Así nació la aviación
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Así nació la aviación
ASI NACIO LA AVIACION Condensado del libro de John Evangelist Walsh Uno de los sucesos épicos de la historia de la humanidad (la invención del avión) ha estado envuelto en la bruma durante casi 75 años; los inventores Wilbur y Orville Wright apenas se distinguen del uno del otro, y sus descubrimientos han sido eclipsados por el rápido avance de la tecnología, que en el lapso de una sola vida humana ha puesto los planetas a nuestro alcance. Ahora John Evangelist Walsh rectifica la historia y revive brillantemente toda la emoción, las frustraciones, los triunfos y los dramáticos momentos de las primeras y vacilantes aventuras del hombre en el reino fantástico de la navegación aérea. Delgado, de nariz aguileña, Wilbur Wright tomó un tren en Dayton (Ohio); llevaba consigo un baúl grande que contenía una buena provisión de herrajes de metal, unos 50 tirantes de madera delgados, varios carretes de alambre y un gran atado de tela de raso blanco: los elementos de una “máquina voladora” desarmada (en este caso un planeador). Era el 6 de septiembre de 1900. Wilbur viajaba solo y se dirigía a Kitty Hawk, aldea aislada en la sarta de islas arenosas llamadas Bancos Exteriores, frente a la costa de Carolina del Norte. Había escogido aquel sitio después de enterarse de la velocidad de los vientos que podía esperar allí. “Es un esplendido lugar”, le había escrito Willian Tate, el director de la oficina local de correos. “Los vientos son aquí constantes y en general de 15 a 30 k.p.h.”. En Elizabeth City, cerca del estrecho de Albemarle, Wilbur contrató una goletita de fondo plano para hacer la travesía de 65km hasta los Bancos. Al subir a bordo observó las velas maltrechas, los cables deshilachados y la barra del timón en muy mal estado; pero como hacía un día hermoso y soplaba una suave brisa, pensó que navegar de cinco a seis horas por las plácidas aguas del estrecho no forzaría demasiado a la decrépita embarcación. A media tarde la goleta se hizo a la mar y poco después las aguas del estrecho se extendían hasta la línea del horizonte sin señal de tierra. Al caer la noche el tiempo empezó a estropearse y se descubrieron vías de agua en la nave, que se bamboleaba y cabeceaba entre las olas. A medianoche el viento había adquirido proporciones de borrasca. De pronto el trinquete se arrancó ruidosamente de su percha y quedó gualdrapeando prendido del mástil. Wilbur y un joven de la tripulación avanzaron por la inclinada cubierta y lograron amarrar la lona, pero pocos minutos después se oyó otro estrépito al soltarse la vela mayor. Entonces no les quedó sino un pequeño foque; si éste se desprendía, la goleta estaría perdida. Con pocas alternativas entre si, el patrón decidió jugarse el todo por el todo; viró en redondo para poner la popa al viento, mientras oraba para que la violenta maniobra no los echara a pique. Crujiendo y escorando, la goleta se mantuvo a flote y corrió viento en popa alocadamente hacia el norte, haciendo agua todavía. Era más de la una de la madrugada cuando los exhaustos navegantes pudieron al fin guarecerse detrás de un cabo protector. Allí permanecieron hasta las tarde del 12 de septiembre. Luego, tras remendar las velas y con sólo una brisa ligera, se aventuraron a salir nuevamente a mar abierto. A la hora del crepúsculo Wilbur pudo distinguir la sombra plana de una isla que rompía la línea del horizonte, y a las 9 la goleta entró en la ensenada de Kitty Hawk. Wilbur pasó la noche a bordo y a la mañana siguiente se dirigió a casa de Willian Tate. A corta distancia de esa casa Wilbur levantó un cobertizo de lona donde comenzó a armar su máquina. Sólo la suerte impidió que Wilbur y sus efectos no encontraran un lugar de reposo eterno en el fondo del estrecho de Albemarle. No asombraba a los lobos de mar, conocedores de la región, que la tormenta se hubiera desencadenado aquel día, ni que el dios de los vientos se hubiese enfurecido contra un hombre que venía a disputarle su antigua dominación de los cielos. Pero con tal suerte, y con su voluntad indómita, Wilbur y su hermano Orville realizarían algún día uno de los más antiguos sueños del ser humano: conquistar el aire. Una pasión dominante Resulta irónico que en la mente popular la imagen de estos dos hermanos se haya confundido, y que sus personalidades y realizaciones se mezclaran hasta el punto en que, para la mayor parte del público, soy hoy casi imposibles de distinguir. Orville, cuatro años menor que su hermano, gastaba bigote, era voluble y sociable; hacía amigos con facilidad y más tarde fue admirado por su destreza técnica y su competencia como piloto. Sin embargo, cuando ambos se presentaban en público, Wilbur era el que más solía llamar la atención. Wilbur aborrecía la charla trivial, y era tan reservado que a menudo daba a quienes lo conocían la impresión de frialdad, reforzada por su laconismo cortante. Tenía el rostro moreno, completamente afeitado, delgado y anguloso, casi macilento, lo que le daba cierto aire de intelectual, fiel reflejo de la impresionante capacidad mental que poseía. La pasión de resolver el problema del vuelo dominaba exclusivamente a Wilbur, aunque contó con la valiosa ayuda de su hermano, y es claro que no era una ambición vulgar. En realidad se trataba de un esfuerzo ardiente para dar sentido a su vida y expresión cabal a aptitudes que, en otro caso, parecían destinadas a frustrarse. En 1885, cuando Wilbur cursaba el último año de enseñanza media, recibió en el rostro un terrible golpe con un palo de hockey imprudentemente blandido por un opositor, y la boca le quedó convertida en una masa de sangre y dientes rotos. Los cuidados médicos y una dentadura postiza le restauraron la cara, pero pronto se le presentó una enfermedad estomacal crónica y, lo que fue más grave, una cardiopatía. “A todos parecía”, narra un biógrafo, “que el chico había quedado baldado de por vida”. Durante los ocho años siguientes, hasta que cumplió los 26, Wilbur no tuvo empleo fijo. En un momento pensó consagrarse a la carrera eclesiástica, pero abandonó el proyecto y no hizo planes para tener ninguna otra ocupación. Llenaba sus días leyendo y trabajando en casa, hasta que llegó a la lúgubre conclusión de que estaba destinado a morir muy joven. “¿Qué hace Wilbur?” preguntaba un hermano mayor en una carta a la hermana. “¿Sigue de cocinero y de camarero?” Una chispa brotó en su imaginación en 1894, dos años después de que él y Orville habían abierto un tallercito de bicicletas en Dayton. La suscitó un artículo del McClure’s Magazine en que se describía el trabajo de Otto Lilienthal, ingeniero alemán de 46 años de edad quien, con unas alas rígidas parecidas a las del murciélago, había logrado volar en un planeador, no una sino cientos de veces. El tema del vuelo en aparatos más pesados que el aire no impresionaba mucho en aquella época al público. Ocasionalmente la prensa popular publicaba algún artículo en que se hacían confiadas predicciones; pero casi siempre las impugnaban otros diarios. Sólo de tarde en tarde un inventor despertaba cierta emoción al construir realmente una maquina para volar. Casi todas imitaban en su diseño a las aves, con alas que debían batirse manualmente, o bien con un motor de vapor. En los 20 años que trascurrieron antes de que se despertara el interés de Wilbur por el asunto, cuatro veces construyeron los inventores aviones grandes con alas fijas e impulsados por hélices, pero todos los ensayos resultaron infructuosos. El único del cual pudo haber leído Wilbur fue el prodigioso esfuerzo de Hiram Maxim, diseñador norteamericano radicado en Inglaterra a quien se debe la primera ametralladora eficiente. Al estudiar el problema del vuelo, Maxim dedujo que la potencia era el requisito fundamental. En consecuencia, hizo un enorme aparato que pesaba cuatro toneladas, iba montado sobre ruedas y tenía un motor de vapor de 300 h.p. que hacía girar dos hélices, las mayores construidas hasta entonces, cada una de cinco metros y medio de punta a punta. El monstruo se elevó varios centímetros, pero, después de avanzar muy poco, Maxim vio que no podía gobernarlo y rápidamente lo desconectó. La maquina cayó por tierra muy estropeada. Frustrado en sus siguientes experimentos, el precursor inglés abandonó la empresa. Lilienthal, por su parte, se inició con un estudio minucioso del vuelo de las aves. El descubrimiento esencial que hacía posible sus planeos, según explicaba McClure’s, era la “suave curvatura” de la cara superior del ala, de adelante hacia atrás, que el alemán había copiado de las aves. Esta delicada comba era lo que daba al ala su poder de sustentación, aun cuando Lilienthal no sabía exactamente por qué. Wilbur admiraba la audacia de este alemán, pero lo que más le impresionó fue lo inadecuado de su sistema de mandos. Las alas no estaban siempre niveladas, sino que con cada ráfaga de viento se balanceaba hacia uno u otro lado. Colgado debajo de ellas en una armadura especial, Lilienthal daba patadas a derecha o a izquierda tratando de nivelar el aparato. Wilbur comprendió que esto sólo se lograría con alas de muy pequeño tamaño, pero con las grandes, si la ráfaga era muy súbita o violenta, no podía esperarse que la compensara el cambio de posición del peso de un hombre. Meditaba Wilbur en estos problemas cuando se enteró de que sus conclusiones habían resultado trágicamente acertadas. A principios de agosto de 1896, en un vuelo a excepcional altura, el planeador de Lilienthal picó y, a pesar de sus frenéticos pataleos para enderezarlo, cayó a tierra. El valeroso aviador se desnucó y murió al día siguiente. Una visión brillante Durante otros dos años Wilbur no hizo gran cosa en el campo de su interés, como no fuera leer lo poco que podía encontrar sobre el tema y pasar muchas horas de su tiempo libre observando a las aves. En la primavera de 1899 escribió a la Institución Smithsoniana , en Washington, para pedir mayores datos; y así comenzó un período de intenso estudio y experimentación “un hombre solo y sin ayuda”, como él mismo decía. La Institución le contestó en junio, y le envió cuatro folletos y una bibliografía. De estos estudios Wilbur Right llegó a la conclusión de que no existía una verdadera “ciencia” del vuelo. “En aquel tiempo no había un arte de volar, en el verdadero sentido de la palabra, sino solamente el problema del vuelo”, escribió. “Miles de hombres habían soñado con maquinas voladoras, y unos cuantos hasta habían construido aparatos a los que daban este nombre y que podrían hacer cualquier cosa menos volar. Se habían escrito miles de páginas sobre la llamada ciencia del vuelo, pero en su mayor parte las ideas que exponían, así como los diseños para las máquinas, eran mera especulación y probablemente erradas hasta en un 90 por ciento”. A pesar de toda esta confusión, y al cabo de tres semanas de iniciar sus estudios a fondo, Wilbur Wright logró descifrar el secreto esencial que más tarde haría posible el nacimiento del avión. Entrañaba la misma deficiencia que él había observado en el planeador de Lilienthal: el control lateral o nivelación de lado a lado. La idea se le ocurrió, según relataría después, al observar el vuelo de unos pichones. La oscilación de las alas de estas aves (el inclinarse de un lado al otro) ocurría demasiado rápidamente para que se pudiera explicar por el cambio de posición del cuerpo del pájaro. “Operaba una fuerza distinta indudablemente de la gravedad”, indicó. Cuál sería esa fuerza, fue la cuestión que lo ocupó durante mucho tiempo. Luego se le ocurrió: “Si el borde posterior del ala derecha se dobla hacia arriba y el de la izquierda hacia abajo, el pájaro se convierte en un molino de viento animado. Así recupera su nivel, aunque haya sido lanzado de lado, por así decirlo, como he visto con mucha frecuencia”. Continuando sus estudios llegó al convencimiento de que él era el único poseedor de este secreto, y de que lo que se necesitaba era inventar un mecanismo en el que se tuviera en cuenta este principio. Unas seis semanas después se le presentó la solución, súbita y cabal. Wilbur estaba solo en el taller, porque Orville se había tomado un día de descanso. Llegó un cliente con una bicicleta que tenía un neumático desinflado. Wilbur sustituyó la cámara de aire por una nueva, y el cliente se marchó. Tomó entonces la angosta caja de cartón de la cámara para tirarla a la basura, pero algo le hizo detenerse, y todas las imágenes de alas que habían flotado en sus sueños hacía varios meses se desvanecieron, dejándole sólo una visión brillante. En vez de contemplar en su mano una caja de cartón vacía de unos cinco centímetros de anchura por otros tantos de altura y 25 de longitud, visualizó el modelo perfecto de las alas de un biplano. Se sentó ante su mesa de trabajo y trazó en el recipiente una serie de vigorosas líneas verticales de arriba abajo, a lo largo de cada borde, de tal manera que tenían la apariencia de montantes. Los dedos de la mano izquierda se le crisparon; el cartón se torció de manera que el margen posterior bajó un poco. Al mismo tiempo dobló con la otra mano el lado derecho, pero al contrario, es decir, que el margen posterior de la caja se levantó ligeramente. Al instante vio que un juego de alambres dispuestos con poleas entre dos superficies de aeroplano lograría el mismo efecto de “alabeo” que sus dedos habían dado a aquel recipiente de cartón. Trabajando por las noches hasta tarde, Wilbur construyó un modelo grande, que completó el 27 de julio, menos de una semana después del incidente de la cámara de aire. La envergadura de las alas era de un metro y medio, y cada una medía 30 centímetros de adelante atrás. Tenían una ligera comba o curvatura, como lo había indicado Lilienthal. Las alas debían volarse como una cometa y la acción de alabeo se gobernaría con cuerdas que el inventor sostendría con la mano desde tierra. “Lancé al aire este aparato hacia fines de julio de 1899”, recordaba más tarde, “en un campo situado al oeste de Dayton. Ahora es parte de la ciudad, pero en aquel tiempo era un lugar retirado donde yo pensaba que nadie me importunaría”. Orville no estaba presente, y salvo dos o tres escolares que se acercaron a curiosear, nadie lo interrumpió. Las pruebas que hizo fueron del todo satisfactorias. “¡Bájenme!” El propósito principal de Wilbur en su viaje a Kitty Hawk, el año siguiente, era probar sus controles en un planeador de tamaño natural tripulado por un hombre. El alabeo de las alas parecía en principio perfecto, y debía mantener el aparato nivelado de un lado al otro; pero para el control longitudinal, o sea, de adelante atrás, había resuelto usar un elevador; un pequeño plano horizontal colocado adelante, no atrás. Este artefacto no era nuevo en la aeronáutica, pero el conocimiento de su función era casi exclusivamente teórico. Conocía el delicado problema que se planteó a todos los precursores de la aeronáutica. Como el aeroplano llevaría al hombre a un medio desconocido, tenía que inventar simultáneamente el aparato y aprender a usarlo. Un mal cálculo en cualquiera de las actividades podría redundar en lesiones graves e incluso en la muerte instantánea. Su técnica consistió en avanzar poco a poco. Primero haría volar el planeador como si fuera una cometa tripulada, manteniéndola sujeta de una cuerda a una torre de madera. Así, con un riesgo mínimo, esperaba pasar varias horas cada día en el aire, probando los mandos u mejorando su habilidad. Sólo cuando se sintiera más seguro ensayaría el planeo libre, y esto también lo haría por etapas. Después de unos diez días de trabajo en el cobertizo junto a la casa de Tate, quedaron terminadas las dos alas, que medían cinco metros de envergadura, preparadas para unirlas a los montantes. El planeador no tenía cola, pues Wilbur creía que la experiencia de los demás había demostrado su inutilidad. Un cambio de última hora en el tamaño de las alas lo obligó a volver a coser la cubierta de raso que había llevado consigo, lo cual hizo en casa del jefe de correos sirviéndose de la máquina de coser de la señora Tate, mientras ésta iba de un lado a otro sacudiendo la cabeza y lamentando el desperdicio de tan hermosa tela que hubiera podido servir para hacer vestidos. En eso recibió una carta de Orville, que se había quedado en Dayton. Le anunciaba que, como no había mucha actividad en el taller, podría ir a acompañarlo; y en efecto, llegó el 28 de septiembre provisto de una gran tienda de campaña. Los dos hermanos pensaban vivir y trabajar en ella, pues era suficientemente grande para albergar el planeador. El 6 de octubre estaba terminado el planeador, lo mismo que la torre de madera. Soplaba un viento de 40 k.p.h. En la mitad del plano inferior se había dejado abierta una sección angosta, de unos 45 centímetros a lo ancho, en la cual iría el tripulante tendido boca abajo. Descansaría los codos en el borde de ataque del ala y la cintura en un travesaño de madera, y llevaría los pies en contacto con la palanca que accionaba el mecanismo de alabeo de las alas. Orville y Tate sostenían en las manos sendas cuerdas amarradas cerca de las puntas de las alas. Wilbur subió al aparato y las cuerdas se fueron largando poco a poco. El viento elevó fácilmente la máquina voladora a unos cuatro metros y medio. Pero poco después empezó a corcovear; bajaba violentamente la parte delantera y luego subía con igual rapidez; todo el aparato se bamboleaba de un lado a otro. La voz de Wilbur dominó el fragor del viento: “¡Bájenme! ¡Bájenme!” Los ayudantes tiraron de las cuerdas y pudo regresar a tierra y salir del artefacto arrastrándose. --¿Qué pasó? –le preguntó su hermano. --Prometí a nuestro padre que me cuidaría –musitó Wilbur. Volvió a subir en el planeador, que esta vez se mantendría más cerca de tierra. No se repitieron las violentas sacudidas, y empezó a manipular cuidadosamente el mando de alabeo y el elevador. Con gran satisfacción comprobó que la máquina respondía, y tras media hora de práctica declaró que ya estaba preparado para la torre. Con el fuerte cable de la torre conectado al centro del plano inferior y con Wilbur a bordo, Orville y Tate hicieron subir el planeador en el viento hasta que se estabilizó aproximadamente a la altura de la torre, a unos cuatro metros y medio. En seguida largaron más las cuerdas, y la máquina flotó libre, sostenida más o menos estacionaria por el cable de la torre. Fue una experiencia emocionante para Wilbur, que veía la tierra moverse y danzar a sus pies. Pero poco a poco advirtió que algo fallaba. Las alas no se sostenían en la posición esperada, o sea casi paralelas a la tierra, sino que se empinaban mucho hacia arriba contra el viento, y todo el aparato volaba a un ángulo que Wilbur estimaba por lo menos de 20 grados respecto de la posición horizontal, impedía volar y estorbaba el funcionamiento de los mandos. Wilbur permaneció en la torre unas tres horas antes de darse tristemente por vencido. Al parecer las alas no tenían sustentación suficiente y, en efecto, las pruebas posteriores demostraron que sólo podían soportar la mitad del peso que él había calculado. ¿Cuál sería el defecto? ¿La curvatura de las alas o comba, como se llamaba? ¿La cubierta de raso? ¿El tamaño? Habían construido las alas según las tablas normales de presión atmosférica que se usaban entonces, y Wilbur estaba seguro de no haber cometido ningún error. ¿Sería posible que estuvieran equivocadas las tablas mismas, tan laboriosamente compiladas a lo largo de los años por Lilienthal y otros? Wilbur tuvo que renunciar a las muchas horas de práctica que se había prometido. Para sostener el planeador en la posición adecuada, necesitaría vientos de 55 a 65 k.p.h., y sería casi una locura que él, sin ninguna experiencia, se elevara en medio de corrientes tan violentas. En las dos semanas siguientes hicieron pruebas continuas con el planeador, y en una ocasión sin piloto, pero nada ofrecía a Wilbur la clave del misterio. “Cuando terminamos”, relató Orville, “Wilbur estaba tan confundido que ni siquiera podía plantear una teoría”. El 23 de octubre los hermanos Wright se despidieron de los Tate y se embarcaron de regreso a tierra firme. En las seis semanas pasadas en los Bancos, Wilbur comprobó el valor de sus mandos básicos, aunque fue muy poco lo que aprendió de su manejo. Pero los controles, como tuvo que aceptar de mala gana el inventor, eran inútiles con alas que no volaban bien. Regaló el planeador a los Tate, y de allí a poco la mayor parte del costillaje, los montantes y largueros tan cuidadosamente labrados por las manos de Wilbur alimentaban el fuego en la cocina del jefe de correos, mientras la hija del matrimonio andaba por los caminos de arena con un vestido de raso. Un elemento secreto Nuevamente en Dayton, Wilbur unió dos largueros de madera en forma de una gran v, cuyo vértice fijó en un pivote que le permitía girar a la derecha o a la izquierda. En seguida hizo varias alas pequeñas de madera, de diferentes tamaños y combas, que probó unas con otras, dos a la vez, montándolas en los brazos de la v y exponiendo al viento el artefacto. Aunque reconocía que este aparato era bastante burdo, parecía confirmar su sospecha de que las tablas de Lilienthal eran inexactas y que se necesitaban alas de superficie mucho mayor. Se puso, pues, a construir un nuevo juego de alas con envergadura de 6,70 metros y anchura de 2,13. El peso total de la nueva máquina era casi el doble de la primera: 44,5 kilos. Los hermanos regresaron a los Bancos en julio de 1901, y establecieron su campamento a unos seis kilómetros al sur de la casa de los Tate, cerca del cerro Kill Devil, duna de unos 30 metros de altura desde la cual pensaban iniciar sus vuelos en planeador. Los experimentos del primer día (unos 20 vuelos hechos por Wilbur) fueron una gran desilusión. El mando longitudinal (el elevador) no funcionó bien, la máquina se elevó en dos ocasiones a una altura peligrosa y (lo que era peor) el problema de la sustentación seguía en pie. Durante los diez días siguientes Wilbur voló la máquina como una cometa, y al fin resolvió reducir la comba de las alas y el área del elevador. Descubrió que con ello mejoraba el control longitudinal, y el 8 de agosto despegó 13 veces desde un punto bastante alto en la ladera del Kill Devil. El problema de la sustentación seguía por resolver, pero fue su primer día de verdadera satisfacción. Determinó intentar un viraje al otro día. Hacía más de medio siglo que todos los interesados en la aeronáutica suponían que una máquina voladora tendría que virar en el aire tal como un buque cambia de rumbo en el agua, es decir, por medio de un timón, sin variar el nivel de las alas. Casi todos, por supuesto, habían observado que no era ese el método de que se valen las aves, las cuales comienzas su viraje con una inclinación lateral en la que un ala se levanta mientras la otra se inclina hacia abajo. Se pensaba que el hombre probablemente no podría alcanzar esta libertad de maniobra en el aire; y en todo caso, virar sin inclinar el aparato sería preferible a lo que hace el pájaro, pues permitiría al piloto conservar su cómoda posición vertical. No se sabe cuándo empezó Wilbur a pensar en emular a las aves, pero la idea debió de ocurrírsele espontáneamente, puesto que el principio de alabeo del ala fue lo que permitió la inclinación lateral del planeador en el aire. Se lanzó la máquina casi desde la cima del cerro Kill Devil el 9 de agosto. Tan pronto como Wilbur sintió que tenía un buen dominio del aparato, activó los alambres de alabeo, las alas respondieron y la nave inclinada viró hacia la izquierda. Sin embargo, a los diez segundos de vuelo el piloto sintió una vaga inestabilidad. Sin perder un momento, enderezó otra vez el ala y aterrizó. Hizo otros tres vuelos sin virar; luego, en medio de una inclinación lateral en el quinto intento, el ala baja izquierda tocó tierra, el planeador se vino abajo entre una lluvia de arena y Wilbur fue lanzado de cabeza contra el elevador. Por milagro sólo sufrió algunas magulladuras en la nariz y en el párpado, pero no pudo volver a elevarse antes del 14 de agosto. En los tres días siguientes despegó media docena de veces, y el 16 de agosto había visto lo suficiente para confirmar sus temores. El viraje con inclinación lateral de las aves ocultaba un elemento secreto. “Nuestra máquina no gira siempre hacia el ala más baja”, escribió, “lo cual es un resultado inesperado y que desbarata completamente nuestras teorías”. Entonces comprendió el defecto; la misma acción de alabeo que inclina las alas, originaba más resistencia. Mientras que la velocidad del ala baja permanecía poco más o menos constante, la alta se retardaba cada vez más, tirando en sentido contrario a la dirección deseada y convirtiendo el aparato en algo muy parecido a un pájaro con un ala rota. Fue un desencanto abrumador. Wilbur escribió: “Cuando salimos de Kitty Hawk a fines de 1901, era dudoso que volviéramos a reanudar nuestros experimentos”. En el tren de regreso a Dayton permaneció en un mutismo más profundo que de costumbre. Hubo un momento, sin embargo, en que pareció despertar para declarar enfáticamente que, si el hombre alguna vez llegaba a volar, “no sería dentro del término de nuestra vida… ¡ni siquiera dentro de un milenio!” Una máquina nueva Trascurrían las semanas y no cesaba la melancolía de Wilbur por su fracaso. Veía ante sí una serie de intrincadas dificultades, de las cuales sólo habían tenido una levísima noción los demás experimentadores. Las tres dimensiones principales del ala: envergadura, comba y cuerda (que es la medida desde adelante hasta atrás) tenían entre sí relaciones muy estrechas en que las variaciones parecían infinitas. La idea que finalmente lo curaría de su melancolía no fue repentina. Empezó con una carta de otro precursor, Octave Chanute, interesado en el vuelo desde hacía casi 40 años, y su libro Progress in Flying Machines, publicado en 1894, fue el primer tratado histórico amplio del tema. Wilbur había sostenido correspondencia con él después del primer viaje a Kitty Hawk, y el estudioso había visitado a los hermanos Wright el verano anterior. En su carta invitaba a Wilbur a hablar ante la Sociedad Occidental de Ingenieros, de la cual Chanute era presidente. El discurso, que pronto habría de reconocerse como un hito en la literatura aeronáutica, fue pronunciado por en inventor en Chicago el 18 de septiembre de 1901. Proyectando fotografías y dibujos sobre una gran pantalla, Wilbur presentó un resumen de sus experimentos, incluyendo el secreto del alabeo de las alas. Confesó que su más grande desilusión había sido descubrir el defecto en las tablas de Lilienthal, tenidas por buenas durante tanto tiempo. Chanute, muy complacido con el discurso, quiso publicarlo en los Anales de la Sociedad; pero Wilbur vaciló. Se sentiría más tranquilo si pudiera hacer antes unos cuantos ensayos para comprobar la magnitud de los errores de Lilienthal. Era muy grave rechazar públicamente las conclusiones de una autoridad reconocida. A su regreso a Dayton, armó un aparato de prueba parecido a la v de madera que había usado el verano anterior, pero resultó muy burdo. Entonces recurrió a un objeto común en su tiempo: una veleta, pero en vez de la ancha paleta le conectó dos modelos de alas dispuestas de tal manera que el embate del viento sobre una de ella haría girar el indicador hacia la derecha, y hacia la izquierda so pegaba sobre la otra. Para poder regular a voluntad las condiciones del experimento, montó su aparato en un extremo de un “canal” hecho con una vieja caja y colocó un ventilador para soplar por él una corriente continua de aire. Algunos cálculos sencillos basados en los ángulos que adoptaba la veleta le permitían obtener conclusiones sobre la capacidad comparativa de sustentación de los modelos de alas. Un solo día de trabajo con este instrumento le bastó para cerciorarse, y escribió a Chanute: “La tabla de Lilienthal adolece de graves errores”. Y después hizo un nuevo descubrimiento: el túnel aerodinámico, abandonado por la ciencia después de haber sido utilizado más de 30 años atrás, permitía reducir el ingente problema del diseño de las alas a una sencilla serie de operaciones matemáticas. El instrumento que entonces construyó Wilbur, con materiales recogidos en el taller de bicicletas, resultó valiosísimo para descubrir principios fundamentales que nunca se habían entendido, lo mismo que para suministrar un tesoro de precisiones sobre las propiedades y el funcionamiento de las alas. En total registró y valoró más de 1000 lecturas. En seguida, entusiasmado con las prometedoras perspectivas de sus observaciones, escribió audazmente a Octave Chanute que el avión práctico y con motor ya no estaba sino “a muy pocos años” de distancia. El nuevo planeador diseñado aquel invierno no era sólo una versión a mayor escala de uno de los modelos ensayados en el túnel, sino que se combinaban en él propiedades de tres o cuatro alas en miniatura. El cambio más notorio fue en la envergadura: las nuevas alas medían 9,80 metros, y sin embargo el peso (casi 51 kilos) apenas había aumentado. La comba era la más ligera ensayada hasta entonces, y el control del alabeo de las alas también se modificó. Se instaló una cuna poco profunda en la cual apoyaba la cadera el tripulante que accionaba el alabeo moviéndose a derecha o a izquierda. Sólo una característica era totalmente nueva: la cola. Armado sobre largueros que se extendían más de un metro de las alas hacia atrás, se elevaba una especie de timón angosto de dos aspas, pero fijo. Wilbur esperaba resolver así el problema del viraje. El último secreto Los hermanos Wright regresaron a Kitty Hawk a fines del verano de 1902, y el 20 de septiembre, con la ayuda de Tate, llevaron el planeador al cerro Kill Devil. Wilbur empezó con una serie de vuelos cortos en línea recta. En un aterrizaje estuvo a punto de estrellarse, pero declaró que la falla había sido suya, y no del aparato, cuya fuerza ascensional y cuyos controles de estabilidad respondían cabalmente a sus deseos. Ya era tiempo de que Orville empezara a adiestrarse, y el 23 de septiembre se dirigieron los hermanos y Tate a un cerrito situado al oeste de la gran duna. Orville dio muestras de ser un buen discípulo, que por instinto hacía las maniobras adecuadas. Por la tarde regresaron al cerro grande. Tras un vuelo de Orville, Wilbur se elevó en el planeador, voló una distancia de unos 60 metros, pero sintió una perturbación muy extraña. Cinco o seis veces la máquina osciló mucho de un lado al otro, “escorando hacia la derecha y luego a la izquierda”. A pesar de esto, permitió a su hermano menor que volviera a elevarse. Despegando desde más abajo en la falda del cerro, Orville gobernó bien el planeador durante un lapso breve. Luego, como las alas empezaron a inclinarse al ser azotadas por un viento oblicuo, aplicó el alabeo confiando en restablecer el equilibrio, pero entonces el ala alta se elevó más aún, la nariz del aparato se levantó y empezó a volar hacia atrás. El aparato volvió a inclinarse hacia adelante, giró rápidamente en círculo, tocó el suelo con la punta de un ala y se desplomó pesadamente sobre la arena. Orville explicó a su hermano que la causa fue no haber aplicado a tiempo el mecanismo de alabeo de las alas. Tras un par de vuelos de Wilbur, en los cuales ejecutó medios virajes a izquierda y a derecha, volvió a elevarse Orville, y antes prometió a su hermano maniobrar con mayor atención. Pero casi inmediatamente tuvo otra vez dificultades. Navegando a una altura de nueve metros, vio alarmado que “una de las alas se estaba levantando demasiado y la máquina derivaba lentamente en dirección contraria”. Movió las caderas para activar el alabeo y hacer bajar el ala. El ala alta se levantó de pronto más todavía, la nariz se elevó también y el artefacto empezó a deslizarse de lado. Completamente al garete, se fue deteniendo, quedó un momento suspendido en el viento y, en seguida, fue lanzado hacia atrás otra vez contra el cerro. Orville apenas tuvo tiempo de volver la cabeza, aterrado, antes del choque. El planeador pegó contra el cerro, rodó unos cuantos metros y se detuvo convertido en un montón de largueros quebrados y tela hecha jirones. Wilbur y Tate acudieron a todo correr y vieron que Orville forcejeaba para salir de los escombros, aturdido, pero ileso. Hechas las reparaciones, volvieron a llevar el planeador al cerro grande el 29 de septiembre, pero también en esa ocasión, aunque algunos de los vuelos fueron perfectos, tanto Orville como Wilbur sintieron aquel extraño resbalamiento lateral que parecía indicar el comienzo de un barreno del ala baja. Lo que hacía difícil diagnosticar ese deslizamiento era que se presentaba en el momento menos pensado. ¿Por qué unas veces el aparato surcaba el aire tranquilamente, y luego, en condiciones aparentemente iguales, todo se tornaba confusión? En los días siguientes los hermanos realizaron otros 40 vuelos, la mitad cada quien. El giro y el resbalamiento ocurrían mas o menos a cada tercer vuelo. Algunos aterrizajes fueron tan violentos que, como dijo Wilbur, “a veces nos considerábamos afortunados de haber salido ilesos”. Sin arredrarse por ello, ambos siguieron tenazmente dedicados a su propósito, “corriendo el riesgo” deliberadamente una y otra vez. Al fin Wilbur encontró la solución. Supuso que el origen de las dificultades estaba exclusivamente en la cola, que a veces recibían el embate del viento por mal lado. “Si aquella fuera la verdadera explicación”, escribió el mayor de los dos hermanos, “para remediar los giros intempestivos habría que poner una veleta vertical móvil”. El concepto era totalmente nuevo. Otros que habían hablado de una cola móvil pretendían que se usara para dirigir el aparato, pero ninguno de aquellos diseños se había llevado a la práctica en un vuelo real, pues, si así hubiera sido, pronto se habría demostrado que ese timón “de dirección” no era práctico. El timón móvil de Wilbur tenía únicamente el propósito de mantener el equilibrio; lo que producía el viraje del aparato era la inclinación de las alas. Este descubrimiento, y el principio del alabeo del ala (que a la postre dio origen al alerón) fueron los secretos fundamentales del vuelo gobernado por el hombre. Un avión no puede volar sin tenerlos en cuenta. Seis días después quedaron terminadas las modificaciones, y los dos hermanos efectuaron unos 30 vuelos sin el menor percance y sin que volvieran a presentarse ni el movimiento lateral ni el giro. El timón móvil había transformado mágicamente un par de alas indómitas en una dócil máquina voladora. Ya no cabía ninguna duda: tal como lo había establecido desde un principio Wilbur, el planeador que se pudiera gobernar en todas las condiciones, una vez dotado de su propia fuente de fuerza mecánica, podría volar y seguir volando hasta distancias imprevisibles. Surge un rival Los hermanos pasaron todo el interno perfeccionando el motor y las hélices, que quedaron terminados a principios de junio de 1903; en seguida empezó la construcción de la máquina, que ellos llamaban sencillamente el Wlyer (“el volador”). Aún estaban dedicados a esta labor en julio cuando les llegaron noticias desconcertantes. Tendrían un rival por el honor de ser los primeros en volar. Este contrincante era el profesor Samuel Langley, astrofísico de fama mundial y director de la Institución Smithsoniana. Fascinado por el vuelo de las aves desde su niñez, Langley había iniciado en 1886 experimentos serios con máquinas más pesadas que el aire. Durante los diez años siguientes, con ayuda de otros científicos, mecánicos, ingenieros y obreros, sólo había conocido una serie de fracasos, a la que él mismo se refería como “una historia de desastres”. Pero en 1896, el mismo año en que murió Lilienthal, alcanzó un triunfo. Un “aeródromo” (así lo llamaba Langley) que parecía una libélula monstruosa y pesada cerca de 14 kilos, fue lanzado con una catapulta desde una casa flotante en el río Potomac. Era un modelo no tripulado, con un motorcito de vapor, y voló unos 750 metros antes de ir a posarse en el agua sin estropearse. No tenía más control que una cola rudimentaria, pero fue la primera vez que un modelo había volado efectivamente y el acontecimiento se difundió ampliamente en la prensa del país. En virtud de un convenio secreto, la Secretaría de la Guerra de los Estados Unidos le dio 50.000 dólares y toda la ayuda necesaria para construir un aeroplano grande. Pasaron cinco años. A mediados de julio de 1903 se informó que la casa flotante de Langley, en cuya cubierta habían instalado una gran catapulta muy compleja, estaba anclada en el Potomac. Adentro, a punto para armarla en el momento preciso, guardaban la máquina voladora. El 8 de agosto sacaron con grúa el aparato. No era de gran tamaño; para poner a prueba sus teorías, Langley había construido otro modelo, esta vez de un cuarto del tamaño del definitivo, y también debía volar sin tripulación. En un titular un tanto cruel, el Times de Nueva York informó del resultado del experimento: “Avión submarino: Un defecto del mecanismo de dirección lo hunde en el agua”. A pesar de este fracaso, Langley insistió valerosamente en que “se obtuvieron todos los datos que esperábamos de esta máquina”. Si esto era así, quizá el profesor Langley estaba más cerca de lo que parecía del verdadero vuelo. Los hermanos Wright no podían saberlo con precisión. Wilbur y Orville no quisieron apresurarse. Como había que hacer trabajo mecánico en los Bancos, Wilbur resolvió levantar un segundo cobertizo que serviría de taller y hangar. Él y su hermano armarían el Flyer y, antes de montar el motor, ensayarían el aparato como un planeador… precaución obvia y necesaria. Si todo salía bien, algún día, hacia fines del mes de octubre, uno de los dos haría la primera tentativa. Parecía que para entonces Langley seguramente ya se habría elevado por los aires. “Ahora nos toca a nosotros” Los hermanos regresaron a Kitty Hawk en septiembre. Mientras construían el nuevo cobertizo, reanudaron la práctica con el planeador de 1902. El 7 de octubre el diario registra el único trabajo: una modificación de la vieja máquina. No sabían que Langley, sin aviso previo, había hecho su intento. “Fracaso de la máquina voladora”, anunciaba el Times de Nueva York. “La inmensa nave aérea avanzó velozmente por una pista de 20 metros, fue llevada por su impulso 100 metros y luego cayó gradualmente al río Potomac, de donde salió totalmente desbaratada. En ningún momento hubo nada que pareciera un vuelo”. Los Wright seguramente supieron la noticia al cabo de uno o dos días. Su único comentario, que se sepa, está en una carta de Wilbur a Chanute: “Veo que Langley ha hecho su ensayo y a fracasado. Parece que ahora nos toca a nosotros echar los dados, y no sé con qué suerte correremos”. El 9 de octubre empezaron a armar el Flyer. Mientras tanto había llegado George Spratt, uno de los ayudantes de Chanute, ansioso de estar en el primer ensayo del Flyer, y Chanute también había escrito que esperaba poder acudir. Su carta llegó a manos de los hermanos el primero de noviembre. En ella les remitía incluso un recorte de periódico. Decía que el profesor Langley, aunque muy desilusionado, había logrado que el Ejército le concediera audiencia para solicitar permiso de hacer otra prueba. El 8 de noviembre debía reunirse una junta. Si Langley lograba persuadirla, podría estar preparado unos cuantos días después. Lo más probable era que ya hubiera empezado a reparar su máquina. Las alas del Flyer de los Wright, de 12 metros de largo, estaban preparadas. Todavía faltaba por armar y adherir la cola. Después de eso, deberían dedicar por lo menos unos días a hacer pruebas de planeador. Tardarían luego otra semana en montar el motor y probarlo en tierra. Según este programa, aunque no hubiera ningún percance, el Flyer no estaría preparado antes del 15 de noviembre. Aquella noche Wilbur tomó una decisión que no sólo fue la más audaz, sino la más temeraria de su vida; Orville estuvo de acuerdo: se cancelaría la prueba del Flyer como planeador. A la mañana siguiente empezarían temprano a montar el motor y las dos hélices mientras terminaban la cola. Si trabajaban de día y de noche sin descanso, tal vez les bastarían tres días, o acaso cuatro. Originalmente habían proyectado despegar con un viento de 25 k.p.h. Resolvieron que cuando todo estuviera terminado, el 5 o el 6 de noviembre, despegarían con cualquier viento que soplara. Al día siguiente iniciaron un programa de inusitada actividad, y el 4 de noviembre Orville anotaba en su diario: “Nos falta medio día para terminar”. Por desgracia hubo que suspender los preparativos, pues se observó un defecto que no habían advertido antes: excesivo juego en los cubos de las hélices, agravado durante una prueba por el funcionamiento desigual del motor, al punto de que la vibración de las hélices había torcido sus ejes tubulares. Sería necesario enviarlos otra vez a Dayton, para lo cual se ofreció Spratt, quien en ese momento se disponía a regresar. El 25 de noviembre, otra vez dispuestos para la prueba, hicieron un nuevo descubrimiento: uno de los ejes reconstruidos tenía una fina rajadura capilar. Se convino en que Orville iría a Dayton para fabricar nuevos ejes, esta vez de sólido acero de muelle. Partió el 30 de noviembre; calculaba regresar a las dos semanas. Si Langley se proponía hacer otro ensayo ese año, seguramente lo habría intentado antes del regreso de Orville. Y así ocurrió. Cuando Orville regresó, el 11 de diciembre, traía una noticia que fue tan bien recibida como los nuevos ejes: tres días antes Langley había fracasado más rotundamente que antes. Esta vez, en el momento del lanzamiento, su máquina apenas había pasado del borde de la plataforma cuando se le desprendieron las alas. “El gallinazo se destroza”, proclamaba un titular del Post de Washington. “Cayó en el agua como una manotada de cemento”, informaba otro diario del país. La carrera de Langley había terminado, y en su caída arrastró consigo gran parte de la poca fe que hasta entonces se tenía en la maquina voladora. Después un gran sector de la nación y del mundo estaba dispuesto a aceptar la vieja sentencia: si Dios hubiese querido que los hombres volaran, hace tiempo que nos habrían nacido alas. Cuantro vuelos históricos El 13 de diciembre amaneció despejado y perfecto, con viento de unos 25 k.p.h. Pero era domingo. Y ni siquiera para realizar el primer vuelo de la historia faltarían los hermanos a la palabra que habían dado a su padre, de santificar el día del Señor. También el lunes hubo cielo azul, aunque con vientos débiles. Por la tarde resolvieron dirigirse al cerro Kill Devil para hacer la prueba, y a las 1:30 izaron una bandera, la señal convenida para prevenir al Puesto de Salvavidas de Kitty Hawk. Al dirigirse los Wright hacia el cerro se les unieron cinco espectadores. Para despegar, el aparato debía montarse en una plataforma con ruedas que corría sobre una pista de madera forrada de hierro y de 18 metros de longitud. El extremo superior de este riel de despegue fue fijado sobre la arena a 45 metros de altura en la falda del cerro, y colocaron el Flyer sobre él. Pusieron en marcha el motor y durante algunos minutos ambos hermanos escucharon muy atentos su ruidoso ronroneo, haciendo al mismo tiempo la última comprobación del estado de las hélices. Luego Wilbur, sacando del bolsillo una moneda y volviéndose a su hermano, la arrojó al aire. Orville pidió, y Wilbur ganó. Calándose la gorra, éste subió a bordo. Se oyó un grito. Se inclinó a soltar el cable de retención y el aparato avanzó, primero lentamente, pero fue ganando velocidad. Los hermanos esperaban mantenerlo en el aire tanto tiempo como durara el combustible, y llevaba suficiente para 13 km. Pero el vuelo terminó a menos de cuatro segundos del despegue, tras correr sólo 32 metros. La mala salida tuvo la culpa, según Wilbur, y ni él ni su hermano tomaron en cuenta la experiencia como un vuelo legítimo, pues lo había facilitado la gravedad, además de resultar demasiado corto. La mayor parte de los dos días siguientes se emplearon en reparar el patín de aterrizaje, que se averió en el vuelo de Wilbur. En la mañana del jueves 17 de diciembre el tiempo había empeorado, y la luz mortecina se reflejaba aquí y allá en pozas de lluvia congelada. Saliendo del cobertizo, Wilbur encontró vientos fluctuantes de unos 40 k.p.h. Tendrían que esperar para continuar las pruebas. Dos horas después todavía estaban agazapados al amor de la estufa, cuando uno de ellos, no se sabe cuál, propuso impaciente que de todas maneras trataran de volar. Era el turno de Orville. Diez años después recordaría vívidamente el riesgo que corrió: “Hoy no se me ocurriría hacer mi primer vuelo en una máquina desconocida, con un viento de 43 k.p.h., aun sabiendo que el aparato ya había sido probado y ofrecía seguridad”. A las 10 de la mañana se izó la bandera de señal y ambos empezaron a colocar la pista, esta vez en la base llana del cerro. Hacía tanto frío que tenían que regresar a intervalos para calentarse las manos ante la estufa. Cinco espectadores desafiaron el frío para observar y ayudar en caso necesario. Cuando todo estuvo a punto, Wilbur y Orville se apartaron un poco de los demás. “Se estrecharon las manos después de un rato”, recordaba John Daniels, “y no pudimos dejar de observar que permanecían mucho tiempo con las manos enlazadas, como si no quisieran separarse”. Cuando Orville subió al aparato, Wilbur recomendó a los espectadores: “No pongan cara triste; rían, griten y aplaudan para animar a mi hermano cuando se eleve”. Los presentes, en efecto, hicieron una ruidosa demostración. Dominando el estruendo del motor se alzó la voz de Orville anunciando que estaba listo. Se soltó el cable de retención. El Flyer avanzó mientras Wilbur ayudaba a mantenerlo nivelado agarrando los montantes del ala derecha. En el momento de llegar al final de la pista, Orville movió el elevador y el Flyer se levantó inclinándose ligeramente. Al pasar del final de la pista los patines estaban a menos de un metro de arena. Wilbur se detuvo a observar atemorizado. El Flyer se niveló y siguió subiendo hasta que llegó a una altura de tres metros; luego se inclinó mucho, volvió a levantarse, volvió a inclinarse y se elevó otra vez. A unos 30 metros de vuelo hizo la última inclinación hacia abajo y recorrió seis metros más. Luego los patines tocaron tierra. Wilbur y los demás corrieron a felicitar a Orville. Wilbur sabía que se había logrado algo decisivo; y en efecto, este vuelo de Orville, de 36 metros y medio en 12 segundos, se reconoce hoy universalmente como el primer vuelo de la historia de la aviación. Pero en Kitty Hawk, el 17 de diciembre, ninguno de los dos hermanos aceptaba la prueba incondicionalmente. Había sido demasiado breve. Con ayuda de los espectadores, el Flyer, que pesaba 270 kilos, fue llevado otra vez al deslizadero de arranque y Wilbur subió a bordo. Rebasando el punto hasta donde había llegado Orville, voló otros 15 metros y luego aterrizó. Tiempo total de vuelo: 13 segundos. Volvieron a llevar el Flyer al punto de arranque y Orville se elevó. Esta vez la máquina se detuvo a 60 metros de distancia. Tiempo en el aire: 15 segundos. Exactamente a mediodía Wilbur inició el cuarto ensayo. No empezó bien, pues el piloto corregía demasiado con los controles y se presentaron inmediatamente ondulaciones, pero el Flyer siguió adelante, y a los 90 metros de distancia las caídas y subidas empezaron a ser menos pronunciadas. A una altura de tres metros sobre la arena, el Flyer volaba directamente contra el viento avanzado de 150 metros, 180, 200, mientras la reluciente envergadura de las alas se iba empequeñeciendo contra el fondo gris de la arena y el cielo, y el ruido del motor iba disminuyendo. A unos 240 metros de distancia el aparato empezó a cabecear otra vez y el vuelo terminó a poco menos de 260 metros al cabo de 59 segundos. Trasladaron el Flyer una vez más al campamento y allí lo dejaron mientras conversaban en grupo. De pronto alguien gritó. El viento había levantado al Flyer y lo había echado hacia atrás. Wilbur corrió al frente, pero no pudo detenerlo. Orville y John Daniels corrieron por detrás mientras las grandes alas rodaban “como un paraguas vuelto al revés”. Daniels quedó enredado entre los tirantes de alambre. “No sé cómo ocurrió eso”, comentaría después, “pero me vi atrapado en esos alambres y el aparato daba vueltas y más vueltas, y yo estaba cada vez más enredado en él. Cuando al fin paró un segundo, casi rompí todos los alambres y montantes al tratar de zafarme”. Fuera de la ropa desgarrada y unos cuantos rasguños, Daniels no sufrió heridas graves; pero el Flyer quedó desbaratado. El motor se había soltado; los montantes y las costillas se rompieron. Aquella temporada no habría más vuelos. Guardaron la máquina, y a media tarde los dos hermanos se dirigieron por la costa a la estación meteorológica de Kitty Hawk para enviar un mensaje a su padre. El telegrafista cometió un error al transmitir el tiempo de vuelo, que fue en realidad de 59 segundos, de manera que el telegrama decía: “cuatro vuelos con buen éxito jueves por la mañana todos contra el viento de 21 millas (34 k.p.h.) despegando desde un llano con sólo la fuerza del motor velocidad media en el aire 31 millas (50 k.p.h.) el más largo 57 segundos informa prensa regresamos a casa para navidad”. Esa noche otro de los hermanos, Lorin, llevó el informe al Journal de Dayton. El director, viejo periodista llamado Frank Tunison, ni siquiera se volvió a mirar. “¿Cincuenta y siete segundos?” comentó con sequedad. “Si hubieran sido 57 minutos tal vez habría sido noticia”. En el pastizal de Huffman Se ha insistido mucho en que la prensa norteamericana no tuvo la menor idea del alcance de lo que los hermanos Wright habían logrado, ni informó adecuadamente de ello. La verdad es que, a pesar de la momentánea incomprensión de Tunison, la prensa si tenía el más vivo interés en descubrir toda la verdad; pero precisamente eso era lo que Wilbur no quería dibulgar. A los cinco testigos oculares del éxito obtenido en las pruebas con el Flyer se les había pedido que no hablaran del asunto, fuera de reconocer que se había hecho un vuelo. A Chanute y a Spratt se les rogó no dieran detalles de la construcción del aparato; y en cuanto a fotografías, de las cuales se habían tomado como una docena, por ningún motivo debían salir del poder de los Wright. A pesar de todo, dos activos reporteros del Virginian-Pilot de Norfolk pronto descubrieron la noticia, que se publicó el 18 de diciembre bajo un gran titular de primera plana. Contenía muchos errores, pero no dejaba duda de que los hermanos Wright habían volado. Aquel día sólo otros dos diarios publicaron la noticia, pero al anochecer los periodistas empezaron a buscar a los Wright en su casa de Dayton y, entre el 18 y el 22 de diciembre, la prensa de todo el país publicó la información que logró cosechar. Cuando los Wright llegaron a su casa el día 23, la encontraron rodeada de periodistas, a cuyas preguntas ambos se negaron a responder. Los reporteros que acudieron en los días siguientes no los hallaron más comunicativos. Al fin, después de Año Nuevo, los hermanos emitieron una declaración para corregir los errores que se habían publicado, pero en ella no revelaron nada nuevo. El último párrafo de la declaración nos da la clave: “Como todos los experimentos los hemos realizado a nuestra propia costa, no estamos dispuestos por el momento a suministrar fotografías ni descripciones detalladas del aparato”. Cesó el desfile de los periodistas. Al fin y al cabo, la historia inevitablemente saldría a la luz. No era posible usar un avión ni experimentar con él en secreto. Pero esa era precisamente la idea que Wilbur había concebido. Se proponía perfeccionar el aparato hasta la etapa de uso práctico, el punto en que podría venderse más ventajosamente, sin mostrarlo al público ni revelar su funcionamiento. Pensaba que la venta del Flyer como secreto total le daría un ingreso inmediato suficiente para garantizarle independencia económica vitalicia “sin explotar el invento comercialmente si contraer responsabilidades comerciales”. A fines de abril de 1904 un tranvía interurbano, de la línea que hacía el servicio entre las poblaciones del sur de Ohio, se detenía en la solitaria estación de Simms, a unos 13 kilómetros al oriente de Dayton, y de él descendían Wilbur y Orville. Ante los hermanos Wright se extendía una zona de tierras labrantías. Se dirigieron los dos a determinado campo y lo cruzaron hasta llegar a un gran cobertizo. Se quitaron la chaqueta y empezaron a abrir cajas y a esparcir materiales para el Flyer numero dos. Este mismo viaje lo repitieron todos los días, excepto los domingos, durante un mes, y a mediados de mayo quedó terminado el nuevo Flyer. El trabajo se había llevado a cabo sin intrusos. Wilbur escribió en una carta: “Creo que los periodistas no se han llegado a enterar de lo que estamos haciendo”. El campo era parte de una granja lechera perteneciente al presidente de un banco de Dayton, Torrence Huffman. Esta pradera, protegida en dos de sus lados por sendos lienzos de altos árboles, ocupaba 36 hectáreas de terreno llano, campo suficiente para volar, y estaba en el centro de una zona poco poblada. La única amenaza verdadera a la intimidad eran los tranvías y la parada en la estación de Simms. Los tranvías llegaban a intervalos de 30 minutos. Wilbur pensó que bastaría programar los vuelos entre una y otra llegada. Con todo, de vez en cuando los curiosos podrían ver hasta los vuelos bajos y cortos, y para frustrar el inevitable fisgoneo de la prensa, Wilbur ideó una ingeniosa treta. La tarde del 25 de mayo, en respuesta a invitaciones escritas dirigidas a todos los diarios de Dayton y Cincinnati, acudieron una docena de reporteros al pastizal de Huffman. Sólo había una prohibición con carácter terminante: tomar fotografías del aparato. Sacaron el Flyer y Wilbur subió en él. El aparato avanzó, pero al final de la pista, en vez de ascender airosamente, cayó torpemente en la hierba, resbaló unos metros y se detuvo. Wilbur explicó a los periodistas que había ocurrido una avería en el motor, pero que al día siguiente quedaría arreglada. A la otra tarde se había congregado menos público y los resultados fueron casi los mismos. Wilbur presentó excusas por el mal funcionamiento del motor y agregó que el viento era muy flojo. No estaba seguro de cuando podría intentar un nuevo vuelo. Los directores de diarios y periodistas de Dayton y de las ciudades circunvecinas archivaron la historia en espera de acontecimientos más positivos. Parecía que, pese a los éxitos de los hermanos Wright en Kitty Hawk, la era del vuelo todavía no despuntaba. Años después Wilbur recordaba con satisfacción este engaño, observando “qué bien logramos despistar a la prensa durante las dos temporadas de experimentos en Simms”. Los vuelos empezaron pocos días después de que los periodistas se retiraron, pero sólo el 13 de agosto logró Wilbur sobrepasar la mayor distancia obtenida en Kitty Hawk; voló más de 300 metros, Inventaron en seguida una catapulta sencilla para acortar el despegue, y la primera vez que se usó, el 7 de septiembre, Wilbur voló unos 425 metros. El 20 del mismo mes cerró un círculo por primera vez y Orville repitió esta hazaña el 14 de octubre. Finalmente, el 9 de noviembre, Wilbur voló más de cinco minutos en cuatro vueltas alrededor del campo, en las que hizo un recorrido total de cinco kilómetros. En 1905 estaban preparado para la última etapa; 30 amigos suyos convinieron en que, en el momento propicio, harían una descripción de lo que habían visto, pero sin dar los detalles del Flyer. En presencia de éstos, en días sucesivos Orville voló 19 kilómetros, luego 15, 25 y 30, y Wilbur coronó esta exhibición el 5 de octubre con un vuelo en que recorrió 39 kilómetros. Durante estos últimos vuelos largos los Wright advirtieron por primera vez la nueva dimensión casi mística que habían agregado a la experiencia humana. “Más que nada”, comentó Wilbur, “la sensación es de paz perfecta, mezclada con una emoción que tensa los nervios al máximo, si se puede concebir semejante combinación”. Después del último vuelo del 5 de octubre desarmaron el aparato y lo guardaron, Habrían podido continuar, pero ocurrió lo inevitable: el Daily News de Dayton, al oír rumores de “vuelos sensacionales”, publicó una breve nota. Un diario de Cincinnati la reprodujo al día siguiente, y pronto apareció en el prado de Huffman una multitud de curiosos… pero allí ya no había más que ver que vacas y caballos. Ni espectadores ni aplausos Cualquiera hubiera pensado que la máquina voladora estaba a pocas semanas de su presentación en el escenario mundial, y que los Wright cosecharían una gran fortuna. No sucedió así. Todavía habrían de transcurrir más de dos años y medio de enojosas negociaciones con Estados Unidos y algunos otros países antes de que ocurriera ese gran acontecimiento. No se debió a la falta de visión de los gobiernos, sino a la inflexibilidad voluntad de un hombre: Wilbur Wright, quien no estaba dispuesto a permitir, de ninguna manera, que el presunto comprado viera el Flyer, ni en el aire ni en tierra, hasta que tuviera en su mano debidamente firmado un contrato aleatorio cuya estipulación principal fuera que los hermanos Wright recibirían determinados pagos tras demostrar la máquina en vuelo. Con cualquier otro invento esta posición habría podido sostenerse; pero como todo le mundo suponía que una máquina voladora no se podía perfeccionar a escondidas, afirmar que ya se había logrado eso era exigir mucho de la credulidad humana. Un corto vuelo en público habría bastado para disipar todas las dudas en forma sensacional, pero Wilbur no quería correr tal riesgo antes de haber firmado el contrato. (La patente básica de los Wright relativa a sus artefactos de control estaba todavía pendiente.) Pasaban los meses sin que los dos hermanos cedieran ni un punto, pese a las reiteradas súplicas de parientes y amigos. Primero ofrecieron el Flyer al Ejército de los Estados Unidos; luego a los gobiernos de Inglaterra, Francia y Alemania. Todas las negociaciones estaban estancadas. Los Wright se negaban incluso a mostrar los planos de la máquina. Y la verdad era que no los tenían. El factor que al fin modificó la situación fue la competencia extranjera. En abril de 1903 Octave Chanute había visitado a Francia, donde dictó una serie de conferencias sobre el planeador de los Wright de 1902, y divulgó tanto el secreto del alabeo de las alas como el de la verdadera función de la cola. Aprovechando esta información, por lo menos doce franceses habían construido planeadores “tipo Wright”. Muchos no seguían el diseño con cuidado, o no lo entendían, pero se había formado un ambiente de optimismo. En octubre de 1906 un brasileño rico que vivía en París, Alberto Santos-Dumont, hizo un vuelo de 60 metros en una extraña máquina con alas hechas de celdillas de cometa. Exhibió su invento ante una gran muchedumbre y un breve vuelo fue acogido con aclamaciones de asombro. Sin embargo, los Wright no se conmovieron ante lo que consideraban un “saltito”. Santos-Dumont hizo algunas modificaciones a su aparato y en un mes después voló una distancia de 200 metros ante un público que gritaba de entusiasmo; algunos lloraban de emoción y otros hasta se desmayaban. No había la menor duda de que los 21 segundos que permaneció en el aire constituían un vuelo de verdad, y Santos-Dumont empezó a proclamarse persistentemente el primer hombre que había logrado volar. ¿Y donde quedaban los Wright? le preguntaron. Replicó que en Francia nadie creía que hubieran logrado nada. Esta vez los hermanos pusieron atención. La posibilidad de que Santos-Dumont produjera una máquina voladora práctica no les preocupaba, pues consideraban su aparato un juguete extravagante, sin controles adecuados, incapaz de virar o maniobrar. Lo que sí les preocupaba era la idea que se había difundido por todas partes de que el vuelo del hombre era ya una posibilidad inminente. “Como obstáculo para las negociaciones”, escribió Wilbur, “esto es casi tan grave como la realidad”. Se reanudaron tentativamente las negociaciones, y en 1907 los Wright pasaron seis meses en Francia consultando, escribiendo y reescribiendo interminables contratos, aceptando con serenidad las críticas de la prensa hostil (“fanfarrones” era el calificativo que les endilgaban más frecuentemente”. No llegaron a ningún acuerdo, pero cuando Wilbur regresó a los Estados Unidos el Ejército ya había cedido. En dos reuniones celebradas en Washington en diciembre, Wilbur y la Junta del Ejército concordaron en las condiciones y la fecha para las pruebas oficiales: septiembre de 1908. Mientras tanto se destinarían varios meses a mejorar el motor y a convertir el Flyer de manera que pudiera llevar dos tripulantes sentados. Los hermanos proyectaban probar el nuevo diseño en una sesión secreta en Kitty Hawk durante la primavera. El contrato con el Ejército quedó firmado a principios de febrero de 1908, y tres semanas después el representante de los Wright en Francia logró al fin organizar un sindicato para la fabricación comercial del Flyer. Las pruebas que se pensaban efectuar en Francia se llevarían a cabo también en otoño. La sesión de práctica en Kitty Hawk no resultó nada secreta, pues varios periodistas se las ingeniaron para espiar las operaciones. Uno de ellos escribió: “Había algo misterioso, casi sobrenatural en todo ese asunto. Allí, en la playa solitaria, se ejecutaba el acto más grande de todos los tiempos, pero no había espectadores ni aplausos, y no se oía más que el ruido de las olas al romper y los graznidos de las aves marinas asustadas”. Era cierto. En los diarios se publicaron noticias de los 22 vuelos hechos por los Wright durante los ocho días que permanecieron en los Bancos; pero no hubo la ferviente reacción que habría sido de esperar. Era demasiado tarde para eso. Tanto en Europa como en Estados Unidos otros hombres efectuaban vuelos cada día más largos y los hacían en público, donde miles de personas podían compartir la emoción del descubrimiento. Algunos habían comprendido el valor de los mandos de los Wright, y modificándolos y adaptándolos habían logrado vuelos a mayores distancias: León Delegrange voló 11 kilómetros en Milán; Louis Blériot recorrió 10 en Issy-les-Moulineaux (Francia); y en ese mismo campo Henry Farman logró una marca de 20 minutos en el aire. A la luz de tales espectáculos continuos y públicos, sin duda palidecía la hazaña secreta de los hermanos Wright. “Somos como niños” Se decidió que Orville dirigiera la prueba para el Ejército de Estados Unidos, mientras Wilbur pasaba a Francia, donde llegó a fines de mayo de 1908 y fue nuevamente recibido con burlas por la prensa hostil, resuelta a defender la precedencia de los aeronautas franceses. En junio se dirigió a Le Mans, con su gran hipódromo en cuyo campo interior haría los vuelos. León Bollée, fabricante de automóviles, le ofreció los talleres de su cercana fábrica para armar el Flyer. Vestido con traje de faena, igual que los trabajadores de Bollée, Wilbur se puso a trabajar con el mismo horario de diez horas de los demás y almorzaba con ellos en la fábrica al mediodía. Para los obreros este comportamiento era extraordinario, muy distinto de la imagen que se habían formado de hombres como Santos-Dumont, que no trabajaban con las manos y sólo alternaban con sus iguales. Ocurrieron muchas demoras, incluso una quemadura con agua hirviendo que sufrió Wilbur en el brazo izquierdo al reventarse una manguera de su motor, pero el 4 de agosto llevaron el Flyer en gran secreto de la fábrica a un cobertizo en el hipódromo. En un rincón Wilbur instaló un catre, una silla, un lavabo y una pequeña estufa de gas, y allí vivió durante los cinco meses siguientes. Su impaciencia aumentaba cada hora, Henry Farman se había marchado a los Estados Unidos para hacer exhibiciones en varias ciudades, con una garantía de 25.000 dólares, y se informaba que en un campo de Long Island había congregado a miles de personas que fueron a admirar una serie de cortos vuelos en línea recta. A pesar de que todavía le molestaba la herida del brazo, Wilbur resolvió no esperar más. El 7 de agosto anunció que volaría al día siguiente si el tiempo lo permitía. A las 7 de la mañana Wilbur saltó de su catre, se puso su traje de faena y calentó un poco de café; luego, por centésima vez, empezó a revisar sistemáticamente el Flyer. Unos pocos periodistas madrugadores le oyeron silbar mientras martillaba. Una hora después los obreros empezaron a instalar la pista y la catapulta. A las 10 las graderías estaban llenas de espectadores. No se cobró la entrada, y muchas personas llegaron preparadas para pasar el día en el hipódromo. El Flyer fue trasladado a la pista de despegue; sus blancas alas brillaban al sol. Entonces Wilbur desapareció, pero a los pocos minutos volvió a presentarse con traje gris, cuello y corbata, y una gorra vuelta hacia atrás. Ningún aviador de la época hacía un vuelo de exhibición vestido con traje de mecánico. Encendieron el motor y Wilbur subió a bordo. Permaneció inmóvil unos cuantos segundos, tocando las palancas de mando que tenía cerca de las rodillas. Lo que ocurrió en seguida fue tan inesperado, rápido y gracioso, que los espectadores se quedaron boquiabiertos. “En un abrir y cerrar de ojos actuó la catapulta”, narró uno de ellos. “El señor Wright fue lanzado al aire mientras los espectadores nos quedamos pasmados”. El Flyer se había elevado después de una corta carrera por el deslizadero y subió velozmente a una altura de nueve metros. Un ascenso tan seguro era algo nunca visto en Europa, donde el despegue no se lograba sino tras una larga carrera, y no siempre la primera vez que se intentaba. La multitud lanzó gritos de admiración. Pocos segundos después el ala izquierda del Flyer se inclinó hacia abajo al iniciar el aparato un fuerte viraje. Ante este movimiento inesperado volvieron a subir los gritos de la multitud, pues muchos creían que la máquina se estaba cayendo. Las señoras gritaban y se tapaban los ojos para no ver esa “aterradora” inclinación de las alas, cosa que entonces nadie entendía en Europa. Los que habían volado, habían visto vuelos o leído acerca de ellos, creían que la manera adecuada de hacer girar una máquina voladora era describir un amplio arco con muchas sacudidas y manteniendo las alas horizontales. Allí, ante sus ojos sorprendidos, tenían a Wilbur Wright cerniéndose en alas radiantes con toda la gracia ágil y la confianza de un ave. Wilbur guió suavemente al Flyer descubriendo un círculo y pasando frente a las graderías, Luego repitió una vuelta y volvió a pasar ante los espectadores, cuyos gritos de angustia se habían convertido en frenéticas aclamaciones. Tras dos minutos en el aire aterrizó con toda facilidad cerca de la catapulta. Antes de que se hubiera detenido del todo, los espectadores invadieron el campo y corrieron hacia él agitando los brazos y los sombreros, gritando sus felicitaciones, tratando todos de estrecharse la mano. Dos o tres aviadores franceses estaban presentes, entre ellos Louis Blériot, a quien un reportero se le acercó para pedirle su opinión. El aviador, vacilando para encontrar las palabras adecuadas, contestó: “Considero que para nosotros en Francia, en todas partes, ha empezado una nueva era del vuelo. Después de este acontecimiento no tengo calma suficiente para expresar cabalmente mi opinión”. Rey del Aire A Orville también le había tocado su turno en Fort Myer (Virginia), donde el 9 de septiembre por la mañana voló sobre los terrenos del Ejército durante 57 minutos y subió a una altura de más de 33 metros. Por la tarde volvió a elevarse y voló más de una hora. En los tres días siguientes sobrepasó repetidamente esta marca y al fin llegó a una hora con 14 minutos y a una altura de 60 metros. Fue una hazaña magnífica del hermano menor; la noticia causó sensación en Europa y renovó la emoción que suscitó Wilbur. La mañana del 18 de septiembre éste recibió un cablegrama cuando se preparaba a hacer un despegue. Se le informaba que la tarde anterior, en un vuelo con un pasajero, Orville se había estrellado desde una altura de más de 30 metros. El pasajero, un joven teniente del Ejército llamado Thomas Selfridge, sufrió fractura del cráneo y murió una hora después. Orville se fracturó una pierna, algunas costillas y la cadera. Su estado no era grave, pero la convalecencia sería larga. La causa del accidente fue una rajadura del grosor de un pelo en una de las hélices, lo cual produjo una vibración que hizo a esa hélice romper uno de los alambres del timón. Por respeto a la memoria de Selfridge, primera víctima del vuelo con motor, Wilbur canceló sus planes y pasó el resto del día, como le escribió a su hermana, meditando una y otra vez: “Si yo hubiera estado allí, eso no hubiera sucedido”. Tres días después, todavía en Francia, volvió a elevarse, y durante los tres meses siguientes hizo cerca de 100 vuelos. El último día de 1908 voló alrededor del campo una distancia total de más de 145 kilómetros, y permaneció en el aire dos horas y 20 minutos, marca que no fue superada en seis meses. Wilbur hizo el último vuelo público en 1909, en los Estados Unidos, y fue algo sorprendente y único. La ciudad de Nueva York conmemoraba el tercer centenario de la llegada del explorador Henry Hudson en su velero, el Half Moon. Se habían organizado desfiles y banquetes; la ciudad estaba embanderada, y los periódicos predecían que más de 1000 embarcaciones surcarían las aguas del bajo río Hudson: antiguos barcos de velas cuadradas, buques de guerra de siete naciones y lujosos trasatlánticos, entre ellos la última maravilla de los mares, el famoso Lusitania. Pero la atracción principal sería indudablemente la exhibición del más reciente milagro del mundo: la máquina voladora inventada y pilotada por Wilbur Wright en persona. El vuelo oficial iba a ser largo (por lo menos 15 kilómetros). El 29 de septiembre Wilbur hizo un vuelo corto de práctica, y regresó a su base en Governors Islandm, en el extremo de Manhattan. Poco después de aterrizar hizo señales a su mecánico y se elevó de nuevo. Sobrevoló en un círculo la isla, ganando altura antes de dirigirse hacia el norte. Luego se inclinó ligeramente y puso su mira en la Estatua de la Libertad. El Flyer enfiló derecho hacia el colosal monumento. Con una fuerte inclinación lateral, Wilbur pasó detrás de la efigie a no más de seis metros de las vestiduras metálicas de la cintura y apareció debajo el brazo levantado que sostiene la antorcha, para repetir la maniobra. A su izquierda navegaba el Lusitania, que se dirigía a la salida del puerto, y Wilbur resolvió pasar en frente del gran barco cuyas cuatro inmensas chimeneas se alzaban a mayor altura que él. Súbitamente se oyó en toda la bahía la sirena ensordecedora del trasatlántico británico que hacía un saludo, como escribió el reportero de un diario estadounidense, “de la nave Reina de los Mares al Rey del Aire”. Dos minutos después, al desembarcar Wilbur de su máquina lo rodeó una nube de periodistas emocionadísimos por la audiencia del vuelo y su belleza simbólica. Lo primero que notaron fue la calma extraordinaria de Wilbur, muy distinta de la acostumbrada exuberancia de otros pilotos. Pero esta vez en sus labios apretados jugaba una leve sonrisa mientras “se metía las manos en los bolsillos y parecía ligeramente complacido”. Cinco días después hizo el vuelo oficial yendo al norte hasta la tumba de Grant y de regreso, en una distancia de 30 kilómetros. Todo centímetro disponible de costa a sus pies y todas las azoteas estaban ocupadas por espectadores que agitaban los brazos y lo aclamaban. Wilbur Wright vivió tres años más antes de sucumbir de una fiebre tifoidea a la edad de 45 años, y casi todo ese tiempo lo pasó en medio de la agitación de los negocios. Pero aquel día fue el de su triunfo. Al iniciar el descenso hacia Governors Island, era el foco de millones de pares de ojos; el objeto brillante de un homenaje casi histérico de los miles de embarcaciones reunidas para el acto. Wilbur Wright era, indiscutiblemente, el “Rey del Aire”. Orville Wright Wilbur Wright Selecciones del Reader’s Digest – Febrero de 1976 Transcrito por Rony Cruz Mendoza – 24 de Febrero del 2010