Morir para resucitar - Radio María Argentina

Transcripción

Morir para resucitar - Radio María Argentina
Morir para resucitar
Canto Versos
(Jorge Fandermole)
Eduardo Casas
Si pienso en algo para decir,
si pienso en alguien por quien vivir,
si casi nada se tiene en pie
y este segundo ya se nos fue;
si en la mirada dura un fulgor
atravesando tanto dolor,
yo canto versos de mi sentir
y los condeno a sobrevivir.
Donde parece el sol no alumbrar,
donde se muere de soledad,
en lo más hondo de esta quietud,
donde ocultó la sangre la luz;
donde agoniza un ángel guardián
y se nos pudre el agua y el pan,
yo canto versos del corazón
y los enciendo en una canción.
Canto, canto;
tan débil soy que cantar es mi mano alzada y fuerte.
Canto, canto;
no sé más qué hacer
en esta tierra incendiada
sino cantar.
En lo invisible de la ciudad,
donde se ocultan odio y verdad,
donde las bocas de un niño gris
corren sonámbulas tras de mí;
la infortunada noche que un Dios
arrepentido nos olvidó,
yo canto versos de furia y fe
para que me ayuden a estar de pie.
Canto, canto;
tan débil soy que cantar es mi mano alzada y fuerte.
Canto, canto;
qué más hacer con palabras deshabitadas
sino cantar.
Texto 1.
La Pascua de Jesús no se encuentra sólo en el desenlace de su
vida. No está únicamente en el final de su existencia. De
alguna manera, se anticipaba en toda su vida y en todos sus
misterios. La Pascua es la llave que interpreta toda la
historia de Jesús, sus palabras y gestos.
Desde el comienzo la Pascua está presente y gravitando en la
existencia de Jesús. Incluso tempranamente se manifiesta en
los misterios de la infancia.
Cuando María y José van al templo a circuncidar ritualmente al
niño, a los ocho días de nacido, tal como prescribía la ley
judía (Cf. Lc 2,22-23) para presentarlo y ofrendarlo a Dios,
existen
algunos ecos anticipadores de esa Pascua que se
mostrará plena después en la consumación última.
A los ocho días, tal como la Ley lo prescribía
para el primogénito varón,
el Niño –llevado por sus padres- en el templo entró.
José guardaba la realeza de su antepasado David
en el linaje de su sangre.
Él contribuyó
-en
el humilde Pesebre- con una herencia de
reyes,
aunque el verdadero Rey aún no conocía su reino.
Al Templo fueron los tres
llevando el tributo más pobre.
Dios a sí mismo se ofrendaba.
Ése era el mayor tesoro.
El Cordero su primera Sangre derramaba.
Dios presentado a Dios.
El Hijo devuelto al Padre
y el Padre recibiendo al Niño.
María y José como puentes.
Simeón y Ana, envejeciendo
entre promesas cumplidas y futuras profecías.
El Hijo era la ofrenda y el ofrecimiento.
El altar y la víctima.
El templo y el sacerdote.
El rito y el sacrificio.
La celebración y el ministro.
María guardaba la incierta espera
de una espada fría que la atravesara.
Un doloroso vaticinio:
Comenzaba el camino del Hijo
siendo co-rredentora desde el principio.
La circuncisión era la primera sangre.
Sello de Alianza de un pueblo en la carne del Niño.
La Cruz se anticipaba
en esta primera ofrenda.
Con el tiempo, fuera del templo,
la espada silenciosa y aguda de María
estaría fielmente hundida en su corazón,
sellando la profecía.
La Madre entregaba al Niño
y el Padre eterno al Verbo:
Una única ofrenda en un mismo gesto.
Los brazos de María levantados
presentando al pequeño
y los brazos extendidos del Niño
hacia el infinito
ensayando la Cruz
Dios –desde arriba- se inclinaba.
Sus brazos descendían
recibiendo -desde abajoal Niño que subía.
Levantado en los brazos
y levantado a lo alto;
Adelanto de la Cruz
en la que sería exaltado.
Pascua del Niño
cumpliendo la Ley y abriendo las profecías.
Ofrenda y Cruz,
Cruz y espada,
espada y Pascua.
Todo aguardando la hora prevista
y el tiempo que los abarcara.
E C
Texto 2.
El Jueves Santo recuerda una serie de rituales de amistad que
Jesús realizó a los suyos como gestos de despedida antes de
morir. Rituales de inmenso cariño y exquisita delicadeza, de
calidez afectuosa y de entrañable misericordia. Expresó así su
ternura y devoción por los que más quería. Él mismo dijo que
no había amor más grande que dar la vida por los amigos (cf.
Jn 15,13) y el Evangelio de Juan nos recuerda que nos “amó
hasta el fin” (13,1).
Este ritual de despedida, este adiós a su comunidad de
discípulos, se realizó con una cena, les entregó como Memoria
perpetua una misteriosa presencia personal entregando su
Cuerpo y su Sangre como comida y bebida y les lavó los pies,
arrodillándose frente a sus Apóstoles.
La Cena, el Lavatorio de los pies y la entrega de su Cuerpo y
Sangre, todo era un sólo y único ritual de adiós, una especie
de Testamento de palabras y gestos.
En el Evangelio de Juan aparecen dos de estos gestos. El
mandamiento del amor fue expresado con palabras y el lavatorio
de los pies se realizó con gestos. Primero fue el gesto y
después la palabra. Primero el Lavatorio y después el Mandato
del amor. Quien comprenda el gesto, quién entienda el mensaje
del Lavatorio, captará la esencia del Mandamiento del amor.
Arrodillado frente
el Dios-Siervo -en
se abajó hasta
Desde esa
a los hombres,
la Última Cenael extremo.
altura
-desde los pies humanostodo se ve distinto.
Todo queda arriba,
todo queda alto.
Dios –en cambio- no está arriba y distante.
Dios está abajo y cercano.
Él toca nuestros pies con sus manos
y besa los pies de un mundo cansado.
Los pies de los que recorren caminos humanos.
Aquellos senderos que han encontrado su destino
y los que lo que han errado.
Dios quita el polvo de viajes y cansancios.
Se muestra servicial, obediente y sumiso,
como un silencioso esclavo.
Se pone de rodillas
para rezarle al ser humano
-hecho del barro original de la Creaciónque es polvo y que polvo será.
El Dios del lavatorio de los pies
nos baña con sus lágrimas.
Su llanto es agua bendita que calma.
Nos limpia con el sudor de sus manos y frente.
Nos seca y nos cura con su milagroso manto.
Un Dios postrado frente a su hechura,
venerando la imagen y semejanza divina de su creatura.
Un Dios que nos lava de nuestras manchas,
y nos confiesa
-con el baño del aguasacándonos todas las máculas.
Un Dios postrado
que adora el misterio divino de todo lo humano.
Un Dios que reza.
Un Dios que le reza al ser humano.
Ojalá sus manos toquen nuestros pies,
y sus labios besen nuestro corazón.
Que
todos sintamos su callado clamor:
Que el ser humano escuche
el ruego arrodillado de
Dios.
EC
Texto 3.
La crucifixión era un antiguo método romano que comenzó siendo
castigo para esclavos y luego fue de tortura y ejecución para
delincuentes, criminales, forasteros o traidores. Cumplía con
la función de ejecutar y mostrar un espectáculo público a fin
de disuadir a los ciudadanos a no delinquir, ni oponerse a los
dictámenes imperiales.
La crucifixión como castigo -tanto para esclavos como para
criminales- tenía un efecto visual de alto impacto, ponía de
manifiesto una horrible forma de terrorismo llevado a cabo por
el estado, contra las clases sociales más discriminadas.
Un ciudadano romano no podía ser crucificado legalmente. Por
ejemplo, los romanos decapitaron al Apóstol San Pablo ya que
alegó legítimamente ser ciudadano romano pero, sin embargo,
crucificaron al Apóstol San Pedro, ya no era ciudadano romano
sino judío y –por lo tanto– extranjero para los dominadores.
La crucifixión –sin embargo- no era originaria de los romanos.
Como técnica de tortura la conocieron también egipcios y
griegos. Algunos aseguran que los fenicios y persas -quienes
consideraban sagrada a
la tierraidearon esta forma de
castigo en la que el condenado no tocaba el suelo para no
contaminarlo. Fue la pena capital de los romanos hasta que -en
el año 337 de nuestra era- el emperador romano Constantino, al
convertirse al cristianismo, la abolió.
En el ritual de la crucifixión, una vez que era conocida la
sentencia del reo, se lo flagelaba. En algunas ocasiones
también se lo obligaba a transportar el madero horizontal de
la cruz hasta el lugar de la ejecución, generalmente un punto
elevado y visible, cercano a la ciudad para que el atroz
espectáculo cumpliera así su función disuasoria. Durante el
transporte del travesaño era continuamente vejado, insultado e
–incluso- apedreado por la población enfurecida.
Luego, una vez llegado al lugar, habitualmente se ataba al reo
a la cruz. La crucifixión con clavos se mantenía reservada
para casos de mucha gravedad o para castigos ejemplares. Los
clavos que se usaban eran de trece a dieciocho centímetros de
largo. Se ataban primero las muñecas y luego las clavaban
atravesando ese nervio que nos duele cuando nos golpeamos
accidentalmente el codo y produce una especie de
electricidad. No se conoce ciertamente cómo fue la cruz de
Jesús. Solamente el Evangelio de Juan hace referencia a los
agujeros de los clavos en las manos de Jesús en la escena
donde el Apóstol Tomás toca las llagas cicatrizadas del Señor.
En la cruz la víctima tenía un apoyo para los pies cuya
función consistía en sostener el peso del cuerpo. Esto no era
un detalle de contemplación para con el sufrimiento del reo
sino, al contrario, era para prolongar aún más su padecimiento
ya que al resistir más tiempo, también se prolongaba el
suplicio.
El dolor obligaba a la víctima a oscilar entre colgar de los
clavos de las muñecas o empinarse sobre el clavo de los pies.
A una corta distancia ese movimiento parecía el paso de un
baile espantoso. Cada posición iba debilitando progresivamente
a la víctima, hasta que, finalmente, no podía incorporarse más
y terminaba ahogándose, sin poder respirar.
No pudiendo soportar el peso de su propio cuerpo, quedaba
colgando de sus brazos inmovilizados. Debido a ese
estiramiento, los pulmones quedaban comprimidos; la víctima se
levantaba apoyándose en los clavos hasta que quedaba extenuado
y cuando ya no se apoyaba más, al no poder sostenerse con las
piernas, el crucificado acaba asfixiándose en minutos. Cuando
esto no sucedía, los romanos solían quebrar las piernas de sus
víctimas para acelerar la muerte.
La cual se producía generalmente por esto o también por
deshidratación, fiebre, inanición, hemorragias o por las
inclemencias del tiempo, ya que los condenados estaban
expuestos allí por horas o incluso días.
La cruz no solía estar muy elevada. Se colocaba en posición
vertical con el peso del ajusticiado inmovilizado en ella y se
levantaba por medio de cuerdas. A mayor altura, mayor era el
esfuerzo que los soldados hacían para levantar la cruz.
El horror de la crucifixión se prolongaba incluso, más allá de
la muerte,
ya que no se permitía el enterramiento de un
crucificado. Los condenados a este suplicio sabían que sus
cuerpos seguirían expuestos en la cruz. Los restos se
descomponían para conseguir un mayor efecto público de horror
en los espectadores. Mientras se pudrían, eran comidos por
animales carroñeros y cuervos. Los crucificados se convertían
en repugnante alimento para aves de rapiña, perros salvajes y
buitres.
Una vez que morían, los despojos eran tirados en fosas comunes
o simplemente depósitos de basura sobre todo cuando el poste
necesitaba ser reutilizado para una próxima víctima.
Jesús murió a pocas horas de su crucifixión. Esto fue
excepcional, lo cual sorprendió a Poncio Pilato. Gracias a la
influencia de José de Arimatea, Jesús pudo ser sepultado. Tal
vez fue el único privilegio que se le concedió en toda su
muerte. Aunque ciertamente también carecía de tumba propia. Le
prestaron una.
Al
condenado
se
lo
desnudaba
íntegramente
para
ser
crucificado. Era una desnudez ritual y obligatoria que
aumentaba el escarnio y la humillación pública. La desnudez
era símbolo del despojo total de sus derechos. No le quedaba
nada. Ni nombre, ni honra, ni posesiones, ni derechos
personales y sociales: comenzaba a no existir.
Los verdugos generalmente se repartían las últimas posesiones
que revelaban su humanidad social y su patrimonio: sus ropas.
No sólo estaba desnudo en la cruz sino que mientras el
condenado llevaba la madera transversal llamada “patibulum”,
recorría -en ese mismo estado- todo el trayecto por las
calles. Lo único que lo cubría era una pequeña tabla que se
le colgaba al cuello en la que constaba el delito por el que
había sido condenado. La tabla quedaba a la vista de todos
para que pudiera ser leída. Una vez realizada la crucifixión,
la tabla se convertía en un cartel público con el nombre del
ajusticiado y los cargos imputados.
La ejecución se realizaba en un lugar de mucho tránsito. El
crucificado quedaba expuesto largo tiempo, durante una agonía
que duraba varios días. Los soldados romanos custodiaban para
que nadie se le acercara a llevarle algún alivio o intentara
sacarlo de la cruz.
En la ejecución, los curiosos eran
mantenidos a distancia. Los Evangelios dicen que los
familiares y los discípulos "contemplaban desde lejos", de
modo que no podían ver, escuchar o posteriormente narrar con
precisión cómo se habían producido los hechos y qué palabras
se habían dicho. Por eso todos los Evangelios son muy escuetos
en cuanto a la descripción de los detalles de la crucifixión.
Expresan de manera muy vaga y concisa "lo crucificaron", sin
más pormenores. No se detienen a describir la forma en que se
realizó este terrible acto.
Por todo esto tuvo que pasar Jesús. Para el Imperio Romano
fue un crucificado más de los miles y miles que crucificó a lo
largo de los siglos. La singularidad de la muerte de Jesús no
estuvo en la modalidad de su crucifixión que, por otro lado,
no fue demasiado extraordinaria ya que sufrió el procedimiento
común a todas las crucifixiones.
En el caso de Jesús quien moría no era solamente un
hombre ajusticiado. Dios mismo estaba convertido en su propio
sacrificio. En el Antiguo Testamento, el ser humano creyente,
integrando el pueblo de Dios realizaba ofrendas expiatorias.
En Jesús, Dios se vuelve su propia ofrenda, se hace sacrificio
humano. Quedan así superados el culto y el templo antiguos.
Dios se vuelve ofrenda de amor. El niño ofrecido en su
infancia en el templo, ahora –hombre adulto- es ofrecido fuera
del templo como sacrificio. Dios se da a sí mismo –con la
muerte de su Hijo- el sacrificio que se merecía. Ese tributo
es un acto infinito de amor de Dios a Dios. El Hijo donándose
al Padre y del Padre recibiendo al Hijo –aceptándolo como al
hijo pródigo que vuelve a la casa del padre después de haber
andado por los caminos humanos- en tal acto de amor, la
religión del sacrificio queda superada. El sufrimiento, la
sangre y la muerte quedan definitivamente trascendidos en el
amor.
Texto 4.
El acontecimiento más importante de toda la Biblia –la
Resurrección de Jesús- no es narrada directamente. No hay
testigos oculares del hecho. No hay relatos en primera
persona. Sólo hay indicios, algunas señales. Ni siquiera son
evidencias del hecho: la tumba vacía, el sudario, la piedra
removida.
Incluso el mismo Resucitado -cuando aparece- no es reconocido
a simple vista. Se lo confunde con el cuidador del lugar donde
estaba enterrado el Señor, con un peregrino desinformado
caminado a Emaús; con alguien hambriento que aparece en un
amanecer junto al lago, incluso con un fantasma.
Esta modalidad -tan poco triunfalista y llamativa- de la
Resurrección nos indica que el hecho más grandioso de Dios es
también el más humilde y que sólo es objeto de fe. Si no se
tiene fe, pasa inadvertido.
Sin fe, los signos no se vuelven reveladores. A María
Magdalena, Jesús le pronuncia su nombre; a los discípulos de
Emaús, les explica la Palabra y hace el gesto de la fracción
del pan; a los que creen ver un fantasma, les pide comida para
que vean que tiene un cuerpo real; al Apóstol Tomás, le hace
tocar sus heridas cicatrizadas, a los discípulos que no han
pescado nada aquella noche, les realiza el milagro de una
pesca abundante.
Todos estos son signos mediadores de la fe. Es la fe la que
descubre que Jesús está resucitado. Sin ella, no hay
posibilidad de creer en la Resurrección o de presenciar al
Resucitado.
Para los discípulos que -en ese momento- lo vieron sin
reconocerlo, como para nosotros que no lo hemos visto, nos es
necesaria la fe para accede al misterio más importante de
Jesús.
La Resurrección queda reservada a la humildad,
al silencio,
al pudor, a la prudencia y la discreción de una fe que no es
estruendosa, ni hace ruido. La fe sencilla y cotidiana de
todos los días es la única llave para contemplar la serena
belleza de la Resurrección. Sólo hace falta fe. Ella es la que
nos lleva al amor y se eleva -sencilla y poderosa- por sobre
la gris rutina que nos envuelve, cantando gloriosa el elogio
de la vida.
En definitiva, para la fe siempre se trata de morir para
resucitar. La muerte sólo prueba que la vida existe y la
Resurrección lo confirma: la vida existe para siempre.
Texto 5.
Los vacíos humanos en la tumba abierta del Resucitado
Antes que el alba rompiera,
antes que el sol de nuevo naciera,
antes que la luz surgiera,
sus pisadas dejaron atrás la tumba nueva.
La piedra, por la fuerza de lo alto, fue removida,
y el aire pesado de la muerte fue exhalado.
Antes que el alba y que el sol y que la luz,
antes de todo amanecer sobre el mundo,
se levantaba el Resucitado.
Nadie lo vio, nadie fue testigo.
Sólo un silencio profundo lo acompañaba.
Nadie sospechaba nada.
El mundo intentará –muchas veces- olvidarlo.
Polvo sobre polvo,
tapando su Nombre,
acumulando olvidos sobre la vieja memoria de los siglos.
La piedra rodó, estremecida, dando paso a toda bienvenida.
La tumba sellada quedó abierta y vencida.
La muerte quedó adentro,
bien muerta y sola: para siempre rendida.
Nunca más podrá salir.
Jamás podrá regresar.
Nunca más podrá actuar.
Quedó más que sola en el infierno.
Sola y sometida.
Atada y subyugada.
Derrotada y aniquilada.
Sólo Él salió sereno y victorioso
de las entrañas de la tierra.
Él era más que el alba, que el sol y que la luz.
Era más que todo el amanecer que la esperanza regala al
mundo.
Era sólo Él.
Resucitado por nosotros y para nosotros.
La tumba quedó vacía de todo:
De muerte, agonía, sufrimiento, impotencia, desaliento,
frustración,
oscuridad y decepción.
Quedó vacía de todos los vacíos.
Vacía de todas las vacuidades humanas.
Todas han sido redimidas.
Todo cuanto quedó vacío ha sido colmado.
Todo ha sido resucitado.
Nada hay imposible para Dios y para la fuerza de la
Resurrección.
Nada fue imposible cuando se hizo hombre.
Nada fue imposible cuando experimentó la vida y gustó la
muerte.
Nada fue imposible para volver del nudo ciego de la muerte
al abrazo tibio de la vida trayendo consigo la gloria de Dios.
Esa gloria que antes, en la Encarnación, no había traído,
esa gloria –ahora- la trajo con humilde esplendor.
Su Resurrección fue su más hermosa Transfiguración.
Una Resurrección humilde, oculta, velada,
como su carne, su condición, su vida y su acción.
Los que veían al Resucitado necesitaban de los ojos de la fe.
Su Resurrección brilla en lo escondido y en lo oculto
donde el Padre ve en lo secreto.
Sin embargo, esa Resurrección de gloriosa humildad,
Esa Transfiguración definitiva de la humilde Gloria de Dios
es la que vence nuestra imposibilidad.
Lo imposible de los hombres es la posibilidad de Dios.
No hay más fronteras, ni vallas, ni obstáculos, ni límites.
Con la tumba vacía y la puerta abierta
todo ha quedado lanzado hacia delante y hacia fuera.
Todo promete nuevo
futuro.
El Resucitado aún sigue vivo:
No hay nada imposible.
E C