aquí - Policlínica Metropolitana.

Transcripción

aquí - Policlínica Metropolitana.
Premio de Cuento
Policlínica Metropolitana
para Jóvenes Autores
V - VI
( 2011 - 2012)
Prólogo
Héctor Torres
© Policlínica Metropolitana, c.a.
© 2015 Premio de Cuento
Policlínica Metropolitana
para Jóvenes Autores 2011-2012
Coordinación editorial
Samir Kabbabe
Héctor Torres
Edición y Corrección
Rosa Linda Ortega
Diseño de portada
David Morey
Producción gráfica
Books Luthier Group
www.books-luthier.com
Hecho el depósito de ley
Depósito legal: Ifi25220158001533
ISBN: 978-980-7736-00-8
Premio de Cuento
Policlínica Metropolitana
para Jóvenes Autores
V - VI
( 2011 - 2012)
PRÓLOGO
Héctor Torres
E
l reconocido narrador paraguayo Augusto Roa Bastos
señaló en una ocasión que escribía “para evitar que al
miedo de la muerte se agregue el miedo de la vida”. Una
razón de peso, sin duda alguna, que justifica dedicarse a
una tarea tan ardua, ingrata, solitaria e incierta como lo
es eso de encerrarse durante horas no sólo para juntar palabras en busca de su musicalidad, sino de ambicionar la
(no siempre lograda) tarea de construir universos ficticios
y reales a la vez. O de universos que no existen, pero que
tienen que aparentar que sí existen. O bien, que de tanto
elaborarlos, terminan siendo verdaderos al menos en la
mente del lector. O, en última instancia, que de alguna
forma existen porque cuando se habla de alguien –así ese
alguien sea de ficción–, se habla, en el fondo, de todos y
de cualquiera.
Tal es la escritura de ficción. Una forma de enfrentar
el miedo a la vida abarcando en cada intento un pedazo
del mundo que es y del mundo que podría ser.
Así, desde el año 2005, el Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores se ha dedicado a
la tarea de fomentar ese propósito: ampliar el panorama
de mundos, de puntos de vista, de historias que cuenten
nuestros días y estimulando la creación bien en voces nacientes, en proceso de consolidación o en franco desarrollo de una obra propia.
Porque si algo necesita Venezuela en estos momentos
es la multiplicidad de voces. La pluralidad de puntos de
vista. La posibilidad de contar la compleja y contradictoria realidad circundante desde el universo de la creación
–tan huraño a ofrecer resultados a todo aquel que no esté
dispuesto a demostrar temple y paciencia–; representarnos, a partir de esos retazos inconscientes que incluyen
nuestros miedos, anhelos, recuerdos, fantasías, sueños y
experiencias, para así componer un collage del momento
actual al margen de las historias oficiales. Uno que muestre cómo pasa a través de nuestros jóvenes esta realidad,
indescifrable y alucinante, escapada de toda posibilidad
de explicación desde análisis racionales.
Y es así como en estas líneas encontraremos historias
que hablan de sus universos cerrados, pero también de los
valores que sustentan las regiones en las que transcurren
dichos universos. El machismo, el hastío, el parentesco
religioso de algunos dogmas políticos, un país quebrado
en valores, una clase media en bancarrota, delincuentes
y psicópatas devenidos en mitos, la violencia en todas sus
formas, el amor (o su intento) en medio del desconcierto,
la nostalgia, el crimen, la evasión, universos todos que se
yuxtaponen y crean un mapa rico en voces que cuentan
la realidad desde su perspectiva.
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Este volumen recoge los cuentos ganadores y finalistas de la V y VI edición del Premio de Cuento Policlínica
Metropolitana para Jóvenes Autores, 2011-2012. Los relatos
ganadores, entre ambas ediciones, presentan las firmas
de autores que ya han ido demostrando su constancia y
sus aciertos temáticos y estilísticos: Gabriel Payares, John
Manuel Silva, Carolina Lozada, Dayana Fraile, Delia
Mariana Arismendi y Miguel Hidalgo Prince ya forman
parte de los narradores venezolanos de las actuales generaciones. Todos ellos tienen al menos un título propio
publicado y un camino andado en sus exploraciones y reconocimientos.
Son parte de los nuevos autores de la casa.
A esos se le suman otros que, en mayor o menor medida, también han andado sus propios caminos y asomado
los primeros resultados de sus faenas. Esta lista incluye
nombres como Mario Morenza, Jorge Gómez Jiménez,
Carlos Patiño, Ricardo Ramírez Requena, Nora Edén
Mora y Enza García Arreaza, junto a otros como Martha
Durán, Daniel Fermín, Arturo Serrano Álvarez, Dacio
Medrano, Juan Carlos González Díaz y Katy Civolani.
Vale acotar que el jurado conformado en cada edición del certamen ha sido uno de los factores que han garantizado tanto su éxito de convocatoria como la calidad
de la muestra. Los encargados de seleccionar los 19 títulos
que compendian este volumen de entre más de 350 textos participantes estuvo compuesto por Ana Teresa Torres,
Norberto José Olivar y Carlos Pacheco, para la V edición
(2011); y Victoria De Stefano, José Luis Palacios y Luis
Yslas, en la VI (2012), figuras todas con vasta experiencia
en el estudio y desarrollo de la narrativa de nuestro país.
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En conclusión, dichos textos suponen no sólo una
forma de espantar el miedo de la vida, especialmente en
un país en el que esta última se acerca más a la pesadilla
que al sueño, sino de dejar un valioso testimonio de su
vivo paso por estas tierras, que espanta también el miedo
a la muerte.
Bienvenidos a sus líneas.
V ed i c i ó n
2011
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Veredicto
N
osotros, Ana Teresa Torres, Norberto José Olivar y
Carlos Pacheco, en nuestro carácter de miembros
del jurado de la V Edición del Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores, reunidos en
la ciudad de Caracas el 6 de mayo de 2011, una vez leídos
y valorados todos los textos enviados a dicho certamen,
hemos decidido, de manera unánime, otorgar los tres premios establecidos por las bases, a los siguientes:
Primer lugar al texto titulado “Sudestada”, enviado
bajo el seudónimo Vito Dumas, por la trabajada sencillez
de su desarrollo accional, su tono reposado y su escritura
impecable, a través de los cuales logra ofrecer sin embargo
una mirada poética a la decadencia de la vida moderna.
Segundo lugar al cuento denominado “Los discos
de mi padre”, presentado a concurso bajo el seudónimo
James Alvin Ziegler, porque a través de una situación
aparentemente banal en la que dos adolescentes gays se
encuentran en torno a la música, remite con contudencia y a la vez con sutileza a las estructuras fascistas de
dominación que atraviesan desde el poder militar hasta
la vida sexual.
Tercer lugar al relato “Los muchachos Karamazov”,
firmado bajo el seudónimo Martina, por construir un
relato que, de manera inteligente y oportuna, parodia y
cuestiona la realidad contemporánea, como una secuencia de anacronismos y absurdos que desencadenan realidades tragicómicas.
Abiertas las plicas, los ganadores resultaron ser: Gabriel Payares (1.0 lugar), John Manuel Silva (2.0 lugar) y
Carolina Lozada (3.o lugar).
De igual manera, consideramos oportuno otorgar
menciones especiales a los siguientes cuentos, los cuales
citamos a continuación en orden alfabético:
Queremos dejar constancia de que todos los cuentos
incluidos en este veredicto nos han parecido de una calidad indiscutible, y fueron seleccionados entre una muestra que en su conjunto ofrece un alentador indicio del
buen nivel que tiene en estos momentos la narrativa corta
en las nuevas generaciones de autores venezolanos.
En Caracas, a los 6 días del mes de mayo de 2011.
Ana Teresa Torres
Norberto José Olivar
y Carlos Pacheco.
- “Cosas que nunca hice”, de Daniel Fermín
- “El asesino del Metro”, de Carlos Patiño
- “El ciudadano del Valley Car”, de Mario Morenza
- “Final de telenovela”, de Arturo Serrano Álvarez
- “Guisantes y gasolina”, de María Dayana Fraile
- “La tienda de muñecos”, de Jorge Gómez Jiménez
- “Pájaros”, de Ricardo Ramírez Requena
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15
1o
l u g a r
Sudestada
Gabriel Payares
para Sergio Chifflet
…y ya mis ojos son barro en la inundación
Bersuit Vergarabat
N
o recuerdo de qué manera me percaté de su presencia en la ventana, asomados hacia adentro con la
curiosidad de un niño en la vidriera de una tienda. Era
un miércoles, estoy seguro, pues cada miércoles del mes
nos convocan, con cruel puntualidad, a mí y a mis dos o
tres compañeros a una reunión con el departamento de
publicidad en el piso de abajo; una asamblea incómoda
y exigente en la que pretendemos estimular con vasitos
de café negro los cerebros agotados de quienes llevamos
demasiado tiempo trabajando en este periódico. Esas
ocasiones constituyen para mí un verdadero horror, en el
que confrontamos en vivo y directo el creciente abismo
que nos separa de las generaciones venideras. Aunque a
decir verdad me hacen también algo de gracia: reuniones en las que el silencio es nuestro aporte más sustancial
al reciente modelo de propaganda, al atrevido diseño de
nuestros logotipos o a todas esas cosas de las que se ocupa
la gente que piensa en términos como urbano pero juvenil,
dinámico, con garra, fresco y con punch. Nosotros, encargados de la parte más embrutecedora del negocio, escuchamos aquella alharaca como quien se duerme viendo
una película en otro idioma, y al final asentimos antes de
levantarnos, la mayoría de las veces sin haber entendido
ni querer entender una sola palabra. A menudo tengo la
impresión de que cada miércoles envejecemos un par de
años, como muñecos de papel remojándose en café negro,
y esa sola imagen gobierna mi cabeza durante la hora y
media que compartimos con nuestros diseñadores y “creativos”: gente rápida, llena de aretes y tatuajes, que mi padre
sin pensarlo mucho habría tildado de maricas y faloperos.
Por eso, cuando todo termina, regreso a mi escritorio con
una sonrisa tan tímida y contradictoria, casi una mueca,
que pareciera más bien estar sufriendo un retortijón en los
intestinos. A veces algún compañero me lo señala, y yo ignoro sus comentarios con amabilidad: no sabría explicarle
lo que siento, pero si fuese posible, me reiría con ganas y a
todo pulmón en el medio de la oficina.
En todo caso: un miércoles cualquiera, poco después
de la reunión, aparecieron aquellas dos siluetas negras
en la ventana. Hacían contraste sobre el fondo nublado
del cielo de la tarde, y me produjeron una fascinación
inmediata. Pájaros: parecían dos agujeros profundos e
irregulares en el vidrio que separa el aire acondicionado
de nuestra oficina del aire desacondicionado de nuestra
ciudad. Los observé durante un rato, de pie junto a mi
escritorio y con mi taza de café en la mano, mientras ellos
parecían detallarlo todo alrededor del ventanal: primero
se ubicaron a los lados del jefe y espiaron con desvergüenza las imágenes de su computadora; de espaldas a
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ellos e inverosímilmente concentrado, él ni siquiera notó
la extraña visita; pero sí pareció teclear más frenéticamente mientras sostuvo sus miradas sobre los hombros.
Los avechuchos se aburrieron de él bastante pronto –no
puedo culparlos por ello– y se movieron con discreción a
lo largo del vidrio, fijándose con interés en todos los que
pasaban cerca. Exceptuándome, nadie pareció notarlos
siquiera; y si alguien más lo hizo, no le resultaron merecedores de chiste o de comentario. Tal vez su tamaño
discreto –casi de roedor pequeño– les haya servido de camuflaje, o tal vez todos en la oficina estaban demasiado
ocupados para siquiera mirar. Eso ocurre a menudo. Seguí su trayectoria, hipnotizado, hasta verlos detenerse en
un punto cualquiera del ventanal y luego cruzar con los
míos sus ojos redondísimos y brillantes, pintados con una
mezcla extraña de colores. Le di entonces un sorbo a mi
café. En apenas unos segundos, la escena que hasta ese
instante me había movido a una sonrisa cobró un cariz
marcadamente siniestro. No hubo complicidad alguna en
sus miradas, que se mantuvieron fijas sobre mí; graves y
distantes, casi orgullosos, sus rostros de pájaro me recorrieron con paciencia, no sé si ofendidos por el peso de mi
cuerpo, por mi enorme gravedad y por el hecho de que
estuviese suspendido a la altura de un décimo piso.
No sé cuánto tiempo sostuvimos aquella exploración
mutua, cuyo fin sentenció el chillido del teléfono sobre mi
escritorio. Atendí con lentitud y distracción, intentando
coger el auricular sin perderlos de vista. Ellos parecieron
haber esperado ese momento, pues hacían brevísimos
amagos de huida, preparándose para un vuelo sorpresivo
que no lograban finalmente concretar. Atendí la llamada
en silencio, con la creciente sensación de que la bocina
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me traería el sonido vivo de fuera de la ventana: el ronquido cariñoso del viento confundiéndose con el sonido
íntimo y lejano a la vez de sus graznidos, o de algún breve
silbido, quizás, con el que compartirían una revelación
misteriosa, deseo inconcluso o relato olvidado en algún
rincón de mi memoria, depositándolo con un leve entreabrir de sus picos diligentes en mi oído y en mi cerebro
para siempre.
–¿Jonás? –dijo la voz del otro lado. Sus picos permanecían cerrados.
–¿Sí? –contesté, inmóvil, apenas un susurro.
–¿Jonás? ¿Por qué no me contestas? ¡¿Hola?! –gritó
por teléfono la voz de mi mujer.
El hechizo se hizo pedazos contra el piso, bañándome los zapatos de café caliente y obligándome a dar un
ridículo saltito sobre mi escritorio; un poco más y habría
ido a parar al suelo. Sobre la alfombra, los trozos blancos
de la taza parecían dientes arrancados en una pelea; una
pelea que estaba por venir.
–¿Qué coño estás haciendo? ¡¿Jonás?!
–Sí, sí, ya estoy –contesté con aire resignado–. Tuve
un pequeño accidente acá. ¿Qué pasa?
–¿Qué va a pasar? Es tu hijo, que acaba de llegar del
colegio. Hoy salían temprano y tenías que haberlo buscado hace horas, Jonás. Suerte que unos compañeros viven a unas cuadras y pudieron dejarlo cerca, que si no...
–¿Ah, era hoy? –me llevé las manos a la frente. Esto
iba a ser desagradable. Mi mujer era un ser normalmente
razonable: alguien con quien se podía vivir en relativa
paz, sin mucha efusividad pero sin grandes altercados; eso
sí, cuando el tema en discusión era nuestro único hijo,
aquello podía tornarse una verdadera tormenta. Para ella
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no existían puntos medios en la educación de lo que, a
todas luces, era ya un joven capaz de valerse por sí mismo:
era a su manera, o a la carretera.
–¡Claro que era hoy, Jonás! ¡No se puede contar contigo para nada, todo se te olvida!
–Bueno, bueno, lo lamento, de verdad. Igual ya él es
un chico grande. Yo a su edad ya trabajaba, vamos.
–¿Y qué? ¿Entonces tiene él que pasar por las mismas
penurias que tú? ¡Pero qué buen padre!
–¿Cuáles penurias? –la interrumpí, casi suplicante. Si
algo detesto de las discusiones telefónicas es que, haga
lo que haga, uno siempre luce como peleando consigo
mismo–. ¡Si todos los adolescentes se van solos a casa!
¡Seguro que sus amigos también se van solos a casa!
–Ya, déjalo. Eres imposible. Ya verás qué le dices
cuando regreses.
–Vale, vale, ya veré qué le digo.
–Adiós.
Colgué con un gesto de fastidio, y mis ojos buscaron
de inmediato a los intrusos de la ventana: no estaba ningu
no. Solté un chasquido de fastidio y recogí pieza a pieza
mi taza de la alfombra. Me gustaba aquella taza, solía
tener un paisaje marítimo impreso: palmeras, mar, atardecer, un barquito. Ahora no tenía nada. Y la mancha
de café en la alfombra semejaba un charco de sangre.
Decidí irme a casa temprano.
Llegué al hogar a hora usual, casi de noche, después de
dejar ir un par de trenes en la estación. No sé si por miedo,
fastidio o alguna razón secreta, deambulé por los recodos
del enorme edificio ferroviario, leyendo una y otra vez las
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carteleras de información, viendo aquí y allá a la gente
llegar y despedirse. La estación es un lugar misterioso, en
donde miles de vidas se cruzan sin saberlo y sin que les
importe lo más mínimo, en su frenética carrera hacia el
final de cada día. ¿Los esperaría a cada uno una mujer
furiosa y un hijo indiferente? ¿Cuántos de ellos tendrían
un trabajo monótono y sin perspectivas? ¿Cuántos leerían
el periódico que yo corregía desde hacía años, y después
lo echarían sin remordimientos a la basura o lo pondrían
en el suelo para que el perro lo orine? Ninguno disponía
del tiempo para contestar a mis preguntas, y claro que a
ninguno me atreví a formulárselas. Los cuarenta son una
década incierta, límite entre el ánimo confiado de la juventud y el inicio de esa antesala al retiro que llamamos
“la edad madura”; y a mí, en el fondo, no me interesaba
demasiado preservarme joven, ni convencerme de que
los mejores tiempos estaban aún por venir. Muchos años
viviendo junto a las vías del ferrocarril enseñan a tener
presente el sentido de la oportunidad, y uno termina acostumbrándose a tomar siempre el tren que viene después;
las oportunidades están siempre repletas y nunca hay lugar para sentarse.
La cena me esperaba solitaria en la mesa, como luciría una fiesta sorpresa a la que el cumpleañero no se presentase. Le di algunos bocados fríos antes de devolverla
a la nevera y calentar el agua para un té. Madre e hijo
se habían puesto de acuerdo en mi ausencia, internados
cada uno en la pantalla del televisor de sus cuartos. Seguramente habrían comido así, cada uno en un canal diferente.
El de ella fue un saludo gélido, que interrumpí con la excusa de “ir a hablar con el chico”, sin darle oportunidad
de añadir una sola palabra. Peón toma reina, jaque al rey.
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El cuarto de mi primogénito es constante en su estado
de desorden. El volumen del televisor estaba altísimo, y la
pantalla exhibía un programa de humor bastante popular
entre los chicos, con el que yo jamás había podido pactar
más allá de alguna breve sonrisa. El divertimento consistía en un show de concursos chino o japonés, en el que
los participantes caían en pozos de barro, de crema pastelera o de tomates molidos y emergían con una sonrisa
avergonzada. Las voces originales habían sido dobladas
con chistes y frases crueles, a menudo aludiendo al arroz,
al color amarillo o a los ojos rasgados de los concursantes,
y el resultado final era un Frankenstein de cuarenta minutos con risas grabadas. No era gracioso. Nunca me han
gustado los chinos, ni me han parecido gente graciosa, ni
mucho menos amable, ni particular en nada, incluso si
están cayendo de cabeza en un pozo de crema pastelera.
Además, nadie le ofrecía al espectador una mínima explicación sobre qué premio esperaba a los concursantes
al final del trayecto, ni en qué imaginario específico se
ambientaba el show original, y esa intriga me acompañaba, las pocas veces que había intentado verlo, durante
los cuarenta minutos de programa.
Escuchaba a mi hijo reír sin parar, echado sin zapatos
sobre su cama y absorto en la contemplación del show; lo
hacía obedientemente cada vez que el televisor así se lo indicaba. Él no necesitaba explicaciones. Entonces me apoderé en silencio de una esquina del cuarto y esperé; estoy
seguro de que tardó varios instantes en advertir mi presencia. Su mirada inicial fue de desconcierto, como si esperase
algún tipo de reprimenda que no lograse siquiera imaginar.
Yo permanecí en silencio por un rato, estrategia para captar
su atención que empleaba a menudo. Era casi cruel dejarlo
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que aguardase lo inesperado, como una gallina enfrentando
un crucigrama, pero era un método preferible, dijera lo que
dijera su madre, a las brutalidades con las que ella y yo habíamos sido criados. Finalmente, el muchacho rompió el
embrujo y asumió sin tapujos la derrota.
–¿Qué pasa, viejo?
–Nada, nada. –respondí, intentando sonreír. Odiaba
que me llamara “viejo”, porque así le decía yo a mi propio
padre cuando estábamos disgustados. Su atención sobre
mí no duró más de algunos minutos: los de la pausa comercial–. Tu madre quería que viniera a hablar contigo.
–Ah, ya. ¿Sobre qué?
–Sobre lo de hoy y el colegio, ya sabes.
–Ah, ya... ¿Qué cosa del colegio? –estaba tan sumergido en la pantalla como uno de los chinos en una piscina
de lodo. Suspiré. Combatir el televisor era una empresa
titánica. Pero a fin de cuentas, no había nada nuevo e
importante que decirle.
–No, nada, nada. Lo de siempre.
–Ah, ya… ¿Qué cosa?
–Nada, nada. Te dejo que sigas viendo la tele.
Una carcajada vino a confirmarme que él estaba de
acuerdo. Demoré unos segundos más del lado de afuera
de la puerta y me dirigí a la cocina: había una olla de
agua a punto de hervir y dos bolsitas del té que más me
gusta a su lado. Estiré el cuello hacia el cuarto: la luz se
encontraba apagada. Me habían perdonado. Bebí dos o
tres tazas del té en la sala, mientras esperaba que el sueño
sumergiera la casa en el silencio. Sólo entonces me fui a
dormir, casi a la medianoche, sintiéndome una especie de
vencedor insomne que le hubiese arrebatado un tiempo
extra a las horas del día. En la mañana, paradójicamente,
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saldría tarde al trabajo, quién sabe si incluso perdería el
tren; mi mujer me lo reprocharía durante el desayuno y
me diría que no duermo lo suficiente. Y dormir para qué,
pensaría yo en el camino, si igual no es mucho con lo que
puedo ya soñar.
El resto de la semana transcurrió por debajo de la
mesa, como los ratones, pues así se le escapan a uno los
días después de alcanzar una cierta edad: huyendo en silencio después de haberse comido las migas del pan o
algún pedazo de queso abandonado. Andando así por
la semana, a tontas y a ciegas, tropecé de nuevo con un
miércoles y con una convocatoria a la consabida reunión.
Puntos para discutir: “Estrategia de respaldo comunicacional de nuestros aliados financieros”. Ajá. ¿No era esa
la minuta de la semana pasada? Debí haber hecho la pregunta en voz alta, ya que al instante una voz me ofreció
la respuesta:
–Quedaron dos puntos por discutir en la reunión anterior, ¿recuerdas? –yo, la verdad, no recordaba siquiera
los puntos sí discutidos.
–No demasiado, pero qué importa.
La voz pertenecía a Laura, la más cercana de mis compañeras de oficina, quien visitaba a menudo mi escritorio con
ese aire gatuno que tuvo desde que entró a trabajar con
nosotros. Venía de otro periódico, y en ese entonces era
más joven, más guapa y no se había casado con el troglodita que hoy en día le amarga la existencia. Es gracioso:
al principio, Laura solía darme consejos sentimentales,
ideas para mejorar mi matrimonio, ese tipo de cosas; hasta
que un romance furtivo comenzó a insinuarse entre nosotros y yo, francamente entusiasmado por la perspectiva
de vivir una aventura, lo arruinase todo sin querer y sin
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entender todavía cómo. No sabría explicar de qué manera
ocurrió todo aquello, que no llegó siquiera a concretarse
en un insignificante beso, pero sé que mis intentos posteriores por acercarme terminaron siempre en el más absoluto rechazo. Finalmente la dejé ir, en silencio, y aprendí
a conformarme con sus esporádicas apariciones, con verla
hurgar entre las cosas de mi escritorio y abrir con falsa curiosidad mi carpeta siempre obesa de asuntos pendientes.
Después de tanto tiempo, Laura era algo similar a una
amiga cercana, o algo así. No estoy muy seguro.
–¿Y cómo te ha ido? –pregunté al notar lo insistente
de su presencia.
–Nada, en lo mismo –esquivó con un ronroneo. Creo
que aplicaba conmigo las mismas estrategias que yo con
mi único hijo–. ¿Terminaste de corregir los anuncios que
te pasó el jefe?
–Ya casi, necesitaban mucho trabajo.
–¿Muchas vocales fuera de sitio?
–Esa es una manera de ponerlo.
–La semana pasada lo escuché quejarse de que sobrecorregías.
Levanté la cabeza y la abordé de reojo, escondido tras
la pantalla del computador.
–¿Quién?
–El jefe, tonto.
–¿Yo sobrecorrijo?
–Eso dijo él.
–Qué hijo de puta.
–Ah, no sé. En eso no me meto –se irguió como un
ave que da una voltereta antes de volar y me tendió con
amabilidad un recorte de papel periódico–. Vine a traerte
esto. Sé que te gustan los barcos, ¿no?
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Asentí.
–Papá era marinero.
–Bueno, ahí tienes, querido. A lo mejor puedes ir a
visitarlo.
El artículo pertenecía, curiosamente, al diario de la
competencia; algo que no me sorprendió demasiado. Podía imaginar a Laura comprando perfectamente varios
periódicos a la vez y leyéndolos tranquilamente en nuestra sala de redacción. Las letras negras del encabezado
anunciaban la muerte mecánica de uno de los barcos
más antiguos de la flota mercante nacional, justo debajo
de una enorme fotografía en blanco y negro: “El Desdémona descansará en paz en la ribera”. La nota era breve
y llena de generalidades, escrita seguramente a último
minuto. La fotografía, en cambio, era más que impresionante: las gigantescas aspas de una hélice se ofrecían a
la mirada como huesos expuestos en una fractura, mientras la panza del barco formaba un cielo tosco y oxidado
dentro del recuadro de la foto, y hacía pensar en que estuviese a punto de caer una lluvia de tornillos. El periodista afirmaba que el futuro de la nave era incierto: las
autoridades se debatían entre el museo y el desguazadero.
El Desdémona había sido construido a principios de siglo,
pero estaba tan pobremente conservado que lucía incluso
más viejo que eso, todo un dinosaurio mercante. Recién
terminaba de leer la descripción, cuando ya mi padre se
me venía a la cabeza. De estar vivo, ¿qué habría dicho al
respecto? Seguro le habría reprochado al mundo, con ese
tono adolorido con el que hablan los argentinos, su empeño por sentenciar el pasado a las fauces del orín, como
un soldado herido en plena batalla contra el tiempo. Estuve incluso tentado a imitar su voz, para escucharlo vivo
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de nuevo a través de mi garganta, pero me habría expuesto
a las miradas de todos en la oficina y sobre todo a la de
Laura, que se mantenía aún de pie frente a mi escritorio,
registrando mis reacciones como lo hacen las madres de
hijos únicos al momento de abrir los regalos de Navidad.
–Gracias, Laura –respondí, más para que se marchara
que por un genuino agradecimiento–. Lo leeré bien en
un rato.
–No, de nada. Lo vi y me acordé de ti.
Le obsequié una sonrisa mientras ella volvía a su
puesto, y mis ojos se zambullían de nuevo en la fotografía.
Se me ocurrió que mi padre tendría más o menos mi edad
–quizás un poco más joven, no lo sé– cuando abandonó la
marina mercante para dedicarse a su familia y a su único
hijo, quien apenas si conocía. El cambio fue tan radical
como doloroso: del cuarto de máquinas pasó al escritorio,
de los sextantes y la brújula a los sellos de caucho y las fotocopias. Y tras ser un padre ausente, un héroe lejano con
bolsillos repletos de objetos maravillosos, devino en un
acostumbrado garabato de sí mismo. En un par de años
nada más, su nueva ocupación le había domesticado el espíritu, y como las aves en cautiverio, comenzó entonces a
envejecer. Su bigote endureció y perdió el color, su pulso
se hizo errático e inconstante, y sus ideas enlentecieron
hasta anquilosarse. Supongo que mi padre era como el
Desdémona: una vez anclado en la ribera, su cuerpo empezó rápidamente a oxidarse.
El correo electrónico me recordó, con un gemido alegre y una alarma anaranjada, que ya era hora de acudir
a la reunión. Arrancado de mis pensamientos, acuñé el
artículo de prensa bajo el teclado del computador, justo
a tiempo de pescar por el rabillo del ojo a una silueta
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agazapada en la ventana. Y ahí estaban de nuevo: dos pájaros negros intrigados por la oficina, espías furtivos del
reino animal. Uno primero y el otro después se asomaron contemplándome con reservas, con cierta desgana,
a lo mejor resentidos conmigo por haberlos sorprendido
de nuevo. Pude entonces detallarlos mejor: los recordaba
mucho más pequeños, aunque en realidad eran de buen
tamaño y de formas familiares; pronto los bauticé como
alcatraces. Tenía años sin ver un alcatraz, veinte o veinticinco tal vez, desde la última vez que acompañé a mi viejo
a la playa; aquellas eran aves de mi propia prehistoria. “¿Y
ustedes?”, les pregunté en voz alta, sobresaltado por mi
propio tono, que pareció brotar enmudecido, surgiendo
debajo del agua o desde el interior de un barril de madera.
“¿Nosotros qué? –respondieron sus graznidos en mi cabeza–, ¿es que no piensas ir a la reunión?”.
Pero esa era la voz de Laura, de nuevo, que se atravesaba en el camino de mi mirada y me extraía de mis
delirios. Me incorporé, asintiendo como un resorte y tomando un lapicero y una libreta, antes de echar un vistazo hacia la ventana de fondo. Ya no había nada que ver,
más allá de la ciudad sucia y aburrida. Nada digno de
comentario, como tampoco lo hubo en la reunión. Mis
hojas regresaron en blanco.
Esa noche cenamos tan solo mi mujer y yo, porque el
chico se quedaba en casa de algunas amigas. Su madre
realmente parecía creer que aquello tendría el aire de una
inocente pijamada; yo, sin saber cómo disimular un súbito arrebato de envidia, me lo imaginé en un tipo muy
distinto de reunión. No supe si sentirme orgulloso de que
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no se repitieran en él las mismas torpezas de su padre, o si
resentir el hecho de que jamás me hubiese pedido un consejo amoroso. Movido por las sensaciones, se me ocurrió
insinuar en voz alta que la presencia de nuestro retoño, de
no ser por su televisor eternamente encendido, apenas si
se habría hecho sentir entre nosotros. Me gané una mirada
de advertencia: Careful with that axe, Eugene. Pisé entonces el freno a toda velocidad y previendo el inminente estallido, alabé la comida y agradecí la oportunidad poco
frecuente de estar a solas y de compartir. Ella ablandó la
mirada, pues me conocía lo suficiente para valorar aquel
gesto en su justa dimensión; a veces no está tan mal eso de
acostumbrarse al otro por completo. Esa noche hicimos el
amor despacio y con gusto, aunque ya no duráramos tanto
como antes. Sabíamos en dónde tocar, y el resto era cortejo por compromiso. Terminamos, ella primero y yo poco
después, y nos dormimos casi de inmediato.
Durante la madrugada estuve soñando conmigo
mismo. Me veía en mi puesto de trabajo, sentado sobre
el escritorio porque el suelo había empezado a inundarse.
En el más absoluto silencio, la oficina se convirtió en una
pecera tranquila y apacible, en la que todo flotaba en su
lugar. Y aunque tuve todo el rato la respiración contenida,
en ningún momento sentí el apremio de huir desesperado. Por el contrario, caminé –¿por qué no nadaba?–
hasta el enorme ventanal frente a mi escritorio y abrí con
calma el cerrojo. En ese momento la gigantesca presión
del agua hizo estallar en pedazos la ventana y arrojó la oficina entera hacia el vacío: mobiliario, papeles húmedos,
sillas reclinables, teclados ergonómicos de computadora
e incluso yo mismo, todo salía despedido por los aires,
y mi única preocupación, a medida que me precipitaba
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hacia la nada, era haber dejado adentro el recorte de periódico que Laura me había dado en la mañana.
–¿Y estas ventanas se abren? –me descubrí preguntándole
a un compañero días después, en plena pausa para el café,
inspeccionando el mismo ventanal de mis sueños.
–Creo que no –fue la respuesta–. ¿Para qué las quieres abrir? Se va a salir todo el aire acondicionado.
–No, no, para nada –dije, sintiéndome como un extraterrestre–. Curiosidades de uno, ya sabes.
Esas mismas curiosidades mantuvieron el sueño vivo
en mi cabeza durante los días siguientes, en los que dediqué preciosos minutos de trabajo a la contemplación del
recorte de prensa. Me sorprendí pensando en que si aquel
edificio fuese un poco más alto, y si la ventana diese hacia
el lado contrario, probablemente podría ver al Desdémona
esperando por sus verdugos como una gran ballena comatosa. Quizá, de tener más tiempo libre, habría incluso subido a la azotea a comprobar mi teoría. Pero por otro lado
confiaba en que, dado el interés que había demostrado por
la noticia, Laura me informaría si llegaba a anunciarse el
destino del pobre barco. De todas formas, y por si acaso,
decidí invertir algunas monedas diarias, durante mi viaje
de regreso a casa, en comprar el periódico competidor,
leerlo de cabo a rabo y dejarlo abandonado en el asiento
del tren cual flagrante prueba del delito. Esa pequeña traición se repitió y repitió hasta hacerse costumbre, durante
cada día que pasaba de mi angustiosa espera.
Confieso no saber cómo llegó a ocupar el Desdémona
un porcentaje tan amplio de mis pensamientos, pero antes del miércoles siguiente ya había pensado en dos o tres
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rutas posibles para ir a visitarlo en la ribera: quizás pudiese organizar un viaje familiar –aunque a mi querido retoño costaría un mundo convencerlo–, o tal vez pudiese
fugarme de la oficina un par de horas antes y visitarlo
a toda prisa; esto último requería algo más de tiempo y
planificación, pues llegaría a mi hogar mucho después de
lo acostumbrado, y no tenía ganas de lidiar con sospechas
de infidelidad. Pero no era ese el principal inconveniente:
el viaje, por encima de todos los contratiempos, precisaba
de algún tipo de propósito, algún punto cardinal que lo
orientara dentro de las acciones de mi vida. A partir de
cierta edad uno no desaparece así nomás, sin tener una
excusa creíble –o increíble– preparada, pues ciertos imperativos rutinarios, morales, familiares o no sé de qué tipo
terminan imponiéndose a la libertad y convirtiéndola, en
el mejor de los casos, en recuerdo de una antigua sensación. Al final estamos más atrapados en nosotros mismos
que en cualquier cárcel o prisión del universo. Anclado a
mis propios razonamientos, me convencí de seguir esperando un poco más.
Y así lo hice, al menos hasta la noche. Después de la
cena, en esos brevísimos minutos antes de que el chico
abandonara la mesa y se escabullera sagazmente hacia
su cuarto, asomé la noticia del Desdémona, fingiendo
haberme enterado de ello esa misma mañana. Con una
sonrisa ilusionada, le conté a madre e hijo el dolor que
aquella escena hubiera desencadenado en mi padre de
estar vivo, y repetí un par de frases suyas para acompañar mi performance, momentáneamente poseído por su
espíritu de marinero sureño. Podría jurar que durante un
segundo, tal vez dos, hubo un chispazo de entusiasmo en
la mirada de mi familia: una llamita débil, quizá, pero su32
ficiente para hacerme sentir lo que el primer cavernícola
en lograr encender una fogata. Pero siempre hay vientos
más fuertes, y a medida que el hilillo de atención de mi
primogénito era absorbido por los chillidos de su teléfono
móvil, mi mujer me propinaba una mirada amorosa, cargada de piedades. Al final, dejé morir mi anécdota sobre
la mesa con asqueada resignación.
–¿Quieres un té? –me ofreció mi señora a modo de
consuelo, llenando de agua la ollita acostumbrada. Yo
asentí en silencio, oyendo el eco de una sonrisa desvanecerse. Y entonces añadió:
–No te pongas así. Algún día recordará tus historias.
–… Si apenas las escucha, mujer.
–Es un chico, Jonás. Tú también tuviste su edad.
–Yo a su edad amaba las historias de mi padre.
–Porque apenas si lo conocías.
–¿Y él sí me conoce a mí?
–Ay, Jonás, no empecemos.
–No, dime. ¿Me conoce?
–¡Como si hubiera mucho de ti que conocer!
–Joder, mira lo que dices. A veces actúas como una bruja.
–Mira, Jonás, no fastidies, ¿sí?
–¿Yo?
–Sí, tú.
–Buf, ya comenzaste.
–Lo digo en serio, Jonás: no me fastidies. ¿Está claro?
Un amargo silencio da por terminado mi intento de
aventura familiar. Añadir una palabra más a aquel duelo de
espadas habría equivalido a hacer malabares con granadas.
Así que enterré el hocico en la taza de té durante los minutos que tardé en quedarme a solas, y hallé de pronto
en mí la determinación de los que han sido totalmente
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derrotados. Hurgué en el enorme revistero de periódicos
viejos y folletines de propaganda hasta dar con la guía
telefónica en el fondo; tendría un par de años de vencida,
pero era perfecta para mis fines. Abrí sus últimas páginas
y di con el plano sectorizado de la ciudad, en el que luego
tracé con el dedo mi ruta de huida hacia la ribera, considerando diversos posibles escenarios. Con apenas tomar
el subterráneo, o en su lugar un par de autobuses, podría
llegar en más o menos cuarenta minutos al extremo este
de la ciudad, en donde nacía el río que la atraviesa, hijo
debilucho de uno más amplio y caudaloso. Allí, justo en
ese cruce de intensidades, el Desdémona aguardaba impaciente mi visita. Viajaría solo, pues incluso así estaría
más acompañado que en mi propia cocina, y cuando volviese de mi aventura personal, de esa ruta trazada por mis
dedos sobre la guía, demostraría finalmente la enorme
riqueza del mundo que sólo yo era capaz de contemplar
y que ninguno de mis seres queridos se dignaba a compartir. Al contrario de mi padre, que escogió el camino del
encallamiento, yo regresaría liberado de mí y de todos,
aunque nadie más en el mundo lo supiera. Esta vez no estropearía la aventura, no dudaría en el momento preciso
de tomar a la vida por las mejillas –esas mejillas siempre
rubicundas de Laura– y estamparle un beso, para después
darle la espalda y continuar como si nada, porque así son
los valientes: inexplicables, incomprendidos, silenciosos.
Afiebrado por el ritmo de mis propios pensamientos, desprendí las páginas de la guía con sigilo y las inserté en un
bolsillo de mi billetera. Ya tenemos un plan, amigo mío.
Pase lo que pase, ya tenemos un plan.
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Esa noche apenas si pude dormir. Una vieja angustia me
revoloteaba entre el pecho y la barriga, y ni siquiera el
lento aguacero de la madrugada logró arrullarme por
completo. Finalmente el cansancio pudo más: cerré los
ojos un instante y al siguiente ya era de día. La claridad insinuada entre las persianas me dijo que aún era temprano,
y que el despertador estaba aún por sonar: podía sentirlo
tomar aire antes de dar el campanazo. Mi mujer también
dormía, y de pronto esos minutos se me antojaron de una
calma pasmosa e inmortal, como si estuviésemos posando
sin saberlo para alguna fotografía: esa idea fue de algún
modo reconfortante. Giré hacia ella con calma, minimizando el roce sobre las sábanas y le pasé un brazo por la
cintura, como solía hacer de novios, cuando dormíamos
juntos en la estrechísima cama individual de un cuarto en
el centro de la ciudad, con sus padres fingiendo dormir
del otro lado de la pared. Ella recibió la caricia sin despertar, con ese ademán dulce que aún conservaba, a pesar de
que la vida nos hubiera agriado poco a poco el carácter.
Tal vez en sus sueños aún estuviésemos allí, en ese cuarto
abarrotado de sus cosas, soñando juntos el tramposo porvenir. Me pareció criminal arrebatarle esos instantes despertándola a una realidad desgastada de tanto uso; más
bien intenté dormir de nuevo y acompañarla en aquella
fuga maravillosa. Alguien debería enseñarnos al nacer, reflexioné, a escoger con mucho cuidado los eventos que vayamos a vivir: estaremos soñando con ellos durante el resto
de nuestra existencia. No pude volver a dormir, pero permanecí inmóvil hasta que el despertador inició su odiosa
cantaleta. Entonces cerré los ojos, mientras un temblor
parecía sacudir a mi mujer, incorporándola por partes, y
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ella se libraba de mi abrazo sin apenas notarlo; me pareció que despertaba y que a la vez se quedaba dormida.
Esperé a solas un tiempo prudencial, como un niño retrasando el momento de ir a la escuela, antes de levantarme
y marchar a paso lento hacia el cuarto de baño.
Esa vez no perdí el tren de la mañana: mi plan exigía
puntualidad y destreza. Opté por el tren, luego subterráneo y finalmente un autobús, estrategia que me permitiría
fugarme y volver al trabajo justo en la hora de almuerzo.
Llamé a la oficina desde un teléfono público en la estación, para decirle a Laura que había amanecido indispuesto y me reincorporaría en la tarde. Alegué dolencias
intestinales: vómitos y mareos. Nada grave, algo me habrá
caído mal. Menos mal, hombre. Sí, menos mal. ¿Llegarás
a la reunión de publicidad? Seguro, en la tarde estaré en
mi puesto. Perfecto, yo le aviso al jefe, que te mejores.
Gracias, Laura. La ventaja de no faltar nunca al trabajo es
que cuando por fin lo haces, nadie duda de la veracidad
de tus excusas. Colgué el teléfono público y me apresuré
hacia el andén, con el periódico de la competencia ya
bajo el brazo; me sentí el protagonista de alguna vieja
película de espías, sentado en el tren con un periódico
ensombreciendo mis facciones, atento a la remota posibilidad de ser descubierto. Una genuina emoción de aventura me condujo de pronto a una sonrisa.
La enorme caverna del subterráneo me arrojó al aire
denso cercano a la ribera, cargado del olor del diesel sobre las aguas. Me sorprendió orientarme con celeridad en
un sector de la ciudad que hacía años no visitaba. Esperé
el autobús durante minutos interminables, antes de ceder
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a la impaciencia y decidirme a caminar: según mis cálculos pocas cuadras me separaban del río mismo, y una vez
en el muelle, no sería difícil acercarme al coloso de metal
lo más que me fuera permitido. De cualquier manera, me
dije con cierta tristeza, el mejor de los casos me otorgaría una visión lejana y aburrida del barco; una crueldad
semejante a obsequiarle una postal a quien anhela viajar por el mundo. Tras minutos de caminata, la cúpula
enorme del carguero apareció ante mis ojos. Al principio el marrón oxidado de su casco se confundió con las
aguas pardas del río, como si en vez de una nave anclada
a pocos metros de la costa se tratase de una ola enorme
y sucia que pretendiese la orilla. Pero a medida que me
aproximaba al amplio malecón turístico, sus letras blancas y lucidas lo recortaron del paisaje: el Desdémona me
mostraba finalmente su inmensidad, sus múltiples tonos
de arcoíris ferroso, fraguados unos por el hombre y otros
por el paso del tiempo. El espectáculo era enternecedor
y lastimero, y desde la barandilla que finalmente sostuvo
mi peso, muchos transeúntes lo escudriñaban con binoculares, lo fotografiaban o hablaban de él señalándolo a
lo lejos. De todos los que nos hallábamos recostados de la
baranda, pensé empapado de sudor que solamente yo veía
en el Desdémona algo que me pertenecía. Mientras todos
observaban fascinados su aliento de barco fantasma, yo le
ofrecía una mirada tierna, de juguete recuperado; un gesto
dulce que había visto años atrás en la cara recién nacida
de mi único hijo, heredero temprano y atolondrado de mis
pocos relatos. Un hijo es un extraño desdoblamiento: un
espejo diminuto en el que empezamos a mirar la propia
vejez, como un catalejo dirigido hacia las estrellas; y esa
es una visión que pocos soportan sin derramar al menos
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una lágrima por sí mismos, y por sus sueños que ya nunca
se cumplirán. En realidad empezamos a morir en cuanto
nace nuestro primer descendiente.
La brisa me trajo unas primeras gotitas de lluvia y
pensé en volver. Estuve a punto de dar la espalda a la
ribera, al barco abandonado y a la aventura sin sentido
en la que me había metido de cabeza, esta cabeza aburrida de sí misma y aburrida de su propio aburrimiento.
Me dispuse a volver a la oficina, a dormitar despierto las
reuniones los miércoles por la tarde, a decirme frente al
espejo del baño que aún queda tiempo, que no debo pensar en la muerte, a constatar el abismo entre las cosas y
yo, a las tibias caricias de mi mujer, a recordar con ironía
mis planes de vida a los veinte y a los treinta; pensé en
volver, sí, pensé incluso en el viaje de regreso, a sabiendas
de que no había ya retorno posible, de que todo regreso
es la parte visible de un espiral. Pero en lugar de retroceder, agucé la vista: dos figuras sombrías me distrajeron de
mis propios pensamientos. Dos pelícanos, enormes como
niños pequeños, parecían hacerme señales con su aleteo
marrón desde la cubierta del Desdémona. Casi lucían
como parte del barco, gárgolas oxidadas en vida, abanicando el aire con sus alas densas; pero también parecían
satisfechos, o esa fue la impresión que me dieron en la
distancia. Pelícanos: hacía décadas que no veía uno de
cerca, ni siquiera suele haberlos por estos lares.
La lluvia cobró densidad en cuanto di el primer paso
hacia la playa. Una pequeña escalera de concreto me
alejó del barullo de los turistas, conduciéndome poco a
poco hacia la arena negruzca del río. Sobre ella abandoné
el maletín, y me dejé la chaqueta puesta y los zapatos;
cuando sentí el agua chapotear a mi alrededor, cerré los
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ojos y respiré muy hondo: podía oler al Desdémona a lo
lejos, con su invitación abierta a lo desconocido, a lo absurdo. Entonces sentí el primer manotazo de las olas, y
su violencia me hizo entender que no había sentido en
el viaje sino en el extravío propio de la aventura; así que
cogiendo el máximo de aire, di las primeras brazadas en
medio del rugido venidero de la tormenta.
En la orilla, sacudiéndose bajo el peso de cuero del maletín, el diario de la competencia me aleteaba una despedida. Sus páginas advertían la inminente y brutal sudestada.
39
2o
l u g a r
Los discos de mi padre
John Manuel Silva
B
Para Vanessa Mata,
“Claptómana” incurable
usco la carpeta The very best of Cream en mi computadora, la abro, selecciono todas las canciones y las
agrego a la lista de reproducción. Hago lo mismo con Layla
and other assorted love songs; Eric Clapton, todos sus
discos como solista; The Yardbirds; Retail Therapy, y Colaboraciones y rarezas. Las reproduzco aleatoriamente
subiendo todo el volumen al sistema de sonido de la computadora. Este Año Nuevo lo recibo con la música de
Clapton; siempre ha sido así desde mis catorce años.
Al artista lo conozco de toda la vida; en mi casa despertábamos todos los domingos con el sonido de esa guitarra y con mi papá en la sala, aún en pijamas, escuchando
su música.
En la estantería del viejo estaba toda su carrera: los tres
discos de Cream; uno de The Yardbirds, que compilaba
las pocas grabaciones que Clapton había hecho con ellos;
el único disco de Blind Faith; el único de Derek and the
Dominos; todos los discos como solista; una grabación pirata que contenía su participación en el concierto para
Bangladesh; un disco de rarezas e incluso, si revisabas
con cuidado el mueble, encontrabas varios discos que
sólo estaban allí porque contenían una colaboración de
él con algún otro músico.
Nadie tiene una colección así, inocentemente. Guardar discos de cualquier artista, coleccionarlos y ordenarlos
cronológicamente, sólo puede ser producto de años de paciencia y admiración. Quien colecciona una discografía
completa es un discípulo, un iniciado, alguien que encontró en la obra de ese músico un mensaje, algo que lo invita
a seguir viviendo o que lo ayuda a morir lentamente.
Nunca supe cómo llegaron esos discos a casa, siempre
que le preguntaba a papá se excusaba porque no podía
recordar cuándo los había comprado. A veces me decía
que los álbumes estaban allí en la estantería porque se
los habían regalado; otras veces, que los había comprado
por error. Esto –siempre lo supe– era una gran mentira.
Una patraña que nunca le reclamé. Supongo que algunos
hombres tienen recuerdos inaccesibles para todos los que
no forman parte de ellos. Yo también los tengo, hay una
historia sobre Clapton que nunca le he contado a nadie.
Cuando cumplí catorce años ya me sabía de memoria casi todas sus canciones. Ese año le pedí a papá que
me regalara un walkman. Siempre me gustó aislarme de
la ciudad, caminar escuchando un concierto particular
sonando a todo volumen en mi cabeza. Había grabado
un cassette con una selección personal de mis temas favoritos. En el lado A: “White room”, “I feel free”, “Lay
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down Sally”, “Sunshine of your love”, “Anyday”, “Tearing us apart”, “I shot the sheriff”, “Crossroads”, “After
midnight”. En el lado B: “Wonderful tonight”, “Have you
ever loved a woman”, “Cocaine”, “I’m so glad”, “It’s too
late”, “Keep on growing”, “Strange brew”, “Anyone for tennis”, y cerraba –no podía ser de otra forma– con “Layla”.
Eric Clapton acababa de ser endiosado por la industria. Hacía poco tiempo había arrasado en los Grammys;
reconocían, no tanto el disco Unplugged, que ciertamente
era una belleza, sino a uno de sus genios redimidos. Clapton había superado su adicción a la heroína y al alcohol.
Había dejado de ser el mujeriego que le tumbó la novia
al guitarrista de los Beatles, para luego montarle cachos
con decenas de mujeres. Se había divorciado de la exesposa de su mejor amigo y se había vuelto a casar, ahora
con una actriz y modelo italiana. Había tenido hijos, se le
había muerto uno de ellos, y fiel a su tradición de artista
torturado que convierte sus vivencias en poesía, escribió
en honor a él una de las más hermosas y desgarradoras
canciones de su carrera.
Clapton terminó cantando en vivo that dirty cocaine.
Así, reversionaba su versión del tema de J.J. Cale, destilando la canción hasta convertirla en algo inofensivo,
poco dañino. El que escribió aquel graffiti que decía
“Clapton is God”, nunca pensó que de verdad, en sus
años postreros, Clapton se acercaría a Dios para arrepentirse de su vida. Hace pocos años escribió una autobiografía; las típicas memorias de un converso.
Los Grammys reconocían también a ese sublime ladrón de música negra que había hecho una canción de
Bob Marley más popular que la original. Algunos músicos,
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sabiéndolo o no, representan la leyenda reaccionaria de
Tarzán, el hombre blanco que llega al nido de los hombres negros y, luego de pasar por una serie de pruebas
darwinistas, resulta mejor que ellos y se convierte en su líder. Conozco gente que detesta al Rey del blues, así como
a todo el rock and roll. Gente convencida de que el rock
es una estafa, un robo de culturas y una domesticación
de géneros realmente salvajes que le dieron forma.
A todos nos gusta una estrella redimida. El mundo
cree en el perdón, en los arrepentimientos públicos y en
las estrellas que caen en desgracia y resurgen como ave
Fénix. En el fondo, la historia del rock es la historia de
María Magdalena, la puta a la que se le perdonan las pedradas porque se volvió decente. A las aves Fénix se les
premia, se les aplaude y se les usa como ejemplos. El rock
es una historia de manumisión constante.
Cuando vi a Erik por primera vez, llevaba los audífonos
puestos y, justo cuando terminaba “Layla”, me llegó nuevamente el sonido de la canción, esta vez en la versión
unplugged. El sonido que se coló en mis audífonos era específicamente cuando Eric dejaba de cantar y convertía
aquel enorme riff de guitarra de la versión original en un
solo de guitarra acústica, más dulce, más apacible.
La versión de “Layla” en el Unplugged era buena, no
tanto como la original, pero no estaba mal. La voz íntima
de Eric, la guitarra de Andy Fairwheater y las suaves líneas del bajo de Nathan East ralentizaban un rock veloz
y carrasposo, que en esa versión sonaba limpio, desdibujando la amargura de la letra. “Let’s make the best of the
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situation, before I finally go insane. Please don’t say we’ll
never find a way, and tell me all my love’s in vain”, se
lamentaba el cantante.
Bueno, en realidad no lo hacía. De repente la tristeza
y la rabia que habían inspirado sus letras más desgarradoras
habían desaparecido. Este tipo que cantaba en el Unplugged
era un señor mayor que ya había asimilado y procesado
todos los coñazos que el tiempo pudo propinarle. Ahora
cantaba sus tristezas desde una sonrisa de hombre sereno,
bien tratado por la vida, que había sabido encapsular el
dolor para sublimarlo y convertirlo en poesía.
Apagué el walkman y me le acerqué, él escuchaba un
radiecito con bocina.
–¿Escuchas esa canción? –me preguntó–; es de mi tocayo gringo.
–Inglés –le corregí–: Eric Clapton es inglés.
Luego de sonrojarse por haber dejado ver su ignorancia, me extendió la mano y me miró directamente a los
ojos. Yo no pude evitar mirarlo directo hacia la cicatriz
que le surcaba la cara. Luego de que estrechamos manos,
lo invité a colocarse los audífonos y oír mi grabación. Nos
echamos en la grama de Los Castores, detrás del campo
de béisbol. Él escuchaba la música de mi cassette mientras yo lo observaba.
Acostado, con los ojos cerrados para captar con mayor
precisión los acordes de la guitarra, afinando el cerebro para
maltraducir con su escaso inglés las letras, entregado a la
delicia de ser seducido por el sonido de un poeta maldito,
ya procesado por la industria pero con la fuerza intacta para
golpearnos, me decidí a robarle un beso. No fue algo planeado, en realidad fue la sensación que me produjo estar
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junto a él. He sido siempre un hombre solitario y cuando
por fin conozco a alguien con quien congenio me viene
la misma sensación, la creencia –absurda, lo sé– de que
somos personas olvidadas, de que en ese momento el
mundo ha desaparecido y sólo existimos nosotros, en un
universo paralelo, protegidos y olvidados.
Podría jurar que sonaba “Cocaine” cuando, aún echado
sobre la grama, levanté mi cabeza, la acerqué a la suya y
toqué sus labios con los míos. Él me miró extrañado apenas me separé de él, se sacó los audífonos buscando con su
mirada algo en la mía que lo hiciera sentirse tranquilo por
lo que acababa de hacerle. Cuando lo encontró, sonrió.
Ladeó un poco su cara y se le cristalizaron los ojos. Yo sólo
pude acercármele, colocar mis manos sobre sus mejillas y
decirle: eres hermoso, ¿sabes?
Aprendimos a besarnos esa misma tarde.
Le obsequié el cassette y lo acompañé a su casa. Erik
vivía en La Rosaleda Sur, en el edificio Aponwao. En La
Rosaleda todos los edificios tienen nombres de ríos. Su
papá era maestro técnico de tercera del Ejército y estaba
esperando un ascenso en julio de ese año. Cuando lo conocí, me extendió la mano y me dijo que le alegraba ver a
Erik haciendo amigos en la zona, les acababan de asignar
ese apartamento y a su hijo le costaba adaptarse.
Una semana después, ya éramos novios. Le pedí el empate cuando dejamos a los muchachos, de noche, en la
plaza Bolívar. Era la semana de Carnaval; por primera vez
iba solo a la comparsa y ya había acordado con los chicos
del liceo ir en grupo. Yo llamé a Erik y le recordé que
llevara huevos y bombas de agua suficientes para mojar a
las doñas justo cuando pasaran frente a la OPS.
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Teníamos una ética particular: si era muy vieja la dejábamos pasar, si rondaba los 40 años le echábamos bombas, y si tenía entre 20 y 30 le tirábamos huevos o tomates
piches. Con los hombres no había diferencia, a todos y de
todas las edades les tirábamos lo que tuviéramos a mano:
bombitas, huevos, vasos con tierra...
Cuando los policías de la Municipal nos vieron les
pintamos una paloma y salimos corriendo en cambote hacia el centro comercial Los Altos. En el camino, Erik sugirió que les peláramos el culo para dejarlos estupefactos
un rato y así poder correr más rápido. Entrando al centro
comercial lo hicimos. Nos paramos justo frente a la librería Atlantis, desabrochamos nuestros pantalones y les
mostramos las nalgas.
Nos vemos en La Arboleda a las cinco, dijo Raúl. Y
nos separamos. Flor corrió hacia el Don Blas. Antonio
hacia La Gonzalera. Raúl regresó hacia la OPS, pero antes
de llegar se desvió hacia el Bosque Tamanaco, saltó la reja
y se les escapó escondiéndose en el parque. Erik y yo nos
tomamos de la mano y nos echamos a toda máquina hacia La Arboleda. Como los de la Municipal se fueron tras
Raúl, llegamos sin sobresaltos, pero sin dejar de correr.
Subimos bien arriba, alcanzamos los apartoquintas y nos
metimos detrás de los arbolitos redondos donde hacen
campamentos vacacionales. Volvimos a besarnos.
Esa vez fue mejor, no sólo nos besábamos sino que
nuestras manos se descubrían. Sentía su espalda huesuda,
acariciaba su cuello, su papada, un poco atravesada por
pequeños vellos que anunciaban una futura barba poblada. Por momentos dejaba de besarlo y me detenía sólo
a verlo. Su rostro era bello, pero más lo era su miedo a ser
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descubiertos; en el fondo prefería cerrar los ojos y fundir su
boca con la mía antes que alejarse de la protección que le
daban mis besos y arriesgarse a que nos vieran.
Al cabo de una hora llegaron los muchachos. Cuando
vieron las manos de Erik temblando –de la emoción o
del miedo, ¿cómo saberlo?– creo que todos supieron lo
que estábamos haciendo. Al finalizar la tarde, bajamos
abrazados hacia la Perimetral, echándonos los cuentos de
nuestra escapada. Que si viste como el policía güevón ese
peló los ojos cuando le mostramos el culo, que si casi
me corto con la reja del parque cuando la brinqué para
esconderme, que si yo me fui para el Don Blas porque
allí te puedes meter en donde sellan cuadros del 5 y 6, un
cuartico con un truquito para abrirlo y esconderse allí...
Sólo Erik y yo permanecíamos en silencio, reíamos los
cuentos de nuestros amigos, y a veces nos mirábamos uno
al otro. Yo trataba de hacerlo sentir seguro, pero era inútil:
hasta el día antes de que muriera, Erik siempre tuvo esa
mirada asustada.
Toma, le dije luego de que aceptó que fuésemos novios, se llaman Live, te grabé otro mezcladito para que los
oigas y me digas qué tal. Te iba a traer uno de Janis Joplin,
pero creo que no estás preparado para tanto. Sonreí y le
di un beso de despedida. Desde su cara temerosa, él me
guiñó un ojo y se fue. Yo lo observé retirarse, como quien
mira alejarse de las manos la oportunidad de ser feliz.
Ahora que lo pienso con calma, es raro que nuestra
relación se basara exclusivamente en intercambiar canciones. Digo, no es que no tuviera otras cosas, pero siempre que recuerdo a Erik, lo recuerdo con música. El día
en que bailamos salsa en la sala de mi casa; la tarde que
escuchamos a Radiohead por primera vez y movimos la
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cabeza como idiotas en el riff de “Just”; la noche en que
se quedó a dormir en casa –para hacer un trabajo, según
pretextamos ante nuestros padres– y pasamos toda la noche despiertos, traduciendo las letras de los Beatles. En
mis recuerdos, lo veo junto al otro Eric, como si fueran
amigos, yendo siempre juntos.
Un viernes fuimos a un concierto de La Nave en el
centro comercial La Cascada. Terminó el toque y fuimos
a mi casa; papá y mamá no iban a estar todo el fin de
semana porque estaban de aniversario y habían programado una segunda luna de miel en Margarita. Luego de
rogárselos, de jurarles que yo podía permanecer el fin de
semana solo, aceptaron irse sin mí y sin dejar a alguien
que me cuidara. Sólo pusieron como condición que los
llamara todos los días al hotel donde se hospedaban, cosa
que hice religiosamente, para que no sospecharan nada.
Íbamos a hacer el amor, él lo sabía. Apenas entramos
al cuarto, apagamos la luz. Yo lo tomé de los hombros
y comencé a besarle el cuello, le apartaba las hebras de
cabello buscando que mi boca le rozara la piel de la nuca.
Le mordisqueé el pabellón de la oreja, pasando mi lengua por sobre las cavidades auditivas. Le arranqué la camisa
desde atrás, descubriéndole el torso y pasando mis manos
por su pecho desnudo. Slowhand, le susurré al oído;
sonrió cuando lo hice. Jugueteé con mi índice sobre su
ombligo, y poco a poco bajé mi mano hasta su sexo, lo
tomé suavemente y asiéndome de él, lo halé hacia mí,
volteando a Erik. Me arrodillé y lo metí en mi boca.
Por primera vez, desde que nos conocimos, tenía
miedo. Me asustaba no saber hacerlo, y más que él huyera
después de esa noche, que se alejara de mí al descubrir
realmente lo que era. Hasta ese momento éramos como
49
niños jugando, pero en ese punto cruzábamos un umbral
que no permitía retornos, ni arrepentimientos.
Termina de desvestirte, le dije, y lo empujé suavemente para que se sentara sobre mi cama. Yo me desnudé
y fui hasta el equipo 3 en 1 que gobernaba mi chifonier.
Saqué el disco All things must pass de George Harrison, el
pana de Eric, quien había sabido perdonar el que su novia se fuera con su mejor amigo, así, telenovelescamente.
Desplegué la carátula y le pregunté a Erik cuál de los
tres discos quería oír. Sonrió y, por una sola vez, su rostro
dejó de dibujar pavor. Creo que confiaba, se sentía libre y
seguro. Tal vez sea pedante que yo lo diga, pero creo que
se sentía protegido por mí. El tercero, la última canción,
me pidió Erik, y “Thanks for the pepperoni” empezó a
inundar todo el cuarto.
No sé si fue el animado acorde de Harrison o si simplemente fuimos nosotros, pero desde ese momento y por
el resto de esa noche, Erik y yo nos hicimos el amor como
gente grande. Él tenía catorce años, yo estaba llegando a
los quince, Eric Clapton acababa de cumplir cuarenta y
nueve, y George Harrison luchaba contra un cáncer de
garganta a sus cincuenta y uno.
La madrugada llegó a nosotros mientras echábamos
chistes crueles sobre Pattie Boyd, fumando y mirando la
luna, que aún a las siete de la mañana se empeñaba en
estar ahí en el cielo, rebelándose en sus funciones, negándose a que la noche dejara de ser. Tal vez ella sabía
que nunca seríamos tan felices como en ese momento y
se había aliado con nosotros para tratar de eternizar ese
encuentro, ese espacio sublime en el que él y yo fuimos
un alma sincrética e indestructible.
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En ese momento le pregunté por la cicatriz en sus
cachetes. Apenas le solté la pregunta me arrepentí; la sonrisa confiada de Erik desapareció y volvió su mueca de
miedo; con la inseguridad clavada en el brillo de sus ojos
se dirigió a mí:
“Mira, mi papá tiene algo que lo hace único, cree que
el miedo es el motor que mueve a las personas y por eso
siempre se siente tranquilo luego de amedrentar a alguien. Hasta ahora hemos tenido suerte –me dijo–. Él no
sabe nada, y creo que tampoco lo sospecha. Desde aquel
día dejó de sospechar…
Yo no lo quería, de hecho apenas lo conocía, pero me
gustaba. Un día nos jubilamos de la clase de Química y
nos fuimos hasta el Parque del Este en Metro. Yo había
olvidado que a los militares los estaban poniendo a trotar
en la grama del parque, daban la vuelta completa, partían
desde la carabela de Colón y regresaban al mismo punto.
Ese chico –ya hasta olvidé como se llamaba– y yo nos
metimos debajo de un árbol grande y nos besamos.
La mano de mi papá agarrándome del cabello fue lo
primero que sentí, luego un vacío enorme en el estómago
cuando vi al chico salir corriendo. Papá me soltó y me
dejó caer a la grama. Me dijo, ven, vamos al carro, esto lo
discutimos en la casa.
El trayecto hasta La Carlota fue largo porque el silencio de mi padre no daba lugar a ignorar el tiempo. Apenas
cerró la puerta del apartamento sentí que debía correr. Huí
hacia mi cuarto y mi papá me persiguió como a un hámster
en un laberinto. Yo logré encerrarme en mi habitación,
pero él buscó una mandarria y reventó la cerradura de la
puerta, me haló de un brazo, me quitó toda la ropa y me
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puso frente al espejo del baño. Eres un hombre, maricón
de mierda, un maldito hombre, me gritó. Luego me llevó
hasta la cocina, me amarró con su correa a una de las sillas
de la mesa de almorzar y encendió la hornilla de gas, colocó el filo de un cuchillo sobre el fuego y empezó a gritar.
Primero dijo que no era su culpa que mamá se hubiera ido. Me preguntó varias veces si lo hacía por rebeldía, si era un grito de ayuda. Incluso, en algún momento
pareció calmarse, bajó la voz y me dijo que estaba dispuesto a hablar con el psicólogo del Fuerte Tiuna para
que me ayudara. Pero al encontrar sólo lágrimas en mi
rostro y ver que no le respondía, simplemente me abofeteó. Luego volvió hasta el candil y tomó el cuchillo,
agarrándolo con un trapo para no quemarse. Con la izquierda me agarró del mentón, y con la derecha dibujó
estas V en mi cara.
El calor de aquel cuchillo permaneció en mi memoria durante días. Sentía que mi cara ardía en las noches, antes de dormir. Solía palparme la piel cuarteada,
derruida; sentía cómo la carne se iba descomponiendo,
sólo le quedaba cicatrizar, hallar una nueva forma para
sobrevivir sobre los huesos de mi cara que se podían sentir
al tocarme los pómulos.
Papá actuó como si nada hubiera pasado.
Al día siguiente no fue a trabajar, consiguió, gracias
a un general que al parecer le debía algún favor, unos
días de permiso. Me preparó un desayuno: panquecas
con mantequilla y queso, café con leche y unas galletas
que había comprado en la panadería. Me sentó a desayunar, y cuando me vio comer animado, se rió. Me dijo
que pronto sanaría, que lamentaba tener que hacerme
eso, pero que a veces a las personas, así como a los países,
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había que ponerles mano dura o si no se descarriaban y
se volvían indisciplinados. Tal vez ahora no lo entiendas,
me dijo, pero créeme que algún día me agradecerás esto,
es por tu bien, chamo.
Semanas después me llevó a un burdel, hizo que una
mujer me hiciera lo mismo que me hiciste hoy, y no se
habló más del asunto. Papá consiguió un informe falso
de un forense amigo suyo que certificaba que lo ocurrido
conmigo había sido un desafortunado accidente doméstico. Los breakers de la cocina me habían estallado en la
cara dejándome así. Y esa fue la versión oficial, la que se
le dijo a todo el que preguntó, y la que yo terminé creyéndome para poder resistir las burlas de mis compañeros de
clase y el miedo que me daba todas las noches, cuando
cenaba con papá y lo veía ser cortés conmigo.
Luego de unos meses pidió el traslado a Los Teques y
le asignaron nuestro apartamento.
Y ahora te conocí”.
Cuando Erik terminó de hablar yo sentía que algo se había terminado entre nosotros, de repente la vida ya no era
divertida, cruzábamos un umbral mucho más amplio del
que habíamos cruzado esa noche.
El último día que lo vi llevaba entre manos su primer CD, me había gastado todo el dinero que tenía en
un discman, el cassette estaba muriendo. El disco que le
compré fue Eric Clapton MTV Unplugged. Hubiese querido regalarle otra cosa; en una tienda vi el único disco de
Blind Faith, una auténtica joya para coleccionistas, y estuve tentado a comprárselo, pero preferí regalarle su disco
favorito, junto al discman.
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Cuando se despidió de mí, luego de abrazarme y agradecerme el regalo, me dejó en el bolsillo una carta, que
por fuera del sobre decía you’ve got me on my knees. Y tenía
al lado un dibujo de un muñeco sonriente que tocaba una
guitarra eléctrica.
16 de junio de 1994
Hay algo poderoso en algunos momentos, no es obvio o
notable, más bien es una fuerza sutil e imperceptible que
tienen algunos hechos, algo que convierte una pequeña
intrascendencia en una cosa única y memorable que nos
marca para siempre.
Es extraño porque a veces la persona que vivió ese momento contigo no tiene idea de lo que significó para ti
aquel hecho, en apariencia común y simple. Después de
todo, ¿para quiénes es trascendental la persona con la que
se dieron unos besos a los catorce años en una tarde cualquiera? Lo que para algunos fueron unos besos, para mí
fue la vida entera.
Pasarán muchas cosas en mi vida, eventualmente me escaparé de la casa de papá y huiré a un sitio en el que nadie
sepa mi nombre ni tenga idea de que tengo un origen; vengo
de alguna parte, y por tanto, tengo gente que me extraña y
necesita.
No sé cuando será, ni siquiera estoy seguro de que ocurra realmente. A veces creo que de un momento a otro
se terminará el sueño y aceptaré gustoso, como todos, la
fuerza de la vida mediocre a la que parecemos destinados.
No sé si lo has notado, pero en algún punto todos dejamos de soñar, de mirar hacia arriba y empezamos a mirar
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al frente, nos volvemos precavidos y pragmáticos, comenzamos a hacer planes. Nos vemos viejos, solos, sin dinero
y descubrimos que es mejor no ser músico ni poeta, sino
que hay que ponerse la maldita corbatita que tanto detestamos de papá y ser, ¿cómo es que lo llaman? Ah sí,
adultos.
Yo no creo poder aguantar mucho tiempo, sé que me
iré un día de este infierno o lo aceptaré gustoso, y entonces, como me dijo papá antes de colocar su huella sobre
mi cara, seré un tipo “normal”, me buscaré una novia y
me olvidaré de esta “desviación” que supuestamente es
símbolo de mi inmadurez.
Por eso te escribo ahora, porque hoy tengo el alma intacta y nadie ha podido acabar con el fuego que me impulsa a vivir cada día.
Todas las mañanas despierto pensando en ti, en tu
rostro negro, en tus ojos blanquísimos y grandísimos mirándome con ganas de entenderme, de fundirse conmigo
para siempre. Todos los días siento que conocerte ha sido
la única fuerza que me impulsa a seguir creyendo. Veo en
tus ojos una esperanza, la felicidad que hasta ahora creía
sólo un invento de escritores, poetas, cantautores y otros
estafadores a los que les gusta hacernos soñar con cosas
imposibles.
No sé a quien se lo leí, pero alguien dijo que a veces
las cosas que más nos marcan llegan de manera inesperada. Tal vez no lo leí, tal vez sea un pensamiento mío
que noto demasiado inteligente para haberlo creado y
por eso prefiero imaginarlo en la boca de alguien más
brillante. Sea como sea, espero que veas lo que viene y lo
que significa esta nota.
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Esto es una despedida.
Tú y yo no podemos vernos más, y creo que lo sabes. Si
decidí confesarte aquello esa noche es porque necesitaba
decírtelo antes de seguir viendo ese amor absoluto con el
que me miras. Esa noche, mientras me tocabas, mientras
me llevabas al cielo con tu boca, mientras tu sexo se hundía
en mí haciéndome tan prisionero de tu cuerpo, y al mismo
tiempo tan libre de gritar, de sentir, de llorar sólo de emoción, justo ahí, cuando nos hicimos uno, supe que debía
alejarme de ti, porque me da miedo lo que él pueda hacerte.
Tú no conoces a mi padre, es una bestia, un hijo de
puta. Si crees que lo que me hizo a mí es malo es porque
no sabes lo que le hizo a mi madre.
El otro día, cuando estábamos en la plaza comiendo
helados con los muchachos, creí ver a lo lejos a un compañero de mi papá, era un flacuchento alto que creo es
asistente de alguno de los generales que despachan desde
el Fuerte Tiuna. Esa noche no dormí. Bueno, la verdad
es que desde el día en que papá cambió mi cara para
siempre, nunca he dormido. El miedo es mi compañero y
siempre está ahí para arruinarme la vida, recordándome
que relajarme y ser feliz son lujos negados para mí.
Tal vez algún día volvamos a encontrarnos, puede ser
que en algún momento crucemos caminos otra vez y nos
reconozcamos como aquellos carajitos que se besaban el
día en que se conocían, que se tocaban como locos y se
entregaban la virginidad mutuamente, a escondidas, con
la música de un exbeatle sonando en un viejo equipo de
sonido. Por cierto, ¿recuerdas cuando quitaste el tercer
disco, y te levantaste a colocar el primero? Cuando sonaba
“My sweet Lord”, yo pensé que Dios nos veía y se reía por la
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fantástica paradoja de ver a dos chicos haciendo el amor
al ritmo de una canción religiosa.
Adiós, y espero que no me odies. Espero también que
entiendas que a veces despedirse es una forma de quedarse para siempre.
Erik.
Luego de leer aquella nota, no lo lamenté; lo prefería seguro antes que a mi lado, y me preparé para seguir sin él.
Aunque, secretamente, también para esperarlo por siempre.
El cuerpo de Erik fue encontrado a los tres días de
haber muerto. La conserje del edificio hacía su ronda semanal por los cuartos de basura, cuando sintió un olor
a podredumbre saliendo del apartamento 115. Rosaura
llamó a su esposo, y entre ambos abrieron el apartamento
del ahora maestro técnico de segunda Aguirre.
Erik estaba desnudo, colgaba atado de las muñecas
desde un gancho fijado con ramplug en el techo de la
sala. Su cara miraba al suelo, estaba morada y la piel se
había adherido al cráneo, dándole una apariencia gótica
a su hasta entonces redondo y colorido rostro. En el lado
izquierdo de su cuello había una enorme cortada, de ella
salía un chorro de sangre que estaba ya tatuado sobre su
pecho; sangre coagulada, ennegrecida y convertida en
costra. Le habían cortado parte del pene.
La imagen de Erik me ha perseguido durante toda la
vida: capado, gritando desesperadamente al sentir cómo le
cortaban el sexo, girando su cabeza de un lado al otro, sin
poder llorar de lo intenso del dolor, viendo el chorro de
sangre salir de su yugular luego de ser abierto en el cuello,
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y dejándose morir, lentamente, viendo con sus ojos borrosos cómo la vida se convertía en una película que se
iba saliendo de foco hasta finalmente fundirse a blanco,
luego a negro, y luego a un color sobre el que no se puede
escribir porque quienes lo han visto no están vivos para
describirlo.
No pude dormir durante semanas, me sentía culpable. Siempre deseé que Aguirre volviera hasta mí a buscar
venganza, que me matara igual que a su hijo y me llevara
junto a él. Pero no ocurrió. Yo jamás fui buscado por nadie.
¿Cómo se había enterado su papá de lo nuestro?
Nunca lo supe.
En el Aponwao nadie escuchó ni supo nada. Nadie
vio a Aguirre huir en la noche, agarrar su camioneta oficial y salir por la Panamericana rumbo a Caracas, y luego
rumbo a quién sabe dónde. Los policías nunca supieron
nada, ni siquiera se molestaron en interrogarme. Un día
leí en un periódico regional una noticia acartonada que
nombraba a medias el hecho, hablaban de una secta satánica, de unos chicos que practicaban rituales, y de tantas
cosas más que forman parte de la imaginería de cierto
periodismo de sucesos en Venezuela.
Luego de un mes, nadie comentaba lo acontecido.
El apartamento fue asignado a otro militar, general,
teniente, teniente coronel o subteniente, realmente no
importa. Y nadie se acordaba de aquello, el único que
siguió siempre con sus recuerdos fui yo. Pasaba las tardes
escuchando a Eric Clapton, fundiendo mis lágrimas con
el segundo acto de “Layla”, dejando que ese fade out de
piano triste acallara el sonido de la voz de mi Erik que tarareaba esas canciones, que hacía una guitarra imaginaria
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con sus manos imitando a Clapton, a Hendrix, a Zappa, a
Frusciante o a cualquier otro que le pusiera durante esas
tardes en que la música nos alejaba de aquí y nos acercaba el uno al otro.
Cuando terminé el bachillerato mi papá me preguntó si
quería irme a estudiar fuera; ni siquiera lo pensé antes
de decir que sí. Me fui, como todos; tratando de olvidar,
también como todos, fracasé.
Hoy, cumpliendo con el ritual de llamar a mis padres
la última noche del año, saludaré a papá, quien pronto se
nos va. Esa tos, cada vez más sucia y llena de flema, cada
vez más cavernaria, pronto se lo lleva junto con su negativa de ir al médico. Lo lamento por él, pero no pienso
volver a Venezuela, ni siquiera a su funeral.
Tal vez en un rato, cuando termine esta canción,
cuando hablemos mi papá y yo, sí me atreva a preguntarle por qué compró esos discos de Eric Clapton; será
una buena conversación para despedirnos.
59
3o
l u g a r
Los muchachos Karamazov
Carolina Lozada
¿P
or qué tengo que volver a contárselo? Ya se lo he
contado más de una de vez. ¿Qué parte de la historia no entendió? ¿Usted es policía o periodista? Tiene
cara de las dos cosas. Como ya le he dicho, yo no soy parte
de una asonada guerrillera. Ese día sólo iba a quemar el
santuario de José Gregorio Hernández, sólo eso, nada
más. Sí, José Gregorio Hernández, ese mismo a quien su
madre debe tener en el altar de sus devociones. Lo de su
madre no tiene connotaciones ofensivas; no me vuelva a
agarrar del cuello, eso duele. Suélteme, tengo mis derechos, aunque usted se burle de ellos.
Todo tiene su porqué, el mío es personal, una vieja
deuda con un científico olvidado. José Gregorio nunca
fue santo de mi devoción; además, yo creo que está sobrestimado. En todo caso, le tengo más cariño a Rafael
Rangel. Claro que usted no sabe quién fue Rafael Rangel,
la mayoría no lo sabe, le cuento que fue un científico más
importante que el Hernández, pero este último era más
popular, aquí todo se lo lleva el más popular. El hecho
es que Hernández se hizo el santo y el Rangel cayó en
desgracia, se volvió loco y se mató con cianuro. Mi ataque
contra el santuario de Hernández no fue más que un acto
de justicia poética. Suena bonito, ¿no? Ah, ya lo veo en los
titulares de prensa: “Terrorista se toma la justicia poética
en sus manos”. ¿Sus transcriptores por qué siguen usando
máquinas de escribir? Deberían modernizarse, pero me
imagino que tienen el presupuesto recortado, suele pasar.
Acá todo está recortado, hasta el humor. Está bien, voy a
seguir con el cuento del santo, pero le advierto que me
molesta el ruido del teclado, ya sé que quejarme no está
contemplado dentro de mis derechos constitucionales,
pero qué vaina con el tlac, tlac, tlac.
Yo crecí en el pueblo del Rafa y del Goyo; ya sé que
esos no son sus nombres, los llamo así por abuso de confianza. Crecí viendo las largas colas de visitantes en el
santuario. Y en la casa del científico, nada: bolas de paja
y una placa en la entrada con un nombre olvidado; es
que la humanidad es tan desagradecida... ¿Que por qué
le iba a echar candela al santuario? ¿Me va a seguir preguntando lo mismo? Con todo mi respeto, y espero que
no se moleste: usted es monotemático. Ya le dije, lo mío
es pura justicia poética. Nada más quería desquitarme del
mito y por eso me fui con una garrafa de kerosene, ojo,
que no gasolina. El kerosene se vende en todas partes, es
altamente combustible y no hay que hacer cola para comprarlo. ¿Se ha fijado en las largas colas en las gasolineras?
La cosa es como ridícula si uno vive en un país donde se
hace un hueco y sale petróleo. Así dicen que descubrieron petróleo en Maracaibo, cuentan que fue el perro de
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un fulano que estaba cavando un hoyo con sus patas en el
patio de la casa y le saltó el chorro negro en la cara. Después de esto vinieron los gringos y las torres petroleras y
los reales, pero al perro ni una estatua. Es que este pueblo
es malagradecido.
Sí, es cierto, me desvié del tema, le estaba contando
que esa madrugada me fui con el kerosene a la capilla y
cuando empecé a echar los primeros chorritos llegaron
la Lucinda y Ernestina; tremendo susto me pegaron esas
viejas, las dos aparecieron como ánimas en pena. Fueron
ellas las que me delataron con sus gritos histéricos que
hicieron despertar a todos los vecinos, y ahí, desgraciadamente, comenzó todo. Lo mío fue error de cálculo, debí
dejar el incendio para las 11 de la noche y no para las 4
de la madrugada. Las viejas rezanderas son madrugonas
como las gallinas. Al quedar descubiertas mis intenciones, todo el pueblo se me vino encima, llevé más palo
que gata ladrona. Los fanáticos religiosos y los lugareños
en general estuvieron a punto de lincharme. En ese embarazoso momento tuve conciencia de la importancia
de José Gregorio Hernández en el pueblo; antes de esa
situación no me había detenido a pensar que el pueblo
entero vive del santo así no crean en él. Fíjese, los niños
venden escapularios, las madres distribuyen velas, flores,
rosarios, estampitas. Los más crápulas estafan a la gente
vendiéndoles dizque pertenencias del santo, como sombreros, pañuelos, batas de laboratorio autografiadas, qué
sé yo. Con decirle que hasta hay consultorios particulares
donde atienden iluminados que dicen sanar bajo la bata
sagrada del venerable. Hasta hubo, alguna vez, un drogadicto que se disfrazaba del médico y se dedicaba a atracar
las farmacias, robando ciertos medicamentos que según
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el mito popular eran usados en los hospitales. Pero nada
más lejos de la verdad, el drogadicto se bebía los jarabes,
y en pleno trance decía ser el mismísimo José Gregorio
Hernández.
Es que en ese pueblo todos de algún modo somos José
Gregorio Hernández; busque en las estadísticas nominales para que se cerciore. A toda madre con problemas de
parto no se le ocurre una mejor idea que encomendarse
al santo y prometerle que si su hijo nace vivo lo llamará
José Gregorio, y que si es niña la rematarán con la infame
combinación de Josefa Gregorina. ¿No es eso una maldad? El mal es mayor cuando uno tiene, por desgracia,
el mismo apellido del susodicho, como es mi caso. Sí, mi
nombre es José Gregorio Hernández.
Anote bien mi declaración porque no quiero volver
a contar el mismo cuento: yo, José Gregorio Hernández,
nacido en el mismo pueblo del venerable, decidí tomar la
justicia poética en mis manos y quise quemar el santuario
del médico. Lo hice por descontento frente a la indiferencia del pueblo ante la venta de la casa natal de Rafael
Rangel a unos chinos que montarán allí una quincallería,
seguro. Eso es todo, no hay ninguna otra posición política en mis acciones. Anote que de morir linchado me
salvaron los hermanos Karamazov, que esa, aclaro, es mi
única relación con ellos. ¿Que quiénes son los hermanos
Karamazov? ¿Usted no ha leído a Dostoiesvky? Está bien,
no importa, en realidad ellos tampoco se llaman así; yo
les puse ese nombre sólo por burlarme.
Los hermanos Karamazov eran unos gemelos comunistas que vivían en el pueblo y que se la pasaban calle
arriba y calle abajo con el Manifiesto de Karl Marx tratando de evangelizar a la gente con las manidas teorías
64
comunistas. Espero que sepa quién es Carlitos Marx.
Bueno, menos mal, ya empezaba a preocuparme. Los
Karamazov eran como dos testigos de Jehová llevando la
palabra de puerta en puerta, sólo que a ellos les dio por la
política socioeconómica y no por la religión, pero al fin
de cuentas es la misma vaina. Ajá, está bien, trataré de no
disgregar más la cosa. Los hermanos Karamazov vivían
muy cerca de la capilla, y en términos políticos eran tan
religiosos como Lucinda y Ernestina. Su fanatismo los
despertaba como flores de madrugada, según se cuenta
por ahí ellos se levantaban a las 4 a leer el Manifiesto,
libro que se sabían de atrás para adelante y viceversa. Sí,
verdaderos fanáticos, como los krishnas. Usted sabe que
los krishnas se levantan muy temprano, se dan un baño de
agua fría y listo, a fajarse a cantar mantras en lo que queda
de la mañana. La religión y la política son dos primores,
ya ve usted. Perdone, no quería ofender sus creencias religiosas, yo también soy católico. No, no lo estoy vacilando,
no se moleste. Hablo en serio, no atentaba contra la religión, únicamente quería quemar el santuario del Goyo.
Alertados por el escándalo de las viejas, los hermanos
Karamazov salieron de su claustro, y ya la gente se empezaba a amontonar a mi lado y yo sólo tenía para defenderme
una garrafa de kerosene y una caja de fósforos que se mojaron con la llovizna que caía. Encaramado y abrazado al
busto del venerable esperaba mi suerte. Trataba de contener la furia colectiva, la horda de cristianos enardecidos,
amenazándolos con encender el fósforo, mientras los Karamazov intercedían por mi vida. “El hombre es el lobo
del hombre”, exclamaba uno, y el otro respondía con otro
axioma. ¿No le digo?, igualitos a los evangélicos. La masa
enfurecida se mantuvo al margen mientras supuso que
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lo que contenía la garrafa era gasolina, pero una vez que
olieron el kerosene se abalanzaron sobre mí; sin embargo,
a los gemelos comunistas les dio tiempo de bajarme del
busto, ponerme una de sus chaquetas de jeans (hedionda
y llena de parches de guerrilleros y héroes patrios) sobre
la cabeza y meterme en su casa.
Me salvaron, sí, pero usted no me va a creer lo que
vi, ni tiene porque hacerlo, pero la casa de los Karamazov
era un museo soviético, con un kitsch cubano y un toque
criollo muy personal. Lo sé porque me dio tiempo de detallarla, pared a pared, mientras mis salvadores hacían las
negociaciones para mi entrega a la justicia. En principio
creí que los Karamazov me ayudaban porque estaban locos y nada más, pero después entendí que los gemelos
creyeron que mi situación podría ser beneficiosa para la
promoción de su causa: liberar al mundo del capitalismo.
Sí, uno no sabe en la que se mete hasta que se encuentra
encerrado en la casa de unos locos, con una horda afuera,
bajo la égida de dos viejas rezanderas esperando por hacer arder tu carne en un infierno improvisado, hecho con
trozos de madera de huacales de frutas de mercado y unos
inexpertos oficiales apostados alrededor de la casa bajo
el mando del policía de Valera. ¿Que quiere saber cómo
era la casa de los Karamazov? Un museo, definitivamente
un museo ideológico. Las paredes estaban forradas de
afiches con las figuras épicas de moda: hombres barbudos, armados; oradores con el dedo en alto; mujeres verde
olivo, con el pecho oculto tras las charreteras… era toda
una galería. Echándole un vistazo rápido a la biblioteca
se podía comprobar la inexistencia de libros de imperios
modernos, los únicos libros imperialistas pertenecían a la
época romana y al stalinismo. Fíjese usted en las contra66
dicciones, están contra el Imperio pero aún así viven de
los recuerdos de viejos imperios. En las mesitas de noche
reposaban, como biblias sagradas, Las venas abiertas de
América Latina y los poemas de Mario Benedetti. En un
cuarto pequeño y oscuro guardaban una máquina para
hacer propaganda con esténcil. ¡El esténcil ya no se usa!
Estaba totalmente desfasado este “par de dos”. La mayoría de las propagandas lucían fechas caducas, como esa
convocatoria condenada al fracaso: “Todos juntos contra
el Imperio. Marcha Mundial Comunista. Marzo, 1979”,
y la risible y paradójica “Camarada, alístate para la paz”,
escrita sobre un fondo en el que se veía a un combatiente
guerrillero armado con un fusil que disparaba vistosos símbolos de paz. También contaban dentro del inventario
un gran número de latas de pintura en spray, pasamontañas, discos de acetato de la nueva canción latinoamericana, pistolas de juguete y videos, en formato betamax,
de los discursos de los más famosos líderes comunistas del
mundo; pero lo que más llamó mi atención fue una libreta metida dentro de una gaveta. Era pequeña y de espiral y guardaba una lista de nombres públicos. En esa lista
aparecían el Papa (el anterior) y todos los presidentes que
gobernaron este país a partir de la década de los 60 hasta
el final del milenio pasado; a los que ya están muertos les
pusieron una crucecita al lado. Es natural pensar que los
Karamazov no estaban de acuerdo con ningún presidente
y supuse que esa lista la crearon en su delirio de exterminar a los gobernantes que ellos consideraban responsables
del fracaso del país, pero hubo algo que llamó poderosamente mi atención: unas iniciales remarcadas con lápiz
de grafito, escritas con la punta muy roma, que hacía lucir
la letra sucia. Las iniciales eran A. G., y a su lado tenían
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un asterisco con una nota explicativa entre paréntesis que
decía: “por cantarle al Papa”. Sí, esa misma cara de asombro puse yo. El niño que le cantó al Papa estaba en la lista
negra de los Karamazov.
En algún momento dejé de revisar los trastos de estos
locos porque el hambre me estaba rumiando en el estómago y era hora de buscar comida. Y lo que me encontré
fue otro hallazgo, le juro que nunca había visto tantas latas de sardinas juntas en mi vida, ni siquiera en los supermercados. Estaban en todos lados, en la despensa, debajo
de la cama, en el botiquín de primeros auxilios, detrás
de los libros, dentro de la nevera, en el clóset. Sardinas,
muchas sardinas. También había sopas, bebidas instantáneas y otras comidas ideales para sobrevivir en un estado
de sitio, o en una guerra. Al ver tanta comida acaparada
sospeché que ese momento lo habían esperado toda la
vida, la posibilidad de quedarse atrincherados, aislados.
Ellos contra el mundo, una guerrilla casera, plenamente
abastecida para una lucha de clases.
Muchas de estas sardinas eran tan viejas que superaban en años su fecha de vencimiento y fue muy difícil hallar una lata que estuviera en buen estado; sin embargo,
en algún momento apareció una lata aún no caduca. Con
un plato de sardinas y galletas saladas me senté frente al
televisor, y al hacerlo me fijé que era un aparato tan viejo
que sus imágenes se mostraban en blanco y negro, tampoco tenía control remoto. Maldije, ¿cómo se puede vivir en blanco y negro y sin control remoto? Así era todo
ese lugar. Tuve que levantarme para comprobar, luego
de darle vueltas a la perilla, que únicamente se podía ver
la señal de un canal: el canal del Estado. Qué desgracia,
¿puede haber algo más aburrido que esto? Su programa68
ción es monótona y aburrida, como si se tratase de un
canal evangélico pero con temas políticos, y todos sus invitados parecen personajes salidos del museo de cera de
los próceres de la independencia, de los guerrilleros montañosos; puro look año 68 es lo que se ve en esa pantalla.
Mientras lo miraba pensaba si acaso el equipo de producción repartía las chaquetas de jeans y la barba marxista
antes de entrar al lugar. ¿No digo yo?, eso es quedarse
anclado en otro tiempo. Puro carcamán, compadre, puro
carcamán. Disculpe lo de carcamán, es una expresión
popular para referirse a lo viejo y caduco. Y también disculpe lo de compadre.
Sin más remedio dejé encendido el televisor y desde
la pantalla veía y escuchaba al intendente nacional hablar
todo el tiempo. Su discurso y el blanco y negro daban la
impresión de lo repetido y gastado. Al rato, escuché unos
pasos, como de botas en marcha militar. Era uno de los
gemelos que venía hacía mí y, con aire imperativo, me
ordenó que empezara a acondicionar la habitación para
establecer en ella un comando de operaciones. Me cagué
de la risa. Veo que usted también se está riendo, le divierte mi historia, ¿no? Los Karamazov se habían vestido
con uniforme de camuflaje; me fue imposible contener
la carcajada cuando uno de ellos se acercó a darme órdenes. “¿Cuál es la risa?”, me preguntó con tono severo.
“Su traje… se ve muy ridículo, ¿dónde es la guerra?”.
“Camarada prisionero, usted no está aquí para burlarse
sino para apoyar nuestra cruzada contra el capitalismo.
De ahora en adelante será nuestro rehén, nuestro garante;
luego pensaré en un castigo por burlarse de la autoridad,
pero por ahora véngase que lo necesitamos. Ha llegado el
momento”.
69
“Ha llegado el momento”, ¿no le suena eso a evangélico? Es como decir que ha llegado la hora del Señor. Ni
el golpe que me dio con un chopo viejo y abollado en una
de sus partes laterales pudo acallar mis carcajadas. Le juro
que hasta su tono de voz había cambiado, antes hablaba
como el canario de las comiquitas, ese que dice me pareció
haber visto un lindo gatito; ahora lo hacía como el mismo
canario, pero intentado ser grave, me pareció haber visto
un lindo gatito. Ah, señor secretario, se la puse difícil, a
ver cómo transcribe los distintos tonos de voz. Yo pondría
la voz grave en negritas. Ah, verdad que ustedes usan máquinas de escribir, ¿también usan esténcil? Era un chiste,
perdone, estaba impelable. Camarada prisionero, disculpe
que me ría, oficial-periodista, pero no puedo evitarlo. Camarada prisionero. Su secretario también se está riendo,
fíjese. Hey, no me haga quedar mal delante de su jefe,
ahorita se estaba riendo, se lo juro. Secretario, anote eso:
risas, ja, ja, ja. Tlac, tlac, tlac; cansa esa tecleadera, ¿no?
¿Le ayudo? No, las bolas no, no me apriete las bolas. Está
bien, yo sigo contando, pero basta de tortura.
A los Karamazov se les subió su acción heroica a la
cabeza, ellos creyeron que había llegado la hora de su
asunción al poder y para esto necesitaban todo el arsenal
mediático para mostrar al mundo el inicio de la batalla
por la liberación de los pueblos. Lo primero que exigieron para mi entrega fue la presencia de las cámaras de
televisión y reporteros gráficos, y la cobertura por parte de
la radio popular. Por no dejar, la radio popular envió un
reportero, y la prensa regional empleó a uno de sus fotógrafos para cubrir el inusitado acontecimiento, mientras
que las cámaras de televisión brillaron por su ausencia.
Los imaginativos Karamazov se habían repartido los ran70
gos militares de la operación “Cruzada anti Rico McPato”
(que así llamaron a su guerra santa contra el capitalismo):
uno era el comandante en jefe y el otro su suplente, en
caso de que el primero falleciera en el cumplimiento de
su misión. Los cargos se los repartieron de acuerdo a la
tradición de la mayoría de edad, que en su caso se definía
por segundos de distancia entre el nacimiento de uno y
otro. Durante mi secuestro-salvación nunca supe distinguir quién era quién, así que a los dos les decía “mande
mi comandante”, con un tono cantinflesco que a duras
penas podía ocultar la burla. Pero ellos se habían tomado
tan en serio sus papeles que para seguirles el juego me
puse, como condecoración militar, la chapa de la botella
de malta que me tomé con las sardinas. La malta y el
agua de panela eran las únicas bebidas permitidas en el
Fuerte (que así empezó a llamarse la casa de los Karamazov: el Fuerte de Stalingrado), las gaseosas imperialistas
lógicamente estaban prohibidas. Y yo con aquellas ganas
de tomarme mi cola negra, qué desgracia. Al verme con
la chapa incrustada en la camisa se pararon enfrente, con
porte militar, me saludaron con la mano puesta sobre la
sien y me dijeron: “Bienvenido a la causa, camarada prisionero”, y me apretaron la chapa contra el pecho. Luego
me dieron una cámara instantánea Polaroid y recibí la
orden de tomarles una fotografía. Los dos se mantuvieron
erguidos; uno metió la mano en el pecho, dentro de la
chaqueta, y el otro se volvió a acomodar la mano sobre la
sien, en saludo castrense. Les pedí que dijeran “whisky”
y se negaron. Se los volví a pedir y sólo atinaron a decir
“papelón con limón”.
Este cuento es largo, ¿aquí no se almuerza? Usted me
va a disculpar, detective-periodista, pero tengo hambre, y
71
cuento con hambre no dura. Espero que haya almuerzo
después de mi confesión, he cantado más que un pajarito
profesional. Sigo, las hordas cristianas y sin oficio continuaban afuera, también los policías; eso se volvió un
circo, mi jefe. Disculpe que lo llame así, es por cariño,
el síndrome de Estocolmo le llaman, tantas horas encerrados juntos, usted sabe. El policía de Valera intentó comunicarse por un altoparlante, pero las pilas se gastaron
pronto (seguro eran chinas no alcalinas) y pasaron un rato
sin lograr transmitir nada. Después decidieron hacer una
vaca para comprar las pilas. Los uniformados se quejaron
porque tuvieron que poner dinero de sus bolsillos, pues la
administración del cuerpo policial no tenía presupuesto
para pilas nuevas. Una vez solventado el percance, el policía de Valera exigió que me entregaran a las autoridades,
que de lo contrario los hermanos Karamazov también estarían cometiendo un crimen al amparar a un desadaptado social. En vista de que mi retención podía perjudicar
a los camaradas, me ofrecí a entregarme y dejarlos libres
de cualquier responsabilidad. Ojo, dije “camaradas” sólo
para seguir el juego. En todo caso, mi culebra era con
José Gregorio Hernández, no con los comunistas. Así se
los hice saber, pero uno de los comandantes me exigió
que me callara y me informó que antes de hablar debía
solicitar derecho de palabra. ¿Qué más puede hacer uno
con par de locos sino seguirle el juego? Luego de que me
dieron el permiso volví a sugerirles lo mismo, y lo que recibí a cambio fue una arenga teórica sobre el abuso de poder y el histórico papel pasivo de los oprimidos. Después
de la reprimenda me ordenaron hacer cien lagartijas por
desacato a la autoridad. No les hice caso y me puse a ver
televisión. Ajá, créamelo, el intendente seguía hablando.
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El comandante en jefe preparaba un discurso-defensa
para salir a establecer contacto con los policías. Entre los
dos pensaban, escribían, corregían y se contradecían; sobre todo esto último. Parecían los tres chiflados menos
uno. O, en todo caso, el tercer chiflado miraba la televisión. Lo que escribieron fueron consignas aprendidas de
sus lecturas cotidianas, “unidos venceremos” y cosas así.
Se tardaron mucho, tanto que las pilas del altoparlante se
volvieron a gastar. Seguro volvieron a comprar pilas no
alcalinas, es que los policías la hacen a la entrada y a la
salida. Está bien, no me golpee, era un chiste malo, no
me pude contener. A ambos les costó ponerse de acuerdo
en la redacción del documento de liberación de los pueblos. A mí me obligaron a coser una bandera. Ya ve, tenían todo previsto menos la bandera, así que confiaron
en mi imaginación y en los recursos de la casa. Lo que
encontré fueron varios pañitos de cocina, viejos, sucios
y, sobre todo, hediondos. Cosí uno con otro, haciendo
un total de cuatro paños. Se los mostré y pusieron cara
de duda, me pidieron que me retirara, y luego me volvieron a llamar. “La bandera necesita un detalle, prisionerocamarada, algo que nos represente como salvadores de la
humanidad”. Les pedí permiso para hablar y les sugerí
que pusiéramos la imagen de ellos en el centro del estandarte. A ambos les pareció muy buena idea, tan buena
que después me condecorarían, me lo prometieron; pero
primero había que cumplir con el deber patrio.
No les bastó la bandera, también me pusieron de
carne de cañón cuando decidieron que era hora de salir.
Yo debía avanzar primero, con el chopo, como un soldado al custodio de sus patrones militares. Detrás de mí
iba el suplente del comandante en jefe, con la bandera
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izada, y por último el Supremo, con el porte y el caminar lo suficientemente ridículos para tan alta envestidura.
Los dos llevaban por charreteras unos cinturones anaranjados, de esos que usan los patrulleros escolares para detener el tránsito cuando los niños salen de la escuela. Sí,
créame, los hermanos Karamazov eran tan pequeños que
los cinturones escolares les quedaban al dedillo. Sobre las
charreteras tenían puestas algunas chapas de malta que
me obligaron a tomar. Con tanta ingesta de malta estaba
que me hacía, usted entiende, y afuera todo el mundo,
bajo el mando del Klan Lucinda-Ernestina, me insultaba
y amenazaba con venírseme encima. Daba miedo, era
cagante. Los oficiales apenas podían contener a la masa.
Imagínese usted, yo estaba doblemente cagado. Y todo por
culpa de un mito y las locuras de los hermanos Karamazov.
Ya se lo he repetido tantas veces que la cosa se ha
puesto fastidiosa: yo nunca estuve comprometido con
ninguna causa militar-guerrillera-desestabilizadora. Yo
sólo era un prisionero. Un prisionero-camarada.
“Satánico”, “pescuezo del mal”, “diablo de azufre”,
“condón usado”, eran parte de los insultos que recibía;
también me lanzaban agua bendita, y algunos niños me
tiraban piedras con sus hondas. A los Karamazov les acomodaban burlas, carcajadas, apodos (“enanos siniestros”,
“tacón de cotiza”, “anticristos patrioteros”). ¿No le digo
que era un circo? Éramos como pigmeos disfrazados que
salían al ruedo en el Coliseo romano. Sin embargo, el
semblante de los gemelos comunistas era épico. Era la
hora patria para estos gladiadores del marxismo. Se creían
Jesucristo y su álter ego apedreados por paganos ignorantes. Ellos no tienen la culpa, están libres de pecado, es el
74
capitalismo el que les pudre el corazón, pero ha llegado la
luz, nuestra luz. Lo pensaban, sé que lo pensaban, lo veía
en sus rostros imperturbables. Era la hora, estaba escrito
en el plan divino de sus vidas. Los Karamazov libertadores; así se lo decían sus charreteras, sus botas militares, su
mentón alzado, las miles de pajas que se habían hecho
pensando en este momento. Sí, dios. Sí, Carlitos. Sí, papá
Lenin. Sí, sí, sí, vamos que llegamos. Uf, Carlitos, uf.
Ante la anarquía de las hordas, el comandante en jefe
exigió a las autoridades que ordenaran silencio para leer
su discurso, de lo contrario no habría negociaciones. El
policía de Valera casi pierde la voz dando gritos y órdenes
a su gente. Las axilas le sudaban y el sudor se le pegaba a
las mangas cortas y ajustadas al sobaco. Los pocos pelos
los tenía despeinados, y a cada rato debía subirse la cremallera que no le funcionaba bien. Después de un rato y
de cansonas negociaciones con las líderes del Klan, que
se habían convertido en las representantes de la Inquisición en el pueblo, el comandante pudo hablar. Yo debía
custodiarlo con el chopo y su hermano, al lado derecho,
sostenía la bandera, ambos con las caras muy altivas, como
si tuvieran conciencia de próceres, de que sus imágenes
serían acuñadas en monedas, emblemas y bustos en su tan
mentado futuro proletario. El discurso me lo sé porque
me obligaron a memorizarlo. Lo ensayaron varias veces,
con los respectivos gestos y cambios de tono. Era de verlos, lástima no haber tenido una cámara en ese momento:
el orador hablaba y miraba a la posteridad del espejo, el
otro lo escuchaba como si se tratara de la palabra de Dios.
Cosas de loco, compadre, digo, señor detective-periodista.
Disculpe, es que me emocioné, usted sabe, ese discurso.
75
“¡Hermanos…!”. Desde el inicio de la escritura del
discurso hubo discusión entre las partes, el suplente quería comenzar con “Hermanos camaradas latinoamericanos”, pero el jefe le aclaraba que su movimiento debía ser
universal y no limitarse solamente a Latinoamérica. En
la discusión por el alcance de su empresa pasaron mucho
rato, sudaron, se molestaron y casi se fueron a las manos
para defender cada uno su posición, pero una piedra con
una cruz de palma bendita amarrada irrumpió repentinamente dentro del cuarto de operaciones y los Karamazov
entendieron que los ánimos estaban caldeados y había que
darse prisa. “¡Hermanos!”, el líder se miraba en el espejo
y alzaba el puño en forma combatiente: “Durante muchos años hemos sido esclavos”. En realidad ellos nunca
fueron esclavos, todo el pueblo estaba consciente de que
eran unos vagos, de que la familia los mantenía con tal
de tenerlos alejados de sus negocios en la ciudad. Taras
familiares, eso eran los Karamazov, suele pasar hasta en
las mejores familias. “Ha llegado la hora de liberarnos”.
En realidad había llegado la hora de que yo fuera al baño,
pero ¿cómo hacía con un chopo en la mano, dos locos al
lado, rodeado de unos policías resentidos, mal pagados y
un pueblo sediento de mi carne? “El capitalismo ha abusado de nuestra nobleza y nos ha sacrificado en aras de su
ambición desmedida e inhumana…”.
Al principio la gente se burlaba del discurso leído por
el Karamazov supremo, y como iba cayendo la noche hasta
encendieron yesqueros, jugando a seguir el ritmo, como
en los conciertos. También hacían la ola, especialmente
cuando el supremo decía que el pueblo unido jamás sería
vencido. Todo parecía una gran humorada y la gente así
lo había asumido, hasta se fueron olvidando de mí. El
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ambiente se distendió y ya caída la noche se establecieron
vendedores de comida ambulante y también de bebidas
alcohólicas. La vigilancia policial se relajó y el policía de
Valera se puso a jugar dominó con otros oficiales y algunos hombres que improvisaron mesas de juego y apuestas.
Los Karamazov continuaban arengando a la población,
mientras menguaban los deseos iniciales de venganza en
mi contra. Algunos de los asistentes se aburrieron de los discursos; otros, por el contrario, se entusiasmaron tanto que
aplaudían y vitoreaban cánticos que hablaban de la libertad
de los pueblos. La madera que en principio estaba destinada a ser mi hoguera se convirtió en una fogata que alumbraba a los repentinos cantantes que irrumpieron, guitarra
en mano, cantando canciones del hasta cuándo Silvio.
Ante el repentino cambio de planes iniciales (someterme
a un rápido juicio popular e incendiarme vivo), Lucinda
y Ernestina, ya sin el apoyo general, decidieron acudir a
la iglesia para pedir la intermediación del cura, pero al
regresar se encontraron con la sorpresa de la presencia de
un recién nacido Ejército de Liberación Popular que estaba dispuesto a amarrarlos y quemarlos juntos después
de escuchar los excesos de la religión en el mundo desde
las épocas más antiguas. El acento gallego del sacerdote
empeoró la situación cuando intentó invocar a la cordura
y asumir una defensa para detener a la horda que se venía sobre ellos. “El cura, su santidad, tiene la lengua del
primer imperio esclavizador de nuestros ancestros, ¡que
nunca más salgan zetas de su boca!”, ordenó el Karamazov supremo, que a estas alturas ya tenía los ojos enrojecidos y la voz afónica de gritar consignas y dar órdenes. Los
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antiguos feligreses, ahora adscritos al Ejército de Liberación Popular, fueron los encargados de encerrar al cura y
a las beatas más fanáticas.
Los altisonantes discursos de los Karamazov fueron
caldo de cultivo para la locura que se disparó a partir de
ese momento. Porque, déjeme decirle, a partir de su primera intervención, los hermanos decidieron no parar de
hablar y arengar a la población en contra del mundo opresor. Hinchada de hervor antiimperialista, una comisión
de “Soldados de la Nueva Patria” se dirigió al pueblo a
buscar a los explotadore s que los tenían sumidos en la oscuridad de la desigualdad. Es decir, salieron a la caza del
carnicero, del bodeguero, del prestamista, del dueño de
la licorería y del viejo boticario, este último se murió del
susto al ver irrumpir en su casa a un grupo comandado por
un policía y varios hombres con machetes, cuchillos de
cocina y palos de escoba. Los leales soldados no regresaron
con el boticario, sino con todo lo saqueado de la farmacia.
Insisto en que yo nada tuve que ver con la histeria colectiva que se desató a raíz de las vociferaciones de los hermanos comunistas. A mí, en todo caso, deben juzgarme
por mi intento de incendio, no por instigar a las masas.
Yo era un prisionero, un testigo de cómo un pueblo con
pena y sin gloria se convirtió de la noche a la mañana
en la égida de la libertad de los oprimidos, comandados
por dos orates que tenían pretensiones militares. De mí se
habían olvidado gracias a la locura colectiva, ahora podía
ver las cosas como espectador, aunque usted insista en
acusarme de cómplice, pero nada que ver. Yo ni siquiera
pude prender el fósforo.
Una vez traídos los prisioneros, acusados de explotación del proletariado, los hermanos Karamazov se retira78
ron a deliberar sobre su suerte. Mientras tanto, llegaba
más gente de los pueblos vecinos; algunos venían ya armados con cuchillos caseros, otros traían comida y enseres
para ser ofrecidos a la causa libertadora; todos marchaban
alumbrados por el fuego de su recién nacido fanatismo
popular. Así fue como los hermanos Karamazov se convirtieron en los libertadores.
Los juicios sumarios y las ejecuciones quedaron para
la madrugada, ellos lo decidieron tras una breve reunión.
Satanizados y amarrados a un árbol murieron los considerados enemigos y explotadores del pueblo. Los condenados ni siquiera tuvieron derecho a un último deseo,
tampoco se les dio la oportunidad de las últimas palabras.
Le confieso que nunca quise a esas viejas Lucinda y Ernestina, pero tampoco estuve de acuerdo con que corrieran esa suerte. Y en todo caso, después de sufrir su
persecución yo sería el menos interesado en su defensa,
pero lo peor fue que sus antiguos compañeros de iglesia
ni siquiera titubearon al ver cuando las colgaban de un árbol. Nadie salió en su defensa, lo único que se escuchaba
eran gritos y proclamas de liberación. Olía a histeria, a
fundamentalismo épico, a carne chamuscada; en ese momento entendí que se había armado la podrida y ya no
había vuelta atrás. Debía huir.
Todo fue tan vertiginoso que cuesta detenerse a contarlo. El policía de Valera renunció a sus funciones institucionales y se convirtió en el torturador de la causa.
Sus primeras víctimas fueron algunos de sus propios subalternos que se negaron a seguir el juego de los Karamazov. Antes de que terminara la madrugada de ese día ya
el pueblo montañoso estaba bajo el mando de dos orates,
a quienes hasta entonces se les tenía como los vagos del
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pueblo, nada peligrosos, y que ahora estaban henchidos
de poder. Era de verlos, parecían dos niños grandes y siniestros jugando a ser fuertes y temerarios. El Ejército de
Liberación Popular se abasteció con el dinero y las joyas
que saquearon de los fondos del prestamista, lo mismo sucedió con el resto de las posesiones de los ajusticiados. El
saqueo serviría como abastecimiento para la guerra que se
avecinaba y que se libraría desde las montañas.
Algunos, presos de la euforia, se embriagaron con las
bebidas saqueadas a la licorería. Este fue el primer acto
de desacato a la autoridad, y por órdenes superiores los
borrachines fueron puestos de espaldas a un muro, que en
otros tiempos servía como baño público y para jugar a las
escondidas. A los borrachines se les leyeron unas idioteces
sobre el decoro y la disciplina guerrillera, y sin que se pudieran mantener en pie por más tiempo, debido a la embriaguez que les tumbaba las piernas y les imposibilitaba
escuchar las acusaciones en su contra, fueron ajusticiados
por los propios Karamazov. Su borrachera e indisciplina
era mal ejemplo para el resto. “Que no se repitan estos
excesos”, dijeron los Karamazov al unísono, después de la
inauguración oficial del patíbulo.
¿Usted recuerda al barón Ashler, el de Mazinger Z?
El tipo ese que era hermafrodita, con un rostro y una voz
doble; bueno, así eran estos dos, sólo que su voz seguía
sonando como la de Piolín, el canario, pero en negritas.
La cosa se puso siniestra, los Karamazov daban órdenes de saquear y matar en los poblados cercanos. Las mujeres, hasta entonces tan negadas a este par de enanos, de
pronto peleaban entre sí para entregárseles. Antes de la
toma los Karamazov eran conocidos como unos terribles
circunspectos que eventualmente ayunaban para mante80
ner el organismo libre de sustancias contaminantes; ahora
se habían convertido en unos grandes bebedores, en hombres dados a la gula, al sexo y al desenfreno. La disciplina
había quedado para otros.
¿Que yo qué hacía? Quedarme quieto y obedecer,
pues estaba especialmente vigilado. El policía de Valera
me tenía el ojo puesto y no tardó en ponerme en contra
de los Karamazov. Yo sólo esperaba la hora de poder escapar. Y ese momento llegó cuando la tensión entre los
hermanos estalló en peleas, contradicciones y un horroroso crimen que se veía venir desde el principio. Por recomendación del policía de Valera me relevaron y me
quitaron la chapa, “por no estar comprometido con la
causa”, alegaron; más tarde verían qué hacer conmigo.
Ya sé lo que hubiesen hecho de no haber escapado. Ya
conocía su justicia divina.
Con el correr del tiempo y el aumento de la ambición
de ambos por el protagonismo los hermanos empezaron a
pelear muy en serio por el control del poder. El suplente
se sentía desplazado y le recriminaba a su gemelo, casi al
borde del llanto, que era él quien lo había iniciado en el
estudio del marxismo, que era él quien lo había puesto a
leer la verdad y lo había sacado de ese vicio pornográfico
en el que se la pasaba. El otro negaba todo y le advertía
que con sus discriminaciones estaba abusando de su lazo
sanguíneo, que entendiera que la paciencia se agotaba y
que su misión libertadora estaba por encima de cualquier
circunstancia o afinidad, hasta la de los genes.
Sin consultar a su hermano, el supremo redactó un
documento de independencia y lo firmó como el nuevo
presidente del pueblo tomado. A su hermano menor sólo
le dejó un espacio para firmar el acta como secretario sin
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voz ni voto. Cuando el suplente leyó el documento, exclamó conmovido: “Brutus, he sentido el filo de la traición en mi espalda”. Y sin decir más palabras se retiró de
la tienda de campaña.
Esa misma noche, el supremo buscó entre los productos saqueados la solución para librarse de su hermano.
El poder siempre necesita una dosis de veneno, que lo
digan las noblezas europeas, que nunca falte el veneno
en el armario de un rey. Al líder Karamazov no le tembló
el pulso para poner la mortal pócima en la copa del hermano, esa con la que brindarían por el nacimiento de una
nueva república. Le puso gramonzón, el veneno oficial
de estos pueblos. Olvídese de las finuras de Shakespeare
para envenenar a sus personajes. Acá es veneno de veras,
de efecto inmediato, espuma por la boca, órganos que se
revientan por dentro, sufrimiento público, cara descompuesta. Nada de eufemismos ni muerte de a poco. Pronto
padeció el líder Karamazov el mal de toda nobleza: la
ambición del poder absoluto. Había nacido el rey, y así
se autoproclamó en medio de la borrachera, metido en la
tienda de campaña con dos mujeres desnudas y el cuerpo
muerto del hermano a sus pies.
Esa noche se desató una oscura locura. Lo que había
ocurrido hasta entonces no era más que un divertimento
previo, ahora se venía la verdadera carnicería. Lo anunciaba el crimen del hermano, lo asomaba la gran orgía
que se armó alrededor de la fiesta de proclamación del rey
naciente. Las mujeres corrían desnudas y gozosas mientras los hombres las perseguían. Otros lanzaban tiros al
aire, mientras que grupitos armados planificaban futuros
saqueos. Muchos hacían en público el sexo oral. Había
juegos, apuestas, ruleta rusa, truco, vuelta’e mano. Eran
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Sodoma y Gomorra en la montaña. Y en medio de ese
delirio logré escapar hasta la garita policial más cercana.
Corrí toda la noche con el corazón saliéndoseme por la
boca, detrás de mí venía la muerte, lo sé. Si continuaba
en ese lugar, al otro día sería yo el hombre muerto. Yo, el
testigo presencial del asesinato político. Una muerte necesaria, una muerte patria, como me trató de convencer
el rey cuando me pilló con la cara descompuesta frente
al cuerpo telúrico de su hermano agonizante. ¿Por qué
no me mató de una vez? Porque me usaría para acusarme
del asesinato de su hermano, pero escapé, logré hacerlo
gracias a la ebriedad colectiva que no dejaba a nadie en
pie. Y aquí estoy, entreteniéndolos a ustedes, mientras en
la montaña un rey fanático, loco, sangriento y asesino le
proclama la guerra al mundo. Anote, secretario, haga una
nota a pie de página sobre lo predecible de la historia.
Tlac, tlac, tlac. Es la historia del poder y la locura; una
historia siamesa, completamente previsible. Ya ninguno
se ríe, ahora me miran con esas caras tan largas. Se acabó
el cuento gracioso, se puso siniestra la cosa. Tlac, tlac,
tlac, esa desgraciada máquina de escribir. Esa maldita historia vuelta a escribir.
83
menciones especiales
Cosas que nunca hice
Daniel Fermín
E
l lunes voy a morir. Me quedan siete días de vida. Esta
enfermedad me venció. Acabó con mis ganas de seguir con esto. La quimioterapia, las pastillas, las consultas
cada semana. Ya tienes fecha de vencimiento, Alejandro.
Algo así me dijo el doctor esta mañana, como si yo fuera
un producto al que no se le puede sacar más provecho.
No sé cuál fue mi reacción cuando me lo dijo. Creo que
permanecí callado, resignado ante la confirmación de un
presagio. Sabía que iba a perder la pelea, pero tampoco
esperaba que fuera tan pronto. Fue como caer noqueado
en el tercer asalto.
Salí de inmediato de la clínica. Quería gritar, quería
llorar. Cualquiera que pasara a mi lado podría haber escuchado mi corazón. No podía mantenerme quieto. Me detuve en el primer kiosco que encontré y pedí una caja de
Marlboro Rojo. Cuesta 25, me advirtió la señora. Deme
dos, le respondí. Le tiré el dinero sobre los periódicos y le
dije que se quedara con el vuelto. Como para demostrar
que no me importaba el precio, que tenía plata suficiente
para pagar. Sólo fumé medio cigarro. Caminé guiado por
mis piernas a ningún lugar. El olor a orines, los indigentes,
la cara de alegría de un vagabundo al recoger un colchón
del basurero. Siempre hay alguien que está peor que tú.
Quizás él también tenga sus días contados, pensé. Seguí
deambulando. El sol, las cornetas, la muchedumbre, la
gente que te golpea y se va sin disculparse. Apenas ahora
me doy cuenta del mundo en el que vivo. Después de 25
años, empecé a despertar.
Sentí la vibración a un lado de la cama. Abrí los ojos, tan
pesados que volví a cerrarlos. A veces despertarse cuesta
más que recuperarse de un nocaut, pero la vida te golpea
tantas veces que se hace rutinario levantarse. Ya estaba
pensando pendejadas. “Nos vemos en la plaza Altamira”,
leí al agarrar el celular que no dejaba de temblar en un
costado. Me había quedado dormido apenas regresé del
consultorio. Me tendí ahí, sobre el colchón, como para
esperar la muerte. Al llegar allá la vi sentada en uno de
los bancos cercanos al Obelisco. Tan linda como cuando
salió en la portada de la revista de un periódico local.
La abracé como si no la fuera a ver nunca más. Hola,
le dije. Me preguntó que cómo estaba y le respondí que
bien. Nos quedamos ahí unos minutos hasta que se hizo
de noche. Los dos juntos, sin decir una palabra. Nosotros
no tenemos que hablar estupideces para sentirnos cómodos. ¿Quieres ir a beber?, le pregunté. Ella me miró extrañada. Fue como si un analfabeto le pidiera ir a una
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librería. Nos levantamos y caminamos hasta el primer bar
que conseguimos. La Tasca de Pepe, o como se llame, era
un pequeño local que tenía unas ocho mesas, no más.
Imágenes de toreros españoles, de corridas y de toda la
parafernalia que ello representa. El mesonero le sonrió
a Carolina como si la conociera de toda la vida. Anoche
vine aquí con un amigo, me explicó. Pedimos dos cervezas. Nos las tomamos en un par de minutos, luego pedimos dos más. Y luego otras dos. Y así estuvimos hasta
que dejamos de burlarnos de los que estaban en la mesa
de al lado y ellos se empezaron a burlarse de nosotros.
¿Les traigo la del estribo?, preguntó el mesonero. Dale,
contestamos. Pagamos, nos llevamos las cervezas y caminamos en medio de la noche. Un martes a las tres de la
madrugada la ciudad está más sola que una oficina gubernamental los fines de semana. Avanzamos en zigzag, tambaleándonos, uno apoyado al otro. Nos sentamos en uno
de los bancos de la Francisco de Miranda. Voy a vomitar,
todo me da vueltas, le dije. Ella reía. Arrojé la botella al
otro lado de la avenida, en una construcción que estaba al
frente. No llegué a escuchar su sonido al caer. Tomamos
un taxi y nos besamos. No lo hacíamos desde que ella
terminó conmigo. Luego vomité.
Al despertarme estaba abrazado a ella. No sé cómo
los dos llegamos ahí. Si la casera se da cuenta me bota de
la habitación, pensé. Me levanté de un brinco. Carol, no
hagas bulla, la señora está en la sala. Los dos teníamos la
misma ropa de la noche anterior. Ya mis pantalones rasgados en las rodillas pedían cambio. Me bañé y me vestí enseguida. Salimos del apartamento a escondidas, mientras
la vieja se entretenía con la televisión. La tipa ni se enteró
cuando pasamos detrás de ella. Nos reímos, respiramos.
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Desayunamos algo en la panadería de la esquina y cada
quien partió a su trabajo. No sé por qué trabajo si ya me
voy a morir.
Llegué al periódico, ningún jefe había llegado. Entonces
pensé que ahí tenía mi nueva metáfora sobre la soledad.
Esa noche nos volvimos a ver en otro bar. Ya no sabía
cómo decirle que no iba a estar más con ella. Desmenucé
la etiqueta de la botella en mil pedazos. Mis manos temblaban y no era de frío. ¿Qué tienes?, me preguntó. Tomé
un trago para agarrar valor. El lunes me voy a morir, le
dije –de una, sin prolegómenos–. Ella no reaccionó. Ah
ok, dijo como si ya lo supiera. O como si no le interesara
saber más. Permanecimos callados un instante. Pensé que
el resto de mi existencia iba a transcurrir en medio del
silencio. ¿Y ahora qué vas a hacer?, preguntó. Y yo que
sé –le respondí–. Ni que fuera tan fácil organizar una vida
en una semana. Ella de inmediato sacó su libreta. “Cosas
que hay que hacer antes de morir”, escribió. Me la pasó
y yo me quedé con el bolígrafo en la mano y la página en
blanco, como si fuera un escritor.
Las drogas que nunca probé, los libros que no leí, los
cuentos que jamás escribí, las mujeres que no me cogí,
todo el alcohol que no tomé, los viajes que no realicé.
Creo que no podría llenar ni la primera hoja con las cosas que he hecho. 25 años desperdiciados. No sé por qué
apenas ahora empezaré a hacer todo lo que ya debí haber
hecho con la excusa de la muerte. Ni que la vida fuera tan
larga, ni que vivir consistiera sólo en esperar morir. Pana,
dos azules más, le pedí al mesonero. El tipo las trajo y yo
todavía tenía la página sin rayar. Vayan al Jardín Botánico,
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es bonito, nos sugirió. Nosotros volvimos a reír. Y luego
fue lo primero que escribí: ir al Jardín Botánico.
–¿Y si nos vamos de viaje? –preguntó Carolina.
–¿A dónde? No tengo dinero para viajar –le respondí.
–Gasta lo que tienes, ya te vas a morir.
Carolina sabía lastimar. Hice un esfuerzo para no llorar, pero fue imposible. Al sentir la lágrima me levanté
para ir al baño. No sé si ella lo notó. Me lavé la cara y
me miré en el espejo, tan flaco que parecía un cerillo.
Estornudé y noté que quedaron ripios de sangre sobre mi
mano. Me volví a lavar y regresé a la mesa. Ella ya había
apuntado un par de cosas sobre la libreta. Lanzarnos en
parapente era una de ellas. La otra no la entendí. Su letra
se asemejaba a la del médico que decretó mi muerte. El
jueves vamos a La Victoria y nos lanzamos, le dije. ¡Más
fino!, me respondió. De inmediato empezó a llover y nos
trajeron la cuenta. ¿Y ahora qué hacemos?, dijo ella. Lo
mismo me preguntaba yo. Ya sé adónde te voy a llevar,
me contestó. Y al rato me vi entrar en un bar de ambiente.
Ella me tomó de la mano. Alejandro, no me sueltes, dijo
con una risa forzada. Pendeja, no me sueltes tú, le respondí al ver a los tipos que ya me miraban. Ya eran las dos
de la madrugada y estábamos borrachos en aquel lugar.
Nos quedamos ahí hasta que volvieron a sacarnos. Nosotros siempre somos los últimos en irnos, me dijo Carol.
Yo sólo quería dormir. Agarramos un mismo taxi que nos
dejó a cada uno en su casa, si es que se le puede llamar
casa a una pensión en la que sólo tienes un colchón. Tiré
toda la ropa al suelo y me acosté de inmediato. Me levanté al mediodía y no fui a trabajar. Jefazo, me siento
mal, escribí en un mensaje. La cabeza me iba a explotar.
Tranquilo, descansa, fue lo que recibí en el celular.
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Tercer día posdiagnóstico; sólo cuatro más. Encendí
el televisor que me había regalado Carolina unos meses
atrás. Pronto tendré que dárselo de vuelta, pensé. A esa
hora, TNT pasaba El náufrago. Miré a Tom Hanks en
medio de aquella isla desierta, a la espera de que alguien
lo rescatara, y me miré a mí mismo. Por lo menos él tenía
a Wilson, se hubiese burlado un viejo amigo. Me levanté
a comprar el periódico. Lo leí y me tomé un café mientras
pensaba qué hacer. Llamé a Pablo.
–¿Qué harías si te quedaran siete días de vida?
–Trataría de descubrir cómo voy a morir –me respondió él–. A ver si puedo evitarlo.
–¿Y si es inevitable?
–Sacaría un tiempo para estar con las personas que
quiero.
Entonces llamé a Carolina. Agarramos el Metro y nos
bajamos en Sabana Grande. Caminamos el bulevar, nos
tomamos un café y nos sentamos en la Plaza Venezuela.
Me acosté en su regazo. De súbito escuché un silbato y…
¡Eh, no te puedes acostar ahí!, gritó el de la Guardia Patrimonial. La noche nos corrió del lugar, también el carajo
con sus silbidos. Vamos a la Libertador, quiero visitar a
una amiga, me dijo ella. Subimos hasta la avenida. Hola,
Ángel, saludó al llegar. Yo sólo vi a un grupo de transexuales en una de las esquinas. Alejandro, ella es Ángel; Ángel,
él es Alejandro. Mucho gusto, sólo pude decir. Me quedé
aferrado al brazo de Carolina. La apreté tan fuerte como
cuando entramos en el bar de ambiente la noche anterior.
Hola, flaco, dijo la mujer. ¿Qué haces por aquí, querida?, le preguntó a Carolina. Te vine a visitar, le respondió. Vine a invitarte unas cervezas. Y al rato estaba en una
arepera rodeado por todas ellas. Eran tres: Ángel, Cheila
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y Vicky. La primera lleva tres años que se metió a la prostitución. Las otras venden su cuerpo desde hace poco.
Cuatro meses, creo que fue que dijeron. Ay, no sabes todo
lo que uno sufre en esto, dijo Ángel. Esos policías son
unos desgraciados. Siempre nos dejan desnudas, botadas
en cualquier parte, contó. Y yo me la imaginé sin ropa
abandonada en el Guaire.
Cerveza tras cerveza disfrutábamos la faena. Nos empezamos a burlar de cualquier cosa. De un hombre que
trataba de emborrachar a una mujer en la mesa del frente.
Le quiere meter, dijo una de las carajas. Pero el que parecía más borracho era el tipo. Más allá, dos chamos bebían. Pidieron chorizo con yuca para cenar. Y después
dicen que los pargos somos nosotras, dijo Cheila. Todos
reímos. El carajo que trataba de emborrachar a la mujer
se levantó al baño. La tipa aprovechó para vaciar media
cerveza en la botella de su acompañante. Con razón el
que está rascao es aquel, pensé. En el otro extremo, dos
obreros compartían mesa con unas prostitutas. Bebían una
botella de brandy. Estos van a gastar toda su quincena ahí,
dijo Carolina. Una de las putas le pegó una cachetada al
de franela roja. ¿Qué coño hago en esta ratonera?, pensé.
Aquello fue lo último que recuerdo de esa noche. Desperté con una inevitable resaca. Sentí náuseas, dolor de
cabeza, hambre. Estiré el brazo para abrazar a Carolina.
No estaba ahí. Miré el reloj: 9:10. El vuelo en parapente,
pensé. Recordé a mi primo. Una vez le pregunté qué haría si supiera que se iba a morir. Me dijo que esa era una
pregunta muy profunda para responderla en ese momento.
Que necesitaba pensarlo (pasamos la vida pensando qué
hacer y, al final, nunca hacemos nada, me dije a mí
mismo), pero que no incluiría lanzarte en paracaídas ni
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ese tipo de clichés. Cuando me lo dijo supe que mi vida
era un lugar común, que yo era uno más del montón,
que no era nada extraordinario. El tiempo se encarga de
destruirnos a todos, pensé.
Me levanté de inmediato, me desnudé y me metí en
el baño. No había agua. Me cepillé los dientes con medio botellón que había quedado de la semana pasada. Me
miré en el espejo: mi cara tan chupada que parecía Saramago. Cada vez me sentía más flaco, debí pesar unos
50 kilos. Me vestí con mis jeans rasgados en las rodillas y
una franela. ¿Qué hacemos hoy?, me escribió Carolina.
Necesito beber, le respondí. Tengo más ganas de beber
que de vivir. Dale, nos vemos esta tarde en los chinos, me
contestó. Salí a Los Palos Grandes. Nos tomamos una tras
otra en una cervecería china.
–¿Y después, qué hacemos?– pregunté.
–Siempre he querido ir a un hotel que está en Los
Dos Caminos –me dijo. No recuerdo cómo se llama,
pero se ve bien. Podemos ir más tarde.
–Vale, respondí. ¿Y tú qué harás después?
–Beber, vivir. Ya te lo dije: vivir no es sólo esperar morir.
Bebimos más de diez cervezas, nos comimos unas
lumpias y una tortilla de camarones. Otra vez fuimos los
últimos en salir de ahí. Ya no podía caminar, mis piernas estaban llenas de contracturas, como las de un futbolista. Tomamos un taxi que nos dejó en un hotel que
tenía apariencia de motel. Todo oscuro. Golpeé el vidrio
de la recepción. Nadie contestó. Volví a golpear. Ya estos
carajos están durmiendo, dijo Carolina. Son las 3:00 de la
mañana. Dime, pana, habló alguien desde el otro lado de
la oscuridad. Pedí una habitación. Son 140, me respondieron. Pagué y me dieron la llave. La siete, del lado iz92
quierdo del pasillo, nos guió el encargado al que no le vi
la cara. Al tercer intento, abrí la puerta. Una cama con
un viejo colchón, sabanas desgastadas, una mesa de noche y un baño. La ventana daba a un pequeño patio. No
quise prender el aire, temblaba de frío. Entré al baño y
vomité. Todo sangre, todo cerveza. Me enjuagué la boca
y me lavé la cara. ¿Estás bien?, preguntó Carolina. Sí,
no es nada; vamos a la cama. Nos acostamos los dos, ella
de espaldas a mí. La abracé fuerte, le besé la mejilla. Te
quiero, le dije, y cerré los ojos. Los abrí un instante y vi
el rostro de un hombre asomado por la ventana mirando
hacia la habitación. Quizás era el mismo recepcionista.
Sábado, 10:00 a.m. Me desperté e intenté levantarme. No
pude, mis piernas pesaban una tonelada. Me dolía la espalda, no podía girar el cuello. La cabeza me iba a explotar. Tosí sangre, me senté en la cama y volví a acostarme.
Cerré los ojos y volví a abrirlos al escuchar golpes en la
puerta. Pana, ya tiene que dejar la habitación, dijeron.
Era la 1:00. No tenía hambre, no quería comer. Vi tres
llamadas perdidas de Carolina. Apenas sentí cuando se
fue esta mañana. Salí, tomé un taxi que me llevó hasta la
casa. Ella volvió a llamar y no quise contestarle. Me preparé un pan con queso y luego me acosté a leer Cien años
de soledad. Me quedaban poco más de dos días.
No me sentí bien hoy, me dio flojera salir, le escribí
ya tarde por mensaje de texto. ¿Y cómo sigues?, me preguntó. Le dije que bien, que ya estaba por ir a dormirme
y me dio las buenas noches. Yo me fumé medio cigarro en
la ventana de mi habitación. No puedes fumar aquí, me
reclamó la señora al otro lado de la puerta. Al golpearla se
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abrió, la cerradura ha estado dañada desde que vivo aquí.
La casera fue incapaz de arreglarla, yo también. Disculpe, le dije. Empujé la puerta y tiré el cigarro al vacío.
También pensé en lanzarme tras él. Así, sin paracaídas ni
parapente. Sin nada.
Me desperté a las 6:00 a.m. Quise cepillarme los
dientes y recordé que los fines de semana cortan el agua.
Volví a usar el botellón. Era lo que me quedaba. Me puse
los zapatos y bajé a comprar el periódico. Sentí mareos
mientras bajaba las escaleras. Tuve que parar a descansar
en el tercer piso. Me tomé un café y desayuné un pastelito. Leí las noticias, fumé un cigarro, compré otro café.
Aún me sentía como si hubiese corrido un maratón. El
reloj marcaba las 9:00.
¿Ya estás listo?, escribió Carolina. Le dije que sí y salí
para el Metro. Nos encontramos en Plaza Venezuela,
de ahí nos fuimos hasta La Bandera. Tomamos un autobús que nos llevó a La Victoria, llegamos directo a una
montaña que hacía de zona de despegue. El instructor
nos colocó el arnés a cada uno y nos dio las indicaciones.
Corre, fue lo que dijo. ¿Cómo?, pregunté. Que corras. Al
frente estaba un acantilado de 300 metros de altura. Me
pareció un chiste escuchar que corriera al vacío.
Mi memoria rebobinó unos años. Tenía yo entre 10 u
11. Estaba en la atracción más alta de un parque acuático
de Estados Unidos. Por fin había llegado al aparato después de dos horas de espera. Un hombre abrió la puerta
del cubículo. Entra, me dijo. Avancé y me metí en una
pequeña pieza de piso retráctil. Miré abajo, 150 metros
de tobogán, 150 metros de miedo. ¿Ready?, preguntó el
señor. Volví a ver hacia abajo. Empecé a dudar, luego
a temblar. Lo miré a los ojos y en ellos leí que todavía
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estaba a tiempo. ¡No, no!, grité. ¡Sácame de aquí!, pedí
mientras mis manos golpeaban el vidrio y un centenar de
personas ansiosas aguardaban por llegar al lugar del que
no me atreví a lanzarme. Enseñé una risa nerviosa para
no llorar. No estaba listo para ello.
Y ahí estaba otra vez. Delante del vacío, delante de
la nada. Delante de todos mis miedos. Otra vez las dudas, otras vez los nervios. Volví a temblar. Corre, pana,
no vamos a esperar toda la vida por ti. Sólo serían unas
horas, pensé. Y corrí como si mi vida dependiera de ello.
El acantilado se veía cada vez más cerca, hasta que dejé
de sentir tierra firme. Empecé a caer antes de volver a
subir. Siempre quise saber qué se sentía volar. Te crees
dueño del mundo que está a tus pies. Crees que hay
libertad.
Allá arriba pensé que ya podía morir tranquilo. La
adrenalina, la excitación. Es como un orgasmo de quince
minutos. Allá me imaginé que volar en parapente era la
efigie de la vida: temes dar el salto, arriesgarte, lo haces y
estás ahí, arriba de todos, hasta que comienzas a caer. Fue
entonces cuando me desabroché al arnés.
95
El asesino del Metro
Carlos Patiño
Pero a mí llegó a obsesionarme.
Me perseguía por todas partes la frase hilarante:
¡Un hombre muerto
a puntapiés!
Un hombre muerto a puntapiés
Pablo Palacio
B
ajó de incógnito por la Línea 3. Si quiero atraparlo
debo ser discreto. Ya evadió tres operativos sin que
nadie lo viera. Ni siquiera las cámaras de seguridad han
podido captarlo.
Todos los casos han ocurrido entre dos estaciones: La
Bandera y Plaza Venezuela. Al principio se creyó que era
una ola de suicidios y los clasificaron como Clave uno,
pero la forma de caer y el antecedente de las víctimas revela homicidio. Además, la hora de muerte no concuerda
con el horario promedio de los suicidas del Metro.
La gente se aglomera en las grises e inservibles escaleras mecánicas. Avanzo en dirección a la taquilla entre
figuras cinéticas y piezas de metal cromado. Compro el
ticket, paso el torniquete y veo la multitud que se apretuja
en el andén.
Veinte años atrás el Metro de Caracas era ejemplo mundial de orden y eficiencia. Hoy se encuentra al borde del
colapso. Le busco la lógica a unas franjas confusas en el
piso que pretenden indicar el orden de la fila para entrar
a los vagones.
Veo la raya amarilla.
Quizás fue lo último que vieron las víctimas, la señal
de Peligro, no pase, antes de ser empujadas a los rieles del
tren subterráneo.
Espero en una cola que perdió su forma. Observo
gente a mi alrededor multiplicarse cada segundo. Más de
dos millones de personas se desplazan en Metro a diario, lo que equivale a unas dos mil por andén. Puede ser
cualquiera. Para empujar a un desprevenido no hace falta
tanta fuerza.
Hay retraso. Le gente desespera. Trabajadores, estudiantes, mujeres, niños, un policía y quizás un asesino.
Al fin llega el Metro como una enorme bala de plata y lo
cubre todo.
Los que salen se confunden con los que entran, se
empujan, se gritan y yo en el medio, arrastrado por la corriente. Suena la señal de cierre de puertas y quedo aplastado y sin aire entre la masa que llaman usuarios.
El aire acondicionado no sirve; me asfixio con el olor
agrio del sudor comprimido. Se dispara mi mal humor.
Estoy preso en medio del vagón, justo frente a un güevón
que me ve feo. No sabe con quién se mete. Aparto la chaqueta como al descuido y le dejo ver mi armamento. El
tipo se caga todo y se voltea. “Otro que no llena el perfil”,
pienso riéndome por dentro.
Cualquiera creería que el asesino elige a sus víctimas
al azar, pero no es cierto. Hay una conexión entre todas
y es su pasado delictivo. Pero nada más. Cinco homicidios en tan solo un mes y ningún sospechoso. Hay quien
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duda de su existencia. Ya la broma que echó alguien insinuando que el Metro había cobrado vida para matar
criminales estaba siendo tomada en serio. Pero yo estoy
convencido de que tarde o temprano lo encontraré. Sólo
debo seguir repasando cada caso.
Víctima uno: hombre, veintinueve años. Hirió de
muerte a un compañero de tragos. Bebía con sus amigos
cuando surgió una discusión con el dueño de la casa, sacó
un revólver, le disparó en el cuello y huyó. Horas más
tarde apareció arrollado en los rieles del Metro con severas mutilaciones. Murió en la ambulancia que lo llevaba
al hospital.
Víctima dos: adolescente, diecisiete años. Habitual carterista del Metro. Dos días antes de, supuestamente, haberse lanzado drogado contra el tren (estoy seguro que lo
lanzaron), asaltó un autobús junto a dos cómplices, matando a cuchilladas a un pasajero de cuarenta años que se
resistió al robo. Su arrollamiento causó tres horas de retraso
en la Línea 1. Cayó justo en la zona electrificada del riel.
Víctima tres: mujer, treinta y seis años. Contrató a un
sicario para asesinar a su esposo, un acaudalado empresario que planeaba divorciarse sin cumplir con las aspiraciones indemnizatorias de la víctima. El plan falló por
incompetencia del sicario; la mujer fue detenida y liberada al mes siguiente, el mismo día que impactó con el
Metro de manera tan violenta que la operadora del tren
aún no se recupera del trauma ocasionado por el descuartizamiento ante sus ojos.
El Metro se detiene en Los Símbolos y contra todo pronóstico entra aún más gente de la que el vagón permite.
Toco mi Beretta con disimulo para asegurarme de que sigue
ahí. Intento despegarme de la gente, pero es imposible.
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De pronto, siento un par de nalgas redondas y duras
apretarse contra mi cuerpo. Es una estudiante de no más
de veinte años, hermosa, lleva una falda de flores y deja
ver un piercing en el ombligo. Retrocedo a riesgo de propiciar una situación incómoda con el tipo de atrás.
No soy un aprovechador, pero la carajita me sorprende
acercándose de nuevo como si nada, ubicando su culo contra mis jeans. La tela de su falda es delgada. Se me para el
loco; imposible evitarlo. Me muevo hacia la izquierda y ella
me sigue en un baile secreto, improvisado. Roza mi cuerpo,
se separa, me vuelve a rozar. Tiene la mirada perdida, como
si nada pasara. Decido seguirle el juego.
Me le acerco despacio, con más presión, consiguiendo
recostar al loco, que intenta desesperado salir del pantalón, justo entre sus nalgas. Sigue moviéndose de un lado
a otro, me pongo duro, veo a los lados pero nadie parece
darse cuenta. Sudo, me acelero, me excito.
El Metro llega a la estación Ciudad Universitaria. La
carajita se baja de improviso y sin piedad, huyendo entre
la gente. La sigo con la mirada y justo antes de subir por
la escalera se voltea con una sonrisa cómplice que me
desarma. Se cierra la puerta del vagón y sólo veo a través
de las ventanas las baldosas azules difuminándose con la
velocidad del tren. Mejor sigo mi trabajo.
Víctima cuatro: hombre, veintisiete años. Deportista
y drogadicto confeso. Su esposa apareció golpeada y degollada en la suite de un hotel de lujo. El hombre huyó
hasta aparecer en los rieles del Metro. No murió de inmediato, a pesar de las múltiples fracturas y el desprendimiento de órganos. Lo sacaron de la vía herido y sin un
brazo. Fue trasladado a una clínica donde falleció luego
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de varias horas de agonía. Otro caso de supuesto suicidio,
pero a mí este perro no me engaña.
Víctima cinco: hombre, cincuenta y seis años. El caso
más desconcertante, pues la víctima no tenía relación
con homicidio alguno. Se llegó a pensar que no estaba
vinculado a los otros. Sin embargo, descubrimos que se
trataba de un estafador. Era el abogado de una anciana
viuda a la que engañó durante años, apoderándose de una
pequeña fortuna hasta que fue atropellado por el Metro,
un martes por la tarde.
Es decir, que si este asesino de verdad existe (y lo
creo) y sólo persigue criminales impunes, hasta yo podría
ser una potencial víctima… Y todo por un lío de faldas.
Esa noche encontramos al carajito en el barrio, consumiendo con sus panas, con la música de un carro a
todo volumen. Se cagaron cuando nos vieron llegar en
la patrulla. Él sabía que había culebra porque la jeva que
estaba rondando era mujer mía, así que echó a correr y
empezó el tiroteo. Le pegué dos, uno intercostal y otro en
la pierna derecha. La gente empezó a gritar y lo montamos en la patrulla. Al llegar al barranco que está frente al
bloque cincuenta lo rematé con tres disparos y lo lancé.
Igual era una ratica, un jíbaro cabrón que quería cojerse
todos los culos de la zona. Pero no puedo quitarme la
imagen de la mamá llorando cuando lo subimos herido
a la unidad. Me recuerda a la mía. A veces sueño con la
vieja esa y la muy puta no me deja dormir.
Al fin llego a Plaza Venezuela. El altavoz advierte que
es la última estación y se apagan las luces internas. Salgo
acalorado del vagón rumbo a la transferencia de la Línea 1.
Algo me dice que el asesino está cerca, esta vez no se me
101
escapa. La avalancha humana me arropa de nuevo. Acelero el paso y me ubico de primero en la fila.
Me quedo viendo los rieles del Metro color polvo. El
andén termina en un túnel oscuro como una garganta. Una
fuerte brisa anuncia la proximidad del tren. Luego, el ruido
de avión cuando aterriza. La vía se enciende con el reflejo
de sus luces y emerge veloz como un demonio de hierro.
Los parlantes se activan y se escucha un alerta: “Personal operativo, actividad G en curso”. ¿Un posible suicida?
El tren se acerca a máxima velocidad. Observo las cámaras y me inquieta pensar que no puedan ver al asesino…
¡Eso es! En segundos logro entenderlo todo y descifro el
misterio. De inmediato siento la mano en mi espalda y el
empujón irremediable. Traspaso la raya amarilla.
El ciudadano del Valley Car
Mario Morenza
El ser humano, alguien ya lo dijo, aún está afectado
por todo aquello que le recuerda inequívocamente
su naturaleza animal. También dijeron ya que el hombre
es el único animal cuya desnudez ofende a quienes están
en su compañía, y el único que en sus actos naturales
se esconde de sus semejantes.
Rubem Fonseca
I
O
bstinado, le grité: “¡Ponte la camiseta de una vez, no
joda!, vamos a Mersifrica, no a un encuentro con el
rey de Suecia”.
Madrugamos sin escuchar las paredes de la cloaca sacudirse. Muy temprano comienzan a agitarse por el peso
de camiones, carros, autobuses.
Franto se remendaba unos zapatos que encontró en la
Redoma de Coche. “Mi antiguo hogar”, siempre dice, y
continúa: “Esa plaza espera la llegada de un busto desde
hace años”.
En Coche hay dos plazas. Ninguna expone héroes en
sus pedestales. Se esperan candidatos.
Franto es un tipo meticuloso. Viste ropa de marca.
Usada, deshilachada, con parches y sin botones, pero de
marca. Nunca la comprará en las tiendas, aunque buscarla
en los containers ya lo hace un mendigo posmoderno.
102
Franto creía en teorías extrañas:
–A se deshace de un par de zapatos, de un reloj, de
lo que sea; no muy lejos, B necesita de ese objeto en una
escala inversamente proporcional.
Muchos sostienen que la universidad enloqueció a
Franto. Siempre he pensado que dice ese tipo de cosas
para ufanarse de su labia. “¿Ves?”, me dice señalándose
el pecho con su pulgar: “Yo soy esa persona necesitada”.
Franto es un buen tipo, mitómano, pero buen tipo.
“¡Estos Nike están del carajo!”. Mirar los zapatos de
Franto me hizo repasar mi vida primero con desconfianza,
luego con nostalgia y, por último, descansé mi confusión
en una exagerada alevosía. Huellas abandonadas como hojas en las aceras que ahora forman parte del aire y del smog.
Esta madrugada conmemoro cinco años de ese desprendimiento. Con absoluta propiedad afirmo que soy un
ciudadano de las cloacas de Caracas. Ni más, ni menos.
Somos el punto ciego que se fugó de capitalismos y socialismos, esos que se devoraron el uno al otro, sin saber
dónde terminaba el otro y comenzaba el uno.
Mientras tanto, nos conformamos con nuestro cielo,
el piso de seis millones de peatones. La civilización se
fue a la mierda. No es para alarmarse. Ocurre a menudo
en la historia. Ya nos toca a nosotros deslizarnos por el
retrete de las Eras. Así poco a poco curtiremos nuestro
ADN para lograr la receta del superhombre. El hombre
químicamente puro y perfecto, que no esté estornudando
por alergias porque aspiró el humo de un tubo de escape.
Dejémonos de necedades. Nuestra historia ni siquiera
se escribe en minúsculas. Es entrelíneas. Anónima. Al
margen. Nosotros los citizens nunca nos propusimos salir a la luz pública para contarle y venderle al mundo este
104
sistema de vida. Habitamos aquí porque, irrevocablemente, hemos decidido vivir aquí. Nadie lavó el cerebro
de nadie con campañas de adoctrinamiento y consignas
baratas. No es descabellado pensar que con estas ideas
algún día estaré en la cárcel o en la morgue.
Si la prisión me salva de morir tendré chance de meditar lo que Franto alguna vez me dijo: “Puede ser que
algún día salgas de las cloacas, pero ellas nunca saldrán
de ti”. Para eso existen las cárceles, para darle vueltas a las
ideas, para pensar y volver a pensar, para huir de la cárcel
y refugiarse en las ideas.
Seguramente los peatones sienten repugnancia por
nosotros. Los locos, los perros, los malolientes, nosotros.
La nariz repele el olor extraño, una vez que te acostumbras, hasta Benetton Cold te parece intolerable. Y si lo
pensamos bien, por algo los peatones se perfuman. Admiten que empezarán a oler mal en algún momento del día.
Me he convertido en un náufrago de las alcantarillas.
Con lo poco a nuestro alcance hemos sobrevivido. Mi memoria está hecha de lo que me sorprende y mi estrés de
lo que me hace esperar. Astillo mis ojos en la espalda de
Franto y lo imagino pulverizado por mi mirada. Pero la realidad es otra: lo veo ensimismado con esos malditos zapatos
y tiemblo. Pasan sobre mí carros y camiones de ansiedad.
“Tranquilo, no te digo que seas paciente, porque yo
tampoco me ando con eufemismos de revistas domingueras”, me dice mientras anuda los cordones de sus zapatos.
Mi padre me llamó Edward. “Y será abogado”, proclamó mi madre con aquel tono enfático que la acompañó
hasta el día en que enviudó. Me llamaron Edward y, desgraciadamente para ellos, no fui abogado sino arquitecto.
Mi nombre se hizo oficial a los dos años.
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“Tus padres eran unos irresponsables –me decía mi
abuela–. Cuando cumpliste diez y estabas bien manganzón, finalmente decidieron bautizarte. Diez años con el
diablo metido debajo de la piel. Desde que tu padre se
metió a estudiar esa carrera se olvidó por completo de
las costumbres que le enseñamos tu abuelo y yo. En la
universidad conoció a tu madre y empezó a frecuentar
esa secta y escuchar esa música satánica, fumar quién sabe
qué, e ir de un lado a otro descalzo, medio desnudo y medio drogado”.
Siempre escuché a mi abuela con un supremo sentido
del decoro, sabía que en algún momento se le agotaría su
asmática respiración y concluiría la descarga: “Asentaron
cabeza con un horario que cumplir y recibos que pagar,
eso no se les puede negar, pero dejaron de creer en Dios
por culpa de esa secta”.
Mis padres eran primos hermanos. Combinación de
caja fuerte y común en el interior del país para proteger
las tierras de la familia. Cada cierto tiempo la palabra herencia es la más temida para algunos y la más esperada
para otros. Los Gómez Gómez, mis padres, fueron pecadores genealógicos. La gracia sí era reprochable lejos
de la provincia. Si vivías en el campo y te tocaba casarte
con la prima más fea para evitar compartir riquezas con
extraños, pues ni modo: la familia te recompensaría con
un trozo de la herencia, una medalla de honor al mérito
y deseos tan sinceros como este: “Si tienen otro hijo, Dios
quiera y les nazca con rabo de cochino”.
“La carne de primo se exprime”, sentenciaba mi abuelo
y terminaba de colar sus palabras en el café. Él no era muy
conversador, pero tampoco conservador, pues estuvo metido de lleno en el incesto: había tenido relaciones con
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media docena de primas en el más absoluto silencio y
recato. Su primera esposa, al enterarse, mandó a la primogénita de mi abuelo a vivir con una tía en México.
Mis abuelos se sentaban a ver El Zorro. Esperaban
a que mis padres llegaran del trabajo. Pero esta historia
familiar ya ocurrió hace mucho tiempo. Docenas de temblores de 5 grados la han arrimado hacia el olvido. La
objetividad heredada en mis cromosomas herejes vigila
mis palabras. Y esta objetividad me sentencia: no fui abogado ni tuve hermanos, pero soy capaz de juzgarme. Las
cloacas han sido un tribunal ejemplar.
Cuando llegué a esta comunidad me apodaron El
ciudadano de Valley Car. The Valle-Coche Citizen, me
dice Jethro Tull, el gringo hippie que desde hace un mes
lidera nuestra comunidad. Para ese entonces, él se encargaba de entrevistar y de aceptar o rechazar a todo aquel
que llegara. Un ministro del exterior en la más amplia verticalidad del cargo. Con él tuve mi primera conversación
larga en el subsuelo. No percibieron en mí rasgos de infiltrado que tramara una redada sorpresa, como le ocurrió a
la aldea pionera en Antímano. Mi acceso a las cloacas de
Caracas ya era un hecho. Mi pasantía a la intemperie en
parque Los Caobos fue una buena preparación. Allí borré
cualquier pestaña burguesa.
Dos horas para concederme la visa. Los gringos y sus
mañas.
–Esta tarjeta es una lata de sevenó planchada –dije
sin entusiasmo.
–¡Voltéala! ­­­–acotó Franto efusivamente; se mostraba
vehemente conmigo, casi con el mismo trato optimista
con el que reciben a los recién llegados a Herbalife o a un
templo pentecostal.
107
En el reverso de la lámina leí: 2005.23.04 / El Ciudadano del Valley Car.
–Lo escribí con este clavo –lo sujetaba con el dedo
gordo y el índice. Lo miré con grima de lo oxidado que
estaba–, Jethro Tull te bautizará.
–Y serás nuestro arquitecto –dijo Jethro Tull colocándome una mano en el hombro.
Maldición, esto es una secta, pensé.
–Con él creceremos –Jethro Tull se dirigió a todos.
Abriendo los brazos como los políticos cuando desatan
promesas a mansalva.
Hoy que lo pienso en retrospectiva es comprensible.
Jethro Tull es el nuevo líder desde la muerte de Ulises
Peña, El Gran Citizen. Cinco años atrás, yo llegaba y Ulises Peña alternaba una sonrisa de aprobación con una tos
rara e insistente; por su parte, Jethro Tull administraba
con sagacidad sus posibilidades de ocupar la vacante que
Ulises Peña dejaría1.
Por culpa de los edificios me oculté en las raíces de
la ciudad. Una noche, antes de confesarle a unos colegas mis intenciones de dejarlo todo, perderme del mapa
y desaparecer completamente, pasé por mi taller. Tenía
dos talleres. Yo diseñé el de Vivian. Ella diseñó el mío. En
aquellos tiempos las columnas de mi matrimonio eran sólidas como la basílica Santa Sofía de Estambul. Hasta que
1 Ulises Peña murió a causa del virus A (H1N1), mejor conocido como
el virus de la gripe porcina. Cabe destacar que Ulises Peña es el primer
deceso causado por la gripe porcina en la literatura venezolana. El caso
de aquel personaje de la novela de Fedosy Santaella, Las peripecias
inéditas de Teofilus Jones (2009), fue descartado y diagnosticado como
simple catarro por el investigador y crítico literario Carlos Sandoval.
108
una pelea inauguró un campeonato conyugal de trapitos
al sol: Vivian y yo le hicimos un tributo a Newton, y con
columnas y todo se vino abajo. Cada taller se ubicaba en
las esquinas de nuestro “patrio trasero”. Les llamábamos
Twins Ranchs. En la puerta de cada uno había un cartelito de bienvenida: “El que no sepa algo de arquitectura
que no entre”.
Rocié mi taller con gasolina. Las maquetas de mis
siete proyectos gigantescos estaban empapadas de espeso
y maloliente combustible. Con ellos se suponía que iba
a desplazar a Villanueva a un agrio segundo lugar en el
hit parade de arquitectos venezolanos. Vivian me había
plagiado los planos de mis proyectos para vengarse por
mis infidelidades recién destapadas.
Mi primer objetivo fue el rascacielos de 120 pisos que
iba a ocupar cuatro cuadras llaneras en Malasia. Yo tenía
que alzar los pies para poder ver el helipuerto de anime.
Encendí un yesquero y lo acerqué a la maqueta.
El espectáculo fue lo más cercano a la película The
Towering Inferno. Escuché cómo el cartón, el papel, el plástico, crujían y se carbonizaban. El fuego alcanzó la segunda
maqueta: un complejo turístico a todo dar para Ciudad
Ojeda y el resto de la Costa Oriental del Lago. Estaba seguro de que sustituiría al puente como icono zuliano y que
inspiraría un alto porcentaje de las futuras gaitas.
Ni me molesté en incendiar el taller de Vivian. No
era mucha la diferencia entre su taller y una exposición
de maquetas de bachillerato. Fui directo al garaje. Abordé
mi camioneta, la arranqué y me largué de esa sede del
descaro y la vanidad. Estaba oficialmente libre.
Escuché las sirenas de los bomberos cuando conducía por la Francisco Fajardo. Reí al imaginarme a Vivian.
109
Ella estaba a pocas horas de exponer en inglés todo su
genio creativo ante un grupo de holandeses estúpidos. La
imaginaba mostrando mis planos y en lugar de escucharla
en mi mente, lo que oía eran las sirenas. Mi Vivian imaginada y su quórum escuchaban el chillido de los bomberos en lugar de palabras. Puse a todo volumen la canción
“Cat People (Putting Out Fire)” y reí, reí como loco.
Mis colegas estaban tan borrachos que al escucharme
decir “mis maquetas están ardiendo en fuego”, pensaron
que padecía otro ataque de pedantería. “La creatividad
de tal arquitecto está en llamas” significa lo mismo que
la frase “un pelotero está caliente” en el argot deportivo.
Para nosotros el fuego es genialidad.
Bebí media docena de cervezas y fui incapaz de confesar algo sobre mi pasado inmediato, pero sí sobre mis
planes futuros. De eso sí hablé, de lo que haría en las
próximas horas y en los próximos años. Simplemente les
dije en un monólogo agrio y fugaz que quería desaparecer. Dejé unos cuantos billetes que duplicaban la cuenta
de mi consumo.
Bebí de pie y a fondo blanco la última cerveza. Comencé a marcharme sin despedirme. “Venía borracho
otra vez... Hay que hacer algo”, dijo alguno con la jactancia del mesías, otrora mi mejor amigo. Al escucharlo, me
devolví, me detuve frente a la mesa, muy cerca de él, casi
rozándolo, y me despojé uno a uno de mi reloj Citizen,
de mi cartera y de mi celular que empezó a repicar sobre
la mesa. Nadie dijo nada más. Yo me fui cantando “…
and I’ve been putting out the fire with gasoline. Putting out
fire with gasoline”.
Fue el primer paso para desvanecerme, y dejarle al
viento y al smog lo que me sobraba.
110
El refugio eran las venas de la ciudad, que no están
ni abiertas ni bañadas en sangre, sino obstruidas de tanta
mierda que fluye por el río que la atraviesa como una
daga. Mis últimos clientes exigían un búnker. El espacio
de estas estructuras es suficiente para que los altos jerarcas
de tal empresa puedan sobrevivir allí durante meses, hasta
que la guerra nuclear acabe. Los demás que se jodan.
–¿Por qué tan grande? –preguntó alguno de estos jerarcas, de la Unicef de Perú, por cierto.
–Si nos vamos a morir con este rollo del fin del mundo,
que sea con nuestros colegas –dijo otro jerarca que lo
acompañaba.
–¡Usemos ese espacio para un bar! –dijeron ambos
sincronizadamente.
–Señor Edward, ¿podría apurarse? Para el 2012 vienen
los Annunaki, un portal interestelar se está abriendo en el
canal de Yemen, y aquí en Perú otra raza alienígena habita
en el interior de la cordillera, ¡apúrese, por favor!
Los refugios se buscan antes de que sea demasiado
tarde. Son lugares comunes. Y la obviedad llama. Las cloacas de Valle-Coche son un secreto a voces. Pasé dos meses viviendo en parque Los Caobos, como ya dije antes.
Franto me convenció de hacerme cloaqueño, perdón, de
hacerme citizen, antes de que las lluvias se desataran.
Hoy cumplo cinco años en las alcantarillas. A mis
compañeros poco los he hecho crecer en territorios. Sin
embargo, he decidido celebrar por todo lo alto mi vida
por todo lo bajo. La verdadera libertad se vive en las raíces de Caracas. Los lunes, miércoles y jueves, el citizen
teacher de turno es responsable de incrementar los conocimientos de nuestra población: habla de lo que sabe. Y
el conocimiento es libertad.
111
Sostenemos la premisa de que los seres humanos somos ignorantes. Conocemos algo del mundo a fondo, pero
jamás mucho de todo. Saber algo es liberarse. Cada citizen nos nutre con la especialidad que desarrolló en lo que
arriba llaman carrera; así integramos un cerebro social,
un mismo pensamiento que nos conviene y nos hermana.
“Una anatomía de la reflexión”, como una vez dijo Franto.
Últimamente y arriesgándose, Franto ha realizado paseos nocturnos por el cementerio del sur, su abasto: allí
busca sus materiales para ejemplificarnos gráficamente
lo que nos quiere explicar. Siempre he confiado en él a
pesar de su mitomanía. ¡Cómo no creerle! Franto es el
ingeniero del cuerpo, el que estudió Medicina en el Anatómico de la UCV.
Sólo confío en Franto. Él sabe de formas. Tenía razón
al advertirme que a mi maqueta de la ciudad ideal le faltaban más edificios para ciertos propósitos. A decir verdad,
desde hace mucho tiempo no confío en nadie. A él sólo
le falta la m al final de su apodo para llamarse igual que el
crítico de arquitectura.
Nacemos, crecemos, traicionamos, nos reproducimos, nos traicionan y cuando nos aburrimos de reproducirnos y de seguir en el juego de los descaros, decidimos
extirparnos de la faz de la Tierra. Así se mueve la burocracia del cuerpo. En las cañerías no te queda otra opción
que hacer de la confianza otra variante de la inercia.
En las cloacas se puede estar seguro. Aquí solamente
llegan las balas ya disparadas. Las barre el viento o las lluvias, las tuberías rotas a veces se les adelantan. Esteban
llevaba un collar con cientos de esas balas. “Me protegerá
en la superficie”, decía como un gurú de la televisión.
112
Estoy rodeado de supersticiosos. Nunca creímos que
Esteban sería capaz de volver a pisar las aceras de Niemeyer, mucho menos que regresaría a su apartamento en
La Candelaria, que tocaría sostenidamente el timbre, que
irrumpiría como un resucitado al hogar del que huyó en
parte decepcionado y en parte para salvar el pellejo. Para él
sus fracasos pesaban lo mismo que la ciudad entera. Prefirió esconderse como quien echa el polvo bajo la alfombra.
Doce años le bastaron para purgar el alma de reconcomios. Lo sometimos a terapias grupales del subsuelo.
El bálsamo de aguas sucias y los desperdicios de la ciudad
abandonada le hicieron comprender que con cuarenta
años podría recuperar lo que la coalición conformada por
su exmujer, su exsuegra y su examante le arrebataron a
dentelladas.
Le organizamos una ceremonia de despedida. Franto y
yo le dimos un riel del Metro de Caracas que zafamos con
dificultad del tramo Plaza Venezuela-Sabana Grande, lo
que se considera el máximo galardón para un poblador de
las alcantarillas. Con un rostro anegado de lágrimas con
más sal que agua, propia de los ojos con mucho tiempo
sin llorar, se quitó el collar de balas, lo desenrolló y nos lo
puso en nuestras manos. Como era tan largo –le llegaba al
ombligo–, lo dividimos en tres. Franto y yo lo sostuvimos
como una culebra recién lapidada. Esteban lo cortó con
su tijera en tres puntos equidistantes, ató los extremos de
los collares y nos los colgamos con solemnidad olímpica.
Esteban se marchaba. Regresaba a la ciudad de pobres
corazones. Era un coronel del Hades. El viejo Jethro Tull,
hostigado por la partida de Esteban, no se presentó para la
ceremonia. Se despidió de él unos días antes diciéndole:
113
–Hijo mío, piensa, piensa bien lo que vas a hacer, la
ciudad esconde a sus muertos, aquí los honramos. Lo de
abajo tiene que quedar abajo.
A punto de marcharse, Esteban dijo con un nudo en
la garganta:
–Díganle a Jethro que fue un padre para mí.
Nos hizo prometer que nos despediríamos por él, pero,
al menos, yo no lo hice. Nunca fui amigo de esos complejos de orfandad de Esteban: “Me siento en familia”, “Ustedes, mis hermanos”, y otras frases de telenovela mexicana.
Semanas después, supimos que Esteban apuñaló a su
exmujer y a su exsuegra con las mismas tijeras que usó
para nuestros collares. Al leer la crónica roja sentí un escalofrío. El arma homicida fue abandonada entre las dos
hienas. Abierta en cruz. Una nueva esvástica underground
de la venganza.
Sabíamos que se trataba de él. Y también sabíamos, de
la manera en que los profetas callejeros de Chacaíto predicen las tragedias del fin del mundo, que la próxima sería
su examante. Nacía un asesino en serie que posiblemente
iba rumbo a Yaracuy a ponerle el punto final a su obra.
“Picoteadas por el Verdugo de las Tijeras” tituló Mi Diario Internacional a uno de sus reportajes amarillistas. Coche
TV le dedicó un especial: “El asesino Manos de Tijera”.
A Esteban lo consideraban bajo tierra, y no estaban
tan equivocados. Llevaba a cuestas una década de exilio
absoluto en las cañerías de la ciudad. Esteban comenzaba
así una promisoria carrera de serial killer.
Después de todo, matar no era lo difícil, sino ocultar
los cuerpos y evitar dejar que los mínimos detalles te impliquen. Como ya habíamos leído en el reportaje, Esteban no era muy reservado en eso de limpiar evidencias.
114
Incluso, dejaba de recuerdo el instrumento homicida,
como pidiendo a gritos que lo capturasen. En la crónica
se detallaban más de ocho pistas que se amarraban a sus
talones como una cadena invisible. Lograr atraparlo era
cuestión de días.
La operación Mersifrica de esa fecha transcurrió sin contratiempos.
–El azar y la suerte fluyen con poca luz –fue lo primero que se le ocurrió decir a Franto.
Estábamos a punto de destapar una alcantarilla y salir. Frente a nosotros cruzó una patrulla del Cicpc, dando
coletazos de luces rojas y azules.
–Franto, Frantico. Creo que para mañana mi collar
tendrá más balas –dije y nos devolvimos escaleras abajo.
Esperamos un poco.
Mersifrica es un tumultuoso, desordenado, ajado y
nauseabundo espacio comercial al que llega una buena
cantidad de los productos agrícolas cultivados en el país.
Esta pequeña parroquia dentro de otra parroquia tiene un
idioma oficial: el mayor y el detal de los reinos alimenticios. Las cebollas, ajos, tomates, pimentones, zanahorias,
granos, remolachas, piñas, cambures se surten mayoritariamente a los supermercados donde los lavan, perfuman,
etiquetan y empaquetan como propios.
A las cinco de la mañana es la mejor hora para que comencemos nuestra recolección. Los fleteros, cargadores y
conductores de carretillas, todo el elenco de la plana menor del comercio al por mayor se encuentra obstinada. La
situación es propicia para echarse la primera cerveza con
los primeros rayos de sol. Si se les caen dos o tres cebollas,
115
cuatro o cinco zanahorias, son incapaces de reincorporarlas a los guacales. ¿Para qué si hay miles en sus camiones?
Justo en ese momento debemos actuar. Cada dos días,
una pareja de citizens se dedica a esto. Durante la búsqueda de cebollas encontré una pieza metálica en forma
de obelisco que encajaba perfectamente en mi maqueta
de la ciudad de Caracas. La guardé en uno de mis bolsillos. Franto me miró con recelo.
A media mañana, organizamos los alimentos entre
toda la comunidad. Sin refrigeradores nos convertimos en
vegetarianos. Siempre sospeché que Franto comía gatos o
ratones o perros, es una duda razonable cada vez que me
topo con su anaquel lleno de huesos. Él sostiene que se
tratan de huesos humanos. Le creo. ¡Cómo no creerle!
Cocinamos con el televisor encendido para escuchar
las noticias. Luego del almuerzo lo apagamos, pues ya
está en las últimas. La ciudad se agitaba con protestas universitarias, guarimbas y autobuses que ardían en llamas.
Mientras apilaba las parchitas en pirámides, le confesé a
Franto mis intenciones de reanudar mi proyecto: algo de
lo que no he escrito hasta ahora: continuar con la construcción de la maqueta.
Mi maqueta de la ciudad de Caracas está construida
con sus desechos. Tiene diez metros cuadrados. Mi maqueta tiene todo aquello que alguna vez se planificó construir. Una historia secreta de nuestra arquitectura quedó
engavetada como un crimen pasional. La ciudad museo,
o el museo ciudad que haría de Caracas la capital de la
arquitectura moderna.
La cascada de agua de Cruz Diez. El proyecto de
Niemeyer para edificar el Museo de Arte Moderno: una
prodigiosa pirámide invertida a la orilla de una montaña.
116
La torre de la UCV en la Zona Rental, para su época,
iba a ser el edificio más alto del mundo. El acuario de la
Carlota. Un palacio de justicia ideado por mí y en el lugar
que ocupa el verdadero, que parece una chivera.
II
Una mañana volvió a fastidiar Yuri, el estudiante de Sociología que se cree la reencarnación de Marx. Su estilo
calzaba con la juventud inquieta políticamente: flaco,
desteñido, con una joroba en pleno, lentes de la moda
nerd más genuina y una cabellera tan rebelde que se resistía a cualquier tentativa disciplinaria del gel.
–¿Y tú otra vez? –fue el saludo de Valle-Coche.
–Lo sé, lo sé, lo siento... Pero no tenía alternativa
–respondió.
Franto esperó esta oportunidad para intervenir:
–Mira, peatoncito, aquí tenemos muchas preocupaciones. Tú nos provocas urticaria. No nos jodas más –Yuri
ignoró a Franto y se dirigió a Valle-Coche:
–Te conseguí algo –dijo con temple. Yuri sabía que
ese era su pasaporte. Que jamás tendría una lata de sevenó–. Tengo varias fotografías de ella. Muchas, quiero
decir. Como treinta. En eso estuve la última semana.
–¿De qué hablas, mariquito? –volvió a interferir Franto.
–¡Déjalo tranquilo! –Valle-Coche se dirigió con autoridad a Franto, lo tomó del hombro, lo apartó y volvió a Yuri:
–A ver, ¿qué tienes?
–Necesito sacar 20 en mi proyecto. Ustedes me ayudan y haré lo que esté a mi alcance para protegerlos. Si
quieren títulos de propiedad, les prometo gestionar títulos de propiedad, si quieren agua potable directa y luz,
117
prometo gestionar la instalación de tuberías y cableados.
Un tío mío, un chivo de la Guardia Nacional, será ministro dentro de poco. Recuerden que el Gobierno está
buscando estos escondites por toda Caracas.
En ese instante llega Jethro Tull:
–¿No te habíamos dicho, peatón, que no te queríamos
por aquí?
–Sí, Jethro Tull, ¡espera! –Valle-Coche se interpuso
y lo alejó para susurrarle–, he negociado con él unos
asuntos. Lo guiaré. Si pasa algo, será mi culpa. Él nos recompensará. Ya tenemos muchos años aquí. Este lugar es
nuestro. Tiene metido en la cabeza que hemos creado un
sistema político, algo más allá de la democracia. Quiere
entrevistarnos. Ya sabes, la juventud comecandela. Él nos
ayuda, y nosotros le damos motivos para que siga con sus
utopías. Me promete confidencialidad.
–No lo sé, Valley Car, tengo mis dudas, desde la primera vez me pareció un chapucero repugnante que se la
quiere dar de Gran Activista Comunitario.
Hacia el final de esa tarde, Yuri entrevistó a todos los
citizens. He aquí algunos testimonios2:
Jethro Tull: No, hijo de mi Dios, no… Esto no es ni
un kibutz ni una comuna hippie. Es casi clandestino, creo
estás confundido. Me llaman así porque el día que decidí
refugiarme con Ulises Peña y otros compañeros tenía una
2Cinco años después, Yuri Estanislao Chacón Medina estrenaría en la
pantalla grande el documental. Parte de los testimonios que aparecen
aquí fueron recitados por algunos actores, entre ellos Paul Gillman que
hizo dos voces.
118
camisa de Jethro Tull. No, del Imperio, no, ingleses. Sigues equivocado, el rock no ha muerto, el rock huele así.
Saúl: ¿Por qué coño me miras con esa cara? Con tu
cara de mierda. ¿Has oído hablar de la Vieja Guardia
Punk? ¿No, verdad? Deberías acercarte más para darte un
pellizco en las nalgas. Caraegüevo. O caerte a peinillazos
como hacía la Guardia Nacional cuando yo era estudiante
de Química. Me sabe a culo que tu tío sea coronel, no
necesitamos ayuda de nadie. Tú y la gente me repugnan.
Pensar que sus caras llenan las calles me dan ganas de vomitar. Millones de combinaciones, cada una más repulsiva que la anterior. Habría que matarlos a todos y se acabó
esta salvajada infinita. Pronto llegará el día en que todo lo
que conocemos como mundo arderá en llamas, será una
señal divina, pregúntale al evangélico, ese tipo sabe. El sol
crecerá a tal magnitud que sus llamas acariciarán las costillas de la Tierra, y no habrá ni edificio ni potencia mundial
que valga. ¡No hay futuro, no hay futuro!
Valle-Coche: Una mañana mi padre y yo veíamos las
noticias en RCTV. Estábamos en casa. En Coche. En
nuestro bloque diseñado por Carlos Raúl Villanueva. Mi
padre estaba desempleado o de vacaciones y yo aún cursaba el liceo. Yo me dedicaba a terminar una tarea sobre
Historia de Venezuela. Para aquel entonces quería estudiar Comunicación Social y mi entretenimiento predilecto era preguntar quién fue el primer venezolano en
realizar tal proeza. Muchos me decían que lo mío eran
inquietudes de historiador, que recordara que mi vocación era la abogacía, que con eso me iba a volver rico. Esa
mañana le pregunté a mi padre cuál había sido la primera
obra de Carlos Raúl Villanueva. “Hacer guisos con los
119
militares. Firmar y firmar contratos. Quién sabe si eran
o no obras de él. Uno nunca sabe en realidad cómo los
militares cuadran esos negocios”. “¿Por qué dices eso?”, le
pregunté. “No se trata de que yo diga o no. Hay que leer
entre líneas. La historia como la conocemos está hecha
con teorías de la conspiración. Un rumor por aquí, una
especulación por allá y poco a poco uno va atando cabos”.
Mi padre pasaba por una depresión que lo arrastraría
al alcoholismo, y seguidamente al subsuelo. Mi madre
vendía tortas. Ella mantenía a la familia. A cada rato ella,
enojada, me reiteraba que el periodismo y, luego, que la
arquitectura, eran carreras de mujercitas. Me gradué de
arquitecto y me casé con Vivian. Mi madre pensó siempre
que mi relación con ella se trataba de un parapeto para
disimular mi “mariconería”. Cuando me veía diseñar y armar maquetas decía: “Razón tenía tu abuela, que cuando
te parí naciste boca arriba”. Nunca se apareció en la boda.
Murió mi padre y nunca más la volví a ver. Supe de ella
años después. Se había ido a Carúpano, había perdido su
tono enfático y cazaba algún tajo de una herencia.
Franto: Preferiría no hacerlo.
Richard: Yo tenía un negocio de cachapas en Coche:
Cochapas. Todas las quincenas me asaltaban. Un día me
les enfrenté y me dispararon. Me quitaron medio hombro. También con los pedazos de huesos que patearon
se llevaron el carrito de las Cochapas y las ganancias de
ese día, que no eran muchas, por la crisis, ya sabes. Mis
clientes se dispersaron. Regresaron cuando los malandros
se habían ido. Me llevaron al Periférico de Coche. No
pude trabajar por unas semanas mientras me recuperaba.
Tenía también otro puesto, uno de patacones. Se llamaba
Voy y vuelvo. Lo tenía medio descuidado, pero daba sus
120
ganancias. Un día mi mujer me dijo que se iría con el niño
al parque Italoamericano, que el niño andaba agresivo y la
psicóloga del preescolar le metió en la cabeza que estaba
abrumado por verme así. En homenaje al negocio Voy y
vuelvo, nunca regresó y, de paso, lo vendió para pagarse
el pasaje y vivir cómodamente por dos meses en Bucaramanga. Por eso estoy aquí. Simplemente nunca fui feliz
en la ciudad ni en el campo. Y todo se trata de buscar un
espacio para vivir. Por eso necesitamos un título de propiedad, ¿cierto? Poco a poco surgí de nuevo. Así que reuní
una plata y monté un negocio. Le llamé Recochapas.
Un buen día hubo un operativo sorpresa de la Disip para desmantelar una banda del Estanque. Tuve que
ocultarme debajo del carrito de Recochapas para que una
bala mal disparada no me volara la cabeza. A un hampón
le clavaron un tiro justo al lado del carrito. Se le resbaló
de las manos una AK47 que rápidamente agarré y me
metí con ella en el depósito de las masas. Allí me quedé
hasta el amanecer. Un buen día, de esos en los que uno
siente una energía insólita, de hambre de mundo, y de
quincena, vinieron unos malandros a asaltarme, y sabes,
esta vez la historia iba a ser un poco diferente. Con esta
AK47 que tengo en mis manos los acribillé a todos. Yo soy
el ejército de un solo hombre de los citizen.
Luis: Dios hizo la luz el primer día. Nosotros al año.
Más o menos nos damos cuenta del poder del Todopoderoso. Él le dio luz a todo el Universo. Y para ese entonces
no existía ni Tomás del Alba, ni General Electric ni Corpoelec. Nada de eso. En fin, logramos instalar un sistema
eléctrico. Yo fui el que tuvo el honor de subir los breakers y
dije: “Dios hizo esto el primer día; nosotros en un año. La
distancia entre un ser humano y Dios es humillante: es de
121
un año luz”. Yo sé lo que quise decir. Nadie me entendió
y creo que tú tampoco. ¿Has leído la Biblia?
Yuri, agradecido, le dio a Valle-Coche un sobre y después
un abrazo.
–Nos vemos la semana siguiente, el lunes –dijo uno.
–El lunes, el lunes sin falta –dijo el otro.
En la noche, Valle-Coche y Franto conversaron e hicieron las paces. Franto le manifestó la incomodidad que
le emanaba Yuri. Valle-Coche optó por no discutir con
Franto sobre eso. Quería hablar de otra cosa. Desahogarse.
Le mostró el contenido del sobre que Yuri le había dado.
–¿Por qué te traicionó tu mujer? –preguntó Franto.
–No fue traición. Fue plagio.
–Bueno, sé que el recuerdo de tu exmujer te pone
sensible. Pero eso fue traición. ¿Acaso ella no era buena
en sus cosas?
–Lo era. Era correcta más bien. De las alumnas que
les gustaban a los profesores de la facultad. Tanto que, al
graduarse, salió de encendida a quemada. Yo era un poco
más lanzado con mis diseños. No sé cómo me enamoré
de ella si vi antes uno de sus trabajos: se trataba de un
edificio de siete pisos, que en lugar de enumerarlos, los
musicalizó con las notas: do re mi fa so la si do, se abrían
las puertas del ascensor en el piso cuatro y se campaneaba
un fa sostenido. Así era su maqueta. Un verdadero templo
kitsch miniatura.
–¿Y entonces?
–A los pocos años empezó a envidiarme. Nunca me
lo dijo, pero lo notaba claramente. Después de muchos
triunfos en mi profesión, Vivian se limitaba a felicitarme
122
con un abierto cinismo y su “bien por ti, te felicito” que
me aguijoneaba. Abandonó por unos meses la arquitectura y se puso a dar clases de inglés a viejas millonarias y
a hacer bisutería por encargo. Su padre, al verla en esas,
corrió a donde un amigo suyo dueño de una agencia de
viajes, la premura surgía de la necesidad de mandarla al
consultorio de un psicólogo cubano en Miami que estaba
de moda por haber tratado a Jon Secada y a Gloria Estefan cuando la fama se les desinfló.
–¿Y se recuperó?
–¿Que si se recuperó? ¡Pues claro!, a ella lo que le
faltaba era ir a ver a Mickey Mouse y hacer compras en
K-Mart. Después volvió a ser la misma. Empezó a hacer
proyectos por su cuenta. Pero aún así, veía la envidia que
anidaba en sus ojos. Ese brillo que refleja la llama ajena.
Un día discutimos. Encontró unas pantaletas en mi taller. Unas pantaletas varias tallas menores que las de ella.
Siempre la pillaba en mi taller con un plomero para disimular que limpiaba y se preocupaba por la pulcritud de
mis trabajos. Husmeaba en mis maquetas para ver si se
inspiraba, ¡era eso! Uno de los proyectos que había conseguido con una alcaldía de Honduras estaba relacionado
con algo que yo producía para un museo infantil en Suiza.
–¿Por qué no la ayudaste?
–Nunca aceptó. No hay otra carrera en la que el orgullo profesional esté tan cimentado como en Arquitectura.
–Así que un día vio unas pantaletas…
–Exactamente. Una alumna imbécil que yo tutoreaba
y se había enamorado de mí dejó las pantaleticas con toda
la intención de ser descubiertas. ¿Cuál sitio estratégico
te imaginas?, pues el estacionamiento de un centro comercial para Puerto Ordaz. La niña quería más horas de
123
consulta, quería más notas en sus proyectos, que eran infames. Quería más de todo. Y yo no podía hacer nada. Era
peligroso que esta fulana estuviera algún día diseñando
planos para puentes, según ella, su pasión. “Nada tan
maravilloso como unir dos territorios que se encuentran
separados por la naturaleza”, decía en su anteproyecto de
tesis. ¡Me da náuseas!
–Las mujeres son una perdición. Casi todos los citizens en realidad huimos de una mujer, decir que huimos
de la ciudad o del sistema es una excusa barata.
–Vivian descubrió la maldita pantaleta, pero jamás
dijo nada y siguió actuando con naturalidad. A veces se le
iban puntas que en retrospectiva pude entender. Así que,
una tarde en la que mi abnegada y fiel esposa se fue de
viaje, llegué a casa después de almorzar con los dueños
de una constructora canadiense. La observé bajar las escaleras con todas sus maletas. Tenía el mismo rostro pálido
que siempre predecía sus llantos o sus furias. Su mejor
amiga le iba a dar la cola a Maiquetía, tenía una reunión
de trabajo en Holanda. Me extrañé y en mis entrañas
sentí los celos que, imagino, ella también alguna vez sintió por razones laborales. Nos despedimos fríamente. Su
amiga me miró con odio, situación que me descolocó,
pues no hacía una semana que me coqueteaba cada vez
que Vivian no estaba cerca. Vivian se mostró distante. Disimulaba algo, un pesar. Ese mismo día, hacia la noche,
supe que su carácter, su rostro pálido y su sorpresivo viaje
a Holanda se debían a la maldita pantaleta. Encendí mi
laptop para revisar el correo. En el desktop encontré un
archivo Word en todo el medio de la pantalla, justo sobre los ojos de Vivian, que se abrazaba a mí y sonreía
luminosamente por el flash y porque en aquella época
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nos queríamos. El archivo se titulaba “Ojo por ojo”. De
inmediato me llamó la atención y lo doblecliqueé. Vivian
muy ranciamente justificaba su cólera: “Encontré la pantaleta que ahora he guindado encima de tu rascacielos
de mierda. Eres un maldito rascaculo. Me apropié de todos los planos de tus maquetas. Los registré a mi nombre.
Hace dos semanas los envié a un concurso en Holanda.
Y ¿sabes?, he ganado. Eres un maldito. Yo te saqué de
abajo. Si no hubiera sido por mí y por mi papá estuvieras
diseñando planos para viviendas populares del Gobierno.
Ya sabes por dónde meterte la antenita de tu rascacielos.
Razón tenían mis amigas cuando me decían que eras un
puto miserable”.
–Por Dios, Valle-Coche. Nunca perdonaría algo así ni
que me plagiaran en Lego.
–He pensado en aparecérmele. Darle una sorpresa.
–Se lo merece, la muy zorra. Estamos inspirados por
Esteban, ¿verdad?
–Pero yo no llegaría a esos extremos de terrorismo.
–Ojalá y regrese, aquí siempre estará a salvo.
Ambos citizen salieron a dar una vuelta por el barrio. Consiguieron limosnas para un par de cervezas. A
las siete de la noche ya veían el noticiero de Coche Televisión. Franto hizo un comentario xenofóbico sobre la
colonia portuguesa de la parroquia. En condiciones normales, Valle-Coche le hubiera dado un parao, pero en
esos momentos sólo tenía cabeza para ventilar el silencio
que lo envolvía.
Aquella conversación, la última realmente seria que
mantuvo con Franto, le dejó por unos días una pesadez
en el estómago, sentía en sus tripas una máquina oxidada
de mezclar cemento.
125
Valle-Coche tragó en seco y salió una tarde, decidido,
a espiar a Vivian. Y la siguió a todas partes. Más que ser
un espía en una ciudad llena de chismosos, caía en la
ridiculez de asumir esa actividad como un pasatiempo.
Fue muy sigiloso. Se ayudó con el compendio de fotos
que Yuri le dio. Las treinta fotos relataban la agenda semanal de Vivian. También se apoyó en su maqueta de
Caracas para establecer una táctica para sus acechos. Una
foto correspondía a un punto de la ciudad, a una esquina
que condensaba la Epifanía orgiástica de un mediodía
caraqueño. Otra foto retrataba una plaza que Vivian cruzaba para ir a McDonald’s si no gestaba la gastritis. Así
pasaron los días. Colocaba las fotos en las avenidas de
su maqueta. “Ella está casada pero le va terriblemente
mal. Su esposo es un aburrido. Lo salva que es dueño
de una clínica”, sentenció Yuri, dando esperanzas con
diagnósticos emocionales. Valle-Coche, de todas maneras, detalló al Sr. Aburrido: participó en varias escenas
de sus persecuciones y canceló la hipótesis de Yuri: el
marido de Vivian no se conformaba con ser aburrido, era
profesionalmente detestable. Una vez lo observó espantar
con un periódico a unos niños de la calle. “Ella es una
actualización sudamericana de Madame Bovary”, dijo
Yuri, que acababa de leer la novela para Sociología de la
Literatura, y continuó: “Lo que sí me parece raro es que
pregunté en su edificio por una oficina de arquitectura,
o algo así, y una recepcionista me dijo que allí no había
nada de arquitecturas, sino un Ministerio, un instituto de
inglés y una feria de comida rápida”.
Valle-Coche, por su parte, se tropezó con unas revelaciones que le estropearían la autoestima y lo ratificaban
126
con talento para ser detective: Vivian tenía amoríos con un
compañero de trabajo; una semana después otro hallazgo
impío: amoríos con un antiguo amigo de la familia. Más
tarde, lo más bajo: diseñaba planos para viviendas populares del Gobierno: el ministerio del que hablaba Yuri era el
de Infraestructura. Había goteras en la entrada.
–Ey, tú no eras así –le reclamaría Franto a Valle-Coche y añadiría–: tenemos tres semanas sin ir a buscar limosnas para beber.
–Soy abstemio, Franto. Antes era carnívoro y me metí a
vegetariano. Tarde o temprano me iba a volver abstemio –al
escuchar la claudicación alcohólica de su amigo, Franto
se rascó la cabeza con furia:
–¿No te habrás metido a pentecostal? Ahora te la pasas más arriba que abajo, no estarás visitando ningún templo de esos, ¿eh?
Valle-Coche negó apenas moviendo la cabeza, dio un
suspiro como si acabara de salir de una sesión con Brian
Weiss para controlar la ansiedad.
–Siempre llevo las cloacas conmigo, viejo. Mañana
nos toca Mersifrica. Así que a madrugar.
La rutina de Valle-Coche se simplificó a tal punto
que descuidó sus clases de arquitectura y se limitó a recordar sus días como peatón. Pasó a ser el Sr. Aburrido de
los citizen, menos para Franto:
–Muy buena tu clase –le diría.
–Siempre hace falta alguien que escuche, Franto, te
recuerdo que fuiste el único asistente hoy.
–Deberíamos ir a celebrar con un par de cervezas.
¡Tengo dinero! –la respuesta que escucharía Franto lo dejaría como un perdedor ante una chica que corteja:
127
–Mejor otro día. Haré algo afuera y me veré con Yuri.
Valle-Coche salía en la mañana para espiar a Vivian y
regresaba para terminar su maqueta con una metodología
que rayaba en lo compulsivo y en lo neurótico. “La terminaré y buscaré de nuevo a Vivian”, se repetía. Para el
Museo de Arte Moderno utilizó la tapa de un perfume en
forma de pirámide. Para el edificio más alto del mundo,
aquel de la UCV imaginado en el cerebro de Villanueva,
tres cajas de Maizina Americana, una sobre la otra.
El reencuentro entre Valle-Coche y Vivian no pudo
ser más traumático. Él conocía su itinerario como el decálogo del arquitecto. Se le apareció en su casa. No hace falta
describir el grito que Vivian arrojó al aire. Ni tampoco los
auxilio, me muero, estoy muerta, un muerto, un muerto,
que vociferó durante cinco fatigosos minutos. Valle-Coche
la atenazó por la espalda y retomó el tono de voz que años
atrás le resultaba para reconciliarse con ella: “Tranquilízate, coño, ni tú ni yo estamos muertos. He regresado. No
aguantaba ya más tiempo sin hablarte. Siempre te he vigilado desde lejos y hoy sabía que pasabas la tarde sola”.
Dos horas después, Vivian, ávida de aventuras, aceptó
visitar la nueva morada de Valle-Coche. Prometió no decir
nada y le pidió que le hiciera otro té de sales de litio.
–Durante cinco años he trabajado en una maqueta
de Caracas –dijo, circunspecto, elegante, para cambiar de
tema.
–Espera, no entiendo, ¿cómo si vives en una cañería?
–Precisamente, la construyo con desperdicios de la
ciudad.
–No, no, tú’ tás loco. Vives seguro en una plaza. ¿Quieres dinero?, toma…, ya te hago un cheque, no te vuelvas a
aparecer por aquí. ¿Comida? Llévate todo lo que quieras…
128
¿De pana, Edward, no serás tu hermano gemelo? ¿Están
detrás de alguna herencia por casualidad?, ya me acuerdo
de los cuentos que me echabas de tu madre...
–Por Dios, mujer, ya te he dado detalles íntimos que
sólo tú y yo conocemos.
–… si quieres te doy una ropa de mi marido que la
pensamos donar a los damnificados de las lluvias.
–Sabes que siempre me gustó vestirme como indigente.
–Cierto, sí, el sexto mandamiento.
A Valle-Coche pensó preguntarle a Vivian cómo lo habían declarado muerto. Prefirió dejar para otro momento
esa duda. Antes de marcharse, casualmente, o sin el casual,
ella le dijo que nunca lo habían declarado muerto:
–Siempre te estuve esperando.
–¡Ah!, ¿sí? ¿Cursaste un taller de autocontrol y paciencia sin decirme?
–De hecho, aún no cumples siete años.
–¿Siete años qué? ¿Siete años perro?, ¿siete años gato?
–De desaparecido, bobo. No soy una experta en leyes pero es la cantidad de años mínima para que alguien
que se esfumó de buenas a primeras se nacionalice como
muerto. No vuelvas a venir sin avisar.
–Mejor admite que no quieres que me de la vuelta y
desaparezca para siempre… –Edward respiró profundamente y culminó la frase–: …sin avisar.
III
Jethro Tull, a la hora de la cena, se paró y dijo:
–People, this is an intervention!
Los citizen, sorprendidos, se miraron la cara unos a otros.
En la última intervención, Jethro Tull amonestó a Luis, el
129
evangélico; este, cumpliendo funciones de orador de orden, desvirtuó hacia terrenos metafísicos y religiosos el
pasado Día del citizen, lo que atrofió el verdadero espíritu
de la fecha. Hoy le tocaba el turno a Valle-Coche. “Franto
dirá unas palabras”, informó Jethro Tull. Franto se puso de
pie y leyó en voz alta:
–Buenas noches a todos los presentes, disculpen que
interrumpa el momento de la cena, pero seré breve. Las
circunstancias recientes que se han venido suscitando
ameritan que esta intervention sea así. Valle, estas palabras resumen la preocupación de todos. No lo tomes a
mal. Es por tu bien. De un tiempo para acá ya no sonríes.
De un tiempo para acá ya no eres el mismo. Eres más
peatón que citizen…
La intervention no logró conmover a Valle-Coche, su
sentido de la docilidad era concreto armado. Valle-Coche
ya había trazado sus planos y no daba síntomas de que
usaría el borrador. Vivian, por su parte, como hacía dos
días había acordado, solicitó la mañana entera en su oficina para encontrarse con Valle-Coche; un chequeo médico fue la excusa.
–Aún no me has dicho a qué te dedicas –le preguntó
Valle-Coche con saña una vez que se saludaron.
–Soy supervisora de la ONU para Latinoamérica. Yo
decido si un proyecto de cierta magnitud es riesgoso o
no en una determinada zona. Recientemente evité que
se construyera la espada de Bolívar en el Ávila, más por
estética y ecología que por las condiciones topográficas,
iba a ser un mamotreto; créeme, me costó convencerlos.
Son todos unos idiotas.
Lo último que Vivian, ciertamente, había evitado con
relativo éxito no eran pomposas siluetas arquitectónicas,
130
sino que sus alumnos prendieran los celulares al entrar a
clases y se olvidaran del español por dos horas y, sobre todo,
había evitado la mirada de Edward cuando le falsificaba su
curriculum vitae. La conversación transcurrió de manera
agradable. De viejos amigos, de pausas silenciosas, de escarceos de miradas y guiños cómplices. Se asomaba como
un mosquito a medianoche la palabra reconciliación.
–Mira, Edward, me tengo que ir. Tengo mi clase a
la una –dijo Vivian mientras le daba la espalda y abría la
maleta de su Corolla.
–¿Tu clase? –Vivian cayó en cuenta de su descuido.
Mientras se daba tiempo para pensar algo y rectificarlo,
sacó con toda la parsimonia del mundo una bolsa negra
de la maleta. Se llevó las manos al rostro para taparse del
sol que la fustigaba. Se colocó frente a Edward:
–Sí, doy un taller de capacitación para los pasantes.
Estas nuevas generaciones, si saben usar una escuadra,
es pedirles demasiado. Toma, te traje la ropa que te dije
anteayer –le entregó una bolsa negra a Edward, sacó de
su bolso unos lentes de sol estrafalarios y se los puso–.
También te traje unos cestatickets.
Vivian se despidió con un tímido aleteo de sus dedos
en el aire. Ambos fueron en direcciones opuestas, ella hacia su carro, él hacia su alcantarilla. Ella prometió volver.
Valle-Coche compartió la ropa con los citizens. Los cestatickets se destinaron a una actividad menos filantrópica:
se los gastó en cervezas y platos de chopsuey en el Buda de
Oro. Invitó a Richard, a Saúl y a Franto. Con la ropa recién
estrenada lucían más hippies que indigentes, así que nunca
se activaron las alarmas del derecho de admisión en el restaurant chino, que por cosas de la posmodernidad también
era pizzería y heladería.
131
Pasó la tarde y llegó la noche. Con tanto exceso de
lumpias y alcohol, Valle-Coche padeció un ataque de
nostalgia. La diluyó en un suave e impostado monólogo,
como improvisaba en los congresos a los que era invitado
en su época universitaria:
–No hay mejor sitio que un restaurante chino para
pasar el guayabo arquitectónico... Los dragones y las simetrías laberínticas empotradas en las paredes…, la pecera gigante y los cuadros de una Shanghái procesada por
Photoshop custodian este desaliento. Aquí no encontrarás
ni un relieve parecido a nuestra arquitectura.... No hay
peor despecho que el de un arquitecto, fíjense, te puede
dejar la mujer, tu novia te puede montar cacho con tu
hermano, ya no se te para más, lo que sea, pero nada es
comparable a que tu obra, la que te costó tanto crear,
la pateen, la caguen y la invadan. En las siluetas de la
ciudad se reflejan los picos, los sótanos y las ventanas de
nuestra alma. ¿Cómo sería Caracas si nos hubiéramos
comportado como ciudadanos? Esto no lo resuelven ni
todas las actualizaciones de Autocad del mundo y las que
están por venir.
Saúl, Richard y Franto se miraron las caras y pidieron
otra ronda. De ellos fue Franto el que tomó la palabra:
–Tengo una teoría sobre eso, Valle, y es esta: vivimos
en una sociedad y estamos involucrados a un sistema en
el que todos peleamos por un pequeño pedazo de ciudad.
Este sistema te garantiza la tristeza, un desgano que te
obliga a aceptar todo. En las autopistas y carreteras encontramos los últimos vestigios de libertad que nos quedan.
Son los semáforos los que administran nuestros avances.
Es sentir tras el volante una nueva forma de diván. ¡Las
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bocinas son nuestro himno! Y los peatones apenas unos
fantasmas en el limbo de las aceras. Nosotros, los citizens,
estamos al margen de eso –(una vez más) nadie entendió
qué había querido decir. Franto, al sólo recibir como respuesta puro silencio, continuó con sus cavilaciones–: Los
animales son mejores que nosotros. ¿Saben por qué? Se
necesitarían tres generaciones de habitantes subterráneos
para recuperar la nobleza del hombre primitivo. Cabalgamos caballos, alimentamos loros y los perros lamen nuestras manos. Y por si fuera poco, cometemos el desatino de
llamar a los malandros, ratas; a los infieles y mujeriegos,
perros. ¿Recuerdan aquella canción de Emmanuel?, la
del perro fiel, así se refería a las mujeres fieles.
–¿Sabes una cosa, Francisco Torres…?, a veces no te
entendemos.
–Sí, Saúl tiene razón –dijo Richard.
–Yo soy un moralista, compañeros citizens. Lo que
pasa es que ustedes no han agudizado este instinto.
–¿Instinto? –intervino Valle-Coche.
–¡Vaya!, ¿y ahora desde cuándo la moral es un instinto? –dijo Saúl, llevándose las manos a la frente.
Franto no se amilanó:
–Sí, un instinto como la animalidad, la supervivencia,
el deseo sexual por una hembra, la moral es un estúpido
instinto. Y desde este instinto llamado moral quiero atacar la hipocresía. Necesitamos más perversión para moralizar la sociedad. ¿Qué te parece esta teoría, Valle-Coche?
Franto mareaba a todos con sus reflexiones más de
lo que el alcohol había logrado. El convencimiento en
sus propias palabras repugnaba. No era aquel convencimiento de los vendedores de productos de belleza que de
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buenas a primeras te ofrecen la posibilidad de cambiar
tu vida. Franto tenía el verbo de un gurú de fin de los
tiempos, de aquellos que presagian calamidades sísmicas
y el paso de la humanidad a dimensiones de la conciencia
superiores. Su verbo también empalagaba, pero Saúl, Richard y Valle-Coche lo escuchaban sin gestos visibles de
rechazo. Más bien su estímulo receptivo se sostenía para
buscarle las caídas argumentales y burlarse con saña.
A pocas mesas de su charla teórica empezaron a volar
botellas en el local. Un plato se estrelló en el pantalla
plana, otro platillo volador agrietó el vidrio de una pecera, la cascada de agua hizo que un mesonero resbalara
estrepitosamente y lloviera chopsuey sobre unos comensales que mantenían una actitud neutral. Los citizens,
cada uno con su cerveza, huyeron del local. Ya afuera,
advirtieron que uno de ellos permanecía dentro del Buda
de Oro, atrapado en la trifulca.
A Saúl le impactaron un portaservilletas en la espalda y motivó su inscripción en la pelea. Se fue con un
promedio decente considerando que era únicamente él
contra unos cuantos más: recibió unos cinco golpes y propinó otros siete. Llegó la policía. Richard, Franto y ValleCoche le gritaron que saliera de allí, pues podría, como
buen indigente, terminar de chivo expiatorio. Cuando le
volvieron a gritar, Franto estaba esposado.
“El zafarrancho en el Buda de Oro”, tal como lo reseñó
Coche TV al día siguiente, dejó un saldo de quince detenidos, incluyendo a los indocumentados citizens. Pero la
policía, en sus declaraciones a la prensa, obvió un detalle
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penoso para la institución. Rumbo a la jefatura, el chofer
de la camioneta perdió el control y se volcó. Saúl recordó
sus días de punk y aquella ocasión en la que fue detenido en circunstancias similares en la extinta discoteca
Acero. Con un poder de persuasión tan curtido como la
mejor técnica de hipnosis, con una manipulación de masas digna de Steve Jobs, les dijo a todos que de un envión
se abalanzaran para el lado derecho de la camioneta, así
esta perdería su eje y escaparían sin otro obstáculo que
policías con costillas rotas y moretones. Mientras la camioneta se tambaleara, él, con su fervor bélico, con su
arrebato de venganza, asaltaría con sus puños los enclenques y fofos cuerpos de los policías.
El plan dio resultado. Todos huyeron, esposados y con
algunos rasguños, pero libres de nuevo. El chofer de la camioneta y su copiloto sufrieron heridas y fracturas como lo
había previsto Saúl. Los otros tres policías, menos maltratados, los ayudaron a salir de la camioneta. A otro le tocó,
más por compromiso que por vocación, una tarea que cumplir: “Persigue a los fugitivos para que no digan que somos
unos inútiles”. Pese a la falta de entusiasmo y el sobrepeso,
su esfuerzo se recompensó con un descubrimiento valioso
para su hoja de vida: atinó con el escondite de los citizens.
Una cuadra separaba sus pasos de las suelas carcomidas de
Franto, Saúl, Richard y Valle-Coche. Observó sus siluetas
entrando en las alcantarillas en ese orden.
–Nos escapamos de vaina –dijo Saúl y apagó el televisor después de escuchar la noticia al mediodía siguiente.
–Ese chofer como que venía borracho –agregó Franto.
–¿El policía dejó de perseguirnos a qué altura? –preguntó Richard.
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–Por el edificio de la Cantv, creo –dijo Valle-Coche.
–Espero que todo quede como un zafarrancho –añadió Franto–, al menos nos dimos cuenta de que estamos
sincronizados, que casi no nos hacen falta las palabras
para comunicarnos en situaciones de riesgo.
“Para la próxima llevaré mi AK47”, pensó Richard y
después de toser por el brío de articular palabras que le
pesaban como el plomo, dijo:
–Llevaré mi AK47 para la próxima.
–Iré a abrirle a Yuri. Debe estar por llegar. Hoy traerá
enlatados –dijo Valle-Coche. Luego se detuvo, giró sobre
sí para encarar a Richard–: Buena idea, viejo, pero deja de
decir esas cosas. Todos sabemos que cargas esa pistola para
arriba y para abajo sólo por disimular tu brazo mocho.
–Te acompaño –propuso Franto.
–No te preocupes –respondió Valle-Coche.
–Te traje una camisa. La diseñé yo –dijo Yuri.
–¿Valle CoChé? –la miró extrañado.
–Tu foto en síntesis gráfica se parece al rostro esperanzador de Ernesto Ché Guevara. Hice un juego de palabras y la mandé a imprimir con tu rostro de líder: te tomé
una foto sin que te dieras cuenta. Tengo un amigo al que
le dicen el Chimpanché, por su agilidad escalando árboles y por su idolatría al Ché. A él también le obsequié una
franela así. Con otra idea, claro.
Valle-Coche y Jethro Tull llamaron a todos los citizens para darle las gracias a Yuri por los donativos. Luis, el
evangélico, fue el primero en hablar, pues quería reivindicarse por la cómica que puso el Día del citizen:
–Ha sido un ejemplo de caridad, Dios te bendiga, Yuri.
Yuri tuvo una reacción repelente. Frunció el seño y
dijo a modo de sermón:
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–Eduardo Galeano dice que la caridad es humillante
porque se ejerce desde arriba, la solidaridad, en cambio,
es horizontal e implica respeto mutuo. Camaradas, lo mío
fue un gesto de solidaridad con ustedes, mis iguales.
Franto, entre envidioso y soberbio balbuceó:
–Sí, claro, todos somos iguales, sólo que unos son más
iguales que otros. Es una teoría vacía, superficial. Hasta un
niño sabe que no se resuelve el problema de un mendigo
(no de un citizen) con 20 bolívares para un desayuno, si
acaso se resuelve el problema psicológico y espiritual del
que da la limosna solidaria o como quieras llamarla. Su
tranquilidad mental y su ratificación de generoso.
Yuri, notablemente incómodo, hizo ademanes de
querer iniciar un debate, un debate con frases y gestos
practicados con antelación, pero Franto picó adelante:
–Mira, chamo, siempre he creído que uno no entiende realmente algo a menos que sea capaz de explicárselo a su abuela, lo dice Einstein, ¿te suena? Y a mí nadie
me ha sabido explicar esas ideas raras. La próxima vez que
vengas a hablar de comunismo te meteré un cachuchazo
–compulsivo, le dio la espalda a todos, retirándose. Luis
el evangélico se limitó a decir:
–Lucas 16:3 contigo.
–¡¿Perdón?! –exclamó Yuri.
–… que el tiempo de Dios es perfecto.
El fin de semana llegaría. Valle-Coche sufrió otro ataque de nostalgia que esta vez fue expansivo, se asumió
en sus gestos y le invadió el sistema nervioso. Sintió la
urgente necesidad de altas dosis de su dieta universitaria,
el cuarto mandamiento: limonada con azúcar, un marrón
oscuro y dos aspirinas con Coca-Cola. Quería escucharse
llamar Edward. Franto le dijo que se dejara de tonterías.
137
Saúl le dijo que las mujeres no saben lo que quieren y
que no se enrollara por esa. Richard pensó que no estaría
mal que hubiera más chicas entre los citizens, a razón de
una por cada uno, aunque soltó un diplomático “así estamos bien”. Franto trató de levantarle el ánimo con otra
de sus teorías: “No estés triste, Valle-Coche, yo cuando
me pongo así hay un pensamiento que me ayuda a no
sentirme como un fracasado. ¿Sabes cuál es? Pienso en
mi vida, la cual comenzó con un gran triunfo, yo solito
contra miles de millones de espermatozoides que luchaban para llegar a una meta. Cincuenta años después, mi
cuerpo celebra esa medalla de oro. Mi vida comenzó con
un gran triunfo, y todos, al nacer, no necesitamos de más
nada. Nuestro cuerpo apenas es el eco de esa hazaña, la
celebración de la carne”.
Valle-Coche siguió en sus cavilaciones hasta bien entrada la mañana del sábado. Aceptó un paseo con Franto
por la redoma. Sus cavilaciones lo acompañaron hasta
que dos tipos encapuchados lo secuestraron. Después del
primer puñetazo directo a la nariz, “al carajo las cavilaciones –se dijo– voy a necesitar una rinoplastia callejera”.
Valle-Coche pensó que se trataba de la policía cazando
chivos expiatorios o que lo habían reconocido de la trifulca en el Buda de Oro. Franto, ya en las cloacas, informó a todos sobre la tragedia:
–… eran amigos de Yuri… Ese comunista es un infiltrado… Lo agarraron entre esos tipos en mi antiguo hogar
y lo metieron dentro de una Blazer negra.
Richard pensó: “No me apartaré de mi AK47”.
–Tenemos que estar atentos y reforzar la seguridad
–ordenó Jethro Tull.
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Valle-Coche forcejeó con sus secuestradores. “¡Quieto,
quieto!”, le balbuceaban. De un instante a otro, de una
llave judoka a un puntapié, sintió una aguja que se hundía
fríamente en su muslo derecho para sacarle sangre. Sintió
otra inyección en las nalgas, tibia, que lo relajó hasta sentir
los huesos como una goma espuma ósea y los latidos de su
corazón como una turbina que aireaba sus venas. Tuvo ganas de echarse a dormir una semana entera. Lo último que
recordó antes de desvanecerse fue el rostro de Vivian acariciándole el cabello y la mirada perturbadora, esa mirada
llena de gratitud hacia Edward por haberla complacido en
alguna petición de sexo sadomasoquista.
Edward soñó en una época en la que era llamado
Edward por todos. Su subconsciente se fajó en una actividad aeróbica capaz de hacer trabajar horas extras a
Rafael López Pedraza y James Hillman en sus buenos
tiempos. “Ahora soy Valle-Coche”, dijo en un congreso
de arquitectura en la selva venezolana, leía una ponencia
y espantaba mosquitos gigantes que le aguijoneaban el
muslo. Compartía mesa con Fernando Báez, este lucía
una corbata que era una cascabel con atuendos iraquíes
y dos voluptuosas mujeres cosidas a su traje. Valle-Coche
se soñó en modo “acabadera de trapo” en una discoteca
en la que sacaban cédulas después de la sexta cerveza. Se
soñó registrando objetos en un barril de basura de Mersifrica, allí encontró una botella y la examinó: “Occidente
y Oriente unidos por una misma sombra. Esta va para
uno de los obeliscos sostenidos por los arcos escarzanos”.
Edward o Valle-Coche les siguió dando vueltas a los calendarios y se soñó vestido de toga y birrete, recibiendo
un golpe seco en la cabeza: Vivian le había lanzado el
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diploma de graduación. Y apareció fantasmal el padre alcohólico de Vivian con una botella de whisky sujetándola
como a un bebé. Le entregó a su hija un sobre. Vivian lo
tomó y su padre la incitó a abrirlo. Dentro, halló la foto
de una casa enorme. El padre le guiñó un ojo a Edward:
“Ven hijo”, la embriaguez le disparaba un sentimiento de
paternidad irritante y era lo que más detestaba Edward
del suegro. Pobre viejo. Se infartó con la noticia de la
casa incendiada por Edward. Aguantó dos días en terapia
intensiva. Dos infartos más le descuadraron los diagnósticos a los de Cardiología y poncharon sus válvulas coronarias definitivamente. “Es para ustedes”. Vivian casi
lloró en la realidad, en el sueño vomitó cemento. Edward
no podía creer lo de la casa. O puso cara de que no se lo
podía creer. Se dijo mentalmente lo que su padre gritaba
si pegaba el 5 y 6: “Se armó un limpio”. Edward o Valle-Coche soñaban episodios ya idos, con la naturalidad
objetiva de un documental. Vivian, en el Malibú, conducía hacia un restaurante de carnes brasileñas. Vivian
besó en los labios a Edward y le dejó la cara oliendo a
cemento. Edward se lo hizo saber: “Tu lápiz labial sabe
a acera”. Vivian arrugó el rostro y preguntó: “¿Que mi
lápiz labial sabe a cera?”. Le hizo señas para escaparse a
un hotel después del almuerzo. Le pellizcó el muslo justo
ahí, donde le hincaron la inyección. “¡Mejor vámonos ya
a un cinco letras!”. Edward reclinó con cuidado su asiento
de copiloto, hasta lograr un ángulo de diván. Se soñó atosigando con preguntas a sus padres. “Cuántos pisos tiene
la torre Británica, papá”. “Cuántos Parque Cristal, mamá,
sí, esa, esa, la del hueco”. Era apenas un niño y sus padres
temían que las inquietudes del pequeño no eran las leyes.
Vivian se desconcentró. Frenó bruscamente. Casi arrolló
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a un recogelatas. Edward, que no llevaba el cinturón, golpeó su frente contra el parabrisas y provocó en el vidrio
una grieta idéntica a la silueta de Venezuela. Después
del golpe, atisbó que el recogelatas era Jethro Tull con
una guitarra que aventaría repetidas veces contra el capó.
Vivian empezó a dar gritos, retiró sus manos del volante,
volvió a reubicarlas, temblorosas, sobre él, trató de arrancar y lo que encontró a sus pies fue una pecera en lugar
de palancas. Con estas imágenes terminó el intranquilo
sueño de Valle-Coche, con guitarrazos coléricos en el
capó, en los retrovisores, en los cauchos, reventando vidrios, faros, parachoques. Vivian gritaba indignada: “Pero
si tú eres Jethro Tull, no Pete Townshend”.
Vivian conducía hacia Choroní. Al volante estaba capacitada para aprobar todos los test de la autoescuela Rossini. Digirió kilómetros como gelatina hasta que Edward
despertó por aquel frenazo tan brusco como el provocado
por los guitarrazos de su sueño inextricable. Edward
pudo jurar que se trataba de un mismo impacto. Rozó
su asiento cuando sacudió la cabeza. Se deshacía de un
dolor que le iba de un lado a otro como el aleteo de una
corriente eléctrica. Sentía ese malestar arcilloso en su
piel, y por dentro, por sus entrañas, se sentía vacío, como
si hubiera expulsado sus vísceras en su última defecación.
Se restregó los ojos para aclararse la realidad y buscó los
de Vivian. Aquietó su cabeza en el asiento. La vio sonreír,
de perfil y duplicada ante el parabrisas.
Vivian cruzaba a la izquierda y se le atravesó un camión a metro y medio de distancia. Le abanicó una brisa
metálica. Ella gritó histérica: “¡Loco de mierda!”. Sus lentes
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cayeron sobre la palanca de cambio. El conductor la oyó,
retrocedió lentamente hasta acercarse a la Blazer de Vivian,
bajó el vidrio y le imprecó: “Más respeto, señorita. No por
lo de loco, si no por lo de mierda. A la que pueden volver
mierda es a usted que tiene luz roja y está toda atravesada”.
Edward permaneció en silencio unas cuantas curvas más.
–¿Qué has hecho en la vida? –le preguntaría Edward a
Vivian. Él ya lucía bañado y afeitado. Las inyecciones de
algún modo lo habían vuelto sumiso a las peticiones higiénicas de Vivian. Ambos caminaban por la orilla de la playa.
Recién almorzaban y querían sentir la arena húmeda bajo
sus pies. A los segundos, meditando una respuesta casi intelectual, casi misteriosa y cínica, Vivian respondió:
–Nada, casarme por aburrimiento.
–¡Qué divertido! ¿Un deporte o quieres batir un récord Guinness?
–¿Qué querías escuchar?, ¿que había escrito un libro,
plantado un árbol y tenido un hijo?
–No precisamente –dijo Edward, desangelado. Sin embargo, después de una bocanada de aire agria, recuperó el
ánimo y arremetió con afilada ironía–: ¡Adopta un animal
salvaje y mata a un hombre!, me parece más cercano a ti.
–Realmente lo que hice fue secuestrar a un animal
salvaje por un fin de semana –replicó ella.
–¿Por qué me secuestraste?, ¿acaso no existen las normas de cortesía?
–En realidad pensé que no aceptarías. Te noto muy
arraigado a tu comunidad. Enviciado, es la palabra, enviciado a tu comunidad.
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–Yo lo que hice en mi vida fue trasplantar un árbol,
malcriar a un niño y regalar mi biblioteca. En tres etapas
me resumo: en lo vegetal, en lo traumático y en mis libros
de César Pelli y Calatrava.
–¿Estabas en las alcantarillas o estudiando filosofía en
Europa?
–Casi nunca salgo de Coche.
–No lo sé, Edward, pero haber estudiado en un colegio salesiano me ha hecho siempre duplicar mis errores.
Soy un saco de frustraciones que se renuevan cada año.
–Necesitas un terapeuta, siguen los temores con los
que te conocí.
–Busqué ayuda profesional, una y otra vez, una y otra
vez. El último que tuve se enamoró de mí y no lo pude
rechazar cuando me hipnotizó.
Vivian y Edward buscaron una posada. Los hospedó
un holandés que coleccionaba collares de colmillos de
tiburón que obsequiaba a sus clientes. Los colmillos estaban pintados de naranja. Edward, ante tal excentricidad
y atención, le fue imposible no pensar en Esteban y se
preguntó qué habría sido de él. Por su parte, ella, más por
la nacionalidad que por otra cosa, recordó su viaje a Holanda cuando vio una colección de cervezas que exhibía
el dueño de la posada. Minutos antes de irse a la cama, o
al chinchorro para ser exactos, Vivian recibió un mensaje
de texto: “La sangre es compatible”. Apagó su celular y
apretó en sus labios una sonrisa maliciosa.
Vivian y Edward se emborracharon con Coco Anís.
La bebida se la compraron a unos surfistas que acampaban en la playa. Con el primer sorbo, a Vivian le dio por
las confesiones:
143
–Mi mejor amiga, ¿te acuerdas?, intentó seducirte para
ver si caías, ¿cierto? Nunca me dijiste nada, quiero que sepas que yo la obligué a eso. Me debía un favor parecido.
Ella tuvo la iniciativa de hacer que yo sedujera a su marido para ver si a este se le iba la mano conmigo.
–¿Y se le fue la mano contigo?
–Pues seré sincera: se le fueron las dos manos, las
dos directo a mis nalgas. Inesperadamente me gustó, me
desaté y lo dejé ir un poco más allá y un poco más acá.
Empecé a calentarme tanto que lo dejé hacer todo lo que
quiso conmigo, un poco más allá y acá. Para mi mejor
amiga su esposo sigue siendo un arcángel de la fidelidad.
Para esa época ya había descubierto tus traiciones, fue
parte de mi venganza. Hoy quiero que lo sepas.
–Debiste haberme dicho –ella lo miró a los ojos–, nos
hubiéramos ahorrado muchos dolores de cabeza –los ojos
de Vivian se tornaron cristalinos, cenizos, impedían con
alguna extraña fuerza magnética que dos lágrimas se escaparan. Tomó un sorbo de Coco Anís. Derramó unas
gotas que le humedecieron la camisa, transparentándola
justo allí, donde el pezón crujía debajo. Buscó un cigarrillo que guardaba en un bolsillo de sus bermudas. Lo
encendió. Lo chupó como si se tratara de un calmante
para la rabia. Volvió a mirar a los ojos a Edward. Los de él
eran pálidos, calcinados de tenacidad, de nostalgias que
sobrevivían. Ella tomó la palabra:
–Alguien dijo alguna vez que la mejor venganza era
el olvido. Hace años en una película escuché que la mejor venganza era seguir viviendo. Ayer por casualidad, hablé con mi mejor amiga. Paradójicamente, me dijo que
la venganza es inútil. Anda desesperada. Se metió a les144
biana hace poco y su ex, su primera y espero que última
exlesbiana, quiere hacerle una exposición a su marido, el
arcángel. Todo el catálogo de fotos porno que se tomaron
juntas. Son miles. Pueden tapizar todas las paredes de la
GAN y Bellas Artes. ¡Qué desastre!, ¿no?
–¡Sí, qué desastre! Olvidar, vivir, lo inútil. Buscar
venganza es la mejor cura para alguien a quien han hecho daño.
–Al menos en el caso de mi amiga nadie incendiará la
casa de nadie.
–Y a mí me está comenzando a hervir la sangre. En
dos minutos haré combustión espontánea.
Sorbos de Coco Anís más tarde, Edward, entre celoso, furibundo y excitado por la historia de su exmujer
con el arcángel de la fidelidad, amasaba las caderas de
Vivian como si moldeara una columna dórica. Ella bebió lo necesario para demostrarle lo que había aprendido
con el Chinchorro Sutra, un libro que su jefe le obsequió
esperanzado en que usara esas técnicas con él: “Tú eres
un hombre casado”, Vivian se lo sacudió, con mucho
orientalismo y tácticas zen: después de rechazar a su jefe
prendía un incienso todas las mañanas con devoción mística. Apenas su jefe entraba a su cubículo empezaba a
estornudar. Era alérgico al humo.
Vivian y Edward subsidiaron sexualmente cinco años
de no lamerse la piel. Edward fue virgen de nuevo. Ella
ejercitó y recordó un par de veces lo que era un orgasmo,
escasos en los últimos meses como la leche, la carne y el
respeto a la luz roja del semáforo en la Urdaneta: sus orgasmos o los estaba acaparando inconscientemente, o la
oferta y la demanda no eran las indicadas. Sus regresos a
145
los placeres del cuerpo se comparaban al de ver al cometa
Halley: una experiencia por la que esperaste mucho y te
hace mirar al cielo para deslumbrártelo.
Vivian gemía a su máxima potencia, raspaba sus nalgas en la arena y bendecía el sudor ajeno que le chorreaba
sus senos, su vientre, su abdomen.
A 99 kilómetros del apogeo sexual una situación muy
grave ocurría. Significativamente grave para Valle-Coche,
que en ese momento se había olvidado del mundo: era
Edward y descomponía la geometría de su pasado sentimental. La policía allanaba las cloacas de Coche. Enfrentaba a los citizens en otro hiperviolento capítulo de la
torpe policía de la ciudad. A los citizens, desde luego, no
les quedó otra alternativa que defenderse.
–¡Dame así, Edward, duro, duro!
Jethro Tull suplicaba que no le partieran el brazo con
una llave que le aplicó un agente encapuchado.
–¿Te gusta así, Vivian, por detrás?
Luis, el evangélico, alzaba los brazos y gritaba oraciones de memoria. Dos policías lo atacaron. El primer
efectivo le lanzó una patada en la boca del estómago.
–Así, rico, ¿verdad?
El segundo le abanicó un rolazo certero en la ceja
izquierda…
–¡Me gusta, me gusta!
…y le abrió una ventana de sangre que le empapó el
rostro.
–¡Ay, sí, sí, muérdeme la nuca!
Richard apretaba el gatillo de su AK47, se disponía a
defender a su pueblo.
Vivian y Edward quedaron exhaustos. Luego de las confesiones, ahora le tocaba el turno a las preguntas y al humo:
146
–¿De dónde carajo vienen los citizens?
–¿Que de dónde carajo venimos?
–No se te quita la mala maña de repetir la pregunta
para dar tiempo de pensar tus mentiras. Sí, Edward, ustedes, los citizens, ¿de dónde vienen?
–De las cloacas somos y hacia las cloacas vamos.
Del allanamiento a los citizens Edward se enteraría al regreso, el lunes en la mañana, por un titular de Últimas
Noticias que hojeó en una arepera llegando a Los Valles
del Tuy: “Cloaqueros pillaos. Traficaban drogas y violaban menores en las alcantarillas”.
Vivian solicitó la mañana entera nuevamente. Adujo un
resfriado con una tos indiscreta que le impediría pronunciar
cualquier sílaba anglosajona.
Edward y Vivian se dirigieron a las cloacas. Vivian reducía la velocidad exclusivamente en las curvas y cuando
se le atravesaba algún cachicamo impertinente. Promedió
120 kilómetros por hora y tres fiscales le llamaron la atención, aunque sólo se limitaron a pitarle, a hacerle señas
de lejos. Entretanto, Edward, ensimismado, empuñaba el
periódico con obstinación, lo arrugaba, como si al mismo
tiempo quisiera deshacer la realidad, arrugar la realidad,
plegarla hacia una imposible mentira, que en parte lo era.
Con la misma frecuencia de los huecos de la carretera,
desplegaba las hojas del periódico y sentían en ellas todo
el viento que las abanicaba, las abría como una mariposa
muerta para volver a leer el indigno titular y revolver su
bilis. Su sien carburaba un sudor gaseoso. Musitaba palabras inarticuladas, gangosas. “Debí estar allí, debí estar”,
se reprochaba, conmocionado, combustionado.
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Vivian, antes de sumergirse en las cloacas de la ciudad, sintió un vértigo extraño. Una emoción nefasta que
no se reproducía en ella desde la adolescencia. Aquella
vez se volcó con el primer automóvil que le regaló su papi.
Tenía una semana de inducción al manejo con la Autoescuela Rossini y esa noche había batido dos récords personales: los 200 kilómetros de velocidad y 16½ botellas de
Polar Pilsen. La alcantarilla al descubierto, tenebrosa, hostil, la enmudeció. Sintió un trompo en su memoria que le
revolvía esquirlas de parabrisas. Edward afinó su voz para
espantarle el susto. Él sabía cuáles tonos usar para las emociones oscuras de Vivian. Ya era la tercera oportunidad
desde el aparatoso reencuentro. Esta la valoró de manera
especial: comprobó que sus oídos seguían calibrados.
Ya dentro de las alcantarillas, ¡vaya sorpresa!, Yuri tomaba fotos del desastre que había dejado la policía.
–Hasta el televisor reventaron –los recibió Yuri, y le
tomó una foto más al aparato que recordaba a una pelota
arrugada de papel aluminio. Apagó la cámara, la guardó y
del suelo, con rabia, con pesadumbre, alzó por ambas antenas lo que restaba de televisor. Alguna pieza se desprendería y aterrizaría sobre uno de sus pies. Añadió mientras
se sobaba–: Algún día estos payasos con uniforme la pagarán caro, acribillaron al mago de la cara de vidrio –apenas
diría esto, lanzaría el televisor hacia una esquina. Inmediatamente, si se quiere, con amargura y desesperanza,
y obstinados movimientos, observó el periódico de ValleCoche. Ya con las pestañas humedecidas dijo–: Y sí, yo
también me enteré por la maldita prensa –Yuri le sostuvo
la mirada a Valle-Coche, intentó sostenérsela, pero se extenuó a los pocos segundos. La arrastró como un reptil
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desconfiado justo hasta los pies de Vivian y Valle-Coche,
a ver si debajo de ellos encontraba una mínima huella
de esperanza, o de felicidad. Yuri descubrió que todo se
había desvanecido, que sus sueños ideológicos morían
una vez más, poco antes de alcanzar la madurez reflexiva,
poco antes de convertirse en teoría, en ciencia aplicada.
Su rostro jamás aparecería en un diccionario Larousse, y
peor desgracia: jamás harían una síntesis gráfica de su retrato con pose inspiradora. “Su lamento pecaba de ser tan
inacabado como el Helicoide”, habría dicho el mismo
Edward Gómez.
Vivian, Valle-Coche y Yuri volvieron a leer el artículo.
La foto que lo acompañaba mostraba el hueco de la cañería destapado, y justo al lado la oxidada tapa. En la página
siguiente, les llamó la atención una nota de prensa que les
empujó a trazar un plan.
–En este país el papel lo aguanta todo –dijo Vivian.
–Menos el agua que se le derrama –dijo Valle-Coche–, en lugar de estrellas hay que coserle palancas a la
bandera, o sellos fiscales.
–Se me parece más al logo del Día de la alimentación, no un símbolo patrio –dijo Valle-Coche.
–Las secretarias en los ministerios no te agilizan nada
por una manzana; los tequeños y pastelitos son el aceite
de la administración pública –intervino Yuri.
–Somos carnívoros. Nadie en 20 años le hizo caso a
Penzini Fleury –añadió Valle-Coche.
Valle-Coche debía fragmentar su maqueta para transportarla y sacarla de allí. Era el primer paso del plan. Vivian trató de convencerlo de que no podía seguir viviendo
así, que ya era suficiente con lo ocurrido:
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–Mira nada más esta maqueta, es digna de un Nobel.
Fruto Vivas es un comemierda al lado tuyo.
–No me compares con Fruto Vivas, sabes que nunca
he soportado eso.
–Después de ofrecerte un apartamento en Árbol para
vivir prefieres más que nunca este lugar. Y deja la envidia,
hablas mal de Frutín desde que se ganó el premio ese en
Hannover.
–Vivian, por favor, no sabes lo que dices. Mira mi ciudad, el edificio más alto del mundo, aquel que nunca pudo
construir Villanueva. El Museo de Arte Contemporáneo,
el sueño alucinante de Niemeyer. La fuente y la cascada
de doce metros de Cruz-Diez. La Caracas perfecta, la que
debió ser realidad hecha con sus propios desperdicios.
–No me jodas, Edward. Es una Caracas de mentira.
De cartones y hojalatas. Y de paso huele a mierda.
–¿Acaso en la que vives tú no huele así? Siempre ha
habido algo podrido en esta ciudad…
Valle-Coche optó por evitar discusiones. Ya Vivian
empezaba a contradecirse. Era habitual en ella cuando la
atacaban los nervios. Y ante cualquier eventualidad siempre estaba nerviosa. La desesperaba su falta de capacidad
para dominar la situación. Su soberbia era frágil. Su paciencia quebradiza como un trozo de cartón sumergido en
agua. Valle-Coche nunca cursó estudios de cuarto nivel,
pero podía jactarse de tener un Ph.D. en contradicciones
de Vivian: conocía la arquitectura de sus desesperos. Durante su matrimonio y hasta un día antes de la ruptura,
tenía un promedio de 7,49 contradicciones por día.
Yuri ayudó a Valle-Coche. Fue complicado desarmar
la maqueta en pedazos. Las condiciones eran hostiles.
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Los estantes donde los citizens guardaban los equipos
de trabajo habían sido destrozados, apenas lograron dar
con una vieja linterna que iluminaba precariamente los
espacios. El sistema de iluminación que instaló Luis, el
evangélico, estaba averiado. Yuri llamó a su tío, mano derecha del alcalde de La Pastora. Le prestaría un camión
de carga y dos correveidiles de su confianza. Nunca le
dijo para qué necesitaba esa clase de vehículo ni qué iba a
transportar. Su tío era un hombre de pocas preguntas y sí
de muchas respuestas. Por eso llegaría a ocupar el puesto
de alcalde, al menos eso se le habían prometido.
–¿Crees que la policía regrese? –preguntó Vivian.
–Es mediodía, ya deben sellar cuadros en el Buda de
Oro –intuyó Valle-Coche.
Justo en ese momento, unos policías visitaban a sus
compañeros heridos en el Periférico. Les llevaron arroz
chino y lumpias para celebrar el duro golpe encajado a la
delincuencia subterránea. En la sala de Heridas de Bala
hubo un minuto de silencio por sus cinco colegas caídos.
Después, destaparon las bolsitas de salsa agridulce y de
soya.
–Nunca me imaginé que nos darían una limpieza espacial –dijo indignado Valle-Coche.
–¿Limpieza espacial? –preguntó Yuri.
–No le pares, son vainas de arquitectos –le explicó
Vivian con tono desacreditador y se anudó con garbo al
brazo del estudiante para alejarlo tiernamente de Edward.
Seductoramente le dijo–: Vamos, pequeño ñángara, saquemos cuanto antes esta maqueta de aquí.
Vivian dio un alarido que hizo eco en las paredes de
la cloaca: sobre la autopista de Tazón de la maqueta había
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sangre fresca3, en el trozo que iban a ubicar en el interior
del camión militar.
Valle-Coche, ya más Edward, se dedicó a calmar a
Vivian. Cuando los nervios de la mujer se disiparon, Yuri
limpió la bajada de Tazón con saliva y un pedazo de tela
impregnado de mugre y grasa. Ese fue uno de los últimos
fragmentos de la maqueta que faltaban por ubicar en el camión. Los dos correveidiles del tío de Yuri se ofrecieron a
ayudar en lo posible. Correveidile Uno, sin querer, abolló
la pirámide invertida del CCCT, de anime comprimido.
Correveidile Dos le recriminó por eso, sin embargo, su
trabajo no sería menos torpe: dañaría el Rascacielos de la
Prensa, un edificio completamente transparente.
El segundo paso era ir a casa de Vivian.
–Mi marido anda de viaje con su mamá –Vivian
abordó su Blazer. Edward y Yuri acomodaron los últimos
fragmentos de la maqueta en el camión de carga. Ella
arrancó. Yuri le ordenó a los correveidiles que la siguie3 Esa sangre podría haber pertenecido a Saúl o a Richard, o a ambos. En un
intento por defender a su pueblo, el ejército de un solo hombre, Richard,
se enfrentó en fuego cruzado, y trenzado, a los policías. Su AK47 detonó
los 39 proyectiles: dos impactaron en cráneos de efectivos policiales, tres
en tórax de efectivos policiales, los 34 proyectiles restantes se perdieron
en el abismo de las alcantarillas. Apenas se le agotaron las municiones,
Richard, vehemente, con el arrebato de los héroes y la alevosía final de los
mártires, corrió hasta alcanzar a los invasores que, cobardemente, se guarecían detrás de una tubería de gas. Al encontrarlos, les lanzó su metralleta.
Richard, armado apenas con sus puños, no pudo evitar que lo agujerearan
a tiros. Saúl, preso de la impotencia, gritó: “¡Por la vieja guardia punk!”. Su
destino fue similar al de Richard. Los citizens se entregaron y vinieron a
parar en un calabozo. Allí fueron molidos a golpes. De la muerte de Saúl y
Richard la prensa nunca hablaría.
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sen. Vivian gritó desde su ventana: “Les dejaré la puerta
abierta, los espero. No tarden y no se olviden del vinagre”. Correveidile Dos le lanzó un piropo a Vivian. Ella
le correspondió simulando una arcada.
En el primer cruce a la izquierda, Valle-Coche miró
directamente al espejo retrovisor que se tambaleaba con
el mismo descaro de un mango a punto de caer. Contempló tras de sí la maqueta. La advirtió fragmentada. Los
peatones se detenían extrañados y observaban la parte trasera del camión. Valle-Coche detenía su mirada en ellos,
los contemplaba viendo el simulacro de su ciudad como
si avanzara su propio sepelio; los miraba a través del vidrio
de su ventana, estáticos, con sus bolsas de plástico llenas
de verduras y canillas, callados, estresados, sudorosos, incapaces de revelarse, de ser libres y, sobre todo, incapaces de huir, de escamarse “la tristeza condicionada por
el sistema”, como decía Franto. Los peatones eran raros,
y eran así, temerosos de que la policía atinase con sus
pensamientos, se rumoreaba últimamente que contaban
con una especie de dispositivo telepático para incautarles
a distancia su deseo más profundo, aquel que ni siquiera
tenían idea de cuál era, ese secreto que los llevaría a sentirse plenos, felices, la llama que atesoran en su corazón
todos los citizens, o al menos así él lo creía. Valle-Coche
pensó en Saúl sin sospechar que ya brincaba en el cielo de
los punketos. También pensó en Jethro Tull y en aquellas
palabras que le dijo apenas se adaptaba a las reglas de la
comunidad: “El simulacro no es lo que oculta la verdad.
Es la verdad la que oculta que no hay verdad. El simulacro es verdadero”. Nunca la entendió del todo, pero le
sonaba bien y por eso nunca la olvidó. También recordó
aquella vez que transcribió una frase en un Post-it 3M y
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que conservaría por años pegada en su escritorio, justo a
un costado de una de las cornetas de su computadora. A
diario la leía. La frase pertenecía a un intelectual venezolano. Ya la había olvidado4.
–En esta calle dejamos tu maqueta, Valle-Coche.
¿Estás de acuerdo? –preguntó Yuri.
–¿Aquí estarán las cámaras de Coche Televisión?
–No, viejo, estarán las cámaras de canales de verdad,
con mayor cobertura, así que nos conviene más. ¿Acaso
no te acuerdas ya de la noticia que leímos en el periódico?
¡Despierta, Valle-Coche!, hoy es tu día de gloria.
Los dos correveidiles, Yuri y Valle-Coche rearmaron
la maqueta en una calle aledaña hacia la mitad de la avenida Victoria. Valle-Coche hizo algún comentario sobre
el otro nombre con el que es conocida esta vía: avenida
Presidente Medina, y que ya era hora de olvidar esa opción y quedarnos con nombres positivos para nuestras
calles, no de políticos que promovieron la construcción
desenfrenada de aceras y aceras para los peatones.
Yuri le dijo a los correveidiles que ya podían retirarse,
y que le agradecieran a su tío por la ayuda. Correveidile
Uno dijo que nadie sabría nada, pero que de todos modos no había mucho que ocultar, que todos andaban en
algo. Correveidile Dos agregó que todos por aquí y por
allá tenían el rabo de paja y que nadie le echaría paja
a nadie. Ellos sabían muy bien su función como manos
derechas de manos derechas. Su función como correvei4El escritor era Enrique Bernardo Núñez. Y esta era la frase: “Cuando
recorro la ciudad me encuentro con edificios mutilados o descabezados o algún reloj al que le arrancaron los ojos”.
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diles. Una de esas funciones era quedarse callado ante cosas raras. Otra: contarlo todo sin contemplaciones. En la
anónima heroicidad de los correveidiles reposa el destino
del mundo.
Yuri les entregó unos billetes para que se almorzaran
un shawarma en cualquiera de la docena de puestos de
comida árabe que hay a lo largo de esa avenida:
–¡Ey!, pero antes me acomodan el CCCT, que está
torcido.
–Tranquilo, Yuri, no nos pongas a buscar un transportador de ángulos en pleno mediodía –le aconsejó Valle-Coche–, a esta hora la geometría del sol nos vuelve obtusos.
–Bueno, chicos, está bien, muchas gracias, los citizens
se los agradeceremos– Yuri se cuadró como un cabo primero ante la llegada de un coronel y se despidió de ellos
con un saludo militar. Valle-Coche lo imitó.
Poco a poco empezaron a llegar jóvenes con pancartas y pequeñas maquetas de edificios. Allí se iniciaba una
marcha de estudiantes de Arquitectura de todas las universidades del país. Yuri se encontró con algunos conocidos y les presentó a Valle-Coche:
–Damas y caballeros, él es un citizen, estudió arquitectura en la UCV, pero se dejó de eso de estar haciendo
edificios para construir una nueva sociedad. Él me enseñó
que de qué nos valía una ciudad infestada de rascacielos,
aceras y elevados si no tenía espíritu –los compañeros de
Yuri se acercaron a Valle-Coche. Lo saludaron con euforia y sumisión. Los que llevaban gorras, se despojaron de
sus gorras; los que no tenían gorra, juntaban sus palmas
como si estuvieran ante un Dios resucitado, un Dios de la
mugre, o de la verdadera limpieza espiritual.
155
Qué les habrás dicho de mí, pensó Valle-Coche; miró
extrañado a Yuri y este le sostuvo la mirada con ingenuidad. Valle-Coche no dijo nada y se limitó a saludar, a permitirse unos vanidosos instantes.
Valle-Coche y Yuri condujeron, estacionaron y entraron a la casa de Vivian. Vivian se tomaba unas copas de
vino con su marido en la cocina. Se notaba intranquila.
No permanecía más de dos sorbos en el mismo lugar. El
marido, el Gran Sr. Aburrido, intentó apresarla entre sus
brazos. Su torpeza seductora y la ebriedad se transaron a
favor de ella. Vivian lo esquivó con agilidad y elegancia.
Sin embargo, lanzó al aire un leve quejido, pastoso, de
una ansiedad fermentada. El Sr. Aburrido intentó asirla
de nuevo, por la cintura. Atrapó un trozo de tela, arrugó el
vestido de Vivian. Ella dio un giro estratégico que torció
los dedos del marido. Estos perdieron fuerza, desistieron.
La copa la sostenía con la otra mano. Derramó vino sobre
la alfombra. El Sr. Aburrido refunfuñó desairadamente,
como una bestia burlada con un pedazo de carne. De
pronto iniciaron una discusión.
Valle-Coche y Yuri se acercaron más a la pareja. Se
ocultaron en un pasillo de la mansión cercano a la cocina.
Desde allí podían escucharlos con claridad. Una pared
muy delgada, posiblemente de cartón piedra, los separaba.
La casa, obviamente, no debía estar habitada por más
nadie. La acústica era estereofónica, observó Valle-Coche, cualquier suspiro podía delatarlos. Con un gesto, le
indicó a Yuri permanecer en silencio, que lo jalaba por el
hombro para informarle de algo.
Esta casa está hecha con un criterio muy gracioso,
pensó Valle-Coche, aunque habría que preguntarle direc156
tamente a él qué entendía por construcciones graciosas
si viéramos el museo acuático que diseñó para la Ciudad
Delta quince años atrás. Escucharon otra serie de gritos
y palabras exaltadas, enloquecidas, poseídas por la sinrazón y distorsionadas por argumentos tan necios como
un adornito de Navidad en agosto. Valle-Coche y Yuri se
acercaron más a ellos, se asomaron a la cocina, dejando
al descubierto parte de sus cabezas y parte de sus sombras.
Aún podía decirse que era mediodía. Las tripas de ValleCoche sonaron más fuerte que sus murmullos o pisadas.
Valle-Coche y Yuri lograron atestiguar cómo Vivian
caía al suelo, desmayada. Yacía inerme en la alfombra.
El marido la contemplaba con ansiedad. Transpiraba sus
intenciones libidinosas, cada gota de sudor emanaba una
morbosidad sódica.
¿Cuántas veces habrá ocurrido esta escena?, ValleCoche se preguntó. Le recordaba a aquellos vecinos que
tanto reñían. Su niñez se acostumbró a compartir las tardes de Tom y Jerry con el espectáculo de violencia que se
producía en el apartamento contiguo, un escenario perfecto para cualquier campaña de Amnistía Internacional.
“Esas peleas deben estar patrocinadas por alguna marca
de vajillas”, siempre comentaba su abuelo cuando estas
empezaban a romperse.
El marido posó sobre la mesa la copa de vino. Se corrió hacia abajo la bragueta. Desajustó su correa.
Valle-Coche y Yuri invadieron la cocina sin mediar
palabras ni gestos.
El marido, con los pantalones colgando como un reptil que recién muda la piel, se paralizó al verlos. Logró
controlar un poco los nervios y atinó a encararlos:
157
–Vaya, vaya, ¿qué es esto? ¿Una comisión de hermanos al rescate? No sé qué tanto les puede preocupar una
mujer como Vivian. Ella es una basura, una inmundicia,
un plato podrido de segunda mesa. No vale la pena, váyanse de aquí –les ordenó sin que le temblase tanto la voz
como sí el pulso cuando se arremangaba los pantalones.
Valle-Coche y Yuri se quedaron de pie, sin expresar la
más mínima ira, fobia o desaprobación.
–Ya veo que no les interesa en nada lo que yo piense
de ella, como dicen por ahí: “El que calla otorga”, pero
sí hay una historia que puede llegar a interesarles, y que
incluso los pondrá de mi lado. Tú, por tu cara, debes ser
Edward Gómez, mi antecesor como marido oficial. Y tú
no sé quién carajo serás, pero igual escúchame, para que
luego consueles a tu amiguito que quizás no entienda, o
le cueste aceptar el plan que la retorcida mente de Vivian
estaba llevando a cabo. Vivian quería usar a Edward para
una simple actividad: matarlo. Ella tiene un amante, y
con él se irá fuera del país –intervino el marido.
–¡Te equivocas! –le gritó Valle-Coche–, tú la maltratabas, querías deshacerte de ella, ¡por eso la envenenaste!
–Ordena mejor tus ideas y no seas exagerado, pareces
andaluz. No la envenené, Edward, la dopé –sacó de su
bolsillo una pipa y la encendió–; ya volverá en sí en unas
horas, no se alteren de ese modo –aspiró y echó una bocanada de humo al aire, una cortina gaseosa envolvió su
rostro estirado por las cirugías plásticas–. Cuando ella despierte, sólo tendrá la sensación de una fuerte resaca por la
ingesta irresponsable de un whisky de cantina barata. Con
un cafecito se le asentará el tracto digestivo.
El marido inclinó la botella de vino para servirse otra
copa, pero anuló la operación en el momento justo del
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contacto de la botella con el borde de la copa. “¡Dios, qué
maleducado!, ¿dónde he dejado mis modales?”, con voz
afeminada simuló lamentarse. Les ofreció servirle una
copa a cada uno. Sin esperar respuesta y ademanes dosificados de sommelier, buscó un par de copas en el fregadero
de la cocina. Como si deseara bajar la columna de mercurio de un par de termómetros, las agitó para despojarlas
de los residuos de agua. Retomó su discurso:
–Sé que esto te dolerá, querido Edward. Pero es preferible saber lo que en realidad pasa. Ella planeaba matarme y culparte a ti, por eso te citó precisamente para
hoy, a este lugar, mi propia casa. Ahora, como sabrás, está
de moda que los indigentes maten a las personas honestas,
o los agarran de chivos expiatorios por tal o cual robo.
–No te creo, mientes –intervino Yuri. Valle-Coche lo
contuvo y lo miró a los ojos como diciéndole: “Esto lo resuelvo yo”, y le gritó al Sr. Aburrido:
–¡Eres un enfermo! ¡Un loco psicópata!
–Dejemos de lado las consideraciones de forma. Pues
lo que les interesa a ustedes es el fondo del asunto.
El Sr. Aburrido vertió cuatro dedos exactos de vino en
las tres copas, bebió de la suya, saboreó el licor:
–¡Fantastique! ¡Fantastique! ¿Continúo?, ¿sí?, ¿me dejan continuar? Les decía que, de paso, tu adorada ex quería quitarte el hígado. Y yo muerto, mi clínica, tararán, se
queda Vivian con ella. Qué genial sería vivir sin compartir
ganancias y abandonar ese mediocre trabajo de profesora
e irse pal carajo, ya la pensión de su papá no le daba para
mucho, únicamente para un viaje a Europa al año. En
el fondo no la culpo, en una economía hormonal como
la que hoy padecemos, que lo diga el mismísimo Eddy
Chapman, a veces tan metafísico como Conny Méndez
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y psicomago como Jodorowsky, todos las mujeres recién
divorciadas e histéricas del mundo querrán internarse en
una clínica regentada por una mujer de la calaña de Vivian. ¿Algo qué opinar, queridos invitados?
Yuri hizo su acostumbrado ademán para iniciar discursos, tal como lo había aprendido en el taller de oralidad
al que asistió, dictado por un excomunista, exalcohólico
y exguerrillero:
–Ya va, ya va, no entiendo. Tenemos que corregir este
error histórico. Él, Valle-Coche, renació y creció en un
poro de la sociedad. En una cavidad minúscula en la que
jamás penetraba el sol. Durante años vivió allí con sus
camaradas. Reconozco, compañero, que me he dejado
llevar por ideas retrógradas ya superadas en el tiempo y
en el espacio. Pero escúcheme bien, señor, escúcheme:
siempre he pensado que una mentira progresista vale más
que una verdad reaccionaria.
–¿A dónde quieres llegar, muchacho? De verdad no
te entendí nada –dijo el Sr. Aburrido–, ¿no podías ser más
breve y claro? Además, tu amigo no vivió toda su vida en
esa fétida alcantarilla.
El estudiante de sociología dijo otra frase, esta vez
más inconexa y bebió un poco de vino, pero, por error,
de la misma copa de Vivian. Cayó al suelo a los pocos
segundos.
–Los comunistas siempre bebieron de la copa equivocada en la fiesta equivocada –dijo el Sr. Aburrido parodiando una cara de admiración y profundo respeto. Giró
hacia Valle-Coche y continuó con desprecio–: Ahora
quedamos tú y yo. ¿Se te ofrece otra copita? Veo que en
momentos delicados bebes muy rápido, ¿no?, pues te sigo
contando: Vivian es una persona muy perversa, aunque la
160
veas allí, desamparada, te ha quitado los derechos de autor
de tus obras, de tus grandes homenajes a la arquitectura.
Me atrevo a afirmar que empecé a odiar empecinadamente
a la humanidad cuando Vivian se quitó su careta de buena
esposa. Desde ese momento desprecio a los hombres, los
veo sucios, espantosos, un saco de órganos en constante
putrefacción, en parte es lo único que tengo que agradecerle a Vivian. Me enferma tanta mezquindad en cada uno
de sus actos. Por eso después de este evento decidiré quedarme solo, como una gesta de orgullo, el triunfo de mi
superioridad. Estabas apuntando alto, y pronto, de haber
continuado cosechando éxitos en tu carrera, Carlos Raúl
Villanueva iba a ser una minúscula referencia, un antecedente necesario en nuestra arquitectura. Estoy enterado,
muy enterado, y no te lo advierto para sacarte en cara
nada, ni manipularte, lo digo para que compruebes que
tengo conocimiento de toda esta conspiración que se armaba para destruirnos, sacarnos del juego, o sacarme del
juego a mí usando a alguien que ya daban por muerto
y que ha perdido toda credibilidad pública. Y si quieres
te doy pruebas de lo que ella quería hacer contigo. ¿De
acuerdo? ¿Sí? Prosigo entonces: te faltan dos años para
que te declaren muerto, ¿verdad? Vivian planificó todo
para que los allanasen. Ella me habló de la maqueta de
la ciudad de Caracas que hiciste, la quería para ella. Por
eso te digo que quiero negociar contigo, que hagamos un
trato. Y es el siguiente: tú me ayudas a desaparecer a esa
víbora, y yo te ayudo a recuperar tu vida, con mis contactos puedo hacerte famoso de nuevo.
–Yo no quiero desaparecer a nadie, además, Vivian
y yo tenemos un plan –dijo Valle-Coche casi sin convicción, abatido. Luego agregó–: ¿Y qué carajo hizo con el
161
dinero de las ganancias de mis obras? ¿Se esfumaron?
¿Por qué sigue dando clases de inglés entonces?
–Ese dinero lo malgastó en juguetes: un yate que
chocó contra un muelle en Oranjestad con el alcohólico
del holandés, joyas que nunca se pone, vehículos que
choca cuando abusa del whisky, gigolós de todas partes del
mundo. En cuatro años se esfumaron, como bien lo dices,
miles de dólares. Vivian es una alquimista del despilfarro.
–Si le dábamos un mes más hubiera terminado como
indigente –dijo Valle-Coche lo necesariamente bajo
como para escucharse a sí mismo.
–Amigo, los primeros indigentes son los millonarios,
los segundos indigentes son aquellos que quieran dárselas de millonarios: siempre cargan una maleta encima
de aquí para allá, dándole la vuelta al mundo hasta marearse. De todas maneras, hay que ser justos. Vivian al
menos hizo una buena inversión: sus viajes a Holanda
para chuparle el pipí al viejo y tener allí su caja chica que
ahora busca con desesperación mantener viva, o buscaba.
No puede dejar morir al viejo. El viejo necesita un hígado urgentemente. Y está allí, justo dentro de tus tripas.
–No entiendo nada. No entiendo nada.
–Si no lo haces, ella lo hará contigo, tarde o temprano, habrás desaparecido como los billetes de Tinoco.
Ella aprovecha el poco poder que tiene para moverse. Se
acuesta con el ministro de la Defensa, según me cuenta mi
detective privado, aunque en realidad creo que se acuesta
con un correveidile del ministro de la Defensa, mi detective sale con esas cosas para cobrar primas por riesgos, ya
saben. De todas maneras, Vivian, no conforme con eso,
tiene a su amante oficial: el viejo millonario holandés al
que le quiere importar un hígado del trópico, apto para
162
que siga jalando caña hasta que cumpla noventa años, o
al menos hasta que compre al Ajax de Ámsterdam y se decida a incluirla en el testamento. Ese viejo no tiene hijos,
no tiene familia. Su dinero, al morir, irá a una institución
de beneficencia. ¿Quieres más pruebas? Tu adorada Vivian me mandó a secuestrar. Sus gorilas me golpearon,
me sacaron la sangre para ver si yo era compatible con el
puto maricón tulipán. Gracias a Dios que mi sangre no
va con él. ¡Y tú sí que debes tener bastantes anticuerpos,
querido amigo vegetariano! –el Sr. Aburrido hizo gárgaras
con el vino y miró a Valle-Coche. Esperaba su reacción:
–¡A mí también me sacaron sangre!, ahora que recuerdo… Cuando me invitó a la playa. Me llevaron dos
tipos. Todo es muy confuso.
– Los agentes de El Cuerpo le llaman a eso modus
operandi.
–Ella me dijo que lo hizo así porque aún no confiaba en
mí del todo. Mientras yo paseaba con ella por la playa, o cenábamos, alguien muy cerca siempre nos miraba de reojo.
Al menos tenía esa sensación. ¡Maldita sea!, estoy jodido.
–“Estoy jodido”, la frase favorita de los dictadores
unos segundos antes de que los linchen.
Al decir estas palabras, Valle-Coche, sacando fuerzas del interior de su alma y de sus fracasos, aturdido, sin
saber muy bien qué hacer, sin la posibilidad de establecer una lógica entre ese amasijo de intrigas y sospechas,
reaccionó con un puñetazo directo a la nariz del marido,
le desgarró el tabique, le quebró alguno que otro hueso.
Este cayó al suelo, muy cerca de Vivian, desmayado. Valle-Coche, para evitar que se reincorporase, le partió en
la cabeza la botella de vino. Lo empapó y le arañó la cara
con las esquirlas. Extenuado, con la rabia crepitándole en
163
la sien como una cachapa que se deja freír más tiempo
de lo requerido, observó los tres cuerpos tendidos, como
si necesitara reconocer cuál era cuál. Tenía una resaca de
realidad. Esta se le hacía borrosa.
Se echó al hombro a Yuri y huyó de la mansión.
En la calle, la sola visión del camión de carga lo hizo
confiar un poco en sí mismo y en el plan que tenían.
Una difusa como desoladora idea de seguridad. Colocó a
Yuri en el asiento del copiloto, le ató el cinturón. Intentó
encender el vehículo y recordó que no manejaba desde
aquella vez que incendió los talleres de su casa y huyó.
Conducir tenía como reflejo la huida para él. Pensó en
regresar, y buscar a Vivian. ¿Qué tantos minutos podía
perder? Algo muy dentro de él le repetía con la frecuencia del coro de una canción de pop cristiano, de esas que
cantaba Luis, de que ya la historia había terminado. Que
ya no daba para más. Que forzar un tercer encuentro era
activar neciamente un mecanismo de la destrucción. Más
valía la posible mentira que le había suministrado el marido que futuras explicaciones, justificaciones, pretextos
que Vivian podía argumentarle. Esa, para él, sería la historia oficial.
Empezó a cachetear a Yuri hasta despertarlo. Él, de
algún modo, volvía a la superficie de la razón. Y su razón
estaba tan agrietada como las carreteras de Caracas, mucha grasa y cauchos la habían deteriorado.
Frente al volante reconoció el techo de lo que había
sido su mundo subterráneo. Ese asfalto febril que brillaba
con el mediodía. Ahora toda la ciudad era un desecho.
Se sintió débil, lleno de estupor y atestado de cobardía. Se
sintió vil, negaba su infame confianza, pero esta persistía
164
allí en su horizonte más cercano, el asfalto, las aceras, las
avenidas. Se lo tomó como una alegoría de la crueldad en
estado puro. La crueldad se llamaba asfalto. Se llamaba
calle. Allí todos éramos iguales y no existía ya la misericordia. Si acaso alguna vez existió un parapeto de esta.
Encendió el motor. Arrancó.
Arrancó el vehículo torpemente. Pisó el acelerador.
Condujo. Yuri empezó a roncar.
Epílogo
Entre algunos estudiantes, Yuri y yo instalamos la maqueta de Caracas de la forma más incómoda posible,
así quien pasara la confundiría con una guarimba. Allí
la colocamos, en mitad de la calle, atravesada, que estorbara y replegara a los sumisos a tomar otro camino y
que terminara por volver histéricos a los estresados. La
maqueta era una Caracas reducida a cartones y paletas
de helado. Aunque en cierto modo, sabíamos que por allí
nadie pasaría. Yuri suspiró y se alejó un poco de nosotros.
De pronto, nos dio la espalda. Subió la pasarela y, desde
arriba, tomó varias fotos cenitales de la maqueta y los manifestantes. Pensé que regresaría, pero, por alguna razón
que en ese momento desconocía, bajó por el otro extremo
de la pasarela, hacia la acera del frente. Desapareció por
unos minutos. Me quedé allí junto a varios estudiantes
de arquitectura que gritaban consignas. Nos llegó un comunicado de un líder de los intelectuales que estaba de
visita en el país. Parte de sus palabras las convertimos en
una frase que pintamos en una pancarta: “Hoy nos hemos
dedicado a gritar; desde el amanecer no se ha oído nada
165
más en la ciudad. Otros mil años no nos harán desistir”.
Ya varias cámaras de televisión grababan mi maqueta. Algunos estudiantes les informaron a los periodistas que yo
era el autor.
–Sí, yo la hice, con los desperdicios de la ciudad construí la Caracas que nunca fue.
–¿Cómo hizo para diseñarla? –preguntó otra periodista.
–Di la vuelta al mundo, me perdí innumerables veces, ni la muerte conoce todas las calles y plazas y carreteras de Caracas. Eso me ayudó mucho para construirla.
–¿Cómo se siente aquí? –dijo un periodista.
–¿Es usted estudiante? –insistió otro periodista.
–¿Profesor? –apostó otro periodista.
–Soy un citizen.
–¿Un qué…? –intervino alguien más.
Como ya estaba aburrido les respondí con una frase
de Franz Fanon que me atribuí. La había leído en un
libro que el mismo Yuri me había prestado: “La arquitectura de esta obra echa sus raíces en lo temporal. Todo
problema humano debe ser considerado desde el punto
de vista del tiempo”.
Los periodistas se miraron desconcertados y se dispersaron para buscar a otra persona potencialmente entrevistable, y potencialmente menos profunda.
Instantes después, un bullicio a nuestras espaldas.
Volteamos. Se acercaba otro grupo de estudiantes de la
facultad de Arquitectura de la UCV. Muy cerca de nosotros estaban los de la LUZ y los de la ULA. Los estudiantes gritaban con furor contenido. De pronto, sentí que
alguien me tocaba el hombro. Era Yuri, que me entregaba la fotografía de mi maqueta.
–Para que culmines tu obra, camarada.
166
–No me llames camarada, por el amor de Dios, dime
hermano citizen.
Yo agarré la fotografía en mis manos y pude notar que
en el reverso había una especie de adhesivo.
–Estamos aquí, justo en esta calle –Yuri señaló la avenida Victoria en la maqueta. Lo miré, creo que sonreí
como la vez que recibí mi título de arquitecto. Coloqué
la fotografía de mi maqueta en el lugar en el que nos ubicábamos. Así la terminaba de armar con los desechos de
la ciudad y el punto final era una fotografía de todos los
que estábamos allí.
Minutos después, la estampida. Llegaron los gases lacrimógenos. La ballena de la policía nos disparó un agua
furiosa. La ballena aplastó la maqueta. Todos corrimos
y la ballena siguió detrás de nosotros. Los perdigones, el
agua, los gases. Nos desplazamos hacia los callejones de
Las Acacias. Laberínticos, calles con nombres de países
centroamericanos. Qué pena con esos países.
El Ávila de cartón y papel periódico crujió como un
niño debajo de las pedregosas ruedas de la ballena.
Caracas siguió bajo el fuego. Yo la vi de lejos cuando
todo había pasado; cuando apenas quedaban cenizas.
Cuando volví a desaparecer.
167
Final de telenovela
Arturo Serrano Álvarez
Mi madre hizo con nosotros, sus hijos,
lo que se suponía que debían hacer las señoras
de entonces: dejarnos al cuidado de unas mujeres
humildes, las empleadas domésticas a su servicio,
y no permitir que fuésemos un estorbo o una traba.
Y de repente, un ángel
Jaime Bayly
1983
T
reinta y cinco, treinta y cuatro, treinta y tres, treinta
y dos, treinta y uno, treinta... Los ojos azules de
Máximo estaban clavados en el reloj. Faltaban treinta
segundos para que sonase el timbre del último recreo y
el rito diario se repetía una vez más. Máximo contaba
mentalmente esos pocos segundos que lo separaban de
su casa. No, no, no, no. Empezamos mal. Dejemos las
imprecisiones. No era de su casa que lo separaban esos
30 segundos. El ansia que las manos sudorosas delataban
no era por la lejanía de su casa, sino por la lejanía del
televisor. Pero de nuevo estamos cayendo en vaguedades.
No era de la televisión en general que Máximo se sentía
alejado, sino de las telenovelas.
Veintinueve, veintiocho, veintisiete, veintiséis, veinticinco, veinticuatro...
Máximo no era como los demás niños. Mientras todos
soñaban con Mazinger Z, Transformers y otros programas
de televisión, él tenía otra obsesión. ¿Vieron qué fácil es
no divagar? Ahora sí estamos usando las palabras correctas. Porque ese es el nombre de lo que Máximo padecía:
obsesión. Pues como decía, su obsesión era por esas historias contadas de manera fragmentada, y un capítulo a
la vez: las telenovelas. Le gustaban todas: las largas, las
cortas, las buenas, las malas, las originales, las basadas en
novelas, las culturales, las de mediodía, las de la tarde, las
de la noche.
Veinticuatro, veintitrés, veintidós, veintiuno, veinte...
Para Máximo el colegio no era sino ese desagradable
hiato que había entre la hora en que se despertaba y la
hora en que regresaba a casa a ver televisión. Esa edificación pintada de azul y blanco no era sino una cárcel disfrazada. Era un espantoso lugar donde reinaba la ley de la
selva y en el que sólo los más aptos sobrevivían. Cualquier
palabra fuera de lugar, cualquier atuendo que saliese de
la monótona normalidad a la que estaban todos ya acostumbrados, cualquier gesto que indicase miedo podía
significar una burla que duraba semanas o en ocasiones
hasta una buena golpiza.
Para sus compañeros, Máximo era una especie de
marciano. Nadie lo entendía y nadie hacía el más mínimo esfuerzo por entenderlo. Si bien toda diferencia era
enfrentada por los muchachos del colegio con la violencia que se origina en la incomprensión y la intolerancia,
Máximo había tenido mucha suerte. Su manera de ser,
su silencio ya mítico, pero sobre todo su costumbre de
llevar siempre consigo una libreta en la que escribía y
escribía sin parar durante los recesos, lo habían conver170
tido en un ser tan peculiar y lejano a las posibilidades de
comprensión de sus compañeros de séptimo grado, que
simplemente habían optado por ignorarlo. Sencillamente
no estaba allí.
Diecinueve, dieciocho, diecisiete, dieciséis, quince...
Natalicia había sido contratada por su madre para
limpiar la casa. Pero claro, limpiar la casa no quiere decir
simplemente limpiar la casa. Entre sus labores se encontraba la de cuidar a ese niño al que llamaba “mi catirito”, y
a quien amó desde el primer momento en que lo vio. Ella
siempre había querido tener un niño; por eso, cuando la
madre le informó del laxo sentido en el que se tomaba la
frase “limpiar la casa” y que incluía labores tan disímiles
como cocinar, lavar, atender el teléfono, ir al mercado y
cuidar al niño, no se molestó. Entre Máximo y ella hubo
una inmediata complicidad que se agudizó cuando descubrieron que compartían la afición por las telenovelas.
Máximo dominaba con soltura la trama de varias telenovelas y no pasaría mucho tiempo antes de que, con la
ayuda de su nueva cómplice, esta pericia se extendiera
hasta los nombres de actores y actrices, cantantes que interpretaban los temas de las telenovelas, canales donde
las transmitían y cualquier otro detalle por minúsculo que
pudiera parecer.
Catorce, trece, doce, once, diez...
Lo de las libretas comenzó muy pronto. Uno de esos
raros días en que su mamá podía tomarse el tiempo de
estar con su hijo, ambos pasaron por una librería para
escoger un regalo. Ella había ido con la idea de que el
niño escogiese algún libro de cuentos, pero se sorprendió
al ver que llevaba en sus manos una pequeña libreta negra y un lápiz Mongol número 2. Este sería el primero de
171
cientos y cientos de libretas que Máximo usaría para escribir y escribir y escribir. La verdad es que la curiosidad
materna nunca llegó al punto de averiguar qué escribía el
niño. Simplemente se alegraba de que tuviese una afición
que lo convirtiera en un niño que no diera problemas.
Nueve, ocho, siete, seis, cinco...
Cada año la afición fue creciendo hasta el punto en
el que la madre tomó la decisión de prohibir que Máximo
viese telenovelas. Pero esta prohibición, así como tantas
medidas disciplinarias que había tomado en el pasado,
tenía el propósito de demostrar ante quien estuviese presente en ese momento (la maestra, los vecinos o la misma
Natalicia) que, a pesar de que la evidencia dijese lo contrario, a ella le importaba mucho su hijo. Pero la realidad fue que Máximo vio todas las telenovelas que quiso,
por lo que a los diez años era la persona que más sabía
del “espectáculo del sufrimiento”. Porque eso es algo que
Máximo entendería muy rápido. Sin sufrimiento no hay
telenovelas, que es lo mismo que decir que no hay vida
sin sufrimiento. No importa cuán feliz sea el final, lo que
predomina es el sufrimiento.
Cuatro, tres, dos, uno... riiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiing.
Sus compañeros eran lo suficientemente inteligentes
para evitar cruzarse en el camino de Máximo a la salida.
La velocidad, fuerza y decisión con la que se impulsaba
fuera del pupitre hacia la puerta lo convertían en un arma
temida por todos, inclusive por su maestra. Afuera, en la
calle, detrás de la reja, lo esperaba Natalicia.
Ella intentaba llegar al colegio cinco minutos antes
de que sonase el timbre, pues sabía perfectamente lo que
significaba llegar tarde. En esas raras ocasiones en las
que eso había ocurrido, la tranquila y angelical cara de
172
Máximo se transformaba en una cara rabiosa y plena de
frustración que hacía juego con esos ojos que, de un azul
sorprendente, pasaban a un rojo delirante.
Natalicia era de Puerto Cabello, hija de un marinero
holandés del que había heredado los ojos verdes, y de una
muchacha perteneciente a una humilde familia porteña.
Debido a que era blanca, y gracias al color de los ojos, las
demás madres la habían aceptado en esa pequeña cofradía
que se formaba todos los días frente a la puerta del colegio,
bajo la falsa suposición de que era la madre de Máximo. Si
ellas hubiesen sabido la verdad, jamás habrían cruzado una
sola palabra con esa mujer que hablaba poco y las miraba
extrañamente. Ella tampoco se había molestado nunca en
sacarlas de su ignorancia, no porque disfrutase particularmente esas sesiones de chismes, sino por vergüenza ajena.
Siempre había intuido la vacuidad de las cabezas de
esas señoras que abandonaban sus vidas para convertirse
en una especie de representantes artísticas de sus hijos.
Los llevaban al violín, a las clases de karate, de ballet, de
flamenco, de guitarra, de fútbol y de tantas otras cosas.
Pero esa intuición se había convertido en una certeza el
día en que le tocó presenciar una de las profundas conversaciones de las que generalmente se abstenía de participar
con la excepción de un ocasional asentimiento.
No podía evitar que se le notara el nerviosismo a la
hora de compartir esos minutos con las madres de los
compañeros de Máximo. Por eso había logrado desarrollar la capacidad de calcular el tiempo de tal manera que
nunca tuviese que pasar más de cinco minutos con estas
mujeres y a la vez no tener que hacer esperar a Máximo.
El colegio quedaba a cuatro calles de la casa. Máximo,
seguido de cerca por una cansada y sudada Natalicia, las
173
recorría en cuatro minutos exactos. Los días en los que
todo salía bien era posible no perderse ni un minuto de la
novela de la una de la tarde.
El niño había desarrollado un sistema que le permitía
hacer las actividades que su madre exigía antes de que la
novela comenzase. Quitarse la camisa, ponerse una limpia, quitarse los blue jeans, ponerse otros, quitarse los zapatos y las medias, ponerse cholas... Antes de salir para el
colegio dejaba preparada la ropa que se pondría cuando
regresase a casa. Asimismo, dejaba una bandeja plegable
que le permitía almorzar delante de la televisión. Esta
también servía para colocar su libreta negra y su lápiz
de tal manera que, si era necesario, podría anotar lo que
considerase significativo.
Máximo veía muy poco a su madre. Ella llegaba después de las 10 p.m, hora en la que él ya estaba acostado.
Ella trabajaba en un ministerio y su marido había desaparecido del panorama antes de que Máximo naciera, por lo
que nunca conoció a su padre.
La relación con su madre se caracterizaba por ser
cordial. Si bien ninguno de los dos era particularmente
cariñoso, tampoco se llevaban mal. Era más bien una relación basada en la no agresión. Él suponía que ella tenía
una vida fuera de casa, y ella sabía que él tenía la suya.
Ambos intentaban mantenerse alejados para no molestar
al otro. Hasta ahora había funcionado muy bien.
La telenovela que actualmente veía Máximo se llamaba El dolor de ser tuya y ya estaba llegando a su final.
Si bien pudiéramos imaginarnos que para él era doloroso
el final de una telenovela, no era así. La emoción de la
llegada de una nueva siempre opacaba la tristeza de la
culminación de otra. Entre la nada sorprendente y siem174
pre presente felicidad del final feliz de toda telenovela y
el éxtasis y emoción que producía el comienzo de una
nueva, estos eran los días en los que el humor de Máximo
estaba en su mejor momento.
Siempre decía que la vida debería ser como una telenovela. En la vida real las personas son impenetrables. Es
muy difícil distinguir a los malos de los buenos. En cambio, en las telenovelas los malos eran muy malos y además
se les notaba y los buenos eran muy buenos y además se
les notaba; lo cual, unido a la música y a los acordes estridentes, hacían que fuese muy sencillo entenderlas.
Poco a poco Máximo fue convirtiendo las telenovelas
en su mundo. La absoluta lógica interna de estas obras
hacía que se le facilitase encerrarse en ese microcosmos
y lo llegase a convertir en el lugar donde pasaba la mayor
parte del tiempo. De este modo, la delgada línea que separa realidad y ficción fue desapareciendo, y así se percató
de que en cada persona de la vida real hay un personaje y
en cada cosa que pasa, una telenovela.
El almuerzo de hoy consistía en sopa de espinaca, milanesa y puré de papas. La verdad es que hubiera dado
lo mismo servirle un trozo de cartón; igual se lo hubiera
comido, ya que toda su atención estaba dirigida a un solo
sitio: la pantalla del televisor. Aún así, a Natalicia le encantaba cocinarle las cosas que a él le gustaban. Uno de
los mejores premios que podía recibir era que Máximo
abandonara por unos segundos la pantalla, se volteara y
con los ojos brillantes le dijese ¡Ummmmmm, qué rico!
Si bien esto no ocurría a menudo, ella sabía que la
competencia era difícil y se lo perdonaba. Las propagandas eran los momentos que aprovechaba Máximo para
escribir. Tenía calculado el tiempo de tal manera que
175
ninguna información relevante quedara por fuera. Sabía
exactamente la duración de la publicidad y eso le permitía distribuir su tiempo sabiamente.
La hora de la tarea era cualquier momento que estuviese entre las tres y las nueve. Ese era el bloque en el que
no se transmitían telenovelas, y por tanto se lo dedicaba a
los estudios. Por sorpresivo que pudiera parecer a algunos,
Máximo era muy buen estudiante. Sabía que obtener malas notas hubiera significado un castigo que se traduciría
en no ver televisión. Esto, por supuesto, era algo que él
nunca hubiese permitido.
La confusión de las otras madres del colegio con respecto a la verdadera relación de Máximo con Natalicia se
debía, en gran medida, a una complicidad a simple vista.
La relación era muy familiar (mucho más familiar que la
que tenía con su madre). Pero esto no molestaba a ninguno de los tres. Más bien facilitaba las cosas.
Su madre agradecía que la atención del niño se dirigiese a cualquier cosa que no fuese ella. Prefería no averiguar mucho acerca de lo que él hacía, pues comenzar
una labor de investigación maternal hubiera significado
intervenir, lo que se habría traducido en romper el delicado balance de la convivencia.
Hacía ocho años que su padre había desaparecido sin
dejar rastro. Por lo visto, el nacimiento de Máximo precipitó su locura. Después de unos gritos bien dados y unos
rudos manotazos salió por la puerta sin decir adiós y más
nunca se supo de él. Para ser exactos, debemos decir que
su participación en la educación del niño, así como en las
labores del hogar, era inexistente, razón por la cual la vida
no sufrió grandes cambios.
176
Hacía cinco años que la madre trabajaba en el Ministerio. Las cosas estaban muy difíciles en el país y tener
lo suficiente para poder criar a su hijo había implicado
convertirse en secretaria.
Desde el primer día se dio cuenta de que iba a necesitar ayuda y es así como una vecina le dio los datos de esta
muchacha cuyo nombre era difícil no recordar: Natalicia.
“Me llamo así porque nací el día del natalicio del Libertador”, le decía a todo aquel que ponía cara de sorpresa a
la hora de oír ese peculiar nombre.
1963
Natalicia vino al mundo el 24 de julio del año 63. Poco
después de dar a luz, la madre de la recién nacida fue a
casa de su hermana con la niña en brazos. Tocó la puerta
del rancho, la empujó y entró. Al fondo, detrás de la cortina que separaba la habitación del resto de la vivienda, se
adivinaba la figura de alguien planchando.
Para muchos, planchar es una actividad rutinaria y
aburrida. Pero para Rosalía era todo lo contrario. Se concentraba en su trabajo de tal manera que el resultado
siempre era de primera calidad. Una camisa planchada
por ella permanecía intacta por muchas semanas.
–Me voy. Te dejo a la niña. No vuelvo.
–Ok, déjala ahí sobre la cama. ¿Cómo se llama?
–Me da igual. Ponle el nombre que quieras.
Unos minutos después, cuando ya no había rastro de
su madre, la niña aún yacía sobre la cama. La tía dejó la
plancha sobre la tabla, se dirigió hacia ella, la tomó en sus
brazos y mirándola fijamente a los ojos le dijo:
177
–Naciste el mismo día que Simón Bolívar, el Libertador. Debes sentirte orgullosa. Te voy a poner Natalicia.
Esta complejidad llegó al punto de incluir posibles
predicciones acerca de los finales e inclusive sobre lo que
pudiera pasar a los personajes más allá de ese capítulo final.
Las libretas
La biblioteca de la habitación de Máximo sólo estaba
compuesta por libretas negras. Cada una tenía una banda
elástica que permitía cerrarla cuando no se estaba escribiendo sobre ella. Hasta el momento tenía 52 libretas numeradas y organizadas de manera cronológica.
Si alguien hubiese intentado leerlas todas se hubiese
dado cuenta de que la complejidad de estos escritos era
ascendente. La primera estaba compuesta de una serie
de tramas de cada capítulo, pero a medida que Máximo
aumentaba su conocimiento de los datos también aumentaba su capacidad de relacionarlos. Por eso inventó
un sistema en el que no sólo anotaba la trama, sino que
además conectaba unas novelas con otras.
Estas anotaciones podían ser textos tradicionales o gráficos, o flujogramas o cualquier otro sistema que sirviese
para facilitar la clasificación de la información. En las telenovelas más complejas había árboles genealógicos que le
permitían seguir la relación que cada uno de los personajes establecía con los demás, y gracias al uso de líneas de
colores era posible distinguir entre los parentescos que la
novela anunciaba y aquellos que en realidad tenían.
Si, por ejemplo, un personaje era hijo de otro, pero
esto era sólo conocido por la audiencia, entonces la línea
que unía a esas dos personas era de un color distinto que
la que unía a personas con el mismo parentesco cuando
este era conocido por la audiencia y los personajes.
178
1983
Pero este delicado balance que se había establecido en
la casa de Máximo, y para el cual eran indispensables los
tres personajes, fue roto una mañana de domingo. Desde
que se levantó, el niño había notado un ambiente peculiar en la casa. Tanto su madre como Natalicia estaban
inusualmente calladas y cabizbajas. No fue sino hasta
mediodía que el misterio fue develado, cuando Natalicia
le dijo a Máximo:
–Catirito, tenemos que hablar.
Por su amplia experiencia en tramas novelísticas,
Máximo sabía que esta frase era simplemente el preludio de
malas noticias. Estaban sentados en la mesa de la cocina,
uno frente al otro. Por respuesta, Natalicia sólo obtuvo un
silencio desgarrador, pero le bastaba con entender lo que
revelaban esos ojos abiertos de Máximo para darse cuenta
de que tenía toda su atención.
–Tú sabes que José, el vigilante, y yo somos muy amigos. Y bueno, nos vamos a casar.
–¿Quiénes?
–José y yo.
–Pero no hay espacio para los dos en esta casa. ¿Dónde
van a dormir?
De nuevo, el silencio. Se miraron y la cara de duda
del niño se fue convirtiendo poco a poco en cara de certeza. Ya lo entendía. La causa de que su mamá y Natalicia
179
estuviesen tan raras era que esta última se iría de la casa
a vivir con José.
–¿Cuándo te vas?
–Mañana.
–¿A dónde?
–A Colombia, donde viven los padres de José.
Máximo se levantó, caminó lentamente hacia su
cuarto y cerró la puerta. De nada sirvieron los ruegos y súplicas de su madre y de Natalicia para que saliera para poder hablar. No quería saber nada. Entendía perfectamente
lo único importante: que su vida nunca sería la misma.
Al llegar la noche salió de la habitación para ir al baño,
pero rápidamente volvió a entrar y cerró la puerta. Ambas
decidieron que lo mejor era dejarlo tranquilo hasta el día
siguiente.
–No le hagas caso –le dijo la madre de Máximo a Natalicia– es un niño y eso se le pasa rapidito.
Pero Natalicia sabía que eso no era así. ¿Cómo era
posible que no se diera cuenta de que su hijo no era un
niño como otro cualquiera?
Natalicia no pegó el ojo en toda la noche. Ya tenía su
maleta hecha, pues saldrían muy temprano a la casa de
los padres de José. Pensó que el niño estaría dormido y
por eso usó la llave que tenía de su habitación para entrar
sigilosamente y darle un beso de despedida.
Cuando entró su sorpresa fue mayúscula. Máximo
estaba sentado en la cama con el uniforme del colegio
puesto, bañado y peinado. Su cara ya no era de sorpresa ni
de tristeza. Ahora una sonrisa ocupaba toda su cara. Sobre
sus piernas había una caja de zapatos que se notaba había
sido envuelta por unas manos inexpertas con papel azul.
Se levantó de la cama y le entregó la caja a Natalicia.
180
–Esto es tuyo y mío, pero ahora es sólo tuyo. Ábrela
cuando estés lejos.
Ella lo abrazó y en contraste con la tranquilidad del
niño, rompió en sollozos que no pudo evitar hasta estar
montada en el carro.
–¿Qué pasa? –le preguntó José.
–Nada. Maneja.
Con cuidado desenvolvió la caja para descubrir con
gran sorpresa que lo que había dentro eran tres cuadernitos de los que usaba Máximo para tomar sus apuntes.
Empezó a leer…
12/03/1980
Hoy llegó Natalicia a casa. Es flaca, blanca, alta y tiene los
ojos verdes. Me cae bien. Sería buena para un papel de
hija abandonada. Lo primero que hizo al llegar fue saludarme y darme un beso. Mi mamá se fue y nos dejó solos.
Ella me preguntó si quería ver televisión. Estaba empezando la telenovela. Creo que seremos buenos amigos.
Cuando terminó de leer las libretas, llevaban más de
cuatro horas de camino. Al final de la última página la
letra cambiaba. Por la fecha se dio cuenta de que había
sido escrita durante la noche.
14/04/1983
Toda buena novela termina con una boda. Esta novela
tiene un buen final. Natalicia se casa con José, se alejarán
en su carro. Sin duda serán muy felices. Ella, al igual que
toda protagonista de una novela, será feliz. Se lo merece.
Todo final de novela tiene su cara triste y su cara alegre.
La cara triste es que esos personajes dejan de formar
181
parte de tu vida, pero la cara alegre es que siempre habrá
una telenovela nueva. Estoy emocionado. ¿Qué nuevas
aventuras tendré? ¿Cómo seguirá esta novela? ¿Habrá
una nueva Natalicia? Sólo queda esperar a mañana.
Guisantes y gasolina
María Dayana Fraile
Sleeping on your belly
You break my arms
You spoon my eyes
Been rubbing a bad charm
With holy fingers
Pixies
L
e dije que leer un buen libro era como encontrar un
sixpack de cervezas heladas en una isla desierta y calurosa, una isla remota, de arena blanca, parecida a la
isla de la película esa en la que Tom Hanks se la pasa hablando con una pelota de voleyball. Le dije que cuando
leía un buen libro dejaba de sentirme tan náufraga, tan
llena de arena, tan picada de mosquitos. También le dije
que me resultaba maravillosa la idea de abandonar por
un momento la manía de andar hablando siempre con
nuestras respectivas pelotas, y que entonces todo empezara a ablandarse a nuestro alrededor, a ceder terreno, a
dejarse andar.
Meche, mientras buscábamos la salida del museo, dijo
que las canciones y los libros mediocres eran como botellas vacías lanzadas al océano, y seguramente hubiera
resultado poética, ella, delgada como el filo de un cuchillo de claridades, inexpugnable como los ideogramas en
182
los letreros de los restaurantes japoneses, si esa afirmación
no hubiese respondido a una lógica automática derivada
de esa insistencia, tan suya, tan tembleque, de asumir el
vacío como una prótesis verbal: llevarlo en la boca como si
se tratara de un caramelo pinchado, el último vestigio de
aquella época dorada en la que los secuestradores todavía
regalaban caramelos en la entrada de los colegios. Siempre le gusta imaginar que se come al lobo, caperucita pálida, ojeras sucias de macramé. En todo caso, Meche dijo
que no le gustaba esa película: es demasiado lenta. El salitre desgasta la fotografía y los primeros planos del océano
terminan por marearla. También están sus inclinaciones
fatalistas de por medio: no soporta los finales felices.
Nunca estamos de acuerdo en nada.
Nunca la veo de la misma manera.
Algunos días me parece demoledora, casi tan demoledora como un poema de Bataille: oscura, desgarrada por
la inmensidad, viviendo cada día como si se tratara de un
alegre suicidio. Se viste con todos esos trapos negros y se
dedica a arrancar las estrellas del cielo, una a una. Durante
esos días puedo escuchar el ruido que producen sus uñas
cuando arañan el vacío y, entonces, yo también me pongo
intensa y sólo deseo que sus uñas se claven en mi espalda
hasta convertirnos en una postal grotesca de chicas siamesas en el jardín de un hospital para enfermos terminales.
Otros días me recuerda a un poema de Walt Whitman, un poema fervoroso y meridiano. Canto de pájaros
venidos de Alabama, ondas de ríos invisibles, vientos místicos y dulces, cubriendo el cielo, la tierra y esta ciudad
brillante (esta ciudad pequeña que titila como un aviso
luminoso desde la quijada rota de otra ciudad más grande
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y más perdida). Somos niñas entonces, niñas acostadas en
la hierba celebrando cada uno de nuestros átomos.
Y otros días sufre, simplemente, como un poema de
Vallejo. Sueña que vive de nada y, más aún, que muere de
todo. Se dedica a ponerle acentos lóbregos al día mientras
se sienta borracha sobre ataúdes imaginarios en algún cementerio parisino. Entonces siento la naturaleza del dolor, el dolor dos veces.
Ella parece balancearse, de un extremo a otro, sobre
la tela de una araña que de vez en cuando no resiste otro
cuerpo, este cuerpo que se desbarranca por sus cambios
bruscos de humor hasta que la física se apiada de él.
Nunca estamos de acuerdo en nada.
Ayer después del museo, Meche me acompañó al médico. Últimamente, la gastritis me hace morder el cielo y
maldecirlo todo. Ese cielo, despedazado por mis dientes,
tiene el color de las aletas de un delfín mutante y agónico, un color de animal medio muerto flotando en las
aguas del Guaire. En la sala de espera, escuchamos a dos
enfermeras comentar, emocionadas, los resultados del
Miss Universo. La mujer venezolana, definitivamente, es
la más bella del mundo, sentenció en voz alta la enfermera del traje estampado con motivos de Mickey Mouse,
la más enjuta, la más fea.
El médico me obligó a tragarme un tubo y luego me
despachó sin grandes explicaciones. Me recetó unas pastillas
para la acidez y me dio cita para la próxima semana. Meche
se despidió de mí en la entrada del Metro. Estaba hermosa,
evocaba una belleza dramática y destructora, un tipo de belleza que, a mis ojos, sólo ella y las grandes actrices del cine
de principios del siglo XX logran encarnar. Besó una de
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mis manos con gestos medievales y me quedé allí, de pie,
como una tonta, viéndola perderse entre la multitud hasta
que se convirtió en una mancha borrosa.
Cuando llegué a casa continué con mi lectura de La
tercera mujer. Pasar las páginas y sentirme encapsulada en
las filosofías de tocador de siempre, una misma cosa. Me
sentía incómoda y apretada allí adentro. El discurso de
Lipovetsky se fracturaba y dejaba de sostenerme… el muy
tarado se atreve a afirmar que la mayoría de las mujeres
que compran pornografía sólo lo hacen para establecer
cierto tipo de complicidad con su pareja masculina. Su
tercera mujer es como la Robotina de Los supersónicos:
profesional, emprendedora y de un plomo pesadísimo.
Me quedo dormida pensando que sus postulados teóricos,
ciertamente, hubiesen dado un giro importante de conocer a mi ex: Diana cultivaba una mejor relación con su
vibrador que conmigo.
No me gustan los ascensores. Me ponen nerviosa. Por eso
detesto tener que ir la oficina, subir dieciocho pisos enterrada en uno de esos ataúdes, resucitar ante un rebaño de
burócratas que no saben escribir cartas. A veces, prefiero
ir por las escaleras aunque la resurrección termine por
resultar más penosa: cuando finalmente alcanzo el escritorio, mi apariencia no tiene nada que envidiarle a un
clon de Linda Blair en El exorcista cruzado con células
de Michael Jackson. Por lo general, mi piel toma un color
amarillento, mis músculos convulsionan y se retuercen.
No vomito cosas verdes, ni me clavo tijeras en el coño,
pero tengo que aceptar que doy la impresión de haber
pasado la noche enterrada en el jardín.
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En teoría, estoy contratada como periodista. En la
práctica, me veo obligada a repartir mi tiempo entre la
redacción de contenidos para nuestro portal web y la corrección de estilo de las cartas, los memos y los discursos
que escriben los directivos de la institución. Estoy rodeada
de ingenieros. Ingenieros de todos los tamaños y todos
los colores, que creen que personas como yo estudian periodismo porque quieren aprender a escribir bonito. No
puedo negar que esta reducción simplista ocasiona en mí
estados cercanos a un rapto violento y monstruoso. Siento
que unos dedos inmundos tiranizan mi caja torácica hasta
dejarla sin aliento y me transportan a comarcas distantes,
despobladas de estatuas y de héroes corajudos que ganan
el Pulitzer. Sin embargo, lo que más detesto de los ingenieros de la oficina es esa creencia vulgar y casi religiosa
de que Rómulo Gallegos ha sido el único escritor que ha
caminado sobre este jodido país.
Meche dice que soy claustrofóbica. Cuando ella llama
y dice que no puede venir, me siento encerrada y a oscuras, atascada entre un piso y otro, sin botones de emergencia. Empiezo a sentir que me asfixio. La certeza de que
en ninguna sala de emergencias pueden compensar esta
sensación, me obliga a vagar por allí con el corazón entre
los dientes y los pulmones de turbante, como uno de esos
faquires que protagonizan, por accidente, crónicas de primera plana en los periódicos amarillistas.
Sé que Meche se burlaría de mí si se lo digo. Ayer
estuve a un paso de decírselo, pero al final no me atreví.
Me quedé acostada, a su lado, con las manos dobladas
sobre el pecho como se las doblan a los muertos. Tenía
ganas de llorar, imaginaba un calambre en las palabras,
un calambre que las retorcía hasta dejarlas postradas en
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sillas de ruedas. Cerré los ojos y conté hasta diez como
cuando era niña y jugaba a las escondidas o a la gallinita
ciega. Cuando desperté, ella ya no estaba. Mi cabeza se
convirtió en un paisaje árido, caluroso, con cientos de
obstáculos que me impedían andar y algunos puñados
de ramitas quebradas de las cuales no podía sujetarme.
Mientras me peinaba frente al espejo, pensé en Meche
y en todos aquellos discursos magistrales que siempre se
monta sobre la filosofía zen del desapego y el amor libre
de los anarquistas. Sentí ganas de pegarme un tiro.
No me gustan los locales de ambiente. Diana hizo que
terminara odiándolos. Me arrastraba todos los viernes por
la noche hasta alguno de esos antros y no me quedaba
más que imaginarme en el interior de una melancólica
burbuja capaz de conjurar el tecnomerengue y la borrachera general. Luego, me dedicaba a ocupar esa burbuja
como quien ocupa un búnker en tiempos de guerra.
Con Diana todo pasó demasiado rápido. De ignorar por
completo la existencia del clóset en donde ella, irremediablemente, me visualizaba, pasé a engrosar las filas de
los colectivos que se la pasan protestando a favor de los
derechos gays enfrente de la Asamblea Nacional. Fue rarísimo. Sin haber estado nunca en el clóset, me encontré,
de pronto, saliendo de él.
Diana era una férrea militante. Estaba tan chiflada
por la militancia que si la hubiesen secuestrado los extraterrestres para estudiar nuestra raza, la devuelven, de
inmediato, y todo por la tremenda confusión que, seguramente, causaba en ellos: no se consideraba ser humano,
sino lesbiana. Lo único que le faltaba decir era que los
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destellos del arcoíris iluminaban a la humanidad entera,
y que al final de los colores encontraríamos al enano más
maricón del séptimo anillo del universo, santo patrono de
las lesbianas, los maricos, los travestidos, y transexuales
con una inmensa olla de monedas de oro para darnos por
el culo a todos por igual.
Estuvimos juntas durante ocho meses y nuestra relación se convirtió en una pancarta, en una eterna protesta.
Estaba harta de meterme mano con ella enfrente de la
Asamblea Nacional. Sentía que los besos que constantemente me prodigaba en esas aceras del centro no eran
más que recursos políticos para reforzar las gloriosas luchas del colectivo. Terminamos el día de la Marcha del
orgullo gay. Estaba agotada y decidí no ir. Un avance
del noticiero interrumpió la película que estaba sintonizando, mientras esperaba que la lavadora terminara uno
de sus ciclos. Era extraño que una televisora cubriera el
evento y me alegré de que estuviéramos alcanzando cierta
visibilidad. En primer plano pude detallar a un reportero
con cara de terror, en segundo plano distinguí a Diana
besándose con una camionera desconocida.
Meche encontró un mensaje de su hermano en la contestadora. Estática, ruidos indescifrables y luego la voz de
Tomás, tiránica y despechada, cayendo como un tronco
sobre su conciencia. ¡Papá está en terapia intensiva y tú no
apareces! Otro giro de tuercas para una historia familiar
sin reveses, papá está en todas partes y ella no aparece.
Decide no contestar más el teléfono. Sabe que la alcahueta de Tomás intentará practicar paracaidismo sobre
los territorios más inhóspitos de su psique, que intentará
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desenroscar la culpa, el deber filial y otras culebras perentorias amparado en su posición de hermano mayor, a
pesar de que ella le ha repetido hasta la saciedad que no
le interesa la vida, obra y milagros del gran inquisidor de
Tumeremo, oficiante del más cruel oscurantismo y dinosaurio redivivo, escapado de una película de Spielberg.
Meche, mientras editamos un video de su último performance, me pregunta si aquello nunca va a acabar. Algo
le dice que ni aunque se muera el viejo aquello se acaba,
y eso lo sabe porque cuando finalmente logró irse de casa
el nombre del padre la confinó durante años a largas sesiones de terapia con su vecina, psicoanalista amateur.
El nombre del padre estaba en todas partes, como un
símbolo mohoso de aquel parque jurásico que fueron su
infancia y su adolescencia, delimitadas por el comisariato
moral y las redadas que el viejo planificaba para decomisar sus brillos labiales, sus revistas y otras naderías.
Su psicoanalista, lacaniana ortodoxa, durante las larguísimas sesiones a través de las cuales pretendían atrapar
a aquella niña triste que Meche había sido, le explicaba
que el ser humano se estructuraba en la mirada del otro y
ella, hundida en el diván, sintiéndose como una apestada,
pensaba entonces en que no había cura posible porque se
había torcido en la mirada de su padre, en su bizquera fisiológica y concreta. La leve bizquera de su padre en esos
momentos se le revelaba como la evidencia del inconmensurable estrabismo mental que la nombró y le otorgó una
identidad. Sintió mucha rabia al comprender que había
crecido en las pupilas del monstruo y que quizás estaba
condenada a permanecer encerrada de por vida en ellas.
En la pantalla de la computadora puedo ver a Meche
sacándose la camisa y preparando los últimos detalles para
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homenajear a Valie Export, la célebre artista austríaca que
se dejaba tocar las tetas en las calles de Viena. Claro, le explico a mis amigos, hay todo un rollo feminista de por medio. La cámara enfoca su espalda descubierta y sólo pienso
en darle vueltas como a la gallinita ciega que, quizás, ella
también es. Y no sé de dónde me viene este tonito infame
de bolero, pero pienso que necesitamos desorientarnos,
sólo para intentar rozar, al menos con los dedos, las espaldas de las personas que nunca llegaremos a ser.
Más allá de las teorías Queer que son un verdadero
rollo, no termino de entender por qué ser lesbiana es tan
difícil. ¿Se trata de un caso de sonambulismo teórico? Sin
que me quede nada por dentro, puedo decir que lo único
verdaderamente complicado de ser lesbiana es aquello de
equivocarme con las mujeres que me atraen. Tengo que
aceptar que mi GPS está chueco, desubicadísimo, como
pavo asado en fiesta de vegetarianos: siempre intento enredarme con la más férrea y obstinada hetero de toda la fiesta.
Meche, al mejor estilo de Corín Tellado, dice que odia
a su padre porque durante su adolescencia el miedo que
sentía por él había superado cualquier clase de respeto, y
porque se había hallado, de pronto, borrando cualquier
pista que pudiera ayudarlo a descifrar sus verdaderos pensamientos: aquello era peor que las dictaduras del Cono
Sur durante la década del setenta y peor, incluso, que el
mundo distópico del big brother de Orwell y sus telepantallas. Lo odia porque el viejo con sus sermones había
desintegrado su personalidad, porque en las fotos de esa
época sólo aparecían fachadas de ella, coartadas cuidadosamente elaboradas. Y porque en un plano muchísimo
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menos complejo, no la dejaba salir y le decía que tenía
cara de puta. Lo de la cara de puta el viejo lo atribuía al
parecido físico de Meche con su mamá.
Lo odia porque el viejo era un misógino y un verdadero degenerado que la obligaba a sintonizar todas las tardes programas repetidos de Los tres chiflados, a aprender
piezas para guitarra clásica compuestas por Aldemaro Romero y a leer las obras completas de Arturo Uslar Pietri.
Además, me sé de memoria la historia de cómo el viejo
aterrorizó a su único amigo del bachillerato amenazándolo con una escopeta. Pero yo nunca le creí. Siempre
pensé que lo que más la afectó, si es que aún pudiera
existir una cosa peor que estar rayadísima en tu liceo por
ser la hija del bizco psicópata de la escopeta en tiempos
de Madonna, Tropi Burger y los patines en línea, es que
luego de que el viejo se ensañara tanto con ella, en nombre de su amor paternal, no saliera corriendo a buscarla
cuando se puso a vivir en un barril con Mugre, el mentecato con el cual terminó fugándose. Ciertamente, todos cuando chicos nos escapamos de casa alguna vez y
volvimos, moqueando, al día siguiente. Lo increíble del
caso es que Meche, cual personaje de una de esas novelas
de huerfanitas decadentes que me hicieron tragar en el
bachillerato, quedó sumida en la más aplastante y feliz
indigencia. Wild thing, pensarán.
Mugre no era feo, lo juro. Pero era flaco, desgarbado
y pálido como un cadáver. Era un imbécil redomado y un
personaje pintoresco de la fauna underground caraqueña,
acólito de la escena del punk y el metal del Distrito Capital.
Meche dice que cuando lo conoció el tipo no estaba tan
quemao, pero olvídate. Al escaparse con él, intentaba alcanzar desesperadamente esa utopía degenerada que todos los
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jóvenes, esos que nos criamos viendo elefantes volar en las
películas de Disney, intentamos alcanzar: la libertad.
Pura y dura comiquita.
Desde hace tres días no sé nada de Meche. No contesta
mis llamadas. Cuando marco sólo escucho ese tono tan
desagradable repicando en el vacío. Pongo a todo volumen el primer disco de The Strokes. Escucho la canción
número cinco, una vez detrás de otra. Si volviera a nacer
quisiera ser esa canción.
Meche dejó sus zapatos deportivos aquí. Sé que es
totalmente ridículo, pero los acaricio con la mirada como
si a través de ellos pudiera tocarla. Me gustan esos zapatos. Los compró en una tienda de artículos deportivos y
muestran varias L y varias T que se concatenan en colores
grises sobre el cuero negro. Las extremidades de las letras parecen estar siempre tironéandose de una manera
violenta, sin perder por ello la postura estilizada de los
yoguis. Las piernas de las L y los brazos de las T permanecen rígidos, imbatibles, recreando una proeza gimnástica,
y al mismo tiempo, una estampa de amor tántrico.
Acostumbra dejarlos en la entrada de la habitación,
al lado de la puerta. Yo los observo desde la cama con
aire triunfal. Ella se quedará dos horas más. Mis piernas de
L, sus brazos de T, permanecerán entrelazados, desatendiendo toda estética, en medio de un caos de almohadas y
edredones hasta que llegue el momento de ir a la oficina.
Me gustan esos zapatos al lado de la puerta. Es como
si dijeran nos vamos, y luego se quedaran allí, con los
cordones desatados, y la lengüeta encorvada, sin poder
dar un paso. Me gusta cuando ella los deja al lado de la
puerta, porque entonces entra a la habitación en puntillas
con el respeto de quien penetra en un recinto sagrado. Va
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en puntillas sólo por no ensuciarse las medias (son mis
ojos los que inventan la reverencia). Una procesión peregrina y de rodillas, la manera en que un pie adelanta al
otro, y las manos que buscan sujetarse del aire antes de
alcanzar finalmente la cama.
Durante las últimas semanas no he podido dormir. Lo
mismo da que Meche duerma junto a mí o no. Los eternamente olvidados hermanos Grimm renacen desde las
cenizas de mi infancia para recomendarme una marca de
somníferos: el verdadero amor, como en los cuentos de
princesas, es un guisante debajo del colchón de la cama.
Es un guisante que te jode la espalda y hace que te despiertes en mitad de la noche porque una voz fluyendo
desde tus sueños, una voz extrañamente parecida a la de
Billie Holiday, te dicta que no puedes perder el tiempo,
que debes besarle el cuello a esa persona que duerme
a tu lado, que debes meterle la mano por dentro de los
pantalones. El amor es un guisante que se te queda metido en el ombligo como un puto cordón umbilical y te
ayuda a respirar, aunque no lo digas mucho, aunque casi
no lo digas. Los hermanos Grimm, vistiendo unos trajecitos bucólicos sacados de un comercial de mantequilla
danesa, me alcanzan una pastilla y un vaso de agua: el
amor es un guisante, una cosita frágil y nimia, en apariencia. Por eso es que muchos lo aplastan, sin querer
queriendo, hasta dejarlo a ras de suelo, como un chicle
viejo. Algunos, incluso, se acuestan sobre él, le sacan algunos quejiditos y lo revientan. Allí quedó todo. El amor
no es infalible, no es tan poderoso como para redimir a
cierta clase de cabrones.
El terreno de La Trinidad recordaba a una lejana arcadia coronada por un cielo sucio, manchado de smog. Allí
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no había lugar para pajaritos ni para descripciones panteístas de la naturaleza. Sobre la grama, dispersos, estaban los
diez barriles de madera. Eran barriles de los que se usan
para almacenar vino y tenían unas proporciones nunca antes vistas en un país caliente y caribeño. El terreno parecía
un monumento a Baco, la escenografía de una fiesta de
polifemos borrachos, un lugar de culto, tan inexplicable
y misterioso como Stonehenge. Los barriles, por supuesto,
estaban vacíos desde hacía mucho tiempo, y tumbados en
la grama, podían albergar a varias personas de pie.
Mugre heredó uno de los barriles de un malabarista,
medio faquir y medio timador, que se ganaba la vida escupiendo fuego en los semáforos y robando carteras en el
Metro. Al malabarista lo atropelló una ambulancia mientras hacía morisquetas en el semáforo y ninguno de sus
vecinos lo extrañó. Mugre conservó algunas de sus pertenencias: un mechero de gas para cocinar y una revista
Playboy, pero también se robó algunas cosas de la casa
de sus viejos y convirtió el barril en uno de los más confortables de aquella chifladísima vecindad y casi escuelita
de supervivencia del Chavo del ocho. Meche empezó entonces a pasarse los días metiéndose mano con Mugre e
intentando descifrar los rayones que había dejado el malabarista en la madera del barril: pulsiones ágrafas y post
adolescentes. La típica calavera trazada en grafito, con ojos
huecos y exorbitantes, le sonreía siempre, intimidándola.
Sin embargo, se adaptó pronto a la atmósfera que se
respiraba en el terreno. Buena parte de sus vecinos eran
muchachos excéntricos que intentaban vivir allí por breves períodos, impulsados por lecturas mal digeridas de
Bakunin, Kropotkin y las canciones de Johnny Rotten.
Todos ellos se declaraban ácratas radicales e, incluso,
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recibían la visita de anarcos extranjeros con los que se la
pasaban en grande sembrando papas. Los demás eran saltimbanquis y titiriteros que vivían en un eterno peregrinar
por el subcontinente. En este sentido, las caras se renovaban de manera constante. Los ácratas a veces protagonizaban motines con el fin de sembrar papas en el espacio
que los saltimbanquis habían destinado para practicar
sus números circenses pero, en general, no había mala
vibra. Más adelante el terreno se putearía, todo se iría a la
mierda y la comunidad adquiriría el mote de Piedradura,
pero Meche se fue antes de que ocurriera eso.
Ella recuerda su estadía en el terreno como una intensísima Epifanía por medio de la cual se le reveló, por
supuesto, erróneamente, que la verdadera clave de la vida
tenía forma de pene. Tuvo también la oportunidad de celebrar, aunque con evidente retraso, el advenimiento de
los grandes sucesos que transformarían para siempre la
historia del arte: la certeza de que las guitarras no tenían
porqué limitarse a emitir sonidos armónicos y la convicción
de que no sólo los fósiles arqueológicos tenían la potestad
de hacer literatura. Su espíritu ascendía más allá del Tao y
finalmente hallaba respuestas. Alucinaba con la comunidad, a pesar de que sus vecinos amenazaban con expulsarlos argumentando que armaban unas trifulcas horrorosas,
en medio de las cuales se caían a puñetazos y se amenazaban con objetos contundentes. Al final, los dejaron tranquilos porque descubrieron que sólo estaban tirando.
Estos maravillosos momentos no impidieron que se
fuera aburriendo de Mugre y de sus bizarros toques en las
plazas públicas. Después de un curso intensivo de esos
toma y dame de sincronía catastrófica, que intentaban
emular el sentido primigenio y más anárquico del punk,
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empezó a considerar este género como un género menor.
A los pocos meses, harta de comer papas y de pedir dinero
en los vagones del Metro, se fue a vivir a la Libertador con
un pintor que, de vez en cuando, visitaba el terreno. Se
animó a inscribirse en la Universidad de Artes Plásticas en
donde el tipo dictaba clases.
Lo demás, también, es pura y dura comiquita.
A Meche no le gusta decir que trabaja en un museo. Le
parece poco inspirador. Últimamente le ha dado por decir que trabaja vendiendo seguros de vida y parcelas del
Cementerio del Este. Lleva siempre vestidos negros. La
gente la mira como si viniera de otro planeta. Yo les digo
que estoy enamorada de la novia muerta de mi mejor
amigo para no quedarme atrás y entonces empiezan las
risitas nerviosas. A los pocos segundos, estamos solas, de
nuevo. Los que se quedan obtienen el derecho a dar una
vuelta en nuestra nave espacial.
Meche tiene un sentido del humor divino. Tiene más
sentido del humor que el cantante aquel que se inmoló
en un suicidio ritual y dejó una nota en que se disculpaba por haber manchado la pared de sangre. Si mal no
recuerdo su nombre artístico era Dead, el de Mayhem,
la bandita noruega de black metal que trascendió en la
historia musical más por ser un hatajo de desquiciados,
que por la creativa composición de sus piezas. Dicen que
Euronymous, miembro fundador de la banda, se comió
los sesos de Dead después de tomarle una fotografía a
su cadáver para, posteriormente, imprimirla en franelas,
tazas de café y diversos artículos de merchandising. Esos
noruegos me matan de la risa.
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Hoy planeaba decírselo todo a Meche. Planeaba hacerle una declaración de mi amor, sensiblera como un
bolero y, seguramente, tan tétrica como la discografía de
Mayhem. Planeaba decirle que cuando no contesta mis
llamadas siento ganas de cortarme con botellas rotas y
desangrarme ante la mirada impávida de los vecinos del
edificio, de la misma forma en que lo hacía Dead, ante
cientos de personas, en sus conciertos. Sé que Meche me
amaría para siempre si me pusiera en una de happening
con animales muertos en la entrada del edificio. Aún recuerdo cómo andaba de emocionada por el performance
de una muchacha que consistía en revolcarse, semidesnuda, sobre una montaña de grasa de vaca en el hall del
Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos.
Pensaba que era muy sexy. La gente que estudia Artes es
siempre gente muy rara.
Y es que cuando la veo me provoca hasta comerme
sus sesos, no importa todas las barbaridades que diga. Esta
tarde su gran afición por los lugares lúgubres nos colocó
en un banco del parque Los Caobos. Estábamos sentadas
en ese banco maloliente del parque, las nubes parecían
berenjenas quemadas, trinchadas por un tenedor de materia cósmica y aunque por el simple hecho de estar allí,
junto a ella, me sentía resplandeciente, mucho más eufórica que cuando conseguí las obras completas de Anaïs
Nin en un remate del puente de las Fuerzas Armadas. No
pude reunir el valor de decírselo. Lo confieso, me paralizó que pudiera pensar que soy demasiado convencional.
Lejana del budismo zen y el anarco-progresismo, entusiasta insalvable de la propiedad privada y el amor burgués. Lo sé. Me acusará de querer convertir su cuerpo
en un condominio con estacionamiento y maleteros. Me
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acusará de tener el cerebro cortado por la tijera de los
valores patriarcales de los que no para de hablar. Cuando
llegué a casa y me vi en el espejo, sentí que merecía que
mi habitación fuera invadida por una pandilla de neonazis del Cono Sur y que, además, merecía que me torturaran obligándome a observar cómo arden en una pira
mis discos de Ella Fitzgerald y mis libros de Guillermo
Meneses. Sentí ganas de que, con el bisturí perdido del
doctor Mengele, me practicaran una lobotomía.
Hace unos días soñé que Meche se besaba con la camionera desconocida que mi ex estuvo manoseando, en vivo
y directo, durante la Marcha del orgullo gay. Como no
le pude ver la cara, debido a que mi ex parecía estársela
arrancando de un mordisco, mi inconsciente eligió sustituir esa ilusión óptica con la cara del ilustrísimo, y para
nada atractivo, Rómulo Gallegos. Evidencia, clarísima,
de que los ingenieros están afectando seriamente mi vida
emocional. El sueño tenía una atmósfera pesada y lenta,
casi plagiada a una escena de un resumen escolar de
Doña Bárbara. Me desperté sobresaltada y me colgué a
llorar como si fuera una bibliotecaria extraviada en aquella escalofriante pesadilla.
Como era de esperar, pasé toda esa mañana intentando llenarme de valor para hablar con Meche. Quería
decirle que la amaba, quería decirle que cuando ella sonreía yo sentía que todo a mi alrededor se volvía más nítido
y que, por ella, sería capaz de pasarme el resto de la vida
con una pancarta enfrente de la Asamblea Nacional. Quería decirle que cuando estamos juntas nada más importa.
Pero, de nuevo, no pude.
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Mamá me regaló un boleto para ir a visitarla y mientras viajaba en el autobús paladeaba el sabor de la derrota:
la derrota sabe a café. Mamá me recogió en el terminal.
Se alegró con eso de que estuviera trabajando con los ingenieros. Dijo que pronto, si me concentraba en ahorrar,
podría operarme las tetas. Mi hermano menor luego de
mucho hacerse rogar, accedió a cenar con nosotros. Llevaba los benditos audífonos del iPod del que jamás se separa, y daba la impresión de que no estaba, de que se había
quedado en casa mientras nosotros arrastrábamos el monigote de su cuerpo físico. Aceptaba o negaba con la cabeza
para despistar a papá que, como está medio sordo, no escuchaba la matraca que se propagaba desde los audífonos
y martirizaba a los comensales de las mesas cercanas.
Mi hermano es uno de los peores vagos que he conocido. Congeló sus estudios el día en que obtuvo el puesto
número 1714 del ranking mundial de Counter Strike. Su
plan era dedicarse el resto del semestre a jugar como desaforado para obtener el puesto número 701. Después se daría por satisfecho y volvería a clases. Pero sus planes pronto
vinieron a dar por tierra, pisoteados por millones de ratones
en los cuales media humanidad, en red, clickeaba; hasta la
mismísima mano de Dios, en red, clickeaba, exterminando,
una y otra vez, a su equipo de combate virtual. Después
de 3 años no ha logrado pasar del puesto 912. Es patético.
Cuando me preguntan por qué soy lesbiana digo que mi
hermano me arrebató toda la esperanza que podía poner
en un hombre. La gente siempre termina por creérselo.
Cuando despertamos el dinosaurio ya no estaba allí.
Pero no se trataba de un minicuento de Monterroso, sino
200
del novelón que era la vida de Meche. El viejo se había
muerto. Meche no habló durante toda la mañana, ciertas
imágenes definían y habitaban su cuerpo como si fueran
los fantasmas de las casas embrujadas de las películas de
Hollywood. Al principio pensé que Meche era una de esas
casas, pero ella tenía unas ojeras gruesísimas y se veía mucho más estropeada. Entrada la tarde, le encontré cierto
parecido con el niño rubio y adorable de la película Sexto
sentido: estaba viendo gente muerta a su alrededor. Aunque aún no abría la boca, yo podía captar la nitidez de esas
imágenes que la perseguían, en alta resolución. Y tal vez
por eso me quedé allí con los ojos clavados en sus pies descalzos, invadida por un sentimiento de solidaridad agreste
y elemental, preguntándome si la vida no se trataba, precisamente, de mantenernos en esa negociación constante
con la muerte. Entonces sentí que no había cielo abierto
que pudiera redimir esa necesidad de tomarle la mano a
Meche, de decirle que todo estaría bien, que no había
camino a casa que pudiera redimir esa necesidad de salvarme, y de salvar a Meche y al dinosaurio, era una necesidad ciega y acuciante de salvarnos no sé de qué demonios.
No me gustan los cementerios. La grama es tan verde que
me provoca llorar y siempre los de la funeraria terminan
por confundirme con la viuda del difunto. Para sorpresa
de todos, Meche quiso ir a despedirse del viejo. Estaba
vestida de negro, como todos los días, pero las personas
que no la conocían interpretaron sus trapos como el símbolo de un duelo profundo. Por uno de esos extraños
azares que rigen nuestro paso por los autobuses de esta
ciudad, cuando nos dirigíamos al Cementerio del Este,
201
una señora histérica que gritaba y sacudía un crucifijo,
nos entregó esta tarjeta:
Si usted muere hoy, ¿dónde pasará la eternidad?
Si usted no está seguro, sintonice la emisora VVN 1920 AM,
Emisora totalmente cristiana.
¿Quiénes van al cielo? Lea: Juan 1:12, 5:24
¿Quiénes van al infierno?
Lea: Salmos 9:17; Apocalipsis 21:8
Meche miró la tarjeta con ojos inexpresivos, estaba
casi catatónica. Yo no pude evitar responder mentalmente. Como nuestro dinosaurio, y como sus sucesores
de toda especie en este valle petrolero, resucitaría bajo la
forma de un galón de gasolina. Me pasaría la eternidad
ardiendo como aceite de motor.
Volvimos a casa de Meche cabizbajas y en silencio.
Ella dijo que quería caminar un rato. Yo me hundí en el
sofá y marqué el número de mi padre cuando entendí,
por el ruido de sus pasos, que ya estaba lejos del apartamento. Quería estar segura de que mi padre aún estaba
allí, de que no se había esfumado como lo había hecho
el dinosaurio. Una paranoia rara. Él contestó y no sé por
qué pensé en galletas de guayaba. Siempre comíamos
esas galletas, eran nuestras favoritas. No sabía qué decirle.
Iniciamos esa dinámica tan conocida por ambos, una retórica de ping pong que jamás pasaba del simple saludo.
Repetíamos lo mismo, una y otra vez, con distintas palabras. Un abismo nos separaba pero no había resquemores, ni mala conciencia. Recordé que un personaje de
202
Rubem Fonseca, en Agosto, le dice a su amante que los
hijos nunca quieren a sus padres. Ese razonamiento me
pareció entonces desmesurado, algo que sólo se le podría
ocurrir a un matón de cuello blanco, algo que sólo podría
decir, sin que le temblara la voz, un personaje de ficción.
Tal vez por eso quise colgar y salir corriendo a buscar a
Meche, pero no lo hice. Le pregunté si aún vendían galletas de guayaba. Me contestó que no.
Esa noche cuando nos disponíamos a preparar la
cena lo solté todo. Le dije que la amaba. Me ahogué
en un océano de palabras absurdas, mis manos eran de
gelatina, sentía que necesitaba un salvavidas para no
naufragar en medio de la sala, para no asfixiarme debajo
del sofá. Casi le grito que el enano más maricón del universo nos esperaba detrás de los colores del arcoíris para
bendecir nuestro amor y permitirnos la entrada al paraíso
eterno de las cachaperas. Contra todo pronóstico, Meche
no dijo nada, su boca parecía el trazo torpe de un niño
que apenas aprende a dibujar. Se limitó a mirarme como
quien mira a un cachorro arrollado. Los colores del arcoíris se entremezclaron, lo empecé a ver todo muy negro.
La derrota era viscosa, oscura, eterna. Sabía a gasolina.
Entonces me fui a la cocina a pelar calabacines y a esperar la próxima glaciación.
203
La tienda de muñecos
Jorge Gómez Jiménez
A
mediados del año 1973 una serie de crímenes captó
la atención pública a la manera de un clásico cinematográfico. Es cierto que las personalidades asesinadas
gozaban de alguna relevancia en la pequeña sociedad citadina, pero fueron las extrañas pistas dejadas por el asesino, y la sorpresa posterior de su identidad, lo que levantó
tal revuelo.
Acababa de divorciarme y los días transcurrían grises;
casi agradecí expresamente haber sido designado al caso
correspondiente al primer asesinato. Intuí que había sido
un crimen de rápida consumación: la víctima era una joven actriz de teatro cuyo corazón estalló al ser alcanzado
por una bala desde la espalda. El asesino había entrado
con ella; lo denunciaban las llaves y la cartera puestas sobre la mesa de la sala, así como el impoluto orden del resto
de la casa. Los interrogatorios a las personas que mantenían relación con ella no arrojaron mayores indicios.
Las pistas recogidas en la escena del segundo crimen,
además de hacerme suponer que se trataba del mismo
asesino, me condujeron a reparar en un detalle que había
pasado por alto en el primero. Se trataba en este caso de
un oficial del ejército asesinado por la espalda, como la
joven actriz, cuando llegaba a su casa. Pero la presencia
de un soldado de plomo a pocos metros del cadáver me
recordó que en algún lugar de la casa de la joven había
visto una muñeca de porcelana. Ambos muñecos, a pesar
de que parecían muy viejos, estaban en perfecto estado.
Así que cuando ocurrió el tercer crimen, un sacerdote
asesinado en similares circunstancias, me fue fácil suponer que en la escena hallaríamos un pequeño colega de
la víctima. Ya había algo parecido a un modus operandi.
Se multiplicaron los interrogatorios, pero en igual medida la incertidumbre; no había rastros del culpable, y la
prensa, ya entonces en conocimiento de que cada crimen
era acompañado por un muñeco, empezaba a darle más
cobertura de la que hubiéramos deseado.
Pero lo que hallamos en el cuarto crimen realmente
nos desconcertó. Era en este caso un maduro abogado solterón asesinado en las mismas circunstancias. Sin embargo,
no hallamos al esperado muñeco en aquella sobria estancia
plena de ceniceros con forma de búhos y pequeñas balanzas de bronce. En lugar de eso, y demasiado evidente como
para no ser vista, encontramos sobre un montón de libros
de jurisprudencia una vieja pelota de goma. El análisis posterior la ligó a los muñecos por lo único que tenían en común, aparte de su dignidad de viejos juguetes: la absoluta
carencia de huellas dactilares. Y nada más.
Fue entonces cuando llegó la carta. El remitente era
un anciano que vivía con su hija y que aseguraba disponer
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de datos que nos permitirían dar con el asesino. Comprometido por las dificultades que afrontaba para resolver el
caso, y por la presión que ejercía, no sin sorna, la prensa
local, decidí darle crédito al inesperado testigo.
La dirección apuntaba a una vieja librería de los suburbios. Al entrar me golpeó el olor del encierro, la pátina
atmosférica que caracteriza los lugares solitarios. Una
mujer sin alma me recibió sin fijar sus ojos en los míos.
No pareció importarle el motivo de mi visita ni el rango
que ostentaba mi identificación; al contrario, quizás aliviada al no tener que hablar más conmigo, se perdió entre
los anaqueles repletos de volúmenes descoloridos que ya
a nadie interesaban.
Un momento después la mujer emergió entre los libros.
Sombría y sin hablar me señaló con el dedo una puerta
oscura que se agazapaba tras aquel abandonado tremedal
de papel quebradizo. Al abrirla me invadió la sensación de
estar ante un espejo de feria: del otro lado había más anaqueles, aunque el recinto era más pequeño y caluroso. Un
hombre viejo estaba de pie ante una ventana a través de la
cual, por todo cielo, se veían las formas innumerables que
sugerían los ladrillos del edificio de al lado.
El hombre me invitó a pasar al fondo de esa réplica
en miniatura de la vieja librería. Me ofreció un pequeño
asiento: “Este es más cómodo”, me dijo, mientras él eligió
un banquito de madera, contra la escasa luz de la ventana. Su pelo blanco, el rostro claro, atento. Un saco oscuro y la corbata roja; maneras cuidadosas, discretas. Me
dijo que tenía 75 años; igual habría podido declarar más
de cien y le habría tomado en serio. La casualidad puso la
historia de este hombre al alcance de mis manos, y yo me
apresuro a transcribirla tal como la recuerdo:
207
“Enterrado en esta vieja librería por más de tres décadas, y predispuesto a que la naturaleza humana es baja
y falaz, me he acostumbrado a leer la prensa no como el
relato de cosas y sucesos reales, sino como la descripción
incierta de simples fantasías. Pero, al enterarme de que
en la escena del tercer crimen usted había hallado un
sacerdote de juguete, me asaltó un golpe de realidad que
trajo a mis ojos el recuerdo de épocas pasadas, y seguro de
poder ayudarle resolví escribirle.
En 1927 heredé de mi padrino una tienda de muñecos
que él, a su vez, había heredado de mi abuelo. Allí había
nacido yo, que así, aunque hijo legítimo de honestos padres, podía considerarme fruto de amores de trastienda,
como suelen ser los héroes de cuentos picarescos.
Así que a mis ojos poseía esta tienda el encanto de los
recuerdos de familia; y así como otros conservan los retratos de sus antepasados, a mí me bastaba, para acordarme
de los míos, con pasear la mirada por los estantes abarrotados de viejos muñecos, con los cuales, bajo prohibición
expresa de mis mayores que pretendían con eso forjar mi
carácter, nunca jugué. Más que juguetes, aquellos muñecos eran el reflejo de una tradición centenaria que mi
padrino, y antes mi abuelo, solía resumir en una frase:
‘¡Les debemos la vida!’.
Imbuido de aquel grave espíritu, mi padrino sometió a los muñecos a una estricta jerarquía, clasificándolos en sus estantes bajo un riguroso orden que impedía
que ejemplares de distintas condiciones se codearan entre sí; de esta manera, los plebeyos andarines de cuerda
que caminaban sobre el mostrador, para maravilla de los
pequeños clientes, nunca conocieron los espacios donde
descansaban con prestancia los lujosos y aristocráticos
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muñecos de chistera y levita, que apenas sabían levantar
con mucha gracia la punta del pie elegantemente calzado; en cualquier caso, a unos y otros evitaba mi padrino
dispensar más trato que el imprescindible para mantener
la limpieza en los estantes donde estaban ahilerados, sin
permitirse familiaridad alguna con ellos.
Empecé a sospechar que mi padrino había perdido la
razón. Imponía a los muñecos el principio de autoridad,
el respeto supersticioso al orden y las otras estrictas costumbres establecidas desde antaño en la tienda. Juzgaba
que era conveniente inspirarles temor y tratarlos con dureza a fin de evitar la confusión, el desorden y la anarquía,
portadores de la ruina que solía acabar con los grandes
imperios como finalmente ocurriría en el humilde tenducho años más tarde.
Ya entonces trabajaba en la tienda un mozo al que
mi padrino despreciaba por diversas razones. Le equiparaba a los peores muñecos de cuerda y le trataba como a
los maromeros de madera y los payasos de serrín, muy en
boga entonces. A su modo de ver, el mozo no tenía más
sesos que los muñecos en cuyo constante comercio había
concluido por adquirir costumbres frívolas y afeminadas.
A tal punto subían en este particular sus escrúpulos,
que desconfiaba de aquellos muñecos que habían salido
de la tienda alguna vez, llevados por el amanerado mozo,
sin ser vendidos en definitiva. A esos desdichados acababa
por separarlos del resto, sospechando que en su compañía
habían adquirido hábitos perniciosos.
Pero un día mi padrino se sintió mal. Desde hacía
algún tiempo tenía dificultades para recorrer sin fatiga la
corta distancia que separa entre sí los estantes. Supo que
iba a morir cuando los ojos se le nublaron y se echó en
209
su cama de la trastienda. Me senté a su lado y empezó a
hacerme extensas recomendaciones acerca del negocio.
Lanzó una última mirada a la tienda en la que sin duda
abarcaba el vasto panorama del presente y del pasado,
dentro de los estrechos muros tapizados de figurillas que
hacían sus gestos acostumbrados y se mostraban en sus
habituales posturas.
En algún momento fijó su mirada en los soldados que
ocupaban un compartimento entero en los estantes y me
advirtió que a tales guerreros se debían, en gran medida,
las largas horas de paz disfrutadas por la familia. Vender
ejércitos es un negocio pingüe, agregó.
Viendo que realmente se acercaba su muerte, insistí
en llamar a un médico. Se limitó a mostrarme una gran
caja que había en un rincón de la trastienda y me recomendó encerrar allí a todos los sabios, profesores, doctores
y otras eminencias de cartón y profundidades de serrín, a
fin de que se quedaran sin venta y en la oscuridad que
les convenía. En cambio, debía albergar la esperanza del
provecho material en las siempre deseables muñecas de
porcelana, así como en las de pasta y celuloide, y hasta en
las de trapo, todas ellas de segura venta.
Ya convencido de su agónica demencia, entendí perfectamente a lo que se refería cuando me pidió traerle un
sacerdote y dos religiosas. Alargando el brazo, los tomé en
el estante vecino al lecho y se los di. Los palpó con suavidad y me dijo: ‘Hace ya tiempo que conservo aquí estos
muñecos, que difícilmente se venden. Puedes ofrecerlos
con el diez por ciento de descuento, lo cual equivaldrá a
los diezmos en lo tocante a los curas; en cuanto a las religiosas, hazte el cargo de que es una limosna que les das’.
210
Fue entonces interrumpido por el llanto del mozo,
quien se hallaba en un rincón de la trastienda, la cabeza
entre las manos, y no podía escuchar sin pena los últimos
acentos de mi padrino. Lo llamó a su lado y le dijo con
severidad: ‘No tengo más que repetirte lo que tantas veces
antes te he dicho: que no atiples la voz ni manosees los
muñecos’. Sus sollozos resonaron de nuevo, cada vez más
altos y más destemplados.
Poco después de pronunciar aquellas palabras expiró
mi padrino. Cerré piadosamente sus ojos y enjugué en silencio una lágrima. Me mortificaba, sin embargo, que el
mozo diera mayores muestras de dolor que yo. Sollozaba
ahogado en llanto, mesábase los cabellos, corría desolado
de uno a otro extremo de la trastienda. Al fin me estrechó
en sus brazos y con sus desviadas maneras me gritó: ‘¡Estamos solos, estamos solos!’.
Me desasí de él sin violencia y, señalándole con el dedo
el sacerdote, el feo doctor, las blancas enfermeras, muñecos en desorden junto al lecho, le hice señas de que los
pusiera otra vez en sus puestos. Mi padrino –como antes
mi abuelo– había convertido su discreto oficio de tendero
vendedor de muñecos en una analogía de la realidad, una
analogía plena de las más sesudas profundidades filosóficas, y había muerto con la grave convicción de que me
daba en herencia todo un mundo para ser regido por mí.
Pero nunca tuve suficiente pensamiento para remontarme a las especulaciones elevadas de la filosofía, por lo
que lejos estaba de seguir el destino prefijado por mi padrino. Harto de vivir entre muñecos y ansioso de recuperar
entre seres de carne y hueso el tiempo perdido, abracé la
comedia humana y dilapidé en asuntos banales la pequeña
211
fortuna de que se constituía mi heredad, en la creencia de
que tendría una duración eterna y no la exigua para la
que finalmente alcanzó.
Un mal día del año 35 cerré para siempre las puertas de la tienda de muñecos. Como ante una segunda
muerte, el amanerado mozo lloraba y repetía a gritos la
tragedia de su soledad. Por toda respuesta puse en sus manos la caja con los muñecos que mi padrino, con desconfianza de místico, desterraba de los anaqueles cada vez
que el mozo volvía de una venta infructuosa. Se trataba
de alguna forma de desprecio; en su naturaleza equívoca
y desviada, el mozo pensó lo contrario y me agradeció el
obsequio con lágrimas en los ojos.
No volví a verlo en años. La pobreza templó mi carácter; contraje un tardío matrimonio que me dio a destiempo
esa hija, quizás demasiado seria y quizás ya demasiado
soltera, que le recibió hace un rato. Empecé a trabajar en
la librería como empleado y, un tiempo después, con algún dinero en el banco producto de la venta de la tienda,
y aprovechando la bonhomía del antiguo propietario,
quien se marchaba del país en busca de mejores horizontes, la adquirí a un precio francamente irrisorio.
Cierta mañana, al abrir la librería, recibí a un hombre maduro ridículamente vestido a la usanza de hombres
más jóvenes y de más viril apariencia. Era el mismo mozo
que había trabajado en la tienda de muñecos, aunque
ya no era más un mozo, pues habían pasado casi treinta
años. Conservaba, sí, la voz atiplada y las maneras.
No puedo decirle que fue un encuentro feliz. La nostalgia, y quien sabe qué escandalosas vivencias, habían
terminado por enfebrecerlo. Me recriminaba, debo reconocer que con algo semejante al respeto, el que no hubiera
212
entendido el mensaje de mi padrino, que a su juicio no
podía ser más claro. La moral, la justicia, el claro devenir
de los hombres rectos había sido plenamente delineado
en el régimen que mi padrino había impuesto a aquellos
inanimados seres de madera, porcelana y tela. ‘Hay que
recuperar la tienda’, me decía, ya sollozando, impúdicamente, delante de varias personas que se encontraban en
la librería. Cuando sugirió que debíamos imponer el estricto orden de los muñecos a sus homólogos humanos,
terminé echándolo sin mayores contemplaciones.
Ese mozo, transfigurado en un cincuentón delirante
de ridículo atuendo, fue el último dueño de los muñecos
que ahora acompañan al autor de los crímenes. Es allí
donde debe usted empezar su búsqueda”.
Una vez que terminó de contar su historia, me dio algunos datos puntuales que me ayudarían a encontrar al presunto criminal. Antes de marcharme, sin embargo, quise
saber si el anciano podía despejar la única duda que me
quedaba: la presencia de una pelota de goma, y no de un
muñeco, cerca de la última víctima, el abogado.
–Ah, una pelota de goma. Eso lo pone más claro –dijo,
bajando la mirada como si hiciera un esfuerzo extraordinario para recordar con exactitud–. Mi padrino solía decir
que, en su jerarquía, los abogados no podrían estar nunca
por encima de las pelotas de goma.
El asesino fue apresado la noche del 29 de julio de
1973. Los vecinos declararon que llevaba una vida apacible, tenía un ánimo jovial y quizás algo locuaz para su
edad, y que era impensable suponer que aquel sexagenario, a quien solían ver en el jardín atendiendo sus geranios,
213
hubiera llevado a cabo los crímenes. Pero ante la presencia de los agentes del orden confesó sin demora; mientras
lo conducíamos hacia la patrulla, mesaba su cabellera
plateada y sus sollozos se hacían cada vez más altos y más
destemplados.
Pájaros
Ricardo Ramírez Requena
A mi padre
El pájaro es el resumen del aire.
Roberto Juarroz
I
H
e amado siempre el vuelo de los estorninos. Un vuelo
amplio y en bandada, que es un espectáculo y un resguardo contra lo que nos pueda acechar. Así lo entendí
desde que escuché el tercer movimiento del Concierto
para piano número 17 en sol menor, de Mozart. En un cuaderno de apuntes, el músico indicó que le enseñó a cantar la melodía a un estornino que adquirió como mascota
pocas semanas después de componer la pieza. Estuvo con
él durante tres años.
Estas aves suelen ser cercanas a sus dueños. No de
otra manera he podido entender el arte de volar: enseñamos al avión a llevar con suavidad los movimientos en
el aire, a curvarse con sensualidad, a destilar elegancia
y rudeza. Lo llevamos melodiosamente entre las nubes,
junto al resto de los pájaros, de los aviones que surcan con
214
nosotros en el aire. Que se hacen rayos. Que trazan líneas
blancas en el firmamento.
Lo sé bien por varios motivos. Por ahora, mencionaré
el primero: tuve una de estas aves en un tiempo sin carga
de carbón en el año 26, a las orillas del Támesis. Lo tenía
en una jaula pequeña de estaño reforzado que encontré
en un basurero. Pude arreglarla. Pasé por la tienda de
aves, en Whitechapel, cerca de Bishopsgate. Vi su plumaje oscuro, su brevedad, por varios días, siempre al pasar, en mi camino hacia la Hanbury Street, donde logré
alquilar una pieza por algunas noches. Quise uno, y la
providencia me fue favorable al encontrar la jaula. Un
par de semanas después, era mío. Se adecuó a mi escueta
morada. Fue mi única compañía en los meses que pasé
en Inglaterra, mientras lograba embarcarme de nuevo.
Tuve que dejarlo, con pesar, al retomar mis labores
en el carbonero. Nuestro destino era Massachusetts, y no
podría sobrevivir al viaje enjaulado. Lo obsequié a una
joven muchacha del mercado del barrio, quien complacida me extendió su mano para besarla. Vea usted, cosas
de mujeres inglesas. Ni siquiera sonrió. Sí supo regalarme
una mirada gris, pero viva, y entendí que sabría tratar al
pájaro. Las gentes del Norte centran todo en la mirada
y las maneras, y yo, bárbaro de los Andes, pero mustio y
silencioso, supe darme a entender ante ellos.
Al llegar a Norteamérica vi la primera bandada. Como
una mano oscura y sutil bailando en el firmamento. Un
ciclón de alas de caoba dispersándose en el cielo ante el
ataque de las águilas, y volviéndose a hacer uno en su marcha. Quedé maravillado. Así, en cada viaje, fuera al norte
o al sur (en donde introdujeron estas aves con el tiempo),
216
buscaba la nube oscura de los estorninos en bandada,
danzando como un trompo en el aire.
En poco tiempo entendí el segundo de los motivos:
que no debía tener ninguno en jaula. Ni debía permitírmelo a mí. Me marché a casa entonces. En San Cristóbal
me presenté ante papá. Ya tenía 16 años. Me había fugado
a los 14 sin dejar rastro alguno. Me cruzó el rostro de un
cuerazo. A los días, me recibió en su despacho.
–Usted no sirve ni para el estudio ni para el trabajo.
Si fuera a misa lo mandaría al seminario de una vez, pero
seguro ya es ateo. Así que se me va para la Academia Militar. Ya envié despachos y lo esperan en Caracas. Usted
sabe el camino para salir de aquí. Y también para salir de
la ciudad. Se me va en menos de tres días.
–Le escribiré, papá.
–A mí no, escríbale a su madre. A mí mándeme una
foto de subteniente o no me busque más.
Claro que sabía llegar a Caracas. Se toma una mula,
por la vía de Trujillo hasta el sur del lago de Maracaibo.
Luego se debe tomar un vapor hasta Curazao, y de ahí
otro hasta Caracas. Cuando mi fuga, abrumado por el hastío del silencio y calles chatas, me ofrecí como grumete en
un barco noruego que transportaba carbón y lo hice por
un par de años mi oficio. Ahora, el camino sería otro: un
vapor hasta La Guaira, y luego en bestia hasta la capital.
Al llegar a la ciudad, el paso corriente hacia Caracas
estaba obstaculizado. Buscaban gente. Prófugos de la justicia. Dicen que eran estudiantes que trataban del llegar
al mar para marchar al exilio. Tenía dos opciones: o esperaba unos días, pernoctando en el litoral, o acometía mi
ruta por el Camino de los Españoles. Impaciente, escogí
217
la segunda. Dos viajeros, comerciantes que regresaban a
la ciudad, me acompañaron.
Subiríamos en mula. Antes de la primera hora, al remontar el sol en su camino hacia el mediodía, uno de
ellos se quejaba de la abolición de la esclavitud.
–Humboldt pudo subir este camino porque tenía esclavos que le llevaban las cosas. Uno no.
Se notaba una ciega amargura en el rictus de su boca,
en los ojos y en la mayor parte del semblante.
–Ellos subieron por Cotiza, nosotros lo tendremos un
poco más fácil.
Yo callaba, no era parroquiano. Antes del Fortín del
Salto, vimos una hacienda, hermosa, llena de años y silencio. El segundo de mis compañeros se notaba incómodo.
–Aquí hay ánimas, así que mejor seguimos.
Desde abajo ya veíamos la cumbre del Fortín de Castillo Negro. Ahí reposamos. Pude ver el mar desde esa altura, el litoral pleno y hermoso; observaba las olas en un
ritmo ascendente y descendente, elevando los barcos. Pude
ver turpiales y cristofués, colibríes y gavilanes. Una ventisca
trajo nubes del Ávila y borró de nuestra vista la imagen
del mar. Como si tragara sueños y salitre. Entonces aparecieron los gavilanes, dueños del cielo y los zamuros, del
averno. A la hora, percibimos un olor a lluvia y seguimos
la marcha. Cerca estaban el Fortín de la Cumbre, Castillo
Blanco, y más allá San Jorge de la Cuchilla. Ruinas de un
pasado que no existe. El eco de las montañas retrataba ese
pasado. Un compañero contaba que la presencia de piratas
se anunciaba con cañonazos de fortín en fortín hasta Puerta
de Caracas. La ciudad se enteraba enseguida de su llegada.
–Parece que Gómez ensalmó estos lugares. Sabe
quién entra y quién sale a estas tierras, y su mano decide
218
darle paso o no. Ante la traición, escucha los cañones retumbar adentro del pecho.
Desde el momento de salir, noté la desconfianza de
estos hombres ante los andinos, por lo que hice bien en callarme y nunca hablar. Nada mejor que resguardarse de los
que tienen miedo. Ya casi llegábamos, pues empezamos a
ver las faldas de la ciudad. Entrando por La Pastora, pude
hacerme de un transporte que me llevó cerca del Nuevo
Circo, y de ahí, en una pensión por noches, pude reposar.
No me despedí de los señores. Ya estaba en Caracas.
Mis años en la Academia Militar fueron cuatro en
plenos tiempos de mi general Gómez. Egresé en el año
31. Le escribía cada mes una carta a mi madre, y al graduarme, dejé una foto para que fuera enviada a mi papá.
“Don Ismael, aquí tiene su retrato”, le escribí por detrás.
Volví pocas veces al pueblo; era complicado ver a papá.
Me ofrecieron como destino Maracay. Acepté.
II
Las cenizas me las enviaron en una caja de zapatos por
Aerocav. Hasta muerto vino a echar lavativa. Toche. Si le
contara. Vino un coronel, a quien le pedía que me mandara al muerto, y me dijo que eso era complicado. Era el
jefe de alistamiento militar del estado Apure. No lo tengo
muy claro en la memoria. Deme unos minutos y seguro
me acuerdo. Usted, Enrique, merece conocer la historia
bien. Las vainas con ese muchacho siempre fueron raras.
Era nuestro hermano por parte de papá, el primero de sus
hijos parece. Desconozco el nombre de su madre. Me
llevaba como diez años, estimo. Lo vi alguna vez, creo,
con esa cara de alzao. Apenas era yo un tuso cuando me
219
saludó una vez: “Buenas tardes, don Pancho”. Llevaba su
cuota de ironía, pero aunado a eso me regaló un juego de
soldados de plomo, que aún conservo. Con eso se ganó
mi afecto. Sería a comienzos de los años 30 cuando lo vi
por acá. Vivíamos por la casa del centro, cerca de la catedral. Papá llevaba una ferretería, vainas. Mamá mostraba
gallardía, coraje. Tu abuela Ernestina era curiosa. Dulce
y con un carácter de monja cartuja. Por algo mi hermana
Griselda salió monjita. Cristo siempre por delante.
Me distraigo por los años, Enrique, disculpa. Enterramos las cenizas en el Cementerio Viejo de San Cristóbal,
al lado de las de tu papá, quien se le parecía en el carácter.
Ese temple de indio atravesado que parece tiene el mayor
de tus hijos, según me cuentas. Él, que había hecho tantas cosas, nunca fue celebrado por acá. En el Táchira, o
usted toma el poder en alguna parte, o es un pendejo que
merece ser olvidado. Si se sale de esta ciudad, que queda
tan lejos, tiene que ser para lograr algo importante, si no
mejor ni vuelva. ¿Te acuerdas de Nogales Méndez? Tanto
rodar por el mundo, tanto generalato con los turcos, buscar oro en Alaska, cualquier zoquetada con armas, tanto
librito publicado y amenaza de echar a tiros al general Gómez, y ahí tiene, nunca ha sido recordado. Apenas uno lo
lleva en la memoria. Como lo haces tú, Enrique, que en
eso sí saliste a mí. Ambos hemos sido, somos, militares.
Yo me hice médico también. Y no le hacemos el feo a las
palabras. Pero si no hay poder de por medio, somos despreciados. Y por eso la familia se ha encontrado tan extraña
desde hace años. Una ciudad fregada, vea, San Cristóbal;
engreída pero callada, llena de soberbia. Serena, sí, pero
acostumbrada a enviar a los hombres a desbastar los gobiernos de la tierra.
220
Aquí en el Táchira tuvimos suerte: muchos se fueron.
Castro, Gómez, López Contreras, Medina Angarita, Pérez
Jiménez. Todos se enamoraron de esa señorita: Caracas.
Nos dejaron tranquilos en nuestras montañas, aunque por
supuesto que la resolana de ese mediodía nos tocó. Hoy
en día recorrer el Táchira es recorrer los lugares en donde
nacieron los andinos del poder. Aquí hasta se aprovecha
de eso. Gente que no volvió nunca. Quedamos nosotros.
Ignacio fue como tu padre: libre, aguerrido, peleón.
Y esos no suelen encontrar su lugar entre estas montañas.
No saben beber lentamente el café en el pocillo: se lo
tragan. Y además, no duran tantos años. No saben de serenidades. Recuerdo cuando tu papá se fregó la pierna. Lo
mandaron a Nueva York. Me enviaba cartas murmurando
de todo, pero extasiado con la ciudad. Eso sí era mundo,
me decía. Así tenemos varios en la familia.
A mí me quedan pocos años, lo sé. Pero aún así somos
longevos. He aprendido a tomar con calma las cosas; las
decanto, saboreo, contemplo. Bebo una botella de vino o
de champaña al día y eso mantiene sano mi corazón. No
me trasnocho, no abuso de la carne, hago siesta y reposo.
Llevo a paso de mula mis negocios, pues ya los muchachos están grandes. En este año, este nuevo milenio, este
año 2000, brindo contigo sobrino, hijo mío tan querido.
No invoquemos más el pasado. Dejemos atrás a Ignacio.
III
Al llegar a Maracay, estaban buscando pilotos, don Pancho.
Me enrolé enseguida. Sabía qué era lo que quería hacer. Nos
sumamos su sobrino y yo, que veníamos de la Academia,
y éramos de la misma promoción. Competíamos mucho,
221
pero al tener ambos la mejor vista logramos muy pronto
el puesto de piloto. Decir que veníamos de la Academia
Militar quiere decir que nuestra educación era prusiana,
usted lo sabe. Nos instruyeron alemanes. Eso le contentó
a él siempre, pues con ellos, los austríacos y los turcos fue
que peleó Nogales Méndez. Tenía sus libros. Un nuevo
(entró un año después que yo), Vargas Ortiz, le ayudaba
a leerlo en inglés, pues aunque hablaba el idioma, aprendido no sé donde, le costaba un mundo leerlo. Nogales era
el más grande tachirense para él, pero nos cuidábamos de
comentarlo pues mi general Gómez era paisano. Y eso podía significar desde la Rotunda a algo peor, si se enteraba
de lo que leíamos y pensábamos.
En la Aviación, nos recibieron unos franceses. Él se
molestó. Ignacio, quiero decir. He aprendido que nos
molestan los ganadores. Quizás por eso muchos andinos
salimos de nuestras montañas, don Pancho. Eso usted lo
sabe. El afán de ser triunfador no concuerda con nosotros. Amamos el mando, pero nos friega la paciencia, el
optimista. Los franceses no duraron mucho, para alegría
de Ignacio; estaban de salida. Pronto los alemanes y los
italianos vendrían en su reemplazo.
Yo recuerdo estos sucesos y me da un gran pesar. Fuimos como hermanos. Pero las cosas del poder son complicadas don Pancho. Si lo sabrá usted. Vea, para decirle
la verdad, yo no quise realmente ser aviador, pero me
enamoré locamente de una muchacha, y sólo pensé en
eso para conquistarla. Tenía que ser alguien, pues era de
buena familia. Y usted sabe cómo se derriten esas muchachas por un uniforme. Se vuelven locas. Sólo pensar
en contarle que yo volaba un avión, era ya bastante. A
los andinos nos gusta el uniforme desde siempre, y te222
nía ya competencia con la muchacha. Era de Caracas.
Se llamaba Mónica. Era de una hermosura que para qué
contarle. Brillaba cuando andaba por la plaza Bolívar, o
por toda Altagracia. Me sonreía, pero tenía competencia.
Muchos la soñaban. Esto fue ya en el último año de la
Academia. Estábamos por graduarnos. No soportaba la
idea de que ella no podría ser mía. Así que agarré mis
alas y me fui a Maracay, con Ignacio y los demás. Éramos
pocos, nos conocíamos; algunos, paisanos; otros, tan solo
hermanos de armas, pero con el fuego de la amistad que
las armas llevan. Sí, éramos hermanos. Usted que es también un hombre de armas, aunque esté por jubilarse, lo
sabe. ¿Cuántos años es que tiene usted ya?, ¿52? Bueno,
su sabiduría como médico y coronel lo marca. Aunque
usted se asimiló al ejército, no vivió los años de formación
de la Academia. Hay cosas que desconoce. Su sobrino,
Enrique, sí lo sabe. Y siendo apenas un capitán, tan cercano todavía a los recuerdos de la Academia, más.
Sigo contándole. Comenzamos entrenando con monomotores, y luego bimotores, hidroaviones que aterrizábamos en el lago de Valencia. Me gustaban los Farman
F-40 pero los principales eran los Curtiss. Dominaron los
cielos por algún tiempo. Me gustaba volarlo, pues podía
hacerlo solo, pero no había suficientes como para hacer
virajes en el aire y variaciones acrobáticas. Los primeros
Macchi hacían aparición por esos tiempos, al igual que
los Salmsons italianos.
Yo me hice piloto especializado en los Curtiss. Entonces fue que empezaron las diferencias con Ignacio. Él fue
siempre un militar anárquico. Disciplinado, sí, y amante
del uniforme, pero lleno de una rabia contenida en silencios semejantes al silbar del viento entre los árboles. Un
223
silencio nunca mudo, pero apenas encubierto. Ambos habíamos egresado de la Escuela de Aviación en el 35, en su
segunda promoción. Perdone que me repita, pero llevo ya
muchos tragos. Ya desde comenzar los estudios se notaba
un brillo de ojos malsano e insolente en su mirada. Nunca
diría que por desgracia, lo apreciaba, pero el hecho de que
a ambos al año de egresados nos nombraran pilotos de escuadrillas del Grupo de Reconocimiento, me pareció de
mal agüero. Ignacio competía, quería ser siempre el mejor, y tenía una rebeldía insana. Nunca fui un prusiano,
me identifiqué más con los franceses en mi formación, y
eso lo rabiaba. Tenía en alto siempre a la figura de Nogales
Méndez, como le decía, ese bullero antigomecista. Por
supuesto, lo callaba. Si sabían algo de sus pensamientos, lo
mandarían a arrestar. Y yo no era ningún soplón. Al final,
ambos éramos oficiales profesionales, y la camaradería y la
solidaridad militar privaban ante todo. Pero órdenes eran
órdenes. Y la larga mano del general Gómez vivía entera
todavía, a tres años de su muerte.
Tan raro que era Ignacio. Con su tonada de Mozart
en los labios, sus libros sobre Francisco José, sobre Viena,
sobre Estambul y Alemania. Tan raro. No podía entender
por qué me mandaron a investigarlo.
IV
Uno de mis hijos me anda preguntando por Ignacio. Le
inquietan los secretos de la familia, los silencios. Y ahora
contigo en cama, es a mí a quien le inquietan. ¿Cuántas
cosas te llevarás contigo, ahora, después del ataque que
sufriste? ¿Qué no me dijiste nunca de papá? Sé como lo
trajeron escondido hasta San Cristóbal, desde el Centro
224
del país. ¿Qué más no me has dicho? Qué vaina, tío. Tienes tres meses en cama; seis meses desde nuestra última
conversación. Ya yo me estoy poniendo viejo. Tengo el cabello plateado de la familia, el uniforme ya colgado, los
hijos grandes. Esta parquedad de nosotros los andinos, este
reconcomio quién sabe con quién. Al final, llevamos mucha rabia por dentro, mucha hiel. Pero hay que empezar a
serenar a los demonios, a callarlos. No, mejor no hable, no
tiene fuerzas. Tanto tubo y cable que tiene conectado al
cuerpo, no ayuda. Yo quisiera que volviera, y me contara
más cosas. Heredar su memoria. Sé que siempre me ha
considerado un hijo, por la sangre y por las armas. Pero
también sé que nuestro vínculo está en las palabras que se
cuelan entre el café cerrero de la mañana y el vino de la
cena. Nuestras conversaciones, tío. Nuestras charlas. Esas
maneras de encauzar el silencio.
Recuerdo cuando venía de cadete a su casa. Me quedaba los fines de semana en Caracas en casa de mi tía
Elena y mío tío Juan, pero cuando venía a San Cristóbal siempre pasaba por acá. Ya Gloria, su hija, estaba más
grande y me miraba firmemente, en especial cuando leía.
Era lo que más quería hacer. En la Academia, en el monte
buscando a la guerrilla, en mi casa, leer. Este hijo mío heredó eso, más no las armas. Ninguno de mis varones quiso
el uniforme. Tiempos de cambio, tío, de metamorfosis.
Ya esta ciudad tampoco es lo que era. Ya no vivimos en el
centro, las corridas de toros son cada vez peores, la Feria es
una extensión de las vacaciones. Estamos dejando, al fin,
a la Colonia atrás. No sé qué tan bueno sea eso. Extraño
cosas. Pero las cosas han cambiado y hay que acoplarse.
¿Qué más puedes decirme de tu hermano Ignacio?
¿Por qué murió como murió? ¿Por qué así? Pedroza Araque
225
y yo estuvimos conversando en el Ipsfa allá en Caracas, y
luego en el Círculo Militar. Nos tomamos unos whiskys
hace un par de semanas. Fue siempre afín al alcohol. Hicimos memoria de una infancia en el Club Táchira, allá,
cerca de la iglesia de San José y de la Gobernación. De
cómo nos robábamos tus soldados de plomo y planeábamos batallas. Yo lo hacía. Él no. Me confesó cierta aversión a las armas. Me dijo que se hizo militar pues era su
única opción. O eras médico, o eras abogado, o eras cura.
El Bagre hace la Academia Militar, y era la oportunidad
de salir de ese ostracismo que era San Cristóbal. Que su
aversión a las armas siempre fue cierta, y que lo único
que lo mantuvo en ellas, fue la vergüenza. Ni siquiera
los aviones. La vergüenza. El haberse dejado deslumbrar
por los enemigos de López Contreras, por los hijos del
Bagre. Sí, yo lo llamo el Bagre. No me da pena. Lo llamo
el Bagre pues dejó una marca, una impronta de los tachirenses que no me he podido borrar por nada del mundo.
Menos a partir de Pérez Jiménez. Esa forma de ensuciar
el uniforme, de llenarle de sombras la espalda a uno. La
vergüenza, me contaba Pedroza Araque. Venga usted a
ver; me dijo que hace años, en los setenta, estando yo en
el monte buscando guerrilleros, ustedes conversaron. Y
que le contó las cosas con Ignacio. Pero, por lo que usted
y yo hemos hablado, hay algo que no le dijo. Quizás, ya
con los años, no tiene miedo de soltar la lengua. Me dijo
que se dedicó a pasar informes de Ignacio, a declararlo
rebelde, conspirador y cuantas cosas más sólo porque era
distinto. Sólo porque había visto el mundo que los demás
sátrapas no habían visto. Sólo porque llevaba libros. Me
dijo que lo dejó caer, y que lo miró desde lo alto. Pero
que al verlo en el suelo, en esa inmensidad, la culpa y la
226
vergüenza lo invadió y pensó en estrellarse, en sobrevolar
el lago de Valencia y sepultarse en el fondo, como tantos. Tumba de los aviadores ese lago. ¿Qué tumba tendrá
ahora, sin honor?
Pero yo encontré otra veta de la historia. Revisando
los papeles y las cosas de mamá, encontré pertrechos muy
viejos, que parece que ella guardaba. Eran de mi padre.
Mamá los conservaba. Vainas de mujeres. Apenas un reloj viejo, una cadena, un pisacorbatas, cosas nimias. Pero
encontré cartas de Ignacio. Por qué las guardaría mamá,
no lo sé. Pienso que no sabía que estaban allí, pues estaban escondidas en un frasco, lleno de periódicos arriba,
junto con un diario. Al fondo, limpiándolo, estaban las
cartas. Mamá seguro conservó el frasco, pues es hermoso,
para servir agua caliente para el té. Y ayudó a que la polilla no se comiera ni el diario ni las cartas.
Deseché la lectura del diario, ya se lo daré a mi hijo
para que mate su curiosidad. Parece que eran varias las
cartas, pero el moho, los años, el polvo hacen ilegibles la
mayor parte de ellas. Sólo una se entiende a través de la
luz de una vela. Es una carta de amor. Una carta de amor
de mi tío Ignacio a una tal Mónica Contreras. Se muestra correspondido y contento. No sabía que escribía tan
bien, que tuviera ese hálito de poeta. Pero, más que eso,
revela una cosa terrible que es mejor que nunca sepas. Y
tampoco lo sabrá mi hijo, el que pregunta tanto por tu
hermano. Mejor dejar las cosas así, ya con los años. Hay
historias que mejor es imaginárselas.
Mi tío Ignacio. Tu hermano. Ya pronto lo verás, al
igual que mi padre. Diles que he procurado ser un buen
hombre, honrado, amante de sus hijos. Diles que yo también leo sus libros, incluyendo los de Nogales Méndez,
227
y que ahora tengo los míos. Que el uniforme lo respeto,
pero lo olvido. Que ellos, como tú, nunca serán olvidados.
V
El 30 de agosto de 1938, según Orden General, fui ascendido a teniente y pasé a ocupar el cargo de comandante de
la Escuadrilla número 13 de Bombardeo. Estaba eufórico.
Me encomendaron los célebres terrenos de la familia Lui
en Maiquetía, para hacerle ver a la gente de la Compagnie
Générale Aéropostale, a Panamerican, a KLM, que eran
resguardados y, además, que nosotros también podíamos
volar. Y solos. Emprendí el vuelo acompañado de dos
aviones más, dimos una pequeña vuelta hacia el mar y, de
regreso, saludamos desde arriba, moviendo el avión de un
lado a otro. Pequeñas casas y minúsculas personas se avistaban lejanas en el suelo, ese lugar donde todo termina,
acabando con la perfección de surcar los cielos. Pedroza
Araque volaba conmigo desde que nos graduamos, y ese
día al desembarcar, se acercó a mí y me miró de forma
siniestra. Yo estaba consciente de la existencia aún de la
mano negra del gomecismo, de que debía cuidarme, resguardar las cartas que me llegó a enviar Nogales Méndez.
Pero eso ya era pesado. Se había muerto hacía un año don
Rafael. No tendría que temer nada.
En nuestros reconocimientos por Maiquetía, no dejaba de pensar en Lindberg. Cómo vino a Venezuela,
cómo sobrevoló Maiquetía buscando terrenos para Panamerican en el 27. Todos queríamos ser como Lindberg, de espíritu alemán, aunque los sucesos acaecidos
en Alemania desde el 33 nos habían hecho alejarnos de
ese espíritu. Sabíamos inminente la invasión de Austria.
228
Ya el mundo empezaría realmente a cambiar. Aún así, era
el héroe de todos los pilotos y las conversaciones en los
botiquines de los oficiales, entre ron y ron, giraban alrededor de sus hazañas. Yo pensaba que podía hacer algo
semejante, cruzar el Atlántico, reconocer las cumbres de
los Andes venezolanos, surcar las tierras de Guayana. Los
demás se burlaban. Pedroza Araque era uno de ellos. Me
decía que me dejara de soñar pendejadas, que me quedara
tranquilo, que ya los tiempos eran otros. Entendía el doble
sentido político en sus argumentos, y me molestaba.
Así que un día decidí probar suerte y volar a través
del Arco de Carabobo. No fue sencillo. Sentía que me
espiaban. Tuve que quemar algunos libros, papeles. Conservé algunas fotos, un par de cartas de Nogales Méndez
cuando estaba empezando la Academia Militar y nada
más. Cada día sentía que me separaba de esta tierra, que
me unía más al aire. Un aire denso, pero mío, en donde
poder respirar. En la Base había miedo y en la calle el país
no encontraba camino ni lugar. La incertidumbre por doquier. El desasosiego. Yo encontraba mi lugar en el aire,
libre, y me sentía el mayor de los esclavos en tierra. Sólo
me salvaba Mónica y sus risas, su vestido bailando con
la luz de la tarde en Caracas, esa luz que nos amarra a
los andinos a su vera y que nos hace extrañarla apenas la
conocemos. No he dejado de enviarle cartas nunca. Más
que a mi madre, desde que la conozco. Le revelo todo:
mi identificación con Nogales Méndez, mi desprecio al
gomecismo, a sus continuadores, a la ceguera ante tanto
dolor de la gente, ante la indolencia generalizada. Sé que a
ella se le hace difícil escribirme, pero me deja notas con su
chaperona, que valen más que cualquier palabra. Yo le regalé una postal con una bandada de estorninos ilustrando
229
las notas de la pieza de Mozart. Así que fue a ella a quien
le comenté que iba a cruzar el Arco de Carabobo. Esperé
unos días por su respuesta. Mientras, fui hasta allá a tomar
medidas, para calcular mi paso a través de él. No pude hacerlo. Me detuvieron prácticamente al llegar.
Estuve preso dos semanas. Me trataron bien, pero me
ignoraron por completo. Al salir, le expliqué a mi mayor
que sólo quería hacer una hazaña criolla, hecha por venezolanos, para demostrar que nosotros teníamos pilotos
buenos, que no había nada que envidiarle a nadie. Su miraba reprobatoria decía todo. Me despachó sin palabra.
Los siguientes tres meses (era septiembre), me dejaron en
tierra a manera de castigo. Tuve que conformarme con
mirar a los demás volar. Y eso para mí era el infierno.
Recibí el año en San Cristóbal. Compartí con mi madre, le regalé unos soldados de plomo a mi hermano Francisco y dejé allá unos papeles para que me los guardaran.
Regresé el 2 de enero a la base. Encontré a Pedroza Araque
jurungando en mi cuarto y eso me sorprendió. Me dijo que
buscaba una afeitadora y una crema para zapatos, pero sus
nervios revelaban más. Le increpé duramente qué buscaba. Lo empujé. Amenacé con denunciarlo ante nuestros
superiores y se puso mansito. Toche. Provocaba golpearlo.
Ofuscado, lo dejé salir de la habitación. Algo se quebró
entre nosotros a partir de ese momento. Fue, para mí, el
comienzo del final. Pude comprobar quién era Pedroza
Araque. Hace apenas unos días lo sospechaba, lo anoté en
mi diario estando en San Cristóbal. Y no podía creerlo.
El 24 de enero de ese nuevo año, 1941, fuimos enviados a hacer un reconocimiento de terrenos en los Llanos.
Como signo fatal, a Pedroza Araque y a mí nos enviaron juntos. Despegamos a media mañana y reconocimos
230
desde el estado Cojedes hasta Portuguesa. Pedroza Araque se desvió hacia Apure y lo seguí, pues no podemos
regresar sin nuestra pareja de vuelo. Me extrañó el desvío,
no estaba dentro de las órdenes pautadas. Sobrevolamos
el sur de San Fernando y más allá, cerca de Barinas. Nos
desviamos y sobrevolamos el río Capanaparo. Fue entonces cuando escuché el ruido en el motor. Un goteo
extraño. Decidí aterrizar en el margen izquierdo del río,
cerca del poblado de Arichuna. Le indiqué señales a Pedroza Araque y bajé. El terreno no era el más indicado
pero no tenía dónde más aterrizar. Estábamos en invierno
y la sabana estaba anegada de agua. Las ruedas golpearon suelo correctamente pero se enterraron. Tuve que bajarme. Revisé el goteo; lo arreglé. Intenté despegar pero
no pude hacerlo. El avión no tenía la fuerza suficiente
por el suelo arcilloso. Pedroza Araque sobrevolaba mi posición, pero sin intensiones de aterrizar o volar a Maracay
a dar el parte. No sabía qué hacer.
Entonces el avión bajó lo más que pudo y soltó unos
papeles en el aire. Eran las cartas que le había enviado
a Mónica en tantos años, decenas de cartas. Entendí mi
sospecha de semanas anteriores, ahora que lo comprobaba: las cartas fueron interceptadas desde el principio
por inteligencia militar. Y el espía en la Base del que todos hablábamos y nadie sospechaba era Pedroza Araque.
Me llené de ira. Empecé a patear la tierra, el avión, lo
que tenía enfrente. En el firmamento, en los árboles más
altos cercanos a las pequeñas montañas, vi el planeo de los
gavilanes. Sentí un escalofrío. Sentí la presencia de las
ánimas. Metí las manos en la cazadora y pude sentir una
suerte de cartulina, una tarjeta. Pedroza Araque la colocó, seguramente cuando entró a mi cuarto. No tenía
231
palabras. Sólo la ilustración de unos estorninos volando,
con los acordes de la pieza de Mozart que tanto me gustaba.
Me dio por recordar a la muchacha inglesa a quien le
regalé mi pájaro, a la bandada entera de estorninos que vi
al llegar a Massachussets, arriba, en lo alto y, por último,
a la jaula que compré en las calles de Londres.
En el bochorno del mediodía, viendo al avión hacer
movimientos de burla en el aire, junto a un cielo de zamuros rondándome, me di el primer tiro en el pecho, ya
de rodillas en la sabana húmeda. Con el segundo de los
tiros, los vi apenas alejarse.
232
vI edición
2012
Veredicto
N
osotros, Victoria De Stefano, José Luis Palacios y
Luis Yslas, miembros del jurado de la VI edición del
Premio de Cuento Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores, reunidos en la ciudad de Caracas con el fin
de emitir el veredicto de dicho certamen, una vez leídos
todos los cuentos participantes, hemos decidido, de forma
unánime, lo siguiente:
Conceder el primer lugar al cuento “Evocación y elogio de Federico Alvarado Muñoz, a tres años de su muerte”,
firmado bajo el seudónimo Ana la Alemana, por tratarse
de un cuento que articula con acierto diversos tiempos
verbales de la narración, manteniendo una eficaz tensión,
a la vez que hace uso de imágenes poéticas que enriquecen una prosa sin estridencias que es también la elegía de
una experiencia fracasada.
El segundo lugar al cuento “Mondadientes”, firmado
bajo el seudónimo Salvador Bouvie, el cual posee un
ritmo narrativo que no decae en ningún momento, debido al empleo de un lenguaje sencillo pero efectivo que
recrea una historia de atípicas soledades que se encuentran en la singular figura de un antropófago, logrando una
anécdota acertada desde el punto de vista personal.
Y, por último, el tercer lugar al cuento “A medio camino”, firmado bajo el seudónimo Calaf, ya que se trata
de un relato en el que priva una escritura sobria, depurada
de ornamentos, que recrea la historia de un desvío geográfico y psicológico, a través de una narración fluida y convincente que incorpora diálogos de lograda efectividad.
- “Cómo cae un poderoso”, de Juan Carlos González
Díaz.
- Sin título, 2010, de Martha Durán.
En Caracas, a los 28 días del mes de abril de 2012.
Victoria De Stefano
José Luis Palacios
y Luis Yslas
Abiertas las plicas, los ganadores resultaron ser: María
Dayana Fraile, Delia Mariana Arismendi y Miguel Hidalgo Prince, respectivamente.
De igual manera, hemos decidido otorgar menciones
especiales a los siguientes cuentos (listados sin orden de
preferencia):
- “Las propiedades curativas del fuego”, de Dacio René Medrano Arreaza.
- “Hacia una metodología del desecho”, de Nora
Edén Mora.
- “La visión de los lobos”, de Enza García Arreaza.
- “Érika y Berenice”, de Katy Civolani.
238
239
1o
l u g a r
Evocación y elogio
de Federico Alvarado Muñoz,
A tres años de su muerte
María Dayana Fraile
para Renato Rodríguez
in memoriam
E
nsayamos la lluvia. La indolencia de dejarnos arrastrar por la belleza: sentimentales y estúpidos. Tarde
lenta y pesada. Caemos uno dentro del otro como gotas
de agua sucia. Las nubes tienen formas de columpios rotos. Federico tiene forma de columpio roto. Forma de nube.
Federico hojea una novela de Enrique Vila Matas. No
morirá sin haber leído a Vila Matas, pero lo enterrarán
vestido de marrón, un color que detesta. El saco no será
de su talla y le quedará fatal. Aún ninguno de los dos sabe
esto. No podemos imaginar que en el futuro, de tanto
revolcarse en su tumba, él terminará por convertirse en
un zombi (condenado a deambular por los escalofriantes
pasillos de la historia de la literatura nacional).
Por las noches vendrá a pedirme bolígrafos y yo me
desvelaré contemplando sus manos que parecerán moldeadas en puré de guisantes. Su voz también cambiará, la
escucharé siempre lejos, como si se tratara de una llamada
de larga distancia. Sentado en el borde de mi cama, sacudirá las briznas de hierba y los pétalos de flores adheridos
a las solapas de su camisa, hablará sobre sus relecturas
de la novela de la tierra. Se interesará particularmente
en Peonía de Manuel Vicente Romero García, una novela pionera en la introducción de la figura del zombi en
nuestra literatura. Luisa, el personaje femenino, muere
en el penúltimo capítulo y revive en el último, nada más
que para reanudar la agonía sin solución de continuidad.
Se irá de mi habitación siempre con el amanecer y a la
distancia cobrará un aspecto vagamente ridículo: se tambaleará de un lado al otro como un personaje de La noche
de los muertos vivientes. Oh piojo de pupilas torcidas. Mi
mejor amigo. Mi enemigo íntimo. Pero no nos adelantemos, aún ninguno de los dos sabe esto. Estamos ahora en
su apartamento de Bello Monte y faltan aproximadamente
doce años para que él muera como un imbécil mientras
intenta jugar al alpinista en Mérida. Ensayamos la lluvia.
La indolencia de dejarnos arrastrar por palabras antiguas
y pasadas de moda. La música que brota de los pequeños
amplificadores nos mantiene despiertos. Repaso la figura
de mi amigo cuando se incorpora para cambiar el CD.
Primero, su cabello claro y pajizo, creciendo sobre la línea del atardecer como un amasijo de algas electrificadas.
Luego su ampulosa silueta, jorobada por el peso del tedio
y los malos poemas publicados en el pasado.
Su voz impostada, fracturada de tanto leer los cuentos
de Raymond Carver a todo volumen, me anima a hablar
sobre “nuestro proyecto”. Sus palabras suenan como ramas secas deslizándose en el interior de una batidora industrial y me obligan a reconstruir mentalmente, aunque
no venga a cuento, el porqué de sus lecturas obsesivas del
242
autor norteamericano, el porqué de ese firme propósito
de mutilar su voz, de restarle fluidez (en este sentido, me
tomó años comprender que mi amigo era un hombre valiente y honesto, cuya más elevada aspiración consistía en
ser un impostor y un travestido: cosas de la literatura y sus
extraños caminos).
Hago entonces vanos esfuerzos por concentrarme; mi
cabeza es terreno estéril para el pensamiento práctico. Sin
salir de la cama, observo a la tarde ejecutar maniobras
desastrosas, me conformo con ser testigo de su entrega,
esa manera que tiene de estrellarse contra los edificios
cuando cae sobre la ciudad. Borro totalmente a Federico.
Por primera vez me tomo el tiempo de buscar palabras
para describir aquella imagen y, de súbito, esas maniobras
abandonan su estado de realidad de facto y levitan en el
horizonte del lenguaje como psicodelia pura: casi puedo
ver cómo las antenas parabólicas le perforan el corazón: los
bucares, tan encendidos, parecen la manifestación visual
de esas heridas o simples metáforas, rodillas que sangran.
Después de algunos minutos de escueto silencio, Federico resurge detrás de un biombo de aire, está de nuevo
en escena. Se atribuye a sí mismo el derecho de palabra y,
bastante satisfecho, se larga a disertar sobre la plataforma
digital más adecuada para “nuestro proyecto”: una revista
literaria online. Camina hasta el reproductor y, con solemnidad, gira la perilla del volumen hasta llevarlo a un nivel
casi inaudible, acto seguido se explaya en demostrar las
ventajas de trabajar con Wordpress. Continúo sin poder
concentrarme. Ha bajado tanto el volumen que Pescado
rabioso parece estar interpretando los acordes iniciales de
Cantata de puentes amarillos en el interior de una cesta
de basura; Spinetta canta envuelto, de pies a cabeza, en
243
pliegos de papel periódico (ha quedado como una momia). La percusión se torna imperceptible… “vi la sortija
muriendo en el carrusel, vi tantos monos, nidos, platos de
café, platos de café”. Nada más desconcertante que un puñado de sustantivos entremezclados con verbos al azar. El
tiempo pasa como algodón de azúcar entre los dedos, confiere al tacto una sensación pegajosa, insoportable.
Federico camina alrededor de la cama mientras habla,
me recuerda a un samurái: comanda un grupo de guerreros de trajes brillantes, hermosos y dispuestos a todo lo
terrible. Resulta imposible no notar que está poseído por
esa sobrecogedora facultad que sólo le sirve para emprender metas cuya realización entraña absurdos peligros, esa
que invariablemente lo condena a terminar boqueando,
tendido sobre una atmósfera irreal, apenas delineado sobre un charco de sangre. Su exquisito y lacerante sentido
de la disciplina me mueve a abrigar el deseo de que un
golpe accidental le borre el disco duro y, en consecuencia, logre sepultar por el resto de la eternidad ese odioso
proyecto. Me pregunto si el acto de escribir no es acaso
una concesión exagerada a nuestra vanidad. Me pregunto
si la vanidad puede instalarse en este desastre perpetuo
que es el apartamento de Federico. Sólo el balcón vale
la pena con sus nubes aplastadas y grises, desde allí los
árboles se ven distintos (el cují, por ejemplo, deja de intimidarme, y aquella titánica sensación de realidad que me
sobreviene cuando lo observo de cerca, empieza a desdibujarse lentamente. Es como si una fina llovizna lavara
sus hojas y atenuara su presencia, adelgazándolo).
Su parloteo me aturde. Me importan bastante poco,
por no decir nada, Wordpress y los pajaritos pintados del
Twitter. Su piel brilla como en un comercial de jabón.
244
Lo interrumpo. Oye, cuéntame otra vez ese sueño, el de
anoche. Rayos y centellas, al más clásico estilo cómic,
convulsionan su frente. Está disgustadísimo. Le sube volumen a la música y se queda callado. Insisto. Oye, cuéntame otra vez ese sueño, vale.
Siempre recordaré esa llamada telefónica. Mi memoria
tembló y una ciudad construida de recuerdos se desplomó
sobre mi cuerpo. No hubo quien recogiera los vidrios rotos. Mis estados anímicos se arrugaron como hojas de papel llenas de anotaciones sin sentido: líneas inservibles,
con severos errores ortográficos. Durante semanas no
pude dejar de pensar en su muerte, quizás, por exceso de
amor a mi propia vida y, apesadumbrada, me entregué a
arrastrarme entre los escombros con bastante libertad.
Después de esa llamada, los días corrieron en círculo
detrás de la triste nueva, simulando esos cachorros tiernos y un poco estúpidos que intentan morder su propia
cola. Entonces, pude comprobar sin asombro que los
suplementos culturales de los periódicos de circulación
nacional optaron por pasar de largo ante la noticia de su
muerte. Y si bien es cierto que algunas notas escuetas circularon por Internet, sobre todo en los blogs y las redes
sociales, no es menos cierto que muchas de ellas estaban
plagadas de imprecisiones y de informaciones erradas sobre su vida y, más aún, sobre su obra. El silencio de los
medios operó en él una transfiguración de carácter simbólico: lo convirtió en un cadáver sin sepultura. Otra cifra
roja para las estadísticas.
Bien enraizado en la tradición, Federico era el más
fantasma de los escritores vivos (insisto en proponer la
245
imagen de él como barco fantasma, condenado a vagar, a
arrastrarse, flemático y torpe, sobre el océano gris, en la
búsqueda eterna de un espejismo: un puerto que aparece
y desaparece entre la niebla. Ese puerto está hecho de palabras. Ese puerto es un libro, pero no cualquier libro. Es
el libro que se insinúa en cada nuevo boceto de historia y
que finalmente logra sustraerse del proceso de escritura.
Es el libro que siempre intenta escribir. El que siempre
está a punto de escribir. El que jamás logra escribir). Y si
seguimos esta línea de sentido, resulta evidentísimo que
Federico continúa bien enraizado en la tradición porque
es el más zombi de los escritores muertos.
Es por esto que quiero dibujar con estas palabras una
pistola y una bala sobre el papel. Es por esto que quiero
que estas palabras me ayuden a liquidarlo al viejo estilo
de los zombis de George Romero. Sobre el papel dibujo
un osario, una hoguera, un ataúd. Si Federico no se hubiese ido a morir como un imbécil en Mérida, me hubiera
seguido el juego; diría ahora, como tantas veces, que él no
era un barco fantasma a la deriva sino, apenas, un pobre
barco de papel hundido. La verdad es que nunca me pareció que hubiese una gran diferencia entre ambos.
Creo que solo logré presentir el verdadero sentido de
su observación al leer un correo, fechado el 7 de julio de
2004, que me escribió durante su estancia en Roma y que
comienza de esta manera: “Barquito de papel a la deriva,
recubierto de calcomanías siniestras. Santo Niño de la
Cuchilla durmiendo en el parabrisas, o bien, en la losa de
un sepulcro recreado en el parabrisas. Imágenes religiosas
flotando, descabezadas, ausentes, colgadas de las ventanas como sórdidos ahorcaditos de tinta circulando por la
avenida Lecuna. Igual que en los autobuses que deambu246
lan por toda Caracas. La calavera es una almohada y la
pelota simboliza el mundo. El mundo termina desinflado
por la cuchilla del niño que duerme sobre la calavera.
El mundo desinflado rueda por la avenida Lecuna, formando parte de una composición general que da miedo”.
Sin embargo, del presentimiento a la interpretación
clarividente hay largas e insalvables distancias. Y aunque
estas oscuras construcciones de su imaginación poética
pusieron a temblar los cimientos de mi teoría personal del
barco fantasma, los términos aún me resultan crípticos en
exceso, hasta el punto en que prefiero no precipitarme a
establecer débiles conjeturas. A fin de cuentas, Federico
sólo intentaba describir sus estados de ánimo.
Nos conocimos en un taller de escritura creativa que coordinaba el poeta Agustín de Iturbide en el Centro Cultural
Las Mercedes. Me había inscrito en el taller sin abrigar
demasiadas expectativas, sólo porque estaba desempleada
y tenía mucho tiempo libre. Durante los primeros diez minutos de la sesión inaugural quise alejarme corriendo de
esa maldita sala. Contando al coordinador, éramos doce.
Doce personas que, a simple vista, no tenían nada –pero
absolutamente nada– que ver la una con la otra. Esa vez,
De Iturbide nos propuso un ejercicio que consistía en que
todos los asistentes nos presentáramos en tercera persona.
Sus ojos rasgados vacilaban en el alféizar y caían como
pájaros muertos en medio del tráfico, mientras el resto de
su persona dilucidaba acerca del carácter ineludible de
emprender ese aprendizaje en la fase inicial del taller. Sé
que parece poético por la manera en que lo cuento pero
la situación real dista bastante de eso.
247
En realidad, De Iturbide asustaba mucho con aquellos ojos atrapados en algún punto del paisaje; asustaba
con esa mirada perdida que tampoco alcanzaba a convalidar la conclusión de sus explicaciones: el ejercicio exigía
desdoblarse en narrador y, al mismo tiempo, en personaje;
el truco estaba en reflexionar objetivamente sobre los detalles que definían nuestra manera de estar en el mundo.
Nos dio quince minutos para planificar nuestra presentación y sentí que se elevaban mis niveles de ansiedad.
Formas indefinidas se movían lentamente en mi cabeza.
Me había inscrito en ese taller con la idea de pactar con
la ficción y había creído que las sesiones nocturnas eran
la excusa perfecta para estar lejos de casa, para borrarme
de mi vida durante unas horas. Y ahora estaba allí, con la
agobiante misión de excavar y remover mi interior con
un bulldozer. Todo en quince minutos. Realmente no deseaba analizarme ni, mucho menos, tener ideas sobre mí
–de todas las ideas había regresado humillada; nadie se
había tomado la molestia de ponerme en autos y la rabia
era un pequeño sol, artificial, inflado de helio, que iluminaba ese súbito despertar–. Terminé por decir una estupidez: mi personaje se llamaba Anabella, era filósofa y no
podía realizar el ejercicio porque no estaba en el mundo
de ninguna manera, porque se limitaba a flotar a su alrededor como un satélite. El poeta De Iturbide me miró a
los ojos por primera vez y me contestó que, incluso, los
satélites debían trabajar en su taller.
Minutos más tarde, Federico me interceptaría cerca
del ascensor para invitarme a tomar un café. Acepté porque le había escuchado decir que el corazón de su personaje era una pelota de playa de colores brillantes que
rebotaba contra la ausencia de una mujer llamada Agus248
tina. Cuando estuvimos en el café del Centro Cultural, se
tomó la libertad de darme consejos para estimular mi creatividad. Aunque sus consejos me estaban cayendo como
patadas de karate, permanecí en silencio y me regocijé
pensando en que llevaba un corte de cabello atroz. Inmediatamente, se atrevió a pronosticar que en breve las cosas
caerían por su propio peso. Pues sí, si tienen o no peso,
de todas formas caen, le contesté bastante escéptica, señalando hacia el suelo con la mano bien recta y haciendo un
ruidito con la boca como de avión que planea en el aire y
se estrella e, incluso, me animé a hacer la pantomima de
las volteretas del avión cuando cae a tierra, y sonaba así
como puff cuando chocaba con una pequeña montaña y
paaff cuando alcanzaba la carretera, y puuff cuando finalmente estalló en pedacitos que saltaron en todas las direcciones acompañados de un chisporreteo leve, medio siseo
y medio chasquido. Y fue en ese momento cuando algo
hizo click en mi interior; fue en ese momento, mientras él
rescataba a los pasajeros de mi avión y los embarcaba en
su mano, que parecía haberse convertido en un Boeing
747 de pronto y se disparaba como un cohete hacia el cielo
(sólo que a los pocos segundos detuvo la pantomima porque los ruiditos no le salían tan bien como a mí y porque,
además, estaba consciente de que un avión que no se estrella no resulta especial ni divertido).
Sin embargo, su fracaso no importaba porque ya algo
había hecho click en mi cabeza y el avión se borraba en
el cielo de esta historia: un cielo recompuesto con cinta
adhesiva, un cielo-colador, resaca de mil balas perdidas,
saldo estético de un fin de semana de muertes violentas.
El cielo que empezó a doler en la parte baja de mi espalda cuando nos despedimos en la parada del metrobús.
249
Nos hicimos amigos. Él se aprendió de memoria mi
teléfono, empezó a prestarme sus libros y a relatarme sus
sueños, unos sueños raros e intensos. Esa etapa de su vida
onírica estuvo signada por los caballos: caballos salvajes
en las pampas borgeanas del Martín Fierro; caballos que,
en 1987, caminaron junto a él y Jack Kerouac en el Lower
East Side de New York; caballos azules que sobrevolaron
Caracas con el tiránico propósito de secuestrar al poeta
De Iturbide. Yo admiraba su natural propensión a recordar de manera nítida esas retorcidas composiciones porque era una virtud de la que yo siempre había carecido.
Yo no soñaba o, al menos, no podía recordar lo que soñaba. La fase REM en el cerebro de Federico era mi gran
vendetta: durante uno de sus sueños me fui de gira con los
Pixies y escribí una novela cyberpunk, cuya protagonista
era una especie de cyborg creada con el improbable ADN
de María Lionza, la diosa criolla que cabalga la danta y
domina las serpientes; la historia transcurría en la Caracas
del 2050, una era en la que la polarización y los desacuerdos políticos se habían intensificado hasta tal punto que
todos los sobrevivientes decidieron olvidar la ciudadanía
para formar pequeñas comunidades anarquistas esparcidas por el Ávila.
Nos empezamos a encontrar por las tardes con el fin
de emprender largos paseos por la ciudad. Él hablaba a
menudo de un libro que estaba escribiendo, una recopilación de cuentos bastante siniestra que, si mal no recuerdo, trataba sobre una serie de experimentos llevados
a cabo en un grupo de seres humanos y sus células familiares: método de Pavlov, orgasmos, incestos y ondas electromagnéticas. Decidí escribir un libro también; aunque
la historia no estaba inscrita formalmente en la corriente
250
cyberpunk para disgusto de Federico, que creía que la novela de su sueño llegaría a ser un hit si algún día yo me
sentaba a escribirla.
A decir verdad, en un principio, la decisión de escribir
estuvo impulsada por mi voluntad de reducir la cantidad
escandalosa de horas muertas que conformaban mi agenda.
Me sentaba ante la computadora para pedirle a la tarde, en
silencio, que se desplomara sobre la ciudad, que se colgara
de un árbol, que se asfixiara con una bolsa de plástico. Le
pedía cualquier cosa. Tenía la sensación de que el día no se
acababa jamás y eso me hacía sentir desorientada.
Pronto llegaron las sesiones de clausura del taller y,
aunque yo no había alcanzado sino a garabatear unas escasas páginas de mi supuesto libro, estaba tan excitada
como Federico por la inminente presentación de nuestros
trabajos ante el círculo del poeta De Iturbide. Lo cierto es
que nunca nos detuvimos a pensar en que podíamos estar
del lado de los perdedores. Nuestros turnos de lectura fueron sucedidos por críticas encarnizadas que demarcaron
el primer fracaso literario de ambos. El cineasta, un hombre bastante entrado en años, el mismo que insistía hasta
el bochorno en calificar mi rostro como “virginal” (programa que constantemente estimulaba en la concurrencia chistes verdes y otras agudezas), opinó esta vez que
la estética de Remolinos de retracción: baños de sonido e
imagen –el manuscrito de Federico– era sencillamente asquerosa. La intervención del cineasta fue extensa y alcanzó
distintos picos –una gradación del rechazo que principió
con el repudio moral y culminó en una sobreactuada compasión por las generaciones venideras (definitivamente, el
viejo estaba disfrutando de ascender hasta la cumbre para
clavar sus banderitas en la vapuleada prosa de mi amigo)–.
251
La guinda del postre fue la conclusión: esos cuentos establecían correspondencias insólitas con las tarjetas de
los Garbage Pail Kids, muy populares en la década de los
ochenta y significativas en tanto ilustraciones repulsivas de
la imaginería contemporánea, cifradas en una estética de la
basura y la deformidad.
Cuando el viejo regresó a su pose habitual –la de dormitar en la mesa de trabajo–, pude visualizar a mi pobre
amigo temblando en una esquina del salón. Parecía una
cucaracha aplastada por un zapato cósmico. Mi caso definitivamente fue menos dramático. El profesor de ingeniería se limitó a preguntarme si había escrito mis textos bajo
el efecto de drogas duras. Nunca entendí si debía tomarlo
como un halago o como un insulto.
La derrota, a menudo, viene acompañada de sentimientos muy oscuros. Como era de temer, la desesperación, en
el sentido más romántico del término, tomó posesión del
cuerpo de Federico. En el plano físico empezó a desarrollar un asombroso parecido con los personajes de Tim Burton, estaba tan demacrado como Edward Manos de Tijera.
En el plano mental continuaba siendo el mismo nerd de
siempre, el mismo que cultivaba manías incomprensibles
como coleccionar distintas ediciones de un mismo título.
No obstante, su visión de la literatura pareció quedar irremediablemente trastocada e inició su apostolado en las filas de los que intentan transfigurar esta parcela del arte en
un barranco desde el cual desmadrarse, esos tipos sufridísimos que escriben poemas sólo para demostrarle a los
demás que sus vidas son una verdadera mierda. Esta nueva
faceta vino de la mano con genuinos síntomas de bibliomanía. Leía sin orden ni concierto, sin objetivo alguno.
Leía fugazmente y con igual velocidad olvidaba.
252
Estar en el lugar del testigo fue como retroceder en
una máquina del tiempo hasta el año 1900 porque, a veces, llegué a sentirme profundamente identificada con los
primeros espectadores de Explosion of a Motor Car, esa
película muda dirigida por Cecil M. Hepworth en la cual,
luego de una espectral explosión, partes mutiladas de
cuerpos humanos llueven en pantalla. Al igual que esos
espectadores, pronostiqué el desastre desde mi butaca,
sólo que esta vez se trataba de presenciar el descuartizamiento ontológico de mi mejor amigo, en esta pantalla
llovían sus pulsiones más oscuras e, incluso, algunas partes de su cerebro (lo que revestía la función de un matiz
significativamente más sangriento).
Entregado a la separación y al exilio interior, Federico
engavetó el manuscrito en el que había estado trabajando
con implacable vehemencia y se entregó al tétrico oficio
de realizar una autopsia del cuerpo literario de Vadim
Maslennikov, el protagonista de Novela con cocaína de M.
Aguéev. Lo sedujo el misterio que rodeaba a esta obra: la
historia alrededor de la historia.
Durante años la crítica había pensado que detrás del
seudónimo M. Aguéev se escondía, nada más y nada menos, que Nabokov. Lo cierto fue que nadie pudo comprobarlo. Durante los ochenta, la gente de Seix Barral
puso anuncios en los periódicos intentando rastrear al
auténtico M. Aguéev con la intención de extenderle un
contrato editorial pero nadie se presentó. A mediados de
la década del noventa, vaya a saber cómo, se empieza a
correr la bola de que este seudónimo encubría a un tal
Mark Lázarevich Levi, profesor universitario de idiomas.
De este tal Levi se sabe muy poco. Al parecer, era de ascendencia judía. Había nacido en Rusia pero a lo largo
253
de su vida se estableció en distintos países, como Alemania, Francia y Turquía. Suponen que escribe Novela con
cocaína en 1934, durante su estadía en Estambul. Luego,
simplemente, se lo traga la tierra.
De este cúmulo de intrigas, surge de una manera casi
accidental el primer libro de Federico en ser publicado:
Vadim Maslennikov, silencio mineral, tintineo de la parálisis. A propósito de esto, transcribiré un fragmento de
un correo que conservo en mis archivos personales. Está
fechado el 3 de febrero del año 2000 y recoge un episodio
curioso suscitado durante el proceso de redacción del ensayo y que, en mi humilde opinión, esclarece las condiciones en que se gestó la original lectura de Federico: “Ayer
la acumulación de tantos trasnochos causó estragos en mi
percepción de la realidad. Mientras caminaba por Plaza
Venezuela experimenté un acceso epifánico rudísimo,
de pronto, yo era Vadim, el rusito drogadicto de 1919. Pobre y acomplejado, moría en la indigencia más absoluta,
aplastado por el consumo y el delirio. Te lo juro. Estas
impresiones eran muy vívidas, una vaina arrechísima. Mi
cara eran unas líneas de cocaína que se borraban, que ascendían a través de los orificios nasales del gran dios: esta
energía violenta que mueve al universo. yo, Vadim, atravesaba las calles congeladas de Moscú. yo, Vadim, rata de
cartón, pato de hule, flotaba en las cañerías subterráneas
de la capital rusa durante la Primera Guerra Mundial.
Estaba al borde del desmayo y me senté en un banco a
esperar a que se me pasara el malestar. El pánico me entró durísimo. Me puse a llorar como un carajito cuando
internalicé que Federico había muerto, porque de otra
forma yo no podría ser Vadim. Estaba en un infierno de
hielo y siendo Vadim, lloraba por mí, por Federico. Pasé
254
una eternidad enfrascado en el duelo. Pero luego, no sé
ni cómo, fui calmándome. Volví a ser Federico y salí disparado a esconderme en la casa, antes de que me agarrara
esa vaina otra vez en la calle.
Hoy me siento como si nada hubiera ocurrido, sin
embargo, me he trazado el firme propósito de ser más
responsable con mis horas de sueño. Ese Vadim es un
cabrón. La literatura rusa me resulta de una tristeza insoportable. Leer a los rusos siempre me deja con los cables
cruzados, es como si todas mis partes se interconectaran
de una manera diferente al terminar cada libro. ¿Te parecería demasiado excéntrico si comprara un samovar? ¿Podrías venir a visitarme hoy en la tarde, por favor?”.
La publicación de Vadim Maslennikov, silencio mineral, tintineo de la parálisis por un respetable sello editorial
nacional, estimuló la vocación de Federico. La reconquista
de su dignidad lo animó a desempolvar su primer manuscrito. A los pocos meses del lanzamiento del ensayo, Remolinos de retracción: baños de sonido e imagen, la muestra
narrativa, estaba circulando también en las librerías.
Además, alcanzó a publicar dos poemarios, Pautas metálicas del silencio y Fragmentos de fotomontaje; y una
novela, La máquina de viajar por la luz, considerada a menudo por la crítica como su mejor obra. Definitivamente,
la concreción de su proyecto estético; en ella cristalizan su
sed de exploración y su voluntad inconforme.
La obra está, de cierta manera, adscrita a la corriente de
la autoficción. Esta vez Federico elige tramar con maestría
una máquina de delirios en torno a la figura de sí mismo,
entablando un juego de correspondencias lúdicas, paródicas
que desafían su posicionamiento subalterno en el sistema
cultural dominante. Federico, el personaje principal, es un
255
escritor que plagia las historias que su gato redacta en una
vieja máquina de escribir. Las temáticas del doble y el plagio parecen arrastrarse por campos minados, saltan por los
aires protegidos con trajes blindados y chalecos antibalas.
Gimnasia de la memoria: describir a una persona: domesticar los leones del recuerdo.
El látigo de papel: describir a una persona es hablar
en el vacío, dibujar un circo de tinta en donde eres el
único payaso.
Por eso sé que todo lo que pueda decir de Federico
sonará hueco. Las personas son el color de sus ojos y los
volantines que flotan en sus ojos. Los ojos de Federico
eran de color negro y sus volantines eran apenas una huella, una ausencia prolongada. Creo que sólo vale la pena
mencionar cuatro detalles:
1. Presumía de no tener libro o escritor preferido y,
también, de no practicar ningún ritual a la hora de escribir.
2. Su canción era “Killing an Arab” de The Cure. Le
fascinaba el hecho de que fuera una canción y, al mismo
tiempo, un puente, porque conducía a un libro (El extranjero de Albert Camus). Una vez me dijo que el libro y la
canción conducían, ambos, a un desierto. Y eso le parecía
hermoso y, también, horrible.
3. Durante su adolescencia se enamoró de un personaje de ficción: Anna Karenina.
4. Todos sus gatos se llamaron del mismo modo: Micifuz.
El cielo está encapotado. Resulta difícil comprender el registro de las nubes, sus trascendentales desalojos. La calle
256
está casi desierta. El heladero haitiano continúa hablando
por su celular en la esquina. Un niño está intentando encaramarse en el cují, lleva un disfraz de los Power Rangers,
otro niño disfrazado no-sé-de-qué intenta ayudarlo con una
pata de gallina. Parecen cáscaras de luz, grillos de lycra con
espadas de plástico y pretensiones heroicas.
Oye, cuéntame otra vez ese sueño. Federico se ha acostado a mi lado. Spinetta canta sobre las hojas, el viento, la
muerte y el sol… las únicas cosas que pueden importar en
una tarde como esta. Federico duda, de nuevo, ha tenido
un sueño apocalíptico. Ha soñado con el futuro (el futuro
siempre es terrible por incierto). Federico dice: fue una
pesadilla, no un sueño. No importa: digo. Cuéntamelo
otra vez. ¿No te asusta hablar del futuro aunque sea hipotético?, pregunta. No: digo. Federico me fastidia, a conciencia, con sus metáforas deportivas: a mí me asusta. Lo
que más me asusta del futuro son las patadas que te sacan
del campo de juego que conoces y te dejan más allá de todas las estúpidas rayas blancas que te habías concentrado
en pintarrajear, dice, y entonces, cataplum, ya ni sabes
dónde está la línea de córner y eres como un futbolista
ciego, trocado en pelotica de goma de eso que llaman futuro y que, al parecer, es otro plano del tiempo. Ok, digo,
creo que entiendo, el futuro es un punto y seguido, descolocado, sordo, en una frase de cuello azul quebrada por
la lluvia. Federico: no dije eso, no inventes. No invento:
digo. ¿Por qué intentabas salvarte si sabías que era el día
del fin del mundo? Por histérico, supongo, o por desinformado, o por ambas razones, dice, puede ser que no fuera
el día del fin del mundo, que nada más lo pareciera.
Me habla entonces desde el fondo del lago: barco
hundido y tripulado por los espíritus de todas las focas
257
muertas. Me habla desde el avatar de una voz inmaculada,
una voz pura que habla sin cuerdas vocales, sin lenguaje.
Finalmente accede a contarme el sueño. Estamos los dos
en un hotel alineado frente a una majestuosa bahía. El
lugar, a ratos parece Caracas, a ratos, New York. El hotel
se está quemando. La gente corre desesperada intentando
salvarse. Los más impacientes se lanzan por los ventanales. Observamos dos o tres caballos corriendo por la azotea hasta caer en el vacío. El mar es una pecera de cristal,
atestada de bultos de colores oscuros que sobresalen del
agua rojiza y recuerdan espaldas humanas. Pesadillas incrustadas en el reflejo del cielo de la pesadilla. Nosotros
tomamos el ascensor y abandonamos el edificio por la
puerta principal, calmados y ligeros. Ya afuera, notamos
que el incendio del hotel es un asunto menor. Se ha iniciado un gran cataclismo que, sospechamos, borrará a la
humanidad entera de la faz del planeta. Caminamos por
las calles de la ciudad hasta que decidimos regresar al hotel con el fin de rescatar nuestras maletas y entonces nos
perdemos en los pasillos de la planta baja, hundidos en la
ceniza. Después de algunos minutos que parecen eternos,
encontramos el ascensor y nos dirigimos a la habitación
que tenemos reservada. Estamos empacando cuando Federico recuerda que el principal baluarte de la poesía nacional está hospedado en el hotel. Lo ha visto, por azar,
en el lobby. Propone buscarlo y llevarlo con nosotros.
Cree que se trata de un deber de orden moral aunque
es capaz de admitir que el principal baluarte de la poesía
nacional es antipático, pretencioso y, en líneas generales,
insufrible. Yo manifiesto estar en rotundo desacuerdo,
no tenemos tiempo que perder, mejor olvidarse de ese
vejete. Cada argumento de Federico a su favor, acicatea
258
más mi negativa. Empuño ese no con violencia, como si
se tratara de la cacha de un revólver. Federico comienza a
llorar cuando, tomándolo de la mano, lo obligo a caminar
hacia el estacionamiento, en donde nos espera el carro.
La tensión de la escena onírica trasciende al plano de la
realidad cuando se cae de la cama. Y así acaba todo, con
su cuerpo tendido en el piso de la habitación simulando
un costal de papas.
Se manifiesta una extraña sincronía cuando pronuncia esta última frase: los niños disfrazados se caen del cují.
Es muy gracioso verlos intercambiar pescozones mientras
se masajean las piernas y los brazos. Yo corono las palabras de mi amigo con una sonrisa, amplia y humana,
como el aplauso de una multitud. Lo que más me intriga
del sueño es la fascinante presencia de un cordón umbilical que lo une, de alguna manera, al canon que el principal baluarte de la poesía nacional representa; un cordón
umbilical que, al mismo tiempo, sólo puede existir como
máscara, como pantalla de sombras chinescas, que oculta
la imposibilidad verdadera de esa relación escritural. No
obstante, elijo reservarme este análisis. Prefiero agradecerle con un beso por permitirme practicar en sus sueños
ese ejercicio simbólico, determinante y liberador. Llevar
al principal baluarte de la poesía nacional con nosotros, a
nuestra nueva vida como supervivientes del día del fin del
mundo hubiese sido como arrancarte los huevos, digo.
Al final, después de mucho discutir y planear, nunca llegamos a lanzar la revista literaria online. Elegimos escribir
en el aire, como lo hacían sus gatos.
259
2o
l u g a r
Mondadientes
Delia Mariana Arismendi
Y la cocinera tiene órdenes de freírme la carne
hasta que esté negra. Pero, sabe lo que pasa,
es que la masco, la masco, la masco,
y la masco y la masco más todavía y no puedo tragar.
Simplemente no me pasa.
Tres tristes tigres
Guillermo Cabrera Infante
“A
llí está, en la penitenciaría, asomando por entre las
rejas su cabeza grande y oscilante, el antropófago1”,
se lee en el cartel que está en la entrada de la comandancia donde tienen al Comegente, y adonde las personas
vienen a ver a Salvador Martínez, que así se llama, y le
toman fotos y lo ven desde lejos, pero nadie lo ha reclamado, nadie se ha presentado a decir que Salvador es familia de él o amigo o vecino. Es una pena, es como morir
y que nadie vaya a la morgue a reconocer tu cuerpo. Este
hombre debe sentir una desolación impresionante. Si un
día me muero, ojalá a uno no le tocara morirse nunca,
pero si un día muero, quiero que me canten rancheras y
pasen frente a la casa de Belisa para ver si la condenada
me llora o qué. Debe ser bien arrecho uno morirse y ni un
1 Este entrecomillado pertenece al inicio de un cuento de
Pablo Palacio titulado “El antropófago”.
vallenato pues, ni una ranchera. Cuando papá murió, por
cierto, no se le puso música, llevamos la urna por toda la
cuadra. Mientras ayudaba a cargarla recordé cuando fui a
la morgue a reconocerlo: estaba en una camilla, arropado,
y se le veía el dedo gordo del pie, de donde le guindaba
un pedazo de cartulina rosada, mal cortado, y que marcaba un serial de números. Un enfermero le quitó la sábana y apareció el rostro de mi padre, medio pálido, pero
no tanto, con la boca abierta y una herida de bala en la
frente, con expresión de sorpresa, así como cuando a uno
le dicen, por ejemplo, Belisa te está buscando, o cuando
le avisan que el Comegente está preso en la comandancia. Dije que sí era él y lo volvieron a cubrir, y uno de los
enfermeros me miró con lástima, pero sin mucho afán, tal
vez por el hecho de estar acostumbrado a destapar montones de muertos a diario. Me hizo llenar unas planillas,
pero yo no estaba triste, pues el viejo no fue muy apegado
con nosotros y a uno si la gente no lo quiere tampoco
uno los quiere a ellos, ¿entiendes? Yo a quien quiero es
a Belisa, pero ella no me para, todo lo contrario, se anda
burlando de mí, como esa vez que la desgraciada se puso
a gritar en la calle que yo me había dado los besos con el
Comegente, y después llegaron las amigas a corear: “Pa’
verte la boquita roja que te besó...”.
Humberto, mi hermano, dice que soy así porque de
pequeño me caí de la cama, pero normal, que no les pare.
Humberto es el más grande de la casa, y cuando bebe se
vuelve como loco y pelea con la gente, y hay que traerlo
a la comandancia hasta que se le pase la vaina. Él siempre me defiende cuando los carajitos se meten conmigo
y gritan que soy un miedoso y que el Comegente me va
a comer… Y a veces provoca caerles a coñazos, entonces
262
mi hermano dice que no les pare. Y no les paro, pero me
pongo a inventar vainas para ver si dejan de joderme; por
ejemplo, les digo que el policía de la tarde es muy pana y
una vez me dejó entrar al pasillo de enfrente de la celda
del Comegente, y noté cómo se saboreaba cuando me
vio, y me dio miedo al principio, pero no salí corriendo ni
nada, pues ni que el Comegente fuese Superman y tal, y
fuese a dañar los barrotes de la celda para comerme, normal, me dijo, épale chamo, y le contesté qué más. Cuando
le cuento esto a Belisa o a los muchachos, no me creen,
nunca se comen la coba. Provoca llevarlos un día a la comandancia y sentarlos en el banquito tejido con mimbre
que está cerca de la celda del tipo y decirles ya vengo, espérenme aquí, voy a hablar un rato con mi amigo Salvador, y que escuchen al tipo decirme épale chamo, y yo
contestarle cómo andas, porque es más fino decir cómo
andas a decir qué más, para que Belisa se dé cuenta de que
soy más culto, que yo sí hablo fino, y no como el montón
de idiotas que le dicen mi amor, sí estás buena.
Me gustaría saber qué pensará el Comegente cuando
se queda viendo desde las rendijas al policía, seguro lo ve
con morbo, capaz y se lo quiera comer, y lo imagina así,
guisado o en sopa: sopa de policía, o una vaina así, un
plato con nombre importante. Este tipo debe tener un estómago de hierro para haberse comido a tantas personas.
Qué asco, y pensar que come y caga gente, que entre la
mierda ve pedazos de dedos, o trozos de hígados o pulmones o cualquier parte del cuerpo, y cuando eructa, debe
ser como eructar el alma de los muertos. ¿Le dará asco?
Imagínatelo, escondido entre el monte esperando a que
pase alguien y zas, le da con un tubo o un palo y después
lo lleva a su casa y empieza a separar las vísceras de la
263
carne. Seguro la deja con mucho adobo en una taza, por
una hora, y después la fríe. O no, la prepara a la plancha
porque el Comegente tiene que ser un tipo bien centrado
con la salud, pero nada de ponernos exquisitos, tampoco es
que el tipo hace una ensalada de lechugas con tomate y cebolla, sólo carne, y eso sí, tiraría las vísceras a la basura para
no envenenarse el organismo con cualquier porquería.
Un día le dije a Belisa: “Si yo fuese el Comegente habría vendido el pelo de las personas a las que mataba y
así me ganaba unos realitos extras”, y Belisa dijo: “Tú sí
eres cochino, deja la vaina, mira que esa gente que murió tiene familia, hay que tener respeto”. ¿Dónde vivirá la
familia del Comegente? ¿Será que tiene parientes o ya se
murieron todos? Porque de pana, nadie ha venido a verlo
nunca, aparte de los periodistas y la gente esa que viene
a tomarle fotos. Pero ni la mamá pues, si es que está viva.
Belisa dice que seguro se comió a toda su familia y­­por eso
no aparecen, pero yo no creo, por lo menos hubiese salido la noticia. ¿Te imaginas? Verga, debe ser jodido dormirse todos los días con tanta gente en la barriga, y que
desde ahí le torturen a uno la mente. Eso dijo él en una
entrevista, que lo molestaban los espíritus cuando se iba
a dormir, pero qué quiere, con el montón de gente que
se comió es arrecho vivir en paz: “Comegente, mi mejor
riñón te lo comiste guisado, yo que lo iba a donar”. “Pana,
frito no soy tan bueno como en sopa”. “Comegente, cómete a mi mujer que es una desgraciada…”.
A pesar de que es un asesino, a veces me da lástima y
quisiera venir todas las tardes a visitarlo, de vez en cuando
que me acompañe Belisa, o mejor no, pues le tiene miedo
a toda vaina y es capaz de ir y armar un escándalo y qué
vergüenza con el Comegente y segurito ya no querría ser
264
mi amigo. Es mejor venir solo, hasta le traigo comida,
como a Humberto, que otra vez está preso. Debería comprar carne y decirle a mamá que es para un amigo en el
hospital, que el doctor lo mandó a comer mucha carne,
pero tiene que estar medio cruda porque es una dieta.
Capaz y me cree. ¿Te imaginas? Yo llegando a la comandancia y caminar hasta la celda del Comegente y decirle
cómo andas, y que él me conteste, aquí, pasándola. Y sentarme en el banquito ese, cerca de su celda, y preguntarle, ¿qué cuentas, hombre? Y él empiece a echar todas
las historias de cómo mató a la gente y se la comió. Ah,
pero es arrecho chico, ¿no te daba asco? No. Eso es carne
y ya. No, es diferente. Diferente nada, carne es carne. Y
sorprenderlo: por cierto, te traje comida, es carne de res, a
ver si quieres. Y yo pasándole la taza por entre las rejillas
de la celda y, ¿te imaginas que me agarre la mano? Ahí sí
es verdad que pego el brinco. O a lo mejor, como somos
amigos, pues no me hace nada, sino que normalmente
agarra la tacita y le va entrando a la carne, y buen provecho, mañana te traigo más. O capaz y no la acepta, sino
que me dice, chamo, me da asco, yo sólo como gente, a
mí la carne de res no me pasa porque me da pena con el
animal. Coño, ¿y no te da pena con la gente? Pues no,
además, la gente sabe rico, deberías probar. ¡Guácala! Esa
vaina no, prefiero morir comiendo pasto a probar un pedacito de carne humana…
¿Por qué le tendré tanta lástima al tipo? Belisa dijo que
seguro me da pesar porque tampoco nadie me visita, pero
ni que yo estuviera preso, chica. No estás preso, pero es
como si lo estuvieras, te la pasas metido en la comandancia
265
todo el santo día, ahí, solo, como un loco, vale. Tú no
entiendes, Belisa, el Comegente es mi amigo, lo visito y
hablamos mucho. Ella nunca me cree, pero ¡para lo que
me importa! Normal, ando solo porque andar en grupo sí
que me arrecha, adonde va uno tienen que ir todos, imagínate a diario oliéndole los peos a un poco de tipos, no,
yo no sirvo para esa vaina, ni perro tengo, pero para qué...
Belisa confunde estar solo con la soledad, que son cosas
diferentes, y oye, el otro día escuché en la televisión a
un hombre que decía: prefiero morir solo a morir en una
completa soledad. Suena igual, fíjate, pero si le pones
atención no es lo mismo… Y para qué le explico, igual
Belisa es tarada y no lo va a entender. Yo sí prefiero irme
a la comandancia y sentarme un rato allá y hablar con el
policía de la tarde. Lo que me arrecha es ir por la cuadra
y que empiecen a decirme vainas, y si siguen así, un día
les caigo a coñazo para que sean serios, y más a la Belisa
cuando anda con esas carajitas y empiezan a decir y que
allá va el novio del Comegente, ay, que se lo va a comer,
uy, le tiene miedo… Es que me provoca regresar a darles
un tatequieto, pero no lo hago porque Humberto siempre dice que no les pare, que normal. Son esos los momentos para sentirme triste, pero rapidito se me quita la
cosa si voy donde el Comegente, y es que yo lo entiendo
y hasta lo estimo al pobre, allí, encerrado, soportando a
los curiosos que lo van a mirar como si el tipo fuese un
fenómeno de circo y, si pudieran, serían capaces de llevarlo a la plaza, amarrarlo y obligarlo a comer vegetales
frente al público: “Venga y vea al Comegente, el hombre
266
que comía personas y que ahora come zanahorias como
castigo…”. Es cierto que se comió a un gentío, pero ponte
a pensar que él también tiene sentimientos, coño, medio
raros, pero sentimientos al fin. ¿Ves? Hasta llorará en las
noches y uno sin saber nada, o se querrá suicidar o alguna
vaina. No es que uno se las dé de santo, pero la pinga, no
se va a formar una guachafita con el tipo... Eso es, siempre está con una soledad tan arrecha, ¿tú me entiendes?
Creo que le falta una mujer. Un día me puse a pensar
qué sucedería si llevara al Comegente a mi casa y se lo
presentara a mamá, ella también está sola, y es igual de
triste. Primero que nada le diría a Humberto que hiciera
el favor de no emborracharse ese día, y al otro que no le
dé por comerse a mamá, porque esa tampoco es la idea.
¿Y si se dan los besos? Si lo hacen, me arrecho y le caigo
a patadas a los dos, y te juro que saco al tipo de la casa y
le busco al policía para que lo encierre de nuevo, porque
después quién lo aguanta, merendándose a todo mundo,
y a uno mismo, mira que el carajo hasta se me aparece en
los sueños. Qué risa. Una noche soñé que el Comegente
me estaba comiendo. Yo iba bajando por la cuadra por
ahí y tal, y de pronto ¡zas!, me dio con una silla que había
afuera de una casa y me llevó al patio. En el sueño, la casa
de Belisa era la misma del Comegente. Aunque él estaba
cortando mi piel, no me dolía cuando pasaba el cuchillo,
más bien me hacía cosquillas, y llegó Belisa y dijo: no lo
cortes, espera que le dé un besito, y el Comegente se rió
y contestó: bueno, chica, pero apúrate que tengo hambre.
Sí, bien loca la vaina, y Belisa se acercó y me dio un beso
pero no sentí nada, quizá porque el hombre me había
dejado medio muerto con el golpe. Después Belisa agarró
267
otro cuchillo para cortarme las manos mientras él se reía y
me mordía la nariz, y aquel sangrero loco, y el carajo abría
la boca para soltar tremendas carcajadas y yo le veía entre
las muelas pedazos de carne, entonces le pasé un mondadientes, chico, límpiate las muelas, y cuando él lo iba a
recibir, ¡zas!, allí fue que me desperté, como a las dos de
la mañana. Me quedé un rato en la cama, asustado, pero
con unas ganas de que el beso de Belisa fuese verdad, preguntándome, ¿a qué sabrá un beso? Porque a mí nunca
me han besado, ni un piquito, ni uno de medialuna por
accidente, nada. Estuve bastante tiempo en la cama, saboreándome, intentando dormir para soñar otra vez con
Belisa acercando su boca a la mía, pero no soñé. Después sentí vergüenza por lo que pensaba y me eché a reír.
Coño, ojalá un día Belisa me diera un beso como el del
sueño, pero qué va, la condenada no lo hace ni nada, sino
más bien cuando paso cerca de su casa empieza a reírse
como una boba y siempre se lleva las manos a la boca, en
serio, parece retrasada. Yo quiero casarme con ella, pero
la chama ni pendiente, le mando señas, pero se la pasa
todo el santo día encompinchada con las carajitas de la
cuadra y no le para bolas a más nadie. Eso me hace sentir
desgraciado y la arrechera contra mamá crece porque me
dejó caer de la cama, como dice Humberto, y por eso yo
estoy así, medio chiflado. Si fuese amigo del Comegente
el resto me respetaría y dejarían de decir que es mi novio,
o que le tengo miedo, ni que yo fuese quién, no joda,
aunque viéndolo bien, Belisa tiene razón, ni porque lo
niegue pues, sinceramente estoy más solo que el policía
de la tarde al que lo dejó la esposa hace dos semanas para
fugarse con el policía de la mañana. Estoy peor que el
268
Comegente, quien se comió a ese poco de personas porque no quería morir solo y ahora los lleva en la barriga y
le hacen mente, chico. Estoy peor que papá, que tuvo que
quedar tan feo después del disparo, con la boca abierta,
él que siempre mandaba a callar a todo el mundo. A mí
mejor y me hubiese comido el Comegente o me hubiese
arrollado un carro por salir a la calle sin mirar a los lados,
o que por encaramarme en el techo de la casa me hubiese
resbalado y ¡zas!, me hubiera caído y dado contra el asfalto. Que si me muero, seguro que ahí sí se arrepienten
y me llevan mariachis o vallenatos y pasan la urna frente
a la casa de Belisa para verle la cara de llorona, si es que
me llora. Pero capaz ni lo hace, capaz que cuando pasen
la urna empiece a reírse, tapándose la boca con las manos
y grite: El Comegente te va a comer, le tienes miedo..., y
ese poco de pendejadas, y los que vayan en la procesión
empiecen a reírse de mí y hasta los mismos músicos se
burlen y nadie me tome en serio, y mamá se eche unas
carcajadas que provoque salirse de la urna para caerle a
puño limpio. Ojalá que con sólo tocarlos ya pudiese destruirlos. Una vez escuché el cuento de un tipo que tenía
tanta fuerza que podía mover casas con sólo empujarlas
y hacía de todo; seguro era muy popular. El tipo se llamaba Sansón, creo. ¿Por qué era tan fuerte? De eso no
me acuerdo, o bueno, me acuerdo de una parte, de que
la fuerza de él se concentraba en el cabello. Un día una
desgraciada le cortó el pelo y le jodió la vida. Se volvió
un hombre normal encerrado en una cárcel... como el
Comegente. Y yo que lo tenía como un ídolo, en lo alto,
ahí, soñando con el carajo, el más grande carnicero de la
historia, ni de mi papá hablé tanto como de él.
269
Ayer, cuando fui a la comandancia y le pedí al policía que
me dejase entrar para ver al fulano, contestó que no. Le
rogué que desde lejitos, que yo no me dejaba ver, y repitió
que no. Seguí jodiéndole la paciencia, hasta que el carajo
dijo bueno, pasa rápido, y fue cuando vi a Salvador sentado en un banquito, encerrado en su celda. Mi primera
decepción: darme cuenta de que el tipo no tenía barba
como yo creía y, comparado con Sansón, era calvo. No
le paré muchas bolas al asunto y pensé: Bueno, esa vaina
no es tan importante, no todos los comegentes son así,
no el nuestro. Más tarde, el tipo me clavó una mirada de
odio que casi me tumba. Pero las ganas de llorar me asaltaron cuando vi que estaba comiendo lentejas, ¡lentejas!
Por Dios, ¿qué clase de comegente es este? ¿Por qué no
se está comiendo la cabeza de alguien? ¿Por qué no está
mirando con morbo al policía? Este tipo no es serio, no
es un comegente de verdad. Dije cualquier cosa: épale,
chamo. Y no habló. Chamo, ¿qué comes? Y era como si
no me escuchara. Me acerqué un pelín más a los barrotes de la celda y el policía ni pendiente, estaba afuera,
echándole los perros a una carajita. Insistí: qué cuentas,
hombre. Y me dijo, los números. Y la vaina me dio risa,
me cagué de la risa y pensé, bueno, los amigos siempre
echan chistes. ¿A cuántas personas te comiste? Y no me
hablaba. Dime, pues, a cuántas personas te comiste. Y el
coñoemadre como si no escuchara, sólo estaba pendiente
de zamparse sus lentejas. Me estaba aburriendo, así que
grité: ¡Comegente maricón!, pero el maldito no me paró
bolas, era como si yo no existiera. ¿Qué es más sabroso, la
mujer o el hombre? ¿Epa, y tu familia? ¿Te los comiste?
Échame el cuento. Entonces por fin habló: “¿Tú eres
güevón o qué? Fuera de aquí, mocoso del coño…”. Y no
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dijo más nada, y tuve esa sensación de tristeza y arrechera,
peor que la que sintió Sansón cuando vio en el piso el
montón de pelo como una montañita. Fue como si descubrieras que tu cantante favorito no canta nada, sino que
mueve los labios y la voz es de otro. Entonces entendí: se
había redimido; ahora era un asesino de lo más vulgar;
seguro no se siente solo nunca, lo visitan siempre y tiene
un montón de novias… Hay gente que va a la cárcel y allí
dentro empieza a creer en Dios, y cuando sale libre va de
casa en casa, predicando la palabra de Cristo, contando
su historia. Las personas los miran con desconfianza y no
les dejan entrar a su hogar, pero se alegran de que estos
hombres hayan sido salvados. Ahora es como si ese plato
de lentejas fuese el Cristo del Comegente. Sin embargo,
no estoy feliz del arrepentimiento de él, más bien me
arrecha. El tipo mató a un coñazo de personas porque
tenía hambre, porque no quería estar solo nunca, y eso
era lo que me atraía de él, no esas semillas que se traga
ahora. Es por él que algunas veces me despierto con ganas
de comer gente, se me hace agua la boca y todo. Dicen
que uno siempre imita a sus héroes. Los carajitos de por
acá se disfrazan de Supermán o de las Tortugas Ninjas.
Si vendieran un disfraz de Comegente me lo compraría,
y con él puesto, me sentaría en la comandancia para que
la gente se asustara y para que Belisa me empezara a respetar y dejara de burlarse de mí. Es que da para pensar,
así como qué coño, será hasta buena la carne humana.
Además, el Salvador está en forma, buen color, rosadito.
Se debió comer a mucha gente rosada. Belisa es morena,
parece un pan tostadito, y lo que más me gusta de ella
son los brazos. Yo siempre decía: cuando me coma a Belisa, empiezo por los brazos. Primero la duermo, para
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que no le duela, porque si no, empieza a darme golpes,
o a llorar, porque todas las mujeres siempre lloran por
cualquier cosa. Mamá llora porque se murió papá, Belisa
llora porque me la quiero comer. La duermo y agarro un
cuchillo y le corto el brazo. La cosa es que no sé si habrá
que cocinarlo. Mejor que sí, no sea que me dé una indigestión esa vaina. ¿Cómo se cocina un brazo? Lo corto en
pedacitos, como corta mamá la carne de res, lo echo en
agua y lo dejo hervir hasta que se ablande. Después me lo
como con arroz y jugo de guayaba. Belisa debe saber rico.
¿A qué sabrá? Seguro que a patilla. Los ojos me los hago
guisados, que deben ser muy buenos. El resto lo guardo
en la nevera. Antes, mi mamá ponía mucho una canción
que decía que te voy a comer, niña, te voy a comer… era
algo así. Yo quiero aprendérmela para cantársela a Belisa
el día que le esté arrancando los brazos. Le digo, Belisa,
tienes que quererme, la gente que se quiere se come, se
arranca pedazos de piel. Tienes que quererme mucho y
darme un montón de besos en la boca, como se los daba
el policía a la mujer que se le fue. Y nada de besarle la
calva al Comegente, nada de hacerle cosquillitas a él, no
te le puedes ni acercar porque te caigo a patadas, en serio.
Es más, no quiero verte en la comandancia, mira que ese
tipo se las da ahora de vegetariano, pero seguro que si te
ve se le hace agua la boca… Hola, traje a Belisa y me la
voy a comer. Hola, yo me voy a comer a mi mujer que
me dejó. Hola, yo voy a comer lentejas. Y ñan, nos sentamos todos frente a una mesa, y el Comegente se pone a
orar, y gracias Señor por la comida y la bebida que vamos
a consumir, y yo, antes de comerme a Belisa, la mando
a preparar arroz y jugo de guayaba, y después que sí se
venga y me dé los brazos para ponerlos a hervir. Cuando
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uno quiere a alguien, Belisa, no se burla de él, ni le dice
que le tiene miedo al Comegente ni que está loco porque
se cayó de la cama. Uno lo que hace cuando quiere a otro
es que le regala los brazos morenos y cocina mucho arroz
para que coman el Comegente y el policía. El corazón
de Belisa lo hago puré, y seguro que sabe a guayaba, y me
pongo a cantar que me gustan tus ojos y tu boca, que si
te acercas te como toda… Cuando uno quiere a alguien,
desayuna el corazón de esa persona y no le da a probar
a nadie. Cuando uno quiere a otro, se come los brazos
hervidos y el corazón en puré. Qué rico que sabes, Belisa,
como a patilla, en serio. Es que cuando yo era pequeño
me comí una patilla y ese es mi sabor para siempre. Y
tus brazos saben a pan dulce, están ricos y el Comegente
quiere que le des un poco. Regálale una de mis piernas.
Eres una puta, Belisa, deja de regalarte, nada de eso; el
carajo, si quiere, que te coma un pedazo de oreja, que las
tienes feas y grandes, seguro queda satisfecho. No te muevas, Belisa, a ver… Y me despierto. Coñoelamadre, siempre me despierto en la mejor parte del sueño: cuando le
voy a comer el corazón o le voy a dar un beso.
La última vez que vi al Comegente ahí, encerrado, asomando la cabezota por los barrotes y mirándome de vez en
cuando con cara de vegetariano-matagente me di cuenta
de que cada vez que justifico que se haya comido a un
montón de tipos, a su familia, a su esposa, lo hago por justificarme a mí mismo. Me acerqué a la celda y sin que el
policía me viese, saqué del bolsillo del pantalón un hueso
de gallina delgado y pequeño, y se lo lancé para tratar
de engañarlo: toma, Comegente, es verdad, Belisa sabía a
273
patilla. El carajo no recogió el hueso sino que le dio una
patadita y me lo regresó. Quien come mujeres se vuelve
mujer, y se echó a reír. Avergonzado, recogí el hueso y lo
guardé: maldita sea, Comegente, con Belisa es distinto,
no es cualquier mujer. Mariquito triste, me dijo. Lo iba
a insultar, le iba a decir comelentejas, miedoso, marico
triste serás tú, pero apareció el policía y me quedé callado.
Me voy, repuse, y como Salvador ya no me paraba bolas,
salí de la comandancia con una arrechera tan grande que,
si hubiese podido, yo mismo lo hubiese amarrado en la
plaza frente a un montón de zanahorias. Pero al ratico se
me pasó la rabia, porque además, aquello no era un hueso
de mujer, y aunque él no lo supiese, me sentí ridículo al
defender el hueso de una gallina. Tal vez se saboreó y se
molestó porque no le di a probar un poquito de los brazos
de Belisa. Y yo que pensé que hablar con Salvador me iba
a poner contento, que comerme a Belisa, aunque fuese
en sueños, me iba a dejar más alegre, pero ya ves que
no. Más bien, desde entonces tengo como unas ganas de
llorar y no sé por qué. Recuerdo a Belisa y quiero llorar, y
recuerdo a papá en la morgue y quiero llorar, y recuerdo
al Comegente y quiero llorar: pedirle al policía de la tarde
que me abra su celda para pasar y decirle ven, chico, ven
para darte un abrazo, no te preocupes, seguro tu familia
no sabe que estás acá. Y que él me diga gracias, chamo,
y yo le conteste de nada, tú sabes que soy tu amigo, mira
que yo también a veces me siento triste, tú sabes cómo es
todo. Y que él me diga que sabe cómo es todo, y venga el
policía de la tarde y se meta en la celda con nosotros y nos
cuente que él también se siente solo a veces, que la mujer
lo dejó hace dos semanas y por eso está triste y entonces
el Comegente explique que él tenía una mujer pero se
274
la comió y yo hable de Belisa como si fuese mi mujer, y
el Comegente me pida un pedacito de carne y yo le diga
bueno, chico, agarra un pedazo de nariz, y el policía le dé
un pedazo de oreja y él se la coma con aquel gusto y nos
haga saber que una parte de nosotros está en su barriga, y
yo empiece a contar chistes y el Comegente y el policía
se rían y que seamos tremendos panas y la gente vaya a
la comandancia y nos tomen fotos y lleguen periodistas y
nos entrevisten y la vaina, y el Comegente esté feliz, que
el policía se encuentre a otra mujer y yo me coma la boca
de Belisa como en el sueño, y cambien el cartel de la
entrada por uno que diga: Allí están, en la Penitenciaría,
asomando por entre las rejas sus cabezas grandes y oscilantes, el Comegente, el policía y el hermano de Humberto.
275
3o
l u g a r
A medio camino
Miguel Hidalgo Prince
M
ariana y yo nos habíamos hecho adictos a la tele
después de quedarnos sin empleo. Teníamos un
montón de tiempo de sobra, y para no salir y ahorrar la
plata que se nos evaporaba nos aferrábamos al aparato
como si no pudiéramos entender la vida sin él.
Un día sonó el teléfono. Pasaban un bang bang en
blanco y negro de cowboys contra cherokees. Yo le iba a los
pieles rojas porque tengo familia guajira.
–Atiende tú –le dije a Mariana, pues estaba entecado
con la escena.
Ella arqueó la ceja y me miró como a un problema
de polinomios. De inmediato me di cuenta de que no le
había gustado el tono con el que se lo había dicho. En el
camino de la convivencia, algo nos sobrevino. Llevábamos días con el humor desalineado. Cualquier tropiezo
se transformaba en una bomba de tiempo. Era mejor andarse con cuidado cuando Mariana tenía el software así.
No quité la vista de la pantalla y Mariana se levantó haciendo una exhalación muy fuerte que sonaba a “qué asco
lo que tengo contigo”. No podía ser el más indicado para
juzgarla, porque si al cabo vamos, yo también recurría al
mismo teatro cuando me daba por ahí. Descolgó el teléfono y dijo aló. Lo hizo con mucha calma. Como alguien
que no tiene prisa y se mueve y habla por inercia.
Era su papá. Su mamá acababa de morir. Paro cardíaco fulminante. Tenía sesenta y tres años.
Mariana comenzó a llorar. Decía que no podía creer
que eso estuviera pasando. Yo la abracé y seguí viendo a los
vaqueros disparar sus rifles contra la tribu. El gran jefe del
penacho fue abatido y se desplomó sobre su caballo aún en
galope. Los indios perdieron la batalla y también la guerra.
Compramos los pasajes al día siguiente. Mariana era de
Curarigua, un pueblo olvidado en algún rincón de Lara.
Primero tuvimos que ir a Barquisimeto para después montarnos en otro bus que nos dejaría cerca. Hay polvo y chivos.
La brisa llega, se aburre y se devuelve. Así me lo describió
el día que la conocí. Fue en los 15 años de la hija de un
colega del trabajo. Entonces era enfermera en el Clínico
Universitario. Yo trabajaba como vigilante nocturno en un
almacén frigorífico. Me iba bien en ese trabajo porque podía pasar toda la noche leyendo tranquilamente. Historias
de intriga y de crímenes. Mi turno empezaba a las 10:30.
Me acomodaba lo mejor que podía, abría de par en par el
libro y me hundía cada vez más profundo en ese mundo
solitario, conocido solamente por aquellos que vigilan almacenes desiertos hasta que llega la primera luz del día.
Mariana también hacía guardias de noche. Era inevitable
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que a la larga empezáramos a compartir nuestras vidas de
horarios al revés. Hasta que nos botaron.
A mí por culpa del sindicato. No quisieron cancelar la
deuda de los contratos colectivos y nos fuimos a huelga.
Pasamos meses sin cobrar. Al final la empresa prefirió desmantelar todo y dejarnos sin trabajo antes que pagarnos.
Lo de Mariana fue distinto. Una noche de luna llena,
un malandro al que dos policías habían descosido a balazos, gritaba de dolor en una camilla. Ella comenzó a prepararlo para ingresarlo a emergencias, pero de pronto el
malandro gritó, la agarró muy fuerte por el antebrazo, la vio
directo a los ojos y le dijo “Te quiero mucho, bebé”, antes
de morirse vomitando coágulos. Mariana era una criatura
frágil. Ese episodio la devastó. Tuvo una crisis nerviosa y
no paró de temblar en semanas. No quería saber nada relacionado con su profesión. Tuve que esconder su uniforme
por miedo a que recayera. Dejó de ser útil para la unidad y
le enviaron un comunicado donde la recomendaban como
maestra suplente en una guardería de Guatire. Lo que querían decirle era que ya no requerían de sus servicios.
Partimos desde La Bandera muy temprano en la mañana. Mariana no había dormido ni un segundo. Tenía la
cara hinchada de tanto llorar. Noté que algunas personas
se me quedaban viendo, quizás pensando que yo la había
golpeado o que al menos era quien la hacía sufrir de esa
manera. Por mi parte, tampoco había descansado mucho.
Permanecí con los ojos cerrados, escuchando el llanto de
Mariana en la oscuridad. De vez en cuando le ponía una
mano por la espalda y la deslizaba suavemente de arriba
a abajo. Ella parecía no saber que me encontraba ahí. En
algún momento dejé de escucharla, pero sabía que seguía
igual, soltando lágrimas en silencio.
279
En el autobús la temperatura era glacial. Además de
Mariana y yo, sólo iba un viejo sin dientes que tenía una
toalla que decía Cancún y estampado un ocaso del caribe
mexicano. Intenté leer un relato de policías, pero el conductor puso una película de Steven Seagal a todo volumen
y no pude concentrarme. Mariana se había tomado un
Lexotanil y estaba entrando en coma. Le iba a dar un beso
en los labios, pero en el último momento me arrepentí y
se lo di en la frente. Escondí mis brazos debajo de la camisa. Parecía un tipo sin brazos. Imaginé que el mundo se
resumía en aquel autobús. Era como un sueño en el que
sólo aparecía gente a la que le faltaban cosas. A mí, los brazos; al viejo, los dientes, y a mariana, su madre. Me quedé
quieto, tratando de borrar esas boberías de mi mente. A los
pocos minutos, Seagal no dudó dos veces en quebrarle los
brazos y las piernas a todo miembro de la mafia rusa que se
interponía en su camino. Traté de dormir en vano.
Cuatro horas después, chocamos con algo. Primero
vino un frenazo que nos mandó contra el espaldar de los
asientos de adelante. Después un golpe en seco, como
encajonado. Luego se liberaron los frenos. Seguidamente
el motor se apagó. El viejo sin dientes descorrió la cortina
y miró afuera. Una brecha de luz me encandiló. Mariana
recién despertaba. Preguntó qué había pasado.
–No sé –dije–. Creo que le dimos a algo.
Se abrió la puerta de la cabina. Entró el conductor y
explicó que una vaca se le había atravesado. Mariana no
se alteró. Preguntó cuánto íbamos a tardar. El conductor
hizo un gesto que podía interpretarse como “mucho” o
“bastante”. El viejo sin dientes se despojó del crepúsculo
maya, se paró y se bajó del autobús. Mariana comenzaba
a dormirse de nuevo. Me fui detrás del viejo.
Cuando salí, me recibió un manto cálido de sol que
resultaba muy agradable, viniendo del frío polar. Me acerqué a la parte de enfrente del autobús y vi la vaca. Estaba
tirada de costado, mugiendo de agonía. Un cuerno había
salido disparado de raíz y estaba algunos pocos metros
más allá, en el medio del camino. De su hocico colgaba
una lengua babosa que convulsionaba. No me había dado
cuenta de que el viejo sin dientes estaba a mi lado.
–Pobrecita, ¿no? –dijo.
Volteé a mirarlo.
–Sí –dije–. Pobre.
–Aunque si te pones a ver, igualito iba a terminar así,
¿no? –dijo el viejo.
Dejé escapar un suspiro irónico. El conductor hablaba por el celular, caminando de un lado a otro y mirando su reloj. Su ayudante estaba agachado, revisando
el parachoques del autobús. Me acerqué y le pregunté si
íbamos a arrancar.
–Hay que esperar a que recojan a la víctima –dijo el
ayudante concentrado en su trabajo.
–¿Víctima? –pregunté yo.
El ayudante se puso de pie. Escupió al piso y limpió
el gargajo con la suela del zapato. Sacó una maraña de
estopa de su bolsillo trasero y se limpió el sudor del cuello.
–La res, paisa. ¿No ve? –dijo.
La vaca mugió muy fuerte y se paralizó. El viejo sin
dientes le dijo al ayudante que era necesario acabar con
su sufrimiento. El ayudante miró la vaca. Le dio un toquecito con la punta del pie. La vaca se retorció de dolor
y volvió a mugir horriblemente. El ayudante movió la cabeza de lado a lado como un hombre muy cansado.
–Se hace lo que se puede –dijo.
Me puse una mano sobre las cejas para taparme del
sol y miré la carretera. De un lado se veía un pueblo.
Del otro había un campo con surcos de arado donde una
niña en bicicleta arriaba un burro. Mientras observaba el
lugar, el ayudante me explicaba que no tardaría en llegar
gente para picar la vaca y llevarse la carne. No era la primera vez que eso les pasaba.
–¿El chofer está hablando con la central? –pregunté.
–¿Cuál central? Está hablando con su esposa –respondió el ayudante.
Volví al autobús. Se sentía mucho más frío que antes. Mariana estaba profundamente dormida. Le moví el
hombro para despertarla. Entreabrió los ojos y murmuró
algo. Le dije que la vaca seguía viva y que teníamos que
esperar. Le dije que caminaría hasta el pueblo para comprar algo de comer.
–Ok –dijo, y recostó la cabeza en la ventana cerrando
los ojos.
Entré al pueblo por la calle principal. Sólo había casas y bodegas que parecían cerradas desde que descubrieron petróleo en el país. Llegué hasta el centro de la plaza,
pendiente por si había alguien a quien preguntarle dónde
comprar empanadas y jugos. Vi el busto de Bolívar y leí
el nombre del pueblo en la placa. Estaba en San Carlos
de Palmira, fundado en 1889 por fray Bartolomé del Suplicio. Fijé la vista por encima del busto y divisé la cruz y
el campanario de la iglesia. Me acerqué hasta la puerta.
Tenía el cerrojo puesto. Toqué dos veces y esperé treinta
segundos. Volví a tocar y esperé otros treinta segundos.
Pegué la oreja al portón y no oí nada. Crucé la plaza de
vuelta y doblé hacia la izquierda por una calle que no
había visto antes. Me asomé y me di cuenta de que era
282
una calle ciega. Caminé casi hasta el fondo cuando vi
una ventana abierta. En el marco de la ventana había una
radio pequeña encendida. Intenté distinguir algo dentro
pero estaba muy oscuro.
–Buenas –dije hacia el interior de la casa.
Miré a los lados. No había nada más abierto, sólo
aquella ventana. En la radio sonaban merengues de los 80.
–Buenas –volví a decir más alto.
De la sombra, muy lentamente, apareció una señora.
No sabría decir qué edad tendría. Bien podía tener la
misma que yo, pero el tiempo le había hecho trampa y aparentaba mucho más. Usaba una roída franela de AD tres o
cuatro tallas más grande, como si fuera una bata. Cuando
se acercó, escuché el sonido inconfundible de unas chancletas de plástico rasguñando el piso de cemento. Traté de
imaginarla en su juventud. Debió haber sido muy bonita.
Tenía los ojos atigrados y en la nariz trazos de pecas diminutas. La señora me miró como si me conociera.
–Buenas –volví a decir.
–¿Sí? –respondió ella bajándole volumen a la radio.
Miré el fondo de la calle. Me tragué mi saliva seca.
Disculpe –dije–, ¿dónde puedo comprar algo de comer por aquí?
La señora me examinó. Tenía una paciencia genética.
Se rascó una axila y el movimiento hizo que uno de sus senos, el que estaba del lado de la A, se abultara más, debajo
de la franela.
–Hoy no hay nada abierto –dijo.
Puse cara de derrota. Me miré las puntas de los zapatos como si en ellos realmente hubiera podido encontrar
una respuesta reveladora.
–¿Nada? –pregunté.
283
Hizo un no con la cabeza y se acercó más a la ventana. Pude verla mejor. Empezaba a cultivar canas y tenía
un bigotico muy fino, como pelusa. Agarró los barrotes
de la reja con las dos manos. Había una línea de mugre
oscura debajo de sus uñas.
–Le puedo preparar algo, si quiere –dijo.
–No hace falta –dije–. Gracias.
–Aquí no hay nada abierto hoy. Le cobro barato.
Vi la hora en mi celular.
–Se me hace tarde. El autobús donde venía le dio a
una vaca y está parado ahí en la carretera.
Estaba a punto de irme, pero algo hizo que me quedara.
–¿Usted es de la capital? –preguntó la señora.
Hice un sí con la cabeza.
–Mi papá era de Urica, donde murió Boves –agregué.
No pareció oír mi comentario.
–¿Adónde va? –me preguntó de una manera que me
hacía sentir en confianza.
–A Curarigua. Se murió mi suegra.
–Mmm –dijo la señora–. ¿Su mujer está en el autobús?
Hice otro sí con la cabeza.
–Espere y le doy unos bollitos –dijo perdiéndose dentro de la casa.
–No, no hace falta –respondí, pero ya se había ido.
Miré de nuevo la hora en el celular. Era pasado el
mediodía. Escuché a un perro ladrando en otra calle. Al
fin otro ser vivo en aquel hoyo perdido en el medio de
la nada. La señora volvió corriendo, haciendo sonar sus
chancletas. Traía un paquete envuelto en papel aluminio
y un pote arroz chino con jugo de guayaba.
–Tenga –dijo–. Para su mujer. Fue lo que me quedó
del desayuno.
284
No sabía qué hacer. No podía rechazar su amabilidad. Tomé la bolsa y el pote de arroz chino.
–Muchas gracias –dije–. ¿Cuánto le debo?
–¿Van para las procesiones? –me preguntó la señora
sin responder a mi pregunta.
No comprendía de qué me estaba hablando.
–Las de Curarigua. Mi esposo nació allá, ¿sabe? Hoy
son las procesiones de muertos.
–Nunca he ido. Esta sería mi primera vez –dije.
–Como me dijo que se murió su suegra, pensé que…
No terminó la frase. Despejó un mechón de cabello
de su frente. Se limpió el sudor del bigote con el cuello
de la franela.
–No sé nada de ningunas procesiones –dije yo aún sin
poder moverme del lugar.
La señora volvió a subirle el volumen a la radio. Luego
intentó sintonizar una emisora distinta.
–Pues son hoy –dijo–. Mi esposo me cuenta que todos
los años, en este día, la gente del pueblo sale en procesión
hasta el cementerio después de la misa. Los que van de
último son los hombres más viejos porque son los de más
fe. Los muertos van diciéndole cosas al oído, pero ellos no
se pueden voltear porque capaz y se reencuentran con un
ser querido y se pueden pasmar.
La señora se santiguó. Yo me había quedado ahí, con
el cerebro hecho un revoltillo. Hice todos los gestos que
estaban a mi alcance para demostrar que no creía en fantasmas. Me sonreí. Ella me miró como si fuéramos a cruzar un río.
–Ya deben haber picado la res, ¿sabe? –dijo de pronto.
Era la señal que estaba esperando. Sostuve como pude
el paquete de bollitos y el jugo de guayaba con la misma
285
mano. Maniobré con la otra y logré sacar un billete de
veinte bolívares. Se lo extendí a la señora y le dije muchas
gracias. Ella enrolló el billete y se lo guardó debajo de la
franela, supongo que en el sostén.
–Hasta luego –dijo, y se perdió entre las sombras de
la casa.
Quise decir algo, pero no sabía qué. Busqué en lo más
profundo de mi soledad y no conseguí ninguna palabra.
Indagué en otros lugares pero sólo logré recolectar valor y
fuerza de voluntad para volver al autobús. Hice mi camino
de vuelta en completo silencio. No quería desentonar con
el pueblo, que parecía haberse congelado para siempre.
Dentro de mí, germinaba una sensación extraña mientras
volvía a cruzar la plaza. Era como si hubiese estado antes
en ese lugar otras muchas veces. O como si nunca me
hubiese ido. Salí por la calle principal y vi el tramo de la
carretera donde mi viaje con Mariana se había detenido.
Desde lo lejos, distinguí el autobús. También alcancé a
distinguir a algunas personas en bicicletas, cargando con
inmensos trozos de carne sobre sus espaldas.
Entonces el autobús arrancó.
Ocurrió como en una pesadilla de la que no se puede
despertar. Nada tenía sentido. Es decir, el conductor, el
ayudante, el viejo sin dientes, sabían que yo debía subir
a ese autobús. ¿Cómo podía estar pasando? ¿Y Mariana?
Sólo bastaba con que ella se diera cuenta de que me habían dejado atrás. ¿Era tan difícil esperar por mí? ¿Era
demasiado pedir? Instintivamente comencé a correr.
El autobús aceleró. Llegué a la carretera con todo mi
esfuerzo concentrado en no dejar que se escaparan sin
mí. Pasé junto a las personas que habían desmembrado
la vaca. Todos me miraron atravesar la estela de humo
286
que dejó el autobús. De veras lo intenté. Puedo decir con
toda seriedad que de verdad lo intenté. Y estuve tan cerca.
Tan cerca como para estirar mi brazo y no dejarla ir. Pero
el conductor hizo un cambio de velocidad y ya no pude
hacer nada. A medida que se alejaba, dejé de correr y comencé a caminar. Luego me detuve. Mis pulmones me
exigían oxígeno. Aspiré grandes bocanadas de aire. Tenía
la cara, el cuello y el pecho perlado en sudor. Las manos también, pero en todo ese tiempo no había soltado el
paquete de bollitos y el jugo de guayaba. Le eché un último vistazo al autobús y volví a atrás. Ahora era el tramo
de la carretera donde Mariana y yo nos habíamos distanciado. Las personas en bicicleta me miraban. Era todo
un espectáculo. Me sentí como en una de esas películas
de cowboys que me gustaban. Como un forajido. Alcé el
mentón para saludarlos. Quería lucir muy calmado. Me
acerqué al sitio donde había estado la vaca. Sólo quedaba
un gran charco de sangre y una familia de moscas alimentándose de la humedad. Me quedé de pie, en ese punto y
momento justo, como si esa fuese una parada regular de
autobuses. Como si en cualquier momento pudiese llegar
otro y pudiera montarme para continuar el viaje solo. Recordé la historia que me contó la señora desde la ventana.
Si Mariana fuese en la procesión y volteara a ver hacia
atrás, ¿vería a su madre muerta o me vería a mí? Una de
las moscas se acercó a mi ojo buscando beber de mi lagrimal. La espanté de un manotón. El autobús era un punto
que desaparecía en el horizonte. Entonces me invadió la
sed. Destapé el pote de arroz chino y de un trago bajé el
jugo de guayaba entero. Estaba tan dulce…
287
m e n c i o n e s e s p e c i a l e s
Las propiedades curativas
del fuego
Dacio René Medrano Arreaza
A
l despertar y abrir los ojos en medio del silencio, a las
ocho de la mañana, supo que no sería un buen día.
Afuera encontraría a su padre acostado en el sofá de la
sala, viendo televisión, pasando la borrachera de la noche
anterior con una cerveza matutina. Su madre encerrada
en la habitación durmiendo hasta las dos o tres de la tarde
por el efecto de los ansiolíticos y los antidepresivos. No
tenía mucho tiempo antes de que llegara el transporte
escolar a recogerlo. Debía preparar rápidamente el desayuno y meter algo de comer en la lonchera. Jugo, unas
rebanadas de pan y queso, eso era todo. No había leche
para el cereal ni mermelada o salsas para un sándwich.
Decidir y resolver pronto, si acaso disponía de diez minutos. Comió un poco de cereal seco, se tomó dos vasos
de agua y guardó el jugo, el pan y el queso para la hora
del almuerzo. El autobús llegó tres minutos tarde, y por
esto al detenerse frente a su casa él ya lo esperaba con la
cabeza pegada a la puerta para escuchar el motor aproximándose. Al montarse nadie lo saludó ni se arrimó para
ofrecerle un puesto, el chofer tuvo que llamarle la atención a uno de los niños para que se hiciera a un lado y
él pudiera sentarse. Sin embargo, nada de esto le importaba demasiado, cada mañana era una réplica exacta de la
anterior. Era capaz de anticipar cada movimiento y cada
oración, incluso, las pequeñas variaciones eran repeticiones. Se llamaba Honoré Babin y tenía trece años. Hacía
mucho que había dejado de contar los días como este; en
su lugar, se entretenía con elaborados juegos premonitorios de un futuro que parecía destinado a repetirse.
El sistema de Honoré era el siguiente: una predicción
correcta valía cien puntos, setenta y cinco si se cumplía
con variaciones importantes. Los intentos fallidos restaban cincuenta puntos. Por ejemplo, si predecía que
Antoine Gillete (el niño que más lo odiaba en todo el colegio) iba a llamarlo “jorobado” como usualmente hacía,
pero al verlo le gritaba “tu padre es un inútil borracho”,
sumaba setenta y cinco porque ambos contaban como insultos. Pero si lo pateaba o escupía dentro de su morral sin
decirle nada perdía cincuenta puntos. La cuenta se reiniciaba al alcanzar los mil, y tenía derecho a un premio que
regularmente consistía en un buen helado de mantecado
acompañado por un brownie cubierto de sirope de chocolate, o en acostarse muy tarde mirando algo divertido
en la tele o las películas para adultos que transmitían los
jueves después de las doce. Por el contrario, si la puntuación total descendía hasta un número negativo debía
imponerse un castigo.
Una vez, durante días extraños que no han vuelto a
repetirse, falló cuatro predicciones seguidas y el conteo
290
general se desplomó hasta menos cincuenta. Entonces se
obligó a escribirle una carta a Claudine Fournier (la niña
más hermosa de la clase y, para Honoré, del liceo entero)
declarándole lo que sentía sin ningún tipo de restricciones; revelarlo todo esperando que sucediera lo mejor.
La carta, que abarcaba cuatro páginas de un cuaderno
cuadriculado, fue entregada en un sobre mal sellado con
saliva que pasó por las manos de cinco mensajeros curiosos en plena clase de matemáticas. Finalmente llegó
hasta Claudine, quien con una hiriente indiferencia la
metió en su bolso después de verificar su nombre escrito
en el exterior del sobre. Había cumplido su penitencia,
ahora sólo quedaba la espera.
Horas más tarde, durante el segundo receso, Josette
(la mejor amiga de Claudine) convocó a una reunión en
el patio y esperó a que los veinte o veinticinco estudiantes que atendieron su llamado formaran un círculo alrededor de ella. Sin más demoras, procedió a leer la carta
en voz alta y clara para que todos pudieran escucharla.
Honoré Babin los observaba temblando en la distancia
(desde donde se oían las carcajadas), intentando asimilar
lo que tendría que soportar. Lo peor había ocurrido nuevamente.
En su casa fingió estar enfermo y logró ausentarse una
semana, pero en las noches no podía dormir. Cuando lo
conseguía, soñaba que lo humillaban y lo torturaban sin
que pudiera escaparse. Los conocía demasiado bien, sabía
que el olvido no era una opción. Era más probable que
un volcán hiciera erupción en medio de la escuela a que
ellos lo dejaran pasar y olvidaran el incidente para siempre. En algún momento tendría que volver a enfrentarlos,
era inevitable.
291
Por supuesto el día llegó, pero simplemente digamos
que desde entonces las penitencias no volvieron a relacionarse con niñas o personas. Las predicciones fueron
suspendidas por varios meses y lloró más noches de las
que quería recordar, de pura rabia y una descomunal impotencia. Le tomó un tiempo recuperarse, volver a ser
el mismo, hecho que aprovecharon los demás y acaso el
propio Honoré para poner distancia (como si fuese posible aumentarla) y levantar un muro gigante con aquellas
diferencias irreconciliables. Desde entonces, el mejor escenario posible era el anonimato, que lo ignoraran sin
molestarlo, pero generalmente era más de lo que podía
pedir. Para Antoine y algunos otros era fascinante estar
pendientes de él, del extraño Honoré, feo y anticuado,
con su piel grasosa y el cabello engominado, con los pantalones demasiado cortos y los zapatos marrones fuera de
moda, el tono irregular de la voz: nasal, temblorosa, y su
inclinación al caminar, enteco y ligeramente encorvado.
Al bajar del autobús escolar no pensaba en ninguna
de estas cosas, pensaba en su madre y en su padre, dormidos en pleno día, sobre sábanas viejas, junto a los platos
con restos de comida, en el olor agrio y de sudor encerrado que siempre había en la casa, en las paredes agrietadas y el techo lleno de filtraciones, en las despensas vacías
y las puertas descuadradas, en el ventilador dañado, en el
espejo enmohecido del baño y en todas las mañanas en
que se había levantado para ir al colegio. Se preguntaba si
sería así siempre, si nada cambiaría, si era posible.
Aunque no había puestos fijos, los alumnos elegían
el mismo lugar, sin excepción. A pesar de esto, Honoré
aceleraba el paso en el pasillo que conducía hasta el
salón, como si alguien, por error o para fastidiarlo, pu292
diera tomarlo si no se apresuraba. El último pupitre, en
la primera fila, junto a la pared, del lado izquierdo, vacío, esperándolo. Tanta ansiedad, miedo al cambio. El
sudor en las manos, en las sienes, y las venas pulsando
al ritmo de un tic nervioso. Su silueta en el reflejo del
vidrio, el cielo gris; nubes, va a llover. Ideas imposibles,
absurdas y fantásticas, divagando. Millones de piezas secretas que deben ser encontradas, dispersas en el mundo y
en el tiempo, contienen todas las respuestas y las llaves de
todas las puertas. La vida es un rompecabezas, si no faltaran piezas, todo tendría sentido. Sus pies, uno delante
del otro, la tierra bajo sus suelas, inagotable, la velocidad
y el ritmo, el viento que seca los ojos, el horizonte que no
se acerca, el cielo naranja o violeta o de colores que no
existen; la puesta del sol, un lugar oculto…
–¡Honoré!, ¡Honoré Babin! ¿Se le ha perdido algo en
la ventana?
–No, señor.
–¡Preste atención!
–Sí, señor.
“… como les decía, sus teorías eran muy distintas a las
que hoy aceptamos como ciencia. Algunos de estos filósofos griegos consideraban al fuego como uno de los elementos más nobles porque era capaz de consumir la materia
inferior y densa, y de transformarla a través de un proceso
de purificación y cambio, convirtiendo las cosas en algo
más. Las llamas se elevan y ascienden al cielo, mientras la
materia se desintegra y desaparece en la tierra. Para Heráclito, nacido en el año 535 a.C., el fuego era un gran misterio, representaba el origen y el final de todas las cosas,
el gran creador y destructor. En nuestros días, todavía encontramos algunos residuos de estas creencias, asociadas
293
con el alma y ciertas propiedades curativas del fuego que
limpian el espíritu, pero esas supersticiones no son parte
de nuestro tema. Dubois, regrese a su sitio... Otros filósofos se ocuparon de los demás elementos: agua, aire y tierra. Anaxímenes, nacido en el quinientos ochenta y cinco
antes de Cristo, pensaba que el aire era la substancia…”.
Una enorme fogata en medio de la noche con mamá
y papá; cantaría una canción y tocaría la guitarra. Le gustaría aprender a hacer eso, sería divertido hacerlo. Tal vez
a Antoine también le gustaría su guitarra, había visto a algunos niños llevarlas al colegio. Aprendería una canción
y le mostraría un par de cosas. El poder del fuego.
Cuando llegó a casa, su madre seguía acostada. Estaba despierta, tenía los ojos abiertos, pero en ellos no había expresión alguna y por un instante creyó que dormía.
Honoré se acercó, la besó y la abrazó. Permanecieron así
por un rato. Sin mirarla, con el rostro escondido entre la
almohada y su cuello, le dijo:
–Mamá –ella contestó sin separar los labios. Al escucharla continuó:
–¿Las cosas van a ser así siempre? –silencio. Tres, cuatro segundos.
–¿Vamos a vivir siempre así? –las manos tomaron su
rostro y lo colocaron frente al de ella, que ya estaba llorando.
–No hijo, yo no quiero que sea así… pero a veces es
muy difícil, perdóname –se abrazaron. Ella le preguntó si
tenía hambre y él contestó que sí, entonces le dijo–: Voy a
levantarme y te preparo algo –el fuego convierte las cosas
en algo más.
Mientras preparaban unos sándwiches en la cocina,
llegó su padre. En los ojos húmedos y la respiración pro294
funda Honoré descubrió que había bebido. No se saludaron, él caminó hacia ellos y preguntó qué había de comer.
–Le estoy preparando un sándwich al niño –Honoré
no dijo nada, sólo lo observaba.
–Puede compartirlo conmigo, ¿no? Compartir el pan
con su padre. Y no es un niño ¿eh? –silencio. Cuatro,
cinco segundos.
–Ven acá –le dijo a Honoré–, vamos a sentarnos a esperar a que tu madre termine –lo tomó del brazo bruscamente y lo condujo hasta la mesa.
–Bernard –dijo ella.
–¿Qué? –contestó–, sólo quiero hablar con él, no pasa
nada. ¿Dime muchacho, cómo te sientes, te sientes bien?
–la voz exaltada parecía deslizarse hacia la irritación con
cada segundo; Honoré lo miraba paralizado por los nervios y se esforzaba en elegir las palabras correctas para su
respuesta lo suficientemente rápido, no quería agotar su
escasa paciencia.
–Sí –dijo con un hilo de voz apenas perceptible,
acompañado por un movimiento afirmativo de la cabeza.
Pensó en contarle lo que había sucedido en el autobús esa
mañana, pero se arrepintió por miedo a molestarlo.
–Cuéntame cómo van las cosas en el colegio. ¿Lo pasas bien ahí, te diviertes? Yo a tu edad no estudiaba mucho pero tenía miles de amigos –al decir esto su padre
comenzó a mover la pierna apoyándola sobre la punta
del zapato: arriba, abajo, arriba, abajo, de forma frenética,
como si anticipara la respuesta de Honoré y se estuviera
aguantando para estallar.
–Soy el primero en clase de matemáticas –contestó Honoré. Y cuando apenas había terminado de pronunciar la
última “ese” su padre golpeó la mesa y respondió enojado:
295
–¡No te pregunté por las calificaciones! ¡No me interesan tus malditas calificaciones!”.
–¡Ya basta Bernard! –gritó la madre desde la cocina,
dando un par de pasos en dirección a ellos. Bernard se
levantó sin dejar de mirarla, como si hubiera estado esperando aquella intervención para decir lo que en verdad
quería decir, lo que había venido a decir.
–Tú no sabes las cosas que tengo que escuchar sobre
este muchacho, lo que otros padres dicen, lo que hablan
en sus casas. ¿Sabes quién es Pier? –preguntó volteando
por un instante hacia donde se encontraba Honoré, perplejo e incrustado en su silla.
–No, no sabes, por supuesto que no lo sabes porque
¡no hablas con nadie! ¡No tiene amigos! –gritaba desquiciado, enardecido.
–El padre de Pier –continuó–, un compañero que ha
estudiado con él desde el tercer grado, me aconsejó que
hablara con mi hijo porque Pier le ha dicho que Honoré
siempre está solo, que aún lleva lonchera y camina por la
escuela con el morral en la espalda ¡hasta en los recesos!
¡En los recesos!
–¡Ya cállate Bernard, te lo suplico! –pero él no le hizo
caso, fue como si no hubiese dicho nada.
–Y que nadie le habla porque es el más extraño de la
escuela, que espanta a las mujeres y reprueba la clase de
gimnasia pero los profesores lo aprueban ¡por lástima! ¡Tu
hijo da lástima! –golpeó de nuevo la mesa con todas sus
fuerzas y tomó a Honoré con ambas manos, una por el
hombro y la otra por el cuello de la camisa. La madre le
gritó que se detuviera, pero no se acercó para impedirlo.
–Te voy a enseñar a no avergonzarme –le cruzó la
cara con el revés de la mano– ¡No me vas a hacer quedar
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como un imbécil! –lo tiró al suelo como un trapo y comenzó a quitarse la correa del pantalón.
–Tú vas a ser normal, ¡yo te voy a hacer normal, ya vas
a ver! –repetía el padre.
La madre cayó al suelo apoyada sobre sus rodillas, y
en medio del llanto ahogado repitió dos veces:
–Esto es un infierno, mi vida es un infierno.
Las llamas se elevan; la materia se desintegra y desaparece en la tierra.
Aquella noche Honoré soñó con un pequeño montículo
en medio de una llanura inmensa. Él se encontraba parado justo en el centro, contemplando la unión del cielo
y la tierra en el horizonte. No había nubes y el amanecer
se había teñido de un azul pálido con etéreos trazos morados. Un viento tibio y seco soplaba con fuerza hacia
el Sur, en dirección opuesta. Estaba solo, no había vestigios de una humanidad existente. De pronto, empezó
a oscurecer con una velocidad artificial y tosca, entonces comprendió que se estaba haciendo de noche y no de
día. Divisó sombras en la distancia, masas gaseosas que
se arrastraban como escurriéndose entre la hierba y que
rápidamente cubrían la tierra. Se reproducían y se acercaban como serpientes deformes, convirtiendo la llanura
en un abismo de oscuridad insondable. El pequeño montículo era el último punto de claridad en aquella maraña
negra que amenazaba con desaparecerlo todo. Honoré
temblaba, ahora hacía tanto frío, el viento cálido era una
tormenta helada y esparcía diminutas partículas viscosas
de oscuridad que intentaban penetrar los orificios de la
nariz y los oídos. No quedaba mucho tiempo, no podría
297
resistir demasiado. Entonces pensó en el fuego, y una circunferencia descomunal de llamas ardientes se alzó con
violencia como un anillo de luz impenetrable. Las brasas
incandescentes calcinaron las diminutas partículas de oscuridad que desaparecían como motas de ceniza y polvo.
Las llamas se elevan y ascienden al cielo, el eterno resplandor en medio de la noche más negra.
En la mañana su madre fue a despertarlo y lo ayudó a
levantarse de la cama porque los moretones, o más bien
los coágulos de sangre en forma de cinturón, no le permitieron mover las piernas. Tardó unos minutos en acostumbrarse al dolor y se arrastró al baño renqueando. Frente al
espejo decidió que sería un portador del fuego. Durante
el desayuno meditó sobre la mejor forma de llevarlo siempre consigo, y antes de marcharse al colegio tomó una
caja de fósforos que encontró en una gaveta de la cocina y
también un envase de bencina que su padre utilizaba para
recargar su encendedor Zippo. Ahora se sentía seguro; sin
importar dónde estuviera, el fuego siempre podría protegerlo. En el autobús nadie le ofreció un puesto, pero el
penúltimo asiento del lado derecho estaba vacío. Mientras caminaba, Benoit Girard, un niño de sexto grado y
dos años menor que él, notó que cojeaba y le puso una
zancadilla al pasar. Honoré tropezó y sin equilibrio cayó
hacia un lado sobre uno de los asientos ocupados. Desde
allí lo empujaron y terminó con la cara pegada al piso del
transporte. “¡Jorobado, se cayó el jorobado!”, cantaron en
coro. Consumir la materia inferior y transformarla.
Las piernas lo estaban matando, le pidió permiso al
profesor Simon para ir al baño, pero en realidad lo que
298
necesitaba era estirarse. No obtuvo consuelo. Al caminar,
el mero roce del pantalón sobre los golpes era suficiente
para hacerlo llorar y tenía que disminuir el paso para poder soportarlo. De todos modos, era mejor que volver al
insufrible tedio de la clase. Decidió dar una vuelta, más
adelante inventaría una excusa relacionada con un malestar y una visita a la enfermería, nada que no hubiera
hecho antes. Los pasillos le parecían incompletos al estar vacíos, sin Claudine y sus amigas yendo al comedor,
sin los intercambios de barajitas y sin los empujones y
las peleas que nunca echaba en falta. Conseguía olvidar
el dolor por minutos, pero sin darse cuenta andaba más
encorvado y endeble que nunca, palpando con la mano
las paredes como si se sostuviera de ellas. A escasos metros un niño de siete u ocho años sacaba y metía cosas en
su casillero con una expresión de seriedad ensimismada
que Honoré observó con detenimiento; creyó verse a sí
mismo. Se vio acostado boca abajo sobre la alfombra de
su habitación siguiendo las instrucciones de su padre
mientras le enseñaba a jugar ajedrez. Las manos largas y
delgadas, llenas de venas y cientos de pecas acumuladas
sobre todo en el centro del dorso, señalando las piezas,
dibujando jugadas y estrategias en el aire. Significaba el
mundo comprenderlo, llegar a ser tan bueno como él, o
mejor todavía, y que pudiera verlo. Entonces pensó que
los logros sólo tienen valor cuando los padres pueden
presenciarlos, cuando están vivos y los comparten contigo. No pudo recordar en dónde había guardado el tablero, quizás lo había perdido, lástima.
Sonó el timbre anunciando el receso e inmediatamente se dio cuenta de que no llevaba el bulto en la espalda, lo había olvidado en el salón. Le preocupó que
299
alguien hubiera descubierto la bencina y los fósforos, que
le hubieran robado el fuego; apenas era el primer día y
ya lo había abandonado. Volvió rápido esperando que
no fuese demasiado tarde. Cuando llegó al salón todos
se habían ido. Salvo un par de papeles arrugados y un
lápiz roto no encontró nada en el piso, el morral había
desaparecido. Antoine, tuvo que haber sido Antoine. Enfrentarlo o reportarlo. Se imaginó el bolso enterrado en
el parque y su rostro ensangrentado tendido en la arena.
Se dirigió a la sala de profesores, tenía ganas de llorar.
Al entrar distinguió la espalda del profesor Simon quien
conversaba con una mujer, probablemente la representante de un mal alumno. Antoine es alumno muy malo,
pensó. Decidió esperar, de seguro sería algo rápido. Tuvo
suerte, Simon la despidió enseguida y al voltearse sus ojos
se encontraron.
–Babin, ¿qué sucedió con usted? Se ha ausentado de
la clase sin autorización, voy a tener que reportarlo –dijo
sin mucha convicción el maestro alto y delgado que compensaba una incipiente calvicie con un espeso bigote.
–No me siento muy bien, señor, estuve en la enfermería y...
–¿Qué le duele? –preguntó apurado el profesor.
–Las piernas, tengo unos...
–Que no se repita, espere aquí un momento.
No le dio tiempo de acusar a Antoine, el profesor se
dio media vuelta y entró en una de las oficinas. Al regresar
tenía el morral en la mano.
– Tome, estaba tirado en el piso, vaya con cuidado y
compórtese.
–¡Gracias, señor! Pensé que alguien lo había rob…
– Ya ve que lo tenía yo, lo veo en la clase.
300
Se despidió con una leve inclinación de cabeza y se
marchó hacia los cubículos docentes. La mochila estaba
intacta y obviamente no la había abierto, pues no mencionó los fósforos ni la bencina.
Aún quedaban algunos minutos de receso pero prefirió regresar al salón y esperar sentado. Caminaba despacio, con la vista en el cemento pulido, meditando sobre
la mejor manera de transportar el fuego: en los bolsillos o
en un pequeño bolso amarrado en la cintura, que tendría
que comprar pues nunca había usado uno. Estaba tan distraído que no notó a Antoine y Josette conversando junto a
los casilleros, pero ellos sí se dieron cuenta de inmediato.
–Mira al jorobado, está más feo que nunca. ¡Jorobado!
¿A dónde vas? –gritó Antoine cuando Honoré pasaba justo
frente a ellos. Él lo escuchó pero se hizo el sordo y siguió
caminando.
–Babin –habló Josette– ¿Cuándo vas a escribir otra
carta? Nunca me había reído tanto, hazla para mí, ¿quieres? –silencio. Tres, cuatro segundos, no se inmutó, continuó con su paso.
–¡Jorobado respóndele!, te está hablando una mujer,
no puedes dejarla con la palabra en la boca –gritó Antoine.
Nada. El cemento pulido no tiene el brillo de otros
años, el bedel de la escuela debe estar viejo y cansado.
Pasos, cada vez más cerca los pasos. “¡Aprende a respetar!”. Las palabras sonaron en su cuello empujadas por el
aire de un movimiento brutal. Punzante, como una aguja
o un bate con clavos, sintió que la pierna izquierda se doblaba a la altura de la rodilla. Mientras se desplomaba dio
un alarido de dolor. Alcanzó a mirar la pierna de Antoine
que se recogía para lanzarle otra patada. Duro, en la base
de la espalda, el impacto recorrió todo el cuerpo, pero
301
no hizo daño. Antoine se detuvo y se quedó ahí parado,
sin hacer nada, esperando. Honoré lo miraba arrodillado
intentando descifrar el próximo movimiento. Cuando
comprendió que no iba a volver a pegarle, le pareció un
cobarde y antes de pensarlo se levantó y arrojó un escupitajo que se estrelló entre el pecho y el brazo de Antoine.
Las miradas se encontraron y ambos echaron a correr. No
había tiempo para decidir, el destino lo escogería el instinto. “¡Te voy a matar jorobado!”.
Puerta azul, cerradura cromada, el seguro puesto. Estaba a salvo por ahora pero no era suficiente. Al contrario,
era tan poco, tan ajeno a sus expectativas… Detrás de la
puerta siempre estarían las horas, las cartas devueltas y
las invitaciones que nunca llegarían, las zancadillas y los
sándwiches aplastados, la estúpida lonchera y los almuerzos que tenía que prepararse él mismo, los muebles viejos,
las medias con huecos, el olor de su padre, los puntos
sumados y los puntos perdidos, no sabía el total, ya no
llevaba la cuenta, los días repetidos, las predicciones, la
cara de Antoine, la bencina en el piso –había que trazar el
círculo perfecto para protegerse–, la voz de Josette, los zapatos de deporte, los balones de fútbol, tres a cero, cinco
a cero, perder siempre, a casa solo siempre, los exámenes, buenas notas, malas notas, mamá feliz, mamá triste,
ojos cerrados –la bencina quema en la piel como un ardor
frío–, las vacaciones en el parque, sin viajar, en el cuarto,
en ninguna parte, promesas y decepciones, nuevas promesas y nuevas decepciones, días repetidos, las horas, infinitas, predecibles –cuatro, cinco fósforos, la lija está gastada
pero finalmente se encienden–, insultos, golpes, vibra
la puerta, se acaba el tiempo pero quedarán las horas, la
enfermedad, camisa azul, camisa beige, diplomas, bailes,
302
soledad, fiestas (–¡Abre la puerta! –¡No!), las llamas, una
cortina de llamas, se elevan, consumen y envuelven, brasas, muchas brasas, humo negro, dolor. Silencio…
Honoré temblaba; ahora hacía tanto frío... El viento cálido era una tormenta helada y esparcía diminutas partículas viscosas de oscuridad en medio de la noche más negra.
303
Hacia una metodología
del desecho
Nora Edén Mora Méndez
La investigación
L
a primera vez que trabajé como recolectora de basura
no pensé que las cosas llegarían hasta este punto. Fue
muy rápida la adaptación al oficio. Le tomé más amor a la
basura que a la investigación. Recuerdo mi primera bolsa,
negra como la mayoría, olor ácido, unos 10 kilogramos de
peso –por suerte, compacta– y aunque estaba húmeda,
no chorreaba. Con la experiencia que tengo ahora, creo
haber visto casi todas las posibles bolsas de desperdicios.
Debí pensar en una tesis para obtener mi título de
doctora en Ciencias Sociales. Hace dos años por estos
mismos meses, un motorizado se estrelló contra la puerta
del lado del copiloto de mi Chevrolet. Estuve casi un año
a pie. Sentí un cambio estructural, una conexión con lo
callejero.
Hay patrones de basura en las vías públicas que sólo
eres capaz de notar si eres una detallista de lo urbano.
Descubrí que las bolsas se acumulaban por tres días hasta
que los trabajadores del aseo las recogían. Dejaban una
estela agria como de conchas de naranja junto con una
marca mojada en la acera y el asfalto.
Me inquietaba pensar en mi predilección por las
ciencias sociales y no cualquier otra cosa en su lugar; un
oficio, por ejemplo. Con eso surgían todas las preguntas
posibles: ¿Por qué alguien escogería ser recolector de
basura? ¿Será un acto de abnegación? ¿Una cuestión de
tradición familiar? Quizás no hay otra opción. ¿Pagarán
bien? ¿Tendrán mejores beneficios? ¿Serán basurofílicos?
Concretamente, el planteamiento era algo como: ¿Qué
sería aquello que podría conducir a una persona a la comunidad organizada de la suciedad, al club de los que se
deshacen de lo innecesario? De aquí partió el estudio:
Objetivo: describir el conjunto de situaciones, circunstancias o motivaciones que pueden llevar a los recolectores
de basura a incluirse en dicho trabajo.
Me acerqué a la sede principal del Aseo Urbano y
pedí permiso para hacer mi investigación; me esmeré en
explicar mi objetivo y las diversas hipótesis planteadas. No
les interesó. Dijeron que si quería trabajar con recolectores de basura tenía que contactarlos directamente. Me
molestó un poco que sugirieran que tratara de asociarme
con algún hombre que apoyara mi investigación, decían
que quizás se mostrarían más abiertos con alguien de su
mismo sexo –eso sin contar con que no notaron un embarazo de tres meses y medio–.
Sin apelar a las millones de teorías feministas, encontraba esta sugerencia vulgarmente ofensiva.
306
No fueron tan mezquinos y me dieron un mapa con
horarios para saber dónde y cuándo pasaba el aseo. La primera semana seguí tres rutas. Cada camión llevaba seis
trabajadores, uno que maneja y cinco recolectores. Sólo
observé. La siguiente semana escogí solamente dos camiones. Una vez más, sólo observé. Me decidí por uno. Alguna
intuición predecía que con esos seis la cosa funcionaría.
4.3 Tipo de investigación: Investigación-acción.
Me les acerqué directamente. Traté de identificarme
como una investigadora y les expliqué mi estudio, ellos
se rieron, pero en el fondo fantaseé que se habían sentido halagados. No tenían tiempo. ¿Cómo no van a tener
tiempo para una investigación sobre ellos? Esperé nuevamente tres días y volví a insistir. Finalmente, dijeron que
para hablar solamente tenían los mediodías, a menos que
me quisiera montar en el camión con ellos, y se rieron.
Día 2 - Diario de campo: Realizado un segundo intento de contacto con los recolectores (los identificaré
por sus nombres cuando los tenga), han permitido que
les haga entrevistas durante su hora de almuerzo en un
espacio ubicado en Los Dos Caminos. Mencionaron en
un tono sarcástico que podía montarme en el camión de
basura. Probablemente intuyen que una persona como
yo no lo haría. Me pregunto si lo dirán por ser una mujer,
por parecer de otro nivel social, o quizás por los dos.
Acepté verlos donde ellos indicaron, incluso entendí sus
risas. Me vi a los seis años en un lugar de comida rápida,
307
quizás Tropy Burger, recogiendo todos los removedores
de café, pitillos y vasitos para colocar la salsa de tomate.
Los tomaba y los ocultaba en mi carterita, pensaba usarlos
como indumentaria teatral de mis muñecas, quizás unas
ollas de cocina o unas sillas. Cuando mi familia se dio
cuenta de que yo había acumulado todo eso, se burlaron
de mí. Me empezaron a decir Fospuca. En ese momento,
esa era la compañía de Aseo Urbano. La basura podría
ser entonces un estímulo discriminativo social, un castigo
en la cadena de aprendizaje más reduccionista; una cosa
que, ni mis padres ni los suyos, hubiesen querido para sus
hijos, algo vergonzoso.
El local donde almorzaban era bastante concurrido.
Había unas treinta mesas y una gran pizarra que anunciaba el menú ejecutivo y que al final decía ¡Buen Provecho! Sonaba salsa y tecnomerengue de los noventa.
Atendían dos gorditas y una flaca que mientras hablaban
con los clientes hacían que la comida llegara increíblemente a tiempo a las mesas. Seguro en diciembre tendrían
el cochinito para los aguinaldos y cuando la gente dejara
sus monedas, la que cobra diría: “Comió el cochino, graaaacias”. Allí almorzaban todos los días. ¿Les provocaba
comer? Quizás simplemente luego de ver tanta basura
cualquier cosa lucía apetitosa.
Grabación 1: Juan Pablo Muñoz
Investigadora: ¿Por qué elegiste ser recolector de basura?
Juan Pablo: ¿Mi amor, tú crees que uno elige eso así?
Yo tenía un primo trabajando aquí y me dijo que estaban
pagando más o menos y me metí. La gente como usted
cree que es feo meterse a trabajar con basura. Al final uno
sabe que la gente depende de uno. A nadie le gusta vivir rodeado de basura. Menos nosotros, tú me entiendes (se ríe).
Al terminar la primera semana de trabajo de campo,
uno de ellos me preguntó si yo estaba embarazada. Contesté que sí. Pensé que diría que este no era lugar para
una embarazada pero sólo preguntó si era niño o niña y
cómo lo llamaría. No supe responder ninguna pregunta.
Los entrevisté a los seis muchas veces. Preguntaban qué
iba a hacer con esas grabaciones, si al final podría dárselas
en un CD para mostrárselas a su familia. Supongo que se
podría hacer un remix de salsa con las grabaciones o crear
todo un proyecto donde el intro de cada canción fuese
un pedazo de cada grabación. Sería un hit con su grito:
“Basura pa’ gozá”.
La siguiente semana me invitaron a montarme en el
camión y hacer una ronda con ellos. Fui adelante con el
chofer por un tiempo, pero luego dijeron que para vivir la
experiencia completa debía ir guindada atrás. Realmente
lo deseaba. Me había adaptado al olor ácido y podrido que
se acumula en el compactador. Terminaron convenciéndome de que no era tan peligroso y de paso el chofer iría
más lento por mí, para que no pasara nada con el menor
(así le decían a mi barriga). Fue como ir en el Titanic con
cinco Leonardos Di Caprio diciéndome que me agarrara
fuerte de los tubos del camión. Le hacía honor a Fospuca.
Grabación 16: Andrés Martínez
Investigadora: ¿Qué significa la basura para ti?
Andrés: La basura son los desechos, lo que la gente no
quiere. Si tú no sirves para nada te dicen ¿cómo? Basura.
Pero la basura también sirve para conocer a este poco de
gente. Nosotros sabemos lo que las personas botan, lo que
gastan, lo que no les gustó y lo botaron, lo que dejaron
podrir. A veces siento que puedo conocer la mente de la
gente por su basura, me siento como un psicólogo, no sé.
Al mes de trabajar con ellos me invitaron a tomar algo
un viernes. Una tasca de unos amigos de Junior en Chacao, para que no me espantara en otros sitios más feos, dijeron, y de paso dan comida gratis. Llegamos a la Sardina
Firenze, un lugar que conocía por mi círculo de amigos
(que dicen conocer tascas arrabaleras). Regalan sardina
frita y ponen cumbia, es el sitio al que van los pelabolas
intelectuales y los del aseo urbano. Aquí se cruzaban los
cables entre mi mundo y la investigación. Pidieron un
jugo Yukerí para mí, mientras ellos le daban duro con
Polar. Tenía seis amigos recolectores de basura. Esto era
mucho más interesante que la academia, el doctorado, la
maternidad. Eran seis hombres que contaban su basura.
Diálogo transcrito sin grabación 21: Daniel Castro
Investigadora:¿Qué es lo mejor que les ha pasado
siendo recolectores de basura?
(Todos se miraron las caras y luego miraron a Daniel).
Recolectores: Que responda Daniel (al unísono).
Daniel: (se ríe) Bueno, no se vaya a ofender.
Investigadora: Ahora me dices usted de nuevo.
Daniel: Bueno mi amor, no te vayas a ofender. Pero en
una época me estuve cogiendo –y me disculpas la palabra–
a una tipa de Altamira todos los miércoles. Ella decía que
le encantaba un hombre todo sucio. La tipa estaba loca,
me había estado cazando como cuando tú nos cazaste para
310
hacernos las entrevistas. Yo pensé que ibas a ser como esa
tipa, pero al final menos mal que no. La jeva me pedía que
la tocara con los guantes y que no me los quitara. ¡Qué cochina! Ellos dicen que era de pinga, pero yo me volví como
loco también. Al principio estaba fino porque la tipa estaba
buena, pero luego me pedía cosas raras, que le metiera basura tú sabes dónde. Empecé a tener problemas con mi
mujer. No voy a decir qué tipo de problemas porque ellos
se burlan. La vaina es que la tipa me empezó a perseguir y
yo pedí cambio de ruta. Fue una mierda.
Parecía que ellos no exigían nada, lo soltaban todo. A
veces tenía la imagen de ser una terapeuta sexual embarazada que los obligaba a hablar acerca de la basura. Creo
que los fetichizaba.
Diálogo transcrito sin grabación 16: Carlos Brito
Investigadora: ¿Qué ha sido lo mejor que te has encontrado en la basura, Carlos?
Carlos: Nosotros tenemos una competencia semestral
de quién se consigue la mejor vaina por ahí. El año pasado
ganó Yahir, que se encontró el anillo de un militar. Todos
pensamos que era oro. Se ganó las frías, pero el anillo no
era oro nada. Yo me he encontrado de todo, licuadoras,
muebles, cauchos, cuadros, fotos familiares, de todo. Me
acuerdo que una vez me encontré un álbum de matrimonio completo y al final tenía unas fotos sueltas de la mujer
en babydoll en la luna de miel, creo yo. Me imagino yo
que se habrían divorciado. Igual lo agarré.
Empezaba a entender la basura más allá de lo que
me había planteado. Era un arte que me llegaba como
ninguna vanguardia podía.
311
Diálogo transcrito sin grabación 16: Junior Lamas
Investigadora: ¿Hay diferencia entre las basuras de la
ciudad?, ¿hay rutas preferidas?
Junior: Claaaro, la basura del Este huele peor. Nosotros creemos que nos toca la ruta más difícil. En los barrios la gente no deja podrir tanta comida. Hay demasiada
basura porque hay mucha gente, pero la basura no huele
tan mal. Nosotros creemos que la comida cara da un olor
muy malo cuando se pudre y hace que la gente cague,
disculpa, defeque con peor olor que en otros lados de Caracas. Para que me creas, acércate un día a un basurero
de un restaurante de sushi. Si la gente viera eso, jamás
comiera el pescado así crudo.
Toda esta maquinaria con intención teórica que yo
había querido construir alrededor de la basura, no podía
ser sólo palabras, no quería quedarme guindando con mis
deseos. Me hice recolectora –como dije al principio–.
Para ese momento, sólo éramos tres mujeres que trabajábamos directamente con la basura en el Aseo Urbano de
Caracas. Un orgullo, sin duda.
Tuve que pelear para entrar. Primero dijeron que estaba muy por encima del perfil que buscaban allí, luego
no querían dejarme trabajar porque era mujer, también
por estar embarazada, y por último simplemente no
creían que era un trabajo que yo pudiera hacer. Bajamente, apelé a una denuncia por discriminación si no me
aceptaban. Acabaron ubicándome en un cargo administrativo y luego de dos semanas allí, logré negociar dos turnos a la semana de trabajo en la calle.
Al concluir las entrevistas, tuve que reincorporarme
a las labores administrativas en las oficinas del aseo. Mis
312
amigos del camión dejaron de incluirme en las cervezas
o jugo de los viernes. No les gustó que yo estuviese ahí.
Traté de explicarles que ya la investigación se había acabado y ahora era una empleada más del aseo, como ellos.
Lo tomaron como una traición de mi parte, como si todo
lo que me hubiesen contado lo hubiese tomado con poca
seriedad.
Dejé en el cubículo un calendario de Basquiat con
los turnos marcados que me tocaba hacer y la fecha del
parto. Tampoco recogí una colección de 22 lápices de
museos, varios blister de pastillas para el dolor de cabeza,
un taco de papel, una agenda y mis guantes. El resto del
uniforme aún lo conservo.
Fue feo cómo terminé saliendo de allí. Mientras trataba de hacer más fuerte mi punto de que éramos compañeros de causa, mi banda de amigos buscaba deshacerse
de mí. Preguntaban si me había vuelto loca, o si me hacía
falta un buen polvo para que los dejara tranquilos, que si
yo no tenía mi propio trabajo, mis estudios, mis amigos,
que me dedicara a ser mamá, que si quería usara las grabaciones como material masturbatorio, pero que parara todo
esto. Yo era una mujer fuerte y estaba dispuesta a defender
mi nuevo trabajo. Luego de pocas semanas dejé de ir.
La teoría
Hay una parte del cuento que no está del todo clara. En
un punto, pareciera que Ana –porque hay que ponerle un
nombre– no tuviera vida. No queda claro qué es lo que la
hace sumergirse tan abruptamente en la basura. A veces
parece una mujer vacía y en una búsqueda demasiado
ingenua. Hace falta un poco más de ella.
313
Me pides que te ayude a llenar el espacio entre que
Ana se vuelve loca por estar cerca de la basura, decide trabajar en el Aseo Urbano y cuando definitivamente abandona todo, se resigna y tiene una hija. Quieres que yo sea
Gordon Lish y tú Carver. No te voy a decir que no tuve
la tentación de decírtelo cuando me mostraste este relato,
ya yo te había dicho que la solución estaba en ella, en la
oscura Ana. No te voy a decir algo tan estúpido como eso
que te dijo aquel muchacho que hacía el taller contigo,
que mientras ella investigaba sobre la basura, se terminó
encontrando a sí misma. Olvídate de eso. Esto es otro tipo
de ocaso.
Está claro que la cumbre de lo que ocurre no la has
dicho. Sabemos poco de ella en todo el transcurso, como
si quisiera encarnar esa investigadora que no dice nada de
sí. Lo que hace la diferencia aquí son sus recolectores de
basura, ellos no dejarían esa distancia intacta, sin alterarla.
La solución a este cuento es otra parte que subtitularás:
Antes de la conclusión
No debí haber finalizado mi historia sin detenerme en
dos detalles importantes. Volveré a pensar en términos investigativos porque así empezó todo. Para ser exhaustiva
tendría que hablar de las grietas que surcaron la relación
entre los recolectores y yo.
Antes ya había contado que la tesis de doctorado la
había abandonado pero, en principio, esa era mi excusa
para acercarme a ellos. Por eso hice un documental infinito, con registros cada vez menos ordenados. Yo debía
mantener más o menos ese semblante de investigadora
y de delegada de la Academia, por ellos y por mí. Yahir
314
preguntó un día quién era el papá de mi hija, que si me
había abandonado. Se puso a decir que a veces los hombres son así y dejan sola a una mujer preñada, pero que
luego vuelven cuando el chamo tiene como once años y
ya es inteligente o sale bien en el colegio. El papá viene
y quiere firmarle la boleta y sentirse papá, regalarle unos
colores buenos o algo así. Yo era muy gafo y a mi primer
hijo no le paré como hasta esa edad, y lo primero que le
llevé fue un reloj con calculadora que él quería, me dijo.
Carlos también me preguntó si ya tenía los padrinos para
la barriga. Le fueron dando vuelta a la idea de que yo estaba sola, de que necesitaba ayuda.
Quise sorprenderme con mi flexibilidad y los invité a
mi casa. Todos trajeron a sus esposas, menos Junior que
se trajo a una de sus hijas. El camión lo pararon en el estacionamiento del edificio, al lado de la Cherokee de los
del piso seis. El estacionamiento quedó oliendo muy mal,
pero todos ellos olían a perfume y a ropa recién lavada.
Me gustaba la idea de recibirlos en mi espacio, ofrecerles
algo mío luego de haber sido una garrapata que engordaba de sus vidas. Evidentemente, también me aterraba
que vinieran, pues ese misterio alrededor de mí seguía
intacto y quizás generando expectativas ruidosas.
No preparé nada de comer, como las mujeres de mi
familia me habían enseñado, tenía unas cervezas y había comprado cuatro pollos en brasas con yuca y ensalada mixta. Cuando bajé a recibirlos, ellos venían con dos
cavas, una con la comida y la otra con la bebida. Entre
Juan Pablo, Andrés y la esposa de Carlos hicieron un muchacho redondo al horno y retocaron esos pollos que yo
había comprado. Hicieron una ensalada rusa y otra de
berro. Los demás picaron el pan y sirvieron ron, whisky,
315
y un batido de mango para mí; las cervezas se quedaron
frías, congeladas.
Habían llegado al mediodía, eran las dos de la mañana
y todavía estaban aquí. Me pidieron ver fotos de una familia, la mía. Cuando la esposa de Andrés fue al baño, preguntó que si algún hombre vivía en esta casa, para que le
prestara una franela a su esposo que se le había manchado
con la salsa de la carne. La hija de Junior me preguntó
si de verdad yo todavía era estudiante y dijo que cuando
tuviese mi edad esperaba ya estar trabajando, que quizás
iba muy lento. La comida superó una cena navideña de mi
familia, en cantidad y probablemente en calidad.
Si esa noche les hubiese llevado las pocas fotos que
tenía, les habría dicho que existía un concubino que trabajaba demasiado pero que era bueno conmigo, que yo
quería ser mamá y estudiar para luego compartir el conocimiento; pudiese haber sido todo una alucinación.
Además, si ellos finalmente querían tenerme como compañera de trabajo para completar nuestra intimidad, les
habría dicho que sus vidas eran mejores que la mía, que
me sentía en familia y que haría exactamente eso, trabajar
con ellos. Esto hubiese sido sólo un intento de redondear
el hilo de un sueño, toda una aceptación en su rebaño,
un llamado correspondido a la basura y a la calle.
Pero si, por otro lado, me hubiese cansado de las preguntas sobre mi vida, de la cercanía, de la familiaridad y
quizás me encontrase ebria de una ráfaga de molestias de
embarazo (no de alcohol), pudiese haber respondido a sus
peticiones con una certeza de que mi vida era mejor que
las de ellos. Una especie de retaliación por haber asumido
que yo necesitaba ayuda. Habría quedado explícito que
quería tener un hijo sola, que no me sentía muy cercana a
316
mi familia y que me gustaba ver las cosas desde un punto
elevado, por eso lo de estudiar, por creer poder ser mejor.
En esta versión, se pudiese haber mencionado el
oficio de la basura como un buen ejemplo de todo esto,
como una bonita metáfora o un creativo tema de investigación. Quizás llegase a decir que me gustaban las cosas
raras, que ellos eran eso para mí: lo exótico. La imagen
podría parecerse a la policía de Fargo, con la pistola en las
manos y los recolectores en la nieve, congelados. Puede
que sonase como la necesidad de contemplación y escrutinio para luego hacerme una de ellos y vivir la basura
desde adentro como un viaje de ácidos del que se vuelve
siendo otra, pero no siendo ellos.
317
La visión de los lobos
Enza García Arreaza
Escribo porque no consigo ser feliz
Orhan Pamuk
Tú eres el fuego
estás vestido de negro
Sayat Nova
1
“T
rágatelo y no vomites”.
Nunca imaginaste que aquellas palabras de tu
madre se repetirían en la habitación de un hotel, con tu
única pantaleta de encaje enrollada en el pie y el agujero místico todavía seco, mientras Jorge hacía presión
sobre tu cabeza. Pensaste en lo que dijo tu amiga más
experimentada sobre el sabor del asunto en cuestión, y de
pronto volviste a una tarde borrosa, tú enferma de algún
catarro infantil y Julia apresurada con el frasco de jarabe
en la mano, furiosa ante la posibilidad de perder cita en
el salón de belleza. Entonces te erguiste para tomar una
bocanada de incienso y decirte a ti misma que pronto acabaría la rigurosa voz en tu cabeza, que mejor pensaras en
los escritos que tu padre guardaba en el fondo del cajón.
Pero fue mentira. Trágatelo y no vomites.
Son las once de la mañana y ya son varios los monarcas difuntos. Caben tantos vértices y tantos hielos en
el pensamiento, y país se dice en minúsculas, porque estamos en sexto grado y todo es transparente: la maestra
que adoptó a sus niños favoritos (siempre los varones de
ojos grandes), el portero que te miraba saltar la cuerda o
el papá corrupto de tu mejor amiga. Luego el cansancio
enturbia a quien se asombra. Me dieron este cuerpo para
sobrevivir, me digo entonces. Tener a los lobos entre las
piernas. Jurar, como ellos, que la lluvia es mucho más que
un pensamiento blanco.
Cada domingo, Dalila (es decir, yo) padecía el sermón del padre Dikran, cuyo gargajo ortodoxo resonaba
entre los muros de la iglesia armenia San Gregorio Iluminador. Estos eran los únicos momentos en que ella y su
padre podían estar juntos en paz, gracias a que la madre
de Dalila no era armenia y, por supuesto, no exhibía el
ánimo para tragarse las dos horas de servicio. Además, las
viejas matronas siempre la veían por encima del hombro
y murmuraban que cómo era posible que ese muchacho
tan bueno, tan noble, tan sano, Aram Garoghlanian, hubiera escogido para casarse a una mujercita como ésa, india, caderúa y pare usted de contar.
2
–Papá, ¿matar un pájaro es malo? –me atreví después de
pensarlo un poco. Bajábamos a Sabana Grande desde el
templo y debimos esquivar una cantidad considerable de
mangos podridos.
–Sí.
320
–Pero anoche vi a Julia cortarle la cabeza a un pichón.
–No la llames por su nombre. Le molesta.
–Mató un pájaro. ¿Por qué?
–Tu madre te quiere.
–¿Por qué lo mató?
–Ella trabaja con eso.
–Si Dios es armenio no creo que le guste ese trabajo.
–Dios no es solo armenio.
–¿Dios es como tú?
–¿Cómo?
Me callé. Casi me resbalo con un mango, pero Aram
lo impidió.
–¿A qué te refieres? –insistió, aminorando la marcha.
–Siempre estás distraído.
3
Su nombre es Julia. Nació en abril. Cuando empezaste a
rasurar tu sexo (“cuando empecé a rasurarme la cuca”, dice
una voz desde el sur), lo tocabas por la noche porque la
piel contra la piel te distraía, pero después la imagen del
sexo de Julia, visto por primera y única vez, te atormentaba,
velludo y condimentado. Abril significaba muchas cosas.
Pueden preguntarle a Eliot al respecto, pero Eliot no sabía
de qué hablaba. Mi padre escribió lo siguiente a propósito
del cumpleaños treinta y uno de esta mujer:
“En el infierno alguien recuerda los pájaros. La gran
amenaza de pronto hallar el paraíso. Lo que sucede a una
flor puede verter sobre ti sus alas; como si la flor naciera
culpable de ese fuego que en ti razona, la furia doméstica
de querer aroma y sombra, dulce apogeo vertical: recuerda
321
tu lacerante oficio de polvo, olvidar oblivia obsidiana o al
menos morir en el intento. La flor te culpa de odiarla y no
te asomas. La flor tiene la culpa de que fueras hecho para
la carne y no para un rito. Así, en el desierto hay pocas
flores y mucho tiempo, infierno y paraíso comparten el
asedio de un solo espejismo: pájaros muertos que acaricié
en tu casa cuando les daba de comer, memoria.
Un día se detona el alma. Surge la ceniza y la pregunta que interroga por la naturaleza de nuestros vínculos. Luego hembra y mar se juntan en el discurso de lo
humano, como lo hacen las piedras y la muerte, o el agua
fría y los remordimientos. Julia debía cuidar a sus abuelos
porque ellos la alimentaban. Una vez le abrieron la cabeza con un tizón: por suerte un vecino la llevó a tiempo
al puesto de socorro para que le hicieran algunas suturas.
Por estar mal de salud, los viejos imponían a la nieta
el comercio de empanadas y algún eventual ejercicio de
costurera, pero no estaban demasiado moribundos los fines de semana ni durante las ferias de la Virgen. La madre de la niña se había largado años atrás con el padre de
su segunda barriga y por eso Julia emergió como heredera
de una casa de bahareque en Vidoño, durante la época
ardua en que era bueno y necesario tener carácter, porque se era pobre pero orgulloso, porque el país no tenía
tamaño, porque se iba a la iglesia y se ofrendaba coraje,
porque se era un poco indio y un poco negro y quizás
un poco blanco, como Julia, blanca, india, con el cabello
largo en trenza, y unos senos con piel de fruta, y unos
ojos rasgados, compás del asedio, mecánica del magma,
el eco y el escenario, lobo en los ojos. A veces Julia se
despertaba y caminaba por la habitación con una almohada en las manos, soñando con el gran sacrificio: sobre
todo matar al abuelo, aunque diera tanto miedo matar a
la sangre, porque era quien más le tentaba el precipicio,
a veces despacio y por debajo de la bata, y la obligaba a
servir tragos cuando algún caballero venía a visitar la casa
de bahareque.
Tenía catorce años, y catorce años siguió teniendo
para siempre, cuando una noche en vez de tomar la almohada, metió los dos vestidos que le quedaban buenos
en un saco, junto con el cepillo y algunas monedas, y dejando el café listo, decidió coger la calle hasta que el mar
quedó lejos, como si el mar no quedara hacia adentro, y
tuvo que abrir la boca y tragar para que un camionero la
dejara más allá de todo, donde ya no era Oriente ni los
patos ni el maíz podrido.
Trágatelo, no vomites, le dijo.
Julia García, catorce años y dos vestidos, pero sobre
todo, Julia García, dos fosos y el agua que se empoza en
el medio.
4
La primera noche durmió en el terminal. La segunda semana comió en una iglesia. Después logró que la adoptaran en una residencia de La Pastora donde podía pedir
cama y dos comidas a cambio de fregar platos y pisos. La
dueña de la casa se encariñó con ella, por eso la peinó
y le dio zapatos nuevos. Pero Julia ensanchó las caderas
y los senos con piel de durazno pronto le brotaron: eso
alebrestó al señor de la casa y a los hijos, de modo que la
buena señora la mandó a vivir con una vecina. Esto no
hizo feliz a Julia, que se entusiasmó con haber aprendido
a leer y a escribir (quizás un día llegues a algo, puede que
a secretaria o a maestra), pero el cielo es sabio cuando
junta la ola contra la roca: la vecina, una barloventeña
negrísima como la insinuación de la muerte pero con
nombre aristócrata, Isabelle-Marianne Duvalier, enseñó
a Julia a maldecir con puntería a pesar de la distancia, gracias a las labores de Obatalá, rey de todas las cabezas. La
llenó de collares y encajes, le dijo que cuando encontrara
al otro Rey, el que tuviera real y una casa, se entregara a
los santos armados, para que le concedieran un beso fértil
y un destino de reina.
5
Julia caminaba por las calles de El Paraíso buscando el
apartamento donde la esperaban para recibir un recado
cuando tropezó con mi padre. El muchacho no tiene más
de veinte años, adivinó, y un dejo de vergüenza contrajo su
rostro inesperadamente, al verse reflejada en la ventanilla
de un carro y reconocerse demasiado curtida, a pesar de
tener dos años menos que él. Pero es hora de no dar crédito
a los presagios, se dijo a continuación, esta vez me sentaré
en la cabeza de todos los muertos y reiré tan alto como
pueda. (A veces estos pensamientos manaban desde lo más
insondable de su ser, gracias a que el pantalón le apretaba
y el reflejo en la ventanilla del carro de su sexo embutido
le animaba). Aram, mientras tanto, no encontraba las palabras para disculparse, al mismo tiempo que recogía sus
bolsas y las de Julia, que estaban esparcidas por la acera.
–¿De qué color son esos ojos? –pensó–. ¿De verdad
son negros?
–¿Y qué son esas manchas? –inquirió ella.
324
Los muchachos de buena familia suelen tener pecas.
Pero él era extraño, no actuaba como los jóvenes arrogantes que se paseaban por los centros comerciales, hijos de
españoles o italianos que habían conseguido despegarse
la miseria. Tenía los ojos subterráneos, tallados en la paciencia de un cedro, aunque Julia nunca hubiera visto
un cedro, y tenía las manos fuertes, aunque incapaces de
matar ninguna criatura. No sonreía sin pedir perdón, sabía todo del dolor y la plegaria, porque había llegado en
barco, en la barriga de una madre que se había ganado su
lugar en las estadísticas como tantas mujeres de su país
imaginario, sólo que esta vez el soldado que le puso la
mano encima nunca mostró su cara ni su acento, y bien
pudo ser turco o azerí (nadie niega que incluso haya sido
armenio), pero poco importaba si dentro de ella todavía
quedaba algo vivo, y así se subió al barco y pidió a un muchacho que se quedara con ella, porque ella ya hablaba
español, y al menos eso haría más fácil la vida en América: quédate conmigo, por favor. (Después de pedir algo,
se hace silencio un momento, se procede a saborear esa
derrota florida de nunca bastarse a uno mismo). Si mejoramos, podremos tener una casa y un jardín para sembrar
albaricoques y granados. Y el muchacho dijo que sí, porque tarde o temprano se buscaría mujer e hijos y mejor
si era una paisana. No preguntó de quién era la semilla.
Lo llamaron Aram.
Tienes que soñar una vida antes de representarla. Pero
¿qué pasa si al cerrar los ojos suspiras y pides, simple y llanamente, estar muerto? Alguien me apuntaba detrás de las
piedras, podía sentir la mirada ferviente sobre mi cuello, el
aliento del horizonte que es ceniza y conmemoración, no
325
sé por qué, será una cosa de la tribu y el desierto. Luego
pasas el resto de tu vida deseando estar muerto, balanceando la mirada al borde de un precipicio, al borde de la
casa astuta y negra, donde tus ardillas son devoradas por
negros lobos imaginados. En el fondo todas las casas son
negras: la luz es un mito, detrás de la gran montaña que
nunca más tendremos.
Julia pensó en Aram el resto del día y durante la noche
caminó por la habitación que compartía con la barloventeña y su altar, sobándose el cuello y arremangándose el
sudor que le bajaba por el estómago. Nunca había escuchado un nombre como ese, se decía. Después de disculparse como un loco, Aram recogió las bolsas y dijo que la
dirección no estaba tan lejos. La escoltó, con gesto ingenuo pero orgulloso, y dudando, quiso emprender la despedida. Julia lo tomó por el brazo y le preguntó si vivía cerca.
–Sí, junto a la plaza Madariaga.
El sol postraba los ruidos. Los fenómenos del cielo y
la naturaleza en general parecían tener un odioso carácter, independiente de las necesidades de los poetas. Julia
pensó “será fácil, me tiene miedo”. Y Aram pensó que
no sabía qué decir para que el tiempo no fuera jamás esa
sucesión de instantes que no se repiten.
–¿Trabajas? –detonó ella.
–Sí –respondió con el pecho firme, seguro de que ganaría puntos–. Tenemos varias tiendas, entre los tres las
atendemos.
–Ah, tienes padre y madre.
–Y un gato.
Supuso que debía darle un reino: un castillo, un heredero y un dragón a veces invisible y a veces demasiado
próximo, para que se ocupara y se creyera grande. Siguió
326
pensando que había encontrado la solución a sus problemas: un baño de semen durante la noche de luna llena
bastarían para sellar el pacto. El hombre bueno, además,
vive en una actitud permanente de penitencia, especialmente si fue criado por un padre cuya alma quedó asida
a una patria lejana (ficticia, más bien, como todo lo desprendido del panteón soviético); si fue criado por una
mujer que supo convertir su dolor en pequeñas hecatombes habituales. A las mujeres les gusta enamorarse de su
dolor, el dolor siempre es más grande que la patria.
Mi madre empezó a viajar diariamente hasta El Paraíso, tenía la excusa de atender a los clientes de IsabelleMarianne que vivían en la zona. Se paseaba por la plaza,
compraba dulces o leía, sin interés, alguna revista olvidada
en un banco. Y mientras esperó a Aram también se preguntó por el estado del mar que había dejado atrás. Uno
no aprende solo la idea de su país. La idea nos alcanza
por gajos y dentelladas, a través del olor que adquiere la
noche, porque lo verdadero solo tiene lugar en la noche,
al Sur, siempre al sur del cuerpo, mirando hacia el Este,
donde el corazón brota de la arena: puede venir con el
aroma de una picadura fina o con el indiscutible olor de
la sangre que nos acusa de pudrirnos por dentro una vez
al mes. La idea del país aparece porque tenemos un padre
y una madre o la sonora ausencia de sus nombres.
6
Cuando Aram finalmente apareció, un mes después de
que Julia se atrincherara en la plaza para darle cacería,
una tormenta tropical hizo tales estragos sobre el valle
que apenas al cruzarse los ojos corrieron tomándose de
327
las manos para guarecerse en una cafetería que además
era la entrada de un hotel. Estuvieron en silencio un rato,
mientras la calle se inundaba y el alboroto de los comensales dentro de aquel minúsculo lugar no daba espacio
para albergar demasiados pensamientos.
–Aram es un nombre diferente –dijo ella, un poco
cansada de la parsimonia de la situación.
–Mi abuelo se llamaba Aram. Es el nombre más común en Armenia.
–¿Qué es Armenia?
–Un país que está cerca de Rusia.
–¿Rusia? Tampoco sé dónde queda Rusia.
–¿Y Turquía?
–¿Turquía? ¿Como el viejo de los panes planos?
Aram dejó salir una carcajada risueña. Que Julia ignorara y confundiera las cosas lo enternecía. Pero además
le intrigaba la franqueza con que reconocía sus vacíos.
–No, esos panes los hace un libanés. Los libaneses no
tienen nada que ver con los turcos.
–Mmm. Ya. Armenia queda lejos. Ahora que lo pienso
también pareces turco. Digo, libanés.
–De aquel lado nos parecemos, es verdad. ¿Y tú, de
dónde eres?
–Como me ves. Yo soy del Puerto.
–Todavía tienes el cabello mojado.
Entonces se dio la mirada y la eléctrica constatación
de los cuerpos. Julia suspiró o bufó cuando apartó los ojos
y se concentró en los carros que pasaban con dificultad
bajo el aguacero. Despacio, se quitó el suéter y dejó al
descubierto el escote que ofrecía sus pechos con piel de
durazno, y Aram, que hizo su mejor esfuerzo por disimular el asombro, de inmediato se endureció. Es un hom328
bre bueno, pensó mi madre. Me tiene miedo. Fui elegida
para sobrevivir; el cuerpo de la mujer, con sus coágulos,
leches y orificios, fue hecho para sobreponerse al combate entre ella y sus propósitos. Acto seguido, comentó
que ya empezaba a hacer calor, y poniendo su mano sobre la de mi padre, le preguntó si querría pasar el resto de
la tarde con ella.
–Claro, podemos ir al cine.
–Nunca he ido al cine. Pero no es eso lo que te estaba preguntando. Podríamos pedir una habitación, aquí
mismo.
Aram suspiró. Vio que la gente fumaba, se reía y andaba por la vida con una estrategia debajo del brazo. Apenas podía respirar con prudencia y pensó en las palabras
de su padre cuando lo llevaba en hombros a través del
mercado de San Martín. Antes de hablar sobre esas cosas,
el muchacho de aquel barco recordaba su imagen caminando sobre la nieve del Este remoto siempre al borde del
desierto, escuchando a los pastores cantar. Al final decía
al niño, mientras le arreglaban el saco de verduras:
–Hijo, el mundo es una huella de la eternidad, minúscula, como tus manos. Piensa en nosotros como un
síntoma salvaje. Somos una resonancia que no halla
cómo quedarse aquí, pero recuerda que Dios está detrás
de todo, esperando que encontremos su nombre en nuestra nada. Nunca sabremos por qué nos hizo de la nada,
pero a ella iremos, con suerte, pronunciando Su nombre.
Fue el bramido triste del duduk al principio. Después la algarabía de los comensales se deshizo cuando
escampó. Y el tiempo es una dimensión intocable, es mi
vida o una ficción que invento para justificar el movimiento de las cosas que sólo nos conduce a una pantalla
329
blanca e inerte, como cuando éramos niños y tratábamos
de imaginar qué había antes de que cualquier cosa estuviera. Aram, que ya notaba la impaciencia de Julia, también pensó en aquella historia sobre el santo que convirtió
en cristianos a los armenios: Gregorio (Krikor) el Iluminador, encarcelado por descender del asesino de un rey,
logró sobrevivir gracias a una mujer que le llevaba pan
cada mañana, pero que según el relato de su madre, se
trataba de un ángel que faltó a la entrega de pan el día
que Cristo subió a los cielos. Y luego fue liberado para
que curara al rey Tirídate, llevando a cabo el milagro que
convencería a aquel pequeño país de volverse cristiano.
Nosotros creemos que el mundo está sucediendo. Sin
embargo, para Dios no acontece nada.
–¿Qué te pasa? ¿No quieres?
–No es eso, perdóname.
–¿Entonces?
–¿Lo has hecho antes?
–¿Tú no?
Aram tenía un rezo encajado en la garganta. Rezar era
el indulto. Una noche, después de una pesadilla en que
una bruja desdentada lo invitaba a hundirse en un río,
emprendió la huida hacia el cuarto de sus padres. Pero
una luz rutilante entró por el balcón y lo distrajo. Era
una procesión que pasaba por la calle, llevando a Santa
Bárbara en hombros. Con la visión del fuego y los bramidos del tambor vino una inquietud más ponzoñosa y
prefirió volver a la cama con el gesto de juntar las manos,
tratando de recitar las oraciones matutinas de su madre,
pero el terror confundía las frases penitentes con las de
viejas y dulces canciones de cuna.
330
–Es precipitado, quiero decir. Uno no invita a una
muchacha a hacer esas cosas.
–No seas gafo. Estoy invitando yo.
–…
–¿Quieres o qué?
–¿Cuál es la prisa?
–Mira, chico, yo me voy.
Julia recordó la primera vez que vio a un hombre
desnudo. Fue la noche que el abuelo llegó entonado y
poseyó a su mujer sin mediar palabras, en el cuarto que
compartían los tres. Mi madre tenía siete años la primera
vez que vio a un hombre desnudo, y la primera vez que
comprendió que una mujer es capaz de no negarse a
nada. Mientras el viejo desenfundaba sus razones seminales, Julia cerró los ojos y como no supo nunca qué era
rezar, simplemente deseó estar muerta.
–No te enojes, por favor.
–Deja la guachafita entonces. ¿Me quieres coger o qué?
–No me hables así.
–Musiú cagón y marico.
–Julia…
–Ni sé para qué molesto. Me voy.
7
La primera en notar que mi madre estaba embarazada fue
Isabelle-Marianne. El descubrimiento se dio durante una
sesión a favor de una doctora de Prados del Este, urgida de
los oficios yoruba para cobrarle con intereses a la secretaria que le había sonsacado al marido. Mi madre pensaba
en cómo eran las hembras, mientras el ritual sucedía entre
331
rezos y chorros de sangre animal. Todas, por igual, gritan
y se sueñan devoradas, ungidas, como el mejor sueño de
alguien. Y mientras más débiles se sienten, más necesitan creer que se han educado en el adorno de fuerzas
sobrenaturales, creyendo que dominan el futuro a su alrededor, inventando un pasado con fábulas y espuelas
que les redima la pudrición que llevan por dentro. Las
mujeres saben primero que nadie que vinieron a estar solas. Y mientras más solas e incapaces de lo bello, más le
atribuyen fe a los cuentos que las asustan o las eximen.
Por supuesto, Julia, que no pronunciaba la d al final de
“soledad”, no pensó nada de esto con mis palabras exactas, pero lo cierto es que yo estaba dentro de ella, cuando
se desvaneció y tuvo que correr a la cocina para pedirle
un vaso de agua con azúcar a la señora de servicio. Al regresar, el humo apenas dejaba una huella marchita en el
aire. Isabelle-Marianne de inmediato la increpó.
–Tú te preñaste, mija. Prepárate.
–Pero es que… Aram… No…
–¿El panadero?
–Ajá.
–¿Pero le diste a Aram también?
–Sí, pero creo que no me lo echó adentro. Y al libanés
no pude decirle que no porque ya se lo debía mucho.
–No importa. Todos esos turcos se parecen. Todos
son narizones y están forrados de billete. Usté llore un
poquito y dígale que se entregó por amor. No sea pendeja. Aproveche. Y después de que llore, se lo mama bien
mamao, mire que hombre no perdona. Y se lo sigue mamando hasta que se case, que seguro lo hará antes de que
se note la barriga. Pídale a los santos, mija, que la mitad
del trabajo ya está hecho.
332
8
Pero mis ojos se parecen a los suyos y me llamo como su
abuela. Soy Dalila Garoghlanian, tengo veinte años. Anoche fui a un hotel y pensé en la forma en que mi madre
dice las cosas, agitando las piedras turquesas que le cuelgan en el pecho. Turquesas, como el cielo de Neyshabur,
como las notas de mi padre a final del cajón, con pájaros
y lobos que nos sobreviven.
Pronto llegó la sensación de que Julia me consideraba
enemiga del reino, porque apenas supo mi padre que esperaba un hijo, se opuso a la familia e incluso a la Iglesia,
que no miraba con buenos ojos que un armenio ortodoxo
se desposara con las mujeres de este país. Se casó deprisa,
compró una casa grande con jardín y balcón, incluso
sembró albaricoques y granados. Aram amó muy pronto
a la criatura y la llamó Dalila. Mientras tanto, Julia quiso
tenerlo todo: un carro, comida, techo, vestidos, zapatos.
Pero también quería que ese hombre le rindiera tributo, le
rezara con la misma devoción que al Iluminador, y sobre
todo, que le pidiera perdón en nombre de todas las veces
que le tocaron las tetas cuando ella no quería, por las veces
que su abuelo le restregó la cara contra el plato de arvejas,
y por las que le dijeron que era india y pobre, puta y mala,
sucia y lenta, por todas las veces que otra mujer la miró de
arriba abajo y le negó el cielo. ¿Hay algo peor que un soldado al acecho? Una mujer, creyendo que pudo ser bella.
9
–¿Por qué lloras, hijita?
–Mi mamá me pegó.
333
Entonces Aram volvía a callarse y se concentraba en
el olor del café con cardamomo, como si hiciera un inventario de tribulaciones pasadas. (Siempre pensaré en
los ojos de mi padre frente a los ruidos: las detonaciones
del barrio adyacente, el redoble de las bocinas en disputa
con las guacamayas: los ojos de mi padre dentro de la
ciudad en la que va a morir. De niña yo miraba a otros
padres, fuertes, pobres, hermosos, ignorantes, poderosos,
negros, ateos, impúdicos. Aram siempre ganaba porque
había sido el primero: no huía, no hablaba y era el padre
de la historia y de las flores. Por algo siempre me rescataba
en el peor de los escenarios, cuando soñaba, desde una
edad temprana, con cierta clase de paraíso del que nadie
me habló pero del que muy pronto tuve sospechas. Me
arrastraba túnel abajo y de pronto mi cabeza se asomaba
a un mundo que olía a plástico y a canela, donde el amor
resultaba anulado por el placer: había hombres y mujeres
toqueteándose, libando los unos de los otros, chillando
como aves felices y sedosas, sin ataduras ni contriciones,
una simple y bella fraternidad, un país donde no existía la
presencia de ningún juramento valiente y abnegado, un
país sin una bestia llamada amor. Cuando me acercaba
a los lechos regados por el valle, no tardaba en encontrar
a mi madre postrada con dos hombres en cada extremo,
mientras que Aram se deleitaba con la puesta en escena.
Pero cuando se daba cuenta de que yo estaba ahí, corría
desesperado, se arrastraba conmigo a través del túnel y me
depositaba de nuevo en mi cama. Entonces abría los ojos
y me decía a mí misma que todo estaría bien).
A veces Aram creía que habíamos tenido mucha
suerte por nacer lejos del desierto, lejos del Ararat, por
334
cuyo nombre seguía cantando la tribu de Hayk, el primer rey. Pero yo deseaba estar muerta y mi papá no hacía nada. A Julia no le importaba restregarle las tetas en
el cuello cuando servía el desayuno. Él se incomodaba,
pero permanecía inerte. Nosotros creemos que el mundo
está sucediéndonos, pero Dios no sucumbe ante nada.
Fue el 5 de mayo de 1977. Al principio dudó de la encomienda, pero consintió, cuando Julia emprendió la retirada y metió el pie en un charco.
Está bien, vamos. Y le puso una mano en la espalda y
fingió que ya había hecho eso antes.
Julia ordenó la habitación. El dependiente exigió las
cédulas de identidad, y se sorprendió de que la mujer, con
su aplomo, fuera menor que el muchacho que la acompañaba. A este carajito le tocó una zángana, se dijo, y quiso
palmearlo para animarle.
Seguir a una mujer no es lo mismo que seguir su
cuerpo. Para seguir el cuerpo basta con subir las escaleras del hotel, meter la llave y dejar afuera la carga de los
días, junto a la mesita que sostiene un jarrón barato y olor
del cloro que apenas puede disfrazar los residuos de la
contienda. Pero seguir a la mujer, como quien acata una
resolución originaria, se parece a atravesar el desierto.
La abuela de Aram tenía 5 años cuando caminó hacia
Der-Zor. Al padre lo habían fusilado por hacer propaganda
a favor de los intelectuales que estaban encarcelados en
Estambul. Por ser tan joven ignoraba que podía desear
estar muerta, pero no podía, como su hermana mayor,
tomar la ruta del suicidio. Así, no tuvo opción. Ella y la
335
madre caminaron, tragando deseos y la sed que viene con
los deseos, y fue largo, porque largo era el desierto, y ahora
mismo, si estuviéramos en medio de él, no podríamos ver
las luces de la ciudad. La vida es un deseo largo. Lo único
más largo es el miedo, largo como el lomo del monstruomontaña en la noche sobre la ciudad. A la niña la salvó ser
tan pequeña. Unos sirios se apiadaron del cuerpo sucio y
seco que lloraba mientras la madre exhalaba su última dignidad, y la bañaron y le dieron pertenencias. Luego crecería para ser entregada a su marido que demasiado pronto
moriría, pero no sin antes dejarle varios hijos, entre ellos
Hayk, el padre de Aram, mi abuelo, el que llegó en barco
a La Guaira con una mujer embarazada de un soldado
desconocido, y que se preguntó si ese sol de verdad era tan
bueno; si de verdad era tan bueno que el mar estuviera
cerca. Por el invierno hay que hacerlo todo, hay que nombrarlo. En cambio, por el largo verano sólo debemos recostarnos a la sombra de un sentimiento y respirar bajo esa
luz pudiente, cubierta de cenizas de troncos calcinados
en la montaña, aun si en el fondo se piensa en el Ararat,
pero no importa porque el largo verano no pide nombre,
no pide fábula. En el trópico cualquiera sobrevive. Aquí la
gente sobrevive a su fuerte juventud, a sus días fortuitos.
Aram le hizo el amor a mi madre porque él se enamoró de ella desde el momento en que la vio. Pero ese día
no la fecundaría, no como otras veces en que mi madre
prefirió deshacerse del encargo.
–¿Qué debo hacer para gustarte? –pregunté a Julia
el día de mi cumpleaños número 12, el mismo día que
pregunté a Aram por qué ella mataba pájaros. Me miró
quedamente un segundo, como si dudara de la daga que
tenía en las manos.
336
–Yo no quería hijos, estaba fresca todavía –vociferó,
mientras se delineaba los ojos. Esa noche se había encaprichado con una película que pasaban en el cine de San
Bernardino.
–Además, a ti te irá mal.
–¿Por qué dices eso?
–Es difícil querer a una mujer. Y estoy segura de que
serás la más estúpida de todas, con esos libros encima y
siempre detrás de tu papá. ¿Tú crees que te van a querer por hablar bonito? Ni sabes parar el culo cuando
caminas. Las mujeres como tú se creen muy dignas solamente porque no son capaces de llenarse la boca con
un buen pedazo de carne. Pobre hija mía. Pobre, pequeña y estúpida.
10
Finalmente, empecé las clases en la universidad y Julia
logró que Aram me comprara un apartamento. El reino
sería para ella sola. Mi primer ejercicio para el Taller de
expresión fue escribir unas cuartillas sobre la historia familiar. Adrede, dejé una copia de la composición en la
cocina, durante mi visita de domingo, antes de que Aram
y yo fuéramos a la iglesia. Al regresar, Julia me pidió un
momento a solas en mi cuarto.
–Lo sabes todo. Te felicito.
–Pero no sé por qué te obedece tanto.
–¿No?
–No te acuestas con mi papá desde hace tiempo. No
puede ser eso.
–¿Segura? ¿No crees que tu santo padre prefiera la
cuca de tu madre antes que cualquier otra cosa?
337
–…
–No bajes la cara. Ya llegamos hasta aquí. ¿Quieres ver?
Julia me agarró de la mano. Nunca antes me había
tomado de la mano. La sostuvo fuerte y me llevó hasta el
baño de la habitación matrimonial. Sacó una taza y ahí
puso un coágulo de la sangre menstrual que tenía amontonada en la toalla sanitaria. La ventana de mi cuarto
estaba muy lejos y me repetía que la asonancia de “lejos”, “desierto” e “invierno” no era azar. Luego volvió a
tomarme por la mano y caminamos a la cocina.
Entonces sirvió café en la taza y entramos en el estudio de papá. El olor de la picadura, los papeles amontonados en la mesa. Mi padre con esos ojos, unos ojos donde
los lobos jamás entrarían.
–Mira, tu café.
Y se le sentó en las piernas. Aram lo bebió encantado,
luego nos contó lo que había leído en las noticias.
338
Érika y Berenice
Katy Civolani
B
erenice estaba sentaba en el sofá de su casa. En la
televisión pasaban un juego de fútbol. Eran las cuatro
y media de la tarde.
Mientras miraba la pantalla –el reloj marcaba el minuto 28 de partido–, Berenice llevó sus pensamientos hasta
la imagen de Porfi Jiménez. Pensó en el mapa de República Dominicana, una isla siamesa lanzada a su suerte
en medio del Caribe. También pensó en Venezuela, pero
esta vez el mapa tenía más tierra. Tenía a Colombia, tenía
a Guyana y una cola que llegaba hasta la Patagonia. Berenice soltó una risita al recordarse en medio de la pista
bailando Culucucú baila/ lalalalá goza, en la boda de Yolanda. Se acordó que Porfi Jiménez había fallecido hacía
poco. Qué bolas, pensó, las veces que escuché Merequetengue aquí para usted imitando la voz de la hija que le
cuenta a su madre cómo le fue en la fiesta:
–A ver, mija linda, cuéntame ¿cómo te fue en la fiesta?
–Fíjate mami, me fue divinamente.
–Cuéntame, cuéntame…
–Bailé pasodoble con Billo’s,
–¡Ay qué bueno!
–Bailé cumbia con Los Melódicos.
–¡Ay qué bueno!
–Bailé salsa con Willie Colón.
–Ay qué sabrosón.
–Bailé merengue con La Gran Orquesta
–¡Ay, pero ese fue una tronco de fiesta!
–Y también bailé Merenquetengue con Porfi Jiménez.
–¿Cómo? Tú eres una sinvergüenza, recoge tus corotos y te me vas de la casa.
–Pero ¿por qué mamá?
–Yo te voy a contar por qué. ¿Tú te acuerdas cuando
tu padre, que Dios lo tenga en su santa gloria, se echaba
sus traguitos y venía por la madrugada diciéndome Merequetengue aquí para usted?
Se descubrió Berenice tarareando la canción mientras
recogía su cabello con una cola. En la tele seguían pasando el partido. No se había dado cuenta, pero ya era
el segundo tiempo, España perdía con Suiza y en la Vía
Augusta se escuchaban uno o dos cornetazos de algunos
exaltados fanáticos suizos (o antiespañoles, que para el
caso de algunos catalanes era casi lo mismo). Berenice
se preguntaba ahora por España y por Suiza, países medianos, suma de países más pequeños; países que juraban
odiarse pero que no tenían más remedio que vivir juntos.
Y según entendía Berenice, al menos en Suiza disimula340
ban mejor ese cruel destino. Los suizos no tocaban corneta cuando su equipo iba perdiendo. Bueno, los suizos
no tocaban corneta casi bajo ninguna circunstancia, pero
eso era otro asunto, distinto a la alegría por el mal ajeno.
Faltaban 10 minutos para el final del partido. Sonó el
celular de Berenice, tenía un nuevo mensaje. Nos vemos a
las 6 en el café Jamaica de Rambla Cataluña. Besos, Érika.
A Berenice le gustaba el fútbol. Pero más que el fútbol
le gustaba el Barça y le gustaba Xavi. No le gustaba Puyol.
Le gustaba la selección española, ese juego de niños que
se divierten estando juntos, subiendo y bajando, presionando, adivinando lo que quiere el otro. Me gusta Xavi,
volvió a pensar, me gusta cuando sonríe, me gusta porque
esconde el balón con ese centro de gravedad tan bajito
que tiene, con esa visión para el pase al espacio donde
sólo está Messi, o donde a veces también aparece Érika.
Berenice apagó el televisor, agarró las llaves de su
apartamento y cerró la puerta. Caminó por el pasillo hasta
el ascensor, lo marcó y esperó que llegara. Alcanzó a escuchar el tintineo nervioso de las pulseras que llevaba en su
muñeca izquierda. Todo lo demás era silencio y soledad.
En los dos años que llevaba en el edificio, Berenice sólo
conocía a una pareja de vecinos que vivían en el mismo
piso. Ella era de Cabo Verde y él uruguayo. Cada vez
que se encontraban hablaban del tiempo y sonreían, pero
una noche Berenice les escuchó discutir, un soy yo la que
paga las cuentas, mientras tú sigues aquí encerrado con
tus sueños de escritor, y luego sólo supo que se habían
separado y él había vuelto a Montevideo.
Bajó los seis pisos en el ascensor, abrió la puerta del edificio y comenzó a caminar calle abajo por la Vía Augusta.
El café Jamaica hacía esquina con Córcega. Sabía que aún
341
tenía tiempo para llegar caminando aquel 16 de junio de
paro, de desempleo brutal, pero nunca triste de la España
post boom de la construcción, post pluff de burbuja especuladora, post clash de liquidez bancaria y post chucuchucu
del gobierno a los contribuyentes, y también la España-esperanza del Mundial de fútbol, de la Eurocopa y del Señor
Patata (Mr. Potato) convertido en director técnico.
Berenice vio un pequeño parque con bancos de madera donde dos abuelitos silenciosos miraban los carros
pasar. También miró un cielo azulísimo contrastado en el
verde oliva del Tibidabo. Respiró la humedad de la calle
en verano. Paró su andar en el primer semáforo. Era el
momento de los carros, los autobuses, los camiones pequeños, las motos, los taxis y las bicicletas. Berenice miró
cómo a su lado empezaban a amontonarse los otros peatones. En el piso, justo en el paso de cebra, estaba escrita
una advertencia: “1 de cada 3 muertos en accidentes de
tránsito iba a pie”. Sabía que era una campaña formativa
del Ayuntamiento de Barcelona. Sintió un amago de alivio que enseguida se le antojó picante. Se permitió sentir
tristeza. Tenía razones muy parecidas a un despecho patrio. Como si de repente descubriera que bailar merengue
en una boda era lo verdaderamente importante, aunque
el matrimonio durara unos pocos meses o veinte años y
un montón de cachos de parte y parte. Extrañó un buen
vaso lleno de hielo y güisqui, extrañó besar a su abuela
materna y hasta extrañó el miedo juvenil de ser descubierta mientras tenía su primera novia, una niña aún más
tímida que ella pero que se sacudía como una auténtica
diabla entre las sábanas mientras mantenía el secreto y
hasta la vergüenza de ser llamada cachapera.
342
Una voz, que bien podía tratarse de su conciencia, le
dijo a Berenice que ya no era posible volver atrás, que se
olvidara de las conductas civilizadas, que en el centro de
Caracas no serviría de nada escribir advertencias en los
pasos de cebra y en los apartamentos de Caracas tampoco
serviría de nada tratar de convencer a las abuelas maternas
que una mujer tiene todo el derecho de ser cachapera.
Berenice sonrió y se sintió en paz. Cruzó Travessera de
Gracia y bajó por la calle Neptuno. Envidió la discreta
vida de la calle, el poder de un café, la dignidad de unos
churros con chocolate y la despreocupación de una mesa
de ping-pong que esperaba la llegada del siguiente par de
raquetas. Faltaban cinco minutos para las seis de la tarde.
No sé cómo me recibirá Érika, pensó Berenice. Si me
recetará una bofetada o me amarrará con una doble Nelson.
Compró una caja de chicles y se metió dos pastillas al
mismo tiempo. Necesitaba que su boca supiera a mentolado. Miró un grafiti, que más que grafiti era un inmenso
mural en medio de una calle poco transitada. Tenía escrito las palabras frontera, igualdad, odio y tolerancia. Estaba pintado en rojo y negro, con algún toque de azul y
distintas tonalidades de grises. Resaltaba el rostro de un
niño africano, niño con ojos tristes y a punto de soltar las
lágrimas. También resaltaba una balsa llena de inmigrantes que apostaban su suerte a las mareas y a un navegante
con mínima experiencia. A todas luces los hombres de la
balsa buscaban tocar algún punto de Algeciras o Canarias.
Berenice lo miró con atención, pero no sintió nada. No
sintió pena, ni fastidio, ni rabia. Después, en un arranque
de culpa, les deseó suerte a los inmigrantes, les deseó que,
al menos en el mural, llegaran a Algeciras o a las Canarias.
343
Al llegar a la Rambla Cataluña, Berenice vio salir un
carro de lujo del estacionamiento de la Diputación de Barcelona. Atrás iba un hombre que creyó era José Montilla,
pero no estaba segura. Pensó de nuevo en los pasajeros
a bordo de la balsa, luchando con el sol, agarrados a la
baranda que se movía con cada golpe de las olas. Quizás Montilla tuvo una reunión de manos atadas, reunión
donde anunciaba recortes en los programas sociales.
Cinco días sin probar bocado, dos días sin agua potable.
Señores, tenemos que recortar el gasto. No más dinero
para gastos suntuarios, menos recursos para los colectivos
de gent gran, de inmigrantes y de minorías sexuales, un
muerto que tuvieron que tirar por la borda, pido aplicar el
máximo criterio de austeridad en esta época difícil, la oscuridad de una noche en el mar que dice: mañana todos
estaremos muertos, por favor comuniquen esta resolución
a todo el tejido asociativo de la Xarxa de Municipios.
Berenice miró al punto de encuentro y aún Érika no
llegaba. Sus manos empezaron a sudar. Hacía tiempo que
no le sudaban las manos antes de ver a alguien. Creía
haber superado todos sus miedos desde el día que reunió
a su papá, a su mamá y a su abuela materna en torno a
la mesa del comedor y les dijo que se iba de la casa, que
tomaría un avión hasta Barcelona y ahí se instalaría a vivir
y a estudiar un posgrado, y que además le gustaban las
mujeres hasta para criar muchachos.
“Pero hija, nosotros siempre supimos que ti te gustaban las mujeres”, fue la respuesta de su padre en aquel
recuerdo que a Berenice ya empezaba a hacérsele lejano.
Habían pasado tres minutos luego de las seis de la
tarde. Érika nunca llega tarde a ningún lado, pensó Berenice, y enseguida sintió cómo la balsa volcaba en el
344
Atlántico en mitad de la noche, cómo los funcionarios
de todas las áreas de la Xarxa levantaban sus teléfonos
para llamar a las asociaciones de vecinos, a las oeneges de
acogida al inmigrante, a las casas de retiro, a los colectivos
de defensa de los derechos de lesbianas, gays, bisexuales y
transgénero, para decirles que su lucha tendrá que seguir
por otros caminos distintos, que desde la Diputació ya no
podrían apoyarlos, al menos no por este año, y si todo va
bien, tampoco el próximo.
A las seis y cuatro Berenice vio a Érika caminar desprevenida hacia donde ella se encontraba. Quería decirle
que había algo en ella que la volvía loca y no la dejaba ni
siquiera ver en paz un partido de Copa Mundial, aunque
el partido estuviese perdido y en la calle sonaran cornetas de tontos inútiles. Quería decirle que le gustaban esos
cabellos que parecían una carne mechada, con ese par
de teticas, chiquiticas, puntiagudas y propias, esas piernas
más bien regordetas que a Berenice se le antojaban perfectas. Berenice quería disculparse por su conducta del
otro día, en aquella fiesta de apartamento pequeño, por
beber unos vinos de más, mezclar con cerveza caliente y
un par de rones mal servidos, todo para darse un poco de
valor y decirle a Érika que tenía unas ganas incontrolables
de besarle el cuello, y besarle detrás de las rodillas, y el
huesito que sale de la cadera por su lado derecho. Pero
Berenice sabía que había un trecho largo entre lo que
pensaba y lo que finalmente terminaba haciendo, como
pasó aquella noche, noche en la que Érika parecía incómoda y algo desprotegida sin su caparazón de mujer de
treinta y nueve años, divorciada y sin hijos, también en
el paro, desesperada por un alguien que le mostrara un
camino. Fue la noche en la que Berenice se sentó junto
345
a ella en el sofá verde de aquel apartamento de paredes
blancas y rodapiés azules, y le dijo a Érika “me gusta
Xavi”, y Érika preguntó “¿qué Xavi?”, y Berenice “el Xavi
del Barça”, y Érika la miró como diciendo “¿y a mí que
coño me importa?”, y luego Berenice apostó todo con un
“tú también me gustas mucho”, y ahí sí la cara de Érika
cambió de la indignación a la sorpresa, del me agarraste
fuera de base, no lo esperaba, coño Berenice, cómo me
dices eso chica, no sé qué decirte, pero no pasa nada, yo
no te pido respuesta, sólo quería que lo supieras. Y punto.
A las seis y cinco Érika se acercó a Berenice, la miró
de frente y le estampó un beso que sonó a teléfonos sin
responder en toda la Xarxa de Municipios, que sonó a
Merenquetengue aquí para usted, pero que sobre todo se
escuchó como un salvavidas golpeando el agua de un
océano frío y oscuro.
346
Cómo cae un poderoso
Juan Carlos González Díaz
El mastimelo de El Raval nació en Cagayán
B
uenos días damas y caballeros, mi nombre es Galwin
Douglas Martínez. No estoy aquí montado en esta
unidad de transporte para fastidiarlos un lunes por la mañana, cuando a todos nos pesa el ánimo, sino para pedirles que me regalen cinco minutos de su tiempo. Vengo a
contarles cómo cae un poderoso.
En efecto, voy a darles esa joya que suena a brisita fresca
espantasueño y aligerameldía, pero antes aprovecharé la
atención recién ganada para solicitarles una colaboración
monetaria. Como ven, soy vendedor de mastimelos.
–¿Mastimelos? –preguntó una señora que iba de pie,
agarrada a la baranda.
–Así es, mi doña. Los mastimelos son a cien, y que le
vaya bien. Estos caramelos masticables fueron creados por
el señor Antoni Portabella, aunque luego se corriera un
rumor sin fundamento que aseguraba que la idea había
sido de un libanés de Higüey.
–¡Dame dos y echa pa’ fuera! –exclamó la señora.
Antoni Portabella nació en Barcelona. Se crió en un
barrio llamado El Raval donde, según contaba, se pasaba demasiada necesidad. Creció junto a los gitanos de
la zona, al lado de los andaluces, de los marroquíes, de
los chinos y de los catalanes arrabaleros, que por aquella época eran muchos. Para asegurarse los tres golpes
diarios, aprendió desde pequeño el oficio de panadero.
Luego se especializó en la repostería, haciendo dulces
para los ricos de Saint Gervasi, los únicos que podían pagarlos. Trabajaba en la cocina junto a un filipino llamado
Celestino Apolinares. Celestino le contaba de la belleza
tostada de las mujeres de su natal Cagayán, de sus viajes
en barco, de cómo había llegado a Barcelona luego de
años navegando por los puertos del mundo, y de cómo
cansado de tanto bamboleo decidió echar raíces donde
mejor le pareciera al mar.
Celestino enseñó a Antoni cómo preparar el flan de
su país, muy parecido al flan que se come en España y
que nosotros conocemos como quesillo.
–¿Y qué tiene que ver todo eso con este caramelito?
–preguntó la señora que todavía se agarraba de la baranda.
Déjeme y termino el cuento. El señor Portabella
se hizo un experto en la preparación de dulces, pero la
panadería no pudo mantenerse ni con la compra de los
ricos. Eran tiempos muy jodidos como ya dije, así que
el señor Portabella se vino a estas tierras a probar suerte
con su maleta y un cuadernito lleno de recetas. Aquí en
Matiguás trabajó en una panadería de la plaza Montero,
donde unos abuelitos napolitanos hacían sacamuelas de
regaliz. No le gustó el sabor del regaliz, pero sí su consistencia. Por pura unión de puntos, el señor Portabella
348
mezcló la consistencia del sacamuelas con el sabor del
flan de Celestino. Y así nacieron los mastimelos.
–Joven, pero qué historia tan amena.
Aguante su felicitación que todavía me falta la parte
de Higüey.
Ella quiere ser presidenta
Gabriela se gana la vida como camarera. Para ella no es
difícil hacerlo. Sólo echa de menos las horas de sueño,
esos momentos de cobija y de cinco minutos más, porque
aunque servir tragos y regalar alegría en vasos de 50 cc es
un trabajo bien pagado en Menorca, el esfuerzo demanda
la mayor parte de sus huesos y articulaciones.
Gabriela nació en la misma Menorca. Allí ha vivido
siempre junto a su madre. A sus veintidós años sólo quiere
estar cerca del mar, pero a los treinta quiere ser presidenta.
Así se lo confesó al chico de cabello ensortijado y ojos
color café que una noche entró en el bar. El chico se
acercó a la barra y pidió una cerveza.
–Dame una birra, por favor.
Y Gabriela detectó su acento al instante.
–Eres de Matiguás –dijo ella, en ese tono que pregunta y afirma al mismo tiempo. Él contestó que sí.
–Yo quiero mucho a Matiguás –dijo Gabriela– aunque nunca he ido. Tengo familia que es de allá.
Él le preguntó por qué nunca había ido.
–Quizás no te va gustar que te lo responda –dijo ella–,
pero tampoco tengo por qué ocultarlo. ¿Te suena el nombre de Nicanor Ovando Páez?
–¿Nicanor Ovando Páez, el dictador-presidente?
–preguntó él.
349
–Ese mismo. El flaco de nariz aguileña e impecable
traje militar –respondió ella–. Era mi abuelo.
–No mames –dijo el chico con la cerveza en la mano.
–No mamo –dijo Gabriela.
–Pero, ¿lo conociste?
–Claro, y le acompañé en sus últimos años de vida.
–Ahora su nieta sirve tragos en un bar –pensó él.
–Yo sé que él hizo mucho daño, continuó Gabriela.
Sé que jodió la vida de muchos.
–Tu abuelo mandó a torturar gente…
–Sí.
–Mandó a desaparecer gente…
–Probablemente.
–Mandó a matar…
–Seguramente lo hizo. Pero él sólo me trataba como
su nieta.
–¿Y nunca has querido conocer la tierra donde nacieron tus padres? –preguntó él, tratando de quitar el dedo
de la llaga.
–Mi papá no era matiguaseño. Es mamá la hija de mi
abuelo Nicanor.
–Es lo mismo. ¿Nunca has querido conocer Matiguás?
–Claro. Iré algún día, cuando me lance a la presidencia.
Yo soy la muerte
“Yo soy la muerte”, así se presentó el señor Antoni Portabella cuando lo conocí en un puticlub de Villa Consuelo.
Para esa época, y aunque apenas pasaba los cuarenta
años, Portabella ya era un hombre arrugado y cansado,
con cara de haber sido jodido muchas veces, pero también de haber jodido muchas veces, como esa noche de
350
morenas sentadas sobre sus piernas que le decían al oído
“Papi, bríndame un trago”, o “¿cómo se llama tu amigo?”,
o “mi vidita, yo me llamo como tú quieras que me llame”.
Esa noche de morenas y camas desarregladas, de lenguas
afuera y jadeos cortos, el señor Portabella me contó la
historia del mastimelo. Entre güisqui y güisqui me dijo
que su imperio de caramelos masticables se había ido pudriendo en el barranco de Higüey, donde hoy se siguen
haciendo estos paqueticos que hoy traigo en la mano.
–Este muchacho es un mentiroso –dijo el pasajero de
bigote que iba sentado en el fondo del autobús.
–Perdone caballero, pero si viene a prender su vela en
este entierro para llamarme mentiroso, entonces se perderá la mejor parte de la historia.
Por qué Gabriela tiene posibilidades ciertas
de alcanzar la Presidencia
–¿Lanzarte a la Presidencia?
–Así mismo. Si vuelvo a Matiguás es para ser presidenta.
–¿Presidenta como Violeta Chamorro?
–Sí.
–¿Como Margaret Thatcher?
–No tanto como Margaret.
–Bola. ¿No quieres tener hijos?
–¿Qué tienen que ver los hijos con la Presidencia?
–Yo tendría hijos contigo –pensó el chico del cabello
ensortijado. Luego dijo–: Esta conversación merece un ron.
–La casa invita el chupito –dijo Gabriela.
–¿Cómo es eso que quieres ser presidenta? ¿O por
qué presidenta y no otra cosa?
351
–Por la memoria de mi abuelito.
–Espérate un momento. Primero, no fue tu abuelito,
quien gobernó Matiguás. Fue Nicanor Ovando Páez, el
jefe de los Escuadrones de la Muerte, el capataz de los
matones –dijo el chico con voz a medio camino de la
firmeza.
–Lo sé, lo he pensado. Pero tengo un plan –dijo ella.
–¿Un plan? ¿Cuál plan?
–Pediré perdón por los pecados de mi abuelo.
–¿Pedirás perdón?
–Es justo y necesario.
–¿Cómo harás para que los matiguaseños te escuchen?
–Iré a la tele. ¿No te parece buena idea?
–No sé si sabes de lo que hablas –dijo él como queriendo decir te estás volviendo loca.
–Puede ser. Pero mamá siempre me dice que para
que exista un tirano hace falta quien se deje tiranear.
–Ahí sí estoy de acuerdo contigo.
–Entonces yo también les voy a dar látigo a los que
se dejen –dijo Gabriela–. Buen látigo. Pediré perdón por
los pecados cometidos por mi abuelito, el general Nicanor Ovando Páez. Luego tocaré la puerta de las élites.
Al principio me verán con desconfianza. Poco a poco
comprobarán mi temple. Prometeré seguridad jurídica
para las inversiones. Después iré a la calle. Allí pasaré tres
años caminando de puerta en puerta, de barrio en barrio.
Comeré muchos asopados y tomaré centenares de cafés
negros, bien calientes. Abrazaré viejitas, cargaré recién
nacidos y besaré niños sudorosos y llorones. Me pondré
un vestidito de indiecita. Crearé un partido político que
se llame Nuevo País Soberano. Ganaré un par de escaños
352
en el Congreso. Las élites verán mis avances y apoyarán
con más dinero mis esfuerzos. Poco a poco me ganaré el
cariño del pueblo. Mi cara empezará a aparecer en más
vallas y más carteles. Conseguiré cada vez más minutos
en la tele. Los líderes de los otros partidos me llamarán
aparte: intentarán ofrecerme alianzas, y cuando me niegue, amenazarán con hundirme. Dirán que no tengo experiencia de gobierno. Dirán que soy la nieta del dictador
más sanguinario que ha tenido Matiguás en su historia. Yo
les recordaré a Zacarías Alvarado. También les recordaré
sus vínculos con la Restauración Moral, con la Revolución
Escarlata y con la larga transición de los Guardianes de las
Costumbres. Llegará el año de las elecciones presidenciales, y esos mismos líderes que abandonaron a los centristas
cuando la fuerza de los Guardianes de las Costumbres se
hizo indetenible, esos que patearon el culo de los escarlatas, cantaron fraude y llamaron a la abstención para luego
vestirse de leguleyos, de corderitos y de yo no fui me verán pasarles por encima y erigirme como favorita. Faltarán
pocos meses, y trabajaré aún más duro. Besaré más recién
nacidos, abrazaré más abuelitos, me dolerá la panza de
tantos asopados. Convocaré a los mejores profesionales,
los que se quedaron y los que se fueron. Les pediré que
vean Minas Gerais y Nueva York; más Perú y más Panamá,
Cuba y Aruba, y a Trinidad y Tobago que a Miami. Y que
si pueden, vean a Filipinas y Japón. Sólo si pueden. Por
ahí saldrá algún ahogado a dar patadas recordando que
soy mujer, y que una mujer nunca ha sido presidenta de
Mataguás, porque a Mataguás sólo la gobiernan los vivos
y los militares. Ya será tarde. Ganaré con el cincuenta y
cuatro por ciento de los votos.
353
Higüey es el depósito de los gusanos
con hambre
Como muchos de ustedes podrán recordar, señoras y señores, los mastimelos fueron caramelos muy famosos durante muchos años. Y lo fueron porque el señor Portabella
se partió el lomo hasta comprarse su primer galpón en la
avenida Sánchez, pero también porque el señor Portabella supo estar donde se pica el queso, se cuecen las habas
y se bate el cobre. Y no sólo estar, sino quedarse. Un hombre como él en un país como Matiguás hizo fama y fortuna rapidito porque era un vividor, pero también porque
era blanquito y tenía acento extranjero. Las familias de las
zonas altas lo detectaron y comenzaron a invitarlo a sus
fiestas. El señor Portabella decía que sí, repartía zalamerías, recibía cariño y se metía a la audiencia en el bolsillo
con sus historias de penurias españolas y abundancias matiguaseñas. Fue una de esas noches de fiesta cuando conoció a una muchacha que no pasaba de los veinte años,
una muchacha que lo dejó babeando y que resultó ser
la hija del general Nicanor Ovando Páez. Él la cortejó
sabiendo quién era, ella se dejó cortejar, se enamoraron
y convencieron al general para que los dejara celebrar su
boda en el Salón Azul del Palacio Nacional.
Para ese momento las puertas del señor Portabella se
habían abierto de par de par. Su modesto negocio de caramelos ahora era una potente fábrica ubicada en Higüey, el
eje industrial del país en ese entonces. Los contactos, los
proveedores y los puntos de distribución se habían multiplicado como panes. Los mastimelos eran los caramelos
más vendidos y con más propagandas en la televisión. El
señor Portabella supo aprovechar sus influencias. ¿Ni que
fuera pendejo, verdad?
354
El señor Portabella y su esposa tenían la vida por delante. Con todo el dinero, el poder y la aprobación del
general, que mandaba con fiereza en cada rincón de Mataguás, la familia Portabella-Ovando Páez navegaba en
los mares tranquilos de una extraña felicidad, culminada
con la llegada al mundo de Gabriela, su primera hija, una
niña sonreída que tenía la virtud de no llorar mientras
las mujeres de los ministros del general se la pasaban de
brazo en brazo.
Pero pocos meses después del nacimiento de Gabriela
comenzaron los problemas para el general, mientras el señor Portabella intuía que su suegro no duraría en el poder
mucho más. Llamó a algunos amigos que no eran tan amigos del general. Comenzó a filtrar información para varios
grupos políticos que vivían en la clandestinidad y que le
habían prometido conservar sus privilegios en la venidera
(aunque ellos dijeron inminente) transición. Luego supo
que tres militares querían dar un golpe de Estado. Después supo que esos mismos militares habían fallado. Fue
testigo de todo un mes de protestas y de un paro general,
hasta que una tarde le dijo a su esposa: “Mi amor, es mejor
que hagas la maleta. A tú papá lo van a tumbar”.
Cuando en la madrugada siguiente lo invitaron al
aeropuerto para subirse en el Indestructible, el avión del
general, el señor Portabella dijo que él no iba para ningún
lado. Dijo: “Yo me voy a quedar”. El señor Portabella me
contó que al oírlo su esposa lo miró con ojos que decían
pero qué coño te pasa, y luego con ojos de traidor, y luego
con ojos de no me vas a ver nunca más, ni a tu hija tampoco. Le dio la espalda y comenzó a subir las escaleras
hacia el Indestructible con su papá y el resto de la familia.
También iba un edecán y el piloto del avión, y a pesar de
355
los ruegos a pie de pista de algunos personajes grises que
nunca tuvieron un plan B a la mano, el general no permitió que se subiera nadie más.
Antoni Portabella se quedó parado junto a los grises
viendo como despegaba el Indestructible. No tuvo miedo,
o no tuvo tanto miedo como los grises, porque ya sabía
que a él no lo iban a tocar. Y no lo tocaron. Siguió haciendo mastimelos en Higüey hasta el día de su muerte,
veintiséis años más tarde.
En qué momento tuvimos miedo de los grises
–Imagino que todo comenzó el día que dejó de mirar a
los ojos de la gente –dijo ella–. Quizá abuelito se sintió
solo y se cagó, ¿no es así como decís vosotros? –preguntó
Gabriela.
–Si quieres ser presidenta de Matiguás no puedes hablar así –dijo el joven de cabello rizado mientras le mostraba una media sonrisa.
–¿Cómo así? –interrogó Gabriela.
–No puedes aspirar a la Presidencia si hablas con el
decís y el vosotros.
–Tienes razón –respondió ella.
–¿Y alguna vez viste de nuevo a tu papá?
–Mi madre no lo permitió. Nunca más volví a verlo.
Pero muchas veces soñé con él. Era un sueño recurrente
donde los dos nadábamos en la piscina de un lujoso hotel. Hacíamos competencia para ver quién aguantaba más
tiempo bajo el agua. Allí abajo abríamos los ojos a pesar
del cloro y la picazón, y mi padre me veía, se quedaba
viéndome largo rato.
–Ya. ¿Pero nunca intentaste buscarlo?
356
–No. Fue un hijo de puta. Prefirió dejar a mi mamá
al pie del avión por sus caramelos de mierda.
–Quizás tuvo miedo –dijo él.
–¡Y mis cojones! –gritó ella– -. ¡Claro que tuvo miedo!
Miedo de dejar su vida acomodada, al lado de los chupamedias que se enamoraron de su dinero. Mi mamá siempre me ha dicho que Matiguás está repleta de aduladores
vestidos con pantalones grises, americanas grises, corbatas
grises, párpados grises y dientes grises. Los grises jodieron
a Matiguás.
–Yo creo que Matiguás se jodió el día que dejamos de
tomar cerveza fuerte –replicó él. Gabriela rió, no esperaba la ocurrencia. Pero él hablaba en serio–: Matiguás
se jodió el día que algún director de marketing decidió
que al matiguaseño le gustaba la cerveza ligera. Entonces
todos los miedos y fracasos que la gente ahogaba en cervecita fuerte y bien fría dieron paso no al ron, que es vehemencia, alegría y dolor de huesos al día siguiente, sino al
whisky, que es una vaina carísima, o el aguardiente, que
tiene 80% grados de alcohol para destruir hígados, familias y el bolsillo de una sola vez.
–Seguro ese director de marketing va de gris a todas
partes.
Al final, cronología de la caída de un poderoso
Bueno, señoras y señores, antes de abandonar esta unidad
de transporte y dirigirme a la siguiente, lo prometido es
deuda, compartiré con ustedes la secuencia de cómo cae
un poderoso. No sé cual es el extraño mecanismo que nos
atrapa cuando tenemos poder. El señor Portabella creía
que el poder es una “energía vital que te permite lograr
357
cosas que nunca habías imaginado”. Así lo dijo hasta el
día que murió haciendo mastimelos, con 49 años entre
pecho y espalda. El señor Portabella nunca tuvo el valor
suficiente para ir a buscar a su hija, y así se le fue la vida,
entregado al gusto amargo de los puticlubs y confinado
por la competencia al barranco maloliente de Higüey,
donde la fábrica no pagaba impuestos y los empleados no
tenían sindicato.
Pero a pesar de eso, el señor Portabella tenía todo
previsto. Al día siguiente del entierro, su abogado me
llamó para decirme que había dejado un paquete para
mí. Cuando fui a buscarlo, descubrí que dentro del paquete había un cofrecito de madera con 15 mil dólares
y un cuaderno lleno de anotaciones. La primera página
decía: “No sé que harás con tu vida y esta platica que te
estoy dejando. Ese es tu problema. Pero lo único que te
pido es que, cada vez que puedas, subas a cualquier autobús con una caja de mastimelos bajo el brazo y cuentes
cómo cae un poderoso”.
Damas y caballeros, en honor a la verdad les diré que
ya me parrandeé esos 15 mil dólares, y que lo único que
queda después de esa resaca es la cartica del señor Portabella, que ahora cito para ustedes, que han sido tan pacientes de escucharme hasta aquí, sólo por la curiosidad
de saber cómo coño cae un poderoso:
“Un poderoso no cae por sí mismo. Lo primero es
soñar con el poder, querer el poder. Luego, escoger entre
poder para el cambio y poder por el poder. Si se elige poder
para el cambio, el aspirante a poderoso debería pensar en
el cambio antes que en el poder. Si eso puede dejarse para
después, entonces el aspirante a poderoso deberá admitir
358
que en realidad se quiere poder por el poder. Llegar al poder
no es tan difícil, pero tiene que ver con el tipo de poder que
se elija.
Una vez conseguido esto, revise su aspecto exterior,
muy pocos toman en serio a los mendigos. Al menos no
para emprender proyectos que signifiquen compromiso.
Y el poder requiere compromiso, mucho sufrimiento, soledad y fantasmas que todo el tiempo te susurran al oído:
‘Tú también eres loco y mendigo’.
Cuando mejore su aspecto exterior, practique su expresión oral y su poder de convencimiento. Esto sólo se
logra si se tiene muy claro el tipo de poder que quiere hacer suyo, porque el poder de convencimiento no es sino la
traducción real de su propio deseo de ser poderoso.
Luego, cuídese de los grises, ellos serán su ruina segura. Al principio, no creerán en usted porque los grises
son escépticos por naturaleza. Pero luego verán en usted,
y sobre todo en el poder que sueña alcanzar, la mejor
manera de garantizarse el pan que nunca supieron hornear. Para entendernos: los grises no tienen sueños sino
ambiciones, ansias de acumulación y derroche. Son peligrosísimos. Nunca se miraron en el espejo. Están desesperados. Viven, caminan y respiran desesperados. Esa
desesperación será usada en contra del poderoso, porque
cuando las cosas vayan bien, mientras todo sea dinero y
popularidad lo alabarán, dirán que su proyecto o idea no
tiene competidor, mientras en la sombra le chupan toda
la sangre posible.
Como dije, ser poderoso es una suma de sufrimientos.
Al final, el poderoso perderá la noción de sus propias
debilidades, cometerá errores que sólo podrán explicarse
359
por su arrogancia y su deseo de mantener el poder, huirá
hacia adelante, encontrará enemigos donde antes habían
incondicionales, les acusará de vendidos y traidores. Intentará, en un último esfuerzo, recuperar el amor perdido
de sus seguidores, pero al darse cuenta de que ya es tarde
y de que pocos siguen queriéndole en el poder, acabarán
con lo que quede con la excusa de los servicios prestados
a la patria, o al partido, o al pueblo, porque su contribución ha sido decisiva y porque de algo hay que vivir en
esta vida.
Su salida del poder será celebrada en las calles con
bombos y cohetes, alcohol y risas, disparos al aire y un
muerto que habrá caído por pendejo. El nuevo poderoso
prometerá cambios, prometerá hacer las cosas de forma
diferente, y así será por un tiempo, mientras el poderoso
se acomoda en su puesto y los grises vuelven a salir de sus
cuevas, confiados en volver a comer seguro y caliente”.
Damas y caballeros, muchas gracias por su atención,
y que pasen un feliz día.
360
Sin título, 2010
Martha Durán
A Félix Suazo
El arte es trascendente porque es vía de
penetración hacia lo irrevelado
Alejandro Otero
La cama para mí es la arena fundamental donde ocurren
los eventos más importantes del ser humano.
También es el espacio del sueño. Yo pienso los objetos
como prótesis, como extensiones del cuerpo humano,
y la cama es la más cercana.
Javier Téllez
D
esde la parte alta de su litera, cerca, muy cerca del techo, podía ver cómo se iba engordando poco a poco
el globo de agua que, finalmente, terminaba de caer sobre
su hombro derecho. El de abajo, los de abajo, se habían
acostumbrado a quedarse dormidos mirando las pequeñas
palabras que estaban pegadas en la pared de toda la sala.
Tenían apenas un par de días viviendo ahí, compartiendo
con otros el mismo espacio que era ajeno para todos ellos.
Germild no dormía casi nada durante la noche gracias
a esa pequeña gotera que había justo arriba de su cama.
Había cambiado varias veces de posición, pero las gotas,
las diminutas gotas, molestaban más en sus pies que en su
hombro o pecho. Tampoco podía arroparse entera, pues
el calor era insoportable, era como una suerte de vapor
encerrado –como el que salía de la olla cuando hacía un
hervido– en la pequeña sala. Casi todos los de arriba se
reconocían insomnes gracias al techo que desprendía gotas
por todos lados. Tanto huirle a la lluvia para terminar durmiendo con el agua encima, con la necia sensación casi
cronometrada de una gota tras otra, cayendo como si contaran el tiempo, demostrando su irritante debilidad de no
poder sostenerse del techo como sí lo hacen las telarañas.
Algunos ya se conocían antes de llegar ahí, otros venían de lugares diferentes, pero todos tenían en sus rostros
la tristeza del que ha dejado su casa, la angustia del quién
sabe dónde quedó el reloj de papá, se perdieron completicos cuatro kilos de harina, no me dio tiempo de traer más
ropa, y cientos de preocupaciones que iban recordando
a medida que pasaban los días. Porque eso era lo único
que hacía la mayoría de ellos, recordar, hablar, comentar
sus pequeñas tragedias y compartir la mayor de sus miserias: la lluvia que todo lo borra, que todo lo daña, que lo
sumerge todo dejando a la vista sólo la mitad superior de
lo que hay, techos de casas, edificios sin plantas bajas ni
primeros pisos, árboles de troncos cortos, desproporcionados, y los pasos de ellos borrados del cemento ahora
cubierto de agua.
Germild había escogido –como muchos de ellos– la
parte alta de la litera para no sentirse encerrada, pero
aquellas benditas goteras y el llanto de uno que otro
niño, hacía que sus noches fueran muy parecidas a lo que
puede ser la eternidad. No sabía cuánto podía extrañar
ese pequeño rectángulo que era su cuarto, pero que era
sólo suyo.
Durante el día procuraban mantenerse ocupados
mientras esperaban el cumplimiento de la promesa, mientras llegaba la casa nueva, el apartamento, o simplemente
362
la reubicación en otro lugar donde cada familia pudiera
tener más privacidad. Se mantenían ocupados jugando
dominó, cartas, haciendo comida de fácil preparación,
pues no tenían un lugar ni los utensilios necesarios para
cocinar mayor cosa.
Aunque compartieran el mismo espacio, al principio
sólo mantenían contacto entre sí los grupos formados por
familias enteras, parejas todavía sin hijos, y uno que otro
solitario que siempre disfrutó de la soledad, como el señor Efraín, que ahora, renegaba por todos lados lanzando
maldiciones y mandando a callar a todo el que hablara,
aunque nadie le prestara la más mínima atención. Era
como si una delgada pared los separara, como si esos pequeños territorios hubieran sido divididos por una suerte
de plásticos transparentes que dejaban ver las sombras de
los demás, dejando pasar también sus voces, sus conversaciones susurradas o una que otra pelea entre parejas o
padres e hijos. Pero, poco a poco, cada grupo fue necesitando algo del otro, una almohada de más, una pastilla
para el dolor de cabeza, una sábana para un bebé, y tantas
otras cosas que sólo la carencia extrema es capaz de pedir
a otra carencia.
Germild tenía sólo 15 años; su hermana mayor, Yoelmi,
había tomado la parte de abajo de la litera. Yoelmi salía
temprano todos los días a trabajar en casa de los Sánchez,
era de las pocas que tenía un trabajo, mientras que su hermana se quedaba por ahí sin hacer nada, pues había dejado
la escuela hacía tiempo. Se había hecho amiga de los de las
literas más cercanas, sobre todo de Santos, un muchacho
de unos 20 años que trabajaba en un puesto de llamadas a
una cuadra de donde estaban. Santos se escabullía en las
363
tardes para ir a hablar con Germild o jugar cartas con
ella y con la señora Zulay, hasta que llegaba su padre y
lo sacaba casi a empujones de ahí para que volviera a su
trabajo. El padre de Santos era de aquellos que iban todos
los días a entregar cartas al Ministerio, de los que protestaban por la casa que les habían prometido, por las goteras
en el techo, por el calor, por la poca ayuda que recibían,
y por tantas otras cosas que casi podían elegir un tema
nuevo de protesta para cada día. Los demás se quedaban
simplemente esperando a que uno de esos días fuera diferente a los de los dos meses que llevaban ahí, y a que
un día Raúl, el padre de Santos, llegara con los otros trayendo una buena noticia. Pero nada ocurría, ni siquiera
podían estar seguros de que el ministro revisaría las cartas
que ellos enviaban. “Igual tenemos que seguir yendo todos los días, aunque sea por fastidio nos tendrán que parar alguna vez”, decía Raúl a todos mientras veía sus ojos
incrédulos. “Hay que tener fe, hay que seguir esperando
a ver qué pasa”, decía la señora Zulay para apoyar a Raúl
y darle –darse– una esperanza por más lejana que fuera.
La convivencia, aunque transitoria, ya había tomado
matices de rutina. Los muros ficticios que dividían los
grupos de literas se iban desvaneciendo cada vez más, y
también, poco a poco, las cosas dejaban de tener dueño
para pertenecer a todos. Lo primero que hizo que esa
pared invisible comenzara a disolverse fue el escape de
un pensamiento de Germild, que salió de su boca en voz
alta casi sin darse cuenta: “¡Dios mío! Prefiero un palo
de agua a esta bendita gotera; ya me está haciendo un
hueco en el hombro”. Todos rieron un largo rato, sobre
todo los de arriba. “A mí me está haciendo un hueco en
la rodilla”, dijo otra voz entre esa semioscuridad en que
364
estaban cuando se acostaban a dormir. “¿Y los de abajo?
Bien, gracias”, salió otra voz. Todos seguían riendo. “¿Los
de abajo? A nosotros nos toca dormir con estos papelitos
pegados en la pared con palabras raras, quién sabe qué
significan”, soltó una voz en defensa de los de abajo. “Sí,
sí. A mí me tocó una que no sé ni cómo se pronuncia:
pi-si-cho-ro-mie”, dijo Santos participando en ese juego a
media luz. Todos rieron como hacía tiempo no lo hacían.
“¿Y qué me dices de esta?: jer-trud Goldsss-chii- mit, ¿Ah?
Te gané, ¿no?”, expresó una voz gruesa, áspera. “Debe
ser un nombre, por lo menos la primera. Yo me llamo
Germild porque mi papá se llamaba Gerardo y mi mamá
Mildred. Y Yoelmi se llama así porque su papá se llama
Yoel, ¿verdad Yoelmi?”, comentó Germild queriendo entrar en el juego. Las voces comenzaron a surgir una tras
otra entre risas, burlas, incluso desde literas más lejanas,
donde no se distinguían sino los tonos graves, chillones o
roncos entre la débil oscuridad de la sala.
–¡Dígame ésta! Y que “re-ti-cu-la-rea”.
–¿Reti qué?
–Pues habrá que ir a decirle al ministro que se meta
la re-ti-cu-la-rea esa por donde le parezca, a ver si así nos
da las casas.
–¿Y este “muro óptico”? No joda, lo que necesitamos
son muros de verdad señor Soto, como dice aquí.
–¿Será que esa pared tuya es de ese señor Soto?
–Ya quisiera yo tener aunque sea una pared como ese
tal Soto.
–¡En mi pared también dice “Jesús Soto”!, pero también dice “ser-kles ro-u-jes”.
–¡Ahora sí, pues! Vinimos entonces a aprender francés, o alemán, o no sé qué idioma es ese.
365
Todos reían y comentaban, se burlaban también de
sus propios nombres, de sus voces, del almuerzo del día,
del guardia del Ministerio que ya los saludaba como si
fuesen todos los días a trabajar ahí y no a exigir lo que
les habían prometido. Habían decidido –como si fuese
una reunión de condominio– que los que iban al Ministerio todos los días o los pocos que trabajaban temprano,
dormirían en las camas de abajo para no despertar a los
demás al intentar bajar de las literas. Así que Germild se
quedó en la cama de arriba un poco triste, quizá por la gotera, quizá también porque en su pared no había uno de
esos papelitos con palabras extrañas, sintiéndose un poco
excluida del juego nocturno de intentar pronunciarlas, de
inventar unas nuevas a partir de ellas, o de adjudicarles
significados que se pareciesen a la palabra, haciendo conjeturas sólo por la manera en que estas sonaban.
Santos era uno de los de abajo, así que a veces –cuando
se escapaba del trabajo– Germild y él se sentaban en su
cama y trataban de pronunciar lo que decía su papelito
en la pared. “Ad-di-ti-on-cho-ro-ma-ti-ke”, decía ella mientras reía al mismo tiempo. “¿Qué crees que signifique?”,
preguntaba Santos para quedarse más tiempo con ella,
y no tanto por verdadero interés en el significado de las
palabras. “No sé, no me suena a nada”, respondía ella
un poco ruborizada, advirtiendo en Santos una mirada
diferente, como si quisiera acercársele, como si quisiera
darle un beso. Ella, nerviosa, salía corriendo a otra cama
para leer los demás papelitos y evitar la mirada cercana
de Santos. Él la seguía de litera en litera. “¿Por qué llegas
tan tarde en las noches? ¿Qué es lo que haces tan tarde?”,
preguntó ella con un tono serio y un poco inquietante.
“Nada, salgo con mis panas”, respondió despreocupado.
366
Ella se quedó un rato mirando el suelo, pensando en la
tonta excusa de él, hasta que se atrevió a preguntar: “¿Y
para qué tienes la pistola?”, él sonrió como si una niña le
hubiera preguntado por cómo llegan los bebés. Calló un
rato, se levantó de un salto de la cama y dijo haciendo un
guiño: “Para cuidarte a ti princesa, para cuidarte”, y se fue
rápido antes de que llegara su padre a reclamarle su falta
en el centro de llamadas.
La señora Zulay había conseguido que le prestaran
una cocina a dos casas de ahí para poder hacer pastelitos y
empanadas, entre todos ponían dinero para que las primeras que hiciera se las diera de desayuno a los que iban al
Ministerio, las demás las vendía en una esquina a cuatro
cuadras de la sala. Germild la ayudaba a venderlas en la
mañana para no quedarse haciendo nada, y luego se veía
en las tardes con Santos un rato en la sala o en la plaza
que quedaba cerca de ahí. La sobrina de la señora Zulay
estaba embarazada cuando se mudaron a ese sitio, y ahora
todos la cuidaban como si formara parte de la familia.
Cuando finalmente le tocó dar a luz todos se fueron con
ella al hospital, todos menos los que tenían que estar en
el Ministerio, pues no podían dejar de ir, no podían faltar,
aunque en el fondo ya ninguno recordara la razón que los
hacía ir a allá todos los días. Simplemente se les había olvidado, pero tenían que ir. “Ustedes váyanse tranquilos al
Ministerio, que no pueden faltar, recuerden que todavía
estamos esperando”, les dijo la señora Zulay cuando estos
quisieron acompañarla al hospital. Unos fueron al hospital, los otros al Ministerio, mientras que el señor Efraín
dormía –por primera vez– plácidamente en la parte alta
de su litera celebrando la ausencia de casi todos los que
ocupaban esa sala. Germild se quedó cuidando a la bebé
367
de Nidia y a Mateo, un niño de cinco años que Zulay
había asumido como suyo, desde que su vecina se lo dejó
cuando aún era un bebé sin haber regresado nunca más.
Se estaban tardando mucho, no llegaban los del hospital ni los del Ministerio, y Santos tampoco había ido
esa tarde. Las horas pasaban hasta que se hizo de noche y
ella intentaba dormir al bebé, pero este lloraba sin parar y
Mateo no se quedaba quieto en ningún lugar. Decía que
quería ir al hospital a ver a su mamá, ella le explicaba que
Zulay estaba muy ocupada allá y que ya era muy tarde
para ir, que igual no lo iban a dejar entrar. Así que luego
de un rato Mateo ya se había dormido y la bebé ya estaba
acostada en la litera de Zulay.
Germild esperaba en la cama de su hermana la llegada de alguno, suponía que –como otras noches– Yoelmi
se quedaría a dormir en casa de los Sánchez, así que sabía
que no tenía que preocuparse por ella. En esa tranquilidad, donde sólo se escuchaban los ronquidos del señor
Efraín, se sentía como si de nuevo estuviera en su cuarto,
recordando con nostalgia un par de zapatos casi nuevos
que ahora debían estar enterrados en el barro, recordando
sus afiches pegados en la pared, el olor a hervido de gallina
que tanto le gustaba, las fotos de su madre por toda la casa,
mientras –entre uno y otro recuerdo– entrecerraba los ojos
a punto de quedarse dormida, luego los abría sobresaltada
para mirar a la bebé y a Mateo acostados en su camas.
De nuevo despertó angustiada, pero esta vez era por
el cuerpo que estaba encima de ella, por el olor a ron que
le soplaba la cara. Santos le hizo un gesto de que se callara poniéndose el dedo índice sobre sus labios, mientras
ella advertía los ojos enrojecidos, inyectados de rojo, que
la miraban de una manera diferente esta vez. Ella intentó
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quitárselo de encima, tumbarlo de la cama, soltarse de él
y salir corriendo, pero ¿a dónde podía ir?
“¡Estás borracho!”, le dijo mientras forcejeaban. Él
le tapó la boca, sacó su arma del bolsillo enseñándosela
antes de ponerla en el suelo. Ahí se dio cuenta de que no
había nada que pudiera hacer, y que, además, no quería
despertar a los niños. Prefirió entonces no mirar el rostro
de Santos, no verlo a los ojos, pues esos que veía no eran
los de él, ahora eran otros, unos ojos desconocidos, bruscos. Volteó su cara hacia la pared, intentó distraerse mirando los papelitos, viendo cada una de las letras, leyendo
en su mente in-cli-né ble-u-et no-ir, reconociendo únicamente la primera palabra: “inclinar, inclinarse, inclinada”, pensaba para olvidarse de lo que estaba pasando, y
entonces se sintió inclinada, esquinada, torcida al antojo
de Santos. Tampoco quería pensar en eso que la palabra
la forzaba a sentir, y entonces volteó la mirada hacia su
mano que apretaba con fuerza la barra de metal de litera.
No quiere escuchar sus jadeos, los de Santos. No
quiere ver tampoco su sudor, ni sentirlo sobre su cuerpo,
pero una gota de él –otra gota más, una terrible gota– cae
y rueda sobre su pecho. Él se mueve violentamente de
arriba abajo, como un columpio. La cama chilla, el óxido
se escucha, habla, grita lo que ella no puede. Le agarra
la cara y la obliga a mirarlo, se ríe torcido, con la boca inclinada, es más una mueca, un rostro contorsionado que
está entre la risa y el placer. Ella sin querer se mueve con
él, repite exactamente sus movimientos. Se odia por permitirlo, por no haberlo evitado, por permitírselo aunque
fuese por miedo, por resignación, o por no despertar a los
niños. Se niega a sentir placer, pero lo siente. Se odia por
sentir placer.
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Se limpia las lágrimas con la otra mano que permanece libre, medianamente libre. Cuenta mentalmente los
segundos para evadir el momento, en diez vuelve a empezar pues se ha perdido, no puede pasar de diez. Cuenta
de nuevo, uno, dos, tres… deja de hacerlo, pues parece
que contara el ritmo de los movimientos de Santos. Ella
no habla, no grita, pero sigue luchando, sigue intentando
quitárselo de encima. Efraín escuchaba todo desde arriba,
se asomaba un par de veces para verificar lo que pasaba, lo
que sabía que pasaba. Escuchaba en silencio, sin moverse
mucho para no hacer ruido, apretando los dientes para
aguantar la rabia, la impotencia, la cobardía de no hacer nada. Estar arriba tiene sus beneficios, le otorga cierta
invisibilidad, lo hace menos cómplice, menos culpable
de indiferencia, pues perfectamente pudo haber estado
dormido mientras lo de abajo ocurría sin advertir su presencia. Pero no lo estaba, y escuchaba todo con la ira del
que nada puede hacer, del que sabe cómo se manejan las
cosas en su barrio o en esa sala, que a fin de cuentas parecían ser la misma cosa. Desde arriba, Efraín rogaba que
llegaran todos, o por lo menos alguien más para que todo
terminara. De repente, un estruendo hizo que Efraín se
sentara de golpe por el sobresalto, miró hacia abajo y vio
a Mateo con una pistola en la mano.
Abajo, Santos se tapaba el hombro cubierto de sangre, el hombro donde había ido a parar la bala que Mateo
había disparado, la bala de la pistola del mismo Santos,
aquella que había dejado en el suelo. Germild advirtió
de inmediato la mirada nueva de Mateo, una mirada que
nunca antes le había visto, una mirada fría, impávida, la
que suelen tener los hombres que usan pistola. Esa mi370
rada la dejó inmóvil, aterrada, mucho más sacudida que
lo que había pasado. Santos se levantó de la cama quejándose, con el hombro chorreado de rojo, miró fijamente
a Mateo, extendió la mano para que le devolviera la pistola. Mateo lo miró con rabia, sin miedo, y le entregó la
pistola. “Empezaste muy joven carajito –dijo Santos con
voz despreocupada– pero empezaste”. Guardó su pistola
entre el pantalón y salió rápidamente de la sala.
Sabía que igual tendría que verlo todos los días, que
él iba a seguir ahí y que ella tendría que soportarlo sin
contarle a nadie lo ocurrido. Sabía también que nadie preguntaría por el vendaje en el hombro, pues todos tenían la
certeza de que en cualquier momento una bala tendría que
ir a parar a algún lugar de su cuerpo. Además, la llegada
de una nueva bebé a la sala los tenía a todos distraídos, desatentos a lo que ocurría a su alrededor. Nadie había notado
el cambio, la distancia entre Santos y Germild.
Él no volvió a acercársele, y ella lo evitaba siempre.
Pero ahí tenían que seguir, ahí tenían que estar mientras
esperaban en la sala de un museo que ya no era refugio,
que ya había dejado de ser transitorio; un sitio donde a
todos se les había olvidado qué era lo que estaban esperando. ¿Qué otra cosa aguardaban, aparte de ese niño que
crecía en la barriga de Germild?, ese niño cuyo padre era
desconocido para todos menos para Efraín, ese niño que
aceptaron sin preguntas, sin explicaciones. ¿Qué era lo
que esperaban?
“No sé –decía la señora Zulay–, pero igual desayunen
rápido, pues van a llegar tarde al Ministerio”.
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ÍNDICE
Prólogo...........................................................................7
Héctor Torres
V Edición - 2011
Veredicto........................................................................13
Sudestada......................................................................17
Gabriel Payares
Los discos de mi padre..................................................41
John Manuel Silva
Los muchachos Karamazov......................................... 61
Carolina Lozada
Cosas que nunca hice.................................................. 85
Daniel Fermín
El asesino del Metro....................................................97
Carlos Patiño
El ciudadano del Valley Car.............................................. 103
Mario Morenza
Final de telenovela..................................................... 169
Arturo Serrano Álvarez
La visión de los lobos..................................................319
Enza García Arreaza
Guisantes y gasolina ...................................................183
María Dayana Fraile
Érika y Berenice......................................................... 339
Katy Civolani
La tienda de muñecos................................................ 205
Jorge Gómez Jiménez
Cómo cae un poderoso.............................................. 347
Juan Carlos González Díaz
Pájaros......................................................................... 215
Ricardo Ramírez Requena
Vi Edición - 2012
Veredicto..................................................................... 237
Evocación y elogio de Federico Alvarado Muñoz,
a tres años de su muerte.............................................. 241
María Dayana Fraile
Mondadientes.............................................................261
Delia Mariana Arismendi
A medio camino......................................................... 277
Miguel Hidalgo Prince
Las propiedades curativas del fuego................................... 289
Dacio René Medrano Arreaza
Hacia una metodología del desecho.......................... 305
Nora Edén Mora
Sin título, 2010............................................................361
Martha Durán