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2D V I D A : E l N o r t e : Domingo 19 de Diciembre del 2004 P E R FI L ES H I S TO R I A S Editora: Rosa Linda González Email: [email protected] Patricia Murguía rodeada de los pequeños a los que apoya. E l Sol rabioso de esa tarde de marzo laceraba el asfalto. Como anestesiada por sus rayos, una pequeña de carita sucia permanecía sentada en la banqueta, mientras su hermano, apenas un poco mayor, intentaba vender chicles entre los automovilistas que se detenían en la luz roja del semáforo, sobre Zaragoza y Constitución. La madre de ambos serpenteaba entre los coches, llevando en brazos a un bebé de cabellos tiesos de mugre. Patricia Murguía cuenta que se conmovió al verlos. Avanzó unas cuadras, estacionó su auto y volvió para hablar con la mujer. Así se enteró que el marido era un drogadicto y los obligaba a ganarse el sustento en las calles. “Le pregunté dónde dormían y me respondió que les prestaban el suelo de una cantina. Le dije que íbamos a abrir una guardería y podíamos cuidar a sus dos niños más grandes si nos daba autorización”. Al principio, la señora se mostró desconfiada. Entonces, Patricia se identificó con las credenciales del Centro de Adaptación e Integración Familiar, A.C. (CAIFAC), que recién despegaba y le propuso que ella misma llevara a sus hijos a la dirección que le anotó. Al día siguiente lo hizo. Ésos fueron los dos primeros niños abrazados por la obra que Patricia, Santiago Escamilla y Arturo Moreno, cimentaron desde 1999, y que nació de algo tan espontáneo como una charla. E llos aguardaban su turno en el consultorio oftalmológico, y el entonces reciente caso de una niña, violada por su padre, y golpeada por su madre, hasta dejarla en estado de coma, los envolvió en una plática que sonaba a reclamo de conciencia. ¿Por qué no responder al clamor de las pequeñas víctimas de la violencia, si tanto les indignaban los hechos? ¿Qué estarían sufriendo los niños abandonados o expuestos a la negligencia de sus padres? ¿Qué tipo de jóvenes y adultos serían en el futuro? Patricia, contadora de profesión; Santiago, dueño de una compañía de transportes; y Arturo, gerente de otra empresa de transportistas, se conocían de años atrás. No era la primera vez que experimentaban preocupación ante la problemática. Sin embargo, las ideas se quedaban girando en el pensamiento, no más. Aquella tarde de junio de 1998 fue diferente. Estaban decididos a entrar en acción. No hubo el tiempo suficiente, ni el lugar era el adecuado para concretar algo, pero la inquietud los acompañó a casa, y al otro día se comunicaron por teléfono. Acordaron reunirse en una bodega que desde entonces se convirtió en su centro de planeación. Ahí estimaron presupuestos e intercambiaron opiniones. Coincidieron que si deseaban rescatar de su entorno a los niños maltratados o en desamparo, debían echar a andar una asociación civil, alguno tendría que renunciar a su empleo para dedicarse de tiempo completo a la tarea, y los otros dos apuntalarían el arranque. Al colocar en la balanza las circunstancias personales, Patricia parecía la indicada para mantenerse al frente de la obra. Separada de su marido, y con Karla Patricia y Alberto Oliveiro a punto de casarse, se encontraba libre de compromisos, a diferencia de Santiago y Arturo, cabezas de familia, con hijos en etapas de educación básica y universitaria. “No lo pensé dos veces. Yo dije: sí, me salgo de trabajar”, platica satisfecha, con la calidez reflejada en el rostro y en la voz. “Nada más les pedí un plazo de seis meses para cerrar el año fiscal contable en el centro médico donde estaba, y que contrataran a mi relevo”. En realidad, dice que no se detuvo a pensar qué sucedería si la obra fracasaba, o si el apoyo prometido no fluía, pese a no contar con el respaldo de una pensión, inversiones o ahorros personales. “Confié, simplemente”, comparte con serenidad esta mujer de 49 años, trigueña, de anteojos, y cabello negro y lacio, a los hombros. Dos años y medio de un matrimonio tortuoso, del que la rescataron sus padres y hermanos le dieron fuerza para emprender la aventura. “Afortunadamente, mis dos bebés no se dieron cuenta del maltrato físico, psicológico Una labor amor de POR MARÍA LUISA MEDELLÍN • FOTO: JUAN MANUEL SÁNCHEZ Todo empezó con una guardería y 8 niños; ahora, el Centro de Adaptación e Integración Familiar atiende a 315 pequeños distribuidos entre escuela, comedores, guarderías y casas hogar y verbal al que nos sometió mi ex marido, pero, y los niños que sí lo sufrían, o los que vivían el abandono, había que decirles: tú puedes, aquí te apoyamos”. Con más sentimiento que experiencia se lanzaron a abanderar el Centro de Adaptación e Integración Familiar, A.C., y a su entusiasmo se unió media docena de amigos. “El aprendizaje y la preparación vinieron poco a poco, pues las personas e instituciones que consultábamos nos prevenían de buena fe acerca de la responsabilidad tan grande que era el trabajar con menores”, menciona Santiago. “La asesoría legal es básica, nos decían, los podrían acusar de secuestro si la mamá, asesorada maliciosamente, se lo propone. Otros insistían, si ya está el DIF, mejor atiendan a los ancianos o hagan otra cosa. Y qué tal si se les enferma un niño, los demás se van a contagiar, cómo le van a hacer para atenderlos. Aún así, decidimos continuar”. Sin duda, la pregunta más difícil fue por dónde comenzar. Lamentablemente, el maltrato hacia los menores era y sigue siendo un campo demasiado fértil. Los casos de la nota roja y los que llegaban a sus oídos en voz de amistades o conocidos, apuntaban con insistencia hacia la colonia Rafael Ramírez, en Ciudad Guadalupe; ese parecía un buen punto de partida. En enero del 99 aplicaron encuestas en el sector, y de cada 10 mujeres que contestaron, siete afirmaban sufrir violencia física, psicológica o verbal, junto con sus hijos, o eran madres solteras y no tenían dónde dejar a sus pequeños para ir a trabajar. “El 5 de abril empezamos con 8 niños. Bueno, primero con dos desde unas semanas antes, los de la señora que pedía dinero entre los coches por Zaragoza y Constitución”. Santiago aún recuerda que Patricia tardó dos horas para asear a esos chicos y desenmarañarles el cabello. “Desgraciadamente, el niño sólo duró dos años con nosotros, estaba muy acostumbrado a las calles y su mamá se lo llevó. Tendrá apenas unos 11 años. Sabemos que ha delinquido y se droga con el papá. Hemos hecho esfuerzos para que regrese, sin éxito”, cuenta Patricia. “A la mamá la apoyamos y se había alejado del esposo, pero volvió con él y nos dejó en la casa hogar a la niña que ya tiene 10 años, y al bebé que cumplió los 7, viene a verlos muy contadas veces, pero ella también cayó en el alcohol y las drogas”. Si buena parte de la experiencia ha sido la de madres que buscan mejorar la situación de sus hijos y la propia, también se han encontrado con otras que protegen al marido, incluso en perjuicio de los menores. “Tuvimos el caso de una señora que nos amenazó cuando probamos que su cónyuge abusaba de dos de sus hijos. Ellos estaban en nuestra guardería y nos contaron del abuso, nosotros procedimos a presentar la denuncia y el hombre fue a la cárcel”. Alejandro Morton, director de Protección al Menor y la Familia del DIF, refiere que en el pasado se trabajó con Caifac y hasta la fecha no se han reportado irregularidades, ya que los pequeños permanecen ahí con el consentimiento materno. L a guardería fue el primer eslabón de la cadena que la asociación forma hoy. De ocho niños, en sus inicios, ahora atienden a 315, distribuidos en casa cuna, donde habitan menores de 0 a 5 años; tres guarderías, en zonas marginadas de Santa Catarina, Ciudad Guadalupe y San Nicolás de los Garza. También, una casa de niñas y púberes, que en realidad es el domicilio de Patricia, quien dispuso compartirlo al ver que las necesidades de alojamiento crecían. Además de la casa de niños y una más de varones adolescentes, tres comedores, la escuela para los chicos, que abarca desde kínder hasta secundaria, y una casa hogar y comedor en la marginal franja fronteriza de Reynosa, donde un centenar de familias sobreviven de recoger basura en carretones. Entre los muros que resguardan a estos pequeños hay verdaderas historias de solidaridad y entrega. Las manos que colaboran en la obra no cobran por su trabajo, dan su tiempo y, en ocasiones el de su familia, ésa ha sido una de las claves para que la agrupación multiplique sus frutos. María del Rosario Muñoz Roque, la directora de la escuela, y Lupita Maldonado, encargada de uno de los comedores, son sólo dos botones de muestra. La primera anticipó su jubilación como maestra de secundaria para unirse a la causa, y la segunda, en compañía de su esposo, de otros voluntarios, y ahora de su bebé, acude al comedor infantil de la Garza Nieto. Además de la comida que reparten, ahí ayudan a los niños con sus tareas, les proporcionan la estampa o los colores que les hacen falta, con tal de que no deserten de la escuela, porque en esa zona es común que las aspiraciones sean crecer para vender droga o vivir de la prostitución. Tanto Lupita como María del Rosario concuerdan en que la generosidad de Patricia las hizo comprender que cuando alguien se lo propone es capaz de cambiar favorablemente la vida a los demás. Esto lo saben muy bien las madres de los mismos niños maltratados, que en ocasiones se transforman en células activas del voluntariado. Algunas, para orgullo de Patricia, han concluido carrera en educación inicial o especial, gracias a las becas que consigue la asociación, y fortalecen el equipo de profesores. Eugenia es maestra de maternal, y por muchos años sufrió las vejaciones de su esposo. “Yo vengo de otro estado y salí con mi hijo huyendo de esa vida. Primero dejé al niño en la guardería mientras iba a trabajar, luego me preparé y ahora estoy enseñando a un grupo de chiquitos. “La ventaja es que sé cómo se sienten y cómo ayudarlos. Unos están muy callados, otros son agresivos o hiperactivos. Mi hijo venía con problemas neurológicos, y aquí vimos que era a causa de lo que nos había pasado. Ahora estamos sanos y tranquilos”. Ramiro, uno de los más grandes en la casa de adolescentes narra que antes de vivir bajo ese techo, pasaba días y noches bajo un puente con tres hermanos y una hermana más chicos que él. Vendían flores, chicles, pedían dinero y hasta sacaban alimentos de los botes de basura cuando les dolía el estómago de hambre. Su madre los dejaba a su suerte, mientras ella permanecía junto a la cama de hospital, en la que su esposo murió de cirrosis hepática, tras varias recaídas. Antes, vivieron en un tejabán y apenas si tenían para comer. Para Ramiro y sus hermanos el cambio ha sido impresionante, y aunque se acuerdan de su mamá, quien ha autorizado su estancia en Caifac por no contar con recursos para mantenerlos, es una figura lejana. “Tener una comida caliente, una cama donde dormir, no tener frío, es lo mejor que nos ha pasado en la vida”, dice Ramiro. Él cursa la secundaria, los demás estudian en la primaria. Su mayor ilusión es prepararse, conseguir un buen empleo y ayudar a sus hermanos a que hagan lo mismo. Los fundadores apenas pueden creer el alcance de su acción civil. “Nos la hemos pasado tocando todas las puertas e informándonos de cómo conseguir recursos, de cómo presentar proyectos, de qué hacer para financiarnos, de cómo obtener esto y aquello”, menciona Santiago, “y con esfuerzo, pero ahí vamos”. Los locales de las instalaciones son cedidos en comodato, y a través de organismos estatales y de asistencia social han conseguido vehículo, maquinaria para una tortillería, una panadería, un taller de costura y otro de carpintería, en los que trabajan para allegarse recursos. Quizá le ha tocado ver en algún crucero a personas vendiendo pequeños pastelillos con una envoltura en la que se lee: “Mi pay”, pues lo que se obtiene de esas ventas es parte de su sustento. Sin embargo, hay meses que el dinero no alcanza, y son los mismos voluntarios quienes recurren a sus bolsillos para completar el gasto. Juan Hernández, asesor, contador y voluntario, menciona que en un hogar con tantos “hijos” deben mantener, adicionalmente, convenios con ciertos hospitales, clínicas y organismos asistenciales, para poder cubrir las necesidades de los pequeños. Cáritas de Monterrey es uno de ellos. Blanca Castillo, subdirectora del Banco de Alimentos de la institución, dice que han apoyado a Caifac porque después de investigar su labor, han corroborado que realizan un trabajo importante en favor de los menores en situación de maltrato y abandono. Ahora que cuando se amerita atención médica súper especializada y costosa, acuden a la bondad de doctores y particulares. Santiago trae a la memoria el incidente sufrido por un niño que les llevaron, cuyo hermano le prendió fuego en una pierna porque le robó un mendrugo que él había sacado de un bote de basura para comer. “Una organización nos prometió un donativo, pero iba a tardar, y no podíamos esperar, así que yo agarré el teléfono y le llamé al especialista de un hospital muy reconocido. Mire, le dije, tengo este caso, y le conté. “¡Por favor, ayúdenos!, y para mi sorpresa, él me contestó: tráigamelo, no le voy a cobrar mis honorarios ni los del anestesista, lo del hospital yo lo arreglo y después se cubre. Con esto me di cuenta que a veces nada más necesitamos percibir el dolor de los otros, para ayudar”. Y como ésta, en el anecdotario del Centro de Adaptación e Integración Familiar, A.C. hay cientos de vivencias, dolorosas de inicio, gratificantes, después. Como la de Julio, un pequeño con un grave nivel de desnutrición, a quien ya casi no contaban, y que en pocos meses se tornó en un chiquillo vivaz, de mejillas sonrosadas. O la de aquellas madres que logran salir de la espiral de la violencia, regresan con sus padres o inician una vida productiva, y vuelven por sus pequeños para darles el hogar que se merecen. Patricia está convencida de que en Caifac, la retribución es inmensamente mayor que todos sus esfuerzos y desvelos. Lo único que anhela es un gran terreno donde concentrar la obra que ha crecido dispersa porque se han adaptado a los lugares que generosamente les han cedido en comodato. En campaña, el ahora alcalde de Apodaca y el entonces candidato a la gubernatura por el PRI, Natividad González Parás, prometieron apoyarlos en ese rubro, pero a la fecha no ha sucedido. Si les cedieran el terreno, se movilizarían para conseguir los materiales de construcción, y concentrarían ahí las casas hogar, la escuela y los talleres productivos. Las guarderías y los comedores permanecerían donde están para seguir favoreciendo a la gente del rumbo. Ése sería un hermoso obsequio para muchas navidades, aunque el mejor hasta ahora ha sido ver cómo el rostro de los niños, que refleja miedo, angustia y dolor a su llegada, se transforma en una mirada chispeante y una espléndida sonrisa.