UNA ENCÍCLICA CON OLOR A OVEJAS Y A PASTOR José Luis
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UNA ENCÍCLICA CON OLOR A OVEJAS Y A PASTOR José Luis
UNA ENCÍCLICA CON OLOR A OVEJAS Y A PASTOR José Luis Olimón Nolasco Aprovechando la disminución de los ritmos y quehaceres que trae consigo el fin de un semestre en la Universidad Autónoma de Nayarit y, más específicamente, el asueto laboral de fin de año, he dedicado unas horas a leer “de cabo a rabo” y en una sola sesión, la Encíclica Evangelii Gaudium del Papa Francisco, un texto que había comenzado a leer previamente en dos ocasiones; dos ocasiones que me dejaron convencido que se trataba de un texto que invitaba a ser leído de corrido. A diferencia de la Encíclica Lumen Fidei en la que se podía percibir que había sido escrita “a cuatro manos” y en la que, incluso, se podía distinguir con relativa facilidad lo que había salido de las manos benedictinas y lo que había salido de las franciscanas, en esta se nota la mano directa de Francisco, el pastor que ha recibido la encomienda (el ministerio petrino) de confirmar a los hermanos y hermanas en su fe y se nota su proveniencia de un trabajo previo de carácter global (a final de cuentas la Iglesia Católica ha tenido un carácter global mucho antes de la era de la globalización contemporánea). En esta Encíclica se dibujan los rasgos de esta roca franciscana que combina el vigor y la ternura (Leonardo Boff dixit) o, mejor aún, la ternura y el vigor, la fidelidad a la tradición (incluso en los temas controvertidos del aborto o de la ordenación de mujeres a los que hace alusión expresa) y la sensibilidad ante los retos inéditos, así como la diversidad de rostros que la Ecclesia no sólo ha adquirido, sino debe adquirir para llegar a ser lo que debe ser, para mostrar al mundo “la belleza de su rostro pluriforme” desde su encarnación en espacios geográficos y culturales específicos y en un crónos específico también que es, además, kairós, es decir, tiempo salvífico. En el llamado a la conversión de la Iglesia Católica en su conjunto, en su exhortación constante a salir en lugar de encerrarse, a temer más a la inacción que a errar, a dejar de lado la uniformidad que empobrece y abrirse a la diversidad que enriquece, parece escucharse el sonido de un cayado que ahuyenta esos lobos que llenan de temor y paralizan (entre ellos algunos medios de comunicación de mucho prestigio e influencia a los que se refiere también en distintos momentos) y que exhorta a las ovejas temerosas a perder el miedo, a tener confianza; a las desilusionadas, a renovar la esperanza; a las marginadas, a ocupar el lugar privilegiado que les corresponde entre las demás; a las que están más cómodas a incomodarse, a moverse, a cuestionarse… Asimismo, insta a los lobos con piel de oveja a quitarse las máscaras y reconocer el daño que hacen ya sea condenando en el confesionario al pecador arrepentido e incapaz de llevar las excesivas cargas morales que han sido puestas sobre sus hombros; ya sea considerando las reglas del mercado como leyes inmutables siendo que generan desigualdades inaceptables; ya sea pretendiendo reducir lo religioso al ámbito de la conciencia y del individuo aislado; ya sea pretendiendo construir la paz sin justicia. Personalmente, me encantó volver a encontrar ―con ternura y vigor esta vez― la clara presencia de la dimensión social del Evangelio y de los pobres que había quedado un tanto en penumbra en los textos de su antecesor y un tanto inaccesible en los densos y demasiado abundantes textos del primer Papa polaco de la historia y, sobre todo, en la actividad eclesial que se llenó de moralización y se vació de evangelización. Esa dimensión social está expresada muy a la manera de los “¡Ay de ustedes…!” de Jesús en el evangelio según san Mateo (en lo que curiosamente no se muestra con claridad la ternura que sí aparece en Francisco) en una serie de “Noes” “socioeconómicos”: No a una economía de la exclusión. No a la nueva idolatría del dinero. No a un dinero que gobierna en lugar de servir. No a la inequidad que genera violencia. Por otro lado, llama la atención la reivindicación vigorosa de la piedad, de la religiosidad, de la espiritualidad popular que no es sino evangelio encarnado en la cultura de los sencillos o encarnaciones de la fe cristiana en la cultura popular; una espiritualidad que no está vacía de contenidos, pero que los descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón instrumental; una espiritualidad que tiene un aspecto místico que le relaciona no con energías armonizadoras sino con Dios, con Jesucristo, con María, con un santo. En ese contexto, comparto un extracto de la Encíclica que fue el que me llamó más poderosamente la atención por su densidad y por su evangelicidad en sentido etimológico, es decir como una buena nueva: En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es santo por esta unción que lo hace infalible «in credendo». Esto significa que cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación. Como parte de su misterio de amor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe —el sensus fidei— que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que los permite captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para expresarlas con precisión. (Digno de llamar la atención este paso de la Infalibilidad como don exclusivo [y por ello excluyente] del Pontifex Maximus a la infalibilidad del Pueblo santo de Dios en cuanto que el Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación.) Algo que encontré particularmente novedoso y clave fue una sección de la Encíclica en que el lenguaje del pastor ―un lenguaje cargado de co dianidad, al alcance de muchos― que pervade el conjunto del texto se torna lenguaje filosofante, lenguaje que habla de cuatro principios que brotan de los postulados de la Doctrina Social de la Iglesia y que constituyen el primer y fundamental parámetro de referencia para la interpretación y valoración de los fenómenos sociales: el tiempo es superior al espacio; la unidad prevalece sobre el conflicto; la realidad es más importante que la idea; el todo es superior a la parte. Para quien frecuenta las sendas del pensar o, dicho de manera más clásica, el ámbito del filosofar, la mención de principios nos conduce a las nociones de αρχή, de causa; la mención de postulados, a los postulados de la razón práctica de Kant; la mención de parámetros de referencia para la interpretación y valoración de los fenómenos sociales, al ámbito de la hermenéutica y, quizás, al ámbito de la epistemología o teoría de la ciencia. Ahora bien, los cuatro principios específicos mencionados, muestran una postura diáfana en relación con cuatro tensiones bipolares que se hacen presentes en el desarrollo de la convivencia social y en la construcción de un pueblo donde las diferencias se armonicen en un proyecto común. Que el tiempo sea superior al espacio, no es solamente una expresión que contaría con el aval del Kant de la Estética de la Razón Pura, sino un principio que tiene que ver con la tensión entre la plenitud y el límite. Siendo que «el “tiempo” […] hace referencia a la plenitud como expresión del horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive en un espacio acotado, es preciso dar prioridad al tiempo sobre el espacio, al horizonte amplio sobre el momento coyuntural de manera que se pueda trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos.» Que la unidad haya de prevalecer sobre el conflicto significa más allá de la conciliación dialéctica de los contrarios de corte hegeliano-marxista que, de hecho conlleva la negación ―dialéctica pero negación al fin y al cabo― de algo otro y del otro, ordinariamente del más débil aunque haya sido fuerte en otro momento, la asunción del conflicto sin negarlo ni exacerbarlo, soluciodo mediante una comunión en las diferencias y transformado en eslabón de un nuevo proceso. Que la realidad sea más importante que la idea, no es sólo una toma de postura en relación con la tensión entre la idea y la realidad, entre algún tipo de idealismo y algún tipo de realismo, sino la afirmación de que las ideas (las elaboraciones conceptuales) [y las palabras] no tienen valor en sí y por sí mismas, sino en función de la captación, la comprensión y la conducción de la realidad y una llamada de atención a todas las maneras de ocultar la realidad o huir de ella hacia lo angelical, lo relativo, lo puramente discursivo, lo puramente formal, lo puramente ético (sin bondad), lo intelectual no sabio. Finalmente, que el todo sea superior a la parte, no es tanto un espaldarazo a Hegel y a la Lógica Dialéctica, sino una toma de postura en cuanto a la tensión entre lo global y lo local y asunción de que el todo es superior en cuanto el todo evita la mezquindad localista que, sin embargo, es indispensable para evitar el universalismo abstracto (Hegel de nuevo) y globalizante. «Ni la esfera global que anula ni la parcialidad aislada que esteriliza». A este respecto, otro recurso caro al filosofar desde los pitagóricos: la geometría. A este respecto, la referencia no es el triángulo cartesiano, ni la esfera (hegeliana) que no es superior a las partes, donde cada punto es equidistante del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro, que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su originalidad. Yo añadiría que se trata de un poliedro irregular y, paradójicamente, armónico como la combinación de colores de la naturaleza o de una pintura, como la combinación de sonidos que dan origen a una melodía armoniosa, como la combinación de los olores de un perfume o de esta Encíclica que combina los olores (y dolores) de las ovejas y pastores de los cinco continentes con el olor (y la alegría) del buen pastor Francisco que se reconoce también oveja (cristiano con ustedes, obispo para ustedes) quien, con los sonidos tenues y firmes de su cayado marca ―como servo servorum más que como Pontifex Maximum― las sendas de una evangelización buena y novedosa que no es novedosa por ser buena ni buena por ser novedosa, sino en cuanto constituye un proyecto y un reto inmenso para los destinatarios de este documento y de la que hemos de dar cuenta especialmente a los pobres y a los pueblos que anhelan la paz con justicia y, por supuesto, a Quien nos quiere conducir ―desde ya― hacia las más verdes praderas desde las cañadas oscuras en que nada vemos, en que sólo se escucha la voz tierna y firme del cayado.