La ventana de color fresa..................... 121 Ray Bradbury La joven tejedora.................................. 141 Marina Colasanti La casa encantada................................. 149 Relato anónimo europeo Dos poemas.......................................... 153 Joâo Cabral de Melo Neto La oculta (fragmento).......................... 159 Héctor Abad Faciolince El relato del pariente pobre (fragmento).......................................... 169 Charles Dickens Apéndice La casa.................................................. 175 Vinicius de Moraes 4 Y la casa: no es terrestre, pero es mía. Marina Tsvietáieva ÉSTA ES NUESTRA CASA Leonel Estrada Leonel Estrada (Aguadas, 1921 - Medellín, 2012). Ortodoncista, poeta, pintor, diseñador, escultor, crítico de arte. Fue gestor y director de las cuatro bienales de arte de Coltejer. Publicó varios libros de ensayo y poesía. Esta casa es nosotros, cinco hijos y los nietos. Son las sonrisas pícaras, son los libros y revistas, es el estéreo a gran volumen son las crayolas por el suelo, el optimismo pegado a una acción a un objeto simple. Sin embargo, esta nuestra casa es frágil como nosotros, poca cosa, como nosotros. Algún día, lo sabemos bien, quedará reducida a un solo corazón que amaba mucho. De sitio web Revista UNIR, Universidad de la Rioja (http://revista.unir.net/1426-lucir-bienleonel-estrada). 9 LAS CASAS PERDIDAS Pablo Neruda Pablo Neruda (Parral, Chile, 1904 - Santiago, Chile, 1973). Uno de los más grandes poetas del siglo XX. Alcanzó la fama con su libro de juventud Veinte poemas de amor y una canción desesperada. Otros títulos: Residencia en la tierra, El hondero entusiasta, Canto general, Odas elementales, etc. Póstumamente aparecieron sus dos libros de memorias, Confieso que he vivido y Para nacer he nacido. Recibió en 1971 el Premio Nobel de Literatura. Me asustan las casas que yo habité: tienen abiertos sus compases de espera: se lo quieren tragar a uno y sumergirlo en sus habitaciones, en sus recuerdos. Yo enviudé de tantas casas en mi vida y a todas las recuerdo tiernamente. No podría enumerarlas y no podría volver a habitarlas porque no me gustan las resurrecciones. El espacio, el tiempo, la vida y el olvido, no solo invaden con telarañas las casas y los rincones, sino que trabajan acumulando lo que se sostuvo en ciertas habitaciones: amores, enfermedades, miserias y dichas que no se convencen de su estatuto: aún quieren existir. No hay fantasmas más terribles que aquellos de los antiguos jardines. Verlaine tiene un poema saturniano que empieza: “Dans le vieux parc solitaire et glacé…”. Allí dos fantasmas han sido condenados a visitar 13 sus propios jardines y el pasado resurrecto los busca para matarlos de nuevo. No quiero ver los árboles que me conocieron. No solo crecieron algunos años con mi crecimiento, sino que crecieron solos después, porque ningún árbol necesita indispensablemente de un hombre. Les basta la tierra, el agua, las nubes y la luna. Uno está de más, es ajeno a su atmósfera, a los anillos de su morfología, a su espacio vital de hojas y raíces. Sin embargo, esas raíces y esas ramas quieren seguir creciendo en el alma de uno. Por eso está perdido el que regresa a los viejos jardines abandonados. Solo una vez quise volver a una casa en que viví. Fue después de largos años, en la isla de Ceilán. Es que la casa se me había perdido. Sabía el nombre del barrio: Wellawatha, un suburbio entre la ciudad de Colombo y Mount Lavinia. Allí, a plena costa reverberante, había alquilado un pobre bungalow. Frente a mí los arrecifes de coral, en los que se estrellaba la fosforescencia marina. Las barcas conocían los caminos y canales que debían cruzar para sobrepasar los floridos arrecifes blancos. La espuma estallaba en el cercano horizonte azul. 14 Tal vez en aquella casa, solitaria como ninguna otra, tuve más tiempo yo de conocerme. Me saludaba apenas levantado y durante el día me hacía numerosas interrogaciones. Tuve con seguridad una intimidad conmigo mismo que pocas veces he alcanzado. Me ayudaron en esa comprensión los grandes movimientos del océano tórrido, las sacudidas del tifón que hacía desprenderse los cocos de las palmeras con un estruendo de bombardeo verde. Y este conocerme y reconocerme, este largo ensimismamiento, con viento, frutos y mar, está contenido en mi pequeño libro Residencia en la tierra, diccionario atormentado de mis indagaciones personales. La verdad es que allí viví en la más exagerada pobreza: la de cónsul de elección con US $ 166,66, que no me llegaban nunca. Un cónsul con hambre no se estila. Entre gente vestida de etiqueta no se puede decir: “un sándwich, por favor, que me desmayo”. Por eso me sonrío cuando me llaman diplomático en las cronologías. En algunas, por ejemplo, en la revista Esquire, me suponen antiguo embajador. Los embajadores, según tengo entendido, tienen la alimentación asegurada y algo más. Yo solo fui un cónsul perdido en sus pobrezas. 15 Encontré la calle. No tenía un nombre, sino un número antirromántico: 42th Lane. Tal vez por eso lo había olvidado. Anduvimos con Matilde la callejuela, la misma que cuarenta años antes me llevaba cada día hacia la ciudad de Colombo. Extraño: todas las casas eran parecidas, pequeñas construcciones de una o dos piezas y ese jardín suburbano de los trópicos que se avergüenza por su pequeñez frente a la jardinería general, de color y esplendor. Y más extraño aún: al día siguiente iban a demoler la casa, mi casa. Así, pues, aquellas habitaciones me habían seguido gobernando sin que yo lo supiera. Me habían dado cita y sin saberlo yo acudía puntualmente al último día de su vida. Entré: la pequeña salita y después aquel estrecho dormitorio en que sólo tuve un catre de campaña para tantos años de mi residencia en la tierra. Luego, tal vez, en el fondo, la sombra de Brampy, mi servidor, y la de Kiria, mi mangosta. Salí con ímpetu desde los recuerdos hacia el sol, hacia la vida. Mi experiencia había sido mortal. Había caído en la trampa que me tendió la casa en 16 que viví, la casa que quería morir. ¿Por qué me había llamado? Estos asuntos quedarán en el misterio mientras existan las casas y los hombres. De Para nacer he nacido, Editorial Bruguera, Barcelona, 1980. 17 LA CASA DEL PALO DE MANGOS Mauricio López Mauricio López. Colaborador del periódico Universo Centro, Medellín (sin más datos biográficos). Lilo mira el cielo para adivinar la hora. Está seguro de que van siendo las siete. “Ya casi se levanta la Señora”, piensa en su solitaria posición horizontal, con la cabeza apoyada en su brazo derecho y el resto del cuerpo sobre la tabla maciza que le sirve de cama. Se entretiene con el cacareo de las gallinas y el trinar de los pericos para espantar la pereza, mientras un ejército de nubes plomizas se va desintegrando en el marco de un cielo cada vez más brillante. Es la mañana del domingo, el mejor día de la semana para la familia Roldán Correa. El viejo se levanta y estira las piernas. Es casi ciego, pero se mueve por la casa sin trastabillar. “Muchos ven lo que yo no veo, y yo veo lo que muchos no ven”, dice el llamado “brujo de los pillos de la Comuna 13”. Su insípida barba canosa, su cabello 21 amarillento y sus ojos indescifrables le dan el aspecto de un rancio gitano. Lilo se adorna con grandes aretes y una larga camándula que él mismo fabricó con la ayuda de “fuerzas extraordinarias”, la cual lo protege de “todos los males”. Conoce la magia negra y la magia blanca, y es amigo de todo aquel que lo respete y lo obedezca. “Aquel que no me obedece, el cementerio o la cárcel se merece”, le advierte Lilo a aquellos que lo buscan por sus saberes paganos. Cuando doña Gilma Correa se despierta, la casa del palo de mangos tiembla como si se la fuera a tragar la tierra. La matrona de 78 años hace chirriar su cama de hierro, tose, se frota los ojos, se echa la bendición y se levanta como la bandera de una nación golpeada por cientos de guerras. Va hasta la cocina, esculca las ollas y los polvorientos gabinetes donde se guarda la poca comida que pueden comprar diariamente. “Falta carne”, dice entre dientes la vieja. “También hay que comprar papas y cebolla”, añade en un murmullo. La anciana, de rasgos tan fuertes que no permiten el mínimo asomo de decrepitud, llama a uno de sus nietos y lo manda a la tienda con siete mil pesos. Luego se lava la cara y va a sentarse en su viejo sillón de cuero 22 rojo, cojo de una pata al igual que su marido, Gabriel Alfonso Roldán, quien todavía ronca en la ruidosa cama doble que minutos antes hizo tronar la ‘Señora’. A las nueve de la mañana toda la familia está despierta y deambula entre las ruinas de lo que fue su majestuoso hogar. Astrid y Edilma, las otras dos mujeres de la casa no se preocupan por barrer las hojas esparcidas por el viento de la noche anterior. Lavan y ordenan platos, tazas y cucharas. Preparan el fogón de leña y sacan una olla grande para hacer el sancocho, el plato de los domingos. Los hombres: Lilo, Carlos, Mario, Antonio y Gabriel Darío, se sientan en adobes y tarros de pintura en el frente de la casa, al lado de doña Gilma, todos en silencio, casi petrificados, como si estuvieran posando para un pintor surrealista. Parece que esperan algo y a distancia, uno piensa que lo que esperan no es otra cosa que la muerte, y es que esa casa será el definitivo sepulcro de todos ellos. Es una familia de más de veinte personas, casi todos mayores de cincuenta años. Apenas hay tres jóvenes que no alcanzan la mayoría de edad a quienes la Policía clasifica como “posibles integrantes del combo delincuencial de El Salado”. A la casa del palo de mangos le falta la mitad del techo, 23 algunos muros están rotos y hay puertas y ventanas que son solo marcos. La mitad de la familia vive prácticamente a la intemperie. Las balas y los petardos la han destruido casi por completo, pero la obstinación de los Roldán Correa aún la mantiene en pie, en una especie de protesta silenciosa con un tinte de mórbido sarcasmo. Hace cincuenta y cinco años, cuando fue comprada por las hermanas Correa: Socorro, María Severina y Marielena, la casa ya había sido habitada por dos familias diferentes, pero se encontraba en inmejorables condiciones. Tenía entonces cincuenta años de haber sido construida en estricto estilo colonial. “Era una casa hermosa, con patio, solar y balcón, tres alcobas, sala y comedor. Cuando mi mamá y mis tías la compraron les costó veinticinco mil pesos”, cuenta Gilma, quien la heredó hace más de veinte años junto a su hermano Leobardo Enrique Roldán, de quien dicen: “Murió de pena moral por ver la casa destruida”. La casa está ubicada al borde de la quebrada El Salado, entre las dos únicas vías que conducen hacia La Loma y San Cristóbal: dos carreteras angostas y rodeadas de árboles, piedras y escombros. A pesar de las carencias económicas, la familia de Gilma y Gabriel 24 Alfonso era de las más felices del barrio, pero todo eso cambió en el 2002 cuando el Gobierno le dio luz verde a la Operación Orión, estrategia militar para desterrar a las columnas guerrilleras que mantenían azotada esa parte de la ciudad. Las balas iban y venían día y noche. Se metían por las ventanas y destrozaban los pocillos, platos, bombillos… Soldados, policías, fiscales se tomaron las calles, los techos y terrazas de la Comuna 13 para enfrentar a las milicias. La casa del palo de mangos se quedó en medio del bombardeo sirviendo de trinchera a unos y a otros. “Cada noche era como si el mundo se fuera a acabar. Sentíamos las balas cerquita de la oreja. Nos tirábamos al suelo y nos cubríamos con los colchones y los muebles. Los delincuentes dejaban bicicletas bomba, carros bomba, basura bomba, de todo al pie de la entrada de la casa; y la policía y ejército respondían con disparos de fusil”, relata Gilma sin asomo de reproche. No guarda ningún rencor la anciana, como si la debilidad de la casa la hubiera hecho más fuerte, más dura, más fría. “Nunca quisimos irnos a pesar de la guerra, no queríamos perder nuestra única posesión, nuestro único hogar. Íbamos a defender la 25 casa hasta las últimas consecuencias y por eso estamos aquí, firmes, aunque en la ruina”, añade la matrona, recicladora como casi todos sus familiares. La casa del palo de mangos fue declarada inhabitable por las autoridades municipales y está en proceso de expropiación, según cuenta Dora, una de las hijas de Gilma. Sin embargo, la peculiar familia no ha hecho caso de las advertencias y las recomendaciones gubernamentales. Siguen viviendo en lo que queda de su hogar, resistiéndose a la lástima entre los vecinos. A diario madrugan a recolectar material de reciclaje que luego venden para subsistir. Compran solo lo del diario y mantienen la ropa guardada en maletas, una costumbre que se arraigó en ellos desde la Operación Orión: “Es mejor estar listos por si empiezan a matar otra vez”, explica el inquebrantable Lilo. “Vale más el bienestar que la plata. Nosotros no tenemos nada más que el don de gente”, resalta el brujo subido en un par de tenis Nike de colores extravagantes. Al menos por su apariencia, Lilo parece decir la verdad. La ceguera de su ojo derecho lo asemeja a uno de esos gitanos con supuestos poderes para dominar las artes oscuras, mientras que la agonizante vida 26 de su ojo izquierdo recuerda al campesino que fue; al hombre que cuidaba cerdos en Belmira hace más de treinta años. Doña Gilma respeta a Lilo y le permite realizar sus rituales dentro de la casa. Allí, aseguran muchos vecinos, han ido algunos de los más peligrosos criminales de Medellín para pedirle al brujo que les rece las armas o las partes más vulnerables de sus cuerpos: “Un día vino un jefe de banda con escapulario, se lo ató en el tobillo y le pidió a Lilo que lo rezara. Ese hombre duró más de quince años en las balaceras. Ahora está en la cárcel, pero vivo”, cuenta con asombro Edilma mientras se sirve un tazón de aguapanela con limón. En la casa del palo de mangos todo el mundo es bienvenido, hasta los policías. Allí, en medio de escombros, paredes a punto de caerse y muebles estrafalarios no solo sobreviven Gilma y sus familiares, también habitan esas ruinas tres ancianas tortugas, dos loros que solo hablan para pedir marihuana, treinta pericos, veinticinco gallinas, cinco patos, cuatro cacatúas, una pisca que se llama Chula, tres gansas que conversan con la gente y se roban los cordones de los zapatos, y tres perras: Luna, Paquita y Lupita. 27 Ningún integrante de la familia pasó por las aulas de una escuela. Todo lo que saben lo aprendieron de la experiencia y de sus padres y abuelos. Algunos llegaron a tener sueños, como Gabriel Alfonso, quien de niño quiso ser bombero, hasta que por accidente generó un incendio en el corral de las gallinas de su casa en Belmira y desde entonces les teme a las llamas tanto como a las serpientes. Gilma nunca soñó con nada en particular. Simplemente quería ser la madre de una gran familia. “Yo estoy satisfecha, incluso con mi casa en ruinas. Tengo mi familia y todos acá vivimos bien, sin quejarnos. Aquí hasta las ratas son de la familia”, dice la vieja mirando los grotescos y gordos roedores que a esa hora del día asoman la cabeza desde la quebrada El Salado. Antes de las diez de la mañana Alejandro vuelve con lo que le encargó la abuela. Edilma, Dora y Astrid se disponen a preparar el almuerzo, mientras la Señora se va a un lugar más cubierto para lavar su añejado cuerpo y su escaso cabello gris con mechones rojos. Cuando culmina su limpieza espera a su marido para ayudarlo en la misma tarea. A continuación, uno a uno, todos los integrantes de la familia corren a bañarse, algunos con más cuidado que otros. 28 Al mediodía se reencuentran en un improvisado comedor que se sostiene sobre una llanta de camión. Edilma sintoniza una emisora tropical en un radio de pilas. Un suave viento mece el palo de mangos y las tres perras de la familia menean la cola al borde del comedor. Todos están felices y por un momento olvidan que en realidad no tienen casa donde vivir, pues no hay mucha diferencia entre quedarse allí o mudarse a un hogar de paso. No hay muros ni techo que los resguarden de la lluvia, el frío o el sol, y sin embargo, los Roldán Correa permanecen allí, como una rara e impenetrable pared hecha de orgullo, sangre y misticismo. No van a irse a ninguna parte. No quieren irse a ninguna parte. De Universo Centro. Colección 2008-2014. Corporación Universo Centro. 29 LA CASA AMARILLA Nubia Amparo Mesa Nubia Amparo Mesa (Medellín, 1959). Hace parte del Grupo Literario El Aprendiz de Brujo, de Medellín, desde su fundación. Varios de sus cuentos aparecen en los libros Primer conjuro, La palabra se baña en el río, Cuando el río suena y El traído, Cuentos de Navidad. Es periodista y profesora universitaria. La casa no tiene ventanas hacia la calle. Es ciega, piensa Paulina cuando pasa por la acera, escrutadora y curiosa. Se detiene frente a la puerta de madera cuarteada por el sol. Muchas veces, camino a la universidad, se ha quedado mirando esas paredes amarillas, antiguas y desvencijadas. ¿Y si golpeara? Tal vez pueda, de una vez por todas, saber quién vive ahí. Cuando pasa en las noches ha visto la luz que se filtra por debajo de la puerta. Significa que esa casa no está muerta. A pesar de la rigidez que ostentan sus paredes y la puerta siempre cerrada, algo palpita en ella. Paulina trata de encontrar un agujero, una grieta, algo que le permita escudriñar ahí dentro, pero todo es tan hermético. Pone su oído contra el postigo y solo escucha su propia respiración. Esa pequeña ventana en la puerta parece el ojo de un cíclope que mira lo que le conviene 33 sin ser visto. Una gotera se desliza desde el techo carcomido por la lluvia y le cae en la frente. Me voy, ya debo parecer sospechosa para los vecinos. Se dispone a cruzar la calle cuando, de repente, alguien le cierra el paso. Es un hombre de pelo enmarañado y surcos profundos en el rostro mugriento. Su mirada la traspasa como un dardo envenenado. Vos sos la que estaba buscando. Siente cómo el miedo le sube desde el centro del vientre y se vuelve temblor en todo el cuerpo. No hay escapatoria, está atrapada en un callejón cuya única salida parece ser esa puerta, si se abriera. El hombre permanece ahí con esa mirada de fiera ofendida. No se mueve, pero saca la lengua como un reptil ante la presa. El gesto le lastima, le devuelve un rostro olvidado en el laberinto de recuerdos de la infancia, en una calle oscura y solitaria. Revive esa amenaza, la de alguien que pretende reducirla y aprisionarla. Entonces se decide y golpea con fuerza sin dejar de mirar al intruso. Su corazón palpita más fuerte que sus puños que siguen golpeando con apremio. Y el milagro se hace. Por el postigo puede ver una mirada bondadosa y una barba blanca de patricio romano. ¿Qué se le ofrece? dice con voz dulce y pausada. Por favor ayúdeme, tengo miedo. 34 El sello se rompe y la puerta se abre. Paulina está temblando y de un salto traspasa esa puerta que le ofrece un refugio. El miedo la ha enmudecido. Entonces escucha el ruido seco de la puerta que se cierra y ve las manos blancas y largas del viejo que, empujando su espalda, la conducen por un corredor oscuro. Ella no habla pero se vuelve oídos, ojos, olfato y tacto. Sus pasos leves resuenan en medio del silencio penumbroso del corredor, un túnel que se abre en un patio donde la luz muriente del día se filtra dejando ver unas paredes mohosas y vacías. Sin embargo, y no sabe por qué, siente que su miedo se deshace. Percibe los acordes de una melodía conocida. Es el Concierto de Aranjuez. Su padre lo escucha con frecuencia en las mañanas de domingo. El sonido de la guitarra la eleva como si fuera una cometa que remonta el cielo en una tarde de verano. Es una sensación de frescura y libertad. Ahora está en una casa extraña, de luz tímida, trastos olvidados, puertas a medio abrir que guardan objetos fantasmales, pero se siente segura, y con asombro descubre que ahí, en ese espacio donde al parecer el tiempo se ha detenido, hay una fuente de aventura y conocimiento. Casi sin mover la cabeza pasea la mirada por los objetos que se revelan mientras recorre el corredor que termina en unas escaleras de 35 madera. Un sillón desgastado de terciopelo azul, un reloj de pared marcando una hora que ya pasó o que vendrá más tarde, un armario alto como un gigante escondido en el rincón de una alcoba en penumbra, el esqueleto de una cama recostada a la pared. Ahí está la escalera. Una luz difusa y amarilla alumbra los peldaños de madera que ascienden con desgano, quizá acostumbrados al paso lento del viejo. Paulina se detiene ante esa nueva senda que se abre a sus ojos. Él apoya una mano en la baranda y le hace una señal con la otra para que continúe. En el último peldaño percibe el humo y el olor del cigarrillo que se consume solitario encima de una mesa. Las volutas azules danzan en el recinto. Es lo único que se mueve en ese salón, pero Paulina sospecha que la vida circula allí con la misma levedad de una hoja que cae. Sus ojos se deleitan con ese paisaje de anaqueles empotrados en las paredes donde se asoman cientos de libros que la miran como haciéndole guiños para que vaya tras ellos. Sobre una mesa lateral se acumulan en desorden revistas, periódicos amarilleados por el tiempo, carátulas de discos y películas, a un lado, en un tablero de ajedrez, las huellas de una batalla iniciada, un alfil amenazando a la torre, figuras negras y blancas en espera de la mano que las conduzca hacia el triunfo 36 o la derrota, y frente a una pequeña ventana que da al patio, un caballete con un lienzo en el cual Paulina distingue un rostro de mujer. El viejo sonríe con una sonrisa blanda y Paulina solo atina a decirle gracias. No te preocupes niñita, siéntate, has llegado justo a tiempo. A tiempo para qué, cavila Paulina. ¿Presenciará algún ritual secreto? ¿Compartirá algún brebaje mágico? De nuevo esa pretensión, alguien que la busca, alguien que la espera, como si ella fuera una pieza que encaja en cualquier rompecabezas. El hombre de la calle le produjo miedo, casi terror, pero este viejo de aspecto bondadoso y refinados modales la hace sentir como una predestinada. A tiempo para qué, pregunta por fin. Quiero pintar el brillo de una mirada. Sé que has venido para traerme la claridad que han bebido tus ojos. Paulina no sabe cómo responder, pero entorna los ojos y despliega una sonrisa, se detiene en el recuerdo de un pájaro azul columpiándose en una rama. Solo gira un poco la cabeza, le dice él. Ahí está Paulina, extraviada, sumida en un pequeño mundo donde se siente como un personaje de ficción que se ha perdido en el tiempo y en el espacio, no tiene prisa. La música deja de sonar y el silencio de la casa la envuelve como la suave caricia de 37 un vestido de seda. Puede ver al fondo de la habitación el destello de su propia mirada que se revela bajo un pincel. El miedo ha sido exorcizado y se desvanece en el aire con su rancio aroma de misterio. Parece que ella y el viejo estuvieran allí para desterrar sus fatigas. Parece que, desde ahora, iniciaran un viaje por las historias que antes les eran invisibles. Parece que su conexión fuera un antídoto contra la desesperanza, como si sus asombros les marcaran un nuevo rumbo. De Las voces que trae la brisa, Fundación Arte & Ciencia, Colección Literatura, 2014. 38 ÚLTIMAS NOTICIAS DE UNA CASA (fragmentos) Dulce María Loynaz Dulce María Loynaz (La Habana, 19021997). Poeta, novelista, conferencista, cronista, viajera. Libros de poemas, Juegos de agua, Poemas sin nombre, Últimas noticias de una casa, etc. Su novela Jardín es una especie de evocación lírica de su infancia. Recibió numerosos premios y distinciones en su país y en el exterior, entre ellos el Miguel de Cervantes en 1992. A mi más hermana que prima, Nena A. de Echeverría Nadie puede decir que he sido yo una casa silenciosa; por el contrario, a muchos, muchas veces rasgué la seda pálida del sueño —el nocturno capullo en que se envuelven—, con mi piano crecido en la alta noche, las risas y los cantos de los jóvenes y aquella efervescencia de la vida que han borbotado como siempre en mis ventanas las mujeres enamoradas. No me han faltado, claro está, días en blanco. Sí, días sin palabras que decir 41 en que hasta el leve roce de una hoja pudo sonar mil veces aumentado con una resonancia de tambores. Pero el silencio era distinto entonces: era un silencio con sabor humano. Quiero decir que provenía de “ellos”, los que dentro de mí partían el pan; de ellos o de algo suyo, como la propia ausencia, una ausencia cargada de regresos, porque pese a sus pies, yendo y viniendo, yo los sentía siempre unidos a mí por alguna cuerda invisible, íntimamente maternal, nutricia. Y es que el hombre, aunque no lo sepa, unido está a su casa poco menos que el molusco a su concha. No se quiebra esta unión sin que algo muera en la casa, en el hombre… O en los dos. …………………………………………… Soy una casa vieja, lo comprendo. Poco a poco —sumida en estupor— 42 he visto desaparecer a casi todas mis hermanas, y en su lugar alzarse a las intrusas, poderosos los flancos alta y desafiadora la cerviz. Una a una, a su turno, ellas me han ido rodeando a manera de ejército victorioso que invade los antiguos espacios de verdura, desencaja los árboles, las verjas, pisotea las flores. Es triste confesarlo, pero me siento ya su prisionera, extranjera en mi propio reino, desposeída de los bienes que siempre fueron míos. No hay para mí camino que no tropiece con sus muros; no hay cielo que sus muros no recorten. Haciendo de él, botín de guerra, las nuevas estructuras se han repartido mi paisaje: del sol apenas me dejaron 43 una ración minúscula, y desde que llegara la primera puso en fuga la orquesta de los pájaros. Cuando me hicieron, yo veía el mar. Lo veía naturalmente, cerca de mí, como un amigo; y nos saludábamos todas las mañanas de Dios al salir juntos de la noche, que entonces era la única que conseguía poner entre él y yo su cuerpo alígero, palpitante de lunas y rocíos. Y aun a través de ella, yo sabía adivinar el mar; puede decir que me lo respiraba en el relente azul, y que seguía teniéndolo, durmiendo al lado suyo como la esposa al lado del esposo. Ahora, hace ya mucho tiempo que he perdido también el mar. Perdí su compañía, su presencia, su olor, que era distinto al de las flores, y acaso percibía solo yo. 44 …………………………………………… Que pase una la vida guareciendo los sueños de esos hombres, prestándoles calor, aliento, abrigo; que sea una la piedra de fundar posteridad, familia, y de verla crecer y levantarla, y ser al mismo tiempo cimiento, pedestal, arca de alianza… Y luego no ser más que un cascarón vacío que se deja, una ropa sin cuerpo que se cae. No he de caerme, no, que yo soy fuerte. En vano me embistieron los ciclones y me ha roído el tiempo hueso y carne, y la humedad me ha abierto úlceras verdes. Con un poco de cal yo me compongo: con un poco de cal y ternura… …………………………………………… Allá lejos la familiar campana de la iglesia aún me hace compañía, 45 y en este medio día, sin relojes, sin tiempo, acaban de sonar lentamente las tres… …………………………………………… La Casa, soy la Casa. Más que piedra y vallado, más que sombra y que tierra, más que techo y que muro, porque soy todo eso, y soy con alma. Decir tanto no pueden ni los hombres flojos de cuerpo, bien que imaginen ellos que el alma es patrimonio particular de su heredad. Será como ellos dicen; pero la mía es mía sola. Y, sin embargo, pienso ahora que ella tal vez me vino de ellos mismos, por haberme y vivirme tanto tiempo, o por estar yo siempre tan cerca de sus almas. Tal vez yo tenga un alma por contagio. De Dulce María Loynaz. Poesía completa. Editorial Letras Cubanas, La Habana, 1993. 46 LAS MIL Y UNA NOCHES (fragmentos) Las mil y una noches. Extenso libro oriental de relatos, tesoro de la literatura universal, de orígenes y procedencias inciertas. Se ignora la fecha de su compilación definitiva, que fluctuaría entre los siglos XII y XVI. En 1704, Antoine Galland “reveló las Noches a Europa”. Dice Borges: “Los siglos pasan y la gente sigue escuchando la voz de Shahrazad”. ¡Oh casa! ¡Ojalá no trasponga tu umbral nunca la tristeza, ni nunca pese el tiempo sobre la cabeza de tus habitantes! ¡Oh casa! ¡Ojalá dures eternamente para abrir tus puertas a la hospitalidad, y jamás seas demasiado estrecha para los amigos! ¡Oh casa de dicha! ¡Ojalá dures tanto tiempo como han de regocijarse tus boscajes con la armonía de tus pájaros! ¡Que los perfumes de la amistad te embalsamen tanto tiempo como han de languidecer tus flores por saberse tan bellas! ¡Y que tus poseedores vivan en la serenidad tanto tiempo como han de ver tus árboles madurar sus frutos y han de lucir nuevas estrellas en la bóveda de los cielos! 49 ¡Oh casa de lujo y de gloria! ¡Ojalá te eternices en tu belleza bajo la cálida luz y bajo las tinieblas dulces, a despecho del tiempo y las mudanzas! De Las mil y una noches, Noche 655. Tomado de internet, sin crédito editorial ni de traducción. 50 LAS COSAS DE LA CASA (tres fragmentos) Celso Román Celso Román (Bogotá, 1947). Estudió medicina veterinaria, y luego arte. Como escritor, ha optado casi siempre por la literatura infantil y juvenil, con títulos como El hombre que soñaba, De ballenas y de mareas, Acerca y de lejos, etc. Ha recibido numerosos premios nacionales e internacionales, entre ellos el Enka de literatura, con Los amigos del hombre, cuya primera edición ilustró. Las tejas Las tejas son la variedad voladora de la familia de los ladrillos. La creencia popular asumía que los ladrillos eran los machos y las tejas las hembras de la especie, posiblemente debido a que en los sitios de crianza se encontraban unos y otras entremezclados hasta la época de la migración. Pero las diferencias son radicales en lo referente a costumbres y hábitat: las tejas prefieren el aire libre, la intemperie, la lluvia, el sol y la luna. Los ladrillos, como lo hemos visto anteriormente, prefieren, por su forma y temperamento, el amontonamiento vertical de paredes y muros que en muchas ocasiones deben estar protegidos de algunos factores ambientales que son indispensables para la vida de las tejas. 53 Ese amor por las alturas, esa necesidad de acomodarse mirando al cielo y a las nubes proviene de la característica particular mediante la cual llevan a cabo su viaje: el vuelo. Al completar su estado larval en el chircal, salen a la hora del crepúsculo y, gracias a su forma plana y curvada, aletean fuertemente hasta que alcanzan alguna columna de aire caliente, que aprovechan para movilizarse planeando en grandes círculos; de esta manera van en busca de los cráteres y los ríos de lava donde alcanzan su maduración. No hay que creer que por el hecho de volar, las tejas están menos expuestas que sus parientes los ladrillos a los peligros de la migración: la naturaleza pesa con una balanza inflexible sus especies, pues cuando alguna se reproduce con un número elevadísimo de crías, solamente unas cuantas logran alcanzar la edad adulta. Si una bandada de tejas no consigue una buena corriente de aire, puede perecer fácilmente pues su capacidad de aleteo es reducida; también puede ocurrir que una tormenta las lleve hacia el mar o que un aguacero repentino las deslía como les ocurre a los adobes. Tímidas como la mayoría de las aves silvestres, no se han vuelto a ver volando en grandes bandadas, pues la congestión del cielo por las rutas aéreas, el humo de las 54 chimeneas y los factores antes mencionados, las han reducido a la quieta inmovilidad de los tejados. Allí, sin embargo, se sienten felices y hasta han encontrado un par de amigos y confidentes entre los animales domésticos: el gato y la paloma. El gusto debe ser recíproco para que se produzca esa vida en armonía que los sabios han llamado “simbiosis” y que es algo así como una sociedad sin ánimo de lucro, basada en el amor, el respeto y la colaboración. Tal como los pájaros carpinteros limpian de larvas y gorgojos las grietas de las mesas y las cortezas de los árboles, los gatos y las palomas mantienen los techos libres de incómodos insectos y de desagradables roedores que colonizan las uniones entre teja y teja, muchas veces cavando galerías que ocasionan goteras. Los techos, a su vez, suministran a sus huéspedes un lugar alto y ventilado, silencioso y seguro, desde donde pueden contemplar tranquilamente el mundo y meditar acerca de las cosas bellas de la vida. No hay pues que extrañarse si en alguna noche clara se escuchan sonrisas en los techos. No deben ser motivo de alarma ni de preocupación: seguramente se trata de las cosquillas que les hacen a las tejas las felpudas patas de los gatos enamorados que corretean por las alturas. 55 Las ventanas Las primeras, primerísimas ventanas, antes de ser los rectángulos de hierro y cristal de las casas actuales, eran enormes mariposas de alas transparentes, que libaban el néctar en grandes flores de vidrio coloreado. La necesidad y las manos han hecho del hombre un gran maestro, pues como dice al antiguo proverbio oriental, “quien oye, olvida, quien ve recuerda y quien hace, aprende”. La casa fue el resultado de muchos ensayos y errores que se iban superando, de la experimentación de materiales y del uso constante de imaginación para resolver los problemas. Cuando el hombre construyó las primeras viviendas las hizo sin ventanas, y más que incómodo, era triste no tener dentro de su habitación los rayos del sol durante el día y los luceros, las estrellas y la luna durante la noche. Hizo entonces huecos en las paredes, pero entraban también el viento, la lluvia, el granizo y la arena. Probó muchos materiales, pero ninguno le daba resultados que lo dejaran satisfecho: si el cuero, por ejemplo, trancaba la lluvia y la arena, no dejaba pasar 56 la luz; la seda, en cambio, permitía el paso de la luz, pero no detenía la lluvia. En una de sus excursiones hasta las altas montañas de las flores de vidrio, que cada año visitaba para recoger capullos que posteriormente utilizaba como lámparas, el constructor de la casa sin ventanas, usando una sutil trampa de miel e hilos de seda, capturó una de las mariposas de alas transparentes. La domesticó y le enseñó a vivir sobre el hueco de la pared; el insecto aprendió a abrir las alas por la mañana para que entrara la brisa perfumada del campo y a cerrarlas cuando llegaba la noche. Pronto capturó otras, que alimentadas con miel, se adaptaron perfectamente a la compañía del hombre. El éxito logrado al inventar una ventana que dejaba pasar el rayo de sol sin romperla ni mancharla, que protegía la habitación del viento, la lluvia y el granizo, hizo que la cría de mariposas de alas transparentes creciera enormemente, hasta el punto de que aquella nación se volvió famosa por los extensos jardines de flores de vidrio permanentemente sobrevolados por los extraordinarios insectos. Pero muy pronto los fenicios, que fueron los abuelos de los grandes mercaderes de hoy día, inventaron el cristal, movidos tal vez 57 por el afán de ganancias rápidas y la envidia que les despertaba ese hermoso país donde criaban las mariposas de alas transparentes. El mundo hasta entonces conocido se inundó de ventanas corrientes, de vidrio común, que muy pronto hicieron fracasar los criaderos de mariposas y los cultivos de flores. No se volvieron a ver en el mundo esas delicadísimas ventanas, que de día permitían el paso de los rayos de sol, y de noche la sonrisa de la luna, el canto de las estrellas y la música de los luceros. Las cosas de la casa Una vez reunidas las paredes y las tejas, los pisos y los muebles, el patio y los jardines, los armarios, la ropa, las ollas y todo lo demás, la casa está lista para empezar a vivir. Cuando llega una familia la casa despierta, se alegra cuando el amor purifica sus rincones, la llena de calor y en ella nace un niño. La casa respira cuando la brisa pasa por puertas y ventanas; su sangre es el agua y su corazón el tanque que silba por la noche, sus paredes sienten y sus ventanas miran a la calle. La casa se alegra cuando la barren, le cuidan el jardín y le limpian el patio a baldados de agua con jabón y después la peinan con un trapero. Se diría entonces que es muy fácil 58 hacerla feliz, pero no nos engañemos porque ella no se deja engañar. Hay dos condiciones fundamentales para la felicidad de una casa; que haya amor en la familia que la habita, y que esa familia sea la dueña de la casa. Si vamos a mirar las estadísticas de la infelicidad de las casas, lo primero que nos van a mostrar es que en este país y en muchos otros, las casas tienen unos pocos dueños que las arriendan a miles, tal vez millones de familias. Eso es particularmente grave porque la preocupación del padre por conseguir el dinero para pagar el arriendo y la de la señora por ahorrar, hacen que la casa reciba toda esa tensión reflejada en gritos, llanto de los niños, frecuente cambio de inquilinos y el consiguiente deterioro de pisos, paredes, enchufes, puertas y ventanas. Esas casas habitadas de paso, sometidas al llanto constante, a la angustia económica perenne, llega el momento en que lloran también y en la noche se escucha el triste ¡plic!… ¡plic! ¡plic!… de sus goteras en las llaves del baño y la cocina; se arrugan sus paredes, se desconchan con la humedad permanente de sus lágrimas, las conexiones eléctricas fallan y muchas terminan incendiadas. 59 Otras son abandonadas, clausuradas sus puertas y selladas sus ventanas; devoradas por la maleza acaban convertidas en cuevas de ladrones o, lo que es igualmente triste, por lo lento de su destrucción, son demolidas inmisericordemente a la vista del público. Las gentes se detienen en las esquinas cada día a contemplar el paulatino avance de los trabajos que dejan al aire los costillares desnudos, los trozos de pared con la sombra clara de los cuadros que alguna vez quisieron alegrarla. Después queda un lote que se llena poco a poco de basura y de ratones. ¿Quién podría creer que allí hubo una vez una hermosa casa? Nadie, tal vez. Quizás un día las cosas sean diferentes y haya una casa propia para cada familia: así la vida será más hermosa, con casas alegres al saberse habitadas por familias que tengan tiempo para la sonrisa, el amor y las historias de los abuelos. No tendrán que ser palacios con pisos de mármol y columnas de oro, pues el amor y la sencillez van de la mano, y a la casa lo que le importa es que la quieran, y eso sí, que si allí nace una niña, le pongan de nombre María José y le tengan una cuna con cintas rosadas, para que donde la coloquen se sepa que queda el centro de la casa. De Las cosas de la casa. Carlos Valencia Editores, 1988. 60 PALACIO Y ESTANCIA José Guarnizo José Guarnizo (Ibagué, 1980). Comunicador social de la Universidad de Antioquia. Sus crónicas han sido publicadas (y premiadas) en revistas colombianas y en El País de España. Es autor de los libros La patrona de Pablo Escobar, llevado luego a la televisión, y de Extraditados por error, cuyos derechos fueron también adquiridos para realizar una serie televisiva. Esta no es la casa de los solterones sino la de los viejos arrumados que, como Octavio Marulanda —exbailarín famoso de estaderos—, se ven pasar como sombras y luego aparecen por ahí abriendo puertas de habitaciones que han permanecido clausuradas por años. —Esta es la casa de los viejos que se fueron quedando solos, desahuciados, mientras el resto del mundo les pasaba por el lado. Los inquilinos no tienen familia. Tenían pero ya no tienen —refunfuña Octavio, y hace crujir con las chanclas la madera, que huele a alcanfor. Esta casa ya no es el palacio que miraban de lejos los pobres cuando querían untarse los ojos de fortuna. —Esta casa es un sobrado de rico. Ahora son los pobres los que viven aquí. 63 Bueno, pobres pero distinguidos, porque degenerados no hay. Los viejitos no pueden entrar después de las diez de la noche —se excusa Octavio al abrir un ventanal azul y apolillado, el mismo que hace ciento treinta y ocho años abrió Pastor Restrepo para tomar la famosa foto. Esa foto. Octavio entrecierra los ojos para defenderse de la luz que entra de afuera, y se imagina a Pastor —de bigote liso y puntiagudo y gabardina de paño— ahí mismo, sobre el balcón, concentrado en el tiempo que se tomaría ese aparato traído de París en convertir el paisaje de enfrente en un recuerdo de papel. Lo que vio Pastor ese día de 1875 fue un potrero con seis árboles recién sembrados y manga, mucha manga, además de dos montañas al fondo, en una de las cuales sobresalía una casa de fachada blanca. Lo que Octavio ve al abrir la misma ventana, en el año 2013, es el Parque Bolívar, un pedazo de ciudad en el que por las noches se dan cita policías, travestis, prostitutas, recicladores, vendedores de minutos, coleccionistas de baratijas, malabaristas, atracadores de cuchillo y borrachitos de alcohol puro mezclado con Colombiana. Pastor, quien mandó a construir estos muros en los que ahora se esconden dos gatos 64 hermanos que se han apareado hasta tener treinta y cinco hijos —en lo que Octavio consideró noches de porno gatuno—, fue de esos muchachos ricos que no por eso dilapidó el tiempo. Además de esa famosa foto, tomó una extensa línea de imágenes de la Medellín de finales del siglo XIX, en las que aparecen personajes como Manuel Uribe Ángel y Pedro Justo Berrío —sentado, tomando el té, tieso como un robot, fingiendo una pose casual—, y damas anónimas como Magdalena de Quevedo (1875), quien mira al horizonte y sostiene un peinado que se asemeja a un arbusto alto, perfectamente adornado de arabescos que salen de su coronilla. Pero sobre todo, aquella que le tomó en el manicomio al escritor Epifanio Mejía, el compositor del himno antioqueño. ¿De qué habrán hablado aquella vez? ¿De lo locos o aterrizados que estaban los dos? Epifanio aparece haciendo un carrizo elegante, tal vez impostando ser lo que realmente era: un cuerdo lleno de genio. Y el otro loco, Pastor, a lo mejor hablaba de sus nuevos descubrimientos, explicaba cómo se hacían esas imágenes que por aquel tiempo se llamaban “dibujos fotogénicos”, una técnica que, según afirma Santiago Londoño Vélez en su libro Testigo ocular, le copió a un tal William 65 Henry Fox: “imágenes fotográficas en negativo que él obtenía mediante contacto directo de objetos sobre superficies sensibilizadas con nitrato de plata y ácido gálico”. Pero no importa cuál era el procedimiento, al final era un truco de magia. Los parroquianos platudos posaban y luego Pastor los hacía aparecer sobre una placa, lo que les permitía llevarse un pedazo de sí mismos para la casa, envuelto en un sobre que decía Wills y Restrepo Ltda., un laboratorio que prometía “retrato a satisfacción del cliente”. También hay que imaginarse a Pastor tiempo atrás, de unos veinte años de edad, muy señorito y todo, en un rincón del laboratorio de su hermano Vicente intentando separar mediante electricidad, como si fuera un mago, el oro de la plata. Pastor fue la primera persona en Antioquia en realizar tal hazaña. Un mago laborioso que aplicó a la fotografía lo que los hermanos Lumière al cine: conocimientos de química y metalurgia que aprendió de su padre, el comerciante Marcelino Restrepo Restrepo. Un empresario y cambalachero exitoso que importó a Medellín el primer coche de lujo tirado por caballos. Y hay que imaginarse a los descalzos de la villa paralizados ante el espectáculo que ofrecía el carruaje. 66 Y la casa de la que no se conoce el año exacto en que comenzó a construirse. Casi todas las referencias bibliográficas dicen que fue entre 1860 y 1862 que Pastor mandó a levantar la mansión —ahora ruinosa y de milagro en pie sobre la esquina de la calle Caracas (54) con la carrera Venezuela (49)—, en aquel momento la primera de tres pisos de Medellín. El diseñador fue Juan Lalinde Lema, suegro de Pastor, primer arquitecto antioqueño con diploma, según reseña Luis Fernando Molina en Fotografía de la arquitectura de Medellín. Y era tal la imponencia de la estructura, en cuya fachada sobresalían catorce ventanas, que el arquitecto francés Le Corbusier, en una visita que hizo a Medellín, dijo con asombro que aquella era la mejor edificación que tenía la ciudad. Y es que las conexiones de Pastor con París no fueron pocas. La primera tiene que ver con la filiación de cuna, pues nació allí en 1840; la segunda con su formación académica, dado que viajó a esa ciudad en 1874 para estudiar los últimos inventos de la fotografía. “Pastor Restrepo se despide atentamente de sus amigos y favorecedores y avisa al público que se va para Europa, adonde va a estudiar los últimos progresos del arte fotográfico”, anunciaba el joven a la prensa. 67 El negocio empezó a prosperar; mientras Pastor estaba en París las autoridades dieron a conocer los resultados del crimen de El Aguacatal, cometido por ‘Daniel El Hachero’ el 2 de diciembre de 1873. Ese día delante de periodistas y policías, el médico legista Manuel Vicente De la Roche mostró fotografías de la escena del crimen que en la parte inferior llevaban la insignia “Laboratorio de Pastor Restrepo”. Nunca antes las investigaciones judiciales se habían valido de la fotografía para refrendar o descartar tesis criminales. Causó tanta euforia el resultado, que el 29 de mayo de 1874, en el periódico El Heraldo de Antioquia, apareció un aviso de la policía que anunciaba que la foto del crimen estaba disponible en el laboratorio de Pastor y costaba cuarenta centavos: “La lectura de la exposición y el juicio que de ella se forme será más exacto teniendo a la vista esos cuadros”. *** Detrás de una barra enchapada en baldosa está Jorge Castrillón, forrado en un delantal que dibuja el círculo de su barriga. Mientras sirve dos tragos que le acaban de pedir con un aplauso, dice que los clientes de La Estancia son gente con el estómago disecado: 68 —De tantos años de tomar aguardiente aquí, ni se engordan ni se enflaquecen. El patio que construyó Pastor hoy es restaurante, bar y bailadero. De almuerzo, los comensales tienen a disposición asadura, albóndiga, chicharrón u oreja por tres mil novecientos pesos, una tercera parte de lo que puede costar en promedio un menú ejecutivo. Hasta la década del ochenta La Estancia tuvo una fama tal, que la gente hacía filas de dos cuadras para conseguir un asiento. En sus mejores tiempos despachaba cerca de mil almuerzos diarios, según la constancia de su registradora. En 2006, donde ahora funciona el inquilinato no había nada. El día que Octavio tomó la casa en arriendo encontró los pasillos y las escaleras tupidas de maleza y telarañas. Aún se ven ventanas cerradas para siempre con ladrillos y cemento. La única casa de verdadero “estilo” del siglo XIX —como afirman algunos arquitectos— conserva, sin embargo, las mansardas, los acabados, los pisos, algunos marcos y, en general, muchos de sus detalles decorativos. La madera y el hierro forjado parecen ser los originales, pese al desgaste, a las capas de polvo, a los bichos y al olvido. La única ducha que funciona y la usan los ocho inquilinos, que de cuando en cuando 69 pasan por el lado de Octavio, mustios, como sombras, tiene una puerta de metal parecida a la de un frigorífico. “Corra la cortina cuando se vaya a bañar, gracias [sic]”, se lee en un letrero pegado a las baldosas. Tanto Octavio como Jorge tienen su propia versión de los últimos días de Pastor. De regreso de París, el mago fotógrafo se vio envuelto en un escándalo que comenzaría a deteriorar su imagen de hombre probo. Según el historiador Byron White, Pastor, casado años atrás con Julia Lalinde Santamaría, se enamoró hasta las tripas de una bailarina que vino a Medellín con un grupo de teatro europeo. “La curia aguafiestas, viendo el tórrido romance, consiguió que no se les prestara el Teatro Bolívar a los artistas, y en un desquite, don Pastor construyó en el patio de su casa un teatro que bautizaron Las Tablas”, justo donde ahora se puede comer oreja por tres mil novecientos. —Sí. Cuando este escándalo de la moza, él se aburrió y se fue para Francia y allá murió, en 1909 —dice Octavio sin mucha certeza, parado en el centro del segundo piso del caserón, al que poco le entra la luz, por cuyo fondo lleno de corotos se asoma, de nuevo, uno de los gatos. En una bolsa tirada en el piso queda un poco del pasado de Octavio. Son los vestigios 70 oxidados de los cerca de setenta trofeos que ganó en concursos de tango, porro, milonga, foxtrot y bolero, todos en estaderos. El pasado de la casa es como el de Octavio. Y el estado de la casa es como el de los trofeos. —¿Todavía baila? ¿Va a bailar? —Los fines de semana sería muy bueno salir, pero ya para nosotros los viejos no hay dónde. No me gustan esas revolturas de ahora. El baile no deja plata, pero deja buenos recuerdos. —¿Por qué tiene descuidados los trofeos? —Es que uno le paga muy mal a los trofeos. A sus 66 años, Octavio no sabe qué pasará con la casa. “El gobierno se llena la boca diciendo que esto es patrimonio, pero nunca le han invertido un peso”. Por ahora sabe que el candado se cierra a las diez de la noche. Y después de eso, por muy adultos que sean los inquilinos, nadie entra. De El libro de los parques. Alcaldía de Medellín, periódico Universo Centro, 2013. 71 DOS POEMAS Rómulo Bustos Aguirre Rómulo Bustos Aguirre (Santa Catalina de Alejandría, Bolívar, 1954). Cursó estudios de derecho y de literatura en Bogotá y en Madrid. Poeta, dibujante, ilustrador, docente. Algunos títulos de poesía: Lunación del amor, La estación de la sed, Oración del impuro, etc. Entre otros premios y distinciones, ganó en 1993 el Premio Nacional de Poesía del Instituto Nacional de Cultura (hoy Ministerio de Cultura). En la actualidad enseña literatura en la Universidad de Cartagena. La casa Ahora vamos a techar la casa Ahora vamos a sellar o abrir su último límite Hemos cavado con firmeza sus cimientos y levantado sus cuatro costados como costillares minuciosos de un arca Hemos empotrado y claveteado cada una de sus puertas y ventanas y diestramente apuntalado la viga maestra Todo esto lo hemos hecho siguiendo las ocultas simetrías y el latido de los astros Ahora te aguarda como su huésped ¿Pero acaso no ha sido siempre el huésped la primera piedra de la casa 75 el punto invisible desde el cual crecen sus orillas y muros? ¿Acaso no es la casa solo la forma vacía, reverso deseante, del huésped? Ahora estás en el centro de la casa Y hacia cualquier lugar de la casa que dirijas tus pasos ese lugar será el centro de la casa Ahora —lo sabes, empiezas a saberlo— podrás desbordarte o contraerte hasta el pequeño hueco de tu ombligo o caer, en vértigo de cielo, sobre la palma de tu mano Ahora habitas en el centro de ti Y podrás desplazarte por tus doce puntos cardinales Y la casa irá contigo leve de objetos y memoria Solo tú Solo la casa como fluido caracol La casa fijada, abierta a tu ser Sombra, deriva, resplandor de ti mismo La imaginaria casa 76 El inquilino Alguien ha morado largo tiempo una casa alquilada y ya restituida a sus dueños lo asedia su oculta geometría Desde la acera contempla la luz en las ventanas y las sombras de los nuevos inquilinos La cerradura ha sido cambiada Pero por algún benévolo parágrafo del contrato posee el derecho de conservar una llave de la puerta principal De La mirada de Orfeo. Frailejón editores, Medellín, 2013. 77 LA ALBAÑILERÍA Carlos Castro Saavedra Carlos Castro Saavedra (Medellín, 1924-Medellín, 1989). Poeta, cronista, novelista, dramaturgo. Su primer libro, Fusiles y luceros, mereció un elogio entusiasta de Pablo Neruda. A ese libro siguieron Mi llanto y Manolete, Camino de la patria, Despierta, joven América, Donde canta la rana, etc. Escribió una novela, Adán Ceniza, y dos obras teatrales, Historia de un jaulero y El trapecista del vestido rojo. En las noches más frías y en los días más ardientes, es cuando más se ama la albañilería, y cuando más se siente sobre el cuerpo y aun sobre el alma, la sombra de las casas, el amor de los muros, la caricia de las piedras labradas. ¡Oh, la albañilería! Nació cuando los hombres comenzaron a acercarse a los árboles y a pedir protección a los follajes. Nació con las primeras ramas que los hombres ataron sobre sus cabezas, para cerrar el paso a la lluvia y al sol. Nació como nacen todas las cosas: pequeña y oscura. Mas con el correr de los días fue creciendo, en medio de maderas rudas y de herramientas toscas, hasta que una mañana la tierra se llenó de torres y el cielo de extraños ángeles laboriosos, que hacían saltar estrellas con el golpe de sus martillos. Ningún oficio tan alto y tan noble como la albañilería. No tiene alas visibles, pero es el 81 más alto y el más alado. La albañilería toma la tierra del suelo y la levanta, y lo mismo hace con las rocas: las pone en las alturas. No se cansa de subir, de hacer música mientras sube, de materializar anhelos maternales. Y todo eso para que el hombre tenga un refugio y pueda soñar, unos minutos, que su fuego nunca será esparcido por el viento. La albañilería, con ternura silenciosa pero cierta, protege a las familias, cubre a los enfermos de los hospitales, para que vuelvan a la vida por caminos blancos, y defiende a los tejedores y a los niños. Mientras en el vientre de la esposa crece el hijo, la albañilería —madre también— guarda al que va a nacer entre sus muros. Y mientras el poeta escribe sus poemas, con la esperanza de aumentar la belleza del mundo, la albañilería, atenta al nacimiento de la canción, pone en ésta el calor de la alcoba. Claros y bellos son los albañiles, con sus cabellos al viento, con sus camisas ondeantes, con sus pantalones remangados hasta cerca de la rodilla, con su olor de tierra húmeda y su fragancia de madera aserrada, con su golpe en la nube que pasa y oscurece un momento las plomadas y los andamios. Las colmenas crecen con el rumor de las abejas. Los edificios se agrandan con la música de los 82 albañiles, que es dura, orquestal y dramática. Trabajan en el sitio más alto y lo hacen con amor, aunque el pan es escaso en sus mesas. Mientras unen los ladrillos con argamasa palpitante, silban una canción. Caminan por las tablas tendidas, de uno a otro extremo de las construcciones, y las hacen temblar con los pies anchos y embarrados. La muerte los empuja a veces, los obliga a pisar en el vacío y a estrellarse en las calles, pero vuelven a reanudar el trabajo con las manos del hijo o del amigo. ¡Humildemente son grandes! ¡Anónimamente son heroicos! Dios los contempla desde arriba, desde más arriba, y les lava los rostros con llovizna y con brisa. Los albañiles hacen las aldeas, los pueblos, las naciones, el mundo, y aun el trasmundo, porque trabajan en las orillas del cielo y la fuerza de sus manos se va con el viento, y ayuda a levantar las ciudades eternas. La campana debe a los albañiles su morada, su nido en la cima de la iglesia. La estatua debe a ellos su pedestal, la fábrica su chimenea activa y progresista, y el rascacielos su continente vertical y colosal. Los albañiles dejan en las construcciones lo más hermoso que éstas tienen: el resplandor humano, la huella de los dedos, el rastro de la sangre. Los materiales que los albañiles tocan se iluminan 83 con la luz del hombre, que es insustituible y a la vez fuente inagotable de ternura. Todos los hombres, todos, debemos mucho a la albañilería y a los albañiles, y estamos en mora de retribuirles, aunque sea con una pobre canción, el techo que nos han dado, lo mismo en el verano que en el invierno, lo mismo en la noche de lluvia que en el día de fuego torrencial. Empecemos pues la canción de la albañilería y de los albañiles: ella es de barro y de piedras, y ellos de cal y canto. Ella y ellos son del tamaño del mundo y todos los días crecen más y más, para que nadie se quede sin albergue, y el pudor de los enamorados tenga sombra propicia… Y que el viento complete la canción. El viento y las estrellas. De Elogio de los oficios. Editor: SENA, 1961. 84 LA CASA ENTRE LOS ROBLES Héctor Rojas Herazo Héctor Rojas Herazo (Tolú, 1921 - Bogotá, 2002). Poeta, novelista, escritor, pintor. Libros de poemas: Desde la luz preguntan por nosotros, Agresión de las normas contra el ángel, etc. Novelas: Respirando el verano, En noviembre llega el Arzobispo, Celia se pudre. Recibió numerosos premios y distinciones, imposibles de enumerar aquí. Como pintor realizó más de 50 exposiciones, en Colombia y en el exterior. A un ruido vago, a una sorpresa en los armarios, la casa era más nuestra, buscaba nuestro aliento como el susto de un niño. Por sobre los objetos era un dulce rumor, una espina, una mano, cruzando las alcobas y encendiendo su lumbre furtiva en los rincones. El sonido de un hombre, el retrato, el reflejo del aire sobre el pozo y el día con su firme venablo sobre el patio. Más allá las campanas, el humo de los cerros y en un dulce y lejano confín, entre la brisa, el pájaro y el agua levemente cantando. Todos allí presentes, hermano con hermana, mi madre y la cosecha, el vaho de las bestias y el rumor de los frutos. 87 Adentro, el sacrificio filial de la madera sostenía la techumbre. Una lluvia invisible mojaba nuestros pasos de tiempo rumoroso, de fuerza, de autoridad y límite. Pasaba el aire suavemente, buscaba sombras, voces que derramar, respiraba en los lechos, dejaba entre los rostros su ceniza dorada. Era entonces el día de hojas, de potente zumbido, el día para el cántaro, la miel y la faena. Como un don de reposo llegaba a nuestro cuerpo la noche con su carga de remotas espigas. Nuestro pan, de anhelado resplandor, nuestro asombro y las lámparas derramando sus ángeles sin prisa en los espejos. Como un hombre que anhelara su parte, su sitio en nuestra mesa, el viento dulcemente flotaba en los manteles. La quietud de los muebles, las voces, los caminos, eran todo el silencio en la noche del mundo. 88 Llenando de inaudible presencia las paredes, habitando las venas de pie frente a las cosas. Buscaban nuestras manos un calor circundante e indagaban los ojos otra piel impalpable. Algo de Dios, entonces, llegaba a las ventanas, algo que hacía más honda la casa entre los robles. De Antología, Universidad Externado de Colombia, 2005. 89 DIARIO DE UN TRASTEO Carlos Mauricio Bedoya Carlos Mauricio Bedoya (Bello, Antioquia, 1972). Arquitecto de la Universidad Nacional, Medellín. Cuentos y textos suyos han aparecido en diversos medios: El santuario del perdón, Casa, etc. Ha publicado además varios textos académicos y de investigación. Actualmente es profesor asociado de tiempo completo en la Facultad de Arquitectura de la U.N., Medellín. Domingo Hoy nos hemos trasladado de casa. Como la nueva vivienda está ubicada en la misma urbanización —lo que quiere decir que tampoco esta vez pudimos irnos de Bello—, el trasteo se hizo a pie y de a poquitos. Gran error. Pues nos la pasamos andando de una casa a la otra sin descanso y llevando libros, peluches, ollas, etcétera. La nueva casa presentaba algunos desperfectos y encontramos a un oficial de construcción para arreglarlos. —Ya le terminé los remiendos don Mauricio, pero venga para que miremos el techo del tercer piso, que me da mala espina. —Subamos, don Arturo. —Mire esas tablillas. 93 —Sí, qué tienen. —¡Córrase para allá! Creo que están huecas por el comején. Y sí, estaban huecas. Con solo tocarlas con el palo de la escoba se vinieron al piso astillas y miles de bolitas —la caca del comején— que los dos miramos en su corto y malévolo tránsito vertical. Yo, resignado y triste: se trataba del techo de nuestra alcoba matrimonial y eso quería decir que no podían colocarse la cama y los nocheros que, seis años atrás, trajimos de Nobsa con un gran esfuerzo e igual emoción. Él, don Arturo, tranquilo: no era su culpa y por el contrario gracias a su honradez no quiso irse y dejarnos comiendo excremento de comején cada noche. Por dentro debía estar alegre, porque mal contados eran por ahí unos catorce metros cuadrados, a razón de cuarenta mil pesos cada uno de esos metros, serían quinientos sesenta mil pesos, de los cuales le quedarían libres unos ciento cincuenta mil en dos días. —¡Ah! Y venga le muestro otra cosa. —¿Qué es? —Pregunté ya con cierto temor en la voz: Cuando un albañil dice venga le muestro, es un asunto para preocuparse. —Creo que el calentador, que le dijeron que estaba bueno, en realidad está malo. Pero 94 no lo he movido porque me da miedo que se desfonde. Usted me dirá si lo movemos, don Mauricio. —Claro, don Arturo. Es la única manera de saber si no está podrido por debajo. —¡Córrase para allá! Creo que va a salir agua por todas partes. —¡Espere! Voy a traer unas toallas para ponerlas alrededor. Pero como cuando las cosas están bien se ponen mal, y si están mal tienden a empeorar, mi esposa lo único que empacó fueron las toallas. Empacar, para la mayoría de las mujeres, es esconder, desaparecer, esfumar, etcétera. No encontré las toallas. —Muévalo don Arturo, que ya se hubiera desfondado. —¡Córrase para allá! El agua, mezclada con el ruido del calentador herrumbrado, fluyó como sangre a borbotones por el piso de la cocina. A mí poco me faltaba para dejar fluir de igual manera lágrimas de rabia y tristeza. Trapera en mano y balde al lado, comenzamos a secar el piso. Afortunadamente mi esposa y mi hija estaban lavando la otra casa en esos momentos, porque si no la inundación 95 hubiera sido mayor. Una vez seco el piso, don Arturo corrió los restos del calentador, fue cuando quedó el tatuaje circular terracota, indeleble, en un piso de baldosas color crema. La pared estaba en ruinas y la madera podrida. Los tubos estaban goteando aún a pesar del cierre del medidor ubicado en la calle. En un acto movido por la lástima, don Arturo canceló las salidas de agua y así pudo restablecer el servicio. —Ahí tiene don Mauricio, por lo menos no es sino que cambie el techo, bote el calentador y le volee lija al piso, porque ah feo que le quedó. Ojalá en ese hueco de la madera podrida no haiga un nido de cucarachas. ¡Cucarachas! ¡No! Les tememos más que a los ratones. —Bueno, don Arturo, yo le digo a la dueña cuánto cuestan esos remiendos y lo llamo. —Así quedamos. ¡Ah! Y la cabina del baño del segundo piso también está mala, no abre, hay que bajarla y volverla a hacer… prácticamente. Prácticamente. Otra palabra que quiere decir en el argot de un albañil de oficio: no hay de otra. —Gordita, no podemos acomodar las cosas en el tercer piso. 96 —¡No! ¿Por qué? —Porque el techo está invadido por el comején. Esa noche dominguera nos acostamos los tres en la cama grande de Nobsa, nuestro orgullo. Estábamos muy cansados, pero fue difícil dormir porque comenzamos a extrañar la casa que hasta la noche anterior nos cubrió del frío y del calor. Dábamos vueltas, hasta que pasadas unas horas nos dormimos en esa alcoba matrimonial improvisada, ubicada donde debería quedar el estudio. Los nocheros quedaron pegados a la cama y, como yo estaba en la orilla, me desperté por un golpe que me di en la cabeza con la punta de uno de ellos, también traído desde Nobsa. Comentario del domingo: la casa nueva es una buena casa, pero estuvo sola por varios años y se ha venido a menos. La dueña es honorable y atenta, y sabemos que no dudará en hacer arreglar pronto el techo. Eso nos consuela. Lunes —¡Mamiii! Me despertó ese llamado algo inquietante de Carolina. Eran las seis de la mañana. —Qué hubo mi amor— respondió Paola. 97 —El baño se inundó. —¡Qué! —pregunté, o afirmé, o grité, en fin, da lo mismo. —Que el baño está todo encharcado y el agua va para la sala, papi. Así era. Un hilito de agua bajaba por el baldosín del baño hacia la sala. —Paola, las toallas. ¡Rápido! Y como por arte de magia ella apareció en seguida con tres toallas en sus lindas manos. —¿Usted despierto a esta hora? ¡Y un lunes! Y hasta me hizo sentir mal. Pero yo tengo muy claro que mi jornada de trabajo comienza los lunes a las diez de la mañana y termina los viernes a los doce del día en punto. Miré por dónde salía el agua, y descubrí que el marco inferior de la cabina estaba abierto. —Paola, bañémonos de lado, mirando para la pared y no para la cabina, así el agua rebota en los baldosines y cae al drenaje. —Y ¿por qué no le pones silicona? —Porque no me da la gana de hacer nada en esta casa que tiene todo malo. Mirá, qué pesar de la dueña, no hicieron sino maquillarle la casa y se fueron. —Estás enojado, pero no podemos quedarnos con todos esos daños. 98 —Tenés razón… gordita. Pero esperemos esta semana, si no nos reparan el techo, nos cambiamos de casa. Y si lo arreglan, ya las otras cositas se toleran. Con tal de estar en esta urbanización que no huele a Bello. —Entonces, ¿por qué no nos vamos pues para Medellín? Con esa pregunta tuve para calmarme y para dejar de hablar mal de un pueblo miserable pero que aún me duele dejar. Aunque creo que es más el miedo, o la montañerada de salir de un lugar en el cual uno conoce desde el cura, los maestros de escuela, los ladrones, los sicarios y los políticos. Llamé a la dueña de la casa y me dijo que iban a hacer reparar el techo y luego las otras cositas, que qué pena con nosotros tanta incomodidad. Muy amable ella me pidió el favor de encargarme de todo, que confiaba en mí, pero sobre todo, que si algo le daba pereza era venir a Bello. Entonces entendí el abandono de la casa. Me tocó conseguir un oficial de construcción que fuera cumplido, pulido y honrado. Los milagros existen, ¡lo conseguí! Comentario del lunes: hemos delineado juiciosamente toda la planta baja con tiza matacucarachas china, la original, según la dependiente del supermercado. En la casa 99 nueva no hace tanto calor como en la otra, hermosa y recordada. Tengo miedo a una intoxicación porque Paola trazó con la tiza asesina hasta los bordes del tarro del azúcar encima de la nevera. Martes Me bañé de lado. Funcionó. No hubo encharcamiento en el baño. Las hormigas monas, las de Dios, aparecen por montones a lo largo de las líneas blancas de la tiza. Pero no hay señales de cucarachas. —¡Mauricio! —¡Qué pasó ya gordita, qué se dañó! Pero no era un daño. Era algo peor. —Una cucaracha, en la cocina, al lado de la estufa, mirando para la lavadora. Me había dado las coordenadas precisas para acabarla. Así que me armé de valor y cogí una chancla. Apenas la divisé, di gracias a Dios porque era de las pequeñas, las que llaman apartamenteras, lo que a la vista y a los otros sentidos es más manejable. La maté. Recordé enseguida que en un documental emitido por Discovery Channel informaron que por cada cucaracha que vemos, hay ochenta que no podemos ver, pero que están por ahí. La vida no es fácil. 100 En la tarde llamé a la dueña de la casa y le di los datos del oficial para el arreglo del techo, pero que si ella quería, podía consultar a otros. —No, tranquilo. Yo confío en usted. Deme el teléfono entonces para cuadrar con él, que si usted me lo recomienda… yo confío en usted. Y así quedamos. Ya en la noche, cuando a causa del fenómeno del Niño hacía un calor insoportable en la alcoba matrimonial improvisada, me levanté de la cama para abrir las celosías de la ventana que da al patio del primer piso, que es otra vivienda de una planta. Bastó con mover la guía y se dejaron venir dos de las tres celosías hacia abajo. En una movida circense logré coger una de ellas en el aire, pero la otra, insensible a mis ruegos oculares, siguió su caída. Escuché el ruido originado por la quebrazón de ese frágil material: ¡Trasch! ¡Trasch! ¡Trasch! Y luego silencio. Recordé en fracciones de segundos que en el primer piso también vive una niña. Debía bajar y enfrentar la situación. —¿La niña?— pregunté a la vecina del primer piso cuando me abrió. Ni siquiera la saludé. Pero ella sonreía al igual que sus dos hijas mayores que estaban en la sala. 101 —¡Qué susto, don Mauricio! Pero tranquilo que la casa tiene techados los patios. Mañana le decimos a William que se suba y recoja los vidrios. —¡Qué tranquilidad, Dios mío! Le ofrezco disculpas, pero es que no se imagina usted que ya me da miedo hasta abrir la puerta cuando llego. —Tranquilo, que no pasó nada malo. —Hasta mañana, que tengan buenas noches. Comentario del martes: no recibí llamada de la dueña de la casa para el arreglo del techo. Desde el balcón de la nueva casa, se ve la otra, en la que habitábamos hasta hace tan poco, casi en frente de nosotros. Qué irónica y cruel puede llegar a ser la vida. Miércoles Sé que hay cosas en la vida verdaderamente serias y preocupantes. Pero cómo no sentirse miserable con los grifos goteando, el baño encharcado, las celosías asesinas, el comején malévolo y para colmo un bendito murciélago que duerme en la alcoba de la niña. Lo descubrimos esta mañana cuando Paola y yo entramos al cuarto de Carolina a buscar el Mexana. Aleteó y se voló por la ventana entreabierta. 102 He reparado en la escalera y me he dado cuenta de que su color gris es falso, deben ser capas de mugre acumuladas. La verdad, he llamado a la universidad para decirle al decano que me encuentro mal. —Recupérese tranquilo, que yo confío en usted —me respondió el decano. De toda esta crisis, comenzaba a quedar algo bueno: la gente parece confiar en mí. Decido mejor ir a la universidad, lo que me hizo bien. El estar en casa en vez de ayudarme me estaba volviendo loco. En la noche sentí mucho calor, pero por nada abrí las celosías de nuevo. La dueña de la casa llamó, dijo que el próximo lunes el oficial va a tumbar el techo y a cambiar todas las tablillas. ¡Hurra! Con nosotros adentro, los muebles y los libros. Pero menos mal está el fenómeno del Niño y los días además de calurosos, se muestran benévolos con las lágrimas caprichosas de San Pedro. Comentario del miércoles: en la mañana reforcé con cinta plástica de alto desempeño cada una de las celosías de la casa. Pero aun así no las abrimos. Sábado Dalia ha puesto la casa más amigable con nuestros ojos y nuestro olfato. Las escaleras 103 parecen blancas de nuevo y hasta logró quitar el tatuaje terracota del calentador, el mismo que en medio de mi dolor creí indeleble. Dalia es una empleada doméstica de oficio, conoce muy bien los secretos para todo lo que sea poner en orden una casa. Y no es por nada, pero como nosotros somos los que mejor le pagamos, la tratamos bien y le damos aguinaldo en diciembre, ella nos dice que si le toca amanecer amanece, pero que hoy dormimos contentos. Dalia nos ha comentado que está cómoda porque en esta casa no hace tanto calor como en la otra. Que inclusive es muy fresca y que el planchado de la ropa se le ha hecho menos duro. Entonces salgo al balcón a divisar esa anterior casa, alegre y anhelada, y observo que por su posición el sol la calienta desde las siete de la mañana hasta el último atisbo del ocaso. ¡Qué calor! Pobres los que vienen para esa casa, sobre todo los que van a dormir en la alcoba de arriba, donde Paola y yo dormíamos. Comentario del sábado: pienso en el murciélago. Le hemos propuesto a Carolina que duerma en medio de nosotros, que queremos mimarla y nada más. En la mañana don Álvaro, vidriero de oficio y honrado, nos instaló las celosías y ajustó el aluminio. 104 Lunes Suena el citófono. Son las siete de la mañana en punto. Estoy recién salido del baño, y aunque mi jornada comienza los lunes a las diez de la mañana, de vez en cuando hay que hacer excepciones, pues acordé con mis estudiantes remplazar este lunes la clase del viernes en la mañana debido a un seminario. —Don Mauricio, es el oficial —me comunicó don Orlando, el portero. Entraron tres personas: el oficial y dos ayudantes. Saludaron y se dirigieron al piso de arriba. Dijeron que iban a trabajar sin descanso para sacar el trabajo en dos días. —Eso sí, haga fuerza para que no llueva hoy, porque si no se le inunda la casa —y se pusieron a reír los tres. Pero yo estaba tranquilo, estábamos en medio del fenómeno del Niño. Me fui hacia la Universidad Nacional para la clase de ocho. Hacia las nueve, cuando ya me iba calentando en ese oficio de enseñar, el cielo se nubló, y luego se oscureció. Ya no miraba a los estudiantes sino hacia la ventana. Me comenzó a temblar la voz y me recorría un sudor por toda la espalda. A las diez comenzó a llover, y yo comencé a llorar. 105 Me desparramé en la silla y se me olvidó que estaba dictando una clase. —¡Está lloviendo muchachos! —Sí, y qué hay con eso, profesor. —Pues que llevamos quince días sin una gota de lluvia y hoy se larga a llover. Pero nadie entendía mi pena. Cuando tuve un asomo de calma, de lucidez, miré a mis estudiantes y noté que estaban extrañados ante una actuación tan incoherente. Así que les expliqué, o mejor, me desahogué con ellos, y casi los pongo a llorar a ellos también. Imaginamos las cascadas de agua bajando por las escaleras ya limpias e inundando la sala y las alcobas. Y me vino un destello de luz a la mente: recordé mis vastos conocimientos sobre la geografía bellanita y también sus condiciones climáticas. Ese municipio maldito tiene de particular que el viento siempre va de norte a sur, arrastrando a su paso el polvo de las canteras y el agua de las nubes hacia Envigado, Sabaneta, Itagüí y Caldas. Por eso casi siempre llueve desde Coca Cola para allá (decimos los bellanitas malditos, no los malditos bellanitas, esos son otros). Llamé a Paola al celular, porque ella trabaja en Niquía todo el día. —Gordita, ¿está lloviendo por allá? 106 —¿Lloviendo? Está haciendo un calor insoportable. ¡Dios existía! Algo bueno debía tener Bello. ¡Bendito sea el clima de Bello! Como benditas sean sus calles secas, sin lluvia. Benditos también sus gamines y alcohólicos. Pero no sus sicarios, ladrones y políticos de inescrupulosos ideales. Volví al atardecer y subí al tercer piso. Allí estaban los trabajadores vistiéndose y noté que habían logrado cambiar las tablillas malas por las nuevas. El cuarto estaba cubierto ya. Comentario del día: esa noche se desató un aguacero como hacía tal vez diez años no había presenciado. Subimos, miramos y nos dimos cuenta de que no había una sola gotera. ¡Bendito sea don Arturo! Oficial de construcción honesto y bellanita. Martes Me levanté contento. Hoy entregan entejado, barnizado e inmunizado el techo. Aunque el sol alumbra y las sombras nítidas hablan de su fuerza, la mañana es gélida, porque llovió sin pausa desde la noche anterior hasta la víspera de este amanecer que disfruto. El aire de Bello está limpio, o quizás menos sucio que los días anteriores. 107 La atmósfera se muestra casi inmaculada; las pocas montañas todavía verdes parecen devolverle a la ciudad una esperanza perdida. El cielo está despejado, tal vez descargó sobre nosotros toda esa agua que no resistió más ser nube; hasta debo reconocer que las canteras que ahogan a Santa Rita y a Zamora lucen atractivas, sus faldas brillan, destellan como el metal, y en medio de ellas aparecen cascadas rojizas de la piedra ferrosa que el aguacero lavó, como semejando hilos de sangre emanada de la tierra. Entonces no puedo negar que me gustan los visos de las canteras, pero no ellas. Sin embargo lucen nítidas, dominantes, tras el vidrio del ventanal que en pocos minutos ya ha recibido los picotazos de una tórtola que cree chocarse contra uno de los suyos, pero el otro es frágil y duro… impenetrable. ¡Las aves no entienden el reflejo! Carolina sigue durmiendo con nosotros. Creemos que al piso de arriba también se pueden entrar murciélagos. Pero en un acto de complicidad y resignación al mismo tiempo, hemos movido el escritorio de la niña hacia el centro de su alcoba para que los excrementos del protector animal no estallen sobre sus tablas. Ya la noche es tranquila esta vez y la luna, justiciera, cuela cilíndricas almas de luz por 108 entre las ramas de los guayacanes rosados sembrados en el antejardín de aquella nueva casa. Nosotros entre tanto esperaremos unos días más para que el olor del barniz, impregnado en el techo de nuestra alcoba, se desvanezca por entre las celosías abiertas para mudar allí los corotos que atestan la planta baja. Los restos de la brisa en su viaje indeclinable hacia el sur, mueven las ramas de los dos árboles que en el día nos dan su sombra y en las noches nos celan como guardianes de un bosque encantado. Y este pueblo, como todo bosque encantado, tiene fieras y animales tiernos, cazadores y cazados, débiles y hadas redentoras, además de guayacanes y canteras polvorientas que alimentan un progreso miserable, pero que irónicamente encanta. De Historias de barrio. Fondo editorial Periferia, Medellín, 2014. 109 QUEDARSE EN CASA Carlos Drummond de Andrade Carlos Drummond de Andrade (Itabira, Minas Gerais, 1902 - Rio de Janeiro, 1987). Poeta, cronista, cuentista, ensayista. Gran poeta brasilero, cabeza del llamado Segundo Modernismo. De vasta influencia en las generaciones que le sucedieron. Publicó, entre muchos otros títulos, Alguna poesía, Sentimiento del mundo, La rosa del pueblo, Claro enigma, Cuadrilla, etc. Escribió también algunos libros para niños, siguiendo así una arraigada tradición literaria de su país. Estarse cuatro días y cuatro noches en casa viendo pasar el carnaval, o no viendo ni eso sino entregado a otra y más secreta fiesta, que en este miércoles de Ceniza abre sus pétalos de cansancio como si también hubiésemos saltado y gritado en el club. No prender la televisión, olvidarse de la radio; dejar a los locutores hablando solos, en el ansia de llenar de discursos una celebración hecha de movimiento y de canto. Percibir apenas el grito trémulo, traído y llevado por el viento, de una samba que marca la realidad lúdica sin convidarnos a la integración. Beneficiarse con la ausencia de periódicos, que prueba la inexistencia provisoria del mundo como arquitectura de noticias. Tener como compañero al hermano-gato Crispín, ejemplo de abstención sin sacrificio, manual de silencio y sabiduría, aventurero 113 que experimentó el vértigo de la lucha libre en los tejados y homologa la invención de la poltrona. Penetrar en el vacío del tiempo sin obligaciones, como en un parque cerrado, aprovechando la ausencia de guardias, y descubriendo en él todo lo que los letreros omiten. Aceptar la soledad; elegirla; disfrutarla. Sonreír a los siquiatras que hablan de la alienación del mundo y recomiendan la terapia de grupo. Estimar la pausa como valor musical, el intervalo, el hiato. El instante en que la aguja hiere el disco sin despertar aún ningún sonido. Andar de un cuarto a otro sin que sea en búsqueda de objetos: hallándolos. Descubrir, sin mescalina, los colores que el color esconde; los timbres entrelazados en el ruido. Mirar hacia las paredes, o mejor: mirar las paredes, en torno de los cuadros. Sentir la casa como un todo y como partículas densas, tensas, expectantes, acostumbradas a vivir sin nosotros, desapercibidas, contra nuestro desdén. Habitar realmente la casa, cuatro días: como isla, fortaleza, continente: infinito en lo finito. Reconsiderar los libros; ordenarlos primero con método, después con voluptuosidad, haciendo que cada estantería exija el mayor tiempo posible; verificar que es preciso antes limpiar el polvo de alguno, remover la tonta capa de celofán 114 que envuelve la encuadernación de otro. Releer dedicatorias; abrir al azar libros de poetas que preferimos y que infelizmente no son los más modernos ni los más célebres; copiar media estrofa por donde corre un escalofrío verbal; separar volúmenes que ya no nos hablan y que deben buscar su destino en otras casas. Sentir llegada la hora de los álbumes de pintura con poco o ningún texto, o de los volúmenes iconográficos que nos cuentan París o la vida de Mallarmé. Viajar en fotografías; sentirse imagen fluctuando entre imágenes; la tierra domesticada en figura, tornada familiar sin pérdida de su esencia enigmática. Aceptar que muchos libros comprados a duras penas, pedidos al extranjero o largamente desentrañados en las librerías de viejo, no tienen más que esa oportunidad de comunicación durante el año; dejar que permanezcan a solas con nosotros y nos confíen su secreto. Admitir el hambre, sin exigencia de horario, y matarlo con lo que haya a la mano; renunciar a la idea de almuerzo y cena, en reverencia al sagrado derecho que a todos nos asiste, incluso y ante todo a las cocineras, de disfrutar su carnaval; hallar más placer en esa comida, porque no es reglamentaria ni seguida de nada: todas las obligaciones están suspendidas, y solo 115 valen las que sabemos trazarnos a nosotros mismos. Descubrir en el ocio un espacio inconmensurable, donde cabe todo; no llenarlo demasiado; verterlo a la manera de un explorador que no quiere ser muy rico, y siente igual placer en descubrir que en buscar. Así vuestro cronista pasó el carnaval: sin huir, sin festejar, divertido en su rincón umbroso. De Drummond. Seleta em prosa e verso. Livraria José Olimpo Editora, Rio de Janeiro, 1976. Traducción de E. O. S. 116 LA CASA Eugenio Montejo Eugenio Montejo (Caracas, 1938 - Valencia, 2008). Poeta, ensayista, traductor, editor. Poeta venezolano y universal, fundador de importantes revistas literarias, como Azar. De su obra poética pueden resaltarse títulos como Algunas palabras, Terredad, Papiros amorosos, Trópico absoluto, Alfabeto del mundo, etc. De sus ensayos (entre muchos otros), Cuadernos de Blas Coll (uno de sus varios heterónimos). En la mujer, en lo profundo de su cuerpo se construye la casa, entre murmullos y silencios. Hay que acarrear sombras de piedras, leves andamios, imitar a las aves. Especialmente cuando duerme y en el sueño sonríe —nivelar hacia el fondo, no despertarla; seguir el declive de sus formas, los movimientos de sus manos. Sobre las dunas que cubren su sueño en convulso paisaje, hay que elevar altas paredes, fundar contra la lluvia, contra el viento, años y años. 119 Un ademán a veces fija un muro, de algún susurro nace una ventana, desmontamos errantes a la puerta y atamos el caballo. Al fondo de su cuerpo la casa nos espera y la mesa servida con las palabras limpias para vivir, tal vez para morir, ya no sabemos, porque al entrar nunca se sale. De Terredad. Biblioteca Sibila - Fundación BBVA, España, 2008. 120 LA VENTANA DE COLOR FRESA Ray Bradbury Ray Bradbury (Waukegan, Illinois, 1920 - Los Angeles, California, 2012). Cuentista, novelista, poeta, ensayista, guionista. Para muchos, el mayor escritor norteamericano de ciencia ficción, gracias a libros como País de octubre, Las doradas manzanas del sol, Crónicas marcianas, Las maquinarias de la alegría, etc. Una novela suya, Fahrenheit 451, inspiró al cineasta francés François Truffaut una de sus mejores películas. En el sueño, cerraba la puerta de calle con vidrios de color fresa y vidrios de color limón y vidrios como nubes blancas y vidrios como el agua clara de un río campesino. Dos docenas de cristales enmarcaban el cristal grande de vino frutal, de gelatina y de escarcha. Recordó a su padre que lo alzaba en brazos, cuando era niño. “¡Mira!” Y del otro lado del cristal el mundo era esmeraldas, musgo y menta de estío. “¡Mira!” El cristal lila transformaba en uvas moradas a todos los transeúntes. Y por último el cristal fresa bañaba perpetuamente la ciudad en una calidez rosácea, tapizaba el mundo con el color de la aurora, y parecía que el césped había sido importado de un bazar de alfombras persas. La ventana fresa, más que ninguna, quitaba la palidez a la gente, entibiaba la lluvia fría, incendiaba las nieves ásperas y móviles del mes de febrero. 123 —¡Sí, sí! ¡Allí…! Despertó. Antes de salir totalmente del sueño oyó hablar a sus hijos, y ahora, tendido en la oscuridad, escuchaba el triste ruido de aquella charla, como el viento que arrastra los blancos fondos del mar a las colinas azules, y entonces recordó. —Estamos en Marte. Su mujer gritó en sueños: —¿Qué? Él no tenía conciencia de haber hablado: siguió tendido en la cama, tan inmóvil como le era posible. Pero ahora, como en una rara y confusa realidad, vio que su mujer se levantaba y recorría la habitación como un fantasma, alzando el rostro pálido, mirando fijamente a través de las ventanas pequeñas y altas las estrellas luminosas y desconocidas. —Carrie —murmuró. Ella no lo oyó. —Carrie —murmuró él otra vez—. Tengo algo que decirte… mañana… mañana por la mañana… Pero Carrie estaba de pie, absorta, al resplandor azul de las estrellas, y no lo miró. Si por lo menos hubiese siempre sol, si no hubiese noche… Porque durante el día 124 clavaba maderas construyendo el pueblo, los chicos iban a la escuela, y Carrie tenía que limpiar, cultivar el jardín y la granja, cocinar. Pero cuando el sol desaparecía y las manos se les vaciaban de flores, martillos, clavos y textos de aritmética, los recuerdos, como pájaros nocturnos, los asediaban otra vez en las sombras. Carrie se movió: un leve giro de la cabeza. —Bob —dijo al fin—, quiero volver a casa. —¡Carrie! —Éste no es mi hogar —dijo la mujer. Bob vio que Carrie tenía los ojos húmedos y cuajados de lágrimas. —Carrie, ten un poco de paciencia. —Ya no me queda ninguna. Como una sonámbula, abrió los cajones de la cómoda y sacó una pila de pañuelos, camisas, ropa interior, y los puso encima de la cómoda, sin verlos, tocándolos con los dedos, levantándolos y dejándolos caer. La rutina era ahora muy familiar. Hablaba, sacaba las cosas y se quedaba quieta un momento, y las guardaba otra vez, y volvía con el rostro seco, al lecho y a los sueños. Bob temía que una noche vaciara todos los cajones y buscase las viejas maletas, amontonadas ahora contra la pared. 125 —Bob… —La voz de Carrie no era amarga, sino suave, indefinida, incolora como la luz lunar que entraba en el cuarto—. Tantas noches, durante seis meses, he hablado así. Me siento avergonzada. Tú trabajas tanto construyendo las casas de la ciudad. Un hombre que trabaja de ese modo no tendría que escuchar las quejas de una esposa. Pero no puedo hacer otra cosa que decirlo. Lo que más extraño… no sé, son tonterías. La hamaca del porche. La mecedora, las noches de verano. La gente que pasa caminando o en auto, de noche, allá en Ohio. Nuestro negro piano vertical, desafinado. La cristalería sueca. Los muebles de la sala… Oh, sí, parecían una manada de elefantes, lo sé, y todos viejos. Y los caireles de cristal que se entrechocaban cuando sopla el viento. Y las charlas con los vecinos, allá en el porche, en las noches de julio. Todas esas cosas tontas, pequeñas… no son importantes. Pero son las cosas que me vienen a la cabeza a las tres de la mañana. Perdóname, Bob. —No, no hay nada que perdonar —dijo Bob—. Marte es un lugar remoto. Tiene un olor extraño, un aspecto extraño, y deja una impresión extraña. Yo también pienso por la noche. Venimos de una ciudad hermosa. 126 —Era verde —dijo la mujer—. En primavera y en verano. Y amarilla y roja en el otoño. Y la nuestra era una casa bonita; era vieja, sí, ochenta o noventa años, o algo así. Hablaba de noche, murmuraba, y yo la oía. Todas las maderas secas, los balaustres, el porche de adelante, los umbrales. Los tocabas, y te hablaban. Cada cuarto en un tono diferente. Y cuando al fin hablaba toda la casa, era como tener alrededor a una familia, allí, en la oscuridad, ayudándote a dormir. Ninguna casa de ahora podría ser como aquella otra. Para que una casa se ablande del todo es necesario que vivan muchos en ella, que pase por ella mucha gente. Esta de ahora, esta cabaña, no sabe que yo estoy aquí, no le importa que yo viva o muera. Suena a lata, y la lata es fría. No tiene poros para que entren los años. No tiene un sótano para que guardes las cosas del año próximo y del otro. No tiene una buhardilla para que guardes las cosas del año pasado y de todos los otros años antes que tú nacieras. Si al menos tuviésemos aquí algo pequeño, pero familiar, Bob, entonces podríamos aceptar lo extraño. Pero cuando todas las cosas son extrañas, entonces se necesita una eternidad para familiarizarse con ellas. Bob asintió en la oscuridad. 127 —No hay en lo que dices nada que yo no haya pensado. Carrie miraba a la luz de la luna las maletas arrumbadas contra la pared y tendió la mano. —¡Carrie! —¿Qué? Bob sacó las piernas fuera de la cama. —Carrie, he hecho un condenado disparate, una locura. Todos estos meses te oí soñar en voz alta, asustada, y a los niños por la noche, y el viento, y Marte allí afuera, los abismos del mar y todo y… —se detuvo y tragó saliva—. Tienes que comprender qué hice y por qué lo hice. Todo el dinero que guardábamos en el banco hasta hace un mes, todo el dinero que economizamos durante diez años, Carrie, lo gasté. —¡Bob! —Lo tiré a la calle, Carrie, te lo juro, lo tiré por nada. Iba a ser una sorpresa. Pero ahora, esta noche, aquí estás tú, y ahí están esas malditas maletas en el suelo, y… —Bob —dijo Carrie volviéndose—, ¿quieres decir que hemos pasado por todo esto, en Marte, ahorrando dinero todas las semanas, para que tú lo quemes en unas pocas horas? 128 —No sé —dijo Bob—. Estoy completamente loco. Mira, no falta mucho para que amanezca. Nos levantaremos temprano y te llevaré a ver lo que hice. No quiero decírtelo, quiero que lo veas. Y si no anda, entonces, bueno, siempre están esas maletas y el cohete a la Tierra cuatro veces por semana. Carrie no se movió. —Bob, Bob —murmuró. —No digas nada más. —Bob, Bob… Carrie meneó lentamente la cabeza, incrédula. Bob se dio vuelta y se tendió en la cama, y Carrie se sentó del otro lado y por un rato no se acostó; se quedó mirando la cómoda donde estaban los pañuelos y las joyas y la ropa apilada. Afuera un viento del color de la luna movió el polvo dormido y roció el aire. Al fin Carrie se acostó, pero no dijo nada más; se sentía como un peso frío sobre la cama, contemplando el largo túnel de la noche, esperando a que amaneciera en el otro extremo. Se levantaron a las primeras luces y se movieron por la cabaña sin hacer ruido. Era una pantomima, prolongada casi hasta la 129 hora en que alguien podía gritarle al silencio, cuando la madre y el padre y los niños se lavaban y vestían y tomaban un rápido desayuno de tostadas y jugos de fruta y café. Sin que nadie mirara de frente a nadie todos vieron a los otros en las superficies espejeantes de la tostadora, de la vajilla, de los cubiertos, donde los rostros se descomponían en formas y parecían terriblemente extraños a aquella hora temprana. Entonces, al fin, abrieron la puerta de la cabaña y dejaron entrar el aire que soplaba sobre los mares marcianos, fríos, azules y blancos, donde las olas de arena se disolvían y cambiaban como formas fantasmales, y salieron bajo un cielo frío, fijo y duro, y marcharon hacia una ciudad que no parecía más que el lejano escenario de una película cinematográfica, en un estudio inmenso y desierto. —¿A qué parte de la ciudad vamos? — preguntó Carrie. —Al hangar del cohete —dijo Bob—. Pero antes que lleguemos tengo mucho que decirte. Los niños aminoraron la marcha y caminaron detrás de los padres, escuchando. El padre miraba fijamente hacia adelante, y ni una sola vez, durante todo el tiempo que habló, miró a su mujer o a sus hijos. 130 —Creo en Marte —empezó a decir serenamente—. Pienso que un día será nuestro. Levantaremos casas. Afincaremos aquí. No escaparemos con el rabo entre las piernas. Se me ocurrió un día hace un año, justamente después de nuestra llegada. ¿Por qué vinimos?, me pregunté. Porque sí, dije, porque sí. Lo mismo le ocurre al salmón todos los años. El salmón no sabe por qué va adonde va, pero va, de todos modos. Remonta ríos que no recuerda, torrentes, cataratas, y al fin llega a un sitio donde se reproduce y muere, y todo vuelve a comenzar. Llamémoslo memoria racial, instinto, o no le pongamos ningún nombre, pero es así. Y aquí estamos nosotros. Caminaron en la mañana silenciosa y el cielo inmenso los miraba, y las extrañas arenas azules, o blancas como el vapor, se movían a los pies de los terrestres en el camino nuevo. —De modo que aquí estamos. ¿Y de Marte adónde iremos? ¿A Júpiter, Neptuno, Plutón, o más allá? Perfecto. Y más allá aún. ¿Por qué? Algún día el Sol estallará como un horno defectuoso. Bum, allá va la Tierra. Pero quizá Marte no sufra ningún daño, y si Marte desaparece, quizá quede Plutón, y si Plutón desaparece, entonces, ¿dónde 131 estaremos nosotros, es decir, los hijos de nuestros hijos? Miró fijamente el inmóvil casco del cielo color ciruela. —Bueno, estaremos en algún mundo numerado, tal vez: ¡Planeta 6 del sistema astral 97; planeta 2 del sistema 99! ¡Tan lejos de aquí que parecerá una pesadilla! Nos habremos ido, ¿entendéis?, nos habremos ido para siempre y estaremos a salvo. Y pensé entonces, ah, ah. Por ese motivo vinimos a Marte, por ese motivo los hombres lanzaron cohetes al espacio. —Bob… —Déjame terminar; no para hacer dinero, no. No para ver nuevos panoramas, no. Ésas son las mentiras que cuentan los hombres, las razones imaginarias que se dan a sí mismos. Hacerse ricos, famosos, dicen. Pero todo el tiempo, interiormente, algo, otra cosa, late lo mismo que en el salmón o en la ballena; lo mismo, por Dios, que en el microbio más diminuto que se nos ocurra. Y ese relojito que late en todos los seres vivos, ¿sabéis qué dice? Dice: “Vete, propágate, avanza, sigue nadando. Corre a tantos mundos y funda tantas ciudades que nada pueda destruir al hombre”. ¿Ves, Carrie? No somos nosotros los que hemos venido a Marte, es la raza, o 132 toda la raza humana, según como nos vaya en la vida. Y esto es algo tan enorme que me dan ganas de reír, me hiela de espanto. Bob sentía que los niños marchaban firmemente detrás, y que Carrie iba a su lado, y hubiera querido verle la cara, pero no lo miró. —Recuerdo ahora que papá y yo recorríamos así los campos, cuando yo era niño, arrojando semillas a mano, pues se nos había roto la sembradora y no teníamos dinero para hacerla arreglar. Hubo que hacerlo, de algún modo, para las cosechas siguientes. Dios santo, Carrie, Dios santo, ¿recuerdas esos artículos de los suplementos dominicales? ¡LA TIERRA SE CONGELARÁ DENTRO DE UN MILLÓN DE AÑOS! Yo me enloquecía, de muchacho, leyendo esos artículos. Mi madre me preguntaba por qué. Me desespero por toda esa pobre gente del porvenir, decía yo. No te atormentes por ellos, replicaba mamá. Pero Carrie, ésa es la cuestión, precisamente. Nos preocupamos por ellos. Si no, no estaríamos aquí. Lo que importa es que el Hombre permanezca. El Hombre, así con una H mayúscula. Soy parcial, por supuesto, ya que pertenezco también a la especie. Pero no hay otro modo de alcanzar esa inmortalidad de la que tanto habla el hombre. Hay que propagarse, 133 diseminarse por el universo. Entonces tendremos en alguna parte una cosecha segura, a prueba de fracasos. No importa si en la Tierra hay hambre. La próxima cosecha de trigo estará en Venus o en el sitio adonde haya llegado el hombre en los próximos mil años. Es una idea que me enloquece, Carrie, que me enloquece de veras. Cuando lo pensé me sentí tan entusiasmado que quise correr y decírselo a la gente, a ti, a los niños. Pero, diantre, sabía que no era necesario. Sabía que un día o una noche vosotros mismos oiríais ese tictac interior, y que entenderíais entonces, y que nadie tendría que decir absolutamente nada. Son palabras grandes, Carrie, lo sé, y pensamientos grandes para un hombre que apenas mide un metro setenta, pero no digo más que la verdad. Avanzaban por las desiertas calles del pueblo, escuchando el eco de sus propios pasos. —¿Y esta mañana? —dijo Carrie. —Ya llego a esta mañana. Una parte de mí también quiere volver a casa. Pero la otra parte me dice que si regresamos, todo se habrá perdido. Entonces pensé: ¿qué nos molesta más? Algunas cosas que tuvimos una vez. Algunas cosas de los niños, tuyas, mías. Y pensé que si para comenzar algo 134 nuevo se necesita algo viejo, por Dios, usaré lo viejo. Los libros de historia cuentan que mil años atrás ponían carbones en un cuerno de vaca y soplaban durante el día, y así llevaban el fuego en procesiones de un sitio a otro. Y luego encendían el fuego a la noche con las chispas que quedaban de la mañana. Siempre una nueva antorcha, pero también algo de la antigua. De modo que lo pesé y lo medí cuidadosamente. ¿Acaso lo Viejo vale todo nuestro dinero? me pregunté. No, solo las cosas que hacemos con lo Viejo tienen valor. Bueno, ¿entonces lo Nuevo vale todo nuestro dinero? me pregunté. ¿Estarías dispuesto a invertir para un día de la próxima semana? ¡Sí!, dije. Y si puedo luchar contra eso que nos ata a la Tierra, empaparé mi dinero con keroseno y encenderé un fósforo. Carrie y los dos niños estaban inmóviles, detenidos en la calle, mirando a Bob como si fuese una tormenta que soplaba encima y alrededor casi levantándolos del suelo, una tormenta que no amainaba. —El cohete llegó esta mañana —dijo Bob, al fin, serenamente—. Trajo nuestra carga. Vamos a verla. Subieron lentamente los tres escalones y entraron en el hangar y caminaron por el 135 piso sonoro hacia el cuarto de la carga. Las puertas se deslizaban ahora a los costados, abriéndose al día. —Háblanos otra vez del salmón —dijo a Bob uno de los niños. A mediados de esa calurosa mañana regresaron a la ciudad en un camión alquilado lleno de cajones, paquetes y envoltorios, largos, altos, cortos, chatos, todos numerados y con unos claros letreros que decían Robert Prentiss, Nueva Toledo, Marte. Detuvieron el camión junto a la cabaña y los niños saltaron al suelo y ayudaron a la madre a bajar. Bob se quedó sentado un rato detrás del volante, y luego, lentamente, echó a caminar de un lado a otro mirando la parte posterior del camión, los paquetes y cajones. Hacia mediodía todas las cajas, excepto una, estaban abiertas, y las cosas habían sido puestas en el fondo del mar, donde esperaba la familia. —Carrie… Bob la llevó hasta los antiguos escalones del viejo porche que ahora estaban desembalados al borde del pueblo. —Escúchalos, Carrie. Los peldaños crujieron y susurraron bajo los pies de Carrie. 136 —¿Qué te dicen? Cuéntame, ¿qué dicen? Carrie se quedó de pie sobre los viejos escalones de madera, absorta, sin saber qué decir. Bob movió una mano. —Porche delantero aquí, sala allí, comedor, cocina, tres dormitorios. En parte los haremos aquí, en parte los traeremos. Claro, por ahora solo tendremos el porche y algunos muebles de la sala, y la vieja cama. —¡Todo ese dinero, Bob! Bob la miró, sonriente. —Tú no estás loca ahora, mírame. No estás loca. Lo iremos trayendo todo, el año próximo, en cinco años. La cristalería, esa alfombra armenia que nos regaló tu madre en 1961. ¡Deja que el sol estalle en pedazos! Miraron los otros cajones, numerados y rotulados: Hamaca del porche del frente, mecedora del porche delantero, cristales colgantes chinos… —Yo mismo los soplaré para que tintineen. Pusieron la puerta con sus pequeños paneles de vidrios de colores, en lo alto de la escalera, y Carrie miró a través de la ventana de color fresa. —¿Qué ves? 137 Pero sabía lo que Carrie veía, pues también él miraba por el vidrio de color. Y allí estaba Marte, con el cielo frío entibiado y los mares muertos, ahora de color encendido. Las montañas eran montículos de helado de fresa, y las arenas parecían carbones ardientes zarandeados por el viento. La ventana fresa, la ventana fresa soplaba tenues colores rosados sobre el paisaje, e iluminaba los ojos y la mente con la luz de un amanecer interminable. Allí encorvado, mirando, Bob se oyó decir: —Así será la ciudad dentro de un año. Esto será una calle sombreada, tú tendrás tu porche y amigos. Ya no los necesitarás tanto entonces. Primero estas cosas pequeñas y familiares, y luego verás que Marte crece, y que se transforma, y llegarás a conocerlo como si lo hubieses conocido toda la vida. Bajó corriendo las escaleras hasta el último cajón, cerrado aún, y cubierto con una lona. Agujereó la lona con el cortaplumas. —¡Adivina! —¿Mi cocina? ¿Mi horno? —No, no, nada de eso —Bob sonrió muy dulcemente—. Cántame una canción —dijo. —Bob, estás mal de la cabeza. —Cántame una canción que valga todo el dinero que teníamos en el banco y que ahora 138 no tenemos, pero que a nadie le importa un comino —dijo él. —No sé ninguna más que Genevieve, dulce Genevieve. —Cántala —dijo Bob. Pero Carrie no podía abrir la boca y ponerse a cantar, así como así. Bob vio que movía los labios, pero no salió ningún sonido. Bob desgarró un poco más la tela y metió la mano en el cajón y palpó en silencio un momento, y él mismo empezó a cantar la canción, hasta que movió la mano una última vez y entonces un solo y límpido acorde de piano vibró en el aire de la mañana. —Ajá —dijo—. Cantemos juntos. ¡Todos! Éste es el tono. De Remedio para melancólicos. Ediciones Minotauro, 1992. Traducción de Matilde Horne y F. Abelenda. 139 LA JOVEN TEJEDORA Marina Colasanti Marina Colasanti (Eritrea, 1937). Cuentista, periodista, traductora, ilustradora. Nacida en una antigua colonia italiana, se la considera para todos los efectos una escritora brasilera, cultivadora ante todo de la literatura infantil y juvenil, dueña de una prosa muy cercana a veces a la poesía. Algunos títulos: Una vida toda azul, La casa de las palabras, Penélope manda recuerdos, Lejos como mi querer. Se destaca además como conferencista y ensayista. Se despertaba cuando aún era oscuro, como si oyera al sol llegando por detrás de los bordes de la noche. Y de inmediato se sentaba al telar. Hebra clara, para comenzar el día. Delicado trazo color de la luz, que ella iba pasando entre los hilos extendidos, mientras afuera la claridad de la mañana dibujaba el horizonte. Después lanas más vivas, calientes lanas iba tejiendo hora tras hora, en un largo tapiz que no acababa nunca. Si era demasiado fuerte el sol, y en el jardín pendían los pétalos, la joven colocaba en la lanzadera gruesos hilos grisáceos del algodón más felpudo. Luego, en la penumbra traída por las nubes, elegía un hilo de plata, que en puntos largos bordaba sobre el tejido. Leve, la lluvia venía a saludarla a la ventana. 143 Pero si durante muchos días el viento y el frío peleaban con las hojas y espantaban a los pájaros, le bastaba a la joven tejer con sus bellos hilos dorados, para que el sol regresara a calmar la naturaleza. Así, moviendo la lanzadera de un lado a otro y llevando los grandes peines del telar hacia adelante y hacia atrás, la joven pasaba sus días. Nada le faltaba. Si sentía hambre tejía un lindo pez, prestando atención a las escamas. Y he aquí al pescado en la mesa, listo para ser comido. Si la sed venía, suave era la lana color de leche que se entremezclaba en el tapiz. Y al llegar la noche, después de lanzar su hilo de oscuridad, dormía tranquila. Tejer era todo lo que hacía. Tejer era todo lo que quería hacer. Pero tejiendo y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que se sintió sola, y por primera vez pensó en lo bueno que sería tener un marido a su lado. No esperó al día siguiente. Con el esmero de quien intenta una cosa nunca conocida, comenzó a entremezclar en el tapiz las lanas y los colores que le darían compañía. Y poco a poco su deseo fue apareciendo, sombrero emplumado, rostro barbado, cuerpo esbelto, zapatos lustrosos. Justamente acababa de 144 tramar el último hilo de la punta de los zapatos, cuando llamaron a la puerta. No necesitó abrir. El joven puso la mano en el picaporte, se destocó de su sombrero de plumas, y fue entrando en su vida. Aquella noche, recostada en el hombro de su compañero, la joven pensó en los lindos hilos que tejería para aumentar aún más su felicidad. Y fue feliz, por algún tiempo. Pero si el hombre había pensado en hijos, pronto los olvidó. Porque, descubierto el poder del telar, no pensó en algo distinto que en las cosas que éste podría darle. —Necesitamos una casa mejor —dijo a su mujer. Y parecía justo, ahora que eran dos. Le exigió que escogiera las más bellas lanas color ladrillo, hilos verdes para las puertas y las ventanas, y prisa para dar realidad a la casa. Pero, lista al fin la casa, ya no le pareció suficiente. —¿Para qué una casa, si podemos tener un palacio?— preguntó. Sin esperar respuesta, de inmediato ordenó que fuera de piedra con remates de plata. Días y días, semanas y meses trabajó la joven tejiendo techos y puertas, y patios y escalas, y salas y pozos. Afuera caía la nieve, y ella no tenía tiempo para llamar al sol. La 145 noche llegaba, y ella no tenía tiempo para concluir el día. Tejía y entristecía, mientras sin parar batían los peines acompañando el ritmo de la lanzadera. Finalmente, el palacio estuvo listo. Y entre tantas habitaciones, el marido escogió para ella y su telar el cuarto más alto de la más alta torre. —Es para que nadie sepa del tapiz —dijo. Y antes de trancar la puerta con llave, advirtió: —Faltan los establos. ¡Y no te olvides de los caballos! Sin descanso tejía la mujer los caprichos del marido, llenando el palacio de lujos, los cofres de monedas, las salas de criados. Tejer era todo cuanto hacía. Tejer era todo lo que quería hacer. Y tejiendo, ella misma trajo el tiempo en que su tristeza le pareció mayor que el palacio con todos sus tesoros. Y por primera vez pensó en lo bueno que sería estar sola de nuevo. Solo esperó a que anocheciera. Se levantó mientras su marido dormía soñando con nuevas exigencias. Y descalza para no hacer ruido, subió la larga escalera de la torre, y se sentó frente al telar. Esta vez no necesitó escoger hilo ninguno. Colocó la lanzadera del revés, y, moviéndola 146 veloz de un lado a otro, comenzó a deshacer el tejido. Destejió los caballos, los carruajes, los establos, los jardines. Después destejió los criados y el palacio y todas las maravillas que contenía. Y nuevamente se vio en su pequeña casa y sonrió al jardín a través de la ventana. La noche acababa cuando el marido, extrañando la cama dura, despertó, y espantado miró a su alrededor. No tuvo tiempo de levantarse. Ya ella deshacía el oscuro dibujo de los zapatos, y él vio cómo desaparecían sus pies, cómo se desvanecían sus piernas. Veloz, la nada subió por su cuerpo, tomó su pecho vigoroso, su emplumado sombrero. Entonces, como si oyera la llegada del sol, la joven eligió una hebra clara. Y fue pasándola muy despacio entre los hilos, delicado trazo de luz, que la mañana repitió en la línea del horizonte. De Doze reis e a moça no labirinto de vento. Editorial Nórdica, R. J., 1982. Traducción de E. O. S. 147 LA CASA ENCANTADA Relato anónimo europeo Una joven soñó una noche que caminaba por un extraño sendero campesino, que ascendía por una colina boscosa cuya cima estaba coronada por una hermosa casita blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de ocultar su placer, llamó a la puerta de la casa, que finalmente fue abierta por un hombre muy, muy anciano, con una larga barba blanca. En el momento en que ella empezaba a hablarle, despertó. Todos los detalles de este sueño permanecieron tan grabados en su memoria, que por espacio de varios días no pudo pensar en otra cosa. Después volvió a tener el mismo sueño en tres noches sucesivas. Y siempre despertaba en el instante en que iba a comenzar su conversación con el anciano. Pocas semanas más tarde la joven se dirigía en automóvil a una fiesta de fin de 151 semana. De pronto, tironeó la manga del conductor y le pidió que detuviera el auto. Allí, a la derecha del camino pavimentado, estaba el sendero campesino de su sueño. —Espéreme un momento —suplicó, y echó a andar por el sendero, con el corazón latiéndole alocadamente. Ya no se sintió sorprendida cuando el caminito subió enroscándose hasta la cima de la boscosa colina y la dejó ante la casa cuyos menores detalles recordaba ahora con tanta precisión. El mismo anciano del sueño respondió a su impaciente llamado. —Dígame —dijo ella—. ¿Se vende esta casa? —Sí —respondió el hombre—. Pero no le aconsejo que la compre. ¡Un fantasma, hija mía, frecuenta esta casa! —Un fantasma —repitió la muchacha—. Santo Dios, ¿y quién es? —Usted —dijo el anciano, y cerró suavemente la puerta. De Anónimos. Cuentos populares. Albalearning home. 152 DOS POEMAS Joâo Cabral de Melo Neto Joâo Cabral de Melo Neto (Recife, 1920 Rio de Janeiro, 1999). Poeta y diplomático. Su poesía desnuda, escueta y rigurosa resulta un tanto insular en el ámbito poético de Brasil. Algunos libros: Piedra del sueño, El ingeniero, La educación por la piedra. Su poema dialogado Morte e vida severina, adaptado al teatro con música de Chico Buarque, se convirtió en un éxito notable de crítica y de público. Fábula de un arquitecto La arquitectura como construir puertas, de abrir; o como construir lo abierto; construir, no como aislar y prender, ni construir como cerrar secretos; construir puertas abiertas, en puertas; casas exclusivamente puertas y techo. El arquitecto: el que abre para el hombre (todo se sanearía desde casas abiertas) puertas por-donde, jamás puertas-contra; por donde, libres: aire luz razón cierta. 2 Hasta que, tantos libres amedrentándolo, renegó dar a vivir en lo claro y abierto. Donde vanos de abrir, fue construyendo opacos de cerrar; donde vidrio, concreto; hasta volver a cerrar al hombre: en la capilla útero, con conforts de matriz, otra vez feto. 155 La mujer y la casa Tu condición es menos de mujer que de casa: pues viene de cómo es por dentro o por detrás de la fachada. Hasta cuando ella posee tu plácida elegancia, ese tu revoque claro, risa franca de balcones. Una casa nunca es solo para ser mirada: mejor: tan solo por dentro es posible contemplarla. Seduce por lo que es dentro, o será, cuando se abra; por lo que puede ser dentro de sus paredes cerradas; por lo que adentro hicieran con sus vacíos, con el nada; por los espacios de adentro, no por lo que adentro guarda; por los espacios de adentro: sus recintos y sus áreas, organizándose adentro en corredores y salas, 156 los cuales, sugiriendo al hombre estancias acogedoras, paredes bien revestidas o sótanos placenteros, ejercen sobre ese hombre efecto igual al que causas: el afán de recorrerla por dentro, de visitarla. De Cabral. Antología poética. Editora Sabiá, Rio de Janeiro, 1967. Traducción de E. O. S. 157 LA OCULTA (fragmento) Héctor Abad Faciolince Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958). Novelista, cuentista, ensayista, cronista. Algunos títulos publicados: Tratado de culinaria para mujeres tristes, Basura, Angosta, Traiciones de la memoria, El olvido que seremos. Ha sido traducido a más de diez idiomas, y ha recibido premios nacionales e internacionales, entre estos últimos, uno en China (por Angosta), y dos en Inglaterra y Estados Unidos por El olvido que seremos. Ya nada es lo mismo. Todo empezó a cambiar unas semanas después de la firma de las escrituras. Cuando comenzaron la construcción de la parcelación esto se llenó de máquinas, buldóceres, dragas, aplanadores, camiones que salían con escombros y entraban con materiales de construcción. Movían la entraña de las montañas para hacer terraplenes donde quedarían las nuevas casas de la parcelación. Durante dos semanas las motosierras estuvieron cortando las tecas, que se desplomaban casi sin estruendo, resignadas a su suerte. Al mismo tiempo cortaban los cafetos, los árboles de sombrío del cafetal, las tecas viejas de la alameda de la entrada, pues había que rectificar el camino, los mangos de Tailandia, los almendros, los samanes centenarios que eran como paraguas naturales, inmensos. Como yo puedo ser 161 muy mala, cuando empezaron a cortarlos invité a Eva a que viniera, para que oyera cómo cortaban lo que habíamos sembrado hacía diez o veinte o treinta años. Para que sintiera siquiera una partecita del dolor que yo sentía. Creo que le dolió, pero disimuló bien y hasta nadó e hizo una siesta. Se fue malencarada y no aceptó quedarse a dormir por mucho que le insistimos. En todos los nuevos lotes se veían montones de parches amarillos, rojizos, de la tierra descuajada. Una tela verde, asquerosa, de plástico, encerraba todo el perímetro de la vieja propiedad. Débora nos decía que tranquilos, que eso era normal mientras se hacía la parcelación, pero que el verdor y la paz volverían después, en uno o dos años, cuando se terminara el movimiento de tierras y la construcción de las casas; que ésta era una tierra bendecida por la lluvia y el sol. El viejo verdor nunca ha vuelto hasta hoy. Los nuevos dueños de las parcelas empezaron a construir sus casas: mansiones enormes en estilos distintos: californiano, Bauhaus, colonial, narco-mafioso. Casi todas tienen piscinas, prados, caballerizas, jacuzzis al aire libre, jardines diseñados. Desde la parte de atrás de la casa ya no veo el paisaje abierto que mi memoria recuerda, las fotos muestran 162 y mis ojos añoran: frente a mí hay varios techos de tejas de casas inmensas, y piscinas azules, falsas, todo rodeado por cercos altos de plantas exóticas, con púas, y por la noche chorros de luz que rompen la penumbra e iluminan jardines sosos, geométricos. Ahora el límite de la vieja Oculta es el cedro donde están enterradas las cenizas de mi mamá y los huesos de mi papá, el descansadero. Al menos eso lo respetaron en los planos, pero detrás del cedro, a un metro, pasan la malla y el cerco de la casa vecina. El silencio está hecho de músicas distintas, cuál de ellas peor, y ya no hay caminos ni animales, sino carreteritas pavimentadas por las que pasan a toda velocidad cuatrimotos y motos, camionetas todoterreno blindadas, de vidrios polarizados, inmensos caballos de lujo, purasangres, árabes, españoles, cuarto de milla, y personas que los montan en uniforme, con botas y fustas, como si fueran carabineros, deportistas olímpicos a punto de saltar, o algo así. Vigilantes armados recorren el perímetro de la parcelación en motos japonesas, ruidosas, porque muchoscompradores son negociantes o comerciantes de Medellín, nuevos ricos o ricos viejos, no sé muy bien, ya que con ellos no tenemos ningún trato, y en todo caso tienen miedo de que los atraquen o los secuestren o los maten, y se protegen así. 163 ……………………………………………… La Oculta ya no está oculta ni es silenciosa, sino que está expuesta a todas las miradas indiscretas de los vecinos, desde arriba y desde abajo. Por las mañanas se oye el zumbido infernal de las guadañadoras que cortan los prados del vecindario a ras de tierra. Su zumbido es casi idéntico al de las motosierras, aunque un poco más leve. Todo es peor que antes, pero ahora nuestra casa dizque vale más por estar en medio de una parcelación cerrada y nos han aumentado los impuestos. Hay que pagar una cuota por los porteros, las motos y los vigilantes. Débora dice que al menos siempre tenemos agua limpia. Sí, y cada mes nos la cobran, como si no la tomaran del agua que había sido de nuestros propios manantiales. Alberto se encierra en sí mismo y abona los naranjos y los mandarinos que aún nos quedan alrededor. A veces sale a montar a caballo, pero ya no le gusta tanto; dice que los caballos no trotan igual sobre el asfalto que sobre los viejos caminos de montaña, que el ruido de los cascos sobre el pavimento no es natural. Que las cuatrimotos los espantan. Próspero envejece y no encuentra mucho que hacer. A veces dice que ya va siendo hora de que nos muramos. Todo está muerto, en realidad, y somos nosotros lo único que falta por morir. 164 ……………………………………………… Los meses pasan y la vida sigue. Sé que un día me voy a levantar con ánimos de trabajar y mejorar las cosas otra vez. Si soy capaz de arreglar muertos, también voy a ser capaz de arreglar esta casa que me mataron, de componer la vista que nos robaron. Tengo planes, pero todavía no he tenido la fuerza de empezarlos a realizar. Quiero rellenar el fondo del lago con volquetadas de escombros y de tierra, para hacer un jardín. Y en la parte del frente voy a amontonar una montaña artificial, para tapar la vista de las casas vecinas, hasta que desde los corredores solo se vean los pezones de los farallones y ningún techo. Las colinas las voy a llenar de veraneras de todos los colores, que era la mata que más le gustaba a Cobo, para que cuelguen florecidas y me alegren la vista. Esa misma colina nos va a resguardar del ruido y del registro hacia acá de las otras casas; nos volverá a ocultar. Un día lo hago, cuando me recupere de esta parálisis en que estoy. Tengo que ser capaz, pero por ahora no puedo, estoy como sonámbula, quieta y aturdida. A veces me desvelo en la madrugada y salgo de la pieza y camino por la casa. Al menos entre semana, como la mayoría de las casas de la parcelación son casas de recreo, 165 ya han apagado casi todas las luces de las propiedades alrededor y no hay música, así que puedo oír el viejo cantar de los grillos que resistieron al desastre. Por las fumigaciones, ranas y cocuyos ya no hay, ni han vuelto los murciélagos, las loras ni las guacamayas que anidaban en los troncos secos de las palmas reales, que también cortaron. Las tablas del piso traquean en los mismos sitios y yo me acuesto en una hamaca, en el corredor de afuera, a recibir en la cara el sereno de la madrugada. Por un momento tengo la ilusión de que todo sigue igual; de que en pocas horas empezará a amanecer sobre los farallones, y que su vista no estará interrumpida por las casas vecinas ni por las rejas metálicas que protegen de intrusos la parcelación. A veces me quedo dormida en la hamaca y vuelvo a soñar con el lago, y camino sobre el lago, como en un milagro. Alberto se despierta y se me acerca descalzo, con pasos lentos, silenciosos, pero las tablas traquean en los mismos sitios y yo me despierto. Me pregunta si estoy bien y yo le digo que sí. Me pregunta si quiero café y yo le digo que sí. El aroma del café sigue siendo muy bueno y nos recostamos en la hamaca, uno a cada lado, las piernas entrelazadas, a sorber despacio el café mientras amanece. Aunque toso y estoy ronca, me fumo un cigarrillo, lento, frente a 166 él que ha dejado de fumar. Me gusta su punta roja, intermitente, y el olor del tabaco. Hasta que no llega la luz, tenemos la ilusión de que todavía vivimos en La Oculta, como siempre quisimos. No quiero que amanezca y me parece triste preferir la noche. Se lo digo a Alberto: —Antes la dicha era esperar el amanecer y ver la vista; el día era la vida. Ahora solo es bueno cuando todo está oscuro y es de noche. Empieza a clarear y una niebla blanca y espesa cubre todo el paisaje. Llovizna. Poco a poco el silencio se va llenando de pájaros. Sobre toda la fealdad ha caído el velo de una neblina compasiva. Antes ese velo ocultaba la belleza y la dicha era esperar a que se fuera disipando. Ahora quisiéramos que ese velo tupido siguiera para siempre. —Imaginémonos que debajo de la niebla todo está igual que antes —dice Alberto. —No soy capaz —le digo. Él me acaricia una pierna y, recostados en la hamaca, nos quedamos mirando la neblina. De La Oculta. Editorial Alfaguara, 2014. 167 EL RELATO DEL PARIENTE POBRE (fragmento) Charles Dickens Charles Dickens (Portsmouth, Inglaterra, 1812 - Gads Hills, Inglaterra, 1870). Novelista fundamental del siglo XIX, autor de Oliver Twist, David Copperfield, Historia de dos ciudades, Grandes esperanzas, Canción de Navidad, Papeles del Club Pickwick, La tienda de antigüedades, etc. La inmensa popularidad que alcanzó en vida sigue hoy plenamente vigente. Un auténtico clásico. —Yo no soy muy rico —continuó el pariente pobre, mirando al fuego mientras se frotaba lentamente las manos—, porque nunca me empeñé en llegar a serlo, pero poseo lo suficiente para no sufrir privaciones. Mi castillo no es un lugar espléndido, pero es muy cómodo, tiene al aire alegre y tibio y es la exacta pintura de un hogar. Nuestra hija mayor, que es muy parecida a su madre, es la esposa del hijo mayor de John Spatter. Ambas familias están estrechamente unidas por nuevos lazos de cariño. Por las tardes, cuando estamos todos reunidos, cosa que sucede con frecuencia, y cuando John y yo conversamos sobre tiempos pasados, resulta muy agradable comprobar cómo existió un solo interés entre ambos. Realmente no sé lo que significa soledad en mi castillo. Varios de nuestros hijos o 171 nietos están siempre allí, y las voces jóvenes de mis descendientes son encantadoras, o al menos a mí me deleita el escucharlas. Mi adorada esposa, siempre fiel, siempre amante, siempre servicial, animosa, serena, es la bendición inapreciable de mi casa y manantial de todas las demás bendiciones. Somos una familia amante de la música, y cuando Christiana me nota alguna vez cansado o deprimido se desliza hasta el piano y canta un aire dulce que solía entonar en los primeros días de nuestro matrimonio. Soy un hombre tan débil que no puedo soportar el escucharlo de ninguna otra fuente. Una vez lo oí en el teatro adonde fuera con el pequeño Frank, y el niño preguntó extrañado: “Primo Michael, ¿a quién pertenecen estas lágrimas tibias que acaban de caer sobre mi mano?”. Así es mi castillo y así son los detalles reales de mi vida, allí guardados, adonde suelo llevar a menudo a mi pequeño Frank. Es muy bien recibido por mis nietos y juntos planean toda clase de juegos. En esta época del año, Navidad y Año Nuevo, raras veces estoy fuera de mi casa. Porque los recuerdos de la estación parecen sujetarme allí, y los preceptos de la misma época me dicen que obro bien al no apartarme de mi hogar. —¿Y el castillo está…? —observa una voz grave y afectuosa entre el grupo. 172 —Sí. Mi castillo —contesta el pariente pobre sacudiendo la cabeza y mirando siempre al fuego—, mi castillo está en el aire. John, nuestro estimado anfitrión, indica exactamente su situación. “¡Mi castillo está en el aire!” He concluido ya. ¿Seréis vosotros tan amables que queráis contar otra historia? De Cuentos de Navidad. Colección Austral, Espasa-Calpe, 1983. Traducción de C. Axenfeld. 173 APÉNDICE LA CASA Vinicius de Moraes Era una casa muy agraciada, no tenía techo no tenía nada. Nadie podía en ella entrar, porque no había donde pisar. Nadie podía dormir en redes, porque en la casa no había paredes. Nadie podía hacer pipí, porque no había baños allí. Pero era hecha con mucho esmero, calle Los Bobos, número cero. Tomado del disco L. P. A mi hija Gabriela. Traducción de E. O. S. Vinicius de Moraes (Rio de Janeiro, 1913 Rio de Janeiro, 1980). Poeta, músico, cronista, dramaturgo, diplomático. La indudable importancia de su obra poética se vio un poco desdibujada por sus logros como letrista, compositor e intérprete, figura fundamental de la música de su país desde la década del 50 hasta su muerte, con temas como Serenata do adeus, A garota de Ipanema, Eu sei que vou te amar, Samba da bencâo, y muchas otras. Su obra teatral Orfeu da Conceição, llevada al cine por el director francés Marcel Camus, ganó en 1959 la Palma de Oro del Festival de Cannes.