La Inocencia de Joaquín
Transcripción
La Inocencia de Joaquín
La Inocencia Recuerdos de Cuba 1946-1962 1 Me he jubilado. Durante muchos años, hube de tratar —por contrato— con la despreciable calaña que la sociedad produce. ¡Energúmenos son los buenos, los justos y los creyentes que se recrean en el rebaño! Cree esa plebe que la duda ajena es una mala enfermedad. Cuando disentí de ellos, me llamaron loco —por eso les dejé de hablar. Me aparté de quienes le llaman “vida” a la demencia que han comprado. Los deseché con sus indigestiones y sus pesadillas, sus payasos y sus catequistas de la muerte. Mientras me hundo en el ocaso, deleito al duende por la orilla del mar con mis libros, mis quimeras, mi remero y los acordes de la guitarra. Me he dado a la tarea de razonar abatidamente hasta la desgana. Solamente les hablo a quienes quieren ser sus propios redentores —al pueblo que se ha elegido a sí mismo. He sobrellevado bien los embates de la sinrazón que martiriza al discordante. Hace varios años, durante el velorio y el entierro de Dios, comencé a recordar mi niñez —tal vez haya renacido; entonces, comenzaron a pasar por mi mente los años de la inocencia, cuando no se había desvanecido aún el fantasma de mi último dios ni había aparecido el de mi primera locura. 2 La siguiente obra no es para “la gente”. Si usted es una “persona normal” y este trabajo le cae entre las manos, deshágase de él. Ésta es mi carta de despedida para un puñado de camaradas de la inocencia. Hoy, algunos de nosotros, al hundirnos en el ocaso de la vida, nos preguntamos: ¿cómo vinimos?, ¿qué entendimos?, ¿cómo nos fue?, ¿qué esperamos? ¡Yo tengo tantas preguntas...! 3 Quienes nos conocimos en la niñez quizás nos juzguemos menos severamente los unos a los otros. Mis miras sobre la vida y mis opiniones, consideradas en algunos casos extremas, están por encima de la sociedad y de la política —las desprecio a ambas. Os aseguro que he batallado por hacerme mejor de como vine. 4 Querida Nenita: Desde los quince años, cuando me despedí de ti debajo del pino de la casa de Santa Clara, comencé a ser extranjero en todas partes —aunque, en verdad, ya lo era en mi propia patria y dentro de mí mismo. He vivido entre gentes que parlotean, discurren y proceden en formas diversas a las que aprendimos en Las Villas. Naturalmente, he tenido que adaptarme y callar: los expatriados no suelen tener razón aunque los nativos estén ofuscados; además, dialogar con indiferentes es chifladura. Con respecto a mi propio desarrollo, te diré que el caos es una escuela que educa con lentitud desesperante. Providencialmente, cuando andas en la noche oscura, sorbes la luz vieja y cansada de tus estrellas. Veritas temporis filia est. Hay memorias que no disipa el tiempo. En mi tercera edad, las escribo por afición, para aquellos que no habrán de sacar ningún provecho de ellas. Si alguien te las cuenta, reirás tal vez... o hasta fantasearás. Mi queridísima maestra: en mi primera adolescencia, encarnaste la ansiada sexualidad que conocía de oídas solamente. ¡Cuántos agradables recuerdos tuyos me han quedado! 5 No sé en qué momento trasformé los criterios de mi primaria educación— aquella que nos distingue de los cerdos— pero, desde niño, preferí la salvaje inocencia al marasmo de la instrucción escolar. ¡Josué no paró el sol! A los doce años, en el colegio de Cienfuegos, me pilló la aurora que se filtraba por los cristales de la capilla. Arrodillado frente a la estatua de la Inmaculada Concepción, semejante a la que pintó Murillo, casi con lágrimas en los ojos, le dije a mi mente como si hablara con la Virgen: “Todo esto me parece cuento: no hay diablo, ni infierno, ni alma eterna, ni temor de Dios.” Pero ya tú habías aprendido eso en La Sierra, sin asistir al colegio. Lo tuyos intuían que el propósito de la vida es vivirla, así esté llena de sin sentidos y contradicciones. ¿Es la vida un viaje entre dos eternidades? ¡Qué sé yo! Tú habías aprendido a escuchar en La Sierra las corrientes claras que saltan de piedra en piedra y el follaje perezoso que mueve el viento. Más tarde, yo también aprendí a gozar los amaneceres que me cruzan por los ojos. Creo que, en aquella mañana cienfueguera, resurgí entre las cenizas del infierno de aquí. Desde entonces, he andado solo por las profundidades obscuras, buscando mi propia chispa. Respeto la paz de quienes cantan y alaban en los templos —no tengo tiempo ni discursos para ellos. La peor fe es la que le tenemos al colectivo humano —a los necios de nuestra primera patria. Fueron peligros en manadas, se desbocaron fácilmente y se convencieron de lo más inverosímil. Se siguieron los unos a los otros, como los conejos de Noruega, y se precipitaron por un despeñadero. ¡Aunque no creo que hayan obrado por la vil voluntad de Dios! * Pero quiero hablar de la felicidad. La noche del gran gusto contigo en la casa de Santa Clara, nació un lucero dentro de mí. Fue mejor que la primera vez que monté a caballo, que nadé o que me equilibré en la bicicleta. Tenías catorce años y yo no llegaba a los trece. ¿Te acuerdas? ¡Claro que sí! Tú, hermosa guajira, sabías ya algo que yo ignoraba. Aquella noche, mis padres se fueron al velorio de alguien —todos nos morimos. Los acompañaron mi hermana, por curiosidad, y mi hermano menor —quien todavía se daba cabezazos contra las paredes cuando le negaban algo. Nos quedamos solos tú y yo en la casa que estaba posada al borde de la Carretera Central, de cuyo levantado portal se podía ver el mojón que marca el kilómetro 303. Nos sentamos en los sillones de caoba y mimbre de la sala, sin más iluminación que la de las 6 dos bombillas metidas en el fondo de la repisa de cristal donde estaba la efigie de la pantera negra. Como nos tratábamos con gran confianza, te dije sin rodeos: “A los hombres se nos alza el miembro —no fueron esas las palabras que utilicé— cuando pensamos en las mujeres.” Como estabas de espalda a la repisa iluminada, no te pude ver la cara cuando replicaste prontamente — probablemente sin sonrojo—llevándote la mano a la ingle diestra: “Y a las mujeres nos da una cosa por aquí...” Aún recuerdo los haces azules y rojos de las luces de la repisa reflejados en tu pelo y tus hombros cuando te pusiste de pie delante de la pantera para ir a tu habitación. Tocada por el rayo de luna que entraba por la persiana de madera de tu cuarto, te quitaste las chancletas, la saya y la blusa. Pudorosamente, te acostaste supina en el lecho, en bragas y ajustadores. Cándidamente, me dejaste satisfacer mi gran curiosidad somática: te palpé toda con los dedos. Sorbiste con tus labios los míos inexpertos y se le escapó un silbido a mi inexperiencia. Instintivamente, te hice deshacerte de las bragas y, desnudo, yací sobre la blanquísima piel de tu abdomen. Guiaste mi órgano empalmado con la diestra porque eras virgen sabia —cuando la virginidad es un gran valor, se copula sin penetración. Tu orgasmo llegó pronto con un “¡uf, uf, uf!” Sentí como que iba a orinar, pero con mayor gusto. Me apartaste y eyaculé atónito en la sábana de tu cama. ¡Ay, Nenita: el Cielo debe de ser el lugar donde se vuelven a vivir esos momentos! * Como sabes, nací en Meneses, no muy lejos de tu nativa Sierra. Entonces tú tenías menos de dos años y gateabas por el piso de tierra cubierto con las cenizas del fogón de carbón del bohío de tus padres. En el siglo XIX, los vecinos de la comarca le llamaban al caserío aquel Los Cuatro Caminos porque era el punto de cruce de dos vías, la de Jarahueca a Yaguajay con la de Jobo Rosado a Bamburanao. El nombre de Meneses le quedó al caserío a causa de un centenario desamparado al que el padre de mi abuela paterna, el Dr. Joaquín Barrena, albergó en el sótano del caserón de la encrucijada — la casa, construida con madera de jiquíes, talados y aserrados durante el cuarto menguante de la luna, sigue en pie. Como el viejo solitario deambulaba a menudo por 7 aquellas calles, los vecinos se referían a Los Cuatro Caminos como “donde Meneses” y terminaron llamándole Meneses al pueblo. El Meneses que tú y yo conocimos era un pueblecillo de postes y tablones, enhiesto en un valle entre las montañas y el mar, donde la tierra daba copiosos frutales y crecían verdes pastizales. Sus habitantes de entonces eran terratenientes, pequeños comerciantes, hombres de oficio, guardias y trabajadores agrícolas que recorrían las calles de piedra y tierra a pie o a caballo. Meneses no tenía encantos ni virtudes merecedores de elogios, ni se inventaron en su comarca esas hazañas que perduran en los cantos; sin embargo, allá quien podía vivía feliz—que no es poco decir. Resulta interesante pensar que provine de algún lugar sin conceptos, imágenes o recuerdos, o también que haya peregrinado del pasado, dejando las antiguas memorias en el tiempo o en la misma metamorfosis sufrida. Y parece aún mejor creer haber sido creado con un fin específico. Claro que, de haber arribado de alguna parte, no pude haber llegado de la nada. ¡La nada es agobiante, es un horrible vacío para el entendimiento! Tampoco puedo descartar la voluntad de Dios. Si el Omnipotente—o la Fuerza aristotélica que mueve sin ser ella misma movida—quiso sacarme de alguna parte, período, o hasta de la nada para existir aquí, sea. No me comprometo a debatir sobre la voluntad de Dios, porque tal cosa sobrepasa mi comprensión. Nací ‘ahogado’, o sea, indispuesto a acoger en mi pecho los elementos del aire. El partero fue mi padre, el Dr. Wifredo Delgado (1913, Meneses-2006, Miami), quien, después de tratar las nalgadas y las demás técnicas de reanimación, me puso en la cama junto a mi madre, Dulce Manuela Sánchez (1915, Caibarién-1997, Miami), pensando: “Este no se salva”. Conociste bien a mi madre: era una buena señora creyente, de piel muy blanca y negra cabellera trenzada en la que albeaban brillantes hilos de plata en plena juventud. Aquel 24 de noviembre de 1946, ella pensaba borrosamente en su aflicción: “No paro más”. Entonces el doctor buscó en el cajón del refrigerador un excitante que le había dejado de muestra un viajante de medicina y me lo inyectó en el ombligo. Así, con la ayuda de la ciencia médica, el matrimonio Delgado-Sánchez logró su segundo hijo, el primer varón. Quizás algún día las técnicas genéticas les permitan a los padres elegir qué retoños desean traer a la vida. De imponerse la razón, los vástagos de cada pareja serán inteligentes y equilibrados, obedientes y agradecidos, bellos y atléticos, pacíficos y morales, bondadosos y trabajadores, talentudos y creadores, etc. A mí, por suerte, no me tocaron las virtudes que favorecen a la convivencia con los demás. Tuve nodriza, como Moisés, Mahoma y otros menos mencionados—pero tú haz tenido la suerte de no saber nada de ellos. Una prima de mi madre, Margot, que había tenido una hija natural nacida antes que yo, aún tenía leche 8 para dar. Años después, entendí que fue natural tener a su hija cuando, contra la tradición, desbocó sus ardores nocturnos a escondidas con un novio que la abandonó. Estoy seguro que la posibilidad de echarle la culpa de aquella preñez al Espíritu Santo u a alguna otra causa fantástica le pasó a Margot por la mente, pero sabiendo que la opinión del colectivo menesino era cínica en cuestiones de sexo, prefirió callar. La nodriza había vivido con su hija en la casa de mi madre unos meses. La conocí catorce años después. Era una buena mujer que, del susto que se llevó con Margotica, no volvió a hacer el amor. No sé por qué mi madre no tenía suficiente leche para mí. Tal vez haya sido mejor tener nodriza que tomar la leche de yegua que mi padre les recetaba a los bebés que no tenían ninguna posibilidad de coger teta. * Después de unos desequilibrados primeros pasos, pasé a circular libremente por toda la casa. Atravesaba la puerta de verja que separaba el portal de la sala y meneaba los sillones entonando alegrías de niño. En la sala había cuatro mecedoras de caoba con asiento y respaldar de mimbre; once años más tarde, en diciembre de 1958, se sentarían a tomar café en ellas Camilo Cienfuegos, Félix Torres y otro individuo vestido también de verde olivo que no pasó a la Historia de Cuba. Dos puertas de dos batientes con cristales gruesos y opacos separaban la sala de la saleta, donde estaba el mueble de la radio. Una puerta de madera, que siempre estaba cerrada, separaba la sala del salón de espera del consultorio de mi padre. ¿Te acuerdas? Mi infancia fue bastante solitaria— es decir, el silencio interior fue grande. El portal de la casa de Meneses era un otero del que avizoraba cómo las nubes sombreaban el sol o la luna. Recostado a la baranda, pensaba sin palabras hasta el aburrimiento desde los primeros relumbres del día hasta que los destellos de las estrellas hendían el negro del cielo. Luego, olvidaba lo que había pensado. Aquella jaula grande, que abarcaba casi todo el frente de la casa, tenía un piso de mosaicos amarillos con diseños marrones por el que andaba en velocípedo, carrito de pedales y en carreola—tabla con dos ruedas y manubrio. 9 Desde mi portal, contemplaba el tráfico de la calle: pausados peatones, piafantes caballos, curiosos perros, camiones cargados de caña de azúcar, automóviles que llevaban pasajeros y, alguna vez, un ágil rocín o una vacada. La vida me parecía un sueño—yo era la sombra de un sueño. “¡Puaf!” despertaba por momentos cuando mi carriola pegaba contra los balaustres de la baranda y, adolorido, palpaba un chichón bajo mi pelo claro de la niñez. Como diría Camus—poco importa que no sepas nada de él—cuando me inicié en el pensamiento ya había aprendido a vivir. La casa que mi madre había heredado de su tía Tomasa era alta, de recio maderamen; en el concreto del portal descansaban cinco columnas de madera dura sobre las que se apoyaba el techo de tejas rojas. Entre los fustes de las columnas había sido fijada la baranda—dos alfardas horizontales de madera trabajada, atravesadas verticalmente por balaustres cilíndricos de acero cada doce centímetros; sin la baranda, hubiera caído seguramente a la calle tratando de tocar a los perros y a las chivas que pasaban. Una pasarela de concreto corría por todo el frente de la casa, a un peldaño de distancia por debajo del portal; dos escaleras de tres pasos, fundidas a la pasarela, una por el frente y otra al pie del consultorio de mi padre, bajaban a la calle de rocoso. Entre las primeras dos columnas del poniente no había baranda por el frente de la casa. Dicha abertura servía de entrada al salón de espera del consultorio de mi padre. Por aquella escalera subías tú para alcanzar la cancela del portal cuando ibas a dormir a la casa de tus padres para poder verte con tu novio. La placa de bronce colgada en la pared del frente de la casa rezaba: “Wifredo Blas Delgado, Médico Cirujano”. Los guajiros ataban sus caballos a los balaustres de la sección de baranda que había entre la primera columna del poniente y la pared occidental de la casa ó a la cerca del solar contiguo; subían primero los tres peldaños de concreto poroso de la escalera hasta la pasarela cubierta de pequeños mosaicos grises y escalaban el último paso al portal. Los que no pasaban a sentarse en los bancos del salón de espera se quedaban fumando recostados a la baranda. Desde la parte cercada del portal, yo los observaba ensuciar los mosaicos con el lodo de sus botas, sumidos en un respetuoso silencio. Poco después, aprendí a hacer lazos con las crines de los caballos para atrapar lagartijas y echarlas a pelear. Algunas veces las hacíamos juntos tú y yo en la mesa del enorme comedor, debajo de la claraboya. ¡Cuánto vio aquel tragaluz! No sé qué gusto me daba ver cómo unas lagartijas les arrancaban la cola a las otras a mordidas—años después, me gustó también el boxeo y, de no haber recapacitado, habría disfrutado el circo romano. Por la cerca de tablas de palmas del levante que separaba nuestro patio del de las hermanas Bauta, y también por el solar de manigua al occidente que mi tío abuelo Adriano le cedería años después a la Iglesia, abundaban los camaleones y los jubos; 10 practicaba el lanzamiento de proyectiles contra aquellos seres huidizos, reventando a muy pocos. Cerca de la casa de mi madre, por el camino de Jobo Rosado, había una valla de gallos de pelea donde la gente le apostaba dinero al gallo más matón. Yo, siendo el hijo del médico, tenía entrada libre a todos los espectáculos de la comarca. A ti no te gustaba que te contara los episodios de gallos muertos o heridos. Las aves eran muy usadas y abusadas en Meneses. Algunos guajiros se vanagloriaban de hacerles el amor a las gallinas. Gina y Olga, las criadas que te precedieron, me dejaban retorcerles el pescuezo a los pollos que nos íbamos a comer. Si se hacía sopa de una gallina que tuviera huevos en la tripa, yo me los comía. Algunas veces, oía el grito horrorizado de algún puerco que Marito, el carnicero, arrastraba por el solar de manigua que separaba su casa de la de mi madre —los cerdos no hallan infamia en la fuga ni saben por qué mueren. El trabajo de Marito era quitarles la vida a los animales medianos con un cuchillo afilado para que otros se comiesen la envoltura. En cuanto lo sentía forcejear con una víctima, saltaba sobre mis pies y corría a presenciar la matanza. Contrariamente al chivo, que se deja correr libremente una vez degollado, el puerco muere con las patas atadas; se le parte el corazón con un puñal y se le oprime el cuerpo para que salga toda la sangre por la herida. A ti tampoco te gustaba aquello. La vida de los cerdos es desoladora: primero los capan, después los ceban y, finalmente, los matan en plena juventud. Marito me permitía subir sobre el animal agonizante y exprimirlo con mi peso. En cuanto la vida se le había escapado al puerco, Marito le ponía una tela absorbente encima, sobre la que vertía agua hirviendo; cuando el pelo se había suavizado, le rasuraba la piel con un cuchillo bien afilado —yo tampoco uso jabón de afeitar. Luego abría en canal el cuerpo de la bestia y le sacaba las tripas y las vísceras. El trabajo de Marito tenía momentos de entusiasmo, pero muy poco encanto: todos los puercos son iguales y tienen la tripa cargada de mierda. Había visto a los carniceros estirar lentamente la carne grasienta con sus dedos engarabitados y cortarla en trozos para freír, refrigerar o vender. Era aburrida la rutina del descuartizamiento. Me imagino que, para no renegar de su suerte, Marito tendría que pensar en la recompensa. * Desde los tiempos de Gina y Olga, ya la escuela de Meneses no servía para aprender a leer y a escribir, como en los tiempos de mi madre. Los políticos electos para gobernar se habían robado casi todos los fondos destinados a la enseñanza mientras las leyes de la República dormían plácidamente en el papel. Decían los cubanos cultos, gente de muchas palabras y pocas obras, que su 11 Constitución del 1940 era bella y progresista. Tal vez por eso no se pudo poner en vigor jamás entre gente tan voluptuosa y acabó siendo demolida. A los cinco años de edad, mis padres me enviaron a casa de Blanca Ripoll a aprender las primeras letras y a contar. Blanquita me dijo que era inteligente: me enseñó a leer la cartilla y a escribir los números arábigos y romanos, partiendo del uno y tendiendo al infinito. Con aquel impulso, cursé luego los primeros seis grados del colegio de los Hermanos Maristas con notas de sobresaliente o notable. Blanquita era la mujer de Pancho, el único empleado de la farmacia del pueblo. Vivían en una casa alta a la salida de Meneses, por al camino de Bamburanao, pasando el puente, muy cerca del trillo que llevaba a tu casa de la Sierra. Tenían una niña de dos años de edad y un niño recién nacido. Pancho moriría de un aneurisma en la aorta en Miami cuarenta años después. Blanquita vivió mucho más, siempre orgullosa de cuanto le enseñó a su mejor alumno. Mi hermana aprendía con mayor lentitud —su inteligencia era práctica. Mi hermano menor, hijo del descuido, no asistió a las clases de Blanca Ripoll ni tuvo inteligencia teórica ni práctica. Por cierto, esto nunca te lo conté por resultarme tan vergonzoso. Palpé con mis dedos el sexo de una niña que visitaba la casa de Blanquita y Pancho. No sé cómo se llamaba. Una mañana que nos quedamos solos en el columpio del portal de la casa, cometí aquella bellaquería tranquilamente. Detesto el ambiente desvergonzado del pueblo. Me quema aún hoy el recuerdo de haber incurrido en tal injuria. Los remordimientos de conciencia le hacen a uno desear que haya un Dios capaz de perdonar los yerros humanos... o que se haga responsable por permitirnos faltar. * Los menesinos convivían pacíficamente, embutidos en creencias sobre la moral y la ética. Hombres y mujeres acarreaban existencias utópicas, ciegos ante aquellos instintos que los agitaban y los obligaban a actuar contra sus propios criterios y a quebrantar sus propios preceptos. La desatención a la verdad nacía de su pasión por la vida. Tú eres buena y salvajemente sincera de sentimientos. Por eso no entiendes quizás que, cuando se malogra la razón, el pensamiento puede enfermar, loqueando al azar en solitario. De esas elucubraciones, vueltas creencias en bocas forasteras, han nacido muchos conflictos en el mundo. Tal vez sea mejor obviar lo razonado mal, que es mucho, y la fe, que es ciega. Cuando las hijas de Barrabás, siendo niñas aún, fueron a despachar al comercio de víveres de Quinto Cabrera, se comieron la mortadela y los dulces. Por eso, los menesinos las motejaron de ‘rateras’ y el empresario las cesanteó sin tomar en consideración el hambre que pasaban en su casa. Solamente yo, que era un niño, tomé el partido de las dos ladronzuelas descalzas. Aquellos 12 que advirtieron rebeldía nacionalsocialista en mi queja me conminaron a seguir paseando por el pueblo en bicicleta. Todos estaban de parte de Quinto, el viejo bizco que había tenido ‘tan mala suerte’. La llamada mala suerte de Quinto había brotado de un asunto sin gran importancia. Osvaldo, su hijo, le había tomado prestado el revólver a Dagoberto, el farmacéutico.Al día siguiente, apareció muerto el negro Tiplín en un platanal. Se armó un gran revuelo, que fue sofocado entre el juez, el sargento de la guardia rural, el farmacéutico y el médico —mi padre. Andrés Sotuyo, el sargento de la guardia rural, no vio los cinco huecos que tenía el negro en el pecho, el cuello y la cabeza; Dagoberto Rodríguez, el farmacéutico, declaró que su revólver no había sido disparado; Germán Sánchez, el juez, levantó el acta de defunción de acuerdo con el dictamen del médico; el doctor halló durante la autopsia que el difunto estaba tuberculoso, lo que le había podido costar la vida —en verdad, cuando abrió al negro en canal, como si fuera un puerco, le vio los pulmones repletos de cavernas. Como no se debe especular sobre la moral del pensamiento, sólo nos queda decir ante el hecho consumado que se fabricó una verdad para hacer el bien. El homicidio practicado en el negro Tiplín estaba perfectamente justificado. Afortunadamente, así lo entendieron todos porque vivíamos en tiempos de una sensatez basada en principios bien asentados en la raza, dentro de un colectivo trabado en estrecha amistad. Tiplín llevaba tiempo acosando a Osvaldo para sostener relaciones homosexuales. Para que no lo jodiera más, Osvaldo lo mató. Todos tuvieron que hacer pequeños ajustes anímicos sobre lo bueno y lo malo, sin que nadie osara pensar que los valores tradicionales hubiesen sido violentados. El juzgado de Meneses, que se desenvolvía generalmente distanciado de la ley —salvo cuando fallaba contra la ley por amor al dinero— no se mostró exigente en el caso Tiplín. Un juicio hubiese atentado contra la paz y concordia de los menesinos, desatando una polémica mortificadora que no deseaba nadie. * En el minúsculo Meneses había mariconería. Una noche, por ejemplo, apagaron las luces durante un baile para que se besaran aquellos que se amaban. Se oyó un grito, se prendieron las luces de nuevo, y apareció Roberto el Chino tirado en el piso: el tipo le había estampado un beso a Berto Oliva —dijo que por equivocación— y había recibido un puñetazo en la cara. Roberto sí era maricón. Habiendo hallado poca camaradería en Meneses para la persuasión homosexual —del negro Tiplín no quedaba ni el recuerdo— tuvo que emigrar finalmente a La Habana, meca de todos los vicios. Quedaron en el pueblo algunos niños, sin embargo, que hacían bellaquerías orales y anales por los solares yermos y las arboledas. Pero se decía entonces: “De chiquito no vale”. 13 Naturalmente, la mariconería aflora pero no prospera donde cualquier hombre lleva un machete a la cintura y los puños hablan con mayor elocuencia que las palabras. No obstante, Roberto el Chino habría conquistado por la comarca a algún desesperado; de no ser así, ¿cómo habría sabido cabalmente que era maricón? Pito, un primo segundo de mi padre —de quien supimos por la cháchara de mi madre—fue hallado enganchado homosexualmente con dos amigos en una borrachera. * Era mucho más acostumbrado el bestialismo por aquellos campos: los animales no hablan. Las puercas eran las más favorecidas por los guajiros, seguidas por las chivas, las yeguas y las gallinas. En justeza, debo decir también que las putas de aquellos parajes no podían rivalizar con las que lo daban de gratis y con los animales. Por eso la prostitución, señalada como algo inmoral por la Santa Madre Iglesia, no prosperaba en Meneses. La única puta conocida, una francesa, tuvo que levantar sus enseñas e irse a otra parte. Los hombres de mi familia solían refocilar con sus novias y esposas, las criadas de sus casas y mujerzuelas de la comarca que no hallaban virtud en la virginidad. De hecho, muchas mujeres de aquellos campos preferían enamorarse y convertirse en “queridas” de los propietarios de mi apellido. Dichosamente, por aquellos hermosos campos no abundaban durante mi niñez las vírgenes homosexuales, como en la mitología griega. El único caso de lesbianismo lo descubrió mi padre cuando cierta señorita concibió de su amante homosexual, que era una mujer casada. El pueblo, habituado a la normalidad concupiscente, creyó que era un caso de trinidad heterosexual —el pueblo se suele equivocar—; el marido, sin embargo, se desentendió enfáticamente de la paternidad, echándole las culpas a mi abuelo. Con la relajación de la moral y la llegada del cine, sin embargo, aumentaría considerablemente el número de tortilleras en pocos años. Se habían dado también por aquella zona alumbramientos vírgenes. Las preñeces sin penetración ocurrían por frotación de las partes pudendas en segundos enardecimientos, después de la primera eyaculación, cuando los inquietos espermatozoides habían quedado en el directo. En Meneses no se usaban ni el condón ni los lavados vaginales de agua con zumo de limón. Y como mi padre no hacía abortos, casi todas las que concebían, vírgenes o no, parían. La casi totalidad de las relaciones hombre-mujer eran normales en Meneses. Allí no se conocía, ni se deseaba, la guerra de los sexos. A decir verdad, el campo solitario favorece al amor. A la sombra de uno de esos árboles frondosos, engalanados con lianas colgantes, y enraizados en la verde margen de un arroyo, se desatan fácilmente los deseos de los amantes. Cuando la corriente cristalina inclina las hierbas a los pies de la guajira, salpicándole las carnes ruborosas 14 con sus gotas de plata, y en la timidez de su mirada verde se adivina un “sí”, el macho enloquece de amor. Entonces, los pezones endurecidos de la joven se elevan bajo la gasa de su blusa, invitando al beso comprometido. El palpitar de los corazones reverbera enérgicamente por todo el dilatado aparato del amor y los cuerpos machihembran con mágicas convulsiones. Después, los amantes se bañan en las aguas azuladas del arroyo, bajo un cielo añil, manifestando ternezas y jurando volverse a seducir muy pronto. ¡Santo Dios! ¿Por qué se jodió aquella sociedad bendita? * Como sabes, Meneses está establecido en un país fértil donde ni la tierra vomita sus entrañas ni los vientos chafan los sembrados. Desde las altas sierras hasta el mar, surcaban el suelo ríos y cañadas repletos de biajacas, a cuyas orillas brotan flores de vivísimos colores y agradables olores. Durante mi niñez, los potreros sostenían enormes poblaciones de ganado vacuno y porcino y las arboledas estaban repletas de palomas, codornices y jutías. Entonces, la sencillez de vivir hacía la vida hermosa: la gente no huía de las tentaciones—o escapaba de éstas sin prisa —los puntos de vista no tenían gran importancia y el hombre hallaba siempre la mano dispuesta a ayudarlo al final de su propio brazo. Mientras tanto, el caso Barrabás —la suprema manifestación del fracasado liberalismo capitalista en Meneses— era ignorado por todos. Barrabás era un desdichado, pobre entre los pobres, un defectuoso mental quizás, incapaz de ganar el sustento de su familia. Vivía con su prole en un bohío sucio de tablas de palma y piso de tierra. Cuando se cascaba una nube, el agua rodaba por el techo de pencas de palma del cobijo y caía a una charca donde se criaban los mosquitos que les chupaban la sangre. Si tenían algún boniato ó alguna malanga para comer, la mujer prendía el fogón de leña; luego, esparcía las cenizas por la tierra fangosa del piso. Las hembras de la familia vestían faldas cosidas con la tela burda de los sacos de azúcar y los machos no tenían siquiera las botas de cuero duro de los cortadores de caña—los famosos me-cago-en-Dios. Era grande el desamor del pueblo para aquellos miserables. A Colano, el mayor de los hijos varones, le llamaban despectivamente Rafles, por un personaje radial apodado ‘el ladrón de las manos de seda’, sin que jamás hubiese robado nada. Solamente el viejo Ulpiano Oliva —el padre de Berto, que como sabemos fue el amor inalcanzable de Roberto el Chino— le daba trabajo recogiendo las vacas al mediodía, separándolas de sus terneros y ordeñándolas por la madrugada. Decía el padre Ortiz, el único santo que he conocido, que Ulpiano Oliva veía a Jesucristo dentro de Colano, el hijo de Barrabás. Barrabás era uno de esos hombres que existen ledamente. Hablaba muy poco y nunca sonreía. A la puesta del sol, se le veía volver de faenar por los campos; lo seguía un burro viejo cargado de leña. Las circunstancias de su familia me movían a una necia compasión propugnada y difundida por las 15 viejas beatas que estudiaban los libros sagrados. Es que el corazón del niño se conmueve ante cualquier desventura. Hoy, prefiero pensar que le robaron el derecho a la justicia a una familia de aquella patria. Aquel hombre tenía que haber trabajado, por la fuerza si fuera preciso, para sacar adelante a los suyos como buen ciudadano. El hambre, la desnudez y demás necesidades no debían haber sido permitidas en un suelo tan fértil. Sin embargo, como en algunos respectos vivíamos al margen de las normas civilizadas, aquello se dejó a la buena de Dios—que es apolítico. Los días roían los años y aquella gente no lograba comer ni medianamente bien. Un régimen nacionalsocialista jamás hubiese permitido que una familia anduviese hambrienta, descalza e ignorante por falta de trabajo. Una raza mejor le hubiera sacado un poco de dinero de sus cuentas bancarias y de sus cajas fuertes a quienes le sobraba para que Barrabás ganara el sustento de su familia construyendo caminos y colegios, sacando el mineral de las entrañas de la tierra o atendiendo las cosechas. Desdichadamente, cualquier intento de recaudar fondos para civilizar al país fracasaba por el egoísmo de los dueños del capital y los hurtos y manejos de los gobernantes. En los países zafios, la democracia salta de un revés al siguiente sin que ni los librepensadores ni quienes cotorrean las ideas modernas contribuyan al bienestar de nadie. Los hijos de Barrabás se alimentaban mayormente de la harina de maíz y la leche que les daba Ulpiano Oliva. Jamás se sorprendían de llegar a la decrépita casucha que les servía de hogar y hallar los calderos boca abajo. Yo los vi morder zanahorias manchadas de tierra, ladrando sus ganas de comer, y mendigué frente a mi madre para ellos. Toda la familia Barrabás conservó durante muchos años en la boca el sabor de una comida de lechón asado, arroz, frijoles, yuca, ensalada y turrones que les prepararon las Hijas de María de Meneses unas Navidades. Aquel día, Dios les debió de haber perdonado todas sus puterías a las Hijas de María y les debió de haber concedido indulgencias para los desbocamientos que necesariamente habrían de sobrevenir. * Integraban la asociación de Hijas de María cinco mujeres jóvenes y piadosas de Meneses. Las dirigía siempre el cura de turno que venía a comer a nuestra casa los domingos por el mediodía. Te debes de acordar de alguno que otro. Las muchachas se dedicaban a hacer obras caritativas cuando les podían sacar algo de dinero a los ricos del pueblo. También les enseñaban el catecismo a los niños. Yo las había rescabucheado a casi todas y te lo había contado. ¡Sí, era un niño mira-huecos! Había visto en traje de Eva a las dos hijas de Quinto y a dos de las tres hermanas Bauta. A las hijas de Quinto, que eran feas, les resultó fácil conservarse virtuosas hasta el apareamiento definitivo. Olivia era triangular y pecosa, de labios finos 16 y pecho plano. ¡Si lo sabría yo! Olga, que se pintaba el pelo de color naranja — ¡si lo sabría yo también!— tenía la cara cacarañosa y las piernas cortas. Las Bauta, sin embargo, eran mujeres agraciadas cuya castidad lesionaba la naturaleza. Su casa era contigua a la de mi madre y separada de ésta tan solo por un estrecho callejón de chinas pelonas donde mi padre aparcaba su jeep — o ‘yipi’ en la lengua vernácula del país. Todas ellas me querían mucho. La ventana de mi habitación daba al comedor de su casa. Siempre me hacían sentir orgullo de mi virilidad. Cuando me desnudaba para ducharme, por ejemplo, se hacinaban las tres, la cocinera y una prima boba que vivía con ellas en la ventana y me rogaban: “A ver, Joaqui, enséñanos la cosita.” Yo terminaba accediendo y ellas me felicitaban: “¡Qué linda, mi amor, qué hermosa la tienes!” Yo también las quería mucho. Una de las Bauta, Gloria, tuvo la suerte de enamorarse de un buen hombre, empleado de bodega, que la llevó al altar; tuvieron tres hijos. Las otras dos, siendo casi niñas, amaron a ciegas hombres irresponsables, aficionados al engaño, que las abandonaron desfloradas. Antes que el tiempo voraz acabara con la gracia de su juventud, amaron por su gusto y vicio hasta la edad madura, cuando hallaron compañeros. Sin escándalo, recibían en su casa de madrugada a aquellos que juzgaban dignos de ser sus amantes, rechazando a los más por indiscretos o faltos de disposición y talento para amar. No eran las Bauta de esas mujeres que se entregan por pura lujuria. Les gustaba sentir bullir la emoción en sus pechos. Antes de engancharse en rudo machihembre, exigían de sus galanes un estricto protocolo que incluía algún obsequio, conversaciones afables salpicadas de confidencias, y hasta un poco de poesía. Si el varón no las hacía sentirse deseadas, sólo le brindaban su amistad. Esto lo deduzco de cuanto presencié, de las conversaciones que escuché, y de las experiencias de pasión sin enamoramientos que he tenido luego en mi propia vida. Las Bauta vivían del alquiler de unas casas que sus padres les habían dejado en heredad y de algunos trabajos de costura que hacían. Como eran limpias de corazón, fundaron la Asociación de Hijas de María para nutrir los cuerpos de los hambrientos y las almas de los niños. Cuando era preciso realizar una obra benéfica, Matilde Bauta, que era sumamente atractiva y que despedía una enorme sensualidad en torno a sus pechos y caderas, se ponía unos pantalones negros ceñidos al cuerpo y una blusa que enseñara el ombligo para romper la tacañería de mi abuelo y de sus hermanos, que eran poco limosneros. Ninguno de ellos se resistía después de papar la esencia de hembra mezclada al perfume de Matilde. Con su corazón mezquino ardiendo en deseos, devorado por la pasión, sintiendo que se le derretía la próstata como la cera de una vela, mi abuelo abrió la caja fuerte en algunas ocasiones para hacer el bien. ¡Bendito sea Dios que hace buenas las obras de un hijo-de-puta! 17 * En Meneses había una iglesia vieja cuyo techo les daba voz a los vientos en Cuaresma. Con las sacudidas de la cuerda, se le soltaba la lengua a la campana y se precipitaba campanario-abajo algunas veces. La nave desvencijada, sostenida seguramente por un ángel titánico, llevaba demasiado tiempo luchando contra la gravedad y se veía muy abatida. Los curas que frecuentaban aquel pueblo miserable les aconsejaban a los fieles que no caminasen por debajo del campanario. Unos treinta de los quinientos habitantes de Meneses asistíamos a la iglesia, buscando la palabra de Dios. La religión nos proporcionaba cierto regocijo ante la incertidumbre de la vida y una gran irresponsabilidad ante la razón. Aspirábamos, sin saberlo tal vez, a eternizar el reino de la virtud. Como buenos cristianos, ostentábamos un insostenible simulacro de la vida por amor a Dios y al prójimo. La iglesia de Meneses no producía lo suficiente para mantener a un cura. De la parroquia de Yaguajay llegaba algún sacerdote español —en el siglo XX España fue exportadora de curas— el domingo para decir misa y bautizar. El discurso de aquellos pobres curas era muy poco inspirado, así hablasen indignadamente de la muerte del Redentor o bien tratasen los acontecimientos de última hora. Varios pueblerinos perdieron el gusto de vivir cuando sus pecados toparon con las enseñanzas de aquel santuario. En verdad, la primera vez que vi la iglesia por dentro me asusté mucho. No me gustó la imagen espeluznante del hombre torturado sobre el altar. El hombre era Jesús, el hijo de Dios, que había sido clavado a unos maderos por gente muy mala, peor que el negro Tiplín. Las viejas beatas de Meneses se plañían del capricho de Jesús, cuya temeraria empresa lo había situado frente a unos judíos que no entendían de buena fe ni de justicia. Para colmo de males, la complicidad de la época había exigido de los civilizados romanos un juicio fatal contra el hijo de Dios. Jesucristo fue suprimido por hijos-de-puta. En cualquier caso, la imagen sangrienta de Jesús me parecía demasiado trágica. Contrariamente a la muerte del negro Tiplín, la defunción prematura de Jesús nos había salvado de un error llamado pecado que había nacido de la desobediencia a Dios y del sexo. Por eso, teníamos que sufrir nosotros también, temerle a la verdad, y sacrificarle la autonomía y cualquier traza de altivez humana al Cristo de los maderos. Así, las beatas del pueblo, como la vieja Aniseta y mi madre, gozaban la sensualidad de la penitencia durante los largos via crucis de los sábados por la noche. Yo jamás llegué a sentir tal exaltación. Según el sentir popular, en Meneses, la religión era cosa de mujeres. Por suerte, la fe del manojo de creyentes no cundió por el pueblo. La mayoría vivía despreocupada del pecado. Si todos los habitantes de Meneses hubiesen sido gente de religión, la vida se habría vuelto tiránica e intolerable. Un pueblo 18 cuya resistencia resulte vencida por un libro tan chueco como la Biblia —o por el Corán o el Talmud— debe de volverse insufrible. * Para que me habituase a Dios en lugar de la Nada, mis padres me obligaban a asistir a misa los domingos ¡y hasta a servir de monaguillo! Detestaba vestirme con el sayón rojo y la blusa blanca de encajes. ¡Aquello me parecía mariconería! Item misa est era mi dicharacho preferido del domingo. Los ejercicios dominicales me parecían caprichosos y aburridos. Antes de la misa, las Hijas de María adornaban el altar de flores—generalmente mariposas blancas y campanillas azules —y prendían las velas. Al terminar el rito, la querida de un tío-abuelo mío tocaba el pequeño órgano de la iglesia, tan desafinado como el coro de las beatas que cantaban. Mi madre se quejaba de la falta de devoción de aquellos feligreses, pero mi madre siempre fue muy quejona. En fin de cuentas, conocí a Dios en la iglesia de Meneses. Cuando el niño pregunta de dónde vienen los bebés, es conveniente decirle que han brotado del cerebro y de la mano Dios, lo que significa de cierta manera la negación de la Madre Nada. Dicha imagen de arribo ha ayudado a vivir a muchos. Es que la nada no es expresiva: en el vacío de un vacío, donde no puede existir ni la esencia del mismísimo cero, no prosperan las reflexiones. En la iglesia de Meneses aprendí a no descartar la voluntad de Dios, así ésta sobrepase el rasante de la comprensión. La iglesia siempre ayuda a gobernar. En ella se funde la fe con la iluminación y se promueve la historia de la isla de los bienaventurados, donde los que se atienen a las normas civilizadas en este mundo habrán de vivir cómodamente allá de donde no se regresa. Además, desde el púlpito les dicen a quienes tienen sed de justicia, ya sea por defecto de los hombres, que los injustos habrán de ser juzgados por un tribunal divino que pronuncie la sentencia final y fatídica— así se promueve la esperanza. * Entre los sacerdotes que conocimos, me simpatizó el padre Isidoro Jacinto, un antiguo combatiente de la Guerra Civil Española que sabía el Alemán y, durante la Segunda Guerra Mundial, antes que yo naciera, les había traducido a aquellos menesinos dispuestos a escuchar —aunque no aptos a entender— los altos ideales de los regímenes nacionalsocialista y nacionalsindicalista. Isidoro Jacinto Ortiz había pasado la niñez arreando ovejas a los pastizales de los Pirineos. Un día, mientras pulverizaba puñados de nieve en el aire, se le acercó un misionero y le enseñó cómo distinguir el llamado de Dios de los demás vientos. Poco después, ingresó en el seminario de Vitoria, colmando de felicidad a sus padres y a sus once hermanos. Una vez ordenado sacerdote, después de servir a su patria del lado de la religión, Isidoro cruzó el océano con instrucciones de engendrar más fe en el país donde el sol afuega y los tontos 19 quieren ser inmortales y brillar entre las estrellas. Era duro ser cura en Meneses, pero las Hijas de María le hicieron la vida llevadera a Isidoro. Los domingos, después de misa, el padre Ortiz venía a comer con nosotros. La personalidad afable de aquel cura me movía a responder apropiadamente en Latín durante la misa y a tirar con fuerza la cuerda del campanario—siempre retirado del agujero de desplome del santo proyectil —llamando a la gente a la iglesia. Dicen que Isidoro halló en su fe el gusto de vivir, pero pudo haberlo encontrado también en la espera por el triunfo del ideal nacionalsocialista. Creo que mi madre, una mujer de gran sensibilidad y muy amante de la poesía y la ficción, lo amaba con sosiego y tersura. Isidoro decía que, al igual que la Iglesia, el nacionalsocialismo no adaptaría su programa a las circunstancias, sino que dominaría las circunstancias con su programa. Pero nadie lo entendió bien. En Meneses no se sabía nada de la servidumbre de la deuda a las finanzas internacionales judías ni de las ganancias obtenidas por el comercio mayorista con los productos agrarios. Cuando el cura planteaba la necesidad de un campesinado económicamente sano, con capacidad adquisitiva, lo creían más soñador que revolucionario. Además, la gente de aquel país casi bárbaro no comprendía nada de política impositiva. Resultaba interesante escuchar a Isidoro hablar de la Alemania Nazi, donde solamente los ciudadanos podían ser propietarios del suelo, y éste no podía ser objeto de especulación. Afortunadamente, los terratenientes de Meneses jamás oyeron a Isidoro plantear que las tierras no debían servir para acumular rentas sin trabajo del propietario; de haberse enterado, sus palabrotas de protesta hubieran llegado a oídos del cura párroco e Isidoro hubiera sido amonestado o expulsado. En tanto, Isidoro se dejaba hablar durante la sobremesa. Su desenvoltísima lengua clamaba por la expropiación de las tierras que no sirven al abastecimiento del pueblo y las adquiridas ilegalmente, etc. Al decir del cura, el Estado debía fomentar la elevación del nivel económico y cultural de los campesinos. Deseaba ver organizaciones cooperativistas de agricultores que redujesen los costos de producción y acrecentaran el producto bruto. Pero Isidoro no era político. Con la excepción de mi familia, los menesinos solamente le oyeron decir misa. Pasarían muchos años antes de que yo entendiese la arbitrariedad de las religiones nacidas en el Medio Oriente. Era muy joven para comprender las intenciones de dominio detrás de la palabrería elaborada por las religiones semíticas. Sin embargo, hombres de la mayor calidad humana posible, como Isidoro Jacinto Ortiz, han hallado una gran certidumbre besando los pies del Cristo. * Al viejo Marcelo Caparroche le importaba un bledo lo que se decía y se creía en la iglesia. Los años blanquearon sus cabellos sin que jamás considerase 20 las causas primeras o el semblante de los dioses. Aquel viejo simplemente era. No le importaban siquiera los despropósitos del mundo ni las leyes que debían regir en éste. Esperaba tal vez una nada segura enseñándoles el pene fláccido a las mujeres que pasaban frente al portal de la casa de su hija, Consuelo. Consuelo, su marido y sus hijos tampoco eran gente de iglesia. Los nietos de Marcelo eran operadores independientes de automóviles de alquiler. Pasaron sus vidas llevando flete humano entre Meneses y los pueblos circunvecinos. El más joven de todos, Omar, apodado por todos “Cagao”, era contemporáneo mío. A juzgar por los comentarios que Marcelo Caparroche le balbucía a su nieto, Cagao, creo que el viejo exhibicionista había descubierto en las mujeres de Meneses la facultad de formar juicios sintéticos a priori. Yo le oí decir en una ocasión a aquel viejo de paso incierto: “Esas putas saben que dos y dos son cuatro”. Con lo de ‘putas’, Caparroche parecía también querer indicar cierta facultad moral en ellas. Por ver si el viejo decía la verdad, Cagao y yo espiábamos a las hijas de Quinto cuando se estaban aseando. En Meneses, aquella acción se llamaba ‘rescabuchear’. Por aquella curiosidad me convertí en rescabucheador impúber. Miré a menudo por el hueco de un caído nudo en las tablas de la pared del baño de las hijas de Quinto, pero no las vi hacer más que enjabonarse la blanca piel y enjugarse con agua. Ambas, Olivia y Olga, se bañaban y amaban a solas, tal vez porque, siendo de una belleza rara, les haya costado tanto conseguir marido. Las hijas de Quinto tenían una peluquería en su casa. En ella se importaban y exportaban casi todos los chismes del pueblo. En aquel salón no se habló jamás de mujer decente ni de hombre honorable. La conducta escandalosa de la gente era siempre el tema preferido de las damas que metían sus cabezas en las secadoras eléctricas. Allá se hablaba de los maridos que les pegaban a sus mujeres, de las mujeres que engañaban a sus maridos y de las jóvenes que acababan de perder la virginidad o que estaban fertilizadas. Las ansias de aquellas mujeres por saber quiénes y cómo gozaban el sexo en Meneses y en los pueblos circunvecinos excedían los límites de la discreción, la sensatez y el decoro. Quizás fuera por eso que Marcelo Caparroche las tildaba a todas de putas. * La bodega de Quinto estaba en una de las cuatro esquinas del antiguo Cuatro Caminos; o sea, en el cruce de la pavimentada Calle de Alante, llamada también la Calle Real, con el camino de rocoso que pasaba frente a la casa de mi madre y conectaba con Jobo Rosado en una dirección y Bamburanao en la opuesta. En la esquina diagonal a la bodega se erguía el viejo caserón de jiquí de mi abuelo. Por aquellos tiempos, mi abuelo paterno, Segundo, convocó a todos sus hijos y a sus nietos a probar un manjar proveniente de los Estados Unidos llamado ‘perro caliente’, una especie de salchicha que tuvimos por carne pero 21 que era en realidad pulmón de vaca y desperdicios de pollo. Como provenía el perro caliente de un país tan avanzado, hasta mi abuelo sintió la necesidad de llamarle carne al bofe. Con la aceptación del perro caliente y su acompañante, el ketchsup (cachú), una de las familias más distinguidas de Meneses llegó a la demencia gentilicia. El concederle igualdad al hot dog con el pollo criado con maíz y ateje y al cachú, lleno de preservativos y color, con la salsa de tomates naturales fue un acto de suprema ignorancia. Mi abuelo era, además de tonto, un hombre inmoral. Como era muy rico, podía ser lícitamente impúdico. No tenía el viejo arte ni gracia para enamorar a una mujerzuela. Con su dinero, sobornaba al carnicero, Marito, para que le cediera a su mujer de vez en cuando. María Guerra era una mujer rubia, estéril, de pechos grandes y labios carnosos, unos treinta años menor que el viejo Segundo. Aparentemente, fue la habilidad de María en las artes amatorias — servicio capitalista— lo que les produjo la recompensa a ella y a su marido. De cierta manera, tuvieron suerte porque ningún familiar logró heredar de aquel viejo sinvergüenza. Una tarde, quise acercarme a la casa-carnicería forrada de cinc de Marito para averiguar cuándo mataría de nuevo. Como todo estaba en silencio por el frente, le di la vuelta a la casa por el solar de manigua. Antes de llegar al patio, sentí un murmullo de voces en la cocina: Marito y María Guerra estaban hablando de mi abuelo. Me quedé escuchando largo rato, escondido debajo de la ventana. En un lenguaje muy vulgar, María le contaba a su marido cómo a mi abuelo Segundo se le escapaba el nombre de una mujer, Catalina, cuando estaba haciendo el amor con ella. Pude colegir que, en el corazón de aquel viejo hijode-puta, ó en el fondo de aquella alma anochecida, había ardido un amor que jamás había podido sofocar. María, que era muy buena en la cama y se brindaba a hacer cualquier cosa, le había preguntado quién era Catalina para hacerse pasar por ella; jubiloso, él había accedido y se lo había contado todo. Según pude oír, treinta años después de haberse enamorado de Catalina, la imagen pertinaz de aquella mujer acompañaba a mi abuelo en sus masturbaciones y cuando le hacía el amor a mi abuela. Al cabo del tiempo, durante los ratos de intimidad que gozaba con María Guerra, se atrevió a gritar el nombre de su amada. Solamente María Guerra había sabido descifrar el lenguaje de sus ojos y había conocido sus borracheras de dolor. Cuando mi abuelo era un pobre sastre, había conocido a una española llamada Catalina. De acuerdo con la descripción que de ella le había hecho a María Guerra, la mujer tenía las piernas gruesas, los hombros estrechos, las tetas caídas sobre el estómago, las caderas grandes y las nalgas puntiagudas; 22 sin embargo, su naricilla respingada, su cara de muñeca y su cabellera dorada por la naturaleza la hacían resaltar entre todas las demás. “¡Ay, Caty!” exclamaba Segundo mordiéndole las nalgas a María Guerra. Él la había visto por primera vez en una banqueta del parque. Había tenido que vencer su timidez natural de hombre pobre para acercársele. Le había hablado, pero no sabía qué le había dicho. Ella le había contestado, pero no se acordaba qué le había respondido. De sus intercambios incultos recordaba la historia y la pasión más que las palabras. Él estaba en la flor de su juventud y las mujeres lo miraban entonces con ojos tontos. Corrieron los días. Charlaban paseando. Él la acompañaba hasta la entrada de la casa. Sin embargo, los ojos azules de Catalina ocultaban una frialdad que Segundo había confundido con el recato femenino. “¡Ay, Caty!” suspiraba él, abrazando con gran fuerza a María Guerra, marcándole la espalda con sus manos mientras en sus ojos brillaban lágrimas por brotar. Mi abuelo Segundo jamás había podido chuparle la boca a Catalina ni echarla de espaldas sobre su camisa a orgasmear escondidos entre los árboles. Ella jamás le había dicho cosillas agradables al oído para hacerlo sentirse macho. Más de treinta años después, él se consumía aún en sus amorosas fantasías reprimidas que palearon sus relaciones con María Guerra.. La seducción de Catalina fue mal. Hablaron tonterías sin una mirada de inteligencia ni una sonrisa de aceptación. “¡Coño, no pude besar aquella naricilla respingada!—le confesó Segundo a María Guerra”. “Debí de habérmele echado encima y cogerla, pero temía perder la amistad que nos unía.” Catalina había comenzado a hablar con un tipejo medio afeminado. Segundo había creído al principio que semejante mierda no sería rival digno de consideración, pero se equivocó. Una tarde, sintió como que le metían un puñal en las tripas cuando los vio caminando juntos por un pasillo: él le había echado el brazo sobre los hombros y ella caminaba sonriente. Ya no la vio más. Ella se perdió en el horizonte de sus ansias locas. Segundo chillaba, llorando: “¡Carajo, Catalina!” Sentía opresión en el pecho de querer verla. Desde aquel día, su mente creó escenarios con ella. Su voluntad la quería amorosa hacia él, con ojos chispeantes de un azul apasionado. Nada pudo arrancarle aquel amor enfermizo que sintió siempre por Catalina en su corazón. * Dentro de su indecencia, mi abuelo era feliz algunas veces—quizás porque la vida es voluntad de dominio. Mi abuela lo adoraba, pero con mucho miedo: cuando Segundo bramaba imperiosamente, un temor frío le paralizaba a ella el ya recatado intelecto. Tuvieron nueve hijos, seguramente más por aburrimiento que por fragor amativo; seis de ellos fueron universitarios, una retrasada mental, otro necio-incestuoso y una niña murió aplastada por un muro. 23 Desde muy niño me enseñaron a mostrarme respetuoso con mi abuelo paterno, aunque no me simpatizara su mal continente. En primer lugar, lo aborrecía porque, teniendo muchísimos caballos, no me los prestaba; en segundo lugar, porque no me hablaba; y en tercero, por el menosprecio con que trataba a su mujer. Claro que el sentimiento era mutuo porque yo tampoco le caía bien a mi abuelo Segundo. Me resultaba desagradable aquel hombre alto, moreno, de nariz afilada y sonrisa hipócrita. Creo que lo despreciaba, sobre todo cuando fruncía los ojos y las comisuras de los labios esbozando una sonrisa que se me hacía atroz y satánica. Es difícil entender a mi abuelo sin conocer las circunstancias de su niñez. Siempre se habló muy mal de él, a veces con razón y otras sin ella. Pero la reputación no es más que la sombra de la realidad. Es que, algunas veces, las más sencillas apetencias de los unos les producen grandes dificultades a los otros. Mi bisabuelo paterno, el viejo Pancho, se había casado con una mujer estéril. Era un hombre muy guapo: alto, rubio, de ojos verdes. Fue algo así como el padre del Olimpo en Meneses. Don Pancho tuvo una docena de hijos con otras mujeres porque la buena semilla se debe de plantar y cuidar. A cada una de sus amantes—la madre de mi abuelo era una de ellas—le había puesto casa dentro de sus vastísimas fincas. Un buen día, decidió que sus hijos debían de criarse juntos y se los quitó a sus respectivas madres para que su esposa los criara. Aquel acto salvaje aún hoy resulta, de cierta forma, incomprensible. 24 El viejo Pancho Delgado gozaba de la independencia de los fuertes y sabía defender lo suyo. Por eso, algunos envidiosos lo acusaron de ser un ogro. Durante la llamada Guerra de los Diez Años, peleó primero de voluntario al lado del ejército español contra la caterva de blancos atolondrados y traidores, negros salvajes y mulatos resentidos contra sus padres que se decían patriotas de un país inexistente. Aquella amalgama infrahumana se habría de fundir en una raza desalmada, cobarde, violenta, fanática y lujuriosa. Por fin, el resquebrajamiento del orden público, a raíz de la Guerra de Independencia, obligó a Don Pancho a emigrar a Tampa con muchos de sus hijos. Volvió después de la guerra, reclamó sus tierras como ciudadano de los victoriosos Estados Unidos y se las tuvieron que devolver. Al morir, les dejó a cada uno de los hijos que había reconocido más de cien caballerías de tierras buenas para criar ganado y sembrar caña de azúcar. Mi abuelo, Segundo, no había ido a Tampa y casi no heredó porque su madre, Micaela, había tenido otro hijo durante el exilio de mi bisabuelo. El doble bastardo, que se llamaba Lorenzo, malvivió de carpintero en Meneses. Segundo, que parecía habitar en un cuerpo sin alma, jamás se interesó por su medio-hermano. Mi padre empleaba a Lorenzo algunas veces en los proyectos torpes que llevó a cabo en la casa de mi madre. Segundo era el único de los hermanos reconocidos por el viejo Pancho que no sabía Inglés. Como su reconocimiento fue tardío, vivió en la pobreza hasta que el viejo Pancho ascendió al Cielo —como todos los ricos de Meneses. Durante los años que vivió con su madre y con Lorenzo, se hizo sastre para ganarse malamente el sustento. La carestía y la pluralidad de temores en su antiguo estado lo volvieron duro para con los demás. El matrimonio con mi abuela le reportó 15,000 pesos, que era muchísimo dinero entonces. El padre de mi abuela paterna, Joaquín, era el médico de Meneses. Con el dinero de la dote de su mujer, Segundo compró ganado para sus potreros y sembró caña de azúcar. Ganó mucho dinero explotando sus terrenos sin miramientos con los trabajadores. Durante la Segunda Guerra Mundial, poco antes de nacer yo, amasó unas ganancias extraordinarias. * Del resto de mi ascendencia tengo poco que decir. La gente de mi madre era menuda, pequeños propietarios sin importancia. Eso sí: ¡todos eran blancos! Cuando mi madre me quería hacer de rabiar, me embromaba con el cuento de 25 que mi abuela, Esperanza, tenía sangre india de un pueblo que se llama Hatuey, en la provincia de Camagüey. Aquello me preocupaba porque en la única foto que me quedó de la vieja (con mi hermano Wifre) se la ve con la piel bien tostada. Cuando me mandé a hacer el examen tribual de ADN, resulté mayormente bárbaro de las estepas con un fortísimo componente ibérico, otro celta y, en menor cuantía egeo; también me salió un 2% de mestizo incunable. Mi abuelo materno, Saturno, era un hombre pelirrojo de ojos claros. De resultas de un accidente de cuchillo en el muslo, le habían tenido que amputar una pierna. Después de eso, tuvo a mi madre, su última hija, cuando mi abuela Esperanza tenía ya cuarenta y ocho años. Los de Meneses éramos de la raza de España. La mayor parte de los trabajadores agrícolas eran sitieros canarios a los que llamaban “isleños”. En aquellas partes se trabajaba duro y mucho. La tierra producía cuando el arado la rompía y no corrían por allá ríos de leche ni colgaban panales de miel de todos los árboles. Por eso no abundaba el negro en Meneses. En la zona habían quedado solamente algunos descendientes de esclavos que se hacían notar por su comportamiento bestial cada vez que estrenaban la libertad. En una ocasión, siendo mi madre una niña, habían salido los negros de la nueva República a las calles de toda Cuba gritando: “Negro, coge tu blanca”. Afortunadamente, habían llegado por entonces las ametralladoras de manigueta al país y se sofocó el desenfreno africano con unas diez mil bajas. ¡Aquella operación la tuvo que haber dirigido un verdadero hombre y gran patriota! Para mayor suerte aún, el país acogió unos doscientos mil españoles en poco más de una década y los blancos volvimos a ser mayoría en un territorio que progresaba. Son muy pocos los cristianos que entienden cómo un malhechor, bamboleándose en el extremo de una cuerda a la luz de la luna, contribuye a mantener en pie una civilización. Por cada delincuente que se cuelgue se salvan 26 más de cien personas decentes de convertirse en víctimas inocentes del crimen. El salvaje halla en su alma innoble licencia para cometer delitos sin las restricciones de la duda del hombre civilizado. Y a aquellos que los defienden, del color que sean, se les debe de cortar la cabeza que es donde se alojan las malas ideas. Es la piedad cristiana, mal concebida y peor tolerada, la que deja vivir al perverso. Pero no todo el mundo está capacitado para comprender la verdad; por eso, la humanidad no sabe afrontar las cuestiones críticas y se deja arrastrar a la decadencia. La Historia Universal sugiere que, para gobernar grandes grupos humanos, es preciso ejecutar hábiles trastadas. No apareció talento capaz de semejante empresa en Cuba. A medida que se formaba la no-nación cubana, se perdía el espíritu primitivo del pueblo español y, con éste, las posibilidades de alcanzar el estado civilizado. Cuando nací, ya estaba escrita la Historia mentirosa de la República. A los ineptos se les permitía reproducirse como a los conejos. En el afán de adelantar su raza, los negros acabaron con la nuestra en Cuba. * Casi todos los hombres han sido testigos mudos de la injusticia y la estupidez, pero casi ninguno ha podido detener las catástrofes que se les han echado encima. Hay quien le llama a esto ‘destino’. Yo prefiero llamarle abandono. Meneses nunca vio uno de esos seres capaces de mirar el futuro. Tampoco conoció la población autóctona individuos resueltos a emplearse en decir la verdad, aunque ningún oído estuviese dispuesto a escucharlos. Desde muy niño, me gustaba escuchar a mi madre declamar los poemas de Espronceda y detestaba las insolencias afrocubanas que saltaban de la radio. Espronceda lleva el ritmo en el alma, no en los pies ni en el culo —como los cubanos— y habla de deseos humanos, no de apetencias animales. Las letras de las canciones negroides son superficiales, repetitivas, ofensivas y antipáticas. El prejuicio popular, sin embargo, tuvo la venalidad por arte y la celebró. Ante tamaño entuerto, adquirí un gran desprecio por la democracia. La negra sombra del porvenir se le encimaba rápidamente a la gente de aquella isla. El gobierno estaba plagado de oportunistas cuya meta era salir de la vida con más de lo que habían aportado. Así como el hombre de manos embastecidas en el trabajo arranca la mala hierba que amenaza con ahogar las cosechas, era indispensable purgar la sociedad. Pero los cambios de regímenes son azarosos y, generalmente, se hacen mal. Desdichadamente, quienes renegaban de la República la deseaban abatir exclusivamente en beneficio propio. Cuba jamás fue una nación. En las grandes ciudades no había conciencia clara de raza. Por eso los mandatarios, ya fuesen electos o impuestos, siempre gobernaron ruinas; fueron victimarios insolentes 27 que se alzaron con el poder para hincharles el lomo y romperles la cabeza a quienes les estorbaban. Y la debacle concluyente llegaría en pocos años. * En una casa pequeña, como agachada frente a la nuestra, al lado opuesto de la calle, vivía Raúl Méndez con su familia. Raúl era camionero, enjuto de carnes, con un pequeño bigote. Como no tenía automóvil, le cedía su garaje a mi padre a cambio de atención médica gratuita para su familia. Raúl Méndez tenía uno de los contados diccionarios de Meneses y, con éste, rebatía los malos usos del idioma de los demás habitantes. Cuando mi padre cometía una incorrección, sin embargo, Raúl abría su diccionario pero no decía nada. Los menesinos respetaban mucho a mi padre—más que al ricachón de mi abuelo o que a sus hermanos. No creo que fuera por miedo a que les recetara algún veneno. Él era como un súper-brujo en la comarca. Casi nadie sabía mi nombre en Meneses. Todo el mundo me llamaba ‘el-hijo-del-médico’. Raúl o su hijo, Alín, que también era camionero, me llevaban algunas veces a recoger las grandes cantinas metálicas de leche que transportaban de varias fincas a la fábrica de quesos. Aprendí pronto a rodar las cantinas en ángulo de equilibrio sobre la circunferencia de la base; así, me hacía útil ordenándolas en la cama del camión Ford de Raúl. Un empleado de la fábrica destapaba cada cantina que yo rodaba, metía dentro de ésta una espumadera metálica con la que revolvía la leche y decidía, por olfato, si el producto era fresco. Evelia, la mujer de Raúl, echaba a cocinar mazorcas de maíz tierno en su fogón de carbón y me las daba untadas de mantequilla. Algunas veces, Raúl recogía a una guajira que no quería caminar y la sentaba en la cabina del camión entre él y yo: cada vez que cambiaba de velocidad, la mano se le resbalaba de la palanca de los cambios y acababa entre las piernas de la mujer, que no decía nada. Me gustaba aquella vida. Por eso, mi primera vocación fue la de camionero. Raúl Méndez tenía un perro cazador moteado, de orejas caídas que daba la pata cuando uno se la pedía. Aquel animal fue uno de los pocos amigos que he tenido en la vida. Lo quería más que a casi cualquier persona en Meneses. Caminábamos juntos por el pueblo asustando a las gallinas. Algunas veces, le echaba el brazo por encima, en el descanso del portal de la casa de Raúl, y le hablaba de los camiones grandes que iba a conducir cuando tuviera la edad. Fatalmente, la mala ventura puso el peso del sueño en los párpados de Sultán una madrugada debajo del camión. Cuando Raúl puso en marcha el motor, Sultán no se movió de donde estaba. Al sacar el camión en marcha-atrás, Raúl despachurró al noble can. Tal vez Sultán se sentía viejo y se quiso suicidar. Todos lo lloramos. 28 Evelia tenía dos yaguasas, unas aves muy tontas de color oscuro. Las yaguasas iban cuando las llamaban y comían con la familia. Evelia las quería como yo a Sultán. Mi padre, que nunca había probado la carne de aquellas aves, las atrapó un día que cruzaron la calle, se las dio a la criada para que las aderezara, y se las comió. Mi hermana delató la mala acción y Evelia lloró amargamente. 29 30 * Habíamos nacido razonables, Nenita. Entre las auroras, nuestra inocencia descubría nuevas verdades en los rumores de la naturaleza y los de la gente. Marchábamos hacia nosotros mismos bajo l’arc-en-ciel. Luego, fue inevitable conocer a los sordos de las ciudades que solamente escuchan a quienes tienen reputación de sabios. La paz y la concordia descansaban entonces, como hoy, sobre principios muy debatibles. Se sabe que los adormecidos descansan mejor. Como hacer sufrir a los demás por nuestras creencias es demencia, ningún dios de confección humana es fácil de entender. Y la peor locura es creerse loco. El homicidio Tiplín se había realizado con el beneplácito del dios que libramos de su propio error. El negro era una bestia salvaje que sobraba en el mundo. De haberlo partido un rayo, le habríamos dado gracias a Dios. Fue un bien eliminarlo. No obstante, no se promulgó aquella verdad porque alguien pudo haberla interpretado mal. Nos hallábamos en un hospitalario clima, entre una copiosa flora arraigada en feraces terrenos. La tierra de Meneses es negruzca, capaz de sostener una alta calidad de vida. Las haciendas de mi parentela se extendían hasta unas lejanías rojizas, sembradas de una variedad de la caña de azúcar llamada medialuna. Toda la comarca es verde y ondulada, erizada de altas palmeras; la gayan azulados arroyos y la surcan sombríos riachuelos que bajan al mar serpeando entre altos boscajes. Nací afiliado por la sangre a una gente blanca y activa. Soy un accidente natural del mediodía de Europa. La gente de mi raza y la tuya, llegada a Cuba de España, expresa sus ideas y emociones con certeza y claridad. Después de andar por el mundo y de observar otra gente, he comprendido la importancia de la identidad racial: sin conocer a mi raza, no me entendería a mí mismo. Tal como dijo el gran hombre, la realidad de la nacionalidad y la verdad de la raza están a la vista de todos pero el vulgo no las ve ni las puede reconocer. Para el europeo, el cruzamiento con otras razas en América ha sido nefasto. Cuando el español se ayuntó con la negra o con la india no pensó en el porvenir. Hoy, las consecuencias de aquellos actos de pasión salvaje se manifiestan en el mestizaje devastador de la América actual. Los menesinos de entonces no presentaban mácula de mezcla con los negros.Aquella gente había vivido mucho tiempo respetando el derecho natural, la ley, la vida, y trabajando la tierra. Como eran personas de ideas e impulsos muy allegados, lograban vivir en paz a pesar de la durísima lucha por satisfacer sus necesidades. Si el nacionalsocialismo hubiese resultado victorioso en el mundo, aquellos hombres y mujeres hubieran hallado las circunstancias propicias para desarrollar una alta civilización. 31 * Mi primera amiga humana fue Mamatití, una tía-abuela de las Bauta. Siempre vestía ropa de hilo, tan blanca como su cabeza. Cuando la conocí, a los cien años de edad, la viejita se le sobreponía a una fractura de la cadera; se apoyaba al andar en un taburete de madera y piel de chivo que empujaba delante de sí. Mamatití había alcanzado la cordura de la experiencia en esta vida y rezaba a diario para llegar a la presencia de Dios en la otra. Por ella me enteré de que, después de la muerte, se va a un sitio de donde no se regresa a este mundo. Yo llegaba a la vida cuando Mamatití se iba. Habitábamos en casas contiguas y sin números. Los portales, y las pasarelas de ambas viviendas, mantenían una misma elevación con respecto a la calle. Como había tan sólo un callejón estrecho entre las casas —que logré pasar a volapié por las pasarelas a los once años— Mamatití me podía hablar desde su portal sin tener que esforzar su gastada voz. Con leves reflejos de sol en el semblante, la viejecilla me esperaba temprano en la mañana para conversar. Yo me acercaba al travesaño bajo de la baranda, metía la cara entre dos balaustres, y la escuchaba atentamente. Embebecía con cuanto Mamatití me contaba, ya fuese realidad o fábula. Casi todas sus historias llevaban asociadas plácidas imágenes de la vida familiar: me hablaba de su niñez, de su matrimonio y de los hijos que se le habían muerto. Me refería historias de su juventud, cuando todavía no quería irse al Cielo porque sus hijos la necesitaban. Cuando me permitían andar por el vecindario, visitaba a Mamatití en la saleta o en el portal de su casa. Algunas veces jugaba con bolines (canicas de cristal) en el portal de cemento de su casa, dejándola alabar la certeza de mi tiro e ignorar mis yerros. Ella elogiaba mucho también aquellos primeros dibujos chapuceros que hice, donde abundaban los bohíos bajo el sol, los perros, las vacas, los gallos, los caballos, los herbazales y los ríos; y hasta guardaba los papeles que yo garrapateaba cuando estaba aprendiendo a escribir. Mamatití jamás reía, salvo que yo le dijera alguna niñada; entonces, le corría una monería por su cara vieja y me mandaba a acercarme para acariciarme. De joven, Mamatití había sido una mujer esbelta, de rostro agradable. Los ojos negros y grandes de la juventud habían perdido el tinte natural. En una fotografía muy vieja, se la veía una mujer atractiva con su pelo recogido y dos trenzas azabachadas cayéndole sobre el pecho. Había sido viuda treinta o cuarenta años antes de conocerla. Aquella viejita serena, arrugadita como una pasa, sabía muchas cosas de esas que no se aprenden en el colegio. Sabía, por ejemplo, que no se puede vivir siempre donde todo muere, que en otra vida tal vez no haya forma ni sombra para nadie y que esta vida es un viaje hasta donde la eternidad encierra la existencia. Para ella, nunca hubo nada nuevo de gran importancia en el mundo, ni siquiera las relaciones entre las cosas que halla la 32 ciencia y aprovecha la técnica; los automóviles no la entusiasmaban. Fue una mujer práctica que jamás soñó con franquear el linde del pensamiento para llegar al Eterno Misterio: se contentaba con su fe. De mis conversaciones con Mamatití colegí que los enfermos detestan sus padecimientos y que los viejos no se quieren morir. Deduje también que la experiencia le enseñaba a algunas personas a desear más el Cielo que la tierra. La viejita pasó al mundo de los recuerdos a los ciento-un años. La tendieron en su casa unas horas antes de enterrarla porque entonces no se les sacaban las tripas a los cadáveres. Yo le di un beso en la frente, asegurándome que estuviera bien fría, porque me habían dicho que, algunas veces, enterraban a la gente viva. El hembraje de su familia lloraba copiosamente durante el corto velorio. Me parecía que allí sobraban lágrimas, pero no dije nada por no atentar contra el decoro. * Mamatití me previno contra las inclinaciones de matar gallinas a pedradas que había demostrado. Me enseñó que un buen diálogo es superior a la violencia y que la personalidad se puede amoldar fácilmente a la convivencia de las especies. No volví a ser cruel con los animales casi nunca. En una ocasión, había visto a una gata gris parir debajo de la mesa de la cocina en casa de las Bauta. Recuerdo haberle comentado a Nélida, la criada de aquella casa, que uno de los gaticos había nacido muerto, sin piel ni cabeza. Ella me aclaró que aquello no era un gato, que era la placenta, el alimento de los gaticos cuando están en el vientre. Aquellos gatos proliferaron mucho, alimentándose de tripas de pollos y otros desperdicios que hallaban en los tanques de basura. Un día, mi padre los abatió a todos con una escopeta calibre 22 y dos enormes perros que produjo Robertico, un primo suyo. Los gatos corrían exasperados por todo el traspatio de mi casa. Recuerdo cómo, bajo un sol que ondeaba tranquilamente al mediodía, ambos perros engancharon a la gata madre por los extremos y la partieron, aún con vida, en dos pedazos. El espectáculo fue estrepitoso y muy sonado, pero me dejó cierto desasosiego en los sentimientos. No me querellé contra los ejecutores de los felinos porque semejante flaqueza no hubiera sido bien vista en Meneses. Además, era cierto que los gatos jodían mucho con sus maullidos y volteaban los latones de basura. Robertico era hijo de un hermano de mi abuelo Segundo. Era también el marido de su prima, Ana Delia, la mujer más bella de Meneses. Ana Delia era exquisita, un ponderable ángel hembra; su sonrisa le quemaba el alma a los hombres; tenía las carnes firmes y abundantes, orladas con placenteras curvas femeninas en los pechos, las caderas y las piernas. La naricilla fina de Ana Delia, sin ser respingada, era un primor; su piel era muy blanca y sus labios 33 eran naturalmente rosados y carnosos. En sus ojos parecían siempre brillar flecos de estrellas que invitaban al deleite de la contemplación. El día que se casaron Robertico y Ana Delia, descubrí unas perlillas de azúcar, parecidas a los bolines de las cajas mecánicas de rodaje, con las que se acostumbraba a decorar las tartas (o cakes) en Cuba. Jamás pude entender por qué salpicaban la crema de la tarta con aquellas bolas tan duras. La recepción de la boda se hizo en casa de unos medios hermanos de Robertico que su padre, el viejo Pancho —que se llamaba igual que el patriarca—les había sacado a una buena mujer llamada Lugardita, quien hacía de organista oficiosa en la iglesia. Robertico y Ana Delia eran muy buenos jinetes. Algunas veces, los veía saltar con sus caballos sobre barreras de caña-brava tenidas en alto por sus criados. Durante mi pubertad, anhelaba secretamente jinetear sobre la fascinante Ana Delia: le tenía una sana envidia a Robertico. Hasta entrada en años, aquella parienta era linda y atrayente. Los medios hermanos de Robertico eran unos individuos endurecidos por la ilegitimidad, pero bondadosos con sus semejantes. Oscar, el mayor, montaría una fábrica en Hialeah durante los años de exilio. Rolando, el menor, persiguió a la hija de mi nodriza durante una visita al pueblo de ésta, al punto que mi madre la tuvo que alejar de Meneses por miedo a que la ‘cargara’ y se repitiera la historia de la madre de ella o de la de él mismo. Rebeca, la única mujer, perdió el novio ante la belleza imponente de una rival legítima, una rubia de anchas caderas que tenía los ojos azules y relumbrones. De resultas del perjuicio, la feminidad se le escapó a Rebeca como el agua fugitiva del río y la consumió un porfiado vicio homosexual. Un domingo, cuando yo tenía quince años y ella diecinueve, estuvimos bailando apretaditos en ritmo slow; desgraciadamente, la impetuosa erección que me levantaba el pantalón no la animó. ¿Por qué Rebeca? Rebeca era morena y esbelta.... atractiva. Por entonces comenzaron a aparecer en Meneses mujeres jóvenes cuyos ardores amorosos eran tan enérgicos, y cuyos temores a la maternidad eran tan fuertes, que consentían a desahogar sus afanes concupiscentes con otras mujeres. Rebeca parecía tener un sexto sentido para hallarlas, amistarlas con labios sellados y gozarlas a ocultas. Si al menos hubiésemos sido socios ella y yo en aquella empresa... En realidad, las pupilas negras de Rebeca llamearían exclusivamente en la perversión lésbica durante el resto de su vida. Yo seguí apreciándola porque era buena. Aún hoy creo que, si se hubiera mojado aquel domingo, yo hubiese intervenido muy 34 positivamente en su vida, llenándole el hueco que le había dejado su amarga experiencia. Después de todo ¿quién no ha sufrido una desilusión amorosa? Si nos encontramos ella y yo en el Cielo algún día, podremos hablar libremente de este asunto. * Siete años después de haber venido a habitar en el cuerpo que cariñosamente llamo ‘Yo’, comencé en el colegio Hermanos Maristas. Mi padre había comprado una casa en Santa-Clara, al borde de la Carretera Central, en el kilómetro 303 entre La Habana y Santiago de Cuba. Santa-Clara era la ciudad más civilizada de Cuba: en el Parque Central, los blancos nos paseábamos por dentro, circuyendo la orquesta, y los negros pasaban rápidamente por la acera de las calles que lo rodeaban. Las mujeres y los hombres caminaban en direcciones encontradas, sonriendo civilizadamente y hablando al descubierto. Como el parque era pequeño y la música que se tocaba en la glorieta del centro era clásica, la gente de color se sentía repelida hacia los alrededores. 35 De aquella respetuosa separación, en la que cada oveja buscaba su pareja, manaban la paz y la concordia que jamás ha logrado el mundo liberal-altruista. Es que, a decir verdad, el aura tiñosa no se debe aparear con el pavo real. Durante el curso escolar, mi madre dejaba la casa de Meneses por la de Santa-Clara. Mi padre se quedaba atrás, atendiendo a sus enfermos, y nos venía a ver una o dos veces por mes. Eva Bauta, una de las Hijas de María, lo acompañaba en el ocio, estimulándolo sexualmente con técnicas que mi inexperta madre desconocía. De esa manera, mi padre no sentía la tentación de irse al bayú (casa de putas) de Yaguajay. Siendo médico, estaba bien informado de las enfermedades venéreas que se les pegaban a los desesperados en el putisferio —¡yo ojeé los libros llenos de láminas que tenía! Mi madre tiene reputación de no haber tenido amantes, razón quizás por la cual siempre padeció de unas jaquecas que no la dejaron hasta pasada la menopausia. Contrastaba Meneses con la chirriante y convulsa ciudad de concreto por la paz, la sencillez de la vida y la naturalidad de la gente. En Meneses, el sinsonte trinaba y los perfumes de las flores nadaban en la cresta del aire; hasta la silueta trazada en el vidrio de una ventana, a contraluz de un quinqué, por el cuerpo desnudo de alguna Hija de María, era hermoso. A partir del día que me inyectaron en el ombligo, el sol se apagó unas dos mil quinientas veces antes de conocer a los Hermanos Maristas y comenzar a aprender en serio la Aritmética, el Español, la Geografía, las Ciencias y la Religión. Los hermanos eran de la vieja raza que vivía llena de orgullo. A muchos de aquellos reservados religiosos les había tocado pelear por el rescate de España veinte años antes. Todos le profesaban un callado respeto al Caudillo, Don Francisco Franco Bahamonde. Mi madre me llevó a matricular al colegio que estaba junto a la iglesia del Buen Viaje. Nos acompañó Olguita, la hermana de Rigoberto el maricón, que estaba de paso por SantaClara. Nos atendió el hermano Mauro, un castellano grueso, temiblemente serio, de unos cuarenta años. Olguita “la chinita” se enamoró perdidamente del Hermano Mauro y, desconsolada por el voto de castidad del 36 religioso, se quejó ante mi madre. Olguita era de una raza de chinos de ojos verdes y piel muy blanca —gente de buen carácter moral, aunque algo loca en la cama, según se comentaba. La chinita hubiese podido ayudar al Hermano Mauro a combatir las aflicciones del celibato que lo ponían tan serio. Claro que, siendo mi madre proclive al chisme, pudo haber tenido conocimiento el hermano Mauro de la pasión asiática que había provocado con su habla culta y su fino acento. Se decía que, a aquella china, los deseos de hacer el amor le rebosaban las gónadas y le salían por los ojos. ¡Qué inocente fue Mauro! La comunidad religiosa de los Hermanos Maristas había sido fundada por un francés, el beato Marcelino Champagnat. Los HH Maristas se ganaban el pan enseñando a niños inteligentes de familias de clase media o, preferentemente, alta. Cuando los alumnos, como mi hermano menor, eran duros de entendederas, se los regresaban a los padres. Mi hermano menor era bien bruto, el pobre. Cuando yo estaba en cuarto grado, mi madre lo tuvo que enseñar a leer porque los hermanos se habían declarado incapaces de hacerlo. Mi buena madre, que se inculpaba de haber tomado unas pociones de quinina para abortarlo, lo sentaba en la mesa del comedor de la casa de Santa-Clara y le hacía practicar muchas horas cada día: — A ver, Wifre, ¿la ‘M’ con la ‘e’? — Bu. — No, hijo, ‘Me’. — Me. — ¿La ‘C’ con la ‘a’? — Ma. — No, ‘Ca’. — Ca. — ¿La ‘R’ con la ‘i’? — ¡Ahhh! —¿? — ¿...? Cuarenta y cinco años después, cuando tuvo su primer ordenador, Wifre Júnior le rompería las patucas a los conectadores de dos ratones tratando de meterlos a la fuerza en la posición que no podían entrar. Siempre miró con ojos de gran confusión, escuchó lo que no podía entender y razonó mal. Se 37 entretendría gran parte de su vida durmiendo o riendo solo en un sillón. Un psicólogo dijo que Wifre (Wifredo Sóstenes) era psico-afectivo y mi hermana, Norma Paulina, diagnosticó que su hermano estaba ‘bien jodido’. * En el colegio hice algún enemigo. Había un niño llamado Solís que me era sumamente antipático. Nos peleamos varias veces. Ya nos conocíamos las tácticas: él pateaba, yo le cogía la pierna y lo tiraba al piso de cemento. Inmediatamente, lo inmovilizaba en el suelo y le pegaba en la cara y en el cuello. Claro que, siendo niños, no teníamos fuerza para hacernos gran daño. Por fortuna, la ojeriza que le tenía a Solís se me quitó de repente. La familia de Solís era protestante. Un día, Pacheco, uno de los más brutos de la clase, por quien sentía un desprecio natural, gritó: “Vamos a pegarle a Solís que no cree en la Virgencita de la Caridad”. Naturalmente, nadie lo secundó. Yo contemplé los ojos caídos y estúpidos de Pacheco y me dije que aquello tenía que estar mal porque no se avenía con las enseñanzas de los hermanos. Aquella tarde, me dirigí a Pacheco, que llevaba enredado en el pelo un gargajo que le habían soltado del segundo piso; le dije que le pegaría a Solís cuando me diera la gana, no cuando otro me lo pidiera. Luego añadí en tono desafiante: “Pacheco, eres un comemierda”. En adelante, no volví a pelear con Solís. Mi maestro de primero, segundo y tercer grado fue el hermano Julián. Era un ‘curita’ castellano de baja estatura y cara redonda que siempre estaba de buen humor. En primero y segundo grado, separaba la clase en dos grupos llamados Roma y Cartago que combatían académicamente. En tercer grado, ponía ‘contrarios’ del mismo nivel académico a luchar por el derecho a asistir 38 al ‘paseo de contrarios’; cada mes, el contrario que sacaba mejor nota iba una tarde entera al campo de deportes del colegio y el perdedor se quedaba haciendo tarea de Aritmética. Cuando teníamos un contrario muy duro un mes, nos ponía otro menos estudioso entre los que habían triunfado la vez anterior para que todos tuviéramos oportunidad de alcanzar la derrota y la victoria. El hermano Julián instaba a los niños más piadosos a que fueran cruzados. Los cruzados asistían a misa los domingos luciendo una capa de tela blanca con una o dos cruces rojas cosidas por los hombros y las espaldas. A mí me habían gustado mucho las películas americanas de cruzados y sarracenos, pero como había tenido que ser monaguillo en Meneses, estaba harto de túnicas, sayas y capas; por eso, y por no desear quedarme después de clases a aprender las cruzaderías, no me quise inscribir. El hermano Julián nos hacía la Historia agradable e interesante. Como éramos hermanos de raza, nos habló de nuestra ascendencia española y de la ocupación de las tierras americanas por parte de nuestros antecesores ibéricos. Tal como le había ocurrido a Adolfo Hitler, me interesé enormemente por aquella asignatura que me hablaba de mí mismo. Me bebía las palabras del hermano Julián: el tiempo parecía volar en la clase cuando nos contaba las vicisitudes de Cristóbal Colón y la historia de la colonización de nuestra patria. Nos habló, sin ambages, de hombres ambiciosos como Hernando Cortés y Fray Bartolomé de Las Casas, individuos que no se conformaban con su condición de granjeros en la Cuba colonial: uno se había ido a conquistar la tierra de los aztecas, donde abundaba el oro, y el otro había vuelto a España a divulgar exageraciones de los desmanes de los colonizadores, infundios que los enemigos de su patria esgrimieron con el fin de promover la famosa Leyenda Negra. Sentado sobre su escritorio, mirándonos a los ojos, el hermano Julián nos narró la toma de Méjico por Hernando Cortés y sus capitanes, Cristóbal de Olid y Pedro de Alvarado. Transcurrieron varios días, que me parecieron minutos, desde el principio al final de la historia. Mientras el hermano hablaba, me sentía transportado en el tiempo al teatro de los acontecimientos. El Hernando Cortés que nos presentó el hermano Julián se convirtió en el héroe de mis fantasías. Era un extremeño de mediana estatura, cenceño pero fuerte y diestro en el uso de las armas; tenía el rostro pálido y era algo estevado. Sabía el Latín y era bachiller en leyes. Usaba gorra de terciopelo, era porfiado y oía misa con devoción. *** Después de haber preparado su expedición desde Cuba, Hernando Cortés cruzó el Golfo de Méjico. Pasó a la Nueva España en 1519 con 346 soldados. Mediante un ardid, apresó a Montezuma, gran señor de Méjico, quien se había 39 creído un viejo mito azteca que anunciaba la llegada de un hombre blanco que conquistaría a su pueblo—¡no se puede creer todo lo que se oye! Diego Velázquez, quien fuera gobernador de Cuba desde 1511, se llenó de envidia cuando supo que Hernando Cortés había zarpado para Méjico. Envió a su capitán, Pánfilo de Narváez, con 1300 hombres a tomar la tierra en su nombre y a prender a Cortés. Hernando Cortés tuvo que abandonar Méjico para marchar contra Narváez—acción fratricida de ambas partes, impulsada por una enajenada ambición. Dejó custodiando a Montezuma a su fiel Pedro de Alvarado con ochenta soldados sospechosos de ser más amigos de Diego Velázquez que de él mismo. Regalando oro y valiéndose de ardides de guerra, Hernando Cortés desbarató a las fuerzas de Diego Velázquez y prendió a Narváez. Cortés contaba solamente con 266 soldados sin caballos, ni escopetas, ni ballestas, sino con picas, espadas, puñales y rodelas. Pancho de Narváez llevaba, entre sus 1300 hombres, noventa de a caballo, noventa ballesteros y ochenta espingarderos. Durante la ausencia de Cortés, los mejicanos celebraron areítos frente a las cúas de Uichilobos, su dios de la guerra, y se alzaron en la ciudad de Méjico. Pedro de Alvarado le advirtió a Montezuma que tenía la muerte frente a sus ojos, que les ordenara a los mejicanos dejar de guerrear—al cabo, lo tuvo que matar. Narváez les había mandado a decir a los mejicanos que Cortés no tenía licencia de su rey para atacarlos. Entretanto, los españoles de Narváez y los de Cortés se hicieron amigos y volvieron a Méjico a socorrer a Alvarado. En ocho días de hostilidades, los mejicanos lograron matar, sacrificar y comerse unos 862 españoles y más de 1000 de sus aliados tlaxcaltecas. Cortés había hecho una alianza con los tlaxcaltecas, unos indios enemigos de los mejicanos, a los que les había prometido tierras. De aquella batalla solamente lograron escapar de Méjico 440 soldados y 22 caballos. Los españoles se reagruparon en las orillas del río Pánuco. Allá les llegaron ayudas de soldados enviados por el gobernador de Jamaica, Francisco de Garay y hasta del gobernador de Cuba, Diego Velázquez, quien creía que estaba auxiliando al derrotado Pánfilo de Narváez. La toma de Méjico por la laguna consistió de una serie de rebatos con los indios. Los mejicanos les tiraban a los escopeteros y ballesteros varas, flechas y piedras desde lo alto de sus edificaciones. Los españoles les derruían las casas a los indios y cegaban las calzadas por donde éstos podían contraatacar en gran número; así, recibían al enemigo ordenadamente, unos disparando y otros cebando sus escopetas. Los ibéricos les trastornaban las canoas a los indios con bergantines que navegaban junto a las calzadas, abriéndose paso entre numerosas estacadas con las que los mejicanos trataban de entorpecerlos. Los indios ocultaban sus piraguas, o canoas grandes, entre carrizales para emboscar a los españoles. 40 Los heridos tenían que participar en todas los encuentros. Curaban sus heridas con aceite hirviente y las santiguaban; luego, entrapajados, peleaban todo el día y gran parte de la noche. Descansaban brevemente en ranchos astrosos que no los resguardaban de la lluvia. Comían yerbas, cerezas de la tierra y las tunas (nopales) que estaban en sazón. Por adelantarse demasiado en una acometida, Hernando Cortés cayó en un hueco, donde los indios lo engarrafaron. Lo salvó Cristóbal de Oloa, quien pereció en el combate después de matar a varios indios con la espada. De haber caído Cortés en manos de los mejicanos, lo habrían llevado a bailar en una cúa, delante del Uichilobos; lo hubiesen puesto de espaldas encima de una piedra laja y le hubiesen aserrado el pecho con un navajón de pedernal; le hubiesen sacado el corazón bullente y se lo habrían ofrecido al ídolo; hubiesen echado su cuerpo gradas-abajo, para que los carniceros le cortaran las extremidades y le desollaran la cara para usarla de adorno; le hubiesen comido las carnes de las piernas y las de los brazos con chilmole y le hubiesen echado su barriga y sus tripas a los animales carniceros que tenían; y aun les hubiesen mandado a decir a los otros españoles que la carne de Cortés era tan amarga que no la podían tragar. Los indios tlaxcaltecas desertaron cuando vieron morir a tantos españoles. Se leía gran confusión en sus señales de humo. Creyeron durante un momento que los dioses iban a favorecer a los mejicanos. Cortés rebatió aquella opinión tan poco cristiana, diciéndoles que Nuestro Señor Jesucristo les daría la victoria a los españoles. Cortés tomó parecer de sus capitanes y soldados. Decidió cortarles el agua a los mejicanos. Poco después, cayó Méjico. Eran tantos los cadáveres de amigos y enemigos por todas partes que había una gran hedentina en la ciudad. Los españoles hallaron muy poco oro entre las ruinas. Cundió entre ellos el rumor de que los de los bergantines se habían quedado con las riquezas de los jefes indios que habían matado ó apresado cuando estos habían intentado escapar por la laguna. Después de apartar un quinto para el rey y el otro quinto para Cortés, tocaron a setenta pesos cada soldado. El negocio no cuadró porque entonces una escopeta valía cien pesos y un caballo más de ochocientos. No había ni con qué pagarles las curas a los cirujanos. Por caridad, los soldados repartieron el dinero entre los que quedaron mancos, cojos, ciegos, tuertos, sordos, tullidos o enfermos de la tripa. Hernando Cortés repartió inmediatamente solares en Méjico para iglesias y monasterios, casas reales y plazas. Anonadado por el triunfo de Cortés, Narváez le besó la mano; más adelante, sin embargo, se querellaría contra él en la Corte. Cerrado el capítulo de Méjico, los soldados españoles se sumaron a las nuevas expediciones que salían por otras provincias a buscar minas de oro. Los 41 indios resistieron enérgicamente las incursiones de los blancos. En unos pocos meses, sacrificaron y comieron más de 500 españoles de los de Garay. Hernando Cortés mandó levantar un hospital y un colegio en Méjico. Los frailes jerónimos, que estaban por gobernadores en Santo Domingo, le dieron licencia para hacer esclavos y marcar con un hierro en la cara, que fue una ‘G’, a los indios que rehusaran bautizarse o le dieran guerra. Después de ganado Méjico, Don Pedro de Alvarado, a quien los mejicanos le apodaron “El Sol” porque era rubio, fue comendador de Santiago y adelantado y gobernador de Guatemala. Había creído Montezuma que se cumplía la profecía de la vuelta de los dioses rubios, o teules. Alvarado murió en Jalisco yendo a socorrer a un ejército. Gonzalo de Sandoval, capitán prominente y alguacil mayor en la guerra de Méjico, fue gobernador en la Nueva España. Murió en Castilla cuando fue con Hernando Cortés a besar los pies a Su Majestad. ¡Qué muerte tan espantosa! Cristóbal de Olid, capitán y maestre de campo en las guerras de Méjico, murió degollado por justicia. Se había alzado en Naco con una armada que le había confiado Hernando Cortés. El hombre ibérico, tan superior al nórdico individualmente, muestra una gran inferioridad respecto al último cuando debe organizarse. El hermano Julián omitió ciertos entresijos de la historia de la conquista de Méjico que tuvimos que hallar por cuenta propia en las obras de Bernal Díaz del Castillo. No nos dijo, por ejemplo, que muchas indias capturadas por los españoles se negaban a volver con los suyos porque estaban preñadas de los soldados. Las mejicanas preferían a los amantes españoles porque los de su raza, además de ser crueles, borrachos y sucios, eran sométicos (maricones) y se embudaban —y las embudaban a ellas— por las partes traseras. Los de la desembocadura del río Pánuco fueron castigados por Nuño Guzmán, quien los hizo a casi todos esclavos y los envió a vender a las islas. Los más degenerados entre los indios de La Nueva España, los que vivían en las costas y las tierras calientes, andaban vestidos en hábitos de mujeres y eran prostitutos. En Pánuco, se embudaban por el sieso con unos cañutos. Todos comían carne humana así como nosotros comemos la carne de las vacas. En todos sus pueblos tenían jaulas de madera en las que metían a engordar indias e indios jóvenes, y hasta niños, para sacrificarlos y comerlos. Eran incestuosos: tenían excesos carnales hijos con madres, hermanos con hermanas y tíos con sobrinas. El hermano Julián nos contó, de pasada solamente, que los mejicanos eran ‘viciosos’ y que unos buenos religiosos franciscanos y dominicos les dieron el buen ejemplo y les enseñaron la santa doctrina. Ni siquiera mencionó que los soldados españoles casados no echaban de menos a sus esposas porque preferían el concubinato y la poligamia. 42 Terminó el hermano Julián la historia con el reconocimiento de Hernando Cortés, quien fue a España a defenderse delante del rey de las acusaciones de sus enemigos. Allá le nombrarían Marqués del Valle, y Capitán General de la Nueva España y de la Mar del Sur. Por ese tiempo se casó de nuevo. Su primera mujer, Catalina Juárez, una de las españolas que habían pasado a Cuba de Santo Domingo en 1509, había muerto en Méjico. En el viejo mundo, Hernando Cortés participó en la gran armada contra Argel, que fracasó. Al pasar de África a España, tuvo tiempos contrarios y, dando al través la galera en la que iba con sus hijos, estuvo a punto de perecer en la tormenta. Lograron salir de la galera con la muerte al ojo. Cuando murió Hernando Cortés, el dos de diciembre de 1547, cerca de Sevilla—después de haber recibido los Santos Sacramentos, según subrayó el hermano Julián—dejó dos hijos varones bastardos y tres hijas: una con una india de Cuba, otra con una india mejicana y otra, que nació contrahecha, con otra mejicana. Si bien desde 1497 Colón había llevado las primeras treinta blancas al nuevo mundo, el número de mujeres de Castilla fue siempre bajo con relación al de los hombres. Algunos españoles se casaban con indias principales pero los más no las tomaban por esposas por considerarlas incapaces y feas. Se tenía entonces una gran estima por la mujer española; además, como morían frecuentemente los hombres, muchas viudas de Castilla heredaban indios y tierras. Como he dicho, en boca del hermano Julián, la Historia se nos hacía interesante. La única falta que le hallé fue que le faltaba la pimienta que sobraba en las historias de Meneses. *** Pero a ti la historia militar no te seduce, Nenita. Sigamos hablando de Meneses. Durante los períodos de vacaciones, regresábamos a Meneses. Algunas veces, por curiosidad, examinaba el quehacer del Dr. Wifredo Delgado Barrena. Del comedor de la casa de mi madre se pasaba directamente a la sala de operaciones de mi padre. En esa parte del consultorio había una mesa larga, un aparato de rayos-X, un cuarto de revelar radiografías y dos gabinetes con puertas de cristal llenos de instrumentos médicos y de productos antibióticos y antisépticos. Algunas veces me quedaba a mirar cómo mi padre les cosía las heridas en el dorso de la mano a los cortadores de caña: primero les limpiaba la lesión del machete, después les anudaba los tendones con unas pinzas estériles, luego les espolvoreaba la herida con antibióticos, la cosía y la vendaba. Creo que les 43 ponía anestesia local. A fuerza de verlo repetir la operación, me sentía capaz de hacerlo yo mismo. Una mañana, mientras desayunaba mi pan con mantequilla holandesa, me llegaron a los oídos sonidos de agua derramada por el piso del consultorio. Me asomé y hallé a mi padre esforzándose sobre la hija del encargado de la finca de mi abuelo. La había embudado por la boca y le vertía agua esófago-abajo para obligarla a vomitar. La muchacha devolvía el agua disuelta en una tinta azul oscura, casi púrpura. A la cuarta o quinta vez, cuando el agua salió clara del estómago de la muchacha, él la dejó descansar sobre la mesa. La niña estaba sudorosa y llevaba impresa la palidez de los cadáveres en el rostro. La guajirita era morena, de pelo lacio azabache. Tenía unos quince años. Vivía con sus padres en una casa de madera, próxima a una mata de carolinas. Reía por leve causa, como casi todas las muchachas del campo. Por los días de Semana Santa, la había visto cantar alborozada, como los pintados pajarillos que se apareaban. La muchacha andaba descalza bajo el copudo árbol, pisando las carolinas de flecos rosados que tapizaban el suelo. Recatado detrás de la bomba del pozo de agua que había frente a la casa, la había estado observando largo rato porque la hallaba muy bonita. La guajirita había ingerido un frasco de veneno. Su ropa estaba manchada de la llamada ‘tinta rápida’, un producto que se utilizaba para devolverle el color al cuero de los calzados antes de aplicarles betún. Oí a mi padre aconsejarla de no volverlo a hacer porque, según le dijo: “Todo tiene solución”. En Cuba, tales exhortaciones no se consideraban fuera de la profesión médica. La vicisitud de la muchacha nos produjo gran pena a todos. Mi madre le dio una camiseta amarilla con un cordón en la abertura del pecho que me habían regalado el día de mi cumpleaños —yo no la había puesto nunca porque me parecía ‘de niña’; a ella le quedaba mucho mejor que a mí porque le marcaba los lindos senos. Como mi madre no sabía callar, la espié unos minutos y le oí referirle a Eva Bauta, la vecina y amante de mi padre, que la muchacha se había querido suicidar porque el novio la había dejado en estado. Aparentemente, el novio había resultado ser otro de los muchos hijos-de-putas que, a fuerza de 44 engañar y deshonrar la inocencia, hicieron putas a muchas mujeres antes que éstas se rebelaran e hicieran cabrones a todos los hombres. La niña se había asustado porque creyó que el destino la había hallado y sintió temblores ante el espectro de una sombra negra en su porvenir. Más que de una cuita de amor, la muchacha sufría la deshonra ante sus padres y la sociedad—que era, y es, bien hipócrita. Creo que mi padre la aconsejó bien, pero esa parte de la historia no salió a la luz por boca de mi madre. Poco antes, otra guajirita en igualdad de circunstancias se había rociado el cuerpo con gasolina y se había prendido fuego. Algunas veces, mi padre me llevaba en el yipi (jeep, vehículo alto con opciones de tracción en las cuatro ruedas y piñón pequeño de engranaje) a visitar enfermos. En una ocasión, llegamos a un bohío donde había una guajira de parto. Tenía contracciones, pero el guajirito no le salía del útero. Mi padre no llevaba los fórceps en el maletín negro de sus instrumentos. Por fin mandó a desarmar una silla de mimbre y a hervir las tiras que corrían por el respaldar y el asiento del mueble; con ellas enlazó al bebé y lo sacó a la vida. A los pocos días, la familia fue por la consulta de mi padre con cuatro pollos y un saco de malangas: la mujer había tenido un buen sobreparto y la criatura se había recuperado completamente del trauma del nacimiento. El doctor Wifredo Delgado vivía con la contentura de escuchar a otros decir, creyéndolo además, que él hacía falta en el mundo. Era el único menesino que tenía su nombre entallado en bronce al frente de su casa. Y cuando erró en sus funciones, lo supo él nada más. Una vez le escribió al Papa. Le mandó a decir que había ocurrido un milagro en su consultorio. Un niño se le había muerto en la mesa de reconocimiento. Él le había rezado una oración al Corazón de Jesús y el niño había resucitado. El Papa nunca le contestó. La última vez que salí a hacer visitas médicas con mi padre, escuché alarmado historias de maltratos. El encargado de recoger el peaje en el camino de Jobo Rosado, un hombre joven, le contó cómo la Guardia Rural lo había golpeado por creerlo adherente o simpatizante de los que deseaban derrocar a un presidente mulato llamado Batista. Según dijo, Cárdenas, un guardia que yo conocía, le había dado plan-de-machete, o sea, una golpiza con la parte plana del sable. Todo aquello habría sido autorizado por el sargento Sotuyo, cuyos hijos yo conocía. Animado con su propia conversación, el encargado de la cadena (toll booth) habló también de los presuntos asesinatos de un sitiero y un porquero que no conocíamos cometidos por Cárdenas y otro guardia de nombre Márquez. * En el cuarto grado tuve de maestro al hermano Javier, un valladolidano de ojos muy hundidos detrás de las gafas. Era un tipo seco que nos obligaba a permanecer demasiado tiempo en fila antes de clase, por orden de estatura, a un paso de distancia y en silencio absoluto. Con el hermano Javier, el Infierno 45 se volvió un lugar muy desagradable donde la gente se quemaba con fuego eterno sin consumirse. Nos leía todos esos primores de un libro negro y feo. En el cuarto grado, el pecado llegó a ser una cosa muy seria. En el libro de Historia Sagrada leí, y llegué a creer, que Josué había mandado a parar el sol para ganarle un asedio a los palestinos o filisteos. Ese mismo año, el hermano Luis, un cubano rubio, de ojos hundidos también, sustituyó al hermano Mauro en la dirección del colegio. El hermano Luis era un hombre muy agradable, salvo cuando hablaba de religión. El mes de mayo, al que los Hermanos Maristas llamaban el mes de las flores, se le dedicaba a la Virgen María. Cada día del mes, antes de clase, el hermano Luis pronunciaba ante todo el alumnado oraciones marianas. Lo hacía en el patio interior del colegio, debajo de la enorme estatua de Nuestro Señor Jesucristo que estaba colocada entre dos columnas, en el segundo piso. El hermano Luis era capaz de pronunciar charlas que movían a la piedad y nos contaba historietas de niños salvados por la fe. Una de las relaciones del hermano Luis me turbó durante algún tiempo. Se trataba de un niño muy malo, como yo, que se peleaba con los otros, mentía y decía malas palabras. Igual que yo, el niño malo llevaba colgado del cuello un escapulario con la imagen de la Virgen María de un lado y el Corazón de Jesús del otro. Creía que así frustraría los intentos del Diablo por llevárselo al Infierno en caso de ocurrirle alguna desgracia. Un día, el niño cayó a un pozo y se ahogó. En su caída, no obstante, perdió el escapulario, que quedó enganchando en un pincho. Había muerto en pecado porque con Dios no se juega. Me estuve preguntando durante mucho tiempo cuántos de aquellos que pueblan los cementerios han muerto en gracia de Dios o con su escapulario en el cuello. Aquellas historietas del hermano Luis producían miedos y temblores entre los niños. A los que tenían la lengua más ponzoñosa se les aflojaban las piernas y les subían los tonos pálidos a la cara; se les podía adivinar en los ojos que estaban jurando no pecar jamás. Yo escuchaba alarmado, siempre elevando una muda protesta desde ese trozo de pecho donde el sol no llega. En verdad, ponía en tela de juicio aquella sabiduría del hermano Luis; pero callaba porque, cuando se está entre cuerdos, hay que actuar igual que ellos para no ser tomado por loco. Ningún estrellero predijo que, poco después, el hermano Luis se iba a fugar 46 con la esposa del propietario de un comercio llamado El Tigre de Oro. Luego supe que se trataba de la madre de un alumno de los Maristas. En realidad, el hermano estaba muy solo y anhelaba compañía. Yo me alegré de saber que su corazón no era una máquina, que él también, como los hombres de Meneses, sentía un encendimiento grande cuando olía a la hembra. Según se corrió por Santa-Clara, se fue a fincar con su amada a La Habana. También hice amigos entre los niños que, además de asistir al mismo colegio, vivían en el mismo barrio. Raulito, Osvaldito, Emilio y yo jugábamos al frontón con pelota de goma mientras esperábamos el segundo viaje del autobús que nos repartía por nuestras casas. Me gustaba aquel juego porque era tan engañoso como apabullador. Raulito se haría médico en Puerto Rico. Yo estudiaría ingeniería en Miami. Osvaldito sería empleado de una compañía de seguros en Miami. Emilio fue ingeniero civil y arquitecto en Nueva York. Casi todos mantuvimos matrimonios estables. Ni Raulito, ni Osvaldito, ni Emilio fueron seleccionados para el coro. El hermano Martín apareció repentinamente en el aula un día y nos mandó a imitar un do alto pronunciado: “¡Haa!” A los que entonaban con voz fina los puso en el primer grupo y a los que entonábamos con voz menos fina en el segundo. Practicábamos un par de veces a la semana para cantar durante la misa del domingo. Creo que de aquella experiencia germinaría cinco años después mi deseo de aprender a tocar guitarra y a cantar rock-and-roll (rocanrol) cuando apareció en el mundo la histeria de gritar liderada por los Beatles. La viejísima guagua (autobús) del colegio era conducida por un Carlos pequeñajo y oscuro que tenía los pocos dientes que le quedaban en el maxilar inferior torcidos hacia su izquierda. Carlos controlaba la puerta de entrada y salida con una palanca. El que nos cuidaba, un viejo con la cara surcada de arrugas, también se llamaba Carlos. Durante las idas y las vueltas, los niños tomábamos cierto solaz contándonos películas que habíamos visto en uno de los cuatro cines de Santa-Clara. Osvaldito vivía en un barrio próximo a la ciudad llamado La Vigía. Como el curso natural no se puede torcer, los niños comentaban con los labios —y los 47 dos Carlos con los ojos —lo buena hembra que estaba su madre cuando la veían en la parada del autobús. La mujer tenía bonitas piernas, cuerpo en forma de botella de Coca-Cola, y le quedaban de maravilla los vestidos chemise que se usaban entonces. El más añejo de los Carlos parecía traspapelar la caduquez natural de su edad en las caderas de la madre de Osvaldito. Valentín, un alumno retrasado de grado respecto a su edad, bastante mayor que nosotros, muequeaba la boca como un imbécil para decir lo buena que estaba la madre de Osvaldito. Valentín me sirvió de medida en los primeros grados. En primer grado, me pegó junto al bebedero del pasillo y tuve que acudir a mi primo Alberto, que estaba ya en los grados superiores, para que al día siguiente le diera un pase-de-leña. A los pocos años, cuando me había desarrollado y fortalecido con los deportes, lo alcancé en tamaño y le propiné una humillante paliza que resultó en concusiones y algún escarnio para su rostro. Así quedó vindicada la antigua afrenta. ¡Eso sí: lo maltraté sin rencor! No sé si provoqué aquella pelea por venganza, por aburrimiento, por lucirme ante las muchachas del barrio o por alguna otra sinrazón. Raulito, mis primos Alberto y Alicia y yo vivíamos en el reparto de chalets nuevos cerca de la Carretera Central. Raulito tenía dos hermanas menores de pelo castaño claro, ojos verdes como las hojas de los platanales, y la piel bronceada por los baños de sol. Muchas veces, me cruzaba con ellas en bicicleta por las calles del reparto. Me hubiera gustado hacerme noviecito de la mayor, pero éramos muy niños. Su padre también era médico. *** El primer libro que leí por curiosidad fue La Iliada. Los hermanos me habían dicho que su autor era ciego, así que no se sabe quién lo escribió. De haber recitado él mismo toda la obra, se podría decir que Homero habría tenido muy buena memoria. Posiblemente, Homero se pasara un día entero con un mendrugo de pan, un puñado de aceitunas, una cebolla y algún higo. Su buena memoria se debería seguramente al hecho de que, después de recitar la Iliada, le darían un trozo de cordero asado o un pez. Se decía que entre Homero y otro griego, llamado Hesiodo, les habían inventado nombres y quehaceres a unos dioses henchidos de pasiones y sentimientos humanos. Aquellos dioses bebían ambrosía y néctar y eran más bellos y fuertes que los hombres. Me imagino que ambos poetas se dirían: “Inventemos hombres mejores y llamémoslos dioses, para hacer literatura”. Me pareció interesante, por ejemplo, la historia de Atenea, la hija sin madre salida de la cabeza de Zeus de resultas de una violenta migraña; quizás, de no 48 haber hallado el poeta la palabra que rimaba, Atenea hubiese brotado de un dolor de tripas de Zeus y estuviese asociada a las letrinas. Hera, la esposa de Zeus, también tuvo un hijo sin padre porque los griegos eran insólitos y depravados en cuestiones de sexo. Además de vivir tan confundidos como nosotros respecto a hombres y dioses, los griegos eran fetichistas. Adoraban la piedra de Delfos, las encinas sagradas de Zeus, el olivar de Atenea y la fuente salada de Poseidón. Les rendían culto a los sátiros con patas de macho cabrío y cuernos, a los tritones con cola de pez, y a los centauros con zaga de caballo. Tal vez hubiesen sido tan bestialistas como los campesinos menesinos en un principio. Igual que los mejicanos, los griegos no conocían el sentimiento del pecado ni la culpa. Eso lo aprendimos de los mediorientales. Para ellos, la muerte era el fin de una vida en la que era posible hallar ninfas hermosas y cíclopes horribles. Después, el alma se marchaba en un suspiro y se volvía otro espectro melancólico que vagaba por el Hades. Los griegos sentían terror a ensombrecer en el olvido. Como querían ser inmortales, algunas veces morían heroicamente en plena juventud. Claro que casi todos preferían vivir en la cobardía y aspiraban a afirmarse en la mente de los demás por medio de artificios propagandísticos, sin arriesgar nada. Creo que, de saber las cosas que aprendí en La Iliada y la Odisea, los hermanos jamás hubiesen recomendado su lectura. No sé si sospecharon que, en la edad madura, aquellas leyendas épicas me impulsarían a buscarle otros matices a la vida en la poesía de Píndaro y en las reflexiones de Aristóteles. Lo que los hermanos no tuvieron necesidad de enseñarme, sin embargo, fue que el método socrático de hacer que la gente se contradijese no iba mucho más allá de la mariconería de Sócrates, que era un viejo pederasta. Pude colegir de La Iliada y La Odisea que, al igual que la gente de hoy, nuestros padres intelectuales se complacían escuchando historias salpicadas de sangre ajena. Se recreaban con episodios de cabezas que caían, espadazos en el hígado, rodillas que se aflojaban, sangre negra escapándose por una herida, lanzadas detrás de la oreja, dientes rechinando de miedo, desparramos de sangre humedeciendo la tierra y espíritus que abandonaban los miembros de quienes atrapaba la odiosa oscuridad de la muerte. Mientras más grotesca les hacía la narrativa, más les gustaba: escenas de perros saciando el hambre con la grasa resplandeciente de los muertos, punzadas que hacían saltar la pupila del ojo, horribles jadeos y vómitos de sangre, sonidos de cabezas partidas, costillares enrojecidos por las armas, bramidos sanguinolentos, narices y bocas abiertas expulsando plasma cuajado, pedradas rompiendo huesos, y héroes arrastrando los intestinos por el campo de batalla. Los griegos eran susceptibles al encanto de la poesía porque los poetas les hablaban del granizo de Zeus que vuela de las nubes y se mete en la carne 49 joven para infundirle valor, de la gloriosa batalla que revela el color inmutable del valiente y del espíritu divino del dios de la guerra que los llena de fuerza y valor. Hoy, a pesar de tener religiones que nos prometen la vida eterna, seguimos temiéndole a la muerte. Por ser mucho más desafectos a la poesía, no entendemos que en la huida no hay gloria. Muchos dicen que el mundo está jodido, pero yo prefiero pensar que los hombres se entienden mucho mejor a sí mismos. Como fueron poetas y cantores quienes dotaron de contenido la historia griega, sus héroes fueron semidioses. Los estados modernos, como sabemos, tienen que apoyarse en la estupidez y la ignorancia: los mejores entre los hombres son unos tipejos ridículos. Los dioses griegos les hacían saber su voluntad a los hombres mediante presagios y oráculos. Hoy nos mandan a decir cuanto debemos pensar y hacer por los canales de la televisión en colores. En Grecia, bastaba frotar un roble reviejo en el oráculo de Zeus para lograr una contestación. Ahora se reza en cualquier iglesia. Las antiguas bacantes celebraban orgías en honor a Dionisio bailando con la cabellera suelta y antorchas al son de la flauta y el tambor; anhelaban caer en el estado de ‘locura sagrada’ para que sus almas se liberasen del cuerpo y se uniesen a la divinidad, permitiéndoles así ver el porvenir y profetizar. La gente de hoy hace lo mismo embriagándose o drogándose. En lo más profundo del templo del Parnaso se hallaba la pitonisa. Estaba sentada en un trípode, sobre una fuente que brotaba de una gruta subterránea donde no se podía entrar. La sacerdotisa caía en éxtasis y profería palabras incoherentes que los sacerdotes interpretaban de una forma muy general para obviar errores. Las técnicas de mercadeo y propaganda de hoy han actualizado y superado dichas mañas. Claro que, cuando leí La Iliada me recreé demasiado en la acción de los combates. Ni siquiera me di cuenta de que Aquiles era un sodomita impulsivo. Más adelante aprendí a entender. *** Norma Paulina, mi hermana, estudiaba en el Teresiano, un colegio de monjas en Santa-Clara. Ella era poco aguzada en el estudio de las Matemáticas. Habitualmente, para poder pasar de grado, tenía que pasarse los tres meses de vacaciones estudiando en Meneses, instruida por un maestro particular. La ponían a repasar en una caseta de grandes ventanas entre el patio y el traspatio, donde mi padre tenía colgado el esqueleto de un gallego que había muerto sin familia que reclamase los huesos. Nuestro hermano menor, que era bruto para todo, terminó en un colegio parroquial de bajo nivel en Yaguajay después del primer grado. 50 Norma Paulina y Alicia, nuestra prima segunda, hicieron una amistad que les duró toda la vida. Además de sufrir juntas los esfuerzos de las monjas de Santa Teresa de Jesús por educarlas, pasaron los peores momentos del exilio unidas en un colegio de monjas en Texas que dirigía Carmen, una tía de mi padre por parte de su madre. En Santa-Clara, me enamoraba mucho de sus amigas. Primero me gustó Margarita, una muchacha bonita, pecosa, alta y de buen busto. Luego me atrajo Julita, una que acabó de monja cuidando leprosos de resultas de un cargo de conciencia nacido de un fusilamiento de la Revolución—supuesto castigo por el asesinato de su padre. También me gustó una compañera suya que nos visitó durante tres días en Meneses, Diana, una niña muy delgada, pequeña de estatura y algo bizca. Jamás supe cómo llamarle a aquellos enamoramientos infantiles, pero eran bonitos. Al principio, no me sentía tan a gusto en Santa-Clara porque el aliento del asfalto era agobiante y los calores de la sabana eran consuntivos. La ciudad me parecía una prisión llena de caminos asfaltados. En Santa-Clara no montaba a caballo, aunque en ocasiones rondaba en coches tirados por caballos. Los paseos en bicicleta tenían restricciones impuestas por el tráfico. Los programas de televisión eran aburridos y la radio transmitía noticias que no me interesaban, canciones banales y afrocubanismos groseros. Pasaron todos los años de mi niñez antes que aprendiera a estimar aquella morada, en la que teníamos un patio grande sin perro. No fue hasta la pubertad, cuando tú y yo comenzamos a entreponerle al ocio las delicias de la sensualidad, que la casa de Santa-Clara me pareció un lugar agradable, capaz de provocar un suave sueño en los ojos. Aquella aventura contigo, a espaldas de todos, produjo la centella de la que brotaría el enorme incendio donde he incinerado el hastío natural de vivir. Por preservar la paz en nuestra casa religiosa, toda la familia tuvo que ignorar los pormenores de mi amistad contigo. Para mi madre hubiera sido un gran pecado, para mi padre una estupidez—él había tenido una hija fuera del matrimonio a los diecinueve años—, para mi hermana un 51 atrevimiento escandaloso censurado por las monjas, y para Wifredo Sóstenes un objeto de frustración. Mi madre, que tenía ya los cabellos entrecanos, seguía sufriendo de jaquecas. Cuando estaba en pie, malcriaba a Wifre Júnior por lástima. Wifredo Sóstenes vivía con la cara enfurruñada y ponía la boca en forma de trompeta para llorar por cualquier idiotez. Era enredador y disparatado para hablar también: en una ocasión, le dijo a mi padre que mi madre salía a pasear en automóvil con un vecino cuando él no estaba. 52 * Como te he dicho, antes de tu llegada a la casa de Meneses, teníamos dos sirvientas. Olguita era pequeña y regordeta; su hermana, Gina, era jorobada y enjuta de carnes. Olguita era la gastrónoma: cocinaba, fregaba los platos y buscaba la provisión de la casa; me gustaba porque era dulce y, cuando salía al patio, los rayos del sol chispeaban en sus pupilas verdes. Gina lavaba, tendía y planchaba la ropa, limpiaba la casa, fregaba el piso y sacudía el polvo. Mi padre les pagaba poco, como a todas las empleadas domésticas de Meneses. Olguita y Gina vivían con su madre, Lunga, y con un hermano en una pequeña casa de madera de la Calle de Atrás, una vía empedrada que corría paralela con la Calle de Alante, de norte a sur, por casi todo Meneses. Lunga era una vieja delgada, canosa, con ojos de un gris sucio, que fumaba cigarrillos de papel amarillo y escupía. El hermano, Monguito, era ayudante de Pepito el mecánico. ¿Recuerdas que Monguito se casó con Susana, la hija de Raúl Méndez, inmediatamente después de que su primer marido la repudiase durante la luna de miel? Yo era muy complaciente con Olguita. Siempre estaba dispuesto a montar en la bicicleta y salir a hacer mandados o a llevar recados. Ella me llamaba cuando había que retorcerle el pescuezo a alguna gallina porque sabía que me gustaba hacerlo. Creo que, de haberse quedado en la casa de mi madre, nos hubiéramos ocultado en el excusado del patio a orgasmear y eyacular cuando yo hubiese madurado sexualmente. Olguita se fugó una noche con Dagoberto, el dueño de la farmacia. Él la abandonó en La Habana a los pocos días y volvió al lado de su mujer y sus dos hijas. Mi madre le consiguió a Olguita una plaza de criada en casa de su hermano, Taurino. Mi tío Taurino, que era garrotero (prestamista libre) en La Habana, estaba casado en segundas nupcias con una siria que también se llamaba Olga. 53 Años después, Olguita se casó con un policía de la Revolución. Olguita le tenía gran afecto a tío Taurino. Olguita siguió engordando después de casada. No pudo tener hijos de resultas del viejo aborto que se hizo después de la aventura con Dagoberto, el farmacéutico. Murió de complicaciones diabéticas treinta y cinco años después. Gina era una mujer magra y resentida. Su voz era chillona como la algarabía de los pájaros negros. Sus ojos eran de un color claro, semejante a la defecación infantil. Como era pobre, Gina se sentía autorizada a aborrecer a todo el mundo. Me odió siempre. Años después, cuando se sintió amparada por la Revolución, me insultó en La Habana, en casa de tío Taurino, por el error de haber nacido en la clase media. Uno de los inmerecidos ataques de Gina me ayudó a despertar del sueño de la niñez. Una mañana, se puso a colocar ropa en el armario de mi habitación. Me despertó con el mete-y-saca de las gavetas (cajones). Me hizo salir de la cama para enseñarme “una cucaracha muy grande”. Cuando me acerqué al armario, ¡paf!, me dio a oler los dedos de su mano derecha, diciéndome: “¡Mira cómo huele la cucaracha!” Pero aquella peste que Gina tenía en la yema de los dedos no era de cucaracha. Años después, cuando empecé a toquetearte, caí en cuenta que lo que la muy hija-de-puta me había metido en el hocico era flujo de su vagina sin lavar. El día que Gina me insultó en La Habana, me dijo que los que no habíamos conocido la miseria no podíamos entender la tristeza de los de abajo. Le mortificaba haber tenido que lavar mis orines. Cuando yo sufría, ella sentía un placer sádico que le aligeraba los malos ratos. A la muy desgraciada, el odio le impidió siempre gozar su vida. Gina sufría y atormentaba a los demás como podía. ¡Qué crica más apestosa la de Gina! Gina odiaba a mi padre por avaro. El Dr. Wifredo Delgado no se acostaba con las criadas de su casa por no verse comprometido a hacerles regalos o a subirles el sueldo. Por fin, Gina se marchó para la capital, como su hermana. Mi tío Taurino la ubicó de sirvienta en casa de Armando Nieves, un abogado amigo suyo que también ejercía el garrote. Armando Nieves era un tipo muy particular. No tenía hijos. Cuando murió su esposa y se halló solo entre la mesnada comunista, decidió marcharse al otro 54 mundo. Así, una mañana lluviosa y aburrida, se levantó la tapa de los sesos con una reluciente pistola calibre 38 que yo había visto. * La familia de los Oliva y la de mi madre habían sido vecinas y amigas más de una generación. Los Oliva les habían arrendado sus potreros a unos primos solteros de mi padre —tres hermanos, uno de los cuales se llamaba Pito, que eran demasiado finos y endebles para explotar la tierra. En los pastizales de los-tres-pitos, los Oliva criaban ganado cebú de la India, adecuado para el clima subtropical de la isla. A pesar de tener las patas largas con relación al cuerpo, la vacada de los Oliva daba buena y abundante carne y leche. Ulpiano era un hombre viejo, más bien delgado, de anchos y largos bigotes blancos, que usaba camisas de mangas largas, machete al cinto, polainas de cuero y espuelas. Se le tenía en Meneses por hombre experimentado y juicioso. Poco después de haber nacido yo, mi madre le había consultado si debía dejar a mi padre, a quien acusaba de ser avaro, adepto a la ofensa y enemigo de la razón; él le había aconsejado quedarse al lado de sus hijos y cargar con su cruz —por eso mi hermano menor, Wifredo Sóstenes, tendría que sobrevivir un atentado de aborto a la quinina tres años después. Como mi abuelo no me prestaba sus caballos, durante los tres meses de vacaciones del colegio, mi madre me enviaba algunas veces a casa de los Oliva a tomar uno prestado para campear a gusto. Ulpiano Oliva sabía que yo era un muchacho sano, antiguo monaguillo, sin inclinaciones bestialistas, al que se le podía confiar cualquier yegüita. Esperaba a que Berto Oliva y su ayudante, Rafles Barrabás, separaran los terneros de las vacas que se habrían de ordeñar por la madrugada. Después del mediodía, pero antes de que el viejo Ulpiano cayese en el olvido de su siesta, iba a pedir prestado el potro alazán de Berto. Aquel corcel anaranjado y de rubia crin llevaba un paso cómodo y parejo, sin dejar de ser enérgico: cuando rompía a trotar, levantaba con garbo los terrones negros de tierra enyerbada. Más que sucesos, mis cabalgatas eran ensueños de poder y gozo sintiendo el lomo herboso de la tierra deslizarse bajo las patas del alazán—¡yo también pude haber descubierto e ilustrado la teoría de la relatividad! Por costumbre, el caballo era obediente al freno y a los toques del talón en los ijares. Sus pensamientos y sus visiones eran un enigma para los de mi raza, pero el caos que proyectaba la sumisa bestia en sus ojos negrísimos era hermoso y profundo. Cuando el sudor provocado por la marcha bullía entre su pelaje, robándole el brillo del cobre, lo guiaba a una cañada azul y, mientras se abrevaba a la sombra, me inclinaba asido de su crin de oro, recogía agua fresca en mis manos y le rociaba el cuello. 55 Algunas veces dejaba que el caballo de Berto me guiara a la ventura por las tierras sin veredas que separaban Meneses de Bamburanao. Entre pedregales, hallábamos las huidizas jutías negras, semejantes a ratas gigantes, que forrajeaban cuidándose del majá, la culebra corpulenta que las persigue —los hombres apreciaban la carne de ambas. En las sitierías, saludaba a los hospitalarios guajiros que araban la tierra o afilaban el hierro de sus aperos de labranza a la sombra de algún árbol; sus mujeres me brindaban agua de sus pozos y sus lindas hijas bajaban la vista para dar las buenas tardes. En una ocasión, al cruzar las ondas vaporosas que exhalaban los surcos de un campo recién-arado, di con una arboleda que no conocía. Los rayos del sol reverberaban en las copas entremezcladas de los árboles, prestándoles unos visos semejantes al brillo de la plata. Por curiosidad, dirigí hacia aquel bonito paraje los pasos del alazán. Sentí un rumor sigiloso que manaba de un alto herbazal. Até el caballo a un matojo, en una sombra, y seguí a pie el murmullo del agua. Muy cerca, hallé un riachuelo sobre el que se arremolinaban mariposas de varios colores. Era una corriente de agua cristalina que saltaba sobre unas piedras escalonadas. Entonces, alcanzaron mis oídos unos jadeos suspirantes envueltos en el crujido de las hojas caídas. En el ambiente perfumado de unas flores grandes que libaban las bijiritas sosteniéndose en sus alas inquietas, descubrí una pareja de amantes echados sobre las hierbas de la orilla. Yacían desnudos en el tapiz verde enraizado en la ribera. La muchacha tenía los muslos blancos y tersos como el alabastro. Él le abrazó las caderas y la besó en los pechos y entre las piernas. Estremeciéndose, ella apretaba en su mano el cáliz de una flor roja. Sin intención, me convertí en un secreto circunstante. En vez de volver la vista o regresar sobre mis pasos, me acurruqué detrás del tronco de un caimito de hojas verdeazules, entre las que saltaban los tomeguines, para verlo todo. Permanecí largo rato oculto entre el follaje, saturado de indiscreción, temiendo una piafada del caballo. Archivé en la mente aquella imagen de intimidad a la orilla del riachuelo para estudios ulteriores —los primeros fueron contigo. Desconocía entonces la relación del deseo carnal con los procedimientos amatorios. Como hasta entonces solamente había visto aves y cuadrúpedos copular, me sorprendí de que el macho se pusiera frente a la hembra. Poco después de la culminación del 56 acto amatorio, cuando los amantes dormían entrelazados, me escabullí silenciosamente de la arboleda, moderando mis pisadas sobre la hojarasca, cauteloso de mi propia sombra; iba admirado de la salvaje belleza del acto que había presenciado. * A veces me dirigía justo al sur de La Sierra. Tomaba el sendero que llevaba al pequeño predio de mi tío-abuelo, José Delgado, conocido como el Oso Polar, abuelo de mis primos Alberto y Alicia. El Oso Polar llevaba su melena completamente blanca sobre los hombros y la espalda encorvada. Andaba siempre mal vestido y maloliente. Parecía portar sobre su cuerpo viejo la languidez de un decrépito abatimiento. Hablaba muy poco y, cuando lo hacía, en su mirada ausente lucía algo así como un desacuerdo con la vida. Hacía muchos años, cuando el Oso tenía el pelo oscuro, había hipotecado las tierras heredadas del patriarca Pancho con el fin de sembrar caña de azúcar. Las cosas no habían marchado bien y el central azucarero se había quedado con casi toda su heredad. Ninguno de sus hermanos, ya fuera por malquerencia, indiferencia o desamor, había hallado motivo para sacarlo del apuro. Le quedaba una casa de madera en Meneses y una pequeña y desatendida tierra donde sembraba hortalizas y criaba chivos, gallinas y cerdos. En la sombra de una pequeña arboleda que le hacía la rueda a una gran piedra, el Oso había construido una valla de almácigos forrada y entoldada con una red de alambre. Adentro vivía su mascota, un majá sin nombre de cuatro metros de largo. Cada cierto tiempo, le echaba un pollo vivo o una rata muerta a la culebra para que se la tragara mientras él miraba. Como el Oso Polar no tenía perros para cuidar la granja, el negro Pillín y otros ganapanes perversos de Meneses se metían en su tierra a robarle los aguacates, los mangos, los mameyes y las naranjas y a violar a sus cabras y a sus puercas. En varias ocasiones, Sotuyo, el sargento de la Guardia Rural de Meneses, había enviado parejas de guardias uniformados a calentarles el lomo con bicho-’e-buey (látigo hecho con el pene de los bueyes) a los infractores. Para algunos, resultaba penoso ver luego cómo el negro Pillín, con su cuerpo trazado por la fusta, renqueaba quebrantado y lloroso por Meneses; para los más, sin embargo, los gemidos del desencaminado Pillín eran acordes con el orden, la civilización y el respeto. El Oso Polar no solía responder al saludo y, si decía algo, era sin seso. Me solía acercar a su jurisdicción con la esperanza de verlo alimentar al majá, que existía habitualmente en un voluptuoso descanso. Para llegar a la jaula del reptil, tenía que darle la vuelta a un apiñamiento de palmas bordeado por corrales. Mi tío-abuelo había construido establos con tablas cóncavas y fibrosas sacadas de las palmas: en ellos tenía una veintena de puercas y un verraco que las montaba a todas. 57 Los cerdos, que en España se alimentaban con las bellotas de la encina, se comían en Cuba las bolas del palmiche. Alguna vez, vi cómo los cerdos, agitados por la onda sonora del estrépito, se lanzaban frenéticamente sobre racimos de palmiche caídos de los penachos de las palmas entre el fango—los seres humanos actúan de la misma manera cuando la oferta de cualquier cosa es inferior a la demanda. Los puercos de pelo negro del Oso Polar se alimentaban exclusivamente de palmiche y frutas maduras. Cuando me marchaba de la granja del Oso Polar, sin haber podido ver al majá comerse siquiera una gallina vieja, cabalgaba sigilosamente hacia el portón de la cerca de púas por la vereda que hendía los amontonamientos de campanas dobladas sobre sus tallos; tomaba dicha precaución por no espantar a las chivas, que balaban enloquecidas ante la presencia de los humanos, creyéndose siempre acosadas por violadores. * Algunas veces montaba en el caballo amarillo de mi prima segunda, María de los Ángeles. Su padre, al que le llamaban “El Colorao”, era primo carnal del mío. El Colorao tenía un caserón de madera que daba al camino de Bamburanao y una finca al sur de Meneses. La familia vivía en La Habana durante el curso escolar y la mayor parte de las vacaciones. La casa y el columpio del portal estaban libres casi siempre.Algunas veces, cuando sentía apetencias de soledad, visitaba el desatendido rosal de Margot, la mujer del Colorao; temprano en la mañana, podía ver las gotas transparentes de rocío deslizarse por los pétalos y los cálices de las rosas rojas y las blancas. En el traspatio de la casa, que ocupaba una manzana completa, crecían unas ceibas enormes; entre las anchas sombras de los árboles, vivía el burro Pelencho. Pelencho tenía el pelo gris y una raya negra que le corría del espinazo al pecho; cuando entraba a coger cerezas, me perseguía, hollando el césped con sus inquietas patas, y yo le disparaba de buen recaudo con el tirapiedras para hacerlo huir. Aún recuerdo el eco penetrante, casi musical, de una pedrada que le atiné en la frente. María de los Ángeles tenía varios hermanos y hermanas de los apodados “normales”. Ella era la favorita de su padre. El menos favorecido fue Mel, que era loco y vicioso. Mel, quien moriría de SIDA cuarenta años después en Miami, solía visitar a mis vecinas, las Bauta. El día que lo conocí, llevaba media docena de bistés (beefsteaks) en el bolso del pantalón y se los estaba comiendo enrollados en pasta de dientes “Gravi”. Mel pasó su pubertad frecuentando los putisferios de La Habana. El Colorao, frustrado por la mal entendida anormalidad natural de su hijo, lo golpeaba. Por eso Mel se refugiaba en casa de las Bauta que eran indulgentes. A Mel, el mundo le parecía absurdo y trataba de hallarle sentido con pensamientos, palabras y obras que a los demás nos asombraban por insólitas o planetarias. Tras sus ojos, adiviné un vacío: aquellas pupilas, semejantes a culos 58 de guayabas pintonas, sugerían un mundo interior disparatado. La Creación de Dios es enigmática. Nunca se supo si la devastación de la feminidad de María de los Ángeles se le pudo achacar a la naturaleza —sus padres eran primos hermanos—, al jineteo en el caballo amarillo o a la seducción de Raquel. Dios sabe que yo quise encaminarla por el camino de la sexualidad natural. A pesar de la aberración homosexual, ella siempre fue una muchacha dulce y religiosa. Todos los primos que nos criamos juntos, a la sombra de Dios, la queríamos. El inexplorado deseo natural de acatar la penetración quebrantó en ella la ordenanza del Creador. María de los Ángeles era un ser real, desplegado en el espacio y el tiempo. El achacarle su lesbianismo al aburrimiento de un dios solitario en su eternidad ó a una inexplorada confusión genética elude la cuestión. Hasta los renombrados “normales” son raros. Yo siempre le he tenido un gran cariño. María de los Ángeles, Wifredo Sóstenes y yo, Joaquín Juan, volamos más tarde a Miami, el 29 de marzo de 1962, para no regresar jamás a la Cuba de la chusma y la mulatería —eufemísticamente llamada “socialista”. Nos encontraríamos muchas veces después en las funerarias de Miami, cuando moría algún pariente. En una ocasión, María de los Ángeles y yo coincidimos en un avión que volaba a España. Ella se había hecho maestra y tenía una amante en las Islas Canarias. En los Estado Unidos, Mel se acostaba con hombres y mujeres sin precaución. Contrajo el virus del SIDA y padeció tremendamente durante dos años antes de morir. Algunas veces, llamaba a mi madre por teléfono y le contaba que se le estaba yendo la vida en diarreas. El Colorao lo cuidó hasta el final. Cuando murió, lo incineraron y colocaron las cenizas en el nicho del mausoleo donde yacía el cuerpo de Margot, su madre, en espera por el del Colorao. ¡El Plan Divino es tan irregular! El Colorao sería pobre en los Estados Unidos después de haber sido rico en Cuba. La única ocupación que conocía era la de propietario. Sin oficio, profesión ni aptitud para los negocios, malvivió hasta que, viejo ya, se fue a vivir con María de los Ángeles. Antes, había vivido con Mel en un garaje alquilado. Me imagino que haya atravesado crisis dolorosas y haya sufrido transformaciones. Debió de haber despertado con su propio grito. Creo que intuía que los dioses han sido creados por los hombres. Sin embargo, a pesar de su frustración con Dios, a pesar de haber enterrado a dos de sus hijos, El Colorao jamás perdió el sentido del humor. Daba gusto departir con él. Una madrugada que la lluvia caía en turbiones, El Colorao sintió un dolor agudo en el pecho. Se levantó de la cama con la mano en el corazón y llamó a María de los Ángeles para no morir solo. Se dejó andar hasta el automóvil que lo iba a llevar a la sala de urgencias del hospital; se desvaneció en el asiento trasero antes de que su hija pudiera poner en marcha el vehículo. Entonces, sin 59 tiempo para pedirle perdón al dios que lo había hecho sufrir, El Colorado cayó muerto, con la faz abrillantada por la luz de un relámpago —dicen que el Cielo habla con rayos y truenos. Murió rabiando de dolor, sin pensar en el horror al vacío o en la mano que Dios —la conjetura— le tendía. Si hay una ley eterna —me pregunto— ¿de qué hemos de ser redimidos? Cuando la noche veló sus ojos, María de los Ángeles creyó advertir un punto luminoso, como el brillo de un astro en el cielo, que se perdía en la pupila de su padre. Si el sufrimiento en esta vida vale para entrar al Reino de los Cielos, El Colorao alcanzó la Gloria Eterna. Amén. * Mis padres se habían llevado a la casa de Santa-Clara a tu hermana, Nieves. Cuando ella salió del batey de La Sierra, posiblemente estuviese ya encinta de su novio por cuarta vez, tal como ella dice. Como Nieves solía bajar la mirada, era difícil ver la sombra de los pensamientos que atravesaban aquellos pequeños ojos castaños. A los pocos meses, tu hermana regresó a La Sierra a alumbrar — creemos que del novio y no del conductor de autobuses públicos (guaguas locales) o del repartidor de víveres del comercio La Ferrolana con quienes se entendía. En mi casa no se quemaban herejes, pero sí se clausuró la puerta exterior de acceso al cuarto de las criadas. A veces, para realizar el bien hay que cometer el mal: aislada, tú no resultaste engañada por nadie de afuera. 60 Reemplazaste a Nieves cuando eras casi una niña. Traías entre los suaves muslos un regalo para mí y un largo y grato recuerdo para mi (nuestra) imaginación. ¡Ay, qué noches aquellas cuando iba como una sombra a gozarte, mi queridísima amiga! A ti y a mí nos alumbraba la mejor de las estrellas, la que les permite a los buenos saltar sobre su propia sombra. Durante el cambio de sirvientas, mis padres optaron por una peregrinación a la ermita del Cobre. Por ese tiempo, todos éramos cubanos y católicos. Mi madre se sentía abrumada por el trabajo de la casa y quería solaz. Se había quejado —¡pero ella siempre se quejaba!— de la enorme carga que suponía una casa sin criada. La frecuencia de sus jaquecas había aumentado. Le fuimos a pedir a la Virgen de la Caridad del Cobre que a mi madre se le quitaran las jaquecas, que yo dejara de orinarme en la cama —o mejor, de mear contra el viento— que a Paulina se le abrieran las entendederas para laAritmética y que Wifre adquiriese inteligencia. Los motivos de mi padre jamás se supieron porque él era muy reservado. Una tarde, mientras esperaba el segundo viaje del autobús, fui a brindarle ayuda al hermano Julián mientras éste llenaba la máquina de refrescos. Le quería preguntar sobre la Virgen del Cobre. — ¿Quiere que le ayude, hermano? — Pues, sí, Joaquín; a ver, tráeme unas coca-colas de la despensa. — ¿Le traigo un guacal entero? — ¿Un guacal dices? ¿Eres del campo? — Soy de Meneses, hermano. — ¿Y dónde está eso? — En la parroquia de Yaguajay. — ¡Ah, sí! Le llevé una caja poco profunda de madera, parecida a un palomar, en cuyas oquedades cabían 24 botellas de gaseosa. Cuando terminó de meterlas en la máquina refrigeradora —de la que las podíamos sacar echando una moneda de cinco centavos— el hermano me dijo: — Me gusta el nombre de “guacal”. — Así les llaman a las cajas de refrescos los camioneros que van a Meneses. — Les voy a empezar a llamar así yo también. — Oiga, hermano: dentro de unos días, voy al Cobre con mis padres. — Eso está muy bien. — ¿Quién es esa Virgen del Cobre? — La historia es un poco larga, Joaquín —respondió el hermano, después de reflexionar un momento. ¿Qué te parece si mañana se la cuento a todos en la clase de Religión? 61 Al día siguiente, el hermano Julián ocupó toda la hora de la clase de Religión con la historia de la Virgen del Cobre. Los demás alumnos se pusieron muy contentos porque, por esos días, estábamos estudiando la omnipotencia y la omnisciencia de Dios que es muy difícil. Un alumno, de nombre Bacallao, estaba atascado en el concepto de quien todo lo puede y terriblemente abrumado con la idea de quien todo lo sabe. Claro que Bacallao era poco avispado. En un examen de Inglés, había contestado una sola pregunta correctamente entre veinte: había escrito “no se” en todas sus respuestas, acertando así una, la traducción de la palabra “nariz”. El hermano Julián nos aclaró la historia ¡tan confusa en el resto del país! Naturalmente, omitió los detalles más escabrosos de la narración. Así se les debe enseñar a los niños, sin ambigüedades, para que los conformes sean felices cuando crezcan y los inquietos —como yo— tengan algo que rectificar una vez que adquieran completo uso de razón, experiencia y libertad de conciencia. Lo escuché con mucha atención. *** » — En septiembre de 1510 —comenzó el hermano— el capitán español, Don Alonso de Ojeda naufragó al sur de Cuba. Venía del Darién, en Centroamérica, y se dirigía a La Española en busca de socorros para un grupo de expedicionarios que habían quedado atrás luchando contra los indios. — ¿Y tenían flechas venenosas los indios? —preguntó Dionisio Allegue, el que se orinaba en el pupitre. — Por fortuna, aquellos indios no las tenían. El hermano Julián echó la cabeza hacia atrás, en señal de que no lo interrumpieran mientras hablaba y prosiguió, como si su ojo mental estuviese contemplando los acontecimientos: » — Una ventisca rasgoneó la cruz de Santiago en el velamen trepidante y tiró las jarcias sobre la cubierta. Se desgajó la arboladura y se partieron los tres mástiles de la carabela. El oleaje le arrancó un quejido obsedente al costillaje de la nave y el agua entró a chorros por las junteras y las planchas desprendidas. Bajo un cielo colérico y denegrecente, un remolino de nubes envolvió la frágil embarcación. Se partió el gobernario contra un bajo. Un ruidosísimo golpe y una sacudida espantosa les hicieron advertir a los tripulantes que la panza del velero se había destrozado contra un escollo. » Al perderse el lastre y la nave trastornar, el pequeño Don Alonso de Ojeda logró asir firmemente el botalón de la nave. “¡Ave María!” oró con el corazón apretado contra una estatuilla que había hallado flotando en el oleaje. 62 En la turbiada, vio perderse a muchos compañeros, unos aplastados entre el cordaje por los toneles y los palos, otros arrollados por las olas y aun otros devorados por los tiburones que acudían a la carne, al tocino y a las sardinas que cayeron al mar al partirse el maderamen del plan. » La marea empujó sobre la costa cubana a una docena de tristes supervivientes. Emprendieron el camino del oriente, buscando acercarse a La Española y a Jamaica, donde había cristianos a quienes les podrían mandar a pedir auxilios. Al igual que los españoles del Darién, estaban abandonados a su suerte. » Los españoles se perdieron entre la miasma de un pantano enorme. Estaban cubiertos de llagas y sufrían las picaduras de los insectos. Además, los primeros indios que toparon guerrearon contra ellos: teñidos de colorado y desnudos como vinieron al mundo, los atacaron con piedras y azagayas. — ¿Y tenían flechas venenosas los indios? — volvió a preguntar Dionisio Allegue, el que se orinaba en el asiento y luego decía llorando: “Me meé”. — Por fortuna, no. — ¿Y por qué los atacaron? —preguntó Leonardo Cortés, primero de la clase y futuro homosexual. — Ya los indígenas de todo el renclero de islas habían aprendido que los blancos no habían llegado del Cielo, como habían creído al principio —respondió el hermano, resignado. Como les habían tomado sus mujeres y sus hijas con violencia, como les habían impuesto tributos en oro y casabe, como los habían hecho trabajar con amenazas, palos, lebreles y espingardas, ya no los querían. » Creyendo el final cercano —prosiguió el castellano, Don Alonso de Ojeda llamó a los españoles que quedaban y le rezaron un Ave María a la Madre de Dios. Entonces aparecieron otros indios, los de Cueíba, con sus perros mudos; como dichos nativos no tenían conocimiento de la muy difundida impiedad y dureza de los cristianos, los libraron del hambre: les dieron de comer ánades, manjuaríes y maíz, les brindaron sus mujeres y los honraron poniédoles las manos en las cabezas. — ¿Cómo que les brindaron sus mujeres? —preguntó René Pacheco. — Los indios vivían en estado salvaje porque no habían recibido la doctrina cristiana de labios de los misioneros todavía. » Don Alonso le obsequió la estatuilla de la Virgen al jefe indio —continuó el hermano. “Esta es la Virgen de la Caridad y se le reza el Ave María” le dijo, deseándole que la Santa Madre fuese tan pródiga con él y con su tribu como había sido con los españoles. Con sus propias manos, 63 el ibero construyó una ermita de palmera y puso en ella la imagen de la Virgen María para que aquellos salvajes, sin casas de oración, la venerasen. — ¿Se pusieron contentos los indios? —preguntó Carlos Bravo, uno corto de talla, gordo y feo, pero bien listo. — Los indígenas hubiesen preferido cuentecillas de vidrio, espejos, anzuelos o sonajas de latón antes que la imagen de la Virgen. » Además —añadió el hermano—, se hizo necesario transmitir la historia del naufragio por señas y gestos propios de la cristiandad, extrañísimos para los nativos. Don Alonso de Ojeda advirtió pesaroso cómo el venerado objeto, tan pobremente descrito, evocaba una concepción herética y salvaje en las mentes de sus benefactores. Escalofriado, veía al behíque de la tribu aparecer ante la Santa Imagen ebrio de cerveza de maíz, adornado con ramas, flores y plumas, declamando versos taínos terminados siempre en Ave María; lo seguían los hombres, coreándolo al compás de golpes de concha, bailando, con pintajos de colores en sus cuerpos; al final iban las mujeres cantando con sonajas de caracoles, sin más vestido que sus largas y brillantes cabelleras. » Los indios de Cueíba guiaron a los españoles hasta la costa oriental de Cuba, desde donde botaron al mar una piragua provista con remeros para llevarle aviso a Pánfilo de Narváez en Jamaica, quien fue a rescatarlos. Don Alonso de Ojeda logró regresar a su estancia de La Española, donde moriría poco después de resultas de las muchas heridas recibidas en los combates con los nativos del Nuevo Mundo. » Desde entonces, a aquella isla grande de papagayos, lagartos y culebras gordas, le llamaron la Isla del Ave María. Según decían, los indios de Cuba acostumbraban a bailar durante las salidas y las puestas de sol cantando: “Ave María”. » El primer gobernador, Diego Velásquez, proyectaba minas, crías de ganado vacuno y porcino y el establecimiento de sementeras por toda la isla; junto con sus encomenderos, había decidido que ninguna de dichas empresas podría prescindir del trabajo de los nativos. Los indios cubanos, de naturaleza pacífica y sosegada, no quisieron servirles a los nuevos ocupantes; muy pronto, abandonaron los cultivos y se fugaron a los bosques con sus mujeres e hijos. Los invasores iban tras ellos a imponerles trabajos y obligaciones. Finalmente, los indígenas se levantaron contra los encomenderos armados con macanas de palma y azagayas de punta de hueso, armas muy poco eficaces ante un enemigo que los desbarrigaba con las espadas — ¿Y por qué eran tan malos? —preguntó Pablo Pentón, el niño de los brazos peludos y rubios, quien se casaría en Miami con la hermana mayor de Raúl Noy. 64 — Porque la ambición de riquezas y de poder ciega a los Noy hombres y los convierte en bestias —respondió de manera tajante el del voto de pobreza. » Uno de los invasores españoles —prosiguió el hermano— , Fray Bartolomé de las Casas, quien tuvo encomienda de indios en el sur de Cuba, cerca de la recién-fundada villa de Trinidad, vivía escandalizado de la conducta de los ibéricos lejos de las varas de la justicia de los Reyes de Castilla; el fraile se quejaba de los desórdenes y de los vicios abominables de los cristianos sueltos a la vida libre: comían carne los sábados y hasta los viernes y durante la Cuaresma, tenían cuantas mujeres indias querían y gran prolijidad de sirvientes. Según escribió el padre Las Casas: “Todos los habitantes de las Indias viven amancebados y en continuo pecado mortal, son codiciosos de guerras y alborotos y enemigos de toda paz y concordia”. » Fray Bartolomé de las Casas oyó rumores de herejía en la tribu de Cueíba. Se sintió profundamente herido en su sentir católico y se dispuso a quitarles a los indios la Virgen que les había dado Don Alonso de Ojeda. En 1514, el padre Las Casas halló a los indios por las sierras orientales y les manifestó su deseo de llevarse la estatuilla de la Virgen a Europa. Los taínos, recelosos de aquel querellante, ocultaron la imagen en una caverna subterránea. » Poco después, sin haber dado con el oro de los ríos de Cuba, el padre Las Casas se marchó de las Indias; se fue a Castilla en busca de fama y gloria, ya que la fortuna le había sido contraria en América. Denunció el maltrato de los nativos en el repartimiento y la explotación de las encomiendas con exageraciones sensacionalistas de muertos y de abusos. Y así, ocupado en urdir las historietas de crueldades que lanzarían la Leyenda Negra, una de las elaboraciones propagandísticas más creídas de la Historia, el padre Las Casas olvidó su antigua pretensión por la Santa Imagen. — Entonces no estaba muy interesado, ¿verdad? —profirió con cierto temor en la voz desde su rincón Leonardo Solís, el protestante. — No, no lo estaba —confesó el hermano Julián, apenado. Entonces volvió a reclinar la cabeza sobre los hombros y extendió la historia. » En septiembre de 1620, tres pescadores, Juan Blanco, Juan Indio y Juan Moreno salieran a buscar sal en un remero por la Bahía de Nipe, al norte del oriente de Cuba. Cuando Dios no miraba, se amontonó una tempestad sobre ellos. Remaron con denuedo por alcanzar un cayo deshabitado pero, zarandeados por los maretazos y empujados por las rachas de viento, lo perdieron de vista en el chubasco. 65 » Entre los zurridos del vendaval y el retronar de las descargas, el más joven de los tres, un negrito de apenas diez años, soltó el remo sordo a las imprecaciones de sus desesperados compañeros, se hincó de rodillas en el fondo de la frágil embarcación y rezó fervorosamente un Ave María por la salvación de sus vidas. Apenas elevada la súplica de Juan Moreno a la Virgen María, la tormenta amainó, la lluvia cesó y el cielo se aclaró. Los-tres-juanes vieron entonces la estatuilla de la Virgen morena que navegaba hacia ellos: en el brazo izquierdo llevaba al Niño Jesús y en la mano derecha una cruz de oro; la imagen flotaba sobre una tabla que decía: “Yo soy la Virgen de la Caridad”. El vestido de la Virgen estaba completamente seco, a pesar de haber estado flotando entre las olas. » Los-tres-juanes llevaron la estatuilla y la historia de la milagrosa salvación de sus vidas a los saladeros del Hato de Barajagua. En la misma tasajera donde arribaron con la sal, escucharon pasmados la vieja leyenda de la Virgen de Cueíba, cuyos ecos sobrenadaban aún la memoria de la gente. Los personajes más señalados de Barajagua se preguntaron si aquella Virgen les había llegado de un naufragio reciente, de la remota zozobra de Don Alonso de Ojeda ó de una manera innombrada. No sabiendo qué determinar, consultaron a las autoridades civiles, las cuales les refirieron el caso a los sabios eclesiásticos establecidos en Santiago de Cuba. » Los frailes de Santiago de Cuba buscaron en sus archivos y consultaron con los demás centros eclesiásticos de las Indias. Finalmente, la Iglesia ratificaría que se trataba de la Virgen de la Caridad. Fueron al Hato de Barajagua emisarios de Santiago de Cuba a investigar cuál era el preciso lugar donde los indios acostumbraban a guardar el icono del Capitán Ojeda. Cuando lo hallaron, se sentó a la Virgen en un edículo levantado por los fieles; se la adornó con flores y se le puso una lámpara votiva de cobre. » Una noche, al disponerse a reavivar el cirial de la Virgen, los colonos descubrieron que su estatuilla había desaparecido. Atribulados, prendieron hachones y buscaron infructuosamente por la vecindad hasta el amanecer. Al día siguiente, sin embargo, cuando ya habían dado la santa imagen por perdida, ésta volvió a aparecer en su lugar. » Los vecinos de Barajagua consultaron de nuevo a los frailes. Los de Santiago de Cuba interpretaron la desaparición como el disfavor de la Madre de Dios por aquel sitial donde antaño se le hubiese rendido culto pagano. Eso mismo había sostenido un siglo antes Fray Bartolomé de las Casas. » Los vecinos de Barajagua consintieron a trasladar la estatuilla.Atravesaron bosques entroncados, márjales y ríos con la estatuilla de la Virgen María subida en andas; desbrozaron trochas, haciéndose camino entre enormes palmeras y algarrobos agarrados a la entraña del paisaje. Pero equivocaron el rumbo: en vez de ir a Santiago de Cuba, donde los frailes los esperaban para recibir de sus 66 manos la Santa Imagen, llegaron a la Villa del Cobre y, obedeciendo un extraño impulso, colocaron la estatuilla de la Virgen en el altar mayor de la Iglesia Parroquial. » A partir de aquel día, la historia de aquella Virgen de tez morena se difundió rápidamente por toda Cuba. Llegó a oídos de los negros esclavos de las minas, en quienes evocó el recuerdo de una antigua deidad del África; llegó a oídos de los indios que no habían perecido de enfermedades nuevas ó de agotamiento en los inútiles empeños de los europeos por hallar los cauces del oro en Cuba; llegó a oídos de los españoles hambrientos de fe que se hallaban tan lejos de su tierra natal hecha de catolicismo. » Pero la estatuilla de la Virgen comenzó a desaparecer y a materializarse de nuevo en la Iglesia Parroquial de la Villa del Cobre. La gente no sabía qué pensar del formidable acontecimiento que se prestaba a confusión y a múltiples interpretaciones, tanto laicas como eclesiásticas. Se les consultó una vez más a los frailes de Santiago de Cuba, quienes aún se suponían los mejores intérpretes de las señales de albedrío de todo lo sagrado. » Después de una cautelosa espera, los frailes se personaron en la Villa del Cobre, habiendo dictaminado que la Santa Madre no deseaba permanecer allí; subieron la estatuilla en andas y quisieron partir con ella: sin embargo, los vecinos del Cobre fueron testigos de cómo los pies de los portadores se clavaban en la tierra bajo la fuerza de una imagen que les pesaba más y más a cada paso. Los frailes se vieron obligados a desistir de su empeño y a retornar al monasterio de Santiago de Cuba, sin la estatuilla de la Virgen de la Caridad. En adelante, la voz popular llamaría siempre a aquella Virgen ‘Nuestra Señora de la Caridad del Cobre’. » Poco después, una niña llamada Apolonia, la hija de una esclava, dijo haber visto en la peña de una loma cercana a la Virgen María, al Niño Jesús y a los-tres-juanes. Como la imagen de la Virgen continuaba desapareciendo de la Iglesia Parroquial, todos los habitantes de la villa minera se preguntaban qué explicación darle a lo que estaba ocurriendo. » Después de haber escuchado atentamente a Apolonia, el cura párroco se decidió a llamar directamente al Cielo; anunció que le ofrecería una misa cantada al Espíritu Santo implorándole gracia, bendiciones y luz. Y el memorable día de aquella solemne misa, desbordaron la nave de la iglesia enfervorizados hombres, mujeres y niños, blancos, negros, indios, mulatos y mestizos, ricos y pobres, esclavos y gente libre. Y la memorable noche de aquel día, igual que las dos siguientes, tres llamas largas señalaron el preciso lugar que Apolonia había indicado. » Los buenos cristianos de la comarca abrieron sus bolsas y erigieron una ermita muy cerca del lugar que había indicado Apolonia. Allá moraría la imagen de la Madre de Dios durante veinte años. Más tarde, se levantó una iglesia 67 dedicada a la Santísima Trinidad en el exacto lugar donde la niña Apolonia dijo haber visto a la Virgen con el Niño; apenas transcurrieron veinte años, hubo que agrandar la iglesia porque ya no cabían en ella los creyentes que iban a postrarse a los pies de la Virgen María. » Cada ocho de septiembre, fecha conmemorativa de la aparición de la Madre de Dios a los-tres-juanes, peregrinaban de toda la isla de Cuba hasta aquellos lomeríos del Cobre ciegos que veían, náufragos salvados, esclavos liberados, y almas que habían hallado la paz para dar gracias por las mercedes recibidas. » El hermano Julián dio por terminada su intervención en el relato. Nos prometió que aquella misma tarde, después de rosario —que se rezaba antes de la primera clase de la tarde— un maestro laico de Historia de Cuba nos vendría a terminar la historia de la Virgen del Cobre. Como supimos luego, los españoles no querían inmiscuirse en la parte de la historia que no les correspondía. Por aquel entonces, las revistas de La Habana publicaban muchas tonterías en contra de España. Como los pájaros del cielo, los cubanos cagaban en su propio nido. Aquella tarde se apareció un tipo delgado, de gafas, que les enseñaba Geografía e Historia de Cuba a los alumnos de bachillerato. No sé por qué aquel hombre parecía estar como nervioso. En unos minutos, terminó la historia de la Virgen del Cobre bajo la mirada escrutadoramente impasible del hermano Julián: »— Carlos Manuel de Céspedes era un abogado y hacendado de Bayamo. Es cierto que era masón, dasafecto a los derechos, impuestos y contribuciones del régimen colonial. Él tomó la iniciativa del alzamiento contra una España muy debilitada por muchos malos gobiernos y la pérdida de sus colonias americanas. Iba al frente de treinta y siete hombres el 10 de octubre de 1868. » Se dice que la bandera que izó Carlos Manuel de Céspedes se hizo con su muceta roja de abogado, con un trozo del vestido de novia de su esposa y con el manto azul de la Virgen de la Caridad. Por eso hay quien afirma que el estandarte nacional cubano simboliza el Derecho, el Amor y la Fe. — ¿Cómo que ‘se dice’? —indagó Ramón Gordillo. — Eso —lo secundó Osvaldo Mena. ¿Cómo que ‘se dice’? — ¿Es verdad o no? —saltó Eduardo Roqueso. — Bueno, no está probado —aclaró el tipo. — Niños: permitidle terminar —nos instó el hermano Julián. » —Carlos Manuel de Céspedes sería nombrado Presidente de la República en Armas —compendió el maestro de Historia de Cuba. En calidad de tal, se cuenta que fue a la Villa del Cobre a rendir arrodillado su espada en el santuario. Se decía que los patriotas de la nueva Cuba se habían llevado a la 68 manigua (breñas y matorrales) estampitas de la Virgen de la Caridad durante los años de lucha. — ¡Y vuelve con que ‘se decía’! —exclamó Emilio Escalada, que se aburría fácilmente. » — Una vez resuelto el conflicto a favor de los insurrectos ¡con la ayuda de los Estados Unidos! —continuó el hombre desde su difícil posición de empleado de sus enemigos—, se alegó que la Virgen de la Caridad había simpatizado siempre con la causa independentista. — ¿Qué quiere decir: ‘se alegó’? —preguntó Reynaldo Esparza, uno que casi nunca hablaba. — Que es mentira —le respondió Herio Toledo, otro que era bien tranquilo, palideciendo de timidez. — Niños: dejadle terminar —repitió el hermano Julián, Toledo Armas dándole a entender al tipo que abreviara. Armas (el tercero en morir, asesinado) Cabezas, Cruz, Figueroa (el segundo en morir, de un tumor) Meana (el cuarto en morir, de esclerosis múltiple), y Suárez (el primero en morir, del corazón) se quedaron con la mano levantada para preguntar. Cabezas Cruz Meana Figueroa Suárez » — El 24 de septiembre de 1915, los Veteranos de la Guerra de Independencia solicitaron del Papa Benedicto XV hacer a la Virgen de la Caridad la patrona de Cuba. Según expusieron los veteranos: “por la fe y el amor que nuestro pueblo profesa a esa Virgen venerada, cubana por excelencia”. El Papa lo concedió ese mismo año. » Casi balbuceando, el maestro se apresuró a explicar que, una vez emancipada Cuba de España, habían irrumpido en la Historia próceres como el 69 poeta José Martí y héroes legendarios de cargas de machete como el anciano Máximo Gómez y el mulato Antonio Maceo. Y que, al igual que otras colonias emancipadas y católicas, la República de Cuba había adquirido su Virgen tutelar. El hermano Julián estaba conforme con que la última parte de la historia, referida por el maestro laico, no nos hubiese gustado. Cuando el maestro se hubo marchado, Frank López le preguntó al hermano Julián si el maestro de Historia mentía. El hermano comentó con mal disimulada alegría: “Vosotros deberéis juzgar cuando seáis mayores”, y comenzó la clase de Aritmética. En cualquier lado de dos bandos opuestos, hay quienes creen firmemente que la verdad se demuestra con sangre. * Por el camino de la provincia de Oriente, donde estaba la ermita del Cobre, visitamos a una de las once hermanas de mi madre. Se llamaba Nena y vivía en Hatuey, un pueblecillo de Camagüey. Como la casa de tía Nena era pequeña y muy ocupada, a mí me tocó dormir en el motel de Hatuey. Dicho motel era una casa abandonada, cuyas paredes estaban recubiertas de cinc. Los muelles del bastidor de la cama estrecha en la que dormí estaban tan rendidos que no reconocían la ley de Hook y la colchoneta casi pegaba en el piso de cemento. Hatuey era mucho más miserable que Meneses. Tenía menos calles y todas éstas eran de tierra. El día que estuve en Hatuey, busqué por todas partes a los cincuenta indios con los que me mortificaba mi madre —me decía que eran antecesores de mi abuela materna. No hallé a ninguno. La segunda noche, nos hospedamos en un hotel de tres plantas en el corazón de la ciudad de Camagüey. Por allá todo estaba cubierto de cemento o de asfalto y parecía muerto, pero la cama que oriné esa noche era cómoda. La parada en Camagüey fue obligada para el reposo, debido a la incomodidad que habíamos pasado todos la noche anterior. Mis padres habían tenido que dormir a turnos en una hamaca porque en el motel de Hatuey no había cama para todos. El tercer día nos detuvimos un rato en Santiago de Cuba. Apenas nos dio tiempo a comer en la capital de la provincia de Oriente y a visitar una antigua fortaleza española. Aquella noche les oriné la cama a los de un motel u hotel que había en El Cobre. La habitación que nos tocó era sumamente pequeña e incómoda. Al cuarto día, estuvimos un buen rato en el santuario de tres torreones. Subimos por el frente de la iglesia a la plataforma circuida con barandas. Mi madre se puso un velo en la cabeza y nos instó a guardar silencio. Paulina iba llena de devoción, Wifredo Júnior miraba asustado y yo me aburría un poco. En la ermita, mis padres rezaron y pidieron sus cosas. Me parece recordar que la estatua de la Virgen morena descansaba en una tabla o en un escabel que 70 parecía de oro. Yo no recé, pero tendí la vista por el lóbrego interior de la iglesia, recordando la leyenda que nos había referido el hermano Julián. Lo que veía no encajaba con lo que había creído, pero no sabía de qué parte estaba el espejismo. No tenía entonces palabras para articular los pensamientos que me acometían. No le hubiese sabido explicar a nadie que me habían despertado los oídos antes que la razón con el nombre de un Dios que me resultaba incomprensible. No podía expresar cómo la anarquía del corazón sugiere que Dios no da leyes. Ya yo no entendía algunas cosas que me habían enseñado. Mientras mis padres hacían sus oraciones y le encendían velas a la Virgen de la Caridad, observé cómo varias personas recorrían de rodillas la nave de la iglesia: aparecían inesperadamente en la entrada y se desplazaban lastimosamente hasta el altar. Desde el portal de la casa de Santa-Clara, había visto pasar por la orilla de la Carretera Central peregrinos que iban a pie a Oriente a pedirle mercedes a la Virgen o a dar gracias por algún don concedido. Se trataba de aquellas personas. Regresamos a Las Villas por la Carretera Central, que algunas veces pasaba por encima de la vía del ferrocarril y otras por debajo. Se me ocurrió decirle a Paulina que primero le habíamos pasado por encima al tren y que luego el tren nos había pasado por encima a nosotros. Mi madre quien, aparte de temerle a todo cuanto tuviese movimiento mecánico, no tenía sentido del humor, me llamó “estúpido”. Por eso preferí contemplar en silencio cómo las bandadas de totíes se lanzaban sobre los sembrados de arroz en Camagüey. Cuando viajábamos en familia, hablaba poco porque mis conversaciones chocaban mucho con las ideas del doctor y con las de su señora —conmigo siempre habló la voz del silencio—; Wifre sí hablaba porque mi madre le celebraba las idioteces que decía. Yo jamás le respondía a mi madre, ya fuera por respeto, por amor o por no ver aquella agobiante fosforescencia en sus ojos grandes cuando se la contrariaba. * Habíamos hecho el viaje al Cobre durante los primeros días de la Semana Santa del año 1957. Ya mi padre no tenía el pisicorre, una especie de furgoneta fabricada por la Chrysler que era muy práctica para pasar los lechos pedregosos de los muchos ríos del norte de Las Villas. Para cumplir con sus obligaciones de médico en Meneses, el doctor Wifredo Delgado se valía del yipi, el pisicorre y dos caballos. El año anterior, había comprado el Chevrolet Belair “nuevo de paquete”. Nos desviamos a Meneses y enviamos por ti a La Sierra. Vivías con tus padres en el bohío al pie de la loma cuya cresta el sol traspone tempranamente por las tardes. En la orilla de un corvo riachuelo cercano, te vi después subir la falda para refrescar los pies. Hiciste todo el camino en el asiento de atrás del 71 pisicorre, entre Norma Paulina y yo. A pesar de ser colorada, narizona y de tener los ojos pequeños, te veías guapa cuando la luz del sol chispeaba en las ondas más rubias que castañas de tu pelo. Ya tenías bonitos los senos. Concebí inmediatamente rescabuchearte por la ventana de noche, cuando los cuajos de rocío resbalan por las hojas de la persiana. Me pregunté si tendrías el sueño ligero, como Nieves, y si precisaría también de un hombre que aliviara sus ardores femeninos. El comportamiento de Nieves me había dado a entender que, contrariamente a lo que decía el catecismo, sofrenar las pasiones podía ser una tontería —¡ella la pasaba muy bien! ¡Cuántas sujeciones se le asignan al Redentor! A mí jamás me había agradado el remordimiento punzante de ciertos actos normales. Deseaba tener fe, no sentir miedo. Como dijo Federico: “La Iglesia es el más falso de todos los Estados”. Entonces me percaté de que Paulina me acababa de ver estimar tus pechos y desvié la mirada porque uno es dueño de lo que piensa y esclavo de lo que revela; mi hermana era poco comprensiva y muy parlanchina. Yo te deseaba curiosa e inocentemente. En Santa Clara, mi padre había mandado a tapiar la puerta del cuarto de las sirvientas, que daba al patio, dejando sólo una pequeña ventana enrejada. Nieves carraspeó durante más de una semana para disimular sus sollozos de consternación y tristeza. La pobre mujer no volvió a pintarse los labios de esmeralda, como los cálices de las rosas, ni de empolvarse las mejillas. ¡La aflicción no es hermosa! Desde entonces, sin una puerta a la libertad de la noche, las sirvientas tendrían que buscar gratificación dentro de casa. ¡Y ahí estaba yo! 72 * En realidad, el Hermano Javier era un buen hombre, fanático y sin sentido del humor. En el cuarto grado, atropelló mi tierno intelecto. El Hermano nos leía los libros de texto tal como venían impresos, sin intentar hacernos el asunto ameno ó interesante. De aquella indolencia nacieron muchas burradas que nos creímos del libro de Historia Sagrada, tales como los millones de criaturas que cupieron en el Arca de Noé, el frenazo del globo terráqueo en Jericó y la metamorfosis del cayado de Moisés. Algunas veces, advertía alarmado cómo el fervor subía a los ojos, normalmente escondidos, del hermano Javier durante la clase de Religión —chispeaban detrás de los lentes aumentadísimos de sus gafas. De él siempre recibí más espanto que instrucción. Naturalmente, tú no sabes de estas cosas, Nenita. No obstante, permíteme que te las cuente porque tienen su enjundia. El estudio, en mi caso, y la meditación, en el tuyo, curan muchas desazones. Unos seres acatan la instrucción diversamente a los otros, pero ninguno llega a conocer toda la verdad. Tampoco la verdad logra esconderse completamente. Al menos, tú y yo vislumbramos algo verdadero en el gusto de nuestras cándidas emociones: tu primera mirada me puso a pensar, la segunda me animó, y la tercera ya describía la gloria del gozo... ¡Ay, Nenita, qué bobada hubiese sido someter la pasión! Por esos meses oí hablar de temas que exploraría más adelante, como el de la decadencia del pueblo de Roma debido a la vida licenciosa, a la lucha de clases, a la mengua del comercio, al despotismo burocrático, a los abrumadores impuestos y a las guerras. Las lecturas subsiguientes sobre una Roma empobrecida y moribunda, roída por plagas, revolución y guerra, disminuida tanto por la mezcla con germánicos y asiáticos como por las prácticas anticonceptivas, el infanticidio, el abandono de las granjas y por la pérdida de la devoción al Estado me han ayudado a comprender la condición decadente de los pueblos de ahora. Una enfermiza voluntad de igualdad los lleva a la anarquía. Ejercen la libertad para perderla. Odian al tirano glorificando la tiranía de la chusma. El hermano Julián nos había revelado la grandeza de los romanos durante las guerras púnicas y en las construcciones de calzadas y acueductos. Luego aprendí que los romanos habían inventado el derecho o “ley natural”, sustituyendo edictos por leyes escritas, exigiendo la demostración de la culpabilidad de los acusados, etc.Así y todo, el despotismo acabó con el sentido cívico del ciudadano y la voluntad política se expresaba por medio de la violencia. El estado pagano, caído en el servilismo y la venalidad, se había resquebrajado ante los bárbaros. Y acabamos siendo bárbaros. En la moralidad, mi querida Nenita, las leyes y los hechos no se corresponden. Afortunadamente, nuestra moralidad no era de iglesia. Los 73 principios nos traen todo lo demás, pero el hombre prostituye los principios porque su naturaleza lo corrompe todo. Le gusta tergiversar las misma leyes que ha escrito. No sabe decidir por sí mismo si debe impedir o favorecer las buenas o las malas acciones —de ahí surge el hombre político: escudado en la masa, dice que un poco de vergüenza pasa pronto. El Hermano Javier nos había conmovido con los padecimientos de los primeros seguidores de Cristo: crucificados, pasados por las armas ó arrojados a las fieras. Las persecuciones de los mártires cristianos, cuyos nombres se leían en misa dos mil años después de sus muertes, nos llenaban de indignación —hasta los judíos resolvieron plagiar el cuento con su “Holocausto”. Las sectas cristianas se organizaban a ocultas en pequeñas asambleas, llamadas eklesia, y rivalizaban por ganar prosélitos con los cultos de Isis y Mitra. Entonces, como anunció el buen hermano en un momento de lujuria mística, el cristianismo se hizo grande en Roma. Por el año 300 de nuestra era, el emperador Constantino impuso la doctrina del Redentor en el Imperio Romano. ¡Abajo el toro! ¡Paso al cordero! ¡Creamos en Cristo con los demás! La doctrina de Cristo proclamaba la igualdad de todos los seres humanos, sin miramientos de clases ni naciones —¡teoría que remató a muchas sociedades pero no logró cambiar al hombre! Habiendo perdido Roma la preeminencia de su estirpe fundadora, era preciso un nuevo mito que le diera coherencia al mundo. El cristianismo censuraba la avaricia, la embriaguez, el adulterio, el aborto, el infanticidio, el teatro y los juegos públicos. Los cristianos se contentaban con sus mujeres, renunciando a las prácticas homosexuales, al colorete, a teñirse el cabello y a pintarse los párpados —deterioro social que brotaría de nuevo en el mundo al final del siglo XX. Durante el Dies Domini, los clérigos instruían a gentes hambrientas de fe en la doctrina de Cristo. Poco a poco, las ofrendas sangrientas de las viejas religiones fueron reemplazadas con el simbólico sacrificio expiatorio del Cordero de Dios. El pan y el vino se transformaban, por obra del acto sacerdotal, en el cuerpo y la sangre de Cristo. Tres fue uno, pan carne y vino sangre. ¡Pero cuántos otros, no cristianos, se entretienen con idioteces! ¡Cuántos han oído lo inenarrable! ¡Cuántos admiran lo que no comprenden! La mente humana es muy débil. El nuevo credo tuvo sus descalabros. Durante las primeras centurias, el cristianismo descentralizado había incurrido en el revoltijo doctrinario. Se había difundido la idea de que la humanidad entera estaba manchada por la caída de Adán y que el juicio de recompensas y castigos eternos de Dios era inminente. Ante una congregación impaciente, hubo que postergar la fecha del fin del mundo hasta el final de los tiempos. En el norte de África y en el Medio Oriente esperaban la segunda venida de Cristo en cuanto la raza de los judíos se extinguiera y todos los gentiles fuesen evangelizados. Pero la realidad obligó a 74 encubrir tal idea y la segunda vuelta de Jesús acabó siendo cancelada. Además, como no se sabía en qué país se iba a fundar el Reino de Dios, hubo que trasladar el trono sagrado de la tierra al Cielo. En el cuarto grado, nos preparamos también a resguardar la religión contra hombres perversos, como Celso, quien había emprendido la defensa del paganismo y atacado la credibilidad de las Escrituras, los milagros de Cristo y la incompatibilidad de la muerte de Nuestro Señor con Su divinidad omnipotente. Celso consideraba el cristianismo una creencia de bobalicones, insensatos, esclavos y mujeres y no quería admitir el Juicio Final ni a la resurrección de la carne; no se persuadía de que los que practicaban otras religiones se fueran a quemar eternamente en el fuego de Dios ni de que quienes habían muerto pudiesen levantarse de sus tumbas con la misma carne que se habían comido los gusanos. Yo le hubiese dicho a Celso: “Cualquier falsedad tiene profetas y mártires. Muchos creen en maravillas falsas. La fe es un fenómeno histórico. Si consultas de buena fe las luces que Dios te ha dado, te puedes evitar muchos disgustos y discusiones torpes con los demás. La verdad no necesita ventajas de patrañas. ¡Cuántos buscan las causas de lo que no es! Vosotros, los predicadores de la verdad, sois como esos médicos que nos hacen sufrir con curas de males que no nos aquejan. Las patochadas de cualquier grupo humano son de miedo”. ¡Ay, Nenita, mi conciencia se insurreccionó tan pronto! No creas que algo tiene que ser verdad porque muchos otros, o todos, lo digan. Hallo la verdad y la pierdo inmediatamente. No le tengo confianza a la razón humana porque la he visto muchas veces volverse estúpida y despótica. Soy como tú, pagano, simple e ignorante de las corrupciones. ¡Soy guajiro! * El 19 de marzo de aquel año, el día de San José, tomamos la primera comunión vestidos de blanco en la iglesia del Buen Viaje de Santa Clara. La Eucaristía es el tercero de los sacramentos que llevan a la gracia divina. Habíamos tenido que ayunar durante doce horas para recibir la hostia con el estómago limpio. Después de la ceremonia, desayunamos un chocolate espeso y unos panecillos muy sabrosos con los hermanos. El hermano Luis nos dio una hermosa plática sobre lo que significa ser cristiano y católico. ¡Ya estábamos listos para participar en las cruzadas! Debo de admitir 75 que aquello me gustaba porque me daba la clara sensación de pertenecer a la banda de los buenos. El hermano Luis estaba más metido en su romance con la esposa del propietario del Tigre de Oro que en la dirección del colegio. Cuando terminaban los recreos, tocaba el pito sin ánimo y se metía en la oficina antes de que hubiésemos regresado a clase. Sus intervenciones por el intercomunicador eran rápidas y desganadas. Me imagino que, por razones de conveniencia pública y por proteger el prestigio del colegio, nadie querría saber de las andanzas del hermano Luis. En realidad, como los niños no entendíamos, no éramos afectados. Las tareas de quebrados que nos mandaba el hermano Javier eran larguísimas y tortuosas. Le encantaban las fracciones pequeñas, las de las cifras cargadas en el denominador. ¡Cuántas veces me viste doblado sobre el papel computando mi tarea! En una ocasión, le pregunté si el resultado de uno entre un número bien grande podría llegar al cero y me respondió que eso se aprendía más adelante, en el bachillerato. Contrariamente a hermano Luis, que se hacía amigo nuestro, el hermano Javier mostraba cierta displicencia en el trato individual. El aprendizaje de los verbos con el hermano Javier resultó difícil. Sabíamos los tiempos de los verbos regulares terminados en ar, er e ir y conjugábamos los auxiliares y los irregulares de memoria. Mas no entendí bien la extensión y los límites de los tiempos y lo que expresa el subjuntivo durante muchos años, hasta que asistí a una clase de Francés básico para extranjeros en Suiza. El hermano nos enseñaba la Gramática como el catecismo, con un gran esfuerzo de memoria y muchas repeticiones. Para poder terminar todo el trabajo que nos asignaba el hermano y disponer de tiempo para jugar a los escondidos con Margarita Busto tenía que andar ligero. Como mi madre estaba sola, algunas veces los Busto nos visitaban después de la cena. El padre de Margarita era viajante de medicina y conocía al mío. La madre era una mujer alta y elegante. Resulta pasmoso que, con la involución provocada por la Revolución, aquella familia hubiese terminado sus días criando chivas para poder comer. ¡Qué linda se veía Margarita correteando con los colores subidos a su cara pecosa! Cuando jugaba, se le abrillantaba la piel de la cara, los brazos y las 76 piernas con una ligera transpiración semejante a un leve rocío. ¿Recuerdas? Tú jugabas con nosotros. Algunas veces, mi hermana “se quedaba”, o sea, le tocaba contar hasta veinte en la base para dar tiempo a que nos escondiéramos. Yo aprovechaba para acompañar a Margarita a algún escondite entre las matas del jardín. Agazapados bien juntos, abrazados algunas veces, dejábamos que mi hermana buscara a Wifredo Júnior y a Manolito, el hermano de Margarita — que moriría 58 años después— sintiendo nuestros corazones latir fuertemente involucrados en la emoción del juego.Aunque viera la vía libre a la base, deseaba permanecer donde estábamos. Aquello me gustaba mucho más que hacer la tarea del colegio. * Las historias de la conquista de América resultaban confusas en el cuarto grado. Pasaron muchos años antes de que entendiera que el uso de la fuerza no había logrado imponerse a fuerza de uso. Fue necedad querer instituir democracia entre salvajes. En la clase de Geografía, que solía fundirse con la de Historia, el hermano Javier nos presentó a Vasco Núñez de Balboa, el conquistador que había descubierto el Pacífico cristiano. Con los ojos en el mapa de Centroamérica, ubicamos el Océano del que hablaba y lo escuchamos largamente: La historia de las andanzas de Balboa la había escrito Fray Bartolomé de las Casas, cargándola de exageraciones. Afirmaba el padre que, antes de la llegada de los blancos, los indios de Centroamérica fabricaban muchas variedades de vinos blancos y tintos del maíz, de la palma y de las raíces de los frutales. Acusaba al incivilizado Vasco Núñez de haber ahorcado, sin fe ni sacramentos, a 30 caciques que decían no tener oro, perlas, ni piedras preciosas para darle. ¡Si al menos los hubiera bautizado antes de matarlos se habrían ido al Cielo! Los españoles disponían de los indios para la labranza y para llevarles las cargas cuando salían en expediciones. “Cuando los blancos se acostaron con las indias —había dicho el prelado— hicieron heder el nombre de Jesucristo”; era tal su cristiano enfado, que dio a entender cuánto sentía que aquellos indios no conocieran hierbas mortíferas con las cuales embadurnar las puntas de las flechas que les lanzaban a los españoles. El padre Las Casas debió de haber sido hijo de moros o de judíos. Según Las Casas, cuando Vasco Núñez de Balboa temió que llegara de Castilla quien lo depusiera de su estado, acometió la empresa de ir a buscar la otra mar con 190 hombres y muchos perros bravos. Después de aperrear a muchos de esos indios que andaban vestidos como las mujeres y eran inficionados al pecado nefando (la mariconería), el capitán español subió a la cumbre de una sierra y descubrió el otro Mar del Sur el 25 de septiembre de 1513. Entonces los españoles mandaron que los indios cortasen árboles para hacer cruces y que allegasen y amontonasen piedras para levantar marcadores. 77 Y los conquistadores que sabían escribir tallaron en los troncos de los árboles los nombres de los Reyes de Castilla. * Por política, en los colegios de Cuba había que hablar de los negros y decir que son buenos e iguales a los blancos. Luego yo leí la crónica de Fernández de Oviedo referente a un levantamiento de africanos en La Española, en tiempos del virrey Don Diego Colón. En el 1522, cuarenta negros se habían confabulado para matar cristianos en un hato de vacas. De ahí planeaban irse a un ingenio y sublevar a otros 120 negros con ánimo de pasar a cuchillo a todos los blancos. Entonces se toparon con doce españoles de a caballo con dagas y lanzas, quienes dieron contra la negrada a rienda tendida, matando a seis en la primera pasada. Los negros se dieron a la fuga, pero los cristianos los buscaron y los ahorcaron. Fue así como los demás negros, espantados, aprendieron a repudiar los pensamientos homicidas. ¡La civilización le entra al negro con los toques mágicos de la azotaina! Que conste que no odio a los negros. El odiar duele. Siempre he detestado su música, su grajo, su holgazanería y su fealdad. Por lo demás, siendo tan brutos, me parecen hermanos gemelos de casi todos los blancos y los indios de América. Como los negros no eran objeto de gran interés, jamás mencionamos aquella historia en el autobús. Ese año, sin embargo, todos hablábamos de una cinta titulada “Dios es mi copiloto” que habíamos visto en el teatro Villaclara, uno de los tres cines que operaban en el entorno del parque Vidal. Era una película americana repleta de luchas al vuelo de unos aviones que llevaban pintada las fauces de un tiburón en la nariz; un piloto japonés, tocado por el fuego de uno de ellos, había soltado un buche de sangre sobre la pizarra de su avión averiado. Raulito, Osvaldito, Emilio y yo creímos que la escena era muy hermosa y sentimos mucho no ser pilotos de combate para matar “chinos”. * Para hablarnos de Hernando de Soto y de la toma de la Florida, el hermano Javier sacó un mapa en colores. Quería que supiéramos algo de las tierras donde estaban ubicados los Estados Fundidos (así parecía pronunciar Estados Unidos). Por entonces nadie imaginaba, ni remotamente, tener que buscar asilo en el país del norte. A la larga, muchos alumnos de los Maristas dejaríamos de ser cubanos par convertirnos en Americans. Sí, Nenita, Hernando de Soto era familia tuya. Era moreno, alegre y buen jinete. Había participado en la conquista del Perú. Con las riquezas que había tomado en los templos del depravado inca Atahualpa, en 1532, había preparado una expedición con 950 hombres y diez navíos para tomar las tierras de Norteamérica en nombre del Rey Carlos Quinto y el cristianismo. En 1538, partió de España a la cabeza de una armada de 30 barcos que iban a Cuba. 78 Desde Cuba envió a Juan de Añasco, quien era marinero, cosmógrafo (quizás haya querido decir cartógrafo) y astrólogo (tal vez quisiera describirlo como astrónomo) en dos bergantines a costear y tomar nota de los puertos disponibles para desembarcar la armada. Antes de partir, nombró a su mujer, Doña Isabel de Bobadilla, gobernadora de Cuba. La Bobadilla era una hembra admirable que supo desempeñarse bien en el cargo, mandando a prender a cualquier pillo, como pudo comprobar Juan Ponce de León. En el momento en que Hernando de Soto desembarcó con sus hombres para tomar posesión de la tierra, no halló indios a quienes decírselo. Por fin dieron con el cacique Hirrihigua, quien odiaba a los españoles porque, durante el primer intento de colonización, Pánfilo de Narváez había echado a su madre a los perros y a él mismo le había quitado un trozo de trompa. Se decía que cada vez que Hirrihigua se sacaba los mocos o se sonaba la nariz maldecía a los blancos. Por eso el cacique mató a tres españoles de los de Hernando de Soto e hizo esclavo a otro, llamado Juan Ortiz, de dieciocho años, quien estuvo viviendo muy torturado entre indios diez años. En 1542 Hernando de Soto llevó a su ejército, gastado y disminuido por batallas y enfermedades, hasta las orillas del Misisipí (Mississippi en Inglés). En lugar de oro o plata, halló muchas tribus de indios, siempre en guerra los unos contra los otros, con grandes plumajes, envueltos en mantas de marta y otras pellejinas, blandiendo sus arcos y flechas. En junio del mismo año, murió cristianamente de una “colerilla”. Para que los indios no colgasen los pedazos de su cuerpo de los árboles, sus compañeros ahuecaron el tronco de una gruesa encina, metieron dentro el cadáver y lo echaron al fondo del Misisipí. * La clase de Ciencias Naturales tenía un gran potencial para resultar interesante, pero el hermano Javier la hacía durísima. Nos hablaba, por ejemplo, de la división de las plantas en monocotiledóneas y dicotiledóneas, sin mostrarnos jamás una semilla. Una vez le pregunté si el oso hormiguero que se había subido a la grupa del caballo del capitán Juan Tafur durante la conquista de la Nueva Granada era digitígrado o plantígrado; me miró de una forma muy singular, sin responderme. Cuando le dije a mi madre que, de acuerdo con el libro de Ciencias Naturales, el agua de la ducha debía de salir a 33 grados centígrados, me miró extrañadísima también y me preguntó si estaba loco. Casi todos los experimentos científicos en los que participé fueron explosiones y fogonazos azules a base de azufre y fósforo vivo que hice con un vecino, Roberto Cabrera, valiéndonos de un laboratorio de Química que su padre le había regalado. * Por las mañanas, nos sacabas de la cama y nos dabas el desayuno. Teníamos que guardar silencio para no despertar a mi madre —o, peor, interrumpir una 79 de sus jaquecas. Ese fue el año que mi madre le tuvo que enseñar las primeras letras a Wifredo Júnior. A los once años, yo ejercía gran autoridad sobre ti, mi madre y mi hermana, dado que era el único que no les tenía aversión a las ranas ni a las lagartijas; cuando una rana aparecía en el portal de la casa, me tenían que llamar para echarla afuera. Algunas veces despachurraba al animal contra la pared por demostrar mi poder. Curiosamente, ninguna de las tres mujeres intercedió jamás por la vida de una de aquellas ranas pegajosas. A las lagartijas les perdonaba siempre la vida gracias a las horas de recreo que me proporcionaban cuando cazaban moscas estirando la lengua sobre el tapete de la mesa del comedor. Paulina se sentaba en el portal a esperar el autobús achocolatado del Teresiano, que llegaba antes de las siete. Ya nuestra prima, Alicia, y sus amigas, Margarita Busto y Julita Expósito (la tetoncita), estaban en el autobús con sus uniformes de cuadros marrones y blancos cuando Paulina subía. Iban felices aquellas cuatro, ninguna de las cuales era alumna aprovechada, contándose chismes y diciendo tonterías. A las siete, los Carlos nos recogían en el autobús verde de los Maristas a Wifredo Júnior y a mí. El autobús iba por la Carretera Central con rumbo este a recoger a Emilio Escalada y a otro niño pelirrojo de apellido Orta, al que todos llamábamos Zanahoria. Si no estábamos listos, tú le hacía señas a Carlos para que siguiera y nos recogiera a la vuelta. El uniforme de los HH Maristas consistía de una camisa azul, una corbata blanca y un pantalón beige claro, casi blanco. Mis pantalones siempre estaban manchados de verde en las rodillas, y algunas veces en el trasero, de jugar en la hierba del patio de la casa. Durante una de sus visitas a Santa-Clara, mi padre me enseñó a hacerle el nudo de corazón a la corbata. Después de saber hacer un nudo simétrico, no quise volver a usar la enlazada sencilla de todos los demás niños. En la clase de Geografía, el hermano Javier nos dijo que el continente que habitábamos se llamaba América debido a la obra vulgarizadora de un italiano. Aquello era decepcionante: el tal Américo Vespucio no había tenido absolutamente nada que ver con las culturas pre-hispánicas, con las exploraciones, ni con la conquista de ninguna tierra en todo el continente. Era difícil identificarse con semejante sujeto. Claro que el nombre de Cuba tenía aún menos que ver con la gente que la habitaba; una vez, sin embargo, en un momento de lucidez, le habían llamado Juana la Loca. * Comprender la herejía de Arrio fue la parte más difícil del cuarto grado. En verdad, no la entendí hasta después de mayor. Al hermano Javier se le había antojado enseñarnos mucho más de cuanto podíamos asimilar. Hasta los buenos alumnos fallábamos las pruebas orales y escritas que nos hacía. Así y todo, él 80 quiso que la entendiésemos para que fuésemos buenos soldados de nuestra fe frente a cualquiera. La historia de la herejía de Arrio se remonta al año 318 y a una ciudad que había en Egipto llamada Baucalis. Arrio era un sacerdote alto, de una delgadez que mostraba las huellas de su vida austera, cuyos pobres vestidos le habían dado fama de asceta. Tenía el semblante melancólico, el habla dulce, y gozaba de gran estima entre los cristianos. Sus opiniones sobre la naturaleza de Cristo sobresaltaron al obispo de Alejandría. Según Arrio, Cristo no se identificaba con el Creador sino que era el Logos, la primera de todas las criaturas. Argüía que el Hijo había sido creado por el Padre en el tiempo; por consiguiente, el Hijo no podía ser coeterno con el Padre. Además, Cristo tuvo que haber sido creado de la nada, no de la sustancia del Padre. Para colmo, sostenía que el Espíritu Santo había sido la creación del Logos y era aún menos Dios que Cristo. El emperador Constantino se alarmó de las pugnas que suscitó el arrianismo. Si Cristo no era Dios, la doctrina cristiana se iba a desfondar. Si se permitía la división, el caos de las creencias acabaría con la unidad y la autoridad de la Iglesia y, consecuentemente, con su valor como sostén del Estado. El emperador deseaba reducir a una forma sencilla las ideas de las gentes sobre la Divinidad para facilitar el manejo de los negocios públicos. “Arrio, si tienes tales ideas, debes guardártelas —le mandó a decir al sacerdote—; lo tuyo son tonterías suscitadas por la ociosidad, sin otra utilidad que la de aguzar el ingenio con discusiones”. Intentando resolver la discrepancia de una forma negociada, Constantino convocó el primer concilio ecuménico en el 325, en Nicea. Arrio mantuvo una actitud cerril en defensa de su punto de vista: Cristo siguió siendo un ser creado, “solamente divino por participación”. Se le advirtió que si Cristo y el Espíritu Santo no formaban una sola substancia con el Padre, el politeísmo triunfaría. Se declaró que la razón debía inclinarse ante el misterio de la Trinidad, aunque fuese difícil imaginar tres personas distintas en un solo Dios. ¡Y bien embrollado que es! Y se proclamó el credo: “Creemos en un Dios, Padre Todopoderoso, hacedor de todas las cosas visibles e invisibles, y en Nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios engendrado, no creado, que descendió para nuestra salvación y se hizo carne, sufrió y resucitó al tercer día, y subió a los cielos y ha de juzgar a lo vivos y a los muertos”. Arrio y otros dos que se negaron a firmar el credo fueron anatemizados por el Concilio y desterrados por el emperador. Para terminar con la disputa, un edicto imperial ordenó que todos los libros escritos por Arrio fuesen quemados bajo pena de muerte —porque ninguna institución humana puede tolerar la libertad de expresión. 81 El hermano Javier cerró el capítulo del arrianismo asegurándonos que gracias a Constantino se había hecho Europa y que gracias a Europa nosotros éramos quienes éramos y no algo inferior. Fatídicamente, la gente de piel europea de Cuba jamás se compenetró con la sabiduría de Constantino y toleró el desbarajuste de la sociedad. ¡Lerdos! * Ese verano lo pasamos íntegro en Meneses. Como había pasado el cuarto grado, ya me dejaban ir solo al cine. A pesar de haber visto solamente media docenas de películas interesantes desde entonces, he gastado una buena parte de mi vida descubriendo miles de cintas tontas. En Meneses había una sala cinematográfica llamada Maritza, que era el nombre de la hija del propietario. Era el único local del pueblo que tenía climatizador (aire acondicionado) — energizado con 220 voltios de su propia planta de petróleo. Los domingos iba dos veces al cine: primero a la matinée, a las tres de la tarde, a ver películas americanas de cowboys e indios y luego por la noche a ver alguna película mejicana de unos mestizos con sombreros grandes que seducían a las mujeres blancas cantando como mariquitas y diciendo que eran “muy, pero que muy retemachos”. La mayor producción cinematográfica que llegó a Meneses fue “El último couplé”, mal protagonizado y mejor cantado por una española muy linda llamada Sarita Montiel. La historia de la sensual cantante impactó a las menesinos tanto que se las oía cantar las canciones de Sara Montiel barriendo sus casas por las mañanas y paseando por el parque por las noches. Sara Montiel terminaría sus días fumando tabacos (puros) y exhibiéndose desnuda en plena ancianidad. Durante los primeros días de vacaciones, me iba a cazar judíos con una escopeta de aire comprimido que disparaba unas bolas de plomo con cola de embudo (para reunir la presión del aire) llamadas ‘pellets’. Cuando salía a cazar, solía seguir la línea de una chispa (locomotora pequeña) que ya no prestaba servicio. Por unos campos de cultivo, pasado el puente que salvaba una corriente de agua, los judíos bajaban a comerse las cosechas ajenas. Yo los tumbaba lleno de gusto. Cuando Alín, el hijo de Raúl Méndez, me vio masacrar a aquellos pájaros negros y feos, me dijo que eso no estaba bien. Cedí en el empeño porque siempre he respetado la opinión de los mayores; pero en el fondo sabía que Alín se equivocaba, que los judíos muertos servían de abono. No juzgaba las inclinaciones de matar judíos desgraciadas porque el sonido de sus chillidos era discorde y en sus ojos parecía brillar el demonio. Consideraba que, entre todas las razas plumíferas, eran los más tenebrosos, miserables, rencorosos y vengativos. Se me antojaban implacables e hipócritas, aborrecibles y aborrecedores de los pájaros de hermosos plumajes. Enfurecía cuando los veía saquear los nidos de los pájaros carpinteros. Cuando, en las rojizas amanecidas, sobrevolaban los sembrados, aprestándose a consumar su obra 82 depredadora contra el esfuerzo de los sinsontes, me llenaba de indignación. Me resultaba fastidioso ver cómo entraba el fruto del trabajo de los demás en sus picos corvos a nutrir sus desgraciadas hechuras. Entonces, una idea maravillosamente colérica cruzaba por mi mente: deseaba acabar con todos ellos y con sus crímenes. Y disparaba a mansalva contra aquellos judíos de espíritu raquítico. Y jamás me pasó por la mente ir arrepentido a confesarle al padre Ortiz haber suprimido pájaros de la peor calaña. Meneses es una rampa engastada en la falda norte de un cerro. Durante mi niñez, medía aproximadamente cuatro kilómetros de norte a sur y dos de este a oeste. Limitaba al sur con la cresta de la loma del cementerio y al norte con una explanada de maniguas. La carretera de Yaguajay era también la Calle de Alante del pueblo. Me gustaba pedalear hasta el cementerio por la Calle de Alante y luego dejar correr la bicicleta cuesta-abajo a gran velocidad. Dicha costumbre me había hecho chocar con una puerca que andaba suelta por el camino de rocoso que atraviesa el pueblo de este a oeste, llamado el camino de Jobo Rosado si se va para el este o el de Bamburanao cuando se va al oeste; en aquella ocasión, había volado por encima de la puerca y me había raspado los brazos al aterrizar en la tierra apisonada del camino. Aquel verano ocurrió una tragedia en una de las casas cercanas al cementerio. Unos menesinos jóvenes que estaban trabajando en un pozo con un generador eléctrico cayeron envenenados por el monóxido de carbono de la máquina. El padre de uno de ellos, que bajó a sacar a su hijo, murió también. Cuando llamaron a mi padre, no pudo hacer más que certificar las cuatro muertes. Así aprendí la peligrosidad de los gases de la combustión. La manera en que murieron los de Meneses me intrigó. Decidí bien pronto hacerle una visita a Morales, el dueño de la planta eléctrica que abastecía a las casas del pueblo. Le pregunté por qué se habían muerto los que estaban dentro del pozo. Morales era un viejo de pocas palabras. Me llevó a la pieza de la casa de madera donde tenía la planta después de advertirme no tocar nada. El generador era grande, del tamaño de dos vacas, y estaba bajo techo, en un espacio bien ventilado. Me dijo que si tocaba los terminales de metal me podía electrocutar y que si respiraba los gases que salían por el escape del motor diesel me podía envenenar. De la casa salían dos alambres del grueso del dedo meñique que se extendían hasta otras casas de Meneses apoyados sobre ruedas de cerámica clavadas en las cruces de los postes de madera que erizaban las orillas de las calles. En aquel tiempo, el servicio eléctrico alcanzaba las casas de la Calle de Alante, las de la Calle de Atrás y las del camino entre Jobo Rosado y Bamburanao, donde yo vivía. * Poco después, le hicimos la visita a tía Serafina, una hermana de mi madre que vivía en una finca retirada con su marido, Pedrito, sus ocho hijos y su hija, 83 Ada. Pedrito también tenía una planta eléctrica de petróleo en una caseta cercana a la casa. La suya era mucho más pequeña que la de Morales, del tamaño de un puerco. Ellos la prendían a ratos para energizar un pequeño refrigerador y media docena de bombillas que tenían repartidas por la casa. Los de tía Serafina tenían una vaquería. Se sacaba agua para el ganado de un pozo con bomba de palanca. Al medio-día, resultaba agradable ver desde el portal de la casa a aquellos mansos gigantes beber. Durante aquellas visitas, me deslizaba lomaabajo en una yagua para caer en un río negro lleno de truchas. Desde que había observado cómo Raúl Méndez le metía la mano entre las piernas a la guajira que montaba en su camión, había estado deseando tener novia. Primero daba unos viajes larguísimos en mi bicicleta hasta un recodo del camino de Jobo Rosado llamado El Rincón. Pedaleaba todo el trayecto porque las Bauta me habían dicho que Deisi, la hija de un chofer de alquiler, era muy bonita. Le hablé una vez, pero ella era demasiado vergonzosa para levantar la vista. — ¿Cómo te llamas? — Deisi. ¿Y tú? — Joaquín. — ¿De dónde eres? — Mi papá es el médico de Meneses. — Yo vivo aquí. — ¿Quieres ser novia mía? — Mi papá no me deja tener novio. Luego, con tu ayuda —porque eras buena y te prestabas a tercear— le declaré mi amor a Aidé, la guajirita de doce años que llevaba la cabellera azabache suelta sobre los hombros. A la niña ya le habían despuntado los senos, tenía la cintura estrecha y las piernas hermosas. Aidé vivía con su familia en la casa de cinc pintada de rojo, frente a la que yo había chocado contra la puerca. En aquella casa había existido primero la fábrica de raspaduras (dulce de melao ó azúcar pastoso) y luego el salón de ensayos de una banda desafinada llamada eufemísticamente “orquesta de música popular”. Sabía que Aidé ya tenía novio, un tal Manolito de dientes podridos. Consideraba, sin embargo, que le estaba dando la oportunidad de mejorar de pareja a aquella guajirita tan linda, tan merecedora de mí que dominaba la Aritmética, que sabía conjugar verbos, y que no le temía a la religión. — Aidé —le dije recostado a la mesa del comedor de mi casa—: estoy enamorado de ti. ¿Quieres ser mi novia, sí o no? — A la niña se le subieron los colores a la cara morena y movió la cabeza señalando que no. * 84 Para olvidar aquella frustración amorosa, me dediqué a la pesca. En El Purio, por el camino de Jobo Rosado, donde el tren paraba a saciar la sed de la locomotora, hay un riachuelo en el que abundaban las biajacas. En el verano, con las precipitaciones, el riachuelo se ensanchaba; durante la seca, cuando la corriente se estrechaba, se podían ver congregarse los peces por miles en las charcas a esperar las lluvias. Pedaleaba en mi bicicleta hasta al riachuelo del Purio provisto de anzuelo, hilo de nylon y plomada. Sentado en el puente del ferrocarril, cebaba el anzuelo con un trozo de gusano de tierra o de batata (camarón de río), lo echaba al agua y esperaba. Cuando pescaba una biajaca, volvía a mi casa a todo pedal para echarla viva en el tanque de agua lluvia de mi padre. De todas las que cogí, solamente me comí una que era grande y tentadora. El estanque de agua estaba en el patio de la casa, bajo el alero del techo, del que recibía agua y sombra. Medía dos metros en cada dimensión y, como la pared era más gruesa abajo que arriba, le quedaba un estribo de cuatro centímetros alrededor donde me subía a disfrutar de mi acuario. Al Dr. se le hacía necesario un estanque de cemento donde acopiar el agua tal como la destilaba la atmósfera, sin los minerales del suelo, para hervir las jeringas y las agujas que usaba a diario. Las primeras biajacas que eché al tanque se alimentaron de los mil renacuajos que las ranas habían desovado en él. Cuando se los comieron a todos, les eché gusanos de tierra y batatas vivas que ellas se encargaban de descuartizar y comer —la biajaca más grande y reluciente se tragó una batata viva en marcha-atrás y murió. Como llovía tan seguido, el agua del tanque se renovaba continuamente y los peces no se asfixiaban en su propio excremento. Un día que mi padre le quitó el tapón al tanque para desraizar el musgo de las paredes interiores, tú, mi querida amiga, salvaste a las biajacas, metiéndolas en la canoa (bebedero de caballos) que teníamos junto a la cerca de madera que separaba nuestro patio del de las Bauta. De allá las llevamos a poblar una laguna artificial que Germán, el juez, acababa de excavar en el paso de una corriente de agua de su finca de recreo. Germán no deseaba engendrar hijos debido a que había contraído la sífilis en su juventud. Ya se sabía entonces que los sifilíticos propagan anormalidades en su prole. A su mujer, Filadelfa, le faltaba un riñón y tampoco deseaba concebir, así fuese de un amante. Como no adoptaron huérfanos ni los movió la caridad a socorrer a los hijos de Barrabás, sus vidas fueron muy desabridas. Germán se entretenía comprando automóviles antiguos y cambiando la Geografía en su finca de recreo. Filadelfa había incitado a mi madre al atentado contra el feto de Wifredo Júnior. Curiosamente, Germán le tomó luego a mi hermano un gran afecto basado en el remordimiento. Germán era masón. El hermano Julián nos había hablado mal de los masones. Decía que se reunían con el diablo y era preciso desbandarlos con la 85 cruz. Germán tenía el grado 17 —el 33 es el más alto. Muchos años después, cuando leí Los Protocolos de los Sabios de Sión —a decir verdad, una falsificación del ruso Nilus— me pude informar mal de cómo los judíos se valen de las logias masónicas para conspirar contra todo el mundo. Germán tenía un secretario mulato y algunos libros que trataban del antiguo Egipto. Un día, después de empatarle los tendones de la mano a un cortador de caña, mi padre me mandó a llevarle a Campos, el secretario del juzgado, un formulario del seguro La Cañera para que le pagaran su trabajo. Mientras el mulato acuñaba los papeles, Filadelfa me mandó a pasar a la casa porque estaba aburrida. Me brindó coca-cola con limón y me dejó ojear los libros de Germán; entre tanto, me hacía preguntas y me contaba chismes de otra gente que no me interesaban. Como la escuché un buen rato, me obsequió un libro en cuya portada se mostraba un pabellón abierto que consistía de un techo sobre cuatro columnatas; se titulaba “El Tribunal de Osiris” y Filadelfa, que no leía, no lo quería en el librero por feo. Como no sabía nada de Egipto, aquel libraco amarillento me parecía estar revestido de un sereno misterio. Primero examiné las ilustraciones dibujadas a mano de unos individuos con cabezas de chacal, de ibis y de halcón, y de un dios barbudo de gorro alto llamado Osiris que estaba sentado sobre una silla en medio del pabellón. Según pude leer, Anubis, el de la cabeza de chacal, les sacaba a los muertos las virtudes, que son una sustancia vaporosa salida del corazón. Una vez que Anubis había medido y pesado las virtudes, Tot, un sujeto con cabeza de ibis, anotaba en un papiro los resultados de la calificación. En el papiro de Tot se declaraba si, en vida, el muerto le había dado de beber al sediento, si y había alimentado al hambriento, si había sido hospitalario con el peregrino y si había vestido al indigente. También se anotaba cuántas veces había blasfemado, los perjurios cometidos, las mentiras proferidas que no habían sido en defensa propia, los falsos testimonios y las calumnias. En caso de haber matado, se aclaraba cómo y en qué circunstancias; si había violentado a alguien, se explicaba si la brutalidad había sido cometida contra el pacífico o el irrefrenable; si había 86 hurtado, se señalaba si le había robado al bondadoso o al estafador. Una vez levantada el acta, si el muerto había sido virtuoso, un individuo con cabeza de halcón que tenía potestad para comunicarse con el dios Osiris, su padre divino, le daba la bienvenida al país de Occidente. El libro estaba escrito para mentes obsedidas de espectros y temerosas del abismo silencioso. No obstante, me pareció mejor que el nuestro. Osiris, el juez supremo, era un dios de pocos amigos, sin comprensión para las reflexiones pesadas de quienes no tienen condiciones para creer —los dioses son naturalmente caprichosos. Cuando leía en aquel libro la vida de la gente del Egipto faraónico, se hacía un plúmbeo silencio en torno a mí. La Historia de aquellos hombres estaba escrita con el légamo que la corriente depositaba en las orillas del Nilo. Los egipcios se afanaban por subsistir entre piedras y arenas, limpiando pantanos y reuniendo las aguas con grandes esfuerzos para llevarlas a los campos de cultivo. Mientras ganaban, palmo a palmo, los terrenos arables y construían sus regadíos, vivían llenos de dudas sobre el más allá. Por eso no conocían el descanso, sino que empleaban todas sus fuerzas en levantar mastabas y pirámides: creían que en esos lugares las almas podían visitar “eternamente” los cuerpos de los muertos. Eran tan soñadores como los modernos. En ocasiones, el río demoraba siete años en desbordarse y anegar las tierras; entonces los seres humanos morían de hambre y desesperan gritándole a Dios. Otras veces, cuando las ambiciones hacían estallar los conflictos, los campos quedaban sin cultivar, los bandidos emboscaban a los mercaderes por los caminos, las mujeres no parían y las epidemias asolaban a la nación; entonces los ricos mendigaban un pedazo de pan, los pobres deseaban estar muertos y los niños preguntaban por qué se les había traído a la vida. Después de la catástrofe, en tiempos de grandes sufrimientos, se le pedía de nuevo al que hacía crecer los frutales y los pastos de los cuales se alimentaban los ganados, al que multiplicaba los peces del río y sacaba el polluelo del huevo. Y los hombres volvían a prestarle atención a la doctrina prescrita por Dios para el buen gobierno de los seres humanos: «El hombre está hecho de barro y paja, y Dios es el arquitecto. Si la mano de Dios abandona a tu hermano, aliméntalo tú. Mantén la ecuanimidad frente al adversario e inclínate ante aquél que te ofende. Renuncia a la venganza, porque tú mismo ignoras los designios de Dios. Apóyate en Dios: deja que la humildad y la afabilidad venzan a tu enemigo. Dios hace justos a quienes le aman: no desees los bienes ajenos. No oprimas al débil: los bienes del pobre le son amargos a quien los toma. Sé amable con tus semejantes: no te burles del otro, porque él también está en manos de Dios. No seas vanidoso. Dios aborrece al hipócrita. No alejes la lengua del corazón. No seas 87 parlanchín: aquél que guarda un secreto en su corazón es más grande que quien lo divulga por hacer el mal.» Y se volvían a edificar templos, mastabas y pirámides, valiéndose muchas veces de la labor del forzado. * Terminada la lectura del Tribunal de Osiris, decidí que era hora de aterrorizar a Pelencho. Ese mismo día, sobre las tres de la tarde, Cagao y yo fuimos a comer las cerezas, mangos y guayabas del patio del Colorao. Después de ahuyentar animadamente a Pelencho, nos quedaron deseos de disparar. Yo tenía un tirapiedras nuevo que acababa de fabricar con la horqueta de un palo de guayaba en forma de Y, una badana de cuero y dos tiras de goma sintética cortadas de la cámara de un neumático descartado —las llantas sin cámara no se conocían en Meneses. Cuando estaba practicando el tiro contra los mangos del traspatio del Colorao, apareció Haroldo por la calle de tierra del poniente. Iba cargando un fardo de leña por el lado opuesto de la cerca de almácigos y alambres de púas que separaba el patio de la calle. Haroldo era contemporáneo de Alín e integrante del equipo de pelota de Meneses. Como el hombre desaparecía por momentos a lo lejos, detrás de los apiñamientos de hojas en las cabezas de los almácigos, consideré que las posibilidades de pegarle eran casi nulas y le disparé una piedra del tamaño de una avellana. Quería asustarlo y, de ser posible, verlo saltar y dejar caer la carga de leña. Erré el cálculo y le acerté en el costado de la cabeza, dos centímetros encima de la sien. Un sonido seco, idéntico al de la pedrada que le había asestado en la frente a Pelencho tiempo atrás, se propagó por debajo de las copas de los árboles y se metió en mis asustados oídos. “¡Coño, le diste!” exclamó Cagao, palideciendo en el estrépito del fardo de leña que se le había caído del hombro a Haroldo. De haberle pegado en la sien, lo hubiese matado —Dios perdone mi imprudencia. Haroldo había tenido que poner una rodilla en tierra. Pasado el efecto del knockdown, miró inquisitivamente hacia el interior del patio con ojos semicerrados, vidriosos y mareados. Instintivamente, Cagao y yo nos mantuvimos quietos y silenciosos, ocultos entre el ramaje. Yo le hubiese pedido perdón a Haroldo por la pedrada porque, verdaderamente, me sentí responsable; sin embargo, obedeciendo a un cándido reflejo que me advertía sobre la posibilidad de que Haroldo me partiera la cabeza si me hacía notar, no dije nada. Haroldo reaccionó trabando una batalla a ciegas con los fantasmas de la arboleda: lanzó una decena de pedradas a rumbo, algunas de las cuales pegaron cerca de donde estábamos. Aquello me hizo pensar en las películas americanas donde los submarinos eran acosados con cargas de profundidad por los destructores. 88 Finalmente Haroldo se cansó, recogió su carga de leña y se marchó con el chichón en la cabeza. En cuanto desapareció, Cagao y yo nos escurrimos por debajo de la cerca y huimos lejos de la escena de la trastada, buscando el amparo del incógnito. Nos reímos mucho del incidente, pero fue sin malicia: no era el perjuicio a Haroldo lo que nos hacía gracia sino la lindura del golpe furtivo. Intuitivamente, había levantado el brazo haciendo un ángulo de 45 grados con el suelo; años después, en la clase de Física, aprendí que así se logra el mayor alcance de un proyectil. * Algunas veces, mi abuelo nos daba permiso para ir a nadar a La Bonancita, una poza profunda que el perezoso río de Bamburanao había cavado al caer por unas piedras. En La Bonancita habían aprendido a nadar mi padre y sus hermanos. La poza estaba rodeada por unos árboles troncudos, apoyados en corpulentas raíces que, como lenguas sedientas, descendían a beber a la ribera; las copas de aquellos gigantes ensombrecían todo el ensanchamiento de la poza, y desde sus ramas bajaban al agua, como lagrimones, cientos de gruesas lianas marrones. Para llegar al hondón del río de Bamburanao había que atravesar la guardarraya de un cañaveral hasta la casa de madera donde vivía el encargado de la finca con su familia —su hija se había envenenado el año anterior; luego había que cruzar un naranjal y unos cocoteros por un terreno encumbrado, sin veredas. Dejábamos el yipi de mi padre en lo alto de la loma y bajábamos a pie por la ladera enyerbada hasta la descolorida caseta de tablas que aún servía para mudarse al traje de baño. Mi madre, que no sabía nadar, se quedaba sobre las piedras de la cascada, preocupándose por mí. Cuando saltaba y las aguas oscuras de la poza se cerraban sobre mi cuerpo, ella me buscaba con la vista entre las ondas circulares desplazadas por la energía de la penetración. Si no salía pronto, ella le gritaba a mi padre: “¡Wifredo, mira ver a Joaquín!” Yo nadaba entonces como los guajiros, a imitación de mi padre, braceando con la cabeza siempre fuera del agua. A los pocos meses, aprendí a nadar sincronizada y eficientemente, la cabeza hendiendo el agua, con un coach en la piscina de los Hermanos Maristas de Cienfuegos. Wifredo Júnior y Paulina, que no habían aprendido a nadar por cuenta propia en ningún estilo aún, se quedaban dentro del cauce estrecho y poco profundo del río. A mi abuelo no le agradaba que fuésemos a la finca de Bamburanao. Según nos dijo mi abuela, temía que le robásemos las naranjas y los puercos. Segundo era un hombre muy desconfiado porque creía ver en los demás el reflejo de su propia alma. Los domingos, obligaba a sus trabajadores a esperar largo rato frente a su casa para cobrar. Se levantaba tarde y les hacía firmar un comprobante 89 del sueldo mínimo de 4.64 pesos diarios, pagándoles solamente 2.00 pesos por jornada. Las leyes de Cuba no valían el papel en que estaban impresas. Cuando llegó la llamada Revolución, jamás se le exigió a mi abuelo pagarles el justo sueldo a los trabajadores ni resarcirlos con creces por el escamoteo anterior. Por el contrario, la gente desatendió una vez más el derecho, prefiriendo la exageración, el enredo y la mentira. Aparecieron rumores y elaboraciones propagandísticas sobre el viejo Segundo y muchos otros cuya meta era justificar el despojo de todo el mundo. La gente de Cuba jamás entendió de rectificación de errores, prefiriendo siempre la ruina a la enmienda. La peor acusación que se fraguó contra mi abuelo fue anónima. Se echó a rodar la historia de que, durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el azúcar y la carne se pagaban muy bien, él había desalojado a muchos sitieros valiéndose de la guardia rural. Se dictaminó en los medios confiscados por el gobierno que los sitieros habían sido perjudicados por el propietario. Nadie preguntó si existían contratos de arrendamiento, rentas sin pagar o incursiones de precaristas. Para adornar el cuento, se dijo que “una niña” había muerto de fiebre cuando echaron a su familia al camino de Bamburanao. Poco después, el gobierno expropió todas las tierras del viejo Segundo y cuanto había en ellas. Marito, que como hemos dicho era un hombre de figura rechoncha y pelo rubianco, discrepante con la moralidad reconocida, conocía bien a mi abuelo. Tal vez en algún momento lo hubiese chantajeado. Su mujer, María Guerra, siempre dejaba al viejo postrado y felizmente fatigado de haber amado; inmediatamente después, le refería a Marito cuando habían dicho, hecho y hasta el aspecto en que había quedado Segundo: los flecos negros de su pelo pintado cayéndole sobre la frente sudorosa, el pito rendido y pensativo. Marito era más moderno que inmoral. Cincuenta años más tarde, una respetable abuela norteamericana reveló sus actividades sexuales con el 90 presidente John Kennedy durante el tiempo que estuvo empleada en la Casa Blanca. Sus nietos, según explicó, estaban orgullosísimos de ella. Desde aquel día, tanto los hijos de la señora como su marido y los nietos pudieron proclamar con cierta altanería que la vieja se había revolcado con el Presidente de la República. Resultaba escandaloso que, mientras María Guerra y Segundo estaban en el dormitorio, mi abuela diera vueltas como una loca por todo el caserón. Por evitar sufrir la ignominia, pasaba largas temporadas en casa de sus hijas, en La Habana. Al decir de las criadas, Segundo se alegraba de que mi abuela se fuera porque así podía andar en cueros por toda la casa: al viejo le encantaba exhibirse desnudo y que María Guerra le arreglara las uñas de las manos y los pelos de las cejas. Segundo vivía encerrado en su casa alta de enormes ventanales en mortal hastío. Como no le complacía el susurro del viento entre los árboles, ni el aroma de las flores, ni la melodía del agua resbalando entre las tejas, ni la luz serena de los atardeceres, se entregaba a la lujuria con las criadas. ¡Que conste, Nenita, que no se lo tomo a mal! En el caserón de mi abuelo, era normal sentir el respirar violento de dos cuerpos culeando en una cama sin bendecir por la santa religión —tal como hacían los pobres entre las maniguas y los cañaverales. Cuando era muy niño y creía en la tentación de Adán y Eva en el Paraíso, censuraba mentalmente al viejo Segundo; luego, cuando descubrí las delicias de amar, ya no lo quise volver a juzgar. * Uno de los hijos de Segundo, mi tío Rolando, era un salvaje. Desde su infancia, manifestó una gran violencia contra las mujeres: zurraba innecesariamente a sus hermanas y a las criadas. De mayor, nutría su vanidad obligando a las dos mujeres que compartían su casa de Bamburanao a trocar semanalmente los papeles de señora y de criada. El se acostaba con la que le tocara hacer de señora y maltrataba de palabra y obra a la que hacía de criada. Tuvo un hijo y una hija con Ángela, una de aquellas mujeres. Por fin, con la espalda desfigurada por los golpes recibidos de tío Rolando, Ángela se fugó un día con otro hombre. Para vengarse de ella, tío Rolando llevó los niños al juzgado de Meneses y los inscribió como si fuesen hijos suyos con su propia madre, mi abuela; Ángela no logró volver a ver a sus hijos hasta que, cuarenta años después, el varón la fue a visitar a Cuba. Después de perder a sus mujeres, tío Rolando se hizo novio de Teresa, una prima de las Bauta que estaba pasando una temporada en Meneses. Teresa deseaba ardientemente un hombre para no sentirse inferior a sus primas: Eva, la mujer de repuesto de mi padre, estaba viviendo un romance intenso con Pancho, el marido de Blanca, mi antigua maestra; su hermana, Matilde, se consumía entonces en un tremendo incendio amatorio con Panchito, un hijo 91 del Colorao. La tía boba, que no tenía amantes —¡creo yo!— se reía de cuanto pasaba en aquella casa. Teresa fue la única persona, excepto mi abuela, que no supo hallar al monstruo en el alma de tío Rolando. Cuarenta años después, aquella mujer enjuta le envió una carta a la casa de mis padres en Miami al ya célebre “mulo viejo”, preguntándole cómo le iba. Tío Rolando entró un día a la oficina de mi abuelo, Segundo, con un revólver calibre 38 en la mano, y le pasó la cuenta por los años que le había administrado sus tierras. Naturalmente, el puesto se lo había arrogado porque Segundo no le permitía a nadie meterse en sus asuntos. Con amenazas y un trompón en la nariz, tío Rolando le sacó 14,000 pesos de la caja fuerte a Segundo. Con el dinero, se compró un Chevrolet Impala nuevo y se fue a vivir a la playa de Varadero con sus hijos. En un apartamento con terraza, donde lo visitamos una vez, tío Rolando comenzó una vida de violaciones incestuosas con su hija, Lodisbel, que tenía entonces catorce años. ¡Qué animal de tío! La primera gran determinación en la vida de tío Rolando había sido la de salirse del colegio en el cuarto grado porque, según explicó, sabía más que los maestros. Para no sentirse inferior a sus hermanos, tres de los cuales eran médicos, afirmaba que se atrevía a hacer una operación de apendicitis, aunque fuera ‘retrovercal’. Terminó vendiendo biblias en Texas y lavando boniatos en una finca de Homestead, en la Florida. Vivió muchos años en compañía de unos perros de cacería en los pantanos (everglades); su vida de precarista (squatter) en los Estados Unidos se le complicó tremendamente cuando sus rodillas artríticas no lo pudieron sostener más y se le hizo casi imposible andar. A los 96 años, apenas podía desplazarse dentro de su casa. Como los hijos no le hablaban, lo fui a visitar en compañía de otros primos en varias ocasiones. Mi prima Lodisbel vivió padeciendo de los nervios de resultas del abuso sexual perpetrado contra ella. En su juventud, le salían bolas de cebo por los senos y las piernas; en la medianía de su vida, se le formó uno en el cerebro que le extrajeron con gran peligro para su vista. A los 22 años, en Miami, le había confesado a la familia el ultraje del que había sido objeto durante ocho años. Inmediatamente, sus tíos la ayudaron a escapársele a la bestia con la ayuda de unas monjas. Lodisbel se casó en Texas con un mejicano y tuvo tres hijos. Tío Rolando no supo más de ella ni de su hermano. 92 * Una mañana de septiembre, en el año 1957, bajo un arco iris doble, me dejaron en el internado de los Hermanos Maristas de Cienfuegos. Te quedaste sola con mi madre y mi hermana en Santa Clara, Nenita. Ya no estaba yo para espantar o despachurrar las ranas. Empero, quedé contento dentro de la franja de luz que encendía el horizonte sobre el mar y la tierra cienfueguera. Estaba conforme entre otra gente y otras situaciones, lejos de los potreros de Meneses y de la sabana amarillenta y sequiza de Santa Clara. Era grande mi poder de adaptación. En una visita anterior a Cienfuegos, el hermano Julio, un vasco de corta talla, calvo y simpático, que era el subdirector, nos había dado una gira por el colegio a mis padres y a mí. Nos había mostrado los campos de deportes, la piscina, las aulas, la capilla, los dormitorios de pequeños, medianos y mayores y los comedores. Todo me había parecido bien. Mi padre saludó al hermano José Bouvier, un francés delgado y añoso, antiguo maestro suyo de Química en el colegio de los Maristas de Santa Clara. Me había fascinado el museo, donde tenían varios animales grandes disecados y muchos más de los pequeños preservados en alcohol. Creo que te hubiese gustado verlo. En el laboratorio de Física, el hermano Julio me dejó hacer de condensador para prender una bombilla de luz fría; anteriormente, siempre había sufrido cuando me acercaba a la electricidad. Mi madre comprendía la importancia de educar a sus hijos; sin embargo, se aburría en silencio durante la revisión que hicimos del colegio. Jamás supe 93 cómo combatía el aburrimiento. Sospeché que la entretenían las creaciones del sueño. Tú la escuchaste rezongar en innumerables ocasiones. Claro que a ella le había tocado la arduísima tarea de enseñar a leer a Wifredo Júnior... Si te hubiese enseñado también a ti, hubiese desterrado una buena parte del hastío de su vida y yo te hubiese podido escribir cartas discretas. Se conoce mal el arte de ser feliz. Nos prepararon ropa adecuada para el internado. Mi saco blanco, destinado a recoger la ropa sucia, tenía el 32 en guarismos azules; el de Wifre, el 33. Según el plan de nuestros padres, Wifre y yo viviríamos en el colegio de Cienfuegos; mi padre permanecería en Meneses, atendiendo a sus pacientes cinco días a la semana; mi madre, mi hermana y tú se quedarían en la casa de Santa Clara para que Paulina fuese al colegio de las monjas Teresianas. De pie sobre los peldaños de la entrada principal del colegio, frente a los dos enormes batientes del portón, les señalé un breve adiós con la mano a mis padres. Ellos se alejaron tranquilamente en el Chevrolet Bel Air combinado de azul metálico y azul Prusia, tal vez aliviados de mí. La luz del sol chispeaba en el acero cromado de los cintillos y las defensas del auto; en unos minutos, los tonos de la carrocería se confundieron con el color del cielo: el Chevrolet se hundió en la lejanía, pasada la rampa de la loma sobre la que estaba clavado el edificio del colegio. * Nadie imaginaba entonces los cambios feroces que viviríamos tres años más tarde, cuando, guiado por falsedades bien derivadas, el pueblo feroz se volvió contra sí mismo. ¡Qué furor dogmático! ¡La justicia y la bondad del gentío son catastróficas! Gracias a Dios que tú y yo estábamos al margen de tales estupideces. Lo nuestro siempre fue establecer un trozo de cielo en el infierno. El placer es pertinaz. Hay más destructores que inventores en el mundo. La ignorancia comete grandes crímenes. El prójimo es un perro del hombre. La plebe quiere ahogar a todos en el mismo vaso de agua en que se asfixia. La chusma busca un jefe que lo juzgue todo sin saber de nada. ¡Ay, Nenita: para desbastar a la canalla habría que matar a tantos! Dios no quiso crear un mundo juicioso porque éste se asemejaría demasiado al Cielo. Abandonados a sí mismos, los seres humanos inventaron el infierno porque quieren gozar de su cielo en la tierra. Es más fácil profetizar que discurrir. Además, para el vulgo, la más estimada virtud es la que se les paga. Cuando tratamos de avistar las honduras de la vida, la vista se nos pierde en el cieno. * Al dar la vuelta para entrar, descubrí a Cristóbal Ríos, un muchacho de mi edad, pequeño, delgado y afeminado, que se despedía de sus padres. La cabellera de su hermana mayor, Irma, hería la vista con un encendidísimo tinte rubio. Tu 94 rubio cenizo natural era mucho más bello, pero ella era mucho más dada a mostrar las rodillas y los muslos. Una melancólica lágrima asomó a la pupila de Cristóbal. “Este es raro” me dije, y entré a reportarme al pupilero. “¿Por qué coño llora?” me preguntaba, preocupado de que se esperase igual comportamiento de mi parte. Francamente, no tenía deseos de llorar. Por eso, Cristóbal me parecía un embustero. Somos un experimento, ¿sabes? A Wifredo Júnior, que era muy pequeño, los hermanos lo estaban entreteniendo en un aula para que no extrañase a la familia. Empezaba el quinto grado. Wifredo Júnior estaba en segundo. Como sabes, Wifre duró menos de un mes en el internado. Dejó de comer y enflaqueció horriblemente. En casa, mi madre tú le hacían las contadísimas comidas que le gustaban: puré de frijoles, huevos fritos y bistécs. Wifre jamás comió frutas, vegetales o ensaladas. Los hermanos se alegraron de que se lo llevasen porque no era fácil lidiar con él. Mi padre tuvo que trasladarlo a Meneses y enviarlo al colegio de los Padres Paules de Yaguajay en los coches de alquiler de los hermanos Fleita. Ese año conocí a muchos niños, con ninguno de los cuales hice amistad duradera. Casi todos eran engreídos y superficiales; aunque no era culpa suya: la buena fortuna suele entontecer y envanecer a los inocentes. Creo que esto tiene algo que ver con la creencia en Dios. En cualquier caso, hubiese sido inútil señalarles a aquellos tonticos: “Tu cuna no determina tu dignidad, sino el lugar a donde te diriges”. ¿Estarán vinculados el retorno a la vida y el azar? Se me asignó un puesto en el comedor junto a dos niños hermanos de Camagüey, llamados Darío y Marcelo. Marcelo era rubicundo, gordo, de nariz achatada y, en general, muy feo. Se me antojaba ridículo que le dijera a su hermano por las mañanas: “¡Te quiero, Darío!” Darío, que era moreno y tenía cabeza de pera, le respondía: “¡Y yo a ti, Marcelo!” Aquella tontería era incomprensible en Meneses. En cierta ocasión, los internos pequeños visitamos la finca de un niño de Ranchuelos. Fue el día que el hermano Fermín nos reveló que unas galletillas de soda, comidas a las diez de la mañana, se llamaban tent’en-pie. Cuando nos estaban mostrando un hermoso toro padre moteado de blanco y negro, Marcelo le preguntó al encargado de la finca: “¿Y cuántos litros de leche da esa vaca?” Yo lo llamé aparte y le dije: “¿Por qué no le dices que te deje ordeñarla?” A Marcelo se le iluminó el rostro, dio una palmada de alegría, mordiéndose el labio inferior y le dijo al hombre: “¡Ay, yo quiero ordeñarla!” Cuando regresamos al colegio, el hermano Fermín me mandó a ponerme de pie frente a una columna del corredor durante dos horas. No me atreví a preguntarle la razón del castigo porque aquel hermano pupilero creía firmemente que los tirones de oreja y las bofetadas favorecen a la educación integral de los niños. 95 En Cienfuegos, me fue aún mejor con mis estudios que en Santa Clara debido a que no recibía las visitas de las amigas de mi hermana. La vida en el internado se limitaba a estudiar, a practicar deportes y a rezar. Era fácil allá apartar la vista de uno mismo. Éramos unos 150 internos repartidos en tres grupos: pequeños, donde estuve el primer año, medianos, donde estuve el segundo, y mayores. Contrariamente al colegio de Santa Clara, donde se baladroneaban injurias continuamente y la idea de un insulto animaba al pleito, en el colegio de Cienfuegos era difícil reñir. La vida era tan regimentada que, en primer lugar, se discutía poco y, en segundo, del momento del reto al de la acción pasaba el tiempo y se esfumaba el rencor. En vez de actuar en caliente, teníamos que concertar los duelos en algún rincón de uno de los campos de deportes a la hora del recreo. Me habitué a la disciplina y aprendí pronto a desenvolverme en el automatismo de la nueva vida. Antes del amanecer, el hermano pupilero pegaba tres palmadas para que nos levantásemos. Teníamos quince minutos para asearnos, vestirnos y formar dos filas en el corredor del tercer piso, frente al dormitorio. Nos lavábamos la cara y los dientes en un lavatorio colectivo — fallar la inspección de lagañas o de peinado era vergonzoso. Como no estaba permitido exhibirse en calzoncillos, antes de quitarnos los pijamas enrollábamos a la cintura una toalla que siempre teníamos colgada del tubo transversal a los pies de la cama. Cada cual tendía su cama deprisa y metía en su armario los pijamas, la jabonera, el cepillo de dientes y las chancletas sin hacerse esperar por los demás. Cuando el hermano pupilero daba la señal, bajábamos en silencio al estudio del segundo piso a esperar que empezara la misa. Después de repasar las lecciones durante media hora, el pupilero nos llamaba con un chasquillo de dedos que rasgaba el silencio del aula. Guardábamos los libros en la maleta y nos íbamos en fila doble a la capilla. El capellán era el primero en hablar al comenzar el oficio de la misa. Las misas eran rápidas, de unos veinte minutos, sin sermones ni dilaciones. El hermano Joaquín tocaba el órgano y el hermano Julio nos dirigía en los cantos con una varita de madera dos veces durante cada misa. Al final del sacramento, solíamos cantar un himno llamado “Tú reinarás, o Rey Bendito”. La capilla estaba engastada en el edificio. Era elegante y se la mantenía siempre limpia. Al igual que el comedor y las aulas del primer piso, daba al corredor que circuía el patio interior. Tenía dos entradas por el corredor del primer piso y una por el del segundo. La nave estaba amueblada con unos cuarenta bancos —cada uno de ellos sentaba a seis. Dichos bancos estaban desplegados en dos hileras desde el comulgatorio hasta la pared, pero una de sus filas quedaba mermada frente a la puerta para facilitar la entrada. En el altar había una lindísima estatua de la Inmaculada Concepción, inspirada en los cuadros de Murillo y otra de Nuestro Señor Jesucristo. Por el segundo piso 96 se entraba al salón del órgano y al coro, que se constituía alguna vez en el extremo opuesto al altar y de cara a éste último. Contrariamente al colegio de Santa Clara, que tenía una considerable audiencia laica en la iglesia del Buen Viaje, en el internado de Cienfuegos nos cantábamos los unos a los otros; por eso tal vez no se seleccionaran las voces arpadas que podían armonizar y resonar entre los mármoles de la capilla. El capellán vivía con su madre al cruzar la calle, en una casa pintada de verde que estaba detrás de las canchas de “squash” y la piscina. Era un cubano joven, algo panzón y apacible. La única vez que lo vi alterado fue durante una misa cantada, en el terreno de fútbol de los medianos; iba metido en una nube de incienso, tratando de dirigirnos a la vez que entonaba Tamtum ergo sacramentum novo cedat ritui. Por falta de práctica, el alumnado se comportó de una forma torpe y alabó a Dios muy desafinadamente aquel día. Como teníamos tan cerca al capellán y éste era amigo nuestro, no nos gustaba confesarle nuestros pecados. Por eso, los sábados por la noche, unos curas gordos de la diócesis de Cienfuegos iban a oír las historias de las mentiras y las desobediencias de los pequeños, de las masturbaciones de los medianos y de las visitas a los prostíbulos de los mayores. Los hermanos nos animaban a hacer sacrificios, tales como el de guardar silencio cuando podíamos hablar. Los padecimientos, según nos decían, purgan las culpas. Como yo no me sentía culpable de nada, no hacía sacrificios. No le hallaba objeto a callar cuando podía decir cualquier tontería. Hoy, sin embargo, callo por convicción, sin hacer sacrificio alguno. Durante la misa, los niños más piadosos tenían la oportunidad de lucirse. Yo no era comulgador. Cristóbal, por ejemplo, se lanzaba el primero al altar en busca de la hostia, con las manos juntas sobre el pecho y los ojos cerrados. A veces me daban deseos de echarle una zancadilla. Como había que comulgar en ayunas, se desayunaba después de misa. Le petit dejeneur era rápido: consistía de café-con-leche, pan y mantequilla. Casi todos los niños se llevaban a la boca el pan mojado en el café-con-leche y, cuando lo mordían, el líquido les corría desde las comisuras de los labios, quijadas-abajo, hasta la ropa. Los más torpes, como Marcelo y Darío, se pasaban el resto del día con sus corbatas blancas manchadas de café y oliendo a leche. El hermano pupilero tomaba sus comidas en una mesa aparte, que estaba encaramada sobre una tarima desde donde nos podía vigilar. El hermano daba las gracias antes de sentarnos a comer: “Derrama Señor tus bendiciones sobre nosotros y sobre estos dones que vamos a recibir de tu generosa mano”. Y los pupilos respondíamos al unísono: “A-amén”. Los cocineros eran muy mediocres —sin la torpeza no estimaríamos la excelsitud. 97 Ni los frijoles negros, ni los bistés de palomilla sabían a los que tú hacías, mi querida amiga; la carne asada y el arroz con salchichas de estos individuos eran dignos de perros. Cheo y Alcides, los mozos de servicio, eran cubanos. Ambos andaban siempre entre el comedor y la cocina cargando bandejas de comida. Iban uniformados con camisas blancas y lazos negros atados al cuello. Alcides era callado y normal, Cheo era cejijunto, tosco, tenía de negro o de moro, reía sin motivo y, cuando llevaba el arroz, anunciaba: “¡vaya arrosendo!” Por la mañana, Cheo yAlcides nos abordaban con dos jarrones de metal en la mano, mezclando diligentemente el café y la leche humeante en los tazones plásticos al gusto de cada cual —o como saliera. * Después de desayunar, a los pequeños nos montaban en un autobús y nos mandaban a la escuela primaria. El viaje al edificio de la primaria duraba menos de diez minutos. Allá vivía nuestro maestro, el hermano Eleuterio, un castellano de unos sesenta años, de voz apagada y cabellos ralos y cenizos. A las clases de primaria asistían también alumnos externos que vivían en Cienfuegos. Uno en particular, Rafael Echemendía, les lanzaba pelotas de papel a los demás cuando el hermano estaba escribiendo en la pizarra; también dejaba caer el compás de punta contra la tranca del pupitre. “¡Qué tipo más comemierda!” decía para mis adentros. Cualquier conversación, disturbio o divagación en el aula ameritaba un varillazo u ocasionaba la expulsión de la clase asido firmemente de la oreja izquierda —el hermano era derecho. La disciplina muda que imponía en clase el hermano Eleuterio era tremendamente efectiva porque nos obligaba a pensar y a anticipar las consecuencias de nuestros actos y palabras. Sin embargo, a pesar de disponer de dicho recurso, Rafael Echemendía no lograba concentrarse, tal como le había ocurrido a Antonio Bacallao en Santa Clara y a mi hermano Wifredo Júnior. Durante la sesión de la mañana, teníamos cuatro clases con un recreo por medio. La primera asignatura era Religión, la segunda Ciencias Naturales, la tercera Geografía e Historia y la cuarta Español. Del pasado surgen sutiles argucias. Muchos años más tarde, me di cuenta de que los hermanos estaban pasando ideas muy viejas como originales del cristianismo. Los judíos habían plagiado la doctrina de Zoroastro y los cristianos habían copiado de los judíos. El chino Lao Tzu, por ejemplo, había bosquejado 600 años antes de Cristo las mismas enseñanzas: Permanece atrás y te pondrán entre los primeros. Quédate afuera y te mandarán a entrar. Para verse a sí mismo, hay que poder ver claro. Dale bondad a quien te agravia. 98 El hermano Eleuterio reanudó nuestro adiestramiento en la Gramática Castellana, haciendo hincapié en la Ortografía, que reforzaba con dictados. Aprendimos las preposiciones de memoria con miras a distinguir los complementos directos, indirectos y circunstanciales del verbo al año siguiente. Años más tarde, estudiando Latín, aprendí que el complemento directo es el acusativo, el indirecto el dativo y el circunstancial el ablativo. Gracias a los ejercicios de dictado de los hermanos y a las tareas de lectura logré tomarle el gusto y fortificar la lengua materna contra los embates del exilio-por-venir y la supeditación al Inglés. La mayor falta del sistema educativo de los Hermanos Maristas fue la falta de práctica en la escritura. Los internos ejercitábamos los escritos exclusivamente cuando componíamos cartas para nuestras familias para pedirles lo que necesitábamos o deseábamos. Los externos no escribían. De ahí nuestra endeblez en el uso del punto y seguido, los dos puntos y el punto y coma —yo reflexioné sobre su uso años más tarde durante la lectura de una historieta rusa de Gogol llamada El Sobretodo ó El Capote. De la única obra que el hermano pupilero me exigió un reporte oral cuando le pareció que me aburría fue: La Juventud y la Pureza. ¡Qué payasada, Nenita! *** En el tercer grado, en Santa Clara, el hermano Julián nos había dicho que El Cid Campeador tenía fuerza para partir a un moro desde la cabeza hasta la silla del caballo con la espada porque se mantenía casto. Aquello era alarmante porque, si bien deseábamos ser fuertes y acabar con la morería, también queríamos algún día gozar las mujeres. Le pregunté al hermano Eleuterio sobre Rodrigo Días de Vivar, sin mencionar lo que había dicho el hermano Julián. Más que la historia de El Cid, me interesaba saber si la inobservancia de la pureza era posible. Dichosamente, el maestro de quinto grado nos presentó a un Cid menos virtuoso y más estratega que el del tercer grado. Es cierto que Ruy Díaz les había dicho a los pobladores de Valencia cuando la tomó que él no se apartaba con mujeres a beber y a cantar, como sus antiguos gobernantes. Con eso les había querido explicar que él sería asequible y se ocuparía de los asuntos del gobierno, no que se iba a abstener de las moras. En realidad, no se podía afirmar si, durante el prolongado exilio decretado contra Rodrigo Días de Vivar por el rey Alfonso VI de Castilla o cuando Jimena no miraba, El Cid había sido casto. Históricamente, el rey Alfonso y los castellanos les metían mano a las mujeres musulmanas, por lo que no era descabellado suponer lo mismo de Rodrigo. El hermano Eleuterio nos presentó una España dividida en reinos cristianos por el norte y reinos musulmanes por el levante y el sur sobre los 1080. Los 99 reyes cristianos avasallaban a los reyes moros y los protegían a cambio del pago de las parias. La composición racial de la población había variado con la mezcla en El Andalus, al sur; el resto de la península ibérica, ya fuese cristiana o musulmana, seguía siendo de descendencia celtíbera, romana y visigótica. Los reyes moros, sin embargo, eran de origen árabe o berberisco. Con los musulmanes de raza española, el Cid aspiró primero a convivir, respetándoles la religión, las leyes, sus costumbres y su propiedad. Finalmente, con la llegada de los intolerantes e intolerables almorávides, mandó a salir a los musulmanes de algunas plazas que había tomado. Después de su muerte, todos los cristianos de Valencia se fueron. Del que llamaba graciosamente en Latín Rodericus Campidocto, vengador de oprobios a la fe católica y propagador de la religión cristiana, conocía mucho el hermano Eleuterio. Nos dijo que, en uno de los momentos más difíciles de la Historia de España, el Cid había detenido la plaga almorávide de crédulos y serviles africanos. Sólo él deshacía los ejércitos de los caudillos del Sahara. Los almorávides de Yúsuf con sus tambores y escudos de piel de hipopótamo, quienes habían derrotado a los cristianos del reyAlfonso, corrían a la desbandada ante los embates del Campeador; el general sahariano, Abú Béker, retrocedía de espanto cuando los del Cid atacaban. Frente a Valencia, ciudad adentrada en la morisma, que era para Yúsuf como una mota en el ojo, los del Cid se enfrentaron a las tropas almorávides, saharianas, mogrebinas y andaluzas; en el Cuarte, Ruy Díaz les invadió el campamento a los africanos y los mató y aprisionó por miles. Con el botín tomado en el Cuarte, todos los hombres del Cid se hicieron ricos. Rodrigo Días de Vivar fue su propio precursor en la Historia. No obstante, no quiso ser rey ni dios. Rodrigo Días de Vivar estaba casado con Jimena, una prima del rey Alfonso VI. El Rey, quien no lo estimaba, lo mandó a salir de las tierras de Castilla con toda su mesnada y no le permitió participar en la lucrativa toma de Toledo. El Cid tuvo que irse a ganar el pan de mercenario en tierras de moros. Los musulmanes de la península estaban divididos por raza y costumbres: unos, como los Beni Abded de Sevilla, eran árabes yemeníes que llevaban casi 400 años bebiendo vino en España; otros, como los ziríes de Granada, eran berberiscos recién llegados y abstemios. Entre ellos, el Cid se ganaba la vida efectuando algaras y correrías. Como era de esperarse, además, en la zona fronteriza, la gente de España se acogía unas veces a la Cruz y otras al Corán, así les resultase ventajoso. El enredo con los almorávides lo provocó el poco previsor rey moro de Sevilla, Motámid. Por no pagarle las parias a Alfonso VI de Castilla, después de empalar al judío Ben Xálib, quien halló el oro destinado a las parias falto de ley, Motámid llamó a los almorávides. En lugar de socorrerlos a él y a los 100 demás reyes moros, como habían prometido, los almorávides lo destronaron y se apropiaron de Andalucía. Finalmente, cuando ya era tarde, Motámid tuvo que pedirle al Rey cristiano que lo defendiera. El hijo de Motámid, Fat AlMamún ya había muerto a manos de los almorávides. La esposa de Fat AlMamún, Zebaida, se convirtió al cristianismo con el nombre de Isabel y se hizo concubina de Alfonso VI. Esto último se lo reservó el hermano Eleuterio y lo tuve que averiguar por cuenta propia. El caudillo de la tribu lamtuní del Sahara, Yúsuf ben Texufín, era ya un viejo de setenta años, enjuto, cejijunto, muy moreno, barbirralo y de voz atiplada. Cruzó el Mediterráneo para enardecer a los almorávides moribundos con el paraíso y a los sanos con la codicia del botín. Sus ejércitos derrotaron a Alfonso VI en los campos de Sagrajas y luego rezaron sobre los montones de cabezas de los cristianos, dándole de esta manera gracias a Alah por la prueba de amor que les acababa de dar con aquella victoria. Aquel era un momento dificilísimo para la cristiandad. Los turcos seljucíes atacaron a Bizancio. El imperio otomán, cuyo empuje hacia Europa frenaría España en Lepanto 400 años más tarde, se empezaba a nutrir de las tierras bizantinas. Cuando El Cid se enfrentó a los ejércitos de Yúsuf, tenía ya 45 años. Tanto los moros del sur como los del levante temían perder sus predios si el partido africanista salía victorioso. Por eso hicieron las paces con Rodrigo y lo apoyaron en su campaña contra los almorávides. Naturalmente, a los moros les desagradaba el nacionalismo del castellano. Refiriéndose a la invasión musulmana del reino visigodo de España, cuando los reinos germánicos de la península ibérica guerreaban entre sí, El Cid había dicho en un momento de pasión: “Si un Rodrigo perdió España, otro Rodrigo la ha de ganar”. Los almorávides eran unos salvajes paridos por el África —de esos que viven y mueren en la inconsciencia. Los moros de España, por el contrario, gozaban de una alta cultura decadente. La cultura musulmana era entonces mucho más rica en saber que la cristiana. Durante las comidas o los recreos en Valencia, el Cid escuchaba las historias hazañosas de los árabes. La poesía de los moros le endulzaba el espíritu: La doncellita de caderas encantadoras llora por un mancebo. Parece un antílope, cuyos párpados no necesitan más adorno que su propio hechizo. Ella, en su gran duelo, se arranca el collar de perlas; pero las lágrimas que derrama enjoyan su desnudo seno. El hermano Eleuterio se complacía hablando del famoso sartal de la sultana Zobeida que había encontrado El Cid en Valencia. Cuando abandonó la ciudad, Jimena se llevó a Castilla la famosa joya. La cinta de cadera había 101 viajado durante siglos desde los alcázares de los Abasíes de Bagdad a los de los Omeyas de Córdoba y a los de los Beni Dsi-l-Nun de Toledo y Valencia. Era toda de oro, perlas y piedras preciosas. Luego la lucieron las reinas castellanas. La hija de Juan II, Isabel la Católica, ostentó el ceñidor un tiempo y luego lo mandó a desmembrar para financiar la reconquista. Rodrigo Díaz de Vivar había combatido unas veces a los moros que terqueaban reacios a pagarle las parias y otras a los cristianos entirriados contra él que se las querían arrebatar. En las batallas, lucía sus armas con altivez: espada damasquinada en oro, loriga, lanza de fresno y hierro, yelmo chapeado de plata, escudo con dragón furente labrado en oro, caballo africano, y pellizca bermeja con bandas doradas. Según dijo el hermano Eleuterio, los hombres de Ruy Díaz eran los mejores caballeros de la cristiandad. Entre ellos se destacó Jerónimo, un monje francés de Périgord, quien gustaba de las batallas: Por esso salí de mi tierra, e vin vos buscar, por sabor que avía de algún moro matar: mi orden e mis manos querríales ondrar. Jerónimo fue obispo de Valencia. El Cid le dio la vieja mezquita mayor, convertida en iglesia catedral. Jerónimo fue de esos clérigos que no expresaron jamás lo incomprensible con palabras nebulosas. Rodrigo Díaz de Vivar murió a los 56 años, en Valencia. Su único hijo varón había perecido a los 22 años asistiendo al Rey Alfonso durante su segunda gran derrota frente a Yúsuf. Jimena se sostuvo en la plaza valenciana tres años más, al cabo de los cuales los cristianos incendiaron la ciudad y se marcharon a Castilla. *** Después del recreo de la mañana, un maestro laico, el Sr. Jacinto Jorge, a quien apodábamos “Naranjita”, nos daba la clase de Geografía e Historia de Cuba. Jacinto Jorge era un blanco sexagenario, rollizo, que usaba siempre gafas y guayabera (camisa larga de varios bolsillos). De su desinterés se colegía que al Dr. Jorge no le atañía la disciplina, cosa que consideraba fuera de su profesión. En su clase, volaban los “tacos” (papeles arrugados y algunas veces masticados). Un día le pregunté al profesor Jorge por qué, estando las cimas de las montañas más cerca del sol que los valles, hacía más frío en ellas. No me respondió. Evitando la polémica a toda costa, Naranjita nos habló sobre la Guerra de los Diez Años, el Pacto del Zanjón y la Guerra de Independencia contra España. Se expresaba con objetividad y moderación, contrariamente a la mulatería 102 ilustrada del país, y no nos hacía pruebas ni nos asignaba lecturas de dichos temas. El asunto era francamente aburrido y a Naranjita, en su calidad de empleado de los hermanos españoles, le resultaba espinoso. La parte de la Geografía era mucho más seria porque trataba de los caimanes del río Cauto y de la Ciénaga de Zapata y de la producción de tabaco, frutos menores, cobre y azúcar del país. Naranjita nos tuvo que hablar de José Martí por exigencia del Ministerio de Educación, una entidad gubernamental mucho más interesada en robarse el presupuesto que en la enseñanza. José Martí, llamado El Apóstol por los cubanos, era un tipo pequeñajo, medio calvo, de grandes bigotes, quien había convertido la rebeldía natural de los hijos contra sus padres en traición a su raza y a su familia. Era un rimador pasable, dado a la forma más perniciosa del romanticismo, la autodestrucción. Su prosa se caracteriza por la sandez y la guanajería, por negar la realidad de la vida. Para poder comprender la idiosincrasia del cubano, hay que entender que, en su ignorancia, cree que José Martí es digno de imitación. Como Martí, se cree sabio cuando bebe. Así, inducido a emular los desaciertos de su apóstol, el cubano habla mucha mierda. En otros países —como los EEUU, por ejemplo— los establecimientos se empeñan en criar simplones enfermos de opinión pública; en Cuba, ese tipo de ciudadano se da espontáneamente. De acuerdo con las lecturas que nos asignó Naranjita, José Martí tuvo una buena consejera en su madre. La buena mujer le dijo: “El que quiere ser Mesías acaba crucificado”. Pero como él era un hombre de letras y la vieja una pobre ignorante, siguió la voz interior —se ha comprobado que excitada por la ginebra— que lo llamaba a ser cabeza de los descaminados. José Martí fue el hijo que quiso ver en el beso de su madre y en la mano de su padre la sombra aborrecida del opresor. Tal como predijo su madre, en la primera acción militar de su vida, lo mataron. Debo aclarar que el profesor Naranjita no utilizó las mismas palabras que yo. No obstante, pude apreciar de cuanto dijo o leímos que la prosa de Martí resulta terriblemente aburrida. En sus escritos se puede colegir la sinrazón de su vida. Tal vez emocionado por las luchas caciquistas, eufemísticamente llamadas independentistas en América del Sur, José Martí deseaba ser parte de cualquier tentativa revolucionaria, así fuese loca. Pedía una revolución violenta contra España. Les reprochaba a hombres mejores que él, como mi bisabuelo Pancho, el no desear exponer su bienestar personal. Los acusaba de ser aficionados a una libertad cómoda, ¡como si tal cosa fuese una gran falta! Según Pepito Ginebra, como le llamaban afectuosamente sus amigos, la libertad es el derecho que todo hombre tiene a ser honrado y a pensar y a hablar sin hipocresía. Ya en el quinto grado, sabíamos que la libertad es el derecho de 103 cualquiera a hacer y a decir lo que le venga en gana por muy desvergonzado e hipócrita que sea. Martí no creía en la libertad porque tenía sus miras en “el saneamiento y emancipación del país para bien de América y del mundo”. Era de los buenos peligrosos, un tirano en potencia. Decía que la muerte debía imponerles silencio a aquellos cubanos menos venturosos que no se sentían poseídos de fe en las capacidades de su pueblo. Para El Apóstol, el árbol que da mejor fruto es el que tiene debajo un muerto. Siendo él mismo traidor a su raza, José Martí consideraba desleales a los anexionistas. Los intimidaba asegurándoles que la anexión —unión desigual con un vecino— de los imperialistas del Norte revuelto y brutal que los despreciaba los iba a convertir en esclavos. “Viví en el monstruo y le conozco las entrañas —decía refiriéndose a los Estados Unidos—; y mi honda es la de David —añadía en forma amenazadora”. No quería que la gente de Cuba se empapase de las ideas de los yanquis. “Aprenden Inglés —decía— y vuelven como pedantes a su pueblo y como extraños a sus casas y como enemigos de su pueblo y de su casa”. Como buen demagogo, José Martí aspiraba a apropiarse de la conciencia de la gente que no sabe mandarse y debe obedecer. ¡Ay, Nenita, los grandes embusteros quieren pasar por buenos y justos! Aquel idiota inició la jácara, tan mal entendida, que nos llevó de mal en mal hasta perder todos los derechos y tener que abandonar el infierno. La mayor locura de Pepe Ginebra —principio del fin— fue su anhelo de valerse de los negros para derrotar el régimen español y de fundar una nueva nacionalidad con ellos. En una de sus borracheras, afirmó que el temor a la raza negra, con el que se quería “¡inicuamente!” levantar el miedo a la revolución, era injustificado. Tuvo la osadía de abogar por el “amable carácter” de su compatriota negro y de acusar a quienes señalaban el odio que evidenciaba el negro de ser ellos mismos odiosos. Hasta designó como timoratos o, peor, ambiciosos a aquellos que veían la marcada ineptitud para el gobierno de la gente de Cuba. Afortunadamente, José Martí tenía momentos de sobriedad y lucidez. En esos ratos, le preocupaba que a su hija, María, la engañara algún sinvergüenza como él hacía con las niñas que conocía. Las rimas de José Martí, contrariamente a su prosa, se liberan algunas veces de la insensatez, por amor al arte, para entrar en el ritmo y la impresión. Algunos, como La niña de Guatemala y Los zapaticos de rosa, son melífluamente lacrimosos y tontos; otros, como La bailarina española y los Versos sencillos están mucho mejor logrados, acreditándolo de poeta. Entre sus versos más dramáticos hay uno en el que decía gozar cuando el alcaide leyó “llorando” la sentencia de su muerte. Pero a pesar sus idioteces protagónicas, algunas de sus rimas fueron muy logradas: 104 Guajirilla ruborosa, la mejilla tinta en rosa bien pudiera denunciar que en la plática sabrosa, guajirilla ruborosa, callar fue mejor que hablar. *** Naranjita, que no era tonto, le supo tomar el pulso a la clase de quinto grado. Por el mes de octubre, cuando nos empezó a hablar sobre el descubrimiento del Nuevo Mundo, se ganó la atención de todos e hicimos una tregua de tirar tacos. Según el profesor Jorge, desde antes de expulsar a los moros y a los judíos de España, los reyes de Castilla y León estudiaban cómo reanudar el comercio con el Este, de donde llegaban a Europa los condimentos y las telas más finas: sin condimentos, los alimentos sabían muy mal y las telas burdas oriundas de Europa les abrasaban la piel de los senos y las nalgas a las mujeres. Fernando e Isabel veían cómo el comercio de especies con la India, que se efectuaba a través del mundo musulmán, se perdía según ellos iban conquistando plazas marítimas en la costa de Granada. Apenas tomaron a Granada, el 2 de enero de 1492, después de echar a todos los judíos de sus tierras, los Reyes se decidieron a enviar a Colón a la India. Cristóbal Colón era un genovés versado en navegación que había viajado durante más de 20 años por el Mediterráneo, la costa de África y el Mar del Norte. Había vivido en la isla de Puerto Santo, donde su suegro había dejado una hacienda. Había llegado a España refugiado de Portugal en 1484. Se había ganado la vida en tierra trazando cartas de marear que les vendía a los navegantes. Poco antes, lo había recogido de su miseria el duque de Medinaceli. Las teorías y deducciones de Colón respecto a llegar a la India y a Cipango (Japón) navegando rumbo al oeste porque la tierra tiene forma de naranja (de ahí le sacaron el apodo de “Naranjita” al profesor Jorge) las había sacado de las experiencias de su suegro, el portugués Bartolomé Muñiz Perestrello. El suegro había sido criado del infante don Juan de Portugal. Los portugueses habían discurrido las reglas de navegar por la altura del sol mediante la aplicación del astrolabio y habían arreglado las tablas de su declinación. Andrés de San Martín había aplicado las observaciones de las distancias del sol a la luna y a otros planetas para deducir la longitud. Alonso de Santa Cruz había inventado las cartas esféricas, las de variaciones y las agujas azimutales. Como le es tan propio al ser humano, a ninguno de estos dos hombres, excelentes en lo útil, se le ha concedido gran mérito. 105 Muerto Bartolomé Muñiz Perestrello, la viuda no sólo enteró a su yerno, Cristóbal Colón, de las navegaciones y descubrimientos que había hecho su marido por mandado del infante don Enrique, sino que le facilitó las escrituras, cartas e instrumentos náuticos que Don Bartolomé había usado en sus viajes. De la inesperada herencia, Colón conjeturó y discurrió sobre la navegación por el occidente para dirigirse a la India. Desde finales del siglo XIV, los castellanos y los andaluces adquirían oro del África a cambio de cosillas de poco valor y de conchas grandes de las Canarias; tardaban dos meses en llegar a las tierras enfermizas y calurosas de la Guinea, donde vivían los naturales, y siete en volver a Europa. Los reyes de España llevaban siempre el quinto de cuantas mercaderías se “resgataban”, nombrando con este fin escribanos y receptores para las naves que se armasen con destino al tráfico. El castigo por dedicarse al rescate sin licencia real era la pena de muerte y la confiscación de los bienes. Desde mediados del siglo XV, se fabricaban naos grandes en las atarazanas de Castilla y León para proteger el comercio con Flandes. En Sevilla habían florecido las industrias mecánicas relacionadas con el comercio de sedas, brocados y telas ricas destinadas a Francia e Italia; además, la nobleza de la tierra sacaba grandes utilidades del comercio de vino, aceite y lana con Inglaterra, Francia y Flandes. Jacinto Jorge desarrolló durante varios días el tema del descubrimiento de América. Me fascinaron los detalles de la primera expedición, incluyendo la coincidencia de fechas con las fiestas de la Navidad, Año Nuevo, el día de los enamorados, etc. Jorge nos contó la historia del primer viaje de Cristóbal Colón de memoria, sin consultar texto alguno ni notas. Desde entonces, no osé volver a referirme al profesor utilizando el nombrete de “Naranjita” ni me gustaba que otros, como Manuel Toyo y José Portela, lo hicieran. Según Jorge, Los Pinzones eran hombres ricos de la villa de Palos que optaron por compartir con los reyes de Castilla y León el riesgo de la exploración rumbo al Oeste para llegar al Este. Partieron el viernes 3 de agosto de 1492 en tres carabelas, La Pinta, capitaneada por Martín Alonso Pinzón, La Niña, capitaneada por su hermano, Vicente Anes (Yañez) Pinzón, y la Santa María, en la que viajaba el Almirante Colón. El viaje era enormemente peligroso: aún no se conocía la bomba metálica de achicar de Diego Ribero ni se forraban los fondos de las naves con metal para preservarlas de la broma, ni Quirós había discurrido cómo desalar el agua del amar para el consumo de los tripulantes. Las tres carabelas llegaron a las islas Canarias el lunes 7 de agosto. Allí perdieron un mes haciéndole reparaciones al gobernario de la Pinta. El jueves 6 de septiembre partieron de nuevo hacia el suroeste. Colón, como todos los hombres que necesitan de los demás para salir adelante en sus empresas, era muy mentiroso. Reportaba todos los días haber andado menos camino del que habían recorrido para que los tripulantes no 106 supieran la enormidad del viaje y se quejasen menos. En octubre vieron pelícanos, rabihorcados y otras aves terrestres y muchas yerbas. El jueves 11 de octubre divisaron tierra. El viernes 12 de octubre desembarcaron en una isleta llamada Guanahaní por sus habitantes. Colón le cambió el nombre a la isla por el de San Salvador y plantó cruces en sus playas. La gente de la isla no era negra ni blanca. Tenían las cabezas y las frentes anchas y los cabellos, que llevaban por encima de las cejas, lisos como las crines de los caballos. Andaban pintados y desnudos en canoas de 40 hombres que remaban con una pala cada uno. Por desventura, algunos de aquellos “indios” llevaban un pedazo de oro colgado de la nariz — que los españoles se apresuraron a cambiarles por bonetes colorados y cuentas de vidrio. Según Colón, como tenían “muy lindos cuerpos de hombre”, se llevó algunos de intérpretes y servidores. Los españoles reportaron que los indios les preguntaban si venían del Cielo. Ni el miedo a su Dios vengativo refrenó la respuesta mentirosa de los ibéricos. También les informaron los de Guanahaní de que, hacia el oeste, hallarían otros indios que llevaban manillas de oro en los brazos, las piernas, las orejas, la nariz y el pescuezo. Colón siguió el rumbo de las habladurías del oro, dando por el que hallaron cuentecillas de vidrio, sonajas de latón, agujetas, miel y azúcar. Los habitantes de las islas vivían en pequeñas aldeas de unas 12 casas y tenían perros mastines. Casi todas las mujeres iban desnudas, aunque algunas llevaban un pedazo de algodón que escasamente les cobija su natura. La tierra que encontraron era verde y fertilísima, llena de papagayos e iguanas, pero sin ovejas ni cabras ni otras bestias. Al decir del profesor Jorge, el domingo 28 de octubre fue el día del gran descubrimiento. Entraron los españoles por la boca de un río muy ancho, hondo y limpio a Cipango —que era realmente Cuba. Colón, a quien todo le parecía muy bonito, dijo que Cuba era “la tierra más hermosa que ojos humanos vieran” porque estaba llena de árboles con flores y frutos, muchas aves que cantaban dulcemente y gran cantidad de palmas de hojas muy grandes. Los indios sin sectas ni ídolos de Cuba cobijaban sus casas con hojas de palmas, tenían perros mudos y absorbían sahumerios de tabaco. Confeccionaban redes de hilo de palma, cordeles, anzuelos de cuerno y otros aparejos de pescar. Según los indios les dijeron por señas a los españoles, en aquella misma isla había minas de oro, al que llamaban nucay, y perlas. Los de Europa quisieron creerlo porque habían visto almejas en la bahía de Nipe. En Cuba, a la cual le trocó el nombre por el de Juana, Colón plantó muchas más cruces. En las inmediaciones de donde habían llegado, hallaron almácigas que se podían sangrar para sacarles la resina, nueces grandes de la India, tortugas marinas, manatíes y jutías. Colón se llevó a varios mancebos con sus mujeres a España para mostrárselos a los Reyes Católicos. 107 Por codicia, pensando que iba a coger mucho oro, el miércoles 21 de noviembre se apartó Martín Alonso Pinzón con la carabela Pinta, sin voluntad del Almirante. Por esos días, los que iban en las dos carabelas que le quedaban a Colón hallaron pepitas de oro en la desembocadura de un río y pinales con los que se podía fabricar navíos, tablazón y mástiles para las naos de España; también encontraron robles y madroños y una buena corriente para hacer sierras de agua. Empezaron a aparecer por Cuba poblaciones grandes y terrenos sembrados. Martín Alonso Pinzón y la Pinta no aparecerían en mes y medio. Incomodado por las libertades que se tomaba Martín Alonso Pinzón, Colón lo siguió el jueves 6 de diciembre por el camino de la isla Bohío, donde decían los indios que había mucho oro. Los españoles siguieron dejando cruces donde quiera que tocaban tierra. Por el norte de la isla se toparon con unos indios que cultivaban variedades de tubérculos como el ñame, el boniato y la yuca, y vieron gran cantidad de almácigas, linaloe y algodonales silvestres. Por el mar hallaron pámpanos, lisas, corvinas, lenguados, camarones y sardinas como los de España. Por haber descubierto unas vegas muy hermosas, como las de Castilla, Colón le puso por nombre La Española a la isla Bohío. Según el diario de Colón, que no era escrupuloso para mentir, cuando los hombres capturaban a una india hermosa, él le cambiaba el pedazo de oro que llevaba en la nariz por unas cuentas de vidrio y unos cascabeles y la soltaba. Las informaciones sobre la primera expedición española al Nuevo Mundo eran moderadas por Colón o, como los Santos Evangelios, compuestas para la divulgación años después por clérigos. Es justo suponer que los filtros de la decencia dejaron muchas verdades por decir. Los castellanos y andaluces, por ejemplo, después de haber pasado dos meses en la mar, tendrían que excitarse sobremanera al ver tantas indias desnudas.Aunque los españoles juzgasen poco atrayentes a aquellas mujeres —cosa que dudo después de ver lo que hicieron en Centroamérica—, sus cuerpos lampiños del color de la canela tuvieron que surtir algún efecto en la sexualidad reprimida de los hombres. Tendrían que pasar los años, hasta que llegasen a América letrados laicos como Bernal Díaz del Castillo, para conocer pormenores de la toma de mujeres. Los indios de aquellas islas eran muy cobardes. A su rey le llamaban Cacique. Les tenían mucho miedo a los de Caniba —la gente del Gran Can, según creyó Colón durante algún tiempo. Los caribes eran tribus caníbales cuya crueldad asustaba a los demás indios. Durante sus asaltos, se llevaban a todos los hombres, mujeres y niños que podían capturar. A los hombres los saboreaban inmediatamente porque consideraban su carne muy buena para comer. A las mujeres mozas y hermosas las usaban de sirvientas y de mancebas —a los hijos que tenían con las cautivas se los comían. A los niños que apresaban los 108 castraban y se servían de ellos hasta que crecían; después los mataban y se los comían durante sus convites. Los españoles les siguieron cambiando por trebejos a los indios los granos de oro que llevaban en las orejas y las narices. El sábado 22 de diciembre, Colón salió a buscar las islas de Civao que, según los indios le decían, tenían más oro que tierra. Durante algún tiempo creyó que Civao era Cipango o Japón. A los pocos días, encayó la Santa María y tuvieron que abandonarla. A pesar del descalabro, Colón se sintió dichoso de dejar a los castellanos y andaluces en aquella tierra: los naturales les llevaban pedazos de oro para cambiar por cascabeles, a los que llamaban chuc chuc. El Almirante creyó que se manifestaba la voluntad de Dios a su favor haciendo encayar la nave. Le llamó Villa de la Navidad a la fortaleza que construyeron el 25 de diciembre. El 31 de diciembre, Colón mandó a tomar agua y leña para regresar a España y llevarles la gran noticia a los Reyes. Deseaba llegar antes que Martín Alonso Pinzón, quien tergiversaría la historia en beneficio propio. A los 39 hombres que dejó en la Villa de la Navidad, capitaneados por Diego de Arana, les encargó hacerse de oro —los indios de Bohío o La Española le llamaban caona— y de especería a cambio de todo cuanto había en la Santa María. Les dejó armas para defenderse de los Caribes —incluyendo un lombardero que supiese cañonearlos—, simientes para cosechar durante el ocio, un escribano que contase la parte suya y la de los Reyes, un alguacil que guardase el orden, un carpintero de naos y calafate, un tonelero, un físico, y un sastre. El Gran Almirante no comprendió que aquellos hombres, ansiosos de mujeres y codiciosos de oro, no sentían inclinación por la contabilidad, el mantenimiento del orden, la industria, ni la agricultura. El domingo 6 de enero, Martín Alonso Pinzón se le juntó a Colón con la Pinta. El Almirante, quien viajaba en la Niña, estaba sumamente contrariado con Martín Alonso. Pinzón le dio muchas razones por haberse apartado de él, pero el Almirante las tildó a todas de falsas. El miércoles 16 de enero, levantaron las velas y navegaron a mar abierto. El jueves 14 de febrero las dos naves estuvieron a punto de zozobrar en una tormenta y corrieron a popa donde el viento las llevase para escapar. El navío de Colón iba con falta de lastre por llevar más cosas de Las Indias; tuvieron que henchir las pipas vacías con agua de mar para no trastornar. Al llegar a las Azores, el 16 de febrero, Colón, que era un maestro de la mentira, les dio una relación falsa de su viaje a los portugueses de las islas para que no le tomasen la ruta. Según Colón, el domingo 3 de marzo, una turbonada les rompió todas las velas y al día siguiente tuvieron que entrar en Lisboa. Tal vez el GranAlmirante, que era un hombre muy ambicioso, desease hacer negocios con la corona portuguesa a espaldas de los reyes de Castilla y León. El sábado 9 de marzo se 109 entrevistó con el rey de Portugal. Aparentemente, la deslealtad del Gran Almirante quedó frustrada por las convenciones suscritas anteriormente por el rey de Portugal con Fernando e Isabel. El viernes 15 de marzo, Colón llegó a Sevilla y de ahí se fue a Barcelona por mar a presentarse ante los reyes de Castilla y León. El profesor Jorge nos habló también de los otros tres viajes de Colón al Nuevo Mundo, pero no me impresionaron tanto como el primero. Los viajes siguientes me parecieron mucho más sórdidos con sus disputas por poder y por oro. Jacinto Jorge terminó su narrativa con estas palabras: “Unos dicen que Cristóbal Colón murió en la pobreza en Valladolid, España en 1506; según otros historiadores, durante su ancianidad, fue favorecido por el Rey Católico, quien le otorgó el permiso de andar en mula”. Tal vez el pasado, visto desde el crepúsculo de sus días, haya sido triste para Cristóbal Colón. Pero, ¿qué habrá sido de Jacinto Jorge, alias Naranjita? *** Terminada la sesión matutina, regresábamos al colegio de la loma a comer. El almuerzo solía consistir de arroz blanco, frijoles blancos, negros o colorados, bistec, plátanos o patatas (papas) fritas y alguna fruta; los martes comíamos frituras de seso de vaca y los viernes, como estaba prohibida la carne por la Santa Madre Iglesia, huevos fritos. El hermano Fermín sabía que no me gustaba el arroz hecho pelotas del cocinero y no me obligaba a comerlo. En cuanto llegábamos al comedor, nos persignábamos, dábamos gracias y nos sentábamos a la mesa. Cheo y Alcides se apresuraban a orbicular las dos hileras de cuatro mesas de ocho sillas cada una para servirnos. Todos los días se pronunciaban frases idénticas durante el almuerzo: Darío: No quiero frijoles, tienen nata. Marcelo: Échame salsita del bistec, Cheo. Wifredo Júnior: Yo no como eso. El Piojo: Ponme cebollitas, Alcides. Bauzá: ¿Dónde está el huevo de mi dieta? Pelayo de Para: Huevos no, que me dan diarreas. Juan José Jiménez: Alcides, dame un bistec grande que yo te doy propina. Concretera: Dame todo lo que sobre, Cheo. Cañeiras: Echa pa’llá (apártate), Cristóbal, que me estás tocando el muslo. Constantino el Apestoso: Echa más, Cheo, echa mucho. Barranco: Esto es una mierda, en mi casa sí se come sabroso. Oscarito: Si te oye el hermano, te va a castigar. Oscar Fernández: Oye, Mono, me gusta tu hermana. 110 Mono Viejo: Pero no entiendes los quebrados, bruto. Gallo Pinto: Bruto no, ¡es un animal! Tu hermana se debe fijar en mí, Mono. El hermano Fermín: ¡Hablad en voz baja! Agustín: A mí me gustan las canciones de Los Cinco Latinos. Joaquín: Agustín, eres un guanajo (pavo, turkey). Con ese pico de nariz, debes de ser familia de las gallinazas. Anasagasti: Ofender así a los compañeros es pecado, Joaquín, ¡vete a confesar! Aguilera: Yo no creo que eso sea pecado porque es verdad: Agustín tiene cara de lechuza. Cristóbal: Vamos a preguntarle al hermano Fermín. Joaquín: ¡Ahora no, coño! Después del almuerzo teníamos un corto recreo, durante el cual Agustín se pegaba al radio y entontecía con las canciones de Los Cinco Latinos, una blanca apoyada por cuatro mestizos con bigotes finos que le hacían el coro. Las canciones eran melodiosas, pero algunas letras resultaban chocantes al oído: Hay humo en tus ojos, Telegrama con la mirada, Tú eres el más puro amor, Amor bajo cero, etc. A los pocos minutos, el silbido del hermano nos mandaba de vuelta al autobús que nos llevaba a la primaria. Ya en el edificio de la primaria esperábamos unos minutos en el patio interior de cemento. Los Hermanos Maristas cementaban los patios interiores de sus colegios para evitar el polvo, dejando algunos agujeros circulares de desagüe donde sembraban árboles de sombra. En cuanto sonaba el timbre, subíamos a la clase del segundo piso. El hermano Eleuterio le asignaba la dirección del rosario a un voluntario cualquiera. El rosario duraba unos quince minutos. A pesar del largo entrenamiento, jamás retuve cuándo tocaban los misterios gloriosos, los gozosos o los dolorosos. Una vez concluidos los rezos, dábamos la clase de Aritmética y Geometría, seguida por la de Moral y Cívica y la de Educación Física. En el quinto grado continuamos haciendo ejercicios con fracciones. El hermano Eleuterio nos hacía incesantes pruebas de cómo correr correctamente el punto decimal a la derecha ó a la izquierda cuando multiplicábamos por o dividíamos entre múltiplos de diez. No nos dejó en paz hasta que todos pudimos andar mentalmente desde el kilogramo al miligramo y viceversa sin titubear. Aprendimos las conversiones de pesos y medidas al sistema métrico decimal. Nos enseñó a hacer líneas bisectrices y a dibujar ángulos dentro del círculo con el compás y los cartabones. Cuando me gradué de la primaria, manejaba las conversiones de fechas con horas, minutos y segundos, las medidas de superficie, los problemas de proporciones y los de réditos. 111 Durante la Cuaresma, cuando los vientos jugaban con la naturaleza y las creaciones de los hombres, se me iba la mirada por la ventana de la clase, sobre la veleta en forma de gallo de un edificio cercano. Había reparado en que la veleta apuntaba siempre contra el sentido del viento. El hermano Eleuterio me permitía aquellas distracciones siempre que tuviera buenas notas; no obstante, los vientos de Cuaresma me sacaron de los primeros puestos de la clase. La clase de Educación Física consistía mayormente en marchar, hacer calistenia y prepararnos para alguna demostración de ejercicios combinados. El profesor era un laico aburrido, culón, tonto y engreído llamado Mustelier. Un día, estando yo a la cabeza de la fila, nos mandó a marchar “derecha... dre” contra el esquinero de un muro. Me quedé marchando en el lugar, frente a la pared. Mustelier me fue a regañar, furioso: — ¿Quién le ha mandado a quedarse marcando el paso, Delgado? — Nadie, pero hay una pared enfrente, profesor —le respondí, pensando: “¡Será comemierda?” — ¿Por qué no le dio la vuelta a la esquina? — Porque Ud. no mandó a doblar a la izquierda, profesor. — Tenía que haber rodeado la esquina —me censuró sin gran convencimiento, por tener la última palabra. ¡Izquierda... izquié! Uno, dos, tres, cuatro. ¡Derecha... dre! Uno, dos, tres, cuatro. — ¡Vaya pa’l carajo! —pensé. Aquellos hermanos, tan beneficiosos a la humanidad y tan humildes, se veían precisados a servirse de asistentes estúpidos del país. El profesor Mustelier, por ejemplo, en su enajenación, llegaba a estimar ser brillante. Aquel año fulguró su tontería en gran medida: durante tres meses, nos hizo preparar a diario unos movimientos de tediosa sincronía para efectuar un pep-rally con trapos de colores y pértigas, como hacen los chinos, cuya eventual ejecución en público duró menos de diez minutos. ¡Qué manera de comer mierda! Cuando volvíamos al internado, nos cambiábamos para el deporte-deldía. Antes de irnos a los terrenos de deportes, tomábamos la merienda, una panetela seca que no me gustaba. Los lunes jugábamos al béisbol (pelota o baseball). Aborrecía aquel deporte lento y aburrido, llamado muy justamente por sus inventores norteamericanosyanquis “pasatiempo”. ¡Qué manera de perder el tiempo! Para matar el tiempo del pasatiempo, me entretenía con mis propios pensamientos. Rememoraba los cuerpos desnudos de las Hijas de María y los senos pequeños y puntiagudos de Marta Urquijo, una vecina de Santa Clara que tenía las piernas muy bonitas; a veces pensaba cuánto me gustaría tener un perro. Casi siempre me tenían que avisar a gritos que la pelota había picado cerca de mí y que me tocaba recogerla. Muchas veces, habiendo atrapado la pelota, no sabía qué hacer con ella y el equipo opositor anotaba. Y no me importaba ni me sentía saboteador. 112 Los mayas, famosos por su calendario de 365 días, les sacaban el corazón a los malos peloteros y se lo ofrecían a sus dioses. Contrariamente a los mayas, que jugaban a la pelota con el fin de sacrificar al equipo perdedor, nosotros nos íbamos a la ducha después de perder como si no hubiese pasado nada. Claro que los capitanes de los equipos se quedaban conmigo cuando no les quedaba nadie más a quien escoger. Pero los capitanes de los equipos de béisbol no sabían nada de los 18 meses de 20 días y del mes de 5 días de los mayas. Los martes y los sábados por la mañana nos tocaba practicar la natación. Disfrutaba plenamente el agua fresca de la piscina y aprovechaba las clases del instructor laico, un tipo largo y flaco cuyo nombre se me perdió en la memoria. Empezamos desplazándonos a fuerza de piernas solamente, con los brazos extendidos sobre una tabla de espuma de goma, surcando la superficie del agua con la cara. Una vez que habíamos aprendido a girar el cuello para tomar aire sin perder el curso, comenzamos a bracear. Era uno de los más adelantados y de los últimos en salir de la piscina después del silbo del hermano pupilero. Los miércoles eran días de balón-pie (fútbol o football) que era pasable — al menos me entretenía corriendo detrás del balón. Jugábamos a intuición y voluntad propia, sin tácticas de equipo ni plan de ataque o de defensa. En aquella 113 anarquía descollaban los talentos naturales, como el de Oscar Fernández, que no eran muchos. Al menos reíamos y nos recreábamos. Oscar FernándezQuevedo, que no era material universitario, realizó su vida profesional como vendedor de electrodomésticos en la tienda Sears de Coral Gables, que estaba cerca de mi casa en Miami. Los jueves eran días de baloncesto (básketbol o basketball), parecidos a los martes, pero con menos participación. Como no alcanzaban los aros para todos, algunos jugábamos mano en las canchas de jai-alai (fiesta alegre) con pelotas de goma o pateábamos penales en el terreno de balón-pie. También la pasábamos bien. Los viernes, cuando cada cual organizaba el deporte que le gustara, algunos jugábamos con raquetas estrechas en las canchas de jai-alai. Le llamábamos squash a aquella modalidad de la cesta-punta —que realmente era una variación de la pala. Alguna vez que ensayamos a jugar con cestas de jai-alai, nos resultó bien difícil controlar la pelota. Desdichadamente, los hermanos vascos que dominaban aquel juego tan interesante y entretenido no nos lo enseñaron. El hermano Julio, el subdirector, era un buen pelotari. Los domingos podíamos practicar los deportes que deseáramos. Yo solía preferir la piscina a la cancha de squash, rechazando todo intento de reclutamiento para el béisbol, el baloncesto o el balón-pie. Los domingos eran los días de visitas y nos entreteníamos mirando a las hermanas de los compañeros. Algunos hermanos miraban a las madres y a las hermanas mayores de los niños. Concluido el deporte-del-día, nos duchábamos y nos cambiábamos rápidamente dentro de la casilla que teníamos asignada en el edificio anexo a la piscina. Las casillas estaban numeradas en la parte superior de su mediapuerta. La mía era la 32, igual que el saco de la ropa sucia. Los hermanos no querían que nos viéramos desnudos los unos a los otros ni que tuviéramos tiempo de ocio en la ducha. Inmediatamente después, subíamos al dormitorio a dejar la toalla y la ropa sudada en la bolsa que teníamos para ese fin y bajábamos al estudio a hacer la tarea. Estudiábamos un par de horas, hasta que nos llamaban a la cena, bajo la mirada vigilante del pupilero, que era el guardián del orden y del silencio. El hermano Fermín, tan jocoso en otras ocasiones, blasonaba seriedad durante las horas de estudio.Aquel período era improfanable: cualquier palabra sin licencia, divagación o falta de aplicación se castigaba con un bofetón, un halón de orejas, la escritura de cincuenta líneas “No debo hablar en el estudio” y la guardia de una columna del corredor durante un par de horas. ¡Con razón los internos éramos mejores estudiantes que los externos! Hasta Oscar Fernández, un niño de pocas luces, dio mucho más de su persona de lo que se esperaba gracias a la disciplina de los Hermanos Maristas. 114 Los sábados salíamos de paseo por la ciudad de Cienfuegos. Solíamos visitar el Paseo de San Fernando, una zona comercial, y el barrio de Punta Gorda, una zona de hoteles, restaurantes y residencias de lujo construido sobre un apéndice de tierra metido en el mar. A dos calles del Paseo de San Fernando estaba el tencén —Woolworth’s ten-cent store, parte de una cadena de comercios norteamericana— donde vendían los “especiales”, unos panes redondos partidos al medio y rellenos con una pasta dulzona de mayonesa que complacía el paladar sin alimentar a nadie. Aquellas salidas resultaban refrescantes después de pasarnos toda la semana encerrados en el colegio. Los pequeños jamás dábamos problemas. Los medianos se entretenían por los comercios y se retrasaban en volver al autobús algunas veces. A los mayores había que ir a sacarlos de las casas de putas de los barrios bajos de vez en cuando. Un par de veces al año, los hermanos nos llevaban en excursiones por carreteras que serpeaban las faldas de las colinas, arrimándose al mar. La naturaleza es exuberante y el mar hermoso en el sur de la provincia de Las Villas. Visitamos playas azules y un deshilvanado salto de agua que se atomizaba pintando el arco iris en el aire al despeñarse contra unas enormes piedras grises. Nos bañamos en la corriente verde de un río que aceleraba el curso entre unos peñascos cubiertos de musgo. Por aquella zona, algunos conquistadores habían ejercido de porqueros entre 1511 y 1520 y el padre Bartolomé de las Casas había urdido la Leyenda Negra de la colonización española. Estuvimos por las playas llamadas Rancho Luna, El Inglés y El Ancón, y en de la ciudad colonial de Trinidad. En el fondo de los recuerdos guardo estampas de aquellos parajes, los que quisiera volver a ver (samsara) antes de largarme a lo desconocido. Por unos potreros, en las inmediaciones de Rancho Luna, atravesamos un hato de vacas pintas que el hermano Esteban tuvo que espantar con una verga porque Oscarito les tuvo miedo y gritó, amariconadísimo. También fuimos de excursión hasta una cueva donde el mismo hermano Esteban, que estaba reciénllegado de España, mató a una hermosa lechuza blanca por creerla tal vez comestible. Nuestra presencia en aquellas costas inducía a las iguanas, que sí son comestibles, a buscar amparo entre las hendiduras de unas rocas peladas por la acción del mar y del viento. Cinco minutos antes de cenar, el hermano pupilero nos daba una pequeña charla sobre lo que había ocurrido o estaba pasando en la actualidad por todo el mundo. El hermano Fermín se solía inspirar en el periódico que estaba leyendo. Nos hablaba de las grandes injusticias de los hombres, sobre todo de aquellos que vivían apartados de Dios, y de los esfuerzos de la Iglesia Católica por corregirlos. Nuestros héroes eran San Ignacio de Loyola, Juana de Arco y los caballeros de Castilla que habían expulsado a los moros del territorio robado a la Iberia católica, apostólica y romana. Aun hoy, siento un inexplicable afluente gentilicio por el pecho cuando lo recuerdo. Creo que me adoctrinó bien. 115 Solíamos cenar en gran calma. Rechacé siempre la sopa amarilla de fideos que servían de primera. Tampoco me gustaba el arroz azafranado con salchichas de lata de segunda. Mi cena solía consistir de carne en salsa y natillas o dulce de membrillo. Resultaba asqueroso observar a Concretera y a Constantino el Apestoso, apodado también Mama Choncha, engullir aquellos alimentos tan feos que Cheo volcaba en sus platos. Después de cenar, disfrutábamos de un recreo en la cancha de jai-alai, convertida en cancha de balón-mano por una red (net). Allí se alborotaba y gritaba mucho: “pásala Cristóbal”, “saca Joaquín”, “rota Rafael”, “pa’llá Oscar”, “no la pierdas Cañizares”. Algunas veces perdíamos el control y utilizábamos vocablos ofensivos del populacho como “comemierda”, “pendejo”, “imbécil” y otras famosas palabras que obligaron a intervenir al hermano pupilero, que avizoraba desde la guardia. “¿Qué es esto, un conglomerado de lenguas sucias? —nos preguntaba sin esperar respuesta. Constantino, a una columna; José Ramón, vas a escribir cincuenta líneas; Miguel, aquí, coge: ¡puaf!” Así y todo, en el internado de los Hermanos Maristas, donde no se le permitía a los alumnos desbocarse, nadie reventó por falta de expresión. Concluido el juego de balón-mano, bebíamos agua y subíamos calladamente al segundo piso a calmar los ánimos estudiando. Pasados unos 45 minutos, subíamos al dormitorio, donde nos lavábamos, rezábamos las tres Avemarías y nos acostábamos a dormir. * Aquel año me flechó una niña de buena gracia, pecosa y pelirroja llamada Carolina Cacicedo. Tal vez me haya enamorado porque no veía otras muchachas, pero la recuerdo bien chula. En la tarde de un viernes de febrero o marzo, los hermanos nos permitieron volver a la primaria, donde había instalado alguien un carrusel y unos columpios en forma de canoas. Como para equilibrar las canoas en la mecedora era preciso que montasen dos, me vi repentinamente compartiendo una con la muchacha. Le pregunté el nombre, mirando sus bonitos muslos en el viento que le subía la falda. Me dijo que vivía en Punta Gorda con su familia. Con el lenguaje llano de la inocencia, sin injertar disparates en la conversación, como los mayores, le dije que los sábados por la tarde solía caminar por aquel barrio. Estuvimos columpiándonos juntos y hablando hasta que su padre la fue a buscar, frustrando mis esperanzas de solicitar una cita. Con mi deseo enamorado, ansioso de hallar a Carolina y solicitar su amistad, ejecuté extensas caminatas por las calles de Punta Gorda los sábados, sin encontrarla. Quería andar solo por el istmo, aspirando el aire del mar profundamente. Pensaba en ella, en aquella cara pecosa y bonita que no se quiso evadir de mi mente hasta que llegaron las vacaciones. A la larga, como suele suceder, el tiempo hizo cuenta de aquel amor tan gracioso. ¿Qué habrá sido de la adorable Carolina Cacicedo? 116 * Con el mes de junio, llegaron las vacaciones del 1958. Era hora de salir de entre las tapias del colegio al campo y al mar y de cambiar los libros de texto por la bicicleta. Llegué a Meneses ansioso de pedalear por los caminos y las guardarrayas. La bicicleta que me había regalado tío Taurino era de hombre; tenía la distintiva barra masculina entre la base del manubrio y el asiento —los menesinos montaban a sus novias en la barra. La bicicleta que mi madre me prestaba era más pesada y de peor manejo; no la quería ya porque, para arrancar podía cruzar la pierna por encima del sillín y alcanzar el pedal derecho, en lugar de hacerlo por encima de la catalina, como las mujeres. Mi padre tenía una bicicleta de hombre con muy buena amortiguación, pero no me la solía prestar a pesar de mi nueva destreza porque, según decía, se la iba a rayar con malos tratos. Durante las vacaciones de Navidades, tío Taurino me había llevado aquella bicicleta verde que su hijo menor, Pepe, no podía utilizar en La Habana porque los autobuses y los automóviles se habían apropiado de todas las calles. Era una bicicleta ágil, que no soltaba la cadena ni descentraba las ruedas a pesar del uso. Con ella comencé mi adiestramiento en las artes mecánicas, desmontando las llantas para coger ponches —hasta aquel entonces, solamente había despiezado juguetes. Como la bicicleta era liviana y yo me había fortalecido, por primera vez pude subir, sin desmontarme, las lomas elevadas que cercaban a Meneses. Los vivarachos sinsontes, zorzales y ruiseñores habían copulado cantando durante la primavera; ahora se afanaban a cazar los gusanos e insectos que los pichones que habían engendrado les reclamaban piando. Algunas veces, los polluelos perdían pie en su enérgico aleteo y caían de los nidos, terminando anticipadamente sus vidas en las fauces de los gatos. Según los entendidos, se trataba de un proceso de selección natural durante el cual perecían los menos discretos. A mí aquello me parecía un asunto de suerte y devolvía a sus nidos o lanzaba sobre los techos de las casas a los pichones caídos. Al norte de Meneses, por la carretera de Yaguajay, había una planicie de maniguas y piedras. La carretera desembocaba en la cuesta del Lligre e inclinaba su plano, haciendo una larga media-rosca de tornillo que se apoyaba en las faldas de las lomas de pedruscos. Luego enderezaba su curso hasta Yaguajay. Hacía el viaje de diez kilómetros hasta el centro de Yaguajay de pasatiempo. Pedaleaba veloz por lo llano, así el sol pegase fuerte desde la mitad del cielo, con el viento soplándome incongruencias en las orejas y revolviendo mis cabellos avellanados. Me detenía en el Lligre a vocear y a generar ecos: me instruía así sobre la sustancia y la velocidad de las ondas sonoras, oyéndolas rebotar entre las piedras. Pensaba en lo que había dicho el hermano Eleuterio: la voz no es sólida, líquida ni gaseosa, como la materia: la voz es energía. 117 Durante los primeros días de las vacaciones, solía modular la energía del grito pronunciando: “Carolina”, y el eco retumbaba: “rolina, olina, lina, ina, na”. Luego voceaba cualquier cosa que se me antojase hasta aburrirme, lo que ocurría bastante pronto. Cada vez que pasaba por el Lligre, recordaba una poesía del libro de lectura del tercer grado, El Carretero y el Eco, cuya declamación frente a mis compañeros de clase me había asignado el hermano Julián. El poema trataba de la confusión de Juan Prado, cuya carreta se había atascado en un pantano del Valle del Yumurí. El protagonista había comenzado gritándoles a los bueyes de su yunta en el fango y había terminado sostenido una conversación con el eco, creyendo que se trataba de un interlocutor: — ¡Vive Dios a que es Manuel! — Él. Por fin, después de protestar y amenazar a un eco un poco chistoso, Juan Prado cayó en cuenta de lo que estaba ocurriendo: Es verdad, el eco es todo, y yo pregunta, pregunta, dijo Juan, picó su yunta y logró salir del lodo. Del Lligre, la carretera seguía por la planicie de Yaguajay hasta un riachuelo inerte, moteado de lotos, sobre cuyo puente solía detenerme un momento a mirar las enormes hojas que flotaban en la superficie del agua. Tan pronto llegaba a Yaguajay, daba la vuelta porque me agradaba mucho más el camino que el destino. Casi siempre encontraba por allá a los choferes de alquiler de Meneses esperando llenar sus máquinas (automóviles) para regresar. “¡Vaya, Meneses!” gritaban los hermanos de Cagao, anunciando la próxima salida. Como de costumbre, al regresar a Meneses del colegio, cumplí con las visitas obligadas a las Bauta, a los Méndez, a mis abuelos paternos y a todos cuanto me llamaron a sus casas para interrogarme sobre mi vida. Vi pasar a Aidé frente a mi casa varias veces pero, como no había querido hacerse novia mía, no la saludé ni le grité su nombre al eco del Lligre. En realidad, la guajirita de lindas caderas y dulce semblante me gustaba menos que Carolina Cacicedo, la cienfueguera de tan lindos muslos. No sé si eso también sería parte del proceso de selección natural. Estuve en casa de Germán, el juez, y le pregunté cómo iban las biajacas que habíamos echado en la laguna de su finca. Me dijo que no sabía pero que nos iba a llevar a mis hermanos, a Nenita y a mí a averiguar. Filadelfa, la mujer 118 de Germán, me preguntó si quería que me prestase algún libro, porque en mi casa solamente había muñequitos impresos (comics) y librotes de medicina. Le dije que sí, recordando el libro de Egipto que me había regalado, sin informarle que el hermano Fermín lo había considerado pernicioso para mi formación cristiana y lo había confiscado. Filadelfa tenía la tez blanca de quienes rehuyen el sol. Su palidez permanente se debía, tal vez, a la falta de un riñón. Había llegado a Meneses de la Provincia de Oriente cuando su marido fue nombrado juez del pueblecillo nuestro. Se la veía muy poco fuera de su casa, salvo algunas tardes de luz bermeja en que iba a chismear con mi madre durante la puesta del sol. Fue la primera persona a quien le oí responder: “¡Bah!”, por desatender un asunto o “¡Psh!”, por exteriorizar el sentimiento de que algo no le importaba. Mi madre adoptó el “¡Bah!” y lo continuó usando toda su vida. Mi padre ya empleaba un agudo, imperioso y persistente “¡Psh!, ¡Psh!, ¡Psh!”, copiado de su madre, para interrumpir a quien estuviese hablando y hacer él uso de la palabra. En Navidades, cuando Filadelfa se marchaba a visitar a su familia en Oriente, Germán cenaba con nosotros. El 6 de enero, los Reyes Magos nos dejaban regalos en su casa. Germán tenía los ojos pequeños y las cejas espesas. En su pupila negra se advertía un vacío idéntico al de los ojos grandes y salidos de su mujer. Los ojos de ambos cónyuges eran como un cielo negro sin estrellas. Germán tenía el cuerpo cuadrado y la cabeza ancha y media calva. Cuando hablaba en serio, su mirada se volvía penetrante y dura. Como noté a los pocos minutos de iniciar mi visita, a Germán le tocaba ser justo en una sociedad que se desbarataba y se hundía a causa de la injusticia y la estupidez. “Yo le busco un libro a Joaquín” le dijo Germán a su mujer, que había hecho ademán de levantarse, y me preguntó: — ¿Qué libros has leído ya, Joaquín? — Tarzán de los Monos, La Iliada y el de los egipcios —le respondí sin titubear. Me reservé el haber leído La Juventud y la Pureza. — ¿Cuál te gustó más? — La Iliada. — ¿Cómo es posible que, a tu edad, no prefieras a Tarzán? — Porque es un libro muy mentiroso. — ¡Ah, sí? 119 — Sí. No creo que Tarzán haya aprendido a leer solo mirando unos muñequitos, ni que hablara con los animales. — La verdad que suena a trola —admitió Germán. Yo tengo algunos libros. Léelos para que no te aburras ni busques camorra tirándoles piedras a los demás. Por cierto —adjuntó frunciendo el ceño—, dice Haroldo que le hiciste un “chichón” en Semana Santa. — Fue sin querer —confesé, estropeándoseme la cara de pascua que llevaba, a la vez que el eco interior resonaba: “¡Atiza, te cogieron!” No fue adrede — me expliqué—: yo quería asustarlo solamente para que saltara y soltara el fardo de leña que llevaba al hombro; pensé que la piedra le iba a pasar por encima o iba a caer corta o iba a pegar contra la cerca de almácigos... Yo no le quería dar, Germán: fue un milagro que la piedra se metiera entre las hojas y le diera en la cabeza a Haroldo. — No sé si fue un milagro —aseveró Germán, impasible—, pero la contusión de Haroldo no se puede juzgar accidental. Si fueras mayor de edad, te tendría que mandar al calabozo. ¿Te imaginas, Joaquín, qué hubiese pasado si la piedra se le hubiera clavado en la sien? — Se habría muerto —me dejé decir, vaciado por la contrición. — Y se hubiera descompletado el equipo de pelota —razonó en tono mucho más jovial. Tienes que aprender a dominar esas ansias de hacer diabluras. — Sí, Germán —repuse—; lo hice por ver volar la piedra... — No se debe lanzar proyectiles contra los seres humanos. Hasta tirarles piedras a los perros es cruel y bárbaro. — Es verdad. Yo no abuso de los perros. — Bien; pues no tortures tampoco a las personas. Haroldo no sabe que hayas sido tú por seguro, pero se quejó ante mí porque oyó rumores. “¡Ese chivato de Cagao!” pensé. — Yo no voy a decírselo a nadie —añadió Germán, en tono más condescendiente—, pero quiero que me prometas que no vas a practicar más contra otra gente. — Te lo juro por mi madre —prometí, apocado. — No, no jures; dame tu palabra, que con eso basta. — Te doy mi palabra de no tirar piedras a la gente... Filadelfa le echó una significativa mirada a su marido. “Oye, Germán, ¡basta ya, arrea!” pareció entender el juez y se puso de pie. Me quedé con la mirada baja, mirando los mosaicos verdes de la sala. Germán se ausentó durante un par de minutos y volvió con un libro en la mano. “Éste —dijo entregándomelo— es de acción, como La Iliada; pero, en vez de griegos, los protagonistas son cosacos ucranianos”. Germán había buscado una obra de Nicolás Gogol, Tarás Bulba. — ¿Qué son cosacos ucranianos? —le pregunté lleno de curiosidad. 120 — Ucrania es una región de las estepas rusas que colinda con Polonia y se extiende hasta el Mar Negro; hoy forma parte de la Unión Soviética. Los cosacos eran guerreros de la frontera y peleaban contra los turcos, los tártaros y los polacos. En realidad, trata de las luchas de nacionalistas ortodoxos contra judíos, católicos y musulmanes en el siglo XVII. — Creo que me va a gustar. — Te aseguro que es mejor que esas películas de vaqueros que ves en el cine. Tarás Bulba no era una obra muy extensa. La leí en dos sentadas, alelado por la belleza de su salvajismo. No sabía que existía Ucrania ni que ya en 1809 había en ella un poblado llamado Sorochinez, donde nació Nicolás Gogol. Leyendo sobre la injusticia y el desorden imperantes en la Ucrania de los cosacos, me consideré dichoso de vivir en Meneses tres siglos y medio después. (¡No me imaginaba lo que se avecinaba!) Los cosacos eran hombres nacidos de la desgracia, destinados, al final de una vida azarosa, a alimentar a los buitres y a las moscas con sus cuerpos alcoholizados. Tarás Bulba había salido con sus dos hijos en una expedición de cosacos contra judíos y polacos. Los judíos se habían apropiado de las iglesias cristianas de Ucrania y ya no se podía celebrar la misa en ellas sin pagarles. Los polacos habían ocupado los pueblos ucranianos y se burlaban de las costumbres de los nacionales. Después de escuchar la voz del pueblo que era, según ellos, la voz de Dios, los cosacos partieron a la guerra, dejando tras de sí un rastro de niños muertos, mujeres con los pechos cortados y hombres con la piel arrancada hasta la rodilla. Con los ojos alegres por el vino, los amigos de Tarás Bulba quemaban a los monjes en sus iglesias, amontonaban estiércol en las mezquitas ó ahorcaban a los arrendatarios judíos. Todos estas hazañas las efectuaban con igual contentura. Las empresas guerreras deberían de haber templado las almas de los hijos de Tarás Bulba y de hacerlos insensibles a todo sentimiento humano. Uno de ellos, sin embargo, se enamoró de una polaca y traicionó a los suyos. “¿Quién dijo que Ucrania es mi patria?” protestó, muriendo con el nombre de su amada entre los labios. Tarás Bulba lo mató de un balazo al corazón. El otro hijo de Tarás Bulba murió entre las torturas de los polacos. Para vengarse, el padre emprendió un asalto prolongado, atrevido y brutal en la zona de Carcovia. Durante la campaña, le rogaba a Dios perecer peleando por un fin sagrado y cristiano. Por fin murió quemado al pie de un árbol por sus enemigos católicos. Según me explicó Germán cuando le fui a devolver el libro, la continuación de la historia de los cosacos jamás se publicó. Gogol quemó el manuscrito después de jurar la fe de Cristo porque, al decir de los monjes ortodoxos, su 121 obra subvertía los valores cristianos. Al final de su vida viajó a Jerusalén para honrar a su fe. * La democracia, que se apoya en las virtudes del pueblo, era imposible en Cuba. Germán lo sabía. Él, más que nadie en Meneses, contemplaba desalentado la pérdida irremediable de la paz social. Creo que, en aquel tiempo, las creencias de Germán se podrían haber resumido de esta manera: “Hay dioses, pero existen despreocupados de los hombres: no hay sacrifico ni plegaria que los alcance. Los dioses no han creado al mundo ni a las causas de los acontecimientos humanos. El universo se gobierna a sí mismo, por eso la naturaleza parece algunas veces eximir a los peores y condenar a los mejores.” En caso de preguntársele, Germán proclamaría: “Los hombres creen en fantasmas que se desvanecen frente a la razón y el estudio de la naturaleza. Ninguna cosa sale de la nada y la destrucción no es sino un cambio de la forma. Los terremotos no son furores de los dioses sino expansiones de gases y movimientos de corrientes subterráneas. El trueno y el relámpago no salen del aliento de los dioses, son el resultado de la condensación y los tropezones de las nubes. La lluvia no es una merced de Dios, es la caída de la humedad evaporada por el sol.” La muerte misma le parecía a Germán ser una transformación que la histeria ante lo desconocido pinta como algo terrible. No creía en el más-allá. Buscaba el infierno en la ignorancia y en las pasiones de los hombres y el Cielo en los santuarios de los sabios. Germán era abogado. En su entorno no tenía con quien conversar. A Filadelfa no le gustaban las novelas ni las biografías y los conocimientos de su secretario, Campos, no iban mucho más allá de la mecanografía. Un domingo, después de la misa, nos visitó para conversar con el padre Jacinto Isidoro, que era Latino, sobre una Historia de Roma que acababa de leer. Germán había impetrado la amistad del padre Jacinto Isidoro, a quien sabía reacio a los masones. Le había explicado humildemente al prelado que la masonería es una hermandad y no una secta religiosa. Le aseguró respetar la fe ajena y temerle al furor religioso. Tantum religio potuit suadere malorum (a tantos males ha impulsado la religión a los hombres) decía. Como Jacinto Isidoro era demasiado bueno para rechazar a un semejante, se hicieron amigos. Buscando entender la beligerancia e inhumanidad mostrada por dictadores y revolucionarios, Germán había estado leyendo sobre la Guerra Social en Roma, las matanzas de Mario, las proscripciones de Sila, la conjura de Catilina y el consulado de César. Cuando él hablaba de estas cosas con el padre Jacinto Isidoro, yo no comprendía casi nada porque el hermano Julián solamente nos había hablado de las guerras púnicas. Pasaron muchos años antes de que pudiese 122 ubicar en el tiempo y en el espacio los acontecimientos y las figuras de las que habían hablado. A pesar de las diferencias en sus respectivas creencias, Germán y Jacinto Isidoro se entendían bien en las cuestiones sociales. Ambos consideraban la sociedad en que vivían desequilibrada y buscaban ejemplos del pasado que explicasen dicho desbarajuste. En Cuba se producían golpes de estado, atentados de golpe y hasta matanzas de estudiantes en las calles de La Habana. Ya muchos prefería la paz a la libertad. Claro que ambos hombres se equivocaban al buscar paralelismos con Roma: el problema de Cuba fue racial. Contrariamente a las conversaciones de los padres de mis compañeros de internado, las cuales había escuchado los domingos al pasar junto al locutorio del colegio de Cienfuegos, los intercambios ente Germán y Jacinto Isidoro eran claros, sin sutilezas, jactancias, tiquismiquis, ni expansiones innecesarias. A pesar de poseer ambos individuos conceptos bien arraigados, ninguno vivía resentido contra aquellas cosas o ideas que existían contra sus convicciones. Al padre Jacinto Isidoro le parecía muy normal, por ejemplo, que la Biblia dijera que Dios había creado primero la luz y luego las estrellas. “Es que se vio primero la luz que dimana de los astros, la cual viaja a 300 millones de centímetros por segundo; pero el hombre no pudo entender hasta más tarde que ya estaban creadas las estrellas desde antes de que su luz llegase a la tierra, y lo escribió al revés cuando la luz le permitió ver los planetas” afirmaba. No sé si a Germán le pareció buena la explicación o no quiso ponerse a discutir si Dios había creado al inmortal Adán primero y lo había hecho esperar hasta que llegara la luz de los astros a la tierra; el caso fue que aquello se dejó tal como lo había descifrado el sacerdote. Debo confesar que las observaciones hechas por el padre Jacinto Isidoro me evitaron años de extravío en el fácil, dogmático e infeliz ateísmo que se exhibiría como una idea nueva ante mi mente inquisidora pocos años más tarde. Durante los años de mis cavilaciones jóvenes, cuando la gente inventaba palabras y las quería hacer pasar por descubrimientos —durante los años del perverso mandato mediático—, no me dejé convencer de nada. Como el padre Zossima le participara a Alejandro Karamasof, Jacinto Isidoro me explicó que la ciencia tan sólo le puede hablar a la lógica de los sentidos, que quien ama al prójimo halla el paraíso terrenal y que quien no ama existe en el infierno. Yo mismo pude constatar años más tarde cómo el rechazo cerril de la gente al mundo espiritual en nombre de la libertad —al ateo todo le es permitido— los llevaba, decaídos moralmente y asidos del narigón, por el 123 camino de la esclavitud de los sentidos. Fedor Dostoievski había antedicho por boca de Iván Karamasof, 150 años atrás, una época de ateísmo universal, durante la cual se le exigiría, con orgullo satánico, grandes goces a la vida en nombre de la humanidad, cuando se esperaría de la ciencia el placer celestial, cuando el hombre moriría con gran altanería, como si fuese un dios. Me alegro de haberme pasado de perder el tiempo con semejantes guanajerías. De Jacinto Isidoro, aquel sacerdote enjuto, de mejillas un poco hundidas y larguirucho, cuyas canas brillaban ya entre los pelos que le quedaban en la cabeza, emanaba mucha bondad. Digo que era un santo tal vez porque he conocido mucha plebe, difícil de amar, durante mi vida. ¡Cuántas veces he olvidado que la Ley Divina manda a amar a los demás! Jacinto Isidoro era, cuando menos, un hombre bueno que vivía en armonía con su Dios. Los domingos, después de la misa, lo acompañaba gustoso a pie a las casas de las personas más humildes de la comarca para ayudarlo a administrar los sacramentos. Cuando bautizaba a un niño, como casi siempre le faltaba el padrino, me nombraba a mí. Cuando le daba la extrema unción a un moribundo, le decía queda y dulcemente al oído que el sueño eterno es mejor que la vida. No sé qué les decía a quienes confesaba, pero parecía estarles manifestando la terrible luz de la voluntad Divina a unos pecadores mudos de estupefacción. ¡Debe de ser sorprendente, hasta apabullador, descubrir en un instante que la palabra Divina es la Ley del Universo! Sin recibir nada a cambio, sudando copiosamente debajo de la sotana negra, Jacinto Isidoro andaba incansablemente entre el fango, a campo traviesa, realizando la labor que Dios le había encomendado. Jamás se quejó.Al contrario, prefería pensar que el sol tenía cabellos de oro y no lenguas de fuego. Para él todo estaba claro en un mundo sin contradicciones. Ninguna Hija de María se atrevió jamás a insinuarle a aquel casto varón que se quitase la sotana. Todos lo ubicábamos cerca de Dios. Hasta mi abuelo, irreverente de suyo, lo saludaba afable y respetuosamente y enviaba limosnas a la iglesia cuando Matilde Bauta se las pedía. Los domingos, me ponía la sotana roja y el sobrepelliz de encajes blancos en la iglesia y respondía en Latín durante la misa que oficiaba Jacinto Isidoro metido en la casulla púrpura con la cruz dorada. Después, lo asistía en sus labores sacramentales y lo llevaba a mi casa, donde nos estaban esperando para almorzar. Mi madre, que detestaba la cocina, se complacía cocinando los domingos porque Jacinto Isidoro nos acompañaba. ¿Te acuerdas? Cuando estábamos en Meneses, tú librabas el domingo y te iba a visitar a sus padres —y a verte con tu novio. 124 Aquel domingo, durante la sobremesa, seguí con interés la conversación que llevaban el juez y el sacerdote sobre las condiciones sociales en Roma. Experimenté cierto desconcierto oyéndoles decir que la ociosidad y la vida muelle de los más ricos habían conducido a toda la población ciudadana al desorden. No entendía cómo podía ocurrir tal cosa, pero pensé en mi abuelo, Segundo, inmediatamente. *** Según dijo Germán, arrugando el entrecejo, en los tiempos de Tiberio Graco y de Tito Flavio Vespasiano, el trigo barato producido por los esclavos había arruinado a los campesinos italianos, que eran los soldados del Imperio. Los mismos esclavos que habían desplazado a los labriegos y a los obreros romanos ingresaban como proletarios en la ciudad de Roma, incrementando la población indigente. El bajo índice de nacimientos entre las familias nativas estaba transformando la población de Roma. Las clases superiores se descomponían. La aristocracia corrompida se nutría de la injusticia y no producía orden ni prosperidad. Se violentaban las leyes y el poder chocó forzosamente contra sí mismo. Tiberio Graco deseaba limitar la cantidad de tierra que un ciudadano podía poseer de acuerdo con el número de hijos que tuviera. Proponía recobrar las tierras públicas vendidas a los senadores por el ridículo precio que las habían comprado; dichos terrenos se habrían de repartir entre los ciudadanos pobres bajo condición de no vender nunca y de tributarle por ellas al tesoro. Tiberio Graco advertía cómo se despoblaba el país a medida que aumentaba la dependencia en labradores esclavos y pastores bárbaros. Señaló la existencia de un miserable proletariado urbano en el lugar de propietarios y cultivadores de la tierra. “Las fieras salvajes —decía— tienen sus cuevas y las aves tienen sus guaridas, pero los hombres que luchan y mueren por Italia viven a la intemperie. Mienten quienes exhortan a los soldados a combatir contra los enemigos por las aras y los sepulcros de sus antepasados, porque ninguno tiene ara, patria ni panteón familiar. Pelean y mueren por el regalo y la riqueza ajenos. Les dicen que son señores de toda la tierra, pero no poseen ni un terrón de ésta”. Graco infringió la constitución de Roma cuando quiso cambiar la elegibilidad y las funciones de los tribunos. Como era de esperarse, lo mataron. La cuestión de la tenencia de la propiedad, que había planteado ya Aristóteles 2500 años antes, la seguían tratando Germán y Jacinto Isidoro. Pasaron más de quince años antes que yo entendiese lo que habían hablado. Sin embargo, la decadencia social, el debilitamiento de la raza y el ataque de los demagogos se haría patente en nuestras vidas muy pronto. Los demagogos 125 de Cuba imitaban el tono y el estilo de Tiberio Graco ante un hormiguero de humanoides inclinados a los alborotos y al histerismo, un populacho que se aprestaba a instituir su propia ruina. A la postre, un inepto, ebrio de arrogancia, destruiría a punta de fusil la economía del país junto con los derechos de propiedad; en Cuba, se cumpliría el deseo igualitario y demoledor de repartir la riqueza de manera que no beneficiase a nadie. Así actúan los pueblos de media-raza y clases fraccionadas. Así fantasean los inútiles, siempre dispuestos a creer que sus demagogos les pueden dar más pan del que han producido. El populacho de Roma gozaba las carnicerías fratricidas de la lucha por el poder. En su depravación, las consideraba espectáculos preparados para su propia diversión. La misma plebe que antes aplaudía al emperador Vitelio ayudó a sacarlo de su escondite, lo paseó desnudo por Roma, le lanzó excrementos, le dio muerte, arrastró el cadáver por las calles y lo echó finalmente al Tíber. Pero Roma tuvo su salvador en la persona de Tito Vespasiano. En el año 69, Tito Flavio Vespasiano estaba ocupado con una revuelta en Palestina. Los judíos, unos orientales fanáticos que adoran a un dios sanguinario y perverso, se habían levantado en armas contra el Imperio. Creían entonces, como ahora, que entre su pueblo nacería un redentor que les daría casi todo el oro del mundo. Eran entonces, y son todavía, una mezquindad de gente ávida de saciar su encono contra todos, avocada a esparcir por doquier sus rencores, blasfemias y maldiciones. A la larga, los de aquella raza se convirtieron en verdugos usureros de nuestras regiones de Occidente. Y, mientras trabajaban en contra nuestra, reclamaban impunidad sembrando la confusión por todas partes, acusándonos de calumniarlos, apostrofarlos y agraviarlos. Por fin, provocaron el justo enojo de nuestra especie en toda Europa. El hermano Julián sí nos había hablado de Tito, el general romano que había pacificado la Judea destruyendo a Jerusalén en el año 70. El hermano había aumentado la historia de la quema de Jerusalén con anécdotas de judíos que se tragaban sus joyas y monedas antes de escapar de los muros de la ciudad en llamas entre las máquinas de asalto de los romanos. Tito los mandaba a abrir en-canal para recobrar el tesoro. ¡Pobres judíos! Tito Vespasiano era un plebeyo de sabina que había llegado al trono apoyándose en un ejército de ciudadanos. Cuando alcanzó la cima del poder, no faltaron genealogistas que le hicieran descender de un compañero de Hércules. Como Roma necesitaba sangre nueva, Vespasiano llevó a la ciudad mil familias de Italia y de las provincias occidentales. Era imprescindible sanear la sociedad. Para sacar al estado de la bancarrota, Tito Vespasiano tuvo que gravarlo casi todo, hasta los urinarios públicos. Si bien sabía que no era justo que unos pagasen lo que otros habían derrochado o robado, estaba consciente de que los recursos de Roma eran limitados. 126 Tito Vespasiano aborrecía el lujo y el despilfarro. Más que nada, detestaba la ociosidad, madre de todos los vicios. A los diez años de gobernar el Imperio Romano, murió de diarreas en su nativa Reata. Sus últimas palabras fueron: ¡Vae! puto deus fio (¡Anda! creo que me estoy convirtiendo en dios.) — También el emperador Vespasiano fue un instrumento de Dios —anunció Jacinto Isidoro con adusto semblante. — Seguramente —lo secundó mi padre. — No lo dudo —se rindió Germán. — Dios escribe derecho con renglones torcidos —añadió mi madre, por filosofar. A mí no me tocaba decir nada. Tampoco tenía nada que decir. *** La democracia era impracticable en un país de mayoría analfabeta. El dictador de Cuba, un tal Batista, era un mulato con cara de rana. Había ascendido de sargento mecanógrafo a coronel y luego a presidente de resultas de un levantamiento de soldados contra oficiales. Cuando aquel ejército de pacotilla quedó en manos de una gente negruzca, innoble e ignorante, la habilidad dactilográfica de Batista fue considerada razón suficiente para elevarlo a la presidencia de la República. Por ese motivo gobernaba Cuba gente de la peor calaña que hizo posible la debacle final. Germán, que no asistía a misa, llevaba a Jacinto Isidoro en su Chevrolet Bel Air de regreso a la parroquia de Yaguajay los domingos por la tarde. Lo hacía, creo yo, no sólo por el placer de su compañía, sino que, en el fondo, deseaba que Jacinto Isidoro lo contagiara de fe. Jacinto Isidoro accedía, más que nada, porque Dios no le permitía sustraerse a semejante desafío. Algunas veces, me dejaban acompañarlos y se olvidaban que estaba escuchando en el asiento trasero. Aquel domingo, Germán le hizo notar a Jacinto Isidoro que, en su momento, las iglesias se habían valido de intimidaciones y se habían apoyado en esbirros para imponer la fe. Al juez no le parecía buena la idea de rendirle su libertad a la institución eclesiástica, ya que ésta identificaba con la felicidad humana el miedo a la libertad de conciencia. — Si todos pensamos igual —le dijo—, no hay libre albedrío. — Yo me lo explico de esta forma —replicó Jacinto Isidoro—: A los niños les castañetean los dientes de terror cuando el médico los va a vacunar contra la viruela. Después de los pinchazos, les crece una póstula fastidiosa en el brazo que se convierte en cicatriz permanente. Sin la vacuna, sin embargo, corren el riesgo de morir o quedar minusválidos para toda la vida. 127 — Mucha fe ha nacido del miedo, en los recintos oscuros de la mente humana, padre. El hombre tiene que entender mejor por qué vive. — Vive porque Dios lo quiere, Germán. Todo está a la vista. — ¿Cómo explicar un Salvador venido solamente para aquellos que pueden tener fe? — Hasta los corazones más duros pueden aceptar la fe. La fe en Dios y en Nuestro Señor Jesucristo es mejor que la dicha y la felicidad. * Pronto llegó el día de visitar a mis biajacas. Tú, Wifredo Júnior y yo esperamos a que Germán se desocupara después del mediodía y nos fuimos con él y con su mujer. La finca de Germán estaba en la explanada de Meneses; no tenía vacas, puercos ni gallinas. Era lo que llamaban una finca de recreo con frutales y árboles de sombra. La laguna artificial era una depresión de un metro y medio de profundidad y de un kilómetro cuadrado de extensión en el cauce de un arroyo. El encargado de la finca de Germán se llamaba Roque. El trabajo de Roque consistía en recoger las frutas, cuidar los caballos y mantener en estado habitable la casa de la finca y otras dos de renta que Germán tenía en Meneses. Roque se puso contento de vernos porque se aburría solo en la finca. Roque ensilló dos caballos. Wifredo Júnior y Filadelfa se pasearon en ellos por la arboleda contigua a la laguna. Tú y yo nos pusimos los trajes de baño para buscar las biajacas con mi careta de buceo. A Germán, que nadaba muy mal, le tocó hacer de salvavidas desde la orilla. Hacia el centro de la laguna, entre unos cáñamos, hallé muchos guajacones, unos pececillos que viven en los arroyos y las cañadas. Luego vi la primera biajaca y te llamé. “Creo que es la del lomo negro y ha crecido, ¡mira!” te dije. No te atreviste a meter la cara en el agua, pero pudiste ver la biajaca porque el agua era azulosa y transparente; estabas metida en el agua hasta los senos y tenía los pezones endurecidos. Me quedé mirándote los muslos blanquísimos, respirando despacio por el esnórcol (snorkle). Tú no sabías que te podía examinar tan bien debajo del agua y no te sonrojaste. En las ingles, encima del pubis, en los dos ángulos superiores del triángulo que forma lo que vulgarmente se llama pediculos pubis o “pendejera” te crecían dos florestillas de pelo claro enrollado. Te acaricié los muslos. No te quejaste, pero miraste hacia donde estaba Germán, temerosa tal vez de que viese algo. No sé si a Germán le hubiese importado que te tocara la entrepierna, pero fui discreto. — ¡Brrr! —exclamaste. Sí, es la biajaca negra que ha crecido. — Yo creo que se come a los guajacones. — ¿Has visto alguna batata? —indagaste en voz alta para disimular frente a los otros. — No; tengo que buscar debajo de las piedras. 128 — Por aquí debe de haber renacuajos también. — Donde hay renacuajos, hubo ranas. Al rato, cuando habíamos hallado varias biajacas más, Wifredo Júnior y Filadelfa metieron los caballos en la laguna y revolvieron el cieno del fondo. El agua se enturbió entre los cáñamos donde se escondían las biajacas. Tú y yo salimos, sin hablar de las palpaciones porque era tabú. Le informamos a Germán que la cría de peces iba bien. Germán nos instó a no decir nada, no fueran otros a comerse las biajacas. Nos comprometimos a callar. * Al sur de Meneses, pasado el cementerio, la carretera se bifurca. La rama del sureste lleva al poblado de Iguará, donde vivía el Dr. Izquierdo, notorio por haberse casado con la prostituta del pueblo en una época en que se estimaba grandemente la virtud en las mujeres. Cuando el Dr. era joven, él y otros dos amigos se turnaban para dormir con la Sra. En uno de los episodios, cupido flechó a Izquierdo, el cual convirtió a la mujer pública en privada mediante el contrato de matrimonio. Fueron felices y tuvieron un hijo al que la gente de Iguará tuvo la delicadeza y el buen gusto de no llamarle jamás “hijoeputa”. También vivían en Iguará los tres Pitos, quienes eran primos de mi padre. Aquellos hermanos eran unos tipos muy raros, de dudosa hombría, que no se habían acostado con la prostituta del pueblo cuando ésta ejercía. Dos de los Pitos iban todos los meses a Meneses, a cobrar la utilidad de la finca que arrendaban los Olmedo. Mi madre decía que eran “pájaros” y me ordenó que jamás me acercase a ellos, bajo ninguna circunstancia. Mi madre malpensaba bien: en Meneses, donde casi nunca pasaba nada malo, era fácil creer en el ángel custodio de los niños. Uno de los Pitos, llamado Adriano, tenía un amante homosexual de administrador en una de sus fincas. Cuando se casó con una prima suya, Adriano la mandó a dormir la primera noche con el administrador. La novia, que obviamente llevaba mejores genes que él, se marchó cuando oyó aquella proposición tan insólita e inmoral; la hallaron al amanecer andando por la línea del tren, como enloquecida. Enterado de lo sucedido, el padre de la muchacha salió a buscar a Adriano y a su amante para matarlos —¡como era justo y necesario!—, pero ambos maricones huyeron. Una vez efectuado el divorcio y anulada la boda eclesiástica, se calmaron los ánimos y Adriano pudo regresar a Iguará, donde siguió viviendo en la más grosera depravación imaginable. Veinte años después, a raíz de la muerte de una perra que quería mucho, Adriano se encerró en su cuarto, se suicidó y se pudrió donde había caído. Iguará era aún más pequeño que Meneses, pero tenía mayor afluencia de gente porque en él paraba el tren buj (bus). El buj era de procedencia italiana y consistía de dos vagones forrados con planchas corrugadas de aluminio; tenía climatizador, amortiguación, cristales oscuros en las ventanas y alcanzaba en 129 las líneas ferroviarias de Cuba velocidades superiores a los 80 kilómetros por hora. Como no tenía locomotora, se corrió por la comarca que era una máquina de movimiento perpetuo: hasta los guajiros más esclarecidos afirmaban que, una vez que el buj rompía la inercia, creaba energía eléctrica con el movimiento de sus propias ruedas en cantidad suficiente para seguir adelante. También en Iguará encontraba algunas veces a los choferes de máquinas de alquiler de Meneses. Allí no gritaban “¡Vaya Meneses!”, sino que esperaban a que llegase el buj y algún pasajero les dijese dónde deseaba ir. Durante el verano, las carreteras de toda la zona estaban casi vacías; en invierno, por el contrario, con la zafra (corte de caña y fabricación del azúcar) en pleno apogeo, los camiones hormigueaban por los caminos y las veredas del norte de Las Villas, trasegando la caña de azúcar, y los hombres andaban afanados de un lugar al otro en yipis y automóviles. Iba a Iguará por matar el hastío —pasear es el mejor remedio contra el aburrimiento. Después de subir la cuesta del cementerio de Meneses, tenía que esforzarme mucho pedaleando otra loma mucho más empinada. Tres kilómetros más adelante, cruzaba con cuidado la línea del tren; en aquella encrucijada, habían muerto poco antes el chofer y el pasajero de un carro (automóvil) que le habían querido tomar la delantera al buj. Inmediatamente después de llegar a Iguará, daba la vuelta y desandaba todo el camino. Muchos años después, en París, leyendo El Mito de Sísifo, de Albert Camus, reflexioné sobre mis antiguos viajes sin objeto aparente: me pareció que la existencia de Sísifo hubiese sido más llevadera si, mientras subía su piedra a la cumbre de la montaña, contemplase los árboles y el cielo, tensase los músculos, sintiese la caricia del viento, escuchase el susurro de los sinsontes, pensase en una mujer hermosa o contemplase alguna aventura que le gustase consumar. * Paulina, quien mostraba ya el carácter casquivano de las pepillas (teenagers), no soportaba la paz de Meneses. Siempre estaba pidiendo que la sacaran de allí. Como todos estábamos un poco aburridos, se decidió que pasáramos una semana en la playa antes de visitar al ortodoncista en La Habana. Era “tiempo-muerto” y mi padre no tenía tantas heridas que coser como durante la zafra. El doctor Barrena dejó a cargo del consultorio a su hermana, tía Emelina, quien había llegado de La Habana a pasar una temporada en Meneses, y partimos. 130 Tía Emelina vivía sola en un apartamento de La Habana, sin amantes ni amigos. Le tenía horror a los gérmenes y a las enfermedades. En una ocasión, tío Rolando le pidió pasar al baño de su apartamento; cuando él salió, ella entró, roció la taza del inodoro con alcohol y le prendió fuego para desinfectarla, rajándola. Casi todos creían que las fobias de tía Emelina eran locura. Se casó con un borracho muchos años después, cuando tenía 53 años, y se divorció a los pocos meses. Terminó sus días sola, de Testigo de Jehová, echando pestes contra todo el mundo en Miami. Camino a la playa de Varadero, que está en la provincia de Matanzas, hicimos dos paradas en la provincia de Las Villas: la primera en Placetas y la segunda en nuestra casa de Santa-Clara. En Placetas, mi padre recogía todos los meses el interés de una cantidad que le había prestado a Neri, un negociante de Meneses, el cual había abierto allí un comercio de ropas. En aquella ocasión, nos encontramos con la bellísima parienta nuestra y con su marido, el ex-novio de Rebeca —cuyo abandono lanzó a Rebeca a la vida lésbica. Jamás había visto una mujer de tan hermosas caderas como aquella rubia de piel marmórea. En su fisonomía clara se adivinaba una tremendísima energía sexual. Cuando me clavó la mirada azulísima y afable en los ojos, me invadió un sentimiento semejante a la fe. “¡Ay, Dios!” exclamé interiormente. — No me diga usted que éste es Joaquín, —dijo el tipo alto y moreno, poniéndome la mano en el hombro. ¡Cómo ha crecido! Parece haber sido ayer que lo vi despedazar a batazos el caballo de yeso que le compraron. — Ya terminó el quinto grado y va a hacer el ingreso al bachillerato. — ¿Es inteligente? — Por suerte —replicó automáticamente mi madre, echándole una desolada mirada a Wifredo Júnior. Inmediatamente rectificó: “Claro que, a veces, Joaquín da que pensar... ” — Y Wifredo, ¡tan buen niño! —interpuso el individuo, moderando el tono, conmiserándose tal vez del desaliento de mi madre. ¡Cómo lloraba, Dulce, cuando su hermano le arrancó la cabeza al caballo, creyendo que lo había matado! — Sí —retocó mi madre—; Wifre es muy bueno. — Y ésta es Norma Paulina —agregó el hombre, zampándole un beso en el cachete a mi hermana. ¡Qué bonita es! Paulina no cabía en sí de alegría: cuando se sentía bonita le daba por reír. Mis padres conversaron unos minutos con la joven pareja. Hablaron de las últimas venturas y desgracias ocurridas a parientes que yo no conocía. La bella habló muy poco. “¡Abur!” dijo por fin mi madre y nos separamos. Creo que la impaciencia por regresar a casa con aquella belleza para hacer el amor devoraba al marido. 131 Llegamos a Varadero en el Chevrolet Bel Air unas seis horas después de salir de Meneses, a media tarde. Encontramos habitación en un hotel junto al mar. Se llamaba Playa Azul, era de madera, tenía tres o cuatro pisos y estaba pintado de azul oscuro y de blanco. Tomábamos las comidas en el restaurante del segundo piso; la mesa nuestra estaba en una terraza que daba al mar, desde la que se veían pasar barcos grandes por la curva del horizonte. La playa de Varadero era de arena blanca y fina, con pocas piedras. El agua era clara y poco profunda. En un par de días, estábamos todos rojos como camarones hervidos, mudando la piel de la espalda y de los hombros como las culebras. Paulina se aburrió del sol y quiso que mi padre la llevase a la ciudad de Matanzas a conocer a nuestra media-hermana, Manuelita. Wifredo Júnior, tú, mi madre y yo nos quedamos en Varadero el tercer día, mientras Paulina y mi padre visitaban a Manuelita. Esa tarde, perseguí a una niña de muy bonitos ojos verdes hasta el tercer piso, pero me cogió miedo y se escondió en su habitación. Yo tenía doce años y nueve meses, estaba comenzando a dar “el estirón” y me habían salido los primeros pelos de la pubescencia — vulgarmente llamados “pendejos”. Fue aquel día también cuando un tal Charles mató a una caguama (tortuga marina) de un arponazo en la cabeza. El camarero que nos servía me aseguró que la carne de la caguama estaba en el menú de la cena. La pedí y, confabulado con mi padre, el mesero mentiroso me trajo un bistec de res. No me agradaba aquel ambiente de camareros inmundos que soportaban las exigencias inmoderadas de mi padre y se reían de los comentarios sin gracia de mi madre pensando en la propina. ¡Pero así es el capitalismo! En los bajos del hotel me encontré con Raúl, un compañero del internado de Cienfuegos. Raúl era un tipo de talla corta, gordo y de tez oscura a quien apodábamos Soraya, como una princesa india del cine, porque tenía un lunar en medio de la frente. “¡Soraya, Soraya, una ballena en la playa!” lo incordiaba uno que apodábamos Huevo Pinto. Raúl estaba de vacaciones en compañía de su familia también. Me pasé todo el cuarto día con dos primas suyas, muy flacas, feas y habladoras. Me dieron la dirección donde les podía escribir, pero nunca lo hice. Ya el quinto día estábamos muy quemados y adoloridos. Las últimas jornadas en Varadero resultaron monótonas. A ti te asentaba mucho el color de los baños de sol. Paulina no quiso meterse más al agua. Mi madre tampoco se interesaba ya por el mar y se pasaba los días en la terraza del hotel. La aventura más notable la vivió Wifredo Júnior: le fue atrás a un vendedor de pirulíes (caramelos cónicos de colores) que se alejaba por el mar y hubo que arrastrarlo a la orilla para que no se ahogara. 132 Mi padre lloró de emoción después de ver a su hija, Manuelita, que tenía diez años más que Paulina. Cuando él tenía 19 años, había hallado una vagina amistosa en la madre de Manuelita, quien estaba pasando unas vacaciones en casa de mi abuelo. Cuando la noticia de la preñez corrió por Meneses, todos creyeron que el padre de la criatura era Segundo. Mi padre, sin embargo, nunca negó la paternidad de Manuelita. Observándolo, comprendí que, algunas veces, el sexo produce lágrimas. * De la playa de Varadero seguimos hasta La Habana a hacerle la primera visita al Dr. Crucet, un ortodoncista que tenía su consulta a golpe de vista de Cinerama, en la calle L y 23. Paulina y yo, además de tener el tipo A-positivo de sangre, teníamos los dientes de alante montados. El Dr. Crucet nos examinó, nos hizo placas de la boca y nos dijo que necesitábamos espacio. Inmediatamente, nos inyectó las encías de abajo y nos extrajo una muela de cada lado del maxilar inferior a cada cual. En La Habana, nos quedamos en un hotel grande llamado Blanquita, cuya piscina tenía muy poca profundidad para la altura del trampolín. El primer día había pegado con la cabeza en el fondo. A Paulina, que tenía quince años y se creía toda una mujer, le gustaba la aglomeración de gente y los muchachos que la miraban. Solamente íbamos al hotel a dormir: nos pasábamos el día haciendo visitas. En la calle C, entre 19 y 21 del Vedado, en tres casas contiguas, pintadas del mismo color beige, vivían mis tías Ofelia, Asela y Coralia. Las tres hermanas eran maestras. Tía Ofelia estaba casada con un empleado de la Compañía Cubana de Electricidad que se emborrachaba. Tenían dos hijas. Tía Asela estaba divorciada de un tipejo libertino que nunca conocí y tenía dos hijos y una hija. Tía Coralia estaba casada con un primo suyo, ingeniero civil, y tenía tres hijos. Me daba mucho gusto saludar a todos aquellos primos pero, después de un rato, me aburría. Yo prefería visitar a tío Taurino en otra parte de La Habana llamada La Víbora, no sé por qué —en Cuba no había serpientes venenosas. Como me llevaba tan bien con mi tío Taurino, tía Asela me llamaba aparte cada vez que nos encontrábamos y me preguntaba por él. Hasta el mes siguiente no supe por qué se tomaba tanto interés en el hermano de mi madre. En la casa de tía Ofelia estaban de temporada mi abuela, Emelina, y mi abuelo, Segundo. Como en aquella época tía Ofelia esperaba heredar más de lo mejor y, de ser posible, todo, trataba a mi abuelo Segundo como a un maharajá. Tía Ofelia les había enseñado a sus hijas a hacerle arrumacos al viejo latifundista y a exteriorizar en todo momento un gran amor por él, sintiéranlo o no. Y 133 Segundo hacía bien el papel de soberano. Cuando no hallaba el champú (shampoo), el peine o el tinte de pelo, llamaba a gritos y con violencia a mi abuela; abuela dejaba lo que estuviera haciendo —si estaba meciendo a un nieto en sus brazos, lo tiraba al sofá— y se lanzaba a la busca del objeto reclamado, culpándose de que Segundo no lo encontrara. Daba risa y pena verla correr por la casa con su maraña de cabellos grises alborotada, temblando horripilada de que Shegundo (como le llamaba) se sintiera incómodo o enfadado. Aquella mujer gruesa, de piernas cortas y cara ajada, había hecho profesión de sufrir las minucias de su señor marido de una forma totalmente irreflexiva. Cuando mi abuelo gritaba, esperaba que nadie conservase su presencia de espíritu. Por eso yo, que no le hacía caso, le caía tan mal. Las pocas veces que se dignó a hablar de mí fue para llamarme “fresco”. Una vez, en Meneses, había pasado junto a mí camino al cine y me había dirigido la palabra: — Ehhh... —pensando cómo me llamaba— Joaquín: ¿dónde está María Guerra? — No sé, ni ganas. — ¿Eh? — Que no sé. — Oiga, yo soy su abuelo —objetó. Usted no me puede responder de esa manera. Se lo voy a decir a su padre. — ¿Y cómo quieres que te conteste? — Con el respeto que se me debe. — ¡Okay!, con todo el respeto, sigo sin saber dónde está. A los pocos días, después de haber sufrido a mis abuelos y los dolores en las encías —nos habíamos tomado un frasco de aspirinas—, Paulina y yo volvimos donde el ortodoncista. El Dr. Crucet era un hombre de unos cincuenta años, de corta estatura y calva testuz, con pecas en la cabeza y los brazos. Su ayudanta y amante, Lidia, era una mujer joven, alta y esbelta. Había sido, según mi madre le acababa de contar a tía Ofelia, querida de un primo de mi padre llamado Nine, que era el padre de su hija. Lidia era muy bonita, de piel lisa y lampiña, y llevaba su brillante cabellera negra recogida debajo de la gorra de enfermera. Lidia nos mandó a sentar en la silla de examen y Crucet nos cementó casquillos de plata con agarraderas para ligas en los colmillos y en las muelas posteriores. Al día siguiente, cuando el cemento había fraguado, regresamos a la oficina a que Lidia nos pusiera las ligas elásticas que halaban los dos colmillos de abajo hacia el espacio conquistado en la parte media de la boca. El plan de Crucet consistía en retraer la barrera de las primeras muelas para permitirles a los dientes de alante desmontarse y enderezarse. El tratamiento duró casi dos años. 134 Durante aquella visita a La Habana, había tenido que tolerar los arreglos de dientes del Dr. Crucet y el taedium vitae en casa de la parentela paterna. Aquellos primos se habían criado lerdos, incapaces de divertirse. Sólo el menor de los tres loquitos de tía Coralia, Pablito, se atrevió a incordiar al abuelo una tarde. “Toc, toc” le tocamos un par de veces en la ventana de su cuarto cuando se acostó a dormir la siesta y salimos corriendo. Segundo se levantó dos veces a ver qué pasaba antes de ponerse a vociferar. Luego esperamos a que estuviera dormido. Le hicimos “¡pum, pum, pum!” en el batiente de la ventana y nos fuimos a desternillar de risa a casa de tía Coralia. El viejo quería llamar a la policía y reportar, al acaso, a todos los vecinos del barrio. En aquella nota mayor, casi escandalosa, terminó la visita y llegó el momento de regresar. Creo que unos deseábamos marchar y los otros deseaban que nos marcháramos. 135 * A principios de julio (1958) regresamos a Meneses y nos reintegramos a nuestras vidas. Volvimos a la conocida dejadez del pueblo, cada cual con su compromiso o divagación. Mi padre volvió a su quehacer en el consultorio. Mi madre se sintió dichosa una vez descargada de la responsabilidad de cuidarnos en lugares poco conocidos; muy pronto, volvió a reunir en la sala de su casa a Isabel, la mujer de Quinto, a Filadelfa y a las Bauta para intercambiar chismes con ellas. Paulina retornó a la caseta del patio a dar sus clases de Aritmética con una maestra de Yaguajay. Walter Júnior andaba arrastrando una soga por el patio, tratando de enlazar las tablas de la cerca; aún lloraba de miedo cuando Paulina y yo le salíamos al paso envueltos en una sábana, diciéndole: “Soy la Mabulla Negra” ó “Soy el Embuste Rojo”. Tú, que nunca habías visto el mar hasta llegar a Varadero, te volviste soñadora; tal vez, después de haber visto tantos cuerpos casi desnudos en la playa, te hubieses sexualizado más. Yo te hacía las comisiones en mi bicicleta para que no tuviera que ir a la tienda a pie por minucias. ¿Recuerdas? Por las mañanas, antes que el sol pegara fuerte, conversábamos un rato sentados sobre el borde de la canoa que había sido abrevadero de caballos y refugio de biajacas; nos sentíamos muy a gusto bajo la sombra de las matas de campanas, entre los aromas delicados de aquellas flores. Algunas veces, nos metíamos hasta el fondo del traspatio, por donde había existido la caballeriza, a ver cómo se descomponía el cuerpo de negro plumaje de un aura tiñosa que había trabado su cabeza calva, del color de la sangre fresca, entre dos tablas de la cerca. Eso no se te puede haber olvidado, ¿verdad? * Algunas tardes, mientras las visitas conversaban con mi padre en la oficina, seguía el movimiento de las siluetas en la mampara de cristales moteados y opacos que separaba el despacho de la saleta. Como la proyección no era nítida, me parecía chusco que el abre-y-cierra de bocas no pareciera coincidir con las voces. Casi todas las semanas, sentado en su buró, mi padre recibía a algún viajante de medicina. A mí me gustaba escuchar lo que hablaban, aunque no entendiese los términos médicos. Me arrellanaba quedo en el sillón de la saleta, 136 junto al cajón de la radio, y los escuchaba atentamente, haciéndome que sintonizaba las ruedas de los reóstatos del receptor para que mi madre no me regañase por espía. Los viajantes le dejaban a mi padre muestras de medicamentos nuevos — como el excitante que me había provocado la respiración— esperando que comprobara su efectividad y los recetara. En algunos casos, se trataba de experimentos médicos que deseaban efectuar los laboratorios extranjeros. También dejaban papeles secantes, con propaganda impresa al dorso, que yo utilizaba en los trabajos a tinta del colegio. A veces, cuando mi padre estaba leyendo los prospectos de las medicinas nuevas, el timbre del teléfono lo interrumpía. Todas las extensiones de Meneses e Iguará sonaban a la vez. El sistema telefónico de la zona consistía en tres docenas de aparatos de manivela, sin privacidad, y una operadora. Cada usuario tenía un código electromecánico —el nuestro era de dos toques largos seguidos de dos cortos. Como los usuarios se equivocaban generalmente marcando los códigos, respondía cualquiera que se sintiese aludido y la operadora telefónica tenía que intervenir casi siempre. Para llamar a la operadora, se le daba tres vueltas a la manivela del aparato telefónico, lo que producía un tono largo. Mi padre tuvo que explicarles a algunos pacientes que, si bien tía Emelina miraba, actuaba y hablaba de una forma muy singular, hubiera sido peor quedarse sin médico durante su ausencia. Ellos adujeron que tía Emelina practicaba una medicina de birlibirloque. Los pacientes le tenían cierta aprensión porque hablaba a trompicones y no hacía partos ni cerraba heridas grandes, sino que refería continuamente a los pacientes al hospital de Yaguajay. Sin ponerle atención a las quejas de los enfermos y sin pedirles muestras de heces fecales, le echaba mano al recetario y les mandaba a todos medicinas contra las lombrices. Había tratado a las hijas vírgenes de los guajiros con tal severidad, descaro y falta de tacto que, según le confesaron a mi padre, más de una mano se crispó sobre la empuñadura de un arma blanca durante la consulta. Algunos entendieron que los arranques de histeria y otros ímpetus demenciales de mi tía estaban fundados en el celibato. Los más, sin embargo, se extrañaban mucho de que una doctora se zangolotease tan groseramente cuando auscultaba a un hombre. Lo cierto 137 fue que, durante el ejercicio de sus funciones, tía Emelina se encendió con unas emociones algo chocantes para la gente sencilla de Meneses. “¡Hum!” exclamaba mi padre cuando oía los comentarios sobre tía Emelina, rebulléndose. No le había gustado a él tampoco cómo ella le había revuelto la sala del consultorio y el cuarto de los rayos-X. * Durante el curso escolar, había muerto Marcelo Caparroche, el abuelo de Cagao. Cada vez estaba más encorvado. Murió tranquilo, sin la concurrencia del médico ni la del sacerdote. Según me contaron las Bauta, hasta el último día de su vida había mantenido la costumbre de mostrarles el miembro a las muchachas que pasaban frente al portal de su casa. * Apenas llegamos a Meneses, apareció tío Taurino con Olga, su segunda mujer, y Olguita, la criada. De vez en cuando, mi tío visitaba la tumba de su madre porque, durante el año, estaba muy ocupado y se olvidada de lamentarla. Abuela Esperanza había muerto ocho años antes en nuestra casa —la casa que una hermana suya, Tomasa, le había regalado a mi madre. Según mi padre, había muerto de una enfermedad hepática. Yo le había tocado el vientre: su hígado endurecido fue uno de mis primeros recuerdos. Unos días antes de que muriese, nos hicieron una foto en el patio de la casa. Vestida toda de blanco, Abuela Esperanza está sentada en un sillón, con un risueño Walter Júnior en el regazo, Paulina de pie a su izquierda y yo a su derecha. A Olguita se la veía distante. No guardaba los antiguos afectos. Parecía haberse adaptado completamente a su nueva posición de cocinera habanera. Se le había borrado de la faz la antigua sonrisa franca que la caracterizaba. Se fue a visitar a su madre, Lunga. Según una foto que tenía mi madre, tío Taurino había sido un hombre apuesto treinta años antes. Era mediano de estatura, de cuerpo magro, rasgos muy finos y ojos arrobados. Ya aquella guapura le había pasado, pero se vanagloriaba de que muchas mujeres bellas hubiesen pensado en él con amor. Como vivía lleno de ese ánimo que da la solvencia económica, algunas mujeres se le acercaban. Tío Taurino había sido policía en Santa Clara por la década del 1930. El comandante Tandrón lo había trasladado a La Habana, temeroso de que le desvirgara y le preñara a su hija. En La Habana, tío Taurino había comenzado a prestar dinero a interés. Cuando cobraba ‘la gabela’, que era el 20% por mes del principal, la volvía a invertir, hasta tener un capital de 10,000 pesos en la calle. En la década del 1950, tenía una entrada mensual de unos 2,000 pesos, lo que era elevadísimo tomando en consideración que el sueldo de una familia de clase media en Cuba era de unos 400 pesos y una criada ganaba 20 pesos al 138 mes. Ya por entonces se había asociado con Armando Nieves, el abogado garrotero que se suicidó. Olga, la siria, era pobre en alegrías. A decir verdad, vivía con una gran pesadumbre enterrada en sus sentimientos. Tío Taurino se había casado con ella para cumplirle porque estaba encinta. Inmediatamente después de la boda, la había llevado a hacerse el aborto que la dejó estéril. “Pa’ qué dejar que te nazcan hijos pa’ darte penas” le decía él, tranquilamente. No era mi tío un hombre malo ni una de esas personas mediante las cuales Dios emplea procedimientos diabólicos. Era un hombre práctico sin formación cívica ni ética. Tío Taurino no se interesó jamás por Dios, sin ser ateo — solamente Dios es ateo; tampoco era partidario del Diablo, que es deísta. Una noche, Tío Taurino había vivido un romance en el malecón de La Habana con tía Asela, la hermana de mi padre que se había divorciado del marido. Mi tío se regodeó el mismo día que llegó contándome, entre las protestas de la siria, la aventura con tía Asela. Por los pudores que le causaba la presencia de su mujer, no llegó a referir en gran detalle lo que había ocurrido detrás del muro del malecón. Me dio a entender, no obstante, que el romance había sido furioso, profundo y muy satisfactorio para ambas partes. Ella le había envuelto con las manos suaves no sé qué y lo había besado con su hermosa boca no sé dónde, enardeciéndose ambos al punto de olvidarse que estaban en la vía pública. — ¡Ah, carajo, por eso ella me pregunta tanto por ti! —exclamé inocentemente. — ¡Ja, ja, ja! —se carcajeó mi tío de muy buena gana porque le encantaba recordar las calaveradas de su juventud. Contrariamente a su mujer, Tío Taurino tenía a tía Asela, que era maestra, por una persona de consideración. En su caletre, las mujeres instruidas eran superiores a las ignorantes. Se sentía profundamente halagado de que ella aún se interesara por él. Él apenas sabía leer, escribir y sacar cuentas sencillas. Calculaba la gabela borrándole el último cero a la cantidad que le pedían y luego sumándole dos veces el resultado obtenido a sí mismo. De tía Asela debo decir que era la más atractiva de todas las hermanas de mi padre. Era esbelta, de piel morena, nariz algo respingada, labios carnosos y, en general, muy graciosas facciones. Sus hermanas tendían a ser de piel muy blanca, labios finos, cuadradas y de nariz alargada. Además, difería de sus hermanas —las cuales eran dadas a los sermones feroces— en ser de discurso moderado y hablar en voz baja. Tía Asela, según dio a demostrar durante su vida, gozó de un sano apetito sexual, sin el histerismo e inhibiciones de las otras. Con su amor, Olga había intentado hacer a mi tío como su propia vida. Luego había comprendido que él no era hombre de sensiblerías. Asombrosamente, Olga no llevaba una existencia envenenada. No sufría la 139 humillación de tener que compartir su marido con la criada. Estaba vacía. Era hija de sirios y tenía cara de judía. Parecía ser de esas personas que aman hasta al diablo por amar al prójimo. En aquella época, se rumoreaba que hasta el jefe de los demonios se arrepentiría un día y que Dios lo perdonaría. Olga miró a mi tío con aire de reconvención. Luego me miró a mí con dulzura y me dijo, esbozando una sonrisa: — Perdona que se trate de tu tía, Joaqui, ¡pero qué puta es! Debería darle vergüenza engatusar a tu tío, que es un comemierda. Ella tiene que ser muy estúpida para pirrarse por un hombre casado. — ¡Cállate, Orrrga —masculló él—; la que me ‘engató’ a mí fuiste tú! — Mira as ver si le hablas al muchacho de otra cosa, Taurino, que no tengo ganas de incomodarme. Se lo voy a decir a Dulce a ver qué le parece. — Lo que usted diga, señora —añadió él con un tono burlón, pero cortó el tema. Mercedes, la primera mujer de tío Taurino, la madre de sus dos hijos, adujo para los efectos del divorcio que lo dejaba porque ‘hablaba mucha mierda’. La primera mujer y los dos hijos vivían en una casa que mi tío les había comprado cerca de la parada de autobuses de la Calzada Diez de Octure. A pesar de ser propietario de otras dos casas de renta, él, la siria y Olguita vivían en un apartamento, en un segundo piso, a menos de una calle de distancia de Mercedes y sus hijos. Mi tío reconocía, no con sus palabras sino con sus actos, que seguía enamorado de Mercedes —quien se acostaba con él de vez en vez—, pero que necesitaba a Olga (¡y a Olguita!) para sofocar sus calenturas sexuales. Creo que ambas Olgas se conmiseraban secretamente por haber quedado estériles a fuerza de abortos, una por Damián, el farmacéutico, y la otra por mi tío. Tío Taurino quiso ir a visitar a tía Serafina, la hermana suya y de mi madre. Yo me agregué a la excursión porque me reía mucho de las barbaridades que decía mi tío. Tío Taurino tenía un Chevrolet azul oscuro del año 1953. El día que los acompañé a él y a Olga a visitar a tía Serafina, detuvo el automóvil debajo de una mata de jobos, cuyas ramas sombreaban la carretera. Los jobos son unas frutas cilíndricas, de piel amarilla y carne entre el rojo y el naranja semejante a la de las ciruelas. Él comió muchos. Yo los probé y sabían bien. Olga no se atrevió a comer los jobos hasta comprobar que su marido estaba bien de salud después de haberse hartado de ellos —a ella no la hubiese echado la serpiente del Paraíso. Como siempre, la pasé muy bien en la finca de Pedrito, tía Serafina y sus once hijos, donde tenían la planta eléctrica de petróleo, el río lleno de truchas al pie de la loma y la mata de mamoncillos. Tía Serafina era gorda y bonachona; me había enseñado a comer harina de maíz con huevos fritos. Pedrito era delgado 140 y giboso; siempre tenía el caballo ensillado a la sombra y el machete a la cintura. Tío Taurino y tía Serafina necesitaron un buen rato para contarse las últimas noticias de sus muchos hermanos que yo no conocía. A la vuelta de la visita, llovía mucho. Había que recorrer un buen trecho de camino de tierra antes de llegar a la carretera; en dicho tramo del trayecto, encontramos un automóvil que se había deslizado por el fango y había caído a la cuneta. Nos detuvimos a prestar ayuda. Yo observaba por la puerta entreabierta del Chevrolet, desde el asiento trasero. Cuando tío Taurino estaba hablando con el propietario del vehículo accidentado, ‘recordé’ la escena del automóvil varado en la cuneta, entre la llovizna, como vivida en un tiempo anterior. Iba a comentárselo a Olga, que estaba fumando un cigarrillo ajena a cuanto ocurría, pero cambié de idea porque ella no entendería de esas cosas seguramente. Desde entonces, he recordado una decena de veces repeticiones de escenas ya vividas; por tal, he mostrado cierto interés en el concepto de las re-encarnaciones. * A finales de julio, tío Pancho visitó a mis abuelos en Meneses. Tío Pancho era el más joven de los ocho hermanos de mi padre. Ejercía de ortopédico en Santiejpírito (Sancti Spiritus) y tenía ya varios hijos. Solíamos visitarlos a menudo en la casa de Santiejpírito. Tío Pancho era alto y reservado. Estuvo a punto de perder la vida dos veces durante los años de violencia política. Como era propenso a profesar ideales, su humanismo casi lo pierde. Muchos años más tarde, le pregunté en Miami cómo viviría una segunda ronda en caso de re-encarnar y, sin titubear, me respondió a escape: “Sería malo”. Tío Pancho estaba conspirando contra la dictadura del sargento mulato junto con otros galenos de Santiejpírito. Les estaban prestando asistencia médica y monetaria a los alzaos (guerrilleros). Cuatro meses después, enterada de las actividades de mi tío, la policía del dictador despachó a un matón para liquidarlo. Poco antes de la llegada del asesino, se produjo la fuga del presidente mulato con sus colaboradores. El esbirro confesó que se dirigía a Santiejpírito a provocar a mi tío en la calle con el fin de balacearlo. En menos de dos años, cuando la Revolución se convirtió a su vez en dictadura, mi tío Pancho conspiró de nuevo. Lo delataron y se pasó diez meses preso e incomunicado en la cárcel de Isla de Pinos, donde casi lo mataron de hambre con una dieta de aguachirle. Siete años más tarde, logró salir de aquel desgraciado país. Pasó el resto de su vida en Miami, ejerciendo la medicina, sin salir más que a Dineylandia con sus hijos. En el exilio perpetuo, vió crecer a sus nietos y bisnietos. Murió del tratamiento de un cáncer a los 86 años. Fue el único tío a quien respeté. 141 * Hicimos un viaje a la costa con tío Pancho y su mujer, Hortensia. Sus hijos, que eran pequeños, se quedaron con mi abuela Emelina, quien había regresado de La Habana a seguir sufriendo a su marido en Meneses. Llegamos a un pueblo de pescadores llamado Carbó. Como por esa parte no había buenas playas, sino fango y mangles, alquilamos un velero y un guía para llegar a un cayo de fondo arenoso donde se podía nadar. El viento fue contrario aquel día. El barquero impulsó su embarcación de seis metros de largo con una pértiga: clavaba la vara en el fondo limoso por la proa y andaba empujando, descalzo, hasta la popa por dos pasarelas de tablas ligeramente arqueadas hacia babor y estribor. Para llegar a la playa, tuvimos que pasar entre dos cayos semejantes a los senos de Matilde Flauta acostada a dormir la siesta. A medida que nos alejamos del embarcadero de Carbó, quedaron atrás las emanaciones pútridas de los manglares y el aire empezó a oler a limpio. Costeamos un diente-de-perro donde unos pescadores habían colocado una estatua de la Virgen del Cobre en una oquedad y algunos visitantes recientes habían defecado. Midiendo el acto piadoso contra el impío, nos llenamos todos de pensamientos. El mar parecía verde aquel día y las ligerísimas oscilaciones de la superficie centelleaban sus resplandores en nuestros ojos disgustados, aunque no incrédulos. Me sentí agraviado al punto de querer castigar a los cerdos que le faltaban el respeto a la imagen que los HH Maristas veneraban. Después de agotarnos nadando y chapoteando en una playuela de aguas claras y poco profundas, en la que un aguamala turbó la felicidad total de Paulina, levantándole una roncha en el brazo, saciamos el apetito con bocadillos (sandwiches) de mortadella y pepinillos. Al atardecer, regresamos a Carbó en un santiamén con el soplo del viento sobre la vela. Aquellos días fueron muy buenos. Por una asociación inexplicable en aquel momento, durante el viaje de regreso a Carbó, recordé uno de los paseos largos del colegio de Cienfuegos. Un par de meses atrás, en la playa de Rancho Luna, un desaforado antiguo alumno de los Maristas discurseaba ante el subdirector, el hermano Julio, sobre la inmoralidad de la propiedad privada y la necesidad de acabar con el mayor de los entuertos, la idea de Dios. El tipo se identificaba como revolucionario. Durante media hora, no le dio oportunidad de hablar al hermano, creando una atmósfera que se envolvía a sí misma. El religioso le respondía negando lo que oía con la cabeza. Por fin, el hermano Julio, hombre pequeño con porte de mariscal, se molestó a la vizcaína y, con el color muy encendido, mandó al tipo a callar o irse a baladronear a otra parte. El otro, un ejemplar gordo y peludo, guardó silencio en su turbación, mirando al hermano con las cejas levantadas. Fue censurado sin odio ni malicia, pero con gran firmeza de convicción: 142 “La confusión y los celos conducen a muchos hombres a la sublevación —le advirtió el hermano, mostrándose claramente superior al otro. Conozco a la serpiente que te ha soplado al oído cómo, mediante la rebelión, podrás adquirir las cualidades que no tienes. Pero créeme, eres demasiado torpe para redimir a nadie. El reino de este mundo es un mito y no hay paraíso en la tierra. Tú buscas a tontas y a ciegas frente a quién prosternarte y a qué adorar. Y cuando halles al Diablo, habrás de sufrir el desprecio que él siente por los necios.” Basado en aquella experiencia, deduje que los comunistas eran unos tipos gordos, con la espalda peluda y calvos que no dejaban hablar a los demás. Me imaginé que los individuos de esa calaña no podrían prosperar entre gente razonable y sus discípulos tendrían que ser gaznápiros. Uno como aquél debió de haber defecado ante la imagen de la Virgen en el dientede-perro. * Por perseverar en la práctica de que leyese libros de guerras para guardar la paz con los demás, Gervasio me prestó El Tesoro de los Nibelungos, que resultó ser menos picante que La Iliada. Se trataba de las aventuras de unos caballeros germanos que se entremataban. El empuje de la gesta partía algunas veces del amor, otras de la estupidez y aun otras de los deseos de venganza de una mujer hermosa llamada Griemhild. *** Un héroe un poco soberbio, llamado Sigfrid, se había trasladado del reino de su padre, en los Países Bajos, al de los Burgundios, a orillas del Rin, a tratar de intimidar al rey Günter para que le diera a su hermana, la bellísima Griemhild. Sigfrid era el señor del tesoro de los Nibelungos y no necesitaba dinero, pero amenazó a Günter con quitarle su gente y sus tierras si no accedía a su demanda. 143 Günter, que era más listo que el héroe Sigfrid, en vez de confrontarlo, le puso dos pruebas para ganar la mano de Griemhild: lo mandó primero a pelear contra sus enemigos daneses y luego a que le ayudase a conquistar para sí a la reina Brünhild, de Islandia. Brünhild no solamente era hermosa como la aurora sino que, mientras mantuviese su virginidad, gozaba de mayor fuerza que cualquier hombre. Antes de entregársele a un macho, éste tendría que competir con ella en el tiro de lanza, en el salto y en el lanzamiento de una roca. Muchos caballeros habían perdido la vida tratando de conquistarla. Y Günter no tenía posibilidades de vencer a aquella mujer liberada. Sigfrid, sin embargo, tenía una gorra que lo hacía invisible; oculto a los ojos de todos, intervino en la competencia a favor de Günter y la orgullosa Brünhild fue derrotada en las tres pruebas. Se casaron Sigfrid con Griemhild y Günter con Brünhild el mismo día. Griemhild y Sigfrid se acoplaron maravillosamente bien en la cama. Brünhild, sin embargo, no quería renunciar a sus poderes viriles; maniató y colgó de un garfio al rey Günter las primeras noches para seguir siendo la forzuda doncella. Desesperado, Günter le pidió ayuda a su cuñado, Sigfrid; éste se puso otra vez el gorro que lo hacía invisible y sometió por la fuerza a Brünhild, pacificándola. Griemhild gobernaba a Sigfrid a su antojo y, mediante la fortaleza del héroe, dominaba a todos. En un altercado de mujeres que tuvo con Brünhild, le reveló que su marido la había violado para tranquilizarla y ponerla en su lugar. Brünhild, quien siempre se había sentido como castrada sabiéndose inferior a los hombres después de ser poseída, juró vengarse. En un momento de estupidez, Griemhild le reveló a Hagen, uno de los enemigos entre los amigos de Sigfrid, fiel al rey Günter y a su mujer, el punto vulnerable de la espalda de Sigfrid. Hagen mató a Sigfrid a traición mientras éste bebía en una fuente. Para mayor agravio, antes de que Griemhild pudiera servirse del tesoro de los Nibelungos para vengar a su marido, Hagen lo robó. Finalmente, Griemhild se casó con Atila, el rey de los hunos. Como mujer cristiana que era, de misa diaria, le costó mucho vencer sus escrúpulos y entregarse a un infiel. No obstante, la pérdida de Sigfrid, quien además de forzudo era cariñoso y hábil en el lecho conyugal, le había causado mucho dolor y deseaba desquitarse. Una vez consolidado su poder en Viena, logró atraer al reino de su nuevo marido a su hermano, Günter, y a Hagen. Después de la batalla, en la que se derramó muchísima sangre, Griemhild se sintió satisfecha y muy honrada de haber despachado a sus dos enemigos. *** Con la excepción de Rebeca y Ana Delia, más nadie en todo Meneses mostró el más leve interés por la historia del oro de los Nibelungos. Una mañana 144 que Robertico, el dichoso marido de Ana Delia, estaba practicando con una escopeta a tumbar auras tiñosas al vuelo, hallé a las dos primas montadas en alazanes dorados de ojos muy negros que tascaban la hierba a medio camino entre el puente del camino de Bamburanao y la casa del Oso Polar —el tíoabuelo que había pignorado su hacienda. Como Robertico, quien estaba escondido detrás de una palma, no acababa de acertarle a ninguno de aquellos pájaros feos que estaban planeando lentamente sobre nosotros, las mujeres se aburrían. Les conté la historia de Griemhild y Brünhild, que había terminado de leer la antevíspera. Rebeca no le tenía amor al ocio ni era mujer de su casa; por no aburrirse, acompañaba algunas veces a su hermano y a Ana Delia en sus correrías a caballo. Se interesó sobremanera por el personaje que encarnaba la varonil Brünhild, sobre todo por la forma en que lanceaba, antecogía y despachurraba a los hombres que deseaban poseerla. Al cabo, me dijo que le iba a pedir el libro prestado a Gervasio. Pensé que si su antiguo novio la hubiese domado como Sigfrid a Brünhild, ella también hubiese hecho feliz a algún hombre porque era muy guapa. Ana Delia, que era bellísima, femenina y sexual, se identificó inmediatamente con Griemhild. ¡Se la veía tan sexy aquella radiante mañana con la empuñadura de la fusta pegada a los labios! Ella era de esas bellezas naturales que provocan exaltación sin que les sea menester emperelijarse. Es imposible eximirse de su recuerdo. — ¿Y no tuvo amantes Griemhild? —me preguntó Ana Delia. — No se habla de eso en la historia —respondí. — ¡Ay, no parece una novela! —exclamó, desconcertada. — Es que a algunas obras les llaman gestas en vez de novelas cuando no tratan de tarros ni de amoríos —explicó Rebeca. Para entonces, al frustrado Robertico se le habían acabado las balas. Quizás por haber sido visto fallando en su intento cazador, montó a su caballo enfurruñado —se consideraba un buen tirador. El animal gallardeó en el sitio, como si quisiera animar al jinete. — ¿Cómo están por tu casa, Joaqui? —me preguntó con la faz tiesa cuando me vio. — Sin gatos —le dije. Robertico se sonrió complacido de la destrucción anterior, cuando había ayudado a mi padre a exterminar la gatería. Su cabalgadura resolló brevemente e hizo una corveta cuando le recogió el freno y le tocó el vientre con los tacones de las botas. Ana Delia siguió a su marido con rostro risueño. Rebeca me echó una mirada de complacencia por haberle presentado a Brünhild. Los tres caballos rompieron al trote y se alejaron hacia Meneses. 145 * Yo seguí en mi bicicleta camino a Bamburanao. Me crucé con el Oso Polar. Mi tío-abuelo caminaba ya con dificultad apoyado en su cayado. Rascaba la tierra del camino con las suelas de sus pantuflas de tela. Lo seguían media docena de chivas, unas negras y otras pintas. Mi decrépito pariente lucía muy cansado, como rendido por el tiempo; ya ni siquiera rezongaba incongruencias. Lo seguí con la mirada para asegurarme que podía aún escalar el peldaño del portal de su casa. Fue la última vez que lo vi. Seguí pedaleando rumbo a Bamburanao, consciente de que igual podía ir a otra parte. Me asaltó el pensamiento de que cada hombre es el autor de su individualidad —aunque los entendidos en la materia lo niegan. Yo Primera Comunión, colegio de Santa Clara, tercer grado. 146 * En las calles de Meneses no había árboles. En el parque, las matas de flores se secaban por falta de cuidados. En la práctica, el pueblo no tenía gobierno civil porque la gente no lo quería. Los propietarios, el sargento de la guardia rural, el juez, el médico y los empresarios se ponían de acuerdo sobre cualquier asunto; los demás vivíamos en la inocencia de las célebres mentiras. Meneses tenía una constitución entendida que reconocía mayores libertades y derechos para la gente que la del país o cualquier otra en el mundo. El sentido superior de la vida lo dictaba un humanismo cercano al prójimo, afirmado en las palabras y las obras de todos. ¡La Revolución Francesa fue una farsa porque todas las empresas de la plebe son perversas! Pero tú no sabes nada de esa porquería, Nenita. A principios de agosto, se marchó del pueblo el pastor protestante para no morirse de hambre. Era un hombre alto y amulatado que había aparecido por allá vestido de gris, con una Biblia debajo del brazo. Al igual que el cura, dijo representar al presuntuoso que había afirmado ser la verdad. El ministro entendió finalmente que, si los menesinos no creían en la Biblia “verdadera”, mucho menos creerían en la suya. ¡Hay tantos justos que piensan mal del Dios oriental! Es por la reputación que tiene Su mirada de verdugo. Así, por desgana, se libró el pueblo de una mala influencia. Frente al café y la bomba de gasolina, había un comercio de telas, hilos, agujas, alfileres y otros accesorios de costura conocido como La Casa de Cuco. En aquel tiempo, muchas mujeres sabían confeccionar ropas. Las telas estaban a la vista del público, arrolladas en unos cartones rectangulares de dos centímetros de grueso por treinta de ancho y un metro de largo. Las Bauta me mandaban algunas veces al comercio de Cuco Zorrilla a buscarles carretes de hilo y mi madre me arrastró allí una sufrida mañana para escoger telas de camisas que le pegaran a mi tono de piel. Los dependientes de la casa de Cuco Zorrilla eran gente de poca definición psíquica y algo imprecisa en lo sexual. Los dueños de la tienda, quienes eran primos de las Bauta, tenían un hijo afeminado de nacimiento. El muchacho, llamado Pablo, era introvertido y jamás dio escándalos ni mostró militancia homosexual —solamente para el dios cristiano la intención equivale a la acción—; sin embargo, el pueblo entero lo consideraba “raro” por sus gestos femeninos y su forma amariconada de hablar. El pueblo suele juzgar mal. En aquel comercio se desempeñaba también Roberto, el chino maricón. Cuco, el propietario, lo había tomado a su servicio por recomendación de las Bauta. En aquel comercio se hablaba de modas y de estampados en las telas. Una hermana de Cuco, Ohilda, que era viuda y vivía con ellos, también tenía un hijo que presentaba, desde muy niño, rasgos femeninos. Treinta-y-cinco años más tarde, aquel único hijo murió en Miami de SIDA. ¡Pobre mujer! 147 Nadie en Meneses utilizaba palabras desagradables o, mucho menos, violencia contra Pablo. En verdad, el ser cualquier cosa en la opinión de la gente vale muy poco. Como te digo después de haber recorrido algo de mundo, Nenita, nuestro pueblo era lo suficientemente pequeño para que la gente no perdiese su humanidad. ¡Tú eras muy humana! Que el amor al prójimo no sea tu infierno. Además, ningún vecino pudo descubrir fealdad en el pensamiento del muchacho. Por otra parte, Pablo era católico y puro; los domingos, yo le ponía la bandeja debajo de su quijada grande cuando el padre Ortiz le daba la comunión. ¡Pablo debió de haber sido cura! Todos los 16 de julio, día de la Virgen del Carmen, patrona de Meneses, Pablo participaba en la procesión en honor a la Virgen: terminada la misa cantada, cargaba devotamente uno de los dos candelabros grandes por todo el pueblo bajo las explosiones de los voladores. Por esos días, Gloria, la Bauta casada, dio a luz a su segundo hijo y Pablo fue el padrino. Ni siquiera Roberto el chino, después de sufrir la merecidísima caída por puño (knockdown) en el baile, fue injuriado. Mi madre me decía que, aunque fuera “pájaro”, no lo insultara. Roberto se marchó del pueblo en pos del ambiente de La Habana sin que lo echaran. La homofobia es un fenómeno de las grandes ciudades, donde la gente olvida de que los maricones tienen madres y padres que sufren por ellos; aunque también, al amparo del tumulto, los pájaros se vuelven buitres y provocan una gran hostilidad. Cuco Zorrilla era hermano de la esposa de Cabrera, el dueño de la bomba de gasolina, la fábrica de gofio y el cine de Meneses. En esa rama de la familia había epilepsia. Se sospechaba que en la línea genealógica de Cuco Zorrilla hubiera alguna deformación genética, al igual que en la de El Colorao. Una vez, le pregunté a mi padre cómo ocurrían esas rarezas. Él lo pensó un momento, se encogió de hombros y me respondió: “No sé”. * A principios de agosto, a mi padre le dio un cólico nefrítico. Se pasó tres días bebiendo grandes cantidades de agua de coco y unos polvos medicinales que se recetó a sí mismo. El pueblo se quedó sin médico hasta que expulsó la piedra que tenía en un riñón. Con la cara avinagrada, mi madre exclamaba “¡Huy!” cada vez que le explicaba a alguien que su marido había orinado sangre con la piedra. Felizmente, las guajiras del entorno menesino y campos aledaños se aguantaron tres días sin complicaciones de partos. En el pueblo había una negra flaca, llamada Tranquilina, que se dedicaba 148 a lavar, a planchar, a fabricar melcochas —unos dulces blancos, elásticos y pegajosos que envolvía en hojas de naranja— y a partear. Algunas veces, llegaba a la consulta de mi padre a cualquier hora y le informaba que una parturienta “no soltaba” ó había “rajado un poquito” dando a luz. Entonces mi padre iba a lugar del nacimiento con fórceps, puntos, desinfectantes y antibióticos. * Antes de regresar al colegio a cumplir con los deberes que el porvenir le impone al presente, mi madre quiso que me hiciera media docena de camisas. Después de perder una mañana viéndola escoger las telas, me llevó donde la costurera, una señora que yo no conocía, a que me tomara las medidas. Como estaba “dando el estirón”, se mandaron a hacer las camisas bien amplias. Mi madre, que sabía coser, conocía de medidas. Medía a sus hijos el día que cumplíamos los dos años. Según creía, creceríamos justo el doble de dicha medida. A mí me tocaba ser justo del alto de tío Rolando, a Paulina del de tía Coralia y a Wifre del de tío Pancho. ¡Y no se equivocó! * Cuando mi madre y yo salíamos de nuestra casa para dirigirnos a la de la costurera, que estaba en la Calle de Atrás, nos pasó por delante un perro corriendo a escape y aullando. Conocía al animal de verlo suelto por el pueblo. Era aquel perro pequeño, sin dueño conocido, de pelo blanco. ¿Recuerdas? Los aullidos que lanzaba eran de un dolor muy agudo. — Lo envenenaron —nos dijo Raúl Méndez, que salía también de su casa. — ¿Eh? —retornó mi madre, sin entender. — Le dieron estricnina. — Yo me pude haber quedado con él —dije, sintiendo una gran pena, sospechando que lo habían matado por el gusto de verlo sufrir y morir. Tú lo habrías cuidado bien. — Vamos —me dijo mi madre en voz baja para que siguiera andando. — Y dile a Joaquín, Dulce —añadió Raúl Méndez en tono grave—, que no se siga colgando de los camiones cuando anda en la bicicleta. Si el camión tiene que frenar de golpe, se puede escachar. — ¿Ya lo oíste hijo? —me preguntó mi madre, mientras una ligera nube le pasaba por los ojos. Ella me había creído al abrigo de semejante estupidez. — Sí —me rendí. Sabía que bajo la apariencia rústica de Raúl Méndez se ocultaba el buen juicio. — Que no se repita, hijo. — No —repuse, seguro de mí mismo, todavía sintiendo el sobresalto interior por el maltrato del perro. Por una parte, no deseaba cargar a mi madre de inquietud; por otra, deseaba vehementemente vengarme de los asesinos del perro. Cuando averigüé, más tarde, supe que se trataba nada menos que de 149 Haroldo. Consideré entonces que el pelotero había quemado la indulgencia de la pedrada que le había dado en el cráneo y que estábamos en paz. ¡Y pensar que había estado a punto de pedirle perdón! — Menos mal que éste entiende rápido, Raúl —le dijo mi madre a nuestro vecino. — Y si se le olvida, yo se lo recuerdo —añadió Raúl Méndez a modo de despedida. * Hacía unos días que tío Rolando había acabado de exterminar a unos perros jíbaros que vivían en las cuevas de Bamburanao. Una señora de Remedios, la cual estaba tocada de muerte, había mandado a soltar a sus perros porque no tenía quién los cuidara. Los perros se habían adaptado a la vida salvaje en tres generaciones: primero comían pollos y hurtaban huevos; luego, robaban lechales y les comían los jamones a los cerdos vivos; finalmente, les crecieron los colmillos y se comportaban como lobos, matando en jauría y devorando puercos grandes. Varios guajiros habían tenido que subirse a los árboles por amor al cuerpo cuando los perros hacían sus correrías. Tío Rolando había envenenado a la mayoría de los perros jíbaros con estricnina; a los otros, incluyendo a sus cachorros, los había quemado en las cuevas o los había rociado con perdigones. Tío Rolando había secuestrado ya a sus hijos, que vivían en casa de mi abuelo Segundo. Él iba mucho por casa de las Bauta a “noviar” con Teresa, una prima de ellas que estaba de visita. Por las noches, aquella casa parecía una mancebía antieconómica (ó un bayú decente): Teresa recibía a tío Rolando, Matilde a su novio, Manolito, y Eva, que había roto con Sancho, el marido de Beatriz, a Julio Oliva. Afortunadamente, Teresa ayudó a postergar casi un año el asalto a la virginidad de Lody, la hija de trece años de tío Rolando. Teresa jamás sospechó que su novio era un belitre. Cuarenta-y-cuatro años después, le envió una carta a Miami para saber de su vida. * A mediados de agosto, se aparecieron tía Ofelia y tía Gladys con sus maridos e hijos a hacerle la visita a su padre, abuelo Segundo. Tía Ofelia había avisado por telegrama que llegaban en el buj a Iguará, acompañada de Carlos y sus dos hijas, Tania y Emelinita. Abuelo Segundo había enviado a Reynaldo, su hombre de confianza —según mi madre, un hijo suyo sin reconocer— a esperarlos en la estación de trenes en un yipi. Tía Gladys y su esposo, Pablo, habían llegado en su Chevrolet Belair verdeazul y blanco del 1955. Tía Emelina, que había extendido su visita, había prometido regresar con tía Gladys a La Habana para la tranquilidad de todos. La más joven de mis tías por parte de padre era Ada, que tenía entonces unos 26 años. Siempre había vivido con sus padres.A los cinco años, un carnero que mi abuelo tenía en el patio de su casa la había acometido furiosamente. 150 Antes de que se la quitaran al animal, recibió varios cabezazos en la cara y en el cráneo. Según dicen, fue así que embobeció y le quedó la nariz de boxeador. Tía Ada tenía la piel morena, como tía Asela, pero era cuadrada (sin caderas hermosas) y regordeta como sus hermanas. No parecía entender de nada y lloraba por cualquier cosa. Sus palabras, cuando se entendían, rayaban en la idiocia. No era buena ni mala: era tonta. Manolo, un hijo de Morales, el dueño de la planta de petróleo, se hizo novio de mi tía boba por los beneficios que le podía reportar un acercamiento a la hacienda de Segundo. Ya sabían todos que Manolo no era feliz con la vida que le había caído en suerte. “Tanto vales cuanto tienes” resonaba el eco de una voz muy antigua. Poco sabía el pobre Manolo que Segundo se deleitaba contemplando su dinero y no daba nada. Lo que menos se podía imaginar el pobre aprendiz de electricista era que el avaro de mi abuelo tampoco estaba contento con su suerte: ¡quería más! A los pocos meses de iniciarse el noviazgo, Manolo murió en La Habana, electrocutado dentro de una secadora de ropa que estaba reparando. El desconsuelo de tía Ada la llevó a acostarse en un parque público con un tipejo que conoció en la calle durante una visita a casa de tío Pancho, en Santiejpírito. Aquello fue un escándalo familiar. “¡Ay, le partieron el bollo a Ada!” detonó Carlos, el marido de tía Ofelia, que era muy elocuente cuando 151 bebía. Pero aquello tendría un final feliz: tía Gladys, que era muy católica, le consiguió poco después a tía Ada un antiguo seminarista para casarse. ¡Y tuvieron una hija perfectamente normal e inteligente! Curiosamente, la hija de tía Ada llenaría de felicidad los días de tía Gladys, que no tuvo hijos. Tía Gladys era farmacéutica y trabajaba en un laboratorio de La Habana, donde había conocido a Pablo. Pablo era médico y había recorrido partes de Latinoamérica con la Organización Mundial de la Salud antes de casarse en segundas nupcias con mi tía. No tuvieron hijos entre ellos. A todos los sobrinos, tía Gladys nos resultaba agradable porque nos traducía los muñequitos (comics) impresos en Inglés. Yo me había sorprendido muchísimo de que el título de un muñequito, Kidnapped, que había comprado en La Habana recientemente, significara “secuestrado”, del anglosajón “chivitocogido”. Pablo, el marido de tía Gladys, tenía en aquel entonces cincuenta años, veinte más que ella. Era de carácter uniforme y palabra fácil. Su cultura era amplia: conversaba con la misma facilidad sobre la fórmula de un medicamento, las ventajas del ácido nicotínico en la conservación de la memoria o los retruécanos de Artagnan en Los Tres Mosqueteros de Dumas. Siempre, un sentimiento de humanidad matizaba sus palabras. Yo lo admiraba. *** Hacía unos meses que Pablo había regresado de El Perú. Un brote de alastrín, en una tribu cercana a Iquitos, había inquietado a la Organización Mundial de la Salud. Contrariamente al hambre y a otros padecimientos que aquejan a los seres humanos, las enfermedades contagiosas producen una gran alarma por el mundo. Según le había oído contar a Pablo durante mi reciente viaje a La Habana, él había pasado varios días vacunando jíbaros; y por las noches, bajo estrellas brillantes como verdades, sus ojos habían apreciado las rebabas de luz de luna en los senos de las indias desnudas. Para llegar a la tribu afectada, Pablo y sus colegas habían cabalgado en mula por estribaciones de montañas y terrenos fangosos, entre la chillería de los pájaros y el derrengue de vacas rabiosas que habían sido mordidas por los vampiros. Junto a los rizos achocolatados del Ucayali, detrás de unos sembrados de maíz y mandioca —donde trabajaban las mujeres vistiendo solamente un 152 breve faldín—, hallaron el caserío que buscaban, en un altozano; en éste, identificaron tres enfermos de alastrín, que fue benigno. Antes de alejarse de aquella tribu, Pablo y sus colegas se detuvieron ante una jíbara de unos veinte años que se sostenía en puntillas sobre un montón de paja, entre un enjambre de moscas: tenía las muñecas atadas a una barra alta que descansaba en dos horquillas clavadas en la tierra. A juzgar por los senos caídos de la mujer, era multípara y presumieron un alumbramiento fácil. La mujer pujó tres veces seguidas y sus quejidos se unieron. Entonces apareció el marido, la rodeó por detrás con los brazos cruzados y le exprimió el vientre hacia abajo, sin hacerle tacto siquiera a fin de comprobar si había dilatación. La mujer lanzó al indiecito sobre la paja. Cuando comenzó a salir la criatura, varios médicos se dispusieron a asistir en el parto; mas un médico peruano les cortó el intento, diciéndoles que, si tocaban a la criatura, el padre la mataría. Para aquellos indios, el primer hombre que tenga contacto con un recién-nacido se considera ser quien lo ha engendrado. El indio cortó el cordón umbilical raspándolo con un cuchillo, como se castran los cerdos, para que el deshilachado contuviese el flujo de sangre proveniente de la placenta, que estaba aún adherida al útero. Seguidamente recogió a su hijo y lo acostó en la hamaca. Cuando la mujer terminó de expulsar la placenta, el indio le desató los brazos y la envió al campo a quebrarse sobre un surco. *** Pablo moriría al volante de su auto en Miami 35 años después. Una noche, sufrió un ataque fulminante al corazón en una encrucijada; la máquina, sin control, se estrelló contra un pretil. El policía de tránsito que atendió el caso puso un ticket sobre el cuerpo exánime de Pablo antes de que llegara la ambulancia —tal vez para que se hiciera cargo de la multa en caso de resucitar. Abuelo Segundo estaba enamorado de su nieta, Tania, que tenía entonces unos quince años y ya se teñía el pelo de rubio. Su cuarto de baños solamente lo compartía con ella. Mi abuela tenía que ir a lavarse al otro. La visita de Tania lo animó a mandar a asar un puerco, bueno para comer, que tío Rolando había ojeado en la finca unos días antes. 153 A pesar de estar la antena de mi abuelo montada en una torre de 20 metros de altura, la recepción de la televisión en Meneses no era buena. La imagen en blanco y negro tenía casi siempre llovizna y había que ajustarle a menudo el circuito vertical con el reóstato marcado “horiz”. Como, por añadidura, los programas de Cuba eran bastante mediocres, nadie quiso ver la televisión el día de la fiesta y tuvimos que conversar ‘en familia’ mientras se preparaba la mesa. Esperamos la llegada del animal asado reunidos, por la fuerza inexorable de las circunstancias, en el portal de la casa. Las mujeres estaban sentadas en sillas y los varones estábamos sentados en la baranda, con los pies trabados en los balaustres o recostados a las columnas. “Dubius sum, quid faciam (no sé qué hacer)” pensé, recordando las palabras del hermano Julio cuando me veía aburrido. Le pedí permiso a mi padre para irme al cine y me lo negó. Tuve que sufrir un exordio de tía Ofelia contra las cintas violentas de cowboys e indios que se exhibían en el cine de Meneses. “Por nada del mundo dejo yo a mis hijas ver películas de sangre y venganza” me dijo con un mal disimulado tono de hipocresía, mirando de soslayo a mi padre. De tía Ofelia, que era inconstante como la luna, sólo eran seguras las pullas. Carlos, el marido de tía Ofelia, parecía darle la razón a su mujer. Pero no, ¡estaba borracho! Esbozaba una sonrisa estúpida que ya le conocía. Aquel buen hombre era feliz bebiendo cerveza y meando. Cuando discutía con la nariguda 154 de su mujer, descubría verbos y nombres ofensivos para expresar sus sentimientos. Ella le gritaba por encima de sus agravios, recordándole que sus parientes eran tan borrachos como él. — En el Paraíso Terrenal, Dios hacía correr cerveza por los ríos —había declarado Carlos en una borrachera, pateando la puerta de su casa porque tía Ofelia no le abría. — ¡Hereje, borracho asqueroso! —lo había sentenciado ella. — Hija’e-putá —la apostrofaba él. — Será “hija’e-puta”, animal. ¡Aprende a hablar! — No; hija’e-putá, porque fue una putada traerte al mundo, arpía. ¡Y voy a estudiar pa’ abogao pa’ que no me jodas más con tu cultura! — ¡Y tu familia, cacho de cabrón? Tu hermana, Getulia, además de borracha es puta. — Si soy cabrón es porque me has pegao los tarros, ¡puta’e-mierda! — Tú me los has pegado a mí, ¡putañero! — ¡Je, je, je! ¡Vete pa’l carajo! Entre las discusiones habaneras que yo no presencié, las hubo mucho más graciosas todavía. El vecindario entero se reía con ellas. Tía Ofelia pregonaba por el barrio que ninguna de sus hijas había sido concebida en una borrachera. Y era verdad: Carlos dormía sus monas en el portal de la casa. Siguiendo la inspiración de una codicia sórdida, tía Ofelia había entrenado a mi prima Tania a sentársele en las piernas a mi abuelo con una sonrisa llena de coquetería, a echarle los brazos al cuello y decirle con su voz fresca: “¡Ay, Papá Segundo, a mí me gustan tanto tus fincas!” Esperaba tía Ofelia que las zalamerías de Tania influyeran lo suficiente sobre aquel viejo degenerado, de semblante altivo y sonrisa hipócrita para que testase a su favor. Claro que todo aquello se jodió y ella vertió muchas lágrimas por la hija’e-putada que no pudo consumar. Como era de esperarse, aquellas movidas afectivas causaban grandes discrepancias entre los hermanos, que no eran gente de paráfrasis ni circunloquios y se insultaban con facilidad. Entre ellos siempre había concisión para que las injurias se propagaran velozmente. Los menos instruidos y los más perturbados, tío Rolando —que también era fanfarrón—, tía Emelina y tía Ada, eran los más proclives a pronunciar afrentas groseras. Las palabras de Tía Ofelia, que parecían despeñarse de la mueca que dibujaban sus labios finos, eran calculadas y reticentes. Los hermanos asociaban la valía personal con la capacidad de maltratarse de palabra unos a otros. Casi todos eran insolentes. Tío Pancho, tía Gladys y tía Asela eran las excepciones: él por humanidad y ella por desinterés. Unos deseaban hacerse sufrir por los otros y viceversa. Creo que, entre ellos, jamás una reparación siguió a una ofensa. Segundo los había criado así. 155 Cuando se perdió la luz del día, los panaderos llevaron a la mesa de abuelo Segundo el lechón recién-sacado del horno. La carne blanca despedía un aroma delicioso. Según explicaron, después de alijarlo con naranja agria, sal y especias, lo habían asado a fuego lento en el horno de leña durante doce horas, echándole mojo y vino cada veinte minutos. Aquella tarde, se descorcharon botellas de buen vino y sidra española. La carne y el pellejo del lechón se nos deshacía en la boca. Yo quise comerle la carne suavísima y chuparle el tuétano a la aguja (espina dorsal). Varios hermanos hablaban a la vez y ninguno escuchaba. El zumbido de sus voces, entremezclado al vapor de las fuentes de comida, obraba una impresión de niebla vaga con simulacros de realidad. Hubiera preferido pasar hambre en el cine. Con su pelo teñido de negro azabache, mi abuelo parecía un demonio — verdaderamente, fue un pobre diablo. Vestía una guayabera blanca de hilo, almidonada y planchada. Exhalaba un perfume tan fuerte como el olor del chivo que había guisado la criada. Estaba sentado a la cabeza de la mesa, comiendo ensalada con excesivo refinamiento. Parecía estar embriagado con la presencia de Tania, a la que había mandado a sentar en el extremo opuesto para verla de frente. A Emelinita, la otra hija de tía Ofelia, que no era agraciada, jamás la miraba. Lody, la hija de tío Rolando, parecía tenerle miedo. Paulina lo hallaba ridículo. En el matiz nacarado de la cara gorda de mi abuela brillaba la grasa del cerdo. Ella masticaba de costumbre con la boca abierta, tratando de imponerle conversación a cualquiera. “¡Shú, shú!” estallaba por momentos, escupiendo comida, con los ojos inflamados detrás de sus gafas. Entonces, a mi abuelo le relampagueaba la ira en la mirada y le ordenaba: “¡Cállate, Emelina!” Ella obedecía. Wifredo Sóstenes no sólo era la desesperación de sus maestros, sino la de los cocineros también. Después de pasar largo rato interrogando con la vista todas las paredes del comedor dijo: “No quiero esta comida”. Mi abuelo le echó una mirada displicente, acompañada de una mueca sombría. Mi madre fue a la cocina y le pasó los frijoles por un colador para que comiera algo y no desairase al abuelo. Después de los turrones, le pregunté a mi madre a qué se debía la fiesta en casa de mi abuelo y me dijo que no sabía. Con el efecto del vino, los hermanos se sosegaron y dejaron de pelear. Se mezcló vino tinto con sidra, llamado “España en llamas”, y se bebió mucho de éste. Todos estaban alegres —¿sabiduría de Carlos? Los primos, que no bebíamos, estábamos rendidos, unos por el sueño y otros por el aburrimiento. Sobre las once de la noche todo el mundo se fue a dormir. Al día siguiente, mi madre me mandó de regreso a casa de mi abuelo a jugar con mis primos. Como las hijas de tía Ofelia eran habaneras y los hijos de tío Rolando acababan de salir del campo y no se acostumbraban a la gente, me 156 fui al patio a comer las guayabas del Perú y las naranjas de mi abuelo. El caserón y su patio abarcaban una manzana. El patio estaba sombreado por un almendro coposo, cítricos, aguacates, mangos, güiras y plátanos. No había fosa, como en mi casa; por tal, los excrementos y los orines iban a parar a una zanja al aire libre en un extremo del patio, a la que le echaban petróleo de vez en cuando para que apestara menos. Por fin apareció Dimitri, el hijo de tío Rolando, que era dos años mayor que yo. Matamos a pedradas a un murciélago en la cuadra de caballos. Dimitri bebía agua del aljibe porque, si la tomaba del refrigerador, le daba dolor de cabeza —punzada de guajiro. Anduvimos alrededor de una máquina de recoger maíz aparcada en el patio. Al cabo de un rato me fui, sin haber conocido mucho a aquel primo delgado, de orejas grandes y ojos verdes que no se decidía a hablar. Cuarenta años después, Dimitri viajó a Cuba de los Estados Unidos a ver a su madre. La halló doblada, con la espalda deformada de las palizas que le había propinado tío Rolando durante los años de convivencia. Una vez liberado del compromiso familiar en el que me habían metido mis padres para complacer a mi abuelo, volví a mis actividades normales de recreo. Al domingo siguiente, sufrí el primer lapsus mentis de mi vida. Como de costumbre, después de almorzar, fui hasta el foyer del cine a recoger el programa de las películas que iban a echar en la matinée, a la tres de la tarde, y por la noche a las ocho. La primera era un film norteamericano de cowboys, titulado “La cicatriz delatora”. Me devané los sesos durante dos horas y media pensando, en primer lugar, cómo era posible que esos ‘estúpidos’ no supieran que el masculino de vaca era toro y no ‘tora’, y, en segundo, qué importancia podría tener la cicatriz de una vaca. Por fin, el desarrollo de la trama me hizo ver que se trataba de la cicatriz de una persona, por la que había sido identificada; había interpretado la palabra ‘delatora’ como ‘de la tora’ a pesar de tenerla claramente ante mis ojos. He sufrido otros lapsos semejantes desde entonces. Cada vez que me ocurre uno de ellos, inevitablemente, recuerdo el primero. A veces pienso que, en ciertos momentos, la mente invalida los ojos. * El resto del mes lo pasé yendo a nadar a la poza de Bamburanao. Si no llovía, pedaleaba por el camino de tierra hasta la entrada de la finca. Trasponía el portón, que permanecía abierto, y seguía por la guardarraya que cruzaba el cañaveral hasta la mata de carolinas, frente a la casa decaída del encargado de la finca. Recostaba la bicicleta contra el tronco del árbol, mirando de soslayo a la casa, por si la hija del encargado —la que se había envenenado— que era trigueña y muy bonita, estuviese mirando. De ahí, seguía a pie por la vereda elevada que permitía bajar a la poza, deseando encontrarme a la muchacha por el camino. Llevaba pensado decirle cualquier tontería como “vine rápido porque 157 el aire cedió” para incitarla a conversar. Pero ella salía poco de la casa porque acababa de tener un hijo. Un día, caminando por el callejón de piedras que separaba la casa de mi madre de la de las Bauta, toqué la tubería del agua, que corría por la pared de afuera y se metía en la sala de baños: estaba casi hirviendo. ¡Acababa de descubrir cómo era que, sin tener calentador de agua, como en la casa de Santa Clara, en Meneses nos pudiésemos dar también duchas tibias! Volví sobre mis pasos hacia el patio. Pasé la caseta donde se guardaban las bombonas de gas — que nos llevaban de Yaguajay y solamente se utilizaba para cocinar. Seguí con la vista el tubo del agua hasta el tanque alto de metal, forrado de madera. “¡Cáspita —tal vez haya dicho ‘coño’— es el sol!” Me di a sorprender la verdad sobre el servicio de agua de Meneses. Le pregunté a todo aquel que consideraba que sabía algo. Pronto, descubrí que el agua se les llevaba por tubería subterránea, desde un surtidero cristalino, a aquellos que quisieran pagar el servicio. La suma de obtención del servicio no debió de haber sido demasiado crecida, ya que casi todo el mundo lo tenía. Como el agua llegaba al pueblo con poca velocidad, había que dirigir el chorro sin fuerza a tanques montados sobre torres de los que se pudiese sacar, por gravedad, la presión necesaria para el aseo personal durante unos minutos. Como las casas de Meneses eran grandes, la tubería del agua “caliente” se dejaba expuesta al sol y la de la “fría” se enterraba. Quince años después, cuando el petróleo se encareció y se convirtió en un arma política, muchas personas desearon tener sistemas como el de Meneses. Durante el mes de agosto hubo varios entierros. Los guajiros pasaban por delante del portal de la casa cargando a los muertos en cajas de tablas. Algunas veces, mi padre tenía que seguirlos hasta el cementerio para hacerle la autopsia al difunto. Le oí decir que, por aquellos campos, había una alta incidencia de cáncer del pulmón por culpa de las cocinas de carbón y de la fabricación del carbón vegetal. * Entonces llegó el circo a Meneses. Lo plantaron en un terreno vacío, propiedad de mi abuelo, frente al cine. Aparentemente, los del circo no andaban bien de dinero y le pagaron a mi abuelo la renta del terreno con dos docenas de entradas. Como mis tías y sus hijas se habían marchado, a mí me tocaron dos boletos —uno para ti— y a Paulina otros dos. En la mañana de la noche de la función, cuando los del circo estaban armando la tienda, Paulina y yo quisimos visitar a los animales. No contaban más que con un león, que estaba sumamente flaco. Nos dio lástima verlo en su jaula, dormitando de hambre, sin emociones y negligente para con sus deberes salvajes. Algunos seres caritativos le recogieron media docena de gatos en un saco y se los metieron entre las barras de su jaula, pero el rey de la selva no 158 deseaba cazar y los dejó escapar. Paulina y yo nos fuimos a la carnicería de Ruperto, que estaba cerca de allí, le dimos una entrada para el circo y le pedimos toda la piltrafa que tuviera. Nos dio diez libras de pellejos y grasa de vaca con algunos visos rojos de carne. Busqué al domador del circo y se los entregué, advirtiéndole que eran para el león. El hombre me miró con cierto pesar y fue a echarle la piltrafa al desdichado felino. — ¡Misericordia! —exclamó Paulina. ¡Qué hambre tiene! ¡Mira con qué ganas se come la piltrafa! — Es que los leones son voraces —le respondió el hombre como por decir algo. — ¡No, no; yo sé cuando un gato pasa hambre! —lo reprendió Paulina, enfadada. A un animal saludable no se le marcan las costillas ni los huesos se le quieren salir por el cuero como a este pobre león. ¡Hasta la melena se le ha caído! ¿Tiene dientes? — Sí tiene —respondió el tipo, con socarronería, y se largó. Parecía que los derechos imprescriptibles de aquel preso habían sido violentados. De no ser por las sobras de la carnicería que le dimos, a aquel pobre animal lo habrían tenido que sostener para sacarlo a la pista por la noche. El espectáculo comenzó después de llegar mi abuelo, quien hizo a todo el pueblo esperar 30 minutos —los poderosos no son siempre los mejores. Inmediatamente, descubrimos que el domador del león era también trapecista. Caminó la cuerda floja, equilibrándose con una pértiga; para darle cierto sabor a la función, gritó “¡Ay!” y fingió trastabillar, como si fuera a caer sobre el público. El hijo-de-puta logró sobresaltarme. Él fue también quien le dio los martillazos en el pecho al hombre fuerte cuando se acostó en la cama de pinchos. Sospecho también que era él, vestido con traje de gorila, quien salvó a la muchacha desmayada de las garras del león, que estaba echado mansamente sobre la hierba. El circo fue uno de los grandes acontecimientos de la historia de Meneses. Sin contar una misa cantada por el cura párroco de Yaguajay —durante la cual el Diablo nos obligó a evacuar la iglesia con ataques de risa— lo sobrepasaron en importancia solamente la película “El último couplé” y la entrada de las fuerzas rebeldes mandadas por Camilo Cienfuegos. * Dos días antes que comenzaran las clases, regresamos a Santa Clara a terminar los preparativos del año escolar. Teníamos los afectos repartidos entre la vida de libertad que dejábamos atrás y la otra llena de normas que, con sus promesas, era un imán para el espíritu. El hermano Julio decía que una mente instruida es como un cielo constelado de luminarias. Considero, Nenita, que este mundo, donde impera la chusma, no carece de sentido y que el saber sólo 159 ahoga a los mostrencos. ¡Diantre, si el hombre superior es consecuente con su obra, tiene que suprimir al sinnúmero que debate las perogrulladas de la vida! El día antes de partir, fui advertido por un viento húmedo que revolvía las copas de los mangos, y también por las nubes negras que galopaban en el cielo, de que se avecinaba un chubasco. Antes de que los goterones de lluvia pesada percutieran sobre las tejas de los techos, me guarecí en casa de las Bauta, que era como la mía propia. Entré sin tocar. Traspuse la puerta de dos batientes, pintada de rojo, a través de cuyo postigo mi padre le pellizcaba cariñosamente la barriga a Eva Bauta cuando mi madre estaba en Santa Clara. Me hallé en la espaciosa sala donde las hermanas Bauta armaban el arbolito de Navidad todos los años. Entre la sala y el taller de costura, tenían el aparato de radio; en aquel entonces, los transistores no habían reemplazado a los tubos amplificadores y los radios disipaban algún calor. El receptor de las Bauta estaba metido en una cajuela plástica color hueso, de forma semejante a una caja de zapatos, con la apertura de la vocina en el lado largo de arriba. Por aquel radio, entraba a casa de las Bauta la voz de Clavelito, un espiritista, rimador y guitarrista que había seducido a media Cuba con sus consejos para la salud y el buen vivir. Cuando Mamatití vivía, las hermanas y la cocinera sintonizaban a Clavelito todos los días, con un vaso de agua puesto sobre el radio. Terminado el programa, una de ellas se bebía el “agua de Clavelito”. En tiempos democráticos, Clavelito había sido elegido representante de la República. Cada vez que pasaba junto a aquel radio, recordaba el verso de Clavelito: Pon tu pensamiento en mí y harás que en este momento la causa del pensamiento me llevará junto a ti Veinte años antes, en Alemania, Alfredo Rosenberg había descubierto que, mientras más se bajaba el nivel del periódico del partido, mayor era su circulación. Como no hallé a nadie en el frente de la casa, pasé a la habitación donde habían tendido el cadáver de Mamatití. Estuve largo rato prendido de las barras de hierro de la ventana, mirando la lluvia enloquecida mudarse en arroyuelos de agua y correr por los flancos de la calle. Cuando parecía que el aguacero amainaba, una bola de fuego estalló entre las nubes frente a mis ojos; la siguió el estruendo del aire que chocaba contra sí mismo. El susto que llevé, acoplado al afluente de un ruido semejante al chasquido de un látigo, me obligaron a descansar las rodillas en el poyo de la ventana. Lívido, me tuve que sentar en la 160 cama donde había visto a la viejita por última vez. No sé si fui tocado por el rayo o por el miedo. * A la mañana siguiente nos marchamos de Meneses. Salimos muy temprano, cuando los primeros relumbres pintaban las sombras. El Chevrolet Belair torció a la izquierda en La Calle de Alante, frente a la casa de mi abuelo; subiendo, cruzó junto a las casas adosadas de madera, la panadería, un quiosco, la fonda, el parque, el cine, los dos cafés, la fábrica de gofio, la gasolinera, los comercios de ropa y de víveres, la herrería, el hotel de dos habitaciones, la zapatería del cuñado de mi madre, la farmacia, la casa donde vivía el mecánico con su preciosísima hija rubia de ojos azules como el cielo, la ferretería, la casa del policía y, finalmente, el cementerio. Mi madre y Wifredo Sóstenes iban en el asiento delantero, junto a mi padre que guiaba. Paulina y yo nos habíamos apropiado de las dos ventanillas de la parte trasera y tú ibas en medio, con los pies apoyados en la eminencia del cajón dentro del cual giraba la barra de cardán; por tal, llevaba las piernas en alto y la falda caída sobre sus muslos lampiños. La carretera se estrechaba por el camino de Güayo; teníamos que atravesar un pedazo de rocoso, lleno de baches y otras imperfecciones, que demoraban la marcha. A cada rato, abrías las piernas para cambiar de posición y yo las mías —por no desnaturalizar una recta vocación— para que las rodillas se tocaran. Me gustaba aquello. Llevaba presente en mi mente, pero oculto de todos, que unos días antes, en el cuarto de baños de Meneses, había logrado masturbarme con información colegida de conversaciones ajenas. Nuestro momento se acercaba. Al día siguiente, me tocó ir a ver a Rosa, la dueña del manantial, para que nos llevaran agua potable —el agua municipal de Santa Clara no era buena para beber—, pasarle al césped la máquina de empujar —afortunadamente, la tierra era árida y crecía poco la hierba— y matar varias ranas. Cuando estaba regando las matas, pasó por la acera Marta Urquijo, la vecina de los senos pequeños con pezones puntiagudos y la tez sonrosada; la saludé anheloso desde mi lado de la cerca de alambre, sin advertir igual emoción de su parte. 161 Mis padres habían ido contigo, Paulina y Wifre a un comercio llamado La Ferrolana para abastecerse de alimentos. Me hubiera gustado que Marta pasara dentro de la casa y se hiciera novia mía. Durante mi última semana en Meneses, había comenzado la lectura de Los Tres Mosqueteros de Alejandro Dumas. Me la había recomendado Pablo, el marido de tía Gladys. La terminé en Santa Clara, el día antes de volver al internado, para mandársela de regreso a Germán con mi padre. Disfruté las intrigas de la corte de Luis XIII y, sobre todo, las del cardenal Richelieu. Me sorprendió que Artagnan enamorase a una mujer casada, que Athos sufriera por una bígama, que Porthos fuera chulo de otra casada y que Aramis no supiera si deseaba tener mujer o ser cura. El personaje de Milady quien, teniendo todo lo que podía desear, arriesgaba la vida por el gusto de hacer mal a otros me pareció extravagante. Mi corta edad no podía comprender cómo una mujer joven, rubia y bella podía disfrutar las burlas a la religión, el asesinato y el engaño. ¡Pero después descubrí que el mundo está plagado de hijos-de-puta, Nenita! * El último domingo de agosto, me dejaron en el colegio de Cienfuegos. No volvería a ver a mis padres y hermanos hasta mediados de diciembre. Mi madre y tú se quedaron en Santa Clara hasta que Paulina terminara sus clases y Wifredo Sostenes volvió a Meneses para asistir al colegio parroquial de los Padres Paules en Yaguajay. Yo 1947 162 * El anticipado regreso a la vida esforzada del internado no me había inquietado durante las vacaciones. Había gozado las distracciones y los juegos consciente de que llegaría septiembre y el sexto grado —así como ahora sé que llegará la muerte. A decir verdad, me podía sentir feliz o extraño tanto en casa como en el colegio. El director del colegio de Cienfuegos, el hermano Alejo, era un castellano alto, de ojos hundidos y quijada puntiaguda. El día del arribo, saludaba cortésmente a los padres de cada interno, adoptando cierta afectación; cuando éstos marchaban, nos dirigía unas palabras a cada cual, como estudiando la constitución del rebaño. Me preguntó mi nombre y mi número de pupilo. Creo que no me volvió a hablar hasta noviembre del año siguiente, cuando me avisó que tenía una llamada de larga distancia en el teléfono de su oficina. Era difícil saber si el hermano Alejo se pasaba el año estudiando la administración del colegio o considerando bagatelas y fruslerías. En una ocasión, pasando yo frente a la puerta del comedor de los hermanos, lo vi beberse un vaso de vino. Sus obligaciones lo llevaban algunas veces a meterse en los bayuses (putisferios) a sacar a los alumnos mayores de entre las piernas y sobre el vientre supino de las meretrices; esto lo hacía con una seriedad pasmosa, sin quitarse la sotana. Una vez capturados los pillos, no los recriminaba ni los aconsejaba, sino que les ponía una mala nota en conducta y les escribía a sus padres, acusando a los muchachos de haber infringido los reglamentos escolares. A los más pequeños de los alumnos nuevos les costaba aclimatarse al internado. Durante los primeros días del año escolar, siempre aparecía por alguna parte un muchacho triste, al que le caían dos chorros de lágrimas brillantes del oscuro abismo de los ojos. Ordinariamente, ocultaba la cara entre sus brazos cruzados contra una pared. A veces pateaba, al compás del llanto espasmódico, la maleta de los libros. En tales casos, era el subdirector, el hermano Julio, quien se le acercaba y lo consolaba. A los mayores, los mandaba a curarse la melancolía en el campo de deportes. En el curso 1958-1959, pasé del grupo de los pequeños al de los medianos, con todos los honores que dicho ascenso representaba. Ya podía ser sospechoso de formular imprecaciones furiosas contra mis compañeros, de manifestarme mediante actos de violencia o de intentar escapadas a los lupanares de los barrios bajos. Pero yo era un muchacho bueno, tal vez un poco guasón, que no le deseaba mal a nadie, que no tenía inclinaciones sadistas y que sentía por las putas mucho más temor que deseo. Volvimos inmediatamente a la vida de filas silenciosas, horarios de precisión, domingos perfumados con jirones de incienso y comidas sosas. Esta vez, asistíamos a las clases en el mismo edificio donde vivíamos, sin tener que desplazarnos a la primaria. En el primer piso estaban las clases de Ingreso, en 163 el segundo los salones de estudio y las aulas de primero y segundo año de bachillerato y en el tercero los dormitorios y las clases de cuarto y quinto año. Si alguna vez pasaba frente a las puertas de las clases de bachillerato, en el tercer piso, veía al hermano Valentín escribir en la pizarra funciones e igualdades trigonométricas, al hermano José dar clases de Francés y de Química o al hermano Julio enseñar Física. Ya me había animado a aprender todas esas cosas. Empezaba a sentir que me acercaba a la frontera de mi Tiempo. Sin embargo, aquellas aspiraciones se desmoronarían cuando la agitación provocada por unos 164 cuantos energúmenos contagiara a la multitud ilusa que deseaba llamarse ‘pueblo’. El sexto grado, llamado también Ingreso al Bachillerato, requería un examen de dictado eliminatorio al final de año. Para pasar la prueba, que sería en mayo, nos empezaron a enseñar Gramática y Ortografía desde septiembre. Impartían clases hermanos y laicos, pero el hermano Rafael estaba a cargo de la mayor parte de las clases. Valía una prevención: en el sexto grado, unos camaradas se mostrarían aptos para los estudios superiores, otros para los estudios comerciales, y aun otros se sabrían mejor servidos regresando a sus fincas a gozar los matorrales que ondulan en los campos como las olas del mar. Sabiendo que se aproximaba la hora de la verdad, las voluntades raquítica y las lumbreras enconchadas habían pasado el verano preparándose para la dura prueba. La primera clase del día era de Religión. Nuestro maestro era el hermano Alberto, un castellano de pelo claro y cara afilada. Como habíamos madurado un ápice durante las vacaciones, le hacíamos preguntas difíciles. Queríamos saber si tronaba y llovía o si se comía y se defecaba en el Paraíso. El Mono Viejo, cuya hermana mayor pasaba largos ratos conversando con el hermano Alberto los domingos, le preguntó cómo eran las relaciones amorosas entre Adán y Eva antes de pecar. De acuerdo con el hermano, cuya faz transparentaba fastidio, en el Paraíso no había que preocuparse por los rayos y los catarros, ni por el hambre ó el mal olor de los excrementos, ni ¡mucho menos! por las pasiones carnales. Salimos de aquella clase creyendo haber escuchado que en el Paraíso se comía y no se cagaba, no llovía y todo fructificaba, y que nuestros primeros antecesores eran asexuados. En lugar de aclararnos nuestras preguntas, el hermano prefería que entendiésemos la magia de la oración y la infalibilidad del Papa. Sin ser fanáticos del libro sagrado, tomábamos cuanto decía por cosa muy seria. El hermano llegó a hablar de su oposición al estado jurídico —algo que estaba por encima de nuestras cabezas. Citó a Otto von Bismarck, que era luterano: “Un Estado al que se le sustrae la base religiosa no es más que un conjunto de derechos”. Nos aseguró que un verdadero Estado es la última ramificación de la fe. Por suerte, no nos examinó sobre la enrevesada relación entre la Religión y el Estado. Muchos años después, supe que, en su vejez, Bismarck había renunciado a un Dios de sentimientos humanos, que había muerto panteísta y pagano, con la mirada de la senectud perdida en el espacio; en su tumba, se dice que hubiese deseado que inscribiesen: Nous verrons (Veremos). Por mi parte, he llegado a la edad madura evadiéndome de los antiguos templos delicadamente, sin causarles ningún estrago... y creo que moriré con la misma interrogación de Bismarck. 165 * El hermano Rafael era de mente ágil, hábil en el frontón, y descollaba entre los demás maestros por su agudo golpe de vista. Nos daba la clase de Aritmética en la segunda hora. Con él aprendimos a resolver problemas, replanteándolos en busca de la unidad después de desechar los datos impertinentes. Realizamos también las cuatro operaciones básicas con cantidades abstractas y aprendimos a trasladar a ojo, de un lado a otro de la ecuación, los números negativos y los inversos de las expresiones. Al año siguiente, se le llamaría Álgebra a la expansión de dichas bases. Concluido el recreo, teníamos la clase de Lengua Española con el hermano Rafael. Estudiábamos la conjugación de los verbos, las reglas de Ortografía y el análisis gramatical. El trabajo era duro, pero me iba bien. Primero, el hermano Rafael se aseguró que todos supiéramos hallar la palabra que expresaba acción; los que no lo aprendían pronto, tenían que hacer incontables ejercicios de tarea. Día tras día, nos preguntaba a cada cuál cómo hallar el sujeto y el complemento de una oración. Terminado el maratón, practicábamos a distinguir los nombres, los adjetivos, las preposiciones, las conjunciones y los adverbios que habíamos aprendido el año anterior. Todos los días, le entregábamos al hermano Rafael el pliego que contenía los dos o tres párrafos que nos había dictado. En la clase siguiente, nos lo devolvía corregido, con anotaciones al margen. La tarea siempre consistía en escribir veinte veces, con buena letra y mejor ortografía, cada palabra fallada en el dictado. Fueron contados los alumnos del Ingreso que no hicieron grandes progresos en Ortografía. Antes del estudio corto que precedía al almuerzo, dábamos la clase de Ciencias Naturales. Era la más fácil de todas. Leíamos el libro, mirábamos los grabados y nos aprendíamos algunos nombres.Algunas veces salimos a recoger hojas de los árboles o subimos al laboratorio de química a ver al hermano Julio mezclar polvos de azufre con cualquier cosa que lo hiciera reaccionar y producir fuego. Cuando nos enseñó el poder de la fuerza de gravedad —tal como lo había demostrado Galileo 500 años atrás—, el hermano Julio nos prohibió soltar objetos desde el tercer piso para que se estrellaran en el patio interior. El almuerzo no había variado. Los mismos cocineros hacían las mismas comidas, que servían los mismos meseros. Después de dar gracias a Dios por los dones que íbamos a recibir de su generosa mano, nos sentábamos a las mismas mesas de mármol, en las mismas sillas de madera, a sostener las mismas conversaciones. Rara vez ocurría algo digno de recordarse, como una discusión, un insulto o una pelea. El hermano Nazario era calvo, pícnico y de cejas enmarañadas. Todas las tardes, después del rosario, nos daba una clase práctica de Inglés, en la que nos dejaba divertirnos diciendo: “dóiiin”, imitando el sonido de un platillo, por 166 doing (dú-ing). Ninguno de nosotros sospechaba la importancia que iba adquirir el conocimiento de dicha lengua, ya que nadie se imaginaba la explosión social que se avecinaba. *** La última clase del día era de Historia y Geografía. Estaba a cargo de ella, como siempre, el profesor Jacinto Jorge, alias Naranjita. La clase de Geografía se volvió aburrida. Se buscaba que aprendiéramos, a secas, cuáles eran los ríos más largos y más anchos, cuáles los picos más altos y las cordilleras más extensas, cuáles los lagos más grandes y dónde terminaban unos mares y empezaban los otros. — ¡A mí qué me importa el nombre de los Grandes Lagos ni el del Titicaca! —exclamó Concretera, indignado, al salir de clase. — O el nombre del pico más alto del mundo y el de los cuatro comemierdas que lo suben a pie —añadió Huevo Pinto. — Además, todos los océanos están juntos —dijo Cristóbal—, deberían llamarse ‘mar’. A la larga, el profesor Jorge tuvo que descartar el método del libro de texto y sazonar la Geografía con las aventuras de los marinos portugueses y españoles. En verdad, Jacinto Jorge economizó esfuerzos y logró hacernos retener muchos nombres gracias a la curiosidad morbosa que sentíamos por quienes, durante sus viajes, tuvieron que comerse las ratas, el cuero con que estaba recubierto el palo mayor y la harina vieja de años con todo y gusanos. Nos impresionaban las imágenes de lo marinos que, por falta de víveres frescos, sufrían la hinchazón y la podredumbre de las encías, perdían los dientes y sucumbían con tumoraciones en la boca. De las historias de Naranjita, la más interesante fue la de la expedición que le dio la primera vuelta al mundo y le puso nombre al Océano Pacífico, a la Tierra del Fuego, al Estrecho de Magallanes y las islas Ladrones y Filipinas. Un hombre testarudo, basándose en cálculos e informes erróneos, había descubierto el paso a las islas de las especias navegando hacia el Oeste. Y de los 265 hombres que partieron de la rada de Sanlúcar, solamente 18 le dieron la vuelta al mundo. Era una historia digna de conocerse. Según el profesor Jorge, como las especias llegadas de la India tenían que pasar por tantas manos y peligros antes de llegar a Europa, su precio era elevadísimo. En busca de la ruta a la India, los exploradores portugueses se habían afanado en explorar la costa de África. Poco a poco, habían pasado del 167 ecuador y del río Congo a la punta sur del continente africano. En 1486, Bartolomé Días había costeado el Cabo de Buena Esperanza. Poco después, Vasco de Gama llegaba a la India y Corterreal a la península del Labrador. Por fortuna, en 1494, España y Portugal sienten el prurito de repartirse civilizadamente el mundo para enriquecerse pacíficamente. En 1511, los portugueses toman Malaca por asalto yAmérico Vespucio toca la costa de Brasil, cerca del Río de la Plata. En 1513, Núñez de Balboa contempla desde Darién el Mar del Sur, al que Magallanes llamará Pacífico. En 1505, Fernando de Magallanes, hombre tostado, pequeño y reservado, se había batido en la India al servicio de su señor, el Rey de Portugal. Allá recibe un lanzazo que lo deja cojo el resto de su vida. Portugal no le reconoce gran valor a los servicios que Magallanes ha prestado, primero en la India y luego contra los moros de África en 1513. Decepcionado, Magallanes marcha a España, donde adquiere carta de ciudadanía; busca apoyo para la ruta secreta que él y Ruy Faleiro han investigado y calculado en incontables libros, tablas y mapas. Como Fernando de Magallanes, la mayoría de los alumnos del Ingreso tendríamos que nacionalizarnos en otro país. Al igual que Magallanes, llevaríamos vidas de lucha. Después de haber sido perseguidos en la tierra natal, emigraríamos; viviríamos en la tierra adoptada entre habladores de otra lengua que jamás nos tendrían entera confianza. Al decir de Naranjita, en Sevilla están hartos de escuchar fantoches y no le hacen caso a nuestro tránsfuga. Sin embargo, Juan de Aranda, Director de la Casa de Contratación se interesa en privado por la ruta a la India navegando hacia Occidente y se muestra dispuesto a aceptar el proyecto bajo mano, convirtiéndose en su tercer asociado. No tenía nadie forma de saber que los cálculos de longitudes y latitudes de Ruy Faleiro estaban completamente equivocados. Pero en 1518, Carlos V, el Rey de dieciocho años, se interesa también por el proyecto; lo aprueba en nombre de su madre, Juana la Loca. Cristóbal de Haro financia el dinero que la Corona no puede aportar a la empresa y se preparan cinco barcos. Magallanes recibirá la veinteava parte de las ganancias con título de adelantado o gobernador para él, sus hijos y herederos. La Corona, que habrá de recibir un quinto de las ganancias, envía un veedor real, Juan de Cartagena, un tesorero, y un contador para velar por sus intereses. En 1519 parten del puerto de Sanlúcar los cinco veleros: el San Antonio, de ciento veinte toneladas, mandado por Juan de Cartagena; el Trinidad, mandado por Magallanes, de cien toneladas; el Concepción, de noventa toneladas, al mando de Gaspar Quesada; el Victoria, capitaneado por Luis de Mendoza, con ochenta y cinco toneladas; y el Santiago, de setenta y cinco toneladas, al mando de Joao Serrao. Un sólo barco ha de regresar victorioso. 168 La expedición toca en Tenerife, Islas Canarias, y sigue la costa africana hasta Guinea. Los capitanes castellanos no obedecen de buena gana al portugués. Magallanes les retira la confianza —y el mando a algunos de ellos. Así llegan a la costa del Brasil. En la bahía de Río de Janeiro, les cambian fruslerías por alimentos a los caníbales guaraníes. Cuando exploran la desembocadura del Río de la Pata, el cual Magallanes creía ser el paso que buscaban, se desanima la tripulación. ¡No es el paso al otro océano! Los castellanos dudan de la cordura de Magallanes. El portugués apuesta más al sur y, sin dar explicaciones, manda establecer el cuartel de invierno en San Julián, una bahía desconocida e inhabitada en el grado cuarenta y nueve de latitud. Pronto se sublevan los castellanos, pero Magallanes los domina. Perdona a algunos, entre ellos a Juan Sebastián Elcano, a quien le habrá de tocar la suerte de completar la misión. Magallanes manda cortarle la cabeza a Gaspar de Quesada por haber matado en la revuelta a Elorriaga, su piloto. Juan de Cartagena, el cabecilla de la sublevación —¡y veedor real!—, y un sacerdote rebelde son dejados en la playa de San Julián, a la buena de Dios y a la muerte. La carabela Santiago se estrella contra la costa cerca de un Río al cual, por su abundante pesca, habían llamado Santa Cruz. ¡La escasez y la religiosidad van muchas veces de la mano! Sus tripulantes regresan por tierra a avisarle a Magallanes de la desgracia. Los europeos hallan unos indígenas de pies grandes. Les llaman patones y a su tierra Patagonia. Capturan a uno de los gigantes, que muere de hambre. Pasado el invierno del Sur, siguen explorando. El 21 de octubre de 1520, hallan un cabo con una playa quebrada y una bahía honda de aguas oscuras. De noche, observan los relumbres de las fogatas indígenas entre las tinieblas; por eso, bautizan aquel territorio con el nombre de Tierra del Fuego. El San Antonio da la vuelta sigilosamente justo después que Magallanes ha hallado el paso que lleva al otro lado del mundo. La grandiosidad del descubrimiento no logra conmover al comercio. El Estrecho de Magallanes es duro de navegar y los españoles habrán de preferir arrastrar sus cargamentos por Panamá. Los desertores regresan a España y, con mentiras y acusaciones contra Magallanes, evitan castigo. Han dicho que la ruta hallada por Magallanes es inútil y sin provecho para el comercio. No esperan, ni desean, que los otros regresen. A la postre, el emperador Carlos V les habrá de vender las Molucas a Portugal. Con los tres cúteres que le quedan, Magallanes sigue adelante. Sabe que ha encontrado el derrotero occidental de las Indias que han buscado Colón y muchos otros. En el océano desconocido, que es muy grande, les espera el hambre y el escorbuto. Con el paso de los días, se desgarra el velamen y las 169 cuerdas se desgastan. El 6 de marzo de 1521 llegan a las islas Ladrones, que están habitadas, y se reponen. El 26 de abril de 1521, Fernando de Magallanes muere en una escaramuza contra los isleños. Su cadáver no se ha de recuperar. Quedan 115 de los 265 hombres de toda Europa que subieron a bordo en Sevilla. Por falta de tripulación, la calavera Concepción es quemada después de salvar cuanto se puede utilizar de su cargo. Faltos de un jefe capaz y de buenos pilotos, en vez de llegar a las Molucas, los barcos de España divagan por el Noroeste, perdiendo medio año de feliz lascivia con las mujeres malayas —¡tal cosa no la aprendimos de Naranjita! Por fin, los tripulantes destituyen al capitán Carvalho, que no mira por la hacienda de su rey sino por su lucro personal. Gracias a Pigafetta, un aventurero italiano, no se pierde la historia del viaje. El Trinidad tiene que quedar atrás para ser reparado. Habrá de intentar atravesar de nuevo el océano Pacífico para alcanzar por Panamá la España ultramarina. Pero se perderá también, cayendo en manos de los portugueses. El bajel Victoria, capitaneado por Juan Sebastián Elcano, emprende el camino de regreso por la costa oriental de África desde Timor el 13 de febrero de 1522. Lleva 47 tripulantes y 19 indígenas. Tienen que evitar los asentamientos portugueses de África. Durante cinco meses de navegación constante, 31 europeos y 3 indígenas mueren de hambre y enfermedades. Por fin, se ven precisados a echar anclas en Cabo Verde, que es colonia portuguesa. Elcano miente, diciendo que viajaban por el mar de Occidente cuando una tormenta los ha empujado sobre las costas del asentamiento portugués. Como al principio les creen, toman provisiones; pero un tonto dice y muestra más de cuanto debe y tienen que partir a toda prisa. ¡Siempre se halla quien hable mierda! En Cabo Verde, han hecho un descubrimiento extraordinario que habrá de probar que la tierra, además de ser esférica, gira: en tierra es jueves, mientras que a bordo es miércoles. El 6 de septiembre, el Victoria es arrastrado de Sanlúcar a Sevilla por el Guadalquivir. El cargamento de especias de un solo barco compensa la pérdida de los otros cuatro. Han muerto la esposa de Magallanes y sus dos hijos; si hubiese vivido, Fernando de Magallanes no hubiese tenido a quien legarle sus títulos. Ruy Faleiro es preso por traición en Portugal. Juan de Aranda ha sido sujeto de un proceso legal en España y pierde cuanto ha invertido en la empresa. El trifolio de aventureros que posibilitó la empresa es devorado por la adversidad. El profesor Jacinto Jorge dilató dos semanas el viaje de Magallanes alrededor del mundo. Las preguntas fueron incontables. Lo hicimos profundizar en casi todas las aventuras. Hubo una tremendísima confusión con la ganancia de un día navegando hacia Occidente porque en la obra de Julio Verne se había 170 circuido el globo, ganando también un día, viajando al Oriente. A fuerza de trazar una y otra vez la ruta de la expedición en el mapamundi, conocimos ríos, estrechos, islas y océanos en cuatro continentes. Naranjita fue un buen maestro. *** Con la excepción de un par de caras nuevas, los compañeros eran los mismos. Había también algunos residuos del grupo de medianos del año anterior que no habían pasado aún a los mayores. Entre ellos estaban Tomás y Félix. Tomás era un individuo rubianco, pequeñajo, de enormes caderas y nalgas, totalmente afeminado y locamente enamorado de Félix, un muchacho delgado, de muy pocas luces, que jamás comprendió que al otro lo excitaba una quemazón anormal. Claro que, al menos en aquel momento, Tomás era una mariquita religiosa y platónica —no como esos maricones descarados que se abrasan de lujuria y se deleitan en vicios contra natura. Los demás los observábamos en silencio, discurriendo que es Dios quien da y quita los atributos humanos. Habíamos aprendido a medir nuestras palabras, un acto prudente que nos evitaba incurrir en el enojo del hermano Fermín. Sabíamos que, en caso de haber entre nosotros un granuja, tendría que aguantarse o arriesgar la vergüenza pública y la mano pesada e inexorable del pupilero. El más infeliz de los internos era el hijo de un bodeguero de La Moza, un pueblo cercano. Era grueso, de cara ancha y entendederas durísimas. Se llamaba Francisco, pero nuestros compañeros le habían puesto Constantino el Apestoso. Como se le quedó el nombrete, se armaba la gresca cada vez que lo llamaban porque él hubiese preferido que se utilizara su nombre bautismal. Además de heder, Constantino tenía la piel cubierta de güito y de unas asquerosas manchas negras. Nadie quería amistar a aquel ser basto y sudoroso, más mugidor que monologuero. La conversación de Francisco era tosca y de escasa coherencia. En su lucha por ser aceptado, el Apestoso tuvo más de veinte peleas, dos de las cuales fueron conmigo. La última vez que se escapó del colegio, con la dolorosa espina del desprecio clavada en su dignidad, su frustrado padre prefirió no llevarlo de vuelta. Que él y sus padres me perdonen mi falta de caridad. Todos los alumnos de los Maristas de Cienfuegos habíamos acatado de corazón la fe cristiana. No obstante, esa benevolencia deforme que llega con la madurez y se le impone al instinto no la comprendíamos aún. Cuando Francisco, alias Constantino el Apestoso, alias Mama Choncha, pidió ayuda y comprensión a su manera zafia, bruta y desagradable, nadie le tendió una mano. No sabíamos ser imitadores de Cristo y amar los descuidos de la naturaleza. Realmente, las 171 cualidades intelectuales de Francisco estaban demasiado distanciadas del rabo de la media; hasta los hermanos, cuya responsabilidad no era con todos, se sintieron aliviados de verlo partir. Francisco debió partir. Nos dio su última coz llevándose el dolor que le habíamos prestado. Marchando, les negó a algunos el estímulo de la fobia. Creo que una despedida formal nos hubiera aliviado la conciencia a muchos. ¡No, habría sido demasiado fácil! En cualquier caso, mirando atrás, desearía haber moderado mucho más mis palabras. * El hermano Fernando relevaba a nuestro pupilero, el hermano Fermín, durante los períodos de estudio y de recreo. Era un hermano joven, delgado, de hombros estrechos y pecho hundido, de cabeza angulosa y excesivamente piadoso. La mayor contribución del hermano Fernando a nuestra formación fue el silencio en el que nos hacía vivir: la meditación nos enseñó a pensar a casi todos. Por las tardes, diez minutos antes de la cena, nos leía alguna opinión editorial ejemplar tomada del diario habanero La Marina. Los sábados, gozaba de mis horas de libertad paseando por la calle de San Fernando. Algunas veces, ojeaba en una librería que hacía esquina obras en boga como La piel, de Malaparte, y La gran estafa, de Ravines, pero acababa comprando los comics. Me gustaban los muñequitos de Los halcones negros, un grupo internacional uniformado de azul marino, cuyo asistente era el chino Chop-chop, que se dedicaba a combatir el mal. Jamás me interesaron las revistas Carteles, graciosa pero de una cubanería chusma, ni la Bohemia, cuyos chistes eran insípidos y faltos de gracia. Una tarde, nos dieron permiso para ir al cine Terry a ver la película El viejo y el mar; se trataba de la puesta en escena de una obra de Ernest Hemingway sobre un viejo pescador que le halló justificación a su existencia en la lucha por capturar un enorme pez espada. Por alguna razón, aquel film me dio de pensar mucho después de haberlo visto. Algunas veces, los domingos por la noche, pasaban cintas en el colegio; la más interesante de todas fue un documental sobre las profundidades marinas, de Jacques Cousteau. Cuatro años después, cuando viví en Nassau, la capital de las Bahamas, me hice turista y pescador del fondo del mar... y noviecito de Bonnie. 172 * Había sido bautizado en Meneses y había tomado la primera comunión en Santa Clara, pero no estaba confirmado. Como eso lo tenía que hacer un obispo, nos llevaron a la catedral para que Monseñor Dalmau nos acreditara en la fe de Cristo. Siendo cuatro los necesitados del sacramento, un laico trigueño y nervioso nos pasó a buscar en un Ford del 1955 temprano un domingo de noviembre. No sé si llegamos antes de tiempo ó si el obispo se hizo esperar, pero nos pasamos una hora en las gradas de la catedral. Por fin, Monseñor Dalmau llegó en su Lincoln Continental negro con actitud de Luis XIV. Era un tipo regordete, vestido con una sotana negra, con cincha o faja color púrpura y llevaba una gorra judía del mismo color. Junto a nosotros, lo esperaban unas señoras que se lanzaron sobre él a besarle la piedra del anillo. Monseñor Dalmau, quien aparentemente era la estrella ecuménica de Cienfuegos, se deshizo de las mujeres con unas palabras amables y subió los peldaños de la escalera tan célere como su cuerpo cargado por los excesos, que le debía de resultar insoportable, se lo permitió. — ¡Qué hombre tan culto! —estalló admirada una de aquellas mujeres. — ¡Y tan inteligente! —exclamó otra, con gran peso de seriedad en el rostro maquillado. — ¡Ay, sí! —añadió otra, casi histérica, por decir algo. — ¿Serán comemierdas? —le pregunté al tipo que nos había llevado. — ¡No, no! —me devolvió con los ojos desmesuradamente abiertos. — ¡Vaya! Doce años después, tendría que llevar a mi novia a recibir la confirmación en un pueblo de la Siberia Suiza, en pleno invierno. El otro obispo le tocó la cara a mi amada cuando se acercó al altar y le dijo con descaro: Comment tu est 173 jolie, ma fille! Sentí un impulso grande de abrirme paso entre todos aquellos suizos y darle una patada en el culo al obispo. ¡Así son las cosas de la religión! * Desde principios de septiembre, se había reclutado el grueso de la banda de música y se había empezado a practicar para el desfile de fin de año. Aquello mantenía ocupado a Mustelier, el profesor de Educación Física, a quien no le quedaba tiempo para soñar con sus descabellados pep-rallies. Los que sentían afición por los tambores, las cornetas y la batuta estaban exentos de hacer deportes muchas tardes. Yo no quise. Los alumnos de los Maristas desfilaron uniformados a principios de diciembre. Según se corrió luego, habían marchado muy bien por Cienfuegos y se habían llevado un premio. Yo hice el recorrido por las aceras de la ciudad siguiendo a las muchachas del colegio Eliza Bowman, quienes también tenían su banda de música. Estaban muy lindas en sus brevísimas faldas blancas, cortando el aire con sus batutas plateadas. Mis ojos vivieron cautivos de sus muslos durante casi todo el desfile. También Monseñor Dalmau, al que había visto asomado a una ventana de su residencia fumando un tabaco, supo apreciar la gracia de las niñas. De haber sido yo el juez, se habrían llevado ellas el premio en vez de los nuestros. Por esa parcialidad es que nunca he deseado ser árbitro de nada. No me había olvidado de Carolina Cacicedo. Algún sábado, anduve buscándola entre los vientos errantes de Punta Gorda. Temía, como ocurrió, que a aquella flor se la llevara el viento o cayera en otras manos. Con el tiempo, el beso melancólico que le quería dar empezó a descansar en la almohada y acabó desvaneciéndose en mis labios. Siempre había estado consciente de que por mucho que deseara ser el soplo de aire que le acariciaba la cabellera roja a Carolina, no era yo el sueño del reposo de aquella niña que no me conocía. Y seguirla cortejando por el camino del sueño era una locura. En cualquier caso, no era a ella a quien había amado en una vida anterior, sino a la hija del mecánico de Meneses. * Como había rumores de alzados por las lomas del Escambray, se suspendieron los paseos largos por las tierras onduladas con casitas de madera en las crestas de las lomas. Llegó el mes de diciembre sin que anduviésemos entre los árboles exóticos del Jardín Botánico —cercano al Central Soledad— , ni los arbustos de olor que bordeaban la costa, ni visitáramos las cascadas que parecen arrojarle chubascos de perlas al sol, ni bebiésemos del manantial que borbota en una eminencia de la espesura, junto a la desembocadura del Guacanayabo. ¡Pero estudiamos muy duro! Se suponía —ya que los norteamericanos opinaban así—, que la República fuese una forma razonable de gobierno. El postulado era un desvarío. Cuba estaba llena de gente indigna, ignorante de los principios de la democracia y de 174 la vida civilizada. Se estaban alzando con la dirección de la sociedad zopencos seducidos por el lustre de la notoriedad. Por libertad se entendía el derecho a ofender públicamente y reclamar derechos inconstitucionales. La gentuza de radioescuchas gozaba ingenuamente del triste espectáculo que les brindaban los mequetrefes cuando se detraían con insultos. Los ministros del presidente mulato incurrían en gastos anticonstitucionales, tales como la vivienda, el transporte y la servidumbre de sus queridas. A los cubanos les parecía normal que cualquier funcionario se enriqueciese robando indirecta o hasta directamente del erario público. Las ‘botellas’ —retribuciones sin trabajo realizado, provenientes del Estado para familiares y amigos de los políticos— formaban parte de la cultura del país. Todos los empleados del gobierno posponían los asuntos oficiales a sus intereses personales. Muchos no se presentaban a sus puestos de trabajo más que en días de cobro. Los militares eran gángsters depredadores de los comerciantes. El despreciable mulato, que había ascendido por el camino de la ilegitimidad, había concitado a muchos en contra suya. Para sostenerse, el gobierno recurría al espionaje, a los registros domiciliarios, al asesinato y a otros vicios que se arraigarían, recrudeciéndose, en el gobierno siguiente. El congoide se despediría a sí mismo a cajas destempladas, llevándose cuanto había robado. Batista les había abierto el camino a los chanchulleros políticos y a quienes se disputaban, desde una prudente distancia de las balas, el derecho a mover los hilos del tinglado. En Cuba, ningún patriota pereció por exceso de valentía ni por la gloria del honor. Por el contrario, fue la sangre de los tontos la que corrió por las calles de La Habana. Los líderes de la oposición eran personajes arrogantes que querían mandar y ser célebres. Ote-toi que je m’y mette (quítate tú pa’ pone’me yo) era el sentimiento de los ambiciosos. Los actos reprobables de los rebeldes reflejaban la gran cobardía de sus corazones: plantaban bombas en los teatros, disparaban a traición contra la policía, ejecutaban campesinos. Cualquiera de ellos hubiera podido hacer de su historia tímida el mito de una gesta heroica, pero no tenían transmisor de radio. Fue Fidel Castro quien logró forjar su propia leyenda con mentiras descaradas urdidas en la seguridad de su escondite. Del asalto a un cuartel por un grupo de tontos, los cuales perecieron en el intento, modeló el primer sacrificio humano a su persona, ¡y se atrevió llamarlo sacrificio por la patria! A la gente, acostumbrada a las cintas norteamericanas, le pareció aquello muy bonito y aplaudió satisfecha de la farsa. Tampoco a los miembros del ejército se les despertó el valor. Impasibles al espolazo de la dignidad, los oficiales se vendían. El avance de los insurrectos desde Oriente hasta Occidente se logró con dinero. Y de sonadas victorias incruentas se fabricó la patraña de sangrientas y heroicas batallas. El nuevo 175 gobierno se encumbraría gracias al lerdo con disposición de estribo, al bribón, al ambicioso y al vanidoso. No era posible el estado nacional. La raza colonizadora estaba amedrentada y confundida. No atinó a ver siquiera que no se debe retroceder ante la chusma. La gente de antigua prosapia se mostró irresoluta y fue herida de muerte. Para los demás, la unión con la raza extraña sólo podía resultar en el aniquilamiento. * Llegó diciembre. Me había ido bien en las pruebas parciales. Soñaba con los paseos en bicicleta por los caminos de rocoso de Meneses. Me podía ver ya pedaleando por el camino de Bamburanao, entre potreros de pangola donde pacía el ganado en sus majadas. ¡Sueños sin fruto: mi ligereza de cascos quedaría confinada a los límites de Meneses! Dada la inquietud en el país, los hermanos decidieron enviarnos a casa después de la primera semana de diciembre. Cuando mi madre apareció en un automóvil fletado, el hermano Alejo la llamó aparte y le expresó en voz baja alguna opinión que le quitó la paz. Yo sólo veía la cabeza cupular del hermano, la impalpable preocupación en ambos, y el nombre de Dios en los labios de mi madre. De aquella conversación, nacería en mi madre la inquietud por procurarnos pasaportes a todos un año después. Cuando se despidió del hermano Director, mi madre tenía el rostro cambiado. La juventud parecía mustiársele en la cara a medida que los pensamientos angustiados volaban de sus ojos oscuros como los murciélagos de sus cuevas. A pesar de la prisa de mi madre por regresar a Meneses, donde ya se encontraban mis hermanos, la hice que me llevara al restaurante ‘Sol y Mar’ a comerme un grueso bisté de hígado frito, sajado en cuadros como un chicharrón de puerco. Durante el almuerzo, ella apenas habló —ocupación que normalmente la complacía mucho. Más que la innata excitabilidad femenina, a mi madre la embargaba una precavida aprensión desde que había hablado con el hermano Alejo. El hermano Director le había anunciado que el país iba a caer en las garras del comunismo ateo. Veinte años antes, España había sido salvada de la misma suerte por militares de honor con los que la isla del Caribe no podía contar. 176 * La década del 1950, que había comenzado en la abundancia de la posguerra, acabaría en la desgracia total e irreversible de los habitantes de la isla de Cuba. Y fue una mentecatada porque ya se había probado en Rusia que, cuando la tierra no es de nadie, todos pasan hambre. En manos del populacho, los grandes anhelos se convierten en grandes ascos. La plebe no sabe de grandeza ni de dignidad. ¡Ay, Nenita, éste no es mi tiempo! El mayor pecado contra el mundo es la compasión por el ser humano. Matías Por aquel entonces, casi todas las ideas que atravesaban el seso del país embrutecían dentro de la lógica inconexa, la prostitución, la boconería y las mojigangas de los políticos. Las opiniones más disparatadas destronaban al sentido común. La ambición había llevado a muchos ladrones a los ministerios del gobierno. El presupuesto del Estado, que era de 400 millones de pesosdólares, se hallaba sitiado. Ni los que ya peinaban muchas canas entendían que los desfalcos al Estado eran robos al pueblo. 177 Finalmente, apareció la calamidad en forma de mulato. Se encumbró en la presidencia un tal Fulgencio Batista, sargento mecanógrafo. Le asestó un golpe de estado a la decaidísima democracia, que no lograría recuperarse más. Con su intervención, desaparecieron los pocos rasgos de civilización que quedaban en el país. Sin embargo, aquel asalto no conmovió a casi nadie debido al ambiente de corrupción administrativa en que se vivía. ¡El hombre mediocre es muy sensato! Desde el principio, la incipiente ilustración de la República de Cuba se ahogaba en la disipación de los genes europeos. En la plaza pública, nadie pudo entender que el Dios ante el cual todos somos iguales había muerto. Cualquier sociedad, por inexperta que sea, puede imponérsele a los malos gobiernos, a las malas costumbres y a la irreligiosidad; sin embargo, ningún estado puede triunfar sobre la mezcolanza de sus fundadores con razas peores. La desigualdad racial en Cuba no provenía de las instituciones, sino de la gente, y la igualdad habrá de significar la cesación de toda civilización. De hecho, la raza blanca en América parece inclinarse a seguir el destino de los arios del norte de la India: habrá de desaparecer en un mestizaje de indigencia, suciedad e incultura, porque las razas mezcladas tienden a formar emulsiones de civilización. Como educa Arturo de Gobineau, la degeneración llega con la mixtura, ataca los principios éticos, y acaba desfondando la sociedad entera. Claro que tú no sabes quién es Gobineau, ni lo sabrás, porque quienes mienten por amor a “la verdad” quieren borrar su memoria de la existencia humana. Un vistazo a la Historia o la misma observación de las sociedades actuales nos demuestra claramente la superioridad del blanco sobre dos de las otras tres grandes razas. En torno a las razas primarias se han formado variedades de mezcla. Las zonas de concomitancia racial muestran los caracteres diferenciados de las sociedades humanas. ¡El negro, y los de su sangre, no son perfectibles en absoluto! Considérese cómo el sub-sahariano destruye el medio ambiente, cómo tuerce y banaliza el pensamiento, cómo hace batiburrillo del idioma. ¡Y el indígena cobrizo propende al salvajismo! Ambas razas aspiran a pasar la vida sin ganarla. El cristianismo no puede transformar las aptitudes del negro ni las del indio; sin embargo, debilita la voluntad del blanco y lo convierte en un ser vacilante y frágil, en un suicida racial. Créeme, Nenita: las arboledas son más acogedoras que las iglesias. ¡El Dios del hombre blanco se ha quitado la careta: es el Diablo! Al hombre blanco de América los medios le llenan la mente de ripio. Es un nuevo pecado, el mediático, decir que los egipcios y los sumerios del desierto construyeron canales y levantaron civilizaciones imponentes mientras los negros del Africa permanecían en la edad de piedra sobre terrenos fértiles y bien irrigados. De los Estados Unidos, al final del siglo XX, se han propalado las 178 grandes mentiras raciales que la gente de Cuba ya aceptaba a mediados de la centuria —¡tan sólo en la decadencia fueron modernos! Ciegos y tontos son todos. La verdad los incomoda. Están demasiado dispuestos a dejarse castigar por sus ‘herejías sociales’ a criterio de sus enemigos. Los crédulos no saben sacrificar al cordero que llevan dentro de sí y adoran al asno. Ya les horroriza pensar que las razas existan separadas fisiológicamente y que sus diferencias intelectuales sean permanentes. Prefieren las mentiras y fingen creerlas. *** Para entender la reacción absurda y fatigada de la gente blanca de Cuba ante la debacle, se debe considerar el ambiente de sedición en que vivieron los primeros españoles en el Nuevo Mundo. Entre los conquistadores, jamás hubo paz. Se querellaban unos contra otros y, al final, por ambición de oro y tierras, le negaban la obediencia al Rey. Con sus desacatos y el enojo heredado, derruyeron el mismo orden que los hacía imperar sobre pueblos inferiores, sin establecer un mandato nuevo y mejor. Como la justicia que practicaban los conquistadores era torpe y villana, evitaban pensar en lo que hacían. Conjeturaban, no obstante, estar unidos por su fe en el infierno porque a los tormentos eternos les temían igualmente los cobardes que los valientes. Por eso las iglesias no tenían muros ni defensores y los hombres creían escuchar el llamado de la Voz Eterna en las torres de los campanarios. La inteligencia no había proclamado aún el dogma de la inutilidad de la religión ni el de la inexistencia de Dios. Casi todos creían que era Dios quien encendía las estrellas, y Su nombre se solía escuchar en el lamento de los moribundos. Fray Pedro Simón hizo la relación de un hombre de nuestra raza, un Guipuzcoano de nombre Lope de Aguirre, llamado también El Loco, típico ejemplo de la anarquía atávica latente en el corazón celtíbero. Lope de Aguirre era menudo de cuerpo, torpe, barbinegro, de cara pequeña y chupada. Al decir del prelado, Aguirre era enemigo de los buenos y de la virtud porque no le gustaban los rezos, porque les rompía los rosarios a sus soldados y les aconsejaba no dejar de hacer cuanto su apetito les pidiese por miedo al infierno. Sostenía que, para salvarse, bastaba con creer en Dios, pero que él no se podía salvar y que ardía ya en los infiernos en vida —tal vez tuviera conciencia. SegúnAguirre, Dios tenía el Cielo para quien le sirviese y la tierra para quien más pudiese. A cambio de la obediencia, Aguirre exigía que el Rey de Castilla le mostrase el testamento de Adán, en el que supuestamente le habría dejado las Indias de herencia. Aguirre fue domador de potros en el Perú durante más de veinte años. Según su biógrafo, mientras les quitaba los resabios a los caballos, crecían los 179 suyos. Era amigo de revueltas y de motines, intentando incesantemente alzamientos que fracasaban. Escapó una condena a muerte por ultimar a un general y corregidor acogiéndose a un perdón general del Rey para luchar contra otro rebelde, Francisco Hernández Girón; en dicha lucha, resultó herido en una pierna y quedó cojo. Una vez recuperado y perdonado, siguió levantando sediciones donde quiera que iba —por lo que le llamaron Aguirre el Loco. Estuvo a punto de ser ahorcado por un motín en Cuzco. En sus levantamientos, les quitó la vida a los españoles y a los indios, a clérigos y religiosos y hasta a las mujeres. Fue desterrado del Perú. En 1612, a los cincuenta años, Lope de Aguirre fue muerto en Barquisimeto de dos arcabuzazos por sus propios compañeros, quienes sintieron aproximarse la justicia del Rey. Antes que lo mataran, Aguirre asesinó a su propia hija con una daga “para que no se viera vituperada ni en poder de quien la llamara hija de un traidor”. En la década del 1960, leí una obra de Ramón Sender titulada La Aventura Equinoccial de Lope de Aguirre y vi una cinta alemana titulada Der Zorn Gottes (El Enojo de Dios), ninguna de las cuales fue fiel a la narración de Fray Pedro Simón. Aguirre no fue la excepción de la ambición, del desenfreno, ni del delirio de la gente que vino a poblar el Nuevo Continente. Ya traía impreso en sus genes el condicionamiento de 800 años de lucha contra los musulmanes. Seguía rebelándose por inercia histórica. Hay poca diferencia entre él, Simón Bolívar y José Martí. Y era precisamente con caracteres mutados en forma similar que se manejaba Cuba. *** Desde mi punto de referencia, tal parecía que la Revolución estuviese esperando las vacaciones para hacer su estruendo. ¡Ah, Nenita, viste el gran esplendor hundirse en el fondo del fangal! 180 Los días eran inmejorables: los calores del estío se habían alejado con el cabeceo del planeta. Nos habíamos trasladado a la casa de Meneses por estar lejos de Santa Clara, donde se esperaban mayores tiroteos. Claro que no fue así: algo de la poquísima guerra que hubo nos tocó de cerca. *** Para entender la personalidad de la llamada Revolución, hay que hacer una brevísima reseña de la Historia de la isla, Nenita. A mi juicio, no se puede comprender el drama cubano sin tomar en cuenta la composición racial del país y la mentalidad de la gente. Los primeros europeos que llegaron al Nuevo Mundo no habían sido, por lo general, modelo de ciudadanía en sus países. Sus relaciones con los aborígenes siempre mostraron cierta dureza. En Cuba, habitaban entonces tres tipos de indios: los guanahatabeyes apenas conocían los instrumentos más toscos y se alimentaban de moluscos, crustáceos, peces, frutas, insectos, jutías y perros mudos; los ciboneyes del litoral de Guacanayabo, en la península de Zapata, eran tímidos y, por tal, vivían sojuzgados por los taínos; los taínos cultivaban el ají, la manzanilla, el algodón y el tabaco —que aspiraban por una horqueta hueca en forma de ‘Y’ llamada cahoba. Los indios de Cuba utilizaban la caña brava y la palma para construir sus viviendas llamadas bohíos, si eran cuadradas, y caneyes si eran redondas. Eran de baja estatura, de labios gruesos y narices chatas; para lucir aún más feos, se deformaban el cráneo. Casi todos desaparecieron a causa de las epidemias de viruela, fiebre amarilla y vómito negro que llevaron a Cuba los blancos y los esclavos mandingos, lucumíes, carabalíes y congos. Los españoles comenzaron a disputarse los recursos económicos con violencia tan pronto llegaron. Los mandos siempre estuvieron anarquizados en la isla. Los primeros 200 años de historia se caracterizaron por la importación de negros esclavos para trabajar —¡garantía de defunción para cualquier civilización!— y por las guerras mercantilistas entre las potencias europeas con los consiguientes ataques de corsarios y piratas. En el siglo XVII, la isla recibió aportaciones importantes de blancos, unos llegados de las Islas Canarias y otros de las fracasadas colonias francesas; inmediatamente, se fomentó el cultivo del café, la industria azucarera y el tabaco. En el siglo XIX, después de la invasión napoleónica, España optó por una Constitución y unas Cortes. La isla de Cuba estuvo representada brevemente en Cádiz como provincia. Naturalmente, los cubanos, que no se podían entender entre sí, tampoco lograron avenirse con los españoles. La isla volvió a ser colonia. 181 Los cubanos decían: “Si no hay azúcar no hay país”. En la década del 1840, el precio del azúcar bajó y la isla quedó arruinada. Inmediatamente, se alzaron las negradas y hubo que reprimirlas. Los criollos blancos empezaron a conspirar contra España y hasta inventaron constituciones con cierta semejanza a la de los Estados Unidos, pero con mayor torpeza de conceptos. Se crearon los cuerpos de voluntarios, en los que militó mi bisabuelo, Pancho. El presidente Pierce de los Estados Unidos había propuesto comprarle la isla de Cuba a España —que parecía tambalearse—, tal como se le había comprado la Louisiana a Francia. El resultado de las sublevaciones de criollos contra España fue el empobrecimiento del país: se destruyeron ingenios azucareros, campos de tabaco y plantaciones de café. Para mayores males, se abrogó la esclavitud y los negros dejaron de trabajar. En 1898, los Estados Unidos expulsaron a España de sus colonias en el Caribe y en las Filipinas. Cuba fue gobernada hasta 1902 por los yanquis. Mi bisabuelo, que se había nacionalizado norteamericano, regresó de Tampa con sus hijos y recuperó sus tierras. Los cubanos entendieron la libertad de gobernarse como el derecho a conspirar los unos contra los otros y el de pelearse tremolando la bandera de la República. Muchos se dejaron poseer por el concepto del poder. Unos deseaban medrar y otros manejar a los demás para enaltecerse. Ninguno se cohibía de recurrir a la fuerza para lograr sus deseos. Casi siempre, a los actos antidemocráticos se les llamaron sucesos revolucionarios por romanticismo e ignorancia. No obstante, al calor de las pasiones políticas, se fundieron estatuas de bronce, se esculpieron conmemoraciones en mármol, se pintaron frescos y se compuso una Constitución que tendría que ser abolida por falta de espíritu. El único invento republicano que triunfó en todos los gobiernos fue el de la ‘botella.’ Cuando el precio del azúcar estaba alto, la isla era rica. A pesar de los desmanes, la corrupción y las campañas dirigidas contra quienes estuviesen en el poder, se le construyó un sistema de alcantarillado a La Habana, se promovió la educación universitaria, se creó la moneda nacional y hasta un museo; increíblemente, se logró que los Estados Unidos devolvieran la Isla de Pinos, a la que aspiraban como botín de guerra. Mientras los blancos disputaban, los negros promovieron la Guerra Racista que estalló por el 1920. Aquello era increíble e inaceptable por completo. No se conformaban con las hembras de su especie, ni con las mulatas, ni siquiera con las indianas amulatadas: ¡querían tomar a las blancas por la fuerza! Naturalmente, la revuelta culminó con la dispersión o la eliminación de la negrada alzada y de sus cabecillas. Con la subida del precio del azúcar —sin abandonar las prácticas corruptas, por supuesto—, se mejoró la instrucción pública, creándose escuelas de 182 comercio y técnico-industriales. La economía respondió bien al influjo de divisas, incrementándose la producción avícola, ganadera e industrias afines tales como la cervecera, jabonera, química, farmacéutica y del calzado. Naturalmente, toda la construcción de Cuba fue asunto de blancos. Por el 1930, Cuba tenía cuatro millones de habitantes, el 65% de los cuales eran blancos sin mezclar gracias a la emigración española; los demás eran negros, mulatos, cuarterones, octavones y capirros. Pero, a decir verdad, ya la mezcla de la sangre y de la lengua había envenenado la nacionalidad. Al aumentar la riqueza, crecieron las disputas políticas y los derrocamientos de presidentes y de gobiernos. No todo fue robar, sin embargo. Siempre subsistió alguna chispa de decencia. Se construyó la Carretera Central, que unió los extremos de la isla —pasaba frente a nuestra casa de Santa Clara. En 1933, los sargentos y los estudiantes arrinconaron en el Hotel Nacional a los oficiales del Ejército e implantaron la anarquía. Las matanzas y huelgas siguieron, unas veces con unos a la cabeza y otras con otros. En 1940, se abrogó la Constitución vieja y se le dio una nueva a la isla que era casi una copia de la de los Estados Unidos. Durante la segunda república, a pesar de ser inconstitucional, se dictó una Ley de Coordinación Azucarera que regulaba los jornales de los trabajadores de acuerdo con el precio del azúcar. Y continuaron las elecciones fraudulentas, los intentos de golpe de estado y las sublevaciones. Los funcionarios corruptos se enriquecían por filtraciones y gastos superfluos sin supervisión. Se hacían grandes fortunas en la política. Las diversas facciones se peleaban entre sí, pero no se eliminaban completamente. Algunos ministros se robaban el dinero directamente de los cofres del Estado y se lo llevaban al extranjero. Desapareció del Capitolio el gran diamante del kilómetro cero de la Carretera Central y apareció en la mesa del Presidente de la República. Tres meses antes de las elecciones presidenciales del 1952, el mulato Batista dio un golpe de estado y se hizo nombrar presidente por la policía y las fuerzas armadas. A los pocos días, disolvió el Congreso, pero les siguió pagando el sueldo a los senadores y a los representantes —casi todos continuaron cobrando. Hubo leves protestas en el país que fueron reprimidas por la fuerza de las armas. Una actitud de complicidad pasiva se adueñó de la gente. Los hombres se encogían de hombros y decían que no se podía hacer nada. Inmediatamente, los arribistas se convirtieron en colaboradores de la dictadura a cambio de ‘botellas’ y puestos. Realmente, casi nadie valoraba la democracia en la antigua colonia española. Una vez violada la Constitución del 1940, el mulato —por defenderlo, algunos decían que era indio oriental— y sus amigos se mantuvieron fácilmente por la fuerza; lograron conservar el poder sin mayores contratiempos durante cuatro años. Pero la oposición crecía —aquel mono no era ningún Julio César. 183 Entre el 1956 y el 1958, mientras yo asistía al colegio, se conspiró contra el gobierno, se asaltaron cuarteles, se despachó a algún coronel, se acometió a la policía, se efectuaron desembarcos de expediciones armadas, se atacó el palacio presidencial y se sublevó la marina. Mientras yo disfrutaba mis vacaciones del 1958, se aceleraba la llegada de expediciones y armamentos del extranjero. En la Sierra Maestra, actuaban seiscientos combatientes en guerrillas de quince hombres. Su jefe, Fidel Castro, había organizado en 1953 a ochenta lerdos para que perdieran la vida en un asalto al Cuartel Moncada, en Oriente. Él se había ocultado en casa de un amigo, intuyendo que las balas tendrían derecho-de-vía en el tiroteo. Una vez fracasada la acción, Fidel Castro había solicitado la protección de un arzobispo para salvar la vida. En Cuba, a eso se le llamaba “ser pendejo”, pero la gente no se lo tuvo en cuenta más tarde. Cuando lo soltaron de la cárcel, Castro se dedicó a incitar a la rebelión. Se fue al extranjero a planear una invasión. En Méjico conoció a un comunista nacido en la Argentina, Ernesto Che Guevara. La conspiración y el terrorismo eran prácticas conocidas por las generaciones anteriores. Como era de suponerse, Fidel les dijo a todos que ni él, ni ninguno de sus colaboradores en la guerrilla habrían de ocupar cargos en la administración del gobierno-por-venir. Prometió cínicamente que el gobierno estaría en manos de civiles para ganar tiempo y conseguir los hierros que le permitirían infinitos yerros. Para no tener que arriesgarse, Fidel monta verdaderos dramas en la Sierra Maestra. El abogado fracasado le sabe dar buen color a la farsa. Hace que algunas mujeres que lo acompañan le imploren delante de sus compañeros no exponerse porque “su vida es imprescindible”. Él accede rápidamente a los ruegos de las mujeres y, dejando a un lado el amor propio, se pierde del terreno de los combates. Como le tiene pánico a la aviación, hace el ridículo delante de los guerrilleros, metiéndose en huecos a disipar los vapores del miedo cuando oye el ruido de cualquier aeroplano, aunque no haya peligro. El Máximo Líder de la Revolución, además de vivir enfermo de cobardía, tiene tendencias autoritarias y maltrata de palabra a sus subalternos. Cuando se siente a salvo, su lenguaje es áspero e imperioso. Como es de esperarse, los más sumisos y los mejores espectadores de la tragicomedia del líder habrán de formar parte de su círculo íntimo. La causa prospera en la complicidad de un negocio de marihuana. Como Fidel no participa en los combates —lo suyo es hablar mierda—, sacia sus ganas de matar volando puercos con granadas y destripando gallinas a tiros; en una ocasión, atraviesa una vaca con un pequeño cañón antitanque. Otras veces, obcecado, manda a fusilar a alguno que acusa de ser traidor o de querer asesinarlo. Los más abusados en la campaña son los campesinos de la sierra. El ejército los mata cuando los cree colaboradores de la guerrilla, y los alzaos los fusilan 184 creyéndolos chivatos del gobierno. Tanto los de un bando como los del otro se excitan con el gozo de la ejecución fácil, así sea injusta. Raúl Castro, tan cobarde y desatinado como su hermano Fidel, algunas veces incendia poblados enteros por considerar a todos sus habitantes ‘batistianos’. Los hombres de la guerrilla sufren disentería, celos, intrigas y hambre. Los militares del mulato sufren algunas decenas de bajas. Como no son corajudos para ser soldados, los comunistas de Cuba se adhieren a la causa y se ocultan con Fidel, lejos del peligro. A pesar de estar nutrida de cobardes, la guerrilla cuenta con hombres de mejor calibre que su líder. El peso de la incruenta lucha lo llevan los comandantes Camilo Cienfuegos, Ernesto Che Guevara y Huber Matos.A Camilo Cienfuegos lo harán desaparecer después de la victoria por considerarlo demasiado popular y anticomunista. A Huber Matos lo sepultarán en una cárcel durante veinte años por anticomunista. A Ernesto Guevara lo enviarán a fomentar revoluciones en Latinoamérica y morirá por comunista. Pero nadie le hará sombra a Fidel. El Ejército Nacional cuenta con unos 4000 soldados, morteros de 81 milímetros, varios aviones B-26, dos cazas de reacción y bombas incendiarias, pero la guerra se hace mayormente a tiro de fusil y con mulos de carga. Los alzaos cuentan con algunas carabinas M-1, M-3, alguna ametralladora de mano y alguna ametralladora calibre cincuenta. En la sierra, la aviación no logra desbaratar a la guerrilla. En mayo del 1958, los rebeldes instalan una planta transmisora de radio y, poco después, extienden hilos telefónicos por el territorio que ocupan. En julio, se empiezan a rendir algunos militares de Batista por dinero. Los cabos y los sargentos se roban los pertrechos de guerra y se los venden a la guerrilla. En septiembre, los guerrilleros toman algunos pueblos de Oriente e incendian oficinas del Estado. La alta oficialidad del Ejército Nacional se sigue vendiendo. Los rebeldes han gravado impuestos sobre la propiedad en las zonas ocupadas para costear la victoria. Muchos propietarios contribuyen voluntariamente a llenar las arcas de la guerrilla, que creen democrática. En octubre, los alzaos cuentan con radio de onda corta para comunicarse por todo el país. El Che entra en Las Villas con 130 hombres. Luego llega Camilo Cienfuegos con 120 hombres más y toma Zulueta en noviembre. Ambos jefes habrán de entroncar con una guerrilla encabezada por Eloy Gutiérrez Menoyo en las lomas del Escambray, al sur de Santa Clara, y otra guerrilla de inclinación comunista liderada por Félix Torres, en Yaguajay. Por esos días, los Hermanos Maristas deciden adelantar las vacaciones de Navidades; nos mandan a casa al principio de la segunda semana de diciembre. Fue entonces que mi madre sostuvo la conversación grimosa con el hermano Alejo frente a la puerta del colegio. *** 185 El movimiento revolucionario tenía motivos de adquirir esperanzas —los cubanos siempre se habían empleado bien como los enemigos de casa porque sus gobiernos siempre habían sido corruptos. Sotuyo, el Sargento de puesto, había distribuido por las casas de Meneses unos panfletos mal impresos con fotos oscuras y mal definidas de Camilo Cienfuegos y el Che Guevara; a ambos se les acusaba de ser comunistas. Los vecinos de Meneses me dieron instrucciones de no salirme de los lindes del pueblo porque volaban tiros por los alrededores. La guerra criolla era un juego a cartas vistas. En Meneses fueron destacados algunos ‘casquitos’. Se trataba de campesinos vueltos soldados, sin entrenamiento, reclutados por el gobierno con un sueldo de 33 pesos mensuales. Era la contramina desganada del gobierno, ya que en todo el ejército reinaba un ambiente de desaliento. Una mañana, apareció en el pueblo un tipejo grueso, culón, de baja estatura, a quien su chofer —aguantapata según mi madre— llamaba con respeto Menelao Mora, como si fuera uno de los héroes de la Iliada. Mora andaba en un yipi del ejército y hablaba por un aparato de radio al que llamaba micro-onda. El hombrín arengó a una docena de casquitos y guardias rurales desde la pasarela de mi casa. Les dijo que su causa era justa ante los ojos de la patria y se marchó enseguida. Naturalmente, nadie le hizo caso. No es fácil hacer mártires de gente que quiere la vida. Por hacer la guerra, los alzaos empezaron a disparar sus armas de bajo calibre contra los automóviles que pasaban por el camino de Iguará. Un día, apareció en la consulta de mi padre Hugo Hernández, el dentista de Meneses; iba muerto de miedo, con una bala calibre 22 alojada entre la piel de la frente y el casco huesudo del cráneo. Hugo Hernández sobrevivió —como era de esperarse—, y terminó sus días ejerciendo la profesión de dentista clandestinamente en Madrid. Por cierto, Doraida, su mujer, era muy atractiva; después de Ana Delia, era la mejor hembra de Meneses. Cuando el traslado de enfermos se hacía necesario, los choferes de alquiler de Meneses extendían un trapo blanco con una cruz roja sobre el baúl de sus automóviles y circulaban con seguridad. Un pobre camionero, que no estaba al corriente de los acontecimientos, apareció en la consulta de mi casa con varios perdigones alojados en el hígado. Mi padre le puso una venda y lo mandó al hospital de Santa Clara para que se los sacaran y, según supimos luego, se salvó. * El caso de sangre más atroz que conoció Meneses ocurrió pocos días antes de la Navidad. Eran las siete de la noche. Varias personas conversaban en voz baja frente al café de Manuel. Un casquito estaba recostado a una columna del portal, abismado en sus reflexiones; cumplía dieciocho años aquel aciago día. De la penumbra, salió un mulato traicionero; le robó la bayoneta del cinto al 186 desprevenido muchacho y se la clavó en el pecho. Se oyeron varios disparos. Aun herido de muerte, con la arteria aorta partida por la hoja de la bayoneta, el casquito no se había dejado desarmar y había apretado el gatillo de su garand, echando a volar los ocho plomos puntiagudos del peine. Con su fisonomía africana trastornada de pavor, el mulato se dio a la fuga. Suponiendo la Revolución victoriosa, aquel miserable había aspirado a unirse meritoriamente a los alzaos llevando sobre su cabeza la ignominia de una muerte. Quienes vieron al soldado recorrer el último trecho dijeron que el alarido de la muerte había aparecido pronto en el lenguaje mudo de sus ojos. Con la faz descompuesta por el dolor, anduvo por la Calle de Alante hacia la consulta de mi padre, afanado a su joven vida. Los que comían en la fonda notaron cómo le caía de las manos el garand frente al parque. Con los ojos muy abiertos, desde el portal de la panadería, los hermanos Ovalle lo vieron dejar la vida tras de sí en un largo rastro de sangre. Los compañeros del casquito lo tuvieron que ayudar a subir los cuatro escalones de la pasarela de nuestra casa. Mi padre mandó a acostar al muchacho en la mesa de reconocimiento. Paulina y yo habíamos abandonado el escondite que nos habían asignado en el baño, para espiar. Los soldados le hacían a mi padre preguntas apremiantes. Él no les respondía porque el joven había perdido mucha sangre: resucitar a los muertos era cosa fuera de su profesión. En el aire tenso del consultorio se escucharon conciliábulos diabólicos. Uno de los compañeros del casquito propuso con una imprecación desabrida matar a mi padre si no podía salvar a su amigo —evidentemente, había visto demasiadas películas mejicanas. El sargento Sotuyo tuvo que mandar a salir al soldado y ordenar que nadie se alborotase ni exteriorizase sinrazones ni cóleras. — ¿Lo encontraron? —le preguntó a un guardia rural que acababa de entrar. — Huyó por la carretera de Iguará —le respondió el subordinado, diciéndole con la mirada que el homicida estaba ya en compañía de los rebeldes. Paulina y yo vimos morir al casquito: cuando expiró, sus ojos azules perdieron el brillo y su rostro cobró un tono desvaído y ceniciento. Mi padre lo declaró cadáver en voz baja y respetuosa. Los demás solamente hablaron con la mirada. Aquella escena hubiera movido a compasión al ángel del juicio final. Me imagino que su madre habrá perdido la creencia en la República democrática, en la dictadura del mulato, en la Revolución y hasta en Dios. Creo que a todos los testigos nos hubiera gustado desmembrar al homicida. Aquella noche comprendí la necesidad de matar y la inutilidad práctica de los Mandamientos de la Ley de Dios. * Al día siguiente, el sargento Sotuyo y sus hombres evacuaron el cuartel de Meneses. Los alzaos los emboscaron en El LLigre. Lino, el policía de Meneses resultó muerto. Se tuvieron que entregar. Esa misma tarde, en Yaguajay, 187 comenzaron los fusilamientos, sin juicios, de los guardias rurales. A Cárdenas, uno de los guardias acusados de dar plan-de-machete (sablazos) y de haber matado, le pusieron correhuelas en las muñecas y un paño verde en los ojos — que debía simbolizar la dictadura— antes de acribillarlo a tiros contra una pared. Esa misma noche entraron los alzaos en Meneses. Las Hijas-de-María les colgaban rosarios del cuello. Eran mayormente guajiros jóvenes, analfabetos; algunos no tendrían más de quince años. Sus armas eran rifles Winchester de cacería y escopetas calibre 22. En casa de mis parientes había mejores armas que aquellas. Estuvieron en la sala de mi casa, tomando café, Camilo Cienfuegos, Félix Torres y un tipo que creí equivocadamente ser el Che Guevara por culpa de la foto oscura del volante que nos había entregado el sargento Sotuyo. Camilo Cienfuegos era un guajiro delgado, de trato agradable, pelo desmelenado y barba cerrada y negra; le dio un pase a mi padre para que pudiera trasladarse libremente por la zona que controlaba la guerrilla para visitar enfermos y curar heridos. Félix Torres era un campesino de unos cincuenta años, de muy baja estatura, barba blanca larga, frente rugosa, expresión difícil y cierta frialdad despótica en la sonrisa hipócrita. El otro tipo, que tenía la cara erizada de pelos negros, no hablaba, como si la mala verba le impidiese expresarse entre la gente decente; después de tomarse el café, permaneció impávido unos minutos antes de empezar a aburrirse y a mecerse en el sillón. * La gente de Meneses le mostraba su adhesión a los rebeldes dándoles alimentos y aplausos. Al caer la noche, Roberto el Chino, que se sentía frustrado de que las mujeres acapararan la atención de todos los alzaos, se puso a gritar, histérico: “¡A quemar el cuartel!” Aquello no tenía sentido, porque el cuartel era uno de los pocos edificios de mampostería del pueblo. Además, las casas de madera del barrio contiguo podían arder y en Meneses no había bomberos. Camilo Cienfuegos se apresuró a abandonar nuestro pueblo en su yipi militar cuando oyó proponer semejante mariconada. Me imagino que Camilo estaría acostumbrado a lidiar con imbéciles, pero correr el riesgo de prenderle fuego a un pueblo entero por atender el jolgorio de un maricón no demostró buen discernimiento de su parte. El cuartel hubiera servido para albergar media docena de familias pobres o montar una escuela, pero le prendieron fuego. Al rato, unas llamas rojas y azules chisporroteaban dentro del inmueble, enroscándose en cuanto ardiese. Se sintieron pequeñas detonaciones, provenientes de los cartuchos y explosivos que el ejército no se había podido llevar. Presa de sí mismo, Roberto anduvo, amariconadísimo, por la calle de mi casa, gritándoles a los rebeldes que estaban sentados en las pasarelas de los portales: “¡Aaaay, eran traaaampas, eran trampas!” Ninguno le respondió porque aquellos guajiros no entendían de puentes de palabras. 188 * Roberto se fue a La Habana, donde trabajó de empleado en un comercio de ropa; en la capital de la isla, se declaró oficialmente maricón. De allá pasó por Madrid en su huida, donde se dedicó a empapelar apartamentos y fue maricón también; se le podía ver por las noches, con un cortejo de maricones, recorriendo los mesones en busca de romance. Habló de irse a Alemania a mariconear, pero le cogió miedo a los carámbanos. Luego vivió en Nueva York y siguió ejerciendo la mariconería. Por fin, se mató en una carretera de la Florida en compañía de otro maricón. ¡Se transita y se muere, Nenita! ¿Crees que se despierten los muertos a empezar de nuevo? Ya Roberto el Chino no es nada en la tierra, ni siquiera maricón. No sé como será eso de la mariconería en la otra vida. * Ya los norteamericanos le habían suspendido la venta de armas al gobierno de Batista. El mulato se sabía perdido y empezó a preparar la fuga. Al día siguiente de los fusilamientos de Yaguajay, mi padre se llevó al sargento Sotuyo de la cárcel, alegando que tenía una enfermedad cardiaca —en un momento de frustración o de aburrimiento, los rebeldes le habrían echado fácilmente una maroma al cuello. “¡Psch!” soltó Sotuyo cuando abandonó la prisión en compañía de la vida —vivió en Miami cincuenta años más, con una giba en la espalda. Amparado por un paño de la Cruz Roja y vestido de civil, mi padre lo puso en un automóvil rumbo a La Habana, donde se pudo esconder con su mujer y sus hijos de cara nevada unos meses hasta escapar todos, sin pasaporte, en el ferry que iba a los Estados Unidos. Entonces el comandante Camilo Cienfuegos se atasca en Yaguajay. El chino Wong, jefe del cuartel de la Guardia Rural, resiste. Como no lo pueden desalojar, los ingenieros de la guerrilla improvisan un aparato de asedio con un bulldozer que blindan, pero fracasan porque los otros tienen una bazooka. Desvanecida la esperanza de triunfar, los rebeldes se sentaron sobre la hierba a esperar el resultado del sitio. Cuando se le estaban acabando las municiones, Wong mandó que los aviones arrojaran bombas a ambos lados de la línea del tren. Los rebeldes se apartaron por amor a la vida y él pudo escapar a pie a la plaza de Mayajigua con sus hombres por la vía férrea. Esto me lo contó Li Wong en Madrid diez años después. Wong era un chino sin pretensiones, al que le gustaba beberse una caña de cerveza hablando de cualquier tema. No pude hablar más con Li Wong e informarme de la verdadera naturaleza de los combates en aquella zona porque, durante todo el mes de agosto de 1969, estuve sumamente enamorado de Berta, una habanera rubia de ojos verdes, viviendo el romance más caliente de mi vida —tres eyaculaciones en cada una de varias tandas amorosas de siete horas. Aquella mujer me decía en cualquier plaza de Madrid: “¡Llévame a hacer el amor!” ¡Dios es grande y bueno, Nenita! 189 Al igual que nuestras intimidades, desearía que aquel romance con Berta pudiese suceder de nuevo porque todo gran placer quiere eternizarse. * A los dos días de finalizar la batalla de Yaguajay, acompañé a Dagoberto y a mi padre a ver aquella curiosidad, resultado de uno de los pocos actos de guerra de toda la Revolución. La fachada amarilla del cuartel estaba desconchada a tiros: parecía el vestido de lunas de una bailaora de flamenco.Antes de retirarse, la tropa le había pegado fuego al edificio, que humeaba aún. En los establos quedaron varios caballos muertos, con la panza hinchada, que apestaban más que los leños humeantes del techo desplomado. Alguien había abierto boquetes en las paredes, no sé si para entrar o salir; vi tres paredes consecutivas con una horadación de un metro cuadrado cada una. “¡Uf, esto no tiene arreglo!” exclamó Dagoberto, ocultando la mirada ontológica detrás de las gafas oscuras. Por todas partes se veían rifles springfield de palanca, inutilizados por quienes los abandonaron; casi todos estaban partidos en dos. Aparentemente se habían llevado todos los garands de repetición. Empezaron a llegar noticias de Oriente. Nos enteramos de que, el día de Nochebuena, durante su huida, el ejército había dejado desparramadas muchas armas en los alrededores de Santiago de Cuba. El pueblo se emocionaba intensamente con la creciente esperanza de las cosas que no entendía, como 190 cuando veía cintas de guerra americanas. En cada poblado o ciudad donde entraban los rebeldes, el regocijo se volvía asonada y fiesta. La marina de guerra había abandonado al dictador. Se había empezado a negociar con el Ejército Nacional para poner fin a las hostilidades. Ya la guerrilla contaba con mil hombres. En Las Villas, se toman Fomento y Placetas y se capturan armas. El primero de enero de 1959, el mulato se va con la calva sobre la frente y todo el dinero que puede llevarse. ¡Un negroide sin caudal es tan poca cosa! El aprendiz de tirano no pierde tiempo: empieza a hablar de la reforma agraria, de la industrialización del país, del fin del monocultivo y del campesino propietario. Bajo las miradas del sol, las mentiras, y sobre todo las imbecilidades, habrán de sucederse durante más de 60 años. Fidel alega que no se trata de sustituir a un dictador por otro —es lo que tiene en mente—y le creen. Los pueblos necesitan creer, y hay hombres que se hacen pasar por templos. El líder de la Revolución, que vive fuertemente apegado a su cobardía, teme que le hagan un atentado y lo maten al entrar a La Habana. Siente fobia por los edificios altos, donde puede ocultarse algún francotirador. Sabe que no ha triunfado la acción bélica, sino la sublevación ciudadana contra el gobierno dictatorial. Presa del pánico, sortea los peligros que imagina. Luego se anima, cuando se le unen varios grupos que le hacían separadamente la guerra a la dictadura del mulato y lo aplauden. ¡Le gustan mucho los aplausos! El público se abre paso a codazos y empujones y se abalanza sobre Fidel para tocarlo, como si se tratara de Clavelito o del Jesucristo cubano. “¿Acaso no sienten los pueblos como esas mujeres ingenuas que quieren perderse en una embobeciente seducción?” se pregunta el hijo’e-puta. “¿Acaso los hombres no reclaman algunas veces, como las putas, el despotismo de un chulo?” “¡Patria o Muerte!” exclama, rebozante de júbilo, al hallar la estupidez tan animada. Bien sabía que nadie atacaba a la patria y que la muerte era para quienes le estorbasen. La planta de radio le había conferido la jefatura al más cobarde. Aquel vano bosquejo de hombre armaría su propia leyenda con mentiras y una viva verbosidad, alimento espiritual de papanatas. Con discursos maratónicos, jalonados con suposiciones, errores, idioteces, infundios y proyectos irrealizables cautivó a la masa. Les dijo que plantaría muchos pinos en la costa para frenar a los ciclones. Prometió bienes que ni él ni quienes le escuchaban, que no eran del todo inocente, eran capaces de producir. Les echó la culpa a los yanquis de la falta de iniciativa de la turba. En su locura, llegó a creer ser un gran Führer, como Adolfo Hitler, y que aquellos necios y mulatos eran un pueblo laborioso e inteligente, como el alemán. Nenita: en la lengua vernácula del país, es justo decir que Fidel Castro fue un gran comemierda. 191 * Desde el primero de enero, la radio empezó a tocar unos aires marciales de mal gusto, de un patriotismo afectado y pestilente. Las Bauta habían estado excitadísimas y felices entre guerrilleros faltos de cama y hembra. Cuando los rebeldes se marcharon de Meneses, los ojos de las Hijas-de-María expresaban como una nostálgica lascivia. En nuestro pueblo, casi todas las mujeres reprimían sus naturales ardores concupiscentes hasta el momento de echarse sobre el lecho nupcial —ó a hurtadillas un poco antes. En aquellos tiempos, las Bauta eran consideradas moralmente desamoldadas. Los impulsos eróticos de mis vecinas las impulsaron a coser histéricamente banderas del movimiento 26-de-julio. A mí me dieron una para que la colgara de los tubos de mi bicicleta, pero mi madre me mandó a quitarla. “¡Cáspita!” exclamó Raúl Méndez, palpando la bandera que yo estaba destrozando (realmente dijo ‘carajo’) “esta tela es muy fina: no sirve pa’ medirle el aceite al camión ni pa’ soplarse los mocos”. “¡Cáscaras!” repliqué (en realidad dije ‘coño’) “Matilde me dijo que esta bandera era de los buenos y me engañó”. Las hijas de Quinto, el bodeguero, le dieron a Cagao unos trapos rojos y negros para que se los colgara de los cuernos a las chivas del Oso Polar. Lo ayudaron a obtener la cooperación de las cabras el negro Pillín y otros que habían sido fustigados por el sargento Sotuyo cuando robaban frutas y violaban animales. Mientras las cabras de Meneses exhibían en sus cuernos los colores de la Revolución, en el resto de Cuba apareció la chusma, siempre dispuesta a incomodar a la gente decente. Las turbas, que se entregan con igual prontitud al aguardiente y al sueño que a las manifestaciones políticas y a las quemas de brujas, estaban alteradas: sentían bondad y odio al mismo tiempo, por eso reían con llanto y lloraban a carcajadas. El rapto de exaltación de la gentuza, por incomprensible que fuese, sentaba la pauta de la vida del país. Los hombres y las mujeres andaban por las calles buscando mentiras para creer, denunciando con voz agria a enemigos que no conocían hasta la antevíspera. Las mentes capaces, que eran muy pocas, estaban aterrorizadas, en constante desazón interior. En Cuba, como en cualquier otra parte, la sociedad siguió la suerte de quienes la componían. La latencia del mal de fondo se manifestó en lo que parecía un simple cambio de gobierno y hundió al país. A los cubanos no les quedaba más que el recuerdo de las ideas, los instintos y el vigor de los primeros tiempos, cuando la rasante de la moralidad era más alta. Las razas se habían mezclado mucho más de lo que se suponía, empeorándose la existencia humana. Con la Revolución, el mal terrible afloró para destruirlo todo. La calidad del pueblo se hallaba disminuida porque el elemento étnico fundamental se asfixiaba en el ambiente creado por la raza extraña. La gente de color, que no había 192 contribuido jamás a la civilización por su gusto, odiaba las leyes, que le inspiraban terror —leyes que desafiaba salvajemente y deseaba despedazar si lo pudiera lograr sin riesgo personal. El gran aliado del totalitarismo en Cuba sería el odio africano a la fuerza que domina, gobierna y civiliza. Los tiempos se volvieron indelicados. En vez de mostrar sus almas nobles, poniéndoles a sus amantes los ojos tiernos, las muchachas hablaban venal- y pérfidamente de paredón para cual o mascual. En Meneses, un pobre guajiro muerto-de-hambre le llamó a otro de igual condición “latifundista” para ofenderlo. Mientras tanto, los animales, que parecían ser menos apasionados que la gentuza, seguían levantando la cola y dejando sus boñigas, plastas y virutas por las calles. Según algunos nuevos patriotas, desde el triunfo de la Revolución, el sol refulgía más y las vacas parían mejor. Se puso de moda una canción, medio marcha militar torpe, medio aire sentimental. Sonaba marcialmente primero: El pue-blo (¡pan!) de Cu-ba (¡tun!) unido en su dolor se siente heri-dooo (¡pan, pan!) y se ha de-ci-di-dooo (¡tun!) a hallar sin tregua una solucióooon (¡parapapán!) que sir-va (¡tun!) de ejem-plo (¡pan!) a aquellos que no tienen compasióoon (¡parapapapán!) y arriesgaremos decididos por esta causa hasta la vida (¡tan!) y vi-vaaaa la Revolución. (¡tun, tan!) y melífluamente después: Sierra Maestra, (¡píiiii!) monte glorioso de Cuba, donde luchan los cubanos que la quieren defender. (¡pí-pi!) Un capricho miliciano, que no ha de retrocedeeer porque tiene aquí a la mano la fuerza para vencer. (¡aaaah!) Aquella canción se extendía, ensartando otras estupideces en alabanza a la Revolución. ¡Y a casi nadie le parecía ridícula! 193 También se pusieron de moda más tarde unos versos, cantados por un maricón, que hablaban de Fidel Castro y terminaban siempre con el mismo estribillo: Cuba sí, Cuba sí, Cuba sí y yanquis no. * Desde los primeros días de la Revolución, se adivinaba la espantosa intención de obligar a todos a entrar en su círculo de existencia. Como los hijos de Mahoma, los hermanos Castro y el Che Guevara se sentían autorizados moralmente a someter a los habitantes de aquel infortunado país con su Corán comunista. Sin sentir el más leve escrúpulo, distorsionaban los hechos y conspiraban para desplazar al pueblo de la vida pública. El instinto civilizador de un puñado de cubanos jamás había logrado convencer a las multitudes. Por el contrario, con la mezcla de sangre llegaron las modificaciones en las ideas nacionales. En Cuba, jamás se logró una estabilidad dentro de la cual la gente se pudiese esforzar pacíficamente en satisfacer sus necesidades y refinar su talento.A raíz del triunfo de la Revolución, cuando las masas salieron a demostrar su inteligencia, se pudo apreciar el fracaso. Tal como ocurriría en los Estados Unidos treinta años más tarde, muchos cubanos, que sentían correr por sus venas sangre mezclada, habían obligado a todos a creer mentiras universales sobre la igualdad de los hombres. Escudándose en la doctrina cristiana —escuela que siempre ha vivido de espaldas a la civilización— esparcieron sus torpes infundios entre el pueblo. Las causas naturales de la superioridad del europeo sobre el negro, que se habían negado porfiadamente en un principio, se llegaron a declarar perversas; se convirtió en dogma la creencia equivocada de que la descendencia africana fuese parte civilizadora del país. * Fidel Castro, a quien sus aduladores comenzaron a llamarle cariñosamente El Caballo, no se atrevió a entrar en La Habana hasta el 8 de enero. Tenía miedo y mandó a Camilo Cienfuegos, el hijo de un sastre cuya popularidad envidiaba, a la vanguardia por si volaba el plomo. Se cuidó bien de no exponer la vida ni de pronunciar ideologías comunistas al principio. De hecho, hablaba de un humanismo revolucionario y cristiano. Más que nada, deseaba evitar un encontronazo con el poder de los Estados Unidos mientras le pedía asistencia a Rusia. A los pocos días, me llevaron de regreso al colegio de Cienfuegos. Pasamos por Santa Clara, donde oímos hablar de una gran batalla que no dejó rasgos de 194 combate por ninguna parte. Muchos años más tarde, en Santa Clara enterrarían unos huesos de puerco que dirían ser los restos de Ernesto Che Guevara. * Habían aparecido muchos adherentes a la Revolución y otros dispuestos a vivir de fábulas heroicas a costa del país. Del lugar menos pensado salía un héroe, aduciendo haber tenido que proteger sus hazañas en el incógnito; al igual que Castro, los héroes de Cuba forjaban sus propias leyendas, haciendo salir a luz pública la ‘verdadera historia’ de sus famosos hechos. En la ruidosa algazara de los primeros días, la multitud se lo creía todo y hervía de patriotismo sin explicarse por qué. * Durante la primera cena que hicimos en el colegio, me cayó de compañero de mesa Isidro, un muchacho delgado de Matanzas. — ¡Qué mierda de guerra: cinco mil tiros para tumbar a uno! —le dije a modo de saludo. — En Matanzas no pasó nada —me respondió, casi envidioso. Por esos días, salió la primera revista Bohemia a la calle, con un retrato de El Caballo en la portada. Los redactores rivalizaban unos con otros en alcahuetería periodística, recalcando una y otra vez cómo la falta que Fidel creía hacer en el mundo estaba justificada. Eran unos pendejos ensalzando a otro. En las páginas de la revista, se mostraban fusilamientos con sesos-al-vuelo para que el populacho sanguinario disfrutara también la Revolución. Se repetía inescrupulosamente la historia de 20,000 muertos por el régimen anterior con increíble naturalidad —situación análoga a los seis millones de muertos que los judíos reclamaron tener en las cenizas de la Europa nacionalista. Curiosamente, en lugar de irse andando directamente a los montes de Cuba a hacer la guerra, como muchos otros, Fidel había preferido lanzar una invasión bien publicada desde Méjico para figurar como el jefe del movimiento. Deseaba identificarse con José Martí y otros que habían preparado expediciones desde el extranjero. Como el desembarco fue torpe, muchos perecieron o fueron apresados. La huida hacia la Sierra Maestra, con sus muchas huellas, tampoco fue brillante. De los hombres que salieron de Méjico en barco, solamente una docena logró encontrar a los guías que los esperaban. Con Fidel desembarcó Camilo Cienfuegos, el artista frustrado y empleado de comercio que se convertiría en héroe popular —las putas no le cobraban. Camilo se distinguió haciendo emboscadas y sabotajes por las llanuras del Cauto y recibiendo heridas. Solamente tuvo dificultades con el capitán Wong —algunos le llaman Abon Li— en el ramal ferroviario de Yaguajay. Después del triunfo de la Revolución, cuando Camilo se convirtió en el Cristo de los cubanos, Fidel Castro lo tacharía de inculto y poco inteligente para restarle importancia. 195 Diez meses más tarde, a petición de Raúl Castro, el Caifás cubano, matarían a Camilo Cienfuegos. Se prendieron tanto civiles como militares y se cometieron injusticias, pero a la gente no le importó. Raúl Castro ejecutó en un sólo día a 70 acusados. En Santiago, se fusilaron más de 200 militares y civiles. En La Cabaña, el Che fusilaba gente por su gusto. El 21 de enero, Fidel exhortó a la multitud, exigiendo la pena de muerte por crímenes políticos. Los juicios populares se convirtieron en griterías contra los acusados, sin consideraciones justicieras. La Revolución era una fiesta que crecía en importancia con el número de fusilados, ya fuesen inocentes o culpables. La gente inculta y sin influencia —la casi totalidad del pueblo— cotorreaba indelicadamente teorías sobre lo justo y lo injusto que oía por la radio, enfadándose con sus propias repeticiones. El populacho había escuchado de boca de su profeta una creencia política, repleta de piedad pagana, que acreditaba la persecución de los culpables y de los inocentes discordes. ¡Paredón! era la palabra de orden. * Los alumnos del Ingreso al Bachillerato de los HH Maristas seguimos el mismo método de estudio, los mismos deportes, los mismos paseos largos y las mismas salidas al corazón de Cienfuegos. Jamás me volví a tropezar con Carolina Cacicedo. El profesor Jacinto Jorge enfatizó los estudios geográficos y el hermano Rafael la Ortografía y la Aritmética pesada que lleva al Álgebra. No sospechaba que iba a visitar en los próximos años los puntos del mapa que llevaban nombres como Nueva York, Madrid, París y Ginebra —y mucho menos que Santa Clara, Cienfuegos y La Habana pasarían a ser recuerdos lejanos. Algunas veces, me quejaba con mis compañeros de curso: “¿Para qué coño tendremos que saber los nombres de esos Grandes Lagos que están en casa del carajo?” No me imaginaba que iba a vivir en Detroit, navegar un trozo de los Grandes Lagos, y nadar en las pequeñas lagunas de Michigan. El hermano Rafael nos explicó en la clase de Ciencias Naturales que el globo 196 terráqueo es parte del sistema solar, el cual está metido a su vez en una extensa polvareda llamada la Vía Láctea. Habló de teorías sobre la formación gaseosa de la tierra y ocho planetas más debido a una supuesta pequeñísima fraccionación del sol. Nos hizo pensar en que el centro de la tierra debe de ser caliente y ferroso como la lava de los volcanes, en que los polos magnéticos se corren porque así es, y en que los relojes mienten porque el día dura solamente 23 horas, 56 minutos y 4 segundos. Nos aclaró que nadie sabe lo que es el tiempo pero que, de saberlo, la gente no querría envejecer. Colegimos de las palabras del hermano que, de igual forma que el sistema solar está encajado en la Vía Láctea, dentro de la materia hay un mundo de sistemas llamados átomos en los que unos planetas llamados electrones giran en torno a soles de protones y neutrones. El hermano Rafael no nos pudo dibujar más que imágenes poéticas de la ciencia porque nadie había visto un átomo aún. * En enero, se prohibió portar armas. “¿Armas para qué!” decía Fidel. A los aviadores del gobierno anterior, que habían sido absueltos por un tribunal civil, se les hizo un segundo juicio, ordenado por Fidel, y se les condenó a 30 años de prisión. Era el comienzo de la justicia de El Caballo. Ya se estaba urdiendo encarcelar o ejecutar a los jefes revolucionarios que pudieran sublevarse. Sin que se hubiese aprobado ley alguna, se comenzó a ejecutar la Reforma Agraria. Se confiscaban fincas de personajes del antiguo gobierno y se despojaba de sus propiedades, malversadas o no, a mucha gente. En mayo del 1959 se le daría finalmente forma a la Ley de Reforma Agraria, que habría de conducir a la ocupación de toda la tierra. El Che se rodeó de comunistas y se dispuso a destruir la economía del país ejerciendo el cargo de Ministro de Industria. Fidel asumió el cargo de Primer Ministro e instaló un presidente de pacotilla en el gobierno. La negrada había comenzado. En realidad, uno de los comandantes de la Revolución, Humberto Sorí Marín, había sido señalado para redactar una ley agraria. El objeto de dicha ley era darle tierra al campesino a expensas del latifundio improductivo. En mayo del 1959, Fidel le informó a Marín que su esfuerzo era un juego de apariencias, que la auténtica Ley de Reforma Agraria la habían escrito el Che Guevara, él y Dorticós —un comunista que sería nombrado presidente y acabaría suicidándose. La verdadera Ley de Reforma Agraria era radical y comunista. Humberto Sorí Marín no la firmó. Naturalmente, la nueva ley agraria acabaría con la industria ganadera, la azucarera y la agricultura en general. El Che Guevara, además de ser comunista, era un tipo muy bruto. La marca de la nueva dictadura será la negación de la independencia económica para los trabajadores y la prohibición de la independencia política para todos los ciudadanos. Ha sido el caso más claro de gente metiéndose en lo que no les debe importar que he visto en mi vida. El gobierno sembrará el caos 197 en la Banca Nacional y el Estado quedará insolvente. El peso cubano, que estaba a la par con el dólar cuando triunfó la Revolución, perderá todo su valor. Empiezan las intervenciones arbitrarias. Se despoja a los hacendados de sus tierras, primero reduciendo la propiedad a una extensión máxima de 30 caballerías (una caballería son 13.43 hectáreas) y luego confiscando toda la tierra. La merma en la producción y la fuga de los cerebros —de blancos naturalmente— del país producirán la escasez endémica y el hambre. * Mientras el hermano Alejo seguía sacando a los internos mayores de las casas de putas en la furgoneta del colegio, se empezaron a fraguar planes contra la educación privada en el seno del nuevo gobierno. Los colegios privados, semillero de intelectos pulidos, tenían que ser abolidos —¡sin discusión! De enero a junio, mientras el furor revolucionario obliteraba la inteligencia del país, estudiamos muy duro. Una tarde de mayo, el hermano Julio me aclaró que la bombilla que se prendía cuando yo la tocaba ya tenía conducto a tierra, que era la capacidad de mi cuerpo que ayudaba a ionizar el gas que tenía dentro. “Te lo explico” me dijo apesadumbrado, haciendo que cambiaba de lugar una redoma mediada de líquido por no verme la cara “porque quizás no estudies la Física con nosotros”. Me sentí muy triste aquella tarde: un llanto seco e invisible vació el sentimiento acre que sentí y una aversión callada y resuelta se posesionó de mi espíritu. Yo, que jamás había tenido un sueño inquieto, pensé muchas veces en la confiscación de colegio, que llegaría, y la expulsión de todos aquellos hermanos que habían sido mis amigos. El ambiente macabro de aquel país desgraciado me empezaba a fastidiar. Y me molestaría mucho más no haber podido castigar a los autores de mi desgracia. Muchos años después, cuando pensaba en los que habían permanecido en Cuba a sufrir a Fidel, esbozaba una sonrisa de salvaje desprecio que no era suficiente; realmente, hubiese deseado machacarlos a todos. Durante los vientos de Cuaresma, me entregaba a mis propios pensamientos a menudo entre el rumor de las hojas de los grandes árboles que rodeaban el campo de deportes de los medianos. El único orden que había conocido en la vida se resquebrajaba para dar paso a algo horriblemente popular y sucio. De estar vivo mi bisabuelo Pancho —como todos aquellos que pueden proclamar ser hombre sin asustarse—, hubiese combatido y dominado a la negrada con sus recursos, su astucia y su valor. Ni el mulato Batista, ni el demagogo Fidel hubiesen vivido. Como dice Gobineau, la intolerancia es la gran virtud de la raza, la conciencia del propio valer y de la propia nobleza de carácter. Darles a infrahombres de inculta inteligencia y a homúnculos degenerados racialmente instituciones de gobierno, querer cambiar su modo de existencia, es una locura. Sin que hubiese un sólo renglón de africanismo en las leyes del país, los cubanos se comportaron siempre tan depravada-, brutal- y ferozmente como sus parientes 198 del África porque siempre reinó entre ellos el verdadero espíritu de su raza. También en Cuba convertirían en desierto la tierra cuyos recursos naturales habían enriquecido a los blancos que la cultivaron. Volvimos a la playa de Rancho Luna en abril. Como éramos pocos, pasamos la noche en las habitaciones anexas a la gran cabaña donde estaba el expendio de bebidas. Los hermanos nos dejaron en libertad y se fueron a pescar. Aquella noche, por primera vez en mi vida, contemplé ensimismado la luna rielar en el agua, mientras dejaba unos pensamientos sin forma definida vagar sueltos a sí mismos —algo parecido me ocurriría varios años después, fumando marihuana con Mary Brockmayer en el puerto de Barcelona. Desde los arrecifes cercanos al muro donde estaba sentado, unos pescadores sacaron del mar una guasa (cherna gigantesca) cuyas escamas reflejaban otra vez el reflejo de la luna llena. Por aquellos tiempos, se había puesto de moda una canción que decía: Blue Moon. La luna me hace soñar porque ella dice que está enamorada del mar. * Por algún motivo, temprano en la mañana siguiente, el Huevo Pinto y el Mono Viejo se enfadaron. Relámpagos amenazadores cruzaban por los ojos de ambos. Daba pena verlos asestarse golpes en la cara y en el cuello sin hacerse ningún daño. Ambos eran sumamente endebles y sus puñetazos no mataban mosquitos. Ni siquiera pronunciaban bonitas blasfemias cuando hacían zumbar el aire a bofetadas. Estaban tan metidos en la contienda que no oían las risas de sus compañeros. Les iba a decir que parecían mariquitas pegándose, pero me contuve porque me parecía que le gustaba a Mirta, la hermana de Mono Viejo, y no deseaba disgustarlo. No faltó quien les gritara que parecían dos afeminados peleándose: “¡Vamos, a darse como los hombres!” Finalmente, con la fisonomía enrojecida por el rencor, no por los golpes, se separaron solos. “¿Quieres más?” le preguntaba uno al otro cuando se cansaron y ninguno respondía que sí. — ¿A cuál de los dos le ibas? —me preguntó el Mono Viejo una vez terminada la farsa, con los botones desgarrados de su camisa. — A ti, por supuesto —mentí. El Huevo Pinto pelea como las gallinas. — ¿Quién ganó la pelea? —me apremió. — Tú —respondí inescrupulosamente. — Huevo Pinto dice que ganó él —me dijo, inseguro de sí mismo, humillado por la sospecha de haber sido batido por tan flojo adversario. — Está hablando mierda —le aseguré. 199 Del Huevo Pinto (no me acuerdo de su verdadero nombre) no supe más. El Mono Viejo, que se llamaba Ramón, se hizo ingeniero electricista en los Estados Unidos y vivió en Miami. Por fin llegó el mes de junio y, con él, las pruebas finales del colegio. Las pasé casi todas con sobresaliente. Cuando el hermano Julio me entregó el certificado que acreditaba mi ingreso al bachillerato, me dijo: “Este es el que vale en los Estados Unidos”. Al día siguiente hicimos la prueba del Estado. El Ministerio de Educación de la Revolución deseaba darnos el examen de dictado también. Enviaron dos mulatas, una adelantada y otra atrasada, henchidas de un orgullo salvaje por haber sido nombradas árbitros del gobierno —los mulatos se consideran más aptos a la conceptualización que los negros porque superan algunas veces el estado de repetición de cuanto oyen. Antes del dictado, el hermano Alejo le pidió el texto a las mulatas. La más adelantada, que llevaba empolvado el rostro y vestía de brillante púrpura —en Cuba todavía había ropa—, se lo mostró. Al hermano Alejo le centellearon las pupilas cuando examinó el contenido del dictado. Penetrando los ojos opacos de la mulata con su mirada de lince, hasta lo más íntimo, que resultó ser un vacío, le dijo: — Este es un examen de tercer año de bachillerato, no de ingreso. — Es el examen de la Revolución —se defendió la mulata, transmitiéndole a su mirada salvaje la autoridad de El Caballo y de su Ministro de Educación, Armando Hart. — ¿Acaso les ha dado este examen a los alumnos del instituto público? — le preguntó inclemente el hermano. — No lo sé. — ¿Quiere utilizar mi teléfono para averiguar? — No; a mí me han mandado a dictar y aquí estoy. La contesta acerba de la mulata aclaró la situación: el gobierno deseaba empequeñecer ante los ojos de la sociedad los logros de la educación privada mediante pruebas desleales. Ella misma había escogido el dictado: no había a quién apelar. El hermano Alejo le devolvió el papel a la mujer en silencio y le volvió la espalda. El sonido macizo de sus pisadas se perdió por el corredor, rumbo a la oficina. Había que batallar contra la fe nueva. El hermano Licinio, un castellano corto de talla y largo de carácter, nos mandó a entrar a la clase a sufrir la prueba. Durante los veinte minutos que siguieron, la mulata adelantada se regodeó con el pasaje literario de una puesta de sol. Nos bombardeó con un caudal de nombres, verbos y adjetivos olvidados en el lexicón. Algunos eran tan poco usuales que no sabía pronunciarlos ella misma y debió repetirlos varias veces o dejar que los leyera el hermano Licinio. Aquello no era una prueba, sino una refriega. 200 Escribimos nuestro trabajo envueltos en un silencio sepulcral. En los ojos de la mulata más atrasada estallaron relámpagos de salvaje alegría cuando, cumplidos los cinco minutos concedidos para revisar el dictado, nos quitó las cuartillas de la mano. Creyendo adivinar cuál sería el resultado de la prueba, había tomado de antemano un aire de crítica. “¡Quita allá, negra bribona!” pensamos algunos. Con afectado desprecio, la mulata adelantada revisó las pruebas y apuntó los resultados en un libro que llevaba. El hermano Licinio se mantuvo a su lado, vigilante, para que no hiciera trampas —sus ojos castellanos centelleaban como carbunclos. Mientras compendiaba la lista de quiénes habían pasado y cuáles habían fallado el examen, un entorpecimiento escénico se apoderó de la mulata y un resplandor furibundo subió a sus facciones grotescas: con la excepción de tres alumnos, todos habíamos pasado la prueba del dictado. ¡Qué sublime impudor siento al decirlo! El hermano Licinio reía quedito y a la enviada del gobierno se le desmayaba el alma y se le helaba la lengua. 201 El hermano Licinio leyó los nombres de los tres infortunados que no habían pasado: eran los burros de siempre. Añadió en voz muy alta: “Los otros treintay-dos han pasado”. Se oyó un “¡Aaaah!” victorioso en el corredor, seguido de muchas risas. Después, el hermano metió majestuosamente el folio que le correspondía al colegio en su carpeta y se marchó a la oficina sin despedirse de las mulatas. Delatando con su palidez la vacuidad de su espíritu, avergonzadas por haberles fallado a la Revolución, a Armando Hart y a Fidel Castro, las mulatas se marcharon consternadas y adoloridas. No dijeron nada más porque se les ahogaba la voz y su tono era lastimoso. El mohín que hizo la mulata atrasada al partir fue increíblemente grotesco, parecido a la mueca de una mona afligida. En ese momento, un prolongado relámpago iluminó el cielo, que había denegrecido mientras esperábamos los resultados del examen. Tras las serpientes azuladas de la tormenta, los truenos se sucedieron con rapidez y el aguacero les cayó sobre las pasas de sus cabezas inútiles a las mulatas, que andaban a pie. No quisieron volver al ablugo del edificio, prefiriendo mojarse entre los ribetes de fuego del cielo. Iban atolondradas. Unos meses después, aquellas frustradas esperanzas se transformarían en odio. Regresarían en cuerpos de hombres armados para apropiarse del colegio sito en la cresta de la loma. La Revolución no podía consentir al desarrollo de las mentes jóvenes. ¡Mahoma andaba en pie de guerra! Increíblemente, la rechazada Enmienda Platt, que les permitía a los norteamericanos intervenir en la política de la isla, hubiese salvado a Cuba de sus propios hijos-de-puta. 202 * Pasé el mes de junio (1959) en Meneses. Apenas las tinieblas del sueño despejaban mis ojos, me servías el desayuno. Tú siempre fuiste para nosotros, sobre todo para mí, más que una simple criada. Antes que los demás se levantaran y empezaran a hablar, me lanzaba a los caminos en la bicicleta. Me deleitaban las mañanas frescas, animadas con el trino de los pájaros. Compartían la alborada conmigo unas mujeres de dientes manchados por la nicotina de los cigarrillos amarillos que fumaban —las seducía el tabaco. Desde temprano, salían a las veredas rumbo a las casas de los ricos a solicitar fardos de ropa sucia para lavar. Restregaban la ropa entre el agua jabonosa de unas artesas llamadas bateas; luego, la colgaban a secar en el sol de la media-mañana, la planchaban y la doblaban para entregarla a sus dueños. Las lavanderas arriesgaban la salud expuestas a la combustión de las cocinas de carbón vegetal, en las cuales calentaban continuamente las planchas de hierro con las que les quitaban las arrugas a la ropa. A decir verdad, la salubridad, la justicia social, la libre empresa y el capitalismo no se llevaron bien en Meneses —ni en ninguna otra parte. * Hasta entonces, la Revolución no había cambiado mucho a los pueblerinos, que continuaban en sus apacibles faenas. Se habían puesto de moda algunas barbas caudalosas y se cotorreaba lo que decía la radio. Por lo demás, se seguía laborando como de costumbre y las patas de los caballos continuaban hollando el césped humedecido por el rocío. Aún había gran cantidad de bebestibles en los bares de Cuba y la gente seguía embriagándose los domingos y practicando el pasatiempo nacional de hablar mierda. A los pocos días, se daría el primer conflicto que prepararon estúpidamente los comunistas aficionados de la comarca. Las purgas y las renuncias ocurrían mayormente en La Habana. La sabiduría colectiva —u opinión publicada— voceaba a diario cómo gobiernos como los anteriores, que habían sido impuestos por la influencia extranjera, tenían que ser necesariamente malos. La habían tomado contra el “imperialismo yanqui” y acusaban a los norteamericanos de crímenes horrendos contra el pueblo de Cuba. A mi modo de ver, aquello no tenía sentido: mi vecino norteamericano de Santa Clara, El Cuico, era buen camarada —sus hermanas eran unas hembras bellísimas—; otro yanqui, que estudiaba en el colegio de Cienfuegos, no se metía con nadie. En un par de años, los cubanos demostraron cómo un gobierno impuesto por el salvajismo nacional es capaz de destrozar a un país íntegramente. El populacho de Cuba, que era muy ignorante, no sentía miedo de hacer el mal; ayudó a demoler principios que desconocía y terminó teniendo miedo de todo. 203 La libre expresión fue la primera víctima de la Revolución. Desde los primeros días del año 1959, un alud de loas mediáticas encubría la disposición incivilizada de los nuevos gobernantes. Certificaban que había que estar de acuerdo con cuanto dijera un Caballo tan extraordinario, acaso sobrehumano. Quienes no pueden lograr sus propios discernimientos defienden bien los prejuiciosos inventos ajenos. Periodistas conocidos —que se ganarían malamente el pan el resto de sus vidas acusando a Fidel Castro de sus arbitrariedades desde los Estados Unidos— publicaban entonces editoriales sensacionalistas, animando al nuevo Jefe de Estado a convertirse en el dictador absoluto de los cubanos; algunos vistieron el uniforme de la Revolución y participaron en las depredaciones del nuevo gobierno. Aunque más tarde lo negaron por cobardía, aquellos patriotas habían deseado hurtar en interés de Fidel Castro y su terca revolución. Y el pueblo de entendederas entorpecidas creía escuchar grandes pensamientos en las palabras necias, sin viso de verdad, y los defectuosos razonamientos de El Caballo. Fue una gran crueldad dejarlo hablar. Desde entonces, la falacia gobernó y las cosechas quedaron en manos de Dios —que anduvo siempre demasiado ocupado con los asuntos Divinos para cuidarlas. * Pancho, el hermano mayor de mi abuelo, le había donado a la Iglesia el terreno de manigua contiguo a la casa de mi madre. Quizás temiese que el nuevo gobierno terminara incautándolo por falta de buen uso. El solar destinado a la nueva iglesia era de unos 50 metros por 60. Animadísimas con la presunta erección, las Hijas-de-María habían recogido fondos en casa de los ricos y donaciones de materiales por toda la zona. Antes de comenzar a levantar la iglesia nueva, que sería de hormigón, se amontonaron algunos materiales cerca de nuestra casa. Raúl Méndez y su hijo, Alín, descargaron a pala un camión lleno de arena blanca y otro de arena negra. Les ayudé a descargar un tercer camión lleno de piedras. Durante los días que precedieron el inicio de los trabajos de la iglesia, me entretuve fabricando trampas para que cayesen aquellos que gustaban de subirse a las lometas de la arena de la iglesia. Cavaba un hueco cerca del pico de la arena amontonada, le cruzaba la boca con ramas finas y, sobre éstas, ponía cartones; luego cubría la armazón con arena, camuflándola. Después me recostaba a la baranda de la consulta de mi padre a esperar que alguien pisara le piège y cayese al hueco oculto. Siempre me gustó la cacería. Los demás muchachos se animaron bien pronto a hacer lo mismo. Observando los trabajos de edificación de la iglesia, aprendí cómo la energía viaja de los brazos del hombre a la punta de la mandarria (sledgehammer) y penetra la piedra dibujando una rajadura. Los obreros sujetaban contra el suelo, bajo la punta de sus botas burdas —los famosos me-cago-en-Dios—, las piedras 204 que yo había ayudado a descargar; inmediatamente, las quebraban con un golpe seco de la mandarria en dos pedazos; la acción se repetía hasta que los trozos quedaban reducidos al tamaño de una nuez. En un par de días, se cavaron a pico-y-pala las zanjas de la zapata y se ataron las armazones de cabillas que iban metidas en ellas. Al tercer día, se preparó el concreto y se fundieron los cimientos. En la boca de una pequeña concretera, que estaba conectada al circuito eléctrico de nuestra casa, se echaba continuamente la justa proporción de gravilla (las piedras que habían picado los trabajadores), agua, cemento y arena. Cada vez que la mezcla estaba lista, se la llevaban en carretillas y la volcaban dentro de la zanja de la zapata para que endureciera al secarse. A media mañana, te mandaban a sacar todas las gavetas de hielo del congelador y a hacer una enorme limonada en una cubeta de acero galvanizado, de las que se usaban para baldear el piso; cuando estaba lista, le echabas dentro un litro de aguardiente de caña y se la llevabas a los trabajadores. Ellos te deseaban y a ti te gustaba. Como yo era muy aficionado a la limonada, sobre todo si estaba hecha con limones criollos, quería probarla pero me lo prohibían. “Ganarás la limonada con aguardiente con el sudor de tu frente” me decía Paulina, que era muy versada en Historia Sagrada, por mortificarme. La iglesia no se terminó hasta el año ’62, después de que yo había abandonado el país. La terminaron justo a tiempo porque por entonces escasearon los materiales de construcción en Cuba y se fabricó muy poco durante el medio siglo de quiebra, sin posibilidad de repunte económico, que siguió. * Exceptuando las provincias de Las Villas y Camagüey, en las ciudades de Cuba se había superado la repugnancia natural que el ser humano siente por el cruce. Se había comenzado destrozado el concepto de una humanidad de orígenes múltiples a favor de la hermandad absoluta de todos los hombres. Una vez destruido el rechazo protector, los integrantes de dos ascendencias totalmente dispares se confundían, alterando el elemento nacional. Ya el país (en Cuba jamás hubo nación) había perdido su carácter étnico europeo: había degenerado. Lo que se había adelantado en una Europa separada de las razas primitivas por mares, desiertos y cordilleras, se disipaba en una horrible amalgama. Las costumbres, las leyes y las instituciones habían perdido su espíritu antiguo. Vivíamos en un mundo de ficciones publicadas con el fin de distraernos, embrutecernos y, a la postre, destruirnos. No se podía mantener la integridad racial en la isla. El carácter especial del pueblo reflejaba la forzada proximidad del africano y reclamaba a gritos la aceptación de la identidad de origen. Nadie se había tomado el trabajo de contabilizar los muchos pardos 205 que pululaban en el país. De haberse conocido la prueba racial del ADN, se hubiese podido comprobar que la mezcolanza se aceleraba. El estado de existencia en el que se ubicaba la sociedad carecía de ideas complementarias y civilizadoras —el ser se nutre de su estructura genética. A algunos negros que sabían leer, escribir y contar, se los tenía por civilizados. Los blancos de la isla no lograrían librarse ya de la barbarie. Las instituciones de la Revolución también reflejarían, naturalmente, los instintos y sentimientos bárbaros del negro. La intolerancia de mi bisabuelo Pancho, consecuencia de su valer y de su fuerza, había sido sofocada por la dejadez. * Con la excepción de los nuevos cimientos de la iglesia, erizados ya de cabillas en espera que se fundieran los pilares, no se notaban cambios físicos en Meneses. Casi todas las tardes, me iba solo en bicicleta por el camino de Bamburanao a nadar a la poza. La hija del encargado de la finca (la antigua envenenada por amor y vergüenza), cuyo hijo ya empezaba a caminar, bajaba la vista cuando me veía. “¿No tienes miedo ahogarte?” me preguntó una tarde, sin dejarse ver la mirada. “Sé nadar; tú también puedes aprender” le respondí. Entendió que yo la podía enseñar y se sonrojó. Un domingo, la muchacha le llevó su hijo al padre Jacinto Ortiz para que lo bautizara. Como no tenía padrino —a los pobres casi nadie los quiere apadrinar—, el padre me lo suscribió de ahijado. Creo que, de no haberse convulsionado tanto Cuba, la muchacha y yo hubiésemos entablado alguna relación de tipo afectivo por la arboleda de la poza y el cañaveral. Aquella guajira callada y simple hubiese sido la amante ideal durante los años de dudas metafísicas de mi juventud —titubeos que sólo sabría resolver en mi cabeza. Ella tenía muy bonitos los senos y las piernas; con la cabellera azabache suelta, adquiría un aspecto indómito que parecía presagiar no solamente grandes dotes amativas sino una vida al margen de las complicaciones del intelecto y del interés. El padre Jacinto Ortiz, que era más nacionalsocialista que falangista, se sentía muy mal entre aquella caterva de estúpidos con aspiraciones comunistas de Cuba. Los borregos gritaban ya por la radio: “Si Fidel es comunista, que me pongan en la lista que estoy de acuerdo con él”. Un domingo, Germán y Jacinto Ortiz tuvieron una corta conversación en el portal de nuestra casa que hizo a mi padre fruncir el ceño y pensar muy en serio. — Esto no me gusta nada —dijo Germán en voz baja para que no lo oyeran las vecinas (se empezaba a temer la delación). Este asunto de la lucha de clases ha sido urdido con la intención de acabar con la dirigencia del país. El Estado quiere controlar la economía, la industria y el comercio. En este momento se están expropiando todas las tierras útiles. — Precisamente —le respondió Jacinto Ortiz—, el comunismo es un súpercapitalismo que dispone de todos los bienes como de la hacienda propia. 206 Sostengo que cualquier gobierno que no reconozca el bien común como ley suprema es antisocial. Y no están estos gobernantes opuestos a la usura, a los negocios ilícitos ni al enriquecimiento sin escrúpulos a costa y en perjuicio del pueblo; no, como los judíos, lo quieren abarcar todo a como dé lugar. — Aquí nadie va a tener independencia económica —repuso Germán. — Nadie habrá de tener derecho al libre ejercicio de su profesión ni a la libre disposición del producto de su trabajo. El trabajo surge precisamente del reconocimiento de la propiedad privada. Los productos del trabajo, o bien sus valores correspondientes, no pueden ser patrimonio de una generalidad inasible, de ‘todos’, tal como no lo deben ser de un individuo capitalista. — La necesidad nunca ha hecho grandes negocios, y en Cuba hay muchos necesitados —concluyó Germán. Como Jacinto Ortiz no era hombre de callar, ese mismo verano lo trasladaron a La Habana y, de allá, a Vitoria, en España, donde lo volvería a ver ocho años más tarde. Dejaron en su lugar a un sacerdote cubano mucho menos dispuesto a exponer sus convicciones políticas frente a las ficciones populares. *** Germán me prestó una biografía de Benjamín Franklin porque sospechaba que yo iría a parar a los Estados Unidos. Mi madre había sacado inscripciones de nacimiento para todos y se disponía a gestionar pasaportes para tenerlos a mano en caso de necesitarlos. Leí el libro en un par de días. Franklin había nacido en el Boston de la América inglesa el 6 de enero de 1706. Su padre había emigrado de Inglaterra. Como estaba cerca del mar, aprendió a nadar. Ejerció la calderería y la fabricación de velas en el taller de su padre y luego fue aprendiz de imprenta. El reconocimiento del trabajo como algo provechoso y formativo, tal como lo expresaba Franklin, me resultó muy beneficioso años después. En Cuba no se pensaba en esas cosas entonces. Benjamín Franklin fue mayormente autodidacta. Asistió pocos años a la escuela por falta de recursos. De todos modos, por aquel entonces —como ahora— la gente ilustrada se tenía que conformar con muy poco. Todos los días, después del trabajo, Franklin leía cuanto le caía en las manos. Le fascinó la obra Los dichos memorables de Sócrates, de la que adoptó el raciocinio socrático, abandonando desde entonces las argumentaciones jactanciosas y terminantes. De ahí en adelante, utilizó el método socrático para obligar a los demás a hacer imprevistas concesiones de razón. De Boston, Franklin se había trasladado a Filadelfia para hacer su vida y realizarse como ser humano. Era sumamente austero, aunque fue caritativo por naturaleza. En Filadelfia, laboró arduamente durante varios años, hasta que llegó a conseguir un considerable éxito económico como impresor. En el 1732, 207 a los 26 años, publicó su Almanaque del Pobre Ricardo, en el cual se le ocurrió intercalar proverbios relativos al trabajo y a la frugalidad. Estudió por cuenta propia el Francés, el Italiano y el Español. Citando al Sancho Panza de El Quijote señalaba que, de ser sus conciudadanos negros, en caso de no poderse poner de acuerdo con ellos, los podría vender. En su autobiografía, dedicada a su hijo, Franklin declaró la importancia de la verdad, la sinceridad y la integridad en las relaciones humanas. No sé si realmente las practicaba, pero se las recomendó a su hijo como buenas. Reconoció haber escrito su autobiografía por satisfacer su íntima vanidad. A pesar de que los credos conocidos le parecían áridos y faltos de interés, Franklin creía en la Divinidad, en la inmortalidad del alma, y en que el crimen será castigado y la virtud recompensada ya sea en este mundo o en otro porvenir. Como norma de vida, imitaba en lo posible a Jesús y a Sócrates. Según dijo, se valía de los placeres del sexo exclusivamente para la buena salud y la creación de la familia, nunca por lujuria. ¡Hummm! Me agradó la candidez de Franklin. Me identifiqué con él cuando declaró que, a los quince años, había dudado de la Revelación —a mí me había ocurrido a los doce—; asimismo, como San Juan Bosco, había formalizado un pacto con un amigo para que el que muriese primero regresase a reportarle al otro sobre el más-allá. Sentí que Franklin era humano cuando admitió haber querido aprovecharse sexualmente de la amante de un amigo suyo durante su estancia en Inglaterra. Contrariamente a las estupideces que sostenía la Revolución, Benjamín Franklin escribía en el siglo XVIII cómo cada hombre tiene por objetivo su interés particular. Sin engolosinarse con las idioteces de los buenos, Franklin comprendía que le resulta más difícil obrar honradamente a un hombre necesitado que a uno acomodado. Si, como Franklin, Fidel Castro hubiese estado siempre ocupado en alguna labor útil y si hubiera evitado las conversaciones insustanciales y frívolas, muchísimos millones de personas hubiesen vivido contentas en la isla de Cuba. Además, en vez de odiar a sus adversarios, como hacía El Caballo, Franklin se reconciliaba con ellos porque, a su modo de ver, el resentimiento no da frutos. Desde muy joven, Franklin había sido apreciado en el mundo de las letras. Sus opúsculos no eran floreados, pero estaban saturados de sentido común — el menos común de todos los sentidos. Cuando tuvo suficiente dinero para no tener que trabajar más, se dedicó a los asuntos públicos. Trató con indios que sostenían que El Gran Espíritu había hecho el ron para alegrarse hasta la embriaguez y con cuáqueros que no creían en la defensa propia hasta verse amenazados de muerte. Siempre ganándose la buena voluntad de los demás sin grandes discusiones, buscó apoyo para crear una universidad en Filadelfia y organizar el primer cuerpo de bomberos. También convenció a sus vecinos de 208 que pavimentasen las calles de la ciudad con ladrillos para evitar las polvaredas y el fango. En Meneses, en pleno siglo XX, no conocimos gente así. Claro que, en el siglo XXI, ya Filadelfia se había convertido en una ciudad primitiva de negros. Una de las facetas más interesantes de Franklin fue la tecnológica y científica. En 1742, inventó una estufa abierta para mejorar la calefacción y economizar combustible caldeando el aire frío que penetraba en ella. Diseñó una lámpara que se mantenía limpia con el tiro del aire que entraba por hendiduras bajas y salía por un embudo alto. En 1746, se interesó por la electricidad. Estableció la similitud entre el rayo y la electricidad, lo que llevó a Canton a divisar un experimento para atraer el rayo por medio de una varilla metálica puntiaguda. A Franklin, como a muchos otros colonos de Norteamérica, le desagradaba que Inglaterra no defendiese adecuadamente a las colonias ni les permitiera a éstas hacerlo por sí mismas. Protestó enérgicamente la rapiña de las tropas inglesas. Finalmente, tomó partido por la emancipación. Contrariamente a la tardía imitación independentista de los cubanos, la autonomía de los Estados Unidos se fraguó en la mente de intelectuales blancos, capaces de edificar una nación saludable. Basado en sus copiosas lecturas y en sus experiencias en Europa y en América, Benjamín Franklin les hizo una sorprendente advertencia a sus conciudadanos de la nueva nación: los previno en contra de la emigración hebrea al Nuevo Mundo. “Si dejamos entrar a los judíos en nuestro país —escribió— , nuestros hijos nos habrán de maldecir”. No lo escucharon. Doscientos años después, los judíos habían creado el mayor centro de poder sionista en los EEUU. Cuando yo emigré al país, a principio de la década del ’60, los judíos empezaban a manipular la opinión pública. A pesar de ser relativamente pocos, estaban tan bien organizados que controlaban casi todos los medios de información y entretenimiento. Hoy, pujan por deshacer las bases morales del país, siempre antojados de que las demás razas se les entreguen por hambre. A través de los medios masivos, de los que se han apropiado, controlan el pensamiento ajeno. Casi todo lo que piensan los ilusos de Norteamérica les llega por vía del periódico, la revista, la radio o la televisión judía. La injerencia de los clanes judíos (no todos los hebreos) en las mentes ajenas ha erosionado el sistema democrático en los Estados Unidos. Rutinariamente, suprimen sutilmente informaciones de los medios —unas noticias se enfatizan y otras se descartan. Las frases de los titulares y las ilustraciones que utilizan se elaboran con sagacidad malevolente a fin de penetrar las percepciones y engendrar las interpretaciones que desean inculcar en el público. Valiéndose de técnicas psicológicas desarrolladas con los años y la experiencia, encauzan los pensamientos y las opiniones del hombre-masa para 209 que, en su soñarrera, se crea normal e inteligente. Recordemos que, en la democracia, el voto de dos estúpidos vale más que el de un sabio. Los guionistas judíos y sus dependientes han montado un insolente sistema propagandístico por medio de dramas televisivos, distorsionadores de la realidad. Fomentan la inmoralidad contra todos y las malas opiniones contra aquellos que no les agradan. A quien reclame su derecho a expresarse libremente, a quien se niegue a conformarse y a confinarse dentro de la realidad falseada, se le presenta ante la masa como un ser despreciable. ¡Y la teleaudiencia desaprueba de ellos! Como los judíos son los propietarios de los medios, obligan a sus reporteros asalariados a torcer cuanto le presentan a la audiencia y, sobre todo, a establecer unos linderos tácitos y unas reglas que eviten la filtración de opiniones contrarias. Los intereses israelitas disfrazan su burla del goyim con una inverosímil amplitud de opiniones publicadas que van desde la distracción hasta a la militancia emotiva de sus reporteros; no obstante, dentro de la gama de opiniones permitidas por los maestros de los medios, no se permite jamás sacar a la luz pública ningún punto de vista que ellos no toleren. *** En junio de 1959, aún no se cotorreaban los proyectos descabellados del Máximo Líder, que acabarían con la economía de todos. La gente no se imaginaba que sería sometida a insólitas agitaciones: siembras de café, con la movilización de miles de trabajadores de las fábricas del país, que no darían resultado; desecaciones de cientos de miles de hectáreas en la Ciénaga de Zapata, para luego abandonarlo todo; cruces de razas de ganado a gran escala sin saber qué se obtendría; intentos de producción de frutas que no se daban en Cuba; enormes criaderos de cocodrilos que fracasarían. Y el pueblo hambreado, sostenido solamente por palabras y represión, se vería comprometido en fracasos deplorables, como el “compromiso de honor” de incrementar la producción azucarera a diez millones de toneladas, movilizando a todo el país. * Una noche, a la salida del cine, se produjo un gran alboroto en el cruce del camino de Bamburanao con la Calle Real, en torno a la casa de mi abuelo. Cuando llegué, se habían reunido ya una docena de militantes y cuatro docenas de curiosos frente al portal. Según me explicó Rebeca, mi prima, la Revolución había decidido comenzar a intervenir tierras. En cuanto los más atrevidos se enteraron, se quisieron adelantar con sus insultos, considerando cualquier pensamiento moderado como un signo de debilidad. 210 Dirigía a aquella chusma un guajiro comunista, de la gente de Félix Torres —uno de esos que prefieren una certeza quimérica antes que dos posibilidades reales. Era un viejuco algo inclinado hacia delante, que animaba con hurañas exclamaciones a los campesinos, regalándonos a todos con el rústico espectáculo de su talento. Yo lo conocía de vista porque mi padre había curado a su hija de una tos con esputos de sangre y cavernas en los pulmones. Los mismos trabajadores que poco antes se quitaban el sombrero para saludar a Segundo, los que se llenaban de gozo si él se dignaba a darles los buenos días, lo estaban denostando; arrebañados, voceaban su fe en la justicia popular y llevaban la soga para ahorcar al presunto culpable del crimen que se concretase. La conmoción frente al portal de la casa de mi abuelo había sido suscitada, en parte, por un reportaje noticioso del gobierno, de los que se pasaban en los cines. Lo acabábamos de ver. En éste, se acusaba al latifundista Segundo Delgado de haber provocado la muerte de una bebita años atrás, cuando había mandado a desalojar a unos sitieros —que no pagaban— para meter ganado en su lugar. Se decía que la niña había muerto de fiebre a la intemperie. Nadie había tenido conocimiento de tal cosa en Meneses. Al día siguiente, María Guerra, que había dormido con mi abuelo aquella noche —andaba con magulladuras de apretones, chupones y mordidas por los brazos, el cuello y los muslos porque él la estiraba en la cama y la estrujaba mucho—, le contó a todo el pueblo que el viejo Segundo se había portado valientemente, como un hombre consciente de sus fueros. No tiritó de miedo, como esperaba la batida comunista; por el contrario, esbozando una sonrisa de desprecio, se sentó en un sillón de la enorme sala de su casa con la escopeta de dos cañones y el revólver calibre 38 a punto y esperó a que se atrevieran a echar abajo el portón de dos batientes. Al decir de su orgullosa —y bien pagada— amante, prendió un cigarrillo marca Chesterfield y estuvo escuchando música en los momentos de mayor alboroto. De haber matado a cinco o seis de aquella chusma, habría cerrado su vida con broche de oro —al menos yo lo habría admirado mucho. Pero las saetas del reloj siguieron girando para mi abuelo. El destino le deparó una vida longeva en los Estados Unidos, sumido en la pobreza, languideciendo en una cama con escaras en las nalgas. Me lo imagino recordando en su soledad senil cómo María 211 Guerra le cosquilleaba antaño los lugares sensibles. Detrás de su mirada gastada, valía creer que se escondía cualquier pensamiento —el pensar piensa cuando piensa, no cuando uno quiere pensar. Mirándolo, se me ocurría que, cuando se cagaba mirando el vuelo de una mosca, se preguntaba si los insectos zumban por la boca o por el culo. Wifredo, mi padre, también terminó sus días en la senelidad. Necesito, para cuando se me acerque el momento, un veneno rápido o algo mejor... * Mi tío Pancho, que había conspirado contra la dictadura anterior, estaba de visita en Meneses. Para salvar la situación, se vio precisado a darles consejo a todos. “¡Hop! —exclamó con seriedad, apoyado en la baranda del portal. Ustedes no son funcionarios del Gobierno. Las instituciones de la Revolución se encargarán de la expropiación de acuerdo con lo que señalen las leyes. Váyanse a sus casas o a donde mejor les parezca.” Como los guajiros habían quedado vacíos después de vociferar sus agravios, se dispersaron creyendo haber abrumado a la vieja justicia con sus insultos. La alegría desapareció de los labios del dirigente comunista que los azuzaba. Al poco rato, mi tío Pancho montó a su padre en un yipi y se lo llevó a La Habana, a casa de tía Ofelia. Segundo jamás regresó al pueblo. Los campesinos jamás tuvieron tierras propias. 212 * En julio, A los pocos días de marchar mi abuelo, nos tocó ir a La Habana a Paulina y a mí. No íbamos por sostener al viejo Segundo en su amargura, sino a seguir el tratamiento de ortodoncia con el Dr. Crucet. Realmente, no estábamos muy compungidos por la pérdida de mi abuelo; se rumoreaba que él tenía intenciones de dejárselo todo a tía Ofelia porque gustaba mucho de Tania, su hija mayor. Unos meses antes, tío Rolando se había llevado “su parte” de la herencia a punta de pistola; inmediatamente, se había comprado un Chevrolet Impala nuevo y se había mudado a la playa de Varadero a cometer incesto contra la voluntad de su hija, Lody. Después de ‘siquitrillarlo’, como decía la chusma envidiosa, el gobierno le devolvió a mi abuelo algunas tierras. Él las administraba desganadamente desde La Habana. Hablaba con su hijo ilegítimo, Reynaldo, por teléfono y le daba instrucciones de vender cuanto había. Quedaron abandonadas las siembras y la cría de animales. Un año más tarde, cuando el gobierno le intervino finalmente todo, hasta el yipi, ya las fincas no producían casi nada. Y cuando las empezó a administrar el gobierno, produjeron aún menos. Coincidió nuestra partida con el regreso a La Habana de Claudio, un médico rechoncho de unos treinta y ocho años que estaba haciendo su práctica en el campo. Claudio, quien moriría poco después de un ataque al corazón, se ofreció a trasladarnos en su Chevrolet Corvair, un pequeño automóvil aplastado que se llevaba entonces —la popularidad de la máquina obligó a la competencia a hacer propaganda de que era insegura y peligrosa cuando chocaba. Claudio también había invitado a viajar a una maestra mulata de piernas muy flacas, facciones muy poco elaboradas por la Naturaleza y cierta deformidad o chepa en la espalda. Las cinco horas del viaje resultaron algo tensas. La mujer iba de mal humor porque yo, con mínima finura, me había negado a cederle el asiento delantero del Corvair. Claudio no se opuso porque le horrorizaba que fueran a pensar que la mulata era su esposa. Al rato, hubo una discusión áspera entre la mujer y yo cuando expuse mis opiniones sobre la gente de color. Claudio, que era muy precavido —de esos que llamarían “correctos” años más tarde—, no intervino en la conversación. Los labios del médico bosquejaron una rápida sonrisa cuando le formulé al vuelo un examen de Geografía a la maestra y le di una mala calificación. Irritada, la de la corcova me llamó “fronterizo” y Claudio, por complacerla me imagino, 213 esbozó una risadilla de cortesía. Paulina se reía a carcajadas tanto de la bossue como de mí. Claudio dejó a la mulata en su barrio habanero. La de la giba no se quiso despedir de mí, pero se permitió una última expansión con el médico; señalando la ventana del apartamento donde vivía, le dijo desfachatadamente: “Ahí me tienes pa’ lo que me quieras”. Cuando la mulata desapareció, Claudio hizo una mueca de vergüenza y profirió un “¡H’m!” * La casa de tía Ofelia, que estaba en la calle C del Vedado, entre 19 y 21, era parada obligada porque nos quedaba relativamente cerca de la oficina del ortodoncista. A mí no me agradaba el ambiente de aquella casa: los hermanos discutían y se peleaban continuamente —a veces, se daban coces. Rivalizaban por el favor de mi abuelo, a quien le quedaba cerca de un millón de pesos en el banco. Afortunadamente, como estaban de luto por la pérdida de las tierras, los dos días que estuve entre ellos fueron de una calma relativa y casi soportables. No puede evitar, sin embargo, ser testigo de una discusión familiar sobre el suceso acaecido a tía Ada cuando perdió su virginidad en un parque de Santiejpírito. Estaban presente mi abuela Emelina y todas las hermanas, con la excepción de tía Gladys. Tía Emelina, que era médico, soltera, y visitaba a la familia más de la cuenta por no aburrirse, se regodeaba describiendo la ruptura del himen de su hermana y el número hipotético de penetraciones indispensables para lograr una dilatación completa y convertir a una virgen en señora. “Si lo hizo sólo una vez —explicó— es casi señorita; además, eso se cose.” Tía Ada le imploraba a su hermana, con lágrimas cayéndole a ambos lados de aquella nariz achatada por el carnero veinte años atrás: “No me avergüences, madrina.” Tía Coralia se levantó de su asiento farfullando, tomó a su hijo menor, Pablito, de la mano y se lo llevó a su casa. Pablito se fue cantando: “¡A tía Ada le partieron el boyo!” Tía Asela se puso de muy mal humor y le dijo a tía Emelina, saliendo en tromba rumbo a su casa: “¿Por qué no te ocupas de tus propias pasiones y dejas en paz a los demás?” Tía Emelina (Nina), que era bastante esquizofrénica, se puso a gritar: “¡Yo no soy puta como tú que te acuestas hasta con Taurino, el hermano de tu cuñada!” Abuela Emelina estaba muda y blanca como un papel, porque se había criado en una época mucho más decente. Por fin comenzó a gritar ahipadamente: “¡Cállate, Nina... cállate!” En ese momento, nos fuimos todos —salvo Paulina que siempre quería saber más. Andando unas diez cuadras (calles) por la calle C, llegué hasta casa del Colorao y Marila por visitarlos. La familia del Colorao, con la excepción de Pancho, su hijo mayor, que practicaba el Kama Sustra con Matilde Bauta en Meneses, no había visitado el campo aquel verano. Pasé largo rato conversando con mi prima segunda, María de los Ángeles, que me caía muy bien porque era muy dulce. María de los Ángeles tenía el cabello muy negro, la piel muy blanca 214 ¿Seré lesbiano, Nenita? y tendía a la abundancia de carnes. ¡No sé qué pudo haberla impulsado al lesbianismo! Yo mismo hubiese efectuado, gustoso, el número hipotético de penetraciones indispensables para su consagración femenina. Hablamos aquella noche de su caballo ambarino, del burro Pelencho, del columpio en el portal de la casa de Meneses, de Rebeca — “¡H’m!”— y de lo bien que la pasábamos en el campo. En la esquina de la acera del frente de casa de tía Ofelia, por la calle 21, había una casa solariega pintada de rosado. Con la Revolución, aquel hacinamiento se llenó repentinamente de negros. Una tarde, encaminé mis pasos hacia los retumbos de la negrada. Me detuve frente a la entrada del patio interior, hasta donde llegaban, en tono mayor, todas las efusiones de chusmería de unas hembras pasudas, de narices chatas, culos de pollo y cuero tiznado que discutían en su lengua con los brazos en jarra o puestos en la cabeza. En la otra esquina, llegando a la calle 19, había un edificio de apartamentos de varias plantas. En uno de los balcones, se podía observar cada noche una pareja de novios que se besaba apasionadamente. Ella era esbelta, de bonitas piernas, senos en punta y pelo teñido de rubio. Mis tías criticaban mucho el espectáculo, sin perderlo de vista. Yo me propuse buscar novia pronto para hacer lo mismo porque aquello me producía un cosquilleo agradable debajo del prepucio. * El Dr. Crucet nos revisó los casquillos y las ligas que llevábamos en las muelas a Paulina y a mí. Felizmente, en ambos casos, los dientes del frente de la boca se habían “desencaramado” e invadido el espacio conseguido con la extracción de las muelas. Nos mandó a regresar seis meses más tarde. Muy cerca de la consulta de Crucet, en la calle L y 23, había una zona, llamada Radiocentro, muy frecuentada por los artistas de la televisión de Cuba. Los puestos de limpiabotas adyacentes eran bien altos para que, cuando los cantantes y actores se limpiaran los zapatos, la gente los pudiera ver. Siendo aquella ralea de maricones, y seres engreídos las luminarias del mundo artístico, se podía pronosticar que aquel país iba a la bancarrota moral y cultural. Por aquellos días, toda la gentuza de Cuba movía el culo con una negrada llamada Pachanga (reunión de pájaros o maricones). La canción decía así: Señore’ que pachanga, Vamo’ pa’ la pachanga. Qué buena la pachanga, me gu’ta la pachanga. 215 Cuando yo siento lo’ cuero, cuando repica e’d timbal y la’ maraca’ que suena, siento mi cue’po vibral y la sangre que me grita: vente criollo a bailal. Al tercer día de nuestro arribo a La Habana, me subí a un autobús en la Calle 23 y me fui al barrio de La Víbora. Cuando llegué con mi maletín a casa de tío Taurino, llamé por teléfono al 36-26-12 desde el 24-36-40 para que no me creyeran perdido y anuncié que me quedaba. Tía Ofelia se enfadó y me mandó a regresar, pero me mantuve firme en mi decisión. Pretexté ingenuamente que deseaba instruirme en la Aritmética del garrote. * Por esos días, Fidel Castro renunció a su puesto porque algunos ‘infames’ estaban acusando a la Revolución de ser comunista. Aquella dimisión no era más que un show para acusar al presidente Manuel Urrutia de haber “defraudado a la Revolución” y que El Caballo tomara las riendas del poder absoluto con el apoyo de la borregada furiosa que llamaba “pueblo”. Aquella gente, atollada en sus propias reflexiones estúpidas, tenía fe en que las incomprensibles fanfarrias del ‘compañero’ comandante fuesen parto de una gran generosidad y patriotismo. Cumpliendo con su deber, las masas se agitaron y berrearon. Al otro día, disfrazado de lechero, el Presidente de la República tuvo que pedir asilo en la embajada de Venezuela. A decir verdad, aquel episodio caótico fue profundamente democrático. Desde los comienzos de la República, unos cincuenta años antes, Cuba se había gobernado siempre de alguna forma más o menos cavernícola. Los de Cuba solían embestir a su propia libertad por odio a sus semejantes. Ahora, un sentimiento de envidia, hábilmente explotado por los comunistas, los llevaba a la represión del Estado Constitucional. Como era de esperarse, la responsabilidad de semejante estupidez cayó sobre sus cabezas y las de sus hijos. * Tío Taurino había colocado a sus dos hijos en sendos bancos de la capital. Como ninguno de los dos tenía material universitario ni madera de intelectual, los había hecho seguir estudios de Comercio en el colegio de los Hermanos Maristas de la Víbora. Ambos hermanos vivían con su madre en una casa que mi tío les había comprado muy cerca de la parada de los autobuses de la Calzada 10 de Octubre. La primera mujer de mi tío se había divorciado, según decía, porque él era muy cursi. Mi tío, por su parte, no le negaba a nadie —ni siquiera a Olga, su segunda mujer— que seguía queriendo a su primera esposa. Mis primos eran afectuosos, pero no se asociaban conmigo dada la diferencia de 216 edad que nos distanciaba. El mayor, Adolfo, me llevó una noche al cine para que entretuviera a la hermana de su novia y así tener mayor campo de acción debajo de la falda de la muchacha; fuimos a ver una película de guerra marítima, El Comandante Yamamoto. Por las mañanas, solía acompañar a tío Taurino cuando salía en su Chevrolet del ’53 a recoger “la gabela”. Yo no sabía absolutamente nada del yugo del pan, de dividendos ni de intereses. También ignoraba si la función social de mi tío materno ayudaba o explotaba a los demás. Mi tío estaba consciente de que, con la Revolución, el negocio del garrote iba a terminar. Como precaución, había reducido el capital invertido en la calle y había comprado una pequeña finca en las afueras de La Habana. Algunas veces, por hablar, me decía lo que pensaba de la persona que le entregaba el interés del dinero prestado. Una vez, señalando a una señora muy bien arreglada que lo estaba esperando, me dijo con talante de fría burla: “Esa mujer es puta y quiere pagarme con carne, pero yo cobro dinero solamente porque hay que tener seriedad en el negocio”. El hermano mayor de mi madre era un hombre rústico, de clara inteligencia, que siempre hacía negocios rodeado de la tenue espiral de humo de su tabaco. Andaba con los hombros echados hacia delante y tenía los ojos grandes, como mi madre. Su cabeza calveante estaba encanecida y tenía surcos en la frente. Evadía toda forma de cultura y de refinamiento y estimulaba la inteligencia exclusivamente con los negocios de compra-y-venta y los préstamos de dinero. Se echaba a ver en sus palabras que era un hombre de ideas socialistas, pero se desenvolvía bien, sin aturrullamientos de conciencia, en el más rudo capitalismo imaginable. Su mejor cualidad era que jamás el mal humor le oscurecía el juicio. * Armando Nieves se había recibido de abogado en 1936, el mismo año en que había comenzado la Guerra Civil Española. Mientras estudiaba derecho, había trabajado de impresor en el negocio de su padre. Durante los dos años que practicó el derecho en La Habana, se hartó de defender maridos homicidas, chulos de café-con-leche, putas engañadas, gángsteres, propietarios de bayuses, ladrones, rateros, falsificadores, desfalcadores, contrabandistas y otros personajes de bajos ideales humanos. Debido a la cultura adquirida en su juventud, sintió que Cuba le quedaba sumamente estrecha a sus inquietudes. Un día, se despidió de su familia y se fue a Europa en busca de valores. En 1946, el año de mi nacimiento, Armando había regresado a Cuba desde España, acompañado de su mujer. Por ese tiempo, conoció a tío Taurino y, asqueado del derecho, se dedicó al negocio del garrote. Referente a su profesión, le había oído decir: “Yo no practico lo que creo”. Armando era de estatura y peso medio. A pesar de no ser viejo, tenía el cabello casi blanco. Lo que más llamaba la atención de su indumentaria eran 217 sus zapatos, siempre blancos y pulcros —a pesar de la suciedad depositada en las calles habaneras por el escape de las decenas de miles de autobuses (guaguas). El enorme abismo cultural que separaba a Armando Nieves de mi tío no los distanciaba en absoluto; por el contrario, se entendían perfectamente bien en el negocio y se ayudaban mutuamente. Ambos tenían siempre al día una ‘lista negra’ de los clientes difíciles en sus respectivas zonas de operación y ambos utilizaban las relaciones que mi tío tenía en la policía y Armando en el juzgado para mantener a la gente a raya. La sociedad les había marchado a las mil maravillas durante quince años. De la cooperación del uno con el otro, había nacido una sincera amistad. Armando solía visitar a mi tío al anochecer, después de la jornada de trabajo. Una tarde llegó con su esposa. Claudia era una mujer alta y esbelta, de pelo avellanado rayado de canas y piel hermoseada por los baños de sol. Olga y Olguita habían ido a ver a Pepe el Gordo, un coleccionista de monedas que tenía un estanco de periódicos en una esquina de la Calzada 10 de Octubre, frente al paradero de las guaguas tipo S, L y M —barrios de Santo Suárez, Luyanó y Marianao. Mientras tío Taurino y Armando hablaban de negocios, Claudia y yo nos sentamos a platicar en el sofá de la sala: — ¿Joaquín es tu nombre? — Mis familiares suelen escoger los nombres de sus hijos de las novelas que les caen en las manos o, mejor, del misal. — Es posible que este imbécil magalómano de Cuba provoque algún día un conflicto armado —me dijo la mujer. Al poco rato, Armando Nieves y Claudia se marcharon. A ella no la volví a ver. A él lo encontré en casa de tío Taurino al año siguiente. Muchos años después, en Miami, tío Taurino recordaba con tristeza y nostalgia a la pareja. A los pocos días de la muerte de Claudia, Armando se pegó un tiro. * Al día siguiente, llegaron mi padre, mi madre y Wifredo Júnior de Meneses. La Habana estaba en calma porque el pueblo estaba cansado. Nos quedamos tres días en el Hotel Blanquita mientras se tramitaban los pasaportes de toda la familia. Dagoberto, el farmacéutico de Meneses y amante pasajero de Olguita, que tenía una farmacia grande en la esquina de Cuatro Caminos, instó a mi padre a trasladar su dinero a los Estados Unidos. Mi padre no lo hizo porque tenía fe en que la situación política del país iba a mejorar. Nadie creía entonces que los norteamericanos le fueran a permitir a un comemierda como Fidel Castro meter el comunismo a 120 kilómetros de sus costas. Un pariente del ex sargento de Meneses nos fue a visitar al hotel. Nos dijo que Sotuyo se había escondido en su casa durante los primeros meses de la Revolución. A pesar de no haber sido criminal, Sotuyo temía por su vida porque el pueblo se había aficionado mucho al paredón de fusilamiento. Vivía en el 218 desasosiego, con la fisonomía consternada y el cuerpo envarado, esperando ser descubierto en cualquier momento. Por fin, se escabulló en el ferry HabanaMiami un día con toda su familia. Sin llevar siquiera pasaporte, pidieron asilo político en los Estados Unidos, donde fueron admitidos bajo palabra (parolees). Los trámites de los pasaportes quedaron en manos de un corredor. Cuando volvíamos a Meneses, tío Taurino me regaló una pareja de faisanes jóvenes de su finca. El macho ya lucía plumas verdeazules, de un color semejante al de los pavos reales. La hembra era de un camuflaje amarronado. Como se picoteaban los lomos mutuamente, arrancándose las plumas, les echaba una sustancia llamada “azul de metileno” para curarles las heridas y que le perdieran el gusto a darse picotazos. Regresé a Meneses con un moretón en la frente. La piscina del hotel era poco profunda. Había saltado del trampolín y el fondo me había pegado en la frente. “¿Quién sería el imbécil que subió tanto el trampolín y el fondo?” indagué, enfadado, sin esperar realmente una respuesta porque ya iba adquiriendo experiencia de vivir. 219 * En agosto, estuve en Meneses el tiempo justo para conseguir que se le construyera una jaula espaciosa a mi pareja de faisanes. Osvaldo, el hijo de Quinto, trabó una armazón de palos de almácigo (mata para cercas), la forró con un vallado metálico y entechó la mitad de la armazón con una plancha de cinc. Colocamos la jaula sobre las chinas pelonas del patio colindante, cerca del depósito de agua lluvia donde había tenido las biajacas que tú salvaste. La escotilla de alimentación estaba en uno de los lados de la jaula y daba a la puerta de la cocina. Llevé a casa medio saco de rayón, o maíz molido grueso, de la bodega de Quinto y dejé el cuidado de los faisanes en tus manos. Les echaste el rayón, el arroz sobrante de la mesa, las hierbas que les apetecían y les pusiste agua fresca en la bandeja. Después de La Pasión y Muerte del Negro Tiplín, Osvaldo vivía tranquilo. ¿Qué le habrá dicho Osvaldo al negro antes de meterle las seis balas en el cuerpo, Nenita? Quizás le haya llamado “bugarrón hijo’e-puta”. El mismo Osvaldo armó el ataúd de Tiplín con unas cajas de mercaderías de la tienda de su padre. Los que vieron el cuerpo del negro aseguraban que su sangre era negra. Los que creían que la sustancia es inmortal, y que la muerte la transforma, no deseaban ver el aliento de Tiplín en otro cuerpo, aunque fuera blanco. En vez de existir en estado natural, como el traspatio, el patio de la casa de mi madre estaba cubierto con hileras de piedras para evitar la formación del barro cuando llovía y para frenar el crecimiento de la vegetación; así, mis faisanes estaban a salvo de las alimañas cavadoras —se decía que en Cuba había hurones, aunque jamás los vi. Rogelio, el dueño de la valla de gallos, me puso en la cabeza la idea de que aquellas aves picadoras se podrían, tal vez, aparear con gallos finos y sacar del cruce un pájaro peleón y asesino. Le dije que cuando empezaran a poner huevos podríamos probar. * Después del incidente frente a la casa de mi abuelo, se hablaba a menudo en Meneses de los derechos de tenencia de la tierra. Fidel Castro había hablado de un humanismo revolucionario y cristiano durante los primeros meses de su gobierno. A medida que pasaba el tiempo, sin embargo, se le abría un apetito de poder perpetuo, como les ocurría a todos los cabecillas latrinoamericanos y del mundo zaguero; empezó a aficionarse a las doctrinas duraderas y a creerse de la categoría de un Cristo, un Moisés, un Mahoma o, cuando menos, un Lenín; secretamente, hubiera querido ser un Hitler, pero no tuvo cojones para decírselo a aquellos mulatos que lo adoraban. Su primer proyecto a gran escala fue la famosa Reforma Agraria, que acabó con la industria ganadera, la azucarera y la agricultura en general. Los sueños del Caballo siempre estuvieron constelados de despropósitos. 220 La industria azucarera de Cuba estaba bien desarrollada y contaba con una enorme cantidad de trabajadores nacionales y extranjeros. En una escala mucho menor que en Europa, la pequeña isla había conocido las luchas sociales entre obreros, empresarios, consumidores, productores, negociantes, propietarios, inquilinos, campesinos, funcionarios, burgueses y público en general. Naturalmente, el dinero gobernaba al Poder Ejecutivo, al Legislativo, al Judicial y al de la Prensa durante las dictaduras con la misma facilidad que lo hacía durante los breves períodos de democracia parlamentaria. En Cuba, el suelo no se utilizaba en beneficio de todos ni había un derecho agrario comunitario. Los jornaleros del campo no estaban representados por nadie, a pesar de los innumerables sindicatos inventados por la República. Los centrales azucareros realizaban cuantiosas ganancias con el sudor de los trabajadores industriales y el suelo era objeto de especulaciones financieras por parte de gente que no lo trabajaba. En el sistema desleal de la isla, el provecho propio se solía alcanzar a costa de los demás. La arbitrariedad solía triunfar sobre el derecho. El robo, la especulación y el fraude solían vencer al trabajo honrado. Y el nuevo gobierno, lejos de ayudar, remató la barbarie nacional con una descabellada confiscación de todos los medios de producción. La propaganda comunista se caracterizaba por el encandilamiento efectivo de los obreros. Los concienciaba de su calidad de desheredados en la sociedad burguesa y predicaba como remedio al entuerto la lucha de clases. Los cubanos, cegados por el odio y la envidia, consintieron a la anarquía inicial que los sumiría a todos en un súper-capitalismo de Estado a favor de una clase parasitaria de burócratas comunistas. La Reforma Agraria se puso en práctica antes de haber sido ley. Había comenzado siendo un proyecto de Humberto Sorí Marín cuyo objetivo era darle tierra al campesino y que afectaba sólo al latifundio improductivo. Pero Sorí Marín produjo un plan con derechos de propiedad privada, el cual estaba destinado a ser desechado. La reforma radical y comunista había sido elaborada en secreto por Ernesto Guevara y Dorticós —el reemplazo de Urrutia en la presidencia. Humberto Sorí Marín no la firmó, conspiró contra el gobierno y fue fusilado. Los precios del azúcar en el mercado mundial habían bajado a dos centavos y medio por libra. Los norteamericanos se mostraban renuentes a comprar la cosecha a cinco centavos por libra, como habían hecho en el pasado. El Caballo había matado a la gallina de los huevos de oro. En adelante, tendría que comerciar con la retrasada Unión Soviética. El número de personas en la cárcel era superior a los internados por el régimen anterior. A mediados de agosto, el gobierno descubrió una conspiración de ganaderos de Las Villas y de Camagüey. 221 * Una mañana, cuando las gotas de rocío se deslizaban aún sobre las flores de campanilla, pasó sorpresivamente por nuestra casa el padre Jacinto Ortiz. Iba de Yaguajay a La Habana. Su destino final era España, donde terminaría sus días de maestro en un seminario de los Padres Paules en Vitoria. El padre no vería más las grandes majaguas, los sabicúes ni los demás árboles gigantescos de verde perenne que se alzaban por el camino de Jobo Rosado. Su presencia se iba a extinguir de nuestras vidas, tal como el guacamayo azul y amarillo se había malogrado en Cuba. Jacinto Ortiz se despidió de todos rápidamente y nos bendijo en nombre de Dios. Llevaba en la mano un pequeño libro titulado Das Programm, por Gotfried Feder. Como el cura párroco, su superior, lo había mandado a deshacerse de él, me lo dejó de recuerdo. A los pocos minutos, el auto en que viajaba se perdió con rumbo sur detrás de la loma del cementerio bajo una basta lumbrada. El padre Jacinto Ortiz había llevado a Meneses la alegría de la fe y la tristeza de la condena; les había advertido a muchos que la libertad de conciencia puede llevar al Fuego Eterno. Pero él vivía por esa fe. Todos los recordamos como un hombre bueno. *** Leí el libro de Feder, El Programa Nacionalsocialista, aunque en aquel momento no lo relacioné bien con mi mundo. Años más tarde, con las nuevas experiencias de la vida, entendí. Cuando tomé conciencia de la campaña de los explotadores de la humanidad, siempre empeñados en cubrir de fango al Nacionalsocialismo, aquellas ideas se estructuraron en mi mente. Naturalmente, el Nacionalsocialismo no se puede poner en práctica jamás en un país racialmente desemejante. En Alemania, sin embargo, había obtenido resultados extraordinarios con la marginación del elemento judío llegado del Este. Hoy, creo que un país de europeos o de descendientes de europeos puede crear una gran civilización si hace del Nacionalsocialismo la razón de ser de la raza. El europeo lleva arraigado el concepto de la propiedad privada, sin ser materialista, a la vez que rechaza el dominio del oro; como en los tiempos de Zoroastro, nuestro compadre étnico sigue la lucha entre el espíritu natural, productor y comunitario contra el espíritu antisocial e inhumano, parasitario y desarraigado. Desde el principio del siglo XX, Feder había puesto de manifiesto la necesidad de preservar la propiedad privada y de quebrantar la servidumbre del interés. Adolfo Hitler admiraba el programa expuesto por Feder. De acuerdo con mis observaciones en el micromundo de tío Taurino, pude colegir que el préstamo puede ser más bien usurero que auxiliar comunitario. 222 Hipotecar tierras a prestamistas privados equivale a enajenar la libertad económica del campesino. Le incumbe al Estado elevar a la clase campesina económica y culturalmente, evitar parcelamientos antieconómicos de la tierra, impedir la explotación del comercio mayorista fomentando cooperativas agrarias, extendiendo créditos de explotación y percibiendo el impuesto de productividad del suelo. Las organizaciones cooperativistas tienen por misión reducir costos y acrecentar la producción: deben proporcionar máquinas, abono, semillas, animales de cría, asesoramiento, estudios químicos del suelo, lucha contra las plagas y energía eléctrica. La misión de las Escuelas Superiores de Agricultura es sustentar el esfuerzo del campo. La práctica económica demoliberal es corruptora porque envilece y despersonaliza la economía, dejándola caer en manos de los asaltantes bancarios y bursátiles.Además, a fuerza de fomentar el desorden para conseguir beneficios partidistas, llega a la impotencia política. En ese desorden, las ganancias usurarias de los bancos y las extorsiones del capital prestamista, obtenidas sin esfuerzo ni trabajo, son habituales. En tanto, los creadores de valores en el taller, la fábrica, el campo y la oficina perciben un mísero salario. La ganancia del trabajo fluye simplemente a los bolsillos del poder monetario en forma de interés y dividendo. Esta política convierte al dinero en amo del trabajo y trasforma en siervo del interés a todo pueblo que cubre su necesidad de dinero con empréstitos. Para que los votantes no piensen, se les repite constantemente por medios controlados que todo funciona bien. Se les acostumbra al saqueo legal del capital financiero. Mientras tanto, la inflación roba y despoja a todos los ahorristas. El derecho al voto parlamentario-democrático es mucho más insidioso que un simple disparate, es el instrumento más preciado por el poderío plutocrático. Las empresas transformadas en sociedades anónimas deben satisfacer antes que nada la codicia de los administradores y los accionistas. Al empresario capitalista no le importa la miseria de los obreros. Si hay fuentes de mano de obra más barata en otra parte, los abandona a su suerte. El jefe de empresa desea sobre todo promover la demanda y las nuevas ganancia produciendo baratijas que, bien pronto, hayan de resultar inservibles. Sabe que el consumidor se deja engañar por las baratijas si se las presenta en forma agradable. La unión racial de un pueblo es absolutamente necesaria para que logre instituciones acordes a su linaje. Un pueblo de casta extraña (artfremd) encajado en la raza nacional entorpece el crecimiento cultural y arruina los fundamentos espirituales. El derecho de autodeterminación de los pueblos es realmente el derecho de las razas a buscar la convivencia del grupo. Los editores y colaboradores de los medios deben ser ciudadanos raciales. El Estado debe emprender la lucha contra todas las tendencias que corroan la vida nacional, ya sean las influencias artísticas, mediáticas o literarias. Toda raza tiene derecho a 223 la militarización con el fin de defender la integridad del territorio nacional. A ninguna raza se le debe negar la soberanía territorial, militar, financiera, administrativa y judicial. El provecho común precede al provecho particular. Esto implica la eliminación de elementos extraños, como los judíos, de los cargos responsables de la vida pública, de los medios de información, de los centros docentes, etc. Solamente aquellos que se profesan partidarios de la comunidad cultural y de destino deben ejercer derechos ciudadanos. La misión de la economía nacionalsocialista es cubrir la demanda, no la de asegurar una rentabilidad para el capital prestamista. Ideas, como el marxismo, que matan el valor de la personalidad y perjudican con ello al conjunto, habrán de ser reprimidas. Para empezar, se hace necesaria: la educación de una juventud físicamente sana y espiritualmente libre, la erradicación de dogmas contrarios al sentimiento étnico nacional y de influencias perniciosas en los medios, la abolición de las ganancias obtenidas sin trabajo y sin esfuerzo, la nacionalización de todas las empresas monopólicas y los trusts, acotar la desmedida concentración de riquezas en manos de unos pocos, la participación obrera en las ganancias de las grandes empresas, la libre posibilidad de ganancia y libre disposición del producto del trabajo individual, la eliminación de la usura y el enriquecimiento a costa y en perjuicio del pueblo, la financiación de las obras públicas sin recurrir al empréstito, la eliminación de las formas degradantes y corrompidas de la lucha electoral y la irresponsabilidad de los electos, el control estatal de la tierra en caso de explotación negligente, evitar la irresponsable emisión de papel moneda sin la creación de nuevos valores (inflación). El Estado debe fomentar los grupos y las asociaciones autónomas y libres. En la práctica, el Estado Nacional debe crear un Banco de la Construcción para el otorgamiento de créditos. El Estado no debe contraer deudas —para que el patrimonio del pueblo no tenga que tributarle al capital prestamista—, sino que debe evitar el empréstito mediante la emisión de bonos fiscales que paguen interés. Dichos billetes serán respaldados por el proyecto a realizarse. Una vez terminada la obra, los bonos emitidos más el interés serán pagados a los portadores. La obra realizada, que ha abierto una nueva fuente de ingresos, redime los valores emitidos. A pesar de leer Das Programm con suma lentitud, lo terminé en un par de días porque, repito, era una síntesis de poca extensión. A decir verdad, entre los postulados del comunismo y los del Nacionalsocialismo se me armó un revoltijo en la cabeza porque el significado de las palabras no se sujetaba a las realidades vividas hasta entonces. Mi interés en el Nacionalsocialismo ha sido alimentado, más que nada, por la campaña que se ha hecho en su contra. En pleno siglo XXI, se sigue perdiendo el tiempo con ideas tan absurdas y fracasadas como el 224 comunismo o marxismo mientras un sistema económico que conoció el brillo del éxito no se menciona más que para ejercitar el vituperio. *** La última semana de agosto, que fulgía casi con rabia, descubrí los encantos de La Sierra. Anduve ledamente a pie por la faja ondulada y boscosa al norte de la zona desforestada de cañaverales y surcos de sitierías donde vivía tu familia. Era un sitio ideal para reposar mi mente de teorías e ideologías. Cada día, desde que la penumbra se acurrucaba en los rincones, partía rumbo a La Sierra llevando la escopeta ‘marca-u’. Por el camino de Bamburanao, me cruzaba con algunas personas que se dirigían temprano a Meneses: los hombres vestían ropa burda de trabajo y zapatos de vaqueta; las mujeres llevaban las piernas y los sobacos sin rasurar y fumaban cigarrillos de papel amarillo, cuyas pavesas caían sobre la tierra del camino. Pensaba que aquellos guajiros eran doblemente dichosos: en primer lugar, porque su impericia en idearios políticos y económicos les ahorraba desconciertos; en segundo, porque la ignorancia de la fe los salvaba de pensar en el Cielo y el Infierno. Cuando pasaba frente a la casa de El Colorao, me detenía brevemente a saludar al burro Pelencho, el cual tarascaba insociablemente las hierbas de su patio bajo un sol de oro mientras las bijiritas libaban las flores de Margot. Luego cruzaba unos sembrados encendidos sobre el suelo fértil, donde los aluviones habían depositado la arcilla de las serranías, y pasaba cerca del bohío donde vivía tu familia. Antes de llegar al pie de los lomeríos, atravesaba un herbazal de fuerte aroma pintado de luz y una poza cristalina de cuyas profundidades sacaban su cabeza discretamente las jicoteas entre las cañas para respirar. En toda la semana, no disparé ni un tiro. En realidad, había descubierto la meditación. En La Sierra abundaban las cotorras y los cateyes. Si andaba despacio y en silencio, podía observar al gavilán en sus altos dominios, al pato huyuyo en su remanso del río y a otros pájaros sin bautizar en los rincones de las frondosidades. El agua resbalaba zumbando sobre las piedras del río. En las altas hojas de las grandes ceibas, como blancas sombras, brillaban los ecos de la luz. El soplo del viento en las copas de los palmares acordaba sonidos semejantes a la música. En una ocasión, permanecí en La Sierra hasta que se debilitó el día. Al regresar, el sol teñía la tarde con sus últimos fuegos y se partía en trozos de sombra por los pedruscos y los almendros. En el rosicler del poniente, te hallé. Regresabas a tu casa. Besé tu rostro ovalado y te pedí que me mostrara sus partes pudendas. Alzaste el vestido, bajaste las bragas y me dejaste ver la escasa 225 pelambre castaña, tendiente al rubio, que tenías entre las piernas. Cuando fui a tocarla, te subiste los blumers blancos y partiste corriendo y riendo en la tarde moribunda. Si bien tu nariz era grande, tus muslos blanquísimos eran hermosísimos. * A finales de agosto, tuvimos que marchar a Santa Clara para prepararnos a regresar al colegio. Wifredo Júnior quedó en Meneses para continuar en la escuela de los padres Paules de Yaguajay. Tú y mi madre permanecieron en Santa Clara con Paulina. Yo regresé a Cienfuegos. Mi padre volvió a Meneses, donde Eva Bauta absorbería cualquier exceso de energía sexual suya —lo que dejaba a Sancho, el empleado de la farmacia, en exclusiva con su esposa, Blanquita. Tenía casi trece años. La voz me estaba cambiando y, algunas veces, se me iban gallos al hablar. Hacía ya algunos meses que me crecía en la pelvis una pelusa que se iba a convertir en pelaje. Siguiendo los malos consejos de los mayores, ya había logrado alguna blanquecina eyaculación en solitario en el baño de la casa de Meneses. Al día siguiente de llegar a Santa Clara, después de pasar por el colegio de Cienfuegos a formalizar la nueva matrícula, uno de los hijos de Ramón y Arsinoe, los vecinos de la casa contigua a la nuestra, con la pupila turbia de llanto, fue a avisarnos de la muerte de no sé quién —un amigo o conocido de mi tío Pancho de Santiejpírito. Fue una noche afortunada aquella del velorio porque Paulina, comida por la curiosidad, quiso acompañar a mis padres para escuchar las conversaciones de los mayores y los hondos y respetuosos rezos por quien había entregado el fantasma. Mi madre siempre se destacó por la piedad en la oración, que acompañaba con su voz impetuosa y muy buena pronunciación. Se fueron todos al anochecer. Me invadió una gran alegría cuando se disipó en el aire el ruido del escape del Chevrolet Bel Air de mi padre. Tú y yo nos quedamos en la bendita soledad de la casa. Estábamos sentados el uno frente al otro, en dos sillones de la sala, meciéndonos lentamente sobre el piso de mosaicos grises del piso. En la repisa de cristal empotrada en la pared de la sala, una bombilla roja y otra azul deslizaban su luz tenue sobre el vientre y las fauces abiertas de la pantera negra de porcelana que parecía hender la noche al andar en busca de presa. Algunos destellos del vidrio pintaban la piel blanquísima de tus hombros y espalda porque el escote te caía muy bajo. Te tenía frente a mí, muy cerca; en la penumbra, no podía distinguir tus pequeños ojos de mirar sombrío, como dos granos de café tostado, pero adivinaba que chispeaban. Te dije, sin ambages: “Tengo la cosa dura”. Te tocaste la ingle y me respondiste: “Siento cosquillas por aquí abajo”. 226 Despertaron los impulsos eróticos que cerrarían mis ojos, adormeciéndome, el resto de mis días. Conectados por un deseo sencillo y candoroso, nos fuimos hasta el último cuarto de la casa —el tuyo. Nos desnudamos. Sin la saya ancha, se podía apreciar tu cuerpo perfecto: la carne de tus muslos era firme, tus senos grandes y duros, tu abdomen llano... Yo no sabía nada de sexo, pero el instinto me decía que me pegara a tu cuerpo rubicundo de alabastro. Me acosté sobre ti en la cama. Nenita: ¡tú sabías más que yo! Pegaste tus labios rojos y carnosos a los míos y succionaste. ¿Recuerdas el pequeño silbido que se escapó entre la ventosa de mis labios inexpertos? Sin articular palabra, busqué las partes húmedas de tu entrepierna y palpé con la yema del dedo los labios de tu sexo para instruirme. Juntamos los órganos sexuales. Tú encerraste mi pene, endurecidísimo, en tu mano y, sin dejarlo entrar, te frotaste el clítoris a gusto; primero suspirabas, luego bufabas: “¡uf-sh, uf-sh, uf-sh!”. De repente, sentí un cosquilleo en la punta del miembro y un movimiento de despiche, como que me orinaba. Durante un breve instante, creí que orinar agradablemente era parte de hacer el amor. Me pusiste a eyacular sobre la sábana. Me sentí como figura viva de titerero. Antes de que regresaran mis padres del velorio, hablamos largamente en el portal. ¡Siempre fuiste de un alma noble y simple! Tratamos muchos temas sencillos con una nueva confianza. Teníamos un secreto. Ninguno de los dos deseaba que los demás se enterasen de nuestras avanzadas: tú por pudor, yo por temor a mi madre. Los sermones de mi madre eran temiblemente extensos: algunas veces duraban dos o tres días. Normalmente, sentía un santo horror por el pecado. Aquella vez no fue así: la acción de la vida me había llevado a superar el miedo naturalmente, como cuando salté de la pasarela de la casa de mi madre, en Meneses, a la de la casa de las Bauta. Aquella noche, recé las tres Avemarías de costumbre y me dormí tranquilamente. Supuse que, en realidad, la Virgen María me querría igual que antes. Jamás le he temido a la herejía. Sostuvimos relaciones de sexualidad varias veces durante dos años y medio, hasta que me fui de Cuba. Yo te solicitaba discretamente y tú accedías. Lo solíamos hacer en el baño de tu habitación los domingos, cuando mi familia estaba en misa. Siempre cuidaste el himen para poder casarse virgen. Todos tus orgasmos fueron con el mero glande, sin penetración total. Tu mano de campesina, cerrada siempre sobre mi miembro justo detrás de la cabeza, era una obstrucción insurmontable. Entre el gusto, siempre me quedaron unas ganas de entrar que no pude aplacar hasta unos años más tarde. Cuando iba a eyacular, te abrazaba impetuosamente y te clavaba el órgano entre los muslos; tú, ya orgasmeada, dirigías el tiro de esperma contra los azulejos de la pared del baño o lo cogías al vuelo en la mano para jugar con ella. Fuiste mi mejor amiga, Nenita. 227 Indudablemente, de haberme quedado en Cuba, aquellas relaciones sexuales se habrían completado por vías del poder hipnótico de la pasión, así hubiese tenido que llevarte luego donde un médico —¡ni mi padre, ni mi tío, ni mi tía... Claudio tal vez!— que te pusiera un punto en los tejidos y pudieras casarte “señorita” con tu novio. La última vez que gozamos, tú tenías diecisiete y yo quince. Jamás “templamos” por lascivia, sino por ganas. ¡Bendito sea Dios que nos juntó! * Como cabe imaginar, la biblioteca de Gervasio no era de índole religiosa, sino agnóstica y librepensadora. Antes de partir de Meneses, Gervasio me había regalado un libro sobre la vida de Mahoma. Lo quise leer antes de regresar al colegio de los Hermanos Maristas, temiendo la confiscación de la obra. En el colegio, los hermanos no habían tratado a Mahoma muy bien. Hasta leer su biografía, lo había conocido como el ser problemático y conflictivo que había hecho recular al cristianismo en todo el Oriente Medio. De hecho, palabras 228 como mahometano, sarraceno y musulmán sonaban a sucio y desleal en mis cristianos oídos. Para mí, el mayor héroe de todos los tiempos había sido El Cid. Me sorprendió hallar cierto paralelismo entre la vida de Mahoma y la de Jesús. A medida que leía, le iba haciendo comentarios sobre la vida del Profeta a Paulina. Solíamos sentarnos a conversar en el portal después de la cena, mientras tú y nuestra madre veían alguna novela ridícula de la televisión. Paulina se puso de mal humor cuando le dije que, de acuerdo a las enseñanzas de Mahoma, Dios no tenía hijo. Hasta llegó a decirme que se trataba de un libro sacrílego y que debía quemarlo. Las monjas de Santa Teresa de Jesús la tenían bien alerta sobre las malas influencias. “Todo eso es mentira” acababa diciéndome cada tarde, después de escuchar atentamente lo que le decía. Con palabras mucho más infantiles e inocentes de lo que aquí transcribo, le comuniqué a mi incrédula hermana la vida de Mahoma al calor de mi reciente descubrimiento. Primordialmente, esto fue lo que le conté: *** » Cuando Alá estaba creando todas las cosas, produjo el caballo de la flecha del beduino y, de algún objeto menos dinámico, inventó el asno; al decir del mito, creó después al hombre sedentario del excremento del asno. Una vez creada la arena, Alá se la entregó al ángel Gabriel para que la distribuyera por todo el mundo. Pero el diablo le rompió a Gabriel el saco donde llevaba la arena y se desparramó casi toda sobre el país de los árabes. » La vida era muy dura en las arenas del desierto. De habérseles preguntado de antemano, casi ningún árabe hubiera deseado nacer allí. En Arabia, casi todo cuanto la civilización prohíbe era permitido y se practicaban casi todos los vicios. Se raptaban las mujeres, se contemplaba la rapiña condescendientemente, se toleraba el incesto, se consentía el infanticidio, se sacrificaban los huérfanos para robarles y se conocía la antropofagia. La sangre vertida de una persona, ya fuese inocente o culpable, tenía un precio pagadero en camellos. » Con tales costumbres, los árabes vivían desunidos en el desierto. Observaban exclusivamente la ley del clan, que rechazaba todo poder centralizado, y eran solidarios únicamente con los de su sangre. En Arabia, unos adoraban a los árboles, otros a los fragmentos de meteoritos —que creían caídos de los astros para convertirse en personas—, algunos eran cristianos, y algunos otros eran judíos. Por lo general, sin embargo, los árabes no creían en la vida ultraterrena y muchos eran ateos. » La Meca tenía forma de media luna. En ella habitaba la tribu de los koresh de Heyaz. La gente de entonces era muy sucia: vaciaban sus letrinas en 229 cualquier parte de la ciudad. En su mejor barrio, el de Batha, había una depresión llamada La Kaaba, asiento de La Piedra Negra —un meteorito caído de lo Divino—, en la que desembocaban callejuelas que llevaban los nombres de los diversos clanes. En tiempos remotos, los beduinos habían formado la ciudad arrimando sus tiendas al entorno de La Piedra Negra. El gobierno de La Meca emanaba de los clanes. Llegaban a la ciudad peregrinaciones de Siria y Yemen, cuyos integrantes deseaban ver La Piedra Negra. » Mahoma nació en el año 569 en La Meca. A Amina, su madre, se le secó el pecho. Halima, la esposa de un pastor, fue su nodriza. » De acuerdo a la leyenda, a los pocos días del nacimiento del vidente, lo pasearon en mula. Alá dotó a la mula que lo llevó con el don de la palabra: el animal proclamó que llevaba sobre su lomo al más grande de los profetas. Mahoma nació ya circunciso. Dicho fenómeno satisfizo las exigencias que Yahvé le había hecho al patriarca Abraham cuando hicieron su pacto a las puertas de Ur. Tampoco la comadrona necesitó cortar el cordón umbilical. Lavaron al neonato ángeles del cielo, enviados por Alá para absolverle del pecado original; dos hermosos ángeles blancos le sacaron al embajador del Todopoderoso la mancha negra de su corazón —la mácula de una antigua infracción de los primeros seres, Adán y Eva— y la echaron lejos. Su nacimiento, según nos dice el Corán, había sido anunciado por Jesucristo. Además, Mahoma llevaba en la espalda una carnosidad peluda, reconocida universalmente como ‘el sello de la profecía’. » A los tres meses de edad, Mahoma se sostenía en pie. A los siete corría. A los diez tendía el arco y lanzaba flechas. La hierba crecía donde quiera que pisaba su pequeño pie. » El padre de Mahoma, Abdallah, había muerto durante un viaje de negocios, algún tiempo antes del nacimiento del Profeta. Toda la herencia que dejó fueron cinco camellos y una esclava. Su madre, Amina, lo llevó a la ciudad de Medina, donde tenía familia; poco después, ella murió también. Siendo apenas un crío, Mahoma tuvo conocimiento de que sus padres habían sido envueltos en lienzos y enterrados con la cabeza apuntando hacia La Meca y la Piedra Negra. Su abuelo, Abd al-Muttalib, se hizo cargo de él » Abd al-Muttalib llevó a su nieto a las reuniones del consejo. Les hizo ver a las personas más principales de La Meca que el pie de Mahoma dejaba una huella idéntica a la del patriarca Abraham en el santuario de La Kaaba. Además, el niño sufría de ataques epilépticos: le daban convulsiones, le salían sudores y le brotaba espuma de la boca. Tal era la fe que tenía en su nieto Abd al-Muttalib, que lo consultaba sobre las porfías de los clanes. » Antes de morir, el abuelo le confió el profeta a su hijo, Abu Talib. El tío de Mahoma era un comerciante pobre. A los doce años, el profeta comía frutos salvajes por los caminos de las caravanas y se calentaba por las noches con 230 fuego de boñigas de camello o de cualquier rama combustible. Nunca aprendió a leer ni a escribir. Al igual que Jesús, Sócrates y Buda, el mensaje inconfundible de sus visiones brotó con la palabra. El Corán, fundamento del idioma árabe, debe ser recitado. Las traducciones más fieles a otros idiomas no le hacen justicia. El Corán fue tomando forma durante la vida del profeta. » Mahoma acompañaba a las caravanas, observando gentes, lugares y países. Conoció integrantes de sectas cristianas y judaicas. No le bastó. Presagió la llegada de un profeta de lengua árabe que sería para su raza como habían sido Zoroastro para los persas, Moisés para los hebreos y Jesús para los cristianos. Un monje cristiano, Bohaira, le examinó la protuberancia carnosa en la espalda; el anacoreta les dijo a los amigos de Mahoma que lo cuidaran bien de los judíos porque, de reconocer en él “el sello de la profecía”, querrían matarlo. » A los veinte años, Mahoma había ejercido varios oficios, sin decidirse por ninguna ocupación ordinaria. Sabía reparar muebles y remendar vestimentas y calzado. Era mediano de cuerpo, aunque recio de constitución. De larga barba y cabellos encrespados, cejijunto, ancha nariz como el pico del águila. Hablaba manoteando y agitando todo el cuerpo, pero se expresaba lentamente, con voz clara y fina. Le gustaba a las mujeres de Arabia. Les tenía fobia a los perros — cosa muy extraña en un elegido de Dios, digo yo—, a los lagartos, a las pinturas y esculturas, a las sedas y los bordados, al ajo y la cebolla, y a los judíos. » Tantas creencias en Arabia, ¡y tan diversas!, turbaron los pensamientos de Mahoma desde que era muy joven. Unos le decían que el agua y el alimento dependen de Dios, otros que en el cielo había otra Kaaba, y otros que la luna movía los ríos y protegía las mieses y los árboles frutales. “Si Alá ya existe — pensaba el Profeta— todo lo demás es politeísmo”. Así, llegó a discurrir que Alá era el único dios —tal como Ahura Mazda, Yahvé, y la fuerza inamovible de Aristóteles. » La viuda Kadidya tomó a Mahoma de caravanero. A su servicio, el profeta viajó de caravanserai en caravanserai por toda la península arábiga. A pesar de tener ella cuarenta años y Mahoma solamente veinticinco, la comercianta quiso hacerlo su marido. Kadidya había enviudado dos veces de banqueros. El día de la boda, se hizo una gran fiesta: bebieron vinos, comieron carne de camello y gozaron el baile de las esclavas y la música del tambor. » Ninguno de los tres hijos de Mahoma y Kadidya se salvaron. De las cuatro hijas que tuvieron, sólo una, Fátima, les dio descendencia. » El profeta no era hábil en los negocios. A veces, le pedía consejos a Abu Bakr, un mercader de paños que lo acompañaría más adelante en la propagación de la nueva fe. Felizmente para Mahoma, Kadidya administraba por cuenta propia su casa de comercio. » Las historias del profeta Elías y de Juan el Bautista habían llegado a oídos de Mahoma. Él también gustaba de orar y cavilar en las cuevas como los 231 profetas judíos y los ascetas cristianos del desierto. En el año 610, habiendo ido a meditar a una caverna del monte Hira, Mahoma tuvo el primer encuentro con Alá. No sólo era el mes del Ramadán, sino la noche del Kadir de ese mes, cuando se podía ver el cosmos en los dedos de Alá. Aquella noche, le fue enviado el Corán. » Mahoma se había acostado a dormir en la cueva. De imprevisto, el ángel Gabriel, que iba vestido de blanco como cualquier otro espíritu de luz, lo despertó. Gabriel tendió en el piso de la cueva una tela de seda sobre la que estaba escrito el Corán en letras de oro. Lo mandó a leer. » — No sé leer —protestó el profeta. » — Recita entonces. El Corán debe ser recitado. Habla en nombre de Alá, que creó al hombre y le enseñó lo que ignoraba. » Entonces, una voz poderosa, como la que oyó Moisés en el desierto, se dejó oír en lo alto de la montaña: “Mahoma es el enviado de Alá”. » — ¡Creo que vas a ser profeta! —exclamó Kadidya, resignada, cuando escuchó de labios de su marido lo que había ocurrido—. A los cuarenta años, Mahoma no podía llevar adelante el negocio. Jesús también había abandonado el taller de carpintería a los treinta años para dedicarse a predicar. » — Tengo que hablarles a los hombres de La Meca sobre el inminente juicio de Alá. Siendo omnipotente, Alá debía ser el único Señor de La Kaaba. Los usureros y los salteadores no han comprendido el sentido de la vida. Los ídolos de La Kaaba no son verdaderos. » A los mecanos, llamados también koreshcitas, no les agradaron las palabras de Mahoma. El profeta hacía peligrar el comercio de las peregrinaciones en torno a La Kaaba. Y por añadidura, los conminaba a renunciar al negocio de la usura. Aquel mismo Mahoma, quien muchos años antes, cuando un incendio destruyó La Kaaba, tuvo el honor de trasladar la Piedra Negra a lugar seguro, ahora los sermoneaba para que la echaran fuera en nombre de Alá. » — Te conocemos, Mahoma — le gritaban al profeta, arrojándole excrementos—. Eres el nieto de Abd al-Muttalib. ¡No pretendas saber, imbécil, lo que ocurre en el cielo! » — No hay otro dios más que Alá y soy su mejor Profeta. » — Obra entonces milagros como Moisés y Jesús. » — ¡Qué mayor milagro que el Corán! Si hiciera mover montañas, abrirse la tierra y hablar a los muertos, tampoco me creerían. » — ¡Sí! Haz ver a los ciegos, oír a los sordos, brotar fuentes de las piedras; convierte el desierto en jardín, levanta un palacio de oro, sube al cielo con una escalera, muéstranos al ángel Gabriel. » — Nadie hace milagros sin el permiso de Alá. Islam significa sumisión. Alá les dará fe a aquellos que Él desee. Los incrédulos se quemarán en las llamas del Guene. 232 » El Profeta denunciaba la inmoralidad, la avaricia y la codicia. Sus prédicas le ganaron adeptos entre los pobres, los débiles, los enfermos, las mujeres y los esclavos. Durante los años de persecución, los discípulos de Mahoma eran apenas cuarenta y se reunían en secreto. Para fortalecerlos espiritualmente, Mahoma se había inspirado en las historias de los mártires cristianos. “Alá recibe jubiloso a quienes han dado la vida por el Islam” les decía. Él mismo fue asaltado. En un determinado momento, les aconsejó a sus discípulos emigrar a Abisinia para no perecer a manos de los mecanos. » Un día, Mahoma le devolvió la voz, la vista, el oído e hizo caminar a la hija inválida del príncipe Habib ibn-Malec. Luego, le mandó a la luna dar siete vueltas en torno a La Kaaba. Habib, quien tenía muchas tropas, se convirtió. Por aquellos tiempos, Kadidya murió y se fue a vivir a un palacio de plata en el Paraíso. » Mahoma elogiaba a los monjes que le entregaban su vida a Dios, aunque sus creencias fueran falsas —la divinidad de Jesús le había sido negada en sus revelaciones. Al decir de Mahoma, Jesús no fue crucificado: Judas o algún otro murió en su lugar —posiblemente el hijo de la viuda de Naím, al que Jesús le había devuelto la vida y que la dio luego por el Maestro. “Creer que Dios puede tener un Hijo es politeísmo. La doctrina de la Santísima Trinidad es contraria a la unidad de Dios. Alá se basta a Sí mismo.” Señaló a los judíos como extranjeros, pero no les negó la hermandad árabe a los cristianos. » El Profeta mandó a llamarles “hermanos” o “niños” a los esclavos, puesto que sólo Alá puede tener de esclavos a los hombres. Dijo que el perdón, aparte de no hecerle justicia a la víctima, pone en peligro a los inocentes porque deja al culpable libre para que siga haciendo daño. » Cuando murió Kadidya, Mahoma tomó varias mujeres; dos fueron esposas y tres concubinas. El Profeta llegó a tener hasta once mujeres en un determinado momento de su vida. Una de las esposas,Aicha, que era virgen, fue su predilecta. Predicó que los demás hombres —los que no eran profetas— podrían tener hasta cuatro esposas, siempre que las pudieran mantener. Dictaminó que, en caso de romperse el contrato del matrimonio, la mujer debía ser recompensada. Según dijo Mahoma, la mujer no había sido creada de una costilla del hombre, sino de una mitad gemela; por tanto, condenó la costumbre de enterrar vivas a las niñas recién-nacidas. Mandó que las mujeres se cubrieran la cabeza y el cuello con un velo —pero no la cara. » Unos escribas iban anotando las sentencias de Mahoma a lo largo de su vida. Por ellos sabemos que el Profeta dijo: “Para los creyentes, todo; para los impíos el fuego eterno”, “Dios llamará a sí a quien se arrepienta”, “Desea para los demás lo que quieres para ti mismo”. » Como la situación en La Meca no le era favorable, Mahoma se trasladó de nuevo a Medina. Entonces, el ángel Gabriel lo volvió a despertar en la noche. 233 La tez de Gabriel era blanca, como la nieve, y su cabello flotaba sobre sus hombros. » El ángel Gabriel llevaba de la brida a la yegua al-Borak (Relámpago) porque a Mahoma le fascinaban los caballos y las mujeres. Se trataba de un corcel blanco con rostro humano, ojos brillantes como piedras preciosas y alas de águila; por añadidura, aquella yegua hablaba. El ángel le dijo a la yegua: “Este es Mohamet ibn Abdallah y todos los seres humanos necesitan de él para ingresar al Paraíso”. » Mahoma se subió a la yegua al-Borak. El animal alado se remontó sobre las montañas de La Meca y llevó al Profeta a todos los lugares santos de la tierra y del Cielo. En la tierra, fueron al monte Sinaí, donde Yahvé se había comunicado con Moisés, y a Belén, donde había nacido Isa (Jesús), el hijo de María. Luego, al-Borak llevó a Mahoma al templo de Jerusalén para que conociera aAbraham, a Moisés, a Isa y a otros profetas antes de ascender por la escalera a los siete niveles del Cielo. » En el Cielo, Mahoma fue abrazado por Adán, quien lo designó como el mayor de todos sus hijos y el primero entre los profetas. Noé hizo lo mismo. Luego conoció a Azrael, el ángel de la muerte, y a Aarón, el ángel que venga el enojo de Alá sobre los pecadores y los infieles. Finalmente, fue acogido con mucho amor por el patriarca Abraham en el séptimo nivel del cielo. » Poco después, el Profeta les narró su viaje nocturno a los koreshcitas de La Meca. Ellos se burlaron de él, lo escupieron y lo obligaron a huir. Él se marchó de prisa, como Jesús había hecho en Caná. La fuga de Mahoma a Medina en el año 622 ha sido denominada la Hégira. Los mecanos persiguieron al Profeta y daban cien camellos por él, vivo o muerto. Estuvieron cerca de atraparlo, junto con Abu Bakr; afortunadamente, para salvarlos, Alá hizo crecer de repente un arbusto en la boca de la cueva donde se habían ocultado. » En Medina abundaban los judíos. Los musulmanes emigrados de La Meca, que crecían en número, les hacían la competencia. La ciudad descansaba en un rico, fértil y malsano oasis. Los habitantes de la ciudad sufrían unas fiebres espantosas salidas de las aguas encharcadas. Las letrinas y las deyecciones de las ovejas y las cabras habían intoxicado el oasis y los camellos que bebían de sus aguas enfermaban. » Abraham había vivido antes de la Ley del Evangelio y era el padre de la raza judía y de la árabe. La nueva doctrina declaró que La Kaaba había sido obra de Abraham y de su hijo, Ismael. Por tanto, las oraciones de los musulmanes debían dirigirse hacia La Meca, no hacia Jerusalén. Lo judíos se enfadaron. De acuerdo con los judíos, únicamente los miembros de su religión podían ser profetas porque Yahvé le hablaba solamente al pueblo escogido; los demás podrían conocer los a mandatos divinos por mediación de los israelitas — pagándoles, me imagino. 234 » El concepto del Juicio Universal de los cristianos y el del Juicio del Ultimo día de los musulmanes era casi idéntico y se expresaba con las mismas imágenes poéticas. El día comenzaría con el retumbar del trueno y el grito desesperado anunciando una espantosa catástrofe. La tierra se abriría, los montes se agitarían, la bóveda del cielo se quebraría, el sol empequeñecería, la luna se fragmentaría y perdería su brillo, las estrellas se apagarían y caerían del cielo a montones. Un toque de trompetas llamaría a los hombres a la presencia del Juez. Los muertos saldrían desnudos de sus tumbas, pero estarían tan preocupados por la suerte que correrían que nadie andaría mirándole el sexo a los demás. » La teología del Islam es humilde. No busca la naturaleza de Alá —la conocerá Él, si acaso—, sino sus atributos. Alá lo puede todo y no se equivoca, así se contradiga. Alá es eterno, único y no ha tenido principio ni tendrá fin. Nadie le puede pedir cuentas a Alá. Si Alá acabase con el mundo o enviase a todas sus criaturas al infierno, no sería injusto. Si Alá despachara a todos los malos al Paraíso, no incurriría en el error. El hombre es esclavo de Alá. Alá es incorpóreo, pero puede tener cuerpo si lo desea. » Mahoma les dio un código de conducta a sus seguidores. Les dijo que, contrariamente a la costumbre beduina, el homicidio involuntario no tiene derecho a la venganza de sangre. Los creyentes deben circuncidarse. El viernes es el sabbat, pero se puede trabajar ese día. El Corán admite la riqueza adquirida honradamente. No se debe comer con la mano izquierda. Se deben desangrar totalmente los animales degollados antes de comerlos. Se puede comer peces y animales cazados con perros aunque la presa muera antes de ser degollada. No se debe comer el asno doméstico. Los pecados graves son: el asesinato, las relaciones sexuales ilegítimas, la sodomía, beber vino, el robo y la apropiación de los bienes ajenos, la difamación, la murmuración, los falsos testimonios, jurar en falso, no honrar la familia y la tribu, no llegar a tiempo a orar, injuriar de palabra al Profeta, violentar a un musulmán sin motivo, maldecir, encubrir maldades, corromper a los representantes de la ley, hacer de alcahuete, la delación, no pagar la limosna institucional, desesperar de la misericordia divina, confiarse de la astucia propia y del perdón de los pecados, comer cerdo o carroña, no ayunar durante el Ramadán, engañar, ser bandido, practicar la brujería, ejercer la usura, y la persistencia en el pecado venial. La buena fortuna de los musulmanes, como la de los cristianos, es que ningún creyente habrá de permanecer para siempre en el fuego. » Las cinco columnas del Islam son Fe, Oración, Limosna, Ayuno y Peregrinación. Alá combatirá a quienes combatan a los musulmanes y firmará la paz con quienes éstos la firmen. » El momento de la muerte está escrito o predeterminado. Dos ángeles, Múnkar y Nakir, visitan al muerto en su sepultura y le preguntan: “¿Cuál es tu 235 dios?, ¿Cuál es tu apóstol?, ¿Cuál es tu fe?” Si no contesta correctamente, no se le admite en el Paraíso, sino que se le castiga. » Como había anunciado Zoroastro miles de años antes, Mahoma reiteró que cada hombre tiene su ángel de la guarda. El Diablo (alsaytán) del Profeta, parecido al Arimán zoroastriano, se aviene bien con el concepto cristiano y judío de dicha elaboración. Para hacer la fe más llevadera, Mahoma declaró que el éxtasis de la música facilita la comunicación con Alá; para hacer la fe más intrigante, anunció que los sueños son el medio de difusión del mundo invisible. » Pasando el tiempo, Mahoma se fue convenciendo de que la ayuda de la espada le sería esencial a la supervivencia del Islam. No podía convencer a los judíos para que recitaran los versículos del Corán ni a los cristianos para que orasen cinco veces al día mirando en dirección a La Meca. Por tal, les dijo a sus adeptos que aquellos que cayeran en combate contra los infieles serían premiados: sus almas se convertirían en pájaros verdes y se alimentarían eternamente con los frutos del Paraíso. Por ese tiempo, se empezó a difundir la idea de que las sombras del Paraíso eran proyecciones de grandes espadas. » Por fortuna, el ejército mahometano estaba hambriento de conquista y de botín —sobre todo, creyendo que los ángeles pelearían de su bando. Atacando en grupos pequeños por inspiración de Alá, les arrebataron una gran caravana a los koreshcitas. Para compartir justamente el botín de guerra, alcanzado con la ayuda del ángel Gabriel, fue necesaria una nueva revelación al Profeta. » Revelaciones subsecuentes a la primera victoria pusieron en los labios del Profeta la especificación de que la piedad con los vencidos era una muestra de debilidad. Prefería pasar a sangre y fuego a todo el país antes de tomar prisioneros. En todo caso, ya se sabía que el medio más rápido para entrar en el Paraíso era el martirio en la batalla. Los musulmanes se proponían cortarles las cabezas a los prisioneros koreshcitas o quemarlos vivos dentro de una fosa — como había hecho Dhu Nuwas con veinte mil cristianos del Nedjran que se habían negado a convertirse al judaísmo. Contrariamente al cristianismo, que es una religión, el islamismo y el judaísmo son civilizaciones y culturas. » Finalmente, después de rezar, Mahoma decidió devolver cada prisionero a su familia a cambio de cuatro mil dinares. Decretó que cada uno de los prisioneros letrados podía comprar su libertad enseñando a leer y a escribir a diez niños musulmanes. Un sobrino de Kadidya y un tío de Mahoma, que formaban parte de la caravana apresada, fueron liberados gratuitamente. » En marzo del 625, los koreshcitas enviaron un ejército de tres mil hombres y doscientos caballos contra el Islam. Antes de hacerles frente, Mahoma licenció a todos los judíos de su tropa porque temía ser traicionado por éstos. Salió a combatir a los de La Meca con setecientos hombres y dos caballos. Como de costumbre, las mujeres koreshcitas marcharon desnudas delante del ejército de 236 La Meca, animando a los soldados a vencer antes de yacer con ellas. Los koreshcitas difundieron la falsa noticia de que Mahoma había muerto y la huésted musulmana abandonó el campo. Las mujeres de La Meca les comieron los hígados a los mahometanos caídos; también les cortaron las orejas, las narices, las lenguas y los genitales para hacer con ellos collares y danzar durante la celebración de la victoria. » Según Mahoma, Alá había permitido la derrota de los musulmanes porque no habían seguido las tácticas y por falta de disciplina. Aprovechando el momento de debilidad del Profeta, los judíos de Medina montaron una campaña de mentiras contra el Islam: decían que Mahoma no era profeta puesto que había sido vencido. » Pero La Meca fue presa del hambre por la sequía. La tribu de Yamamahsi-Nadyd, que se había convertido al Islam, había suprimido la entrega de cereales a los koreshcitas. Mahoma se aprovechó a su vez de dicha circunstancia para entrar a La Meca sin ser atacado. » Las ciudades de La Meca y la de Jaibar amenazaban a Medina. En mayo del año 628, Mahoma atacó el oasis pútrido de Jaibar, al norte. Todos los árabes de la ciudad habían sido desplazados por los judíos. Jaibar vivía del préstamo. La ciudad contaba con catapultas y veinte mil soldados. Mahoma solamente tenía mil quinientos combatientes. Como los musulmanes no comían ajos ni bebían vino, muchos cayeron enfermos de malaria por los pantanos. El mismo Mahoma hubo de entregarle el mando a Alí, el esposo de su hija, Fátima. En diez días, Alí conquistó a Jaibar porque los judíos se mostraron timoratos. » En Jaibar, Mahoma prohibió el mutah o matrimonio temporal de los soldados ocupantes con las mujeres de los vencidos. La prohibición cercenó las perspectivas de retribución de las mujeres jaibaresas. En venganza, una judía llamada Zainah quiso suprimir a Mahoma: le dio una costilla de cabrito envenenada. Mahoma la rechazó. Un soldado que comió la costilla murió. Zainah dijo no ser culpable. “Es cierto que le he dado un manjar envenenado —admitió—, pero, como Mahoma es el Profeta, lo supo.” » Entonces Mahoma miró hacia el sur, hacia La Meca, llamada también ‘el asilo de la tolerancia’. Durante el mes de la “tregua de Dios”, quienquiera que lo desease podía entrar a La Meca: era el mes de las ferias que inundaban de oro a la ciudad de La Kaaba. Se anunció que Mahoma y todos sus fieles harían la umrah o peregrinación a La Meca, lugar de nacimiento de muchos de sus hombres. Según el Corán, en el camino a la ciudad santa, el Profeta levantó los brazos a Alá y le pidió agua. El milagro se realizó en forma más convincente que el de Moisés: los mismos fieles cavaron y hallaron agua bajo sus pies. Fue así, sin derramar una gota de sangre, como Mahoma ben Abdallah logró una alianza con los koreshcitas de La Meca. 237 » Desde Medina, Mahoma se apresuró a enviarles mensajes a todos los reyes y príncipes vecinos. Les hablaba del Islam y de su propia dignidad de Profeta. El gobernador bizantino de Egipto le envió dos esclavas vírgenes, una de las cuales le dio un hijo. » Al año siguiente de haber realizado la umrah a La Meca, Mahoma regresó a la santa ciudad y entró por sus propios fueros en el santuario de La Kaaba. Allí anunció que los tiempos preislámicos eran tiempos de ignorancia. Ordenó la destrucción de todos los trescientos sesenta ídolos en torno al santo lugar. Luego se lanzó al ataque contra las ciudades cercanas a La Meca para derrumbar los ídolos, prohibir la prostitución, la usura, y el consumo de alcohol, y precisar el número de concubinas que se podía tener. » Muy pronto, toda la Arabia fue conquistada. Los idólatras tuvieron que someterse por fuerza al Islam, pero los cristianos y los judíos fueron tolerados por ser gente del Libro. La Meca fue declarada ciudad exclusivamente reservada a los musulmanes, a fin que éstos le pudieran dar tranquilamente siete vueltas a La Kaaba y echaran allá siete piedras contra el diablo. » En su última alocución, llamada El sermón del adiós, el Profeta detalló los derechos y deberes del hombre musulmán. Esto ocurrió en la ciudad de Jutba. Por esas fechas se decidió cortarles las manos a los ladrones y se estableció oficialmente que los judíos son enemigos de los creyentes. » En el año 632 de la era cristiana, undécimo año de la Hégira, Mahoma enfermó y se sintió morir. Tenía sesenta y tres años. Después de poner en libertad a sus esclavos y de distribuir su dinero entre los pobres, le pidió a Alá que lo llevara junto con sus compañeros. Quería irse a vivir con los personajes del Libro, desde Adán y Eva hasta Isa. Como era profeta, fue sepultado en el mismo lugar donde murió, la tienda de su esposa Aicha.» *** Finalmente, dejando que su vista se perdiera por la Carretera Central, Paulina resumió: — Ese fue un loco. — ¿Por qué? — Porque pensó que le gente le iba a creer el cuento de haberle devuelto todos los sentidos a una minusválida. — ¿No había hecho lo mismo Jesús? — Pero Jesús es hijo de Dios. — Claro. — Y eso de encontrar agua en medio del desierto es mentira también. — ¿No la había encontrado Moisés dentro de una piedra? 238 — El viejo testamento no es dogma de fe, Joaquín. Moisés tuvo que haber sido otro trolero. — Estoy dispuesto a creerlo. — Y ese enredo de los dos ángeles enviados a sacarle a Mahoma del corazón el pecado original suena muy vulgar. — Te doy la razón: es un choteo. — Y la historia de la carnosidad peluda es una ridiculez. — Sí; me da risa: ¡qué tontería! — Además, Mahoma fue un impostor. — ¿Por qué dices eso? — Porque se hizo pasar por el mayor profeta de todos los judíos, incluyendo a Jesucristo. — Yo creo, Paulina, que le faltó originalidad. Fíjate cómo procedió con la historia de Adán y Eva, Abraham y Jesús. Hasta el Corán le cayó del cielo como las tablas de la Ley a Moisés. — Y eso de decir que mataron a uno que se parecía a Jesús es un atrevimiento. — ¡Qué sabría él! — Y Jesucristo jamás anunció su nacimiento. — Mahoma querría haber sido anunciado por Jesucristo como éste había sido pronosticado por Juan Bautista. — Todo es mentira. — Así parece. Paulina y yo siempre hemos estado de acuerdo en cosas de poca importancia. Han sido contadísimas las veces que hemos discutido. * Llegó el día de regresar al colegio. Mi padre me envió en su Chevrolet con Vicente, un obrero del Central Nela que hacía trabajos en nuestra casa de Santa Clara durante el “tiempo muerto” o época de desempleo. Vicente tenía una mujer gorda que comía mucho y una hija fea que no hallaba marido. Él era delgado, de bigote negro y la forma de su cabeza evocaba siempre al ratón. Para suplir la paga anual que recibía del Central Nela, cortaba el césped de nuestra casa, atendía las matas del jardín, daba viajes a la tienda de comestibles, lavaba, enceraba y le cambiaba el aceite cada cinco mil kilómetros al Chevrolet Belair, y oía pacientemente las quejas de mi madre. A cambio, recibía atención médica familiar, propinas, ropa usada, desayuno y almuerzo. La familia de Vicente vivía en los altos de una casa de apartamentos pintada de verde en un barrio sucio debajo del malecón sin agua de Santa Clara. Creo que le llamaban La Bombilla a aquella parte. Cuando él pasaba por su casa, lo esperaba dentro del Chevrolet Bel Air, oyendo música. Por aquel entonces, se había hecho famosa una canción tipo “bolero” cantada por un negro que sonaba: 239 Envidia. (ta-ra-ra-ran) Tengo envidia del pañuelo que una vez tocó tu llanto. Es que yo-ooo te quiero tanto-o que mi envidia es tan sólo amo-ooor. Escuchando aquella canción, me preguntaba cómo era posible que a la gente le gustara semejante tontería. Cuarenta-y-cinco años después, a la gente le seguía gustando. Por entonces, ya había empezado a entender a la gente. El viaje de una hora a Cienfuegos fue aburrido. Vicente apenas conversaba y, cuando le hablaba, me respondía con alguna estupidez así como: “Pero tú eres rico, Joaquín.” Yo no acababa de entenderlo y pensé que lo decía por la moda revolucionaria de acusar a cualquiera de rico y explotador. Hubiese perdido el tiempo explicándole mis finanzas: lo más que manejaba en el internado era un peso ($1) al mes para comprar muñequitos (comics), que costaban el 10% del peso cada uno, o beber una Coca-Cola, que valía el 5% del peso; los muñequitos los intercambiaba con los demás alumnos, pero los refrescos los orinaba. En aquella ocasión, llevaba un peso adicional para comprar el billete de regreso a Santa Clara en guagua (ómnibus) cuando terminaran las clases, en diciembre, porque a mis padres no se les facilitaba irme a recoger. Plaza de Santa Clara 240 * Regresé al colegio después de Reyes. El resto del año escolar estuvo también dominado por la política. El nuevo régimen proyectaba hacerse con el control de toda la sociedad. El Caballo deseaba que todos fuésemos súbditos del Estado y peones suyos. Quienes pudimos, optamos por el extranjero. El hermano Fernando nos informó sobre el ataque del gobierno contra la prensa. Los diarios Prensa Libre, Avance y el Diario de la Marina habían publicado artículos de individuos desafectos a la Revolución. Hasta un periódico del Movimiento Revolucionario, Adelante, había apoyado a Matos en noviembre del ‘59. Los nuevos gobernantes estaban enfurecidos contra la expresión a principios del año ‘60. La Prensa no cumplía por las buenas con su misión de adoctrinar a las muchedumbres, como hacía el radio. Los hermanos Castro —todo el mundo conocía sus antifaces— controlaban las Fuerzas Armadas y no estaban dispuestos a soportar críticas ni panfletarios. Nenita: ¿quién dice que Dios no peca? El 18 de enero, confiscaron el periódico Avance. El Caballo alegó que se trataba de combatir a un complot internacional contra su gobierno. El hermano Fernando nos aseguró que se trataba de una maniobra para silenciar a la oposición. Fidel Castro les temía a los bribones del periodismo porque los conocía. El Caballo entendía bien el uso de la calumnia y la difamación —los discursos para “todos” son siempre para la gentuza. No le iba a permitir a nadie arrebatarle la buena fe del ciudadano servil, ignorante e imprudente que lo apoyaba. ¡Sí, Nenita, los esclavos exigen tiranía! Había luchado esquizofrénicamente por acaudillar a la masa, asesinando a sus colaboradores cuando fue preciso. Se sabía apoyar en el crimen. Una multitud mostrenca debía seguirlo sólo a él. El Caballo quiso dramatizar su teoría sobre la confabulación atacando de palabra al embajador de los Estados Unidos, Bonsal, y al embajador español Juan Pablo de Lojendio. Los acusaba a ambos de ayudar a los contrarrevolucionarios —lo que quizás fuese verdad. Le llamó a Francisco Franco, el Jefe del Estado Español, “enano retrógrado y cabezón”. El embajador Lojendio se apareció en la estación de televisión por la que despotricaba El Caballo; en ropa de dormir, pidió el micrófono para reciprocarle. Castro se quedó perplejo porque no estaba acostumbrado a que le contradijeran. El Che Guevara sacó la pistola para defenderse de las palabras del español en pijamas. A Lojendio le dieron veinticuatro horas para marcharse del país. El 22 de enero, El Caballo mandó a confiscar El Mundo. Al decir del hermano Fernando, el gobierno se estaba haciendo de todos los medios de comunicación importantes del país. En el mundo comunista, todos los periódicos eran propiedad del Estado. El demonio odia el entendimiento. El Caballo deseaba una Prensa incondicionalmente dispuesta a preparar al pueblo para el totalitarismo. En su lugar, había hallado unas publicaciones que 241 lo criticaban. Su Estado exigía la confiscación de todas las imprentas para utilizarlas como instrumento de educación popular. Sabía que los medios de información crean a las mayorías. Suscitaba la descomposición y la mezcolanza en las que los instintos y los criterios se contradicen. El control de la propaganda se hacía imprescindible para el gobierno. Es más factible la jefatura cuando se señorea sobre peleles y burros. La chusma considera una gloria ser arrastrada al crimen. Para ser útil, la comunicación tenía que ser popular, o sea, estar dirigida al nivel intelectual del menos inteligente. Por tal, valía más apelar a los sentimientos que a la razón: el populacho captaba bien el amor, el odio, la verdad o la mentira, y muy mal los matices de cualquier idea. Paradójicamente, los esclavos que preparó El Caballo podrían cristianizarse fácilmente. * El 31 de enero, llegó de Rusia Mikoyan. Venía a comprar azúcar para la Unión Soviética y a prestarle dinero al Caballo. Poco sabía el ruso que Cuba se iba a convertir en una sangría para la economía de su país. Pero llegó buscando influencia en el mundo y la tuvo que pagar bien cara. Según el convenio, Rusia habría de suministrarle a Cuba petróleo, trigo, hierro, acero, aluminio, papel de periódico, azufre, sosa cáustica, abonos, ayuda técnica para la industria y la agricultura, etc.; el recién-bautizado “Territorio Libre de América” habría de exportar frutas, zumos, fibras y cueros para Rusia. Fue en perjuicio de los soviéticos que la economía cubana, llevada a reculones, no pudiera cumplir su parte del acuerdo. El 24 de febrero, el gobierno impidió la celebración de una manifestación anticomunista en el Parque Central de La Habana. La vieja guardia comunista, que empezaba a gozar de gran influencia en el gobierno, defendió la represión con el dogma: “Todo aquel que, en Cuba, enarbola la bandera del anticomunismo, enarbola la bandera de un traidor”. Como el cristianismo, el comunismo necesitaba la destrucción de los santuarios ajenos. En un mundo preclaro, ninguna de las dos doctrinas hubiese prosperado. En aquel momento, la destrucción de mi mundo estaba siendo pactada con una potencia ambiciosa, imbuida de una doctrina absurda. ¡Ay, Nenita, toda colectividad es vulgar! En febrero, fue confiscado el periódico El País por negarse a imprimir las coletillas del gobierno al pie de los artículos que publicaba. También en febrero se expropiaron catorce ingenios (centrales azucareros) y se comenzó a organizar la Milicia Nacional. * El mayor mérito de Castro fue adecuar su oratoria a la multitud ordinaria para fanatizarla. Naturalmente, considerando su cualidad personal de “caballo”, como lo entendía la chusma, no se quería rebajar a gobernar basado en el sufragio 242 ni en las opiniones de la mayoría —que suelen ser los dictámenes de quienes las manipulan. Tampoco quería saber de alianzas que debilitaran su postura, sino de absolutismo. Entendió que el mando cimentado en el populacho es inestable e irresoluto. Sabía que, para durar, tenía que amparase en la fuerza, no en grupos políticos. Iluminado por su luz natural, El Caballo logró destruir la industria y el comercio, creando una gran masa de gente pobre. Acabó con la opulencia sin erradicar la miseria ni crear condiciones sociales sanas. Realizó el prodigio de imponer su gobierno a porrazos y gritos, y de llamarle humanitarismo al desastre que patrocinó. En lugar de restaurar derechos, acabó con ellos por amor al despotismo. Instituyó jueces aprendices de su ley personal, siempre dispuestos a condenar los crímenes de la honradez. Asesinó por medio del paredón de fusilamiento. Es justo decir que El Caballo comprendió cómo manejar a la masa, pero que no tuvo ningún talento práctico. Ya fuese por discernimiento o por instinto, se apoyó en la oratoria repetitiva para insertarse en la mente del populacho. Dicho procedimiento, complementado por la televisión, el paredón de fusilamiento y la cárcel, le resultó provechoso durante más de medio siglo. Su fracaso último se debió a la impericia en el trabajo: no supo llevar adelante ningún proyecto. Fue fácil probar que la democracia en Cuba estaba prostituida. Fue fácil convencer al pueblo de que no tolerase rivales políticos. Fue fácil negarle al individuo el valor personal. Fue fácil volcar a la masa, como volcán de lava hirviente, sobre quienes tenían uso de razón. De haber tenido un buen programa y talento para implementarlo, El Caballo hubiese sido un gran líder. Por desgracia, vencido por el orgullo y el desatino, decayó a burro entre los equinos. * No hubo cambios dignos de mencionar en el campo académico después del Año Nuevo. Entre el nerviosismo y la inseguridad del momento, seguimos con el mismo plan de estudios. El gran evento del ‘60, un pep-rally, se realizó en marzo. Aquellos hermanos, tan beneficiosos a la humanidad y tan humildes, se veían precisados a servirse de asistentes mentecatos, promotores de la sinrazón. El profesor de Educación Física, por ejemplo, en su enajenación, llegó a estimar ser brillante. Aquel año se excedió en la tontería. Logró convencer al hermano director de que un programa calisténico gigantesco le daría gran realce al nombre del colegio —quizás hasta que ahuyentaría al comunismo. Desde enero, nos había obligado a preparar a diario unos movimientos de tediosa sincronía para efectuar el dichoso pep-rally. Se trataba de realizar, con trapos de colores y pértigas, como hacen los chinos, unos ejercicios aburridísimos. A mí me tocó 243 trabajar en un grupo de ocho con una pértiga, subiéndola, bajándola y pasándola por encima de la cabeza de un lado al otro marchando o girando. La ejecución pública del evento se realizó un domingo por la tarde en el campo de balompié de los mayores, que estaba frente a la entrada principal del colegio, al cruzar la calle. Los invitados eran los familiares de los alumnos internos y externos. El programa duró dos horas. Como el encuadre móvil de las pértigas iba primero, terminé mi faena y subí a la azotea del colegio a ver el final. Me daba risa ver a los alumnos mayores haciendo marchillas con trapos de colores. Yo hubiese preferido que le hubiesen ganado a los alemanes de los barcos mercantes al balompié en vez de hacer el ridículo marchando con retales. No supe de ningún alumno que hubiese quedado satisfecho del pep-rally. Los padres de los alumnos no se mostraron entusiastas tampoco —salvo cuando alguna madre alabó la gracia de su propio hijo. Tan sólo el profesor Mustelier sonreía como si hubiese consumado la gran obra de su fecundo talento. Ni siquiera los hermanos se mostraron impresionados de cuanto hicimos aquella tarde. Resultó absurdo felicitar a nadie. Estuve recostado al borde de la azotea hasta que se vació el campo de deportes y casi todos mis compañeros bajaron. Cerca de mí estaba Sergio, a quien le habían fusilado a un tío, pensativo también. Al ver a la gente separarse, pensé que éramos como cenizas que el viento del destino se empeñaba en aventar y dispersar. * La confiscación de los periódicos había puesto a muchos sobre aviso. El 3 de marzo, estalló en el puerto de La Habana el carguero francés La Coubre. Se sintieron rasgones en el aire y detonaciones, quebrándose muchos cristales por toda la ciudad. La explosión de las municiones del carguero mató a setenta-ycinco e hirió a doscientos. Pudo haberse tratado de un sabotaje. Como era de esperarse, El Caballo acusó a los Estados Unidos de haber volado el barco. Los grandes banqueros empezaron a salir de Cuba con su dinero. Los grandes comerciantes empezaron a buscar otros países donde hacer negocios. Los industriales empezaron a abandonar sus talleres y a desviar los suministros. El paladín de la libertad (propia) se acababa de hacer dueño de las refinerías de petróleo y no se mostraba dispuesto a pagárselas a sus propietarios. Al poco tiempo, el mundo burgués emprendió la huida El presidente de los Estados Unidos se empezó a incomodar con Castro. Eisenhower había aprobado una recomendación del servicio de inteligencia (CIA) para dotar de armamentos y adiestrar a los exiliados cubanos. El proyecto le cayó en las manos a su sucesor en la presidencia. Los periódicos continuaron atacando al régimen. El 25 de marzo, la policía de seguridad le impidió a un comentarista, Conte Agüero, leer una carta abierta a Castro en un programa de televisión. Conte se tuvo que refugiar en la embajada 244 argentina. A los pocos días, el gobierno se apropió de la estación de televisión, CMQ. Ya el otro canal importante, el 12, estaba intervenido. Por entonces, se empezó a alojar a la gente en la prisión por hablar públicamente contra el gobierno o por imprimir o escribir lemas anticomunistas en las paredes. * En marzo, los hermanos se quitaron la sotana y el alzacuello y se pusieron ropa de calle y zapatos de tenis para salir de paseo. Creo que estaban hartos de política y preocupaciones. Antes del amanecer, los medianos nos subimos a un autobús con el hermano Rafael y atravesamos la red de callejas adyacentes al puerto de Cienfuegos. Abordamos una lancha hundida en las tinieblas. El diesel estentóreo se puso en movimiento inmediatamente. Cuando el sol despuntaba, partimos rumbo a un islote cercano en busca de esparcimiento. La singladura, que duró casi una hora, nos trasegó por los matices de la luz naciente, introduciendo solaz y regocijo en la tropa. El cayo tenía un pequeño muelle de madera. El agua era oscura. Al desembarcar, el capitán de la lancha nos dijo que había un comercio detrás del herbazal y de unos cocoteros que teníamos frente a nosotros. Evidentemente, aquel sitio era poco concurrido porque la hierba que crecía entre el muelle y el caserón me daba a las rodillas. En el comercio del islote compramos anzuelos, plomadas, carnada e hilo de nylon. Nos dispersamos por las orillas a pescar. Yo preferí volver a probar suerte en el pequeño muelle de troncos donde nos había dejado la lancha. Enganché varios peces pequeños blancos y rojizos. Los volví a echar al mar. Al mediodía, estaba harto de pescar porque solamente enganchaba roncos, unos peces pequeños de rayas longitudinales azules en el lomo que se me hicieron pedantes porque estaban demasiado bien dispuestos a picar. Buscamos una sombra y comimos. Los cocineros nos habían preparado bocadillos de mortadela y queso. Durante la “sobremesa” en la hierba, el hermano Rafael nos contó su vida en Valladolid, cuando estudiaba. Él procedía de una familia de campesinos y tenía diez hermanos. Sus padres lo habían destinado a la Iglesia. Nos dijo que, en Castilla, los cerdos comen bellotas en vez de palmiche y que se sala la carne de vaca, a la que llaman cecina, para preservarla. Luego nos habló de manera apasionada y elocuente de la profanación de las iglesias y del asesinato de los religiosos durante el intento de los comunistas por cogerse a España. Nos dijo que Francisco Franco Bahamonde, a quien El Caballo había ofendido, había salvado a la patria de su sangre y de la nuestra de caer en las garras del comunismo. La mirada inteligente del hermano nos indicaba que decía la verdad. Nos habló durante más de una hora en el islote solitario. Nos dijo los nombres de 245 los hermanos que habían peleado en la Guerra Civil de España contra el comunismo en 1933. La catástrofe se avecinaba. Fuimos advertidos de hablar en voz baja porque la plebe se deleitaba denunciando a cualquiera —nos apodaba ‘bitongos’. Por la tarde, exploré el lado del cayo donde el agua era menos profunda. Por unos arenales, hallé unas babosas amarillas, moteadas de pintas negras, del tamaño de mi pie, que segregaban tinta púrpura cuando las tocaba con una vara. Luego nadé un par de veces desde la punta del muelle hasta la orilla, pero salí cuando me dijeron que por aquellas aguas oscuras había tiburones. Sentí miedo de que un escualo, oculto en aquellas aguas verdosas y sombreadas, me devorara una pierna. El viaje de regreso se efectuó poco antes del oscurecer. Subimos a la lancha físicamente cansados, pero con ganas de cantar. Anocheciendo, entramos a la bahía de Cienfuegos entonando a la luz del farol de la embarcación un himno que nos habían enseñado aquel mismo año: Conquistaremos para Dios a la cubana juventud con estos sones, y al resonar de nuestra voz despertarán de su quietud los corazones. Encenderemos nueva luz. Se alumbrarán los horizontes de la Patria. Y sobre el cielo nuestros brazos, ostentarán el estandarte de la Cruz. ¡Ay, Nenita, qué ridículo me pareció aquel mal poema compuesto para una noble causa! Pero no dije nada. Al fin y al cabo, cantábamos por amor. Y lo que se hace por amor, sucede más allá del bien y del mal. Tú y yo actuamos siempre por amor, más allá de esa moral que tiraniza a la naturaleza. ¿No es cierto? Aquella noche, no cené porque nos habían servido los detestables copitos de maíz con leche fría. Aquel invento yanqui es peor que el “hot dog”. * En abril, según nos explicó el hermano Fernando, los trabajadores habían perdido la libertad de buscar empleo por cuenta propia. Para poder trabajar en Cuba, había que dirigirse a las oficinas del gobierno. Había alzaos por las laderas escarpadas de la Sierra Maestra y la Sierra Cristal, en Oriente. Los antiguos seguidores de Castro habían formado un Movimiento de Recuperación Revolucionario e imprimían a ocultas pasquines y pegatinas que aparecían por 246 todas partes. El Caballo les declaró la guerra a ultranza porque el destino lo impulsaba a imponer su propia estupidez. Ya estaba llegando a Cuba el petróleo soviético. La CIA estaba buscando un centro de entrenamiento para los exiliados cubanos en Guatemala. El Caballo había enviado sus espías a Miami y lo sabía todo. El Che publicó un opúsculo —se dice que se lo escribió un tal Regis Debré— sin gran relevancia llamado La Guerra de Guerrillas, en el que repetía la vieja historia de vivir de la tierra y armarse del enemigo. Durante el desfile del 1 de mayo, día del trabajo, la turba fidelista gritaba: “¡Cuba sí, yanquis no!” De ahí en adelante, a los desafectos al gobierno se les identificó como traidores, amigos de los Estados Unidos. Y, a fuerza de repetirlo, la turba se lo creyó. El 11 de mayo, se le impidió a El Diario de la Marina imprimir y publicar un artículo pidiendo elecciones libres. El editor del periódico se tuvo que asilar en la embajada del Perú. El 16 de mayo, el gobierno incautó el diario Prensa Libre por “atacar la verdad, la justicia y la decencia”. Una vez confiscada toda la prensa, la única institución que le podía hacer frente al Caballo era la Iglesia Católica. Por esas fechas, se inició la estampida hacia los Estados Unidos. Partieron antiguos propietarios, conspiradores y familias de la clase media. La esperanza de escapar debilitó la oposición al régimen. ¿Pero qué se puede esperar de gente que ha de vivir una sola vez? Nadie quiso emplearse en morir en Cuba, aunque algunos fueron abatidos por su mala suerte. * Una semana antes de los exámenes finales, hicimos el último paseo largo. Fuimos a la Playa del Ancón, cerca de la ciudad de Trinidad. Bordeamos la costa en el autobús del colegio. El mar azul apareció repentinamente detrás de una loma. La naturaleza era verde y tupida. Fue la última estampa del sur de Las Villas que me llevé. Por primera vez, mis compañeros estuvieron de acuerdo en estar callados. Al llegar a la playa, sin embargo, se entregaron a la alegría. Así me gusta recordarlos. Muchos se quedaron nadando en la parte más arenosa de la playa, cerca de una venta de “minutas” (bocadillos de pescado empanizado y frito). Algunos nos animamos a practicar la caminata de una hora hasta el emplazamiento de unos cañones españoles del siglo XVI, en una playa arbolada y desierta donde las rayas nadaban hasta la orilla. La jornada fue extenuante. Todos nos habíamos quemado al sol. Regresamos al colegio, ya oscurecido, entonando himnos levantiscos de la fe católica: 247 Juventud porvenir de la Patria, juventud porvenir de la fe, el futuro descansa en tus brazos, tus espaldas serán su sostén. Con la estrella y la cruz como emblema ha de ser nuestra marcha triunfal. ¡Viva Cuba, creyente y dichosa! ¡Viva Cristo Monarca ideal! Ya sabes, Nenita, cuánto me aburren los malos poemas. La carretera pasaba entre colinas que tenían pequeñas casas de madera clavadas en las cimas. Yo las observaba, con pensamientos nulos. Dentro de las casuchas, las luces de las bombillas y las velas parecían temblar en el aire... * Por aquellos días, ya estaba pensando en ti. Te imaginaba, hija de Dios, recostada contra la pared con la saya en alto y las bragas bajas. Aquellos sueños diurnos, traducidos en derrames nocturnos, tenían algo de dulce y de tierno. También sentí un absurdo mal de ausencia al recordar a Carolina Cacicedo, la niña que había conquistado mis quimeras sin saberlo. Por las noches, después de rezar las tres Avemarías, antes de rendirme extenuado al sueño, le examinaba los muslos con mi visión de rayos-X para las tinieblas —mi ojo mental. ¿Qué habría sido de ella? Quizás se hubiese marchado ya a los Estados Unidos. 248 * Cada día con mayor fuerza, la política gravaba sobre nosotros. Al partir del colegio, algunos alumnos habían estallado en fútiles lágrimas de enfado o de tristeza. Muchos sabían que no volverían —algunos se marcharon poco después a otros países donde la gente podía vivir sin distinción de opiniones; otros nos despedimos como si nos fuéramos a ver de nuevo. Creo que todos llevábamos un sentimiento de congoja aquel día de junio del 1960. Quienes nos habíamos conocido imberbes, ya teníamos una pelusa oscura debajo de la nariz y se nos escapaban “gallos” al forzar nuestras voces cambiantes. En el colegio de la loma quedaban transcritos varios años de nuestras vidas jóvenes. El hermano Julio tenía tres surcos nuevos en la frente. Se acercaba el ocaso de los paladines. El nuevo gobierno deseaba negar al individuo. Los nuevos buenos intentaban reformar a la patria con una milicia, a gritos de somatén; creían estúpidamente que, dislocando las vidas ajenas con la privanza de la envidia, se alcanza la justicia. Así engendraron la peste. Aun los más comprometidos con la causa revolucionaria esperaban hambre y austeridad para varias generaciones. No era la primera vez que los bondadosos les daban porrazos a los demás, supuestamente por el bien de ambos. La Revolución “verde como las palmas” se volvía roja: proyectaba suplantar al catolicismo con el comunismo y a la familia con la milicia. Si el paredón de fusilamiento no hubiese existido, lo habrían inventado —la buena conciencia es la madre del cadalso. Los alumnos de los Maristas, sin embargo, concebíamos volver a ser felices porque las esperanzas agonizan torpemente. Nadie quiere creer en el hundimiento total de su mundo, Nenita. Hasta yo, de vez en vez, soñaba rodar en un amontonamiento amoroso contigo, con Aidé y con Carolina Cacicedo. * Mi familia se había mudado a la casa de Santa Clara en junio. Mi padre había abandonado el campo y se había convertido en un asalariado del gobierno. Trabajaba vistiendo camisón y gorro verde en dos hospitales: uno se llamaba la ONDI y el otro Maternidad Obrera. Ambos estaban situados al término meridional de la Doble Vía, próximo al remate occidental de la calle Cuba, cerca de la planta de la Coca-Cola —¡es increíble que semejante mierda se siga consumiendo! Tú habías vuelto a ocupar la habitación de las sirvientas. Mi bicicleta me esperaba en el garaje. Como mi madre, Wifre y Paulina andaban siempre por casa, me era difícil intimar contigo. Mi vida se convirtió en una larga espera. Por las mañanas, montaba en bicicleta por el barrio, la Doble-Vía hasta la CocaCola y la Calle Cuba; por las tardes, me sentaba en el portal de la casa a mirar los vapores desprenderse y subir del asfalto de la Carretera Central; por las 249 noches, escuchaba el viento batir los brezos del patio. Me faltaba un buen libro o una novia. Algunas veces, iba con mi padre y el Dr. Caravallo a presenciar el desenvolvimiento de alguna emergencia. En junio, les tocó un niño tragamonedas que llevaba una pieza de cinco centavos alojada en el esófago. El muchacho estaba tendido boca-arriba en la mesa de operaciones. Después de calmarlo con anestesia, mi padre le introdujo una cánula doble de cobre por la boca —el aparato proyectaba un haz de luz en la punta. Uno de los tubitos era para mirar, el otro para meter unas pinzas de alambre y enganchar la moneda. Salió bien. El Dr. Caravallo era un hombre rubio, alto y corpulento. Su mujer, una rubia de frasco, tenía hermosas piernas y busto remarcado. Sus tres hijos eran rubios también. Tenían un Chevrolet BelAir del ’57, y un negro joven que les servía de criado. Vivían más hacia las afueras de Santa Clara que nosotros, tal vez por el kilómetro trescientos diez, sobre una loma pedregosa que había sido cortada en la década de 1930 para pasar la Carretera Central por la hendidura. Algunas veces, por la tarde, los visitábamos y nos entreteníamos observando el tráfico de la carretera pasar por lo bajo. Durante sus conciliábulos, mi padre y el Dr. Caravallo hablaban libremente de los horrores y las estupideces de la Revolución. Por teléfono, se cuidaban de no decir nada que los pudiera perjudicar. En la clínica, no podían exteriorizar ninguna opinión o corrían el riesgo de caer en las listas de dudosos y ser detenidos. Ya se entendía una “ley de sospechosos” en el país y se hablaba de hallar al culpable antes de que cometiese el atentado. Por eso aprendimos todos a vivir en el disimulo y a hablar en código. 250 De las conversaciones de mi padre con el Dr. Caravallo pude colegir que habían terminado las cosechas bajo el sistema capitalista y que el papel moneda perdía valor. El Instituto de Reforma Agraria se había apoderado de casi todos los terrenos azucareros y cuanto había en ellos. Varios estudiantes de la Universidad de Santa Clara que se habían alzado en las montañas del Escambray habían sido fusilados. El llamado Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP) estaba actuando en la clandestinidad. El gobierno recurría a los “autos de prisión” por toda la isla. El Dr. Caravallo fue moroso en preparar la salida de sus hijos. Esperó varios años a que el comunismo “se cayera” en Cuba mientras la destrucción se consumaba. Por el año ’67, cuando vivíamos en Louisiana, Caravallo mantuvo correspondencia con mi padre. Finalmente, en el año 1969, después de pasar siete años formando colas a las puertas de las carnicerías, las bodegas y las tahonas, salió por España con solemnidad de espantajo. En aquellos tiempos, los médicos habían sido secuestrados por el gobierno y tenían que permanecer en el país. En el 1963, después que nosotros nos habíamos marchado legalmente, mi padre tuvo que escabullirse de su propia casa y andar por campos, ortigas, enrejados de matojos y marismas, eludiendo a los milicianos una noche entera; seguidamente, el pago de cinco mil pesos le dio el derecho a arriesgarse durante tres días entre las luces de las lanchas patrulleras, a bordo de una chalupa que buzaba entre las olas de un mar picado. * Las casas cercanas a la Carretera Central y a la Doble-Vía eran espaciosas, con patios sembrados de arbustos y flores donde gorjeaban los pájaros migratorios; en ellas solíamos vivir familias de clase media de propietarios, profesionales y comerciantes. Hacia el sur, las casas pequeñas y hacinadas, sin patios ni césped, estaban ocupadas por familias menos holgadas de obreros calificados. La Revolución se las agenció para crear una barrera entre los más y los menos dotados de bienes; los conductores de autobuses, mecánicos, barberos, maestros y ferreteros empezaron a mirar con cierto resentimiento a los médicos, abogados, comerciantes y propietarios. Hasta Marta, la de las piernas hermosas y los senos puntiagudos, quien tuvo que marcharse de Cuba a la larga, me miraba de mal talante; su padre era chofer de las Mandarinas, unos autobuses de línea pintados color naranja. Nos tocó vivir una época tonta en la que los más pobres esperaban estúpidamente ser igualados a los más opulentos por la Revolución. Entre tanto, los más afluentes ocultaban sus joyas o las enviaban al extranjero por valija diplomática y consumían cuanto tenían o podían adquirir antes que la Revolución interviniese en sus vidas. ¡Cuántas toneladas de monedas de plata, de las que corrían entonces, no se habrán perdido en las fosas cavadas por sus tesoreros en espera de un cambio político! Los de las casas grandes preparábamos los papeles para irnos del país. 251 Los de las casas pequeñas anhelaban una permuta de vivienda cuando nos largásemos. Las noches en Santa Clara resultaban deslucidas porque nuestra casa no tenía tragaluces. De día, las persianas de las ventanas tapaban el sol. Dentro de casa, solía sentir un agobio sereno que me hacía apetecer otra cosa. Creo que me aburría. * En una de las casas pequeñas, a unos cien metros de la nuestra, vivía la familia Santos. El marido era mecánico de la General Motors de Santa Clara. La mujer, Pepa, había obrado considerables peripecias económicas para enviar a su hijo, Pepelín, a estudiar medicina a España. Pepelín había regresado casado con una española llamada Paloma. Tenían una niña, Palomita. Como Pepelín había decidido integrarse a la Revolución, toda su familia se volvió comunista. Como Pepelín se buscó una amante inmediatamente, Paloma buscó también su amante por el barrio. Pepelín era miliciano. Los sábados, se juntaba con los Clemens y otros simpatizantes de la Revolución para marchar por el barrio vistiendo el uniforme de la camisa grisácea, la boina negra, los pantalones verde-oliva y las botas negras. Más adelante, los dotaron de carabinas checas en los armones del gobierno. Los dos hermanos Clemens se sentían seres muy principales luciendo el arma al hombro. Al mayor, Juanito, su mujer lo engañaba con el vecino de enfrente. Al menor, Luis, lo conocía desde cuando éramos niños. Nos burlábamos de ellos, remedando por lo bajo al compás de la marcha: Uno, dos, tres, cuatro. Comiendo mierda y rompiendo zapatos. A pesar de la simpleza de los “buenos ciudadanos” que respondieron al “llamado de la patria”, aquellas marchas y ejercicios tenían con cuidado a quienes vieron tras la inopia de los milicianos el deseo de ejecutar los deseos de su Caballo, cualesquiera que fuesen. El Caballo estaba formando jaurías de insensatos peligrosos. Yo amisté mucho a Paloma, aquella mujer de piel blanca y ojos verdes, ansiando ponerme en la lista de sus amantes, pero ella deseaba hombres maduros con cama abierta y no me consideró —por lo que tuve que hacerle el amor con el pensamiento. Carlos, el hijo de Ramón yArsinoe, nuestros vecinos inmediatos por el lado Sur, gozó los mejores calentones de Paloma. Ramón Valdez era constructor y solía pasar la jornada fuera de casa. El patio de nuestra casa estaba separado por un muro de menos de dos metros de altura del pasillo lateral de la suya; sobre el corredor de los Valdez, se abrían las puertas de las habitaciones. Carlos, su hijo, que estaba divorciado, vivía 252 con ellos. Como se sentía protegido por el muro y hacía calor, Carlos no cerraba la puerta de su habitación cuando Paloma, que estaba en la casa próxima siguiente, lo visitaba. Por el mediodía, a la hora de la siesta, me avisabas discretamente de que Arsinoe, la madre de Carlos, estaba esperando el autobús local frente a nuestra casa. ¡Pícara! Tal eventualidad significaba que la señora del pelo pintado de zanahoria iba a cruzar el torniquete circular de tres brazos a ciento veinte grados que rotaba en su charnela después de tragase una moneda de cinco centavos. Inmediatamente, Paloma iba a entrar por la parte trasera de la casa contigua a hacer chiqui-chiqui. Sin que nadie más se enterara, tú y yo nos subíamos sobre aquellos bloques de concreto que yo había acercado al muro. ¿Recuerdas? Así, observando a la pareja hacer el amor, aprendimos la práctica del llamado ‘69’ o sexo oral mutuo. ¡Eran tremendos aquellos dos! En cuanto Paloma establecía contacto visual con su amante, emprendía un cuchicheo salpicado de eses sonoras; al entrar en calor amatorio, ambos entablaban un indescifrable balbuceo; ulteriormente, en pleno acto sexual, él bramaba y ella chillaba. ¡Cuánto nos gustaba el espectáculo, Nenita! Paloma tenía celulitis en las nalgas. En una ocasión, Carlos hizo amagos y peticiones de sexo anal, pero Paloma no lo toleró. ¡Ah, la concupiscencia! Recuerdo tus ojos desmesuradamente abiertos —tal vez asustada del porvenir. Carlos, el hijo de Ramón y Arsinoe, jugaba algunas veces a la pelota en el patio de nuestra casa o en un solar yermo cercano. Cuando se cansaba, mandaba a su madre a preparar limonada. En varias ocasiones, llegó Pepelín y nos acompañó. Yo estaba sorprendidísimo de la amistad y la buena comunicación que se advertía entre el marido y el amante de Paloma. Alguna vez, llegué a sospechar que estaban de acuerdo; aunque no fue así porque, a los pocos años, hubo separación y divorcio. Durante mi estancia en España, traté infructuosamente de hallar a Paloma quien, según mi madre, había regresado a su tierra. Ya yo tenía veintidós años y quería explorar si... ¡Es que recordaba tan placenteramente la inefable sonrisa y las buenas pasiones de Paloma! * Por aquellos años, había llegado un argentino maricón a Cuba llamado Luis Aguilé. El radio de La Habana tocaba sus canciones incesantemente. Una en particular, llamada Mira qué luna, era tatareada por muchísima gente. Estábamos viviendo la época de los rocanroleros (imitadores del rock’n’roll norteamericano). Un cubano, llamado Luis Bravo, se llenó de valor y salió a cantar con un tonillo nasal y voz apagada. Como se peinaba dos motas de cabello de los lados de la cabeza hacia arriba y el centro del mogote y vestía pantalones bien ceñidos, llamados pitusas, a la gente le gustó. Yo me aprendí sus canciones de memoria y las cantaba en la ducha o cuando solamente tú me 253 escuchabas. A ti te gustaban Elenita, Adán y Eva, Dime cuánto me quieres y alguna otra que se me olvida. ¿Recuerdas cuando me mandabas a llamar a las estaciones de radio de Santa Clara y pedir que las tocaran porque te daba vergüenza hablar por teléfono? Nos gustaban aquellas canciones. Mi cantante predilecto era un canadiense con cara de rana llamado Paul Anka. Sus canciones Adam and Eve, Crazy love, You’re my destiny no han pasado de moda para mí. * Fui a pasar el resto del verano a La Habana. Teníamos que vernos con el ortodoncista, arreglar papeles y adquirir cuanto pudiéramos en los comercios antes de que se acabara todo. Paulina y yo tomamos el buj en el andén de la estación Marta Abreu de Santa Clara y nos pusimos en La Habana en cinco horas. Al rodar sobre los intersticios longitudinales de los rieles, las ruedas de hierro del buj producían un ritmo monótono y aburrido. 254 Las tierras de cultivo de Matanzas estaban empapadas de lluvias. De vez en cuando, un aguacero transido de sol abrillantaba el día y barría el polvo de los cristales del tren. Entre la población civil, se empezaba a ver viajar algún individuo vistiendo el traje de miliciano con las fornituras puestas y el arma al hombro. Como el capitalismo no estaba totalmente difunto todavía, durante la parada que hizo el tren en Jovellanos compré una de las famosas costillas de puerco con pan. Tuve que esperar dos semanas en casa de tía Ofelia, como de costumbre, hasta que llegaron mis padres. Luego iría a verme con el ortodoncista. “¡Ssss! —silbó mi tía— los vecinos de arriba son ñángaras (comunistas en negroide)”. Teníamos que hablar en voz queda, lo que les iba bien a aquellas gritonas desde el punto de vista de la urbanidad pero que, en realidad, nos transformaba a todos en seres perseguidos. Mel, el hermano de María de los Ángeles, me llamó por teléfono para saber si quería acompañarlo a un bayú (casa de putas). Le dije que no, lo que fue una suerte porque tía Ofelia estaba escuchando por la extensión de su habitación. Pude constatar que, en La Habana, el cielo no tenía estrellas. Por aquel entonces, aún había vehículos circulando por las calles de la ciudad, ensuciando el aire con el producto de la combustión. El reflejo de la luna sí atravesaba la polución y tapizaba las casas, las calles, los autobuses y la pareja de novios que seguía recalentándose públicamente en su balcón elevado —creo que eran exhibicionistas. Para entonces, después de haber observado a Paloma en acción, ya no me enseñaban nada y perdí interés. * También se llamaba Carlos el marido de tía Ofelia. Se trataba de un buen hombre que se creía obligado a ser solidario con la Revolución a causa de sus humildes orígenes. Se desempeñaba como funcionario burócrata de baja categoría en la Compañía Cubana de Electricidad. Una vez confiscada la Universidad, estudió derecho —una carrera sin salida en la Cuba socialista— y terminó de maestro de Español en los Estados Unidos y de poeta. Fue un simpatizante reservado de cuanto ocurría en Cuba hasta que emigró. Luego quiso ser pacifista y terminó de católico. Carlos me invitó a acompañarlo a los antiguos clubes privados junto al mar que la Revolución había confiscado. Yo acepté gustoso de salir del antro de mujeres decrépitas que era su hogar —¡sin contar con mis abuelos! Como Carlos había tenido dos hijas, no podía salir con ellas a echar una canita al aire; tampoco podía salir con los hijos varones de sus cuñadas, que eran vecinos y no sabían callar. 255 Por el camino al mar, en el autobús, Carlos les buscaba conversación a las mulatas y acababa seduciendo a alguna —de ahí su devoción a la poesía. En una ocasión, me tocó hacer tertulia con la hija de diez años —creo que hice de niñero— mientras él refocilaba con la madre en el agua revuelta de una playa amurallada. A Carlos le prestaba vivir en el disimulo. Aparentemente, a los poetas se les dilata mucho el alma cuando se entusiasman o se asustan y así hallan la inspiración. Mi tío político se sentía ufano de que el Pueblo pudiese entrar por veinticinco centavos a los lugares exclusivos, antiguo patrimonio de los ricos. En cualquier caso, los antiguos casinos privados no tenían mejores playas que las públicas. Lo que le gustaba a la plebe era meterse en casa ajena desordenadamente. Aquel pueblo estaba acostumbrado ya a que los atracadores les dispensaran lo de los demás. Una vez repartidos y deteriorados los bienes ajenos, como nadie produjo nada nuevo ni reparó lo viejo, pasaron incontables necesidades. ¡Qué mierda de Revolución! Carlos se seguía emborrachando religiosamente todos los fines de semana. La mala costumbre le duró treinta-y-cinco años más, hasta que fue rendido por la gota. Cuando tía Ofelia perdió completamente la chaveta, en la ancianidad, él la acompañó y la cuidó. De viejo, se volvió creyente y muy rezador. Sus poemas siempre fueron costumbristas y familiares, dedicados a su mujer y a sus nietos —aunque pensara tal vez en sus viejas trastadas. A pesar de sus inclinaciones socialistas, el que conociese la conciencia de Carlos no lo podía condenar de buena fe. Mis cabellos se han vestido con los harapos del tiempo. Reloj sin rumbo y perdido en un mar de pensamientos. Valle de nieve es mi pelo cubierto por la esperanza, tinte que cayó del cielo desde una nube muy blanca. * Cuando Paulina y yo llegamos a la consulta del Dr. Crucet, Lidia nos informó que éste acababa de abandonar el país con su familia, pero que había dejado instrucciones sobre nuestro tratamiento. La hermosa trigueña nos sentó en la silla del consultorio, nos miró dentro de la boca, nos informó que mi padre le podía seguir pagando a ella y nos mandó a marchar. 256 Yo estaba intoxicado por la belleza de aquella mujer que había sido amante inicialmente de Nine, un pariente mío, y después del Dr. Crucet. A pesar de la parcialidad que sentía por ella, no pude creer que sirviera para dentista. Afortunadamente, ya teníamos los dientes bastante parejos. * Entonces llegaron nuestros padres en el Chevrolet Bel Air. Durante tres días, recorrimos los comercios de La Habana, como si fuésemos cazadores. Como en Cuba la gente se podía quedar desnuda por falta de prevención, me compraron tres trajes: uno marrón oscuro, uno azul claro y otro azul oscuro; adquirí varias camisas, pantalones y corbatas, mucha ropa interior y media docena de pares de zapatos. Yo escogí también una billetera mejicana de cuero, repujada con una rueda maya, y un par de zapatos, estilo mocasín, de piel de becerro. Luego mis padres volvieron a Santa Clara con el portabultos del coche repleto de ropa y zapatos para todos, instrumental médico para mi padre y hasta juguetes para Wifredo Júnior. En nuestro desasosiego, comprábamos indiscriminadamente tanto lo necesario como lo superfluo. Estábamos viviendo el final del capitalismo. Había comenzado el principio del acaparo preventivo. * Los acontecimientos políticos siguieron reteniendo la atención de todos. El 5 de julio, una chusma de abogados comunistas y de milicianos tomó las oficinas del Colegio de Abogados de La Habana. El Caballo no quería que nadie abogara en Cuba por nada. Había llegado la era de los jueces bárbaros. La Revolución no admitía objeciones ni, mucho menos, cualquier oposición que le impidiese entregarse a sí misma y arruinar al país. Por aquellos días, la CIA norteamericana comenzó a trasmitir con cincuenta kilovatios de potencia desde la isla Swan, a cuatrocientas millas al sudoeste de Cuba. “Aquíi Radio Swaaan” se identificaba la emisora. Luego decían todo cuanto el gobierno de los hermanos Castro no deseaba escuchar, tal como que los precios mundiales del azúcar habían descendido a tres centavos de dólar, que Eisenhower había reducido el cupo de Cuba, y que el peso cubano se cotizaba en el mercado negro a sesenta centavos de dólar —habiendo sufrido un descenso del 40% en año y medio de revolución. La reacción del gobierno cubano no se hizo esperar: se efectuó la nacionalización (sin compensación) de todas las propiedades norteamericanas. Kruschev apoyó al Caballo, declarando que la Unión Soviética podía defender a Cuba con cohetes y comprarle todo el azúcar que Estados Unidos rehusaba, ¡a mejor precio! El Caballo aparecía por televisión a cualquier hora, disparando cañonazos desde las costas contra presuntos invasores del norte. 257 * Concluidas las diligencias más apremiantes, me fui a casa de tío Taurino porque allá gozaba de plena libertad. Una vez confiscados los bancos, sus hijos se habían marchado a Nueva York. Por aquellas fechas, al hablar del gobierno de Cuba, tío Taurino decía con ojos irónicos: “Esto es una mierda.” Mi tío y Armando Nieves habían reducido los préstamos a casi nada porque, habiendo perdido ya todos los contactos en la policía y el juzgado, les podían robar y hasta obligar a la violencia. Mi tío no andaba siempre de buen humor después de la partida de sus hijos. Una tarde, Gina, la criada de Armando Nieves y hermana de Olguita, su criada, nos había visitado. En cuanto me vio, se ensañó en mí, solfeándome cuán bien andaba el mundo desde que los “ricos” habíamos perdidos nuestros privilegios. —Y prepárate para lo que te viene encima, Joaquín. —¿Qué cosa? —le pregunté curioso. —Te vas a joder como los demás. —¿Por qué? —Porque ahora todos somos iguales. —¡Jamás seré tan feo como tú! —¡Latifundista! ¡Ojalá te manden a cortar caña! —me imprecó, pensando tal vez en el abuso perpetrado contra mi sentido del olfato con el flujo asqueroso de su vagina años atrás. En aquel momento, tío Taurino se puso de pie. La expresión de su cara traducía el mal humor que lo embargaba. Tomó a Gina por el brazo y, arrastrándola entre el mueblaje, la llevó hasta la puerta del apartamento. Olga, su mujer, se llevó la mano a la boca, suprimiendo un profundo “¡Ahh!” A Olguita se le saltaron las lágrimas de los ojos. —¡Fuera de aquí! —le dijo a Gina, empujándola hacia afuera. —Pero, Taurino, tú fuiste pobre igual que yo —le espetó Gina. —¡Como tú, no! Eres bruta, sinvergüenza y puta —la increpó, tirando la puerta. * Durante el verano del ’60, tío Taurino estaba dedicado casi exclusivamente a la explotación de su pequeña finca. Yo lo acompañaba casi todas las mañanas a llevarles comida a los lechones y traer aguacates, huevos y pollos a La Habana. Una vez por semana, le llevaban las tripas de una pollería hasta su alquería. Él las hervía en una caldera grande de hierro fundido, sirviéndose de leña como combustible. Luego las mezclaba con melao de caña y se las daba a comer a los cochinos con maíz sembrado por él mismo y los aguacates que se reventaban al caer al suelo. De esta suerte, cada poco tiempo tenía lechones para vender. Algunas veces, compraba terneras y las echaba a pacer y a beber hasta que 258 lucían carne; entonces las vendía y ganaba mucho dinero. Al año siguiente, una vez desbaratadas todas las granjas grandes y medianas por el gobierno, comenzó la escasez de los sesenta años y sus mercaderías fueron apreciadas enormemente hasta que abandonó el país en el 1963. Me pasé seis semanas yendo al cine todos los días. De hecho, buscaba en los periódicos qué se exhibía dónde y perseguía las cintas en autobús por toda La Habana. La mayor parte de las películas que se echaban en La Habana eran de procedencia nortea-mericana, de acción y color —con poco digno de recordar, salvo A Summer Place. Afortunadamente, también descubrí el cine francés y el italiano de la posguerra. Debo de haber visto media docena de películas atrevidas protagonizadas por Gérard Philip, dos o tres por Alain Delon, dos o tres por Silvana Mangano, y alguna comedia de Vitorio Gassman. Me hizo reflexionar un film francés titulado Escupiré sobre sus tumbas, sobre un mulato adelantado de Nueva Orleáns, en los Estados Unidos; como el sujeto podía pasar por blanco, se infiltró en un grupo de gente joven para “vengarse” de sus enemigos caucásicos haciéndoles el amor a sus mujeres. “¡Qué imbecilidad! —me dije, considerando la lógica chueca del film. ¡El tipo sabía que llevaba la mala raza en sus venas y deseaba contagiar a los demás!” En La Habana, existían miles de negocios privados en el verano del ’60. A la salida del cine, era posible plantarse en El Recreo, de la Calzada Diez de Octubre, a comerse una medianoche y beberse un guarapo o un batido de frutas. Los típicos puestos de fritas (bocadillos de carne molida) operaban libremente. Las farmacias tenían medicamentos. Los Ómnibus Aliados, producto de una cooperativa privada, servían toda el área metropolitana, transportando cientos de miles de personas. Quienes gustaban de putas, podían buscarlas en los clubes nocturnos —el gobierno había tratado infructuosamente de uniformarlas y convertirlas en choferes de taxis. Los bares tenían ron, aguardiente y cerveza. No obstante, se sabía que las mercaderías de las que la isla necesitaba habían dejado de entrar y el comienzo de la carestía era una cuestión de tiempo. * El 4 de agosto, los profesores de la Universidad de La Habana repudiaron una junta rectora nombrada por el gobierno y resultaron destituidos. La educación universitaria se rebajó a su ínfimo nivel. Durante muchos años, formarían matasanos en lugar de médicos y frívolos en vez de ingenieros y arquitectos; ya las escuelas normales adiestraban cotorras en vez de maestros. El 6 de agosto, fueron expropiadas la Compañía Cubana de Teléfonos, la Compañía Cubana de Electricidad, las refinerías de petróleo y las fábricas de azúcar restantes. Los propietarios de la revista Bohemia se refugiaron en el extranjero. La revista Carteles también quedó sin dirección. En los Estados Unidos, se formó un Comité de Rescate para ayudar a los refugiados cubanos. 259 El gobierno compró rifles belgas y checos para armar a la nueva milicia de doscientos mil memos. En agosto, se produjo un tiroteo en el que murieron dos policías y resultó herido un sacerdote jesuita español. Varios miembros de la Juventud Católica fueron detenidos. El Caballo corrió alocadamente hasta el primer micrófono para hablar de las “provocaciones sistemáticas” cometidas por la Iglesia. ¡La verdad es que nadie habló tanta mierda como Fidel Castro! * Una tarde de agosto, Armando Nieves se apareció en casa de mi tío. Me saludó y me dijo que había crecido. Le pregunté por Claudia y me respondió que se hallaba muy bien. Nadie se podía imaginar que aquella elegante mujer sucumbiría al cáncer dos años después y que Armando se suicidaría. Considero que el suicidio de Armando Nieves estuvo más que justificado porque, sin Claudia, su vida no tenía ningún propósito ni aliciente. ¡Ah, si hubiera caído balaceando al Caballo con su revólver .38 qué gran héroe hubiese sido! En aquel momento, Armando se dedicaba a consumir cuanto podía antes de que llegasen los setenta años de las vacas flacas. Armando se sentía molesto por lo que ocurría en Cuba. Tío Taurino y Olga lo escuchaban con interés cuando hablaba de política. — Estos papamoscas creen estar haciendo la Revolución Francesa cuando realmente hacen la haitiana —me dijo Armando, bebiéndose un trago largo de Salutaris. La raza mala no se conforma... ¿Sabes algo de la Revolución Francesa, Joaquín? — Nada. — Todas las revoluciones tienen rasgos comunes y suelen nutrirse de sus autores. En Francia, detrás de la palabrería y del error, estaba la idea. Aquí solamente hay palabrería y error. Había más inteligencia en la Francia del 1789 que en la Cuba del 1959. En el 1960, nos aproximamos a la bancarrota y a La Terreur, como en Francia. A esos hermanos de tu colegio les queda poco tiempo, Joaquín: esta revolución es anticatólica. —¿Por qué? — Por la arrogancia de producir una Religión de Estado. Permanecimos en silencio, esperando una instrucción valiosa de lo que había ocurrido en Europa ciento setenta años atrás. Armando recostó las espaldas al balcón. Por momentos, parecía que el tráfico de la Calzada Diez de Octubre iba a ahogar sus palabras, pero el mensaje llegaba claramente. Yo quería saber qué se entendía por “revolución” en el mundo civilizado. *** 260 » La Revolución nació de la impotencia financiera de la monarquía francesa y triunfó por la incapacidad de ésta a reformarse. En el 1779, los Estados Unidos se independizaron de Inglaterra. Francia había gastado grandes sumas apoyando el esfuerzo de los norteamericanos contra la Gran Bretaña y se hallaba al borde de la quiebra. Curiosamente, los colonos norteamericanos luchaban por los mismos principios que Voltaire, Rousseau, Diderot y otros philosophes franceses defendían, tales como la libertad y la justicia. » En Francia, los nobles y el clero no pagaban impuestos. La corte y los privilegiados gastaban el triple de lo que se adjudicaba para la instrucción pública y la asistencia social. Los gastos militares eran cinco veces superiores a los gastos de la corte. Como no se podía subir más los impuestos del pueblo y ni la nobleza ni el clero deseaban contribuir, el ministro de Finanzas, Jacques Necker, comenzó a tomar prestadas grandes sumas para el Estado. El sistema de préstamos alivió provisionalmente la situación pero, a la larga, resultó fatal. El peso de la deuda era enorme. Para mayores males, la cosecha del 1788 fue parca. » La reina de Francia, María Antonieta, a la cual le llamaban despectivamente “la austriaca” por su origen, despilfarraba el dinero mientras subía el precio del pan y la gente ordinaria pasaba hambre. Su marido, Luis XVI, le había regalado Le Petit Trianon, un pequeño castillo cercano a Versalles. María Antonieta le agregó un hermoso jardín, y, en sus cercanías, construyó un teatro un “templo del amor” y un petit village que contaba con campesinos, un molino y una lechería; allí la reina se iba a solazar contemplando los prados, las vacas y los carneros. » El primer ataque contra la corona lo hizo el dramaturgo Beaumarchais con dos obras, El Barbero de Sevilla y El Matrimonio de Fígaro, en 1784. Criticaba la sociedad que había producido a Luis XVI y María Antonieta. » Como Luis XVI no era capaz de dominar la situación, convocó en Paris los États généraux. Se compusieron los Cahiers de doléance (‘repertorios de lamentaciones’ o, simplemente dicho, “quejas”). Era imprescindible una reforma a favor de la gente común. Se pedía la abolición de los privilegios feudales y la igualdad de todos ante la ley. El Pueblo reclamaba el derecho a decidir los asuntos fiscales y el de efectuar una repartición progresiva de los impuestos entre todas las clases sociales » El 4 de mayo de 1789, el Tiers État tomó la iniciativa. Los representantes de los burgueses y de los campesinos sin privilegios se hicieron oír. El Tiers État se constituyó como el verdadero representante del pueblo, formando una Asamblea Constituyente destinada a limitar y fijar los poderes del gobierno. » María Antonieta espoleó a su marido para que se opusiese a las reivindicaciones del pueblo. Cuando los mandaron a disiparse, los miembros del Tiers État anunciaron por boca de uno de sus delegados, el conde de 261 Mirabeau, estar reunidos por la voluntad nacional y que los tendrían que desalojar a bayonetazos. A los pocos días, el rey les ordenó a la nobleza y al clero reunirse con el Tiers État por el bien común. » Hasta aquel momento, el Tiers État deseaba asegurar el triunfo de la Revolución manteniendo a la realeza. Ansiaba restringir la autoridad real y acabar con las arbitrariedades y el despotismo. El rey, no obstante, prefería mantener la diferencia entre la nobleza, el clero y el Tiers État. Dada la negativa de Luis XVI, Camille Desmoulins llamó al pueblo a las armas. Se tomó La Bastille, símbolo del Antiguo Régimen, el 14 de julio de 1789. La fortaleza parisiense fue demolida piedra-por-piedra y los sans-culottes exhibieron en alto la cabeza de su defensor, el marqués de Launay. » Empezaron a aparecer caras nuevas en la escena francesa. El marqués de La Fayette, héroe de la guerra americana, se convirtió en comandante de la Guardia Nacional. Se suprimieron los derechos feudales. El 26 de agosto de 1789, la Asamblea Nacional definió la libertad como el derecho a hacer todo cuanto no perjudique a los demás. Quedaron prohibidas las detenciones que no sancionaban las leyes. Se resolvió que la sociedad tenía derecho a pedirles cuentas de los actos administrativos a los agentes públicos. Fue proclamada la libertad de opinión y la de la prensa. » El 6 de octubre, las mujeres de París marcharon sobre Versalles. Fueron seguidas por los hombres. Se entabló la lucha contra los guardias. La reina María Antonieta fue salvada de la muerte por el marqués de La Fayette en persona. Como resultado de la violencia, el rey ratificó la abolición de los privilegios feudales y la Declaración de los Derechos del Hombre y del ciudadano. Se nacionalizaron todos los bienes de la Iglesia. » En 1790, la Asamblea se arrogó el derecho a designar los obispos. En lugar de hacerlo ante el Papa ó el Rey, los curas fueron obligados a prestar juramento ante el pueblo. Tanto el Poder Legislativo como el derecho a establecer impuestos recayeron sobre la Asamblea. »El 14 de julio de 1790, concurrieron a París cuatrocientas mil personas a celebrar el aniversario de la toma de la Bastilla. Apareció en la escena política Jean-Paul Marat, ‘el amigo del pueblo’, un médico casi enano, especialmente dotado por la naturaleza para traducir y manipular el odio, la desconfianza y los frenesíes de la masa. Tenía la tez amarilla, los ojos inyectados de sangre, los cabellos lacios y grasientos, la frente pequeña y la boca grande. Marat, el hombrecillo de la sonrisa punzante, definía su persona como ‘la cólera del pueblo’. L’Ami du Peuple se presentó ante el populacho como la seguridad de libertad, pan y trabajo; prometió compartir los bienes de los ricos con todos los demás —¡es tan fácil regalar lo ajeno! También apareció como cabecilla del pueblo Georges-Jacques Danton, casi un gigante de treinta-y-cuatro años, antiguo miembro de los États généraux. 262 Solía llevar una casaca de paño escarlata, una corbata desanudada y botas de campana; tenía los cabellos erizados, la cara carcomida, una arruga entre las cejas, un pliegue en la comisura de los labios gruesos, los dientes y los puños grandes, la mirada brillante y la voz gruesa. Dantón, el grandón de la sonrisa relampagueante, era miembro de la Societé des Amis de la Constitution, llamados jacobinos por el nombre del convento en el que solían reunirse. » Los aristócratas habían comenzado a emigrar en recua a Bélgica y a Renania. Unos se sentían amenazados, otros simplemente no deseaban vivir sin sus privilegios. Todos complotaban contra la Revolución. Luis XVI trató de escapar con su familia y unirse a los exilados. El rey estaba disgustado por los juramentos impuestos a los sacerdotes —las religiones gustan de convertir a los poderosos. La reina consideraba a La Fayette un renegado y a Mirabeau, el ídolo del pueblo, un monstruo. Por medio de un ministro de Suecia, Fersen, se organizó la fuga a Varennes. A pesar de sus disfraces, la familia real fue capturada. Desde entonces, el rey fue declarado traidor a la nación. » Apoyado por Camille Desmoulins, Marat comenzó a atacar a la monarquía con miras a instalar la República. Para lograrlo, tenía que eliminar a los moderados. Los jacobinos, llevados por Maximilien de Robespierre, se alzaron con la dirección de la vida pública. » Robespierre atacaba al rey, a La Fayette y a la Asamblea Nacional, acusándolos a todos de ser traidores a la Revolución. L’incorruptible era un hombre de principios, incapaz de cambiar de opinión, abogado, discípulo de Rousseau, ardoroso luchador y fanático creyente en las virtudes humanas. Su propia moralidad lo convirtió en un personaje horrendo cuando tomó el poder de 1793 a 1794. Le llamaban también l’eunuque. » El probo eunuco de treinta-y-tres años y aspecto grave era pálido, tenía la frente huidiza, los ojos claros, la nariz achatada, los labios delgados, el mentón puntiagudo, la mirada fría, la cara cacarañosa, un tic nervioso en la mejilla y llevaba sus cabellos encanecientes empolvados. Vestía siempre una casaca azul cielo cepillada y ceñida al cuerpo, semejante a un maestro de danza; llevaba guantes, medias blancas y zapatos con hebilla de plata. Robespierre había proclamado el deber del individuo a sacrificarse por los intereses de la Patria. Envió millares de ciudadanos al cadalso por considerarlos incapaces de hallar el camino recto de la liberación. » Los primeros en emular la Revolución Francesa fueron los polacos, en 1791. Al poco tiempo perdieron la mitad de su territorio, incluyendo las tierras entre Prusia occidental y Silesia. » Los franceses tenían una bella Constitución y un sentido de libertad sin justicia. La libertad al margen de la ley los llevó a la anarquía, al caos y, finalmente, a la dictadura. En 1781, Austria y Prusia le declaran la guerra a Francia. Un oficial del ejército, Rouget de Lisle compuso un canto de guerra 263 para la Francia revolucionaria que entraron cantando a París los voluntarios de Marsella — por lo que la llaman La Marseillaise. » La izquierda radical del Poder Legislativo, un grupo de diputados de la región de la Gironde, se oponía al rey y al gobierno existente, y deseaba la guerra contra todos los enemigos de la Revolución. Los girondinos acusaban al rey y la reina de ser una pareja de degenerados. Declararon que todos los emigrados eran traidores a la patria, que estaban condenados a muerte y que serían despojados de sus bienes. Entre tanto, la pareja real intrigaba contra el gobierno: la reina les transmitía a los austriacos los planes de campaña del ejército francés. » La Revolución se defendía de sus enemigos internos con la guillotina, un artilugio de cortar cabezas ingeniado por el doctor Guillotin; según decía el inventor, la había creado para abreviar los sufrimientos de los condenados a muerte. La máquina trabajaba impecablemente bien, mostrándose muy superior a la decapitación al hacha o la espada. Además, se aplicaba sin distinción de clases sociales. » Los ministros girondinos se habían propuesto acabar con la soberanía de Luis XVI. El 10 de agosto de 1792, el pueblo se lanzó contra el palacio des Tuileries y la monarquía cesó de existir. Las clases inferiores se le impusieron a la burguesía. Dantón, Marat y Robespierre triunfaron sobre La Fayette. Luis XVI se convirtió en el ciudadano Louis Capet, prisionero de la Commune. Las tropas prusianas y austriacas entraron en Francia y capturaron Verdún. La Fayete desapareció del escenario de la Historia. En septiembre, los franceses entonan La Marsellesa y triunfan, invadiendo a Bélgica. » En agosto de 1792 se llenaron las cárceles de Francia. Resultaron arrestados, en primer lugar, los individuos sospechosos de oponerse a la Commune durante el ataque al palacio des Tuileries; en segundo, los familiares de los emigrados; y, en tercero, los curas refractarios. La Terreur invadió el país. Estando Marat al frente de la Commune, y siendo Dantón Ministro de Justicia, mil doscientos detenidos por motivos políticos fueron masacrados en prisión. » El 21 de septiembre, laAsamblea Nacional proclamó la República. Dantón abandonó su puesto de Ministro de Justicia a fin de participar en el nacimiento de un poder centralizado que no tolerase tendencias separatistas. En la Asamblea, los girondinos representaban la derecha; los jacobinos, que tenían a la masa, a la izquierda; los moderados —Le Marais o el pantano— eran despreciados por ambos. » En diciembre de 1792, llevaron al rey ante la Convención Nacional para que respondiese de sus actos. Louis Capet fue acusado de complotar contra la libertad y la seguridad de la Patria, reconocido culpable y condenado a muerte. El 21 de enero de 1793, Luis XVI fue llevado en una carreta a la Plaza de la Revolución —a la que llamaron luego de la Concordia. Se dijo que la humanidad 264 se había equivocado hasta entonces degollando a los pueblos y perdonando a los déspotas y que no hay pueblo libre sin tirano muerto. El ex-rey declaró ante la turba ser inocente y perdonó a todos cuantos habían deseado su muerte. Cuando cayó la cuchilla, los asistentes entonaron La Marseillaise en nombre de la justicia, la tolerancia, la bondad, la razón, la verdad, y el amor. Alguien advirtió que un rey muerto no es un hombre de menos. » El 10 de mayo de 1793, la Convención se alojó finalmente en el Palacio de las Tullerías, al que le cambiaron el nombre por el del Palacio Nacional. Las Tullerías tenía el aspecto lúgubre por estar mal iluminado, pero en él cabían dos mil personas. La Convención se afirmó en el Palacio Nacional, declarándola la plaza donde los representantes eran superiores a los generales —algo que desmintió la Historia en varias ocasiones. En Francia, se decía que unos morían cuando el pueblo dormía y otros cuando el pueblo despertaba. En la Convención, los delegados intercambiaban insultos y amenazas partidarias, se desafiaban y se hacían matar los unos a los otros. Aunque a pesar de la intemperancia de sus miembros, como dice Víctor Hugo, se promulgaban principios y se auxiliaban las miserias: se proclamaba la mancomunidad cívica, se decretaba la instrucción gratuita y se organizaba la educación nacional, se creaban conservatorios y museos, se decretaba la unidad de códigos, de pesas y medidas y de cálculos mediante el sistema decimal, se fundaban hospicios y hospitales. » Como los franceses prometían ayuda a todos los pueblos deseosos de imitarlos, hubo guerra durante veintidós años. Se formó una coalición contra la Revolución por parte de Inglaterra, Austria, Prusia, las Provincias Unidas, Rusia y España. También se sublevó la Vendée, al norte de Francia, contra la República —la Vendée fue la rebelión clerical llevada a cabo en las selvas bretonas. » Los jacobinos, o Societé des Amis de la Constitution, gobernaron sin miramientos ni consideraciones con los demás. Crearon el Comité de Salut Publique para vigilarlo todo. El 16 de octubre, se mandó a ejecutar a María Antonieta, ‘la viuda Capet’. El 2 de junio de 1793, arrestaron a los jefes girondinos —izquierda radical— por alta traición. El 31 de octubre de 1793, les tocó el turno para morir a los girondinos: cantaron La Marseillaise camino al patíbulo. Poco después, guillotinaron a Charlotte Corday, una joven que acuchilló en la tina calmadamente al enano Marat con intenciones de asestarle un golpe a la Terreur que imperaba en Francia. Dantón quedó de jefe de la Comisión de Salvación Pública. Saint-Just, un colaborador fanático de Robespierre, partidario de gobernar por la fuerza, enviaba a la guillotina a cualquier sospechoso de alejarse del camino de las virtudes cívicas. Antonio Luis León Florelle de Saint-Just era un joven pálido y triste de veintitrés años, de frente estrecha y mirada misteriosa. Participó en el gran enredo causado por 265 la demencia contagiosa de Marat, Dantón y Robespierre que los llevó a todos a la gillotina. » Carnot organizó la derrota inglesa en septiembre de 1793, obligándolos a levantar el sitio de Dunkerque. En octubre, pusieron en fuga a los austriacos. En diciembre, obligaron a los ingleses a evacuar Toulon, base de la flota del Mediterráneo, ocupada por Gran Bretaña en agosto cuando los tuloneses les abrieron las puertas. Gran parte de Francia estaba alzada contra París y los sans-culottes. Los Chouans de Vendée estaban sublevados desde marzo. Se cometieron masacres horribles de ambas partes. » Entre 1793 y 1794, se guillotinaron unas tres mil personas y se encerraron más de ochenta mil. La Terreur, organizada por Robespierre para acabar con los enemigos internos de la libertad, llevaba a la guillotina igualmente a los adversarios manifiestos como a los tibios, los indiferentes y los pusilánimes. » Hébert era un extremista radical, jefe de la Commune y amigo de Marat. Sus partidarios exigían una mayor depuración del gobierno. Su ideal era extirpar al cristianismo de Francia y suplantarlo con el culto de la diosa Razón. Logró hacer abolir la cronología cristiana e implantar un calendario republicano, que estuvo en vigor hasta enero de 1806. El nuevo culto se practicó en la catedral de Notre-Dame durante el otoño de 1793. Los católicos estaban enfurecidos y en pie de guerra. A partir del 24 de noviembre de 1793, el año comenzaba el 22 de septiembre, día del equinoccio de otoño, y se dividía en doce meses de treinta días, más cinco días reservados a las fiestas republicanas. Los meses se dividían a su vez en tres décadas y llevaban nombres relacionados con las estaciones del año, tales como ‘las brumas’, ‘las nieves’, ‘las heladas’ ‘los vientos’ y ‘las cosechas’. Fabre de Eglantine asomó a la Historia con su ‘calendario republicano’ y no se supo nada más de sus inventos. » En diciembre de 1793, Camille Desmoulins, el amigo de Dantón, atacó a Hébert en una de sus publicaciones. El 24 de marzo de 1794, los hebertistas fueron enviados a la guillotina. Los partidarios de Robespierre se volvieron contra Dantón. El 30 de marzo, Dantón fue arrestado junto con sus colaboradores, tales como Camille Desmoulins —el primero en llamar al pueblo a las armas en 1789. Saint-Just acusó a Dantón, quien contraacusó al promotor de la Terreur, pero fue condenado a muerte junto con sus amigos. El cinco de abril de 1794, París vio morir a Dantón mientras Robespierre les aseguraba a todos que la felicidad está en la virtud. » Maximiliano de Robespierre, el Presidente de la Convención, era el dictador de facto de Francia. El sufragio universal jamás se puso en práctica en el país. El primer ciudadano de la nación aparecía con su traje azul cielo, sus pantalones amarillos y ramilletes de flores de los colores de la República, pretendiendo dotar a sus conciudadanos de una verdadera religión revolucionaria, sin la superstición católica ni el cinismo ateo —según decía el 266 temible virtuoso: “el ateismo es aristocrático”. El discípulo de Jean-Jacques Rousseau consideraba esencial halagar a la Razón practicando el civismo. De un plumazo, suprimió los derechos judiciales y políticos de todos para poder depurar a Francia de monárquicos. El Poder Ejecutivo iba a caer en manos de una camarilla libre de actuar a su antojo. El Tribunal podría dictar sentencias sin testigos ni defensores. » Los miembros de la Convención temían por sus vidas y vivían angustiados. El 27 de julio de 1794, Robespierre comenzó a atacar a aquellos individuos que juzgaba sospechosos de conspirar contra él —era cierto que lo hacían. Clamaba por una nueva depuración. Los conspiradores le tomaron la delantera. Al grito de “¡Muerte al tirano!” lo prendieron junto con sus colaboradores. Al día siguiente, el Incorruptible se familiarizó con la cuchilla de la guillotina. » Después de la dictadura de Robespierre, en septiembre de 1795, se redactó una tercera Constitución. La Convención desapareció y Francia siguió siendo una república sin sufragio universal. No se volvió a tratar el tema de la influencia directa del pueblo. El espíritu de igualdad de Rousseau no daba frutos. Se logró salvar la separación de poderes de Montesquieu. Los antiguos preconizadores de La Terreur, sabiéndose en peligro, comenzaron a predicar la clemencia y la humanidad. La purga de Robespierre y de sus seguidores, la última, fue conocida como la terreur blanche. » Por estas fechas, un joven capitán de artillería, lamido y desdichado, marchaba por París con paso lento y pesado. No llevaba guantes. Tenía los cabellos largos y descuidados y los zapatos sucios. Durante el sitio de Toulon por los ingleses, se había distinguido en el hábil manejo de las baterías. Luego, había colmado de peticiones a Barras, el presidente del gobierno. Su nombre era Napoléon Bonaparte. Durante la noche del 4 de octubre de 1795, los monárquicos se habían congregado con intenciones de acabar con la República. Como Barras, el jefe corrompido del Directorio, no poseía talentos militares, se recordó del joven oficial de artillería. Lo hizo llamar para aplastar la revuelta. Napoleón restauró el orden y la calma en París rápidamente, valiéndose bien de los cañones una vez más. » El 2 de marzo de 1796, Napoleón tomó el mando del Ejército en Italia. A los pocos días, se casó con la también célebre Joséphine Beauharnais. Sus muchas victorias militares hicieron a los franceses olvidarse de la República y favorecer al Imperio.» *** Aquella tarde, le hice muchas preguntas a Armando Nieves sobre la legalidad y la moralidad de las revoluciones. Estuvimos conversando hasta la 267 media-noche. Me dijo que, vertiendo sangre se había logrado la regeneración parcial de algunos pueblos, pero que no todas las razas son corregibles. A su juicio, lo que estábamos presenciando en Cuba era un mal uso del vocablo ‘revolución’, que se trataba de una simple lucha por el poder y la demolición del sistema jurídico. — Aquí se va a imponer la razón de las balas y el triunfo le proporcionará al vencedor el derecho al fracaso —se dejó hablar Armando finalmente—: ya se inventan leyendas y se persigue a los incrédulos. — Entonces, ¿hay que irse? —le pregunté inseguro de mis pensamientos. — Sí; no merita la pena tratar de convivir con los nuevos timadores ni arriesgar la vida por cobardes. Si todos fuéramos europeos, podríamos pensar con claridad. La fuerza de impulsión ejercida por el demagogo con cara de rata sobre los negros es muy grande... — ¿Y por qué apoyarse en los negros? — Porque son brutos, porque son muchos. — I better learn English. — True. Las revoluciones llegan solas cuando las sociedades decaen socialmente y, por ese mismo motivo, son incapaces de reformarse, como ocurrió en Francia y en Rusia. Como diría Víctor Hugo: “La Revolución es la marea, los hombres no somos más que las olas”. Pero esto no es una revolución sino un acto de salvajismo. * Antes de regresar a Santa-Clara, pasé por un famoso comercio de La Habana llamado La casa de los trucos. Compré cohetes (firecrackers), tabacos que explotaban y bombas de peste. Cuando le pregunté al dependiente del establecimiento si tenía “bombas de verdad”, me miró con miedosa extrañeza —creyéndome tal vez un tuno o, peor, un contrarrevolucionario. Le aclaré que no estaba buscando dinamita ni nitroglicerina, sino algo que asustara a la gente. El hombre se sumió en un misterioso silencio, esperando mi partida descortésmente. Tal vez hubiese creído ver detrás de mi chocarrería un espía del gobierno que le demolía los nervios. Posiblemente, estuviese considerando aquel sujeto reportarme a las autoridades por no incurrir en un desliz de compasión delictiva. * Al menos, sabía que la Revolución Francesa había sido una revuelta y la cubana una despreciable mierda. ¡La masa siempre la caga, Nenita! 268 269 * Si recuerdas bien, terminé el verano en Santa Clara. La amistad con mis antiguos compañeros de los primeros grados y con los vecinos del barrio se había estrechado defensivamente contra la Revolución. Lejos de chismorrear, nuestras madres se visitaban para intercambiar avisos de cómo sacar a sus hijos del país y a dónde enviarlos. Todos nos sentíamos sujetos a vigilancia. El Caballo, aquel individuo con voz femenil, barba rala y cara de ratón había logrado mantener su preponderancia sobre la gentuza. Para entonces, los lacayos de los retruécanos fidelistas habían sido alistados en una milicia incondicional al régimen. Los adictos al Caballo daban explicaciones humillantes sobre cómo se debía pensar. En toda Cuba, se practicaba ya la inculpación secreta. Por miedo a las represalias, las personas más capacitadas no se inmiscuían en política y las personas prudentes reprimían la expresión. El desasosiego de la clase media era unánime en el maremagno de advertencias del gobierno y el barullo de la chusma. Los individuos de cortos alcances eran buenos propagadores de las ideas revolucionarias. El terror se suele imponer en el mundo porque la gente le tiene mucho más apego a la vida que a la libertad. El Estado inventó un dios que prometía impúdicamente suprimir el sufrimiento de todas las vidas. Se le hablaba al acaso de la utopía comunista a una gente huera, incapaz de ceñirse a un asunto, que lo repetía todo como cotorras. Se produjo un mundo descabalado con muchas mentiras. Una vez roto el molde social, los discordes quedaron en manos de unos seres faltos de dotes que tenían siempre la palabra. Visité a mis antiguos compañeros del colegio de Santa Clara: todos estaban esperando la señal de sus padres para abandonar el país. A las muchachas pizpiretas del barrio, Nenita, Isabelita, Lucy y Lourdes, les estaban creciendo sus despuntados senos. Poly, la muchacha noruega que gustaba tanto de montar en bicicleta por el barrio, era altísima y tenía los ojos de un azul traslúcido, pero apenas se le notaban los senos. Me gustaba, pero le tenía cierto respeto a su estatura. Mis vecinos Nardo, Rogelín, e Infante esperaban para partir también. El evangelio tiránico estaba formando sus pastores y pléyades. El populacho daba señales de aquiescencia a cualquier burrada salida de la boca del Caballo. Los más mentecatos se comportaban como si privara una nueva moda en el mundo de las creencias. Toda la sociedad resultó desajustada al capricho comunista de un chabacano dios marxista. Las masas se precipitaron a la ruina con gran entusiasmo. Los Nardo eran una familia de buen tono. El padre de Carlitos, un señor cetrino, de nariz algo gruesa y cara abotagada, oficiaba como inspector de una compañía de alimentos y licores llamada Arechavala, próxima a ser confiscada por el gobierno, la cual operaba por toda la isla; su esposa, Isabel, tenía un comercio de telas cerca del Parque Vidal. Carlitos era alumno del Colegio 270 Metodista de Santa Clara. Se habían mudado al barrio poco después que nosotros. Los negocios andaban mal. Hallé a Nardo rebullido en una silla del portal de su casa, manipulando con indiferencia las piezas de un juego de ajedrez. Nardo miraba sin ver el tráfico de la Carretera Central, por donde pasaban los aguadores con sus cajones de improvisadas carronadas tiradas por un penco. Como el decir públicamente: “Esto se jode”, podía provocar el castigo impuesto a las profecías, Nardo hablaba solamente con sus amistades —El Caballo era famoso por escuchar con orejas ajenas. Con voz apagada, seriamente aturrullado, Nardo se lamentó ante mí y su hijo, Carlitos: “En ningún país del mundo se vivía tan bien como en Cuba: el clima es bueno, había libertad de acción y rodaba el dinero.” Cinco años más tarde, lo volví a ver en la bolera de la 181 y Broadway, en Nueva York: jamás logró recuperarse anímicamente de aquel desastre. En unos cortos meses, Roberto Cabrera y yo nos convertimos en conspiradores y saboteadores imberbes, sin que lo supieran nuestros padres. Por poco no acabamos presos tratando de imprimirle llama a la mecha del descontento. Deseábamos ver un cielo inflamado de bombas. ¡Es fácil anhelar quimeras cuando se es joven, Nenita! Añorábamos despertar bajo la metralla. * En Cuba se adoptó la televisión con mucho mayor entusiasmo que las máquinas de lavar ropa —un aparato electromecánico mucho más simple y útil que el complejo receptor de banda visual y banda sonora. En 1960, no teníamos lavadora de ropa en casa. Como había mucha ropa que lavar en Santa Clara, contratamos a una lavandera, Elena, del barrio de La Vigía —zona pobre situada pendiente-arriba de la casa de Osvaldito. Se trataba de una mujer joven, poco locuaz, excesivamente delgada y prematuramente arrugada que no se afeitaba las piernas y fumaba cigarrillos de papel amarillo incesantemente. A pesar de su color amarillento, su aspecto carcamal y de ser huesuda, Elena tenía la cara redonda y guapa; sobre la frente arrugada, le caía un anillo de pelo canosillo y ensortijado, de los que llamaban ‘buscanovio’. Mi madre se decidió a contratar a Elena para el lavado porque ésta última no era una persona reparona y llevaba de la mano a su hijo de nueve años, Albertico. Albertico era una ruindad de niño que concebía temor de cualquier alimaña. Aquella desusada criatura minúscula, de pelo dorado en cabeza grande, de pies diminutos, extremidades descarnadas y torso esquelético sugería caridad. Su madre siempre lo llevaba bien vestido y limpio. Mientras llegaba la hora del almuerzo, yo correteaba entusiastamente con él alrededor del patio para que se le abriera el apetito. Daba pena verlo lanzar la pelota sin fuerza ni tino. Cuando lo conocí, me causó una impresión poderosa: le tomé lástima por su enfermiza delgadez; luego lo adopté de mascota y, en lugar de misericordia, le tuve 271 consideración porque la piedad es un sentimiento que desuela a quien la da y degrada a quien la recibe. Elena lavaba la ropa nuestra en una artesa de cemento con desagüe en la parte trasera de la casa, en un espacio entechado y enlozado entre la cocina y el garaje. Solía llegar los miércoles a las nueve de la mañana con su mirada mustia a lavar y a tender la ropa, y regresar los jueves a plancharla. Como era corta de talla, se subía a un guacal de refrescos para poder doblarse sobre el lavadero y crear el agua jabonosa con un ladrillo de jabón y un aditivo —tal vez un suavizador— llamado ‘azul añil’. Algunas veces, la observaba restregar la ropa impetuosamente con sus delgadas manos contra la rampa escabrosa de la artesa hasta que se fatigaba. Elena laboraba por un fin adquisitivo de cinco pesos diarios que el marido le quitaba para beber. La comida que les dábamos, sin embargo, les resultaba mucho más provechosa a ella y a su hijo. Al principio, Albertico empalidecía y sudaba cuando tomaba un plato de frijoles colorados con jamón, chorizo y calabaza; tenía que hacer altos durante la comida para reponerse del efecto de la nutrición. Cuando el niño terminaba de comerse un fino bistec de vaca, la cara se le ponía lívida, parecía estar muy fatigado y tenía que descansar un buen rato mirando la televisión. Yo lo tenía que subir al asiento porque sus piernas eran demasiado cortas. Tampoco era capaz de mecer el sillón. A las cuatro de la tarde, cuando Elena y Albertico partían, mi madre les entregaba un paquete de comida para que cenaran en su casa. Siempre viví orgulloso de la devoción a la caridad de mi madre —mi padre no era apasionado de las limosnas. Cuando Elena y Albertico se perdían por el arcén de la Carretera Central, rumbo a La Vigía, los contemplaba preguntándome por qué tenía que haber gente tan infeliz. ¿Qué habrá sido de Albertico? ¿Qué habrá hecho de él la Revolución? * El gobierno había anunciado repentinamente un cambio de dinero. Los billetes azules firmados por Felipe Pazos fueron canjeados en un par de días por unos verdes con la firma del Che. De esta manera, se logró empobrecer a algunos ricos creyentes en el retorno del pasado, los cuales ocultaron el dinero antiguo apegados a una ilusión. Quienes conservaron billetes viejos, pensando que aquello era una pesadilla de corta duración, perdieron el valor de cuanto retuvieron. El cambio de moneda fue el principio de la pasión de la clase media. El proyecto de anudar a todos con la miseria empezaba a dar frutos. Con el cambio de dinero, llegó el fin de la esperanza de aquellos que estaban tratando de cambiar sus pesos en dólares y depositarlos fuera del país. El dinero verde de la Revolución no fue apreciado en ninguna parte. 272 * El Caballo conocía el ambiente universitario. Los estudiantes jamás lo habían querido elegir para los cargos a los que había aspirado durante sus años mozos. Entendió desde un principio que tenía que someter a la Universidad de La Habana. Siempre dispuesto a contradecir el derecho de todos, puso a su gente en la dirigencia de la Universidad con gran desfachatez y falta de respeto por la autonomía universitaria. En septiembre, por el tirón de la costumbre, quise regresar al colegio de Cienfuegos. Las acusaciones del gobierno contra los colegios privados y las denuncias contra el clero extranjero me hicieron aprender que no se puede creer todo cuanto se publica. Me habían advertido que el colegio no podía durar. No me importó. Tampoco duró. Tal vez debido al cambio del dinero, más de la mitad del alumnado faltó en septiembre. El éxodo de la clase media se había iniciado. Hacía un año, desde los finales del 1959, se había dictado el Decreto 2099, que pretendía controlar la enseñanza privada, imponiendo los programas de tipo socialista que se estaban comenzando a aplicar en las escuelas públicas. Cuando regresé al colegio, los hermanos nos advirtieron que aquel curso escolar no se habría de completar. Se disponían a implementar los cursos impuestos por el gobierno, tales como la Historia del Arte, mostrándonos algunas láminas a color de las cuevas de Altamira, la Historia Universal, dejando que un profesor laico nos hablara del feudalismo, pero iban a enfatizar a trasmano los idiomas y las matemáticas porque nos serían útiles en el extranjero. Hubo poco barullo por los comedores y los campos de deportes del colegio de Cienfuegos. Los sábados, se continuaron efectuando viajes cortos por el centro de la ciudad. Los paseos largos fueron suspendidos. Los hermanos no estaban de buen humor. Las noticias que nos llegaban de buena fuente siempre eran malas. El presunto fin ejercía una impresión negativa sobre la moral de todos nosotros. Al reclamo del día, nos levantábamos en silencio y bajábamos al estudio. Luego asistíamos a misa y desayunábamos como siempre. Asistíamos a nuestras clases, jugábamos, comíamos sin gran apetito y dormíamos cuando la vista chocaba contra las tinieblas. Aquel curso no tuvo grupo de pequeños. Los dormitorios estaban extrañamente silenciosos. Ya no me daba gusto dar la vuelta-de-carnera cuando me lanzaba del trampolín. Como éramos pocos, nos juntaron a los medianos y a los mayores en el mismo salón de estudio del segundo piso. El habla rotunda del pupilero nos hablaba de los Estados Unidos. Mis cartas a casa cambiaron de tono. Ya no les pedía a mis padres que me enviaran panetelas para el desayuno ni que me fueran a sacar el domingo al restaurante Jagua a comer paella. 273 En el último trimestre, no se escuchó una sola llantina ni se produjo un solo carrillo hinchado en una pelea. Mientras se avecinaba el fin, ninguno de nosotros hubiese creído que el tiempo es una idea porque parecíamos sentirlo. Los hermanos fueron condescendientes con los alumnos menos capaces y sus consejos no cayeron en saco roto. No se discutieron nimiedades. Ningún alumno se mostró lenguaraz ni descarado ni se perdió por los prostíbulos. La situación era muy seria. A veces, los domingos, algunos padres de alumnos escuchaban misa en la capilla a modo de despedida porque se llevaban a su hijo definitivamente. La capilla se convertía en velador para aquellos que partían asustados del porvenir. En arrechuchos de temor o de piedad, escuché más de una voz plañidera elevarse hacia el Santísimo tras los testeros del altar, solicitando vida, paz, pan y libertad. Por primera vez en mi vida, me esforcé en la clase de Inglés, sin lanzarme a soñar para mí mismo cuando el hermano Nazario explicaba la función del verbo to do ni reírme del doing. El maestro laico que llegó con un portapliegos a dictarnos notas sobre el feudalismo me pareció ridículo y lo ignoré. Jamás perdí la noción del tiempo entretenido en sus clases, como me había ocurrido en las de Jacinto Jorge; por el contrario, me aburría de aquellas monsergas secas y descosidas. El hermano Rafael nos mostró viejas fotos de la Revolución Rusa: masacres, ejecuciones y víctimas revolviéndose en los dolores de la agonía. Alguna vez, contemplando a Paco y Pepa, los dos papagayos que vivían cerca de la piscina, descubrí haber estado mucho más apegado al ambiente conocido de lo que creía. No llegué a comprender lo que me ocurría entonces hasta muchos años más tarde, cuando me familiaricé con la doctrina del Buda. En el colegio La Salle de Santiago de Cuba se reunieron dos mil integrantes de la Juventud Católica, quienes marcharon por las calles gritando: “!Cuba sí, comunismo no!” El 2 de septiembre, El Caballo se llenó de gozo aceptando la oferta rusa de cohetes; el mismo día, reconocía a la China comunista, enemiga de los vecinos norteamericanos, antiguos compradores del azúcar. En Cuba, se había destinado una fuerte cantidad de dinero del presupuesto a la educación en el pasado. Sin embargo, casi todo se malversaba. Un simple acto de decencia hubiese mejorado la enseñanza y reducido el analfabetismo instantáneamente. El gobierno encabezado por El Caballo manipuló las estadísticas, elevando el índice de analfabetismo a más de un 40% para poder declarar haber tenido grandes logros en el campo docente. * El 18 de septiembre, El Caballo viajó a Nueva York para pronunciar un discurso ante la Organización de las Naciones Unidas. Creía que el mismo dios que le había negado su dosis de juicio se iba a asombrar de su oratoria. Pensó que tendría que abrirse paso entre las apreturas de gentes que querrían mirarlo 274 de cerca, tocarlo y aplaudirlo. Pero, a su llegada, en lugar de ovaciones, recibió críticas y observó manifestaciones desacordes en la parte civilizada de la ciudad; para evitar a los manifestantes, se fue con sus acompañantes barbudos y pelirrufos a alojar a un hotel de Harlem (barriada negra), donde no se usaba el agua más que para beber. Su alocución ante la ONU se convirtió en una perorata de cuatro horas y media, absurda y llena de mentiras; compuso y lanzó palabras en cascada suponiendo que los concurrentes no tenían nada mejor en qué invertir su tiempo que escucharle. Los representantes de los demás países no se impresionaron ni aplaudieron frenéticamente al Caballo. El Caballo de los cubanos se enojó de que no le celebrasen las futesas sin ilación y los paliques descabellados que pronunciaba ante la prensa extranjera. Le pareció injusto que el mundo adormilado no sintiese la fuerza de su mirada y el poder de sus palabras y despertase resuelto a ser fidelista. Lo asediaba la pesadilla de no ser visto como a un dios o algo parecido. Finalmente, tirado al desdén, regresó a Cuba el 28 de septiembre en un avión soviético prestado porque ya cambalacheaba maldades con Krushchev. El aparato en el que había viajado a Nueva York había sido embargado por deudas. Por aquellas fechas, se había acostumbrado a robar de tal guisa que creía que el despojo era una virtud capital que no precisaba reparación. Durante la campaña presidencial en los Estados Unidos, Kennedy se había mostrado exigido a apoyar a las fuerzas que luchaban por la libertad en el exilio y en las montañas de Cuba. En aquel momento, había unos mil rebeldes en la Sierra del Escambray. Ya Nixon, que era el vicepresidente de la administración anterior, se había comunicado con unos cubanos exiliados que se habían mostrado incapaces de formar un frente unido. En cualquier caso, los alzaos en el Escambray murieron en escaramuzas o se entregaron hambrientos y fueron ejecutados. El 13 de octubre, un mes antes de las elecciones presidenciales, Eisenhower prohibió todas las exportaciones norteamericanas a Cuba, con la excepción de medicinas y algunos alimentos. A renglón seguido, El Caballo se apropió de todos los bancos, los centrales azucareros, las destilerías, las fábricas textiles, los molinos arrozales, los cines y los almacenes que quedaban en manos privadas; las propiedades norteamericanas fueron confiscadas inmediatamente: la fábrica de níquel Nicaro, Woolworth, Sears, General Electric, International Harvester, Remington Rand, Coca-Cola, varios hoteles y compañías de seguros. El 29 de octubre, el embajador norteamericano, Bonsal, fue retirado para no regresar jamás. El 30 de octubre de 1960, un periódico guatemalteco, La Hora, publicó un editorial explicando que se proyectaba la invasión de Cuba por parte de los exiliados con protección aérea norteamericana. El objeto de dicha incursión era establecer una cabeza de puente y destruir la fuerza aérea cubana. En 275 noviembre, Manuel Ray rescató a varios oficiales condenados junto con Huber Matos y huyó de Cuba, dejando organizado el Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP). Algo se esperaba. Renació la fe. Un mediodía, a principios de noviembre, cuando entraba al salón de estudio del segundo piso, escuché una algarabía poco frecuente en el colegio. Los pupilos habían abandonado las mesas de billar y de ping-pong. Otto el camagüeyano, uno de los alumnos mayores, que era extremadamente delgado, serio y lacónico, estaba riendo a nuez batiente cerca de una ventana abierta. En una esquina del salón, había varios internos congregados en torno a un aparato de radio, sonriendo también. Había una grandísima excitación y mucho movimiento en el estudio: rebrillaban los ojos alegres de todos y no se le podía cazar la mirada a nadie. Tomás, la loca hormonal de Camagüey, estaba sentado sobre el tablero de un pupitre, con los pies sobre el asiento; tiritando de nervios, agitaba los brazos y gritaba: “¡Salió el cato-o-ó-lico, salió el cato-ó-lico, el cato-ólico!” Hasta el hermano Fermín se había apresurado a unirse al grupo con el semblante demudado por el entusiasmo. En los Estados Unidos, John Fitzgerald Kennedy había sido electo Presidente. La clase media de Cuba —el único país de la América de habla hispana que la tenía en cantidad significativa— creyó llegado el redentor para sus males políticos. Claro que, de haber ganado Richard Nixon, quien ya había fraguado un plan contra El Caballo siendo vicepresidente en la administración anterior, la historia de Cuba, la de los EEUU y la de mi vida hubiesen sido muy diferentes. El 17 de noviembre, John Kennedy fue informado del proyecto de invasión. El Caballo le había llamado a Kennedy “millonario analfabeto”, lo que era totalmente falso porque el nuevo presidente de USA era universitario, había sido oficial de la marina de guerra y hasta había escrito un pequeño tratado sobre la Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial. Pero El Caballo era un envidioso —su libro, La Historia me absolverá, era una cantaleta de confusión y demagogia. Sentía ser el líder de un país pequeño, subdesarrollado, con un alto porcentaje de pardos. Por ser cabeza de ratón, creía que hablaba para la posteridad en todo momento y siempre estaba dispuesto a la insolencia. Kennedy, sin embargo, era el Comandante en Jefe, electo no impuesto, de la mayor potencia económica y militar del mundo, conducida por blancos en aquel momento. Gustase Fidel o no, Kennedy era el hombre más poderoso del mundo. Además, El Caballo se acostaba con Celia Sánchez, una mujer muy ordinaria, mientras que Kennedy tenía una bella esposa, Jacqueline, y la amante más apetecida del mundo occidental, Marilyn Monroe. Las circunstancias habían hecho a Fidel un quídam con relación a Kennedy —su proceder ratificaría dicha condición. El Caballo, que sólo destacó en lo negativo, tuvo la ‘distinción’ de 276 ser el autor de la desgracia de John F. Kennedy. Cuando Jack Kennedy murió, su pueblo lloró de tristeza. Cuando Fidel Castro murió, su pueblo lloró de alegría. * El 24 de noviembre, mis padres me llamaron por teléfono para felicitarme por mi cumpleaños. Cumplía catorce años. Me dijeron que habíamos perdido la casa de Meneses. La segunda ley de Reforma Urbana estipulaba que nadie podría ser propietario de más de una residencia. Los arrendatarios pasaban a ser inquilinos del Estado. Mi madre había hablado con muy apenado acento. La casa alta de madera que le había regalado su tía Tomasa, su única posesión, ya no era suya. La vivienda de amplio patio donde yo había nacido y había cuidado a mis curieles, faisanes y biajacas se la había robado el Estado. Recorrí mentalmente toda la casa cuando colgué el receptor del teléfono en la oficina del director del colegio: la habitación desde la que rescabucheaba a las Bauta, el refrigerador General Electric sobre el pedestal enlozado del que bebía agua fría, la claraboya bajo la cual había hecho el amor contigo, la cabaña del ‘excusado’ del traspatio y la abandonada carbonera en la que me había metido contigo, el aljibe con su bomba de mano y su regadera, el cuarto de baños con la ducha de agua calentada al sol, la cabina donde se guardaban las dos grandes bombonas de gas natural que nos llevaban de Yaguajay, el consultorio y el salón con el aparato de rayos-X donde mi padre trabajaba, la despensa llena de latería y sacos, la mesa grande del comedor, el tanque de agua lluvia, la ceiba, las matas de naranja donde dormían las gallinas, las flores de campana, la barraca del patio donde mi padre tenía sus libros y el esqueleto del gallego, la sala donde se había sentado Camilo Cienfuegos, la saleta donde escuchaba el radio y veía la televisión, el portal donde había descubierto mi propia vida, la pasarela por la que me impulsaba para saltar a la de las Bauta, el callejón empedrado donde mi padre estacionaba el yipi, las dos escaleras de concreto que caían a la calle, el 277 tejado alto y empinado. En aquella casa había visto sangre sudor y lágrimas. Me enojé. El día de mi cumpleaños, el hermano Julio me regaló una estampita del Niño Jesús en un fondo color oro. Llevaba una dedicatoria de su puño y letra al dorso, aconsejándome ser buen cristiano. Aún la conservo. * A fines de 1960, no se publicaba ya ningún diario independiente. Toda la prensa había sido confiscada por el gobierno. El alto mando promovía grupos católicos rebeldes que criticaban al Episcopado. Ya se glorificaba la fe comunista, concebida para embrutecer a cada quisque. Después de todo, la chusma, que en Cuba no entendía de catolicismo, podía ser lanzada contra los templos si la Iglesia no asumía una conducta lacayuna vis-à-vis el dictador. A raíz de la publicación de una carta pastoral, el gobierno había detenido a varios sacerdotes. El 4 de diciembre de 1960, el Episcopado publicó una Carta abierta de protesta y pesar, dirigida al Caballo. Le llamaban Sr. Primer Ministro, Dr. Fidel Castro. Echando chispas por los ojos, el hermano Fernando nos la leyó una noche antes del estudio. A mediados de diciembre, tal como había ocurrido justamente dos años antes, se esperaba guerra. “Van a venir” decían los padres de los alumnos. A finales del ’58, se suponía algún tipo de ofensiva contra el mulato Batista; a finales del ’60, se vaticinaba beligerancia contra El Caballo. Algunas veces, me preguntaba por qué la gente no podía vivir en paz. Cuando los adultos hablaban, lo hacían con fe en la intervención de los norteamericanos, presumibles paladines de la libertad en América. * Hoy, vivo convencido de que el abandono de la doctrina de mi bisabuelo, Don Pancho Delgado, fue la causa de todas las desgracias en Cuba. Una raza no puede pactar igualdad con otra que le es absolutamente inferior sin hundirse ella misma. Como había explicado Shakespeare siglos atrás por boca de su príncipe héroe: To be or not to be. That is the question. Whether is nobler in the mind to suffer the slings and arrows of outrageous fortune, or to take arms against a sea of troubles and, by opposing, end them. Es imprescindible tener conciencia de quién se es. Ignorarlo es obviar la cuestión fundamental del ser en su situación. Sufrir la insolencia de la otra raza es pecar contra la sangre. Por evitarlo, es justo tomar las armas y matar. 278 * Mis padres me fueron a recoger inmediatamente después de los exámenes. Mi madre le anunció al hermano Alejo que yo no regresaría hasta después que se compusiera el panorama político. El hermano expresó fuertes dudas sobre el futuro del colegio. Antes de marchar, nos entretuvo en el locutorio el padre de Julián González, un alumno de Iguará que estaba en el quinto año del bachillerato. Nos anunció la próxima partida de su único hijo a los Estados Unidos. — Allá tendrá que arreglárselas solo —dijo el padre de Julián, preocupado. Nos cogió tarde y no pudimos sacar dinero de aquí. Julián tendrá que trabajar en lo que sea, aprender Inglés como pueda y estudiar cuando tenga tiempo. — En esa misma situación estamos nosotros —le advirtió mi padre. — Tus hijos son mucho más jóvenes que el mío, Wifredo: allá los reciben cuando llegan y los socorren. — Sería mejor que se arreglara esto. Mi hermano, Pancho, está preso. — ¿Cuál es ése? — El médico de Santiejpírito. — ¿Dónde lo tienen? — En Topes de Collantes. — ¿De qué lo acusan? — De ser sospechoso de conspiración. — ¿Hay pruebas contra él? — Si las hubiera, ya lo habrían fusilado. Cuando su mujer va a llevarle alimentos no la dejan pasar. Por eso hay que irse de aquí —adujo González, impresionado. Ya hay cien mil refugiados cubanos en los Estados Unidos. La noticia del apresamiento de mi tío Pancho me dejó meditabundo. Fue el tema de conversación durante todo el camino de regreso a Santa Clara. Dos años antes, tío Pancho había estado en peligro de muerte por ayudar a la misma revolución que ahora lo encarcelaba sin concederle derecho a defenderse. El día de mi salida definitiva del colegio fue doblemente doloroso, Nenita. Por una parte, sospechaba que el mundo conocido se hundía irremediablemente y que no volvería a ver a mis maestros ni a mis compañeros de estudios —lo que resultó cierto. Por otra, la violencia de la revolución tocaba a mi familia de cerca. En un rincón de mi mente, la idea de que ¡YO! podría ser instrumento de reacción tomó vida y comenzó a crecer. 279 * Pasadas las Navidades y el Año Nuevo, nos visitó tía Benita, hermana de mi madre y mujer de Fulgencio, el zapatero de Meneses. Superando su flemática pachorra, agujoneada en aquel tiempo por la intranquilidad, mi tía había ido a informarse sobre la manera de sacar a sus dos hijas del país. Mi madre le especificó los pasos a seguir: para sus hijas, inscripciones de nacimiento, fotografías, vacuna contra la viruela, pasaportes y billete por Pan American; para ella y su marido, todo eso más la petición de la visa waiver que concedía Estados Unidos. A mi tía le costó mucho trabajo retener todas las reseñas porque no apuntaba nada. Cada poco, miraba a mi madre con aire de ceñuda perplejidad. Mi tía era algo así como el Piotr Stepánovich de Dostoievski: “Me he hecho un lío con mis propios datos y mi conclusión se halla en contradicción franca con la idea original que me sirvió de punto de partida”. Por esos días, según nos contaron algunos vecinos que escuchaban programas de radio de onda corta del extranjero —nuestro receptor había quedado en Meneses—, se hablaba de una invasión a Cuba por parte de los exiliados con ayuda norteamericana. El 10 de enero de 1961, el New York Times había publicado un mapa de la base de entrenamiento de los cubanos en Guatemala. Esperábamos que fuera cierto, que no se propusieran simplemente inquietarnos. Inmediatamente, comenzaron a circular rumores de indicios firmes de que los norteamericanos estaban con nosotros. Tía Benita era una mujer de baja estatura, corpulenta, mofletuda, de miembros rollizos, labios gruesos y voz recia. Murió en San Juan de Puerto Rico cuarenta-y-cuatro años más tarde de complicaciones diabéticas. Su marido era un isleño apacible, diestro en el corte de cueros, más zapatero industrial que remendón, que vivió hasta los cien años en sus plenos cabales. Su hija mayor, Eloísa, había estudiado Ciencias Comerciales en la Universidad de Santa Clara y había pasado largas temporadas en nuestra casa. Eloísa era una mujer naturalmente buena y cariñosa, caricaturista 280 nata, a la que la vida le jugó una mala pasada con el nacimiento de un niño enfermo. La vida de madre sufrida y luchadora de mi prima Eloisa fue verdaderamente heroica. La hija menor de tía Benita, Vivian, fue dentista en San Juan de Puerto Rico. Los descendientes de esa rama de la familia materna fueron puertorriqueños. Les pedí a mis padres que me permitieran visitar Meneses una vez más. Me aburría en Santa Clara: ni mis días tenían emoción ni mis noches placer. En el tedio, cuesta desunir los días porque todos son lamentables. El grueso librote de enfermedades venéreas me desanimaba a buscar el roce con las mujeres perdidas. Ya me había leído tres veces el opúsculo de Feder, El programa nacionalsocialista, que me había dado Isidoro antes de partir —me sabía algunos párrafos de memoria. Sin otro buen libro ‘peligroso’ a mano, di en no leer nada más. Por las tardes, me sentaba a contemplar cómo mi camaleón predilecto cazaba moscas sobre la mesa del comedor. Los rayos de sol resbalaban por las rendijas del ventanal de acordeón, deslizando sobre el mantel haces luminosos; los cristales oscuros tamizaban la luz occidental, dándole un aspecto misterioso al comedor. Cuando el lagarto columbraba las moscas desde su escondite detrás de la vitrina, saltaba sobre una esquina de la mesa. Inmediatamente, adquiría el color verde-amarillento del tapete y se desplazaba sigilosamente sobre las ventosas de sus patas entre las gayaduras de luz, sacando un abanico de piel roja por debajo del cuello. En cuanto tenía a tiro alguna mosca que se hallara distraída sobre un grano de azúcar, con el cuerpo recto como una flecha, “¡zas!”, enlazaba al insecto con su fulminante lengua, lo arrastraba a su bocaza, lo despachurraba y lo tragaba. Sin dilaciones, circulaba sus ojos en los huecos buscando otra presa. Y volvía a cargar. El ambiente de la casa era lúgubre. Hablábamos poco por falta de costumbre. Por las noches, nos hundíamos separadamente entre las sombras. Mi padre fumaba un puro en el portal después de la cena. Mi madre miraba alguna novela aburridísima de la televisión cuando Wifredo Júnior se aburría de los dibujos animados. Mi hermana hablaba por teléfono u ojeaba revistas de artistas de cine. Yo daba caminatas de disipación por el barrio. Tú te sentabas en el portal a ver pasar las guaguas por la Carretera Central y a contemplar el cabrilleo de los astros sobre la Loma del Capiro. ¡Ah, si hubiésemos tenido permiso! Algunas noches, cuando nos quedábamos solos en el portal, te clavaba una mirada de inteligencia que no conducía a nada. En cuanto me acostaba, sentía por el pasillo tu andar acompasado, envuelto en el runruneo de tu falda. Pasabas callada rumbo a tu habitación, consciente de que la casa de Santa Clara era más pequeña e indicadora de retumbos que la de Meneses. No me podía unir a ti en tu cama. Vivía renegando de la inútil y despreciable virtud. ¡Ah, si la gente pudiera entenderse mejor! Me pasaba largos ratos en vela, sin poder 281 apartar la imaginación de cuánto podría gozar en el lado opuesto de la pared. Me deleitaba con la imagen de tu desnudez. Me inquietaba mi propia pusilanimidad, pero temía más por ti que por mí. Mi honra no podía sufrir. * Se decidió que yo acompañara a Meneses en autobús a mi tía Benita y a su hija de ocho años, Vivian. Luego me podría pasar un par de semanas en su casa de Meneses, hasta que me fueran a buscar. No tenía otra cosa que hacer. Mi educación formal había terminado en Cuba. Mi colegio estaba siendo sitiado por las fuerzas de la canalla. Los seres más repugnantes se preparaban a asaltar los centros de aprendizaje y cultura. Su misión era encocorarnos con su estulticia si no podían majarnos los sesos con su propaganda. ¿A cuántos de nosotros creerían poder filiar aquellos mentecatos? Le había tomado gran interés a los estudios históricos: las charlas del profesor Jorge, los avisos del padre Isidoro, las disertaciones de Armando Nieves y los libros de Germán me habían abierto nuevas puertas al mundo. El servicio de transporte de Cuba aún no había sido afectado por el boicot de piezas de repuesto impuesto por los Estados Unidos. Las guaguas viejas rodaban aún sobre llantas nuevas. Justo frente a nuestra casa, por la Carretera Central, pasaban varias rutas con rumbo Este. Una mañana, sobre las diez, Tía Benita, Vivian y yo abordamos una de las guaguas llamadas “mandarinas”, pintadas de color naranja, con ventilador en lo alto de su cola corva. Afortunadamente, el ruido del motor ahogaba las conversaciones y nos entendíamos mal —tía Benita era sumamente chismosa y quería saberlo y decirlo todo. Pasamos Placetas y nos bajamos en Cabaiguán para transferirnos a un autobús que llegaba hasta Yaguajay. Como era mediodía, nos sentamos en un restaurante con portal a comernos un sándwich mientras esperábamos. Los pueblecillos de Las Villas eran plácidos y amodorrados, contrariamente a las grandes ciudades patéticas de Cuba donde hormigueaba el pobreterío. Mi tía se aburrió bien pronto de hablar conmigo. Yo me alegré interiormente porque prefería conversar con Vivian que era inocente. Por fin, tía Benita llamó al camarero y le preguntó: — Oiga: ¿de dónde le sacaron el nombre de Cabaiguán a este pueblo? — Debe de ser un nombre indio, como Iguará, Cubanacán y Yaguajay —le respondió amablemente el mesero, que no parecía ser verboso. — Usted está completamente equivocado —soltó de pronto, como engallado, un tipejo grueso de talla corta que se estaba bebiendo una cerveza en la barra. — Explíquele usted, licenciado, le dijo el camarero al gordinflón y se salvó. — A pesar de que el nombre ‘Cabaiguán’ suena a indio, no lo es —le aseguró el licenciado vestido de guayabera a mi tía. El caserío que se llegó a 282 designar con el nombre de Cabaiguán fue bautizado por una cuadrilla de obreros isleños. — ¡Ah, sí? —exclamó mi tía. Mi marido es isleño. — Pues, fíjese usted. Cuando el capataz le ordenó a uno de los trabajadores, llamado Juan, que iniciara la primera obra, diciéndole: “¡Cava ahí, Juan!”, se le quedó el nombre. Como los demás no sabían cómo llamarle al sitio de la obra donde estaban trabajando, se empezaron a referir a éste como ‘cavaijuan’ o ‘cabaijuan’ debido a que, en Español, la v-de-vaca no se distingue fonéticamente de la b-de-burro. Con el tiempo, cuando el apelativo cayó en boca de la gente, se convirtió en Cabaiguán. El licenciado borrachín, algo estrafalario, había utilizado palabras rotundas que mi tía no apreciaba. Creyó que el tipo le estaba diciendo “vaca” o “burra.” Los demás marchantes habían respondido con precavidos monosílabos cuando se sentían aludidos por él. Tal vez fuera un comunista. A mí me daba igual de dónde hubiera podido salir el nombre del pueblo, pero tendía a favorecer la opinión del mesero sobre la del gordo. En cualquier caso, así el licenciado recabara opiniones, yo no podía admitir lo que nos decía por ser él un entrometido. Mi tía le iba a preguntar alguna cosa al presunto abogado, aparentemente en tono desafiante, pero en ese momento gritó un chofer: “¡Esta va pa’ Yaguajay!”, y nos montamos en una guagua viejísima y antiestética que acababa de llegar. El viaje a Meneses se nos hizo larguísimo. Fuimos por el camino de Caibarién. Llegamos a Yaguajay sobre las cuatro-y-media de la tarde, con los oídos atronados por el golpeteo del motor de la guagua. De ahí fletamos un automóvil de alquiler y llegamos a Meneses antes de oscurecer. Mi tía llevaba cansadas todas sus carnes. * Llegué a Meneses en plena efusión de júbilo. Me despedí de tía Benita, diciéndole que no me esperara a comer, que después de la función del cine, sobre las diez-y-media, estaría de regreso. En los quioscos y los bares de Meneses aún se servían batidos de chocolate y lascas de salchichón. Durante mi primera caminata por la Calle Real, se me ocurrió que estaba muy limpia: las mujeres barrían el polvo de sus casas sobre las aceras de la calle para que la lluvia lo arrollara lejos junto a las deyecciones de los animales. Las viejas habían apartado la urdimbre de su labor y vigilaban el escenario de la calle desde las ventanas y las puertas de sus casas. Con el mandil puesto, el herrero del pueblo martillaba un acero enrojecido; metido en su traje de tirantes, el mecánico le ponía carbones nuevos a un antiguo motor de arranque; calzando zapatos de lona blanca, el carpintero atravesaba un madero con su berbiquí; llevando su sombrero de paja hundido hasta los ojos y el machete colgando de la cintura, un guajiro a caballo emprendía la vuelta a su bohío. 283 * Cruzó la calle la hija de Pepito el mecánico, aquel angelito rubio de ojos azulísimos que la Revolución apartó de mi camino porque tuve que marchar; la saludé, exhalando un suspiro de dicha. Pasó por mi lado uno de los camiones de Raúl Méndez llevando de regreso a sus hogares a varios trabajadores agrícolas que iban agarrados a los adrales del palenque. Los saludé también. En la reconditez de mi alma, amaba al pueblo donde había nacido, donde el canto de un gallo o el cacareo de una gallina clueca en la palidez de los amaneceres era música. En Meneses, hasta el espurreo caliente de una yegua haciendo pis en medio de la calle me parecía gracioso. Rebeca estaba sentada en el portal de su casa. Le di un beso bien fuerte y le expliqué que aquella era mi última visita. Creo que se enterneció sabiendo que iba a perder los lazos de mi tierra porque me dejó abrazarla fuertemente. Me quedé un rato hablando con ella, acodado en la baranda. Rebeca era afectuosa y simpática y no me la podía imaginar emberrenchinada en el lesbianismo. Su cuerpo era magro y esbelto, con caderas remarcadas y senos puntiagudos; su cara se me antojaba bonita porque tenía todo, incluyendo la nariz respingada, donde tenía que estar y en la proporción idónea; sus ojos oscuros eran un misterio impenetrable —de hecho, toda ella resultó impenetrable; sus labios eran carnosos y sugestivos, sin que su boca fuera grande; su piel era tersa, de un moruno claro poco común; llevaba el pelo castaño y rizado convenientemente corto, dejando al aire las orejas, como invitando a la mordidita. Rebeca tenía cuatro años más que yo. Si bien era fundamentalmente mansa, la sabía capaz de inflamarse y desplegar subitaneidad de modales. Rebeca me anunció que María de los Ángeles también estaba en Meneses. Como las cosas no andaban bien por el colegio religioso al que asistía en La Habana, había partido de temporada a Meneses con su madre. Realmente, estaban estableciendo mayor presencia en la casa del pueblo antes que el gobierno la confiscara. Como El Colorao no andaba por allá, era dudoso que mandaran a traer ensillado el jaco amarillo de María de los Ángeles —tal vez ya los interventores del gobierno hubiesen deslomado o arramblado al hermoso animal. Estimé dudoso ya poder arrear el caballo pajizo a algún paraje boscoso, quizás junto al serpenteo plateado de una corriente, donde hurgar en el éxtasis venéreo de su ama. Pretendía hacerla entender que la pasión normal sugiere exquisitas fruiciones de desconocidos encantos. ¡Cuánto bien le pude haber hecho a mi querida María de los Ángeles! El tiempo me lo ha demostrado. Antes de despedirme de Rebeca, le pregunté si iría al cine. Me dijo que no era amante de las películas ‘comemierdas’ que rodaban en Meneses. Pensé que tenía razón y decidí no ir tampoco donde estaba estacionado el gentío, salvo cuando llevara las ‘bombas de peste’ que había comprado en La casa de los 284 trucos. Rebeca me dijo que la iba a pasar bien en Meneses sin ir al cine porque ahora teníamos ‘un grupito’. Se refería a que Armando, el primo médico de mi padre que habitaba en nuestra casa del pueblo, tenía muchos hijos; dos de ellos, Viruchi y Armando, eran de mi edad. Mientras saludaba a los pueblerinos, aceptando invitaciones a comer en sus casas, fleché con los ojos a María de los Ángeles. Mi prima-segunda acababa de cruzar la Calle Real a pie por la encrucijada de Bamburanao. Parecía dirigirse rumbo a la casa de las Bauta. Vestía una falda blanca que rozaba contra sí misma en lugar del pantalón, las botas y la fusta que prefería de niña. El claro de luna enlucía la piel de sus piernas nacarosas en la noche. Seguí a María de los Ángeles hasta la casa de las Bauta para avistarme con ella. Allá me saludaron y besaron muchísimas mujeres. Sentía un gustillo vicioso, casi lúbrico, cuando se me pegaban las hembras. Desdichadamente, Matilde Bauta acababa de sufrir un fatídico percance matrimonial. * Hacía poco más de tres meses, el administrador de un Central en Oriente, que acababa de enviudar, le había propuesto matrimonio a Matilde Bauta. Ella tenía treinta-y-tres años y él cincuenta-y-cinco. Matilde había accedido a la petición de mano (y de todo lo demás) porque se trataba de un buen hombre, católico, alto, elegante, propietario de casas, fincas y un automóvil marca Lincoln Continental con climatizador. A los tres meses de felicidad conyugal, un obrero resentido le había clavado un puñal en el pecho al marido de Matilde. Ella acababa de regresar a Meneses a vestir un año de luto por su marido. Matilde estaba sumamente triste por su viudez. La pérdida del marido la había dejado sola de nuevo. Por aquellos días, se estaba apresurando a remozar sus propiedades con los bienes aportados por el matrimonio antes de que escasearan los materiales de construcción en Cuba. Las Bauta les habían dado pensión en su casa a dos maestras de la Revolución. Una de ellas, Olga, era una buena mujer que acabó casándose con Berto, uno de los Oliva, cuando éste salió de la cárcel después de haber expiado su ‘crimen de conciencia’ contrarrevolucionario. La otra, cuyo nombre se me escapa, era una mujer algo rubicunda, malcarada, un poco barrigona, con antiestéticas aletas en la nariz, senos blandengues y piernas cortas, que me declaró a los pocos días que le gustaban los hombres ‘de quince en adelante’. Comprendí la invitación de aquella mujer aún joven, que seguramente no podía conseguir hombres decididos en el pueblo, y quise cumplir con mi deber de caballero —¡fu!, como el gallo—; descalabradamente, no la pude coger a solas de día porque se lo pasaba en la escuela ni de noche porque yo andaba con la pandilla de mis primas. 285 * Al día siguiente de llegar al pueblo, me ocurrió una escena enigmática, psicológicamente intensa, con Matilde Bauta. Hasta el día de hoy, no he logrado descifrarla completamente. La buena de Matilde me confiaba sus pensamientos más íntimos. Nos unía un gran cariño. Yo era su preferido, el que le hacía las comisiones en bicicleta para que no tuviera que andar al sol. De niño, corría donde ella cuando mi madre me perseguía cinto-en-mano para castigarme por anunciarle a Wifredo Júnior la llegada de La Mabulla Negra. En una ocasión, un novio ruin la había hecho llorar y yo me había ofrecido para cortarle la cabeza con un machete al sinvergüenza. La había observado pasar al través del amor sin lograr echar anclas en él. Muchas veces, habíamos hablado corazón-a-corazón de cuánto habíamos querido a Mamatití. Creo que yo era el único confidente masculino suyo porque los hombres del pueblo solamente la amistaban para penetrarla. ¡Cavernícolas! Había visto desnuda a Matilde muchas veces, casi siempre sin que ella lo advirtiera: era morena, de ojos risueños, dentadura perfecta, piel lampiña, caderas anchas, nalgas grandes y miembros bien proporcionados; tenía los senos abultados y derechos, los pezones grandes y la cintura estrecha. Por las noches, cuando se disponía a salir al parque con sus amigas, me mandaba a pasarle crema por el cuello, la espalda y los hombros. Me gustaba mucho servirla. Estaba invitado a almorzar en casa de las Bauta. Cuando llegué, hallé a Matilde conversando con Alín, el hijo de Raúl Méndez. Ella estaba sentada cómodamente en una mecedora del portal, con la pierna derecha cruzada en ‘L’ sobre la rodilla izquierda. Desde la pasarela, que estaba unos treinta centímetros por debajo del nivel del portal, se podían apreciar sus muslos desabrigados y las bragas blancas debajo del traje negro de la viudez —que le sentaba tan bien. Por eso Aladín parloteaba nimiedades sin propósito ni fin. Aquello no era más que una cuquería suya. Me posicioné junto a él y permanecí allí, haciendo mis propias observaciones, hasta que su madre lo llamó a comer y se marchó. Más tarde me confesó que se había estado quemando en la llama de la lujuria mientras escrutaba de reojo cómo se le marcaban los labios de ‘la chocha’ a Matilde en los bloomers de seda perspicua. ¡Cavernícola! Alín era novio de una de las lindísimas gemelas, hijas del dueño del café en cuyo portal habían matado al casquito. Durante el almuerzo, la maestra fea me empezó a echar el ojo y me dijo que se me notaba endurecido por los deportes. Creo que ella estaba preparada a musitar en mi oído cualquier burda lisonja porque le picaba el clítoris. Como la naturaleza me compele a servir a las mujeres —por cada bella, me he acostado con cinco esperpentos—, le sonreí complacido y la dejé que me tocara el abdomen. A decir verdad, me agradó su caricia porque no soy escrupuloso. De no 286 hallarnos a la vista de tanta gente, le hubiese sugerido que me acariciara los feroces genitales de la adolescencia. Después de la comida, ambas maestras regresaron a sus clases. La tía discapacitada de Matilde se retiró a dormir la siesta. Nélida, la cocinera, se fue a su casa. Me quedé conversando con Matilde en la sala de su casa. Tal vez para los ojos de Matilde yo no hubiese crecido. Creyó estar conversando con el niño de siempre. Me habló con naturalidad de su matrimonio y de los deseos tan grandes que había sentido de tener un hijo. Me invitó a echarnos en la cama un rato a reposar la comida. Nos acostamos en la misma habitación donde me había despedido del cuerpo frío de Mamatití, junto a la ventana donde me había turbado el fogonazo rojo de un relámpago cercano y me había estremecido su estallido al rajar una nube. También aquel momento iba a ser de gran estruendo y titilaciones interiores. Tuve que flexionar las rodillas y mirar al techo para disimular la incontrolable erección que aquella situación horizontal, estando tan próximo a la hembra, me provocaba. Matilde olía bien y lucía mejor. El corazón parecía latirme en el bálano dilatado. Conscientemente, quería degradar el ímpetu que no cejaba, mostrándome severo con mis propios deseos. ¡Sin remedio! Por un tris no exhalé una torpeza. Matilde me habló de muchas cosas. No entendí casi nada porque sentía la quisquillosidad de una eyaculación irrefrenable —había pensado en la penetración de su vulva con tal fuerza que estaba sordo. Inevitablemente, el fenómeno casi volcánico expulsó su ardor, traspasó la tela del calzoncillo y me humedeció el pantalón. Quizás haya enrojecido luego al percatarme de la beatitud atontada impresa en la cara de Matilde, que no se había dado cuenta de nada. No sabía qué pensar. ¿Lo habrá hecho Matilde adrede? ¿Necesitaría de mí? Nunca lo sabré. Situarme en pugna con la moral sexual no era un problema de conciencia para mí y espero que tampoco para ella. Ambos concebíamos una moral superior a la convencional. Empero, con Matilde no podía cometer ninguna diablura porque ella era para mí como una segunda madre y la pérdida de su confianza hubiese redundado en una calamitosa orfandad espiritual. Yo era realmente un buen muchacho, y a pesar del ciclón biológico que bullía en mis testes, era morigerado. * Me presentaron a los hijos de Armando, el primo de mi padre. El portal de la antigua casa de mi madre se convirtió en nuestro centro de reunión. Armando y yo nos hicimos amigos inmediatamente. Su padre le permitía fumar a los quince años. Como las malas mañas se pegan, yo también compré una caja de cigarrillos marca Vaysant (creo que así se llamaban) y comencé a echar humo. A él le gustaba María de los Ángeles y yo me hubiese más que contentado con Rebeca. Su hermana, Viruchi, también era agradable: llevaba impresa una cierta 287 sensualidad que la hacía destacar entre las muchachas de su edad. Los labios carnosos y rojos de Viruchi, juntamente a los aladares de cabello negro-sedoso que le caían sobre la piel de nieve satinada de los hombros, sugerían ideas imprudentes de sexualidad encienda. Armando fue médico en un pueblo del centro de la Florida, en los Estados Unidos; se casó con la sirvienta de su casa, que era un par de años mayor que él. Viruchi tuvo varios percances amorosos en Houston, Texas, pero entiendo que salió airosa de todos. Al día siguiente, poco después de que la maestra fea me comunicara su ardor por mí, Armando y yo nos fuimos corriendo hasta la semi-abandonada finca de mi abuelo. El camino de tierra que iba a Bamburanao se sentía firme bajo nuestras pisadas porque era la época de la seca; en la claridad del día, parecía un ribete adornado en los bordes con palos de almácigos y postes de cercas cortados a cercén que se metía debajo del horizonte. Todavía vivía en la casa de madera cercana al árbol de las carolinas la hermosa guajira morena que se había querido envenenar. Estaba sola en casa. La saludé y le dije que íbamos a bucear en la poza. Le mostré las dos caretas de submarinistas que llevábamos. De no estar presente Armando, le hubiese pedido que me acompañara a la poza, pronunciando un susurro tembloroso en su oído. Creo que habría accedido a irse conmigo a escuchar el silencio en el hondón del río porque yo le simpatizaba. El agua estaba fría. La arboleda circundante tapaba los rayos del sol y la visibilidad era pobre. Vimos algunas biajacas grandes en el fondo. Tenía la corazonada de que mi abuelo había ocultado una botija con oro en las inmediaciones del riachuelo, en alguna caverna subterránea, subacuática, ó en el fondo de la poza misma. Busqué por todos las oquedades y entre las grietas de las piedras sin hallar nada, extenuándome en el ajetreo de bucear en agua dulce. ¡Fútil empresa! Muy cansado, recapacité: mi abuelo no sabía nadar ni le tenía confianza a nadie como para dejarle enterrar su tesoro. Segundo, que no era tonto, debía suponer que sus propios hijos acechaban su muerte para heredar. Naturalmente, de haber hallado su oro, lo habría tenido que dejar donde estuviese porque no se lo iba a entregar a los comunistas. Pensé que unos meses más tarde, cuando regresara del extranjero, podría apresurarme a sacarlo antes que mi abuelo lo hiciera. ¿Pero no sería eso robo? — ¿Has oído hablar de la madre-de-agua? —me preguntó repentinamente Armando. — ¿El qué? — Dicen que cuando el majá-Santamaría se pone grande y viejo se mete a vivir en el fondo de los ríos. — ¿Para qué? — Para atrapar peces y patos a traición. 288 — ¿Habrá alguno aquí en el fondo? — Seguramente, Joaquín. — Hace años que me baño en esta poza y no había oído decir nada de eso hasta hoy. Debe de ser un cuento de la Revolución. — Hay majaes tan grandes que se les enroscan en las patas a las vacas y les chupan la leche. — Solamente he visto dos: el que tenía el Oso Polar y uno de cuatro metros que mató Rolando, el hermano de Rebeca, con un machete. — Menos mal que aquí no hay caimanes. — Nunca los ha habido. ¿Tienes miedo? — No —me aseguró, temblándole ligeramente la sotabarba; pero me siento incómodo dentro del agua oscura. Mejor salimos, Joaquín, porque has revuelto el fondo. — ¿Tú crees? —le pregunté para hacerme el valiente. — Podría atacarnos el majá —encareció Armando, que había visto muchas películas de Tarzán. — Bueno. Jamás se me había ocurrido tener miedo en la poza. Me imagino que si muchos creyesen, como Armando, en la presencia de alimañas, mis tíos jamás hubiesen aprendido a nadar allí. Aunque aquello me sonaba a propaganda sandia para consumo de manada —como la de los mercaderes televisivos norteamericanos—, pretendí sobrentender. No quise hacerle burla a Armando porque habíamos formado una alianza y formulado un plan que incluía a Rebeca y a María de los Ángeles para el domingo próximo siguiente. * Nos divertíamos con naderías de adolescentes los cinco primos-segundos. Cuando el color del cielo cambiaba de plúmbeo a negro, nos reuníamos en el portal de la antigua casa de mi madre, alumbrados por la lámpara de luz fría adosada a la pared. Echábamos humo de cigarrillo por hacernos los maduros. A Viruchi, la hermana de Armando, le solía caer hacia el lado la desabrochada bata-de-casa, dejando al aire el muslo —lo tenía guapo, nacarado, tentadoramente carnoso, poblado de un ligero vello porque entonces, en Cuba, las mujeres no se rasuraban los muslos. Me parecía irónico que en el mismo portal, sobre los mismos mosaicos amarillos con visos marrones donde había aprendido a andar, estuviese concibiendo ilusiones sicalípticas. Creo se estaba cumpliendo el primer ciclo de mi vida, como le ocurrió al Etrusco de Mika Waltari. Luego solíamos pasear por el parque y la Calle Real de Meneses. El caserón del que mi abuelo había hecho su casa de lenocinio estaba vacío y cerrado. Al esparcir la vista por los que se paseaban, noté que habían comenzado a aparecer 289 caras desconocidas en el pueblo. No tardaron mucho en ocupar la casa de mi abuelo Segundo. La Iglesia Católica había decaído mucho en Meneses. Con la desplazada de mis parientes a La Habana, desaparecieron de allí los pocos seres que filosofaban sobre Dios y lo juzgaban indispensable. Mis tíos-abuelos habían sido en su tiempo como el Stepán Trofimovich de Fedror Dostoiesvki. Supieron y creyeron siempre en que hay una felicidad completa en alguna parte. Se sintieron inmortales porque Dios existía. Se nutrieron de lo inconmensurable y lo infinito para crecer y multiplicarse. Pero ya no estaban. El relevo ilustrado en la dirección del pueblo estaba cayendo en quienes consideraban la inexistencia de Dios como la idea más elevada. Como Aléksieyi Kirillov, los nuevos dirigentes sostenían que el hombre había inventado a Dios para no matarse —porque el suicidio era la realización del libre albedrío, que a su vez era un atributo de la divinidad humana. Se empezaba a estimar que Jesucristo había vivido y muerto en la mentira. Aquella camarilla jamás logró hacerse comprender. Muchos de entre ellos creyeron volverse dioses si se suicidaban... y algunos lo hicieron. Tanto al principio como al fin, dirigieron en Meneses hombres del corte de Nikolai Stavroguin. Se dijeron capaces de hacer el bien, pero gozaron haciendo el mal. Finalmente, demostraron su generosidad suicidándose o muriéndose. Pero aquella gente no tenía importancia para mí. El sábado, dimos un paseo en automóvil. El padre de Rebeca le prestó un viejo Dodge del año ’48 que parecía una jicotea y andaba como un potro. Salimos del pueblo por el camino oscuro del cementerio. Armando iba en el asiento de atrás, abrumando a María de los Ángeles con el latiguillo de su conversación. ¡Inútil verborrea! No sé si se creería sus propias mentiras sobre las culebras que decía haber visto. A juzgar por el hablar trompicado y zafio de mi primo segundo, me pareció que, para él, María de los Ángeles no era más que el objeto de alguna burda masturbación. Tampoco María de los Ángeles estaba muy animada con Armando porque hablaba demasiado. Yo, sin embargo, miraba a Rebeca con un gustillo genético mucho más refinado. En mi familia paterna, la carnalidad entre los primos asumía en el placer algo sublime relacionado con el clan. No se tenía por una simple reciprocidad frívola y pervertida sino como una experiencia física- y espiritualmente gratificadora. ¿Qué digo, Dios mío! Como yo no sabía pronunciar ardentísimas palabras todavía —ni mucho menos entendía de engatusamientos—, miraba simplemente a Rebeca con el rabillo del ojo. No quería ser verboso. Ella conducía tranquila, contenidamente alegre, sin sospechar que se me había levantado una tormenta debajo de la portañuela. Mi prima segunda era recia como una mujer nibelunga. Cuando sonreía, entreabría los labios frescos y mostraba una dentadura blanca y pareja. 290 Imaginaba la piel lisa de sus muslos y la pelambre negra de su lascivia debajo del pantalón de montar que los ocultaba. ¡Ay, Rebeca! Llegamos a la bifurcación del camino que sigue a Iguará ó a Jarahueca. Como no nos poníamos de acuerdo sobre qué rumbo tomar, ya que en ninguno de los dos pueblos había nada digno de ver, nos miramos desconcertados los unos a los otros y nos echamos a reír. Luego rompimos a vocear con suma jocunda. Gritamos un buen rato en la noche estrellada, reconociendo tal vez que aquel histerismo estaba relacionado con la sexualidad. Cuando nos cansamos de alborotar, nos bajamos y nos sentamos sobre unos pedruscos a tomar un baño de luna. Me encantan las noches de luna llena —sobre todo escuchando el Claro de luna de Bethoven y haciendo el amor enamoradamente. Quería hablarle a Rebeca de algo atinente a la relación hombre-mujer, pero no sabía por dónde empezar. No se me ocurría ninguna pregunta capciosa para lanzarla sobre el tema. El creer que aquello pudiera ser ‘malo’ era un prejuicio. Rebeca se retrepó en la piedra, encarándose con la luna, arqueó una pierna y estiró la otra. Llevaba una blusa corta que no alcanzaba a cubrirle el ombligo ni el fino cinturón de piel charolada; como de costumbre, usaba botas vaqueras de cuero, con los bajos de los pantalones remetidos en ellas. Le levanté con los dedos tres motas espinosas (guisazos) que se le habían enredado en el pantalón. El clareo de la luna nos bañaba por entero y el silencio de la noche nos encerraba en el sigilo. No me lograba desprender de la erección; por el contrario, ésta parecía prosperar. A pesar de su atuendo y de sus movimientos toscos, Rebeca no me parecía una muchacha emperrada en el lesbianismo —o no deseaba creerlo. Entonces se quebró el hermoso silencio que nos envolvía. Como martillazos, las palabras de María de los Ángeles resonaron en la noche, previniendo a Armando: “¡Cuidado no pises las virutas de las chivas!” María de los Ángeles reía, cruzada de piernas sobre uno de los guardafangos del Dodge. Se destempló la noche y se me angustió la pasión. Pasamos el resto de la velada conversando sobre si Jesucristo se cortaba las uñas de las manos y los pies antes de conocerse las tijeras y si los seres humanos teníamos uñas donde antes habían garras. * A la mañana siguiente, el repique de la campana hendió el aire. Como la familia de tía Benita no asistía a la iglesia, no tuve que esperar por nadie y salí a tiempo de encontrarme con María de los Ángeles. La hallé por el camino de Jobo Rosado, casi llegando al decaído portón de madera de la iglesia vieja. Llevaba un pequeño velo blanco sobre el cabello negro y suave. Cruzamos la pasarela de la entrada, circuimos el campanario y nos sentamos en un banco delantero. Aspiré su devoción: mi prima era muy católica y se recogía fácilmente en la fe. Cuando apareció Rebeca, María de los Ángeles se levantó humildemente 291 de su sitio y fue a confesarse. Luego llegó Armando con su familia y la criada. Armando, el padre de Armando, Viruchi y los otros cinco chiquillos era muy calvo; tenía una franja de pelo negro sobre las orejas, semejante a una herradura que le hubiesen metido en la cabeza por el occipucio. Era hombre de pocas palabras y jamás me habló. Matilde Bauta se me acercó, enlutada. Olía muy bien. Mirando hacia la sacristía, me preguntó si quería ayudar al padre haciendo de monaguillo. Le expliqué que no deseaba desairar al sacerdote nuevo, pero que mis días en el presbiterio habían terminado. No insistió porque a ella le parecía bien todo lo que yo decía. De haber estado allí mi madre, hubiese tenido que vestir el faldón rojo y responder en Latín. La madre de Rebeca tocó el órgano y las Hijas de María cantaron. Terminada la misa, acordamos reunirnos los cuatro primos después del almuerzo frente a la casa de Rebeca. De allá partiríamos a Mayajigua. A Viruchi sus padres no la dejaban salir con varones porque era de temperamento amatorio y se pegaba mucho para bailar, calentándose groseramente. A mí me hubiera encantado que fuera porque tenerla encerrada en casa era como tratar de ahogar a un genio en su infancia. El trayecto entre los sembrados y los potreros era aún agradable porque las carreteras y los caminos apenas se habían comenzado a deteriorar por el empobrecimiento del país y la poca atención. La falta de cuidado en los sembrados de cereales se empezaba a notar. La piara de los iguales tiranizados por el señorío de los buenos no funcionaba bien. Mayajigua era específicamente un paradero de pequeñas casetas para amantes. Era el lugar ideal para pasar una corta temporada en compañía voluptuosa, ya fuera de luna-de-miel o de discreto desenfreno pasional. Por obvias razones, nosotros quedamos circunscritos al pequeño bar al lado de la laguna llena de flamencos y a los senderos asfaltados que entrelazaban las casetas, la piscina, el bar con su salón de baile, las orillas de la laguna, etc. Aquel domingo, estábamos solos en el salón del bar. De vez en vez, alguna pareja salía de una de las casetas, bebía una copa, bailaba un rato chupándose los labios y los carrillos, restregándose los pechos y los genitales, y volvía a encerrarse. Pedimos cervezas y refrescos. Por cinco centavos, se podía poner a la vitrola (jukebox) a cantar electrónicamente. La vitrola era un cajón de material transparente en cuyo interior estaba dispuesto un tocadiscos y un arreglo con varias docenas de discos de cuarenta-y-cinco revoluciones por minuto. Escogimos las canciones de Nat King Cole porque se podían bailar con ritmo slow. Hasta aquel día, mi única clase de baile había sido impartida por mi madre y por ti en quince minutos. Me habían dicho que me guiara por la música, arrancando con la pierna izquierda hacia delante, siguiendo con la derecha, 292 volviendo a mover la izquierda y luego amagando con el hombro derecho un cuarto tiempo antes de volver a empezar. No creo que lo hiciera muy bien, pero mi determinación de pegarme a mis primas segundas agudizó seguramente mi destreza en la danza. No sé cuántas veces repetimos Tuyo es mi corazón y Acércate más en medio de las nubecillas y los anillos azulados del humo levadizo de los cigarrillos. Una vez terminada mi segunda cerveza, supe que había llegado el momento de la verdad. Bailábamos apretaditos. Rozaba los pezones de Rebeca al menor movimiento. Le acaricié la espalda con la mano suelta y le pegué su diestra a mi pecho con mi zurda. Utilizando el pene prácticamente de ariete, se lo hinqué entre las piernas en medio de la danza y le besé el cuello. No saltó asustada ni me quiso romper la crisma. Sostuvo bien con la vulva el embate del bálano febril cada cuarto tiempo de la danza. Pensé que le había agradado el contacto masculino y me enajené de gusto e ilusión. ¡Pero no, no fue así! Terminó la pieza en silencio, algo colorada. Después, con un mador de ignominia perlándole la faz, me dijo con voz estremecida por la exasperación que era hora de regresar a Meneses. Me sentí muy frustrado. Con unción, de una manera casi mesiánica, había intentado salvar a Rebeca del deseo contranatural que había encarnado en ella. Pero mi querida prima rechazaba la redención. ¡Qué infortunio haber tenido que renunciar a la tufarada de su sexo! A Armando le había ido aún peor que a mí. María de los Ángeles le había puesto el brazo de tranca sobre el hombro y no lo había dejado acercarse. Aquello salió mal. El se despepitaba por agarrarle un trozo de nalga a María de los Ángeles. “¡Coño, no quiso!” me dijo después, ingenuamente. Primero se inculpó. Luego, como se sintió despreciado, me quiso mascullar que nuestras primas segundas eran invertidas. Mi lealtad no lo consintió. “¡No —lo interrumpí, afligido—; son familia!” Las quería y no las deseaba suponer degeneradas. Durante el resto de mi vida, he visto muchas veces a Rebeca. Siempre nos ha unido la amistad. Nuestras relaciones han sido cordiales. Ella perseveró en el vicio sin remisión por hombre. En cuanto yo sé, aquel incidente ni siquiera le dejó malos recuerdos míos. Creo que ambos nos comprendimos bien. Invariablemente, hasta pasado el brillo de la juventud, nos hemos deseado lo mejor el uno para el otro. Pero debo de confesar que, cuando el pensamiento me retrotrae a aquel último domingo de enero de 1961, inevitablemente concluyo que pude haber sido un gran socorro para ella. ¡Dios no lo quiso, Nenita! * Al día siguiente, traté de verme con la maestra fea. No pude. Volví a probar por la noche. Tenía intenciones de llevarla a dar un paseo por el camino de Jobo Rosado, que era oscuro como la boca de un lobo. Esperé oculto junto a la cerca del camino, atisbando el portal de las Bauta. Naturalmente, no quería ser 293 visto por Susana Méndez, la cual enamoraba con su prometido hasta las once de la noche en el portal frontal al de las Bauta. Al rato, la maestra salió a conversar acompañada de otras tres mujeres de la casa y se pusieron a hablar en voz alta. Susana y el novio se cambiaron al ala perpendicular de su portal achaparrado, desde donde podían verme fácilmente. Por precaución, di la vuelta y me fui a casa de tía Benita. En los pueblos pequeños, como Meneses, las mujeres se entretienen mirando a los demás acodadas en los poyos de las ventanas; los hombres también espían, recostados a los quicios de las puertas. ¡Pueblo chiquito, infierno grande! Pasé el tiempo jugando a las cartas con unos personajes aburridos que solían hacerles compañía a tía Benita y a Fulgencio. El nombre del juego era ‘machuca’. Se trataba de recoger en serie ascendente la mayor cantidad de cartas posible con aquellas tres que se repartían en tandas y se iban desechando. El olor a tabaco y a café me obligó a retirarme a dormir temprano. * Mi vida necesitaba alguna expansión después de tres tamañas frustraciones genitales. A la noche siguiente, sin que tía Benita se enterara, busqué en mi maletín de viaje las dos ampolletas de fino vidrio que encapsulaban el líquido apestoso comprado meses antes en La casa de los trucos. Me dirigí al cine llevándome las cápsulas dentro de su caja de cartón en el bolsillo del pantalón. Anduve con cuidado, temiendo un golpe fortuito que lo echara todo a perder y me apestara completamente. El cine estaba aún en manos capitalistas. El martes era tradicionalmente ‘día de damas’ y la sala se llenaba de mujeres que entraban a medio precio. Las acompañaban sus novios y maridos. Entré con los primeros. Me posesioné de una butaca en un rincón de la última ringlera de sillas, cuyo respaldar daba contra el muro que separaba el corredor de acceso al gallinero de la sala baja. Ni los de adelante, ni los de atrás podrían apreciar el movimiento de mi brazo al arrojar las ‘bombas’. Ni siquiera los de arriba —la gradería entornando al proyector, llamada ‘gallinero’—, me podrían ver. Solamente me tenía que cuidar de una pareja de novios sentados a mi izquierda, con una butaca vacía de por medio. Por suerte, estaban demasiado ocupados ‘rescabucheándose’ mutuamente para ponerme atención. Estaba listo, con el elemento sorpresa de mi parte. Antes de apagar las luces para proyectar la película, el encargado del cine ponía la misma canción, Una vez nada más, un par de veces. El mismo empleado que recogía los billetes en la puerta de la entrada manejaba las luces y el proyector de cine —además de echarle creolina a los mingitorios y barrer el piso. Su costumbre, o su instrucción, era cortar el alumbrado y prender el proyector. Desde que se oscurecía la sala hasta que aparecía el haz de luz del proyector transcurrían dos segundos exactos. En ese preciso intervalo de tiempo, cuando 294 todos estuviesen cegados por la tiniebla, tenía que lanzar al alto las ampolletas para que se rompiesen donde quiera que pegasen, ya fuera el cemento duro del piso, una luneta, la cabeza de algún asistente o la tarima del teatro; en caso de rebotar en algún cuerpo fofo o en la pantalla, tendrían necesariamente que caer al suelo y quebrarse. No me sentía nervioso en absoluto. Me disponía a causar un buen disturbio ‘contrarrevolucionario’. En medio de la canción de Agustín Lara, saqué las ampolletas de su caja y las oculté en la palma de la diestra. Me quedé con el estuche de las ‘bombas’ en la siniestra, como si se tratara de una caja de cigarrillos. Para disimular mi alistamiento a actuar, fingí que me estiraba, dejando el puño cargado junto a la oreja. Esperé pacientemente durante unos segundos que me parecieron larguísimos. Se cortó la música, se apagaron las luces y ¡zúuuum!, saltaron las ‘bombas’ propulsadas por el movimiento reflejo de mi brazo. Cuando la luz emitida por el proyector alumbró la pantalla, una cápsula se estaba reventando contra el respaldar de una luneta y la otra en el pasillo. Nadie hizo caso de los casi imperceptibles reventoncillos. Un par de segundos más tarde, cuando apareció el título de la cinta en la pantalla, alguien gritó: “¡Foooo, qué peste!” Una mujer preguntó desconsolada: “¿Pero quién se ha podido tirar un peo tan salvaje?” Y otra que se levantaba para correr hacia la salida: “¡Ay, Dios mío, se han cagao en el cine!” El público se dispuso a salir. Yo iba entre los primeros que se dirigieron al umbral porque no deseaba papar aquel olor a huevos podridos y necesitaba desembarazarme de la prueba palmaria de mi mediación en el ultraje a las narices ajenas. Hubo que abrir las puertas de emergencia de los lados del edificio. Ya se sospechaba un sabotaje y algunos hablaban sin comedimiento. Sin ser visto, dejé caer el envoltorio del delito entre los matojos que bordeaban el teatro. Seguí tranquilamente al parque y me senté en uno de los bancos de granito rosa donados por mi tío-abuelo treinta años atrás; apenas se distinguían ya las letras doradas del asiento que rezaban: Adriano Delgado. Allá esperé hasta que se disipó el olor y nos mandaron a entrar de nuevo al cine. Tal como me esperaba, una de las comunistas del pueblo tuvo la cuca intención de complicarme en la fechoría. Se trataba de una pelandusca. “¡Ese fue seguramente Joaquín que es muy malo!” había dicho en voz alta. Pero estaba prevenido contra ella. El policía de la Revolución, un tipo vestido de verde, con gorra, se me acercó silenciosamente con talante caviloso. No lo conocía. — Muchacho —dijo—, ¿fuiste tú el que apestó el cine? — No —mentí como un granuja, sintiéndome muy bien y a salvo. — Dice esa señora que tú pudiste haber sido. (La tipa se nos había acercado.) 295 — La señora puede decir misa —repliqué, mirándolo con irrespetuosos ojos. No me desdigo. — Bueno es lo que ella dice —adujo estúpidamente el tipo, confundido por mi negativa metodizada. — ¿Es que alguien me vio? —le pregunté, tal como había aprendido a hacer en el colegio de los hermanos cuando me acusaban de tirar tacos de papel mascado. — No; en realidad, no. — Cuidado no haya sido ella misma y se esté tratando de ‘limpiar’ conmigo —cargué a la ofensiva, como al descuido. — Okay —dijo el policía, yéndose. La película era malísima, pero me la tuve que zampar toda para que no fueran a pensar que no tenía deseos de estar en el cine. Me había sentado en una luneta cercana a la de la mujer que me había acusado inútilmente. Ella me miraba de soslayo a cada rato, ocultando el ojo negro detrás de un mechón de pelo azabache que le caía sobre la frente. Yo también la miraba, pero insolentemente. Primero pensé que sería bueno zamarrearla, patearle las nalgas y escupirle la cara. Después cavilé con más cordura que hubiese sido mejor convencerla de que yo era un buen muchacho y hacerle el amor porque, realmente, no estaba mal como hembra aquella mujeruca liviana. Le dirigí algunas miradas de cándido arrojo a sus rodillas, sin lograr hacerme comprender. * Al domingo siguiente, llegaron mis padres a recogerme. Esta vez sí me despedí definitivamente de todos mis amigos y conocidos. El número de cubanos exiliados aumentaba cada día. Fue la última vez que vi a Germán y a Filadelfa, a Cagao y los Caparroche, a Mollejita, a la hija rubia de Pepito el mecánico, a Lorenzo el medio-hermano de mi abuelo, al hombre que mi abuelo jamás prohijó, a Marito y María Guerra, a las hermanas de Roberto el maricón, a las hijas de Quinto y a su mujer —otra antigua amante de mi abuelo—, a Raúl Méndez y su familia, a Cuco el comerciante y a su familia, a Cabrera el empresario y a sus hijos, etc. Meneses había cambiado. Ya no era el lugar amistoso de mi niñez. El pueblecito había dejado de ser acogedor hasta para una clase media sin empingorotar. Desde aquel día, dejó de formar parte de mi vida para convertirse en recuerdo. Es justo decir que salí del pueblo cubierto de gloria. A pesar de no ser yo de aquellos valientes que colocaban bombas verdaderas, rompían buzones, cortaban tuberías de agua o incendiaban plantaciones, mis primos segundos se enorgullecieron de mi actuación en el cine y me llevé un accésit en ‘cojonudez’. Rebeca me llenó de besos y felicitaciones. Matilde Bauta me llenó de besos y admoniciones —en Cuba había cien-mil presos políticos. 296 * Volvía a Santa Clara a esperar la partida. No tenía sentido volver al colegio. El Caballo estaba preparando la carga final contra la educación privada. El 4 de febrero de 1961, el presidente Dorticós declaró que el gobierno no podía aceptar la ‘neutralidad política’ de los educadores. La Inquisición llegaba a Cuba. Colegio de los HH Maristas Santa Clara, Cuba 297 * Al llegar a Santa Clara, me llevé una agradable sorpresa: a instancias de Paulina, mis padres habían decidido ir a misa de siete de la mañana los domingos a La Pastora. Se trataba de una iglesia muy antigua, de oscura nave y encendido tabernáculo, predio de los frailes Carmelitas. En la fumarada de aquel templo, donde los monjes asperjaban agua bendita y el silencio pesaba sobre los cirios y las estatuas, mis padres sentían una gran devoción. Paulina los acompañaba y a Wifre lo llevaban. Es hermoso hundir los ojos, con fe, en el Santísimo Sacramento. También yo lo hice una vez. La doctrina cristiana es el engaño más bello y mejor intencionado que he conocido, así se valga de arcanos horrores eternos para civilizar. En cuanto me enteré de los planes dominicales de mi familia, manifesté mi deseo de continuar yendo a la misa de las nueve en la Iglesia del Buen Viaje. ¡Ah, si lo sabrás tú! ¿No es cierto, Nenita? Aduje que, en el templo donde había tomado la primera comunión, me sentía más a gusto entre mis antiguos compañeros del colegio. Nadie se opuso y mi semblante resplandeció de alegría. Se supuso en el ámbito familiar que, siendo yo el menos piadoso, necesitaba más del ambiente propicio al culto de Dios. Si mis ojos exteriorizaron alguna vez las emanaciones del sexo, nadie lo notó en casa. No creía que Dios me hubiese lanzado sobre ti para perderme en el fuego eterno. Como yo ni siquiera me leía el Antiguo Testamento —un libro perverso de mentiras increíbles, crímenes despiadados, rapiña injustificable, latrocinio mañoso, incesto descarado, onanismo vulgar, homosexualismo orgiástico y prostitución ladina—, no podían sospechar que tuviera pensamientos deshonestos ni inclinaciones libertinas. Realmente, no las tenía. Jamás miraba obscenidades, escuchaba desvergüenzas o rozaba aquellos mismos temas que reprobaba la Santa Madre Iglesia. De no ser por mis dudas, hubiese sido un buen católico. Desde el primer domingo, me desperté temprano, cuando los otros se preparaban para marchar. Fingía dormir hasta que sentía arrancar el motor del Chevrolet Bel Air. Los espiaba por una rendija de la persiana de mi habitación. Mi madre, con el velo negro en su cabellera plateada, montaba adelante llevando en sus manos el misal y un ramo de flores del jardín para colocarlo en los búcaros de la iglesia. Paulina, acarreando en su cabello negro las gotas de rocío que se deslizaban por las cerdas del pino aledaño al portón, montaba atrás, justo detrás de mi padre, que guiaba. Wifredo Júnior, con la mirada extraviada, deprimía los muelles del asiento trasero con la cabeza. El automóvil retrocedía silenciosamente por el vial de dos franjas que empalmaba con la calle. Tú salías tras ellos a cerrar la cancela. 298 Me levantaba y corría al ventanal del frente de la casa. El Bel Air, con sus circunspectos ocupantes, giraba a la izquierda en la Carretera Central desde la calle lateral, en la depresión de la encrucijada, y se impulsaba rumbo al corazón de Santa Clara. La Pastora estaba en medio de una plazoleta-parquecillo en la Calle Cuba. Nuestra casa quedaba anegada de silencio. Inmediatamente, encendido por la emoción, iba a buscarte. “¡Vamos, Nenita!” te instaba. Tú, siempre temerosa de que mis padres pudieran regresar por cualquier motivo, no te atrevías a acostarse en el lecho desnuda. Te metías en el baño de tu habitación y le pasabas el seguro a la puerta tras de mí. “¡Qué grande estás!” me decías, poniéndome las manos en los hombros como para medirme. Por entonces, yo mostraba una alegre erección. Los domingos de mayor sosiego, te descotaba los senos para chuparte los pezones porque enloquecías de placer exprimida como una chiva; siempre, te levantabas la falda recostada a la pared de azulejos, te bajabas las bragas y asumías el control de mi miembro crecido para no resultar desflorada en la efusión voluptuosa. Yo era un buen cooperante que no soñaba en causarte ningún menoscabo, mi gran amiga. Te tenía cariño porque eras buena. No podías resultar vencida por el encanto de la seducción porque tenías un novio a quien le debías rendir el himen intacto el día de la unión. Era nuestra cultura. No creo que estuvieses enamorada de tu prometido, pero tu resignado corazón latía en un pecho primitivo. O tal vez pensaras, como Gustavo Flaubert, que la presunta felicidad es una mentira imaginada por la desesperación del deseo. Considerando el mundo actual, donde libertad significa inmoralidad degenerada y se considera anacrónica tanto a la virgen como a la casada fiel, tú debes de estar ufana de aquellos momentos de sano placer. Quedábamos frente-a-frente, de pie, sin remilgos, pudores ni miedo, envueltos en la fosca y el murmullo interior del casi-ayuntamiento. Yo me agachaba hasta nivelar las zonas genitales, te abrazaba por el talle y te agarraba las nalgas, te chupaba los labios cuando me lo pedías, pegaba el miembro a tu carnosidad abierta y me deslizaba hacia delante y hacia arriba. A la usanza campesina, sólo el bálano entraba en la vagina y friccionaba el clítoris. Aquellos momentos eran gloriosos: “¡Uf-sh!, ¡Uf-sh!, ¡Uf-sh!, ¡Ay-ay-ay!” jadeabas, orgasmeando rotundamente; “¡Ah-ah-ah!” te anunciaba yo con el entendimiento nublado, sintiendo el cosquilleo de una eyaculación inaplazable. Y “¡Pssssh!” despichaba la esperma entre tus muslos, que se cerraban instintivamente sobre el miembro mientras, con la ‘pepita’, me friccionabas la base del pene y suspirabas un último “¡Aaay!” Detrás del abrazo, una gruesa lágrima de esperma rodaba por los azulejos de la pared hasta el piso. Después de aliviar nuestros más violentos ardores, nos sentábamos en tu cama a besarnos, a sorbernos y a manipularnos —los segundos orgasmos y eyaculaciones por cimbreo de diestra no eran raros. Como éramos relativamente 299 incorruptos, no sabíamos que la punta de mi lengua podía extasiar el cuerpecillo de la vulva ni tu boca mi glande. Eso lo aprendimos luego de Carlos y Paloma. Según habíamos podido colegir de las historias de Meneses, no podíamos volver a unir los órganos sexuales durante cuatro horas después de la eyaculación porque así se habían producido alumbramientos vírgenes en el pasado. ¡Caramba, Nenita, qué domingos tan buenos! Antes de que mis padres y hermanos regresaran de misa, cruzaba la Carretera Central y esperaba una de las guaguas de Orfelio, el propietario del cine Cloris y los ómnibus locales, frente a la casa de los Nardo. Aquel servicio no había sido expropiado aún y funcionaba bien. Fue preciso el ingenio alcornoque de los interventores revolucionarios para encajonar a la gente, echar a perder el mantenimiento e incumplir los horarios. Pero entonces, los autobuses aún servían para ir los domingos a la Iglesia del Buen Viaje y al centro de la ciudad los demás días. * Para hacerles creer a los vecinos integrados en la Revolución que iba a la escuela, mis padres me matricularon en el Colegio Metodista durante los meses de febrero y marzo. De esta forma, me veían subir al autobús local todas las mañanas con mi camisa blanca y una libreta de apuntes. Preferíamos que los del Comité de Defensa de la Revolución (CDR) no sospecharan que estaba matando el tiempo en Santa Clara mientras arreglaba los papeles para salir del país. En el Colegio Metodista, presté bien poca atención a las tablas de logaritmos y mantisas —práctica obsoleta una vez extendidas las calculadoras electrónicas. La maestra de Cívica era joven y muy bonita, pero se entendía con el profesor de Educación Física. Las alumnas eran terriblemente timoratas y gordas. Hice una tibia amistad con los compañeros de clase porque no me parecían buenos contrarrevolucionarios. * No podía olvidar la promesa que me había hecho a mí mismo de hacer algo contra los comunistas. Me fui a ver a Roberto Cabrera, el hijo del propietario del Club Venecia, quien tenía un laboratorio de química que su padre le había regalado y era de temperamento violento. Roberto había demostrado su temple impetuoso en dos ocasiones: cuando Juan Ramos le escondió una caja de químicos, se le echó encima blandiendo una pala de boy scout con las peores intenciones y lo hizo correr mucho; hacía unos días, durante un juego de pelota, se había peleado a los puñetazos con un limpiabotas ciudadano-del-pueblo que tenía un pariente policía; Roberto le había hinchado un ojo de un capirotazo. Lleno de un reservado orgullo, su padre había tenido que sacarlo del calabozo. Junto a los anaqueles de un estante de madera que sostenía varios frascos de elementos, redomas vacías y compuestos químicos —sobre todo botellas de ácidos—, Roberto y yo discutimos durante varias horas las opciones reales que 300 teníamos. La porra forrada de alambre de cobre que yo había construido quedó descartada por escandalosa. De mi tira-piedras, ni hablar. Desechamos la idea de volar puentes porque la técnica de fabricar explosivos no existía en nuestras mentes. Tampoco había posibilidades de adquirir armas de fuego ni de aprender a usarlas —la escopeta calibre 22 había quedado enterrada en Meneses. Los envases de vidrio de boca estrecha, en los que podíamos meter gasolina, aceite y taponarlos con una mecha, se prestaban a ataques contra almacenes y vehículos del Estado —pero no sabíamos ni dónde ni cómo atacar. Decidimos consultar a los amigos contrarrevolucionarios de Cabrera el viejo. Los Cabrera vivían a dos cuadras de nuestra casa, hacia el Sur, en una morada grande de dos plantas. El padre era calvo y delgado, hombre de negocios, socio propietario del Club Venecia, cuyo local estaba en una curvatura de la Carretera Central, frente al aeropuerto de Santa Clara. No sé por qué Santa Clara, siendo seca, tenía un Club Venecia y un malecón sin agua —hasta el río Ochoa era angosto y se deslizaba alejado de la ciudad. El padre, la madre, Roberto y su hermano Abad se marcharon de Cuba a las pocas semanas. En cuanto salieron para Miami, la Revolución le dio la casa de su propiedad a un comandante del Ejército, hecho que frustró las aspiraciones de Pepa, la mujer de Santos, activa en el CDR. Roberto Cabrera, padre, sacó algún dinero de Cuba. De Miami se trasladó a Santo Domingo, donde volvió a hacer fortuna. Concibió y armó la primera fábrica de sopa de plátano deshidratado del país. Sus hijos continuaron elaborando la sopa y otros productos derivados del plátano. Sus descendientes fueron dominicanos. El día 14 de febrero, día de los enamorados, la luna se apreciaba empurpurada. Los de nuestro grupo en el barrio asistimos a la última fiesta del Club Venecia —para mí fue también la primera. Aproveché la ocasión para estrenar uno de los tres trajes, el marrón, de los que me habían comprado en La Habana y mis zapatos ambarinos de piel de becerro. Allá estaban las madres de dos niños del reparto donde vivía cuyos nombres no quiero mencionar. Como se había corrido la voz de que ambas mujeres estaban tan aburridas del adulterio como del matrimonio, charlé con ellas largamente para hacerme notar. Me encontraba consciente de ser demasiado joven y correcto para semejante intento; no obstante, manejé bien el papel del muchacho virtuoso que puede sucumbir fácilmente a la seducción de la mujer madura. Una de ellas, la más hermosa, enganchó pronto con un antiguo alumno mayor de los HH Maristas de Santa Clara. La más descarada, que lucía aquella noche gargantillas, pulseras y otros perendengues dignos de un lupanar, me invitó a bailar y se quedó conmigo un cuarto de hora a pesar de la erección que me sobrevino. Me sentí estremecido íntimamente, adivinando lascivia en su mirada, y quizás haya temblado un poco. Luego me dijo, como absolviéndose por haberme consentido el 301 empinamiento del miembro, que al día siguiente abandonaba el país con su marido y su hijo. Bon voyage! ¡Y gracias por la despedida! Todos los integrantes de nuestro grupo estábamos preparando documentos para irnos a Miami. Aquella noche me dijeron que a los muchachos que llegaban sin sus padres los llevaban a unos albergues de refugiados cerca de Miami. El Club Venecia consistía de una nave de treinta metros cuadrados en forma de bohío, con la techumbre de hojas de palma sostenida por dos docenas de horcones de madera recia. La pista de baile estaba levemente alumbrada para facilitar el apretón sin rubor en el acurrucamiento de la penumbra. Las parejas de novios, amigos y amantes se desvanecían en la sombra como fantasmas ante los ojos de los demás. Las mesas y la barra estaban alejadas de la parte del piso dedicada a la danza y mucho mejor alumbradas. Cuando la música cesaba, surgía un reguero de luz por todo el entorno del local y la gente socializaba. Bailé ritmo slow con varias muchachas del barrio, incluyendo a una que me hizo algún arrumaco. Fui retórico con todas, hasta con las que tejían embustes para darse importancia y llevaban falsedades desde el color del pelo hasta las uñas de los pies. Aquella noche, conocí a dos amigos del padre de Roberto. Me facilitaron pegatinas de cuatro centímetros por tres del Movimiento de Recuperación Revolucionario (MRR) y del Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP) que prometí fijar por las puertas y fachadas de las casas de toda Santa Clara y en los parabrisas de los automóviles. En aquel momento, me tenía sin cuidado la tendencia política de los opositores del gobierno, siempre que fueran anticomunistas. Cuando salía del Club Venecia, uno de los tipos me entregó cinco libras de ‘capicúas’ para ponchar las llantas del transporte público. La capicúa resultó ser un excelente artefacto de sabotaje. Era una simple varilla de dos puntas afiladas, doblada primero en forma de U, formando una grampa (grapa); las pullas de la grampa, a su vez, habían sido acodadas en sentido opuesto una de otra, para que ésta siempre cayera con una de las púas de dos centímetros apuntando hacia arriba, a menos de treinta grados con el vertical. Durante las dos últimas semanas de febrero y las dos primeras de marzo, puse pegatinas en las puertas de las casas de las calles Cuba y Colón y las del reparto donde vivía, en los faroles de los vehículos del ejército, en los portamaletas de los automóviles, en los autobuses, en los postes del alumbrado público, en los bancos del Parque Vidal y en los respaldares de las lunetas del teatro Silva. Trabajaba de noche, entre las ocho y las once. Luego, en la mañana, bajo un sol oblicuo, me regocijaba viendo a Pepa, la del CDR, despegar con preocupación y en silencio las etiquetas que yo había adherido al parabrisas del pequeño automóvil de Santos, su marido. Me resultaba aún más divertido avistar de lejos a los cuatro integrantes de la familia Clemens —al padre envidioso, a Luis el renacuajo, a Juanito el tarrudo y a su madre lengüetera y miope— 302 recorriendo todo el barrio con abatido talante, rasando con un cuchillo las pegatinas de los postes de la luz mientras formulaban toda clase de conjeturas. El dedicarme a aquellas actividades, delictuosas en el sistema bárbaro de Cuba, no me asustaba porque Dios, conociendo todas nuestras necesidades, me protegía con el don de la precaución. Nadie, ni siquiera los miembros de mi familia, conocían mis actividades clandestinas. Para mantener mi apariencia de inofensivo, casi todas las tardes me reunía con el grupo de muchachos y muchachas del barrio a sostener conversaciones idílicas. Allí nadie más que yo se había leído La Iliada, pero todos sabíamos enjaretar sandeces en la plática. Los domingos por la tarde, solíamos poner discos con las canciones de Paul Anka, sobre todo el de los quince éxitos, y bailar en la casa de alguna muchacha. En realidad, no sabíamos que estábamos cortejando porque éramos algo inocentes y practicábamos la virtud. Como no entendía la letra de las canciones, sentía mucho no haber prestado atención en las clases de Inglés —a las muchachas les gustaba que cantáramos con Paul Anka. Aunque, sing along or not, aquellas muchachas del barrio eran indecisas en el amor. Me gustaba mucho Lucy, la prima de Poly la noruega, que era alta, rubia y espigada, con bonitos y puntiagudos senos a pedir de boca, piernas largas y cintura estrecha; inoportunamente, tan sólo tenía trece años. Creo que, de haberme quedado a vivir en Cuba, hubiera hecho un esfuerzo sobrehumano por afianzarme en sus caderas y alojarme entre sus muslos con embriaguez amorosa porque Lucy era ingeniosa, dulce y digna de ser bienquista. Algunas veces, iba en bicicleta hasta su casa cuando estaba sola por darme el gusto de verla en chinelas. En cuanto nos sentábamos en el columpio de su portal, me daban ganas de decirle: “¡Vamos, Lucy, quítate las babuchas!” Si alguna vez se sacaba el escarpín, dejándome ver su pie desnudo, sentía una refinadísima voluptuosidad. * A finales de febrero, fuimos a Santiejpírito a visitar a la familia de mi tío Pancho. El espectáculo de los cinco niños desconsolados sin su padre rompía el alma. Algunos, que eran críos, gritaban “¡Papa!” cuando oían mencionar el nombre del padre. Tía Hortensia, la mujer de mi tío, los cuidaba con la ayuda de una tía suya. Había tenido que darle soleta a la criada porque era informante del gobierno. Mi tía se daba ingratas trabajeras para ver a su marido en la prisión de Isla de Pinos. Mi tío estaba sumamente delgado. No se habían formulados cargos en su contra, pero no lo dejaban salir de la insalubre mazmorra donde lo tenían recluido. Colegí de la conversación de mis padres con tía Hortensia que, en Cuba, el individuo no tenía protección frente al Estado. Me puse furioso y deseé fervientemente que Dios me concediera el poder de echar a rodar las cabezas de la negrada comunista, tal como El Cid había hecho con 303 los moros de Yusuf. En aquel momento supe que, de tener poder, ningún estado se iba a poder defender de mí. ¡La gentuza pantomímica e incivilizada me da asco, Nenita! Y aquel furor se convirtió en una soñación perpetua. Cuando regresamos a Santa Clara, sin que mis padres lo notaran, esparcí una libra de capicúas por la Carretera Central desde el asiento trasero del Bel Air. Tenía el derecho consuetudinario al sabotaje. Mientras menos llantas rodaran en Cuba, peor sería el transporte. Pero casi la mitad de las apreciadas doblepúas saltaron fuera de la pista, al arcén, donde resultaron inocuas al tráfico. Quedé sumamente insatisfecho del ataque y tomé una súbita resolución: sería más efectivo en adelante. * El 2 de marzo, el Ministro de Educación del Caballo, Armando Hart, culpó a los colegios católicos de fomentar revueltas contra el gobierno. Era cierto. ¿Qué otra cosa podría esperarse? El gobierno preparaba el camino para darle el puntillazo final a la educación privada en Cuba, apropiándose de las residencias y de los terrenos de los colegios. El 4 de marzo, apareció El Caballo despotricando contra los religiosos y gritando que la Iglesia Católica era contrarrevolucionaria. También era cierto. En la noche del 4 de marzo, me planté en la parada de los autobuses locales frente a mi casa. Cautelosamente, hundí la mirada en la noche analizando las sombras y las siluetas para asegurarme que no hubiera chivatos por los alrededores. Específicamente, tenía que cuidarme de Pepa, la del CDR, y de Juanito, el cornudo que se creía padre de su segundo hijo. Mi objetivo era pincharles las llantas a los autobuses de todas las rutas de transporte de pasajeros y a los camiones de carga. Llevaba metidas en el bolsillo de mi abrigo dos libras de capicúas. Cualquiera que me vio, pensó que esperaba la guagua local. Pero no fue así, las dejaba pasar sin abordarlas. Cuando distinguía aproximarse por la recta de la Carretera Central el bulto metálico con luces rojas y ámbar en la cima, características de los autobuses y los camiones, me inclinaba y pretendía atarme el cordón de los zapatos. En parejas, fui colocando las capicúas dentro de la huella dejada sobre el asfalto por las ruedas de los vehículos. Luego me incorporaba sin hacer movimientos bruscos y esperaba quince segundos hasta que pasara por mi lado el utilitario. Aquellos grandes neumáticos que rodaban a las soledades del Este estaban hambrientos de pinchos porque todos tomaban sus dos capicúas y se las clavaban en la goma. A la media hora, crucé la Carretera Central y me desplacé a la parada de las guaguas locales frente a la casa de Nardo, donde me seguí comportando como un presunto pasajero. Frente al tubo de acero galvanizado con el distintivo metálico que indicaba la detenida, ejecuté la misma maniobra contra el transporte que entraba a Santa Clara. 304 Entre los ómnibus de pasajeros, ‘ponché’ unos veinte carros de las Mandarinas, los Santiago-Habana, la Cubana, los Manzanilleros, etc. También dejé rencos de las ruedas delanteras unos diez camiones-rastras y dos camiones rusos del ejército comunista. A la semana siguiente, repetí la operación hasta quedarme sin capicúas, afectando a un número similar de vehículos. Reservé dos capicúas que puse directamente debajo de las ruedas del automóvil de Santos, el marido de Pepa la del CDR e, incivilmente, suegro de la fogosa Paloma. De aquella experiencia, saqué una invaluable lección: hay que saber callar. Además, desde que cumplí mi primera misión belicosa, he sido poco indulgente con mis enemigos. * Como me aburría, frecuentaba la plaza de Santa Clara, donde había movimiento de gente. La plaza estaba cerca del Parque Vidal, antiguo bastión de la raza blanca, ahora popularizado y abandonado por la gente de buen jaez. El Parque Vidal se deslustraba a diario con las pantomimas, las palabras soeces y los giros de la jerga de negros pringosos, mulatos de pelo duro, pardos de cabellera desrizada que los despreciaban a ambos, y hasta blancos degenerados. Cada domingo estaba menos concurrido, como si la gente decente hubiese perdido energía cinética. Las confiscaciones en el campo obraban ya cierta merma en la oferta de carnes, granos y vegetales. Empezaban a rondar por los pasillos del inmueble lleno de puestos y kioscos compradores de la clase media. La gente se deshacía de los desacreditados billetes verdes del gobierno con cierta voluptuosidad. Yo le servía de acaparador a mi familia, comprando jabones, filetes enteros de res, quesos y conservas de lata; de paso, recogía todas las monedas de plata que podía. Aunque no lo sabíamos con certeza —lo último que se pierde es la esperanza—, el sentido común parecía sugerir que se acercaban siete veces siete años de vacas flacas, el primero de los cuales había que afrontarlo en el país. Cuando regresaba a casa de la plaza, cargado de encargos, en vez de subirme al autobús local, alquilaba un coche tirado por un caballo. Frente a la plaza, en el empalme de la calle Colón con la rotonda del parque Vidal, aún se desempeñaban los aurigas que anunciaban en el panel trasero de sus coches a la Óptica López. El viaje de regreso resultaba lento pero muy agradable escuchando el cascabeleo de las colleras del palafrén. Me gustaba recibir la brisa de Cuaresma en la cara tras el tiro de aquellos pencos de la ciudad a los que, por costumbre, les estaba permitido levantar el rabo y soltar sus boñigas en la calle. 305 Cuando hallaba por la plaza algún cancionero de Luis Bravo, lo compraba. A ti te gustaba que te leyera la letra de las canciones —porque a veces resultaba ahogada por la música en la grabación. De haberlo pensado mejor, hubiese empleado mis horas ociosas en enseñarte a leer con aquellos cancioneros y las cartillas con las que mi madre había enseñado a Wifredo Júnior. Estoy seguro que, de haberme quedado en Cuba, te hubiese enseñado a leer y a escribir los veranos y te hubiese penetrado profundamente. Tal vez hubiese tenido un hijo contigo. “¡Coñó!” Debo confesarte que, después de haber conocido al sexo atolondrado y sus malas artes para el matrimonio, reconozco que las guajiras fuertes y saludables, enemigas de las discusiones y las llantinas, hubiesen sido las mejores madres de mis hijos. ¡Mi bisabuelo Pancho fue un genio! * Sentados en sus buroes, los dirigentes comunistas habían formulado grandilocuentes planes para una industria del acero, para extraer mineral de los yacimientos, para construir astilleros de buques pesqueros, para mecanizar las cosechas, para dotar al país de refinerías de petróleo, para edificar plantas eléctricas y tender líneas de distribución, para potenciar la industria química, para producir papel del bagazo de la caña de azúcar, para extraer fármacos de la cera, para elaborar el caucho, el níquel y el hierro. Mientras tanto, en el 1961, el pueblo se comía las últimas vacas y los últimos sementales del capitalismo. No dejaron carne ni leche para el comunismo en el 1962. Desarraigaron los sembrados de caña de azúcar en el tercio de Cuba expropiado sin suministrarles recibos a los propietarios. Formaron cooperativas exentas de llevar contabilidad, cuyo rendimiento le era indiferente a quienes las manejaban —los técnicos se habían marchado al extranjero. En medio de las ensoñaciones de los burócratas, la escasez de alimentos se empezaba a sentir. La isla de Cuba había pagado temprano en su historia un precio social alto por el mal aprovechamiento del suelo. El agricultor se había convertido en arrendatario de la tierra que trabajaba o en un desvalido peón. Los antiguos terratenientes no aceptaron impuestos ni reformas. El nuevo gobierno tenía nuevas palabras para el que plantaba y escardaba el suelo, pero no mostraba interés en darle la oportunidad de ser dueño de la tierra ni de los útiles de su oficio. El trabajo del campo seguía siendo una maldición. Nadie labraba la 306 tierra por su gusto y beneficio. Se oyeron muchas propuestas para aliviar el entorpecimiento económico que ocasionaba la mala distribución de la hacienda, pero jamás se consideró legislar un remedio sensato para el problema. El vendedor ambulante de los helados de paleta marca Guarina había dejado de pasar frente a nuestra casa. Por las tardes, sobre las tres, sentíamos la ausencia del campanilleo del carro de helados y el pregón de su dueño: “¡Helados de coco, chocolate, fresa, mantecao!” Ya no nos sentábamos en el portal, como antaño, a esperar la llegada del carro termo-triciclo de menos de un metro cúbico de capacidad, con su tapa hermética en la superficie metálica cimera, cuyo patrón lo empujaba alegremente por una barra de acero niquelado. Tampoco pasaba ya por casa el vendedor ambulante de embutidos y no comíamos entremeses de chorizo. Cuando almorzábamos potaje de frijoles blancos sin tocino ni morcilla de España —el símil del país era raro e insípido— , extrañábamos al gallego cincuentón que los llevaba. El ibero era un tipo lánguido y correcto que se dedicaba a su negocio sin mirar descaradamente a las mujeres, como hacían los cubanos; llevaba los embutidos dentro de una maleta grande, de cuero, y los bajos de los pantalones deshilachados del mucho andar. Algunas veces, mientras mi madre iba a buscar dinero para pagarle los embutidos, me decía que hacía mucho calor y yo le llevaba un vaso de agua fría. * Una noche, sentí un ruido de orugas frente a nuestra casa. Salí al portal a averiguar de qué se trataba. Por la Carretera Central, pasaban con rumbo Este media docena de tanques Stalin —que seguramente no servían para arar la tierra— y varios vehículos de estilo soviético arrastrando cañones de 105 milímetros —que tampoco serían para cazar jutías. Me quedé un rato con el hombro apoyado contra una columna, porque iban muy despacio. Se esperaba una invasión por Oriente. Todos los carros llevaban las luces apagadas. Los camiones transportaban soldados con uniforme verde-olivo y milicianos con camisas grises. Iban en absoluto silencio, o quizás el rechinar de las orugas se le sobreponía a las voces. Desde el 2 de marzo, El Diario de Costa Rica había anunciado la invasión armada a Cuba. El Caballo había hecho su pacto con los rusos. Las embajadas cubanas les estaban entregando dinero y propaganda a los partidos comunistas en Sudamérica. Para seguir recibiendo piezas de repuesto norteamericanas vía Canadá, el gobierno indemnizó a los bancos canadienses que había confiscado. El Servicio Secreto se estaba haciendo famoso por las torturas de prisioneros. A mi tío Pancho lo habían fusilado dos veces con cartuchos vacíos para aterrorizarlo y lo estaban matando de hambre. Los Comités de Defensa de la Revolución, como el de la familia Santos en mi barrio, informaban contra sospechosos desafectos al régimen. Los Santos seguían esperando una permuta 307 a la casa de algún emigrado que le hubiese entregado sus posesiones al Estado. Les había tomado ojeriza. Solamente Paloma, la nuera, vivía al margen de la política; ella prefería balancearse al ritmo de la música con Carlos, el hijo de Ramón y Arsinoe, en tardes adúlteras. *** Los norteamericanos habían nombrado presidente de Cuba en el exilio a José Miró Cardona con la misma facilidad que Fidel Castro lo había nombrado antes primer ministro de su gobierno. La CIA preparaba la invasión de Cuba por mil quinientos exiliados, la mayoría sin preparación militar. Había disensiones entre los cubanos de diversas inclinaciones políticas. Integraban la brigada hombres de la clase alta, la media y hasta antiguos batistianos. Se entrenaban en la base Trax, en Guatemala. Por cohesión, habían bautizado a su brigada con el número 2506 de Carlay, su primer muerto. Desgraciadamente, John F. Kennedy, en su calidad de Comandante en Jefe, decidió interferir con los planes militares norteamericanos, señalándoles a los generales cuándo, por dónde y a qué hora se debía efectuar el desembarco. El 4 de abril de 1961, el presidente liberal de los Estados Unidos, con un bufido apestado por la justicia social injerida de la propaganda, manifestó: “Si hay que salirse de los cubanos, mejor tirarlos en Cuba que es donde quieren ir.” Kennedy jamás estuvo opuesto a la Revolución, sino a que ésta hubiese caído en manos comunistas. En marzo, Kennedy había precisado: “La invasión tendrá lugar, pero de tal modo que pueda ser suspendida veinticuatro horas antes de iniciarse.” A pesar de que la CIA aseguraba que una invasión sería apoyada por sublevaciones dentro del país, Kennedy no quería verse complicado en el asunto que le había legado su antiguo rival, el vicepresidente Nixon. No obstante, había dos submarinos frente a la costa cubana y, por el piélago del Sur, cerca de los cayos del Jardín de la Reina, navegaba una poderosísima flota con cinco mil soldados de infantería de marina, incluyendo al portaviones Essex, dotado de los reactores más rápidos y maniobrables del mundo en aquel momento. El miércoles 12 de abril, mientras Kennedy le asegura a todo quisque que los EEUU no intervendrán en un conflicto cubano, los brigadistas abordan camiones y salen de Guatemala sin conocer los planes de invasión. Su jefe militar es José Pérez San Román y su jefe político Manuel Artime Buesa. La CIA le ha dado el nombre de Operación Pluto a la maniobra. Les aseguran a los exiliados que con los dieciséis aparatos B26 puestos a su disposición pueden destruir la fuerza aérea cubana. En realidad, la fuerza aérea de Cuba cuenta con quince aparatos B-26, tres reactores de entrenamiento T-33, y seis Sea Furies. 308 Los brigadistas llegan a Puerto Cabezas, en Nicaragua, en aviones y trenes el mismo día. José Pérez San Román es graduado de la Escuela de Cadetes, ascendido a Segundo Teniente de Infantería en 1953, a Primer Teniente y jefe de compañía en el 1957, a Oficial de Planeamiento en 1957, a Capitán en 1958, y a Teniente Coronel de la División de Infantería. Es un militar de carrera. Ahora, está a cargo de seis batallones de doscientos hombres que habrán de luchar contra docenas de miles de soldados, policías y milicianos. Muy pronto, habrá de probar su valía en una situación sumamente adversa. En el temple, y hasta en el tipo —hombre espigado de ojos verdes—, Pepe San Román se daba cierto parecido con mi bisabuelo Pancho. El jueves 13 de abril, mientras los expedicionarios abordan los seis barcos de transporte fletados por la CIA, se le informa a Miró Cardona, el presidente de Cuba en el exilio, que el gobierno provisional no habrá de ser reconocido por los EEUU hasta hallarse “completamente establecido”, y que, en ningún momento, éste habrá de tener respaldo militar norteamericano. El hijo de Miró Cardona forma parte de la Brigada de Asalto 2506. Los habrán de acompañar en el mar dos motonaves artilladas. El día estaba fresco y el mar tranquilo. Llevan ametralladoras Thompson, M3, carabinas M1, fusiles Garand y ametralladoras calibre treinta. No vieron por ninguna parte tanques, aviones de apoyo ni cañones. El viernes 14 de abril, se hacen a la mar. Navegaban hacia Cuba suponiendo garantizada la línea de abastecimientos por mar y aire. Entendían que la clandestinidad estaba preparada y lista a levantarse. Algunos creían que ni la CIA ni la Virgen de la Caridad del Cobre los abandonarían. ¡Así es la fe! El sábado 15 de abril, durante la madrugada, se realiza el bombardeo inefectivo e incompleto de las bases aéreas de Cuba, autorizándose solamente el uso de ocho aviones B-26 de los dieciséis que tienen. La fuerza aérea del Caballo queda casi intacta y su maquinaria política alertada. La policía detiene a todas las personas remotamente sospechosas de ser contrarias al gobierno — unas cien mil más de las que ya tiene presas el Caballo. Cae preso Sorí Marín, el ex-abogado, ex-comandante de la Sierra Maestra y ex-ministro deAgricultura, cuya Reforma Agraria le había resultado desagradable al comunismo. Radio Swan empieza a transmitir buenas noticias: anuncia que las fuerzas aéreas han sido destruidas por los invasores, que los pilotos del gobierno se han sublevado y hasta que Che Guevara ha sido purgado por Castro durante una discusión. Se dicen muchas mentiras de ambas partes, de Guatemala y de los EEUU. Algunos brigadistas andan retrasados porque las lanchas de desembarco no son adecuadas y los dientes-de-perro muchos. No hay plan alterno. La CIA promete no abandonarlos jamás. 309 El domingo 16 de abril, Radio Swan informa del alzamiento de cubanos por todas partes. Es mentira. En un discurso pronunciado sobre la marcha, el Caballo reconoce ser socialista para alegrar a los tibios dentro de su gobierno. Kennedy autoriza la expedición, pero sigue renuente a que ningún norteamericano participe en el conflicto. El lunes 17 de abril, hace otra madrugada fresca. Los seis barcos de los expedicionarios han echado ancla a mil ochocientos metros de la costa. Los hombres rana han señalado los puntos de desembarco. Los arrecifes de coral retrasan o destruyen varias lanchas de desembarco. El batallón blindado de la Brigada desembarca en Playa Girón. Los brigadistas toman Playa Larga. Sobre las tres de la madrugada, el Caballo es informado por los obreros de la entresaca y los fabricantes de leña carbonizada de que los invasores han desembarcado en la Ciénaga de Zapata, concretamente en Girón, donde sólo hay tres carreteras de acceso. La Brigada de Asalto 2506 cumple con su misión. Toma y sostiene una cabeza de playa de seiscientas millas cuadradas y la mantiene durante tres días en situación adversa. Luchan contra sesenta mil soldados y milicianos, una veintena de tanques Stalin y artillería de 120 milímetros. Pero una vez establecido el territorio, no aparece el Gobierno Cubano en el Exilio. No se instituye un Gobierno Cubano en Armas con reconocimiento internacional. Los representantes José Miró Cardona, Tony Varona y Antonio Maceo, cuyos hijos han desembarcado y luchan, son apresados por los norteamericanos y confinados. Al amanecer, los reactores T-33 derriban fácilmente a los B-26 desartillados en la cola de los invasores, cuya base está en Nicaragua. Además de los dos jets de prácticas, atacan a los barcos y a las lanchas de desembarco dos Sea Furies y un B-26. El B-26 es derribado. Uno de los barcos de la expedición, cargado de petróleo y municiones, es hundido de un bombazo. Los soldados se echan al agua: unos son ametrallados en el mar, otros se ahogan o son devorados vivos por los tiburones, y aun otros llegan a nado a la playa en calzoncillos. Un segundo barco vuela alcanzado por otra bomba. Las otras naves, incluyendo las dos barcazas artilladas, se alejan de la costa. Los reactores norteamericanos, muy superiores a los T-33, jamás despegan del Essex para dar la cobertura aérea determinante a los invasores. Kennedy ha abandonado a los brigadistas a su suerte. Así y todo, los pilotos expedicionarios derriban un Sea Fury y los artilleros a otro B-26 del gobierno. Algunos milicianos se les unen a los invasores. El Caballo se ha trasladado al Central Australia, desde donde lanza nerviosamente oleadas de milicianos, policías y soldados contra los expedicionarios. Desconoce que Kennedy ha sacrificado a la Brigada 2506 porque semejante comportamiento no es de esperarse de ningún presidente norteamericano. Se le inflinge mucho daño a 310 los cuerpos del gobierno. Hay gran mortandad entre ellos y mayor cantidad de prisioneros que de invasores. El martes 18 y el miércoles 19 de abril, se combate entre el fango, guareciéndose tras los mangles. Mientras los hombres invocan a Dios tiroteando a sus contrarios, la CIA continua dirigiendo su mal planeada operación desde alta mar. No hay aún apoyo aéreo del más moderno y potente arsenal del mundo y se lucha contra una superioridad numérica aplastante. Apremian a Kennedy para que lance un ataque aéreo desde el portaviones Essex y se ponga fuera de combate a los T-33. Según los expedicionarios, los reactores norteamericanos que sobrevolaron el campo de batalla no hicieron nada más que pasearse; también unos B-54 norteamericanos lanzaron suministros que cayeron al mar o en la espesura. Luego se corrió la voz de que Kennedy había autorizado a seis reactores del Essex, sin ningún distintivo, a que sobrevolaran la Bahía de Cochinos para cubrir un ataque de los B-26 llegados de Nicaragua y para posibilitar el desembarco de suministros; también se dijo que, debido al cambio de hora, los reactores no habían despegado: los B-26 habían llegado una hora antes y habían sido derribados. Los paracaidistas de la Brigada se enfrentan a dos-mil hombres del gobierno y los mantienen a raya, enviando a muchos al gran dormitorio del mundo. Finalmente, los tanques Stalin los hacen retroceder. La Brigada ha agotado los tiros de sus morteros. Veinte mil hombres con artillería y tanques los rodean. Comienza a imponerse la fuerza del número. A las cuatro de la tarde del 19 de abril, los brigadistas destruyen su equipo pesado y se dispersan. El jueves 20 de abril —aniversario del nacimiento de Adolfo Hitler—, nadie sabe qué creer debido a las mentiras emitidas por todas partes. La CIA y los brigadistas saben que todo ha terminado. Kennedy tiene el buen gusto de responsabilizarse por el fracaso después de haberse valido, sin la menor cortapisa, de la autoridad presidencial. ¿Quién le habrá metido en la cabeza la idea de poder hacerse invisible entre los vinculados a los acontecimientos? Pepe San Román les da a sus hombres la opción de partir y salvarse. Muchos descartan las cintas de balas vacías y se internan en los pantanos a la buena de Dios. Algún afortunado logra escapar por entre los milicianos y asilarse en una embajada de La Habana. El viernes 21 de abril, los expedicionarios andan dispersos por la ciénaga. La CIA sigue mintiendo por Radio Swan. Asegura que, después de batirse heroicamente, —lo que es cierto— las fuerzas invasoras se dirigían a las montañas del Escambray. Kennedy había creído fácil llegar a las montañas desde la costa y se preguntaba por qué los brigadistas no lo lograban. Al Pentágono no le gustó la ingerencia del Presidente, ¡y mucho menos el fracaso! El país se arrastrará detrás de una gran fama mancillada por la gansada de un 311 hombre. Más adelante, los asesores de Kennedy hablarán de que ya había cabezas atómicas rusas en Cuba... ¡Qué hermosa maraña! El sábado 22 y domingo 23 de abril, Radio Swan anuncia que los invasores, asistidos por la población, han tomado la ciudad de Matanzas. Se empiezan a ver imágenes de prisioneros en trajes de camuflaje, a los que llaman ‘mercenarios’ por televisión. El viernes 24 de abril, se toman prisioneros a casi todos los invasores en las miasmas de la ciénaga. Pocos logran escapar. Muchos han bebido el agua de los pantanos, se han alimentado de raíces, cangrejos y culebras crudos, y están enfermos. La Brigada 2506 ha perdido ochenta hombres en la lucha y cuarenta durante el desembarco. Otros diez habrán de morir sofocados en la rastra de un camión cerrado rumbo a La Habana en revancha por los mil seiscientos muertos del gobierno. Ya nadie escucha a Radio Swan. El Caballo había llegado donde los prisioneros con ánimo de amedrentarlos antes de la función inolvidable que planeaba televisar. “Al invadir la isla a las órdenes de una potencia extranjera —les advirtió—, han cometiendo un delito de alta traición, condenado en todos los países con la pena capital.” Le había preguntado a un paracaidista cómo era posible que, siendo negro, hubiese participado en una invasión junto con aquellos ricos y aristócratas, en contra de la Revolución que le había devuelto las playas al pueblo. El negro le contestó que no se había lanzado en paracaídas sobre Cuba para bañarse en la playa de los blancos. Se instalaron cámaras en la Ciudad Deportiva de La Habana, donde los prisioneros tenían que defecar en los pasillos y se pasaron doce días, hasta el 29 de abril, sin ducharse. Algunos rehenes fueron interrogados y juzgados en público. Me quedé levantado hasta tarde dos noches seguidas para presenciar el insólito espectáculo de tediosas repeticiones. Un sacerdote español, claramente acobardado, se pasó un buen rato repitiendo haber ido a velar por las almas ‘de los muchachos’ y que no deseaba causarle menoscabo la Revolución. Un viejo de setenta años, autoproclamado veterano de la guerra del Pacífico, donde decía haber matado a setenta japoneses, dijo un par de veces: “Yo quiero que me afusilen.” Cuando le tocó su turno, un brigadista declaró cándidamente: “Los norteamericanos nos embarcaron.” El caso de Ramón Calviño Inzúa, quien estaba herido en un brazo, resultó interesante. El hombre se mostró extremadamente tranquilo mientras otros declaraban en contra suya porque sabía que, de todas maneras, lo fusilarían. Calviño se había pasado del grupo de los del Caballo a los del mulato durante la guerra civil. Le achacaban incontables muertes y abusos: primero apareció ante las cámaras un mulato de voz fina y lo acusó de haberlo castrado; luego le tocó el turno a una mujer que dijo haber sido violada por Calviño en varias ocasiones —a juzgar por el tipo de la hembra, de ser cierta la acusación, Calviño 312 le habría hecho un gran beneficio. Calviño sonreía. Fue fusilado junto con otros ‘esbirros’ tomados prisioneros. La discusión de Felipe Rivero Díaz, el hombre de la tercera posición —no-alineación con ninguna de las dos potencias—, con sus captores levantó la moral de los brigadistas. Les indicó claramente a los inquisidores: “Como mis compañeros, vine aquí a combatir por lo que creo justo: por lo tanto, la idea de la muerte no me asusta.” El cautiverio de los hombres de la Brigada de Asalto 2506 continuó hasta diciembre del 1962. Al cabo de un año y medio de su captura, fueron canjeados por 62 millones de dólares en tractores y suministro médicos. El 29 de marzo del ’62, el día que salí de Cuba, juzgaban a los 1214 invasores y a los marineros de los barcos que los habían transportado. Pepe San Román ordenó que nadie declarase en la farsa de juicio que les hacían. Los brigadistas fueron condenados a pagar una indemnización en efectivo de acuerdo con su rango y condición social. El jefe militar, su ayudante y el jefe político, 500,00 dólares; el resto, cantidades entre 10,000 y 25,000 dólares. De no pagarse el rescate, los condenados cumplirían treinta años de trabajos forzados. Algún brigadista rico fue rescatado por su familia con dinero. La mayoría hubo de esperar el resultado de las negociaciones del gobierno cubano con los norteamericanos. Entre el 23 y el 29 de diciembre de 1962, dos meses después de la crisis de los cohetes soviéticos en Cuba, llegaron a Miami. A los pocos días, Kennedy les dio la bienvenida a los brigadistas supervivientes en compañía de su mujer —Marilyn Monroe dormía eternamente por efecto de unas píldoras. En la opinión de Pepe San Román —quien se suicidó más tarde en las secuelas de la ingratitud y hundido en la apatía—, Kennedy procedió con el desembarco de Girón “para salir de la Brigada y de su responsabilidad política”. A los pocos meses, Kennedy fue asesinado. *** 313 * Desde mayo hasta agosto, mi vida fue terriblemente monótona, Nenita. Me viste pasar los días paseando en la bicicleta por Santa Clara. Andaba sin rumbo fijo. Durante mis viajes de destilación, discurría sin palabras bajo el sol: buscaba una luz propia. Las mismas exaltaciones que me inducían al desatino me daban el envión en busca del entendimiento. El domingo, refocilábamos temprano —tú sabes que no hay alma sin cuerpo. Luego me iba a charlar con mis amistades a la Iglesia del Buen Viaje. El sacerdote celebrante solía predicar la imitación de Jesucristo, lo que yo juzgaba suicida dadas las circunstancias del país. Los católicos habían tenido que abandonar el Antiguo Testamento judío por culpa de la perversión y la moral caprichosa del Dios talmúdico: Jehová era un genocida cruel. No obstante, aún la Iglesia cristiana nos presentaba a un Dios tiránico y feroz. Durante los primeros años escolares, había gravado pesadamente sobre mí la mano de Dios. Ahora, tenía liquidado prácticamente el miedo al Infierno — aunque las secuelas de haber creído en el Diablo no quedaron completamente desvanecidas hasta mis 23 años. El Infierno había sido superado siglos atrás por hombres mucho más aguzados que yo. Pero ya se gestaba en mí una nueva personalidad moral. Jamás compartía mis reflexiones sobre Dios con mis amigos por no vulnerar su fidelidad a la Santa Madre Iglesia en momentos tan difíciles como los que estábamos pasando. Rezaba a coro con los que necesitaban la religión para ser justos, así dudara de la utilidad de la oración. Por aquel entonces, se me ofreció la intuición de que el Cielo no es un paraje sino alegría y paz. ¡Buen sueño fue aquél! Por las mañanas, mientras me preparabas el desayuno, abría la persiana de la ventana de mi cuarto para que entrara el sol. Los rayos luminosos se refraccionaban en la lámpara de vidrio de mi cómoda, cambiando de dirección, y pintaban el arco iris en la pared y las puertas del armario empotrado en la pared. Me quedaba sentado en la cama unos minutos, temiendo pensar cómo iba a emplear el día, hasta que los colores del arco iris se borraban de la pared. No quería abrumarme holgazaneando. Había descubierto l’ennui. C’était dégoûtant. Debí de haber sembrado hortalizas en el patio. 314 Algunas veces, pedaleaba hasta el colegio de los Hermanos Maristas, donde había asistido del primero hasta el cuarto grado. Dejaba la bicicleta en la acera y me sentaba discretamente en las gradas de la Iglesia del Buen Viaje, al cruzar la calle; desde allá, contemplaba en silencio la casa de los hermanos —ellos andaban por las sendas intransitables de lo que no es cognoscible. Empezaba a suponerme atrapado entre dos eternidades, intuyendo que el alma es un parásito del cuerpo. Sentía un chocante vacío cuando hallaba el edificio cerrado y mudo. Adentro, estaban los hermanos desgranando cuentas de rosarios. Entre aquellas paredes amigas, había adquirido el hábito de pensar. He oído acerbas críticas de los hermanos como promotores del oscurantismo y promulgadores de milagros espurios. Pero quienes escupen sus propias ofuscaciones no me pueden enseñar a diferenciar el veneno del emético. Es un asunto muy personal, ¿sabes? Otras veces iba al sur, hasta el final de la Doble-Vía, por la fábrica de la Coca-Cola. En los pequeños bares de las calles deterioradas, observaba a las prostitutas interpelar a los parroquianos, proponiéndoles el quid pro quo —en diez segundos de palique no se expone mucha sustancia. ¡Tan sólo Eva no pudo ser adúltera ni puta, Nenita! Luego volvía a casa sudado y me daba una ducha. El sibaritismo estaba bien esparcido por Santa Clara porque fue una ciudad relativamente afluente. Desde los años treinta, cuando tío Taurino había sido policía, hubo escándalos; él mismo prendió a varios maricones que arrastraban velos de novia, casándose secretamente en una madriguera urbana. A las prostitutas las solían dejar en paz salvo caso de gran aquelarre. En una ocasión, cuando bajé de mi bicicleta a beber un refresco, una mulata de cuerpo y cara agradables entabló conversación conmigo. Me dijo que era casada y que cobraba cinco pesos. ¡Pensé en la vaina de tela recomendada por Fallopio en 1564 para prevenir la infección venérea! Verdaderamente, temí que aquella mujer estuviese enferma. Por tanto, le respondí que no tenía dinero y le di las gracias por su gentileza antes de seguir mi camino. La gente, socorrida por un clima benigno, un gobierno totalitario y una raigambre santera, se seguía inclinando al mal. En la sociedad naciente, el logrero había mudado la piel y buscaba prebendas. El trapacero se unía a la Revolución rastreando la vida fácil. El Caballo, aupado por una multitud supersticiosa y tosca, hablaba seis horas por televisión para probar que la realidad se puede producir con un discurso. Marchaban de allá quienes sabían el país marchito por la falta de luces de su gente. Algunas mañanas, cuando el sol ascendía entre las ramas del pino, iba a la plaza en autobús por encargo de mi madre. Desde que el gobierno se había convertido en el casero de la plaza, se desatendía aún más la limpieza de los pasillos. Los expendios de enseres, dependientes de las importaciones norteamericanas, estaban desapareciendo. Se empezaron a notar las sisas y 315 desviaciones de víveres para proveer a un incipiente mercado negro. Sin el afán adquisitivo y el empuje comercial, toda la sociedad aminoraba la marcha. Las laboriosas aspiraciones humanas se habían declarado en huelga —y no volvieron emplearse más.A juzgar por la inopia de aquella plaza, parecía utópico poder hallar mayor felicidad para más personas con teorías económicas. Si no hallaba alguna persona conocida con quien intercambiar palabras, terminaba pronto mi comisión y partía. Jamás me detenía a conversar con los colindantes del barrio que se habían integrado a la Revolución: ninguno de ellos podía perdonarme mi origen “burgués” y todos se sentían obligados a dignificarme con su hostilidad. Aquella sociedad prometía volverse más indigestible todavía. Nadie puede ser libre cuando le obligan a ser igual a todos los demás. Por eso se impacientaron los pies de quienes valoraban su casta. Encontré varias veces comprando en la plaza a mi vecino, El Cuico, un muchacho de grandes orejas y nariz. Su familia lo enviaba porque era el único en su morada angloparlante que hablaba el Castellano sin acento. Los otros no querían llamar la atención. — Joaquín —me dijo un día—: estos estancos cada vez tienen menos para despachar. Dice mi padre que sin libertad no hay rendimiento. — El mío opina que los guajiros negocian sus cosechas con quienes las pagan mejor. Hay que ir al campo. — Antes, los guajiros se quejaban del capitalismo y ahora no le quieren trabajar al socialismo. — Evidentemente. — Pero, a la larga, el gobierno se va a hacer con todo. — Entonces, beberán heces todos, como me dijo el pupilero del colegio —expulsé cáusticamente. Al menos no morirá más nadie de indigestión. Y El Caballo llegará a ser rey, aunque lo sea de muertos-de-hambre. Ha propuesto venderles los brigadistas a los Estados Unidos... y, si pudiera, les vendería a los negros también. Algunas tardes, jugaba a las cartas en casa del Cuico. Allá me enseñaron un juego de viejas llamado ‘canasta’ en el que se maneja un número enorme de barajas. Lo olvidé. Una de las hermanas del Cuico era excepcionalmente bella: alta, espigada, con lindas piernas y cara, de tez muy blanca y pelo muy negro. Su feminidad despertaba mi alquitarada efervescencia. Por desgracia, fue la primera en partir para los Estados Unidos. * Por las noches, me reunía con los integrantes de nuestro grupo a matar el tiempo conversando. No se trataba de una pereza bohemia —esa la aprendí luego—, sino de emplearnos en intercambiar noticias. Hacíamos planes para jugar a la pelota alguna tarde o quemar alteas con las muchachas alguna noche. 316 Por esos días, le proporcioné la paliza de desagravio a Valentín por haberme pegado cuando estaba en la primaria. Suscité la pelea por aburrimiento. Valentín no era realmente de nuestro grupo porque a las muchachas más mojigatas les desagradaban las incorrecciones que empleaba en el hablar y su forma zafia de embestir. Nadie me reprochó haberle pegado. Al poco tiempo, durante un juego de baloncesto, Rogelín lo vulneró con otro vapuleo que le enfrió mucho el valor. ¡Pobre Valentín! Murió en Miami cincuenta años después de un aneurisma. Cuando se supo afectado, gravitó hacia la Iglesia Católica junto con otros antiguos Maristas, ya viejos. Los sábados, bailábamos en casa de alguna muchacha. Unas cargaban de dijes las pulseras y se colgaban del cuello collares que les caían bonitamente entre los senos. Otras tenían desproporcionadamente abultado el nalgatorio. Ya no podía ocultar mi indiferencia a causa de los pies —¡y lo demás!— de Lucy, ¡que era tan niña! Algunas veces soñaba despierto con fregotearla en carnes dentro de la bañadera. Poly, su prima, se había marchado a Noruega. * No volví a ver a los dos contrarrevolucionarios que me habían dado las pegatinas y las capicúas. En el momento de la invasión, muchos sospechosos habían sido presos y algunos de ellos fusilados. Se proclamaron castigos severos contra los autores, cómplices y encubridores de sabotajes, inventándose nuevas figuras delictivas por analogía. Ya en Cuba nadie iba a ser juzgado de acuerdo a leyes específicas —el legado de Roma estaba difunto. Por suerte, los dos tipos no sabían de mí más que el nombre. Cada vez que pasé frente al Club Venecia lo hallé cerrado y oscuro. No tenía ni una baqueta de hierro redoblado con qué pinchar un neumático. A medida que crecía el número de los conocidos míos que abandonaban el país, me sentía más desterrado entre aquella gente. Las esperanzas de deshacernos del Caballo y su camarilla quedaron atolladas y postergadas después de Girón. Los norteamericanos, que habían roto relaciones diplomáticas con Cuba desde enero, habían ‘embarcado’ a los cubanos anticomunistas en abril. Seguía resultado incomprensible que la gran potencia hubiera dejado en la estacada a sus aliados y celebrara el éxito de su enemigo —aunque luego entendimos que fue el primer signo decadente de una sociedad que se corrompía por la injerencia de fuerzas forasteras. El dios del Antiguo Testamento y el del Gobierno Revolucionario eran de la misma raza matona. Como en el Paraíso, en el comunismo se castigaba a los primeros habitantes por buscar la verdad y el conocimiento. A sus descendientes se les aplastó por tener la desgracia de haber nacido allí. La antigua noblesse de race de mi bisabuelo, el único cuerpo capaz de contener el desenfreno selvático del pueblo, se había deshecho en dudas. 317 La televisión y la radio le rendían culto a la personalidad del Caballo. Luchaban por procurarle sentido a un fárrago de ficciones. Se ocupaban con gran interés de unas desconocidas hazañas del Jefe de Estado en la Sierra Maestra. Inventaron unas luchas épicas de mal gusto que, con talento y poesía, hubieran rivalizado con las de Homero. Hacían reír. Y los medios repetían las mismas alcahueterías trilladas día tras día para aleccionar a los descreídos. ¡Cuba aburría! A partir del 15 de abril de 1961, el gobierno había clausurado todas las escuelas secundarias. Los colegios que no habían sido expropiados cerraron sus puertas por falta de alumnos y de recursos. Los educandos se tendrían que transformar en propagandistas del Estado y salir a convertir analfabetos por toda Cuba. Agrupados en las llamadas ‘brigadas de alfabetizadores’ los alumnos fueron trasladados a la playa de Varadero para recibir instrucciones de adoctrinamiento. Naturalmente, la clase media se negó a permitirles a sus hijas revolcarse con la crápula en las barracas de los alfabetizadores o en el campo con los campesinos, ni a sus hijos unirse al esfuerzo propagandista. Se aceleró el éxodo de Cuba. La educación había sido desvirtuada en Cuba. La razón y el sentido común quedaron muy desprestigiados. Se había abolido el antiguo bachillerato de cinco años para instituir cursos fáciles de propaganda. Los niveles universitarios fueron reducidos drásticamente también para acomodar a los menos capaces. Los vicios de la Revolución fueron pocos —aunque muy grandes— y las virtudes fueron menos: se efectuaron mayormente necedades. A pesar de la decadencia intelectual, es justo mencionar el esfuerzo que se hizo entonces en Cuba por rehabilitar a las prostitutas. Fue encomiable. Treinta años después, el gobierno animaba a las cubanas a volverse putas para ganar divisas. Dichas profesionales, sobre todo en La Habana, habían sido terriblemente afectadas por la fuga de los dólares del Tío Sam. Se les buscó otras ocupaciones que desempeñaron con desgano, tales como choferes de taxis y maestras. No creo que nadie haya hecho un estudio serio sobre los beneficios de la prostitución, ya sea en el capitalismo o el comunismo, pero ambos sistemas políticos han reconocido tácitamente las ventajas de la práctica. En los Estados Unidos, por ejemplo, el refinamiento de la prostitución se eleva al matrimonio, el divorcio y la consiguiente indemnización. Se procedió a crear un cuerpo de Pioneros para recibir a los niños en el seno de la Revolución e instruirlos convenientemente. Los hombres y mujeres que no querían ingresar en la milicia empezaron a encontrar serias dificultades en la vida profesional. Se aseguraba que el cuerpo de milicias era voluntario, pero en realidad se trataba de una leva: había que integrarse a la Revolución, aunque fuera con reservas mentales. Había que renunciar al sentido común para abrazar la Revolución. La única razón digna de oírse era la del Caballo y 318 el mejor tema era el de las donosuras del comunismo. Cuba se transformó en una gran nidada de seres embrollados y fieras con rostros humanos. Alguien dijo que, cuando el mundo sea ateo —lo que parece imposible— cesarán las disputas teológicas. Yo creo que, cuando el ser humano aprenda a pensar —lo que considero quimérico—, cesarán los absolutismos. El 1 de mayo, día de los trabajadores, El Caballo declaró a Cuba un Estado Socialista. Indicó que las elecciones no eran necesarias ni las habría. Reveló que, como él siempre había simpatizado con el socialismo, toda la gente de Cuba integraría el primer país comunista del Nuevo Mundo. Al decir suyo, la Revolución era la expresión directa de la voluntad del pueblo y, a su modo de ver, en Cuba había elecciones diariamente. Inmediatamente, abrogó la Constitución del 1940 —que ya estaba hecha añicos. También anunció la nacionalización de las escuelas privadas, o sea, la expropiación de los edificios y terrenos de las iglesias y la suspensión de los programas religiosos. Sin saberlo, se echó sobre sus hombros la responsabilidad de alejar al vulgo de la barbarie ancestral —labor que había desempeñado la iglesia cristiana durante siglos. Todos los sacerdotes extranjeros que fueran maestros serían expulsados del país. El 5 de mayo, todos los colegios privados fueron incautados. En junio, se promulgó la Ley de la Nacionalización de la Enseñanza, justificando la confiscación. Los seguidores del Caballo durante la beligerancia por el poder ya no figuraban en los medios ni en el gobierno. Los comunistas, que hasta entonces habían manejado los hilos del poder desde el anonimato, se estaban alzando con todos los cargos importantes en Cuba. De las disputas entre comunistas y demócratas solamente quedaba el recuerdo de Huber Matos y otros levantiscos soterrados finalmente en mazmorras. A quienes debatieron a favor del sufragio los recordamos amortajados prematuramente —tontamente, digo, porque el sufragio de la chusma es nocivo. Ni el capitalismo ni el comunismo lograron jamás que los hombres se desempeñaran con honradez. El hombre desenfrenado siempre precisó de la policía. La población creció porque los ilusos son fecundos. Y los nuevos partos no trajeron nada nuevo. El 26 de julio, día conmemorativo de la Revolución, se pidió un Partido Único de la Revolución Socialista. La centralización de la economía bajo la férula de la política partidista destruyó en pocos meses el ímpetu del trabajo y las normas de las costumbres. El primer cosmonauta que orbitó la tierra, Yuri Gagarin, asistió a la manifestación —El Caballo creía tener la cabeza entre las estrellas. * Un día de agosto, mi tío Pancho fue puesto en libertad medio muerto-dehambre. Jamás le dijeron por qué había estado preso. Había vivido casi un año 319 a ras de suelo, contemplando las junturas de las piedras y añorando acariciar una franja de sol en el adoquín frío. Toda la familia se regocijó. Toda la familia optó por otra patria. En esos días, El Caballo maldecía al Episcopado por no condenar lo que él llamaba ‘crímenes del Imperialismo Yanqui contra Cuba’. Se produjeron incidentes de violencia frente a las iglesias. La gentuza, azuzada contra los templos, expresaba ‘su’ displicencia a las Pastorales de los obispos y reclamaba una depuración del clero en Cuba. Frenética, la masa irracional pedía paredón para los curas. Se aprovechó del estado de ánimo inducido en ‘el pueblo’ para suspender todos los programas radiales católicos —aunque ya los habían desjarretado meses atrás. * A finales de agosto, hicimos el último viaje a la playa de Varadero. Ya los tractores armados de sierras verticales no cortaban las ramas de los árboles que proyectaban sombra sobre la Carretera Central al oeste de Santa Clara. Eran los vehículos altos, tales como camiones y autobuses, los que partían los gajos verdes con el borde superior del fuselaje. Ambas vías de la carretera estaban cubiertas de ramaje despachurrado por ruedas de vehículos. La corta visita se extendió cinco días para que disfrutáramos del mar. Mi padre le comunicó a su hermano, que no era muy dado a discurrir, que su tía Carmen, siendo directora de un colegio de monjas en Texas, podía recibir y alojar a Lody, a Mely y a Paulina hasta que los mayores lograran salir de Cuba. Tío Rolando vivía con sus hijos en Varadero desde que le había pasado la cuenta ‘por sus servicios’ a mi abuelo. Había comprado un Chevrolet Impala negro del ‘59, alquilado un apartamento de dos habitaciones con balcón a dos cuadras de la playa, y hasta adquirido avíos de pesca y un bote de remos. Trataba a Dimitri de forma despótica y le pegaba brutalmente. Lody, que tenía entonces dieciséis años y bonitos muslos, vivía encerrada en un medroso mutismo. La vida de mis primos, que eran casi tan analfabetos como su padre, parecía jalonada por abusos y maltratos. Tío Rolando tenía fama de bestia. Dormíamos en un hotel de madera, bastante necesitado de refacción, cercano al apartamento de tío Rolando. Pasábamos la mayor parte del tiempo con mis primos y tres vecinas, que eran hermanas; una de ellas, Ana María, nadaba bien y se metía conmigo donde el agua nos tapaba. Ana María era bonita: sus pechos eran firmes y eran largas sus piernas. Me gustaba nadar detrás de ella, observando el tijereteo de sus muslos en el agua cristalina, tocándola alguna vez en la rodilla, en la espalda o acariciándole la suave cabellera azabache para mostrarle una estrella de mar o un erizo tomados del fondo arenoso. La playa de Varadero estuvo clara y azulada todos los días de nuestra visita. Nos pasábamos las horas conversando, sin cháchara, con las hermanas mientras paseábamos por las calles aledañas al mar en los anocheceres. 320 Paulina también estaba contenta en el ambiente playero y con las nuevas amistades. Hasta entonces, había estado semi-guardada en un convento en espera de la nubilidad. Todas las tardes, sacaba su nécessaire para maquillarse y disfrutaba sus salidas como un perro que sale a orinar al final del día. Las preferencias alimenticias de Wifredo Júnior, que no comía pescado, verduras, pollo, ensaladas, frutas, frijoles ni picadillo, les causaban continuas complicaciones a mis padres. Un día de aquellos, salimos en el bote de remos tío Rolando, Dimitri, Wifredo Júnior y yo. Después de mucho remar en un mar verde claro y de casi perder de vista la costa, no pescamos más que una roja quemazón. Tío Rolando alardeó mentirosamente de haber visto un pez grande en el fondo, a diez metros de profundidad. Quedé decepcionado de la habilidad pesquera de mi tío y mi primo. Al día siguiente, Dimitri me llevó a un canal donde tío Rolando decía haber atrapado muchos camarones en el pasado. Echamos el anzuelo al agua, entre las piedras, y se me enganchó una morena de color amarillento que tuve que dejar ir con el gancho trabado en la boca porque se asió con la cola a un canto. Dimitri me aseguró que en aquel preciso lugar había atrapado muchos peces. Después de una hora de aburrimiento, quise irme a buscar a las muchachas. En un edificio de tres plantas, ubicado frente al balcón del apartamento, estaban alojados algunos brigadistas alfabetizadores, llamados ‘becados’ por el gobierno. Eran unos tipos bulliciosos por las tardes. Por suerte, cuando salíamos a pasear por las noches, ya se habían acostado a dormir. Como aquello apestaba a comunismo, no hicimos ningún contacto con ellos en la playa. Una tarde, subí a la habitación del hotel a buscar mi careta de buceo para salir a nadar con Ana María. Al llegar a la puerta, sentí la voz de mi madre. Le hablaba descuidadamente a mi padre. Me quedé junto a la puerta con el oído aguzado por la curiosidad. Mi madre tenía por costumbre hablar de la gente que acababa de visitar. — Eso me parece muy raro —señaló mi madre. Él le escoge a Lody la ropa interior, las batas de casa y los bobitos de dormir. Si no lo conociera, pensaría que se había vuelto “pájaro” después de viejo. — No sé —concretó mi padre con voz apenas perceptible. — Tú eres médico: debes haberte dado cuenta de que tu hermano es un enfermo mental. ¿O ya se te olvidó cuando te negabas a hacerles abortos a las guajiras que te llevaba a la consulta? ¿Y las tundas de golpes que le daba a la madre de los muchachos? — El siempre fue así... A los diez años se negó a volver al colegio. — ¿Te parece bien que duerma en el mismo cuarto con su hija de dieciséis años? — ¡No, no! 321 — No sería el primero en tu familia... — Bueno, vieja, vamos a dejar eso —exigió mi padre, herido y molesto. — Allá tú entonces. — Dios quiera que... En aquel momento, no comprendí el significado profundo de la conversación de mis padres. Pasaron más de ocho años antes que los hijos huyesen del lado de tío Rolando. El macabro secreto del incesto, sin embargo, no lo supe hasta cuarenta años más tarde, cuando Lody se lo confesó a Paulina y ésta última me lo reveló. La infamia del estupro mostraba los marbetes del proceder de tío Rolando. ¡Un crimen impune fue aquél, Nenita! * De la playa de Varadero, seguimos hasta La Habana. En septiembre, se casó mi prima Tania, la del cabello dorado al tinte. Casi todos los hermanos y hermanas de tía Ofelia asistieron a la boda. No fue convocado Reynaldo, relegado al anonimato genético en Meneses por falta de reconocimiento de abuelo Segundo. No pudo presentarse tío Pancho porque se estaba reponiendo en su casa de Santiejpírito del maltrato y las torturas de la prisión. Acudieron algunos primos carnales de tía Ofelia: El Colorao y una tal María que yo no conocía. También aparecieron elegantemente vestidos los nativos de Meneses residentes en La Habana, como Roberto el chino maricón. Según corrió la voz, los hermanos de Carlos, el marido de tía Ofelia, no fueron invitados por borrachos y escandalosos. Mi prima Tania era bonita de cara y muslos —la preferida de abuelo Segundo. Le gustaba hablar desde la extensión telefónica de la habitación de sus padres, sentada sobre la cama sin ropa interior, con las piernas entrecruzadas debajo de la falda y los muslos a la vista. Como las pizarras telefónicas eran lentas antes de imponerse el transistor, yo llamaba a casa de tía Ofelia desde la misma casa, utilizando el marcador de pulsos de la sala; colgaba el receptor y esperaba, recostado a la pared del pasillo, a que sonara el timbre. Creyendo que la llamaba el novio, Tania se apresuraba al dormitorio de sus padres y se abría de piernas sobre la cama para contestar. Se veía claramente que no era rubia. Tania se había enamorado de un tipo de piel canela. Lo había conocido en la universidad, donde ambos estudiaban derecho. Él no se parecía a sus padres. Supusimos que era adoptado en Méjico por no pensar mal de su madre. A decir verdad, nuestra raza había incurrido en la devastación desde los tiempos de mi bisabuelo Pancho, quien había engendrado una hija en el vientre de una esclava. Una vez me llevaron a conocer a aquella tía-abuela: era negra, se llamaba Regla y vivía en un barrio lejano de La Habana. Sentado en el portal de la casa de tía Ofelia, en el Vedado, vi cómo dos caza-reactores MIG-19 rusos sobrevolaban La Habana. Eran de los primeros que estrenaba la Fuerza Aérea Revolucionaria. El Caballo había reconocido la 322 eficacia de los aviones jet durante la invasión por Playa Girón. El día anterior, durante la procesión en honor a la Virgen de la Caridad del Cobre, miles de personas habían marchado con gritos de “¡Cuba sí, Rusia no!”, “¡Libertad!” y “¡Viva Cristo Rey!”. La policía había matado a un individuo joven. El gobierno había hecho cargar con la responsabilidad del muerto a los clérigos de la Iglesia de la Caridad. Tania y el novio se casaron en una iglesia cercana a la casa de tía Ofelia. A lo largo de la nave del templo se extendió una alfombra roja, sobre la que Tania anduvo al compás de la marcha nupcial, arrastrando la cola del vestido blanco. Me mandaron a echarles arroz a los novios en el momento que salieron de la iglesia. Esa noche, bebimos champaña y bailamos valses los primos contra las primas. La velada me resultó aburrida porque María de los Ángeles me dejaba abrazarla por puro cariño, sin enardecerse en absoluto. Abuelo Segundo bailó mucho con Tania. Hasta mi padre, que era patoso, bailó con mi madre después de beber vino tinto mezclado con sidra. Tania y su marido se marcharon al mes siguiente para los Estados Unidos. Ella dio a luz en Miami a los seis meses, mientras él trabajaba en una fábrica de ventanas. Se vieron precisados a utilizar de cuna para su hijo la gaveta (cajón) de un armario. ¡No es fácil la vida del refugiado sin dinero! Ambos terminaron de maestros de Español entre los puertorriqueños de Chicago. * Al día siguiente de la boda, mis padres regresaron a Santa Clara con Paulina y Wifredo Júnior. Mi padre tenía que volver al trabajo. Como no era bueno que me vieran por el barrio sin asistir al colegio, porque estaba a punto de cumplir los quince años —principio de la edad militar—, me dejaron quedarme en La Habana durante un mes. Para nuestros vecinos villaclareños, mis catorce años duraron año-y-medio. Antes de partir, mis padres me habían mandado de ronda por todos los establecimientos del Vedado a comprar los artículos de aseo y conservas que se agotarían muy pronto. Me había pasado tres días acarreando cajas de talcos, perfumes, jabones de lavar ropa, latas de bonito y de sardinas, jamones y mantequilla enlatados, y hasta butifarras. Se llevaron el maletero del Chevrolet Bel Air repleto de trastos y mercancías. Ya teníamos pasaportes para toda la familia y certificados de vacunación. Se habían pedido las visas para los Estados Unios y esperábamos el turno de sacar los billetes por la Pan American. Los de la agencia nos dijeron que en un par de meses tendríamos todos los documentos en regla y podríamos hacer un viaje rápido a La Habana para presentarlos ante las autoridades de emigración. María de los Ángeles se hallaba en una situación análoga a la nuestra. Mi abuelo estaba gestionando el gasto de la mayor cantidad de dinero posible antes de que el gobierno le regulara la cuenta del banco. Adversamente, lo que logró sacar del país por valija diplomática fue mínimo y todo terminó en 323 manos de tía Ofelia. Por las tardes, tía Gladys y Pablo pasaban en su Chevrolet Bel Air ’55 a buscar a mis abuelos y los llevaban a los restaurantes más lujosos de La Habana. Yo me enganchaba algunas veces porque Pablo prefería mi conversación antes que las órdenes de mi abuelo, las idioteces de mi abuela y la mismidad cariñosa de mi linda tía. Los domingos, se iban a las carreras de caballos antes de la cena. “El potro más rápido de Meneses pierde contra éstos” me aseguró Pablo camino a la casilla de las apuestas. “No lo dudo —le respondí— pero, ¿sirven éstos para arrear vacas?” Pablo era una persona sumamente agradable e inteligente, creyente en el ácido nicotínico. Era divorciado y casado en segundas nupcias con mi tía. No tenían hijos. La religión prohibía el divorcio. Mi tía Gladys era religiosa y fiel al marido desconocido por la Iglesia. Creo que no hubiera sido adúltera más que con el mismísimo Papa... o tal vez con algún Cardenal. Sus códigos morales eran muy altos. No debió de haber pagado la multa de tránsito que le pusieron a Pablo en Miami después de muerto. Tía Gladys y Pablo tenían un bonito apartamento, adornado de cortinajes azules con alzapaños dorados. Vivían en el quinto piso de una edificación del Vedado. Me quedé con ellos unos días. La alfarería del cuarto de baños formaba pequeñas hornacinas en la pared donde colocaban el jabón, el champú y otras cremas y pomadas cuyo uso desconocía. Les gustaban mucho las sales de baño, los polvos aromáticos y los perfumes. Parecía inconcebible en aquel momento que el lujoso inodoro color almendra que yo hallaba tan galán tuviese que ser descargado a cubos de aguatero cuando el pueblo se hizo cargo de los acueductos. Desde los ventanales de la sala, se veían estrecharse en el horizonte las avenidas habaneras y los techos de las casas; más allá, se avistaba la línea circular del mar. Soñé con una vivienda semejante donde llevar a mis futuras mujeres. Hasta tú hubieses ido, ¿verdad? Pero la Revolución imposibilitó dicha felicidad. Mis tíos celebraban ágapes más que comidas en su apartamento. Servían los camarones en copas de cristal ornamentado con dibujos y utilizaban pequeños tridentes de plata para llevarlos a la boca. Tomaban porciones muy pequeñas de platos variados. Siempre hacían la sobremesa. Pablo era un hombre de conversación culta y agradable, animada por la llama de la razón. No discutía jamás. Era un escéptico analítico, nada teológico, que hablaba del alma como un brote inmaterial que plasma algunas acciones del cuerpo. Fue la primera persona a quien le oí decir, antes de leer a Aristóteles, que la democracia se suele extraviar en el caos y apremiar a la dictadura. A su modo de ver, las matanzas mundiales no afectan al mundo físico porque, como la cantidad de energía y de masa es constante, todos los sistemas se equilibran. Parecía creer en una inteligencia que maneja al universo. 324 Como hacía poco tiempo que me había vacunado, Pablo me habló de la viruela que mata y desfigura. Cuando abordaba temas relacionados a su profesión, se desbordaba de entusiasmo. Me dijo que el nombre mismo de vacuna viene de la palabra latina vacca. La vacuna antivariólica había sido descubierta por un médico inglés llamado Jenner, reproduciendo el experimento de un granjero llamado Jesty. Jenner había observado que las ordeñadoras no contraían la enfermedad. Dedujo que tal cosa se debía al contacto con el pus de las ubres de vacas infectadas. Finalmente, inoculó a varias personas con el suero procedente de vacas contagiadas del cowpox y dio el resultado esperado. Realmente, el procedimiento de la ‘vacunación’ era antiquísimo y se había utilizado en China. Tía Gladys llegaba a su casa del laboratorio donde trabajaba antes que Pablo. Le gustaba irse directamente a la ducha y refrescarse. Al rato, salía enfundada en una fina bata-de-casa de seda rosada, estampada con motivos orientales en negro, y se fumaba un cigarrillo norteamericano marca Chesterfield. Antes de recostarse en la butaca de extensión con todos los miembros colgando y adormecerse, me daba un abrazo y un beso y me decía, al borde del llanto: “Joaquín: ¡cuánto hubiera deseado tener un hijo!” Su alma era tierna, Nenita, como la tuya. A los pocos minutos, tía Gladys se quedaba adormecida en la silla. El mal-asido lazo del cinturón de seda se le abría al menor movimiento y la trama de la bata caía al piso deslizada: quedaban al descubierto los senos distinguidos con pezones castaños y el pubis rosáceo abierto por efecto de la separación de las piernas. Admiraba su desnudez y me marchaba silenciosamente para no despertarla. Era todo lo contrario de la historia de José y la mujer de Putifar. Imaginaba que si Pablo sentía las mismas corrientes seminales que yo, seguramente se le echaría encima en cuanto llegara y se clavaría en ella junto a la ventana que divisaba el mar a lo lejos. “No, ¡no! —me contradecía—: Pablo debe de hacer el amor moderadamente, como come; seguramente la huele como los perros, la rocía con perfumes y bálsamos y la penetra con gran delicadeza.” ¿Qué estoy diciendo, Nenita? Ellos dos eran felices. Acompañé a mis tíos dos fines de semanas seguidos a su casa de recreo en la Playa de Tarará. Ocupaban la pequeña vivienda tan a menudo como podían porque, en cuanto el gobierno supiera que poseían otra residencia, tendrían que separarse o perderla. Tarará tenía un supermarket tipo norteamericano bien surtido.Antes de llegar al pueblecillo, la carretera engastada en una loma bajaba empinadísima, obrando la delicia de los ciclistas. La playa de Tarará no disponía de agua tan cristalina ni de arenas tan finas como las de Varadero. El fondo se sumergía rápidamente, haciéndola peligrosa para los niños. Tía Gladys y Pablo preferían quedarse tomando la brisa en el portal de su casa. Junto a unas piedras, pese a todo, había un pedazo de playa lo 325 suficientemente bajo para que las mujeres entraran despacio y exhibieran sus cuerpos. En aquel rincón de playa, durante la segunda visita, reconocí ostentando sus lindos y amplios senos a flor de agua a una conocida anunciadora de televisión llamada Blanquita. Llevaba un breve bikini cuyo sujetador no podía cubrir enteramente los pezones. Era una mujer de rasgos finísimos, de mediana estatura, una morena recubierta de la genuina piel caucásica que no ennegrece al broncearse. Me sumergí con mi careta de buceo para apreciar bien la segunda parte de su hermosura, la que estaba metida en el agua: tenía piernas derechas de diosa y unos muslos carnudamente divinos que invitaban al tacto —¡no la toqué!—; el bikini blanco transparentaba unas muy bonitas nalgas; al volverse, sobresaltada tal vez por mi atrevimiento, la bella me mostró un umbrío triángulo pudoroso del que asomaban provocativamente unos primorosos pendejillos. Su acompañante me quiso patear, pero no pudo porque con las patas-de-rana me desplazaba raudamente en el agua. ¡Qué tipo más salvaje! * El ánimo fiestero de la familia perduró después de la boda de Tania. Otro de mis primos, Herby, uno de los tres hijos de tía Coralia, que era arquitecto, tenía novia y proyectaba casarse muy pronto. Estaba tan enamorado que hasta para comer le tenía que pasar el brazo sobre los hombros a su amada —ella le fue más infiel de lo normalmente esperado. Cuando su hermano menor, Pablito, hacía burla de su apasionamiento posesivo, Herby se enfadaba y lo rociaba con palabras desagradables. Tía Coralia vivía con su marido, que era ingeniero civil, y sus dos hijos menores en la casa contigua a la de tía Asela, que colindaba a su vez con la de tía Ofelia. En casa de tía Coralia se hablaba muy poco. Ella se pasaba el día pintando y los dos hijos menores tocando el piano. Herby, el hijo mayor, trabajaba diseñando viviendas por Camagüey. Estábamos dispuestos a bebernos las últimas copas antes que aquello se derrumbara. Por las noches, los primos íbamos hasta un bar en el corazón de La Habana llamado El Torito (o algo así), donde nos bebíamos un trago dulzón preparado con no sé qué licor, servido con hielo y unas hierbas. Una noche, Dimitri, Mayuco y yo fuimos con tío Rolando a un club oscuro del Vedado e invitamos a beber y a bailar estrechamente a las coautoras del placer. ¡Aquellas mujeres sí bailaban apretado el bolero y el slow! Le hablé con la mayor naturalidad posible a una cuarentona rolliza de la raza blanca. Me quejé de que en La Habana no se pudiesen ver titilar las estrellas en el cielo como en Meneses. Ella me aseguró que desde la ventana de su casa se observaban mucho mejor. La ramera se pegaba bien cuando bailaba. Mis primos continuaban sentados en la barra bebiendo cerveza con el mujerío, tratándolas a todas de ‘señorita’. Quizás creyeran posible la desfloración de las mujeres de la vida alegre. Por momentos, me miraban de soslayo midiendo mi desvergüenza. Me sorprendí de que tío Rolando, que se las daba de tenorio — 326 ¡y hasta de conocedor de la partenogénesis!—, se mostrara apocado y cobarde entre las putas. — ¿Cómo te llamas? —me preguntó la mujer en la pista, sin mirarme a la cara. — Joaquín. — Oye, Joaquín: traes un tolete escondido en el pantalón. — Es la atracción de los cuerpos que varía inversamente al cuadrado de la distancia. — ¿Cómo? — Que el tolete es tendencioso. — Tengo una malanguita en mi cuarto. ¿Quieres verla? — Mi mamá no me deja ir a tu cuarto. Pero debes sacar la mata del dormitorio por las noches. — ¿Por qué? — Porque de día, cuando les da luz a las hojas, la clorofila las hace exhalar oxígeno; pero, en la oscuridad de la noche, despide anhídrido carbónico y te envenena. — ¡Ah, carajo! ¿Será por eso que algunas veces me duele la cabeza por la mañana? — Posiblemente —mentí: era alcohólica. — ¿Dónde has aprendido eso del veneno? — En un libro de Historia Natural. — ¿Y ese —indagó mirando hacia donde estaba tío Rolando— es tu papá? — No; es un tío guajiro. — ¿Quieres venir a mi casa? — Sí; pero no puedo. — Mira que te va a gustar. — No lo dudo. La velada duró menos de una hora. Terminé entregándole cinco pesos a mi amiga por el frote sorprendentemente productivo que le imprimió a mi inquieto bálano con sus dedos —¡por encima del calzoncillo!— en la penumbra de la pista de baile. ¡Con qué destreza me zafó los botones de la portañuela! Mis primos se quedaron boquiabiertos. Habían estado esperando que aquella ‘señora’ me soltara un bofetón por mi ‘frescura’ y no fue así. Les dije que, de vez en cuando, había que prestarle una mano a la Naturaleza. Fruncieron el ceño. Sufrían de envidia porque su yo público era poco resuelto. Mi tío me reprochó ser tan ‘atrevido’. Me pareció que eran idiotas, pero no les dije nada. Salí del club con un tachón húmedo a la derecha de la portañuela. Me dieron a entender que debía avergonzarme por mi comportamiento. No fue así. Por el contrario, mi yo íntimo se sintió sumamente orgulloso de sí mismo. Andaba por la calle tranquilo y aliviado. ¡Qué incivil! 327 Yo * Entre tanto, el gobierno cumplió la amenaza de deportar a los clérigos extranjeros. En su afán de incautación, requisó parroquias y casas de religiosas con el beneplácito de una chusma encubierta en la anonimia. Unos trescientos religiosos y sacerdotes fueron expatriados al norte de España en el vapor Covadonga. En las fotos publicadas, reconocí al hermano Joaquín, el organista de los Hermanos Maristas de Cienfuegos. Pero no fueron solamente españoles, canadienses y franceses los expulsados aquel día. El gobierno desterró a más de treinta cubanos, entre ellos, al obispo Boza-Masvidal y al futuro obispo de Miami, Agustín Román. No molestaron a las Hermanas de la Caridad, que curaban a los leprosos, porque le temían al contagio. Julita, la compañera de colegio de mi hermana, iba ingresar muy pronto en la orden. Mis antiguos maestros habían sido declarados enemigos y expulsados de Cuba por la Revolución. Concluí que estarían mejor en otra parte, alejados de la morralla comunizada y maniática. Marat había mandado a matar a Lavoisier porque la Revolución no necesitaba sabios. Recordaba al hermano Julio pesando y midiendo o poniendo en contacto dos metales distintos para cargarlos eléctricamente. Recordaba las botellas llenas de líquido, revestidas con láminas de estaño, que el hermano cargaba con un conductor conectado a un generador de manivela. ¡Qué buena carga cogía! ¡Yo le habría metido gustoso por un oído al Caballo un bramante energizado con mil voltios! Recordaba al hermano calentando compuestos en una retorta y recogiendo hidrógeno en un frasco. Yo le hubiera hecho aspirar al Caballo el gas explosivo y le hubiera metido una cerilla prendida en la nariz. ¡Qué bello espectáculo! En fin, le habría obligado a fumar un tabaco de nitrato... Y lo hubiera hecho por amor al prójimo. Hacía muchos meses que no estimulaba el intelecto con la lectura. En Tarará, había empezado a leer un libro de Pablo titulado Tigrero. Trataba de dos tipos en Brasil que cazaban jaguares ensartándolos con lanzas cuando les saltaban encima. Me pareció tonto y mentiroso, una pérdida de papel y tinta, y lo dejé por la mitad. Apartado de la estructura docente, me sentía desorientado y no estudiaba ni leía nada serio. Hasta perdí la cuenta de lo mucho que ignoraba. Pasé la última semana de mi estancia en La Habana en casa de Campo de refugiados. 328 tío Taurino. Sus hijos estaban trabajando en bancos de Nueva York y él preparaba su pasaporte y el de Olga para marchar. Me fue a buscar en su Chevrolet porque, según barrunté, tenía muchos deseos de saludar a tía Asela. Los tres hijos de tía Asela acababan de partir para los Estados Unidos y se hallaban en campos de refugiados de La Florida. Mi tío Taurino no tenía muchas ganas de hablar. Se le notaba en sus ojos cansados y tristes que extrañaba a sus hijos. El negocio del garrote se le había desfondado, registrando algunas pérdidas. Para no verse precisados a devolverle el principal ni los intereses, algunos clientes lo amenazaron con delatarlo por ‘garrotero’ —unos de los vicios del capitalismo de acuerdo con la Revolución. Mi tío materno tuvo que soportar el chantaje. De contra, el gobierno le había quitado la propiedad de una de sus casas de alquiler. Solamente la pequeña finca en las afueras de La Habana lo mantenía entretenido. Me pasé la semana yendo al cine y conversando en la escalera de la casa de apartamentos con Eugenia, la hija de Sixto el vecino. Mi meta era el coito... pero ya había tenido que conformarme con mucho menos. Eugenia tenía bonitas piernas, cara de medialuna y senos planos. A pesar de sus dieciocho años, era una muchacha simple, hija única, que no deducía mis intenciones cuando le tocaba las rodillas blancas o le acariciaba la espalda ligeramente gorda y gibosa. Eugenia me hablaba de un futuro en el que se casaría y tendría hijos. Así fue. Años después, cuando ya toda Cuba se había vuelto agua en mi mente, vi las fotos. Yo prefería platicarle de animálculos y de que el fin de todo organismo es ser comido. Una noche la invité al cine y me tuve que llevar a su madre rechoncha de chaperona. Eugenia se concentró de tal manera en el drama de la película que no notó que estábamos pegaditos. * Me quedé toda la semana esperando por Armando Nieves. Por las tardes, deseaba que apareciera en el vano de la puerta el hombre encanecido, vestido todo de blanco. Sus conferencias en el balcón me educaban. Debí de haberle preguntado a Armando su opinión sobre la inteligencia humana; yo me inclinaba a pensar que ésta cayó en la tierra de alguna estrella y se cobijó en los seres más aptos a desarrollarla. Armando narraba la Historia como si la estuviera viviendo. Una lucidez penetrante relumbraba en sus ojos cuando hablaba de una rada del Mar del Norte de la que zarpaba un submarino germano cargado de valientes. Su capacidad para retener los nombres y las fechas asociados a los grandes eventos me había asombrado. Un hombre como Armando Nieves, tironeado por los altos ideales, no podía ser amigo de los asesinos del pensamiento que nos avasallaban. Había que ser bien burro para creer en El Caballo y en los demás animales de aquella granja. 329 Olguita, la sirvienta y amante de mi tío, me había dicho que Claudia, la mujer de Armando, parecía abúlica, se sentía cansada y no quería salir de casa. Eran los primeros síntomas del cáncer. Un año y medio más tarde, cuando me enteré que Armando se había suicidado, pensé que el mundo perdía uno de los mejores. Una vez muerta su amiga, su único compañero era su corazón, que estaba destrozado y lo indujo a marcharse. Armando Nieves no dejó escrita ni una resma de sus memorias cuando trascendió el élan de la vida. Tras él no quedó más que el mundo y no duró más que el tiempo. ¡Si se hubiera acordado de escribirme, Nenita! Todo pasa y nada cambia, mi amiga. Además, las maquinaciones humanas sobre Dios han sido los grandes azotes de la tierra. 330 * Para el 1962, el ambiente social había cambiado radicalmente. Se hablaba mucho y se cultivaba poco. Los deseos extravagantes del Caballo —¡cumbre del entendimiento cubano!— se aceptaban como norma social. Las mentes más exaltadas y ridículas del país luchaban contra la razón por crear El Mito del Caballo. Sugerían que, antes de El Caballo, había solamente oscuridad oculta en las tinieblas y aguas sin diferenciar en un vacío inmenso y sin forma. Con su calor, el Máximo Líder había empollado la Revolución, que era la razón primordial del existir cubano; con su sabiduría, había descubierto las ramificaciones de todo lo que existe. ¡Schma Yisrael! ¡No esperéis más! Ha sonado en todos los vientos de los siete cielos la trompeta que le anuncia al mundo la venida del Mesías-Caballo. ¡Qué mito más cojonudo! Siempre he dudado de los prohombres, Nenita. ¡Ah, la bestia dotada de voz! Si aquel charlatán-en-jefe era el rayo de luz en la oscuridad, el alma grande que despierta de la época embrionaria, el gran impulso y la energía de una civilización, había que alejarse del purgatorio. Nenita, la insensatez no nace, ni muere, ni cesa de existir: es eterna. El inmutable Caballo volverá a nacer de la mentira porque su mente y sus deseos están fuertemente trabados al mundo; cuando termine, habrá de volver a comenzar; cuando se le gaste un cuerpo, pasará a otro nuevo. Y su boca habrá de volver a exhalar la perturbadora tormenta que inunda la vega fértil de la razón y convierte las creencias más peregrinas en conocimiento y en dogma. Sus seguidores siempre habrán estado entre nosotros. El Caballo mentía, sesteaba y soñaba de nuevo. A sus más íntimos colaboradores les descubrió el secreto: “¡El comunismo es una mierda!” Un pueblo de carácter dúctil y timorato le dio pábulo a sus chifladuras, creyéndolo capaz de ver cosas ausentes. Se le asestó el golpe final al seso estableciendo la imposible igualdad entre los hombres. Los más burros convirtieron la opinión de los más esclarecidos en herejía. El Mito del Caballo acataba las papandujas con bullicios de satisfacción. ¿Recuerdas, mi amiga, cómo estaba preñado de ripio el escaso entendimiento del populacho? Cuando se grita, no se oye ni se razona. Y, como era de esperarse, los ecos de los alaridos doctrinarios abrumaron a los lúcidos y avocaron a los mequetrefes a sostener gansadas. * El Che Guevara —¡que Alá esté satisfecho del desgraciado!— carecía de sentido común, ya fuese como Ministro de Industria o en cualquier otro empleo. Fue una tromba caprichosa del destino. Desde muy joven, cuando vivía en Argentina, su desarrollo mental había quedado entorpecido por motivos inexplorados. Debajo de su cabellera faltaba mucho ingenio. No sé qué casta tuvo, pero la que fuera degeneró en él. 331 Cuando quiso poner sus facultades al servicio del bien, el Che convirtió su torpeza en debacle nacional. Se desempeñaba mal. Compraba equipos industriales en el extranjero con dinero que no había ganado para emplearlos en proyectos irrealizables que no habían sido planeados. Importaba materias primas sin saber cómo se podrían utilizar. En verdad, su mente era inaccesible a la técnica o a sus métodos; era incapaz de entender un proyecto simple. Como la Revolución había nombrado al Che “héroe”, a nadie le era permitido ver su incapacidad pertinaz. Ante el fracaso de su empresa, proclamó estrafalariamente que las revoluciones no se hacen con talento sino “con mucho amor” —pifia que lo santificó entre quienes aplauden su propio escarnio. El país se estaba quedando sin divisas. Se esfumaron de Cuba los zocos donde se chalaneaba, cediéndole el lugar a la carestía. El mercado norteamericano estaba cerrado a los productos cubanos. Las mercancías estadounidenses habían dejado de llegar a Cuba. Quedó demostrado que los ideólogos no sirven para crear el bienestar de nadie. El pueblo se hundía en la miseria y el mestizaje. Algunos entregaron el fantasma empinando bebedizos de alcohol industrial, pero nadie agonizó por amor al trabajo. Ernesto Guevara fue un gran orador de la miseria: “¡Nadie ha muerto por falta de aseo!” estimuló a los suyos. Lo creyeron un genio. Cuando les explicó que tendrían que pasar muchas necesidades, lo ovacionaron. Lo ponderaron bajo la hoz sutilmente fulgente de la luna porque dejó de fluir la electricidad. Y se alimentaron con sus propias loas en deliquios de desnutrición porque el hambre no recibe bien la dilación en el comer. Fue una suerte que mataran al Che en las madrigueras selváticas de Bolivia, porque estaba encaprichado en seguir metiendo la pata en otros países. De no haberlo estorbado la muerte, ¿cuántas estupideces más no hubiese cometido? ¿cuántas normas profilácticas no hubiese subvertido? Unos dicen que metieron sus restos en un panteón de Santa Clara; otros aseguran que están enterrados en dicho mausoleo unos huesos de cerdo. Quizás ambas opiniones sean correctas. * Escaseaban los productos básicos. Casi todas las vacas cubanas habían abandonado la envoltura carnal, los matarifes estaban ociosos y las carnicerías permanecían cerradas muchos días de la semana. Cuando se difundía la voz de “Hoy hay carne”, la gente hacía colas largas frente a las puertas de las carnicerías; para que se desbandaran, bastaba decirles: “Se acabó”. En vez de enviarme a la plaza, mi padre me llevaba al interior (el campo) a que le ayudara a llevar carne frita, conservada en manteca de cerdo, y longanizas. El ganado que ramoneaba en los terrenos sin intervenir por el Estado hallaba el camino del mercado negro. Mientras los guajiros estuvieron dispuestos a admitir el dinero de papel, no tuvimos dificultades para alimentarnos. 332 Yo Cuando nos lanzábamos al campo y comprábamos un lechón, lo compartíamos solamente con la familia y los amigos contrarrevolucionarios. Los revolucionarios decían que comprar en el mercado negro era birlarle los alimentos al pueblo. Sin contactos entre los cautelosos campesinos, los comunistas de corazón comían dogma marxista. Atronados, desazonados y acodiciados, se volvían más odiosos cada día. No obstante, tenían gran fe en el esperado momento de la miseria colectiva nacional que se acercaba a pasos agigantados. * El gobierno prohibió la emigración de los médicos porque se consideraba dueño de las personas también. De mi barrio villaclareño, se habían marchado dos doctores con sus familias. Mi padre decidió quedarse y mandarnos por delante. Por aquellas fechas, se suponía aún que se podría producir la caída de El Caballo. ¡No le plugo a Dios! Desde el mes de octubre, esperábamos ansiosamente la visa. A los menores de edad, nos la conseguía Monseñor Walsh desde Miami para que nos recibiera el Catholic Welfare. A mis padres se la pedí yo desde los Estados Unidos por medio de Walsh también. Mi padre se escapó en una lancha al año-y-medio y no necesitó el visado. Asistí al entierro de Walsh en el cementerio católico de Miami una tarde, cuarenta años después. Walsh era un buen hombre. A cien pasos de su tumba, está la de mi madre. No sé si se habrán conocido después. * El 2 de diciembre de 1961, el intemperante Caballo explicó con mucha fanfarria que siempre había sido marxista-leninista y que lo sería hasta el día de su muerte. Era difícil saber cuándo había empezado el ‘siempre’ —tal vez dos años atrás— y resultaba aún más enigmático adivinar cuándo se moriría —¡sin duda, excesivamente tarde! Estábamos acostumbrados a las mentiras del Caballo. ¡Ah, la burra parlanchina de Mahoma! La chusma, sin embargo, adoraba al de la barba: creía que él, venero de virtudes, podía transfigurar su destino y hasta hacerla feliz en su vida personal —como Clavelito. El vulgo 333 suponía a El Caballo, en su celeste beatitud, conocedor de los secretos del buen gobierno y dueño de arcanos de santería: corrió siempre el rumor que tenía impuestos collares de Changó, Yemayá y Ochún. ¡Una masa con fe es temible, Nenita! El Caballo encarnaba el ideal del bocón que no le temía a la alzada del gringo. Hasta cuando la edad lo había vuelto decrépito, le escuchaban sus sandeces; lo suponían habilitado para dictar un bando contra los norteamericanos y causarles grandes penas. Nadie fue capaz de aunar tanta estupidez como El Caballo. El corazón de la chusma hace un santo del mismo que les roba las limosnas a los pobres con soflamas. En Cuba, muchos habían supuesto a Clavelito capaz de alumbrar a los ciegos, desatar a los tullidos, devolverles la audición a los sordos, el habla a los mudos y la soltura a los cojos... y tal vez, en un día bueno, hasta resucitar a un muerto. Y fueron muchos más los que creyeron que El Caballo pactaría con la suerte en beneficio de todos. Les encendían la fe aquellos largos y aburridos discursos. Les parecía que el mismísimo Dios le dictaba al barbudo los improperios que pronunciaba. Y aplaudían contra sí mismos, ebrios de dislates. Muchos vecinos nuestros estaban saliendo sin sus bártulos. Cuando alguien emigraba, el gobierno mandaba a sellar las puertas de su casa y lo obligaba a entregar el automóvil y la cuenta del banco. Los que nos íbamos a marchar, aceleramos el consumo, aumentamos los gastos, enterramos joyas y monedas y tratamos de enviar fuera del país cualquier pequeñez con tal de arrebatársela al gobierno. El retintín de las monedas de plata había cesado por completo. El dinero-papel cada día valía menos. Ya la gente no se molestaba en reclamar nada porque protestar era como llorar delante de un ciego. * A mediados de diciembre, los encargados del corretaje nos informaron que Wifredo Júnior y yo teníamos todos los documentos para partir: pasaporte, vacunas, visa y billete de ida —sin contar con la fe de bautismo, que me sirvió para casarme religiosamente en Europa, y la inscripción de nacimiento. Viajamos discretamente a La Habana a ‘presentar los papeles’ en la Oficina de Emigración del gobierno. Aprovechamos el tránsito para llevarles carne y manteca de cerdo a los parientes de La Habana que no la hallaban ya en ninguna carnicería. El día veinte de diciembre, El Colorao nos llevó a María de los Ángeles, a Wifredo Júnior y a mí a presentar los papeles. Quería que viajáramos todos juntos. Tía Emelina le recomendó encarecidamente a mi madre que no nos enviara en el mismo vuelo a Wifredo Júnior y a mí porque así, si se caía el avión, le quedaría al menos un hijo. Se enfadó mucho porque no valoraron su consejo. Mi padre prefirió abstenerse de ir a la oficina del gobierno por evitar las preguntas descorteses de los burócratas —trabajaba, desde hacía varios meses, en un hospital estatal. La parte que nos tocaba tramitar fue rápida. Una 334 vez inscritos para partir, el telegrama de salida se podía esperar en unos noventa días. Creo que fui el exiliado cubano número doscientos mil —correspondiendo al 3% de la población total del país en aquel momento. Así fue cómo, gracias a las denuncias de los que partían, el mundo comenzó a tener aliento de los desastrados sucesos en la Perla de las Antillas. Terminada la gestión, estuvimos paseando por el Vedado, que presentaba ya muchas señas de abatimiento comercial: las bodegas estaban cerradas en pleno día y las tiendas de ropa tenían pingajos colgados en los escaparates; en los bares escaseaban las refrescadas, pero en todos se podía escuchar a El Caballo desbarrar por la radio. “¡Puah!” largaba El Colorao cada vez que nos asaltaban las ondas sonoras en cualquier esquina. ¡Mierdero país aquél! * Por nostalgia tal vez, hablamos del caballo rubio de María de los Ángeles. Recordamos algunas cabalgatas por los caminos aledaños a Meneses. Mi intrépida curiosidad me había llevado al caserón del Colorao alguna mañana para animar a cabalgar a mi prima segunda. Como yo era un muchacho sano, me permitían acompañarla a pasear. El Colorao le echaba un dogal sobre la cabeza a Amarillo y lo conducía a la caseta donde guardaba la montura y la embocadura. Lo ensillaba despacio, pasándole la baticola por debajo del rabo güero y ajustándole las cinchas contra el vientre. Luego lo llevaba por el ronzal hasta la pendiente encajonada de la entrada para que montáramos fácilmente desde la eminencia del patio. 335 María de los Ángeles llevaba la rienda del alazán y yo iba a la grupa. Cuando subíamos, El Colorao me encargaba que cuidara a su hija. Yo me tomaba la petición en serio; por eso, soltaba las manos del arzón y me sujetaba de la cintura de la muchacha en cuanto nos perdíamos de vista. Jamás quiso ella que nos apartáramos de los caminos donde cruzaban los carretones tirados por caballos con anteojeras, los pastores de chivas y las mujeres en el porteo de los fardos de ropa. ¡Qué desgracia para María de los Ángeles no haberse resuelto a tomar el rumbo de los cuetos y los vericuetos conmigo! Aquellas arboledas linderas a los campos donde los bueyes labraban a la puja. No comprendió mi prima que el rejón del arado debe meterse en la tierra. ¡Cuánto no le hubiera aprovechado tenderse relajada en la hierba alta mientras Amarillo humedecía sus belfos en un arroyo cristalino! Hubiera vuelto a casa empecatada y alegre, con la sonrisa desalterada en sus labios carnosos. No fue así. Y pasó el tiempo joven, y la canicie albeó su cabellera. Me imagino cómo, durante una larga noche de insomnio, cuando mayó un gato derramándose en su hembra, María de los Ángeles se turbó pensando en las inexploradas delicias perdidas en el herbazal. ¡Quiá, esa vivió despistada! El Colorao tenía patas-de-gallo blancas marcadas en las sienes encarnadas. Se hallaba sumergido en múltiples reflexiones. No podía ocultar la tristeza que le causaba separarse de María de los Ángeles. Se torturaba el corazón de padre ante la perspectiva de no volverla a ver. Veinte años después, logró salir de Cuba y reunirse con ella. * El 1962 comenzó muy mal para los cubanos. El empeoramiento de la economía era exponencial. En el nuevo orden económico, las cooperativas del gobierno no eran capaces de recoger y llevar a los centros de distribución las frutas y las verduras de la isla. Jamás se había conocido semejante torpeza. Por todas partes menguaban las despensas. Increíblemente, empezó a escasear el arroz y el maíz. Quedó establecido que la cacareada diversificación de la agricultura era una invitación al hambre. Se nombraban nuevos directores para la Reforma Agraria y las dependencias del gobierno, pero aquello se seguía hundiendo. La industrialización de Cuba fue una pesadilla: estaba mal proyectada y ¡aquellos negros no eran japoneses! La gente no hallaba en los comercios jabón para asearse ni para lavar la ropa sucia. La Revolución empezaba a apestar. Afortunadamente, habíamos acaparado más de cien kilogramos de limpiadores que ocultamos debajo de las camas y en los armarios. No había materiales de construcción en las ferreterías ni aspirinas en las farmacias. Se le habían terminado el tole y los festejos a casi todo el mundo. 336 La idea de liberar al mundo había vuelto al gobierno de Cuba agresivo para con sus vecinos. Los comunistas cubanos trataban de sublevar a los pueblos de la América Latrina con propaganda y recursos salidos de sus embajadas. Como los gastos eran mayores de lo que el pobre estado cubano consentía, los rusos les proporcionaban dineros. En el mundo de la propaganda, jamás la Unión Soviética reveló sus verdaderas intenciones ni sus secretos apetitos de conquista en el Tercer Mundo, donde las riquezas sin explotar parecían reclamar un amo. A fin de cuentas, tanto incordiaron los cubanos que, a finales de enero de 1962, Cuba fue expulsada de la Organización de Estados Americanos. * Desde que empezamos a contar los días hasta que nos llegó la salida, estuve de fiesta. Los que nos íbamos, deseábamos dejar los bares de nuestras casas y las alacenas vacíos. Nardo, el antiguo distribuidor de alimentos, había presentado los papeles con toda su familia. Cuando no estaba jugando al ajedrez en el portal de su casa, efectuaba agasajos para los amigos de su hijo. Casi todas las semanas, teníamos celebración y baile en su casa. Servía grandes bandejas de lonjas de jamón envolviendo conservas de frambuesas y también quesos. Antes de que el gobierno se incautara de la empresa, había trasladado los congeladores y las cajas de embutidos y jamones importados al entresuelo de su casa; tenía una hermosísima colección de bebidas alcohólicas. Deseaba vaciarlo todo antes de ser requisado y acusado de acaparador. Se estaban marchando del país unas tres-mil personas semanales. Los vuelos a Miami de la Pan American se llevaban de Cuba a la clase media. Casi todos los especialistas se estaban yendo. Corrientemente, cuando quienes se disponían a abandonar el país se encontraban, se daba la siguiente conversación: — ¿Cuántos días tienes? — Sesenta-y-dos. ¿Y tú? — Ochenta-y-seis. — Entonces ya estás ready for fly (ready to fly). Cuando a alguien le llegaba el aviso de salida, todo el barrio se enteraba en cuestión de minutos. A principios de marzo, por ejemplo, corrió la noticia de la salida de Panchitín. — A Panchitín le llegó el telegrama. — ¿Cuántos días tenía? — Noventa-y-dos. — ¿Cuándo sale? — Mañana se va pa’ La Habana y pasao pa’ Rancho Boyeros. Panchitín era un antiguo contador sesentón, gordinflón y tiñoso que había mandado a su mujer por delante. Todas las noches, se iba a cenar a algún hotel del centro de Santa Clara que tuviera comida para servir. Fue él quien chapurreó el primer ready for fly en el vecindario. 337 Panchitín estaba enfermo de terror ante la previsión de tener que empezar a luchar de nuevo, a su edad, en un país extraño. Anticipaba para sí largas jornadas de pie, lavando platos en los hoteles de Miami Beach. Había recibido la carta de un colega en Miami, quien regresaba por las noches a un pequeño apartamento, consumido por la fatiga. Era el exilio-por-venir. Pero era peor tener que vivir en Cuba. * En enero, a Paulina, que tenía dieciséis años, se le había ocurrido hacerse novia de Luis, un muchacho de dieciocho años que iba por el barrio en una motocicleta rusa. Luis se enamoró al punto de escaparse en un bote con mi padre un año después para casarse en los Estados Unidos. Cuando llegó, después de pasar vicisitudes y peligros, la llamó por teléfono a Texas con el primer dinero que ganó. Ella le dio las gracias por la cortesía y le anunció que no se quería casar con él. A Luis se le pasó el disgusto. El tiempo lo cura todo. San Pedro negó a Jesucristo tres veces. San Pablo martirizó incontables cristianos inocentes. Pero, a la larga, todos fueron felices en el Cielo. * Por aquellos primeros meses del 1962, gastamos el disco de los quince éxitos de Paul Anka. Llegaban caras nuevas del centro de Santa Clara a nuestro barrio, atraídas por las fiestas animadas con el ron añejo de Nardo. Aquellas ‘pepillas’ eran mayormente sanas y aburridas. Por suerte, daban de sí mismas la más hermosa muestra que podían. Dada mi comezón, solía evitar a las muchachas recatadas, así tuviesen facciones bien puestas por Dios. Conocí a una membrudita con cara de siria que se quejaba de que yo apretaba mucho, pero jamás se negaba a bailar conmigo. Yo la tocaba algunas veces con la punta del sexo endurecido, que llevaba camuflado debajo de la chaqueta del traje azul claro; ella pretendía no saber de qué se trataba. En un mullido sofá, con su pierna pegada a la mía, se entregaba a cualquier conversación infantil, sin percatarse de las miradas lascivas que le endilgaba. Jamás volvía a saber de ella. Me imagino que haya hecho el amor sin saberlo muchas veces. Entre las muchachas que aparecieron por el barrio, conocí a una gordita llamada Milagros. Era moruna, ñata y la fealdad le defendía su virginidad. Tenía los senos lo suficientemente grandes para tener que rozarlos continuamente al bailar y las piernas lo suficientemente robustas en los tobillos para no poderse afirmar que fuera mulata —me dio la impresión de ser una blanca africanizada. A Milagros le gustaba ponerse un lazo ridículo en el pecho del vestido. Yo le rascaba con el pecho y el antebrazo los pezones al bailotear, sin imaginarme que se podía enamorar de mí —¡qué tontería! 338 Milagros solía visitar el barrio en compañía de una prima que estaba mucho mejor que ella. Una noche, cuando pasaba junto al parque de La Pastora para llegar a la parada de los ómnibus locales, sentí unos pasos apurados tras de mí. Me sobresalté porque estaba pegando pasquines del Movimiento de Recuperación Revolucionaria en las puertas de las casas, en las paradas de los autobuses y en los bancos del parque. Al volverme, vi a un individuo de corta estatura y hechuras de gimnasta. Llevaba en las facciones lechosas el semblante de la indolencia y la mueca del espíritu descuidado. Parecía uno de esos tipos que no creen en la decencia ni la urbanidad. Me abordó impávido, con un breve asomo chusquero: — Tú eres Joaquín, ¿no? — Sí. — ¿Conoces a Milagros? — Sí. — Yo soy el novio de su prima. — ¡Ah! — Tú le gustas a Milagros. Aprovecha, ¡no comas mierda! — Okay —repliqué, dándole a entender al personaje que estaba en ello. El tipo siguió su camino y yo me fui a subir al autobús. Jamás lo volví a ver. No sé cómo me reconoció. Me imagino que Milagros o su prima me hayan señalado en la noche, desapercibidas a mis ojos. Al sujeto lo habían mandado de mensajero. “Bueno, —pensé en mi alma— tendré que ‘meterle mano’ a Milagros.” Realmente, me gustaba mucho más su prima que era un pimpollo; sin embargo, aquello era una cuestión de honor y tendría que zamparme a la fea. Milagros ni siquiera me tentaba. Quizás mi cita bárbara con ella estuviese escrita en el libro del destino —es decir, estaba manuscrita en la intemperie, sobre los folios del aire. Me había propuesto procurarme un solacillo. Pensé que ella tendría apetitos como cualquier otra. Al día siguiente, le mandé a decir por una de las muchachas del barrio que la esperaba a la salida del colegio. ¡Hubiese sido tan fácil ser virtuoso con Milagros! Me recordaba a una vaca que había visto una vez en Meneses restallando la cola sobre el lomo. Sin embargo, me encontré con ella en la esquina del antiguo Colegio de las Teresianas. No sé por qué me puse un estrecho pulóver de franjas marrones y verde-chillón que llamaba tanto la atención. Tal vez haya sido por desafiar la curiosidad de la gente que me veía caminar junto a la gorda. Ella me miró con ojos de carnero degollado. Le tomé la mano sin sentir compasión de mi juventud. La invité a ir al cine el sábado por la tarde. Me dijo que sí, naturalmente, y me preguntó si podía llevar a la prima de “chaperona”. Le dije que podía llevarla, pero no de custodia. Se sonrió socarronamente porque no era tonta. 339 Tal vez sea necesario que recaigan incidentes desdichados sobre la gente joven por su propio bien. ¡Así se aprende! Milagros, la prima y yo fuimos al teatro Silva el sábado por la tarde. La prima me dijo que el sueño no había visitado a Milagros la noche anterior. Tuve el buen juicio de no hacerle caso ni perturbarme porque las mujeres mienten impúdicamente. No sé qué film vimos. La prima tuvo la decencia de dejar una butaca de por medio y de ponerse a mirar la película para no estorbar la intemperancia ajena. En cuanto se apagaron las luces, ataqué a la embelesada con moderada continencia. Nos pasamos diez minutos besándonos antes de que ella entendiera que la lengua no era sólo para hablar. Estuve diez minutos más acariciándole los pezones por encima de la ropa y mordiéndole el cuello y la oreja. Por fin me dejó meter la mano dentro del ajustador. Tenía los pezones grandes y reactivos. Me estaba doliendo el cuello de la torsión engorrosa que tenía que hacer sobre ella. Cuando le cogí su mano y la puse sobre mi miembro para descansar el cuello, se azaró y quedó sin saber qué hacer. ¡Era inocente! Por fin, apoyé la frente en su cuello y le deslicé la mano debajo de la falda, practicándole el lengüeteo de vez en vez para mantenerla animada. — Abre las piernas y solázate —le prescribí. — ¡Ay, no sé! —exclamó indefensamente. — Verás lo que te viene —le susurré al oído. Enajenada por el paroxismo, Milagros consintió al ajetreo porque me había cogido buen sabor. La trajiné impúdicamente entre los muslos repolludos. Una vez desechada la turbación, rebosó de lascivia, estuvo fuera de juicio, se sintió a pique de perder todo el pudor y se le fueron unos débiles ayes de satisfacción. La juzgué algo desmandada antes de que terminara la función y la hice palparme el bálano con la palma de la mano. Le gustó. Cuado se prendieron las luces del cine, salimos a dar un paseo por el Parque Vidal. Milagros estaba sonrojada y feliz, yo llevaba olor a pescado en los dedos de la mano izquierda y muchos deseos sin gratificar, la prima estaba silenciosae hipócritamente escandalizada. No supe más de Milagros. No sé cuándo se aplacaría en ella la fama de aquel percance, pero yo lo quise olvidar inmediatamente. Espero que no le hayan sobrevenido otras calamidades afectuosas ni haya hallado mi actitud dura o cruel. A decir verdad, mi espíritu estaba muy poco pulido en cuestiones amorosas. Pasaron muchos años antes de que yo descubriera esos amores que destrozan el corazón, como el de Giulietta y Romeo en la historia de Luigi da Porto. 340 Al día siguiente, con los ojos en ascuas, gocé copiosamente la cita dominical contigo. Te acaricié el pubis y te miré con ojos afectuosos. Te estaba queriendo. De haber seguido juntos, tú misma me hubieses pedido que te penetrara profundamente, ¿no es cierto? Sabías muy bien que yo no ultrajo la flor, aunque ésta haya nacido entre espinas. Estaba seguro de que te iba a extrañar, Nenita. * La colectivización del campo le causó gran merma a la cosecha de azúcar de 1962. Las tiendas estaban desprovistas de víveres. Había dejado de visitarnos el vendedor de pescados que nos invitaba a examinar la frescura y salud del pez en las branquias. Ya la gente no podía atender a sus necesidades. El gobierno seguía interviniendo panaderías, fábricas de textiles, zapatos y colchones, destilerías y tierras. Se empezó a decir que la Unión Rusa Soviética Socialista —que era sumamente pobre— le podría proporcionar a la isla de Cuba máquinas cortadoras de caña, créditos, asistencia técnica y un mercado para su escasa azúcar. En febrero, se marcharon mis vecinos, los Morales. Al padre, un individuo de orejas puntiagudas y mirada confusa, le habían causado gran pena las pérdidas que tuvo y había enflaquecido al borde de la enfermedad. Morales, que había sido viajante de medicina una vez, se había levantado de la pobreza de su juventud realizando grandes esfuerzos en el mundo de los negocios. A los cincuenta años de edad, le tocaba errar a la ventura por un país extraño donde debía comenzar de nuevo. A principios de marzo, hallé al Cuico por la calle Cuba. Me anunció que abandonaban todo y se iban. A los pocos días, se marchó con toda su familia. No volví a saber de él. Nos despedimos el mismo día que un automóvil arrolló al hijo pequeño del Dr. Calderín, su vecino, en la Carretera Central. ¡Qué deprimente fue aquella muerte! ¿Te acuerdas? Por aquellos días marchó la familia Infante. El padre fue trasladado a Colombia por la compañía farmacéutica Lilly. El hijo fue negociante en Colombia y luego en Miami. El apego a los bienes obtenidos por medio del trabajo honrado de la gente es cosa natural. Ninguno de los que partían hubiesen entendido la moraleja del cuento hindú: “No te aflijas por lo que hayas perdido; no intentes poseer lo que no puedes conseguir; no creas cosas imposibles”. Por eso no hay cubanos hinduistas —aunque hay muchos que efectúan soliloquios en público. * Un día de mediados de marzo, se corrió la voz por el barrio de que habían llevado una res sacrificada a la nave de un antiguo almacén del barrio, contiguo a una broza, que había sido convertido en carnicería. De boca en boca, la onda sonora había subido y bajado cuestas y se había regado por lo llano. Mi madre me mandó a hacer la desagradable cola que duró un par de horas. 341 Según comentaba la voz popular, era mejor sufrir la cola que lanzarse a cogerlo todo a la rebatiña. Aquél era el principio de la gloria en el paraíso comunista que se había ganado la chusma. Con cielo despejado o a trueno rompiente, erguidos o apoyados en báculos, haciendo fardel de cualquier trapo, los ciudadanos de Cuba formaron largas colas durante medio siglo con el fin de adquirir insuficientes víveres para alimentarse. Al principio, no se les veía muy animosos en las colas porque les faltaba la práctica; a la postre, habrán tenido que aprender a meditar en ellas para hacerse sabios —aunque es justo pensar que soñaran con colgantes chorizos rezumando grasa y pimentón. Muchos descubrieron, meditando. que el hambre es tan enemiga del estado comunista como de la propiedad y que la peor administración de bienes es la de todos — que no es de nadie. No sé cuánto tiempo les habrá durado el resentimiento a los que tuvieron que hacer tantas colas. Los que conocí estaban ahítos de enfilar desde los primeros días. Decían tener que hacer las aburridas tertulias porque las ollas de sus cocinas estaban vacías. Aquellos seres estrafalarios soñaron muchos años con manducarse un pollo entero y, en su pesimismo, devoraron canes, mininos y hasta auras tiñosas. ¡Caramba, qué caprichosas son las tragaderas de los animales carniceros! Nos alineamos en la calle, frente a la puerta metálica de corredera del edificio, porque la maleza en torno a la nave estaba repleta de motas espinosas. El cielo primaveral extendía una hermosa cúpula azul por encima de nuestras cabelleras revueltas por los vientos. Oí a uno de los nuestros reprocharle algo al Cielo. No se hicieron esperar las protestas de los vehementes. A alguno le ganó la cólera y se quejó del ‘sistema de distribución’ y hasta ofreció planes alternativos, pero nadie se atrevió a criticar abiertamente los planes revolucionarios que los iban a matar de hambre. ¡Pronto tendrían que hacer cola por una hogaza de pan! Al rato, llovió la lasitud sobre todos ellos y descendió el tono de la conversación. Tuve la buena fortuna de encontrarme con Lucy, la de los lindos pies, en la cola. La muchacha siempre se le ofrecía a mis ojos como la flor solitaria entre el herbazal inculto. A sus trece años, Lucy destacaba sobre las demás hembras del barrio por su talla elevada y sus piernas rectas y largas; sus cachetes eran naturalmente encarnados, sus labios finos y su nariz recta; sobre la frente le caía un cerquillo rubio del mismo color de las cejas. A mi juicio, su exquisitez tenía autoridad sobre todos los hombres. Renuncié a mi turno al frente de la fila por estar con la de la arrogante figura. Lucy, que era ya una joya encendida, se alegró aún más en su belleza de que la acompañase porque no quería estar sola entre aquella gente gruñona que sólo pensaba en comer. 342 Estuvimos hablando en voz baja largamente, allegando los hombros con cierta delectación, ocultos de la mirada ojizarca de su padre. Decididamente, Lucy me gustaba. Estaba prendado de sus gracias y me pude haber yugado con ella. ¡Ay, Nenita, para mí, hay más samsara que nirvana! Estoy condenado a reencarnar mil veces para vivir con mil mujeres —seguramente, alguna vez contigo. Debo controlarme o jamás habré de salir de este ciclo de retornos. ¡Divino atolladero! Repentinamente, bajó el retintín de las conversaciones en la cola a un mero bisbiseo de sílabas. Algunos personajes desafectos al gobierno, que habían estado pasando el tiempo entre dimes y diretes, se comenzaron a advertir unos a otros en contra de alguien que andaba por allá. Lo busqué con la vista: era Juanito Clement, el cornudo. Llegaba con un amigo suyo. Ambos vestían el traje de los milicianos —a los que se les paga con promesas. Juanito y su hermano, Luis, habían sido siempre individuos muy acomplejados (psico-afectivos o psico-algo).Ambos les temían a las muchachas del barrio. Su padre, antiguo vendedor de una ferretería de nombre Feito y Cabezón, había sido nombrado interventor de la empresa donde había trabajado porque decía ser comunista de la vieja guardia. Una vez integrados en la Revolución, tanto el padre como la madre y ambos hijos habían asumido un aire de importancia. Como te dije antes, todos se cansaron de quitar las pegatinas contrarrevolucionarias que yo pegaba por el barrio. — Y ese payaso ¿qué hace aquí? —indagó Lucy. — Parece que quiere vigilar la cola —observé. — Mejor que vaya a vigilar a su mujer: esa flaca le pega los tarros todos los días. — Juanito prefiere cerrar los ojos y callar las aventuras de Gualdrada. A ella le dicen la malmaridada porque siempre anda buscando con quién acostarse. — Entonces él es un “cabrón” —soltó Lucy, riendo. — ¡Y con lo mala que está la flaca! Ahora se mete en casa de Cancio, el vecino de enfrente, que tiene como cincuenta años. — ¡Jo, jó! ¡Qué escándalo! — Hace unos días, Gualdrada quiso conquistar a Cerralvo, que tiene catorce años. — ¿Cuál es Cerralvo? — El muchacho rubio de cabeza puntiaguda que vive a la vuelta de la esquina de la casa de los Clement. — ¿Tendrá fuego uterino? — Posiblemente. Aunque puede simplemente estar falta de hombre. A mí no me trata ya porque me cree contrarrevolucionario. — O sea, que tú... — No, no; ¡qué va! —me defendí, riendo. 343 Juanito Clement y su compañero se habían situado cerca del mostrador, por la parte donde debía llegar la gente a comprar la carne. Cuando me llegó el turno, le pasé por el lado sin saludarlo porque no estaba habituado a gastar ceremonias con la gentuza. El patato se incomodó de verme alumbrado por el resplandor de la belleza de Lucy porque los comunistas son envidiosos. Durante los diez minutos que demoramos en llegar al frente y ser despachados, Juanito trinó, con la mayor ofuscación de sus discernimientos, las virtudes de la Revolución: “Ahora no es como antes. No señor, ya aquello se acabó. Con la Revolución, los niños bitongos tienen que hacer cola como todo el mundo. Aquí todo el mundo es igual. Ya se acabó aquello de mandar a las criadas a comprar la carne. Ahora todos van a tener que cortar caña porque se acabaron las prebendas. Sí, ya hay igualdad: las hijas de los ricos se van a tener que casar con los compañeros de color”. El otro miliciano lo secundaba en cada aserto, riéndole las estupideces. Cuando Juanito terminó, se recostó al muro a regodearse con la plétora de imbecilidades que había dicho. No hallaba paciencia para sufrir a aquel homúnculo. Juanito había sido cobarde antes de ser cornudo. Por un instante, sentí un deseo grande de reventarle la cabeza contra el muro. Lucy se mostró seria y digna. El susurro de su dulce voz apagó las llamas de la tirria que me embravecía: — Eso lo dice por ti: no le hagas caso. ¡Ignóralo! — Tienes razón —convine al fin. Algún día, quizás me encuentre de nuevo con Juanito Clement. Le recordaré que su castigo ha sido haber vivido afligido por la existencia de quienes creía felices. ¡Aleve fortuna la de quienes soportaron las cadenas de la miseria revolucionaria! La mujer de Juanito lo puso en solfa, siendo adúltera sin recato. Andaba con rozagante facha las calles del barrio cuando iba y venía a casa de sus amantes. ¿Cómo se representaría Juanito a Gualdrada con sus vecinos entre las piernas? En marzo, se inició el racionamiento de todos los alimentos. El gobierno puso a dieta a todo el mundo. Se racionó la carne, el pescado, los huevos, la leche, el arroz, los frijoles, la manteca, las malangas y las hortalizas. Se anunciaron las cartillas de racionamiento, como en los países en guerra. Afortunadamente, mi familia tenía contactos en el campo para no verse precisada a la subalimentación durante los cinco meses que les quedaron a mi madre y a mi hermana en Cuba y los once que le restaron a mi padre. * El 27 de marzo, a los noventa-y-seis días de haber ‘presentado los papeles’, nos llegó el ‘telegrama de salida’. Se nos informaba de que saldríamos el 29 de marzo del aeropuerto habanero de Racho Boyeros —conocido ya como Aeropuerto Internacional José Martí. 344 El telegrama había llegado con la caída de la tarde. Lo leímos en el portal de la casa, mientras los pájaros se recogían y se atenuaban los visos rojos y amarillos en el horizonte. “¡Bueno, ya!” concretó mi madre, Dulce Manuela Sánchez y Oquendo, aliviada, y se fueron todos a departir en la sala; al rato, les oí farfullar una oración en corro. Me quedé solo en el portal, mirando la caída de la noche sobre la loma del Capiro. Aquella noche blanqueada al claro de luna, me fui a dar una última y triste caminata por los alrededores del Parque Vidal. Recuerdo a Santa Clara hoy tal como era entonces. Si la vuelvo a ver, tras medio siglo de deterioro, me resultará desconocida. Concluida la pesadilla, quisiera volverme a sentar en las gradas de la Iglesia del Buen Viaje y contemplar el edificio de mi colegio de primaria. Si la edad me lo permite, quisiera volver a montar en bicicleta por el barrio donde me crié. Si tengo fuerzas, quisiera subir una vez más a la loma del Capiro y andar por el Parque Vidal, la Doble-Vía y la Circunvalación. Si no, no importa... El 28 de marzo, cuando se elevaban las claridades pálidas en el Oriente, empacamos la ropa que se nos permitía sacar del país. Se había hablado de llevar escondidos en el doble-forro de la maleta unos relojes de oro. No obstante, llegado el momento, se desistió de la idea por el riesgo de que nos dejaran en Cuba y nos alcanzaran las garras del gobierno. Francamente, no deseaba que me enviaran a un tremedal de Zapata a cazar cocodrilos o a marchar a las órdenes de un idiota cargando un fusil al hombro. Recorrí con la vista mi aposento por última vez. Supuestamente, íbamos a los Estados Unidos por veintisiete días para quedarnos unos seis meses hasta que “se cayera” el gobierno. Las cuarenta-y-cuatro libras de equipaje incluían el peso de la maleta. Después de almorzar, nos despedimos deprisa de mi madre, de mi hermana y de ti junto a la vitrina del comedor que utilizábamos de vasar. Tú llorabas. Mi madre me pidió que cuidara a Wifredo Júnior, tal como hizo cuando iba a morir en Miami treinta-y-cinco años más tarde. ¡Era mi karma! En verdad, no teníamos seguridad de volver a vernos; de ser la despedida un adiós permanente, el consuelo era un tormento. Como jamás me había ocurrido una gran desgracia, sentía optimismo por la aventura. Ya yo llevaba de huésped la repugnancia al sentimentalismo, pero los ojos de mi madre brillaban, humedecidos, como dos estrellas brillantes. Abriste el portón del patio y te quedaste esperando junto al pino a que el Chevrolet Bel Air saliera de retroceso sobre las dos franjas de cemento. Mi padre había puesto el motor en marcha y se había ido a cerrar la puerta del garaje. Entré al asiento delantero, cerré la puerta con la ventana ya baja y puse el radio. En ese preciso momento, en aquella justa estación, comenzaba el tañido de guitarra de Adán y Eva, por Luis Bravo —la canción que me mandabas a pedir a las estaciones de radio. 345 Intercambiamos una pesarosa mirada de inteligencia. Entonces te cayeron dos gruesas lágrimas sobre los cachetes encarnados y te rodaron por la cara. mi-sol-si, mi-sol-si, mi-sol-si Voy a contarte un cuento de tiempos atrás. Como me lo contaron lo voy a contar. Era un paraíso llamado El Edén y allí se vivía muy bien. Eva se llamó ella, Adán su galán. Era una cosa muy bella vivir para amar. Mas la buena estrella pronto se eclipsó y todo en desdichas cambió. Cuando con la tentación Adán tropezó, dicen que su corazón no la resistió. Eso mismo temo yo que pueda suceder si llego a tropezarme de pronto tu quere-e-e-er. Paraíso tus brazos para mi amor son. Paraíso tus brazos y tu corazón. Mas yo seré bueno para que jamás me puedan de tu lado echar. Me puedan de tu lado echar. Me puedan de tu ladooo eechaaar. 346 * Cuando salimos rumbo a La Habana, me asaltó la idea de que lo que había extrañado durante tanto tiempo en el patio de la casa de Santa Clara era el cloqueo de las gallinas en Meneses. También me hubiera gustado tener un perro fiel de amigo, como Sultán. Por un instante, soñé estar recostado al brocal de un pozo en La Sierra, sacando agua fresca de la entraña de la tierra... La panorámica de la Carretera Central había cambiado. Durante el período capitalista, se habían visto enmarcados sobre estacas, a ambos lados de ésta, grandes y pequeños anuncios que indicaban: TOME MATERVA, BEBA CERVEZA CRISTAL, HATUEY ES LA MALTA DE LOS CAMPEONES, MEJORAL PARA PRONTO ALIVIO, PRONTITO ALKA-SELTZER, LECHE DE MAGNESIA PHILLIPS, FUME PARTAGAS, TABACOS H. HUPMAN, LAVE CON RINA, USE JABON CANDADO, PALMOLIVE PARA SU PIEL, LAVE SU ROPA CON FAB, CONOZCA A CUBA PRIMERO Y AL EXTRANJERO DESPUÉS, etc. Tres años después, los letreros que permanecían en pie estaban llenos de consignas revolucionarias: PATRIA O MUERTE, VENCEREMOS, REMEMBER PLAYA GIRON, HASTA LA VICTORIA SIEMPRE, CUBA ES TERRITORIO LIBRE, ESTAMOS CONTIGO FIDEL, etc. Total, que una tontería había tomado el lugar de la otra. La noche del 28 de marzo, nos despedimos de nuestros tíos maternos y paternos en casa de tía Ofelia, donde pernoctamos por estar cerca del aeropuerto. En la sala de la casa, donde se extrañaba la presencia de mi prima Tania echándole miradas risueñas al espejo, se repitieron las mismas observaciones de siempre: — Wifre tiene la nariz de su padre y de su abuelo —observó la abuela. — ¡Pchs, Emelina! —la reprendió abuelo Segundo, que no quería ser narizón. — Paulina es la madre pintiparada —opinó tía Asela. — Joaquín se da un aire a su madre de la cara, pero es más alto que su padre —indicó tía Ada. — Lo que no le podría perdonar sería tener menos estatura que yo —atajó mi padre. — ¿No era alto el lechero? —preguntó con impertérrito sarcasmo tía Emelina. — ¡Qué puerca eres, chica! —le devolvió tía Coralia— saliendo de la casa con Pablito de la mano. Tía Asela había enviado a sus tres hijos los primeros. Ella se aprestaba a salir también. Se consolaba hablando largamente con tío Taurino, que no se hallaba a gusto sin sus dos hijos y se preparaba para marchar. Tía Coralia estaba preparando los papeles para sacar a los tres suyos. Tía Gladys y Pablo, quienes 347 no tenían hijos, habían decidido esperar algún tiempo con miras a salvar lo suyo, igual que mis abuelos paternos. Carlos, el marido de tía Ofelia, apenas se emborrachaba ya; según decían, sufría la próxima separación de su hija menor, Melly, y se había vuelto religioso. No me habló de las mulatas que seducía en el ómnibus, camino de la playa; tampoco mencionó a la famosa Pícara, junto con la que había recibido estoicamente una andanada de sombrillazos cuando tía Ofelia los sorprendió cruzando la Calle 23 del Vedado. En la sala de la casa, flotaba el recuerdo de sus palabras ebrias —pronunciadas con toda la fuerza de la sinceridad— que, aunque merezcan ser olvidadas, fueron tan chistosas. Aquella noche, me acosté pensando más en el porvenir que en el pasado. ¡Cuánto iba a extrañarte guardando castidad circunstancial hasta los diecisiete años! El 29 de marzo, desayunamos a las ocho de la mañana un bisté filete y dos huevos cada uno porque no esperábamos volver a comer hasta el día siguiente. La realidad era que íbamos a comer pan por caridad en los Estados Unidos. Como la asistencia social que se conocía en Cuba no era nada generosa, mi familia no concebía nada mejor en otra parte y se preocupaba, a pesar de las cartas animosas desde Oklahoma de los hijos de tía Asela. Nos pusimos en camino del aeropuerto para personarnos en el mostrador de la Pan American a las diez de la mañana. Fuimos en caravana con la familia de María de los Ángeles por la carretera de Rancho Boyeros, que solamente tenía dos carriles. A la media hora, llegamos al aeropuerto, sito en una zona poco poblada. El Colorao y María de los Ángeles, que iba recogida como la luna menguante, lloraban mucho. Ella iría a vivir con unas primas que yo no conocía. Aquel día, estaban sentenciando la cantidad del rescate de Pepe San Román y los brigadistas. En aquel momento, no nos imaginábamos que El Caballo estaba fraguando una guerra nuclear entre los Estados Unidos y Rusia en la que la población de la isla de Cuba iba a desaparecer. Siete meses más tarde, se conoció su locura. Si Nikita y Kennedy no hubiesen puesto al mentecato en su lugar, todos estaríamos muertos. * Nos despedimos de mi padre y nos metimos en la ‘pecera’, como le llamaban a un salón de paredes de plástico transparente; desde allí, los que partían podían hacerles pantomimas a los que se quedaban en el lobby del aeropuerto. Nos hicieron esperar cinco horas. Durante todo ese tiempo, teniendo tanto en qué pensar, pensé también en ti. Tenía dos años para aprender bien el Inglés, de forma de poder entender las canciones de los Beatles (¡morrocotuda ciencia!) y de explicarle a Maggie (¡que no era rubia por debajo!) cómo podíamos 348 detener el ascensor entre los pisos en el centro de Nassau para hacer el amor de pie. Sobre las dos de la tarde, nos mandaron a pasar inspección para partir. Nos tocó en suerte un mulato delgado, de mirada torva en los ojos ribeteados de rojo. El tipo vestía camisa blanca, pantalón azul y gorra. Nos hizo quitar toda la ropa y quedarnos en calzoncillos —¡ah, la civilización socialista! Lo cacheó y revolvió todo. Contó la ropa para asegurarse de que no llevásemos más de tres mudas. Una vez terminado el registro, como no halló nada qué confiscar, nos dijo con sorna que, siendo hermanos, Wifre y yo teníamos que llevar toda la ropa en una sola maleta. Wifre se puso a llorar y le llamó hijo’e-puta al negroide. Por suerte, o bien el tipo estaba acostumbrado a los denuestos o se identificó con el vocablo y no se ofendió. Quería la maleta. El mulato amenazó a Wifredo Júnior con dejarlo en Cuba para que enmudeciera. Yo tomé a mi hermano del brazo, como he tenido que hacer tantas veces en mi vida, y lo mandé a callar. Le dije al de color que se podía quedar con la maleta, que yo iba conforme con mi ropa en una caja. El individuo me facilitó una caja de cartón. Me olvidé de darle las gracias. * A las tres de la tarde, abordamos el avión. Era un Constelation cuatrimotor. Iba lleno. El aparato comenzó a impulsarse lentamente en un extremo de la pista. Como demoraba en acelerar, temí que el piloto intentara rodar la aeronave hasta Miami porque, ante nada, creía cuanto veían mis ojos. Casi al final de la pista, cuando los motores de pistones le imprimieron suficiente velocidad a las hélices para apoyar el peso del aparato en el aire, decolamos. El cuatrimotor sobrevoló La Habana, remontándose en el cielo. La gente guardaba silencio, unos sustraídos por el vértigo y los otros temiendo revelarse como contrarrevolucionarios antes de salir de territorio cubano. Por primera vez, vi el mar desde los celajes. Observé una banda de agua clara cercana a la costa que terminaba abruptamente en azul marino. Un abuelo que iba a mi lado me dijo que a la línea donde el mar cambia de color en la plataforma insular se le llama “el veril”. La imagen del ayer al mañana apareció lisonjeada por el sol y vestida con el azul del cielo. A los ateos les gusta decir, después de volar, que no vieron a Dios por las alturas. ¡Asombroso! Sentí todo lo contrario cuando floté sobre el piélago del Creador. A medida que el avión se alejaba de la costa y se remontaba en el cielo, se escuchaban suspiros, cada vez más intensos, que concluyeron en alaridos de alegría y grandes aplausos. Íbamos, según podíamos apreciar, hendiendo las nieblas a otra vida. Al romper el tapiz de algodón, un dorado relumbrón me hirió los ojos: un sol rubio brillaba alto en el cielo. Cuando recuerdo aquel corto viaje, me vienen a la mente las palabras que José Addison puso en boca 349 de su genio: “Hay una porción de Eternidad, llamada Tiempo, que se mide por el sol y abarca desde el principio del mundo a hasta su consumación”. La aeromoza era una norteamericana de cara redonda y pelo teñido de un rubio blanquecino à la Monroe. Me preguntó si me apetecía algo. Como se juzgaría de mala educación declararle cuánto me gustaba —¡estaba buenísima! —, le pedí un refresco y le pregunté cuánto faltaba para llegar. Me aseguró que estaríamos en Miami, donde todo el mundo rodaba entonces automóviles de color blanco, en media hora. El mismo abuelo que me había explicado lo que es “el veril” le dijo espontáneamente a la azafata: “A mí me simpatizan mucho los norteamericanos porque estiman la justicia”. La rubia se quedó pensativa un instante, con sus dos ascuas azules fijas en el abuelo. Antes de marcharse, le dijo pausadamente: “Sí, la estimamos mucho: ¡es carísima!” En aquel momento, recordé la consigna: George, Kendall!!! Jorge era un cubano que recogía a los muchachos refugiados que llegaban sin sus padres. Kendall era la zona de la Florida donde estaban los campamentos de menores. Casi cincuenta años después, su hija me envió la lista de los niños refugiados que llegamos el 29 de marzo de 1962. Como la suerte no desanda camino, esperé despejadamente, sin espeluznos, el aterrizaje que marcó el comienzo del segundo tomo de mi vida. Wifre Yo 350 Nenita: En Cuba quedó mi (nuestra) inocencia. Aún hoy, recuedo aquella sociedad, más que nada, por su salvajismo. Me despido con el diálogo de mayo del 1961 entre el Hermano Gaspar, director del colegio de los Maristas de Santa Clara, y el interventor salido de la manada de El Caballo: — ¿Quién es el director? — Hasta el momento, yo. — ¿Ha oído lo que ha dicho Fidel? — No. — Ha dicho que todos los colegios son del pueblo. — ¿Lo trae por escrito? — ¡Aquí la única orden es la palabra de Fidel! — Extraordinario. — No puede salir ni entrar. — ¿Estamos presos? — No. — Parece que sí. — Digo que no. Retírese ahora, no sea que le pase algo peor. 351 Matías Y sucedió mi segunda existencia en esta vida. Joaquín 352