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Transcripción

Cuentos 2015 La Casa contada y cantada.indd
LA CASA
Contada y cantada
Selección y notas
Elkin Obregón S.
Primera edición
5.000 ejemplares
Medellín, agosto de 2015
Edita:
Fundación C ONFI A R
Calle 52 N.º 49-40
Tel: 448 7500 Ext. 4201. Medellín
[email protected]
www.confiar.coop
ISBN volumen: 978-958-58635-5-2
ISBN obra completa: 958-4702-7
Portada:
Jansel Figueroa
Diseño e Impresión:
Pregón S.A.S.
Este libro no tiene valor comercial
y es de distribución gratuita
Contenido
Ésta es nuestra casa............................. 7
Leonel Estrada
Las casas perdidas................................ 11
Pablo Neruda
La casa del palo de mangos.................. 19
Mauricio López
La casa amarilla.................................... 31
Nubia Amparo Mesa
Últimas noticias de una casa
(fragmentos)........................................ 39
Dulce María Loynaz
Las mil y una noches (fragmentos)..... 47
Las cosas de la casa (tres fragmentos).....51
Celso Román
Palacio y estancia................................. 61
José Guarnizo
Dos poemas.......................................... 73
Rómulo Bustos Aguirre
3
La albañilería........................................ 79
Carlos Castro Saavedra
La casa entre los robles........................ 85
Héctor Rojas Herazo
Diario de un trasteo............................. 91
Carlos Mauricio Bedoya
Quedarse en casa................................. 111
Carlos Drummond de Andrade
La casa.................................................. 117
Eugenio Montejo
La ventana de color fresa..................... 121
Ray Bradbury
La joven tejedora.................................. 141
Marina Colasanti
La casa encantada................................. 149
Relato anónimo europeo
Dos poemas.......................................... 153
Joâo Cabral de Melo Neto
La oculta (fragmento).......................... 159
Héctor Abad Faciolince
El relato del pariente pobre
(fragmento).......................................... 169
Charles Dickens
Apéndice
La casa.................................................. 175
Vinicius de Moraes
4
Y la casa: no es terrestre,
pero es mía.
Marina Tsvietáieva
ÉSTA ES NUESTRA CASA
Leonel Estrada
Leonel Estrada (Aguadas, 1921 - Medellín,
2012). Ortodoncista, poeta, pintor, diseñador,
escultor, crítico de arte. Fue gestor y director de
las cuatro bienales de arte de Coltejer. Publicó
varios libros de ensayo y poesía.
Esta casa es nosotros, cinco hijos y los nietos.
Son las sonrisas pícaras, son los libros y
revistas,
es el estéreo a gran volumen son las
crayolas por el suelo,
el optimismo pegado a una acción a un
objeto simple.
Sin embargo, esta nuestra casa
es frágil como nosotros, poca cosa, como
nosotros.
Algún día, lo sabemos bien,
quedará reducida a un solo corazón que
amaba mucho.
De sitio web Revista UNIR, Universidad de la
Rioja (http://revista.unir.net/1426-lucir-bienleonel-estrada).
9
LAS CASAS PERDIDAS
Pablo Neruda
Pablo Neruda (Parral, Chile, 1904 - Santiago,
Chile, 1973). Uno de los más grandes poetas
del siglo XX. Alcanzó la fama con su libro de
juventud Veinte poemas de amor y una canción
desesperada. Otros títulos: Residencia en la
tierra, El hondero entusiasta, Canto general, Odas
elementales, etc. Póstumamente aparecieron sus
dos libros de memorias, Confieso que he vivido y
Para nacer he nacido. Recibió en 1971 el Premio
Nobel de Literatura.
Me asustan las casas que yo habité:
tienen abiertos sus compases de espera: se
lo quieren tragar a uno y sumergirlo en sus
habitaciones, en sus recuerdos. Yo enviudé de
tantas casas en mi vida y a todas las recuerdo
tiernamente. No podría enumerarlas y no
podría volver a habitarlas porque no me
gustan las resurrecciones. El espacio, el
tiempo, la vida y el olvido, no solo invaden
con telarañas las casas y los rincones, sino que
trabajan acumulando lo que se sostuvo en
ciertas habitaciones: amores, enfermedades,
miserias y dichas que no se convencen de su
estatuto: aún quieren existir.
No hay fantasmas más terribles que
aquellos de los antiguos jardines. Verlaine
tiene un poema saturniano que empieza:
“Dans le vieux parc solitaire et glacé…”. Allí
dos fantasmas han sido condenados a visitar
13
sus propios jardines y el pasado resurrecto
los busca para matarlos de nuevo.
No quiero ver los árboles que me
conocieron. No solo crecieron algunos años
con mi crecimiento, sino que crecieron
solos después, porque ningún árbol necesita
indispensablemente de un hombre. Les basta
la tierra, el agua, las nubes y la luna. Uno está
de más, es ajeno a su atmósfera, a los anillos
de su morfología, a su espacio vital de hojas
y raíces.
Sin embargo, esas raíces y esas ramas
quieren seguir creciendo en el alma de uno.
Por eso está perdido el que regresa a los viejos
jardines abandonados.
Solo una vez quise volver a una casa en
que viví. Fue después de largos años, en la
isla de Ceilán.
Es que la casa se me había perdido. Sabía el
nombre del barrio: Wellawatha, un suburbio
entre la ciudad de Colombo y Mount Lavinia.
Allí, a plena costa reverberante, había
alquilado un pobre bungalow. Frente a mí los
arrecifes de coral, en los que se estrellaba la
fosforescencia marina. Las barcas conocían
los caminos y canales que debían cruzar para
sobrepasar los floridos arrecifes blancos. La
espuma estallaba en el cercano horizonte
azul.
14
Tal vez en aquella casa, solitaria como
ninguna otra, tuve más tiempo yo de
conocerme. Me saludaba apenas levantado
y durante el día me hacía numerosas
interrogaciones. Tuve con seguridad una
intimidad conmigo mismo que pocas
veces he alcanzado. Me ayudaron en esa
comprensión los grandes movimientos del
océano tórrido, las sacudidas del tifón que
hacía desprenderse los cocos de las palmeras
con un estruendo de bombardeo verde. Y
este conocerme y reconocerme, este largo
ensimismamiento, con viento, frutos y mar,
está contenido en mi pequeño libro Residencia
en la tierra, diccionario atormentado de mis
indagaciones personales.
La verdad es que allí viví en la más
exagerada pobreza: la de cónsul de elección
con US $ 166,66, que no me llegaban nunca.
Un cónsul con hambre no se estila. Entre
gente vestida de etiqueta no se puede decir:
“un sándwich, por favor, que me desmayo”.
Por eso me sonrío cuando me llaman
diplomático en las cronologías. En algunas,
por ejemplo, en la revista Esquire, me suponen
antiguo embajador. Los embajadores, según
tengo entendido, tienen la alimentación
asegurada y algo más. Yo solo fui un cónsul
perdido en sus pobrezas.
15
Encontré la calle. No tenía un nombre,
sino un número antirromántico: 42th Lane.
Tal vez por eso lo había olvidado. Anduvimos
con Matilde la callejuela, la misma que
cuarenta años antes me llevaba cada día
hacia la ciudad de Colombo.
Extraño: todas las casas eran parecidas,
pequeñas construcciones de una o dos piezas
y ese jardín suburbano de los trópicos que
se avergüenza por su pequeñez frente a la
jardinería general, de color y esplendor.
Y más extraño aún: al día siguiente iban
a demoler la casa, mi casa.
Así, pues, aquellas habitaciones me
habían seguido gobernando sin que yo lo
supiera. Me habían dado cita y sin saberlo
yo acudía puntualmente al último día de su
vida.
Entré: la pequeña salita y después aquel
estrecho dormitorio en que sólo tuve un
catre de campaña para tantos años de mi
residencia en la tierra. Luego, tal vez, en el
fondo, la sombra de Brampy, mi servidor, y
la de Kiria, mi mangosta.
Salí con ímpetu desde los recuerdos hacia
el sol, hacia la vida.
Mi experiencia había sido mortal. Había
caído en la trampa que me tendió la casa en
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que viví, la casa que quería morir. ¿Por qué
me había llamado?
Estos asuntos quedarán en el misterio
mientras existan las casas y los hombres.
De Para nacer he nacido, Editorial Bruguera,
Barcelona, 1980.
17
LA CASA DEL PALO
DE MANGOS
Mauricio López
Mauricio López. Colaborador del periódico
Universo Centro, Medellín (sin más datos
biográficos).
Lilo mira el cielo para adivinar la hora.
Está seguro de que van siendo las siete.
“Ya casi se levanta la Señora”, piensa en su
solitaria posición horizontal, con la cabeza
apoyada en su brazo derecho y el resto del
cuerpo sobre la tabla maciza que le sirve
de cama. Se entretiene con el cacareo de
las gallinas y el trinar de los pericos para
espantar la pereza, mientras un ejército de
nubes plomizas se va desintegrando en el
marco de un cielo cada vez más brillante. Es
la mañana del domingo, el mejor día de la
semana para la familia Roldán Correa.
El viejo se levanta y estira las piernas.
Es casi ciego, pero se mueve por la casa sin
trastabillar. “Muchos ven lo que yo no veo,
y yo veo lo que muchos no ven”, dice el
llamado “brujo de los pillos de la Comuna
13”. Su insípida barba canosa, su cabello
21
amarillento y sus ojos indescifrables le dan
el aspecto de un rancio gitano. Lilo se adorna
con grandes aretes y una larga camándula que
él mismo fabricó con la ayuda de “fuerzas
extraordinarias”, la cual lo protege de “todos
los males”. Conoce la magia negra y la magia
blanca, y es amigo de todo aquel que lo
respete y lo obedezca.
“Aquel que no me obedece, el cementerio
o la cárcel se merece”, le advierte Lilo a aquellos
que lo buscan por sus saberes paganos.
Cuando doña Gilma Correa se despierta,
la casa del palo de mangos tiembla como
si se la fuera a tragar la tierra. La matrona
de 78 años hace chirriar su cama de hierro,
tose, se frota los ojos, se echa la bendición
y se levanta como la bandera de una nación
golpeada por cientos de guerras. Va hasta la
cocina, esculca las ollas y los polvorientos
gabinetes donde se guarda la poca comida
que pueden comprar diariamente.
“Falta carne”, dice entre dientes la vieja.
“También hay que comprar papas y cebolla”,
añade en un murmullo.
La anciana, de rasgos tan fuertes que no
permiten el mínimo asomo de decrepitud,
llama a uno de sus nietos y lo manda a la
tienda con siete mil pesos. Luego se lava la
cara y va a sentarse en su viejo sillón de cuero
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rojo, cojo de una pata al igual que su marido,
Gabriel Alfonso Roldán, quien todavía ronca
en la ruidosa cama doble que minutos antes
hizo tronar la ‘Señora’.
A las nueve de la mañana toda la familia
está despierta y deambula entre las ruinas
de lo que fue su majestuoso hogar. Astrid y
Edilma, las otras dos mujeres de la casa no
se preocupan por barrer las hojas esparcidas
por el viento de la noche anterior. Lavan y
ordenan platos, tazas y cucharas. Preparan
el fogón de leña y sacan una olla grande para
hacer el sancocho, el plato de los domingos.
Los hombres: Lilo, Carlos, Mario, Antonio
y Gabriel Darío, se sientan en adobes y
tarros de pintura en el frente de la casa, al
lado de doña Gilma, todos en silencio, casi
petrificados, como si estuvieran posando para
un pintor surrealista. Parece que esperan algo
y a distancia, uno piensa que lo que esperan
no es otra cosa que la muerte, y es que esa
casa será el definitivo sepulcro de todos ellos.
Es una familia de más de veinte personas,
casi todos mayores de cincuenta años.
Apenas hay tres jóvenes que no alcanzan la
mayoría de edad a quienes la Policía clasifica
como “posibles integrantes del combo
delincuencial de El Salado”. A la casa del
palo de mangos le falta la mitad del techo,
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algunos muros están rotos y hay puertas y
ventanas que son solo marcos. La mitad de
la familia vive prácticamente a la intemperie.
Las balas y los petardos la han destruido
casi por completo, pero la obstinación de
los Roldán Correa aún la mantiene en pie,
en una especie de protesta silenciosa con un
tinte de mórbido sarcasmo.
Hace cincuenta y cinco años, cuando fue
comprada por las hermanas Correa: Socorro,
María Severina y Marielena, la casa ya había
sido habitada por dos familias diferentes, pero
se encontraba en inmejorables condiciones.
Tenía entonces cincuenta años de haber sido
construida en estricto estilo colonial.
“Era una casa hermosa, con patio, solar y
balcón, tres alcobas, sala y comedor. Cuando
mi mamá y mis tías la compraron les costó
veinticinco mil pesos”, cuenta Gilma, quien
la heredó hace más de veinte años junto a su
hermano Leobardo Enrique Roldán, de quien
dicen: “Murió de pena moral por ver la casa
destruida”.
La casa está ubicada al borde de la
quebrada El Salado, entre las dos únicas vías
que conducen hacia La Loma y San Cristóbal:
dos carreteras angostas y rodeadas de árboles,
piedras y escombros. A pesar de las carencias
económicas, la familia de Gilma y Gabriel
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Alfonso era de las más felices del barrio,
pero todo eso cambió en el 2002 cuando el
Gobierno le dio luz verde a la Operación
Orión, estrategia militar para desterrar a
las columnas guerrilleras que mantenían
azotada esa parte de la ciudad. Las balas
iban y venían día y noche. Se metían por las
ventanas y destrozaban los pocillos, platos,
bombillos…
Soldados, policías, fiscales se tomaron las
calles, los techos y terrazas de la Comuna 13
para enfrentar a las milicias. La casa del palo
de mangos se quedó en medio del bombardeo
sirviendo de trinchera a unos y a otros.
“Cada noche era como si el mundo se
fuera a acabar. Sentíamos las balas cerquita
de la oreja. Nos tirábamos al suelo y nos
cubríamos con los colchones y los muebles.
Los delincuentes dejaban bicicletas bomba,
carros bomba, basura bomba, de todo al pie
de la entrada de la casa; y la policía y ejército
respondían con disparos de fusil”, relata
Gilma sin asomo de reproche. No guarda
ningún rencor la anciana, como si la debilidad
de la casa la hubiera hecho más fuerte, más
dura, más fría.
“Nunca quisimos irnos a pesar de la guerra,
no queríamos perder nuestra única posesión,
nuestro único hogar. Íbamos a defender la
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casa hasta las últimas consecuencias y por
eso estamos aquí, firmes, aunque en la
ruina”, añade la matrona, recicladora como
casi todos sus familiares.
La casa del palo de mangos fue declarada
inhabitable por las autoridades municipales
y está en proceso de expropiación, según
cuenta Dora, una de las hijas de Gilma. Sin
embargo, la peculiar familia no ha hecho caso
de las advertencias y las recomendaciones
gubernamentales. Siguen viviendo en lo
que queda de su hogar, resistiéndose a la
lástima entre los vecinos. A diario madrugan
a recolectar material de reciclaje que luego
venden para subsistir. Compran solo lo del
diario y mantienen la ropa guardada en
maletas, una costumbre que se arraigó en
ellos desde la Operación Orión: “Es mejor
estar listos por si empiezan a matar otra
vez”, explica el inquebrantable Lilo.
“Vale más el bienestar que la plata.
Nosotros no tenemos nada más que el don
de gente”, resalta el brujo subido en un par de
tenis Nike de colores extravagantes.
Al menos por su apariencia, Lilo parece
decir la verdad. La ceguera de su ojo derecho
lo asemeja a uno de esos gitanos con
supuestos poderes para dominar las artes
oscuras, mientras que la agonizante vida
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de su ojo izquierdo recuerda al campesino
que fue; al hombre que cuidaba cerdos en
Belmira hace más de treinta años. Doña
Gilma respeta a Lilo y le permite realizar
sus rituales dentro de la casa. Allí, aseguran
muchos vecinos, han ido algunos de los
más peligrosos criminales de Medellín para
pedirle al brujo que les rece las armas o las
partes más vulnerables de sus cuerpos: “Un
día vino un jefe de banda con escapulario,
se lo ató en el tobillo y le pidió a Lilo que lo
rezara. Ese hombre duró más de quince años
en las balaceras. Ahora está en la cárcel,
pero vivo”, cuenta con asombro Edilma
mientras se sirve un tazón de aguapanela
con limón.
En la casa del palo de mangos todo el
mundo es bienvenido, hasta los policías.
Allí, en medio de escombros, paredes a
punto de caerse y muebles estrafalarios
no solo sobreviven Gilma y sus familiares,
también habitan esas ruinas tres ancianas
tortugas, dos loros que solo hablan para
pedir marihuana, treinta pericos, veinticinco
gallinas, cinco patos, cuatro cacatúas,
una pisca que se llama Chula, tres gansas
que conversan con la gente y se roban los
cordones de los zapatos, y tres perras: Luna,
Paquita y Lupita.
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Ningún integrante de la familia pasó por
las aulas de una escuela. Todo lo que saben lo
aprendieron de la experiencia y de sus padres
y abuelos. Algunos llegaron a tener sueños,
como Gabriel Alfonso, quien de niño quiso
ser bombero, hasta que por accidente generó
un incendio en el corral de las gallinas de su
casa en Belmira y desde entonces les teme a
las llamas tanto como a las serpientes.
Gilma nunca soñó con nada en particular.
Simplemente quería ser la madre de una gran
familia. “Yo estoy satisfecha, incluso con mi
casa en ruinas. Tengo mi familia y todos acá
vivimos bien, sin quejarnos. Aquí hasta las
ratas son de la familia”, dice la vieja mirando
los grotescos y gordos roedores que a esa hora
del día asoman la cabeza desde la quebrada
El Salado.
Antes de las diez de la mañana Alejandro
vuelve con lo que le encargó la abuela.
Edilma, Dora y Astrid se disponen a preparar
el almuerzo, mientras la Señora se va a un
lugar más cubierto para lavar su añejado
cuerpo y su escaso cabello gris con mechones
rojos. Cuando culmina su limpieza espera
a su marido para ayudarlo en la misma
tarea. A continuación, uno a uno, todos los
integrantes de la familia corren a bañarse,
algunos con más cuidado que otros.
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Al mediodía se reencuentran en un
improvisado comedor que se sostiene sobre
una llanta de camión. Edilma sintoniza
una emisora tropical en un radio de pilas.
Un suave viento mece el palo de mangos y
las tres perras de la familia menean la cola
al borde del comedor. Todos están felices y
por un momento olvidan que en realidad no
tienen casa donde vivir, pues no hay mucha
diferencia entre quedarse allí o mudarse a un
hogar de paso. No hay muros ni techo que los
resguarden de la lluvia, el frío o el sol, y sin
embargo, los Roldán Correa permanecen allí,
como una rara e impenetrable pared hecha
de orgullo, sangre y misticismo.
No van a irse a ninguna parte. No quieren
irse a ninguna parte.
De Universo Centro. Colección 2008-2014.
Corporación Universo Centro.
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LA CASA AMARILLA
Nubia Amparo Mesa
Nubia Amparo Mesa (Medellín, 1959). Hace
parte del Grupo Literario El Aprendiz de Brujo,
de Medellín, desde su fundación. Varios de sus
cuentos aparecen en los libros Primer conjuro,
La palabra se baña en el río, Cuando el río suena
y El traído, Cuentos de Navidad. Es periodista y
profesora universitaria.
La casa no tiene ventanas hacia la calle. Es
ciega, piensa Paulina cuando pasa por la acera,
escrutadora y curiosa. Se detiene frente a la
puerta de madera cuarteada por el sol. Muchas
veces, camino a la universidad, se ha quedado
mirando esas paredes amarillas, antiguas y
desvencijadas. ¿Y si golpeara? Tal vez pueda,
de una vez por todas, saber quién vive ahí.
Cuando pasa en las noches ha visto la luz que
se filtra por debajo de la puerta. Significa que
esa casa no está muerta. A pesar de la rigidez
que ostentan sus paredes y la puerta siempre
cerrada, algo palpita en ella. Paulina trata de
encontrar un agujero, una grieta, algo que
le permita escudriñar ahí dentro, pero todo
es tan hermético. Pone su oído contra el
postigo y solo escucha su propia respiración.
Esa pequeña ventana en la puerta parece el
ojo de un cíclope que mira lo que le conviene
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sin ser visto. Una gotera se desliza desde el
techo carcomido por la lluvia y le cae en la
frente. Me voy, ya debo parecer sospechosa
para los vecinos. Se dispone a cruzar la calle
cuando, de repente, alguien le cierra el paso.
Es un hombre de pelo enmarañado y surcos
profundos en el rostro mugriento. Su mirada
la traspasa como un dardo envenenado. Vos
sos la que estaba buscando. Siente cómo el
miedo le sube desde el centro del vientre y
se vuelve temblor en todo el cuerpo. No hay
escapatoria, está atrapada en un callejón
cuya única salida parece ser esa puerta, si
se abriera. El hombre permanece ahí con
esa mirada de fiera ofendida. No se mueve,
pero saca la lengua como un reptil ante la
presa. El gesto le lastima, le devuelve un
rostro olvidado en el laberinto de recuerdos
de la infancia, en una calle oscura y solitaria.
Revive esa amenaza, la de alguien que
pretende reducirla y aprisionarla.
Entonces se decide y golpea con fuerza
sin dejar de mirar al intruso. Su corazón
palpita más fuerte que sus puños que siguen
golpeando con apremio. Y el milagro se hace.
Por el postigo puede ver una mirada bondadosa
y una barba blanca de patricio romano. ¿Qué
se le ofrece? dice con voz dulce y pausada. Por
favor ayúdeme, tengo miedo.
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El sello se rompe y la puerta se abre.
Paulina está temblando y de un salto traspasa
esa puerta que le ofrece un refugio. El miedo
la ha enmudecido. Entonces escucha el ruido
seco de la puerta que se cierra y ve las manos
blancas y largas del viejo que, empujando su
espalda, la conducen por un corredor oscuro.
Ella no habla pero se vuelve oídos, ojos,
olfato y tacto. Sus pasos leves resuenan en
medio del silencio penumbroso del corredor,
un túnel que se abre en un patio donde la luz
muriente del día se filtra dejando ver unas
paredes mohosas y vacías. Sin embargo, y no
sabe por qué, siente que su miedo se deshace.
Percibe los acordes de una melodía conocida.
Es el Concierto de Aranjuez. Su padre lo
escucha con frecuencia en las mañanas de
domingo. El sonido de la guitarra la eleva
como si fuera una cometa que remonta
el cielo en una tarde de verano. Es una
sensación de frescura y libertad. Ahora está
en una casa extraña, de luz tímida, trastos
olvidados, puertas a medio abrir que guardan
objetos fantasmales, pero se siente segura, y
con asombro descubre que ahí, en ese espacio
donde al parecer el tiempo se ha detenido,
hay una fuente de aventura y conocimiento.
Casi sin mover la cabeza pasea la mirada por
los objetos que se revelan mientras recorre
el corredor que termina en unas escaleras de
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madera. Un sillón desgastado de terciopelo
azul, un reloj de pared marcando una hora
que ya pasó o que vendrá más tarde, un
armario alto como un gigante escondido
en el rincón de una alcoba en penumbra, el
esqueleto de una cama recostada a la pared.
Ahí está la escalera. Una luz difusa y
amarilla alumbra los peldaños de madera que
ascienden con desgano, quizá acostumbrados
al paso lento del viejo. Paulina se detiene
ante esa nueva senda que se abre a sus ojos.
Él apoya una mano en la baranda y le hace
una señal con la otra para que continúe. En el
último peldaño percibe el humo y el olor del
cigarrillo que se consume solitario encima
de una mesa. Las volutas azules danzan en
el recinto. Es lo único que se mueve en ese
salón, pero Paulina sospecha que la vida
circula allí con la misma levedad de una hoja
que cae. Sus ojos se deleitan con ese paisaje de
anaqueles empotrados en las paredes donde
se asoman cientos de libros que la miran
como haciéndole guiños para que vaya tras
ellos. Sobre una mesa lateral se acumulan en
desorden revistas, periódicos amarilleados
por el tiempo, carátulas de discos y películas,
a un lado, en un tablero de ajedrez, las huellas
de una batalla iniciada, un alfil amenazando
a la torre, figuras negras y blancas en espera
de la mano que las conduzca hacia el triunfo
36
o la derrota, y frente a una pequeña ventana
que da al patio, un caballete con un lienzo en
el cual Paulina distingue un rostro de mujer.
El viejo sonríe con una sonrisa blanda
y Paulina solo atina a decirle gracias. No
te preocupes niñita, siéntate, has llegado
justo a tiempo. A tiempo para qué, cavila
Paulina. ¿Presenciará algún ritual secreto?
¿Compartirá algún brebaje mágico? De
nuevo esa pretensión, alguien que la busca,
alguien que la espera, como si ella fuera una
pieza que encaja en cualquier rompecabezas.
El hombre de la calle le produjo miedo, casi
terror, pero este viejo de aspecto bondadoso
y refinados modales la hace sentir como una
predestinada. A tiempo para qué, pregunta
por fin. Quiero pintar el brillo de una mirada.
Sé que has venido para traerme la claridad que
han bebido tus ojos. Paulina no sabe cómo
responder, pero entorna los ojos y despliega
una sonrisa, se detiene en el recuerdo de un
pájaro azul columpiándose en una rama.
Solo gira un poco la cabeza, le dice él.
Ahí está Paulina, extraviada, sumida en
un pequeño mundo donde se siente como
un personaje de ficción que se ha perdido
en el tiempo y en el espacio, no tiene prisa.
La música deja de sonar y el silencio de la
casa la envuelve como la suave caricia de
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un vestido de seda. Puede ver al fondo de la
habitación el destello de su propia mirada
que se revela bajo un pincel. El miedo ha
sido exorcizado y se desvanece en el aire con
su rancio aroma de misterio. Parece que ella
y el viejo estuvieran allí para desterrar sus
fatigas. Parece que, desde ahora, iniciaran
un viaje por las historias que antes les eran
invisibles. Parece que su conexión fuera un
antídoto contra la desesperanza, como si sus
asombros les marcaran un nuevo rumbo.
De Las voces que trae la brisa, Fundación Arte &
Ciencia, Colección Literatura, 2014.
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ÚLTIMAS NOTICIAS
DE UNA CASA
(fragmentos)
Dulce María Loynaz
Dulce María Loynaz (La Habana, 19021997). Poeta, novelista, conferencista, cronista,
viajera. Libros de poemas, Juegos de agua, Poemas
sin nombre, Últimas noticias de una casa, etc. Su
novela Jardín es una especie de evocación lírica
de su infancia. Recibió numerosos premios y
distinciones en su país y en el exterior, entre
ellos el Miguel de Cervantes en 1992.
A mi más hermana que prima,
Nena A. de Echeverría
Nadie puede decir
que he sido yo una casa silenciosa;
por el contrario, a muchos, muchas veces
rasgué la seda pálida del sueño
—el nocturno capullo en que se envuelven—,
con mi piano crecido en la alta noche,
las risas y los cantos de los jóvenes
y aquella efervescencia de la vida
que han borbotado como siempre en mis
ventanas
las mujeres enamoradas.
No me han faltado, claro está, días en blanco.
Sí, días sin palabras que decir
41
en que hasta el leve roce de una hoja
pudo sonar mil veces aumentado
con una resonancia de tambores.
Pero el silencio era distinto entonces:
era un silencio con sabor humano.
Quiero decir que provenía de “ellos”,
los que dentro de mí partían el pan;
de ellos o de algo suyo, como la propia
ausencia,
una ausencia cargada de regresos,
porque pese a sus pies, yendo y viniendo,
yo los sentía siempre
unidos a mí por alguna
cuerda invisible,
íntimamente maternal, nutricia.
Y es que el hombre, aunque no lo sepa,
unido está a su casa poco menos
que el molusco a su concha.
No se quiebra esta unión sin que algo muera
en la casa, en el hombre… O en los dos.
……………………………………………
Soy una casa vieja, lo comprendo.
Poco a poco —sumida en estupor—
42
he visto desaparecer
a casi todas mis hermanas,
y en su lugar alzarse a las intrusas,
poderosos los flancos
alta y desafiadora la cerviz.
Una a una, a su turno,
ellas me han ido rodeando
a manera de ejército victorioso que invade
los antiguos espacios de verdura,
desencaja los árboles, las verjas,
pisotea las flores.
Es triste confesarlo,
pero me siento ya su prisionera,
extranjera en mi propio reino,
desposeída de los bienes que siempre fueron
míos.
No hay para mí camino que no tropiece con
sus muros;
no hay cielo que sus muros no recorten.
Haciendo de él, botín de guerra,
las nuevas estructuras se han repartido mi
paisaje:
del sol apenas me dejaron
43
una ración minúscula,
y desde que llegara la primera
puso en fuga la orquesta de los pájaros.
Cuando me hicieron, yo veía el mar.
Lo veía naturalmente,
cerca de mí, como un amigo;
y nos saludábamos todas
las mañanas de Dios al salir juntos
de la noche, que entonces
era la única que conseguía
poner entre él y yo su cuerpo alígero,
palpitante de lunas y rocíos.
Y aun a través de ella, yo sabía
adivinar el mar;
puede decir que me lo respiraba
en el relente azul, y que seguía
teniéndolo, durmiendo al lado suyo
como la esposa al lado del esposo.
Ahora, hace ya mucho tiempo
que he perdido también el mar.
Perdí su compañía, su presencia,
su olor, que era distinto al de las flores,
y acaso percibía solo yo.
44
……………………………………………
Que pase una la vida
guareciendo los sueños de esos hombres,
prestándoles calor, aliento, abrigo;
que sea una la piedra de fundar
posteridad, familia,
y de verla crecer y levantarla,
y ser al mismo tiempo
cimiento, pedestal, arca de alianza…
Y luego no ser más
que un cascarón vacío que se deja,
una ropa sin cuerpo que se cae.
No he de caerme, no, que yo soy fuerte.
En vano me embistieron los ciclones
y me ha roído el tiempo hueso y carne,
y la humedad me ha abierto úlceras verdes.
Con un poco de cal yo me compongo:
con un poco de cal y ternura…
……………………………………………
Allá lejos
la familiar campana de la iglesia
aún me hace compañía,
45
y en este medio día, sin relojes, sin tiempo,
acaban de sonar lentamente las tres…
……………………………………………
La Casa, soy la Casa.
Más que piedra y vallado,
más que sombra y que tierra,
más que techo y que muro,
porque soy todo eso, y soy con alma.
Decir tanto no pueden ni los hombres
flojos de cuerpo,
bien que imaginen ellos que el alma es
patrimonio
particular de su heredad.
Será como ellos dicen; pero la mía es mía sola.
Y, sin embargo, pienso ahora
que ella tal vez me vino de ellos mismos,
por haberme y vivirme tanto tiempo,
o por estar yo siempre tan cerca de sus almas.
Tal vez yo tenga un alma por contagio.
De Dulce María Loynaz. Poesía completa. Editorial
Letras Cubanas, La Habana, 1993.
46
LAS MIL Y UNA NOCHES
(fragmentos)
Las mil y una noches. Extenso libro oriental
de relatos, tesoro de la literatura universal, de
orígenes y procedencias inciertas. Se ignora
la fecha de su compilación definitiva, que
fluctuaría entre los siglos XII y XVI. En 1704,
Antoine Galland “reveló las Noches a Europa”.
Dice Borges: “Los siglos pasan y la gente sigue
escuchando la voz de Shahrazad”.
¡Oh casa! ¡Ojalá no trasponga tu umbral
nunca la tristeza, ni nunca pese el tiempo
sobre la cabeza de tus habitantes!
¡Oh casa! ¡Ojalá dures eternamente para
abrir tus puertas a la hospitalidad, y jamás
seas demasiado estrecha para los amigos!
¡Oh casa de dicha! ¡Ojalá dures tanto
tiempo como han de regocijarse tus boscajes
con la armonía de tus pájaros!
¡Que los perfumes de la amistad te
embalsamen tanto tiempo como han de
languidecer tus flores por saberse tan
bellas!
¡Y que tus poseedores vivan en la
serenidad tanto tiempo como han de ver
tus árboles madurar sus frutos y han de
lucir nuevas estrellas en la bóveda de los
cielos!
49
¡Oh casa de lujo y de gloria! ¡Ojalá te
eternices en tu belleza bajo la cálida luz y
bajo las tinieblas dulces, a despecho del
tiempo y las mudanzas!
De Las mil y una noches, Noche 655. Tomado de
internet, sin crédito editorial ni de traducción.
50
LAS COSAS DE LA CASA
(tres fragmentos)
Celso Román
Celso Román (Bogotá, 1947). Estudió medicina
veterinaria, y luego arte. Como escritor, ha
optado casi siempre por la literatura infantil y
juvenil, con títulos como El hombre que soñaba,
De ballenas y de mareas, Acerca y de lejos, etc.
Ha recibido numerosos premios nacionales e
internacionales, entre ellos el Enka de literatura,
con Los amigos del hombre, cuya primera edición
ilustró.
Las tejas
Las tejas son la variedad voladora
de la familia de los ladrillos. La creencia
popular asumía que los ladrillos eran
los machos y las tejas las hembras de la
especie, posiblemente debido a que en los
sitios de crianza se encontraban unos y
otras entremezclados hasta la época de la
migración. Pero las diferencias son radicales
en lo referente a costumbres y hábitat: las
tejas prefieren el aire libre, la intemperie,
la lluvia, el sol y la luna. Los ladrillos,
como lo hemos visto anteriormente,
prefieren, por su forma y temperamento,
el amontonamiento vertical de paredes y
muros que en muchas ocasiones deben estar
protegidos de algunos factores ambientales
que son indispensables para la vida de las
tejas.
53
Ese amor por las alturas, esa necesidad
de acomodarse mirando al cielo y a las
nubes proviene de la característica particular
mediante la cual llevan a cabo su viaje:
el vuelo. Al completar su estado larval en
el chircal, salen a la hora del crepúsculo y,
gracias a su forma plana y curvada, aletean
fuertemente hasta que alcanzan alguna
columna de aire caliente, que aprovechan
para movilizarse planeando en grandes
círculos; de esta manera van en busca de los
cráteres y los ríos de lava donde alcanzan
su maduración. No hay que creer que por
el hecho de volar, las tejas están menos
expuestas que sus parientes los ladrillos a los
peligros de la migración: la naturaleza pesa
con una balanza inflexible sus especies, pues
cuando alguna se reproduce con un número
elevadísimo de crías, solamente unas cuantas
logran alcanzar la edad adulta. Si una bandada
de tejas no consigue una buena corriente
de aire, puede perecer fácilmente pues su
capacidad de aleteo es reducida; también
puede ocurrir que una tormenta las lleve
hacia el mar o que un aguacero repentino las
deslía como les ocurre a los adobes.
Tímidas como la mayoría de las aves
silvestres, no se han vuelto a ver volando
en grandes bandadas, pues la congestión
del cielo por las rutas aéreas, el humo de las
54
chimeneas y los factores antes mencionados,
las han reducido a la quieta inmovilidad de los
tejados. Allí, sin embargo, se sienten felices
y hasta han encontrado un par de amigos y
confidentes entre los animales domésticos: el
gato y la paloma. El gusto debe ser recíproco
para que se produzca esa vida en armonía
que los sabios han llamado “simbiosis” y
que es algo así como una sociedad sin ánimo
de lucro, basada en el amor, el respeto y la
colaboración. Tal como los pájaros carpinteros
limpian de larvas y gorgojos las grietas de las
mesas y las cortezas de los árboles, los gatos
y las palomas mantienen los techos libres
de incómodos insectos y de desagradables
roedores que colonizan las uniones entre
teja y teja, muchas veces cavando galerías
que ocasionan goteras. Los techos, a su
vez, suministran a sus huéspedes un lugar
alto y ventilado, silencioso y seguro, desde
donde pueden contemplar tranquilamente el
mundo y meditar acerca de las cosas bellas
de la vida.
No hay pues que extrañarse si en alguna
noche clara se escuchan sonrisas en los
techos. No deben ser motivo de alarma ni
de preocupación: seguramente se trata de
las cosquillas que les hacen a las tejas las
felpudas patas de los gatos enamorados que
corretean por las alturas.
55
Las ventanas
Las primeras, primerísimas ventanas,
antes de ser los rectángulos de hierro y cristal
de las casas actuales, eran enormes mariposas
de alas transparentes, que libaban el néctar
en grandes flores de vidrio coloreado.
La necesidad y las manos han hecho
del hombre un gran maestro, pues como
dice al antiguo proverbio oriental, “quien
oye, olvida, quien ve recuerda y quien hace,
aprende”.
La casa fue el resultado de muchos
ensayos y errores que se iban superando, de
la experimentación de materiales y del uso
constante de imaginación para resolver los
problemas.
Cuando el hombre construyó las primeras
viviendas las hizo sin ventanas, y más que
incómodo, era triste no tener dentro de su
habitación los rayos del sol durante el día y
los luceros, las estrellas y la luna durante la
noche.
Hizo entonces huecos en las paredes,
pero entraban también el viento, la lluvia, el
granizo y la arena. Probó muchos materiales,
pero ninguno le daba resultados que lo
dejaran satisfecho: si el cuero, por ejemplo,
trancaba la lluvia y la arena, no dejaba pasar
56
la luz; la seda, en cambio, permitía el paso de
la luz, pero no detenía la lluvia.
En una de sus excursiones hasta las
altas montañas de las flores de vidrio, que
cada año visitaba para recoger capullos que
posteriormente utilizaba como lámparas,
el constructor de la casa sin ventanas,
usando una sutil trampa de miel e hilos de
seda, capturó una de las mariposas de alas
transparentes. La domesticó y le enseñó a
vivir sobre el hueco de la pared; el insecto
aprendió a abrir las alas por la mañana para
que entrara la brisa perfumada del campo y
a cerrarlas cuando llegaba la noche.
Pronto capturó otras, que alimentadas
con miel, se adaptaron perfectamente a la
compañía del hombre.
El éxito logrado al inventar una ventana
que dejaba pasar el rayo de sol sin romperla
ni mancharla, que protegía la habitación del
viento, la lluvia y el granizo, hizo que la cría
de mariposas de alas transparentes creciera
enormemente, hasta el punto de que aquella
nación se volvió famosa por los extensos
jardines de flores de vidrio permanentemente
sobrevolados por los extraordinarios insectos.
Pero muy pronto los fenicios, que fueron
los abuelos de los grandes mercaderes de hoy
día, inventaron el cristal, movidos tal vez
57
por el afán de ganancias rápidas y la envidia
que les despertaba ese hermoso país donde
criaban las mariposas de alas transparentes.
El mundo hasta entonces conocido se
inundó de ventanas corrientes, de vidrio
común, que muy pronto hicieron fracasar
los criaderos de mariposas y los cultivos de
flores. No se volvieron a ver en el mundo esas
delicadísimas ventanas, que de día permitían
el paso de los rayos de sol, y de noche la
sonrisa de la luna, el canto de las estrellas y
la música de los luceros.
Las cosas de la casa
Una vez reunidas las paredes y las tejas,
los pisos y los muebles, el patio y los jardines,
los armarios, la ropa, las ollas y todo lo demás,
la casa está lista para empezar a vivir.
Cuando llega una familia la casa despierta,
se alegra cuando el amor purifica sus rincones,
la llena de calor y en ella nace un niño.
La casa respira cuando la brisa pasa por
puertas y ventanas; su sangre es el agua y su
corazón el tanque que silba por la noche, sus
paredes sienten y sus ventanas miran a la calle.
La casa se alegra cuando la barren, le
cuidan el jardín y le limpian el patio a baldados
de agua con jabón y después la peinan con un
trapero. Se diría entonces que es muy fácil
58
hacerla feliz, pero no nos engañemos porque
ella no se deja engañar.
Hay dos condiciones fundamentales
para la felicidad de una casa; que haya amor
en la familia que la habita, y que esa familia
sea la dueña de la casa.
Si vamos a mirar las estadísticas de
la infelicidad de las casas, lo primero que
nos van a mostrar es que en este país y en
muchos otros, las casas tienen unos pocos
dueños que las arriendan a miles, tal vez
millones de familias. Eso es particularmente
grave porque la preocupación del padre por
conseguir el dinero para pagar el arriendo
y la de la señora por ahorrar, hacen que la
casa reciba toda esa tensión reflejada en
gritos, llanto de los niños, frecuente cambio
de inquilinos y el consiguiente deterioro de
pisos, paredes, enchufes, puertas y ventanas.
Esas casas habitadas de paso, sometidas
al llanto constante, a la angustia económica
perenne, llega el momento en que lloran
también y en la noche se escucha el triste
¡plic!… ¡plic! ¡plic!… de sus goteras en las
llaves del baño y la cocina; se arrugan sus
paredes, se desconchan con la humedad
permanente de sus lágrimas, las conexiones
eléctricas fallan y muchas terminan
incendiadas.
59
Otras son abandonadas, clausuradas sus
puertas y selladas sus ventanas; devoradas
por la maleza acaban convertidas en cuevas
de ladrones o, lo que es igualmente triste,
por lo lento de su destrucción, son demolidas
inmisericordemente a la vista del público.
Las gentes se detienen en las esquinas cada
día a contemplar el paulatino avance de
los trabajos que dejan al aire los costillares
desnudos, los trozos de pared con la sombra
clara de los cuadros que alguna vez quisieron
alegrarla. Después queda un lote que se llena
poco a poco de basura y de ratones. ¿Quién
podría creer que allí hubo una vez una
hermosa casa? Nadie, tal vez.
Quizás un día las cosas sean diferentes y
haya una casa propia para cada familia: así la vida
será más hermosa, con casas alegres al saberse
habitadas por familias que tengan tiempo para
la sonrisa, el amor y las historias de los abuelos.
No tendrán que ser palacios con pisos de
mármol y columnas de oro, pues el amor y
la sencillez van de la mano, y a la casa lo que
le importa es que la quieran, y eso sí, que
si allí nace una niña, le pongan de nombre
María José y le tengan una cuna con cintas
rosadas, para que donde la coloquen se sepa
que queda el centro de la casa.
De Las cosas de la casa. Carlos Valencia Editores,
1988.
60
PALACIO Y ESTANCIA
José Guarnizo
José Guarnizo (Ibagué, 1980). Comunicador
social de la Universidad de Antioquia. Sus
crónicas han sido publicadas (y premiadas) en
revistas colombianas y en El País de España. Es
autor de los libros La patrona de Pablo Escobar,
llevado luego a la televisión, y de Extraditados
por error, cuyos derechos fueron también
adquiridos para realizar una serie televisiva.
Esta no es la casa de los solterones
sino la de los viejos arrumados que, como
Octavio Marulanda —exbailarín famoso
de estaderos—, se ven pasar como sombras
y luego aparecen por ahí abriendo puertas
de habitaciones que han permanecido
clausuradas por años.
—Esta es la casa de los viejos que se fueron
quedando solos, desahuciados, mientras el
resto del mundo les pasaba por el lado. Los
inquilinos no tienen familia. Tenían pero
ya no tienen —refunfuña Octavio, y hace
crujir con las chanclas la madera, que huele
a alcanfor.
Esta casa ya no es el palacio que miraban
de lejos los pobres cuando querían untarse
los ojos de fortuna.
—Esta casa es un sobrado de rico.
Ahora son los pobres los que viven aquí.
63
Bueno, pobres pero distinguidos, porque
degenerados no hay. Los viejitos no pueden
entrar después de las diez de la noche —se
excusa Octavio al abrir un ventanal azul y
apolillado, el mismo que hace ciento treinta
y ocho años abrió Pastor Restrepo para tomar
la famosa foto. Esa foto.
Octavio entrecierra los ojos para
defenderse de la luz que entra de afuera, y se
imagina a Pastor —de bigote liso y puntiagudo
y gabardina de paño— ahí mismo, sobre
el balcón, concentrado en el tiempo que se
tomaría ese aparato traído de París en convertir
el paisaje de enfrente en un recuerdo de papel.
Lo que vio Pastor ese día de 1875 fue un
potrero con seis árboles recién sembrados
y manga, mucha manga, además de dos
montañas al fondo, en una de las cuales
sobresalía una casa de fachada blanca. Lo que
Octavio ve al abrir la misma ventana, en el
año 2013, es el Parque Bolívar, un pedazo de
ciudad en el que por las noches se dan cita
policías, travestis, prostitutas, recicladores,
vendedores de minutos, coleccionistas
de baratijas, malabaristas, atracadores
de cuchillo y borrachitos de alcohol puro
mezclado con Colombiana.
Pastor, quien mandó a construir estos
muros en los que ahora se esconden dos gatos
64
hermanos que se han apareado hasta tener
treinta y cinco hijos —en lo que Octavio
consideró noches de porno gatuno—, fue de
esos muchachos ricos que no por eso dilapidó
el tiempo.
Además de esa famosa foto, tomó una
extensa línea de imágenes de la Medellín
de finales del siglo XIX, en las que aparecen
personajes como Manuel Uribe Ángel y Pedro
Justo Berrío —sentado, tomando el té, tieso
como un robot, fingiendo una pose casual—,
y damas anónimas como Magdalena de
Quevedo (1875), quien mira al horizonte
y sostiene un peinado que se asemeja a un
arbusto alto, perfectamente adornado de
arabescos que salen de su coronilla. Pero sobre
todo, aquella que le tomó en el manicomio
al escritor Epifanio Mejía, el compositor del
himno antioqueño. ¿De qué habrán hablado
aquella vez? ¿De lo locos o aterrizados que
estaban los dos? Epifanio aparece haciendo
un carrizo elegante, tal vez impostando ser lo
que realmente era: un cuerdo lleno de genio. Y
el otro loco, Pastor, a lo mejor hablaba de sus
nuevos descubrimientos, explicaba cómo se
hacían esas imágenes que por aquel tiempo se
llamaban “dibujos fotogénicos”, una técnica
que, según afirma Santiago Londoño Vélez en
su libro Testigo ocular, le copió a un tal William
65
Henry Fox: “imágenes fotográficas en negativo
que él obtenía mediante contacto directo de
objetos sobre superficies sensibilizadas con
nitrato de plata y ácido gálico”.
Pero no importa cuál era el procedimiento,
al final era un truco de magia. Los parroquianos
platudos posaban y luego Pastor los hacía
aparecer sobre una placa, lo que les permitía
llevarse un pedazo de sí mismos para la
casa, envuelto en un sobre que decía Wills y
Restrepo Ltda., un laboratorio que prometía
“retrato a satisfacción del cliente”.
También hay que imaginarse a Pastor
tiempo atrás, de unos veinte años de
edad, muy señorito y todo, en un rincón
del laboratorio de su hermano Vicente
intentando separar mediante electricidad,
como si fuera un mago, el oro de la plata.
Pastor fue la primera persona en Antioquia
en realizar tal hazaña. Un mago laborioso
que aplicó a la fotografía lo que los hermanos
Lumière al cine: conocimientos de química
y metalurgia que aprendió de su padre, el
comerciante Marcelino Restrepo Restrepo.
Un empresario y cambalachero exitoso que
importó a Medellín el primer coche de lujo
tirado por caballos. Y hay que imaginarse a
los descalzos de la villa paralizados ante el
espectáculo que ofrecía el carruaje.
66
Y la casa de la que no se conoce el año exacto
en que comenzó a construirse. Casi todas las
referencias bibliográficas dicen que fue entre
1860 y 1862 que Pastor mandó a levantar la
mansión —ahora ruinosa y de milagro en pie
sobre la esquina de la calle Caracas (54) con la
carrera Venezuela (49)—, en aquel momento
la primera de tres pisos de Medellín.
El diseñador fue Juan Lalinde Lema, suegro
de Pastor, primer arquitecto antioqueño con
diploma, según reseña Luis Fernando Molina
en Fotografía de la arquitectura de Medellín. Y
era tal la imponencia de la estructura, en
cuya fachada sobresalían catorce ventanas,
que el arquitecto francés Le Corbusier, en
una visita que hizo a Medellín, dijo con
asombro que aquella era la mejor edificación
que tenía la ciudad.
Y es que las conexiones de Pastor con
París no fueron pocas. La primera tiene que
ver con la filiación de cuna, pues nació allí en
1840; la segunda con su formación académica,
dado que viajó a esa ciudad en 1874 para
estudiar los últimos inventos de la fotografía.
“Pastor Restrepo se despide atentamente de
sus amigos y favorecedores y avisa al público
que se va para Europa, adonde va a estudiar
los últimos progresos del arte fotográfico”,
anunciaba el joven a la prensa.
67
El negocio empezó a prosperar; mientras
Pastor estaba en París las autoridades
dieron a conocer los resultados del crimen
de El Aguacatal, cometido por ‘Daniel El
Hachero’ el 2 de diciembre de 1873. Ese
día delante de periodistas y policías, el
médico legista Manuel Vicente De la Roche
mostró fotografías de la escena del crimen
que en la parte inferior llevaban la insignia
“Laboratorio de Pastor Restrepo”. Nunca
antes las investigaciones judiciales se
habían valido de la fotografía para refrendar
o descartar tesis criminales. Causó tanta
euforia el resultado, que el 29 de mayo de
1874, en el periódico El Heraldo de Antioquia,
apareció un aviso de la policía que anunciaba
que la foto del crimen estaba disponible en
el laboratorio de Pastor y costaba cuarenta
centavos: “La lectura de la exposición y el
juicio que de ella se forme será más exacto
teniendo a la vista esos cuadros”.
***
Detrás de una barra enchapada en baldosa
está Jorge Castrillón, forrado en un delantal
que dibuja el círculo de su barriga. Mientras
sirve dos tragos que le acaban de pedir con un
aplauso, dice que los clientes de La Estancia
son gente con el estómago disecado:
68
—De tantos años de tomar aguardiente
aquí, ni se engordan ni se enflaquecen.
El patio que construyó Pastor hoy es
restaurante, bar y bailadero. De almuerzo,
los comensales tienen a disposición asadura,
albóndiga, chicharrón u oreja por tres mil
novecientos pesos, una tercera parte de lo
que puede costar en promedio un menú
ejecutivo. Hasta la década del ochenta La
Estancia tuvo una fama tal, que la gente
hacía filas de dos cuadras para conseguir un
asiento. En sus mejores tiempos despachaba
cerca de mil almuerzos diarios, según la
constancia de su registradora.
En 2006, donde ahora funciona el
inquilinato no había nada. El día que Octavio
tomó la casa en arriendo encontró los pasillos
y las escaleras tupidas de maleza y telarañas.
Aún se ven ventanas cerradas para siempre
con ladrillos y cemento. La única casa de
verdadero “estilo” del siglo XIX —como
afirman algunos arquitectos— conserva, sin
embargo, las mansardas, los acabados, los
pisos, algunos marcos y, en general, muchos
de sus detalles decorativos. La madera y el
hierro forjado parecen ser los originales, pese
al desgaste, a las capas de polvo, a los bichos
y al olvido.
La única ducha que funciona y la usan
los ocho inquilinos, que de cuando en cuando
69
pasan por el lado de Octavio, mustios, como
sombras, tiene una puerta de metal parecida
a la de un frigorífico. “Corra la cortina cuando
se vaya a bañar, gracias [sic]”, se lee en un
letrero pegado a las baldosas.
Tanto Octavio como Jorge tienen su propia
versión de los últimos días de Pastor. De regreso
de París, el mago fotógrafo se vio envuelto en
un escándalo que comenzaría a deteriorar su
imagen de hombre probo. Según el historiador
Byron White, Pastor, casado años atrás con Julia
Lalinde Santamaría, se enamoró hasta las tripas
de una bailarina que vino a Medellín con un
grupo de teatro europeo. “La curia aguafiestas,
viendo el tórrido romance, consiguió que no
se les prestara el Teatro Bolívar a los artistas,
y en un desquite, don Pastor construyó en el
patio de su casa un teatro que bautizaron Las
Tablas”, justo donde ahora se puede comer
oreja por tres mil novecientos.
—Sí. Cuando este escándalo de la moza,
él se aburrió y se fue para Francia y allá
murió, en 1909 —dice Octavio sin mucha
certeza, parado en el centro del segundo piso
del caserón, al que poco le entra la luz, por
cuyo fondo lleno de corotos se asoma, de
nuevo, uno de los gatos.
En una bolsa tirada en el piso queda un
poco del pasado de Octavio. Son los vestigios
70
oxidados de los cerca de setenta trofeos que
ganó en concursos de tango, porro, milonga,
foxtrot y bolero, todos en estaderos. El
pasado de la casa es como el de Octavio. Y
el estado de la casa es como el de los trofeos.
—¿Todavía baila? ¿Va a bailar?
—Los fines de semana sería muy bueno
salir, pero ya para nosotros los viejos no
hay dónde. No me gustan esas revolturas
de ahora. El baile no deja plata, pero deja
buenos recuerdos.
—¿Por qué tiene descuidados los trofeos?
—Es que uno le paga muy mal a los
trofeos.
A sus 66 años, Octavio no sabe qué
pasará con la casa. “El gobierno se llena la
boca diciendo que esto es patrimonio, pero
nunca le han invertido un peso”. Por ahora
sabe que el candado se cierra a las diez de la
noche. Y después de eso, por muy adultos
que sean los inquilinos, nadie entra.
De El libro de los parques. Alcaldía de Medellín,
periódico Universo Centro, 2013.
71
DOS POEMAS
Rómulo Bustos Aguirre
Rómulo Bustos Aguirre (Santa Catalina de
Alejandría, Bolívar, 1954). Cursó estudios de
derecho y de literatura en Bogotá y en Madrid.
Poeta, dibujante, ilustrador, docente. Algunos
títulos de poesía: Lunación del amor, La estación
de la sed, Oración del impuro, etc. Entre otros
premios y distinciones, ganó en 1993 el Premio
Nacional de Poesía del Instituto Nacional de
Cultura (hoy Ministerio de Cultura). En la
actualidad enseña literatura en la Universidad
de Cartagena.
La casa
Ahora vamos a techar la casa
Ahora vamos a sellar o abrir su último límite
Hemos cavado con firmeza sus cimientos y
levantado sus cuatro costados
como costillares minuciosos de un arca
Hemos empotrado y claveteado cada una de
sus puertas y
ventanas
y diestramente apuntalado la viga maestra
Todo esto lo hemos hecho siguiendo
las ocultas simetrías y el latido de los astros
Ahora te aguarda como su huésped
¿Pero acaso no ha sido siempre el huésped
la primera piedra de la casa
75
el punto invisible
desde el cual crecen sus orillas y muros?
¿Acaso no es la casa solo la forma vacía,
reverso deseante, del huésped?
Ahora estás en el centro de la casa
Y hacia cualquier lugar de la casa que dirijas
tus pasos
ese lugar será el centro de la casa
Ahora —lo sabes, empiezas a saberlo—
podrás desbordarte
o contraerte hasta el pequeño hueco de tu
ombligo
o caer, en vértigo de cielo, sobre la palma de
tu mano
Ahora habitas en el centro de ti
Y podrás desplazarte por tus doce puntos
cardinales
Y la casa irá contigo leve de objetos y memoria
Solo tú
Solo la casa como fluido caracol
La casa
fijada, abierta a tu ser
Sombra, deriva, resplandor de ti mismo
La imaginaria casa
76
El inquilino
Alguien ha morado largo tiempo
una casa alquilada
y ya restituida a sus dueños
lo asedia su oculta geometría
Desde la acera contempla la luz en las
ventanas
y las sombras de los nuevos inquilinos
La cerradura ha sido cambiada
Pero por algún benévolo parágrafo del
contrato
posee el derecho de conservar una llave de
la puerta principal
De La mirada de Orfeo. Frailejón editores,
Medellín, 2013.
77
LA ALBAÑILERÍA
Carlos Castro Saavedra
Carlos
Castro
Saavedra
(Medellín,
1924-Medellín, 1989). Poeta, cronista, novelista,
dramaturgo. Su primer libro, Fusiles y luceros,
mereció un elogio entusiasta de Pablo Neruda. A
ese libro siguieron Mi llanto y Manolete, Camino
de la patria, Despierta, joven América, Donde canta
la rana, etc. Escribió una novela, Adán Ceniza,
y dos obras teatrales, Historia de un jaulero y El
trapecista del vestido rojo.
En las noches más frías y en los días
más ardientes, es cuando más se ama la
albañilería, y cuando más se siente sobre el
cuerpo y aun sobre el alma, la sombra de las
casas, el amor de los muros, la caricia de las
piedras labradas. ¡Oh, la albañilería! Nació
cuando los hombres comenzaron a acercarse
a los árboles y a pedir protección a los follajes.
Nació con las primeras ramas que los hombres
ataron sobre sus cabezas, para cerrar el paso a
la lluvia y al sol. Nació como nacen todas las
cosas: pequeña y oscura. Mas con el correr de
los días fue creciendo, en medio de maderas
rudas y de herramientas toscas, hasta que una
mañana la tierra se llenó de torres y el cielo
de extraños ángeles laboriosos, que hacían
saltar estrellas con el golpe de sus martillos.
Ningún oficio tan alto y tan noble como la
albañilería. No tiene alas visibles, pero es el
81
más alto y el más alado. La albañilería toma
la tierra del suelo y la levanta, y lo mismo
hace con las rocas: las pone en las alturas. No
se cansa de subir, de hacer música mientras
sube, de materializar anhelos maternales. Y
todo eso para que el hombre tenga un refugio
y pueda soñar, unos minutos, que su fuego
nunca será esparcido por el viento.
La albañilería, con ternura silenciosa
pero cierta, protege a las familias, cubre a los
enfermos de los hospitales, para que vuelvan
a la vida por caminos blancos, y defiende a
los tejedores y a los niños. Mientras en el
vientre de la esposa crece el hijo, la albañilería
—madre también— guarda al que va a nacer
entre sus muros. Y mientras el poeta escribe
sus poemas, con la esperanza de aumentar
la belleza del mundo, la albañilería, atenta
al nacimiento de la canción, pone en ésta el
calor de la alcoba.
Claros y bellos son los albañiles, con sus
cabellos al viento, con sus camisas ondeantes,
con sus pantalones remangados hasta cerca
de la rodilla, con su olor de tierra húmeda
y su fragancia de madera aserrada, con su
golpe en la nube que pasa y oscurece un
momento las plomadas y los andamios. Las
colmenas crecen con el rumor de las abejas.
Los edificios se agrandan con la música de los
82
albañiles, que es dura, orquestal y dramática.
Trabajan en el sitio más alto y lo hacen con
amor, aunque el pan es escaso en sus mesas.
Mientras unen los ladrillos con argamasa
palpitante, silban una canción. Caminan por
las tablas tendidas, de uno a otro extremo de
las construcciones, y las hacen temblar con
los pies anchos y embarrados. La muerte los
empuja a veces, los obliga a pisar en el vacío
y a estrellarse en las calles, pero vuelven a
reanudar el trabajo con las manos del hijo
o del amigo. ¡Humildemente son grandes!
¡Anónimamente son heroicos! Dios los
contempla desde arriba, desde más arriba, y
les lava los rostros con llovizna y con brisa.
Los albañiles hacen las aldeas, los pueblos,
las naciones, el mundo, y aun el trasmundo,
porque trabajan en las orillas del cielo y la
fuerza de sus manos se va con el viento, y
ayuda a levantar las ciudades eternas.
La campana debe a los albañiles su
morada, su nido en la cima de la iglesia. La
estatua debe a ellos su pedestal, la fábrica su
chimenea activa y progresista, y el rascacielos
su continente vertical y colosal. Los albañiles
dejan en las construcciones lo más hermoso
que éstas tienen: el resplandor humano, la
huella de los dedos, el rastro de la sangre. Los
materiales que los albañiles tocan se iluminan
83
con la luz del hombre, que es insustituible y a
la vez fuente inagotable de ternura.
Todos los hombres, todos, debemos
mucho a la albañilería y a los albañiles, y
estamos en mora de retribuirles, aunque
sea con una pobre canción, el techo que nos
han dado, lo mismo en el verano que en el
invierno, lo mismo en la noche de lluvia que
en el día de fuego torrencial.
Empecemos pues la canción de la
albañilería y de los albañiles: ella es de barro
y de piedras, y ellos de cal y canto. Ella y ellos
son del tamaño del mundo y todos los días
crecen más y más, para que nadie se quede
sin albergue, y el pudor de los enamorados
tenga sombra propicia…
Y que el viento complete la canción. El
viento y las estrellas.
De Elogio de los oficios. Editor: SENA, 1961.
84
LA CASA
ENTRE LOS ROBLES
Héctor Rojas Herazo
Héctor Rojas Herazo (Tolú, 1921 - Bogotá,
2002). Poeta, novelista, escritor, pintor. Libros
de poemas: Desde la luz preguntan por nosotros,
Agresión de las normas contra el ángel, etc.
Novelas: Respirando el verano, En noviembre
llega el Arzobispo, Celia se pudre. Recibió
numerosos premios y distinciones, imposibles
de enumerar aquí. Como pintor realizó más de
50 exposiciones, en Colombia y en el exterior.
A un ruido vago, a una sorpresa en los
armarios,
la casa era más nuestra, buscaba nuestro
aliento
como el susto de un niño.
Por sobre los objetos era un dulce rumor,
una espina, una mano,
cruzando las alcobas y encendiendo su
lumbre furtiva en los rincones.
El sonido de un hombre, el retrato, el reflejo
del aire sobre el pozo
y el día con su firme venablo sobre el patio.
Más allá las campanas, el humo de los cerros
y en un dulce y lejano confín, entre la brisa,
el pájaro y el agua levemente cantando.
Todos allí presentes, hermano con hermana,
mi madre y la cosecha,
el vaho de las bestias y el rumor de los frutos.
87
Adentro, el sacrificio filial de la madera
sostenía la techumbre.
Una lluvia invisible mojaba nuestros pasos
de tiempo rumoroso, de fuerza, de
autoridad y límite.
Pasaba el aire suavemente, buscaba
sombras, voces que derramar,
respiraba en los lechos, dejaba entre los
rostros su ceniza dorada.
Era entonces el día de hojas, de potente
zumbido,
el día para el cántaro, la miel y la faena.
Como un don de reposo llegaba a nuestro
cuerpo
la noche con su carga de remotas espigas.
Nuestro pan, de anhelado resplandor,
nuestro asombro
y las lámparas derramando sus ángeles sin
prisa en los espejos.
Como un hombre que anhelara su parte,
su sitio en nuestra mesa,
el viento dulcemente flotaba en los manteles.
La quietud de los muebles, las voces, los
caminos,
eran todo el silencio en la noche del mundo.
88
Llenando de inaudible presencia las paredes,
habitando las venas de pie frente a las
cosas.
Buscaban nuestras manos un calor
circundante
e indagaban los ojos otra piel impalpable.
Algo de Dios, entonces, llegaba a las
ventanas,
algo que hacía más honda la casa entre los
robles.
De Antología, Universidad Externado de
Colombia, 2005.
89
DIARIO DE UN TRASTEO
Carlos Mauricio Bedoya
Carlos Mauricio Bedoya (Bello, Antioquia,
1972). Arquitecto de la Universidad Nacional,
Medellín. Cuentos y textos suyos han aparecido
en diversos medios: El santuario del perdón,
Casa, etc. Ha publicado además varios textos
académicos y de investigación. Actualmente
es profesor asociado de tiempo completo en la
Facultad de Arquitectura de la U.N., Medellín.
Domingo
Hoy nos hemos trasladado de casa. Como
la nueva vivienda está ubicada en la misma
urbanización —lo que quiere decir que
tampoco esta vez pudimos irnos de Bello—,
el trasteo se hizo a pie y de a poquitos. Gran
error. Pues nos la pasamos andando de una
casa a la otra sin descanso y llevando libros,
peluches, ollas, etcétera.
La nueva casa presentaba algunos
desperfectos y encontramos a un oficial de
construcción para arreglarlos.
—Ya le terminé los remiendos don
Mauricio, pero venga para que miremos
el techo del tercer piso, que me da mala
espina.
—Subamos, don Arturo.
—Mire esas tablillas.
93
—Sí, qué tienen.
—¡Córrase para allá! Creo que están
huecas por el comején.
Y sí, estaban huecas. Con solo tocarlas
con el palo de la escoba se vinieron al piso
astillas y miles de bolitas —la caca del
comején— que los dos miramos en su corto
y malévolo tránsito vertical. Yo, resignado y
triste: se trataba del techo de nuestra alcoba
matrimonial y eso quería decir que no podían
colocarse la cama y los nocheros que, seis
años atrás, trajimos de Nobsa con un gran
esfuerzo e igual emoción. Él, don Arturo,
tranquilo: no era su culpa y por el contrario
gracias a su honradez no quiso irse y dejarnos
comiendo excremento de comején cada
noche. Por dentro debía estar alegre, porque
mal contados eran por ahí unos catorce
metros cuadrados, a razón de cuarenta
mil pesos cada uno de esos metros, serían
quinientos sesenta mil pesos, de los cuales le
quedarían libres unos ciento cincuenta mil
en dos días.
—¡Ah! Y venga le muestro otra cosa.
—¿Qué es? —Pregunté ya con cierto
temor en la voz: Cuando un albañil dice venga
le muestro, es un asunto para preocuparse.
—Creo que el calentador, que le dijeron
que estaba bueno, en realidad está malo. Pero
94
no lo he movido porque me da miedo que se
desfonde. Usted me dirá si lo movemos, don
Mauricio.
—Claro, don Arturo. Es la única manera
de saber si no está podrido por debajo.
—¡Córrase para allá! Creo que va a salir
agua por todas partes.
—¡Espere! Voy a traer unas toallas para
ponerlas alrededor.
Pero como cuando las cosas están bien se
ponen mal, y si están mal tienden a empeorar,
mi esposa lo único que empacó fueron las
toallas. Empacar, para la mayoría de las
mujeres, es esconder, desaparecer, esfumar,
etcétera. No encontré las toallas.
—Muévalo don Arturo, que ya se hubiera
desfondado.
—¡Córrase para allá!
El agua, mezclada con el ruido del
calentador herrumbrado, fluyó como sangre
a borbotones por el piso de la cocina. A mí
poco me faltaba para dejar fluir de igual
manera lágrimas de rabia y tristeza.
Trapera en mano y balde al lado,
comenzamos a secar el piso.
Afortunadamente mi esposa y mi
hija estaban lavando la otra casa en esos
momentos, porque si no la inundación
95
hubiera sido mayor. Una vez seco el piso, don
Arturo corrió los restos del calentador, fue
cuando quedó el tatuaje circular terracota,
indeleble, en un piso de baldosas color
crema. La pared estaba en ruinas y la madera
podrida. Los tubos estaban goteando aún a
pesar del cierre del medidor ubicado en la
calle. En un acto movido por la lástima, don
Arturo canceló las salidas de agua y así pudo
restablecer el servicio.
—Ahí tiene don Mauricio, por lo menos
no es sino que cambie el techo, bote el
calentador y le volee lija al piso, porque ah feo
que le quedó. Ojalá en ese hueco de la madera
podrida no haiga un nido de cucarachas.
¡Cucarachas! ¡No! Les tememos más que
a los ratones.
—Bueno, don Arturo, yo le digo a la
dueña cuánto cuestan esos remiendos y lo
llamo.
—Así quedamos. ¡Ah! Y la cabina del
baño del segundo piso también está mala,
no abre, hay que bajarla y volverla a hacer…
prácticamente.
Prácticamente. Otra palabra que quiere
decir en el argot de un albañil de oficio: no
hay de otra.
—Gordita, no podemos acomodar las
cosas en el tercer piso.
96
—¡No! ¿Por qué?
—Porque el techo está invadido por el
comején.
Esa noche dominguera nos acostamos
los tres en la cama grande de Nobsa, nuestro
orgullo. Estábamos muy cansados, pero fue
difícil dormir porque comenzamos a extrañar
la casa que hasta la noche anterior nos cubrió
del frío y del calor. Dábamos vueltas, hasta
que pasadas unas horas nos dormimos
en esa alcoba matrimonial improvisada,
ubicada donde debería quedar el estudio.
Los nocheros quedaron pegados a la cama y,
como yo estaba en la orilla, me desperté por
un golpe que me di en la cabeza con la punta
de uno de ellos, también traído desde Nobsa.
Comentario del domingo: la casa nueva
es una buena casa, pero estuvo sola por
varios años y se ha venido a menos. La dueña
es honorable y atenta, y sabemos que no
dudará en hacer arreglar pronto el techo. Eso
nos consuela.
Lunes
—¡Mamiii!
Me despertó ese llamado algo inquietante
de Carolina. Eran las seis de la mañana.
—Qué hubo mi amor— respondió Paola.
97
—El baño se inundó.
—¡Qué! —pregunté, o afirmé, o grité, en
fin, da lo mismo.
—Que el baño está todo encharcado y el
agua va para la sala, papi.
Así era. Un hilito de agua bajaba por el
baldosín del baño hacia la sala.
—Paola, las toallas. ¡Rápido!
Y como por arte de magia ella apareció en
seguida con tres toallas en sus lindas manos.
—¿Usted despierto a esta hora? ¡Y un
lunes!
Y hasta me hizo sentir mal. Pero yo
tengo muy claro que mi jornada de trabajo
comienza los lunes a las diez de la mañana y
termina los viernes a los doce del día en punto.
Miré por dónde salía el agua, y descubrí que
el marco inferior de la cabina estaba abierto.
—Paola, bañémonos de lado, mirando
para la pared y no para la cabina, así el agua
rebota en los baldosines y cae al drenaje.
—Y ¿por qué no le pones silicona?
—Porque no me da la gana de hacer nada
en esta casa que tiene todo malo. Mirá, qué
pesar de la dueña, no hicieron sino maquillarle
la casa y se fueron.
—Estás enojado, pero no podemos
quedarnos con todos esos daños.
98
—Tenés razón… gordita. Pero esperemos
esta semana, si no nos reparan el techo, nos
cambiamos de casa. Y si lo arreglan, ya las
otras cositas se toleran. Con tal de estar en
esta urbanización que no huele a Bello.
—Entonces, ¿por qué no nos vamos pues
para Medellín?
Con esa pregunta tuve para calmarme y
para dejar de hablar mal de un pueblo miserable
pero que aún me duele dejar. Aunque creo
que es más el miedo, o la montañerada de
salir de un lugar en el cual uno conoce desde
el cura, los maestros de escuela, los ladrones,
los sicarios y los políticos.
Llamé a la dueña de la casa y me dijo que
iban a hacer reparar el techo y luego las otras
cositas, que qué pena con nosotros tanta
incomodidad. Muy amable ella me pidió el
favor de encargarme de todo, que confiaba
en mí, pero sobre todo, que si algo le daba
pereza era venir a Bello. Entonces entendí el
abandono de la casa. Me tocó conseguir un
oficial de construcción que fuera cumplido,
pulido y honrado. Los milagros existen, ¡lo
conseguí!
Comentario del lunes: hemos delineado
juiciosamente toda la planta baja con tiza
matacucarachas china, la original, según la
dependiente del supermercado. En la casa
99
nueva no hace tanto calor como en la otra,
hermosa y recordada. Tengo miedo a una
intoxicación porque Paola trazó con la tiza
asesina hasta los bordes del tarro del azúcar
encima de la nevera.
Martes
Me bañé de lado. Funcionó. No hubo
encharcamiento en el baño. Las hormigas
monas, las de Dios, aparecen por montones
a lo largo de las líneas blancas de la tiza. Pero
no hay señales de cucarachas.
—¡Mauricio!
—¡Qué pasó ya gordita, qué se dañó!
Pero no era un daño. Era algo peor.
—Una cucaracha, en la cocina, al lado de
la estufa, mirando para la lavadora.
Me había dado las coordenadas precisas
para acabarla. Así que me armé de valor y
cogí una chancla. Apenas la divisé, di gracias
a Dios porque era de las pequeñas, las que
llaman apartamenteras, lo que a la vista y a
los otros sentidos es más manejable. La maté.
Recordé enseguida que en un documental
emitido por Discovery Channel informaron
que por cada cucaracha que vemos, hay
ochenta que no podemos ver, pero que están
por ahí. La vida no es fácil.
100
En la tarde llamé a la dueña de la casa y
le di los datos del oficial para el arreglo del
techo, pero que si ella quería, podía consultar
a otros.
—No, tranquilo. Yo confío en usted.
Deme el teléfono entonces para cuadrar con
él, que si usted me lo recomienda… yo confío
en usted.
Y así quedamos. Ya en la noche, cuando
a causa del fenómeno del Niño hacía un
calor insoportable en la alcoba matrimonial
improvisada, me levanté de la cama para
abrir las celosías de la ventana que da al
patio del primer piso, que es otra vivienda
de una planta. Bastó con mover la guía
y se dejaron venir dos de las tres celosías
hacia abajo. En una movida circense logré
coger una de ellas en el aire, pero la otra,
insensible a mis ruegos oculares, siguió su
caída. Escuché el ruido originado por la
quebrazón de ese frágil material: ¡Trasch!
¡Trasch! ¡Trasch! Y luego silencio. Recordé
en fracciones de segundos que en el primer
piso también vive una niña. Debía bajar y
enfrentar la situación.
—¿La niña?— pregunté a la vecina del
primer piso cuando me abrió. Ni siquiera la
saludé. Pero ella sonreía al igual que sus dos
hijas mayores que estaban en la sala.
101
—¡Qué susto, don Mauricio! Pero
tranquilo que la casa tiene techados los
patios. Mañana le decimos a William que se
suba y recoja los vidrios.
—¡Qué tranquilidad, Dios mío! Le
ofrezco disculpas, pero es que no se imagina
usted que ya me da miedo hasta abrir la
puerta cuando llego.
—Tranquilo, que no pasó nada malo.
—Hasta mañana, que tengan buenas
noches.
Comentario del martes: no recibí llamada
de la dueña de la casa para el arreglo del
techo. Desde el balcón de la nueva casa, se ve
la otra, en la que habitábamos hasta hace tan
poco, casi en frente de nosotros. Qué irónica
y cruel puede llegar a ser la vida.
Miércoles
Sé que hay cosas en la vida verdaderamente
serias y preocupantes. Pero cómo no
sentirse miserable con los grifos goteando,
el baño encharcado, las celosías asesinas, el
comején malévolo y para colmo un bendito
murciélago que duerme en la alcoba de la
niña. Lo descubrimos esta mañana cuando
Paola y yo entramos al cuarto de Carolina
a buscar el Mexana. Aleteó y se voló por la
ventana entreabierta.
102
He reparado en la escalera y me he dado
cuenta de que su color gris es falso, deben
ser capas de mugre acumuladas. La verdad,
he llamado a la universidad para decirle al
decano que me encuentro mal.
—Recupérese tranquilo, que yo confío
en usted —me respondió el decano.
De toda esta crisis, comenzaba a quedar
algo bueno: la gente parece confiar en mí.
Decido mejor ir a la universidad, lo que
me hizo bien. El estar en casa en vez de
ayudarme me estaba volviendo loco. En la
noche sentí mucho calor, pero por nada abrí
las celosías de nuevo. La dueña de la casa
llamó, dijo que el próximo lunes el oficial
va a tumbar el techo y a cambiar todas las
tablillas. ¡Hurra! Con nosotros adentro, los
muebles y los libros. Pero menos mal está
el fenómeno del Niño y los días además de
calurosos, se muestran benévolos con las
lágrimas caprichosas de San Pedro.
Comentario del miércoles: en la mañana
reforcé con cinta plástica de alto desempeño
cada una de las celosías de la casa. Pero aun
así no las abrimos.
Sábado
Dalia ha puesto la casa más amigable con
nuestros ojos y nuestro olfato. Las escaleras
103
parecen blancas de nuevo y hasta logró
quitar el tatuaje terracota del calentador,
el mismo que en medio de mi dolor creí
indeleble. Dalia es una empleada doméstica
de oficio, conoce muy bien los secretos para
todo lo que sea poner en orden una casa. Y no
es por nada, pero como nosotros somos los
que mejor le pagamos, la tratamos bien y le
damos aguinaldo en diciembre, ella nos dice
que si le toca amanecer amanece, pero que
hoy dormimos contentos.
Dalia nos ha comentado que está cómoda
porque en esta casa no hace tanto calor como
en la otra. Que inclusive es muy fresca y que
el planchado de la ropa se le ha hecho menos
duro. Entonces salgo al balcón a divisar esa
anterior casa, alegre y anhelada, y observo
que por su posición el sol la calienta desde
las siete de la mañana hasta el último atisbo
del ocaso. ¡Qué calor! Pobres los que vienen
para esa casa, sobre todo los que van a dormir
en la alcoba de arriba, donde Paola y yo
dormíamos.
Comentario del sábado: pienso en el
murciélago. Le hemos propuesto a Carolina
que duerma en medio de nosotros, que
queremos mimarla y nada más. En la mañana
don Álvaro, vidriero de oficio y honrado, nos
instaló las celosías y ajustó el aluminio.
104
Lunes
Suena el citófono. Son las siete de la
mañana en punto. Estoy recién salido del
baño, y aunque mi jornada comienza los lunes
a las diez de la mañana, de vez en cuando hay
que hacer excepciones, pues acordé con mis
estudiantes remplazar este lunes la clase del
viernes en la mañana debido a un seminario.
—Don Mauricio, es el oficial —me
comunicó don Orlando, el portero.
Entraron tres personas: el oficial y dos
ayudantes. Saludaron y se dirigieron al piso
de arriba.
Dijeron que iban a trabajar sin descanso
para sacar el trabajo en dos días.
—Eso sí, haga fuerza para que no llueva
hoy, porque si no se le inunda la casa —y
se pusieron a reír los tres. Pero yo estaba
tranquilo, estábamos en medio del fenómeno
del Niño.
Me fui hacia la Universidad Nacional para
la clase de ocho. Hacia las nueve, cuando ya
me iba calentando en ese oficio de enseñar,
el cielo se nubló, y luego se oscureció. Ya
no miraba a los estudiantes sino hacia la
ventana. Me comenzó a temblar la voz y me
recorría un sudor por toda la espalda. A las
diez comenzó a llover, y yo comencé a llorar.
105
Me desparramé en la silla y se me olvidó que
estaba dictando una clase.
—¡Está lloviendo muchachos!
—Sí, y qué hay con eso, profesor.
—Pues que llevamos quince días sin una
gota de lluvia y hoy se larga a llover.
Pero nadie entendía mi pena. Cuando
tuve un asomo de calma, de lucidez, miré
a mis estudiantes y noté que estaban
extrañados ante una actuación tan
incoherente. Así que les expliqué, o mejor,
me desahogué con ellos, y casi los pongo
a llorar a ellos también. Imaginamos las
cascadas de agua bajando por las escaleras
ya limpias e inundando la sala y las
alcobas. Y me vino un destello de luz a la
mente: recordé mis vastos conocimientos
sobre la geografía bellanita y también sus
condiciones climáticas. Ese municipio
maldito tiene de particular que el viento
siempre va de norte a sur, arrastrando a su
paso el polvo de las canteras y el agua de
las nubes hacia Envigado, Sabaneta, Itagüí
y Caldas. Por eso casi siempre llueve desde
Coca Cola para allá (decimos los bellanitas
malditos, no los malditos bellanitas, esos
son otros). Llamé a Paola al celular, porque
ella trabaja en Niquía todo el día.
—Gordita, ¿está lloviendo por allá?
106
—¿Lloviendo? Está haciendo un calor
insoportable.
¡Dios existía! Algo bueno debía tener
Bello. ¡Bendito sea el clima de Bello! Como
benditas sean sus calles secas, sin lluvia.
Benditos también sus gamines y alcohólicos.
Pero no sus sicarios, ladrones y políticos de
inescrupulosos ideales.
Volví al atardecer y subí al tercer piso.
Allí estaban los trabajadores vistiéndose y
noté que habían logrado cambiar las tablillas
malas por las nuevas. El cuarto estaba
cubierto ya.
Comentario del día: esa noche se desató
un aguacero como hacía tal vez diez años
no había presenciado. Subimos, miramos y
nos dimos cuenta de que no había una sola
gotera. ¡Bendito sea don Arturo! Oficial de
construcción honesto y bellanita.
Martes
Me levanté contento. Hoy entregan
entejado, barnizado e inmunizado el techo.
Aunque el sol alumbra y las sombras nítidas
hablan de su fuerza, la mañana es gélida,
porque llovió sin pausa desde la noche
anterior hasta la víspera de este amanecer
que disfruto. El aire de Bello está limpio, o
quizás menos sucio que los días anteriores.
107
La atmósfera se muestra casi inmaculada;
las pocas montañas todavía verdes parecen
devolverle a la ciudad una esperanza perdida.
El cielo está despejado, tal vez descargó
sobre nosotros toda esa agua que no resistió
más ser nube; hasta debo reconocer que
las canteras que ahogan a Santa Rita y a
Zamora lucen atractivas, sus faldas brillan,
destellan como el metal, y en medio de ellas
aparecen cascadas rojizas de la piedra ferrosa
que el aguacero lavó, como semejando hilos
de sangre emanada de la tierra. Entonces
no puedo negar que me gustan los visos
de las canteras, pero no ellas. Sin embargo
lucen nítidas, dominantes, tras el vidrio
del ventanal que en pocos minutos ya ha
recibido los picotazos de una tórtola que cree
chocarse contra uno de los suyos, pero el otro
es frágil y duro… impenetrable. ¡Las aves no
entienden el reflejo!
Carolina sigue durmiendo con nosotros.
Creemos que al piso de arriba también se
pueden entrar murciélagos. Pero en un acto
de complicidad y resignación al mismo
tiempo, hemos movido el escritorio de la
niña hacia el centro de su alcoba para que los
excrementos del protector animal no estallen
sobre sus tablas.
Ya la noche es tranquila esta vez y la luna,
justiciera, cuela cilíndricas almas de luz por
108
entre las ramas de los guayacanes rosados
sembrados en el antejardín de aquella nueva
casa. Nosotros entre tanto esperaremos
unos días más para que el olor del barniz,
impregnado en el techo de nuestra alcoba,
se desvanezca por entre las celosías abiertas
para mudar allí los corotos que atestan
la planta baja. Los restos de la brisa en su
viaje indeclinable hacia el sur, mueven las
ramas de los dos árboles que en el día nos
dan su sombra y en las noches nos celan
como guardianes de un bosque encantado. Y
este pueblo, como todo bosque encantado,
tiene fieras y animales tiernos, cazadores y
cazados, débiles y hadas redentoras, además
de guayacanes y canteras polvorientas que
alimentan un progreso miserable, pero que
irónicamente encanta.
De Historias de barrio. Fondo editorial Periferia,
Medellín, 2014.
109
QUEDARSE EN CASA
Carlos Drummond de Andrade
Carlos Drummond de Andrade (Itabira,
Minas Gerais, 1902 - Rio de Janeiro, 1987).
Poeta, cronista, cuentista, ensayista. Gran
poeta brasilero, cabeza del llamado Segundo
Modernismo. De vasta influencia en las
generaciones que le sucedieron. Publicó, entre
muchos otros títulos, Alguna poesía, Sentimiento
del mundo, La rosa del pueblo, Claro enigma,
Cuadrilla, etc. Escribió también algunos libros
para niños, siguiendo así una arraigada tradición
literaria de su país.
Estarse cuatro días y cuatro noches en
casa viendo pasar el carnaval, o no viendo
ni eso sino entregado a otra y más secreta
fiesta, que en este miércoles de Ceniza abre
sus pétalos de cansancio como si también
hubiésemos saltado y gritado en el club. No
prender la televisión, olvidarse de la radio;
dejar a los locutores hablando solos, en el
ansia de llenar de discursos una celebración
hecha de movimiento y de canto. Percibir
apenas el grito trémulo, traído y llevado por
el viento, de una samba que marca la realidad
lúdica sin convidarnos a la integración.
Beneficiarse con la ausencia de periódicos,
que prueba la inexistencia provisoria del
mundo como arquitectura de noticias.
Tener como compañero al hermano-gato
Crispín, ejemplo de abstención sin sacrificio,
manual de silencio y sabiduría, aventurero
113
que experimentó el vértigo de la lucha libre
en los tejados y homologa la invención de
la poltrona. Penetrar en el vacío del tiempo
sin obligaciones, como en un parque cerrado,
aprovechando la ausencia de guardias, y
descubriendo en él todo lo que los letreros
omiten. Aceptar la soledad; elegirla;
disfrutarla. Sonreír a los siquiatras que hablan
de la alienación del mundo y recomiendan la
terapia de grupo. Estimar la pausa como valor
musical, el intervalo, el hiato. El instante en
que la aguja hiere el disco sin despertar aún
ningún sonido. Andar de un cuarto a otro sin
que sea en búsqueda de objetos: hallándolos.
Descubrir, sin mescalina, los colores que el
color esconde; los timbres entrelazados en el
ruido. Mirar hacia las paredes, o mejor: mirar
las paredes, en torno de los cuadros. Sentir
la casa como un todo y como partículas
densas, tensas, expectantes, acostumbradas
a vivir sin nosotros, desapercibidas, contra
nuestro desdén. Habitar realmente la casa,
cuatro días: como isla, fortaleza, continente:
infinito en lo finito. Reconsiderar los libros;
ordenarlos primero con método, después
con voluptuosidad, haciendo que cada
estantería exija el mayor tiempo posible;
verificar que es preciso antes limpiar el polvo
de alguno, remover la tonta capa de celofán
114
que envuelve la encuadernación de otro.
Releer dedicatorias; abrir al azar libros de
poetas que preferimos y que infelizmente no
son los más modernos ni los más célebres;
copiar media estrofa por donde corre un
escalofrío verbal; separar volúmenes que ya
no nos hablan y que deben buscar su destino
en otras casas. Sentir llegada la hora de los
álbumes de pintura con poco o ningún texto,
o de los volúmenes iconográficos que nos
cuentan París o la vida de Mallarmé. Viajar
en fotografías; sentirse imagen fluctuando
entre imágenes; la tierra domesticada en
figura, tornada familiar sin pérdida de su
esencia enigmática. Aceptar que muchos
libros comprados a duras penas, pedidos
al extranjero o largamente desentrañados
en las librerías de viejo, no tienen más que
esa oportunidad de comunicación durante
el año; dejar que permanezcan a solas con
nosotros y nos confíen su secreto. Admitir el
hambre, sin exigencia de horario, y matarlo
con lo que haya a la mano; renunciar a la idea
de almuerzo y cena, en reverencia al sagrado
derecho que a todos nos asiste, incluso y ante
todo a las cocineras, de disfrutar su carnaval;
hallar más placer en esa comida, porque no
es reglamentaria ni seguida de nada: todas
las obligaciones están suspendidas, y solo
115
valen las que sabemos trazarnos a nosotros
mismos. Descubrir en el ocio un espacio
inconmensurable, donde cabe todo; no
llenarlo demasiado; verterlo a la manera de
un explorador que no quiere ser muy rico,
y siente igual placer en descubrir que en
buscar. Así vuestro cronista pasó el carnaval:
sin huir, sin festejar, divertido en su rincón
umbroso.
De Drummond. Seleta em prosa e verso. Livraria José
Olimpo Editora, Rio de Janeiro, 1976. Traducción
de E. O. S.
116
LA CASA
Eugenio Montejo
Eugenio Montejo (Caracas, 1938 - Valencia,
2008). Poeta, ensayista, traductor, editor.
Poeta venezolano y universal, fundador de
importantes revistas literarias, como Azar. De
su obra poética pueden resaltarse títulos como
Algunas palabras, Terredad, Papiros amorosos,
Trópico absoluto, Alfabeto del mundo, etc. De sus
ensayos (entre muchos otros), Cuadernos de Blas
Coll (uno de sus varios heterónimos).
En la mujer, en lo profundo de su cuerpo
se construye la casa,
entre murmullos y silencios.
Hay que acarrear sombras de piedras,
leves andamios,
imitar a las aves.
Especialmente cuando duerme
y en el sueño sonríe
—nivelar hacia el fondo,
no despertarla;
seguir el declive de sus formas,
los movimientos de sus manos.
Sobre las dunas que cubren su sueño
en convulso paisaje,
hay que elevar altas paredes,
fundar contra la lluvia, contra el viento,
años y años.
119
Un ademán a veces fija un muro,
de algún susurro nace una ventana,
desmontamos errantes a la puerta
y atamos el caballo.
Al fondo de su cuerpo la casa nos espera
y la mesa servida con las palabras limpias
para vivir, tal vez para morir,
ya no sabemos,
porque al entrar nunca se sale.
De Terredad. Biblioteca Sibila - Fundación BBVA,
España, 2008.
120
LA VENTANA
DE COLOR FRESA
Ray Bradbury
Ray Bradbury (Waukegan, Illinois, 1920 - Los
Angeles, California, 2012). Cuentista, novelista,
poeta, ensayista, guionista. Para muchos, el
mayor escritor norteamericano de ciencia
ficción, gracias a libros como País de octubre, Las
doradas manzanas del sol, Crónicas marcianas,
Las maquinarias de la alegría, etc. Una novela
suya, Fahrenheit 451, inspiró al cineasta francés
François Truffaut una de sus mejores películas.
En el sueño, cerraba la puerta de calle con
vidrios de color fresa y vidrios de color limón y
vidrios como nubes blancas y vidrios como el
agua clara de un río campesino. Dos docenas
de cristales enmarcaban el cristal grande de
vino frutal, de gelatina y de escarcha. Recordó
a su padre que lo alzaba en brazos, cuando
era niño. “¡Mira!” Y del otro lado del cristal
el mundo era esmeraldas, musgo y menta de
estío. “¡Mira!” El cristal lila transformaba en
uvas moradas a todos los transeúntes. Y por
último el cristal fresa bañaba perpetuamente
la ciudad en una calidez rosácea, tapizaba el
mundo con el color de la aurora, y parecía que
el césped había sido importado de un bazar
de alfombras persas. La ventana fresa, más
que ninguna, quitaba la palidez a la gente,
entibiaba la lluvia fría, incendiaba las nieves
ásperas y móviles del mes de febrero.
123
—¡Sí, sí! ¡Allí…!
Despertó.
Antes de salir totalmente del sueño
oyó hablar a sus hijos, y ahora, tendido en
la oscuridad, escuchaba el triste ruido de
aquella charla, como el viento que arrastra los
blancos fondos del mar a las colinas azules, y
entonces recordó.
—Estamos en Marte.
Su mujer gritó en sueños:
—¿Qué?
Él no tenía conciencia de haber hablado:
siguió tendido en la cama, tan inmóvil como
le era posible. Pero ahora, como en una rara
y confusa realidad, vio que su mujer se
levantaba y recorría la habitación como un
fantasma, alzando el rostro pálido, mirando
fijamente a través de las ventanas pequeñas y
altas las estrellas luminosas y desconocidas.
—Carrie —murmuró.
Ella no lo oyó.
—Carrie —murmuró él otra vez—.
Tengo algo que decirte… mañana… mañana
por la mañana…
Pero Carrie estaba de pie, absorta, al
resplandor azul de las estrellas, y no lo miró.
Si por lo menos hubiese siempre sol, si
no hubiese noche… Porque durante el día
124
clavaba maderas construyendo el pueblo, los
chicos iban a la escuela, y Carrie tenía que
limpiar, cultivar el jardín y la granja, cocinar.
Pero cuando el sol desaparecía y las manos
se les vaciaban de flores, martillos, clavos
y textos de aritmética, los recuerdos, como
pájaros nocturnos, los asediaban otra vez en
las sombras.
Carrie se movió: un leve giro de la cabeza.
—Bob —dijo al fin—, quiero volver a casa.
—¡Carrie!
—Éste no es mi hogar —dijo la mujer.
Bob vio que Carrie tenía los ojos húmedos
y cuajados de lágrimas.
—Carrie, ten un poco de paciencia.
—Ya no me queda ninguna.
Como una sonámbula, abrió los cajones
de la cómoda y sacó una pila de pañuelos,
camisas, ropa interior, y los puso encima de la
cómoda, sin verlos, tocándolos con los dedos,
levantándolos y dejándolos caer. La rutina
era ahora muy familiar. Hablaba, sacaba las
cosas y se quedaba quieta un momento, y las
guardaba otra vez, y volvía con el rostro seco,
al lecho y a los sueños. Bob temía que una
noche vaciara todos los cajones y buscase las
viejas maletas, amontonadas ahora contra la
pared.
125
—Bob… —La voz de Carrie no era
amarga, sino suave, indefinida, incolora
como la luz lunar que entraba en el cuarto—.
Tantas noches, durante seis meses, he
hablado así. Me siento avergonzada. Tú
trabajas tanto construyendo las casas de
la ciudad. Un hombre que trabaja de ese
modo no tendría que escuchar las quejas
de una esposa. Pero no puedo hacer otra
cosa que decirlo. Lo que más extraño… no
sé, son tonterías. La hamaca del porche. La
mecedora, las noches de verano. La gente
que pasa caminando o en auto, de noche,
allá en Ohio. Nuestro negro piano vertical,
desafinado. La cristalería sueca. Los muebles
de la sala… Oh, sí, parecían una manada de
elefantes, lo sé, y todos viejos. Y los caireles
de cristal que se entrechocaban cuando
sopla el viento. Y las charlas con los vecinos,
allá en el porche, en las noches de julio.
Todas esas cosas tontas, pequeñas… no
son importantes. Pero son las cosas que me
vienen a la cabeza a las tres de la mañana.
Perdóname, Bob.
—No, no hay nada que perdonar —dijo
Bob—. Marte es un lugar remoto. Tiene un
olor extraño, un aspecto extraño, y deja una
impresión extraña. Yo también pienso por la
noche. Venimos de una ciudad hermosa.
126
—Era verde —dijo la mujer—. En
primavera y en verano. Y amarilla y roja en
el otoño. Y la nuestra era una casa bonita;
era vieja, sí, ochenta o noventa años, o algo
así. Hablaba de noche, murmuraba, y yo la
oía. Todas las maderas secas, los balaustres,
el porche de adelante, los umbrales. Los
tocabas, y te hablaban. Cada cuarto en un
tono diferente. Y cuando al fin hablaba toda la
casa, era como tener alrededor a una familia,
allí, en la oscuridad, ayudándote a dormir.
Ninguna casa de ahora podría ser como
aquella otra. Para que una casa se ablande
del todo es necesario que vivan muchos en
ella, que pase por ella mucha gente. Esta de
ahora, esta cabaña, no sabe que yo estoy
aquí, no le importa que yo viva o muera.
Suena a lata, y la lata es fría. No tiene poros
para que entren los años. No tiene un sótano
para que guardes las cosas del año próximo
y del otro. No tiene una buhardilla para que
guardes las cosas del año pasado y de todos
los otros años antes que tú nacieras. Si al
menos tuviésemos aquí algo pequeño, pero
familiar, Bob, entonces podríamos aceptar
lo extraño. Pero cuando todas las cosas son
extrañas, entonces se necesita una eternidad
para familiarizarse con ellas.
Bob asintió en la oscuridad.
127
—No hay en lo que dices nada que yo no
haya pensado.
Carrie miraba a la luz de la luna las
maletas arrumbadas contra la pared y tendió
la mano.
—¡Carrie!
—¿Qué?
Bob sacó las piernas fuera de la cama.
—Carrie, he hecho un condenado
disparate, una locura. Todos estos meses te
oí soñar en voz alta, asustada, y a los niños
por la noche, y el viento, y Marte allí afuera,
los abismos del mar y todo y… —se detuvo
y tragó saliva—. Tienes que comprender qué
hice y por qué lo hice. Todo el dinero que
guardábamos en el banco hasta hace un mes,
todo el dinero que economizamos durante
diez años, Carrie, lo gasté.
—¡Bob!
—Lo tiré a la calle, Carrie, te lo juro, lo
tiré por nada. Iba a ser una sorpresa. Pero
ahora, esta noche, aquí estás tú, y ahí están
esas malditas maletas en el suelo, y…
—Bob —dijo Carrie volviéndose—,
¿quieres decir que hemos pasado por todo
esto, en Marte, ahorrando dinero todas las
semanas, para que tú lo quemes en unas
pocas horas?
128
—No sé —dijo Bob—. Estoy completamente loco. Mira, no falta mucho
para que amanezca. Nos levantaremos
temprano y te llevaré a ver lo que hice.
No quiero decírtelo, quiero que lo veas.
Y si no anda, entonces, bueno, siempre
están esas maletas y el cohete a la Tierra
cuatro veces por semana.
Carrie no se movió.
—Bob, Bob —murmuró.
—No digas nada más.
—Bob, Bob…
Carrie meneó lentamente la cabeza,
incrédula. Bob se dio vuelta y se tendió en
la cama, y Carrie se sentó del otro lado y por
un rato no se acostó; se quedó mirando la
cómoda donde estaban los pañuelos y las
joyas y la ropa apilada. Afuera un viento del
color de la luna movió el polvo dormido y
roció el aire.
Al fin Carrie se acostó, pero no dijo
nada más; se sentía como un peso frío sobre
la cama, contemplando el largo túnel de la
noche, esperando a que amaneciera en el otro
extremo.
Se levantaron a las primeras luces y se
movieron por la cabaña sin hacer ruido. Era
una pantomima, prolongada casi hasta la
129
hora en que alguien podía gritarle al silencio,
cuando la madre y el padre y los niños se
lavaban y vestían y tomaban un rápido
desayuno de tostadas y jugos de fruta y café.
Sin que nadie mirara de frente a nadie todos
vieron a los otros en las superficies espejeantes
de la tostadora, de la vajilla, de los cubiertos,
donde los rostros se descomponían en formas
y parecían terriblemente extraños a aquella
hora temprana. Entonces, al fin, abrieron
la puerta de la cabaña y dejaron entrar el
aire que soplaba sobre los mares marcianos,
fríos, azules y blancos, donde las olas de
arena se disolvían y cambiaban como formas
fantasmales, y salieron bajo un cielo frío, fijo
y duro, y marcharon hacia una ciudad que
no parecía más que el lejano escenario de
una película cinematográfica, en un estudio
inmenso y desierto.
—¿A qué parte de la ciudad vamos? —
preguntó Carrie.
—Al hangar del cohete —dijo Bob—.
Pero antes que lleguemos tengo mucho que
decirte.
Los niños aminoraron la marcha y
caminaron detrás de los padres, escuchando.
El padre miraba fijamente hacia adelante, y
ni una sola vez, durante todo el tiempo que
habló, miró a su mujer o a sus hijos.
130
—Creo en Marte —empezó a decir
serenamente—. Pienso que un día será
nuestro. Levantaremos casas. Afincaremos
aquí. No escaparemos con el rabo entre las
piernas. Se me ocurrió un día hace un año,
justamente después de nuestra llegada. ¿Por
qué vinimos?, me pregunté. Porque sí, dije,
porque sí. Lo mismo le ocurre al salmón todos
los años. El salmón no sabe por qué va adonde
va, pero va, de todos modos. Remonta ríos
que no recuerda, torrentes, cataratas, y al fin
llega a un sitio donde se reproduce y muere,
y todo vuelve a comenzar. Llamémoslo
memoria racial, instinto, o no le pongamos
ningún nombre, pero es así. Y aquí estamos
nosotros.
Caminaron en la mañana silenciosa y
el cielo inmenso los miraba, y las extrañas
arenas azules, o blancas como el vapor,
se movían a los pies de los terrestres en el
camino nuevo.
—De modo que aquí estamos. ¿Y de
Marte adónde iremos? ¿A Júpiter, Neptuno,
Plutón, o más allá? Perfecto. Y más allá aún.
¿Por qué? Algún día el Sol estallará como
un horno defectuoso. Bum, allá va la Tierra.
Pero quizá Marte no sufra ningún daño, y
si Marte desaparece, quizá quede Plutón,
y si Plutón desaparece, entonces, ¿dónde
131
estaremos nosotros, es decir, los hijos de
nuestros hijos?
Miró fijamente el inmóvil casco del cielo
color ciruela.
—Bueno, estaremos en algún mundo
numerado, tal vez: ¡Planeta 6 del sistema
astral 97; planeta 2 del sistema 99! ¡Tan
lejos de aquí que parecerá una pesadilla! Nos
habremos ido, ¿entendéis?, nos habremos
ido para siempre y estaremos a salvo. Y pensé
entonces, ah, ah. Por ese motivo vinimos a
Marte, por ese motivo los hombres lanzaron
cohetes al espacio.
—Bob…
—Déjame terminar; no para hacer dinero,
no. No para ver nuevos panoramas, no. Ésas
son las mentiras que cuentan los hombres, las
razones imaginarias que se dan a sí mismos.
Hacerse ricos, famosos, dicen. Pero todo el
tiempo, interiormente, algo, otra cosa, late
lo mismo que en el salmón o en la ballena;
lo mismo, por Dios, que en el microbio más
diminuto que se nos ocurra. Y ese relojito
que late en todos los seres vivos, ¿sabéis qué
dice? Dice: “Vete, propágate, avanza, sigue
nadando. Corre a tantos mundos y funda
tantas ciudades que nada pueda destruir al
hombre”. ¿Ves, Carrie? No somos nosotros
los que hemos venido a Marte, es la raza, o
132
toda la raza humana, según como nos vaya
en la vida. Y esto es algo tan enorme que me
dan ganas de reír, me hiela de espanto.
Bob sentía que los niños marchaban
firmemente detrás, y que Carrie iba a su lado,
y hubiera querido verle la cara, pero no lo
miró.
—Recuerdo ahora que papá y yo
recorríamos así los campos, cuando yo era
niño, arrojando semillas a mano, pues se
nos había roto la sembradora y no teníamos
dinero para hacerla arreglar. Hubo que
hacerlo, de algún modo, para las cosechas
siguientes. Dios santo, Carrie, Dios santo,
¿recuerdas esos artículos de los suplementos
dominicales? ¡LA TIERRA SE CONGELARÁ
DENTRO DE UN MILLÓN DE AÑOS! Yo
me enloquecía, de muchacho, leyendo esos
artículos. Mi madre me preguntaba por qué.
Me desespero por toda esa pobre gente del
porvenir, decía yo. No te atormentes por
ellos, replicaba mamá. Pero Carrie, ésa es la
cuestión, precisamente. Nos preocupamos
por ellos. Si no, no estaríamos aquí. Lo que
importa es que el Hombre permanezca.
El Hombre, así con una H mayúscula. Soy
parcial, por supuesto, ya que pertenezco
también a la especie. Pero no hay otro modo
de alcanzar esa inmortalidad de la que
tanto habla el hombre. Hay que propagarse,
133
diseminarse por el universo. Entonces
tendremos en alguna parte una cosecha
segura, a prueba de fracasos. No importa si
en la Tierra hay hambre. La próxima cosecha
de trigo estará en Venus o en el sitio adonde
haya llegado el hombre en los próximos mil
años. Es una idea que me enloquece, Carrie,
que me enloquece de veras. Cuando lo pensé
me sentí tan entusiasmado que quise correr
y decírselo a la gente, a ti, a los niños. Pero,
diantre, sabía que no era necesario. Sabía
que un día o una noche vosotros mismos
oiríais ese tictac interior, y que entenderíais
entonces, y que nadie tendría que decir
absolutamente nada. Son palabras grandes,
Carrie, lo sé, y pensamientos grandes para un
hombre que apenas mide un metro setenta,
pero no digo más que la verdad.
Avanzaban por las desiertas calles del
pueblo, escuchando el eco de sus propios
pasos.
—¿Y esta mañana? —dijo Carrie.
—Ya llego a esta mañana. Una parte
de mí también quiere volver a casa. Pero la
otra parte me dice que si regresamos, todo
se habrá perdido. Entonces pensé: ¿qué nos
molesta más? Algunas cosas que tuvimos
una vez. Algunas cosas de los niños, tuyas,
mías. Y pensé que si para comenzar algo
134
nuevo se necesita algo viejo, por Dios,
usaré lo viejo. Los libros de historia cuentan
que mil años atrás ponían carbones en un
cuerno de vaca y soplaban durante el día, y
así llevaban el fuego en procesiones de un
sitio a otro. Y luego encendían el fuego a la
noche con las chispas que quedaban de la
mañana. Siempre una nueva antorcha, pero
también algo de la antigua. De modo que
lo pesé y lo medí cuidadosamente. ¿Acaso
lo Viejo vale todo nuestro dinero? me
pregunté. No, solo las cosas que hacemos
con lo Viejo tienen valor. Bueno, ¿entonces
lo Nuevo vale todo nuestro dinero? me
pregunté. ¿Estarías dispuesto a invertir para
un día de la próxima semana? ¡Sí!, dije. Y
si puedo luchar contra eso que nos ata a la
Tierra, empaparé mi dinero con keroseno y
encenderé un fósforo.
Carrie y los dos niños estaban inmóviles,
detenidos en la calle, mirando a Bob como
si fuese una tormenta que soplaba encima y
alrededor casi levantándolos del suelo, una
tormenta que no amainaba.
—El cohete llegó esta mañana —dijo
Bob, al fin, serenamente—. Trajo nuestra
carga. Vamos a verla.
Subieron lentamente los tres escalones
y entraron en el hangar y caminaron por el
135
piso sonoro hacia el cuarto de la carga. Las
puertas se deslizaban ahora a los costados,
abriéndose al día.
—Háblanos otra vez del salmón —dijo a
Bob uno de los niños.
A mediados de esa calurosa mañana
regresaron a la ciudad en un camión alquilado
lleno de cajones, paquetes y envoltorios,
largos, altos, cortos, chatos, todos numerados
y con unos claros letreros que decían Robert
Prentiss, Nueva Toledo, Marte.
Detuvieron el camión junto a la cabaña
y los niños saltaron al suelo y ayudaron a la
madre a bajar. Bob se quedó sentado un rato
detrás del volante, y luego, lentamente, echó
a caminar de un lado a otro mirando la parte
posterior del camión, los paquetes y cajones.
Hacia mediodía todas las cajas, excepto
una, estaban abiertas, y las cosas habían sido
puestas en el fondo del mar, donde esperaba
la familia.
—Carrie…
Bob la llevó hasta los antiguos escalones
del viejo porche que ahora estaban desembalados al borde del pueblo.
—Escúchalos, Carrie.
Los peldaños crujieron y susurraron bajo
los pies de Carrie.
136
—¿Qué te dicen? Cuéntame, ¿qué dicen?
Carrie se quedó de pie sobre los viejos
escalones de madera, absorta, sin saber qué
decir.
Bob movió una mano.
—Porche delantero aquí, sala allí, comedor, cocina, tres dormitorios. En parte los
haremos aquí, en parte los traeremos. Claro,
por ahora solo tendremos el porche y algunos
muebles de la sala, y la vieja cama.
—¡Todo ese dinero, Bob!
Bob la miró, sonriente.
—Tú no estás loca ahora, mírame. No
estás loca. Lo iremos trayendo todo, el año
próximo, en cinco años. La cristalería, esa
alfombra armenia que nos regaló tu madre
en 1961. ¡Deja que el sol estalle en pedazos!
Miraron los otros cajones, numerados
y rotulados: Hamaca del porche del frente,
mecedora del porche delantero, cristales
colgantes chinos…
—Yo mismo los soplaré para que
tintineen.
Pusieron la puerta con sus pequeños
paneles de vidrios de colores, en lo alto de la
escalera, y Carrie miró a través de la ventana
de color fresa.
—¿Qué ves?
137
Pero sabía lo que Carrie veía, pues
también él miraba por el vidrio de color. Y
allí estaba Marte, con el cielo frío entibiado y
los mares muertos, ahora de color encendido.
Las montañas eran montículos de helado de
fresa, y las arenas parecían carbones ardientes
zarandeados por el viento. La ventana fresa,
la ventana fresa soplaba tenues colores
rosados sobre el paisaje, e iluminaba los
ojos y la mente con la luz de un amanecer
interminable. Allí encorvado, mirando, Bob
se oyó decir:
—Así será la ciudad dentro de un año.
Esto será una calle sombreada, tú tendrás tu
porche y amigos. Ya no los necesitarás tanto
entonces. Primero estas cosas pequeñas y
familiares, y luego verás que Marte crece,
y que se transforma, y llegarás a conocerlo
como si lo hubieses conocido toda la vida.
Bajó corriendo las escaleras hasta el
último cajón, cerrado aún, y cubierto con una
lona. Agujereó la lona con el cortaplumas.
—¡Adivina!
—¿Mi cocina? ¿Mi horno?
—No, no, nada de eso —Bob sonrió muy
dulcemente—. Cántame una canción —dijo.
—Bob, estás mal de la cabeza.
—Cántame una canción que valga todo el
dinero que teníamos en el banco y que ahora
138
no tenemos, pero que a nadie le importa un
comino —dijo él.
—No sé ninguna más que Genevieve,
dulce Genevieve.
—Cántala —dijo Bob.
Pero Carrie no podía abrir la boca y
ponerse a cantar, así como así. Bob vio que
movía los labios, pero no salió ningún sonido.
Bob desgarró un poco más la tela y metió
la mano en el cajón y palpó en silencio un
momento, y él mismo empezó a cantar la
canción, hasta que movió la mano una última
vez y entonces un solo y límpido acorde de
piano vibró en el aire de la mañana.
—Ajá —dijo—. Cantemos juntos. ¡Todos!
Éste es el tono.
De Remedio para melancólicos. Ediciones
Minotauro, 1992. Traducción de Matilde Horne
y F. Abelenda.
139
LA JOVEN TEJEDORA
Marina Colasanti
Marina Colasanti (Eritrea, 1937). Cuentista,
periodista, traductora, ilustradora. Nacida en
una antigua colonia italiana, se la considera
para todos los efectos una escritora brasilera,
cultivadora ante todo de la literatura infantil y
juvenil, dueña de una prosa muy cercana a veces
a la poesía. Algunos títulos: Una vida toda azul,
La casa de las palabras, Penélope manda recuerdos,
Lejos como mi querer. Se destaca además como
conferencista y ensayista.
Se despertaba cuando aún era oscuro,
como si oyera al sol llegando por detrás de
los bordes de la noche. Y de inmediato se
sentaba al telar.
Hebra clara, para comenzar el día.
Delicado trazo color de la luz, que ella iba
pasando entre los hilos extendidos, mientras
afuera la claridad de la mañana dibujaba el
horizonte.
Después lanas más vivas, calientes lanas
iba tejiendo hora tras hora, en un largo tapiz
que no acababa nunca.
Si era demasiado fuerte el sol, y en el
jardín pendían los pétalos, la joven colocaba
en la lanzadera gruesos hilos grisáceos del
algodón más felpudo. Luego, en la penumbra
traída por las nubes, elegía un hilo de plata,
que en puntos largos bordaba sobre el tejido.
Leve, la lluvia venía a saludarla a la ventana.
143
Pero si durante muchos días el viento y
el frío peleaban con las hojas y espantaban a
los pájaros, le bastaba a la joven tejer con sus
bellos hilos dorados, para que el sol regresara
a calmar la naturaleza.
Así, moviendo la lanzadera de un lado a
otro y llevando los grandes peines del telar
hacia adelante y hacia atrás, la joven pasaba
sus días.
Nada le faltaba. Si sentía hambre tejía un
lindo pez, prestando atención a las escamas.
Y he aquí al pescado en la mesa, listo para
ser comido. Si la sed venía, suave era la lana
color de leche que se entremezclaba en el
tapiz. Y al llegar la noche, después de lanzar
su hilo de oscuridad, dormía tranquila.
Tejer era todo lo que hacía. Tejer era
todo lo que quería hacer.
Pero tejiendo y tejiendo, ella misma trajo
el tiempo en que se sintió sola, y por primera
vez pensó en lo bueno que sería tener un
marido a su lado.
No esperó al día siguiente. Con el esmero
de quien intenta una cosa nunca conocida,
comenzó a entremezclar en el tapiz las lanas
y los colores que le darían compañía. Y poco
a poco su deseo fue apareciendo, sombrero
emplumado, rostro barbado, cuerpo esbelto,
zapatos lustrosos. Justamente acababa de
144
tramar el último hilo de la punta de los
zapatos, cuando llamaron a la puerta.
No necesitó abrir. El joven puso la mano
en el picaporte, se destocó de su sombrero de
plumas, y fue entrando en su vida.
Aquella noche, recostada en el hombro
de su compañero, la joven pensó en los lindos
hilos que tejería para aumentar aún más su
felicidad.
Y fue feliz, por algún tiempo. Pero si el
hombre había pensado en hijos, pronto los
olvidó. Porque, descubierto el poder del telar,
no pensó en algo distinto que en las cosas
que éste podría darle.
—Necesitamos una casa mejor —dijo a
su mujer. Y parecía justo, ahora que eran dos.
Le exigió que escogiera las más bellas lanas
color ladrillo, hilos verdes para las puertas y
las ventanas, y prisa para dar realidad a la
casa.
Pero, lista al fin la casa, ya no le pareció
suficiente. —¿Para qué una casa, si podemos
tener un palacio?— preguntó. Sin esperar
respuesta, de inmediato ordenó que fuera de
piedra con remates de plata.
Días y días, semanas y meses trabajó la
joven tejiendo techos y puertas, y patios y
escalas, y salas y pozos. Afuera caía la nieve,
y ella no tenía tiempo para llamar al sol. La
145
noche llegaba, y ella no tenía tiempo para
concluir el día. Tejía y entristecía, mientras
sin parar batían los peines acompañando el
ritmo de la lanzadera.
Finalmente, el palacio estuvo listo. Y
entre tantas habitaciones, el marido escogió
para ella y su telar el cuarto más alto de la
más alta torre.
—Es para que nadie sepa del tapiz
—dijo. Y antes de trancar la puerta con
llave, advirtió: —Faltan los establos. ¡Y no
te olvides de los caballos!
Sin descanso tejía la mujer los caprichos
del marido, llenando el palacio de lujos, los
cofres de monedas, las salas de criados. Tejer
era todo cuanto hacía. Tejer era todo lo que
quería hacer.
Y tejiendo, ella misma trajo el tiempo
en que su tristeza le pareció mayor que el
palacio con todos sus tesoros. Y por primera
vez pensó en lo bueno que sería estar sola de
nuevo.
Solo esperó a que anocheciera. Se levantó
mientras su marido dormía soñando con
nuevas exigencias. Y descalza para no hacer
ruido, subió la larga escalera de la torre, y se
sentó frente al telar.
Esta vez no necesitó escoger hilo ninguno.
Colocó la lanzadera del revés, y, moviéndola
146
veloz de un lado a otro, comenzó a deshacer
el tejido. Destejió los caballos, los carruajes,
los establos, los jardines. Después destejió
los criados y el palacio y todas las maravillas
que contenía. Y nuevamente se vio en su
pequeña casa y sonrió al jardín a través de
la ventana.
La noche acababa cuando el marido,
extrañando la cama dura, despertó, y
espantado miró a su alrededor. No tuvo
tiempo de levantarse. Ya ella deshacía el
oscuro dibujo de los zapatos, y él vio cómo
desaparecían sus pies, cómo se desvanecían
sus piernas. Veloz, la nada subió por
su cuerpo, tomó su pecho vigoroso, su
emplumado sombrero.
Entonces, como si oyera la llegada del
sol, la joven eligió una hebra clara. Y fue
pasándola muy despacio entre los hilos,
delicado trazo de luz, que la mañana repitió
en la línea del horizonte.
De Doze reis e a moça no labirinto de vento. Editorial
Nórdica, R. J., 1982. Traducción de E. O. S.
147
LA CASA ENCANTADA
Relato anónimo europeo
Una joven soñó una noche que caminaba
por un extraño sendero campesino, que
ascendía por una colina boscosa cuya cima
estaba coronada por una hermosa casita
blanca, rodeada de un jardín. Incapaz de
ocultar su placer, llamó a la puerta de la
casa, que finalmente fue abierta por un
hombre muy, muy anciano, con una larga
barba blanca. En el momento en que ella
empezaba a hablarle, despertó. Todos los
detalles de este sueño permanecieron tan
grabados en su memoria, que por espacio
de varios días no pudo pensar en otra cosa.
Después volvió a tener el mismo sueño en
tres noches sucesivas. Y siempre despertaba
en el instante en que iba a comenzar su
conversación con el anciano.
Pocas semanas más tarde la joven se
dirigía en automóvil a una fiesta de fin de
151
semana. De pronto, tironeó la manga del
conductor y le pidió que detuviera el auto.
Allí, a la derecha del camino pavimentado,
estaba el sendero campesino de su sueño.
—Espéreme un momento —suplicó, y
echó a andar por el sendero, con el corazón
latiéndole alocadamente.
Ya no se sintió sorprendida cuando el
caminito subió enroscándose hasta la cima
de la boscosa colina y la dejó ante la casa
cuyos menores detalles recordaba ahora con
tanta precisión. El mismo anciano del sueño
respondió a su impaciente llamado.
—Dígame —dijo ella—. ¿Se vende esta
casa?
—Sí —respondió el hombre—. Pero no le
aconsejo que la compre. ¡Un fantasma, hija
mía, frecuenta esta casa!
—Un fantasma —repitió la muchacha—.
Santo Dios, ¿y quién es?
—Usted —dijo el anciano, y cerró
suavemente la puerta.
De Anónimos. Cuentos populares. Albalearning home.
152
DOS POEMAS
Joâo Cabral de Melo Neto
Joâo Cabral de Melo Neto (Recife, 1920 Rio de Janeiro, 1999). Poeta y diplomático. Su
poesía desnuda, escueta y rigurosa resulta un
tanto insular en el ámbito poético de Brasil.
Algunos libros: Piedra del sueño, El ingeniero,
La educación por la piedra. Su poema dialogado
Morte e vida severina, adaptado al teatro con
música de Chico Buarque, se convirtió en un
éxito notable de crítica y de público.
Fábula de un arquitecto
La arquitectura como construir puertas,
de abrir; o como construir lo abierto;
construir, no como aislar y prender,
ni construir como cerrar secretos;
construir puertas abiertas, en puertas;
casas exclusivamente puertas y techo.
El arquitecto: el que abre para el hombre
(todo se sanearía desde casas abiertas)
puertas por-donde, jamás puertas-contra;
por donde, libres: aire luz razón cierta.
2
Hasta que, tantos libres amedrentándolo,
renegó dar a vivir en lo claro y abierto.
Donde vanos de abrir, fue construyendo
opacos de cerrar; donde vidrio, concreto;
hasta volver a cerrar al hombre: en la capilla
útero,
con conforts de matriz, otra vez feto.
155
La mujer y la casa
Tu condición es menos
de mujer que de casa:
pues viene de cómo es por dentro
o por detrás de la fachada.
Hasta cuando ella posee
tu plácida elegancia,
ese tu revoque claro,
risa franca de balcones.
Una casa nunca es
solo para ser mirada:
mejor: tan solo por dentro
es posible contemplarla.
Seduce por lo que es dentro,
o será, cuando se abra;
por lo que puede ser dentro
de sus paredes cerradas;
por lo que adentro hicieran
con sus vacíos, con el nada;
por los espacios de adentro,
no por lo que adentro guarda;
por los espacios de adentro:
sus recintos y sus áreas,
organizándose adentro
en corredores y salas,
156
los cuales, sugiriendo al hombre
estancias acogedoras,
paredes bien revestidas
o sótanos placenteros,
ejercen sobre ese hombre
efecto igual al que causas:
el afán de recorrerla
por dentro, de visitarla.
De Cabral. Antología poética. Editora Sabiá, Rio de
Janeiro, 1967. Traducción de E. O. S.
157
LA OCULTA
(fragmento)
Héctor Abad Faciolince
Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958).
Novelista, cuentista, ensayista, cronista.
Algunos títulos publicados: Tratado de culinaria
para mujeres tristes, Basura, Angosta, Traiciones
de la memoria, El olvido que seremos. Ha sido
traducido a más de diez idiomas, y ha recibido
premios nacionales e internacionales, entre
estos últimos, uno en China (por Angosta), y
dos en Inglaterra y Estados Unidos por El olvido
que seremos.
Ya nada es lo mismo. Todo empezó a
cambiar unas semanas después de la firma
de las escrituras. Cuando comenzaron la
construcción de la parcelación esto se llenó de
máquinas, buldóceres, dragas, aplanadores,
camiones que salían con escombros y
entraban con materiales de construcción.
Movían la entraña de las montañas para hacer
terraplenes donde quedarían las nuevas casas
de la parcelación. Durante dos semanas las
motosierras estuvieron cortando las tecas,
que se desplomaban casi sin estruendo,
resignadas a su suerte. Al mismo tiempo
cortaban los cafetos, los árboles de sombrío
del cafetal, las tecas viejas de la alameda de la
entrada, pues había que rectificar el camino,
los mangos de Tailandia, los almendros, los
samanes centenarios que eran como paraguas
naturales, inmensos. Como yo puedo ser
161
muy mala, cuando empezaron a cortarlos
invité a Eva a que viniera, para que oyera
cómo cortaban lo que habíamos sembrado
hacía diez o veinte o treinta años. Para que
sintiera siquiera una partecita del dolor que
yo sentía. Creo que le dolió, pero disimuló
bien y hasta nadó e hizo una siesta. Se fue
malencarada y no aceptó quedarse a dormir
por mucho que le insistimos.
En todos los nuevos lotes se veían
montones de parches amarillos, rojizos, de la
tierra descuajada. Una tela verde, asquerosa,
de plástico, encerraba todo el perímetro de
la vieja propiedad. Débora nos decía que
tranquilos, que eso era normal mientras se
hacía la parcelación, pero que el verdor y la
paz volverían después, en uno o dos años,
cuando se terminara el movimiento de tierras
y la construcción de las casas; que ésta era
una tierra bendecida por la lluvia y el sol. El
viejo verdor nunca ha vuelto hasta hoy.
Los nuevos dueños de las parcelas
empezaron a construir sus casas: mansiones
enormes en estilos distintos: californiano,
Bauhaus, colonial, narco-mafioso. Casi todas
tienen piscinas, prados, caballerizas, jacuzzis
al aire libre, jardines diseñados. Desde la parte
de atrás de la casa ya no veo el paisaje abierto
que mi memoria recuerda, las fotos muestran
162
y mis ojos añoran: frente a mí hay varios
techos de tejas de casas inmensas, y piscinas
azules, falsas, todo rodeado por cercos altos
de plantas exóticas, con púas, y por la noche
chorros de luz que rompen la penumbra e
iluminan jardines sosos, geométricos. Ahora
el límite de la vieja Oculta es el cedro donde
están enterradas las cenizas de mi mamá y los
huesos de mi papá, el descansadero. Al menos
eso lo respetaron en los planos, pero detrás
del cedro, a un metro, pasan la malla y el
cerco de la casa vecina. El silencio está hecho
de músicas distintas, cuál de ellas peor, y ya
no hay caminos ni animales, sino carreteritas
pavimentadas por las que pasan a toda
velocidad cuatrimotos y motos, camionetas
todoterreno blindadas, de vidrios polarizados,
inmensos caballos de lujo, purasangres,
árabes, españoles, cuarto de milla, y personas
que los montan en uniforme, con botas y
fustas, como si fueran carabineros, deportistas
olímpicos a punto de saltar, o algo así.
Vigilantes armados recorren el perímetro de
la parcelación en motos japonesas, ruidosas,
porque muchoscompradores son negociantes
o comerciantes de Medellín, nuevos ricos o
ricos viejos, no sé muy bien, ya que con ellos no
tenemos ningún trato, y en todo caso tienen
miedo de que los atraquen o los secuestren o
los maten, y se protegen así.
163
………………………………………………
La Oculta ya no está oculta ni es
silenciosa, sino que está expuesta a todas
las miradas indiscretas de los vecinos, desde
arriba y desde abajo. Por las mañanas se oye
el zumbido infernal de las guadañadoras
que cortan los prados del vecindario a ras de
tierra. Su zumbido es casi idéntico al de las
motosierras, aunque un poco más leve. Todo
es peor que antes, pero ahora nuestra casa
dizque vale más por estar en medio de una
parcelación cerrada y nos han aumentado los
impuestos. Hay que pagar una cuota por los
porteros, las motos y los vigilantes. Débora
dice que al menos siempre tenemos agua
limpia. Sí, y cada mes nos la cobran, como
si no la tomaran del agua que había sido de
nuestros propios manantiales. Alberto se
encierra en sí mismo y abona los naranjos
y los mandarinos que aún nos quedan
alrededor. A veces sale a montar a caballo,
pero ya no le gusta tanto; dice que los caballos
no trotan igual sobre el asfalto que sobre los
viejos caminos de montaña, que el ruido de
los cascos sobre el pavimento no es natural.
Que las cuatrimotos los espantan. Próspero
envejece y no encuentra mucho que hacer. A
veces dice que ya va siendo hora de que nos
muramos. Todo está muerto, en realidad, y
somos nosotros lo único que falta por morir.
164
………………………………………………
Los meses pasan y la vida sigue. Sé que
un día me voy a levantar con ánimos de
trabajar y mejorar las cosas otra vez. Si soy
capaz de arreglar muertos, también voy a ser
capaz de arreglar esta casa que me mataron,
de componer la vista que nos robaron.
Tengo planes, pero todavía no he tenido
la fuerza de empezarlos a realizar. Quiero
rellenar el fondo del lago con volquetadas de
escombros y de tierra, para hacer un jardín.
Y en la parte del frente voy a amontonar una
montaña artificial, para tapar la vista de las
casas vecinas, hasta que desde los corredores
solo se vean los pezones de los farallones y
ningún techo. Las colinas las voy a llenar
de veraneras de todos los colores, que era la
mata que más le gustaba a Cobo, para que
cuelguen florecidas y me alegren la vista. Esa
misma colina nos va a resguardar del ruido y
del registro hacia acá de las otras casas; nos
volverá a ocultar. Un día lo hago, cuando me
recupere de esta parálisis en que estoy. Tengo
que ser capaz, pero por ahora no puedo, estoy
como sonámbula, quieta y aturdida.
A veces me desvelo en la madrugada y
salgo de la pieza y camino por la casa. Al
menos entre semana, como la mayoría de las
casas de la parcelación son casas de recreo,
165
ya han apagado casi todas las luces de las
propiedades alrededor y no hay música, así
que puedo oír el viejo cantar de los grillos que
resistieron al desastre. Por las fumigaciones,
ranas y cocuyos ya no hay, ni han vuelto
los murciélagos, las loras ni las guacamayas
que anidaban en los troncos secos de las
palmas reales, que también cortaron. Las
tablas del piso traquean en los mismos
sitios y yo me acuesto en una hamaca, en
el corredor de afuera, a recibir en la cara el
sereno de la madrugada. Por un momento
tengo la ilusión de que todo sigue igual; de
que en pocas horas empezará a amanecer
sobre los farallones, y que su vista no estará
interrumpida por las casas vecinas ni por las
rejas metálicas que protegen de intrusos la
parcelación. A veces me quedo dormida en la
hamaca y vuelvo a soñar con el lago, y camino
sobre el lago, como en un milagro. Alberto se
despierta y se me acerca descalzo, con pasos
lentos, silenciosos, pero las tablas traquean
en los mismos sitios y yo me despierto. Me
pregunta si estoy bien y yo le digo que sí. Me
pregunta si quiero café y yo le digo que sí. El
aroma del café sigue siendo muy bueno y nos
recostamos en la hamaca, uno a cada lado,
las piernas entrelazadas, a sorber despacio el
café mientras amanece. Aunque toso y estoy
ronca, me fumo un cigarrillo, lento, frente a
166
él que ha dejado de fumar. Me gusta su punta
roja, intermitente, y el olor del tabaco. Hasta
que no llega la luz, tenemos la ilusión de que
todavía vivimos en La Oculta, como siempre
quisimos. No quiero que amanezca y me
parece triste preferir la noche. Se lo digo a
Alberto:
—Antes la dicha era esperar el amanecer
y ver la vista; el día era la vida. Ahora solo es
bueno cuando todo está oscuro y es de noche.
Empieza a clarear y una niebla blanca y
espesa cubre todo el paisaje. Llovizna. Poco
a poco el silencio se va llenando de pájaros.
Sobre toda la fealdad ha caído el velo de una
neblina compasiva. Antes ese velo ocultaba
la belleza y la dicha era esperar a que se fuera
disipando. Ahora quisiéramos que ese velo
tupido siguiera para siempre.
—Imaginémonos que debajo de la niebla
todo está igual que antes —dice Alberto.
—No soy capaz —le digo.
Él me acaricia una pierna y, recostados
en la hamaca, nos quedamos mirando la
neblina.
De La Oculta. Editorial Alfaguara, 2014.
167
EL RELATO DEL
PARIENTE POBRE
(fragmento)
Charles Dickens
Charles Dickens (Portsmouth, Inglaterra,
1812 - Gads Hills, Inglaterra, 1870). Novelista
fundamental del siglo XIX, autor de Oliver
Twist, David Copperfield, Historia de dos ciudades,
Grandes esperanzas, Canción de Navidad, Papeles
del Club Pickwick, La tienda de antigüedades, etc.
La inmensa popularidad que alcanzó en vida
sigue hoy plenamente vigente. Un auténtico
clásico.
—Yo no soy muy rico —continuó el
pariente pobre, mirando al fuego mientras
se frotaba lentamente las manos—, porque
nunca me empeñé en llegar a serlo, pero
poseo lo suficiente para no sufrir privaciones.
Mi castillo no es un lugar espléndido, pero es
muy cómodo, tiene al aire alegre y tibio y es
la exacta pintura de un hogar.
Nuestra hija mayor, que es muy parecida
a su madre, es la esposa del hijo mayor de John
Spatter. Ambas familias están estrechamente
unidas por nuevos lazos de cariño. Por las
tardes, cuando estamos todos reunidos, cosa
que sucede con frecuencia, y cuando John
y yo conversamos sobre tiempos pasados,
resulta muy agradable comprobar cómo
existió un solo interés entre ambos.
Realmente no sé lo que significa soledad
en mi castillo. Varios de nuestros hijos o
171
nietos están siempre allí, y las voces jóvenes
de mis descendientes son encantadoras,
o al menos a mí me deleita el escucharlas.
Mi adorada esposa, siempre fiel, siempre
amante, siempre servicial, animosa, serena,
es la bendición inapreciable de mi casa y
manantial de todas las demás bendiciones.
Somos una familia amante de la música,
y cuando Christiana me nota alguna vez
cansado o deprimido se desliza hasta el piano
y canta un aire dulce que solía entonar en los
primeros días de nuestro matrimonio. Soy un
hombre tan débil que no puedo soportar el
escucharlo de ninguna otra fuente. Una vez
lo oí en el teatro adonde fuera con el pequeño
Frank, y el niño preguntó extrañado: “Primo
Michael, ¿a quién pertenecen estas lágrimas
tibias que acaban de caer sobre mi mano?”.
Así es mi castillo y así son los detalles
reales de mi vida, allí guardados, adonde
suelo llevar a menudo a mi pequeño Frank.
Es muy bien recibido por mis nietos y juntos
planean toda clase de juegos. En esta época
del año, Navidad y Año Nuevo, raras veces
estoy fuera de mi casa. Porque los recuerdos
de la estación parecen sujetarme allí, y los
preceptos de la misma época me dicen que
obro bien al no apartarme de mi hogar.
—¿Y el castillo está…? —observa una
voz grave y afectuosa entre el grupo.
172
—Sí. Mi castillo —contesta el pariente
pobre sacudiendo la cabeza y mirando
siempre al fuego—, mi castillo está en el
aire. John, nuestro estimado anfitrión, indica
exactamente su situación. “¡Mi castillo está
en el aire!” He concluido ya. ¿Seréis vosotros
tan amables que queráis contar otra historia?
De Cuentos de Navidad. Colección Austral,
Espasa-Calpe, 1983. Traducción de C. Axenfeld.
173
APÉNDICE
LA CASA
Vinicius de Moraes
Era una casa
muy agraciada,
no tenía techo
no tenía nada.
Nadie podía
en ella entrar,
porque no había
donde pisar.
Nadie podía
dormir en redes,
porque en la casa
no había paredes.
Nadie podía
hacer pipí,
porque no había
baños allí.
Pero era hecha
con mucho esmero,
calle Los Bobos,
número cero.
Tomado del disco L. P. A mi hija Gabriela.
Traducción de E. O. S.
Vinicius de Moraes (Rio de Janeiro, 1913 Rio de Janeiro, 1980). Poeta, músico, cronista,
dramaturgo, diplomático. La indudable
importancia de su obra poética se vio un poco
desdibujada por sus logros como letrista,
compositor e intérprete, figura fundamental de
la música de su país desde la década del 50 hasta
su muerte, con temas como Serenata do adeus, A
garota de Ipanema, Eu sei que vou te amar, Samba
da bencâo, y muchas otras. Su obra teatral Orfeu
da Conceição, llevada al cine por el director
francés Marcel Camus, ganó en 1959 la Palma
de Oro del Festival de Cannes.