Maldita falta que hace leer a Proust
Transcripción
Maldita falta que hace leer a Proust
Maldita falta que hace leer a Proust Saro Díaz Esta novela obtuvo el XII Premio de Novela de Género Princesa Galiana 2014, convocado por el Ayuntamiento de Toledo. Escritora y periodista, Saro Díaz ha publicado, además de Maldita falta que hace leer a Proust, las novelas Un rato más y Reverso de un verano (Premio de Novela Ciudad de La Laguna), además de los volúmenes de relatos Cuéntales y Otredades y el relato infantil El lío de los colores. Leer y escribir constituyen sus herramientas vitales para permanecer en el mundo, aunque como Djuna Barnes considera que solo si no entiendes nada, absolutamente nada, puedes arreglártelas. La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo 2 (Entrega ⅛) Lo mío no es el compromiso Ignoro por qué continué leyéndolo, nunca lo sabré. Detecté muy pronto que aquellos siete tomos de subordinadísimas e interminables frases serían capaces de generar el más profundo de los tedios, pero seguí adelante, página a página, libro a libro: Por el camino de Swann, A la sombra de las muchachas en flor, El mundo de Guermantes, Sodoma y Gomorra, La prisionera, La fugitiva y El tiempo recobrado. Sin prisa, con abundantes pausas durante las que cambiaba de amante, ciudad, amigos o empresa. Leía, leía. Como cuando insistimos en mantener una relación sentimental que sólo nos acarrea desencuentros y malos ratos. Al principio actúa una especie de promesa de totalidad, luego, claro, resulta que quizá no nos hemos mostrado suficientemente pacientes, suficientemente tenaces en la ardua tarea de descubrir lo mejor del otro. Y cuando ya llegamos a la absoluta certeza de que de allí no saldrá nada positivo, nos resistimos a romper porque ya hemos invertido demasiados días y esfuerzo. Reconocer abiertamente el propio fracaso es una rara virtud. Supongo que necesitaba sentirme a cubierto de mi sempiterna tendencia a no comprometerme con nada; supongo que algo titulado En busca del tiempo perdido hay que leerlo por cojones, destriparlo por muy árido que pueda resultar; supongo que una desea comprender a toda costa lo que se esconde detrás de un prestigio literario tan apabullante como el de Marcel Proust. Y supongo que el hecho de que el último tomo se titule El tiempo recobrado ejerció sobre mí la sugestión de que el tiempo, como un botón o una moneda, se pierde y luego se encuentra, se guarda en un bolsillo, se cambia por otra cosa, se olvida. Y no, se trata del tiempo, no de un botón que nos cierra el abrigo contra el frío ni de una moneda de cambio. Aunque posea igual capacidad para devaluarse. No se pierde nunca, no se gana jamás. Se dedica a irnos llenando la vida de aniversarios. El tiempo, la pérdida, su inútil búsqueda. En busca del tiempo perdido. Mi primer contacto con semejante aventura se produjo en Carrer Canuda, a tiro de piedra de Las Ramblas de Barcelona, en la librería Tartessos. Ese nombre, tan mítico, debió ponerme sobre aviso. Una tierra presentida de la que solo quedan leyendas, dicen que fue desde allí que los Reyes Magos salieron para Belén y no desde Oriente como tradicionalmente se contó. Deambulaba buscando algo que leer y mis manos tropezaron con una pieza separada de Por el camino de Swann denominada Un amor de Swann. Aveces creo que fue el libro el que me escogió a mí con alevosía para ser leído. Quizá andaba sondeando lectores y merodeaba entre los más débiles, como un león en pos de su presa. El librero se acercó y me advirtió que emprender la lectura de En busca del tiempo perdido constituía tarea “para toda una vida”, lo que inmediatamente me puso en guardia, pues me imaginé calculando el tiempo que me restaba de existencia para ir acompasando a él la lectura. La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo 3 Lo he mencionado: nunca me comprometo con nada. Acabé la carrera universitaria porque era fácil. Estudiar me gusta, como toda tarea que se emprende en solitario. Nunca me atrajo tener hijos, ni casarme, ni vivir en el mismo sitio durante demasiado tiempo, todo eso significa un compromiso de uno u otro signo, irrevocable en el caso de la maternidad, incomprensible en el del matrimonio. Así que terminar, 20 años después de iniciada, la lectura de En busca del tiempo perdido, supone para mí toda una epopeya en materia de compromiso. Ya puedo morir. De hecho carezco de planes y objetivos. Y aviso para que nadie se llame a engaño: jamás he recuperado el tiempo perdido, ni un solo segundo. Porque -repito- el tiempo no se pierde ni se recobra, solo pasa y te arrolla, plagando las biografías de aniversarios a modo de mojones. “Hoy la niña hace 10 años”, se dice una madre orgullosa, dando por buenos los dolores del parto. “Han pasado quince años desde que nos casamos”, suspira una esposa resignada. Por no celebrar, no celebro ni mi cumpleaños. Solemne estupidez soplar velas de una tarta pidiendo un deseo por el simple hecho de haber nacido involuntariamente hace determinado número de años habiendo como hay en el planeta más de 7.000 millones de humanos. Sin embargo, cuando cerré el último tomo de la Recherche (tal y como llamaremos a la magna obra de Marcel Proust a partir de ahora para abreviar y respondiendo a su título original, A la recherche du temps perdu) decidí que me merecía una fiesta. Bajé al súper a por champán y me lo trasegué despacio, a la santé de Marcel Proust, que en su gloria esté, y al que tal vez debería llamar Marcelo. Me merezco la confianza para con el difunto escritor. Lloré un poco. Toda celebración requiere compañía, y no es compañía lo que me sobra. Cuando una rehuye cualquier atisbo de compromiso, a la larga resulta difícil vivir cerca de los otros, que acaban por calarnos y sentirse ofendidos aunque no nos lo comuniquen expresamente. Lloré por aquellos días tan lejanos en los que me comprometí con un librero desconocido a leer la Recherche, lloré por el tiempo jamás recobrado, por lo que vamos dejando en el camino. “Aquel tiempo ahora me parece dulce, en comparación con el presente”, escribe Proust en las últimas páginas de la Recherche, esas en las que decide que escribir un libro es el único modo de recuperar el tiempo perdido, un libro preparado “minuciosamente, con continuos reagrupamientos de fuerzas, como una ofensiva”, un libro soportado “como una fatiga”, aceptado “como una regla”. Un libro construido “como una iglesia”, seguido “como un régimen”, vencido “como un obstáculo”, conquistado “como una amistad, sobrealimentado como un niño”. Crear un libro como se crea “un mundo, sin prescindir de esos misterios que probablemente sólo tienen explicación en otros mundos”. Y lo hizo, vaya si lo hizo. Marcelo escribió la Recherche y yo me lo leí porque, a qué negarlo, no hallé nada mejor que hacer. Ante mi copa de champán, y para consolarme por haberme empapuzado de cientos de páginas que mis contemporáneos, en aplastante mayoría, consideran vanas (aunque algunos las citen por presumir de cultos mientras hacen zapping entre la telebasura o twitean chorradas), me dije, bueno, estás viva, respirando, casi siempre haciéndote preguntas que carecen de respuesta, qué más da que lo hagas leyendo a Proust o fabricando arpas. El tiempo resulta tan relativo como la utilidad de lo que existe, aunque “la necesidad de no perder el tren nos ha enseñado a contar los minutos”, que diría Marcel. Afirmaba el insigne Thoreau, promotor de la desobediencia civil, que si alguien disfruta la mañana paseando por un bosque, deleitándose en ello, lo tildarán de vago; pero si pasea por el mismo bosque escogiendo los árboles que cortará para venderlos a la industria La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo 4 maderera, recibirá el respeto que merece un hombre de provecho. Mientras leía la Recherche me abstuve de delinquir, crear familias e invertir en bolsa. Trabajé, follé, fui de acá para allá sin implicarme mucho. Supongo que me limité a contemplar el bosque, sin obtener beneficio dinerario. Así me va. Me cuesta imaginar a una mujer escogiendo árboles para las madereras. Por cierto, a Marcelo le interesaban “muy poco” las “superioridades intelectuales de una mujer”. De hecho el autor habla despectivamente en su obra de las ‘solteronas’, en una época en la que a las mujeres aún se las definía por su estado civil. Sospecho que no nos incluía entre los universos que despiertan cada día: “…no es un universo el que se despierta cada mañana, son millones de universos, casi tantos como pupilas e inteligencias humanas”, señala poniéndose místico. No parece que entre esas pupilas e inteligencias humanas incluyera a las femeninas, para él las mujeres eran bellas o feas, putas o amantes, damas o criadas. Eso éramos, eso somos aún en tantos universos que despiertan cada día a la luz de malditas tradiciones en las que no caben los matices. A menudo me planteo qué ha aportado la Recherche a mis días además de curiosas apreciaciones sobre los prejuicios de la época en que fue escrita. La conclusión es que si en el más allá existe un ser omnipotente que nos pregunta después de la muerte qué hemos hecho con nuestra vida, habrá quien responda que montó un bar, o que tuvo tres hijos (dos honrados y un especulador financiero), o que creó una oenegé para dar de comer a un puñado de chiquillos y de paso viajar gratis, o que fundó una web femenina de las que inducen a la compra de trapos y cosméticos, o que arrasó pueblos enteros creyendo mejorar el mundo, o que cultivó una nueva y hermosa especie de rosa… Pues bien: yo diré que leí En busca del tiempo perdido. Y que sea lo que Dios quiera. De los siete, el que más engancha es el primero, Por el camino de Swann. Tantas palabras sobre el deseo y los celos. Los demás son más de lo mismo entreverado con las aventuras y desventuras de la vida social y sensual del protagonista, a la deriva entre la burguesía (los Verdurin) y la aristocracia (los Guermantes) y jalonado por algunos pasajes ya célebres como la dicha que le provoca mojar una magdalena en el té durante el desayuno (¿o fue en la merienda?), escuchar determinado pasaje musical, contemplar un cuadro o apreciar unas catleyas. Sin duda, lo que lees acaba formando parte de ti. Lo dice el propio Marcel: “…un libro que leímos, no sólo permanece unido para siempre a lo que había en torno nuestro; queda fielmente unido a lo que nosotros éramos entonces”. Somos esos libros, la gente conocida, los besos recibidos, los insultos presentidos. Así que de algún modo he tenido por criada a Francisca, por amigos a destacados artistas y he participado de una intensa vida social en los salones del París de antes y después de la Gran Guerra (empequeñecida por el siguiente conflicto bélico). Sin duda, lo más relevante que he aprendido leyendo la Recherche ha sido a comportarme en una mesa de gente fina con toda naturalidad. Da igual que te comas una chuleta con la mano si lo haces como si fuera lo más normal, como si en realidad no hubiera la posibilidad de usar el tenedor y el cuchillo para ello, todo el mundo lo aceptará. Lo que viene a significar que, para vivir, lo importante es la actitud. La otra cosa fundamental respirada en esta obra ha sido que a los seres, para seguirlos amando, es mejor no despojarlos de su misterio: “Esto de acercarse a las cosas y personas que desde lejos nos parecieron bellas y misteriosas, lo bastante para darnos cuenta de que no tienen ni misterio ni belleza, es un modo como otro cualquiera de resolver el problema La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo 5 de la vida; es uno de los métodos higiénicos que podemos elegir, no muy recomendable, pero nos da cierta tranquilidad para ir pasando la vida y también para resignarnos a la muerte, porque como nos convence de que ya hemos llegado a lo mejor, y de que lo mejor no era una gran cosa, viene a enseñarnos a no echar nada de menos”. Así se las gastaba Marcel. Ayer entré a pasear a una enorme librería (no hay bosques cerca de donde vivo) y me sentí tan abrumada por lo que vi que acabé comprando Tiempos difíciles, de Dickens. La lectura forma parte fundamental de mi vida ahora que todo el mundo se dedica a comunicarse a través de los ordenadores. “(…) La vida enseña a rebajar el valor de la lectura, y nos demuestra que lo que el escritor nos alaba no valía gran cosa; mas con la misma razón podía deducir lo contrario: que la lectura nos enseña a apreciar más el valor de la vida, valor que no hemos sabido estimar y del que solo por el libro nos damos cuenta de lo grande que era”, argumenta el protagonista de la Recherche leyendo a Goncourt. Por mi parte, leo como otros rezan. Leo como otros huyen. Leo como otros fuman crack. Sin provecho intelectual, únicamente para que la existencia se me pase cuanto antes y lo mejor posible. Como diría el ínclito Proust: “Hacía tanto tiempo que había renunciado a aplicar su vida a un ideal, limitándola a conseguir satisfacción cotidiana…” y nada mejor, a cierta edad, que la lectura para obtener satisfacción cotidiana. Aunque estoy volviendo a los clásicos, hastiada de la profusión de libros que no revelan nada ni ofrecen el mínimo hilo del que tirar hacia el propio interior. Soy más bien pobre, así que la mayor parte de las ocasiones me sirvo de las benditas bibliotecas públicas para alimentar mi necesidad de lectura sin incurrir en la ruina económica. Una vez al mes compro un libro y disfruto de su presencia en mi casa sin tener que devolverlo a la biblioteca pública, permitiéndome subrayarlo a gusto, manosearlo. Como un amante nuevo que no está casado. Memorizo frases que me han gustado, pero no conservo esos libros, me limito a dejarlos, después de su lectura, en algún banco, de donde siempre lo recoge alguien, sea para leerlo o para nivelar una mesa coja. En aquel gran almacén de venta de libros me pareció que había demasiados, me abrumó la cantidad ingente de páginas escritas que han pugnado por publicarse, que necesitan de la difusión precisa para llegar al lector, que reclaman atención ajena como pequeños hambrientos que alargan sus manos pidiendo migajas. Demasiados libros editados por demasiadas erróneas razones. Incluso escritores entregados a la devoción de la auténtica y esforzada creación literaria han cedido a la exigencia editorial de forjar continuas intrigas en unas páginas que, al parecer, han de obtener una venta masiva para quedar dotadas de sentido. La intriga se ha convertido en el valor fundamental por encima del reflejo de la vida y el alma humanas. Me pareció que los cientos de libros que me rodeaban eran todos policíacos o de autoayuda, respondían a la urgencia de vivir anestesiados o con normas ramplonas a las que atenerse para seguir adelante consumiendo lo que sea. Esta civilización de prisa y apariencia que hemos creado, que ya no pasea por jardines sino que twitea en el mercado de valores, no puede detenerse a leer la descripción de un cielo, a sopesar un estado de ánimo. La enorme librería era la antítesis de la que me había seducido hacía más de 20 años, cuando entré en Tartessos, en la barcelonesa Carrer Canuda, y adquirí mis primeras páginas de Proust. Siguiendo la pauta de aquel librero, fui retrasando el abordaje de cada tomo para no recorrerlos de golpe, de modo que el último me pilló, ciertamente, cansada y aburrida de la existencia. La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo 6 Llevo una vida incómoda entre desconocidos, pues tras haber trabajado durante años como redactora de prensa escrita, la crisis me sacó del oficio y he acabado cuidando de un edificio a cambio de alojamiento y algún dinero. Todo me aburre y, como diría Marcel, incurro a menudo en “una tristeza mórbida, capaz de inspirar la fiebre del suicidio”. De hecho, colecciono recortes de prensa informando de muertes autoinfligidas como la de Chris Lighty, que popularizó el hip-hop. Con 44 años, la policía lo encontró a la entrada de su casa en el Bronx de Nueva York, junto al arma con la que se quitó la vida. Dicen que horas antes había mantenido una discusión con su ex esposa y que atravesaba por dificultades económicas. Porque las dificultades económicas se atraviesan, como si fuéramos espadas que han de herir la realidad para poder vencerla. Debo averiguar por qué me atraen tanto este tipo de noticias. Llamativo asimismo el suicidio de un diseñador de vestidos de novia que hendió su pecho con un puñal en los lavabos de un centro de salud. Dejó tres notas de despedida, en una de las cuales estipulaba que no deseaba la presencia de compañeros de trabajo en su funeral con excepción de tres de ellos. Se lo supuso acosado en su labor creativa, que curiosamente consistía en hacer vestidos con los que las mujeres se sentían reinas por un día, única razón por las que algunas se casan: lucir un vestido bonito y que todo el mundo las alabe por su apariencia. En lugar del diseñador, yo me hubiera puesto para el numerito del suicidio uno de esos vestidos, para que la sangre sobre el tul blanco hablara por si sola, pero claro, supongo que uno no se pone creativo cuando se suicida. También se ha suicidado con apenas 26 años Aaron Swartz, un cerebrito informático, dicen que también se sentía acosado, en este caso por los poderes políticos que tratan de poner puertas al campo de la virtualidad informática. Leo ese tipo de informaciones y trato de imaginarme lo que pudo bullir en la mente del suicida antes de acometer acto tan definitivo. Los neurólogos insisten en que la desgana de vivir revela un desequilibrio químico, en que lo propio es desear existir bajo cualquier circunstancia, contra viento y marea. Así que, desde el punto de vista de la Neurología, Lighty, Mota, Swartz y tantos otros sufrieron un desequilibrio químico, supongo que causado por el estrés de la ruina financiera o afectiva. No sabemos, claro, si por el contrario primero se produjo el desequilibrio químico por una deficiente nutrición y eso les llevó a la torpeza económica o afectiva. Sus expediente están cerrados, los concluyeron ellos mismos, dieron el carpetazo. Se cansaron de pensar nuevas soluciones a enredos dinerarios, de preguntarse por qué el amor se acaba y se acaba tan mal, por qué los seres humanos podemos mostrarnos tan ingratos, se hartaron de sostener sus vidas. Cuando me echaron del periódico en el que trabajaba contando verdades a medias contrastadas con los anunciantes, asqueada de conocer demasiados detalles sobre los intereses ocultos que mueven los hilos de cualquier sociedad, me tocaba adquirir La fugitiva, el sexto tomo de la Recherche. Me sentía así, una fugitiva, alguien que escapa de la vida que había escogido. Proust me ha hecho innumerables guiños a lo largo de veinte años, pero no por eso me cae mejor. Lo siento como una losa adquirida alguna vez por creerla llena de valor pero que con el tiempo (sí, sí, el tiempo) nos doblega bajo su peso. Tal vez se deba a mi propia debilidad. “Eres un agua informe que corre según el declive que se le ofrece, un pez sin memoria y sin reflexión que, mientras que viva en su acuario, chocará cien veces al día contra el cristal, creyéndose en el agua”, parece gritarme Marcel Proust, el muy cabrón, desde sus páginas. La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo 7 En la librería-bosque cercana a casa, asqueada por la profusión de best-sellers, como una autómata alargué mi mano hacia una bella y simple reedición de Tiempos difíciles, como si me agarrara a una tabla de salvación. Pagué y me fui, aferrada a Dickens, “porque un libro realmente bueno es particular, imposible de prever, y no consiste en la suma de todas las precedentes obras maestras”, Proust dixit. Poco después, mientras compraba soja transgénica y unas fresas demasiado hermosas para ser sanas, me planteé no volver a leer nada escrito en los últimos 50 años (“para curar un acontecimiento infortunado, y las tres cuartas partes de los acontecimientos lo son, el remedio especifico es una decisión”, también Proust). Supe que entraba en la madurez, esa época que lleva directamente al fin de las ilusiones pero en la que aún se mantienen algunos sueños inconfesos. “La vejez nos hace al principio incapaces de emprender, pero no de desear. Solo los que han llegado a muy viejos renuncian al deseo”, dicta la Recherche. Por cierto, repasando algunas de mis lecturas más intensas palpo cierta predilección hacia libros que incluyen la palabra tiempo en su portada, novelas como El amor en los tiempos del cólera o la propia Tiempos difíciles, que considero magistrales aunque “quizá resulte que el criterio infalible para juzgar el valor de una hermosa página no tenga nada que ver con el placer que se sintió al escribirla (…). A lo mejor, algunas obras magistrales se escribieronentre bostezos”, aventura Marcel. Y observo que cuando la palabra tiempo no aparece en el título, es la propia esencia de la novela la que intenta desbrozar el paso del ídem, como la obra completa de Virginia Woolf. El tiempo es al fin y al cabo una de las obsesiones humanas. Personalmente, y pese a necesitarlos para organizarme, no soporto los relojes. O los relojes no me soportan a mí. O quizá nos adoramos. Le hice caso al librero que me recomendó apurar despacio la Recherche, vaya si se lo hice. Entre aquel primer volumen que leí dos décadas atrás y el último han cabido tantos sucesos que, al contemplar los volúmenes juntos, colocados en una de las estanterías de la pequeña portería que ocupo, se asemejan a un escuchimizado ejército de soldados derrotados, hechos unos zorros, desahuciados. Pero en ningún caso arrepentidos pese a haber olvidado las razones que los implicaron en la batalla. Siempre había pensado que, cuando me quedaran únicamente dos o tres páginas del último tomo, pararía, de modo que en mi lecho de muerte, momento singular donde los halla, el más importante de todos, reclamaría el volumen El tiempo recobrado y pediría a alguien que me leyera esas últimas páginas para irme tranquila, cumpliendo así con mi único compromiso suscrito. Pero finalmente opté por leerlo todo, sin dejar esas últimas páginas para el momento postrero porque sospecho que, tal y como me lo he montado, no habrá nadie que me las lea y, además, prefiero librarme lo antes posible de cualquier tarea por cumplir. Sólo si eres capaz de comprometerte con algo o alguien puedes morir acompañado, de lo contrario, mueres solo. No abandonado como los puertos al alba, no. Simplemente solo. Como los perros sin amo. La capacidad para adquirir compromisos y cumplirlos es un rasgo de carácter, alguien se compromete como otros lucen nariz aguileña. Nunca he podido entregarme de ese modo a nadie, a nada. Bueno, a la lectura de la Recherche, algo que no requería soportar a otros, compartir su tiempo, tolerar sus defectos. Cuando era tan joven que aún me hacía propósitos en Año Nuevo, ya intuía mi naturaleza escapista y formulaba intenciones del tipo “aprender a hacer sushi”, de modo que cualquier día de enero acometía la tarea, invitaba a alguien a La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo 8 probarlo, y daba por concluido mi objetivo, sintiéndome libre de él para el resto del año. Por el contrario, observo en mi entorno la necesidad de suscribir compromisos para sentirse vivos (contraer matrimonio, parir o adoptar hijos, crear empresas). Siento en mí, como una carencia, la aversión al compromiso, lo que me ha abocado a la soledad. A la libertad. Que las primeras palabras leídas sobre la Recherche fueran un prólogo titulado Marcel Proust como problema debió ponerme también sobre aviso, lo mismo que el nombre de la librería Tartessos. Debió haberme advertido sobre la magnitud de la tarea que emprendía. Pero yo creía encontrarme en la cúspide de mi curiosidad intelectual y leía todo lo que caía en mis manos, con cierta tendencia hacia autores que, argumentando huir del clasicismo, acabaron por convertirse en clásicos del narcisismo, como Anaïs Nin. Menos mal que también navegaba por las profundas aguas de Virginia Woolf o la certeramente despiadada Oriana Fallaci. Por supuesto, yo era feminista y quería derribar el mundo que me había encontrado al nacer, como es deber de toda joven contemporánea. Vivía en Barcelona en la época preolímpica, aquel tremendo negocio inmobiliario revestido de reto deportivo. Luego me fui a otras ciudades, abandonando la última cuando supe que los periódicos de papel se morían y que los que surgían a la sombra de internet exigían una devoción por las redes sociales que me hallo lejos de compartir. Ya les aclaro que nadie está por la labor de contratar a una mujer que roza la cincuentena y ha leído a Proust. Algunos lo llaman crisis económica. Yo lo considero una cobardía. Por alguna razón, quienes no podemos presentar el aval de una relación estable o unos hijos despertamos recelo, resulta más de fiar una mujer infeliz con marido que una que no se ha casado y trasiega con el día a día sin demasiados remilgos. Así que el estado civil, de algún modo, nos sigue definiendo, como en los tiempos perdidos de Proust. Menos mal que siempre habrá un avaro propietario de pisos en alquiler que quiera a una mujer como yo, dispuesta a cobrar un escaso sueldo en negro a cambio de cuidar lo que contiene el Edificio Mimosas, que así se llama el lugar que habito. Ahí trabajo limpiando cada día uno de los apartamentos y ocupándome de tareas como distribuir el correo postal (apenas llega ya), dejar recados, vigilar que todos paguen sus alquileres y gastos y hasta de atender a alguna que otra mascota si su propietario no puede y me lo pide por favor y muy amablemente. Descubrir que determinadas aficiones intelectuales y mi amplia experiencia profesional no eran más que obstáculos para encontrar empleo resultó arduo. Me costó valorar como defectos lo que siempre había considerado virtudes, pero una vez concienciada, me sirvió para darme cuenta de que no tendría problema para trabajar si ocultaba mis habilidades y me disponía a limpiar suelos. No podía hacerlo en la misma ciudad que me había visto cruzarla, grabadora en mano, para hacer entrevistas y cubrir ruedas de prensa. Así que metí los siete tomos de Marcel Proust en una caja junto a muy pocos objetos, llené dos maletas, me deshice del resto de mis pertenencias, y me vine aquí, a vivir una nueva vida que se me hace vieja, a planear un suicidio distinto cada vez que atardece, a repasar las páginas del que fue mi único compromiso, el maldito Proust. Mi territorio laboral favorito es el Segundo B. Cambio el polvo de sitio con un plumero, paso la aspiradora, lavo el suelo y una vez al mes los cristales y la La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo 9 cocina a fondo. Nunca me encuentro una taza sucia en el fregadero, la cama aparece irreprochablemente hecha y la ropa en su sitio, nada de ir recogiendo calcetines por las esquinas ni de recomponer caóticas habitaciones, justo lo contrario que en los otros pisos, en algunos de los cuales se diría que la cochambre y el desorden se provocan adrede la noche anterior a que me toque ocuparme de ellos. Hay gente que ensucia más si es otro quien limpia. Si no fuera por que veo regresar cada atardecer a Julio Novaro, el ocupante del Segundo B, nadie diría que alguien habita su apartamento. Serio y circunspecto, el hombre da la impresión de tener siempre la cabeza en otro sitio distinto al resto del cuerpo. Andará por los 55 años. Alto, delgado, enjuto, recuerda a un Quijote sin más entuertos que desfacer que su propio dolor. Que ya es bastante. Se muestra correcto y educado, con esa educación que establece distancias respecto a los demás, no diría que por arrogancia sino por evitar conflictos. Lo comprendo perfectamente. Adopto esa misma actitud siempre que me lo puedo permitir, lo malo es que uno de mis defectos es acabar implicándome en los asuntos ajenos más de lo recomendable. El único gesto que indica actividad en el Segundo B cuando cada miércoles subo a limpiar es algún libro abierto en el que Julio Novaro ha subrayado una frase, dejando al lado el rotulador, como para retomar la existencia teniendo en cuenta lo subrayado al regresar a casa. Me limito a leer la frase, sin tocar el libro, aunque a menudo me gusta lo subrayado y busco el volumen en la biblioteca pública para leerlo en su contexto literario. Me emociona pensar que comparto algo con alguien, aunque ese alguien jamás lo sepa. No sé, tal vez se transmite en el aire que circula entre nosotros cuando alguna vez llama Novaro a mi puerta para sugerirme alguna instrucción o transmitirme un aviso. “Espero un certificado estos días, manténgase al tanto si no le es molestia”, o “Ha vuelto a atascarse el fregadero, un fastidio”. Hombre de pocas palabras, se diría que las tiene todas agarradas como un arriero las riendas de sus bestias, evitando que se desboquen provocando percances. No es de los que departen con los vecinos en el portal. Si detecta a alguno de ellos esperando el ascensor, opta por subir andando. Se conoce que no le agradan las conversaciones sobre el tiempo atmosférico. En lo que le alabo el gusto porque a mí también me parecen estúpidas. Sin embargo, acaso sin ellas, sin esas conversaciones del tipo “parece que lloverá hoy”, “sí, está refrescando”, habría más conflictos entre los seres humanos. Hablar sin decir nada contribuye a tranquilizarnos, aunque a mí no me sale bien. Julio Novaro fue el primer vecino al que conocí cuando llegué, un Viernes Santo, a hacerme cargo del Edificio Mimosas. Todo parecía vacío por la fecha, que cualquiera aprovecha para irse lejos de su propia vida, como si unos días de vacaciones pudieran cambiar algo. La cueva del erizo www.lacuevadelerizo.com @lacuevadelerizo 1