alvaro vanegas no todo lo que brilla es sangre
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alvaro vanegas no todo lo que brilla es sangre
ALVARO VANEGAS NO TODO LO QUE BRILLA ES SANGRE Bogotá, abril de 2014 Primera edición Título: No todo lo que brilla es sangre © Alvaro Vanegas / Autor Bogotá - 2014 © E-ditorial 531 / Editor Bogotá D.C. - Colombia - 2014 Calle 163b N° 50 - 32 Celular: 301 539 0518 E-mail: [email protected] Web: www.editorial531.com ISBN: 978-958-58382-6-0 Corrección de estilo Silvia González Pérez www.scriptus.es Diseño de portada Juan Sebastián Suárez Braco Publicidad www.braco.com.co Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en parte, ni registrada en o retransmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, impreso, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial. No todo lo que brilla es sangre Ésta es una obra ficticia y, como tal, cualquier parecido con personas o instituciones reales es mera coincidencia. Índice Carta abierta a quien interese 7 Magia11 Sergio Valbuena17 Diana Meneses39 Vómito, sudor y otras curiosidades 44 Esteban Rey49 Marta Lucía Perea62 Marranos74 Las segundas partes77 Haciendo televisión83 Rumba91 El toro por los cuernos 105 Dinero 130 Criminales 138 Cuesta abajo 147 Matar o morir 217 Para bien o para mal 230 Epílogo 248 Carta abierta a quien interese E sta introducción está siendo escrita un sábado en la mañana, en el pequeño apartamento en el que vivo con mi esposa y sus hijos, es decir, mi familia. Imagínate un computador de mesa, un pequeño escritorio negro en el que descansan, además del computador, unos parlantes, un portalápices y cuadernos. Frente a mí, repartidas en varios trozos de papel, la escaleta del guión que estoy escribiendo (y que espero lleve terminado bastante tiempo para cuando tengas este libro en tus manos), y varias anotaciones sobre futuros escritos. Está sonando, en este preciso instante, Feel Good Inc. de Gorillaz, y Alegría, mi mascota, me mira de vez en cuando desde su cama en la cocina, no parece muy interesada. Mi esposa no está y los niños —adolescentes—, aprovechan las horas de sueño que no pueden tener entre semana. A lo lejos se escucha algún taladro o algo parecido, perros que ladran y carros en movimiento, pero en general, hay más silencio del que se podría esperar. Aún no son las ocho de la mañana. No me he bañado, así que estoy vestido con una sudadera vieja, despeinado y sin desayunar. Todo eso pienso solucionarlo en cuanto termine estas líneas. 8 No todo lo que brilla es sangre ¿Pudiste imaginarlo? Seguro que sí, y es a eso que entrego mi vida. Si el hecho de que puedas casi vivir lo mismo que yo, pero en un momento distinto, no te parece mágico, entonces es probable que hablemos lenguajes distintos. Pero eso no importa, el punto es que ya sea porque compraste este libro, te lo regaló alguien o te lo robaste, durante unas cuantas horas estaremos unidos, de una manera extraña y a todas luces, hermosa. Pero cambiemos de tema, dejemos de lado las cursilerías que a más de uno molestan. Sólo quiero compartir contigo, lector, lectora, mi felicidad absoluta. Algo que pensé imposible está sucediendo en este instante. Un grupo de personas, obviamente un puñado de dementes, decidió que es buena idea publicar una segunda novela escrita por mí. Espero, de corazón, que no estén equivocados, sobre todo porque también se comprometieron a publicar, por lo menos, los siguientes dos libros, (absurdo, lo sé, pero ya dejé claro que están dementes). Puede que no sea para tanto, pero ojalá pudieran estar unos segundos en mi cabeza y experimentar mi regocijo. Dos novelas y un libro de cuentos. ¿Quién lo diría? Y lo mejor es que algunos de ustedes me estarán leyendo por tercera vez. Ya sea porque se divierten con mis historias o porque, por el contrario, les parezco tan malo que quieren saber con qué barrabasada voy a salir ahora, no puedo hacer menos que agradecerles, es gracias a ustedes y a todos los que hasta ahora llegan a mí, que puedo seguir haciendo lo que hago. Me debo a ustedes, en serio. Debo dar gracias a personas como Alejandro Aguilar, Camilo Fonseca y Daniel Arenas, de La Guapa Films, quienes confían en que la película basada en Mal Paga el Diablo valdrá la pena. Su confianza es en parte responsable Alvaro Vanegas de que ahora se publique esto. A Juliana Duarte, que leyó el primer borrador de este libro y cuyas apreciaciones fueron más que útiles, y a Jazmid Sarmiento, lectora fiel y amiga, la primera que lee todas mis columnas antes de ser publicadas. A las dos se les quiere y se les respeta. A Patricio Mosquera, una vez más, por todo lo que aprendí y sigo aprendiendo de él. A Ivonne Valencia y Mateo Villamil, grandes lectores, mentes brillantes, los amo. A mi madre, mi padre y mi hermana. Todo esto también es de ustedes. A mi esposa, que todos los días sufre las consecuencias de que yo, en un acceso de estupidez, haya dejado todo para dedicarme solamente a escribir. A Félix Corredor, quien fue el primero en escuchar, hace años, la semilla de esta historia y me convenció de que serviría para una película; eso lo veremos con el tiempo, pero esas palabras me animaron a escribir esta novela. A Dios. Como siempre, habrá personas que olvidé mencionar, y que después de tres libros agradeciendo, deben odiarme. En mi defensa sólo puedo decir que seguiré escribiendo, así que aún hay tiempo. Con la primera novela funcionó muy bien, así que de nuevo los invito a que después de leer, me busquen y me cuenten cómo les fue, cómo nos fue. Me pueden escribir a @alvaroescribe, en Twitter o me encuentran como www. facebook.com/pages/Alvaro-Vanegas en Facebook. Si llegaste hasta aquí, es muy posible que estés decepcionado y arrepentido por no haberte saltado esta parte, lo siento, debí advertirte, pero lo hecho, hecho está. Lo que sigue es perderte en un universo paralelo y tengo el presentimiento de que lo vas a disfrutar. 9 Dedicado, una vez más, a Erica Nieto, por todo, pero en especial, porque aquí sigues, a mi lado. Magia A nte los ojos incrédulos de Sergio Valbuena, el dinero se multiplicó. Tan simple y contundente como eso. Por un segundo pensó que sólo era producto de un hábil acto de prestidigitación, pero su mente repasó lo que acababa de suceder y no encontró otra opción además de convencerse: conociendo al dedillo un procedimiento a todas luces muy sencillo y con los implementos indicados, era posible multiplicar billetes. Si la magia existía, y Sergio siempre estuvo más que dispuesto a aceptar que así era, entonces lo que acababa de ver era lo más cercano que hubiese presenciado a un verdadero acto de magia. No atinó a decir nada, muy en el fondo, su mente aún se negaba a creerlo. Apenas pudo sonreír mientras soltaba un sonido idiota y descontextualizado que sonó extraño incluso a sus propios oídos. —¿Y entonces? —preguntó David, sosteniendo frente a Sergio los tres billetes— ¿Qué le parece? En la sala reinaba un olor a alcohol antiséptico tan fuerte que todos los presentes fruncían el ceño a causa del escozor en los ojos. Mina, con su olfato canino, cuarenta veces más sensible que el de un ser humano, era la que más sufría el 12 No todo lo que brilla es sangre fuerte olor, pero se mantenía sentada vigilante, mirando de frente a los visitantes. Sergio frotó sus párpados con el dorso de sus manos, tratando de ganar tiempo, consciente de que todos los presentes esperaban su opinión. Echó una mirada a Mina y por fin se decidió a hablar. —Es demasiado bueno… —no pudo terminar la frase. David, casi cien kilos de puro músculo, actitud recia y manos gigantescas, echó una rápida mirada a Mauricio, su socio, y luego, con severidad, miró a Carlos Quintero, la persona que los había contactado con Sergio. Cuando habló, lo hizo con la misma amabilidad que lo había caracterizado desde el momento del encuentro, pero ahora también se notaba una dureza que, por sutil, resultaba intimidante. —Carlos, le dije que no tengo tiempo que perder. Carlos ni siquiera pareció escuchar, se mantuvo alelado mirando los tres billetes, ajeno a la creciente tensión dentro del recinto. —No se trata de eso —replicó Sergio—, entiendan que es algo que no se ve todos los días. Ahora fue Mauricio quien habló. Su actitud solapada y su cuerpo diminuto no aportaban mucho a su credibilidad. Su vestimenta, emulando algún equipo de béisbol del que Sergio jamás había escuchado, lo hacían lucir más joven de lo que realmente era. Sergio se descubrió, no por primera vez, observando aquella camiseta de colores vivos, lo miró y escuchó sus palabras con atención, convencido de que debía fijarse en cada detalle de cuanto sucediera. —Lo entendemos, hermano, de verdad lo entendemos —dijo con su voz minúscula—, pero esto no es un engaño, ustedes lo acaban de ver —Sergio sentía cada vez más que se encontraba en alguna especie de realidad alterna—. Las Alvaro Vanegas cosas son así y como dijo David no tenemos tiempo para perder, todos podemos caer de pie en esta situación. ¿Se decide o no? De nuevo un pesado silencio, una vez más todos los presentes esperando que Sergio dijera algo. —No sé, la verdad es ésa, no sé qué pensar. En el rostro de David se notaba que empezaba a perder la paciencia, pero, extrañamente, sus palabras fueron conciliadoras. —Hagamos esto —dijo mirando fugazmente a Carlos para luego volver a centrar su atención en Sergio—: usted se queda con su billete y con uno de los que acabamos de fabricar —dicho esto entregó dos billetes a Sergio, éste dudó un segundo antes de recibirlos—. Yo me quedo con el otro, ¿algo me tengo que ganar no? —Obviamente —se apresuró a responder Sergio. David continuó sin pausa, en realidad no esperaba respuesta, había sido una pregunta retórica, detalle que Sergio no pasó por alto. —Usted, dentro de un rato, gasta sus cincuenta mil extra. Constata que el billete no es falso para que esté más tranquilo y, cuando tome la decisión, nos llama. Es más, si puede, consígnelo en una cuenta bancaria, le aseguro que no va a tener ningún problema. —¿Seguro? —Indagó Sergio por quinta o sexta vez— ¿De verdad estos billetes no son falsos? Por fin Carlos reaccionó. —No, Sergio, yo le dije a usted que nada de billetes falsos, ¿se acuerda?, estos manes son firmes. —Sí, pero es que… —Fresco, hermano —interrumpió Mauricio—, como le dijimos, lo que hacemos es extraer tinta de un billete 13 14 No todo lo que brilla es sangre normal, de los salidos de cualquier cajero automático, y se la ponemos a otros dos billetes. Lo que sí hay que tener claro es que ese billete del que sacamos tinta ya no lo podemos volver a usar para fabricar más, pero aparte de tener una vida útil menor que los otros billetes, los que fabricamos nosotros no tienen nada de raro, hermano. Este procedimiento no es legal, pero, si lo mira bien, hermano, no le estamos robando a nadie —Sergio miró de soslayo el papel moneda y los tres frascos rellenos de químicos que descansaban sobre la mesa. —Por lo menos a nadie que no se merezca ser robado —terció David al instante—, le estamos quitando eso a los malparidos del gobierno. Era un discurso enclenque y recalentado, un intento absurdo de apelar a su sensibilidad social, aparte del hecho de que acababa de escuchar la palabra «hermano» unas dos mil veces. Sergio, sin embargo, dada su situación económica actual, estaba dispuesto a pasar por alto lo que evidentemente era un desesperado intento por justificar algo que, fuera magia o una elaborada e inteligente manera de hacer dinero fácil, constituía un delito. —Me parece bien, Carlos tiene su número, él los llama en estos días. David y Mauricio se despidieron, siempre bajo la mirada atenta de Mina. Cuando por fin se fueron, Sergio notó por primera vez que, en realidad, no le gustaba que esos dos tipos estuvieran en su casa. Carlos, por su parte, parecía un niñito que acaba de estrenar un videojuego. Sergio lo observaba en silencio tratando de organizar sus pensamientos mientras él hablaba sin parar de la multiplicación de billetes. Carlos Quintero, un antiguo amigo de su familia materna, también estaba pasando por una profunda crisis mo- Alvaro Vanegas netaria debido a la pérdida de su más reciente empleo y el nacimiento de su segundo hijo. Era chef profesional, pero Sergio sospechaba que en realidad Carlos había nacido para ser delincuente, dada su tendencia a ese tipo de actividades. Sin embargo, no era una mala persona, Sergio lo tenía presente siempre, no podía olvidar las tres o cuatro veces que Quintero lo sacara de problemas haciéndole pequeños préstamos. El punto era, en realidad, que lo que acababa de presenciar era algo tan bueno y tan fácil que resultaba difícil de creer. Cuando Sergio indagó por la manera en que Carlos había conocido a David y Mauricio, la respuesta había sido un simple «por una amiga que me los presentó», lo que podía significar cualquier cosa. No era la primera vez que Carlos le ofrecía involucrarse en actos ilegales, pero, esto tenía que admitirlo, nunca como ahora había logrado captar su atención. Sergio aún tenía algo de dinero en su cuenta bancaria, lo último que le quedaba y que no tardaría en acabarse. Si lo usaba para la multiplicación y todo salía bien, no tardaría en tener capital suficiente para montar algún negocio. Unas cuatro o cinco veces serían suficientes y de ese modo podría seguir haciéndose cargo de los gastos de su casa y abandonar el subempleo de mierda que tenía en ese momento para dedicarse de lleno a la escritura. Sí, lo merecía y es que finalmente no le estaba robando a nadie, sólo a «los malparidos del gobierno». En su pensamiento esa frase sonaba aún menos convincente que en la voz de David, pero decidió que seguía siendo útil para justificarse. Ahora bien, estaba la otra cara de la moneda, ¿por qué, si era tan fácil, David y Mauricio no lo hacían por su cuenta? ¿Para qué involucrar a más personas en un negocio que parecía tan sencillo y que era claramente tan rentable? Sergio había preguntado y la respuesta fue vaga y evasiva. 15 16 No todo lo que brilla es sangre Terminó por cansarse de sus propias cavilaciones y de las palabras sin fin de su amigo. —¡Ya, Carlos, no más! —espetó, cortante. El aludido detuvo su perorata en seco, sorprendido. Mina, que ahora yacía tranquila a los pies de Sergio, levantó la cabeza con curiosidad. —Perdón, hombre —se retractó Sergio sinceramente apenado—, es sólo que tengo hambre, después seguimos hablando de eso. Carlos sonrió complacido, de su mente no salía la multiplicación de los billetes y, por otra parte, sus deudas eran mucho mayores que las de Sergio, mucho más grandes que lo que cualquiera pudiera pensar, además le debía a gente muy peligrosa, pero también tenía hambre, entre otras cosas, llevaba un buen tiempo sin disfrutar una buena comida. —Tiene razón, comamos algo. Carlos miró a Sergio a los ojos y se sintió un poco culpable por la forma en que había conocido a David y Mauricio. Una verdad a medias era lo mismo que una mentira. Pero no mencionó nada al respecto, sabía que si Sergio se enteraba de quién era la «amiga», ni siquiera consideraría la posibilidad de hacer negocios con los dos hombres que acababan de irse. Pidieron a domicilio, arroz chino. Pagaron con el billete de cincuenta mil. No hubo ningún problema, el billete era auténtico. Ahora, claro está, persistía el dilema moral, pero Sergio no se mentía, esos dilemas se terminaban al mismo tiempo que la comida en la nevera. Sergio Valbuena Treinta años. Alto, delgado, de músculos fuertes, ojos miel, piel blanca, calvo por elección. En algún momento de su vida usó gafas, pero en realidad no las necesita, sólo pensaba que lo hacían lucir «interesante». Le gusta creer que es una buena persona. Casi todos los días se observa desnudo en el espejo y no puede evitar pensar en el lento e inexorable deterioro que el tiempo y las circunstancias le propinan a su semblante. H acía frío, mucho más que siempre. Sergio Valbuena levantó los ojos hacia el cielo de La Ciudad y sintió, por enésima vez en ese día, que era hora de volver a casa, pero, también por enésima vez, la visión del recibo de la luz y la incipiente sensación de vacío en su estómago lo persuadieron. —Hay que hacer lo que hay que hacer —se dijo en voz baja. Acomodó su chaqueta lo mejor que pudo y se aprestó a continuar. Era viernes y faltaban unos pocos minutos para las siete de la noche. Estudiantes universitarios y oficinistas caminaban en grupos buscando dónde ir de rumba. Sergio, quien para ese momento llevaba un poco menos de diez horas trabajando, los observaba con algo de envidia. 18 No todo lo que brilla es sangre Aunque nunca fue una persona muy dada a salir de noche y gastar plata en licor, le gustaba tener la posibilidad. Se consoló recordando que podría ser peor, por lo menos tenía algo de dinero. Según sus cálculos mentales no había sido un mal día, por el peso de su maleta creía que con algo de suerte podría tener unos treinta mil en monedas, eso sin contar unos cuantos billetes que también reposaban en la misma maleta. La visión de los billetes de cincuenta mil multiplicados por arte de magia quiso abordarlo, pero él, de manera deliberada, desechó el pensamiento. De eso hacía ya varios meses y, aunque a veces sentía un ligero arrepentimiento, pretendía sentirse orgulloso por no haber sucumbido a la tentación de invertir sus últimos ahorros en algo ilegal. En cuanto el semáforo cambió a rojo, tomó impulso de nuevo. Se acercó a una buseta que apenas llevaba unas pocas sillas desocupadas. Era perfecta, ni muy llena, ni muy vacía. Miró por la ventanilla al conductor, un hombre joven que lo observaba con gesto cansado y un deje de hostilidad. Tal vez esa hostilidad no era contra él, tal vez era contra el mundo entero, en cualquier caso, hizo que Sergio dudara por un instante. —Hermano, ¿me permite trabajar? —gritó a través del vidrio de la ventanilla cerrada, mostrando una colombina con su mano derecha, con la que pretendía ser un poco más convincente. El conductor no dijo nada, se limitó a volver a mirar al tráfico que tenía delante y con su dedo índice le negó la entrada. Quedaba claro que no le gustaban las colombinas. Sergio experimentó una ligera y familiar frustración, pero no había tiempo para nimiedades. Inmediatamente Alvaro Vanegas se dispuso a buscar otra buseta que pudiera servirle. Miró hacia el sur, pero sólo vio autos particulares. En el carril más lejano de la acera había otra buseta parecida a la primera, pero con al menos quince personas de pie. «Muy llena», pensó, y siguió caminando. Llevó su atención de nuevo al carril más cercano de la acera, vio un bus inmenso. «Tal vez», volvió a pensar, esta vez moviendo los labios en silencio, pero por experiencia sabía que esos buses constituían una pérdida de tiempo. Precisamente por su gran tamaño, la mayor parte de los pasajeros no lo escucharían y sencillamente seguirían con lo que fuera que estuvieran haciendo. Dejó el bus como última opción. En el carril central había una buseta a medio llenar, no parecía tan buena opción como la primera, pero algo podría hacer. Zigzagueó entre los carros, se acercó a la ventanilla del copiloto y dio tres golpecitos al vidrio. El conductor, un hombre de unos cuarenta años, de panza ingente y camisa abierta para lucir, con evidente orgullo, un pecho muy peludo y un crucifijo dorado colgando del cuello, lo miró inexpresivo. Sergio sólo mostró la colombina, convencido de que no necesitaría más para hacerse entender. Por unos segundos el conductor no hizo nada, sólo miró a Sergio a los ojos, como si estuviera tomando una decisión muy importante. Justo cuando el semáforo cambió a amarillo y Sergio estaba seguro de que también le negarían la entrada, con la cabeza, el conductor le señaló la entrada de atrás mientras de manera mecánica le abrió la puerta y volvía a mirar al norte, a la infinita Avenida Principal. Sergio corrió hacia la puerta, consciente de que disponía de unos pocos segundos antes de que el semáforo cambiara a verde. 19 20 No todo lo que brilla es sangre Al subir al vehículo, caminó, recuperando el aliento lentamente, hacia la parte delantera de la buseta, mientras echaba una mirada rápida a los pasajeros, haciendo un análisis relámpago e involuntario del público al que se enfrentaría. Depositó la colombina en el compartimento diseñado para el dinero de los pasajes y se tomó otro par de segundos para repasar su retahíla ensayada mil veces. Un último suspiro y, volviéndose hacia la gente que ya estaba mirándolo, habló asegurándose de proyectar bien su voz. Sabía lo importante que resultaba llamar la atención y evitar a toda costa que los pasajeros miraran hacia otro lado. «Buenas noches a todos y todas. (Pausa, esperando que alguien contestara el saludo. En esta oportunidad, tres personas lo hicieron, una abuelita y dos colegialas que no podían tener más de trece o catorce años). Gracias por contestar. Ante todo pido disculpas si a alguien le molesta lo que estoy haciendo, créanme que no es mi intención. Les aseguro que no me demoro. Mi nombre es Sergio y estoy desempleado. No les voy a decir que soy un drogadicto recién rehabilitado, o que tengo una enfermedad terminal; la verdad es que, gracias a Dios, mi drama personal no es tan grave, pero también tengo que comer y pagar arriendo y servicios, por eso decidí subirme a los buses a vender mis escritos». Como casi siempre, esta última frase captó la atención de varias personas, acostumbradas como estaban a que les vendieran maní, dulces o películas piratas. Con rapidez, pero con diligencia, Sergio inició la entrega a cada pasajero de un pequeño papel con un poema escrito. «Sé que esto es muy raro, que siempre nos venden comida o tocan guitarra y cantan boleros, pero igual les pido que, aprovechando este trancón, se tomen la molestia de Alvaro Vanegas leer lo que tienen en la mano; son cuatro escritos distintos, repartidos al azar». La mayoría de los pasajeros llevó sus ojos a las letras que tenían en sus manos. Algunos, en especial las mujeres, sonrieron. Sergio sintió una calidez muy agradable en su estómago, algo muy parecido a la felicidad por la implícita aceptación que esas sonrisas suponían, sensación que no desapareció ni siquiera con la fría indiferencia de uno que otro pasajero. «Ese papelito que tienen en la mano sólo vale doscientos, pero, si quieren llevar los cuatro escritos, entonces la inversión será solamente de quinientos. Si lo piensan bien, no es nada caro y uno de esos poemas les puede servir para su próxima conquista». Risas generales. «Eso es todo por ahora, mil gracias a aquellos que me puedan colaborar y a todos por escucharme, que tengan un buen viaje». Sergio caminó por el pasillo central del bus mientras tomaba lo que los pasajeros le entregaban. Casi todos le devolvieron el papelito, pero varios le pasaron una moneda de doscientos pesos. Las dos colegialas, que lo miraban con una sonrisa que parecía más de pesar que de solidaridad, le entregaron quinientos pesos. «No me tengan lástima, niñas», quiso decirles, pero recogió el papelito con una sonrisa y les entregó el librillo compuesto por los cuatro poemas. —Muchas gracias. Se sentó en una de las sillas traseras y miró por la ventana. El bus sólo había avanzado unas cuantas cuadras, iba pasando por la esquina de la Iglesia de las Adoratrices, una de las esquinas más concurridas de La Ciudad y, por lo tanto, con más vendedores de todo tipo, incluyendo aque- 21 22 No todo lo que brilla es sangre llos que, al igual que Sergio, ofrecían sus productos en los buses. —Bendito trancón —murmuró cerrando los ojos y decidió esperar un poco para bajarse en un semáforo menos competido. Se desperezó y tomó un poco de aire, cayendo en la cuenta de que tenía un hambre enorme. No había comido nada desde el desayuno, y después de todo el día corriendo, hablando y aguantando las airadas reacciones de algunos conductores y pasajeros, estaba agotado y moría por una buena comida caliente. Sergio visualizó a su mamá, que seguramente también tendría hambre y sonrió al imaginarse su rostro cuando llegara con el dinero suficiente para pagar el recibo de la luz y comer algo. «La vida no está tan mal», reflexionó, con una agradable sensación de sosiego, disfrutando el simple hecho de tener los ojos cerrados sin sentirse preocupado por su futuro próximo. En ese momento sentía que todo saldría bien, que de una u otra forma lograría salir del bache en el que se encontraba. Escuchó un grito femenino. Alarmado, abrió los ojos y vio a un hombre con una navaja que amenazaba a una de las pasajeras ubicada en una de las primeras sillas de la buseta. Luego escuchó algo que no logró entender del todo, pero intuyó que esa voz se dirigía a él. Miró la entrada de atrás, a dos escasos metros de donde estaba sentado, por donde él, unos segundos antes pensaba salir. Un hombre de no más de veinte años, lo miraba con un miedo mal disimulado mientras sostenía un cuchillo oxidado en actitud de estar dispuesto a clavarlo en cualquier parte. Sergio, que no podía evitar tener ese tipo de pensamientos, se imaginó la hoja de aquel cuchillo ocupando el espacio de una de sus cuencas oculares. Un pánico repentino le atenazó el pecho. Alvaro Vanegas —¡Qué me entregue esa maleta, gonorreíta! —repitió el atracador. Su compañero caminaba por el bus recibiendo teléfonos celulares, billeteras, joyas. Sergio seguía sin atreverse a hablar o reaccionar de cualquier manera. Sólo miraba alternativamente a Cabrón Uno, el que lo amenazaba con la navaja, y a Cabrón Dos, el que recorría el bus. Pudo ver, en la entrada principal, a otro hombre, éste más viejo que sus dos compañeros, vigilando. Cabrón Tres tenía aspecto de ser el jefe de la banda. —Este hijueputa como que se quiere hacer matar —gritó ahora Cabrón Uno, llamando la atención de sus colegas. Sergio dio una rápida mirada afuera, esperando sin esperar que algún transeúnte notara lo que pasaba e hiciera algo. Pero eso no sería posible, los superhéroes sólo existen en las películas, en la vida real nadie puede hacer nada, nadie quiere hacer nada, a nadie le importa. Agarrando con fuerza la maleta, sin notar siquiera que aún tenía los papeles en la mano y que los estaba arrugando, Sergio observaba como Cabrón Dos, orgulloso portador de una cicatriz que le atravesaba la mejilla derecha hasta el mentón y le daba un aire de matón de película ochentera, se sentaba a su lado y le hablaba con una tranquilidad pasmosa, acentuando el miedo que sentía Sergio, pero, irónicamente, sacándolo de su estupor. —Entregue pues la maleta gomelito de mierda, no se va a hacer joder por esa pendejada. —¿Gomelito yo? —preguntó Sergio, consciente de que era mejor no decir nada. —Entréguesela —pidió una mujer de unos treinta años y remató sollozando—, ¡por favor! Sergio la escuchó, pero no le encontró sentido alguno a esas palabras. 23 24 No todo lo que brilla es sangre Cabrón Dos soltó una risotada y acercó la punta de la navaja al cuello de Sergio. —¿Entonces qué, gomelo? ¿Se va a hacer joder? Sergio sopesó sus posibilidades. En su mente revolucionada visualizó dos opciones: la primera, entregar la maleta y perder, entre otras cosas, el trabajo de todo el día. La segunda, resistirse y aferrarse con absurda terquedad a la mínima, casi nula posibilidad que tenía de salir ileso. Sólo se trataba de una maleta vieja y una cantidad irrisoria de dinero, pero el hambre hacía difícil la elección. Todo adquirió una repentina claridad cuando Sergio vio, tan lejos y tan cerca a un tiempo, a Cabrón Tres, apuntándole con un arma de fuego. El cañón de la pistola parecía medir varios metros y llegar justo delante de sus narices. —¡Hágale, hijueputa! —gritó el hombre, moviendo de arriba abajo el arma. Lucía muy inestable, la clase de loco que apretaría el gatillo sin darse cuenta. Una de las colegialas miró a Sergio con los ojos abiertos, llenos de un pánico imposible. La otra mantenía su cabeza agachada, mirando el piso, llorando. El resto de los pasajeros pugnaban por parecer tranquilos y mantener los ojos hacia el frente. Por alguna razón, la más calmada parecía ser la viejita, Sergio ni siquiera entendía por qué se fijaba en ese detalle. El conductor, refugiado en su cabina, actuaba como si no se diera cuenta de nada, era una grandiosa actuación. Muy a su pesar, Sergio lo dudó durante otro par de segundos, lo suficiente para que la navaja se clavara en su cuello y dejara salir un hilo de sangre tibia y persuasiva. Entregó el bolso mientras pensaba, con el rostro de su madre fijo en su mente y el vacío en su estómago apremiando sin Alvaro Vanegas tregua, «¿y qué carajos vamos a comer hoy?». Alrededor de cuarenta cuadras lo separaban de su casa. Las hubiera caminado sin problema, no sería la primera vez, pero lo sucedido lo había dejado sin ganas de hacer nada y ahora esas cuarenta cuadras se le antojaban una distancia prácticamente insalvable. «Por lo menos se me quitó el hambre», pensó, intentando sin mucho éxito prodigarse un poco de alivio y olvidar el dolor que sentía en aquel punto de su cuello donde la navaja había entrado. Después del atraco, los tres hombres abandonaron el bus corriendo en distintas direcciones. Sergio recordaba con claridad la sensación de rabia e impotencia, las miradas asustadas de todos los pasajeros, las palabras atropelladas y, en especial, la expresión ausente del policía que acudió a tomar las declaraciones. Eso supuso perder media hora más de su día. Jamás encontrarían a esos tres atracadores y, si los encontraban, tampoco serviría de nada. Se precisaría una acusación formal de parte de alguno de los afectados y seguramente el miedo impediría que alguien se atreviera. Ahora Sergio estaba sentado en un pequeño muro frente a un bar del que se escapaba una canción bailable a un volumen estridente. En sus manos permanecían varios trozos de papel con sus poemas, lo único que le habían dejado. —No puede ser —dijo en voz baja con los ojos muy abiertos cuando recordó que, entre otras cosas, como su teléfono celular, también le habían robado su cuaderno de anotaciones. Sus delirios de gran artista lo obligaban a llevar siempre consigo algo con que escribir, pues la musa podía atacar en cualquier momento. Ese cuaderno estaba lleno de ideas, buenas ideas según su propio criterio. El desasosiego aumentó. Visualizó a los tres hampones leyéndolo y burlándose de él. El desconcierto transmutó en ira. 25 26 No todo lo que brilla es sangre Ahora la idea de sucumbir ante la tentación de hacer algo ilegal no le parecía tan mala. La balanza moral perdía el equilibrio. Por lo menos no le robaría a gente a la que incluso podría quedarle sólo el dinero de los transportes del mes. Le robaría a los bancos, quienes a su vez robaban todos los días a sus usuarios. Sí, en ese momento lo hubiera hecho si pudiera. El problema radicaba en que ya no tenía dinero para invertir. Apenas si conseguía todos los días para que él y su pequeña familia no se acostaran con hambre. Le sabía a mierda la vida. Se arrepintió como nunca de no haber actuado cuando se le presentó la oportunidad. Miraba a los universitarios y sus sonrisas alicoradas entrar y salir, caminar de un bar a otro, contar chistes y reír, comer perros, hamburguesas y pizzas con una expresión que hacía suponer que no tenían un problema en su vida. Sergio recordó fugazmente su época de universitario, consciente de que lo más probable era que él también, en ese tiempo, tuviera esa expresión. ¿Qué expresión tendría ahora? ¿Cuál sería su semblante? Por la poca atención que recibía de los demás consideró la posibilidad de haberse vuelto invisible, lo cual, reflexionó, no estaría mal. Transcurrieron varios minutos en los que no se movió, aunque sabía bien que, tarde o temprano, tendría que volver a su casa y enfrentar la condescendencia de su madre. Una mujer pasó a su lado, mirándolo con atención. Sergio sintió el peso de su mirada, pero no le dio importancia hasta que escuchó, de los labios de aquella mujer, su propio nombre. —¡Sergio! —dijo ella con un entusiasmo que casi sonó forzado. Él sintió una punzada de pánico inexplicable, pero sólo duró un momento. Miró a la mujer y al principio no la re- Alvaro Vanegas conoció. Era muy bella, de piel negra, alta, pelo ondulado y unos ojos color marrón vivaces y brillantes. Al parecer estaba sola. —¿Cómo estás? —Continuó ella con el mismo entusiasmo— ¿Qué haces? Sonó como una pregunta retórica, pero de verdad lucía extrañada. Por fin, Sergio la reconoció, era Diana Meneses, su ex novia. —Esperando a una amiga —se apresuró a mentir Sergio, sin entender exactamente el motivo para hacerlo y, sobre todo, por qué había escogido precisamente esa mentira, tan digna de una comedia gringa. —Bueno, pero eso no te impide saludarme como se debe, ¿o sí? Sergio dudó. No sabía a qué se refería. Por un momento se le cruzó por la mente abrazarla, pero se contuvo. Diana, en cambio, no lo pensó más y se colgó de los hombros de Sergio con la confianza que sólo cinco años de noviazgo y otros dos de amistad antes de eso podían dar. Sergio recibió el abrazo, sorprendido y agradecido. Al principio no supo qué hacer, pero luego de un breve segundo lo correspondió, sintiendo las curvas de su ex novia, pensando en si ella estaba así un año atrás cuando terminaron la relación. —¿Y esto? ¿Qué te pasó? —preguntó Diana. —¿A mí? Nada, ¿por qué la pregunta? —Tienes sangre en el cuello de la camiseta. Sergio cayó en la cuenta de lo que pasaba. Instintivamente se tapó el cuello con una de sus manos. —No, no es nada, un accidente, eso es todo. —Entiendo —replicó ella, dándose por vencida ante la renuencia de Sergio. 27 28 No todo lo que brilla es sangre Él se sentía muy incómodo. No seguía enamorado de Diana, pero ella representaba todo aquello que había decidido dejar atrás y que, en días como ése, le pesaba toneladas. Poco menos de dos años atrás, Sergio trabajaba como realizador en uno de los canales de televisión más prestigiosos de El País. En El Canal ganaba cerca de tres millones al mes, más de seis veces lo que ganaban la mayoría de los habitantes de El País con la «suerte» de tener un trabajo. Era bueno en lo que hacía, y Diana, editora del mismo canal, constituía el complemento para hacer de su vida algo casi perfecto. Pero Sergio, eterno soñador, romántico empedernido, idiota idealista, no estaba satisfecho. Su trabajo, en sus propias palabras, no lo llenaba, lo que realmente añoraba era convertirse en escritor. Su obsesión con el asunto y el poco tiempo libre que le dejaba su trabajo y su relación con Diana, lo llevaron a tomar la decisión de renunciar, a pesar de los vanos intentos por parte de su novia, su madre y sus amigos para que no cometiera semejante estupidez. A una mala decisión suelen seguirle otras más, y, unos meses después de haber renunciado a su trabajo, a punto de quedarse sin un peso y con el agua casi al cuello, decidió serle infiel a Diana con una mujer que conoció en un bar, con la que cruzó unas pocas palabras y que quedó prendada de ese halo de misteriosa seguridad que despedía Sergio, halo que cualquier otra persona que conociera su historia, hubiera llamado no tener dónde caerse muerto y seguir soñando con castillos de colores. El problema residió en que la mujer furtiva protagonista de su desliz resultó ser prima de Diana y, después de una serie de infortunadas coincidencias, la verdad salió a flote. De eso hacía poco menos de un año y desde entonces Sergio no volvió a ver a Diana. Su sentido común —o su Alvaro Vanegas orgullo, para efectos prácticos era lo mismo— le impidió buscarla o llamarla. Ahora se la encontraba por casualidad en una calle de una ciudad inmensa, con millones de habitantes, en el peor momento imaginable y ella actuaba como si nada hubiera pasado. «Vida hijueputa», pensó, mientras la abrazaba. El abrazo duró apenas seis segundos, es decir, tres más de lo que Sergio hubiera querido. Ahora ella lo miraba con una sonrisa radiante, haciéndole recordar las razones por las que se había enamorado. Sintió un ligero cosquilleo en el estómago, muy probablemente el hambre estaba volviendo, en cualquier caso era eso lo que quería creer. —¿Cómo estás? ¿Qué hay de tu vida? —atacó ella. O eso fue lo que sintió Sergio, un ataque. —Mi vida va bien —respondió él, con un ligero tono de inusitada agresividad que no pudo evitar—. ¿Cómo va la tuya? ¿Sigues en El Canal? —Sí, sigo, hace poco me ascendieron, ahora soy jefe de edición. Sergio pensó en las obvias felicitaciones que comúnmente seguirían a una noticia como ésa, pero lo cierto era que había sido un golpe directo a su ego y, a causa del esfuerzo de mantenerse inmutable exteriormente, no logró musitar palabra. Diana volvió a hablar. —¿Y esos papeles? —preguntó, observando las manos de Sergio. —¿Papeles? Pero antes de que Sergio pudiera reaccionar, Diana tomó uno y empezó a leer en voz alta: «Sólo espera un segundo, guarda este par de besos que dejo libres para que se pierdan en tu aire…» Diana se detuvo un segundo para mirarlo. Sergio tuvo la absoluta certeza de que ella recordaba que esas palabras 29 30 No todo lo que brilla es sangre habían sido escritas originalmente para ella. Se le ocurrió que lo más conveniente era pensar en una buena excusa para llevar esos escritos en la mano. Por un instante le quiso decir la verdad, pero el impulso se diluyó conforme ella seguía leyendo. «…sólo aguarda, inhala profundamente, respírame por un instante y siente mi piel en la distancia, reclamándote…» «Qué cursi», pensó Sergio, percibiendo como aquellas líneas escritas tanto tiempo atrás adquirían otra dimensión cuando eran leídas en voz alta, y por ella precisamente. Diana no se detuvo, en su rostro, una expresión que Sergio no lograba descifrar. «…sólo detente un segundo, diez segundos, un minuto, percíbeme en la yema de tus dedos, en tus lóbulos, en tus comisuras, en cada uno de tus poros. Sólo observa la nada, dibújame con tus ojos que yo te estoy dibujando con los míos. Sonríe en silencio y escucha mi voz flotando muy cerca de ti. Deja que un escalofrío inesperado te sacuda…» Volvió a mirarlo brevemente, sonriendo. Sergio sintió un leve escalofrío. «…sólo continúa siendo mi musa una y mil veces y, sin pensarlo más, entrelázate con las sílabas que escribo. Y sé paciente, aunque tengo la secreta intención de nunca encontrarte, te sigo y te seguiré buscando». Diana siguió mirando el papel por unos segundos, como si estuviera buscando algún mensaje oculto entre líneas. Finalmente miró a Sergio a los ojos. Él la miró a su vez, controlando a duras penas un deseo casi insoportable de bajar la mirada, de salir corriendo; si era posible, desaparecer. —¿Y esto? —preguntó ella. —Pues… Alvaro Vanegas —Qué bello escrito, ¿es una canción acaso? —volvió a hablar Diana, sonriendo. Sergio se atragantó con la mentira que pretendía soltar. Abrió y cerró la boca, confundido. —No —respondió por fin—, lo escribí yo. —Pues es muy bonito —Sergio siempre había odiado esa palabra, «bonito», un apelativo hipócrita y solapado. Diana lo sabía, o así era antes de sufrir esa amnesia selectiva que a Sergio se le antojaba impostada—. Parece una canción —continuó ella—. ¿Qué estás haciendo con esto? —preguntó, llevando de nuevo sus ojos a las manos de Sergio. Él guardó apresurado los demás papeles en uno de sus bolsillos. —Es parte de un libro de poemas que estoy recopilando, eso es todo. Pero Diana lo observaba inquisitiva. Estaba claro que no le creía una palabra. «Pues te tengo una noticia», pensó él, «tampoco creo que hayas olvidado que esto lo escribí para ti». —A propósito, ¿cómo vas con tus escritos? ¿Ya publicaste algo? Otro ataque, y éste era más que evidente. Sergio tragó saliva. —¿Tú qué crees? —contestó en un tono desafiante. —Entonces estás ocupado —dijo ella, cambiando de tema de manera intempestiva. —¿Ocupado? —respondió— ¿Por qué lo dices? — agregó, cayendo en cuenta de su error un segundo después de haber hablado. —Dijiste que estabas esperando a alguien —dijó Diana, enarcando las cejas de ese modo tan sensual que Sergio creía 31 32 No todo lo que brilla es sangre haber olvidado. Una imagen repentina del contraste de su propia piel desnuda y la de ella lo atacó por la espalda. —Sí, claro —se apresuró a contestar—, seguro no demora en llegar. —Pues nada, hablaremos otro día entonces. Que te vaya bien con tu amiga y con tu libro de poemas. —Gracias… supongo. Que te vaya bien también. Sergio observó a Diana darle la espalda y alejarse. Ella caminó unos metros y volteó la mirada. Eso era todo lo que Sergio necesitaba, el empujón definitivo. —Oye —repuso—, acabo de perder el celular y perdí mis contactos, dame tu número por favor. —¿En serio quieres mi número? ¿Para qué? Sergio no estaba seguro de si la pregunta era retórica y, deliberadamente, ignoró la agresividad implícita en sus palabras. —Me acabas de decir que hablemos después… podríamos tomarnos un café. Diana lo miró con una sonrisa que nada tenía que ver con la aparente molestia que había visto antes, una sonrisa que a él, en ese momento, se le antojó perfecta. Se acercó de nuevo y escribió en una hoja lo que le había pedido. Después de todo resultó siendo un buen día. Sergio trabajó en tres buses más y logró dos cosas: primero, acercarse lo suficiente a su apartamento como para que la caminata no fuera un problema; segundo, reunir un poco de dinero, suficiente para comprar pan, panela, dos huevos y comida para Mina, la pitbull que lo recibiría batiendo su cola con alegría, llevara o no llevara comida. Camino a su casa notó algo extraño en su rostro. Se detuvo un momento. Alvaro Vanegas Era una sonrisa. Odiaba admitirlo, pero, desde el momento en que se había despedido de Diana, no había parado de sonreír. Prefirió no pensar en las razones de tan inusitado comportamiento y reanudó su camino. Una cuadra antes de llegar a la puerta del edificio, ubicado sobre la calle de los Dolores, en pleno centro de La Ciudad, un travesti que, gracias a unos tacones de por lo menos diez centímetros, lo superaba en estatura, le cortó el paso. Sergio se detuvo en seco, y miró el rostro maquillado con expresión seria y ligeramente contrariada. —¡Me asustó, Cintia! —reprochó Sergio. —¿Qué le pasa, papito? ¡Nada de nervios! —dijo ella con ese tono impostado tan característico. —Venía pensando en otra cosa. —¿Y por eso trae esa carita de idiota? —preguntó ahora Cintia, con tono amigable y sonriendo. Sergio la miró por un segundo, procurando lucir severo, pero Cintia le caía muy bien y terminó sonriendo también. El travesti lo abrazó por la cintura y caminó con él la última cuadra que lo separaba del edificio donde vivía. Sergio, quien al principio, cuando estaba recién mudado a ese apartamento, unos meses atrás, se sentía bastante incómodo con la cercanía de Cintia, ahora disfrutaba de su compañía. —¿Todo bien, papasito? —Todo bien, tonterías que pasan todos los días —¿Pero nada grave? —preguntó Cintia, sinceramente interesada. —Nada grave, Cintia, sólo tengo que dejar de pensar tanto. —Entonces acompáñeme a la pieza —dijo ella, en un 33 34 No todo lo que brilla es sangre tono que pretendía ser irónico—. Yo lo hago olvidar de cualquier cosa. —Mañana —repuso Sergio, repitiendo la misma respuesta que profería cada vez que el travesti le hacía algún tipo de insinuación. —Pero que sea un trato, ¿estamos? —Claro que sí, Cintia —dijo él, buscando en sus bolsillos las llaves para entrar al edificio. Cintia se acercó y le plantó un beso en la mejilla. Se alejó mirándolo y dejando tras de sí el fuerte aroma de su perfume. —Se me cuida todo eso, ¿bueno, ricura? Sergio soltó una breve carcajada y habló mientras abría la puerta. —Usted también, Cintia. Por la sombrita. Observó por última vez en ese día a Cintia contoneando su cuerpo curvilíneo. Una cintura y unas nalgas que podrían engañar a cualquiera. Se descubrió pensando «¿será?», pero, claro, eso era algo que jamás se atrevería a admitir. Olvidó esos pensamientos en un segundo y subió las escaleras hasta el cuarto piso, mientras terminaba de decidir si le contaría a su madre sobre el robo. Mina, la pitbull, lo recibió como siempre, con sincera efusividad. Sergio no pudo hacer más que aceptar tanto cariño con caricias en el lomo, un ritual que se repetía todos los días, era imposible ignorarla. Mina estaba constituida por treinta kilos color chocolate con blanco de puro amor y músculos. Sergio fue directamente a la cocina, donde Rosa, su madre, fumaba un cigarrillo. Sergio no comprendía cómo se Alvaro Vanegas las arreglaba Rosa para tener siempre dinero para cigarrillos y en ocasiones no poder comprar ni papel higiénico. Era uno de esos misterios en los que prefería no ahondar demasiado. En esta ocasión no hizo alusión al asunto, optó por soltar un lacónico «hola, mamá» mientras dejaba la bolsa de la comida sobre el mesón junto a la estufa. Rosa lo recibió con una buena noticia, después de saludarlo de la misma manera lacónica. «Conseguí lo del recibo de la luz, ya lo pagué » —dijo en tono neutral. A Mina la noticia parecía tenerla al borde de un colapso. Movía el rabo a una velocidad que parecería imposible para un perro, un poco más y se elevaría por los aires. Sergio la observó sin sorpresa, «este animal está demente», pensó por millonésima ocasión. —Qué bueno —respondió sin mirar a su mamá—. A mí me atracaron hoy —espetó casi sin darse cuenta. A veces no entendía cómo funcionaba su cabeza. La idea era preguntarle cómo había hecho para conseguir dinero, pero, por alguna razón, lo del robo se le salió, no pudo evitarlo. En todo caso se sintió un poco mejor, sólo un poco. Su madre tardó en reaccionar, posiblemente no acababa de entender lo que Sergio había dicho. —¿Qué? —Espetó por fin casi gritando— ¿Estás bien? ¿Qué te quitaron? «Ésa es mi mamá» se dijo Sergio, «primero me preguntó si estoy bien». —No me pasó nada, má —dijo levantando la mirada; observó a su madre, congestionada— sólo fue el susto. Me quitaron la maleta con todo lo que tenía precisamente en el que iba a ser el último bus del día. Afortunadamente me quedaron unos cuantos poemas en las manos y con eso me 35 36 No todo lo que brilla es sangre pude devolver y comprar esto —sacó de las bolsas las pocas provisiones. —Esta ciudad está cada vez peor. —Qué original, má —Sergio ahora sonreía abiertamente. —No entiendo de qué te ríes —reprochó ella, pero también sonrió. —Tenemos dos opciones, quejarnos de lo mal que está La Ciudad, El País y el mundo entero o reírnos del asunto. Ninguna de las dos opciones solucionará nada, así que yo elijo reírme. Si lo piensas bien, es bastante cómico, te sugiero que hagas lo mismo —Sergio estaba más que sorprendido por su nueva actitud, era obvio que el encuentro con Diana Meneses había impactado en él mucho más de lo que creía. —No le veo lo gracioso —repuso Rosa, pugnando por contener la risa—. ¿Qué trajiste? —Panela, pan y huevos... y comida para Mina. —Pues te tengo otra buena noticia, me sobró para hacerte un sudado de pollo y Mina ya comió, así que podemos dejar lo que trajiste para mañana. Sergio sintió, sorprendido, como el hambre volvió de improviso, bienvenida era. Se agachó para consentir a Mina; en ese momento se sentía muy bien y le pareció la oportunidad perfecta para demostrarle a su amiga cuadrúpeda que también la quería. La abrazó y jugó con ella por un par de minutos. Mina casi parecía sonreír. —Ésa sí que es una buena noticia, mamá. —Pero te tengo una que no es tan buena —replicó ella, bajando la mirada al cenicero y apagando el cigarrillo. —Obviamente. Siempre hay algo. Dime de una vez, a Alvaro Vanegas ver si disfruto la comida —Sergio se incorporó y prendió los fogones para calentar su comida. —Hoy vino don Eulalio. —Mierda —masculló Sergio. —Y está furioso —anunció Rosa, sin levantar la mirada del cenicero. Don Eulalio era el dueño del apartamento donde vivían. Un apartamento grande y cómodo, que databa de la época, muchos años atrás, en la que aquel barrio era uno de los mejores lugares imaginables para vivir en La Ciudad. Ahora había sido declarado zona de tolerancia y el panorama que dominaba sus calles estaba muy lejos de ser una postal turística. En esos días era imposible caminar unos metros sin encontrarse con una prostituta semidesnuda ofreciendo sus servicios o un delincuente de poca monta intentando vender alguna clase de alucinógeno. La amalgama de aromas que se percibían con sólo ir a la tienda de la esquina era rica y variada. Iban desde la marihuana hasta la mierda de indigente, pasando siempre por el perfume barato recién aplicado. La energía que se sentía en cada rincón del barrio era de miedo y repulsión. Un buen lugar para vivir. Todo esto provocó que los arriendos, incluso en un apartamento como el que estaban ocupando Sergio, Rosa y Mina, de ciento cuarenta metros cuadrados, con cuatro habitaciones inmensas y tres baños, bajaran estrepitosamente. Pocas personas estaban dispuestas a soportar la constante zozobra de saber que en cualquier momento podían recibir un navajazo por no regalar una moneda o por cruzarse con la persona equivocada en el momento equivocado. Por otro lado, un alquiler barato también resultaba excesivo cuando no se tenía un ingreso de, por lo menos, un sueldo mínimo. Ya eran cuatro meses en los que no habían 37 38 No todo lo que brilla es sangre podido pagar los cuatrocientos mil correspondientes al canon de alquiler, razón más que suficiente para que don Eulalio estuviera furioso. Habían buscado inquilinos para los dos cuartos sobrantes, pero a Rosa, siempre de gustos tan refinados, nadie le parecía confiable. —Ha sido un día largo, má, ¿te parece si seguimos hablando de esto mañana? —pero ya imaginaba su computador en la vitrina de alguna casa de empeños. No le darían mucho, alcanzaría apenas para calmar un poco a don Eulalio y ganar algo de tiempo. Esa noche, en su cuarto, sentado frente al televisor encendido, el mismo que se había negado a empeñar, aunque había estado a punto de hacerlo en varias ocasiones, saboreaba la comida preparada por su mamá y mantenía la imagen del rostro de Diana en su cabeza mientras sentía, una vez más, que todo se arreglaría. Era hora de que empezara a aceptarlo, aún sentía algo por ella. —¿Y qué? —Le increpó al televisor— Ése es mi problema. Además, no pienso hacer nada al respecto. Miró a Mina, acostada en el suelo junto a su cama. La perrita le devolvió la mirada levantando un poco su cabeza, pero luego, desinteresada, volvió a dejarla apoyada cómodamente en el piso de madera y dejó salir un profundo suspiro que a Sergio le sonó a: «no engañas a nadie». Su mente, siempre tan voluntariosa, quiso recordarle la muerte de su padre y su hermana a causa de un auto fantasma. Se sacudió aquellos pensamientos justo a tiempo, pues sabía lo que venía después: un largo episodio de autocomplacencia y victimización. —A la mierda con todo —murmuró él volviendo a mirar el televisor. En ese momento decidió que no empeñaría su computador—. Algo tiene que pasar que nos saque de esto. E speramos que haya disfrutado esta muestra de No todo lo que brilla es sangre del escritor colombiano Alvaro Vanegas. Lo invitamos a que comparta y difunda esta muestra, logrando así que la lectura sea una forma de entretenimiento masivo. Igualmente, si quiere conocer la obra completa haga click aquí.