Lenin - Kaos. Internacional
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Lenin - Kaos. Internacional
Lenin de León Trotsky Editorial Ariel, Espulgues de Llobregat, Barcelona, 1972 EL “PRÓLOGO A LA VERSIÓN CASTELLANA” FIRMADO POR JESÚS PABÓN, PRESIDENTE DE LA REAL ACADEMIA DE HISTORIA (RAH), SE PUEDE ENCONTRAR EN WWW.REBELION.ORG/NOTICIA.PHP CON UNAS NOTAS INTRODUCTORIAS DE PEPE GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ. EL EPÍLOGO ES DE IÑIGO MORENO DE ARTEAGA, LA TRADUCCIÓN DIRECTA DEL RUSO FUE DE JOSÉ LAÍN ENTRALGO, LA PORTADA LA COMPUSO ALBERTO CORAZÓN. PEPE GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ Lenin y Trotsky: convergencias, divergencias, convergencias… Introducción La historia del primer encuentro entre Lenin y Trotsky comienza cuando éste último, se escapa de Siberia a continuación de una audaz fuga atravesando la tundra, siendo su siguiente aventura militante la propuesta de coaptación efectuada pro el propio Lenin para que Trotsky, alias “La Pluma”, reforzara con su juventud y su ímpetu consejo de redacción de la mítica revista Iskra (La Chispa), que, según un poema famoso, estaba destinada a iluminar la estepa con su fuego. Todo esto ocurría en los primeros años del siglo XX, un tiempo que, al decir de aquel joven era «únicamente el presente», un tiempo destinado a ser transformado por una marea revolucionaria orientada por las teorías marxistas, que se interpretaban como un primer paso para un desarrollo democrático, igualitario y consciente de una historia que hasta entonces se había hecho aplastando a los de abajo; para pasar de la prehistoria a la historia, al decir de Simone de Beauvoir. Aunque su lucha contra el zarismo data de su época de estudiante, Trotsky no empezó a ser militante en sentido estricto hasta que fue requerido por Lenin para el comité de redacción de la citada revista, que, a su manera, era una especie de centro dirigente provisional de los marxistas rusos desde el exilio. Al encontrarse con Lenin, Trotsky era portador de una voluntad firme de establecer, de una vez por todas, las bases de un partido revolucionario centralizado, un instrumento capaz de estructurar una respuesta activa y concentrada contra el temible Estado zarista, frente al cual se habían estrellado diversas generaciones de revolucionarios sin pueblo, al tiempo que articulaba una respuesta obrera socialista anticapitalista que, en combinación con el proletariado mundial, se estaba desarrollando en Rusia descomponiendo las bases sociales de la autarquía y de sus beneficiarios. Estas propuestas daban un cuerpo programático y organizativo a un movimiento obrero que crecía día a día. Algo más veterano, Lenin no dudó que Trotsky le serviría de apoyo en la lucha que estaba librando frente a los métodos más tradicionales de George Plejanov, Vladimir Petrosov, Vera Zasúlich, Pavel Axelrod y Yuri Martov —más tarde líder de los mencheviques—, todos ellos personalidades de primer rango en el primer marxismo (y populismo; Vera además era un auténtica leyenda) ruso. No se trataba, por lo tanto, de un debate sobre mayor o menor democracia interna, ya que éste fue un criterio que nadie se cuestionó; todos admiraban el modelo socialista alemán. Recordemos que la historia del bolchevismo en la ilegalidad se puede seguir a través de sus sucesivos congresos y de sus numerosos debates entre tendencias; nadie fue nunca expulsado por sus diferencias, nadie dijo nunca que la minoría le “hacía el juego” al zarismo. Sin embargo, también era cierto que éste imponía en el interior unas condiciones en las que la supervivencia de una organización estable se hacía sumamente difícil sin unas buenas dosis de entrega y heroísmo. La dureza represiva convertía en trágica cualquier militancia, y al parecer de Lenin, para resultar efectiva, ésta tenía que ser algo parecido a una profesión, una actividad fundamentada en la dedicación rigurosa y en la defensa coherente de unos acuerdos programáticos y tácticos ampliamente debatidos mediante toda clase de reuniones, folletos, artículos y congresos. Esta impresión de convergencia entre ambos se generalizó durante el congreso del Partido Socialdemócrata Ruso (POSDR) celebrado en Londres, de modo que se le colocó a Trotsky el apodo de «el garrote de Lenin». También existía la impresión de que el comité de redacción de Iskra era un bloque sin fisuras, y, de hecho, así fue en los temas de “principios”, de la primera fase del congreso: no hubo ninguna transigencia con las propuestas reformistas o revisionistas, que quedaron fuera del partido. Los diversos debates giraron en torno al dere cho de autodeterminación de las nacionalidades opri midas, a la compleja cuestión judía y el Bund (fracción socialista judía, muy afectada por los sucesivos pogromos animados por los desagües del Estado zarista) y en torno a la necesidad de incluir en el pro grama la dictadura del proletariado en oposición a la dictadura burguesa (para Plejanov, la “suprema ley” era “la salud de la revolución”, y justificaba este argumento a la luz de la Revolución francesa, desde un punto de vista jacobino, tradición criticada no por su radicalismo, sino por no haber sabido integrar sus propias diferencias internas). Según Lenin, el socialista era un jacobino «armado» con la teoría marxista. Todas estas impresiones se derrumbaron desde el momento en que lo que parecía un pequeño punto dividió al partido por la mitad. Después de la lucha contra el revisionismo, éste fue sin duda el «primer acto» de la escisión ulterior entre socialdemócratas, y con motivaciones que parecían ajenas a las que dividían a la derecha, al centro y a la izquierda en la Internacional Socialista. Sin embargo, en su sentido más profundo, ni el mismísimo Lenin lo comprendió du rante aquella época. Para él se trataba de responder eficazmente a una situación nacional en la que la supervivencia de las agrupaciones era muy perentoria, y en la que el influjo de la opresión zarista (a través de los alcohólicos, de los torturados, de los agentes dobles, etc.) había destruido una y otra vez muchas organizaciones locales. Lo que ocurrió luego es que, en torno a este punto, se unieron otros nuevos factores como el del papel de la burguesía en la revolución a la luz de 1905, aunque su conexión con el debate internacional tardó en verse claro. Hasta 1914 por lo menos, los mencheviques apostaron por posiciones de izquierda dentro de la II Internacional, y durante la Gran Guerra, Martov y sus afines siguieron siendo internacionalistas; desde 1914, el “socialdemócrata” más conservador acabaría siendo Plejanov, pero ni siquiera Stalin se atrevió a cuestionar la importancia de su legado, de manera que su obra fue ampliamente editada en la URSS. Por todo ello, el dilema entre el partido de los revolucionarios o el partido con todas las tendencias, fracciones y simpati zantes que era común en la II Internacional, confundió a muchos de los protagonistas asistentes al citado con greso. Para sorpresa de los presentes, George Plejanov se situó —por poco tiempo — al lado de Lenin, mientras que Martov encon tró en Trotsky a su mejor aliado. Pese a que la pro puesta de los bolcheviques de dirigir ellos —ya que era la mayoría— el comité de redacción de Iskra sin el viejo equipo era totalmente legítima, Trotsky entendió que esto significaba un menosprecio indignante hacia la “vieja guardia” marxista, y que le correspondía a Lenin la responsabilidad de una ruptura. Se opuso al cisma so bre la base de esta concepción, y su lema en el congreso sería semejante al que repitió más tarde insistentemente: “¡No dirigir, sino servir! ¡No escindir, sino unir!»; algo que sobre el papel parecía incuestionable. Pero un cuarto de siglo más tarde, en Mi vida, Trotsky justificaba así su posición: “Yo me consideraba centralista, pero no cabe duda de que, en aquel período, no veía en absoluto hasta qué punto un centralismo cerrado e imperioso era necesario al partido revolucionario para conducir a millones de hombres al combate contra la vieja sociedad […]. En la época del Congreso de Londres de 1903 la revolución era todavía a mis ojos una abstracción teórica en su mayor parte. El centralismo leninista no se justificaba todavía para mí como una concepción revolucionaria, clara y definida, de manera independiente”. En esta fase, Trotsky se mantendrá al margen de las fraccio nes y sin intentar crear ninguna organización propia, aunque sí establecerá diversos agrupamientos inesta bles con tránsfugas de ambas formaciones opuestos a la ruptura. En algunos momentos, el rigor de la crítica leninista irá dirigida con tra los bolcheviques “conciliadores” (partidarios de un acuerdo con los mencheviques), que se aproximan a sus posiciones, y atacará a Trotsky, justamente por considerarle el más consecuente “conciliador” que prepara el camino de la integración en el menchevismo. En 1910, Trotsky consigue fraguar un pacto entre los dos grupos, a condición de que los mencheviques expulsen a su tendencia “liquidacionista” y proliberal (los que recha zaban el trabajo clandestino y delegaban en los liberales el protagonismo en la lucha política) y los bolchevi ques hagan lo propio con su tendencia llamada ultimatista (los que repudian todo trabajo legal). Pero los primeros no cumplirán lo pactado, y Trotsky, que se puso de su parte, quedó desautorizado. Deutscher afirmará lo siguiente sobre este lejano debate: “Porque, en un sentido, esta controversia podía ser considerada como un conflicto entre los partidarios de la disciplina y los defensores del derecho de oposición. Trotsky tomó partido contra los primeros. Lo cual le arrastró hacia el camino de las inconsecuen cias manifiestas. Él, el campeón de la unidad, cerró los ojos en nombre de la libertad de oposición, ante la nueva división del partido provocada por los men cheviques. Él, que glorificaba la clandestinidad con el celo digno de un bolchevique, tendió la mano a los que querían liquidar la clandestinidad, calificándola de molesta y peligrosa. En fin, el enemigo mortal del liberalismo burgués hizo frente común con los partidarios de la alianza con el liberalismo en contra de los adversarios feroces de esta alianza” (1). Ulteriormente, Trotsky consideró sus críticas al bol chevismo como “el principal error de su juventud”. Las expresó básicamente de una manera muy semejante a la efectuada por Rosa Luxemburgo, cuyo enfoque partía de un rechazo del “aparato” burocrático-parlamentario de la socialdemocracia alemana, a la que oponía la espontaneidad de las masas, y un partido forjado en el mismo proceso revolucionario. Anotemos que Rosa fue catalo gada sumariamente como “trotskista” por Stalin a mitad de los años treinta, una acusación con la que, entre otras cosas, se sentenció a muerte a buena parte del Partido Comunista polaco…Por su parte, Trotsky consideraba que el esquema leninista suponía una desviación jacobina, y por lo tanto contraria al pensamiento marxista clásico que confiaba plenamente en la capacidad autoemancipadora del proletariado. Acuñó la acusación de lo que calificó de “sustituismo” (o sea de sustituir la iniciativa de las masas, un criterio que también compartía Rosa Luxemburgo), y lo dirigía contra los criterios leninistas, que, en su opinión, se traducían en la siguiente lógica fatal: el partido sustituye a las masas, la organización del partido (un pequeño comité) comienza por sustituir al conjunto del partido; después, el Comité Central sustituye a la organización y, finalmente, un dictador o un líder máximo, a dicho Comité. En esta época Trotsky también desconfiaba del tipo de partidos socialistas como el alemán, en el que el aparato subyugaba la iniciativa de la base militante y de las masas en general. Para él, Lenin no sólo dominaba del aparato “profesional”, sino que incluso doblegaba más sus propias concepciones impidiendo el libre juego de un amplio abanico de tendencias. Creía que, en la revolución que se aproximaba, las diferencias quedarían atrás como asuntos mezquinos y el protagonismo central que Lenin le confería al partido pasaría a un segundo plano, ya que “la voluntad subjetiva del partido [...] no es sino una fuerza entre mil y está muy lejos de ser la más importante”. La clase obrera, que era “capaz de ejercer su dictadura sobre la sociedad, no tolerará un poder dictatorial sobre ella”; unos argumentos que, a la luz del tiempo, cobrarán un sentido claramente profético desde el momento en que en medio de la guerra civil, el leninismo, con el concurso de Trotsky, tendió a favorecer más la acción de Estado que la participación de las masas. Después de todo, las experiencias de las luchas sociales le acercaron hacia el bolchevismo (que también conoció su propia evolución), lenta pero firmemente. El camino se ha ido allanando después de sus sucesivos fiascos con ciliadores y de la aclaración que se va operando entre el internacionalismo intransigente de los bolcheviques y el reblandecimiento de los mencheviques ante el patriotismo de la mayor parte de la socialdemocracia internacional. “El leninismo —dirá— es la única salida para los auténticos internacionalistas”. Los aspectos que facilitaban esta adhesión fueron, en opinión del propio Trotsky, los siguientes: --1.Las limitaciones que percibe, después de la revolución de febrero, en la capacidad autoemancipadora de las masas, que, si bien han sido capaces de derrocar el zarismo, apoyan las tendencias reformistas de menche viques y eseristas (socialistas revolucionarios que, a su vez, se muestran dependientes de la burguesía liberal); --2. La revolución no había soldado las diferencias, sino que las había incrementado más (de un lado el partido de la reforma, del otro, el de la revolución, aunque en medio queda también alguna gente: sobre todo eseristas y mencheviques de izquierdas, y por supuesto, los anarquistas, aunque éstos quieren ir mucho más allá, a la disolución del Estado); Desde las Tesis de abril, en opinión de Trotsky, los bolcheviques habían superado sus estreche ces sectarias y se mostraban capaces tanto de ser la parte más avanzada dentro del movimiento real como de rectificar sus esquemas y adoptar abiertamente la tesis de que la revolución por hacer era la socialista; Su oposición al régimen leninista del partido se de bía, escribió Trotsky al final de su vida, a que “no había comprendido que, para alcanzar la meta revolucionaria, es indispensable un partido sólidamente soldado y cen tralizado”. Ahora bien, en 1917 aceptó “completamente y de todo corazón los métodos leninistas del partido”. Pero matiza que estos métodos no son los expuestos en ¿Qué hacer?, cuyo carácter es unilateral y, por consiguiente, estrecho, muy propio de las condiciones en que se desenvuelve el exilio; el propio Lenin lo reconoció más tarde. Es más, considera que sus críticas, desarrolladas por Trotsky en su obra Nuestras tareas políticas, no estaban desencaminadas. Si bien eran injustas con Lenin, no lo eran con el aparato bolchevique formado por los comitard (“hombre de comité”), de los que Nadia Krupskaya habla despectivamente en sus memorias (y que, en las diversas etapas en que ocuparon cargos de responsabilidad, se distinguieron muchas veces por su rigidez formalista, sobre todo los que estaban por las tareas más internas). Al decir de Ernest Mandel: “Antes de 1917, Trotsky cometió un error desastroso. No solamente no se unió a los bolcheviques, lo que fue el mayor error de su vida, sino que llegó a construir una organización de cuadros sólidos para defender su propia línea. En consecuencia, entró en la Revolución rusa de 1917 con un programa excelente, con un pequeño número de cuadros brillantes y algunos miles de simpatizantes, el grupo de los «interdistritos» —Mezhrayozniki—, es decir, unas fuerzas organizadas tan reducidas que no tenían ninguna probabilidad de construir un partido revolucionario de masas que hubiera podido influenciar de manera decisiva el curso de los acontecimientos”. Creo que vale la pena recordar que Trotsky escribió una memorable evocación de sus peripecias en Londres, en un texto, Lenin y la antigua Iskra, que serviría como pórtico a su recopilación sobre Lenin (1924), que debía preceder a una bio grafía más voluminosa, un proyecto que pudo cumplir solamente en su primera parte, El joven Lenin (Fondo de Cultura Económica, México, 1972, tr. de Ángela Muller). Esta recopilación, entre otras cosas, pone nuevamente de manifiesto que Trotsky era capaz de trazar semblanzas, de reconstruir ambien tes, de dar viveza a un relato con la inclusión de breves anécdotas, así como de ofrecer con vigor y elegancia su propio punto de vista. En el libro se incluyen además otros diez capítulos bajo el título de En torno a Octubre, el último de los cuales se refiere a la visión que sobre Lenin tenían los niños, así como una serie de apéndices más circunstanciales. Es una de sus obras maestras. Ofrece una amplia semblanza y una extensa colección de recuerdos de años decisivos, escritos con gran distancia en el tiempo durante una enfermedad de su autor, y según confesión propia sin más ayuda que la de su propia memoria. Este Lenin no era el que ahora aparece como el ”verdugo de la democracia” (una democracia que no existió nunca como alternativa real en 1917; así lo reconoció el líder cadete, Miliukov), sino que aquí aparece un Lenin risueño, alegre, decidido y fascinante. Es un hombre sencillo que camina junto a Trotsky por la noche, de re greso de una opéra comique. A Trotsky le hacían un daño atroz las botas que el propio Lenin le había regalado, y Lenin bromeaba, pero “bajo sus bromas se ocultaba, sin embargo, la compasión de quien comprende muy bien la molestia ajena”. Es un Lenin que corre como una exhalación para no llegar tarde a una reunión y se ríe a carcajadas cuan do alcanza la tribuna a la hora prevista... Por encima de estas anotaciones está la calidad excepcional del personaje y de sus circunstancias históricas, y el relato directo, de primera mano, de acontecimientos de primera magnitud, que luego han sido más o menos falseados por la novela, el reportaje fácil o una amputación histórica que llega al extremo de titular Lenin tuvo la culpa un documental televisivo sobre la historia de la revolución. La maniobra es sencilla: se trata de atribuir a Lenin toda la responsabilidad del curso revolucionario, medir éste por su evolución burocrática y destruirlo por su jacobinismo durante la guerra civil, en especial por su actitud en la ejecución de la familia del zar. La obra conoció una importante edición en castellano —en una traducción directa del ruso efectuada por José Laín Entralgo— publicada por Ariel (Barcelona, 1972; al parecer la traducción anónima de 1927 era bastante mala), y resulta sumamente representativa de la «buena prensa» que comenzaba a tener Trotsky (Lenin ya la tenía) en la época. Cuenta con un extenso prólogo del presidente de la Real Academia de la Historia, el antaño muy conservador Jesús Pabón, acerca de la figura de Trotsky, y está escrito desde unos supuestos ideológicos bastante opuestos. La edición comprende también un epílogo de Íñigo Moreno de Arteaga, marques de Aula, sobre las peripecias de Trotsky en España (se ofrece la traducción de Nin publicada en Ed. España, Madrid, 1929, que apareció con un prólogo entusiasta del socialista Julio Álvarez del Vayo), y , al margen de sus prejuicios, ofrece detalles de interés, como la visita frustrada a José Ortega y Gasset, a la sazón simpatizante del PSOE, y quien observó a Trotsky desde la mirilla de su casa pero — en un gesto que no dejó de resultar simbólico— no le abrió la puerta. Observando, por un lado, el atraso de la humanidad natural del pueblo, y, por otro, el atraso de las masas trabajadores, Trotsky se interroga sobre las “palancas” que serán necesarias para cambiar tal situación; en aquella época, Ortega escribió que todo lo que el pueblo no cambia hay que cambiarlo de nuevo, una frase que Trotsky habría seguramente citado a gusto. La edición ofrecía también una traducción de Pere Gimferrer de la célebre reseña del mismo libro que escribió André Bretón (en colaboración con Paul Éluard), tan trascendental en la evolución política del movimiento surrealista. Breton y Éluard conocieron trayectorias muy diferentes en sus relaciones con el movimiento comunista: mientras que Bretón siempre denunció el estalinismo, Éluard lo justificó con un comentario que manchará para siempre su biografía. El contraste tuvo su momento más conocido ante la detención del surrealista y trotskista checoslovaco Zavis Kalandra. La anécdota sería citada por la arrepentida Rosa Montero desde una de sus tribunas en El País, como un ejemplo más de la vileza en la que cayeron algunos intelectuales “comunistas”. Como sí Zavis Kalandra no hubiese sido “un comunista”, y como sí la figura de Éluard (o de Neruda) pudiera medirse exclusivamente por su relación el comunismo tal como lo soñaron, o lo vieron en oposición al “mundo libre”, como si una señora instalada que mira hacia otro lado cuando la barbarie se hace en nombre de la “mundo libre”, pudiera erigirse en juez sin necesidad de dar cuenta de sus propias vigas en los ojos. (PG-A) Después de diversas ediciones, entre ellas una en Editorial ERA con el título, Imágenes de Lenin, la edición más completa y más elaborada de los escritos de Trotsky sobre Lenin es la que ha realizado el CEIP, lástima que se trata de ediciones poco asequibles desde aquí. Notas 1) Ediciones Espartaco internacional ha traducido y editado el informe de Trotsky para el II Congreso de la Socialdemocracia rusa, Informe de la Delegación Siberiana, que sintetiza sus planteamientos contrarios a Lenin. Consta también de unos apéndices en los que Trotsky precisa su evolución ulterior en polémica con autores como Marceau Pivert. PREFACIO En dos sentidos, la presente obra no puede considerarse un trabajo acabado. Ante todo, no se puede buscar en ella una biografía de Lenin, o una caracterización suya, o una exposición completa de sus concepciones y métodos de acción. Lo único que proporciona es algunos borradores, esbozos para otros trabajos futuros, acaso para el propio autor de estas líneas. Tal manera de abordar el tema como un «esbozo» es, sin embargo, inevitable y necesario. Junto a las biografías de divulgación y las caracterizaciones generales, hace falta ya ahora un trabajo más detallado y minucioso encaminado a fijar episodios sueltos, rasgos distintos de la vida y la personalidad de Lenin tal y como transcurrieron ante nosotros. Una parte muy importante de esta obra la constituyen los recuerdos del autor referentes a dos períodos separados por un espacio de quince años: los últimos seis meses de la vieja Iskra y el año decisivo que gira alrededor de la Revolución de Octubre, es decir, aproximadamente, el que va de mediados de 1917 hasta el otoño de 1918. Pero tampoco puede considerarse terminada en otro sentido, más estricto: confío que las circunstancias me dejarán seguir trabajando en ella, corregirla, precisarla y completarla con nuevos episodios y capítulos. La enfermedad que me obligó a apartarme de momento del trabajo práctico me permitió restablecer en la memoria mucho de lo que en la presente obra se habla. Después de leer los primeros apuntes, he seguido deshaciendo el ovillo de la memoria, restableciendo episodios nuevos, importantes ya por el simple hecho de que se refieren a la vida de Lenin o guardan relación con él. Ahora bien, este método encierra el inconveniente de que el producto del trabajo queda a veces sin acabar. Precisamente por ello, decidí, en un momento dado, cortar mecánicamente el manuscrito y darlo, de este modo, a la luz. Al mismo tiempo, según queda dicho, me reservo el derecho a seguir en el futuro el trabajo sobre esta obra. No hace falta decir que quedaré muy reconocido a cuantas personas que participaron en los acontecimientos y episodios del tiempo a que yo me refiero, hagan una u otra rectificación o aporten uno u otro recuerdo. Convendrá también advertir que he prescindido conscientemente de toda una serie de circunstancias por considerar que guardan una relación demasiado cercana con los problemas del día de hoy. A las dos grandes partes de la obra, que tienen el caracter de recuerdos, incorporo los artículos y discursos, o partes de discursos, en los que me referí a Lenin. Al reproducir mis recuerdos, no he utilizado casi ningún material referente a la época de que trato. Me ha parecido que, como no me planteo la tarea de ofrecer un ensayo histórico acabado de un cierto período de la vida de Lenin, sino que únicamente pretendo proporcionar algunos materiales de primera mano, que es precisamente lo que yo puedo ofrecer, prefiero no utilizar más que mi propia memoria. Después que el trabajo estaba, en lo fundamental, escrito, releí el tomo XIV de las obras de Lenin y la obrita del camarada Ovsiánnikov sobre la paz de Brest-Litovsk, e introduje ciertas adiciones. Fueron muy escasas. L. Troski P. S. — Al leer lo escrito, he advertido que en mis recuerdos llamo a Leningrado, Petrogrado o Petersburo. Ciertos camaradas llaman Leningrado al Petrogrado de otros tiempos, cuando todavía no había cambiado su nombre. Esto me parece incorrecto. ¿Se puede decir, por ejemplo, que Lenin fue detenido en Leningrado? Está claro que no pudo serlo. Todavía menos se puede decir que Pedro I fundó Leningrado. Acaso dentro de unos años o de unos decenios la nueva denominación de la ciudad, como en general todos los nombres propios, llegue a perder su contenido histórico vivo. Pero ahora sentimos con gran claridad, como algo vivo, que Petrogrado sólo empezó a llamarse Leningrado después del 21 de enero de 1924, y no pudo serlo antes. Por eso en mis recuerdos doy a Leningrado el nombre con que se llamaba en el período de los acontecimientos que describo. L. T. 21 de abril de 1924k PRIMERA PARTE LENIN Y LA VIEJA «ISKRA»1 1. Iskra (La chispa) fue el primer periódico marxista clandestino de toda Rusia. Vio la luz en diciembre de 1900, en Leipzig. Los números siguientes aparecieron en Munich. Desde julio de 1902 se publicó en Londres, y desde la primavera de 1903 en Ginebra. Lenin dirigió prácticamente Iskra hasta el 19 de octubre de 1903, en que salió de la redacción. Este primer período es el que se conoce como el de la «vieja» Iskra. A partir del numero 52, la «nueva» Iskra se convirtió en órgano de los mencheviques. — (N. del T.) Indudablemente, el período de la vieja Iskra (1900-1903) ofrecerá para el futuro gran biógrafo de Lenin un interés psicológico excepcional y, al mismo tiempo, grandes dificultades: porque precisamente en estos pocos años Lenin se convierte en Lenin. Esto no significa que no siguiera progresando. Al contrario, progresó también —¡y en qué proporciones!— tanto antes como después de Octubre. Pero fue ya un progreso más orgánico. Fue grande el salto que dio de la clandestinidad al poder, el 25 de octubre de 1917; pero se trataba, por así decirlo, de un salto exterior, material, del hombre que había medido y sopesado todo cuanto se podía medir y sopesar. Y en el progreso que precedió al II Congreso del Partido hay un salto interno que el ojo del observador no percibe, pero que, sin embargo, resulta decisivo. Los presentes recuerdos se proponen ofrecer al futuro biógrafo ciertos materiales relativos a este período extraordinariamente notable e importante del desarrollo espiritual de Vladímir Ilich. Ahora, cuando estas líneas son escritas, han transcurrido desde aquel entonces más de dos decenios, unos decenios, además, muy recargados para la memoria humana. Esto puede dar origen a ciertos recelos naturales: en qué medida lo que aquí se dice reproduce acertadamente lo que en realidad hubo. Diré que tal recelo no me ha sido ajeno a mí mismo y no me ha abandonado durante todo el tiempo que consagré a este trabajo. ¡Son ya muchos los recuerdos desordenados y los testimonios inexactos! Cuando escribí este ensayo no tenía a mano lo que se dice ningún documento, libro de consulta o material. Creo, sin embargo, que es preferible. Tuve que apoyarme sólo en mi memoria y abrigo la esperanza de que su labor espontánea, en estas condiciones, se viese más protegida contra la tendencia al premeditado retoque retrospectivo que tan difícil es evitar incluso con la más crítica comprobación de sí mismo. Además, resultará más fácil esta comprobación cuando el futuro investigador la emprenda teniendo en la mano documentos y, en general, toda clase de materiales relativos a este tiempo. A veces expongo las entrevistas y discusiones de aquel entonces en forma de diálogo. No se puede pretender, se entiende, una transcripción exacta de los diálogos después de transcurridos más de veinte años. Pero, a mi entender, la esencia la expongo con fidelidad absoluta, y algunas frases, las más expresivas, lo hago al pie de la letra. Como se trata de materiales para una biografía de Lenin, es decir, para un asunto de excepcional importancia, se me permitirá decir unas palabras acerca de ciertas particularidades de mi memoria. Yo recordaba muy mal las calles de las ciudades y hasta la situación de las casas. En Londres, por ejemplo, me perdí más de una vez en el trayecto relativamente corto que separaba la casa de Lenin y la mía. Durante mucho tiempo fui muy mal fisonomista, aunque en este sentido he hecho progresos considerables. Por el contrario, recordaba y recuerdo muy bien las ideas, su combinación y las charlas sobre temas ideológicos. He tenido la oportunidad de convencerme de que esto no es una valoración subjetiva mediante reiteradas comprobaciones: otras personas, que habían asistido a una entrevista en la que también yo estaba presente, la explicaban luego con menos precisión que yo, y admitían mis rectificaciones. Hay que agregar también la circunstancia de que cuando yo llegué a Londres era un joven provinciano y ardía en deseos de enterarme de todo y comprenderlo cuanto antes. Es lógico que las conversaciones con Lenin y otros miembros de la redacción de Iskra se grabasen muy bien en mi memoria. Son circunstancias que el biógrafo no podrá por menos de tener presente al valorar el grado de veracidad de los recuerdos que más abajo expongo. Llegué a Londres, muy temprano, una mañana del otoño de 1902. Debía de ser octubre. El cab que había alquilado por señas, me llevó a la dirección que traía escrita en un pequeño papel. Era la casa de Vladímir Ilich. Me habían advertido (debió de ser en Zurich) respecto al número de aldabonazos que debía dar. Creo recordar que me abrió la puerta Nadiezhda Konstantínovna, a la que seguramente desperté con mi repique. Era muy temprano y cualquier otro más experto y, por así decirlo, más acostumbrado a las normas sociales, hubiera esperado tranquilamente en la estación un par de horas en vez de ponerse a llamar en puerta ajena casi al amanecer. Pero yo conservaba aún todo el entusiasmo que me había producido mi fuga de Verjolensk. Aproximadamente de la misma manera alboroté en Zurich la casa de Axelrod, aunque no al amanecer, sino en plena noche. Vladímir Ilich se encontraba en la cama y en su cara el gesto afable se mezclaba con una legítima perplejidad. En estas condiciones transcurrieron nuestra primera entrevista y nuestra primera conversación. Tanto Vladímir Ilich como Nadiezhda Konstantínovna sabían ya de mí por una carta de Kler (M. G. Krzhizhanovski), quien, en Samara, me había introducido oficialmente, por así decirlo, en la organización de Iskra con el nombre de guerra de «Pluma». Así es cómo fui recibido: ha llegado «Pluma»... Me ofrecieron té, creo que en la cocina-comedor. Lenin se vistió mientras tanto. Yo hablé de mi fuga y me lamenté del mal estado en que se encontraba el paso de la frontera para los miembros de Iskra: se hallaba en manos de un estudiante de instituto, un eserista 2 a quien los iskristas, debido a la virulenta polémica que se había desencadenado, miraban sin gran simpatía; además, los contrabandistas me habían desvalijado, haciéndome pagar algo que superaba todo género de tarifas y normas. A Nadiezhda Konstantínovna le entregué un modesto bagaje de direcciones, mejor dicho, de informes sobre la necesidad de prescindir de algunas direcciones que no podían utilizarse. Por encargo del grupo de Samara (Kler y otros) había estado en Jarkov, Poltava y Kíev, y casi en todos los sitios, por lo menos en Jarkov y Poltava, pude comprobar la extrema debilidad de los enlaces. No sé si aquella misma mañana o al día siguiente di un largo paseo con Vladímir Ilich por Londres. Me mostró Westminster (por fuera) y otros edificios notables. No recuerdo lo que él dijo, pero el matiz era el siguiente: esto es su famoso Westminster. «Su» no se refería, naturalmente, a los ingleses, sino a los enemigos. Dicho matiz, no recalcado en absoluto, profundamente orgánico, que se expresaba sobre todo en el timbre de la voz, era algo propio de Lenin cuando hablaba de valores culturales o de nuevos éxitos de la organización del Museo Británico, de la excelente información del Times o, muchos años después, de la artillería alemana o de la aviación francesa: saben o tienen, han hecho o han conseguido, pero ¡qué enemigos! La sombra invisible de la clase explotadora parecía cubrir ante sus ojos toda la cultura humana, y esta sombra la sentía siempre como algo tan indudable como la luz del día. Según recuerdo, aquella vez mostré yo poquísima atención por la arquitectura de Londres. Desplazado de golpe de Verjolensk al extranjero, donde estaba por primera vez, me hice cargo muy sumariamente de las bellezas de Viena, París y Londres, y no estaba en condiciones de penetrar en «detalles» como la abadía de Westminster. Además, Vladímir Ilich, se comprende, no me había invitado para eso a este largo paseo. Su propósito era otro: el de conocerme y someterme a examen. Y el examen afectó realmente «a todas las asignaturas». Contestando a sus preguntas, le hablé de los desterrados en el Lena, de sus interioridades y sus grupos. La línea divisoria principal la constituía entonces la actitud hacia la lucha política activa, hacia una organización centralizada y hacia el terror. —¿Ha habido discrepancias teóricas con relación al bernsteinianismo? —me preguntó Vladímir Ilich. Yo le hablé de cómo habíamos leído la obra de Bernstein y la respuesta de Kautsky en la cárcel de Moscú, y más tarde en el destierro. Entre nosotros no había habido un solo marxista que levantase la voz en favor de Bernstein. Se consideraba como algo natural y lógico que Kautsky tenía razón. Pero no habíamos relacionado para nada, ni siquiera se nos había ocurrido hacerlo, la lucha teórica desplegada entonces a escala internacional y nuestras discusiones políticas y en materia de organización; al menos hasta que aparecieron en el Lena los primeros números de Iskra y la obra de Lenin ¿Qué hacer? Dije también que habíamos leído con gran interés los primeros trabajos filosóficos de Bogdánov. Recuerdo muy bien el sentido de una observación de Vladímir Ilich: también a él el libro sobre la concepción histórica de la naturaleza le parecía muy valioso, pero Plejánov no lo aprobaba, decía que eso no era materialismo. Vladímir Ilich no tenía aún un concepto propio sobre este problema; se limitó a exponer la opinión de Plejánov, refiriéndose con respeto al prestigio filosófico de éste, pero mostrando su perplejidad. También a mí me extrañó entonces mucho el juicio de Plejánov. Vladímir Ilich me preguntó asimismo sobre cuestiones de economía. Yo le expliqué que en la cárcel provisional de deportados de Moscú habíamos estudiado colectivamente su obra El desarrollo del capitalismo en Rusia; en el destierro había leído El capital, pero sin pasar del segundo tomo. Recordé la enorme cantidad de estadísticas recogidas y ordenadas en El desarrollo del capitalismo. —En la cárcel de Moscú hablamos en repetidas ocasiones con asombro de este ingente trabajo. —Pero no lo hice todo de una vez —contestó Lenin. Al parecer, le agradaba que los camaradas jóvenes prestasen atención a su importante trabajo económico. Hablamos de la tendencia anarquista de Majaiski, de la impresión que había producido entre los deportados, de si eran muchos los que se habían dejado ganar por ella. Le conté que el primer cuaderno de Majaiski, impreso en multicopista, que nos había llegado Lena arriba, produjo en la mayoría de nosotros fuerte impresión por la dura crítica que en él se hacía del oportunismo socialdemócrata, y que en este sentido coincidía con nuestra manera de pensar en cuanto a la polémica entre Kautsky y Bernstein. El segundo cuaderno, en el que Majaiski «arrancaba la máscara» a las fórmulas marxistas de la reproducción, considerándolas como una justificación teórica de la explotación del proletariado por los intelectuales, nos había indignado. Finalmente, el tercer cuaderno, que recibimos más tarde, con el programa positivo en el que las supervivencias del economismo se combinaban con embriones de sindicalismo, nos había producido la impresión de ser algo totalmente inconsistente. Por lo que se refiere a mi trabajo futuro, esta vez sólo se habló, se comprende, en los términos más generales. Yo quería, ante todo, ponerme al día de las publicaciones aparecidas; luego pensaba volver ilegalmente a Rusia. Se decidió que primeramente debía «orientarme». Nadiezhda Konstantínovna me llevó a una casa situada unas manzanas más allá, en la que vivían Zasúlich, Mártov y Blümenfeld, que era el gerente de la imprenta de Iskra. Allí se encontró una habitación libre para mí. La vivienda, según es costumbre en Inglaterra, no estaba dispuesta en horizontal, sino verticalmente: en la habitación de abajo vivía la dueña, y luego, uno tras otro, seguían los inquilinos. Había también una habitación libre para usos comunes a la que Plejánov, después de su primera visita, había bautizado con el nombre de «antro». En esta habitación, no sin culpa de Vera Ivánovna Zasúlich, pero también con la colaboración de Mártov, reinaba un gran desorden. Allí tomaban café, se reunían para charlar, fumaban, etc. De ahí su denominación. Así comenzó el breve período de mi vida en Londres. Yo empecé a tragarme ansiosamente los números aparecidos hasta entonces de Iskra y de Zarza. A aquel tiempo se remonta el comienzo de mi colaboración en Iskra. Coincidiendo con el segundo centenario de la fortaleza de Schliesselburg, escribí un suelto que, según creo, era mi primer trabajo para Iskra. Terminaba con unas palabras de Hornero o, mejor dicho, con unas palabras de Gnédich, traductor de Hornero, acerca de las «invencibles manos» que la revolución haría caer sobre el zarismo (en el tren, a la vuelta a Siberia, había leído la Ilíada). A Lenin le agradó el suelto. Pero con relación a las «invencibles manos» tenía una legítima duda y así me lo manifestó con una bonachona sonrisa. «Se trata de un verso de Hornero», traté yo de justificarme, aunque acepté de buen grado que la cita clásica no era imprescindible. El suelto puede encontrarse en Iskra, pero sin las «invencibles manos». Entonces también hice mis primeros informes en White Chapel, donde medí las armas con el «viejo» Chaikovski (ya entonces era viejo) y con el anarquista Cherkézov, que tampoco era joven. Me asombró sinceramente que esos famosos emigrados de blanca barba pudieran decir tales disparates... Con White Chapel me relacionó el «antiguo» londinense Alexéiev, un emigrado marxista próximo a la redacción de Iskra. Me puso al corriente de la vida inglesa y, en general, fue para mí manantial de todo género de conocimientos. Recuerdo que en una ocasión, después de una larga conversación que había tenido con Alexéiev durante el camino de ida y vuelta de White Chapel, expuse a Vladímir Ilich dos opiniones de aquél en cuanto a la sustitución del régimen estatal en Rusia y al último libro de Kautsky. En nuestro país —decía Alexéiev—, el cambio no será gradual, sino muy brusco debido a la inclemencia de la autocracia. La palabra inclemencia (dureza, crueldad, firmeza) la recuerdo muy bien. «Seguramente tiene razón», dijo Lenin después de escucharme. El segundo juicio de Alexéiev se refería a la obrita de Kautsky, Al otro día de la revolución social. Sabía que Lenin se interesaba mucho por este libro, que, según sus propias palabras, lo había leído dos veces y lo estaba leyendo una tercera (creo que también revisó la traducción rusa). Yo acababa de leerlo, pues Vladímir Ilich me lo había recomendado. Mientras tanto, Alexéiev lo consideraba una obra oportunista. «Es un estúpido», dijo inesperadamente Lenin, e hinchó, enfadado, los labios, cosa que en él era señal de descontento. En cuanto a Alexéiev, sentía por Lenin la mayor estimación. «Creo —dijo— que para la revolución es más importante que Plejánov.» A Lenin no le hablé de esto, se entiende, pero sí a Mártov, quien no hizo ningún comentario. La redacción de Iskra y de Zariá la componían, como es sabido, seis personas: tres «viejos», Plejánov, Zasúlich y Axelrod, y tres jóvenes, Lenin, Mártov y Potrésov. Plejánov y Axelrod residían en Suiza. Zasúlich estaba en Londres, con los jóvenes. Por aquel entonces, Potrésov se encontraba en el continente. Tal dispersión originaba inconvenientes de tipo técnico, pero a Lenin esto no le importaba lo más mínimo, más bien lo contrario. En vísperas de mi marcha al continente me impuso con cautela en los asuntos internos de la redacción; dijo que Plejánov insistía en el traslado de toda la redacción a Suiza, pero que él, Lenin, estaba en contra, pues ello dificultaría el trabajo. Entonces comprendí, aunque muy por encima, que la permanencia de la redacción en Londres era originada por consideraciones no sólo de carácter policíaco, sino de tipo personal y de organización. Lenin quería en el trabajo ordinario de organización y político la máxima independencia respecto de los viejos, y ante todo de Plejánov, con quien ya había tenido agudos conflictos, particularmente al elaborar el proyecto de programa del Partido. De mediadores en tales casos servían Zasúlich y Mártov: Zasúlich en representación de Plejánov y Mártov en la de Lenin. Ambos mediadores mostraban un gran espíritu de conciliación y, además, eran muy amigos. De los agudos choques entre Lenin y Plejánov en torno a la parte teórica del programa sólo me enteré poco a poco. Recuerdo que Vladímir Ilich me preguntó qué me parecía el programa que entonces acababa de ser publicado (creo que en el número 25 de Iskra). Sin embargo, yo había enfocado el asunto desde un punto de vista demasiado general como para responder a la cuestión que interesaba a Lenin. Las discrepancias habían surgido en cuanto a la mayor o menor rigidez y forma categórica de caracterizar las tendencias fundamentales del capitalismo, la concentración de la producción, la desintegración de las capas medias, la diferenciación de las clases, etc., en lo que Lenin insistía, y el mayor convencionalismo y cautela en estas cuestiones, de lo que era partidario Plejánov. El programa, como es sabido, abunda en las palabras «más o menos»: esto es de Plejánov. Por lo que recuerdo, según lo que contaban Mártov y Zasúlich, el anteproyecto de Lenin, que se oponía al de Plejánov, fue acogido por este último con duras censuras expresadas en el tono altivo y burlón a que tan aficionado era en tales casos Gueorgui Valentínovich. Pero esto, se entiende, no podía acobardar ni asustar a Lenin. La lucha adquirió un carácter muy dramático. Vera Ivánovna, según me contó, decía a Lenin: «George (Plejánov) es un galgo: sacude la pieza y acaba por dejarla; usted es un bulldog: no la suelta». Recuerdo muy bien esta frase y el comentario final de Zasúlich: «A él (a Lenin) esto le agradó mucho. ¿No suelto la presa?, preguntó satisfecho». Y Vera Ivánovna imitó bondadosamente la entonación de Lenin. Durante mi estancia en Londres, Plejánov hizo un corto viaje a esta ciudad. Entonces le vi por primera vez. Vino a nuestra república y estuvo en el antro, pero yo no me encontraba en casa. —Ha venido George —me dijo Vera Ivánovna—, quiere verle, hágale una visita. —¿Qué George? —pregunté perplejo, pensando que había otra persona importante a quien yo no conocía. —Es Plejánov... Nosotros le llamamos George. Por la tarde me acerqué a verle. En la pequeña habitación, además de Plejánov, se encontraban un escritor socialdemócrata alemán bastante conocido, Behr, y el inglés Askew. Sin saber qué hacer de mí, puesto que no había más sillas, Plejánov —no sin ciertas vacilaciones— me ofreció asiento en la cama. Yo lo consideré la cosa más natural del mundo, sin intuir que Plejánov, europeo hasta la médula, sólo en un caso extremo podía decidirse a tan extraordinaria medida. La conversación transcurría en alemán, lengua que él no conocía a fondo, y por eso se limitaba a breves observaciones. Behr habló primero de que la burguesía inglesa sabía halagar muy bien a quienes sobresalían entre la masa obrera; luego la conversación pasó a los predecesores ingleses del materialismo francés. Behr y Askew no tardaron en retirarse. Gueorgui Valentínovich esperaba con toda razón que yo me iría con ellos, puesto que ya era tarde y no se podía molestar a los dueños de la casa con tanta conversación. Yo, por el contrario, consideraba que sólo entonces iba a empezar lo auténtico. —Behr ha expuesto cosas muy interesantes —dije. —Sí, lo que se refiere a la política inglesa es interesante, pero lo de la filosofía son tonterías — contestó. Al ver que no me disponía a irme, Gueorgui Valentínovich me invitó a salir a tomar cerveza en las inmediaciones. Me hizo algunas preguntas superficiales y se mostró afable, pero en esta afabilidad había un matiz de latente impaciencia. Yo me apercibí de que estaba distraído. Acaso se sintiese cansado. Pero me fui con un sentimiento de insatisfacción y amargura. Durante el período de Londres, como más tarde durante el de Ginebra, me entrevisté con mucha más frecuencia con Zasúlich y Mártov que con Lenin. Al vivir en Londres en la misma casa y al comer y cenar en Ginebra de ordinario en los mismos restaurantes, veía a Mártov y Zasúlich varias veces al día, mientras que cualquier entrevista al margen de las reuniones oficiales con Lenin, que vivía con su familia, era ya un pequeño acontecimiento. Zasúlich era una mujer muy especial, encantadora a su manera. Escribía muy despacio, sufriendo los auténticos dolores de la creación. «Lo que Vera Ivánovna hace no es escribir, sino un mosaico», me dijo por aquel entonces Vladímir Ilich. Y, en efecto, llevaba al papel cada frase por separado, paseaba mucho por la habitación, arrastrando las zapatillas y dando constantes chupadas a unos cigarrillos que liaba ella misma y que muchas veces tiraba a medio consumir en todos los rincones, en la repisa de las ventanas y en las mesas; la ceniza le caía en la blusa, en las manos, en las cuartillas, en el vaso del té y, a veces, hasta en el interlocutor. Era y fue hasta el fin una vieja intelectual radical a la que el destino puso una inyección de marxismo, cuyos elementos teóricos, como demuestran sus artículos, asimiló muy bien. Pero, al mismo tiempo, no desapareció en ella la base político-moral de la radical rusa de los años 70. En conversaciones íntimas se permitía sublevarse contra ciertos métodos o conclusiones del marxismo. El concepto de «revolucionario» tenía para ella un valor independiente, al margen del contenido clasista. Recuerdo una conversación que tuvimos los dos acerca de su artículo «Revolucionarios del medio burgués». Yo empleé la expresión revolucionarios democrático-burgueses. «No —replicó Vera Ivánovna con cierto disgusto, o mejor dicho, con un matiz de amargura—. Ni burgueses ni proletarios, sino revolucionarios simplemente. Claro que se puede decir revolucionarios pequeñoburgueses —añadió — si se atribuye a la pequeña burguesía todo lo que no sabemos qué hacer con ello...» El centro ideológico de la socialdemocracia era entonces Alemania y nosotros seguíamos con la mayor atención la lucha de los ortodoxos contra los revisionistas en aquel país. Vera Ivánovna, a la menor oportunidad, decía: —Todo esto es así. Acabarán con el revisionismo y restablecerán a Marx, conquistarán la mayoría, pero, a pesar de todo, seguirán viviendo con el kaiser. —¿A quién se refiere, Vera Ivánovna? —A los socialdemócratas alemanes. Por lo demás, no se equivocó a este respecto tanto como entonces parecía, si bien ello ocurrió de manera distinta y a consecuencia de otras causas, no como Vera Ivánovna pensaba... Zasúlich se mostraba escéptica con relación al programa de los «recortes»3: no es que lo rechazase, pero se reía bondadosamente de él. Recuerdo un episodio. Poco antes del Congreso4 llegó a Ginebra Konstantín Konstan-tínovich Bauer, viejo marxista, aunque muy desequilibrado, que en otro tiempo había sido amigo de Struve y que en este período vacilaba entre Iskra y Osvobozhdenie. En Ginebra empezó a inclinarse hacia Iskra, pero se negaba a aceptar el punto de los «recortes». Estuvo con Lenin, a quien posiblemente ya conocía de otros tiempos. Volvió, sin embargo, sin cambiar de opinión, probablemente porque Vladímir Ilich, que conocía su espíritu hamletiano, no se tomó el trabajo de tratar de convencerle. Yo tuve una larguísima conversación con Bauer, a quien había conocido en el destierro, en torno a los desdichados «recortes». Sudoroso, le expuse todos los argumentos que había podido reunir en medio año de interminables discusiones con los eseristas y, en general, con todos los enemigos del programa agrario iskrista. Aquella misma tarde, Mártov (recuerdo que fue él) comunicó a los redactores, en una reunión en la que yo me hallaba presente, que Bauer se le había presentado para manifestar su adhesión definitiva a Iskra. Trotski, dijo, había dispersado todas sus dudas. —¿También se ha convencido de lo de los «recortes»? —preguntó Zasúlich casi asustada. —De los «recortes» particularmente. —Pobrecillo —articuló Vera Ivánovna con una entonación tan inimitable que todos nos echamos a reír. «Mucho de lo que Vera Ivánovna piensa se basa en la moral, en los sentimientos», me dijo en una ocasión Lenin, y me contó que Mártov y ella se habían mostrado partidarios del terror individual cuando el gobernador de Vilna, Val, aplicó el castigo de azotes a los obreros que habían tomado parte en una manifestación. Huellas de esta temporal «desviación», como diríamos ahora, se pueden encontrar en un número de Iskra. La cosa parece que ocurrió como sigue: Mártov y Zasúlich estaban encargados de la publicación de este número, ya que Lenin se encontraba a la sazón en el continente. Se recibió la noticia de una agencia telegráfica acerca de los azotes de Vilna. En Vera Ivánovna se despertó la heroica radical que había disparado contra Trepov por las palizas a que eran sometidos los presos políticos. Mártov la apoyó... Al recibir este número de Iskra, Lenin se indignó: «Es el primer paso hacia la capitulación ante los eseristas». Al mismo tiempo se recibió una carta de protesta de Plejánov. Este episodio tuvo lugar también antes de mi llegada a Londres, y por eso algunos detalles pueden ser imprecisos, aunque la esencia del incidente la recuerdo muy bien. «Claro —trató de justificarse Vera Ivánovna en una conversación conmigo—, no se trataba en absoluto del terror, sino del sistema. Y yo creo que el terror puede quitar las ganas de recurrir a los azotes...» En realidad, Zasúlich no discutía, tanto menos sabía hablar en público. A las razones del interlocutor no contestaba nunca directamente, sino que rumiaba sus ideas y luego, acalorada, atragantándose, soltaba una rápida serie de frases no dirigidas, por lo demás, a quien le había llevado la contraria, sino a quien ella pensaba que era capaz de comprenderla. Si se trataba de una discusión en regla, con presidente, no tomaba notas nunca, ya que para decir algo necesitaba acalorarse. Pero en este caso hablaba sin tomar en absoluto en consideración nota alguna; por este género de notas sentía el mayor de los desprecios; siempre interrumpía al orador y al presidente, y decía hasta el fin cuanto quería. Para comprenderla hacía falta penetrar bien en la marcha de sus ideas. Y esas ideas —justas o equivocadas— siempre eran interesantes y le pertenecían a ella sola. No es difícil imaginarse el contraste que Vera Ivánovna, con su difuso radicalismo y su subjetivismo, con su negligencia, representaba con relación a Vladímir Ilich. No es que se tuviesen antipatía, sino que los separaba un sentimiento de profunda discrepancia orgánica. Pero Zasúlich, como buen psicólogo, sentía ya entonces, no sin cierto matiz de hostilidad, la fuerza de Lenin; así lo expresaba su frase de que «no suelta la presa». Sólo poco a poco y no sin trabajo llegué a comprender las complejas relaciones que existían entre los miembros de la redacción. Cuando llegué a Londres, como ya he dicho, era un auténtico provinciano y lo era en todos los sentidos. Nunca había estado en el extranjero, ni siquiera en Petersburgo. De Moscú, lo mismo que de Kíev, lo único que conocía era la cárcel de deportados. A los escritores marxistas los conocía únicamente por sus artículos. En Siberia había leído algunos números de Iskra y el ¿Qué hacer? de Lenin. De Ilín,6 el autor de El desarrollo del capitalismo, había oído hablar vagamente en la cárcel de Moscú (creo que a Vanovski) como una estrella socialdemócrata en ascenso. De Mártov sabía pocas cosas; de Potrésov, nada. En Londres, cuando leía afanosamente Iskra, Zariá y, en general, las publicaciones editadas en el extranjero, tropecé en uno de los números de Zariá con un brillante artículo dirigido contra Prokopóvich, acerca del papel y la significación de los sindicatos. —¿Quién es Mólotov? —pregunté a Mártov. —Es Parvus. Pero yo no sabía nada de Parvus. Tomaba Iskra como un todo y en aquellos meses me resultaba ajena y hasta hostil la idea de buscar en ella o en su redacción diferentes tendencias, matices, influencias, etc. Me llamó la atención, recuerdo, que ciertos editoriales y artículos de Iskra, aunque no iban firmados, estaban escritos en primera persona: «en tal número dije», «ya entonces escribí acerca de esto», etc. Pregunté quién era el autor de esos artículos. Todos eran de Lenin- En conversación con él observé que, a mi entender, resultaba inconveniente, desde el punto de vista literario, hablar en primera persona en los artículos sin firma. —¿Por qué inconveniente? —preguntó él con interés, suponiendo acaso que yo no expresaba una opinión circunstancial y puramente personal. —Así me lo parece —contesté yo vagamente, pues no tenía la menor idea concreta a este respecto. —Pues yo no lo encuentro —replicó Lenin, y dejó escapar una risa que me pareció enigmática. Entonces, en este recurso literario podía percibirse un matiz de «egocentrismo». En realidad, el hecho de destacar los artículos propios, aunque no estuviesen firmados, era una manera de asegurar la línea propia, al no tener confianza en cuanto a la línea de los más próximos colaboradores. Nos encontramos aquí, a pequeña escala, con la insistente y tenaz orientación hacia un fin concreto que no se detiene ante formalidad alguna y que constituye el rasgo fundamental de Lenin como jefe. El dirigente político de Iskra era Lenin, pero el articulista principal era Mártov. Éste escribía fácilmente y sin fin, lo mismo que hablaba. Lenin, en cambio, pasaba mucho tiempo en la biblioteca del Museo Británico, donde se ocupaba de cuestiones teóricas. Recuerdo que Lenin estaba escribiendo en la sala de la biblioteca un artículo contra Nadioshdin, quien entonces era propietario en Suiza de una pequeña editorial que fluctuaba entre los socialdemócratas y los socialistas revolucionarios. Mientras tanto, Mártov había escrito ya la noche anterior (solía trabajar de noche) un extenso artículo sobre Nadioshdin, que había entregado a Lenin. —¿Ha leído usted el artículo de Yuli? —me preguntó Vladímir Ilich en el Museo. —Sí. —¿Qué le parece? —Lo encuentro bien. —Está bien, sí, pero poco concreto. No hay conclusiones. He escrito esto y no sé qué hacer ahora. ¿Y si lo insertara como una nota al pie del artículo de Yuli? Me entregó una cuartilla escrita a lápiz. En el próximo número de Iskra, el artículo de Mártov apareció con la nota de Lenin. Ambos sin firmar- No sé si esta nota figura en las Obras completas de Lenin. De lo que sí respondo es de que fue él quien la escribió. Unos meses más tarde, ya en las semanas que precedieron al Congreso, surgió en la redacción, episódicamente, una discrepancia entre Lenin y Mártov con relación a la táctica a emplear en las manifestaciones obreras, más exactamente, en la lucha armada con la policía. Lenin decía: hay que crear pequeños grupos armados, hay que enseñar a estos obreros a combatir con la policía. Mártov estaba en contra. La discusión se llevó al seno de la redacción. —¿Y no se convertirá esto en algo semejante a un terror de grupos? —dije yo con respecto a la proposición de Lenin. (Recuerdo que en aquel período la lucha contra la táctica terrorista de los eseristas desempeñaba un importante papel en nuestro trabajo.) Mártov hizo suya esta consideración y empezó a exponer la idea de que era necesario enseñar a las manifestaciones de masas a defenderse de la policía, y no crear grupos para luchar contra ella. Plejánov, al que yo, lo mismo que otros, probablemente, miraba esperando sus palabras, rehuyó la respuesta e invitó a Mártov a escribir un proyecto de resolución para debatir el asunto ya con un texto en la mano. Este episodio se diluyó, sin embargo, entre los acontecimientos relacionados con el Congreso. Tuve raras ocasiones de observar a Lenin y a Mártov no en asambleas y reuniones, sino en simples entrevistas. Ya entonces Lenin era enemigo de las largas discusiones, de las conversaciones desordenadas que muy a menudo se convertían en chismorreos de emigrados, cosa a la que tan aficionado era Mártov. Lenin, este gran maquinista de la revolución, no sólo en política, sino también en sus trabajos teóricos o filosóficos, en el estudio de idiomas extranjeros y en las entrevistas, estaba invariablemente poseído por una idea, por un mismo objetivo. Acaso fuese el mayor utilitarista que jamás produjo el laboratorio de la historia. Pero como su utilitarismo era de una grandiosa envergadura histórica, la personalidad no se borraba, no se empobrecía, sino que, al contrario, a medida que la experiencia y la esfera de acción aumentaban, más y más se desarrollaba y enriquecía... Al encontrarse junto a Lenin, Mártov, que entonces era su más íntimo compañero de armas, se sentía cohibido. Se tuteaban aún, pero se notaba ya una cierta frialdad en sus relaciones. Mártov vivía mucho más en el presente: el tema candente de cada día, el trabajo corriente de publicista, la polémica, las últimas noticias y las conversaciones. Lenin, dominando los hechos del día, penetraba profundamente, con el pensamiento, en el mañana. Mártov exponía un infinito número de intuiciones, de hipótesis, de propuestas, a menudo brillantes, que con gran frecuencia olvidaba él mismo, mientras que Lenin tomaba lo que le era necesario y cuando lo necesitaba. La fragilidad de las ideas de Mártov movía a Lenin a menear con inquietud la cabezaNo se habían definido, ni siquiera manifestado, las diferentes líneas políticas; sólo a posteriori resulta posible adivinarlas. Más tarde, al producirse la escisión en el II Congreso, los iskristas se dividieron en duros y blandos. Estas denominaciones, que en un primer tiempo estuvieron, como es sabido, muy en boga, probaban que, aunque no existía una divisoria concreta, había una diferencia en el enfoque, en la decisión, en la disposición de ir hasta el fin. Volviendo a las relaciones entre Lenin y Mártov, puede decirse que antes de la escisión y del Congreso Lenin era ya «duro» y Mártov era «blando». Y ambos lo sabían. Lenin miraba a Mártov con un espíritu crítico y un tanto receloso, aunque lo tenía en gran estima, mientras que Mártov sentía el peso de esta mirada y encogía nerviosamente sus flacos hombros. Cuando coincidían en algún lugar y entablaban conversación, no había ya la menor entonación amistosa, ni bromas, al menos en mi presencia. Lenin hablaba sin mirar a Mártov y los ojos de éste se convertían en vidrios tras unos lentes que jamás se veían limpios. Y cuando Vladímir Ilich hablaba conmigo de Mártov, en su voz había ya un matiz particular: «¿Qué es eso? ¿Lo ha dicho Yuli?», y el nombre de Yuli lo pronunciaba de un modo particular, acentuándolo ligeramente, como si quisiera ponerme en guardia, como si dijese: «Es bueno, sí, hasta excelente, pero muy blando». Sobre Mártov influía, sin duda, Vera Ivánovna, que no en el sentido político, sino psicológicamente, lo apartaba de Lenin. Se comprende, todo esto es más una caracterización psicológica generalizada que un material, un hecho, y además una caracterización dada al cabo de veintidós años. Durante este tiempo es mucho lo que se ha fijado en la memoria, y en la representación de imponderables aspectos de las relaciones familiares puede haber elementos equivocados y errores de perspectiva. ¿Qué valor tienen aquí los recuerdos y hasta qué punto influye la involuntaria reconstrucción hecha a posteriora Creo, sin embargo, que, en lo fundamental, la memoria reproduce lo que en realidad sucedió. Después de mis primeros discursos, que se podrían llamar «de prueba», en White Chapel (Alexéiev informaba de los mismos a los miembros de la redacción), me enviaron a dar conferencias a Bruselas, Lieja y París. El tema era «¿Qué es el materialismo histórico y cómo lo comprenden los socialistas revolucionarios». A Vladímir Ilich le interesó mucho. Le di para su revisión los amplios apuntes que había tomado, con citas y todo, y me aconsejó que utilizase este material para un artículo que podría salir en el primer número de Zariá. Yo no me atreví, sin embargo. Poco después, estando en París, me llamaron por telégrafo desde Londres. Vladímir Ilich tenía el propósito de enviarme clandestinamente a Rusia, de donde se quejaban de las muchas detenciones sufridas y de la falta de gente. Al parecer, Kler me reclamaba. Mas antes de llegar a Londres, el plan ya había cambiado. L. G. Deutch, que entonces residía en Londres y mostraba por mí gran simpatía, me contó más tarde cómo había «intervenido» en mi favor, señalando que «el joven» (así es como me llamaba) necesitaba estar cierto tiempo en el extranjero y estudiar, y cómo Lenin, después de ciertas discusiones, se mostró conforme con esto. Resultaba muy atrayente trabajar en la organización rusa de Iskra, pero, no obstante, seguí de buen grado durante cierto tiempo en el extranjero. Un domingo fui con Vladímir Ilich y Nadiezhda Konstantínovna a una iglesia socialista de Londres, en la que el mitin socialdemócrata se alternaba con el canto de salmos entre piadosos y revolucionarios. El orador era un cajista de imprenta que había vuelto al país, creo que de Australia. Vladímir Ilich me traducía en voz baja su discurso, que parecía bastante revolucionario, al menos para aquel tiempo. Luego, todos se ponían en pie y cantaban: «Dios omnipotente, haz que no haya ni reyes ni ricos...», o algo por el estilo. «En el proletariado inglés hay dispersos muchos elementos de espíritu revolucionario y de socialismo —me dijo a este propósito Vladímir Ilich cuando salimos de la iglesia—, pero todo eso se combina con el conservadurismo, con la religión y los prejuicios, y no puede salir al exterior y generalizarse...» A este propósito resulta curioso señalar que Zasúlich y Mártov se mantenían por completo al margen del movimiento obrero inglés, enteramente absorbidos por Iskra y lo que la rodeaba. Lenin, en cambio, emprendía de vez en cuando por su cuenta exploraciones en el campo del movimiento obrero del país. Es obvio decir que Vladímir Ilich, Nadiezhda Konstantínovna y la madre de ésta vivían más que modestamente. Al volver de la iglesia socialdemócrata, comimos en la pequeña cocina-comedor de su piso, que no constaba más que de dos habitaciones. Recuerdo como si fuese ahora los trozos de carne asada servidos en la sartén. Tomamos té. Gastamos bromas, como siempre, acerca de si yo acertaría, solo, a volver a casa: me orientaba muy mal en las calles y, movido por mis aficiones a la sistematización, llamaba a esto «cretinismo topográfico». La fecha de apertura del Congreso se acercaba y, a la postre, se decidió trasladar el centro iskrista a Suiza, a Ginebra: la vida era allí incomparablemente más barata y los contactos con Rusia eran más fáciles. Lenin lo aceptó, aunque de mala gana. A mí me mandaron a París, desde donde debía seguir, junto con Mártov, a Ginebra. Empezó el intenso trabajo de preparación del Congreso. Al cabo de cierto tiempo llegaba Lenin a París. Debía pronunciar tres conferencias sobre la cuestión agraria en la llamada Escuela Superior, que habían organizado en aquella ciudad profesores expulsados de las universidades rusas. Los estudiantes marxistas insistían en que Lenin fuese invitado después de que en la Escuela habló Chernov. Los profesores se sentían inquietos y rogaron al mordaz conferenciante que, en la medida de lo posible, no se adentrase en polémicas. Pero Lenin no se comprometió a nada en este sentido y su primera conferencia la empezó afirmando que el marxismo es una teoría revolucionaria, es decir, polémica por su misma esencia, aunque este carácter polémico no se contradecía para nada con su espíritu científico. Recuerdo que poco antes de la primera conferencia Vladímir Ilich estaba muy inquieto. Al subir a la tribuna, sin embargo, se serenó, al menos exteriormente. El profesor Gambárov, que había acudido a escucharle, dijo a Deutch, formulando su impresión: «¡Es un auténtico catedrático!» Aquel hombre, muy amable por cierto, pensaba que esto era el mayor de los elogios. Las conferencias, siendo como eran profundamente polémicas —contra los populistas y el socialreformista agrario David, a quienes Lenin confrontaba y unía—, no rebasaron, sin embargo, el marco de la teoría económica, no se refirieron a la lucha política de aquel entonces, al programa agrario de la socialdemocracia y de los socialrevolucionarios, etc. Lenin se impuso esta restricción considerando el carácter académico del centro en que hablaba. Mas después de la tercera conferencia, pronunció un informe político sobre la cuestión agraria, creo que en el número 110 de la rué Choisy; el acto no fue organizado ya por la Escuela Superior, sino por el grupo parisiense de Iskra. La sala estaba de bote en bote. Todos los estudiantes de la Escuela Superior habían acudido para escuchar las conclusiones prácticas que se desprendían de las conferencias teóricas. Se trataba del programa agrario de Iskra en aquel entonces y, en particular, de la devolución de los «recortes». No recuerdo que nadie hablase en contra. Lo que sí recuerdo es que en el resumen de la discusión Vladímir Ilich estuvo espléndido. Un iskrista de París me dijo a la salida: «Hoy Lenin se ha superado a sí mismo». Después del informe, como era costumbre, los iskristas se reunieron con él en un café. Todos estaban muy contentos, y el mismo conferenciante se mostraba alegre y agitado. El tesorero del grupo dio cuenta, satisfecho, del dinero que con este motivo había ingresado en la caja de Iskra: algo así como 75 o 100 francos. ¡No era broma! Esto sucedía a comienzos de 1903. No puedo precisar ahora más la fecha, pero pienso que no sería difícil hacerlo y que acaso ya se haya hecho. Aprovechando la llegada de Lenin, se decidió llevarle a la ópera. La encargada de organizarlo fue N. I. Sedova, que pertenecía al grupo iskrista. Vladímir Ilich fue al teatro (Opera Comique) y salió de él con la misma cartera que le había acompañado al pronunciar las conferencias en la Escuela Superior- Se representaba la ópera de Massenet (?) Luisa, de un argumento muy democrático. Estuvimos en el gallinero. Además de Lenin, Sedova y yo, creo que venía Mártov. A los demás no los recuerdo. A esta visita a la ópera va unida una pequeña circunstancia, que no tenía nada que ver con la música, pero que, sin embargo, se me quedó muy grabada en la memoria. Lenin se había comprado en París unas botas que le resultaron estrechas. Después de sufrir con ellas varias horas, decidió dejarlas. Como a propio intento, mi calzado clamaba pidiendo la sustitución. Recibí estas botas y con la alegría del primer momento me pareció que me venían justas. Decidí estrenarlas el día que íbamos a la ópera. En el camino de ida todo resultó bien. Pero ya en el teatro sentí que la cosa se complicaba. Acaso esto sea la causa de que no recuerde la impresión que la ópera produjo en Lenin ni en mí. Lo único que recuerdo es que él estaba de muy buen humor, bromeaba y se reía. A la vuelta yo sentía unos dolores terribles y Vladímir Ilich se burló implacablemente de mí durante todo el camino. Bajo sus bromas se ocultaba, sin embargo, la compasión de quien comprende muy bien la molestia ajena: él mismo, según he dicho antes, sufrió varias horas con estas botas. He hablado antes de la emoción de Vladímir Ilich cuando iba a pronunciar en París sus conferencias. En este punto conviene detenerse. Esta emoción cuando debía pronunciar un discurso la sentía también Lenin bastante más tarde, y tanto más cuanto menos «suyo» era el público, cuanto más formal era el motivo del discurso. Exteriormente, Lenin hablaba siempre en tono seguro, impetuoso y rápido, de tal modo que sus intervenciones eran una dura prueba para los taquígrafos. Pero cuando se sentía a disgusto, su voz parecía la de otro, era como un sonido reflejo e impersonal, algo parecido al eco. En cambio, cuando advertía que el público necesitaba justamente lo que él iba a decir, su voz adquiría una viveza extraordinaria y una flexible capacidad de convicción que no tenía nada que ver con la «oratoria» en el sentido propio de la palabra, sino que era como una conversación, aunque llevada al nivel de la tribuna. Aquello no era arte oratorio, pero sí algo más que la simple elocuencia. Se podrá objetar, cierto, que cualquier orador habla mejor ante un público «suyo». En una forma tan general, esto, naturalmente, es cierto. Pero de lo que se trata es de qué público y en qué condiciones lo siente el orador como propio. Los oradores europeos tipo Vandervelde, formados en la escuela parlamentaria, necesitan precisamente un ambiente solemne y motivos formales para el énfasis. En los aniversarios y asambleas celebradas para festejar a una personalidad se sienten en su ambiente. Y para Lenin cada una de estas asambleas representaba una pequeña desgracia personal. Cuando mayor brillantez y capacicidad de convicción mostraba era al examinar las cuestiones primordiales de la política. Acaso los mejores modelos de su oratoria sean sus intervenciones en el Comité Central en vísperas de Octubre. Antes de las conferencias de París, yo había escuchado a Lenin sólo una vez en Londres, creo que en las últimas fechas de diciembre de 1902. Es extraño, pero no me ha quedado ningún recuerdo ni del carácter del discurso ni del tema. Casi me atrevo a poner en duda que se tratase de un informe. Pero, al parecer, lo fue: para Londres se trataba de una asamblea de rusos muy concurrida y a ella asistía Lenin; si no hubiese sido él el encargado de pronunciar el informe, difícilmente habría acudido. Este fallo de la memoria lo atribuyo a que el informe trató probablemente, como ocurría de ordinario, del mismo tema de que hablaba en el último número de Iskra; el artículo de Lenin ya lo había leído y, por consiguiente, en el informe no había nada nuevo para mí; no hubo debate: los débiles adversarios londinenses no se atrevían a levantar la voz contra Lenin; el público, entre los que había elementos del Bund y anarquistas, no era muy favorable, y, como consecuencia de todo ello, el informe resultó más bien deslucido. Lo único que recuerdo es que a la salida de la reunión se me acercaron los B., marido y mujer, que habían pertenecido al grupo petersburgués de Rabóchaya Mysl y que ya llevaban bastante tiempo en Londres, y me invitaron: —Venga a casa a celebrar el Año Nuevo. (Por eso recuerdo que la asamblea se celebró a fines de diciembre.) —¿Para qué? —pregunté yo con bárbara perplejidad. —Pasamos el rato entre camaradas. Estarán Uliánov y Krúpskaya. Recuerdo que dijo Uliánov, y no Lenin, y que incluso en un primer momento no comprendí a quién se refería. También fueron invitados Zasúlich y Mártov. Al día siguiente se discutió en el «antro» qué debíamos hacer: preguntamos a Lenin si acudiría. Creo que no fue nadie y fue una lástima: habría sido el caso único en su género de ver a Lenin con Zasúlich y Mártov en una velada de Año Nuevo. A mi llegada a Ginebra, procedente de París, fui invitado con Zasúlich y Mártov a la casa de Plejánov; creo que también estaba Vladímir Ilich. De esta entrevista guardo un recuerdo muy confuso. En todo caso, no tuvo carácter político, sino más bien «mundano», por no decir pequeño-burgués. Recuerdo que permanecí en mi silla sin saber qué hacer y melancólico y que en los intervalos entre las muestras de atención del anfitrión o de la anfitriona me sentía como abandonado. Las hijas de Plejánov sirvieron el té con pastas. Se sentía cierta tensión y probablemente no era yo el único en darme cuenta. Acaso, por mi misma juventud, percibía más la frialdad del ambiente. Esta visita fue la primera y la última. Se comprende, mis impresiones fueron muy superficiales y, muy posiblemente, circunstanciales, lo mismo que fueron superficiales y circunstanciales todas mis entrevistas con Plejánov. En otro lugar traté de ofrecer una breve caracterización de la brillante figura del primer maestro marxista de Rusia. Aquí me limito a impresiones sueltas de los primeros encuentros, en las que —¡ay!— no tuve ninguna suerte. Zasúlich, a quien todo esto disgustaba mucho, me decía: «Sé que George es a veces insoportable, pero en el fondo es un animal simpatiquísimo» (éste era su elogio favorito). No puedo por menos de señalar que en el seno de la familia de Axelrod reinaba una atmósfera de sencillez y sincera camaradería. Recuerdo agradecido las horas que pasé tras la hospitalaria mesa de los Axelrod durante mis frecuentes estancias en Zurich. También solía acudir Vladímir Ilich y, a juzgar por lo que la familia me contaba, se sentía bien en aquel ambiente. No coincidimos nunca en casa de los Axelrod. En cuanto a Zasúlich, su sencillez y cordialidad con los camaradas jóvenes era realmente incomparable. Si no se puede hablar en el sentido recto de la palabra de su hospitalidad, eso es sólo porque más bien tenía necesidad de ella que de prestarla. Vivía, se vestía y comía como la más modesta de las estudiantes. En lo que se refiere a los bienes materiales, sus supremas alegrías eran el tabaco y la mostaza, que consumía en cantidades enormes. Cuando embadurnaba una finísima loncha de jamón con una gruesa capa de mostaza, decíamos: «Vera Ivánovna se corre una juerga». También N. G. Deutch, el cuarto miembro del grupo «Emancipación del Trabajo», era muy cordial y atento con los jóvenes. No he mencionado hasta ahora que en su calidad de administrador de Iskra asistía a las reuniones de la redacción con voz y sin voto. De ordinario seguía a Plejánov, manteniendo en las cuestiones de la táctica revolucionaria unas concepciones más que moderadas. Una vez, con gran asombro mío, me dijo: «No habrá ni es necesaria ninguna insurrección armada, joven. En el presidio teníamos gallos que por cualquier motivo se enzarzaban en peleas y eso les costaba la vida. Yo ocupaba esta posición: mantenerme firme, hacer comprender a la dirección que el asunto podía terminar en una pelea importante, pero no llegar nunca a ese extremo. De este modo conseguía el respeto de la dirección y la suavización del régimen. Esa misma táctica hay que emplear con el zarismo, pues de otro modo nos dispersarán y aplastarán sin el menor provecho para la causa». Me extrañó tanto esta visión de la táctica que hablé de ello, uno tras otro, a Mártov, a Zasúlich y a Lenin. No recuerdo cómo reaccionó el primero. Vera Ivánovna dijo: «Evgueni (viejo seudónimo de Deutch) siempre fue así: personalmente es un hombre de una audacia extraordinaria, pero políticamente no puede ser más cauto y moderado». Lenin, después de escucharme, dijo algo así como «ya... ya...», y ambos nos echamos a reír sin más comentarios. En Ginebra se iban reuniendo los primeros delegados del II Congreso y con ellos se celebraban constantes reuniones. En este trabajo preparatorio correspondió a Lenin un papel de dirección indudable, aunque no siempre traslucía al exterior. Se celebraban reuniones de la redacción de Iskra, de la organización de Iskra y otras con grupos de delegados y reuniones generales. Una parte de los delegados había llegado con dudas, reparos o pretensiones de grupo. Esta labor de preparación llevaba mucho tiempo. Al Congreso no acudieron más que tres obreros. Lenin conversó muy detenidamente con cada uno de ellos y se ganó a los tres- Uno era Shotman, de Petersburgo. Era muy joven, pero cauto y reflexivo. Recuerdo que al volver de una conversación con Lenin (él y yo vivíamos en la misma casa) no cesaba de repetir: «Le brillan los ojos como si viera lo que uno lleva dentro». El delegado de Nikoláiev era Kalafati. Vladímir Ilich me hizo muchas preguntas sobre él (lo había conocido en Nikoláiev) y luego, sonriendo maliciosamente, añadió: —Según dice, cuando le conoció usted era algo así como tolstoiano. —Eso es una estupidez —exclamé casi indignado. —¿Qué tiene de particular? —replicó Lenin, no sé si para tranquilizarme o para pincharme—. Porque entonces usted creo que tenía dieciocho años, y la gente no nace marxista. —Así es —contesté—, pero jamás tuve nada de común con el tolstoianismo. En las reuniones se prestaba gran atención a los estatutos; una de las cuestiones más importantes en los esquemas de organización y en las controversias era la referente a las relaciones entre el Órgano Central y el C. C. Cuando yo llegué al extranjero pensaba que el Órgano Central debía «subordinarse» al C. C. Así lo creía la mayoría de los iskristas «rusos», aunque no insistían mucho en ello y su opinión no era muy definida. —No puede ser —me objetó Vladímir Ilich—. Eso no se ajusta a la correlación de fuerzas. ¿Cómo van a dirigirnos desde Rusia? No resultará... Nosotros constituimos un centro estable y dirigiremos desde aquí. En uno de los proyectos se decía que el Órgano Central estaba obligado a insertar los artículos de los miembros del C. C. —¿Incluso contra el Órgano Central? —preguntaba Lenin. —Claro que sí. —¿A qué conduciría esto? A nada. La polémica de dos miembros del órgano Central, en ciertas condiciones, aún podría ser útil, pero la polémica de los miembros «rusos» del C. C. contra el Órgano Central sería inadmisible. —¿Entonces resultaría una completa dictadura del Órgano Central? —preguntaba yo. —¿Qué hay en ello de malo? —objetaba Lenin—. Tal como están las cosas, así debe ser. En aquel período se hablaba mucho del llamado derecho a la cooptación. En una de las reuniones los jóvenes llegamos a hacer distingos entre la cooptación positiva y la negativa. «Pero la cooptación negativa se llama en ruso "expulsar" —dijo a la mañana siguiente Vladímir Ilich en una conversación conmigo—. No es tan sencillo. ¡Pruebe a realizar —ja, ja, ja— una cooptación negativa en la redacción de Iskra!» Lo más trascendental era para Lenin el problema de cómo organizar en el futuro el Órgano Central, que en esencia debería cumplir simultáneamente el papel de Comité Central. Lenin consideraba imposible mantener a los seis que hasta entonces integraban la redacción. Zasúlich y Axelrod en casi todas las cuestiones, cuando surgía una discrepancia, se colocaban casi invariablemente al lado de Plejánov, y entonces, en el mejor de los casos, eran tres contra tres. Ni uno ni otro grupo aceptaría la separación de uno de los suyos del consejo de redacción. Quedaba el recurso contrario, la ampliación del consejo. Lenin quería hacerme entrar como número siete para después, de esta redacción ampliada de siete miembros, formar un grupo más reducido que integrarían él, Plejánov y Mártov. Vladímir Ilich me dio a conocer este plan gradualmente, aunque sin decir nada, por lo demás, de que me había propuesto a mí como séptimo miembro de la redacción ni de que la propuesta había sido aceptada por todos a excepción de Plejánov, que se oponía enérgicamente a todo el plan. La incorporación de un séptimo miembro significaba para él que el grupo «Emancipación del Trabajo» quedaría en minoría: ¡ cuatro «jóvenes» contra tres «viejos»! Creo que este plan fue la causa más importante de la extrema antipatía que Gueorgui Valentínovich me mostró. Y como a propio intento, vinieron a unirse nuestros pequeños choques abiertos ante los delegados. Creo que todo empezó con motivo del periódico popular. Algunos delegados insistían en la necesidad de editar, junto a Iskra, un órgano popular, que a ser posible debería hacerse en Rusia. Tal era, en particular, la idea del grupo de Yuzhni Rabochi. Lenin se oponía decididamente. Sus consideraciones eran de diverso orden, pero la principal era el recelo de que esta simplificación «popular» de las concepciones de la socialdemocracia, antes de que se consolidase debidamente el núcleo fundamental del Partido, diese lugar a la aparición de un nuevo grupo. Plejánov era decidido partidario de la creación de este órgano popular. Por ello se enfrentaba a Lenin y buscaba abiertamente el apoyo de los delegados. Yo mantenía el criterio de Lenin. En una reunión expuse la idea —acertada o no, ahora no hace al caso— de que lo que necesitábamos no era un órgano popular, sino una serie de folletos y octavillas de propaganda que ayudasen a los obreros avanzados a elevarse hasta el nivel de Iskra; que el órgano popular desplazaría a Iskra y borraría la fisonomía política del Partido, colocándolo a la altura del economismo7 y del eserismo. Plejánov objetó: «Por qué va a borrarla? Se comprende que en un órgano popular no podremos decirlo todo. Plantearemos reivindicaciones y consignas, pero no nos ocuparemos de cuestiones de táctica. Diremos al obrero que hay que luchar contra el capitalismo, pero, se comprende, no teorizaremos acerca de cómo mantener la lucha». Yo me así a esta argumentación: «También los economistas y los eseristas dicen que hay que luchar contra el capitalismo. Las discrepancias surgen precisamente cuando se trata de cómo hacerlo. Si en un órgano popular no contestamos a esta cuestión, borramos las diferencias que nos separan de los eseristas...» La objeción parecía irrebatible. Plejánov no supo qué decir. Es evidente que aquel episodio no contribuyó a mejorar su actitud hacia mí. Poco después se producía un segundo conflicto. La redacción tomó el acuerdo, antes de que el Congreso resolviese el problema, de incorporarme a la misma con voz y sin voto. Plejánov se había opuesto categóricamente, pero Vera Ivánovna dijo: «Yo lo traeré». Y, en efecto, me «llevó» a la reunión. Sólo bastante más tarde me enteré de estos manejos entre bastidores. A la reunión acudí sin saber nada de nada. Gueorgui Valentínovich me saludó con la rebuscada frialdad en la que tan gran maestro era. Para colmo de males, en aquella reunión se debía examinar un conflicto planteado entre Deutch y Blümenfeld, a quien antes me he referido. Deutch era el administrador de Iskra y Blümenfeld se quejaba de que Deutch se mezclaba en los asuntos internos de la imprenta. Plejánov, movido por su vieja amistad con Deutch, apoyaba a éste y proponía reducir las funciones de Blümenfeld a la parte técnica. Yo me opuse. «Es imposible —dije— dirigir la imprenta sólo en el aspecto puramente técnico; hay problemas de organización y administrativos y Blümenfeld debe gozar en estos asuntos de autonomía.» Recuerdo la mordaz objeción de Plejánov: «Aunque el camarada Trotski tiene razón en lo de que sobre la técnica se elevan diversas superestructuras administrativas y de otro género...» Lenin y Mártov me apoyaron, bien es verdad que con cautela, e hicieron que se adoptase la decisión correspondiente. Esto fue la gota que hizo rebosar el vaso- En ambos casos Vladímir Ilich estuvo, como hemos visto, de parte mía. Al mismo tiempo, sin embargo, seguía con inquietud el empeoramiento de mis relaciones con Plejánov, cosa que amenazaba con echar por tierra definitivamente su plan de reorganización de la redacción. En una de las primeras reuniones celebradas con los delegados que acababan de llegar, Lenin me llevó aparte y me dijo: «Acerca del órgano popular, deje que Mártov lleve la contraria a Plejánov. Él engrasará y usted cortará por lo sano. Es preferible que él engrase». Estas expresiones: cortar por lo sano y engrasar las recuerdo muy bien. Después de una de las reuniones de la redacción en el café Landolt, posiblemente después de la que acabo de referirme, Zasúlich, con la voz tímida e insistente que le era propia en tales casos, empezó a quejarse de que atacábamos «demasiado» a los liberales. Esto era lo que más le dolía. —Vean cómo se esfuerzan —dijo sin mirar a Lenin, pero dirigiéndose sobre todo a él—. En el último número de Osvobozhdenie, Struve pone a nuestros liberales el ejemplo de George, exige que los liberales rusos no rompan con el socialismo, pues en otro caso les amenazaría la desdichada suerte del liberalismo alemán, y tomen el ejemplo de los radicalsocialistas franceses. Lenin estaba de pie ante el velador con el jipi echado sobre la frente (la reunión había acabado y él se disponía a marcharse). —Tanto más hay que sacudirles —dijo, sonriendo alegremente y como si quisiera irritar a Vera Ivánovna. —¿Cómo es eso?—exclamó ella, completamente desesperada—. ¡Ellos vienen a nuestro encuentro y nosotros vamos a sacudirles! —Justamente. Struve dice a sus liberales: hay que adoptar contra nuestro socialismo no las groseras medidas alemanas, sino las francesas, más finas; atraerlos, ganárnoslos, engañarlos, corromperlos a la manera de los radicales franceses, que coquetean con el jauresismo. Claro que este notable diálogo no transcurrió, al pie de la letra, tal y como yo lo describo. Pero su sentido y su espíritu quedaron muy bien grabados en mi memoria. No tengo a mano ahora los materiales necesarios para una comprobación, pero ésta no es difícil hacerla: hay que revisar los números de Osvobozhdenie de la primavera de 1903 y encontrar el artículo de Struve referente a la actitud de los liberales hacia el socialismo democrático en general y el jauresismo en particular. De dicho artículo recuerdo lo que Vera Ivánovna dijo en la escena que acabo de describir. Si a la fecha de ese número de Osvobozhdenie se añaden los tres o cuatro días nesesarios para que la revista llegase a Ginebra, fuese a parar a las manos de Vera Ivánovna y ésta la leyese, se puede precisar con bastante exactitud la fecha de la discusión que acabo de describir en el café Landolt. Recuerdo que era un día de primavera (acaso estuviésemos ya a comienzos del verano), el sol brillaba alegremente y también era alegre la risita gangosa de Lenin. Recuerdo todo su aspecto tranquilo y burlón, seguro de sí mismo y «sólido»: precisamente sólido, aunque Vladímir Ilich estaba entonces mucho más flaco que en el último período de su vida- Vera Ivánovna, como siempre, se removía, volviéndose ya hacia uno, ya hacia otro. Pero creo que nadie intervino en la discusión, que, por lo demás, fue muy breve, mientras terminaban las despedidas. Volvimos ella y yo juntos. Zasúlich estaba mohína, sintiendo que la carta de Struve había sido batida. Yo no pude ofrecerle ningún consuelo. Ninguno de nosotros, sin embargo, preveía entonces en qué medida, en qué grado superlativo había sido batida la carta del liberalismo ruso en este corto diálogo ante las puertas del café Landolt. Me doy cuenta de toda la insuficiencia de los episodios más arriba descritos: resulta más pálido que lo que yo me imaginaba al iniciar este trabajo. Pero he reunido cuidadosamente cuanto la memoria conservaba, incluso lo menos significativo, pues ya no hay casi nadie que pueda hablar con detalle de este período. Ha muerto Plejánov. Ha muerto Zasúlich. Ha muerto Mártov. También ha muerto Lenin. Es difícil que ninguno de ellos dejase sus memorias. ¿Vera Ivánovna acaso? Pero de esto no se sabe nada. Del consejo de redacción de Iskra en aquel entonces quedan Axelrod y Potrésov. Sin embargo, prescindiendo de otras consideraciones, ambos participaban poco en el trabajo de la redacción y en las reuniones de ésta eran raros huéspedes. Algo podría contar L. G. Deutch, pero llegó al extranjero más bien al fin del período descrito, poco antes de que yo lo hiciera, y, además, en las labores de la redacción no tomaba parte directa. Informes inestimables puede proporcionar y confiamos que lo hará Nadiezhda Konstantínovna. Entonces se encontraba en el centro de todo el trabajo de organización, recibía a los camaradas que llegaban de fuera, daba instrucciones a los que se marchaban, establecía los contactos, proporcionaba direcciones, escribía cartas y dirigía la sección de cifra. En su cuarto casi siempre había un olor a papel puesto a calentar. A menudo, con su suave insistencia, se lamentaba de que escribían poco, o de que confundían la cifra, o de que habían escrito con tinta simpática de tal modo que unas líneas se confundían con otras. Y todavía más importante es que en este trabajo de organización, al lado de Lenin, pudo de día en día observar todo cuanto ocurría en él y alrededor de él. No obstante, espero que estos renglones servirán de algo, en particular porque Nadiezhda Konstantínovna frecuen-taba poco las reuniones de la redacción, al menos cuando yo asistía a ellas. Sobre todo, porque a veces el ojo de la persona que acaba de llegar advierte lo que el ojo ya acos-tumbrado no ve. En todo caso, he contado lo que podía contar. Ahora quiero hacer algunas consideraciones gene-rales acerca de por qué, a mi entender, durante el perío-do de la vieja Iskra debió de producirse un viraje decisivo en la disposición política de Lenin, en lo que pudiéramos llamar valoración de sí mismo; por qué este viraje era inevitable y por qué se hizo necesario. Cuando Lenin salió al extranjero, era ya un hombre de treinta años, formado. En Rusia, en los círculos estudiantiles, en los primeros grupos socialdemócratas y en las colonias de deportados había ocupado el primer pues-to. No podía por menos de sentir su fuerza siquiera sea porque la reconocían todos aquellos con quienes se encontraba y trabajaba. Salió al extranjero ya con un gran bagaje teórico, con una buena experiencia política y pe-netrado ya por completo de esa claridad de objetivos que constituía su naturaleza espiritual. En el extranjero le esperaba la colaboración con el grupo «Emancipación del Trabajo» y, ante todo, con Plejánov, el profundo y bri-llante comentarista de Marx, maestro de varias generaciones, teórico, político, publicista, orador de renombre eu-ropeo y con relaciones europeas. Junto a Plejánov se en-contraban dos autoridades de primera magnitud: Zasúlich y Axelrod. No sólo el heroico pasado colocaba a Vera Ivánovna en un primer plano. No, era una mente perspi-caz con una vasta cultura, ante todo histórica, y de una excepcional intuición psicológica. A través de Zasúlich, el «grupo» había mantenido en otros tiempos contacto con el viejo Engels. A diferencia de Plejánov y Zasúlich, que estaban vinculados sobre todo al socialismo latino, Axel-rod representaba en el «grupo» las ideas y la experiencia de la socialdemocracia alemana. Esta diferencia de «esfera de influencias» encontraba también reflejo en el lu-gar que habían escogido para residencia. Plejánov y Zasú-lich vivían preferentemente en Ginebra, y Axelrod en Zurich. Este último se centraba en los problemas de táctica. Como es sabido, no tiene ni un solo trabajo de índole teórica o histórica. En general, escribía poco. Pero todo cuanto salía de su pluma se refería a cuestiones tácticas del socialismo. En este plano Axelrod daba muestra de independencia y sagacidad. Las numerosas conversacio-nes mantenidas con él (hubo cierto tiempo en que me unió gran amistad con Axelrod, lo mismo que con Zasúlich) me llevan a la conclusión de que mucho de lo que Plejánov escribió sobre problemas de táctica era fruto de un trabajo colectivo y que en este trabajo la parte de Axelrod es mucho más importante de lo que a primera vista pudiera parecer. El propio Axelrod dijo en repetidas ocasiones a Plejánov, jefe indudable y querido del «gru-po» (hasta la escisión de 1903): «Tú, George, tienes una trompa larga, siempre alcanza lo que necesitas...» Como es sabido, Axelrod escribió el prólogo a Tareas de los socialdemócratas rusos, de Lenin, cuyo manuscrito había enviado éste desde Rusia. Con ello el «grupo» parecía apadrinar al joven e inteligente militante ruso, pero, al mismo tiempo, parecía señalar que se trataba de un dis-cípulo. Bajo esta categoría llegó precisamente Lenin al extranjero, en compañía de otros dos discípulos. No asistí a las primeras entrevistas de los discípulos con los maestros, en las que se elaboró la línea fundamental de Iskra. No es difícil, sin embargo, imaginarse, considerando las observaciones del medio año a que acabo de referirme, y sobre todo a la luz del II Congreso del Partido, que el Conflicto más agudo —descontando lo relativo a los prin-cipios, que apenas si empezaba a esbozarse— tuvo como causa la miopía que los viejos mostraron en la valoración de los progresos y la significación de Lenin. Durante el II Congreso y en los días que siguieron a él, el vivo descontento de Axelrod y de los otros miembros de la redacción se unía a la perplejidad: «¿Cómo se ha atrevido?» La perplejidad creció aún más cuando, después de su rompimiento con Plejánov, que se produjo poco después del Congreso, Lenin siguió, pese a todo, la lucha. El sentir de Axelrod y los otros podría ser expresado acaso de la mejor manera con las palabras: ¿qué mosca le ha picado? «Porque no hace mucho que llegó al extranjero —consideraban los viejos—, llegó como discípulo (en esto insistía particularmente Axelrod al referirse a los primeros meses de Iskra). ¿De dónde procede esa confianza en sí mismo? ¿Cómo ha podido decidirse?» Y seguían las conjeturas: se preparaba el terreno en Rusia, por algo todos los contactos estaban en manos de Nadiezhda Konstantínovna; allí, a la chita callando, se trabajaba para enfrentar a los camaradas rusos con el grupo «Emancipación del Trabajo». Zasúlich, aunque tan indignada como los otros, acaso comprendiera más. No en vano había dicho a Lenin poco antes de la escisión que él, a diferencia de Plejánov, «no soltaba la presa». ¿Quién sabe qué impresión produjeron entonces estas palabras? ¿No había repetido Lenin: «Sí, es cierto; nadie mejor que Zasúlich puede conocer a Plejánov. Sacude la presa y acaba por abandonarla, y la tarea no se reduce en modo alguno a sacudirla y dejarla... No hay que soltarla»? Quien se encuentra en mejores condiciones de explicar en qué medida y en qué sentido son justas las palabras del previo «trabajo» a que los camaradas rusos eran sometidos es, sin duda, Nadiezhda Konstantínovna. Pero en un sentido más amplio se puede afirmar, sin necesidad de informes concretos, que ese trabajo se realizaba. Lenin siempre preparaba el mañana afirmando y consolidando el presente. Su pensamiento creador no permanecía nunca quieto, nunca se adormecía su vigilancia. Y cuando se convenció de que el grupo «Emancipación del Trabajo» era incapaz de tomar en sus manos la dirección inmediata de la organización combativa de la vanguardia revolucionaria en el ambiente de la revolución que se aproximaba, sacó de este hecho todas las conclusiones prácticas. Los viejos se equivocaban, y no sólo los viejos: no se trataba ya, simplemente, del joven y notable militante al que Axelrod había destacado en un prólogo amistoso y protector; era un jefe que sabía muy bien lo que quería y que, creo yo, se había sentido a sí mismo como jefe cuando empezó a trabajar hombro con hombro con los viejos, con los maestros, y se convenció de que era más fuerte y más necesario que ellos- Cierto, también en Rusia, según la expresión de Mártov, Lenin había sido el primero entre iguales. Pero allí se trataba solamente de los primeros círculos socialdemócratas, de organizaciones juveniles. Las reputaciones rusas ostentaban aún el sello del provincialismo: ¿qué podían significar entonces los Lassalle y los Bebel rusos? Otra cosa era el grupo «Emancipación del Trabajo»; Plejánov, Axelrod y Zasúlich se hallaban a la altura de Kautsky, de Lafargue, de Guesde y de Bebel, ¡ del auténtico Bebel alemán! Al comparar en el trabajo sus propias fuerzas y las de ellos, Lenin se aplicaba una medida grande, de escala europea. Precisamente en los choques con Plejánov, cuando la redacción se agrupaba en torno a dos ejes, Lenin debió de recibir el temple de seguridad sin la que en el futuro no habría sido Lenin. Y los choques con los viejos eran inevitables. No porque hubiera de antemano dos concepciones distintas del movimiento revolucionario. No, en aquel período eso no existía aún. Pero el propio enfoque de los acontecimientos políticos, de las tareas de organización y, en general, prácticas, por consiguiente, de toda la revolución que se aproximaba, era profundamente distinto. Los viejos llevaban ya veinte años de emigración. Para ellos, Iskra y Zarza eran, ante todo, una empresa literaria. Para Lenin, en cambio, eran un instrumento directo de acción revolucionaria. En lo más hondo de Plejánov, como se vio unos años después (1905-1906), y de manera aún más trágica en la época de la guerra imperialista, había un escéptico revolucionario: miraba de arriba abajo la fija visión de la meta última de Lenin y siempre tenía reservada a este propósito una broma indulgente y mordaz. Axelrod, como antes he dicho, se hallaba más cerca de los problemas tácticos, pero su mente se resistía a rebasar el círculo de cuestiones de la preparación de la preparación. A menudo analizaba con el mayor arte las tendencias y matices dentro de los distintos grupos socialistas de la intelectualidad revolucionaria. Era un homeópata de la política anterior a la revolución. Sus métodos y procedimientos presentaban un carácter más propio de farmacia, de laboratorio. Los valores con que operaba eran siempre muy pequeños: se trataba de granulos, tenía que colocar en el platillo pesas minúsculas. No en vano L. G. Deutch lo comparaba al tipo de un Spinoza, y no en vano Spinoza fue pulidor de cristales para aparatos de óptica, trabajo que, como es sabido, requiere una lente de aumento. Lenin reunía los acontecimientos y relaciones al por mayor, había aprendido a abarcar mentalmente los grandes bloques sociales y con ello se hacía eco a la revolución próxima a estallar y que cogió de sorpresa a Plejánov y Axelrod. Entre los viejos, quien más sentía la proximidad de la revolución era, acaso, Vera Ivánovna Zasúlich. Su cultura histórica viva, ajena a la pedantería, rebosante de intuición, vino en este sentido en su ayuda. Estaba profundamente convencida de que en nuestro país existían ya todos los elementos de la revolución, excepción hecha de un liberalismo «auténtico», seguro de sí, que debía tomar en sus manos la dirección, y de que nosotros, los marxistas, con nuestra prematura crítica y nuestras «persecuciones», no hacíamos más que atemorizar a los liberales, con lo que, en el fondo, cumplíamos un papel contrarrevolucionario. Por escrito, es cierto, no lo dijo nunca. Tampoco en las entrevistas personales exponía siempre su pensamiento hasta el fin. No obstante, estaba profundamente convencida de que era así. De ahí se desprendía su antagonismo con Pável (Axelrod), a quien consideraba un doctrinario. En efecto, dentro de la homeopatía táctica, Axelrod defendía invariablemente la hegemonía revolucionaria de la socialdemocracia. Sólo que se negaba a transportar tal punto de vista del lenguaje de los grupos y círculos al lenguaje de las clases cuando éstas se habían puesto en marcha. Esa circunstancia abrió un abismo entre él y Lenin. Lenin no llegó al extranjero como un marxista «en general» ni para realizar un trabajo de escritor revolucionario «en general», ni simplemente para continuar los veinte años de trabajo del grupo «Emancipación del Trabajo». No, llegó como un jefe en potencia, y no como un jefe «en general», sino como jefe de la revolución que iba en aumento, que él sentía y tocaba. Llegó para crear, en el más breve plazo, el aparejo ideológico de esta revolución y su aparato orgánico. No hablo de su frenética y al mismo tiempo disciplinada aspiración a alcanzar el fin propuesto; no me refiero a que él, Lenin, trátase de contribuir al triunfo del «objetivo final» —no, esto es demasiado general y vacío—, sino a que, en el sentido concreto y directo, se había planteado un fin práctico: acelerar la llegada de la revolución y asegurar su victoria. Cuando Lenin, en su trabajo en el extranjero, se vio junto a Plejánov, cuando desapareció lo que los alemanes llaman énfasis de la distancia, el «discípulo» no podía por menos de ver con toda claridad que en el problema que él consideraba fundamental en aquel tiempo no sólo no tenía casi nada que aprender del maestro, sino que el maestro, escéptico y a la expectativa, gracias a su autoridad, era capaz de frenar el salvador trabajo y apartar de él, de Lenin, a los militantes más jóvenes. De ahí la atenta preocupación de Lenin por las personas que debían integrar la redacción, de ahí la combinación de los siete y los tres, de ahí su deseo de separar a Plejánov del grupo «Emancipación del Trabajo», de crear un grupo dirigente de tres en el que Lenin tendría siempre a Plejánov para las cuestiones de la teoría revolucionaria y a Mártov para las de la política revolucionaria. Las combinaciones personales cambiaron; pero la «anticipación» fue siempre la misma en lo fundamental y, a la postre, se hizo hueso, carne y sangre. En el II Congreso Lenin ganó a Plejánov, pero de una manera poco segura; al mismo tiempo perdió a Mártov, y esto fue para siempre. Al parecer, Plejánov percibió algo en el II Congreso; al menos dijo entonces a Axelrod, respondiendo a los amargos reproches de éste y a su perplejidad por su alianza con Lenin: «De esta masa se hacen los Robespierres». No sé si esta notable frase apareció alguna vez en la prensa y si, en general, se conoce en el Partido, pero de su actitud respondo. «¡De esta masa se hacen los Robespierres!» ¡E incluso algo mucho más grande, Gueorgui Valentínovich!, ha contestado la historia. Mas, evidentemente, este descubrimiento se oscureció muy pronto en la conciencia del propio Plejánov. Rompió con Lenin y volvió al escepticismo y a las mordaces bromas que, por lo demás, con el tiempo llegaron a perder su mordacidad. Ahora bien, en la anticipación «escisionista» no se trataba únicamente de Plejánov y sólo de los viejos. Con el II Congreso terminó, en general, una cierta fase inicial del período preparatorio. La circunstancia de que la organización «iskrista» se escindiese en el Congreso, de manera completamente inesperada, en dos partes casi iguales, prueba de por sí que en esta fase preparatoria había aún muchos factores en los que no se había llegado a un acuerdo. El partido de clase acababa de romper la cascara del radicalismo intelectual. La afluencia de intelectuales al marxismo no se había interrumpido todavía. El flanco izquierdo del movimiento estudiantil lindaba con Iskra. Entre los jóvenes intelectuales, particularmente en el extranjero, los grupos de ayuda a Iskra eran muy numerosos. Todo esto era algo que no había madurado y, en su mayoría, inestable. Las estudiantes iskristas preguntaban a los conferenciantes: «¿Puede una iskrista casarse con un oficial de la Marina?» Al II Congreso sólo asistieron tres obreros, a los que costó trabajo llevar. Iskra, por una parte, reunía y educaba los cuadros de revolucionarios profesionales y atraía bajo su bandera a los jóvenes obreros que soñaban con hazañas heroicas. Por otra parte, grupos importantes de intelectuales no hacían más que pasar por Iskra para luego degenerar en partidarios de Osvobozhdenie. Iskra no tenía éxito sólo como órgano marxista del partido proletario que se estaba constituyendo, sino también, simplemente, como periódico político de la extrema izquierda, que no se mordía la lengua. Los elementos más radicales de la intelectualidad, en el calor del momento, se mostraban conformes en luchar por la libertad bajo la bandera de Iskra. Junto a esto, la desconfianza pedagógica de los partidarios del avance gradual hacia las fuerzas del proletariado, desconfianza que antes encontrara expresión en el economismo, ahora había sabido ponerse a tono, y además con bastante sinceridad, con Iskra sin cambiar su esencia. En última instancia, la brillante victoria de Iskra fue mucho más amplia que sus conquistas directas. No me atrevo a juzgar en qué medida y con qué claridad se daba Lenin cuenta de esto antes del II Congreso. En aquellos modos de pensar, bastante abigarrados, que se agrupaban bajo la bandera de Iskra y encontraban eco en la redacción misma, sólo Lenin concebía el mañana con todas sus arduas tareas, sus duros choques y sus incontables sacrificios. De ahí su recelo combativo siempre alerta. De ahí el neto planteamiento de las cuestiones orgánicas, que encontró simbólica expresión en el problema de quién podía pertenecer al Partido (punto 1 de los Estatutos). Es muy lógico que en el II Congreso, que debía recoger los frutos de las victorias ideológicas de Iskra, fuese Lenin el que empezara el trabajo de una nueva diferenciación, de una selección nueva, más exigente y severa. Para decidirse a este paso teniendo contra él a la mitad del Congreso, con Plejánov de inseguro aliado a medias y con los restantes miembros de la redacción como adversarios abiertos y decididos; para atreverse en tales condiciones a realizar una nueva selección, hacía falta una fe ya completamente excepcional no sólo en la propia causa, sino también en las propias fuerzas. Esta fe se la dio a Lenin la valoración de sí mismo, comprobada por la experiencia, surgida del trabajo conjunto con los «maestros» y de los primeros relámpagos de conflictos que anunciaban los futuros truenos y rayos de la escisión. Se necesitaba toda la concentración en el fin propuesto que Lenin poseía para iniciar esa obra y llevarla hasta el fin. Lenin tensaba invariablemente la cuerda del arco al máximo, hasta que no se podía más, y, al mismo tiempo, pasaba el dedo con cautela: ¿estaba débil en algún punto, amenazaba con romperse? —No se puede tensar así el arco, se va a romper —gritaban por todos los sitios. —No se romperá —contestaba él—. Nuestro arco está hecho con un material proletario que no se quiebra. ¡Hay que tensar más y más la cuerda del Partido, pues tendremos que lanzar muy lejos la pesada flecha! 5 de marzo de 1924 SEGUNDA PARTE EN TORNO A OCTUBRE I. EN VÍSPERAS DE OCTUBRE Me enteré de que Lenin había llegado a Petersburgo y en las asambleas de obreros hablaba contra la guerra y el Gobierno provisional por los periódicos americanos cuando me encontraba en el Canadá, en el campo de concentración de Amherst. Los marineros alemanes internados manifestaron al momento interés por Lenin, cuyo nombre encontraban por primera vez en los telegramas de los periódicos. Todos ellos esperaban ansiosamente el fin de las hostilidades, que debía abrir para ellos las puertas de la cárcel en que se hallaban concentrados. Prestaban la mayor atención a cada voz que se levantaba contra la guerra. Sabían quién era Liebknecht. Pero les habían asegurado con frecuencia que Liebknecht se había vendido. Ahora conocían a Lenin. Les hablé de Zimmerwald y de Kienthal. Los discursos de Lenin hicieron bascular a muchos de ellos hacia Liebknecht. De paso por Finlandia, encontré los primeros periódicos rusos recientes con los telegramas de que Tsereteli, Skóbelev y otros «socialistas» habían pasado a formar parte del Gobierno provisional. La situación estaba, pues, completamente clara. Conocí las tesis de abril de Lenin a los dos o tres días de mi llegada a Petersburgo. Era precisamente lo que la revolución necesitaba. Más tarde leí en Pravda el artículo de Lenin «La primera etapa de la revolución», que él había enviado desde Suiza. Todavía ahora se pueden y se deben leer con el más grande interés y provecho político los primeros números de Pravda, muy vagos en el sentido revolucionario, sobre el fondo del cual la «Carta desde lejos» resalta con toda su concentrada fuerza. Muy reposado, escrito en. un tono de explicación teórica, este artículo parece una enorme espiral de acero comprimida en un apretado anillo y que posteriormente debía extenderse y ensancharse hasta cubrir ideológicamente todo el contenido de la revolución. Uno de los días siguientes a mi llegada concerté con el camarada Kámenev una visita a la redacción de Pravda. La primera entrevista tuvo lugar, por tanto, el 5 o el 6 de mayo. Dije a Lenin que nada me separaba de sus tesis de abril y de todo el curso que el Partido había tomado a raíz de su llegada; que me encontraba en la disyuntiva de ingresar entonces mismo «individualmente» en la organización del Partido o de tratar de llevar conmigo a la parte mejor de los partidarios de la unificación, en cuya organización había tres mil obreros de Petersburgo y con quienes mantenían contacto muchos y valiosos elementos revolucionarios: Uritski, Lunacharski, loífe, Vladimírov, Manuilski, Kárajan, Yurenev, Pozern, Lirkens, etc. Antónov-Ovséienko ya había ingresado en el Partido; creo que Sokólnikov también lo había hecho. Lenin no se inclinó categóricamente ni en un sentido ni en otro. Ante todo, hacía falta orientarse más concretamente en la situación y en las personas. Él no excluía la posibilidad de una u otra cooperación con Mártov y, en general, con una parte de los mencheviques internacionalistas que acababan de llegar del extranjero. Junto a ello hacía falta ver qué relaciones de trabajo se establecían en el seno de los «internacionalistas». En virtud de un acuerdo tácito, yo, por mi parte, no forcé el desarrollo natural de los acontecimientos. Desde el primer día de mi llegada, decía en las asambleas de obreros y soldados: «Nosotros, los bolcheviques y los internacionalistas», y como la conjunción «y», con una frecuente repetición de estas palabras, no hacía más que dificultar el discurso, empecé a decir: «Nosotros, los bolcheviques-internacionalistas». De este modo, la fusión política precedió a la realizada en plano orgánico.* * N. N. Sujánov presenta en su historia una línea mía, particular, diferente de la línea de Lenin. Pero Sujánov es un «contructivista» notorio. En la redacción de Pravda estuve hasta las jornadas de julio dos o tres veces, en los momentos más críticos. En aquellas primeras entrevistas —y más aún después de las jornadas de julio— Lenin producía la impresión de un hombre concentrado al máximo, y eso bajo el velo de la tranquilidad y de una «prosaica» sencillez. Kerenski y los suyos parecían en aquellos días algo invencible. El bolchevismo semejaba un «insignificante puñado»- El propio Partido no tenía aún conciencia de su futura fuerza. Y al mismo tiempo, Lenin lo conducía con mano segura hacia las más grandes empresas... Sus discursos en el I Congreso de los Soviets provocaron en la mayoría eserista-menchevique una sensación de inquietud y perplejidad. Sentían confusamente que aquel hombre apuntaba a un blanco muy alejado. Pero no veían ese blanco. Y los pequeñoburgueses revolucionarios se preguntaban: ¿quién es este hombre? ¿Que es? ¿Un simple maníaco o un histórico proyectil de una potencia explosiva nunca vista? El discurso de Lenin ante el Congreso de los Soviets, en que habló de la necesidad de detener a cincuenta capitalistas no fue, a mi modo de ver, un «acierto» oratorio. Pero tuvo una importancia excepcional. Breves aplausos de los relativamente poco numerosos bolcheviques acompañaron al orador, que se retiraba con el aspecto de quien no lo ha dicho todo y, acaso, no lo había dicho como querría... Pero, al mismo tiempo, la sala se vio invadida de un hálito inusitado. Era el hálito del futuro, que por un momento sintieron todos al acompañar con perplejas miradas a aquel hombre tan común y tan enigmático. ¿Quién era? ¿Qué era? ¿Acaso no había calificado Plejánov, en su periódico, de delirio el primer discurso de Lenin en el Petrógrado revolucionario? ¿Acaso los delegados elegidos por las masas no apoyaban casi por completo a los eseristas y mencheviques? ¿Acaso entre los propios bolcheviques no despertaba en los primeros tiempos vivo descontento la posición de Lenin? Por una parte, Lenin exigía el categórico rompimiento no sólo con el liberalismo burgués, sino también con todos los tipos de defensismo. Organizó la lucha dentro de sus propias filas contra aquellos «viejos bolcheviques que —según escribía— en más de una ocasión han desempeñado un triste papel en la historia de nuestro Partido, repitiendo sin sentido una fórmula aprendida en vez de estudiar las particularidades de la realidad nueva, viva» (Obras, t. XIV, I parte, p. 28). Al mismo tiempo, manifestó en el Congreso de los Soviets: «No es cierto que ningún partido esté dispuesto a asumir por entero el poder; ese partido existe: es el nuestro». ¿No hay una monstruosa contradicción entre la situación del «círculo de propagandistas» que se apartaba de todos los demás y esta abierta pretensión a hacerse cargo del poder en un país gigantesco, sacudido hasta sus cimientos? Y el Congreso de los Soviets no comprendió en absoluto lo que quería y en qué confiaba aquel hombre extraño, aquel frío visionario que escribía pequeños artículos en un pequeño periódico. Cuando Lenin, con espléndida sencillez que parecía la simpleza de un auténtico simple, manifestó ante el Congreso de los Soviets: «Nuestro Partido está dispuesto a asumir el poder por entero», estallaron las risas. «Podéis reíros cuanto queráis», dijo él. Sabía que ríe mejor el que ríe el último. A Lenin le agradaba este refrán francés, pues estaba firmemente dispuesto a ser el último en reír. Y siguió tranquilamente sosteniendo que para empezar había que detener a cincuenta o cien millonarios, entre los más importantes, y explicar al pueblo que para nosotros todos los capitalistas eran unos bandidos, que Teréschenko no era un ápice mejor que Miliukov, aunque sí algo más tonto. ¡Unas ideas terrible, asombrosa, tremendamente simples! Y este representante de una pequeña parte del Congreso, que de cuando en cuando le aplaudía moderadamente, dijo a los reunidos: «¿Teméis haceros cargo del poder? Nosotros estamos dispuestos a asumirlo». La respuesta, se entiende, fue una risa casi indulgente, aunque un sí es no es inquieta. Para su segundo discurso, Lenin escogió palabras sencillísimas tomadas de la carta de un campesino en el sntido que hacía falta empujar a la burguesía hasta que ésta reventase, y entonces terminaría la guerra, pero que si no empujábamos muy fuerte las cosas resultarían mal. ¿Y esta cita simple e ingenua era todo el programa? ¿Cómo no quedarse perplejo? De nuevo una risita indulgente e inquieta. En efecto, en calidad de programa tomado en abstracto de un grupo de propagandistas, estas palabras —«empujar a la burguesía»— no pesaban gran cosa. Quienes quedaron perplejos no comprendían, sin embargo, que Lenin había escuchado sin equivocarse el creciente empuje de la historia contra la burguesía, y sabia que, como resultado de este empuje, la burguesía acabaría inevitablemente por «reventar». No en vano Lenin explicó en mayo al ciudadano Maklákov que «el país de los obreros y de los campesinos pobres está mil veces más a la izquierda que los Chernov y los Tsereteli» y «cien veces más a la izquierda que nosotros». Ahí se encuentra la más importante fuente de su táctica. A través de la película democrática nueva, pero ya bastante confusa, veía con gran claridad el «país de los obreros y de los campesinos pobres», que se hallaba presto a realizar la más grande de las revoluciones. Cierto; de momento, no sabía aún manifestar políticamente esta disposición suya. Los partidos que hablaban en nombre de los obreros y de los campesinos, les engañaban. Millones de obreros y campesinos no conocían aún a nuestro Partido, no lo habían encontrado aún como portavoz de sus aspiraciones, y al mismo tiempo nuestro Partido no se había dado cuenta aún de toda su fuerza potencial, por lo que estaba «cien veces» más a la derecha que los obreros y los campesinos. Había que juntar lo uno y lo otro. Hacía falta mostrar al Partido los millones de trabajadores que tenían necesidad de él y era preciso descubrir el Partido a estos millones de trabajadores. No había que adelantarse demasiado, pero tampoco quedarse atrás. Explicar con tenacidad y paciencia. Explicar cosas muy sencillas. «¡Abajo los diez ministros capitalistas!» ¿Que los mencheviques no están de acuerdo? ¡Abajo los mencheviques! ¿Que se ríen? Eso es de momento... Reirá mejor el que ría el último, Recuerdo haber hecho la proposición de pedir en el Congreso de los Soviets que se plantease en primer término el problema de la ofensiva en el frente, que entonces se estaba preparando. Lenin se mostró conforme, pero, al parecer, quiso antes examinar la cuestión con los otros miembros del C. C. A la primera sesión el camarada Kámenev trajo un proyecto de declaración de los bolcheviques, que Lenin había esbozado a toda prisa, con relación a la ofensiva. No sé si este documento se conserva. El texto —no recuerdo las causas— no agradó, dadas las condiciones del Congreso, ni a los bolcheviques que se hallaban presentes ni a los internacionalistas. También se mostró contrario Pozern, a quien queríamos encargarle de presentarlo. Yo escribí otro texto, al que se dio lectura. De organizar la intervención estaba encargado, si mal no recuerdo, Sverdlov, con quien me había encontrado por primera vez precisamente durante el I Congreso de los Soviets como presidente que era de la fracción bolchevique. A pesar de su escasa estatura y de ser muy flaco, lo que inducía a pensar que era un hombre enfermo, de Sverdlov emanaba una impresión de grandeza y de tranquila fuerza. Presidía con calma, sin armar ruido y sin descanso, y todo funcionaba como un buen motor. El secreto, claro, no residía en el propio arte de dirigir, sino en la circunstancia de que conocía muy bien a todos los reunidos y sabía lo que se proponía. A cada reunión precedía una serie de entrevistas con distintos delegados, de preguntas y, a veces, de exhortaciones. Al abrir la sesión ya tenía una idea general de cómo iba a desenvolverse. Pero sin necesidad de conversaciones previas, sabía mejor que cualquiera la actitud que uno u otro militante adoptaría hacía el problema planteado. El número de camaradas de cuya fisonomía política tenía clara noción era, atendidas las proporciones de nuestro Partido en aquel entonces, muy grande. Era un organizador nato y un artífice de las combinaciones. Cualquier cuestión política la concebía, ante todo, en su concreción organizativa, como un problema de relaciones entre personas y grupos dentro de la organización del Partido y de relaciones entre la organización en su conjunto y las masas. En las fórmulas algebraicas colocaba al instante, y de manera casi automática, los valores numéricos. Con ello sometía a importantísima comprobación las fórmulas políticas en cuanto se trataba de la acción revolucionaria. Después de suspender la manifestación del 10 de junio, cuando la atmósfera del I Congreso de los Soviets se había caldeado al máximo y Tsereteli amenazaba con desarmar a los obreros de Petersburgo, el camarada Kámenev y yo acudimos a la redacción y allí, después de un breve cambio de impresiones, a propuesta de Lenin, escribí un proyecto de llamamiento del C. C. al Comité Ejecutivo. En esta entrevista, Lenin dijo algunas palabras acerca de Tsereteli, en relación con el último discurso de éste (del 11 de junio): «Fue revolucionario tantos años como pasó en presidio y ahora reniega por completo del pasado». En esto no había nada político, no eran palabras pronunciadas con un sentido político, sino que eran fruto de una pasajera reflexión sobre la triste suerte del antiguo gran revolucionario. En el tono había un matiz de lástima, de disgusto, pero la expresión fue breve y seca, pues nada desagradaba tanto a Lenin como la más pequeña alusión al sentimentalismo y a las divagaciones psicológicas. El 4 o el 5 de julio me vi con Lenin (¿y con Zinóviev?) en el palacio de Táurida. La ofensiva había sido rechazada. La furia contra los bolcheviques había llegado entre los medios gobernantes al último extremo. «Ahora nos cazarán a tiros —dijo Lenin—. Para ellos es el momento más apropiado.» El sentido de estas palabras era: hay que tocar retirada y pasar, en la medida en que sea necesario, a la clandestinidad. Fue uno de los bruscos virajes de la estrategia de Lenin, basado, como siempre, en la rápida valoración del momento. Más tarde, en la época del III Congreso de la Comintern, Vladímir Ilich dijo en cierta ocasión: «En julio hicimos muchas estupideces». Se refería al carácter prematuro de la intervención armada, a las formas demasiado agresivas de la manifestación, que no respondían a nuestras fuerzas en el conjunto del país. Tanto más notable es la serena decisión con que el 4 o el 5 de julio se dio cuenta del ambiente no sólo en el campo de la revolución, sino también en el lado opuesto, y llegó a la conclusión de que para «ellos» era entonces el momento más oportuno para cazarnos a tiros. Afortunadamente, nuestros enemigos no poseían ni la consecuencia ni la energía necesarias. Se limitaron a la preparación química de Pereverz. Aunque es muy probable que, si en los primeros días que siguieron a la acción de julio hubieran conseguido apoderarse de Lenin, ellos, es decir, los oficiales, le habrían hecho correr la misma suerte que antes de los dos años los oficiales alemanes hicieron correr a Liebknecht y a Rosa Luxemburg. En la entrevista a que antes me refería no se tomó decisión alguna acerca de la conveniencia de pasar a la clandestinidad. El movimiento de Kornílov se ponía poco a poco en marcha. Yo, personalmente, me dejé ver aún dos o tres días. Hablé en algunas asambleas del Partido y de otras organizaciones sobre lo que se debía hacer. La furiosa presión contra los bolcheviques parecía invencible. Los mencheviques trataban por todos los medios de sacar partido de una situación que ellos mismos habían contribuido a crear. Tuve ocasión de hablar, según recuerdo, en la biblioteca del palacio de Táurida, en una asamblea de representantes sindicales. No asistían más que unas docenas de personas, es decir, los altos dirigentes. Predominaban los mencheviques. Yo hice ver la necesidad de que los sindicatos protestasen contra la acusación de que se hacía objeto a los bolcheviques de mantener relaciones con el militarismo alemán. Conservo una idea confusa de esta asamblea, pero recuerdo con bastante precisión dos o tres caras que exultaban rencor, que estaban pidiendo una bofetada... Mientras tanto, el terror iba en aumento. Seguían las detenciones. Varios días los pasé escondido en casa del camarada Larin. Luego empecé a salir, me dejé ver en el palacio de Táurida y no tardé en ser detenido- Me pusieron en libertad en los días del movimiento de Kornílov y del ascenso bolchevique, que ya se había iniciado. Mientras tanto, se había ultimado el ingreso de los unificadores en el Partido Bolchevique. Sverdlov me invitó a entrevistarme con Lenin, que todavía permanecía oculto. No recuerdo quién me condujo a la casa de un obrero (¿fue Rajia?) donde me vi con Vladímir Ilich. Allí se encontraba también Kalinin, a quien él siguió haciendo preguntas acerca del estado de ánimo de los obreros: si combatirían, si irían hasta el fin, si era posible tomar el poder, etc. ¿Cuál era entonces el espíritu de Lenin? Si queremos definirlo en dos palabras, habrá que decir que era de impaciencia expectante y de profunda inquietud. Veía claramente que se acercaba el momento en que sería necesario ponerlo todo sobre el tapete y, al mismo tiempo, le parecía, y no sin razón, que en las alturas del Partido no se sacaban de esto todas las conclusiones necesarias. La conducta del Comité Central le parecía demasiado pasiva y expectante. Lenin no consideraba posible volver abiertamente al trabajo, temiendo con razón que su detención aumentaría todavía más el espíritu expectante de las capas altas del Partido, y esto conduciría inevitablemente a dejar escapar una excepcional situación revolucionaria. Por ello, el recelo de Lenin, el rigor que manifestaba ante -cualquier señal de indecisión, de actitud expectante y de falta de energía, crecieron estos días y semanas hasta un grado extraordinario. Exigía poner inmediatamente en marcha la organización de un buen plan para coger al enemigo desprevenido y arrancarle el poder. Después se vería. De esto, sin embargo, hace falta hablar más detenidamente. El biógrafo deberá considerar de la manera más atenta el propio hecho de la vuelta de Lenin a Rusia, de su contacto con las masas del pueblo. Excepción hecha del pequeño intervalo de 1905, había pasado Lenin en la emigración más de 14 quince años. Su sentido de la realidad, la sensación del trabajador vivo, no sólo no se había debilitado, sino que, al contrario, se había robustecido con el trabajo del pensamiento teórico y de la imaginación creadora. Entrevistas y observaciones accidentales le servían para captar y recrear la imagen del conjunto. Mas, no obstante, había pasado en la emigración el período de su vida en que él maduró definitivamente para el papel histórico que le aguardaba. A Petersburgo llegó con generalizaciones revolucionarias ya prestas que resumían toda la experiencia teórico-social y práctica de su vida. Lanzó la consigna de la revolución socialista apenas había puesto el pie en tierra rusa. Pero aquí sólo empezaba, sobre la experiencia viva de las masas tabajadoras de Rusia que se habían despertado, la comprobación de lo acumulado, meditado y consolidado. Las fórmulas salieron airosas de esta comprobación. Más aún, sólo aquí, en Rusia, en Petersburgo, adquirieron una diaria e irrefutable concreción y, con ello, una fuerza invencible. Ahora ya no había necesidad de recomponer el cuadro de perspectiva del conjunto a partir de imágenes sueltas más o menos accidentales. El propio conjunto se daba a conocer con todas las voces de la revolución. Y aquí Lenin mostró, y acaso él mismo lo sintiera por completo por primera vez, en qué medida era capaz de escuchar la voz todavía caótica de las masas que se despertaban. Observaba con un profundo desprecio orgánico el ir y venir de los ratones de los partidos dirigentes de la Revolución de Febrero, estas oleadas de la «poderosa» opinión pública que rebotaban de un periódico a otro, la miopía, la egolatría, la charlatanería: la Rusia oficial de Febrero. Tras esta escena presentada con decorados democráticos, escuchaba el rumor de acontecimientos de un volumen distinto. Cuando los escépticos le señalaban las grandes dificultades, la movilización de la opinión pública burguesa, el elemento pequeñoburgués, apretaba las mandíbulas y sus pómulos se hacían aún más salientes. Esto significaba que hacía un esfuerzo para no decir a los escépticos lo que pensaba de ellos. Veía y comprendía los obstáculos mejor que cualquier otro, pero percibía de manera clara y tangible, físicamente, las gigantescas fuerzas acumuladas por la historia que ahora brotaban al exterior para echar por tierra todos los obstáculos. Veía, oía y percibía, ante todo, al obrero ruso, que había crecido numéricamente, que no había olvidado la experiencia de 1905, que había pasado por la escuela de la guerra con sus ilusiones, sus falsedades y la mentira del defensismo, y ahora estaba dispuesto a los más grandes sacrificios y a esfuerzos jamás vistos. Sentía al soldado ensordecido por tres años de una endiablada guerra —guerra sin sentido y sin fin—, despertado por el estruendo de la revolución y dispuesto a hacer pagar todos los absurdos sacrificios, humillaciones y ofensas con la explosión de un odio furioso y que nada perdonaba. Oía al mujik, que seguía arrastrando las cadenas de siglos de servidumbre y que ahora, gracias a la conmoción que la guerra había significado, sentía por primera vez la posibilidad de ajustar las cuentas a los opresores, a los esclavistas, a los amos, a los terribles señores, de una forma implacable. El mujik se mostraba aún impotente, dudando entre la charlatanería de Chernov y su «recurso» de una gran rebelión agraria. El soldado vacilaba aún, buscando un camino entre el patriotismo y la deserción pura y simple. Los obreros escuchaban aún, pero ya recelosos y casi hostiles, las últimas parrafadas de Tsereteli. Ya burbujeaba, impaciente, el vapor en las calderas de los barcos de guerra de Cronstadt. El marinero, que unía en sí el odio afilado como el acero del obrero y la sorda cólera de oso del mujik, abrasado por el fuego de la terrible carnicería, ya arrojaba por la borda a quienes para él encarnaban todos los tipos de opresión estamental, burocrática y militar. La Revolución de Febrero se deslizaba cuesta abajo. Los andrajos de la legalidad zarista eran recogidos por los salvadores de la coalición, planchados, cosidos unos a otros y convertidos en una fina película de legalidad democrática. Mas, bajo ella todo hervía y se removía, buscaban salida todas las ofensas del pasado: el odio al guardia, al policía de la ciudad y del campo, al listero, al fabricante, al prestamista, al terrateniente, al parásito, a los señoritos, a quienes les humillaban y ofendían. Se preparaba la más grande erupción revolucionaria que la historia conoce. Eso es lo que Lenin oía y veía, lo que sentía físicamente con claridad absoluta, con el más grande vigor persuasivo al acercarse después de una larga ausencia al país dominado por los espasmos de la revolución. «Vosotros, estúpidos, presumidos y torpes, pensáis que la historia se hace en los salones en que los advenedizos demócratas hacen amistad con los liberales cargados de títulos, en que los cualesquiera de ayer, simples abogados de provincias, aprenden a toda prisa a acercarse a las manos de los altos dignatarios. ¡ Estúpidos! ¡ Presumidos! ¡Torpes! La historia se hace en las trincheras donde el soldado, poseído por la pesadilla que sigue a la borrachera bélica, clava la bayoneta en el vientre del oficial y luego, en el primer tren, escapa a su aldea natal para incendiar la casa del terrateniente. ¿No os agrada esta barbarie? No os ofendáis, os responde la historia: os ofrezco lo que tengo. Esto son sólo conclusiones de todo cuanto había precedido. ¿Creéis en serio que la historia se hace en vuestras comisiones de contacto? Eso es un absurdo, un balbuceo, una fantasmagoría, cretinismo. La historia —habéis de saber— ha elegido esta vez en calidad de laboratorio donde se preparan acontecimientos, el palacio de la Kshesínskaya, una bailarina que fue amante del que fue zar. Y desde aquí, desde este edificio que es un símbolo de la vieja Rusia, prepara la liquidación de toda nuestra basura y podredumbre za-rista-petersburguesa, burocráticanoble, burguesa-terrateniente. Hacia aquí, al palacio de la antigua bailarina imperial, afluyen los delegados de las fábricas, negros de humo; los mensajeros de las trincheras, grises, retorcidos y llenos de piojos, y desde aquí llevan a todo el país nuevas y proféticas palabras.» Los desdichados ministros de la revolución pensaban en la manera de devolver el palacio a su legítima dueña. Los periódicos burgueses, eseristas y mencheviques, reían, enseñando sus podridos dientes, ante el hecho de que Lenin hubiese lanzado desde el balcón de la Kshesínskaya las consignas de la revolución social. Pero estos esfuerzos de última instancia no eran capaces ni de aumentar el odio de Lenin hacia la vieja Rusia ni de fortalecer su voluntad de ajustarle las cuentas: tanto el uno como la otra habían alcanzado ya su límite máximo. En el balcón de la Kshesínskaya, Lenin era ya el mismo que dos meses más tarde se ocultaba en un almiar de heno y que unas semanas después ocupaba el puesto de presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo. Lenin veía, al mismo tiempo, que dentro del propio Partido existía una resistencia conservadora —al principio no tanto política como psicológica— hacia el gran salto que se iba a realizar. Lenin observaba inquieto la creciente disconformidad del estado de ánimo de una parte de los dirigentes del Partido y de las masas obreras. Ni por un instante se declaró satisfecho por la circunstancia de que el Comité Central hubiese adoptado la fórmula de la insurrección armada. Sabía lo difícil que es pasar de las palabras a los hechos. Con todas las fuerzas y todos los recursos de que disponía, trató de colocar al Partido bajo la presión de las masas y al Comité Central bajo la presión de la base. Hacía acudir a su refugio a distintos camaradas, reunía informes, los comprobaba, organizaba auténticos careos, hacía llegar por vías indirectas y por cualquier atajo sus consignas al Partido, a la base, a lo más hondo, para poner a la máxima dirección ante la necesidad de obrar y de llegar hasta el fin. Para comprender acertadamente la conducta de Lenin en este período, hay que dejar sentado un hecho: tenía una fe inconmovible en que las masas querían y podían realizar la revolución, pero no tenía esta seguridad en cuanto al Estado Mayor del Partido. Al mismo tiempo, comprendía con una claridad absoluta que no se podía perder tiempo. La situación revolucionaria es imposible mantenerla arbitrariamente hasta el momento en que el Partido se ha preparado para utilizarla. Así nos lo ha mostrado hace poco la experiencia de Alemania- Hasta tiempos recientes oíamos decir que si no hubiésemos tomado el poder en Octubre lo habríamos hecho dos o tres meses más tarde. ¡Profundo error! Si no hubiésemos tomado el poder en Octubre, no lo habríamos tomado nunca. Nuestra fuerza en vísperas de Octubre la integraba la constante afluencia hacia el Partido de las masas que creían que este Partido haría lo que los otros no habían hecho. Si entonces hubiese visto en nosotros vacilaciones, un espíritu expectante, una discrepancia entre las palabras y los hechos, se habría separado del Partido en el curso de dos o tres meses, lo mismo que antes se había separado de los eseristas y los mencheviques. La burguesía habría ganado una tregua, que habría utilizado para concluir la paz. La correlación de fuerzas habría podido modificarse radicalmente y la revolución proletaria se habría visto desplazada a un indefinido futuro. Esto es lo que Lenin comprendía, tocaba y sentía. De ahí se desprendían su inquietud, su alarma, su desconfianza y la furiosa presión, que resultaron salvadoras para la causa revolucionaria. Las discrepancias en el seno del Partido, que estallaron violentamente en las jornadas de Octubre, se habían manifestado ya en ciertas etapas de la revolución. La primera, la que más tenía que ver con los principios, pero tranquila y teórica, se produjo a raíz de la llegada de Lenin, con motivo de sus tesis. El segundo choque sordo se debió a la manifestación armada del 20 de abril. El tercero, en torno al intento de manifestación armada del 10 de junio: los «moderados» consideraban que Lenin quería lanzarlos a una manifestación armada con vistas a la insurrección. El conflicto siguiente, ya más agudo, surgió en relación con las jornadas de julio. Las discrepancias llegaron hasta la prensa. La etapa siguiente en el desarrollo de la lucha interna la constituyó el problema del Anteparlamento. 8 Esta vez, en la fracción del Partido se enfrentaron abiertamente dos grupos. ¿Se levantó acta de esta reunión? ¿Se conserva? No lo sé. Los debates ofrecieron indudablemente gran interés. Dos tendencias: una en pro de la toma del poder y otra en pro del papel de oposición en la Asamblea Constituyente, se definieron con toda precisión. Los partidarios del boicot al Anteparlamento quedaron en minoría, aunque no muy apartados de la mayoría. Desde su refugio no tardó Lenin en reaccionar a los debates en el seno de la fracción y a la resolucion adoptada, enviando una carta al Comité Central. Esta carta, en la que Lenin, en expresiones más que enérgicas, se solidarizaba con los partidarios del boicot a la «Duma de Buliguin» 9 de Kerenski- Tsereteli, no la encuentro en la segunda parte del tomo XIV de las Obras. ¿ Se conservado este documento de tan extraordinario valor? Las discrepancias alcanzaron la máxima tensión ya que es vísperas de la etapa de Octubre, cuando se trataba de orien tarse definitivamente hacia la insurrección y de designar el día de la misma. Ya después de la revolución del 25 de octubre, en fin, las discrepancias se agudizaron extraordinariamente en torno al problema de la coalición con otros partidos socialistas. Sería interesante en el más alto grado restablecer con toda concreción el papel de Lenin en vísperas del 20 de abril, del 10 de junio y de las jornadas de julio. “En julio cometimos estupideces”, dijo Lenin más tarde en entrevistas particulares y, creo recordar, ante una delegación alemana al hablar de los acontecimientos de marzo de 1921 en Alemania. ¿De qué “estupideces” se trataba? De un tanteo enérgico o demasiado enérgico de una exploración activa o demasiado activa. Sin esas exploraciones, realizadas de tiempo en tiempo, podíamos quedar rezagados de las masas. Mas, por otra parte, ya se que la exploración activa se convierte a veces, aunque uno no lo quiera, en batalla campal. Esto es lo que estuvo a punto de ocurrir en julio. No obstante, el toque de retirada se dio aún a tiempo. Y al enemigo le faltó en aquellos días audacia para llevar su obra hasta el fin. No es casualidad que le faltase: las fuerzas agrupadas en torno a Kerenski significaban por su misma esencia indecisión, y estas cobardes fuerzas paralizaban a Kornilov más cuanto más le temían. II. LA REVOLUCIÓN Al terminar la «Asamblea Democrática», a instancia nuestra, se designó la fecha del 25 de octubre para la apertura del II Congreso de los Soviets. Dada la efervescencia que reinaba no sólo en las barriadas obreras, sino también en los cuarteles, que crecía de hora en hora, nos pareció lo más conveniente concentrar la atención de la guarnición de Petersburgo precisamente en esta fecha, en el día en que el Congreso de los Soviets debería resolver el problema del poder, y los obreros y las tropas, debidamente preparados, deberían apoyar a los Soviets. Nuestra estrategia, en esencia, era la ofensiva: íbamos al asalto del poder. Pero la agitación se basaba en la circunstancia de que los enemigos se disponían a disolver el Congreso de los Soviets y hacía falta, por tanto, darles una implacable respuesta. Todo este plan descansaba en el poderío del pleamar revolucionario, que tendía a alcanzar por doquier el mismo nivel, y no daba al adversario ni descanso ni una fecha determinada. Los regimientos más atrasados, en el peor de los casos para nosotros, se mantenían neutrales. En estas condiciones, el más pequeño paso del Gobierno contra el Soviet de Petrogrado nos debía garantizar inmediatamente una superioridad decisiva. Lenin temía, sin embargo, que el enemigo tuviera tiempo de llevar a la capital tropas contrarrevolucionarias, pocas, pero seguras, y tomase la iniciativa, utilizando contra nosotros el arma de la sorpresa. Al encontrar al Partido y a los Soviets desprevenidos y detener a los dirigentes en Petersburgo, decapitaría el movimiento y luego, poco a poco, lo debilitaría. «¡No se puede esperar, la demora es imposible!», afirmaba Lenin. En estas condiciones tuvo lugar, a fines de septiembre o primeros de octubre, la famosa reunión nocturna del Comité Central en casa de los Sujánov. Lenin acudió a ella decidido a conseguir esta vez un acuerdo que no dejase lugar a las dudas, a las vacilaciones, a las demoras, a la pasividad y a las actitudes expectantes. Sin embargo, antes de atacar a los adversarios de la insurrección armada, se revolvió contra quienes vinculaban la insurrección al II Congreso de los Soviets. Alguien le había dado a conocer mis palabras de que «nosotros hemos fijado ya la insurrección para el 25 de octubre». En efecto, yo había repetido varias veces esta frase contra los camaradas para quienes la vía de la revolución pasaba por el Anteparlamento y una «imponente» oposición bolchevique en -la Asamblea Constituyente. «Si el Congreso de los Soviets, con su mayoría bolchevique —decía yo—, no toma el poder, el bolchevismo se condenará sencillamente a la muerte. Entonces, con toda seguridad, no llegará a reunirse la Asamblea Constituyente. Al convocar después de lo que ha habido el Congreso de los Soviets para el 25 de octubre, con una mayoría asegurada de antemano, nos comprometemos públicamente a tomar el poder el 25 de octubre como más tarde.» Vladímir Ilich puso grandes reparos a esta fecha. El problema del II Congreso de los Soviets, según dijo, no le interesaba en absoluto: ¿qué importancia tenía esto? ¿Llegaría a reunirse el mismo Congreso? ¿Y qué podía hacer aun en el caso de que se reuniese? Hay que arrancar el poder, dijo, no hay que poner las cosas en dependencia del Congreso de los Soviets, es ridículo y absurdo informar al enemigo del día de la insurrección. En el mejor de los casos, el 25 de octubre puede servir para enmascarar nuestras intenciones, pero la insurrección se debe preparar de antemano y al margen del Congreso de los Soviets. El Partido debe adueñarse del poder por la fuerza de las armas, y ya después hablaremos del Congreso de los Soviets. ¡ Hay que pasar a la acción inmediatamente!. Lo mismo que en las jornadas de julio, cuando Lenin estaba seguro de que «ellos» nos iban a cazar a tiros, también ahora sopesó toda la situación desde el punto de vista del enemigo, llegando a la conclusión de que lo más acertado para la burguesía sería atacarnos con sus fuerzas armadas por sorpresa, desarticular la revolución y, ya después, batir sus distintos núcleos por separado. Lo mismo que en julio, Lenin sobrestimó la perspicacia y la decisión del enemigo, y acaso también sus posibilidades materiales. En buena parte se trataba de una sobrestimación consciente, completamente justa en el sentido táctico: lo que se proponía era duplicar en el Partido la energía de su impulso. No obstante, el Partido no podía tomar el poder por sí mismo, al margen de los Soviets y a sus espaldas. Esto podría ser un error. Sus consecuencias repercutirían incluso en la conducta de los obreros y podrían ser extraordinariamente graves por lo que a la guarnición se refería. Los soldados conocían el Soviet de diputados, su sección de soldados. El Partido lo conocían a través del Soviet. Y si la insurrección se llevaba a cabo a espaldas del Soviet, al margen de él, sin encubrirla con su autoridad; si para ellos no era una consecuencia directa y clara de la lucha por el poder de los Soviets, esto podría provocar un peligroso desconcierto en la guarnición. Tampoco hay que olvidar que en Petersburgo, junto al Soviet de la capital, existía el viejo Comité Ejecutivo Central, en el que predominaban los eseristas y los mencheviques. A este Comité Ejecutivo Central sólo se le podía enfrentar el Congreso de los Soviets. En última instancia, dentro del Comité Central se definieron tres grupos: los adversarios de la toma del poder, que por la lógica de la situación se vieron forzados a renunciar a la consigna de «el poder a los Soviets»; Lenin, que exigía la organización inmediata de la insurrección al margen de los Soviets; y el grupo restante, que consideraba necesario vincular estrechamente la insurrección al II Congreso de los Soviets y que por ello hacían coincidir la una y el otro en el tiempo. «En todo caso —insistía Lenin—, la toma del poder debe preceder al Congreso de los Soviets, de otro modo os aplastarán y no podréis reunir ningún congreso.» En fin de cuentas, se tomó un acuerdo en el sentido de que la insurrección debía producirse, lo más tarde, el 15 de octubre. Creo que acerca del plazo no hubo casi discusión alguna. Todos comprendían que esto no tenía más que un carácter aproximado, de orientación, y que, en dependencia de los acontecimientos, la insurrección podía producirse algo antes o algo después. Sólo se podía hablar de unos días más o menos. La propia necesidad del levantamiento, y además en fecha próxima, era del todo evidente. Los debates en el seno del Comité Central se desenvolvieron sobre todo, lógicamente, en torno a la lucha con aquella parte de sus miembros que se manifestaban contra la insurrección armada en general. No me atrevo a reproducir los cuatro discursos que Lenin pronunció en esta reunión. Trataron de si era necesario tomar el poder, de si era hora de hacerlo y de si nos mantendríamos en él en caso de tomarlo. Sobre estos mismos temas había escrito Lenin ya entonces y escribió después varios folletos y artículos. La argumentación de dichos discursos fue, se comprende, la misma. Pero es imposible reproducir y transmitir el espíritu general de estas apasionadas improvisaciones dominadas por el deseo de hacer sentir a quienes se oponían, vacilaban o dudaban, su pensamiento, su voluntad, su seguridad, su valor. ¡ Lo que se decidía era la suerte de la revolución!... La reunión terminó a altas horas de la noche. Todos se sentían aproximadamente como si acabasen de sufrir una operación quirúrgica. Una parte de los reunidos, entre ellos yo, pasamos el resto de la noche en casa de los Sujánov. El curso ulterior de los acontecimientos, como es sabido, nos ayudó muchísimo. El intento de disolver la guarnición de Petrogrado condujo a la creación del Comité Militar Revolucionario. Nos vimos en condiciones de legalizar los preparativos de la insurrección con la autoridad del Soviet y de vincularlos estrechamente a un problema que afectaba vitalmente a toda la guarnición de la capital. Durante el tiempo que separa la reunión del Comité Central a que antes me refería y el 25 de octubre, sólo recuerdo una entrevista con Vladímir Ilich, y eso confusamente. ¿Cuándo tuvo lugar? Debió de ser entre el 15 y el 20 de octubre. Recuerdo que entonces me interesaba mucho la actitud de Lenin hacia el carácter «defensivo» de mi discurso en el Soviet de Petrogrado: yo había declarado falsos los rumores de que preparábamos la insurrección armada para el 22 de octubre («Jornada del Soviet de Petrogrado»), advirtiendo que a cualquier agresión contestaríamos con un golpe enérgico y llevaríamos el asunto hasta el fin. Recuerdo que en esta entrevista Vladímir Ilich se mostró más tranquilo y seguro, diría que menos receloso. No sólo no objetó nada contra el tono exteriormente defensivo de mi discurso, sino que lo consideró muy apropiado para adormecer la vigilancia del enemigo. No obstante, meneaba de vez en cuando la cabeza y preguntaba: «¿No se nos adelantarán? ¿No nos cogerán por sorpresa?» Yo insistí que luego todo se produciría casi automáticamente. A esta entrevista, o a parte de ella, creo que asistió el camarada Stalin. No obstante, puede que se tratase de dos entrevistas. Debo decir en general que los recuerdos relativos a los últimos días que precedieron al levantamiento se hallan en mi memoria como prensados y resulta muy difícil separar unos de otros y colocarlos en su sitio. Mi siguiente entrevista con Lenin tuvo ya lugar el mismo 25 de octubre, en el Smolny. ¿A qué hora? No tengo la menor idea; debió de ser por la tarde. Recuerdo bien que Vladímir Ilich empezó preguntándome con inquietud por las conversaciones que manteníamos con el mando del distrito de Petrogrado acerca de la suerte futura de la guarnición. En los periódicos se decía que las conversaciones se acercaban favorablemente a su fin. «¿Aceptan un compromiso?», preguntó Lenin, atravesándome con la mirada. Yo contesté que habíamos dado a los periódicos un comunicado tranquilizador a propio intento, que no se trataba más que de un ardid de guerra en el momento en que se iniciaba la batalla campal. «Eso está bien —articulo Lenin alegre, con entusiasmo, y empezó a caminar por la habitación, frotándose agitadamente las manos—. ¡ Pero que muy bien!» En general, Ilich era muy aficionado a los ardides de guerra. Engañar al enemigo, dejarle con un palmo de narices, ¡qué podía haber más agradable! Pero en este caso el ardid tenía un sentido muy especial: significaba que ya entrábamos de lleno en el terreno de las acciones decisivas. Le conté que las operaciones militares habían avanzado ya bastante y que en la ciudad éramos dueños de toda una serie de puntos importantes. Vladímir Ilich vio, o acaso yo se lo mostrara, un cartel impreso la víspera que amenazaba con llevar al paredón a los ladrones que intentasen aprovechar el momento del golpe. En un primer momento Lenin quedó como pensativo, me pareció que hasta dudaba. Pero a continuación, dijo: «Está bien». Se lanzaba con avidez sobre estas partículas de la insurrección. Para él eran prueba irrefutable de que el asunto marchaba ya a plena marcha, de que el Rubicón había sido pasado y de que era imposible la vuelta y el retroceso. Recuerdo la profunda impresión que le produjo la noticia de que yo había llamado, mediante orden escrita, a una compañía del regimiento de Pávlovski al objeto de asegurar la salida de nuestros periódicos del Partido y del Soviet. —¿Ha sido enviada la compañía? —Sí. —¿Y los periódicos? —Se están componiendo. El entusiasmo de Lenin se tradujo en una serie de exclamaciones y de risas; no cesaba de frotarse las manos. Luego guardó silencio, se quedó pensativo y dijo: «También es posible así. Lo único que hace falta es tomar el poder». Yo comprendí que sólo en aquel momento había aceptado definitivamente la idea de que renunciábamos a tomar el poder mediante una conspiración. Hasta la última hora receló que el enemigo pudiera salir a nuestro encuentro y sorprendernos. Sólo entonces, el 25 de octubre por la tarde, se tranquilizó y sancionó definitivamente la vía que los acontecimientos seguían. He dicho que «se tranquilizó», pero sólo fue para, inmediatamente, mostrar inquietud por toda una serie de cuestiones más o menos importantes, unas concretas y otras concretísimas, relacionadas con la marcha ulterior de la insurrección: «¿Y si ocurre esto? ¿No deberíamos hacer tal cosa? ¿Y si llamásemos a Fulano?» Estas incontables preguntas y sugerencias no guardaban relación exterior unas con otras, pero surgían todas ellas del intenso trabajo interno que había invadido de pronto todo el círculo de la insurrección. Hay que saber no ahogarse en los acontecimientos de la revolución. Cuando la marea sube sin cesar, cuando las fuerzas de la insurrección crecen automáticamente y las fuerzas de la reacción, de un modo fatal, se fraccionan y desintegran, entonces es muy grande la tentación de dejarse llevar por la marcha espontánea de los acontecimientos. El éxito rápido desarma lo mismo que la derrota. No hay que perder de vista el hilo fundamental de los acontecimientos; después de cada nuevo éxito hay que decirse: aún no se ha conseguido nada, aún no hay nada asegurado; cinco minutos antes de la victoria decisiva hay que mostrar la misma vigilancia, la misma energía y el mismo impulso que cinco minutos antes del comienzo de las hostilidades; cinco minutos después de la victoria, antes de que suenen los primeros vítores, hay que decirse: la conquista no está aún asegurada, no hay que perder ni un solo minuto. Tal era el enfoque, tal era el modo de obrar, tal era el método de Lenin, tal era la esencia orgánica de su carácter político, de su espíritu revolucionario. He contado ya en cierta ocasión cómo Dan, que debía de dirigirse a una reunión del grupo menchevique en el II Congreso de los Soviets, reconoció a Lenin, maquillado, con quien yo estaba sentado tras un velador, en una habitación de paso. Sobre este tema se ha pintado incluso un cuadro que, por lo demás, a juzgar por las reproducciones, no se parece en absoluto a la realidad. Tal es, por cierto, la suerte de la pintura de temas históricos, y no sólo de ella. No recuerdo con qué motivo, pero bastante más tarde, dije a Vladímir Ilich: «Haría falta escribir sobre esto, porque luego levantarán una montaña de mentiras». Él hizo un ademán, en broma, como quien no le da importancia: «Es lo mismo, no cesarán de mentir...» En el Smolny se celebraba la primera sesión del II Congreso de los Soviets. Lenin no se dejó ver en ella. Se quedó en una habitación del palacio en la que, según recuerdo, no había casi ningún mueble. Luego ya, alguien extendió unas mantas en el suelo y trajo dos almohadas. Vladímir y yo nos tumbamos á descansar, uno junto a otro. Pero a los pocos minutos me llamaban: «Dan está hablando, habrá que contestarle». Al volver, después de mi respuesta, me tumbé de nuevo junto a Vladímir Ilich, quien, como es lógico, no pensaba siquiera en dormir. ¿Estábamos para eso? Cada cinco o diez minutos venía alguien de la sala de sesiones para comunicarnos lo que allí sucedía. Llegaban también mensajeros de la ciudad, en la que, bajo la dirección de Antónov-Ovséienko, seguía el asedio del Palacio de Invierno, que terminó con el asalto. Debió de ser a la mañana siguiente, separada por la noche en blanco del día anterior. Vladímir Ilich parecía cansado. Dijo sonriendo: «Es demasiado brusco el paso de la clandestinidad al poder. Es sckwindelt (me da vueltas la cabeza)», añadió en alemán, e hizo con la mano un movimiento giratorio junto a su cabeza. Después de esta única observación más o menos personal que le oí decir acerca de la conquista del poder, siguió el simple paso a las cuestiones inmediatas que nos aguardaban. III. BREST-LITOVSK Acudimos a las negociaciones de paz con la esperanza de remover a las masas obreras tanto de Alemania y Austria-Hungría como de la Entente. Para ello era necesario dilatar las negociaciones cuanto se pudiera a fin de dar tiempo para que los obreros europeos pudiesen percibir debidamente el propio hecho de la Revolución Soviética y en particular, su política de paz. Después de la primera interrupción de las negociaciones, Lenin me invitó a dirigirme a Brest-Litovsk. La perspectiva de las conversaciones con el barón Kühlmann y con el general Hoffmann era, de por sí, poco atrayente; mas, «para dilatar las negociaciones, hacía falta un dilatador», según se expresó Lenin. En el Smolny tuvimos un breve cambio de impresiones en cuanto a la línea general a seguir. Entonces no se habló de si la paz sería o no firmada: era imposible saber cómo transcurrirían las negociaciones, cómo se reflejarían éstas en Europa, qué situación se produciría. Y nosotros no renunciábamos, se comprende, a la esperanza de un rápido desarrollo revolucionario. El hecho de que nosotros no podíamos hacer la guerra era para mí de una evidencia absoluta. Cuando por primera vez crucé las trincheras de camino hacia Brest-Litovsk, nuestros camaradas, a pesar de todas las advertencias y exhortaciones, no pudieron organizar una manifestación más o menos importante de protesta contra las excesivas exigencias de Alemania: las trincheras estaban casi vacías. Nadie se atrevía a hablar, ni siquiera convencionalmente, de la continuación de la guerra. ¡ Paz, paz a toda costa!... Más tarde, a mi vuelta de Brest-Litovsk, traté de persuadir al representante del grupo militar en el Comité Ejecutivo Central de que apoyase a nuestra delegación con un discurso «patriótico». «Es imposible —replicó él—. Completamente imposible. No podremos volver a las trincheras, no nos comprenderían. Perderíamos toda nuestra influencia...» De este modo, en cuanto a la imposibilidad de la guerra revolucionaria, yo no tenía ni la menor sombra de discrepancia con Vladímir Ilich. Pero había otra cuestión: ¿Podrían los alemanes hacer la guerra, podrían desencadenar la ofensiva contra la revolución, que había anunciado el cese de las hostilidades? ¿Cómo conocer, cómo pulsar el estado de espíritu de la masa de los soldados alemanes? ¿Qué acción habían producido en ella la Revolución de Febrero y, más tarde, la de Octubre? La huelga de enero en Alemania decía que había empezado el cambio. ¿Era éste muy profundo? ¿Convendría colocar a la clase obrera y al ejército de Alemania ante la prueba: por un lado, la revolución obrera, que anunciaba el cese de la guerra, y por otro el gobierno de los Hohenzollern, que ordenaba la ofensiva contra esta revolución?. «Esto es muy atrayente, claro —replicaba Lenin—, y sin duda tal prueba no pasaría sin dejar huella. Pero es arriesgado, muy arriesgado. Y si el ejército alemán, lo que es muy probable, resulta bastante fuerte como para desencadenar contra nosotros la ofensiva, ¿qué pasaría entonces? No podemos correr ese riesgo: ahora no hay en el mundo nada más importante que nuestra revolución.» En un principio, la disolución de la Asamblea Constituyente empeoró en modo extraordinario nuestra situación internacional. Después de todo, los alemanes recelaban en un principio que nosotros llegásemos a un acuerdo con la «patriótica» Asamblea Constituyente y que esto pudiese conducir a un intento de proseguir la guerra. Un intento tan absurdo habría significado definitivamente la muerte de la revolución y del país; pero esto sólo se habría revelado más tarde y habría exigido de los alemanes un nuevo esfuerzo. La disolución de la Asamblea Constituyente, en cambio, significaba para ellos nuestra intención evidente de poner fin a la guerra a cualquier precio. El tono de Kühlmann se hizo al instante más insolente. ¿Qué impresión pudo producir la disolución de la Asamblea Constituyente en el proletariado de los países de la Entente? A esto no era difícil contestar: la prensa de la Entente presentaba el régimen soviético como una agencia de los Hohenzollern. Y los bolcheviques disolvían la «democrática» Asamblea Constituyente para concluir con los Hohenzollern una paz en condiciones leoninas cuando Bélgica y el norte de Francia estaban ocupados por las tropas alemanas. Estaba claro que la burguesía de la Entente conseguiría sembrar una gran confusión entre las masas obreras. Y esto, a su vez, podría facilitar la intervención militar contra nosotros. Es sabido que incluso en Alemania, entre la oposición socialdemócrata, corrían insistentes rumores de que los bolcheviques se habían vendido al gobierno alemán y de que en Brest-Litovsk se estaba representando una comedia en la que los papeles estaban distribuidos de antemano. Tanto más verosímil debía parecer esta versión en Francia e Inglaterra. Yo consideraba que antes de firmar la paz era necesario a toda costa ofrecer a los obreros de Europa una clara prueba de que los gobernantes de Alemania y nosotros éramos enemigos mortales. Precisamente bajo el peso de estas consideraciones llegué en Brest-Litovsk a la idea de la demostración «pedagógica» que se expresaba en la fórmula: ponemos fin a la guerra, pero no firmamos la paz. Me aconsejé con los demás miembros de la delegación, los vi bien inclinados hacia mi idea y escribí a Vladímir Ilich. Él contestó: «Cuando vuelva, hablaremos». Quizá, con esta respuesta, formulase ya el desacuerdo con mi propuesta. No la tengo a mano y ni siquiera estoy seguro de si se ha conservado. Después de mi llegada al Smolny, tuve con Vladímir Ilich largas entrevistas. —Todo esto es muy atrayente y no podríamos desear nada mejor si el general Hoffmann fuese incapaz de mover sus tropas contra nosotros. Pero no podemos confiar mucho en esto. Encontrará regimientos especialmente seleccionados integrados por campesinos ricos bávaros. Además, ¿es tanto lo que necesitaría contra nosotros? Porque usted mismo dice que las trincheras están vacías. ¿Y si, a pesar de todo, reanuda la guerra? —Entonces nos veremos obligados a suscribir la paz, y todos verán claro que no teníamos otra salida. Con ello asestaremos un golpe definitivo a la leyenda de que estamos en relaciones secretas con los Hohenzollern. —Claro, también tiene sus ventajas. Pero todo esto significa un riesgo demasiado grande. Ahora no hay en el mundo nada más importante que nuestra revolución; hay que salvaguardarla cueste lo que cueste. A las dificultades fundamentales del problema se unían los grandes obstáculos surgidos en el seno del Partido. En éste, al menos entre sus elementos dirigentes, predominaba una actitud irreductible contra la firma de las condiciones de Brest. Los informes que se publicaban en nuestros periódicos acerca de las negociaciones nutrían y agudizaban esta opinión. Ello encontró su expresión más clara en el grupo del comunismo de izquierda, que proclamó la consigna de la guerra revolucionaria. Dicha circunstancia, se comprende, preocupaba extraordinariamente a Lenin.—Si el Comité Central se decide a suscribir las condiciones alemanas sólo bajo la influencia de un ultimátum verbal —decía yo—, corremos el riesgo de provocar una escisión en el Partido. Nuestro Partido necesita, tanto como los obreros de Europa, que la situación real de las cosas se ponga de relieve... Si rompemos con los izquierdistas, el Partido dará un viraje extraordinario hacia la derecha: porque es indudable que todos los camaradas que ocuparon una posición combativa contra la Revolución de Octubre o en pro del bloque con los partidos socialistas son partidarios incondicionales de la paz de Brest-Litovsk. Y nuestra tarea no se reduce a firmar la paz; entre los comunistas de izquierda hay muchos que estuvieron en la primera fila de combate en el período de Octubre, etcétera. —Todo eso es indudable —replicaba Vladímir Ilich-Pero ahora se trata de la suerte de la revolución, tarde restableceremos el equilibrio en el Partido. Lo primero de todo es salvar la revolución, y sólo puede salvarla la firma de la paz. Es preferible la escisión al peligro de que la revolución sea aplastada por la fuerza las armas. Los izquierdistas harán travesuras y luego —incluso si llegan a la escisión, lo que no es inevitable—- volverán al Partido. Y si los alemanes nos derrotan, no habrá nadie que nos salve... Está bien, supongamos que su plan es aceptado. Nos negamos a firmar la paz. Y después de esto los alemanes pasan a la ofensiva. ¿Qué hará entonces? —Suscribiremos la paz bajo la presión de las bayonetas. Entonces el cuadro quedará claro para la clase obrera de todo el mundo. —¿Tampoco apoyará entonces la consigna de la guerra revolucionaria? —De ningún modo. —Con ese planteamiento, la experiencia puede resultar menos peligrosa. Corremos el riesgo de perder Estonia o Letonia. Han estado conmigo los camaradas de Estonia y me han explicado lo bien que han empezado la organización socialista de la agricultura. Sería una gran lástima tener que sacrificar a la Estonia socialista —bromeó Lenin—, pero acaso haya que aceptar este compromiso para conseguir una buena paz. —¿Es que la firma inmediata de la paz excluye la posibilidad de la intervención militar alemana en Estonia o Letonia? —Admitamos que se trata sólo de una posibilidad, pero en otro caso sería algo de lo que casi no podemos dudar. Yo, de cualquier modo, me manifestaré en pro de la firma inmediata. Es más seguro. El temor principal de Lenin en cuanto a mi plan consistía en que si los alemanes reanudaban la ofensiva, nosotros no tendríamos tiempo de suscribir la paz, es decir, que el militarismo alemán no nos daría la ocasión de hacerlo: «El salto de esta fiera es muy rápido», repitió muchas veces Vladímir Ih'ch. En las reuniones en que se decidió el problema .de la paz, Lenin se manifestó con gran energía contra los izquierdistas y con mucha cautela y tranquilidad contra mi propuesta. De mala gana, lo aceptaba por cuanto el Partido estaba claramente contra la firma y por cuanto una decisión intermedia debía ser para el Partido el puente que nos llevase a firmar la paz. La reunión de los bolcheviques más relevantes —delegados al III Congreso de los Soviets— mostraba sin dejar lugar a dudas que nuestro Partido, apenas salido del fuego del horno de Octubre, necesitaba de una comprobación de la situación internacional a través de los hechos. Si no hubiese existido una fórmula intermedia, la mayoría se habría manifestado en pro de la guerra revolucionaria. Acaso no carezca de interés señalar la circunstancia de que los eseristas de izquierda no se manifestaron en un primer momento contra la paz de Brest-Litovsk. Spiridónova, al menos, fue al principio partidaria decisiva de la firma: «El mujik no quiere la guerra —decía— y aceptará cualquier paz, sea la que sea». «Firmen inmediatamente la paz —me dijo la primera vez que volví de Brest — y supriman el monopolio del comercio del trigo». Más tarde, los eseristas de izquierda apoyaron la fórmula intermedia de poner fin a la guerra sin suscribir el tratado, pero ya como etapa hacia la guerra revolucionaria, «por si se producía». Como es sabido, la delegación alemana reaccionó a nuestra declaración como si su país no tuviera el propósito de responder con la reanudación de las hostilidades. Con esta impresión regresamos a Moscú. —¿No nos engañarán? —preguntaba Lenin. Nosotros no podíamos hacer otra cosa que encogernos de hombros. No lo parecía. —Pues bien —dijo Lenin—. Si es así, tanto mejor: habremos guardado las apariencias y nos encontraremos fuera de la guerra. Sin embargo, dos días antes del plazo, recibimos del; general Samoilo, que había quedado en Brest, un telegrama anunciando que los alemanes, según declaración del general Hoffmann, desde las 12 horas del 18 de febrero se consideraban en estado de guerra con nosotros y por eso le invitaban a salir de Brest-Litovsk. El telegrama fue entregado a Vladímir Ilich. Yo me encontraba en su despacho. Estábamos hablando con Karelin y otro eserista de izquierda. Después de leerlo, Lenin me lo pasó en silencio. Recuerdo que su mirada me hizo comprender al instante que las noticias eran de la mayor importancia y malas. Lenin se apresuró a terminar la conversación con los eseristas para examinar la situación a que se había llegado. —Quiere decirse que nos han engañado. Han ganado cinco días... Esta fiera no se deja escapar nada. Quiere decirse que ahora no nos queda otro recurso que suscribir las viejas condiciones si es que los alemanes acceden a mantenerlas. Yo repuse en el sentido de que se debía dejar que Hoffmann pasase, de hecho, a la ofensiva. —Pero esto significaría entregar Dvinsk, perder mucha artillería, etcétera. —Claro, esto significa nuevos sacrificios. Pero hace falta que el soldado alemán entre de hecho, combatiendo, en territorio soviético. Hace falta que lo conozcan los obreros alemanes, por una parte, y los franceses e ingleses, por otra. —No —objetó Lenin—. No se trata, ciertamente, de Dvinsk, pero no podemos perder ni una sola hora. La prueba ha sido hecha. Hoffmann quiere y puede emprender la ofensiva. No podemos dar largas al asunto: ya nos han quitado cinco días, con los cuales contábamos. Y esta fiera es rápida en el salto. El Comité Central decidió enviar un telegrama manifestando el acuerdo inmediato con la firma del tratado de Brest-Litovsk. Así se hizo. —Me parece —dije en una conversación particular con Vladímir Ilich— que desde el punto de vista político sería conveniente que yo, como comisario de Asuntos Exteriores, presentase la dimisión. —¿Por qué? No vamos a implantar entre nosotros estos métodos parlamentarios. —Pero mi dimisión significaría para los alemanes un viraje radical de la política y aumentaría su confianza de que esta vez estamos realmente dispuestos a suscribir la paz y a observarla. —Acaso tenga razón —dijo Lenin, meditando—. Es un serio argumento político. No recuerdo en qué momento se recibió la noticia del desembarco de tropas alemanas en Finlandia y del comienzo de las acciones contra los obreros del país. Recuerdo, sí, que me tropecé con Lenin en el pasillo, cerca de su despacho. Estaba agitadísimo. Nunca lo vi así, ni antes ni después. —Sí —dijo—, parece que tendremos que pelear, aunque no tenemos con qué. Esta vez no veo otra salida... Tal vez fue la primera reacción de Lenin al telegrama que anunciaba el aplastamiento de la revolución finlandesa. Pero a los diez o quince minutos, cuando entré en su despacho, dijo: —No, no se puede cambiar la política. Nuestra intervención no salvaría a la Finlandia revolucionaria y nos hundiría de seguro a nosotros. Ayudaremos a los obreros finlandeses cuanto podamos, aunque sin salimos del terreno de la paz. No sé si esto nos salvará a nosotros. Pero, en todo caso, es el único camino en el que todavía resulta posible la salvación. Y, en efecto, la salvación estuvo en este camino. La decisión de no firmar la paz no se desprendía en absoluto, como ahora se escribe a veces, de la consideración abstracta de que era inconcebible el acuerdo entre los imperialistas y nosotros. Basta examinar en la obrita del camarada Ovsiánnikov las votaciones realizadas por Lenin sobre este problema, instructivas en el más alto grado, para convencerse de que los partidarios de la fórmula de tanteo «ni guerra ni paz» respondían positivamente a la cuestión de si nosotros, como partido revolucionario, teníamos derecho a suscribir, en ciertas condiciones, una paz «sucia». En efecto, nosotros decíamos: si hay siquiera un veinticinco por ciento de probabilidades de que Hohenzollern no se decida o no pueda hacer la guerra contra nosotros, hace falta, aunque corramos cierto riesgo, aceptar esta experiencia. Tres años más tarde corrimos el riesgo —esta vez por iniciativa de Lenin— de tantear con nuestras bayonetas la Polonia de la burguesía y la nobleza. Fuimos rechazados. ¿Qué diferencia hay entre esto y Brest-Litovsk? Por lo que se refiere a los principios no hay ninguna, solamente existe en el grado del riesgo. Recuerdo que el camarada Radek escribió en cierta ocasión que el poderío del pensamiento táctico de Lenin cobra su máxima expresión en el período que va entre la firma de la paz de Brest-Litovsk y la marcha sobre Varsovia. Todos sabemos ahora que esta marcha fue un error que nos costó muy caro. No sólo nos condujo a la paz de Riga, que nos separaba de Alemania, sino que también proporcionó un poderoso impulso, junto a otros acontecimientos del mismo período, para la consolidación de la Europa burguesa. El sentido contrarrevolucionario del tratado de Riga para los destinos de Europa se puede comprender de la manera más clara si nos imaginamos la situación, siquiera sea, del año 1923, y que entonces hubiésemos tenido frontera común con Alemania: son muchos los factores que llevan a pensar que en este país los acontecimientos se habrían desarrollado por una vía completamente distinta. Tampoco hay duda de que en la propia Polonia el movimiento revolucionario habría seguido un ritmo incomparablemente más favorable sin nuestra intervención militar y el fracaso de la misma. El propio Lenin, por lo que yo sé, atribuía enorme significación al error «de Varsovia». No obstante, Radek tiene toda la razón al apreciar la envergadura de la táctica leninista Se comprende, después de que el «tanteo» de las masas trabajadoras de Polonia se llevó a efecto y no dio los resultados que se esperaba; después de que nos hicieron retroceder —y no podían por menos de hacernos retroceder, pues al mantenerse la tranquilidad en Polonia nuestra marcha sobre Varsovia no era más que una correría de guerrilleros—, después de que nos vimos obligados a susribir la paz de Riga, no es difícil llegar a la conclusión de que estaban en lo cierto los adversarios de la marcha, y que habría sido preferible detenerse a tiempo y asegurarnos una frontera común con Alemania. Pero todo esto sólo se vio claro a posteriori. Y lo que es notable para Lenin en la idea de la marcha sobre Varsovia, es el valor del propósito. El riesgo era grande, pero el fin lo justificaba con creces. El posible fracaso del plan no traía consigo peligros para la propia existencia de la República Soviética; lo único que podía hacer era debilitarla... Podemos dejar al futuro historiador la valoración de si merecía la pena arriesgarse a un empeoramiento de las condiciones de paz de Brest-Litovsk al objeto de hacer una demostración ante los obreros europeos. Pero es de una evidencia absoluta que, después de que esta demostración fue hecha, se debía suscribir obligatoriamente una paz que nos habían impuesto. Y aquí, la precisión de las posiciones de Lenin y su poderoso empuje salvaron la situación. —¿Y si, a pesar de todo, los alemanes atacan? ¿Y si avanzan sobre Moscú? —Seguiremos el retroceso hacia el Este, hacia los Urales, al mismo tiempo que nos manifestamos dispuestos a firmar la paz. La cuenca del Kuznetsk es abundante en hulla. Crearemos la República de los Urales-Kuznetsk apoyándonos en la industria uralesa y en el carbón de Kuznetsk, en el proletariado de los Urales y en la parte de los obreros de Moscú y Petrogrado que consigamos llevar con nosotros. Nos mantendremos. En caso necesario, nos retiraremos más al Este, al otro lado de los Urales. Llegaremos hasta Kamchatka, pero nos mantendremos. La situación internacional cambiará decenas de veces y nosotros, partiendo de la República de los Urales-Kuznetsk, ampliaremos de nuevo nuestros límites y volveremos a Moscú y Petrogrado. Pero si nos hundimos ahora sin sentido en una guerra revolucionaria y dejamos que se pierda la flor y nata de la clase obrera y del Partido, entonces no habrá un sitio del que podamos volver. En aquel período, la República de los Urales-Kuznetsk ocupaba un importante lugar en la argumentación de Lenin. A veces replicaba a sus oponentes: «¿Sabéis que en la cuenca del Kuznetsk tenemos enormes yacimientos de carbón? Esto, unido al mineral de hierro de los Urales y al trigo siberiano, nos proporciona una nueva base». El oponente, que no siempre tenía clara noción de dónde se encuentra Kuznetsk y de qué relación podía tener su carbón con el bolchevismo consecuente y la guerra revolucionaria, abría mucho los ojos o se reía, sorprendido, suponiendo que Ilich quería gastarle una broma o recurría a una astucia. Pero Lenin no bromeaba lo más mínimo, sino que —fiel a sí mismo— había meditado la situación hasta sus últimas consecuencias y hasta las peores conclusiones prácticas. La concepción de la República de los Urales-Kuznetsk le era orgánicamente necesaria para robustecer en sí y en los demás la convicción de que nada se había perdido y de que no había ni podía haber lugar para la estrategia de la desesperación. Como es sabido, las cosas no llegaron hasta la República de los Urales-Kuznetsk, y está bien que no llegasen. No obstante, se puede decir que la inexistente República de los UralesKuznetsk salvó a la R.S.F.S.R. En todo caso, sólo se puede comprender y valorar la táctica de Lenin con relación a Brest-Litovsk vinculándola a su táctica de Octubre. Estar contra Octubre y en favor de Brest significaba, en ambos casos, un mismo espíritu de capitulación. La esencia del caso reside en que, tras la capitulación de Brest-Litovsk, Lenin desplegó la misma e inagotable energía revolucionaria que había asegurado al Partido la victoria de Octubre. Precisamente esta combinación natural y orgánica de Octubre y Brest, de la gigantesca envergadura y la valerosa cautela, del ímpetu y la serena visión, da la medida de su método y de sus fuerzas. IV. DISOLUCIÓN DE LA ASAMBLEA CONSTITUYENTE En los primeros días, si no en las primeras horas, que siguieron a la revolución, Lenin planteó el problema de la Asamblea Constituyente. —Hay que aplazar las elecciones —proponía—, hay que aplazarlas. Hay que ampliar los derechos electorales, concederlos a quienes hayan cumplido los dieciocho años. Hay que dar la oportunidad de renovar las listas electorales. Las nuestras no sirven para nada- Abundan los intelectuales de aluvión y lo que nosotros necesitamos son obreros y campesinos. Hay que declarar fuera de la ley a la gente de Kornílov y a los kadetes.10 Le objetaban: —No estaría bien aplazarlas ahora. Eso se interpretaría como una liquidación de la Asamblea Constituyente, tanto más cuanto que éramos nosotros mismos quienes acusábamos al Gobierno provisional de aplazar su elección. —¡Eso son tonterías! —replicaba Lenin—. Lo importante son los hechos, no las palabras. Con relación al Gobierno provisional, la Asamblea Constituyente significaba o podía significar un paso adelante, pero con relación al poder soviético, y sobre todo con las listas actuales, significará inevitablemente un paso atrás. ¿Por qué no podemos aplazarla? ¿Estaría bien que la Asamblea Constituyente se viera en poder de los kadetes, mencheviques y eseristas?. —Cuando eso llegue seremos más fuertes —objetaban otros—, pero ahora somos aún demasiado débiles. En provincias casi no se sabe nada del poder soviético. Y si ahora se recibe allí la noticia de que hemos aplazado las elecciones de la Asamblea Constituyente, eso nos debilitará todavía más. Con particular energía se oponía al aplazamiento Sverdlov, que estaba más relacionado con las provincias que nosotros. Lenin se vio solo en su posición. Meneaba descontento la cabeza y repetía: ¡Es un error, un claro error que puede resultarnos muy caro! A ver si esto le cuesta a la revolución la cabeza... Pero cuando se tomó el acuerdo de no demorar las elecciones, Lenin aplicó toda su atención a las medidas organizativas relacionadas con la existencia de la Asamblea Constituyente. Se puso en claro por aquel entonces que estaríamos en minoría incluso con los eseristas de izquierda que iban en listas comunes con los eseristas de derecha y que resultaron totalmente burlados. Hay que disolver la Asamblea Constituyente, eso está claro —decía Lenin—. Ahora bien, ¿qué hacer de los eseristas de izquierda?. Sin embargo, el viejo Natansón nos consoló mucho. Vino a «aconsejarse» con nosotros y sus primeras palabras fueron: Seguramente habrá que disolver la Asamblea Constituyente por la fuerza. —¡Bravo! —exclamó Lenin—. ¡Es cierto! ¿Y los suyos, lo aceptarán?. —Entre nosotros hay algunos que vacilan, pero creo que a la postre se mostrarán conformes — contestó Natansón. Los eseristas de izquierda vivían entonces la luna de miel de su extremo radicalismo: en efecto, se mostraron conformes. —¿Y si incorporásemos —propuso Natansón— su fracción y la nuestra en la Asamblea Constituyente al Comité Ejecutivo Central y formásemos así una Convención? —¿Para qué? —contestó Lenin con claro disgusto— ¿Para imitar la Revolución francesa? Con la disolución de la Asamblea Constituyente afirmamos el sistema soviético. Con su plan todo resultaría confuso: ni lo uno ni lo otro. Natansón trató de demostrar que con su plan nos ganaríamos parte de la autoridad de la Asamblea Constituyente, pero no tardó en rendirse. Lenin abordó de lleno el problema de la Asamblea. —El error es evidente —dijo—. Después de conquistar el poder nos hemos puesto en una situación en que nos vemos obligados a adoptar medidas militares para conquistarlo de nuevo. Los preparativos los realizó concienzudamente, pensando todos los detalles y sometiendo a este respecto a un severo interrogatorio a Uritski, quien, con gran dolor por su parte, había sido nombrado comisario de la Asamblea Constituyente. Lenin dispuso, entre otras medidas, el envío a Petrogrado de un regimiento letón, en el que predominaban los obreros. —El mujik puede llegar a vacilar —decía— Aquí se necesita la energía proletaria. Los diputados bolcheviques de la Asamblea Constituyente que habían llegado de todos los rincones de Rusia, fueron, bajo la presión de Lenin y la dirección de Sverdlov, distribuidos por las fábricas y unidades militares. Constituyeron un elemento importante del aparato organizativo que llevó a cabo la «revolución complementaria» del 5 de enero. En cuanto a los diputados eseristas, consideraban incompatible la participación en la lucha con el elevado título de representante del pueblo: «El pueblo nos ha elegido, que él nos defienda». En el fondo, estos pequeñoburgueses provincianos no sabían en absoluto qué hacer; la mayoría estaban, simplemente, dominados por el pánico. Por el contrario, elaboraron en todo su detalle el ritual de la primera sesión. Habían traído velas por si los bolcheviques cortaban la corriente eléctrica y una gran cantidad de bocadillos ante la eventualidad de que les dejasen sin comida. Así se presentó la democracia al combate contra la dictadura: pertrechada de bocadillos y velas. El pueblo no pensó siquiera en apoyar a quienes se consideraban sus representantes y que en realidad eran sombras de un período de la revolución que ya se había agotado. Cuando la Asamblea Constituyente fue disuelta, yo me encontraba en Brest-Litovsk. Pero el primer viaje que hice a Petrogrado para cambiar impresiones, Lenin me dijo a este propósito: «Claro, nosotros corrimos un gran riesgo al no aplazar las elecciones, fue una imprudencia muy grande. Pero, después de todo, ha sido mejor. La disolución de la Asamblea Constituyente por el poder soviético es la supresión completa y abierta de la democracia formal en nombre de la dictadura revolucionaria. La lección será ahora dura». Así, la generalización teórica se daba la mano con el empleo del regimiento de tiradores letones. Indudablemente, en aquel tiempo debieron de formarse definitivamente en la conciencia de Lenin las ideas que más tarde, durante el I Congreso de la Comintern, formuló en sus notables tesis sobre la democracia. La crítica de la democracia formal tiene, como es sabido, una larga historia. Nosotros y nuestros predecesores atribuíamos el carácter equívoco de la revolución de 1848 al fracaso de la democracia política. Vino a sustituirla la democracia «social». Pero la sociedad burguesa supo obligar a esta última a ocupar el lugar que ya era incapaz de mantener la democracia pura. La historia política atravesó un largo período en el que la democracia social, encubriéndose con la crítica de la democracia pura, cumplía, de hecho, los deberes de esta última y se empapaba por completo de sus vicios. Ocurrió lo que en más de una ocasión sucedió en la historia: la oposición fue llamada a dar una solución conservadora a las tareas que ya no podían realizar las fuerzas comprometidas del día de ayer. De condición temporal para la preparación de la dictadura proletaria, la democracia se convirtió en criterio supremo, en última instancia de control, en intangible santuario, es decir, en suprema hipocresía de la sociedad burguesa. Es lo que ocurrió también en nuestro país. Después de recibir un golpe material de muerte en octubre, la burguesía trató de resucitar en enero bajo la forma sagrada e ilusoria de la Asamblea Constituyente. El victorioso desarrollo ulterior de la revolución proletaria después de la abierta, clara y violenta disolución de la Asamblea Constituyente asestó a la democracia formal el benéfico golpe del que ya no se repondrá nunca. Por eso Lenin tenía razón al decir: «Después de todo, es mejor que haya sucedido así». Con la Asamblea Constituyente eserista, la República de Febrero tuvo ocasión de morir por segunda vez. Sobre el fondo de mi impresión general acerca de la Rusia oficial de Febrero, del Soviet de Petrogrado, entonces menchevique y eserista, se dibuja claramente ahora, como si fuese cosa de ayer, la fisonomía de un delegado eserista. No sabía ni sé quién era ni de dónde procedía. Debía ser de provincias. Su aspecto era el de un maestro joven que antes habría sido un buen seminarista. Su cara era lampiña, simple y de pómulos salientes, con gafas y de nariz respingona. Esto ocurrió en la primera sesión, en la que los ministros socialistas se presentaban al Soviet. Chernov explicó ampliamente, con acento tierno, blando, con una coquetería que producía náuseas, por qué él y otros habían pasado a formar parte del Gobierno y qué buenas consecuencias se desprenderían de esto. Recuerdo una fastidiosa frase que el orador repitió docenas de veces: «Nos habéis llevado al gobierno y podéis separarnos de él». El seminarista le miraba con ojos de concentrada adoración. Así debe sentir el peregrino que llega a un famoso santuario y tiene la suerte de escuchar las enseñanzas de un santo ermitaño. El discurso no acababa nunca, había momentos en que los asistentes daban muestras de fatiga y se levantaba un pequeño rumor. Pero los manantiales de arrobado entusiasmo del seminarista parecían inagotables. ¡Así es nuestra revolución, o más bien la suya!, me decía yo en esta primera reunión del Soviet de 1917, a la que también asistía. Al terminar el discurso de Chernov, la sala estalló en una tempestad de aplausos. Sólo en un rincón hablaban entre sí, descontentos, los poco numerosos bolcheviques. Este grupo se destacó al instante sobre el fondo general cuando apoyó unánimemente mi crítica del ministerialismo defensista de los mencheviques y eseristas. El arrobado seminarista pareció asustado e inquieto hasta el último grado. Pero no se sentía indignado: en aquellos días no se atrevía aún a indignarse contra un emigrado que acababa de regresar a la patria. Era incapaz de comprender, sin embargo, cómo se podía estar contra un hecho tan jubiloso y admirable en todos los sentidos como la entrada de Chernov en el Gobierno provisional. Estaba a unos pasos de mí y en su cara, que me servía de barómetro de la reunión, el susto y la estupefacción luchaban con la veneración, que no había acabado de desaparecer. Esta cara quedó grabada para siempre en mi memoria como imagen de la Revolución de Febrero, como su mejor imagen, ingenua y simple, baja, pequeñoburguesa y seminarística, pues en ella había otra imagen peor, la de Dan y Chernov. No en vano y no por casualidad, Chernov fue elegido presidente de la Asamblea. Lo había alzado la Rusia de Febrero, perezosamente revolucionaria, todavía con un espíritu de Oblómov,11 republicana a la manera de Manílov12 y, ¡ ay!, tan simplona, en un sentido y tan trapacera, en otro... El mujik mediodespierto se ponía en pie y levantaba a los Chernov a través de los arrobados seminaristas. Y Chernov aceptaba este mandato no sin una cierta gracia y una bellaquería muy rusas. Porque Chernov —y a eso es a lo que quiero referirme— es también nacional a su modo. Digo «también» porque hace cuatro años tuve ocasión de escribir sobre lo nacional en Lenin. La confrontación o siquiera sea la aproximación indirecta de estas dos figuras puede parecer inoportuna. Y, en efecto, sería algo grosero y fuera de lugar si se tratase de personalidades. Pero aquí me refiero a los «elementos» de lo nacional, a su encarnación y reflejo. Chernov es un epígono de la vieja tradición intelectual revolucionaria; Lenin es su culminación y su superación completa. Entre los viejos intelectuales había también nobles arrepentidos que no cesaban de hablar del deber ante el pueblo; había arrobados seminaristas que, tras las lámparas encendidas ante los iconos de la casa de su tío, habían abierto un ventanillo al mundo del pensamiento crítico; había mujiks cultos, que vacilaban entre la socialización y la formación de caseríos con tierras segregadas de la comunidad rural; había obreros solitarios, perdidos entre los señores estudiantes, divorciados de los suyos y que no acababan de incorporarse a los elementos ajenos. Todo esto constituye el mundo de Chernov, un mundo de palabras almibaradas, sin forma delimitada y de pocos alcances. En ese mundo casi no quedaba nada del viejo idealismo intelectual de la época de Sofía Peróvskaya. Por el contrario, se había unido a el algo de la nueva Rusia industrial y comerciante, sobre todo en lo que se refiere al dicho de «si no engañas, no vendes». Hertzen fue en su tiempo un enorme y esplendido fenómeno en el desarrollo del pensamiento social ruso. Pero traed a Hertzen medio siglo después, quitadle las brillantes plumas del talento, convertidle en su propio epígono, colocadlo sobre el fondo de 19051917, y tendréis a un elemento del mundo de Chernov. Con Chernichevski resulta más difícil realizar semejante operación, aunque el mundo de Chernov es también un elemento de caricatura de Chernichevski. El vínculo con Mijailovski es mucho más directo, pues en este último ya predominaba el epígono. En este mundo de Chernov, como en todo nuestro desarrollo, aparece el elemento campesino, pero en su interferencia con el semi-intelectualismo de las ciudades y pueblos, de la pequeña burguesía poco avanzada o bien de la intelectualidad demasiado avanzada y ya fuertemente podrida. La culminación del mundo de Chernov fue, por necesidad, algo pasajero. Mientras el impulso dado por el primer despertar de Febrero al soldado, al obrero y al mujik a través de toda una serie de eslabones transmisores integrados por voluntarios, seminaristas, estudiantes y abogados, a través de las comisiones de enlace y de otras organizaciones no menos ingeniosas, levantaba a los Chernov a las alturas democráticas, en las capas bajas se producía ya un cambio decisivo y las alturas democráticas quedaron en el aire. Por eso, todo el mundo de Chernov —entre Febrero y Octubre— se concentraba en la invocación: «¡Detente, tiempo, eres hermoso!» Mas el tiempo no se detuvo. El soldado se «enfureció», el mujik se encabritó, incluso el seminarista perdió rápidamente su devoción de Febrero, y como resultado de todo ello el mundo de Chernov, recogiéndose los faldones y con un ademán que no tenía nada de gracioso, descendió desde las imaginarias alturas a un charco completamente real. También el leninismo tiene un fondo campesino, por cuanto dicho fondo existe bajo el proletariado ruso y bajo toda nuestra historia. Afortunadamente, en ella no hay sólo pasividad y espíritu de Oblómov, sino también movimiento. En el propio campesino no hay sólo prejuicios, sino también juicio. Todos los rasgos de actividad, de valor, de odio al estancamiento y a la violencia, de desprecio hacia la debilidad de carácter, en una palabra, todos los elementos de movimiento que se acumularon en el curso de los cambios sociales y de la dinámica de la lucha de clases, encontraron expresión en el bolchevismo. El fondo campesino se refractaba aquí a través del proletariado, a través de la fuerza más dinámica de nuestra historia, y no sólo de la nuestra: Lenin dio a este fenómeno su expresión acabada. En este sentido justamente es Lenin expresión máxima del elemento nacional. El mundo de Chernov refleja aquí el fondo nacional, pero no partiendo de la cabeza, y hasta completamente sin ella. El tragicómico episodio del 5 de enero de 1918 (la disolución de la Asamblea Constituyente) fue el último choque del leninismo con el mundo de los Chernov en el terreno de los principios, pero lo fue solamente en este terreno pues prácticamente no hubo choque alguno; no hubo mas que una pequeña y miserable demostración de retaguardia de la «democracia» que se retiraba de escena con todo su bagaje de velas y bocadillos- Las hinchadas ficciones reventaron, las decoraciones de poco precio se vinieron abajo, la grandilocuente fuerza moral reveló su estúpida impotencia. Finís! V. LA LABOR DE GOBIERNO El poder había sido conquistado en Petersburgo. Hacía falta formar Gobierno. —¿Cómo lo llamaremos? —reflexionaba en voz alta Lenin—. Cualquier cosa menos ministros: es un nombre desgastado, que se ha hecho odioso. —Se podrían llamar comisarios —propuse yo—, pero ahora los comisarios abundan mucho. Podía ser altos comisarios... Aunque no, lo de «altos» suena mal. ¿Y si dijeramos «del pueblo»? —¿Comisarios del Pueblo? Esto puede resultar. ¿Y el Gobierno en su conjunto? —¿Consejo de Comisarios del Pueblo? —Consejo de Comisarios del Pueblo —repitió Lenin—. Excelente: huele a revolución. Esta última frase la recuerdo literalmente.* Entre bastidores seguían las lentas negociaciones con Víkzhel, con los socialistas de izquierda y otros. Sobre este tema, sin embargo, es muy poco lo que puedo decir. Recuerdo sólo la furiosa indignación de Lenin por las insolentes pretensiones de Víkzhel y su indignación, no menor, contra aquellos de los nuestros a quienes estas pretensiones infundían respeto. Pero seguíamos las negociaciones con Víkzhel, ya que de momento debíamos tomarlo en consideración. A iniciativa del camarada Kámenev fue abolida la ley que preveía la pena de muerte para los soldados, promulgada por Kerenski. No puedo ahora recordar con seguridad en qué organismo hizo Kámenev esta propuesta; lo más probable es que fuera en el Comité Militar Revolucionario y, al parecer, ya el 25 de octubre por la mañana. Recuerdo, eso sí, que la hizo en mi presencia y que yo no me opuse. Lenin no se encontraba entre los reunidos. Esto debió de suceder antes de su llegada al Smolny. Cuando tuvo noticia de este primer paso en materia legislativa, su indignación no tuvo límites. —Es un absurdo —repetía— ¿Cómo es posible llevar «delante la revolución sin fusilar a nadie? ¿Pensáis hacer frente a todos los enemigos desarmándoos vosotros mismos? ¿Qué otras medidas de represión existen? ¿La cárcel? ¿Quién da importancia a esto durante una guerra civil, cuando 17 cada una de las partes confía en la victoria? • Kámenev insistió señalando que sólo se trataba de abolir la pena de muerte que Kerenski había implantado especialmente para los desertores. Pero Lenin se mantuvo firme. Para él estaba claro que tras este decreto se ocultaba una actitud no meditada hacia las increíbles dificultades con que íbamos a encontrarnos.—Es un error —repetía —, una intolerable debilidad, una ilusión pacifista. * El camarada Miliutin ha dado una versión algo distinta de este episodio, pero tal como lo expongo me parece más acertado. En todo caso, las palabras de Lenin «huele a revolución» se refieren a mi propuesta de llamar al gobierno Consejo de Comisarios del Pueblo Propuso la abolición inmediata de este decreto. Le objetaron que esto produciría una impresión extremadamente desfavorable. Alguien dijo: «Será mejor recurrir simplemente a esta medida cuando se vea claro que no hay otro recurso». Es lo que, en fin de cuentas, se decidió. Los periódicos burgueses, eseristas y mencheviques integraban desde los primeros días de la Revolución un coro bastante acorde de lobos, chacales y perros rabiosos. Sólo Nóvoe Vremia trataba de adoptar un tono «leal» escondiendo el rabo entre las piernas. —¿Es que no vamos a meter en cintura a esta canalla? —preguntaba a la menor ocasión Vladímir Ilich—. ¿Qué dictadura es ésta, que el Señor me perdone?. Los periódicos se habían aferrado particularmente a las palabras «roba al ladrón» y les daban mil vueltas en sus editoriales, en versos y en artículos humorísticos. —Buena la han tomado con esto de «roba al ladrón» —dijo en una ocasión Lenin, con jovial desesperación. —¿De quién son estas palabras? —pregunté yo—. ¿O se trata de una simple invención? —No, en realidad las dije yo —contestó Lenin—. Las dije y las olvidé, y ellos las han convertido en todo un programa —añadió con un gesto humorístico. Cualquiera que haya conocido algo a Lenin sabe que uno de sus lados más fuertes era la capacidad de separar cada vez la esencia de la forma. Pero no estará de más subrayar que también estimaba extraordinariamente la forma, sabiendo como sabía el poder de lo formal en las mentes, que llega a convertirlo en material. Desde el momento en que se declaró depuesto el Gobierno provisional, Lenin obró como gobierno de manera sistemática, lo mismo en los asuntos grandes que en los pequeños. Carecíamos aún del menor aparato; no teníamos relación con las provincias; los funcionarios saboteaban; Víkzhel obstaculizaba las conversaciones telegráficas con Moscú; no había dinero ni ejército. Pero Lenin, en todo momento y en todas las ocasiones, actuaba por medio de decretos y órdenes en nombre del Gobierno. Se comprende que en este sentido estaba más lejos que nadie de la supersticiosa sumisión a las invocaciones formales. Tenía clara conciencia de que nuestra fuerza residía en el nuevo aparato estatal que se iba formando con elementos de la base, de los distritos de Petrogrado. Mas para conjugar el trabajo que venía de arriba, de las oficinas entonces vacías o víctimas del sabotaje, con el trabajo creador que venía de abajo, era necesario este tono de insistencia formal, el tono de un Gobierno que en aquellos instantes se movía aún en el vacío, pero que a la mañana siguiente o dos días más tarde sería una fuerza y por eso actuaba ya como tal. Este formalismo era también necesario para disciplinar a nuestra propia gente. Sobre el elemento de espontaneidad que hervía a borbotones, sobre las improvisaciones revolucionarias de los grupos proletarios avanzados, se tensaban gradualmente los hilos del aparato gubernamental. El despacho de Lenin y el mío estaban en extremos opuestos del Smolny. El pasillo que nos unía, o mejor dicho que nos separaba, era tan largo que Vladímir Ilich propuso, bromeando, que estableciéramos la comunicación por medio de bicicletas. Nos unía el teléfono: unos marinos iban y venían a menudo, trayendo las notables notas de Lenin, escritas en pequeños trozos de papel; eran dos o tres frases vigorosas, todas ellas planteadas de plano, con un doble y triple subrayado de las palabras más esenciales y con la pregunta final, también puesta de plano. Varias veces al día cruzaba yo el interminable pasillo, parecido a un hormiguero, para dirigirme al despacho de Vladímir Ilich, en el que se celebraba alguna reunión. Todo giraba temas urgentes. alrededor de El Ministerio de Asuntos Exteriores lo tenía encomendado por completo a los camaradas Markin y Zalkin. Yo me limitaba a firmar algunas notas de propaganda y a recibir a los escasos visitantes. La ofensiva alemana nos colocó ante dificilísimas tareas, para resolver las cuales carecíamos de recursos, ya que no teníamos la más elemental capacidad para encontrarlos o crearlos. Empezamos con un llamamiento. El proyecto que yo escribí —«La patria socialista está en peligro»— fue examinado en una reunión conjunta con los eseristas de izquierda. Estos últimos, como reclutas recién incorporados al internacionalismo, se sentían turbados por tal encabezamiento. A Lenin, por el contrario, le agradó mucho. «Al instante muestra que nuestra actitud hacia la defensa de la patria ha dado un viraje de 180 grados. ¡Así hace falta!» En uno de los puntos finales del proyecto se hablaba de la necesidad de aniquilar sobre el terreno a cuantos prestasen ayuda a los enemigos. El eserista de izquierdas Steinberg, a quien un viento extraño había arrastrado a la revolución y hasta lo había llevado al Consejo de Comisarios del Pueblo, se opuso a esta dura amenaza, que, según él, iba contra el «énfasis del llamamiento». Todo lo contrario —exclamó Lenin—. En ello reside precisamente el auténtico énfasis revolucionario. ¿Acaso piensa que podemos salir victoriosos sin el más duro terror revolucionario? Era un período en el que Lenin, a la menor oportunidad, hablaba de que el terror era inevitable. Cualquier manifestación de magnanimidad, de manilovismo, de negligencia —entonces tan abundantes— le indignaba no por el hecho en sí, sino como signo de que ni siquiera las capas altas de la clase obrera se daban clara cuenta de la monstruosa dificultad de unas tareas que sólo podían ser cumplidas con medidas de una energía también monstruosa. «Ellos —decía, refiriéndose a los enemigos— corren el peligro de perderlo todo. Y al mismo tiempo cuentan con cientos de miles de hombres que pasaron por la escuela de la guerra: oficiales, cadetes, hijos de burgueses y terratenientes, policías, campesinos ricos. Pero estos "revolucionarios", con perdón sea dicho, se imaginan que podremos realizar la revolución por las buenas. ¿Dónde lo han aprendido? ¿Qué entienden por dictadura? ¿Qué dictadura puede ser la suya si son unos blandengues?» Parrafadas por el estilo se podían escuchar docenas de veces al día y siempre apuntaban contra alguno de los presentes, sospechoso de «pacifismo». Lenin no dejaba escapar la menor oportunidad, cuando delante de él se hablaba de la revolución y de la dictadura, sobre todo cuando esto sucedía en las reuniones del Consejo de Comisarios del Pueblo o en presencia de eseristas de izquierda o de comunistas vacilantes, para observar a renglón seguido: «Pero ¿dónde está la dictadura? ¡A ver, muéstrenla! Lo nuestro no es dictadura, sino unas gachas». Esta última palabra le agradaba mucho. «Si no sabemos fusilar a un blanco que se dedica al sabotaje, ¿qué gran revolución es la nuestra? ¿Leen lo que la canalla burguesa escribe en los periódicos? ¿Dónde está la dictadura? No es más que charlatanería y gachas...» Estas frases, que reflejaban su propio sentir, tenían al mismo tiempo un carácter muy concreto: de conformidad con su método, Lenin trataba de inculcar a los demás la conciencia de que para salvar la revolución hacía falta recurrir a medidas extraordinariamente severas. La impotencia del nuevo aparato estatal se puso de relieve con la máxima claridad a partir del momento en que los alemanes pasaron a la ofensiva. «Ayer nos manteníamos firmes en la silla — decía Lenin cuando estábamos a solas—, y hoy nos agarramos a la crin. ¡ Qué lección, contrario! Esta lección debe por el hacernos abandonar nuestra maldita dejadez. ¡Si no quieres ser esclavo, pon orden en los asuntos, afróntalos como es debido! La lección será grande si... si los alemanes y los blancos no nos echan antes.» —Dígame —me preguntó en cierta ocasión Vladímir Ilich de forma completamente inesperada—, si los guardias blancos nos matan a los dos, ¿podrán hacer frente a la situación Bujarin y Sverdlov? —A lo mejor no nos matan —contesté en broma. —Eso el diablo lo sabe —añadió Lenin, y soltó una risotada. La conversación terminó en este punto. En una de las habitaciones del Smolny se encontraba el Estado Mayor. Era la institución más desordenada de todas. Nunca se podía comprender quién decidía, quién daba las órdenes y qué era lo ordenado. Aquí se planteó por primera vez, en forma general, el problema de los especialistas militares. Teníamos a este respecto cierta experiencia después de la lucha contra Krasnov; habíamos designado entonces comandante en jefe al coronel Muraviov, quien, a su vez, encomendó la dirección de las operaciones de Púlkovo al coronel Valden. Junto a Muraviov había cuatro marinos y un soldado que habían recibido instrucciones de permanecer siempre alerta y no apartar la mano del revólver. Esta experiencia sirvió en cierto modo de base para la creación del Consejo Superior de Guerra. —Sin militares serios y expertos nos será imposible salir de este caos —decía yo a Vladímir Ilich después de cada visita al Estado Mayor. —Creo que tiene razón. Pero pueden traicionarnos... —Pondremos junto a cada uno de ellos a un comisario. —Mejor dos —exclamó Lenin—, pero que tengan los puños fuertes. Forzosamente deberá de haber comunistas de mano dura. Así surgió la estructura del Consejo Superior de Guerra. El problema del traslado del Gobierno a Moscú suscitó muchos roces. Parecía una deserción de Petrogrado, cuna de la Revolución de Octubre. Los obreros, decían, no lo comprenderán. Smolny se ha convertido en sinónimo del poder soviético y ahora se propone su liquidación, etcétera. Lenin se salía literalmente de sus casillas al contestar a estas consideraciones: «¿Se puede con esas pequeneces sentimentales velar el problema de la suerte de la revolución? Si los alemanes toman de un salto Petrogrado y nosotros nos encontramos en él, la revolución habrá muerto. Pero si el Gobierno está en Moscú, la caída de Petrogrado no será más que un rudo golpe parcial. ¿Cómo no lo ven, cómo no lo comprenden? Todavía más: al quedarnos en Petrogrado en las condiciones presentes, aumentamos el peligro para él, pues parece como si empujásemos a los alemanes a tomarlo. En cambio, si el Gobierno se encuentra en Moscú, la tentación de apoderarse de Petrogrado debe disminuir extraordinariamente: ¿tan grande sería la ventaja de ocupar una ciudad revolucionaria y hambrienta cuando esta ocupación no decide la suerte de la revolución y de la paz? Se habla de la significación simbólica de Smolny. El Smolny es el Smolny porque nosotros estamos en él. Cuando estemos en el Kremlin, todo ese simbolismo pasará al Kremlin». Finalmente, la oposición fue vencida. El Gobierno se trasladó a Moscú. Yo quedé durante cierto tiempo en Petrogrado, en calidad, según creo, de presidente del Comité Militar Revolucionario de la ciudad. A mi llegada a Moscú encontré a Vladímir Ilich en el Kremlin, en el denominado Cuerpo de Caballería. Las «gachas», es decir, el desorden y el caos, no tenían nada que envidiar a las del Smolny. Vladímir Ilich censuraba bondadosamente a los moscovitas, que estaban poseídos de un gran espíritu localista, y poco a poco, paso a paso, tiraba de las riendas. El Gobierno, que se renovaba parcialmente con bastante frecuencia, desplegaba en aquel entonces una actividad febril en punto a decretos. En el primer período, cada reunión del Consejo de Comisarios del Pueblo ofrecía el cuadro de la más grande improvisación legislativa. Todo había que empezarlo por el principio: se debía construir sobre un terreno raso. Era imposible encontrar «precedentes», pues la historia no los conocía. Incluso un simple informe resultaba difícil de conseguir por falta de tiempo. Las cuestiones eran planteadas con una urgencia revolucionaria, es decir, en medio del más increíble caos. Los asuntos importantes se mezclaban caprichosamente con los pequeños. Las tareas prácticas secundarias conducían a complicadísimos problemas de principio. No todos los decretos, ni mucho menos, se compaginaban entre sí, y Lenin, en varias ocasiones, ironizó, hasta en público, acerca de la falta de concordancia de nuestra creación en el plano legislativo. Pero en última instancia, estas contradicciones, aunque muy agudas desde el punto de vista de las tareas prácticas del momento, se hundían en el trabajo del pensamiento revolucionario, que con los trazos de las medidas legislativas esbozaba nuevas rutas para un mundo nuevo de relaciones humanas. No hay que decir que la dirección de todo este trabajo correspondía a Lenin. Presidía durante cinco y seis horas las reuniones del Consejo de Comisarios del Pueblo (que en los primeros tiempos se celebraban a diario), pasando de una cuestión a otra, dirigiendo los debates, observando rígidamente el tiempo concedido a cada orador, para lo que se valía de su reloj de bolsillo, que luego fue reemplazado por otro de mesa. Los problemas, de ordinario, se planteaban sin preparación previa y siempre, como queda dicho, como muy urgentes. Muy a menudo, -« los miembros del Consejo de Comisarios del Pueblo y el presidente no conocían la esencia misma de la cuestión antes de iniciarse el debate. Y los debates eran siempre cortos, el ponente no disponía de más de cinco a diez minutos. No obstante, el presidente sabía encontrar el adecuado cauce. Cuando los asistentes eran muchos —y entre ellos había especialistas y gente, en general, desconocída—, Vladímir Ilich recurría a su gesto favorito: se llevaba la mano a la frente, en forma de visera, y miraba al ponente y a los reunidos; su mirada era muy perspicaz y atenta, hasta encontrar lo que quería. En una hoja de papel muy estrecha y con letras minúsculas (¡en aras de la economía!), llevaba la lista de los oradores y con un ojo miraba al reloj, que de tiempo en tiempo aparecía sobre la mesa para recordar a quien estaba haciendo uso de la palabra la necesidad de poner fin a su intervención. Al mismo tiempo, el presidente trazaba rápidamente sobre el papel breves conclusiones de las consideraciones más importantes a su juicio expuestas en el debate. Por si esto fuera poco, Lenin, al objeto de ahorrar tiempo, solía enviar a los asistentes breves esquelas, pidiéndoles una u otra información. Dichas esquelas constituían un elemento epistolar muy amplio e interesante en la técnica de la legislación soviética- La mayoría de ellas se han perdido, ya que en muchos casos la respuesta era escrita en el mismo papel, que el presidente reducía a pequeños pedazos acto seguido. En un momento dado, Lenin daba lectura a los puntos de su proyecto de resolución, siempre expresados con premeditada dureza pedagógica (a fin de subrayar, de resaltar, de impedir la confusión), después de lo cual cesaba el debate o se pasaba al cauce concreto de las propuestas y adiciones prácticas. Los «puntos» de Lenin servían de base para el decreto. La dirección de esta labor, descontando otras cualidades, exigía una enorme imaginación creadora. Esta palabra puede parecer a primera vista inapropiada; sin embargo, expresa la misma esencia del asunto. La imaginación humana no es siempre del mismo género. Es tan necesaria al ingeniero diseñador como al desenfrenado romántico. Uno de los aspectos más valiosos de imaginación reside en la capacidad de representarse a los hombres, a las cosas y los fenómenos, tales como son en realidad, incluso cuando uno no los ha visto nunca. Utilizando toda la experiencia y el planteamiento teórico, agrupar los pequeños informes sueltos recogidos de pasada, elaborarlos, unirlos, completarlos según ciertas leyes de correspondencia no formuladas y volver a crear de este modo, con toda su concreción, un determinado sector de la vida humana; ésta es la imaginación que necesita el legislador, el jefe de la administración, el dirigente, de manera particular en una época revolucionaria. La fuerza de Lenin consistía en medida ingente en la fuerza de la imaginación realista. La orientación de Lenin hacia el fin era siempre concreta; de otro modo, no habría podido ser una auténtica orientación. Lenin expresó, creo que por primera vez en Iskra, la idea de que en la compleja cadena de la acción política hay que saber destacar el eslabón central en el momento dado a fin de, aferrándose a él, proporcionar orientación a toda la cadena. Más tarde Lenin volvió en repetidas ocasiones a esta idea, y a menudo al símil mismo de la cadena y el eslabón. Este método pareció trasladarse en él de la esfera de la conciencia a lo subconsciente, acabando por convertirse en su segunda naturaleza. En los momentos más críticos, cuando se trataba de un importante o arriesgado viraje táctico, Lenin parecía prescindir de todo lo demás, de lo secundario o de lo que perdía su urgencia; Esto no hay que comprenderlo de ningún modo en el sentido de que sólo tomase la tarea central en sus líneas generales, pasando por alto los detalles. Al contrario, la tarea que él consideraba insoslayable la planteaba con toda su concreción, abordándola en todos los sentidos, sopesando los detalles, a veces de tercer orden, buscando razones para nuevos y nuevos impulsos, recordando, provocando, subrayando, comprobando, presionando. Todo esto, sin embargo, se subordinaba al «eslabón» que él consideraba decisivo en el momento dado. Prescindía, además, no sólo de cuanto de manera directa o indirecta se contradecía con la tarea central, sino también de lo que, simplemente, pudiera distraer, debilitar la atención de su pensamiento. En los momentos más agudos parecía sordo y ciego con relación a cuanto rebasaba el marco de lo que absorbía su interés. El simple planteamiento de otras cuestiones que pudiéramos llamar neutrales, lo tomaba como un peligro del que instintivamente se apartaba. Cuando la etapa crítica quedaba felizmente atrás, Lenin exclamaba a veces, refiriéndose a uno u otro asunto: —Nos olvidamos por completo de hacer esto... Ocupados con la cuestión principal, aquí tuvimos un fallo... Y cuando se le replicaba: —El asunto se planteó y fue presentada esta misma proposición, pero usted no quiso entonces ni escuchar siquiera. —¿Es posible? —contestaba—. No lo recuerdo —y dejaba escapar una risa maliciosa, como de quien se siente «culpable», a la vez que hacía con la mano un ademán muy característico suyo, de arriba abajo, que debía significar: se ve que es imposible abarcarlo todo. Este «defecto» era sólo el reverso de su capacidad de poner en marcha una grandiosa movilización interna de todas sus energías, y esta capacidad es precisamente lo que le convirtió en el más grande revolucionario de la historia. En las tesis de Lenin sobre la paz, escritas a principios de enero de 1918, se habla de la necesidad «para el éxito del socialismo en Rusia, de un cierto espacio de tiempo, de varios meses por lo menos». Estas palabras parecen ahora totalmente incomprensibles: ¿es un error, no se trata de varios años o de varios decenios? No, no es un error. Probablemente se podrá encontrar una serie de declaraciones de Lenin en este sentido. Recuerdo muy bien cómo en el primer período, en el Smolny, Lenin repetía invariablemente en las reuniones del Consejo de Comisarios del Pueblo que al cabo de medio año tendríamos el socialismo y nos convertiríamos en el Estado más poderoso. Los eseristas de izquierdas, y no sólo ellos, levantaban inquisitivos y perplejos la cabeza, se miraban, pero guardaban silencio. Era una manera de sugestionar. Lenin acostumbraba a todos a tomar desde entonces la totalidad de las cuestiones dentro del marco de la construcción socialista, no con la perspectiva del «objetivo final», sino con la ley del hoy y la del mañana. Y aquí recurría a la brusca transición, al método, que le era tan propio, de pasarse de rosca: ayer decíais que el socialismo es el «objetivo final» y hoy debéis pensar, hablar y actuar de tal modo que se garantice la dominación del socialismo dentro de unos meses. ¿Se trataba de un procedimiento puramente pedagógico? No, no era solamente esto. A la insistencia pedagógica hay que añadir otro factor: el poderoso idealismo de Lenin, su tensa voluntad, que en el brusco viraje de dos épocas acortaba las etapas y reducía los plazos. Creía lo que decía. Y este fantástico plazo de seis meses para el socialismo es, en el mismo grado, función del espíritu de Lenin como su enfoque realista de cada tarea del día de hoy. La convicción profunda e indomable en las ingentes posibilidades del desarrollo humano, para conseguir el cual se podía y se debía pagar cualquier precio en víctimas y sacrificios, constituyó siempre el principal resorte del espíritu leninista. En unas condiciones dificilísimas, entre los agotadores trabajos de cada día, en medio de las dificultades de abastecimiento y de todo género, en plena guerra civil, Lenin trabajaba con el mayor celo en la redacción de la Constitución soviética, equilibrando escrupulosamente en ella las necesidades prácticas secundarias y de tercer orden del aparato del Estado con las tareas básicas de la dictadura proletaria en un país campesino. La Comisión Constitucional había decidido, no sé la causa, rehacer la Declaración de Derechos de los Trabajadores, redactada por Lenin, «acomodándola» al texto de la Constitución. A mi llegada a Moscú, después de un viaje al frente, recibí de la Comisión, entre otros materiales, el proyecto reformado de la Declaración, o al menos una parte de ésta. Examiné dichos materiales en el despacho de Lenin, en presencia del propio Lenin y de Sverdlov. Se estaba en los preparativos del V Congreso de los Soviets. —¿Por qué quieren rehacer la Declaración? —pregunté a Sverdlov, que dirigía las labores de la Comisión Constitucional. Vladímir Ilich levantó con interés la cabeza. —La Comisión ha encontrado en la Declaración ciertas discrepancias con la Constitución y algunas formulaciones incorrectas —contestó Yákov Mijáilovich. —A mi modo de ver, no debería hacerse —repliqué—. La Declaración fue aprobada y se ha convertido en un documento histórico. ¿Qué sentido tiene el rehacerla?. —Completamente justo —se hizo eco Vladímir Ilich—. También a mi modo de ver debían haber dejado las cosas tal y como estaban. Que esta criatura, despeinada y greñuda, viva así: comoquiera que sea, es un producto de la revolución... No creo que resulte mejor si la mandan a la peluquería. Sverdlov se sintió «obligado» a defender el acuerdo de su Comisión, pero no tardó en darnos la razón. Yo comprendí que Vladímir Ilich, que en repetidas ocasiones había levantado la voz contra unas u otras sugerencias de la Comisión Constitucional, no quería emprender la lucha en torno a la revisión de la Declaración de Derechos, de la que era autor. Sin embargo, le agradó mucho el apoyo de un «tercero», que se había presentado inesperadamente en el último minuto. Los tres convinimos no cambiar la Declaración, y la excelente y desgreñada criatura no tuvo que pasar por la peluquería... El estudio de la legislación soviética en su desarrollo, destacando en ella los aspectos de principio y los jalones cruciales en relación con la marcha de la propia revolución y de las relaciones de clase dentro de la misma, es una tarea de trascendental importancia, pues sus conclusiones pueden y deben adquirir para el proletariado de otros países primordial significación práctica. La colección de decretos soviéticos constituye en cierto sentido una parte, en manera alguna secundaria, de las Obras completas de Vladímir Ilich Lenin. VI. LOS CHECOSLOVACOS Y LOS ESERISTAS DE IZQUIERDA La primavera de 1918 fue muy difícil. Hubo momentos en que uno tenía la sensación de que todo se venía abajo y se desmoronaba, de que no había nada en qué aferrarse y apoyarse. Por una parte, era de una evidencia absoluta que el país habría entrado en un largo período de putrefacción si la Revolución de Octubre no se hubiese producido. Mas por otra, en la primavera de 1918 se planteaba involuntariamente la pregunta: desesperado país las ¿tendrá el agotado, suficientes energías vitales para mantener el nuevo arruinado y régimen? Se carecía de alimentos. No había ejército. El aparato estatal apenas si empezaba a organizarse. Los complots surgían por todas partes. El Cuerpo checoslovaco 13 se mantenía en nuestro territorio como una potencia independiente. No podíamos enfrentarle nada o casi nada. Cierto día, en las gravísimas horas de 1918, Vladímir Ilich me contó: —Hoy ha estado conmigo una delegación de obreros. Y uno de ellos, contestando a mis preguntas,* ha dicho: se ve, camarada Lenin, que también usted toma partido por los capitalistas. ¿Sabe?, es la primera vez que he escuchado algo semejante. Lo confieso, incluso no he sabido qué contestarle. Si no es un malvado, si no es un menchevique, se trata de un síntoma alarmante. * Lamentablemente, soy incapaz de recordar el problema que la delegación planteaba. Al relatarme este incidente, Lenin me pareció más dolorido e inquieto que más tarde, cuando llegaban de los frentes las siniestras noticias de la caída de Kazan o de la amenaza directa que se había cernido sobre Petrogrado. Y se comprende: Kazan e incluso Petrogrado podían ser perdidas y vueltas a tomar, pero la confianza de los obreros es la capital básica del Partido. —Tengo la impresión —dije por aquellos días a Vladímir Ilich— de que el país, después de las gravísimas enfermedades que ha sufrido, necesita sobrealimentación, tranquilidad y cuidados para salir adelante y reponerse. Un pequeño golpe podría ahora acabar con él. —Yo opino lo mismo —contestó Vladímir Ilich—. ¡Es una anemia espantosa! Cualquier empujón es ahora peligroso. Mientras tanto, la historia de los checoslovacos amenazaba con convertirse en ese fatal empujón. El Cuerpo checoslovaco se había hundido en el blando cuerpo de la Rusia sudoriental sin encontrar resistencia e incrementando sus filas con eseristas y otros elementos de más blanco pelaje todavía. Aunque en todos los sitios se mantenían en el poder los bolcheviques, la inestabilidad era aún muy grande en provincias. Y no tenía nada de extraño. En realidad, la Revolución de Octubre sólo se había producido en Petrogrado y en Moscú. En la mayoría de las capitales de provincia, esta revolución, lo mismo que la de Febrero, se había realizado por telégrafo. Unos entraban y otros salían porque así había ocurrido en la capital. La falta de firmeza del medio social y de resistencia a los anteriores dueños tenía como consecuencia la falta de firmeza de la revolución. La aparición en escena de las unidades checoslovacas cambió la situación, primero en contra nuestra, pero, en fin de cuentas, a nuestro favor. Los blancos adquirieron un núcleo militar para su cristalización. Como réplica, empezó la auténtica cristalización revolucionaria de los rojos. Puede decirse que sólo con la aparición de los checoslovacos llevó a cabo el Volga Medio su Revolución de Octubre. Ahora bien, esto no ocurrió de la noche a la mañana. El 3 de julio, Vladímir Ilich me llamó por teléfono al Comisariado de Guerra. —¿Sabe lo ocurrido? —preguntó con una voz algo sorda, síntoma de la agitación que le dominaba. —No, ¿qué? —Los eseristas de izquierda han tirado una bomba contra Mirbach"; según dicen, está gravemente herido. Venga al Kremlin, tenemos que cambiar impresiones. A los pocos minutos estaba en el despacho de Lenin. Me expuso los hechos, sin cesar de pedir por teléfono nuevos detalles. —¡Estamos buenos! —dije yo, haciéndome cargo de tan inusitada noticia—. No nos podemos quejar de que la vida sea monótona. —No —asintió Lenin con una risa inquieta—. Se trata de otro monstruoso coletazo del pequeñoburgués... —Así dijo irónicamente: coletazo—. Se trata del estado a que Engels se refería: «der rabiat gewordene Kleinbürger» ("el pequeñoburgués que ha picado en el anzuelo"). Rápidas conversaciones por teléfono —escuetas preguntas y respuestas— con el Comisariado de Asuntos Exteriores, con la Checa y otros departamentos. El pensamiento de Lenin, como siempre ocurría en las ocasiones críticas, trabajaba simultáneamente en dos planos: el marxista enriquecía su experiencia histórica, valorando con interés el nuevo quiebro —«coletazo»— del radicalismo pequeñoburgués; al mismo tiempo, el jefe de la revolución tensaba infatigablemente los hilos de la información y esbozaba pasos prácticos. Siguieron noticias del levantamiento entre las tropas de la Checa. —A ver si los eseristas de izquierda resultan el hueso de cereza en el que debíamos tropezar... —Eso mismo estaba pensando —contestó Lenin—. Porque la suerte del pequeñoburgués vacilante es la de servir de hueso de cereza en favor del guardia blanco... Ahora hay que influir, cueste lo que cueste, sobre el carácter de la información alemana a Berlín. El pretexto para la intervención militar es más que suficiente, sobre todo si se tiene en cuenta que Mirbach no cesó de informar probablemente que somos débiles y que lo único que falta es darnos un empujón... No tardó en llegar Sverdlov, tranquilo como siempre. —Se ve —me dijo, mientras me saludaba con una sonrisa irónica— que tendremos que volver del Consejo de Comisarios al Comité Revolucionario. Mientras tanto, Lenin seguía reuniendo informes. No recuerdo si en este momento o más tarde llegó la noticia de que Mirbach había fallecido. Era necesario acudir a la embajada a expresar nuestra «condolencia». Se decidió que irían Lenin, Sverdlov y, creo, Chicherin. Se habló de mí. Después de un breve cambio de impresiones, yo quedé libre del compromiso. —No sabe uno qué decir —siguió Vladímir Ilich, meneando la cabeza—. He preguntado a Radek acerca de esto. Quería decir «Mitleid» y debe ser «Beileid». Se rió levemente, a media voz; se puso el abrigo y dijo con firmeza a Sverdlov: «Vamos». Su cara cambió, se hizo gris como la piedra. Esta visita a la embajada de los Hohenzollern para expresar su sentimiento por la muerte del conde Mirbach no era para él nada fácil. En el sentido de las vivencias internas fue, probablemente, uno de los momentos más duros de su vida. En días como ésos es cuando se conoce a la gente. Sverdlov era, en verdad, incomparable: seguro, valeroso, firme, perspicaz, el mejor tipo de bolchevique. Lenin lo conoció y valoró por completo precisamente en aquellos difíciles meses. Muchas veces, Vladímir Ilich telefoneaba a Sverdlov para sugerirle una u otra medida urgente, y en la mayoría de los casos recibía la respuesta: «¡Ya está hecho!» Esto significaba que la medida había sido ya tomada. A menudo bromeábamos sobre este tema, diciendo: «Seguramente Sverdlov ya lo ha hecho». —¡Y pensar que al principio nos resistíamos a traerlo al Comité Central! —me contó en una ocasión Lenin—. ¡Un hombre tan inestimable! Hubo bastantes discusiones a este propósito, pero en el Congreso nos enmendaron la plana desde abajo. Y tenían toda la razón...* * A propósito: no sé por qué se dice siempre que Sverdlov fue el primer presidente del Comité Ejecutivo Central después de Octubre. Esto no es cierto. El primer presidente, aunque por poco tiempo, fue Kámenev. Sverdlov lo sustituyó, a iniciativa de Lenin, en la época en que se agudizó la lucha interna del Partido derivada de los intentos de llegar a un acuerdo con los partidos socialistas. En las notas del tomo XIV de las Obras de Lenin se dice que la sustitución de Kámenev por Sverdlov se produjo cuando aquél se ausentó para asistir a las negociaciones de Brest-Litovsk. La explicación es errónea. El cambio se produjo, como he dicho, por la agudización de la lucha interna del Partido. Lo recuerdo tanto más porque yo, en nombre del C.C., fui el encargado de hacer en la fracción del Comité Ejecutivo Central la propuesta de la elección de Sverdlov como presidente. La rebelión eserista de izquierda nos privó de un compañero de viaje y aliado político, pero a la postre no nos debilitó, sino que nos dio más fuerza. Nuestro Partido cerró más sus filas. En las instituciones y en el ejército aumentó la importancia de las células comunistas. La línea del Gobierno se hizo más dura. En ese mismo sentido influyó indudablemente el levantamiento de los checoslovacos, que sacó al Partido del estado de postración en que indudablemente se encontraba después de la paz de Brest-Litovsk. Empezó el período de las movilizaciones de comunistas con destino al Frente Oriental. El primer grupo, del que también formaban parte socialistas revolucionarios de izquierda, lo enviamos Vladímir Ilich y yo. Aquí se esbozaba, todavía bastante confusa, la organización de las futuras secciones políticas. Pero los informes que llegaban del Volga seguían siendo desfavorables. La traición de Muraviov y el levantamiento de los eseristas de izquierda produjeron, de momento, una nueva confusión en el Frente Oriental. El peligro se agudizó al momento. Fue entonces cuando empezó el radical viraje. —Hay que movilizar a todos y todo, y enviarlo al frente —decía Lenin—. Hay que retirar de la cortina todas las unidades que conserven cierta capacidad de combate y trasladarlas al VolgaRecordaremos que se llamaba «cortina» al débil cordón de tropas colocadas en el Oeste frente a la zona de la ocupación alemana. —¿Y los alemanes? —le objetaban. —No se moverán, no están para esas empresas. Ellos mismos están interesados en que nosotros nos las entendamos con los checoslovacos. Este plan fue aprobado y proporcionó la materia prima del futuro 5.° ejército. También entonces se decidió que yo debía ir al Volga. Me dediqué a la formación del tren, lo que en aquellos tiempos no era nada fácil. También en lo que a esto se refiere, Vladímir Ilich se preocupaba de todas las cuestiones, me escribía pequeñas esquelas y no cesaba de telefonearme. ¿Dispone de un automóvil fuerte? Tome uno del garaje del Kremlin. Media hora después: —¿Lleva consigo un aeroplano? Debería llevarlo. —Los aeroplanos estarán con el ejército —contesté—. Si lo necesito, utilizaré uno de ellos. Al cabo de otra media hora: —A pesar de todo, debería llevar un aeroplano con el tren. No sabemos lo que puede ocurrir. Etc., etc. Los regimientos y destacamentos formados a toda prisa, integrados sobre todo por soldados desmoralizados del viejo ejército se desmoronaban, como es sabido, lamentablemente al primer choque con los checoslovacos. —Para superar esta funesta inestabilidad, necesitamos colocar fuertes barreras de contención integradas por comunistas y voluntarios —dije a Lenin en víspera de mi salida hacia el Este—. Debemos obligarles a combatir. Si esperamos a que el mujik comprenda, acaso entonces sea tarde. —Es cierto —confirmó él—. Temo, sin embargo, que las barreras de contención no den muestra de la debida firmeza. El ruso es bueno, se resiste a las medidas del terror revolucionario. Pero hay que intentarlo. La noticia del atentado contra Lenin y del asesinato de Uritski me sorprendió en Sviazhsk. En aquellos trágicos días la revolución sufrió un viraje interno. Desapareció de ella su «bondad». El acero del Partido adquirió su definitivo temple. Creció la decisión y, allí donde hacía falta, el espíritu implacable. En el frente, las secciones políticas, codo a codo con las barreras de contención y los tribunales de guerra, proporcionaban una fuerte osamenta al fofo cuerpo del joven ejército. El cambio no tardó en advertirse. Recuperamos Kazan y Simbirsk. En Kazan recibí de Lenin, convaleciente después del atentado, un telegrama en el que se hacía eco de las primeras victorias en el Volga. Poco después de mi regreso a Moscú fui con Sverdlov a Gorki, a visitar a Vladímir Ilich, que se reponía rápidamente, pero que aún no se había incorporado al trabajo. Lo encontramos de un humor excelente. Me hizo muchas preguntas sobre la organización del ejército y su moral, sobre el papel de los comunistas y el incremento de la disciplina. No cesaba de repetir con acento jubiloso: «Eso está bien, excelente. El robustecimiento del ejército se dejará sentir inmediatamente en todo el país: mejorará la disciplina, aumentará la responsabilidad...» A partir de los meses de otoño se produjo, en efecto, un gran cambio. No se advertía ya aquel estado, parecido a una pálida impotencia, que imperaba en los meses de primavera. Algo había cambiado, algo se había fortalecido y, lo que era más notable, esta vez no había salvado a la revolución una nueva tregua, sino un nuevo y agudo peligro, que reveló en el proletariado manantiales latentes de energía revolucionaria. Cuando Sverdlov y yo tomamos el automóvil, Lenin, jubiloso y optimista, estaba en el balcón. Sólo le recuerdo tan jubiloso el 25 de octubre, cuando en el Smolny conoció los primeros éxitos militares de la insurrección. Habíamos liquidado políticamente a los eseristas de izquierda- Habíamos limpiado el Volga. Lenin convalecía de las heridas. La revolución se robustecía y cobraba madurez. VIl. LENIN EN LA TRIBUNA Después de Octubre, los fotógrafos, lo mismo que los operadores de cine, recogieron en numerosas ocasiones la imagen de Lenin. Su voz la tenemos en los discos del fonógrafo. Sus discursos fueron taquigrafiados e impresos. Disponemos, pues, de todos los elementos de Vladímir Ilich. Pero sólo de los elementos. La personalidad viva reside en su combinación, nunca repetida y siempre dinámica. Cuando mentalmente trato de ver y oír a Lenin en la tribuna -con ojo y oído fresco, como si fuese la primera vez-, contemplo una figura robusta e internamente elástica, de escasa estatura, y escucho una voz uniforme, fluida, muy rápida, un poco gangosa, que no se interrumpe, casi sin pausas y, en los primeros momentos, sin una particular entonación. Las primeras frases son de ordinario generales, el tono es de sondeo, la figura entera parece que no ha encontrado su equilibrio, el gesto no ha tomado forma, la mirada se ha reconcentrado en sí misma, el rostro refleja más bien un estado de espíritu sombrío e incluso como irritado: el pensamiento busca la manera de abordar al auditorio. Este período de introducción dura más o menos según el auditorio, el tema, el ánimo del orador. Luego éste se ambienta y el tema empieza a esbozarse El orador inclina hacia delante la parte superior del cuerpo, con los pulgares metidos en las sisas del chaleco. Este doble movimiento hace que se destaquen al instante la cabeza y las manos. De por sí, la cabeza no parece grande en este cuerpo de baja estatura, pero robusto, bien conformado y rítmico. Lo que si parecen enormes en esta cabeza son la frente y las calvas protuberancias del cráneo. Los brazos son muy móviles, aunque sin agitación o nerviosismo. La mano es ancha, corta, «plebeya», fuerte. En ella, en esta mano, vemos los mismos rasgos de seguridad y valerosa bondad ,que emana de toda su figura- Para mostrarlo así, sin embargo, hace falta que el orador se vea iluminado por dentro, intuyendo la astucia del adversario o atrayéndolo con éxito a la trampa. Entonces, bajo la robusta cortina de la frente y el cráneo, se asoman los ojos de Lenin, que pueden adivinarse en una excelente fotografía de 1919. Incluso la persona indiferente, al advertir por primera vez esta mirada, se ponía alerta y esperaba lo que iba a seguir. Los angulosos pómulos se iluminaban y suavizaban en esos momentos con una inteligente indulgencia, tras la que se sentía un gran conocimiento de los hombres, de las relaciones, de la situación, hasta llegar a los más profundos entresijos. La parte inferior 4el rostro, con una vegetación entre rojiza y gris, parecía quedar en la sombra. La voz se suavizaba, adquiría una gran flexibilidad y —en ocasiones— una astuta insinuación. Pero he aquí que el orador expone la supuesta objeción del adversario o la malintencionada cita de un artículo del enemigo. Antes de haber tenido tiempo de analizar el pensamiento hostil, os da a entender que la objeción carece de fundamento, es superficial o falsa. Saca los pulgares de las sisas del chaleco, echa el cuerpo ligeramente hacia atrás, retrocede con menudos pasos como para tomar carrerilla y —ya irónicamente, ya con un gesto de desesperación— encoge los cuadrados hombros y abre los brazos, separando expresivamente los pulgares. La condena del adversario, del que se burla o pone en la picota —según quién sea el adversario y según el caso—, procede siempre a la refutación. El que escucha parece ser advertido de qué género de pruebas debe esperar y cómo debe sintonizar su pensamiento. A continuación sigue la ofensiva lógica. La mano izquierda se esconde de nuevo tras la sisa del chaleco o, con mayor frecuencia, en el bolsillo de los pantalones. La derecha sigue la lógica del pensamiento y le marca el ritmo. En los momentos precisos, la izquierda acude en su ayuda. El orador se acerca al auditorio, llega hasta el borde del estrado, se inclina hacia delante y con amplios movimientos de los brazos trabaja con el propio material de sus palabras. Esto significa que ha llegado a la idea central, al punto más importante del discurso. Si en el auditorio hay adversarios, de cuando en cuando suben hacia el orador exclamaciones críticas u hostiles. De cada diez casos, nueve quedan sin respuesta. El orador dirá lo que necesita decir, para quien lo necesita y como lo estima necesario- No le agrada desviarse y hacerse eco a eventuales objeciones. El superficial ingenio no tiene nada que ver con su concentrado carácter. Eso sí, después de una interrupción hostil, su voz se hace más dura, el discurso es más compacto y tenaz, el pensamiento es más aguzado, los gestos más violentos. Únicamente contesta a la interrupción del enemigo cuando esto responde al curso general de sus ideas y puede ayudarle a llegar antes a la necesaria conclusión. Entonces, sus respuestas son totalmente inesperadas por su demoledora sencillez. Expone al desnudo la situación cuando, conforme a lo que se aguardaba, debería enmascararla. Esto pudieron comprobarlo en repetidas ocasiones los mencheviques en el primer período de la revolución, cuando las acusaciones de que se violaban los principios democráticos conservaban aún toda su lozanía. «¡Han prohibido nuestros periódicos!» «¡Ciertamente, pero, por desgracia, no lo han sido todos! Pronto lo serán. (Clamorosos aplausos.) La dictadura del proletariado aniquilará de raíz esta vergonzosa venta del opio burgués.» (Clamorosos aplausos.) El orador se ha erguido. Tiene ambas manos en los bolsillos. Aquí no hay ni el menor asomo de pose, y en la voz no hay modulaciones de grandilocuencia; por el contrario, en toda la figura, en la manera de inclinar la cabeza, en los labios apretados, en los pómulos y en el timbre ligeramente ronco, hay la seguridad inconmovible de que la razón y la verdad le asisten. «Si queréis pelea, la tendremos.» Cuando el orador golpea no al enemigo, sino a los suyos, esto se siente en el gesto y en el tono. El más furioso ataque conserva en este caso el carácter de «hacer entrar en razón». A veces, la voz del orador sube hasta una alta nota; eso ocurre cuando acusa a uno de los suyos. Le avergüenza, demuestra que el oponente no ¡comprende nada en absoluto del asunto y que no ha aducido lo que se dice nada en defensa de sus objeciones. Y estos «nada en absoluto» y «lo que se dice nada», en los que la voz llega a veces al falsete y se corta, proporcionan inesperadamente un matiz bonachón a esta irritadísima tirada. El orador ha meditado sus ideas hasta el fin, hasta la última conclusión práctica; las ideas, pero no la manera de exponerlas, no la forma, a excepción acaso de las expresiones y palabras más certeras y jugosas, que entran después en la vida política del Partido y del país como moneda de cambio. La construcción de las frases es de ordinario abultada, una suposición se superpone a otra, o, al contrario, queda encerrada en su interior- Para los taquígrafos —y más tarde para los encargados de revisar el texto— tal construcción constituye una ruda prueba. Pero a través de este amontonamiento de frases, el pensamiento tenso e imperioso se abría camino, vigoroso y seguro. ¿Es cierto, sin embargo, que habla un marxista cultísimo, un economista teórico, un hombre de enorme erudición? Porque parece, al menos en algunos momentos, que se trata de un autodidacta vulgar que ha llegado a todo esto por si mismo, lo ha meditado debidamente a su manera, sin aparato científico, sin terminología científica, y lo expone a su modo. ¿A qué se debe? A que el orador ha meditado el problema no sólo para él mismo, sino poniéndose en el lugar de la masa, ha hecho pasar su pensamiento a través de la experiencia de ésta, despojando por completo la exposición del andamiaje teórico que él mismo había utilizado al abordar por primera vez el problema. A veces, por lo demás, el orador sube vertiginosamente por la escalera de sus ideas, saltando dos o tres peldaños: esto ocurre cuando la conclusión le parece muy clara y prácticamente inaplazable, cuando necesita ofrecerla cuanto antes a quienes le escuchan. Pero ha sentido que el auditorio no le sigue, que el lazo con los oyentes se ha roto. Entonces se domina al instante, baja de un salto y empieza de nuevo la ascensión, pero ya con un paso más tranquilo y proporcionado. Su propia voz se hace distinta, pierde la excesiva tensión y adquiere un atrayente vigor de convicción. La construcción del discurso sufre, claro, con esta vuelta atrás. ¿Mas acaso existe el discurso para la construcción? ¿Acaso en el discurso tiene valor otra lógica que no sea la lógica que mueve a la acción? Y cuando el orador llega por segunda vez a la conclusión, poniéndola ahora al alcance de sus oyentes sin haber perdido a nadie en el camino, en la sala se siente físicamente la reconocida alegría en que se resuelve la tensión satisfecha del pensamiento colectivo. Ahora resta volver dos o tres veces a la conclusión: es para darle más firmeza, para proporcionarle una expresión sencilla, clara y figurada, para que se recuerde mejor; luego se puede permitir él mismo otra tregua, bromear y reír, para que mientras tanto el pensamiento colectivo adquiera mejor conciencia de la nueva conquista. El humor oratorio de Lenin es tan sencillo como todos sus recursos, si es que aquí se puede hablar de recursos. En los discursos de Lenin no encontramos ni el ingenio que se satisface a sí mismo ni, tanto menos, el chiste dicharachero; tenemos la broma jugosa y accesible a la masa, popular en el auténtico sentido. Si en la situación política no hay nada muy inquietante, si la mayoría del auditorio es «suya», el orador no tiene nada en contra de gastar de paso una broma. El auditorio acoge agradecido el dicho malicioso y sencillo, la caracterización bondadosamente despiadada, sintiendo que esto no se dice porque sí, como simple adorno, sino que persigue un mismo fin, Cuando el orador recurre a la broma saca más la parte inferior de la cara, en particular la boca, capaz de reír con una risa contagiosa. Los rasgos de la frente y del cráneo parecen suavizarse, los ojos dejan de ser taladros y brillan alegremente, aumenta la gangosidad, la tensión del valeroso pensamiento se debilita con el optimismo y el espíritu humano. En los discursos de Lenin, como en todo su trabajo, el rasgo principal es la concreción de sus propósitos. El orador no construye un discurso, sino que conduce a una determinada conclusión de eficaz valor. Aborda a sus oyentes de distintas maneras explica, persuade, cubre de vergüenza, bromea y de nuevo persuade, de nuevo explica. Lo que unifica su discurso no es el plan formal, sino un fin claro, rígido, que se ha marcado en cada ocasión concreta y que debe entrar como una espina en la conciencia del auditorio. A esto se subordina su humor-La broma es utilitaria. El dicho tiene su misión práctica: estimular a unos, contener a otros. Así nos encontramos con el «seguidismo», la «tregua», la «alianza», la «pelea», la «presunción comunista» y decenas y decenas de expresiones que no llegaron a adquirir hasta el mismo punto carta de naturaleza. Antes de llegar a esta palabra, el orador describe varios círculos como si buscase el punto necesario. Al encontrarlo, coloca sobre él el clavo y después de calcular cómo descargar el golpe, levanta el martillo y lo deja caer con fuerza sobre la cabeza del clavo; y así una vez, y otra, y una decena, hasta que el clavo acaba por entrar de tal manera que resulta muy difícil sacarlo cuando ya no hay necesidad de él. Entonces, el propio Lenin tendrá que volver a dar martillazos a este mismo clavo a derecha e izquierda, acompañando su acción con un dicho, para aflojarlo y, después de haberlo sacado, tirarlo al archivo de la chatarra con gran aflicción de quienes se habían habituado a él. Pero el discurso se acerca al fin. El balance ha sido hecho, las conclusiones remachadas. El orador tiene el aspecto del obrero fatigado, pero que ha cumplido su misión. De cuando en cuando se pasa la mano por el desnudo cráneo en que han brotado gotas de sudor. Su voz suena sin tensión, como una hoguera que se consume. Ya puede terminar. Mas no hay que esperar el entusiasta final que corona el discurso y sin el que parece imposible retirarse de la tribuna. Para otros es imposible, no para Lenin. En él no encontramos una culminación oratoria: termina el trabajo y pone punto. «Si lo comprendemos, si lo hacemos, entonces será segura la victoria»: tal es, a menudo, la frase final. O bien: «A eso es a lo que debemos tender, no de palabra, sino de hecho». A veces es aún más sencillo: «Esto es todo lo que quería deciros», y nada más. Y tal fin, que responde por completo a la naturaleza de su elocuencia y de su propia persona, no enfría lo más mínimo al auditorio. Al contrario, precisamente después de una conclusión tan poco «efectista» y «gris» parece como si de nuevo, con un chispazo de su conciencia, abarcase cuanto Lenin le ha ofrecido en su discurso y estalla en clamorosos y entusiastas aplausos de reconocimiento. Pero ya Lenin, después de reunir de cualquier manera sus notas, abandona rápidamente la tribuna para eludir lo inevitable. Lleva la cabeza algo hundida entre los hombros, el mentón caído, los ojos se han ocultado bajo las cejas, el bigote se le eriza casi con enfado en el labio superior, que se levanta descontento. El estruendo de los aplausos crece, como olas que se rompen una contra otra: «¡Viva Lenin... Jefe... Ilich...» Se ve por un instante a la luz de las lámparas eléctricas el inconfundible parietal humano azotado por las desenfrenadas olas que afluyen de todos los lugares. Y cuando parece que el torbellino del entusiasmo ha alcanzado su último frenesí, de pronto, entre el fragor, el rugido y el chapoteo, se alza una voz joven, forzada, apasionada y feliz, que escinde la tempestad: «jViva Ilich!» De las entrañas más profundas y palpitantes de la solidaridad, del amor, del entusiasmo, se eleva en respuesta un grito y un alarido general, único, que como un temible ciclón sacude el local entero: i Viva Lenin! VIII. EL FILISTEO Y EL REVOLUCIONARIO En uno de los muchos libros dedicados a Lenin, he encontrado un artículo del escritor inglés Wells que lleva por título «El soñador del Kremlin». El editor de la obra indica en una nota que «ni siquiera hombres tan avanzados como Wells comprendieron el sentido de la revolución proletaria que tuvo lugar en Rusia». Parece que esto no era un motivo suficiente para incluir el artículo de Wells en un libro dedicado al jefe de esta revolución. Pero acaso no merezca la pena hacer aquí esta objeción: yo al menos he leído con cierto interés algunas páginas de Wells, aunque este hecho no se puede considerar en absoluto como un mérito del autor, según se verá por lo que sigue. Recuerdo vivamente el período en que Wells visitó Moscú. Era el invierno de hambre y de frío de 1920-1921. En la atmósfera reinaba el inquieto presentimiento de las complicaciones que se producirían en la primavera. El Moscú hambriento estaba cubierto de nieve. La política económica se hallaba en vísperas de un brusco viraje. Recuerdo muy bien la impresión que Vladímir Ilich sacó de la entrevista con Wells: «¡Qué pequeñoburgués! ¡Qué filisteo!», repetía levantando ambas manos sobre la mesa, riendo y suspirando con la risa y con los suspiros que en él caracterizaban cierta vergüenza interna que otra persona le producía. «Qué filisteo», repetía, reviviendo las impresiones de la entrevista. Esta conversación tuvo lugar en el momento en que el Buró Político se iba a reunir y se limitó, en esencia, a una repetición de la breve caracterización de Wells a que acabo de hacer referencia. Pero era suficiente. Cierto, yo había leído poco a Wells y no le había visto nunca. Pero me imaginaba con suficiente claridad la imagen del socialista de salón inglés, del fabiano, del novelista de temas fantásticos y utópicos que había llegado a echar una mirada sobre los experimentos comunistas. Y las exclamaciones de Lenin, en particular el tono de las mismas, completaron sin trabajo el resto. Y ahora, el artículo de Wells, que por vías desconocidas fue a parar al libro que nos ocupa, no sólo ha revivido en mi memoria los comentarios de Lenin, sino que les ha proporcionado un contenido vivo. Porque si de Lenin no hay casi el menor rastro en el artículo de Wells sobre Lenin, por el contrario, el propio Wells se nos presenta en él como en la palma de la mano. Empezaremos siquiera sea con la queja con que Wells comienza: tuvo que hacer largas gestiones para conseguir una entrevista con Lenin, cosa que «le irritó extraordinariamente». ¿Por qué? ¿Acaso Lenin había llamado a Wells? ¿Se negó a recibirlo? ¿O es que a Lenin le sobraba tanto el tiempo? Todo lo contrario, en aquellos días tan difíciles cada minuto de su tiempo estaba más que ocupado; no le fue nada fácil destinar una hora a Wells. Esto lo puede comprender cualquiera, aunque sea extranjero. Pero la desgracia estribaba en que Wells, en su calidad de extranjero famoso y con todo su «socialismo», en su calidad de inglés conservador hasta el último extremo y con ribetes imperialistas, estaba profundamente convencido de que, en esencia, con su visita hacía un gran honor a este bárbaro país y a su jefe. Todo el artículo de Wells, desde el primer renglón hasta el último, apesta a esta inmotivada presunción. La caracterización de Lenin empieza, como era de esperar, con un descubrimiento. Lenin «no es escritor». ¿Quién iba a decirlo mejor que un escritor profesional como Wells? «Los cortos y violentos panfletos que aparecen en Moscú con su firma (!) abundan en equivocadas nociones en cuanto a la psicología de los obreros occidentales... expresan muy poco la verdadera esencia del pensamiento de Lenin.» El honorable gentleman, claro, ignora que Lenin tiene una serie de importantísimas obras sobre el problema agrario, economía teórica, sociología y filosofía. Wells conoce solamente los «cortos y violentos panfletos» y aun así señala que aparecen «con la firma de Lenin», es decir, insinúa que los escriben otros. La auténtica «esencia del pensamiento de Lenin» se revela no en las decenas de volúmenes que ha escrito, sino en la entrevista de una hora a la que tan magnánimamente se avino el cultísimo huésped de la Gran Bretaña. De Wells se podía esperar, al menos, un interesante bosquejo de la fisonomía exterior de Lenin. Y a cambio de un pequeño rasgo bien advertido, habríamos estado dispuestos a perdonarle toda su vulgaridad fabiana.* Pero en el artículo no hay ni esto. «Lenin tiene un agradable rostro moreno (!) con una expresión que cambia constantemente y una viva sonrisa...» «Lenin se parece muy poco a sus fotografías...» «Gesticulaba algo durante la conversación...» Wells no fue más allá de estas trivialidades de vulgar reportero de un periódico capitalista. Por lo demás, descubrió también que la frente de Lenin recuerda el cerebro alargado y algo asimétrico de Arthur Balfour y que, en conjunto, «es un hombrecillo: cuando está sentado al borde de la silla, sus pies apenas si tocan el suelo». En lo que se refiere al cráneo de Arthur Balfour, nada podemos decir de este honorable asunto y creemos de buen grado que es alargado. Pero en lo que se refiere a lo demás, manifiesta una inconveniente negligencia. Lenin era rubio, pelirrojo, y de ninguna manera se le podía llamar moreno. Era de estatura media, acaso algo más bajo que la media; pero que producía la impresión de un «hombrecillo» y que apenas si llegaba con los pies al suelo, esto sólo pudo parecer así a Wells, quien había llegado con la presunción de un Gulliver civilizado al país de los liliputienses comunistas del Norte. También observó Wells que Lenin, en las pausas de la conversación, tenía la costumbre de levantarse un párpado con el dedo: «Acaso —intuye el perspicaz escritor— esta costumbre obedece a algún defecto de la vista». Conocemos el gesto. Podía observarse cuando Lenin tenía ante sí a una persona extraña y que le era ajena, y clavaba en ella su mirada entre los dedos de la mano que le servía de visera. El «defecto» de la vista consistía en que Lenin veía al interlocutor de parte a parte, veía su hinchada presunción, su limitación, su altivez e ignorancia civilizadas. Luego, reviviendo en su conciencia esta imagen, meneaba largamente la cabeza y decía: «¡Qué filisteo! ¡Qué monstruoso pequeñoburgués!» * La sociedad fabiana agrupa en Inglaterra a los intelectuales socialistas, y se llama así en honor de Fabio Cunctatór'(el Diferidor). A la entrevista asistía el camarada Rotstein, y Wells hace de paso el descubrimiento de que su presencia «es característica en la actual situación de Rusia»; Rotstein, viene a decir, controlaba a Lenin en nombre del Comisariado de Asuntos Exteriores debido a su excesiva sinceridad y a su imprudencia soñadora. ¿Qué decir de esta inestimable observación? Al entrar en el Kremlin, Wells iba cargado con toda la basura de la información burguesa internacional y con su perspicaz ojo —¡sin el menor «defecto», se comprende!— descubrió en el despacho de Lenin lo que antes había encontrado en el Times o en otro depósito de piadosos y bien acicalados chismorreos. ¿Sobre qué versó, no obstante, la conversación? A este respecto, nos enteramos por Wells de unos lugares comunes bastante vulgares que muestran lo pálido y miserable que el pensamiento de Lenin resulta al refractarse a través de ciertos cráneos de cuya simetría no tenemos motivo de duda. Wells llegó con la idea de que «tendría que discutir con un doctrinario marxista convencido, pero en realidad no hubo nada de eso». Esto no puede asombrarnos. Sabemos que la «esencia del pensamiento de Lenin» no se revela en los treinta años de su actividad como político y escritor, sino en su entrevista con un filisteo inglés. «Me habían dicho —prosigue Wells— que a Lenin le agrada aleccionar, pero conmigo no lo hizo.» ¿Cómo iba a aleccionar a un gentleman tan pagado de sí? No es cierto que a Lenin le agradase aleccionar. Lo cierto es que sabía mostrarse muy aleccionador. Pero esto sólo lo hacía cuando | consideraba que su interlocutor era capaz de comprender algo. En tales casos no regateaba ni tiempo ni energías. Pero tratándose del espléndido Gulliver, que por merced del destino había ido a parar al despacho del «hombrecillo», a los dos o tres minutos de entrevista Lenin debió de llegar ya a la convicción absoluta que podría expresarse con las palabras que figuran a la entrada del infierno de Dante: «Perded toda esperanza». Se habló de las grandes ciudades. En Rusia se le ocurrió a Wells la idea, según él mismo manifiesta, de que la fisonomía de una ciudad la determina el comercio en tiendas y mercados. Expuso a sus interlocutores este descubrimiento. Lenin «reconoció» que las ciudades serían bastante más pequeñas dentro del comunismo; Wells «indicó» a Lenin que la renovación de las ciudades requeriría un gigantesco trabajo y que muchos de los enormes edificios de Petersburgo sólo conservarían el valor de monumentos históricos. Lenin coincidió con este incomparable lugar común de Wells. «Me parece —agrega este último— que le resultó agradable hablar con un hombre que comprende las inevitables consecuencias del colectivismo, las cuales se escapan a la comprensión de muchos de sus propios seguidores.» ¡Ahí tenéis ya dispuesta la envergadura con que se debe medir el nivel de Wells! Considera fruto de su grandiosa perspicacia el descubrimiento de que con el comunismo desaparecerá el actual amontonamiento de los edificios de las ciudades y que muchos de los actuales monstruos de la arquitectura capitalista no conservarán otro valor que el de monumentos históricos (si no merecen el honor de ser derribados)- ¿Cómo los pobres comunistas («fatigados fanáticos de la lucha de clases», como Wells los llama) iban a pensar en tales descubrimientos, que, por lo demás, fueron explicados hace mucho en un popular comentario del viejo programa de la socialdemocracia alemana? Y no nos referimos ya a que todo esto lo sabían los utopistas clásicos. Ahora espero que se comprenderá por qué Wells «no observó en absoluto» durante la conversación la risa de Lenin de que tanto le habían hablado: Lenin no estaba para risas. Temo incluso que su mandíbula tuviese un reflejo totalmente opuesto a la risa. Pero aquí prestó a Ilich el servicio necesario su mano móvil e inteligente, que siempre sabía ocultar al interlocutor demasiado ocupado con su persona el reflejo de un descortés bostezo. Según hemos oído, Lenin no trató de instruir a Wells, y eso por razones que consideramos perfectamente respetables. Por el contrario, Wells manifestó gran empeño en instruir a Lenin. Le expuso la idea, completamente nueva, de que para el éxito del socialismo «hay que reorganizar no sólo el lado material de la vida, sino la psicología de todo el pueblo». Le hizo ver que «los rusos son por naturaleza individualistas y comerciantes», le explicó que el comunismo «se daba excesiva prisa» y destruía antes de que estuviese en condiciones de construir, y todo por el estilo. «Esto nos condujo —cuenta Wells— al punto fundamental de nuestras discrepancias, a la diferencia entre el colectivismo evolutivo y el marxismo.» Por colectivismo evolutivo hay que entender el potaje fabiano de liberalismo, filantropía, legislación económico-social y meditaciones dominicales sobre un futuro mejor. El propio Wells formula así la esencia de su colectivismo evolutivo: «Creo que mediante un sistema planificado de educación de la sociedad el régimen capitalista existente puede civilizarse y hacerse colectivista». El propio Wells no explica quién ha de realizar y sobre quién lo realizará el «sistema planificado de educación»: ¿los lores de alargado cráneo sobre el proletariado inglés o, al contrario, será el proletariado quien ponga su mano en los cráneos de los lores? Pero no, todo lo que se quiera menos esto último. ¿Para qué existen en el mundo los cultos fabianos, intelectuales de desinteresada imaginación, gentlemen y ladies, mister Wells y mistress Snowden, sino para, mediante una planificada y larga erupción de lo que se oculta bajo sus propios cráneos, civilizar la sociedad capitalista y convertirla en colectivista con un desarrollo gradual tan sensato y feliz que ni siquiera la dinastía real británica llegue a advertir lo más mínimo el cambio?. Todo esto es lo que Wells expuso a Lenin y que éste escuchó. «Para mí —observa generosamente Wells— fue un verdadero descanso (1) hablar con este extraordinario hombrecillo.» ¿Y para Lenin? ¡Oh, el paciente Ilich! Seguramente pronunció para sus adentros algunas palabras rusas muy expresivas y jugosas. Si no las tradujo a viva voz al inglés fue sólo porque su vocabulario no era tan extenso y por razones de cortesía. Ilich era muy cortés. Pero no podía limitarse a un cortés silencio. «Se vio obligado —cuenta Wells— a replicarme que el actual capitalismo es incurablemente ávido y dilapidador y que es imposible hacerle aprender nada.» Lenin se remitió a una serie de datos incluidos, por lo demás, en el nuevo libro de Money: el capitalismo ha destruido los astilleros nacionales ingleses, ha impedido la explotación racional de las minas de carbón, etc. Ilich conocía el lenguaje de los hechos y de las cifras. «Lo confieso —concluye inesperadamente el señor Wells—, me fue muy difícil entrar en discusión con él.» ¿Qué significa esto? ¿El comienzo de la capitulación del colectivismo evolutivo ante la lógica del marxismo? No, no. «Perded toda esperanza.» Esta frase, a primera vista inopinada, no es, ni mucho menos, casual; forma parte del sistema, tiene un carácter muy fabiano, evolucionista, pedagógico. Va destinada a los capitalistas, banqueros y lores ingleses y a sus ministros. Wells les dice: os comportáis tan mal, de un modo tan destructor y egoísta, que en las discusiones con el soñador del Kremlin me es a veces difícil defender mi colectivismo evolucionista. Poneos en razón, realizad las semanales abluciones fabianas, civilizaos, entrad en la vía del progreso. Así pues, la melancólica confesión de Wells no es un comienzo de autocrítica, sino una mera prolongación del trabajo educativo sobre esa misma sociedad capitalista que tan perfeccionada, moralizada y fabianizada salió de la guerra imperialista y de la paz de Versalles. No sin cierta protectora simpatía, dice Wells de Lenin: «Su fe en su causa es ilimitada».Contra esto no hay nada que objetar. Las reservas de fe en su causa eran en Lenin más que suficientes. Lo que es verdad, es verdad. Estas reservas le proporcionaban, entre otras cosas, la paciencia necesaria para conversar, en aquellos duros meses del bloqueo, con cada extranjero que fuese capaz de servir de vínculo, aunque deformado, de Rusia con el Occidente. Tal fue la entrevista de Lenin con Wells. De manera distinta, muy distinta, hablaba con los obreros ingleses que acudían a él. Con éstos mantenía una comunicación viva. Enseñaba y aprendía. Con Wells, en cambio, la entrevista tuvo, en el fondo, un semiforzoso carácter diplomático. «Nuestra conversación tuvo un fin inconcreto», concluye el autor. En otras palabras, la partida entre el colectivismo evolucionista y el marxismo terminó esta vez en tablas. Wells regresó a Gran Bretaña y Lenin quedó en el Kremlin. Wells escribió para el público burgués un presuntuoso artículo, mientras que Lenin, meneando la cabeza, repetía: «¡Qué pequeñoburgués! ¡Pero qué filisteo!». Se me podría preguntar por qué y para qué me he detenido ahora, casi a los cuatro años, en tan anodino artículo de Wells. La circunstancia de que haya sido reproducido en uno de los libros dedicados a la muerte de Lenin, claro, no es razón. Tampoco lo justifica el hecho de que estas líneas hayan sido escritas en Suchum, cuando yo estaba sometido a tratamiento médico. Pero tengo razones más serias. Porque ahora está en el poder de Inglaterra el partido de Wells, dirigido por los cultos representantes del colectivismo evolutivo. Y me ha parecido —creo que no sin motivo— que los renglones que Wells dedica a Lenin nos revelan, acaso mejor que otras muchas cosas, el espíritu de la capa dirigente del Partido Laborista Británico: después de todo, Wells no es el peor entre ellos. ¡ Qué atrasada se ha quedado esta gente, abrumada con el pesado plomo de los prejuicios burgueses! Su soberbio reflejo —atrasado del gran papel histórico de la burguesía inglesa— les impide comprender debidamente la vida de otros pueblos, los nuevos fenómenos ideológicos, el proceso histórico, que pasa por encima de sus cabezas. ¿Estos señores, limitados rutinarios, empíricos con las anteojeras de la opinión pública burguesa, llevan por todo el mundo sus personas y sus prejuicios y se las ingenian para no ver en torno suyo nada más que a ellos mismos. : Lenin vivió en todos los países de Europa, sabía varios idiomas, leía, estudiaba, escuchaba, profundizaba, comparaba, generalizaba. Puesto a la cabeza de un gran país revolucionario, no perdía ocasión de aprender, de preguntar, de saber, poniendo en ello el mayor interés y atención. No se cansaba de seguir la vida del mundo entero. Leía y hablaba con fluidez en alemán, en francés y en inglés, leía en italiano. En los últimos años de su vida, abrumado por el trabajo, en las reuniones del Buró Político estudiaba a escondidas una gramática checa para poder tener acceso directo al movimiento obrero de Checoslovaquia; le «pescábamos» a veces y él, algo turbado, trataba de justificarse... Frente a él, Wells es la encarnación de esa raza de pequeños burgueses falsamente instruidos y limitados que miran para no ver y consideran que no tienen nada que aprender, puesto que les basta con sus hereditarias reservas de prejuicios. El señor MacDonald que representa una variedad puritana, más seria y sombría de este mismo tipo, tranquiliza a la opinión pública burguesa: hemos combatido con Moscú y hemos vencido a Moscú. ¿Que lo han vencido? ¡Eso sí que son «hombrecillos», aunque su estatura sea elevada! Ni siquiera ahora, después de todo lo ocurrido, saben nada de su propio mañana. Los hombres de negocios, liberales y conservadores, tratan a baquetazos a los «revolucionarios», pedantes socialistas que ocupan el poder, los comprometen y preparan conscientemente su caída no sólo ministerial, sino política. Al mismo tiempo, sin embargo, preparan —aunque de ello son mucho menos conscientes— la llegada al poder de los marxistas ingleses. Porque la revolución socialista inglesa se producirá conforme a las leyes que Marx estableció. Wells, con el ingenio que le es propio, pesado como el pudding, amenazaba en tiempos con tomar las tijeras y cortar a Marx sus «doctrinarias» cabellera y barba para convertirlo en inglés, proporcionarle un aspecto respetable y fabiano. Pero de esta empresa no resultó ni resultará nada. Marx sigue siendo Marx, lo mismo que Lenin siguió siendo Lenin después de que Wells le sometió durante una hora a la acción de una embotada navaja de afeitar. Y nosotros nos atrevemos a predecir que en un futuro no tan lejano, en Londres, en la Plaza de Trafalgar, por ejemplo, se levantarán, una junto a otra, dos figuras de bronce: la de Karl Marx y la de Vladímir Lenin. Los proletarios ingleses dirán a sus hijos: «¡Qué suerte que los hombrecillos del Labour Party no lograsen cortar el pelo y afeitar a estos dos gigantes!» En espera de ese día, al que trataré de llegar, cierro un momento los ojos y veo claramente la figura de Lenin en el sillón, en el mismo que Wells le vio, y escucho —al día siguiente de la entrevista con este último, acaso el mismo día— las palabras, pronunciadas con un hondo gemido: «¡Pero qué pequeñoburgués! ¡Pero qué filisteo!» 6 de abril de 1924 IX. VERDAD Y MENTIRA SOBRE LENIN A propósito del retrato que Gorki hizo de Lenin 15 «No es fácil trazar su retrato», declara Gorki cuando habla de Lenin. Tiene razón. Los escritos de Gorki sobre Lenin son muy flojos. El tejido de su descripción parece compuesto por los más variados elementos. A veces, sobresale un hilo más brillante que los demás. Se nota cierta penetración artística. No obstante abundan los hilos de un análisis psicológico trivial y es continua la impronta de un moralismo muy pequeñoburgués. En conjunto el tejido deja mucho que desear. Sucede, sin embargo, que, como es Gorki quien teje, aún ha de pasar mucho tiempo antes de que su obra pierda interés. Por eso conviene examinarla. Apunta la posibilidad de que logremos valorar u observar con mayor exactitud determinados rasgos, grandes o pequeños, de la figura de Lenin. Gorki no se equivoca al decir que Lenin «es una encarnación de la voluntad tensa hacia el objetivo, con perfección asombrosa». La tensión hacia el objetivo precisamente la característica fundamental de Lenin, lo hemos dicho ya y lo volveremos a decir. En cambio, cuando Gorki, algo más lejos, sitúa a Lenin en el grupo de los «justos», es algo que suena sal y de dudoso gusto. La expresión de «justo», sacada de la Iglesia, sacada de un lenguaje de sectarios religiosos, con olor a cuaresma y a aceite de lámpara votiva, no tiene nada que ver con' Lenin. Era un gran hombre, un gigante magnífico, y vivió identificado con todo lo humano. En un Congreso de los Soviets, subió a la tribuna un representante notorio de una secta religiosa, un comunista cristiano (o algo por el estilo), muy desenvuelto, que se puso a entonar una antífona en honor de Lenin, llamándole «paternal» y «criador». Recuerdo que Vladímir Ilich, que estaba sentado en la mesa del Buró, alzó la cabeza, casi asustado, y luego, inclinándose levemente, nos dijo a media voz, con irritación, a nosotros, sus vecinos más cercanos: —¿A qué vienen otra vez esas indecencias? La palabra «indecencias» se le escapó de forma totalmente inesperada, como si le pesara, pero no por eso dejaba de ser mayor verdad. Me reí para mis adentros, gozando de la incomparable apreciación de Lenin, tan espontánea, al calificar las alabanzas del cristianísimo orador. Pues bien, el «justo» Gorki tiene algo en común con el «padre criador» del hombre de Iglesia. Es, si me lo permitís, en cierta manera, «una indecencia». Peor es lo que sigue: «Para mí, Lenin es un héroe de leyenda, un hombre que ha arrancado de su pecho su corazón ardiente para alzarlo como una antorcha que ilumine el camino de los hombres...» Brrr... ¡Qué malo! Recuerda exactamente a la vieja Izerghil (creo que así se llamaba aquella bruja que nos interesó de jóvenes), igual que en el cuento del gitano Danko. Si no recuerdo mal, también sale, en ese cuento, un corazón que se transforma en antorcha. Pero, claro, ahí caemos en una fábula muy diferente, caemos en la ópera... Digo bien: la ópera, con decorados sacados de los paisajes del sur, con iluminación a base de bengalas y con una orquesta zíngara. En cambio, en la persona, en la figura de Lenin, nada hay que recuerde la ópera y menos aún el romanticismo de los nómadas gitanos. Lenin es un hombre de Simbirsk, de «Piter», de Moscú, del mundo entero; un realista tenaz, un revolucionario profesional, un destructor del romanticismo, de toda falsedad teatral, de la bohemia revolucionaria. No cabe atribuirle ningún parentesco con Danko, el héroe del cuento. ¡Quien ande necesitado de modelos revolucionarios propios de leyenda gitana, que los busque en la historia del partido de los socialistas revolucionarios!. Y Gorki añade, tres líneas después: «Lenin era sencillo y recto como todo lo que decía». Si así era Lenin, ¿para qué imaginarlo arrancándose de su pecho el corazón ardiente? Ninguna sencillez ni ninguna franqueza pueden representarse en ese gesto... Ocurre que la elección de esas dos palabras, «sencillo y recto», no resulta muy afortunada; la verdad es que encierran un exceso de ingenuidad y de sinceridad. Se emplean más bien al hablar de un buen chico, de un soldado valiente, que confiesa la simple verdad por las buenas. Esos términos no encajan en Lenin, sea cual sea la forma de utilizarlos. Es cierto que manifestaba una sencillez genial en sus decisiones, en sus conclusiones, en sus métodos, en sus actos: sabía rechazar, rebatir, dejar de lado cualquier cosa que no tuviera real importancia, cualquier cosa que no pasara de ser accesoria o superficial. Lenin sabía concretar un problema, reducirlo a sus justos términos y sondarlo a fondo. Todo eso, sin embargo, no significa que se limitara a ser «sencillo y recto», y menos ha de significar que su pensamiento funcionara «en línea recta», como pretende Gorki: expresión de las más lamentables, digna a todas luces de un pequeñoburgués y de un menchevique. Sobre este punto, recuerdo ahora la definición del joven escritor Babel: «La compleja curva descrita por la linea recta de Lenin». Ésa sí que es una explicación verdadera, a pesar de las apariencias, a pesar de la antinomia y de la sutileza algo rebuscada en los términos reunidos. En todo caso, vale mucho más que la somera «línea recta» de Gorki. El hombre que se limita a ser «sencillo y recto» anda recto hacia su objetivo. Lenin andaba y conducía hacia un objetivo invariable por un camino lleno de complicaciones, por vías a veces muy retorcidas. En fin, este cotejo de términos «sencillo y recto» no sirve para expresar la incomparable malicia de Lenin, su ingenio certero y agudo, la pasión de virtuoso que experimentaba cuando lograba derribar al adversario mediante una zancadilla o cuando lo hacía caer en la trampa. Hemos mencionado la tensión de Lenin hacia el objetivo: conviene que insistamos. Un crítico, convencido de haber descubierto la definición clave, me explicaba que Lenin no sólo se distinguía por su tensión hacia el objetivo, sino también por su habilidad en maniobrar; dicho crítico me censuró porque, según él, en el retrato que yo había hecho de Lenin, representaba al gran hombre bajo una rigidez pétrea, a costa de su flexibilidad. La persona que de este modo quiso darme una lección, con una visión distinta a la de Gorki, no había entendido el relativo valor de los términos empleados. En efecto, habría que meterse bien en la cabeza que «la tensión hacia el objetivo» no indica, forzosamente, un comportamiento «en línea recta». ¿Y qué podría valer la flexibilidad de Lenin sin esa tensión siempre en vilo? El mundo presenta infinidad de ejemplos de flexibilidad política: el parlamentarismo burgués constituye una excelente escuela donde los políticos practican a todas horas la curvatura de la espina dorsal. Lenin ha condenado a menudo «la línea recta de los doctrinarios», pero con igual frecuencia ha expresado su desdén por esas gentes demasiado flexibles, que a veces se inclinan ante un amo burgués, no siempre por interés o por necesidad, sino que lo hacen, digamos, ante la opinión pública, ante una situación difícil, en busca de la línea de meñor resistencia. Todo el fondo de Lenin, todo su íntimo valor, consiste en haber perseguido incansablemente un único objetivo, cuya importancia le penetraba hasta tal punto que él mismo parecía encarnar esa finalidad postrera sin distinguirla de sí mismo. No consideraba y no podía considerar a la gente, los libros, los acontecimientos, más que en función de ese único objetivo de su existencia. Es muy difícil definir a un hombre con una sola palabra; decir que fue «grande» o que fue «genial», es una vez más no decir nada. Aun así, si hubiera que explicar a Lenin de forma muy sucinta, querría insistir sobre el hecho de que ante todo vivió tenso hacia su objetivo. Gorki señala el seductor encanto de la risa de Lenin. «Risa de un hombre que, incapaz de discernir admirablemente el peso de la necedad humana y las acrobáticas cabriolas de la razón, también sabía gozar con la ingenuidad pueril de los simples de espíritu.» El comentario es acertado, aunque esté expresado con cierto rebuscamiento. A Lenin le gustaba reírse de los imbéciles y de los picaros que pretendían pasar por ingeniosos. Se reía con una indulgencia que justificaba en mucho su formidable superioridad. Quienes trataban de cerca a Lenin, reían a veces con él sin reír por igual motivo... Pero la risa de las masas coincidía siempre con la suya. Quería además a los simples de espíritu, puestos a utilizar la palabra evangélica. Gorki nos cuenta cómo, en Capri, Lenin, acompañado de pescadores italianos, aprendió a manejar el sedal (sujeto al dedo); aquellas buenas gentes le explicaron que tendría que «trincar» en seguida que el sedal hiciera «drin drin»; tan pronto Lenin atrapó su primer pez y mientras lo sentía venir, cogido por el anzuelo, exclamó alegre como un niño, con un entusiasmo de auténtico aficionado: —¡ Jajá! ¡ «Drin, drin»! ¡Eso es lo bueno! Ésa es, exactamente, una parcela viva de Lenin. Pasión, ímpetu, tensión del hombre dispuesto a alcanzar su objetivo, dispuesto a «trincar», dispuesto a apoderarse de su presa —¡ojalá!, ¡drin, drin!, ¡ te cogí, guapo!—, actitudes que difieren bastante del «justo» de cuaresma, de ese «padre criador» que ya hemos mencionado; vemos a Lenin en persona, en una parte de sí mismo. Cuando Lenin, al atrapar un pez, grita su entusiasmo, adivinamos su amor vibrante por la naturaleza, y por todo lo que se relacionara con la naturaleza, por los niños, por los animales, por la música. Esa poderosa máquina pensante vivía lindando con todo lo que se mantiene fuera del pensamiento, fuera de una búsqueda consciente; vivía atenta a todo elemento primitivo e indecible. Ese indecible maravilloso expresa mediante el «drin drin». El detalle pequeño pero significativo, nos ha de permitir, creo, que le perdonemos a Gorki buena parte de las trivialidades que ha propagado en su artículo. Ya veremos después por qué no se le puede perdonar más... «Acariciaba a los niños con dulzura —nos dice Gorki—, con gestos de una suavidad, de una delicadeza muy particulares.» También eso está bien hecho; descubrimos ahí esa ternura del hombre que respeta la persona física y moral del niño; igual podría hablarse del apretón de manos de Lenin: un apretón fuerte y suave. . Sobre el interés que los animales despertaban en Lenin, recuerdo el siguiente episodio: nos hallábamos reunios en Zirnmenvald en comisión para elaborar un manifiesto. Celebrábamos la sesión al aire libre, alrededor de una mesa redonda de jardín, en un pueblo de montaña. no lejos de nosotros había, bajo un grifo, una gran cuba llena de agua. Poco antes de la reunión (que empezó temprano por la mañana), varios delegados se habían acercado al grifo para lavarse. Recuerdo a Fritz Platten que sumergió en el agua la cabeza y el cuerpo hasta la cintura, como si quisiera ahogarse, ante el gran asombro de los miembros de la conferencia. Las tareas de la comisión habían tomado un giro penoso. Se producían fricciones en varios sentidos, sobre todo entre Lenin y la mayoría. Aparecieron entonces dos perros preciosos: no sabría decir de qué raza —por esa época andaba yo muy mal enterado—. Sin duda pertenecían al propietario de la casa, pues empezaron a jugar muy tranquilos en la arena, bajo el sol matutino. Vladímir Ilich, de repente, dejó su silla, echó una rodilla al suelo y, riendo, se puso a hurgarles la barriga a los dos perros, con gestos suaves, delicadamente atentos, según la expresión de Gorki. Lenin había reaccionado con plena espontaneidad; casi dan ganas de decir que se comportaba como un crío, mientras que su risa sonaba despreocupada, pueril. Lanzó una mirada hacia la comisión, como si quisiera invitar a los camaradas a que participasen en ese bello recreo. Me parece que le miraron algo sorprendidos: todos seguían preocupados aún por la gravedad de la discusión. Lenin volvió a mimar a los dos animales, aunque ya más sereno; luego regresó a la mesa y declaró que no firmaría semejante manifiesto. La disputa prosiguió con renovada violencia. Es muy posible, pienso hoy, que esa «diversión» le conviniera para resumir en su mente los motivos de aceptación y de negativa y para tomar una decisión. Sin embargo, no obró de manera premeditada: su subconsciente funcionaba en plena armonía con el consciente. Gorki admiraba en Lenin «ese ardor juvenil que infundía a todos sus actos». Era un ardor disciplinado, dominado por una voluntad férrea, similar al ímpetu del torrente sometido por el granito de la montaña; Gorki no nos lo dice, pero no por ello pierde exactitud su definición: había precisamente en Lenin un ardor juvenil. Nadie podía negar, en efecto, «el excepcional impulso espiritual que sólo corresponde a un hombre inquebrantablemente persuadido de su vocación». Tampoco le falta a esa frase exactitud y penetración. Por más que ni el lenguaje decrépito, débil, de hace un momento, ni el estado de santidad que nos citan, ni siquiera encima el «ascetismo» (!), el «heroísmo monacal» (¡!) que otros señalan, apenas concuerden con el ardor juvenil: hay tanta oposición entre ellos como entre fuego y agua. El «estado de santidad», el «ascetismo» se manifiestan cuando un hombre se pone al servicio de un «principio superior», domando sus inclinaciones y sus pasiones personales. El asceta es un ser interesado; calcula y espera una recompensa. Lenin, en su obra histórica, se realizaba a sí mismo, por entero y hasta el final. «Los ojos de omnisciente del gran picaro», eso no está mal, aunque su formulación resulte grosera. Sin embargo, ¿cómo conciliar esa mirada de omnisciente con la «sencillez» y «la franqueza», y sobre todo con «la santidad»? «Le gustaban las cosas raras —cuenta Gorki—, y reía con todas sus fuerzas, claramente "inundado" de alegría, a veces, hasta saltársele las lágrimas.» Es verdad, y todos los que conversaron con él se dieron cuenta. En algunas reuniones de escaso número, podía ocurrir que le dieran ataques de risa, y no sólo en épocas en que las cosas funcionaban bien, sino incluso durante períodos muy amargos. Hacía esfuerzos por contenerse pero, al cabo, explotaba y su risa se volvía contagiosa; Lenin procuraba no llamar la atención, ni hacer ruido, y se escondía casi debajo de la mesa para evitar el desorden. Esta hilaridad loca se apoderaba de él, sobre todo, cuando estaba cansado. Era habitual su gesto, cortando el aire con la mano de arriba abajo, como si quisiera alejar la tentación. Pero en vano. Y sólo recobraba el control de sí mismo a base de mirar fijamente su reloj, con todas sus fuerzas internas en tensión, evitando por prudencia cualquier mirada, afectando un aire severo, restableciendo con forzada rigidez el orden que debe mantener un presidente. En tales casos, los camaradas se consideraban obligados a interceptar furtivamente la mirada del speaker y provocar entonces, mediante alguna ocurrencia, una vuelta al regocijo. Si la tentativa salía bien, el presidente se enfadaba a la vez contra el causante del desorden y contra sí mismo. Por supuesto, no era frecuente que se produjeran tales jolgorios: surgían principalmente al final de la sesión, después de cuatro o cinco horas de trabajo asiduo, cuando ya todo el mundo se sentía agotado. En general, Ilich conducía las deliberaciones con un rigor estricto: el único método que permite solventar en una sesión innumerables asuntos. «Tenía una manera propia de decir: ¡hum! , ¡ hum —continúa Gorki—, y sabía proferir esa expresiva interjección según una infinita gama de matices que se extendía desde la ironía sardónica hasta la duda circunspecta; -y a menudo, en este ¡"hum"!, ¡"hum"! se traducía un humor agudo cuya malicia sólo estaba al alcance de un hombre muy perspicaz que conociera bien las insanias diabólicas de la existencia.» Es verdad, tiene razón. El «¡hum! ¡hum!» desempeñaba un papel importante en las conversaciones íntimas de Lenin, al igual también que en sus escritos polémicos. Ilich pronunciaba su «¡hum! ¡hum!» con mucha nitidez y, tal como apunta Gorki, con infinita variedad de matices. Encerraba ese gesto una especie de código de señales que usaba para expresar los más variados estados de ánimo Sobre el papel, «¡hum! ¡hum!» no representa nada; en una charla, subía de color y su valor dependía del timbre de voz, de la inclinación de la cabeza, del juego de las cejas, de la elocuencia de las manos. Gorki nos describe además la postura favorita de Lenin: «Echaba la cabeza hacia atrás y luego, ladeándola sobre el hombro, deslizaba los dedos por las sisas del chaleco, hasta los sobacos. Tenía esa actitud algo que sorprendía por su rareza y su encanto, daba la impresión de ser un gallo victorioso y, en esos momentos, parecía radiante.» Nada hay que objetar a esa descripción, si exceptuamos lo de «gallo victorioso», que no encaja nada en la imagen de Lenin. Pero la postura está bien trazada. Por desgracia, poco después leemos: «Niño grande en medio de este mundo maldito, hombre excelente que necesitaba ofrecerse como víctima a la hostilidad y al odio para realizar una obra de amor y de belleza. ¡Piedad, piedad, Alexis Maximovich! “¡Niño en medio de un mundo maldito...! ¡Apesta a mojigatería! Sí, Lenin afectaba una pose curiosamente afable a ratos quizás algo maliciosa, pero no tenía nada mojigato «Ofrecerse como víctima», la expresión es falsa, insoportable, como el chirrido de un clavo al frotarlo contra el vidrio. Lenin no se sacrificaba en absoluto sino que se entregaba a una vida plena desbordante y desarrollaba por entero su personalidad al servicio del objetivo que él mismo se había asignado libremente. Y su obra nunca fue «de amor y de belleza»; esos términos caen en una generalización demasiado común en una redundancia impropia; la verdad es que sólo faltan las mayúsculas ¡Amor y Belleza! La tarea que asumió Lenin consistía en despertar y unir a los oprimidos para derribar el yugo de la opresión; era la causa del noventa y nueve por ciento de la humanidad. Gorki nos habla de los desvelos que Lenin prodigaba a sus camaradas, de la preocupación que sentía por su salud...Y añade: «En ese sentimiento, nunca vi que asomara la interesada desazón que un patrón inteligente manifiesta con respecto a obreros honrados y hábiles». ¡Qué bien! Gorki se equivoca del todo y, precisamente, olvida uno de los rasgos esenciales de Lenin. Los desvelos personales que Lenin mostraba por sus camaradas, incluyendo siempre la ansiedad del patrón eficiente preocupado por el trabajo que hay que realizar. No cabe duda de que aludir en este caso a un sentimiento «interesado» resultaría inverosímil, dado que la propia obra iba más allá de lo personal; sin embargo tampoco se puede negar que Lenin supeditara la solicitud por sus camaradas a los intereses de la causa, de esa causa que justamente agrupaba compañeros seguidores de Lenin. La alianza de preocupaciones de orden general y de orden individual no disminuía para nada la humanidad de los sentimientos de Lenin, al contrario, no hizo sino consolidar y perfeccionar la tensión de todo su ser hacia el objetivo político. Gorki no se dio cuenta ni, por supuesto, comprendió la suerte que cupo a gran cantidad de sus requerimientos en favor de personas que «habían sufrido» con la revolución, requerimientos que dirigía directamente a Lenin. Fueron muchas las víctimas de la revolución, ya lo sabemos, y asimismo escasearon las gestiones de Gorki: algunas incluso caían de lleno en el absurdo. Basta con recordar la intervención prodigiosamente enfática del escritor en favor de los socialistas-revolucionarios, durante el famoso proceso de Moscú. Gorki nos dice: «No recuerdo e en ningún caso Ilich rechazase mis peticiones. Si alguna vez ocurrió que las decisiones de Lenin no llegaran a ejecutarse, no fue por su culpa: tal vez la explicación radique en esas malditas "deficiencias del mecanismo" que siempre han abundado profusamente dentro de nuestra pesada máquina gubernamental. También cabe admitir que a veces hubiese malevolencia por parte de alguien que yo desconozca, al tratar de atenuar la suerte de determinadas personas, de salvarles la vida...» Confesémoslo, estas líneas nos han escandalizado más que todo el resto. Pues, ¿cuáles deben ser nuestras conclusiones? Éstas: como jefe del Partido y del Estado, Lenin perseguía implacablemente a los enemigos de la revolución; pero ¿bastaba que Gorki intercediera para que Lenin ya no encontrase motivo de negativa a la petición del escritor? Habría que admitir entonces que, para Lenin, el destino de la gente se decidía gracias a las intervenciones amistosas. Esta afirmación resultaría incomprensible si el propio Gorki no hiciera una salvedad: no todas sus solicitudes recibieron satisfacción. Claro, según él, hay que atribuirlo a las deficiencias del mecanismo soviético... ¿Es eso cierto? ¿Carecía Lenin de verdadera fuerza para superar las imperfecciones del mecanismo en un asunto tan simple como la libertad de un preso o la computación de la pena de muerte? Lo dudo mucho. ¿No parece más natural admitir que Lenin, tras lanzar sobre la solicitud y el solicitante su «omnisciente mirada de gran pícaro», evitase discutir con Gorki del asunto, para luego dejar que el mecanismo soviético, con todos sus defectos supuestos y reales, se encargase de ejecutar lo que exigían los intereses de la revolución? De hecho, Le-nin no era tan «sencillo» ni tan «recto» cuando se veía obligado a desairar el sentimentalismo pequeñoburgués. Los desvelos de Lenin en favor de la personalidad humana eran infinitos, pero se hallaban enteramente sometidos a los desvelos que debía, ante todo, a la humanidad entera, cuya suerte, hoy por hoy, se confunde con la del proletariado. Si Lenin no hubiese sido capaz de subordinar lo particular a lo general, tal vez hubiese sido «un justo» que «se ofrece como víctima en nombre del amor y de la belleza», pero por supuesto no hubiese sido el Lenin que conocimos, el jefe del Partido Bolchevique, el autor de la Revolución de Octubre. A lo que precede, conviene agregar por entero el relato que nos da Gorki sobre «la extraordinaria obstinación» que demostró Lenin cuando, durante más de un año, estuvo exhortando al escritor para que se marchara al extranjero a seguir un tratamiento. «En Europa, en un buen sanatorio, podrá usted cuidarse y trabajará tres veces más. ¡ Je, je!... Márchese y cúrese de una vez... No se empeñe en quedarse aquí, por favor.» La ardiente simpatía que Lenin sentía por Gorki, tanto por la persona como por el escritor, es un hecho que ya todos saben y nadie discute. Es evidente que la salud de Gorki inquietaba a Ilich. Sin embargo, «la extraordinaria obstinación» que usaba Lenin para mandar a Gorki al extranjero, encerraba también un cálculo político: en Rusia, durante aquellos años difíciles, el escritor se estaba descarriando de forma lamentable y amenazaba con un extravío definitivo; en cambio, en el extranjero, enfrentado a la civilización capitalista, podía recuperarse. Podía reavivarse en él el estado de ánimo que, antaño, le había llevado a «escupir al rostro» de la Francia burguesa. Claro, no era indispensable para Gorki que repitiera ese «gesto» tan poco persuasivo por sí solo; pero la disposición de ánimo que lo había inspirado prometía una fecundidad mucho mayor que las piadosas gestiones en favor de los trabajadores intelectuales cuya desgracia venía de que, pobrecitos, no habían acertado a echar raíces en el proletariado revolucionario. Sí, Lenin cuidaba de Gorki y era sincero al desear que el escritor sanase y trabajase, pero necesitaba a un Gorki recobrado y eso explica su gran insistencia en mandarlo al extranjero; por eso le exhortaba para que se fuese a «respirar un rato los olores de la civilización capitalista. Incluso aquel que no haya andado por los bastidores de este asunto, podrá, con sólo leer el relato de Gorki, adivinar los motivos de Lenin: actuaba precisamente como un gran patrón que, nunca y en ninguna circunstancia, olvida los intereses de la causa que le ha sido confiada por la historia. Gorki no procede como un revolucionario, sino como .moralista pequeñoburgués, al exponernos la imagen de Lenin; así resulta que esa figura monolítica de cohesión tan excepcional, aparece disgregada en el relato. Pero peor van las cosas cuando Gorki se mete con la política propiamente dicha. Cae entonces en una serie de equívocos o errores deplorables. «Hombre de una fuerza de voluntad extraordinaria, era además el arquetipo del intelectual ruso.» Lenin ¡arquetipo de intelectual! ¿No suena raro? ¿No será una broma, una inconveniencia monstruosa? Lenin ¡arquetipo del intelectual! Gorki, en cambio, se cree obligado a decir más. En ¿efecto, según él, resulta que Lenin «poseía en el más alto grado una cualidad que es característica de la élite de la intelectualidad rusa: la renuncia llevada con frecuencia ; hasta el tormento, hasta la mutilación de sí mismo...» ¿Os dais cuenta? ¡ Pues adelante! Un poco más arriba, Gorki desarrollaba en lo posible la idea de que el heroísmo de Lenin «representa el ascetismo modesto, bastante frecuente en Rusia, del intelectual honesto y revolucionario que cree sinceramente en la posibilidad de justicia en la tierra», etc... Físicamente resulta imposible la transcripción de este párrafo, tan falso y tan lamentable... «¡El intelectual honesto que cree en la posibilidad de justicia en la tierra!» Simplemente, un insignificante funcionario de provincias, un radical, que ha leído las Cartas históricas de Lavrov o su falsificación publicada más tarde por Chernov. Recuerdo a propósito que uno de los viejos traductores marxistas de los viejos tiempos había llamado a Karl Marx «el gran llorón de la aflicción popular». Hace veinticinco años, en la aldea de Nijné-Ilinsk, me divertía de corazón con ese Karl Marx provinciano. Sin embargo hoy, no ha quedado más remedio que comprobarlo, el propio Lenin no ha escapado a su suerte: un Gorki, un hombre que ha visto a Ilich, que le conocía bien, que figuraba entre sus íntimos, que a veces colaboró con él, nos representa a ese atleta del pensamiento revolucionario no sólo como un asceta piadoso sino, peor, como el arquetipo del intelectual ruso. Es una calumnia, más maligna aún por cuanto está hecha con buena fe, con toda benevolencia y casi con arrebatos de entusiasmo Indudablemente, Lenin había asimilado la tradición del radicalismo intelectual revolucionario, pero la superó y la dejó atrás; sólo a partir de entonces se convirtió en Lenin. El intelectual ruso típico es espantosamente limitado; Lenin, en cambio, es precisamente el hombre que supera todos los límites, sobre todo, los de los intelectuales. Del mismo modo que es correcto decir que Lenin había asimilado la tradición secular de los intelectuales revolucionarios, más correcto es aún afirmar que concentra en sí mismo el impulso multisecular del elemento campesino: en Lenin vive el mujik ruso, con su odio hacia la clase señorial, con su mente calculadora, su inteligencia vivaz de amo de casa. Sin embargo, lo que el mujik tiene de corto, de obcecado, Lenin lo subsana y lo supera mediante un inmenso despliegue del pensamiento y un dominio de la voluntad. Finalmente en Lenin —y ahí está su más sólida y más vigorosa característica— se encarna el espíritu del joven proletario ruso. No darse cuenta de eso, no ver más que al intelectual, equivale a no ver nada. La obra de Lenin se vuelve genial en cuanto a través de él el joven proletariado ruso se emancipa, abandona su situación terriblemente limitada y asciende a la universalidad histórica. Eso explica que la naturaleza de Lenin, profundamente arraigada al suelo, se desarrolle orgánicamente, florezca en creatividad y obtenga un internacionalismo invencible. Su genialidad consiste, ante todo, en sobrepasar todos los límites. El rasgo esencial del carácter de Ilich queda definido con bastante precisión por Gorki, cuando éste lo califica de «optimismo combativo». Pero añade: «Este aspecto en él no tenía nada de ruso...» ¡Vamos, hombre! Pero, veamos, ese típico intelectual, ese asceta de provincia, ¿no es de lo más ruso que hay, de lo más local? ¿No es una figura de Tambov? ¿Cómo se explica pues que Lenin, con rasgos esenciales de carácter que «no son rusos», con una voluntad de hierro y un optimismo combativo, resulte que al mismo tiempo es el arquetipo del intelectual ruso? ¿No supondrá eso una calumnia enorme contra el hombre ruso en general? El talento de buscarle tres pies al gato es, a decir verdad, indiscutiblemente ruso pero, gracias a la dialéctica, no siempre va a suceder lo mismo, la situación cambiará. La política socialista-revolucionaria culminada por el régimen de Kerenski fue la más alta expresión de ese antiguo arte nacional que consiste en buscarle tres pies al gato. Pero Octubre, entérese bien, Alexis Maximovich, hubiese sido imposible si, mucho antes de Octubre, no hubiese prendido en el hombre ruso una nueva llama, si su carácter no se hubiera transfigurado. Lenin interviene, no sólo durante la época en que la historia de Rusia cambia de dirección, sino en el momento en que el «espíritu» nacional se transforma a raíz de una crisis. Pretende usted que los rasgos esenciales de Lenin no son «rusos»... Permítanos, en cambio, que le preguntemos si el Partido Bolchevique es un fenómeno ruso característico, ¿o supondremos que es holandés? ¿Qué va usted a decir, pues, de esos proletarios de la acción clandestina, de esos combatientes, de esos uralianos más duros que la piedra, de esos guerrilleros, de esos comisarios del ejército rojo que, día y noche, tienen el dedo puesto en el gatillo de una browning, y hoy de esos directores de fábricas, de esos organizadores de trusts que, mañana, se sentirán dispuestos a arriesgar la cabeza por la emancipación del coolie chino? ¡Eso es una raza, eso es un pueblo, eso es uno de los grandes «órdenes» de la humanidad! ¿Y no salen de la pasta que se hace en Rusia? Permítanos que discrepemos. Y qué más decir de toda la Rusia del siglo xx (y de antes): ha dejado de ser aquel país provinciano de lejanas épocas; hoy es una Rusia nueva e internacional que lleva metal en el carácter. El Partido Bolchevique constituye una selección de esta nueva Rusia, y Lenin es su mayor formador y educador. No obstante, entramos ya en una fase de absoluta confusión. Gorki, reincidiendo en cierta frivolidad, se declara «marxista dudoso», incapaz de creer que las masas en general sepan usar de la razón, y menos aún las campesinas en particular. Opina que las masas necesitan ser gobernadas desde fuera. «Ya sé —escribe— que, al expresar semejantes ideas, me expongo una vez más a las burlas de los políticos. También sé que entre ellos, los más inteligentes y los más honrados, se reirán de mí sin convicción y, en fin, por obligación de funcionarios.» No sé quiénes serán esos políticos «inteligentes y honrados» que comparten el escepticismo de Gorki con respecto a las masas. No obstante, ese escepticismo nos parece muy vulgar. Que las masas necesiten una dirección («desde fuera»), sospechamos que Lenin ya lo había adivinado. Será que Gorki no se enteró de que, precisamente para orientar a las masas, Lenin dedicó toda su vida consciente a la creación de una organización especial: su Partido Bolchevique. Lenin fomentaba poco la fe ciega en la razón de las masas. Sin embargo, despreciaba aún más el engreimiento de esos intelectuales que censuran a la masa por no estar hecha a su imagen y semejanza. Lenin sabía que la razón de las masas debía adaptarse a la marcha objetiva de las cosas. Correspondía al Partido facilitar esa adaptación y, como ya lo atestigua la historia, realizó su tarea no sin éxitos. Gorki está en desacuerdo, corno ya escribe, con los comunistas por lo que respecta a la función de los intelectuales. Cree que los mejores bolcheviques de la vieja escuela llegaron a educar a centenares de obreros precisamente «dentro del espíritu de heroísmo social y de eleva-do intelectualisrno» (¡!). Dicho de manera más simple y mas concisa, Gorki sólo acepta a. los bolcheviques cuando el bolchevismo no pasaba aún de ser un ensayo de laboratorio, entregado a la preparación de sus primeros cuadros intelectuales y obreros. Gorki se siente muy afín al bolchevismo de 1903-1905. Pero el de Octubre, maduro, formado, el que con mano inflexible ejecuta lo que apenas se vislumbraba quince años antes, éste a Gorki le resulta antipático y extraño. El propio escritor, con su orientación constante hacia una cultura más elevada, un intelectualismo más completo, se las arregló no obstante para detenerse a mitad ¿de camino. No es ni laico ni pope: es el chantre de la cultura. De ahí su actitud altiva, su desdén por la razón de las masas, y a la vez por el marxismo, aunque éste, como ya hemos dicho, tan distinto del subjetivismo, no se apoya sobre la fe en la razón de las masas, sino sobre la lógica del proceso material que, en fin de cuentas, somete a su ley «la razón de las masas». Bien es verdad que la vía que lleva esa dirección no tiene mucho de sencilla y abundan los platos rotos; la rotura se extiende incluso a ciertos utensilios de la «cultura». ¡Eso es lo que no puede tolerar Gorki! Según él, habría que darse uno por satisfecho de poder admirar platos tan bellos; no deberían romperse jamás. Gorki intenta consolarse buscando una identificación de Lenin y así nos afirma que Ilich «más de una vez se vio obligado, sin duda alguna, a retener su alma por las alas»; en otros términos, a coaccionarse: de este modo Lenin, implacable cuando había que aplastar una resistencia, se hallaba sujeto a luchas internas, impelido a vencer su amor por la humanidad, su amor por la cultura; Lenin encerraba un auténtico drama. En una palabra, Gorki inflige a Lenin ese desdoblamiento que caracteriza a los intelectuales, esa «conciencia enfermiza» tan apreciada en otros tiempos, ese absceso precioso del viejo radicalismo intelectual. Pero todo eso es mentira. Lenin era de una sola pieza. Pedazo de suma calidad, de compleja estructura, aunque resistente en todas sus partes, y en donde todos los elementos se adaptaban unos a otros de manera admirable. La verdad es que eran muchas las veces que Lenin evitaba hablar con solicitantes, defensores y gentes de esa especie. «Que lo reciba Fulano —decía con una risita evasiva—; si no, volveré a ser un buenazo.» Sí, era frecuente su miedo a ser un «buenazo», pues conocía la perfidia de los enemigos y la beata fatuidad de los intermediarios, y en suma consideraba que nunca había bastantes medidas de rigurosa prudencia. Prefería apuntar a un enemigo invisible, en lugar de ser un «buenazo» susceptible de distraerse por determinadas contingencias. Esa actitud, sin embargo, evidenciaba una vez más el cálculo político, y no la «conciencia enfermiza» que acompaña irremisiblemente a los temperamentos desprovistos de voluntad, quejosos (la naturaleza húmeda del «típico intelectual ruso»). No es eso todo. Gorki, y nos lo dice él mismo, le reprochaba a Lenin que «entendiera de manera demasiado simplista el drama de la existencia» (¡hum! ¡hum!) y le decía que esa comprensión simplista «amenazaba de muerte a la cultura» (¡hum! ¡hum!). Durante los días críticos de finales de 1917 y de principios de 1918, cuando en Moscú disparaban contra el Kremlin, cuando algunos marinos (es algo que debió de ocurrir, aunque no con tanta frecuencia como pretenden las calumnias burguesas) apagaban sus cigarrillos aplastándolos contra los tapices; cuando los soldados, dice alguien, se cosían calzones (¡qué incómodos y qué poco prácticos!) con telas de Rembrandt (ésos eran los temas de queja que aportaban a Gorki los desconsolados representantes «de un alto intelectualismo»), durante esa período, Gorki quedó totalmente desorientado y cantó réquiems desesperados sobre nuestra civilización. ¡Terror y barbarie! ¡ Los bolcheviques estaban dispuestos a romper todas las vasijas históricas: búcaros, marmitas, orinales! Y Lenin le contestaba: «Romperemos lo que haga falta y, si rompemos demasiado, la culpa recaerá sobre los intelectuales que siguen defendiendo posturas insostenibles». ¿No era propio de una mentalidad estrecha? ¿No estaba claro —¡piedad, piedad, Señor!— que Lenin simplificaba demasiado «el drama de la existencia»? No sé, la cuestión es que resulta abominable elucubrar acerca de semejantes consideraciones. El interés de la vida de Lenin no consistía en gemir sobre la complejidad -de la existencia, sino en reconstruirla de manera muy distinta. A tal fin, había que considerar la existencia en su globalidad, en sus elementos principales, discernir las tendencias esenciales de su desarrollo y subordinar a éstas todo lo demás. Si Lenin consideraba el «drama de la existencia» como patrón, es precisamente porque había llegado a adueñarse del concepto creador de esa extensa globalidad: romperemos esto, derribaremos aquello y encima provisionalmente apuntalaremos eso. Lenin distinguía todo lo que fuera honesto, todo lo que fuera individual, se fijaba en todas las particularidades, todos los detalles. Y si «simplificaba», es decir, si rechazaba los elementos secundarios, no lo hacía por no haberlos visto, sino porque poseía un conocimiento seguro de las proporciones de las cosas... En este momento me viene a la memoria un proletario de Petersburgo, llamado Vorontsov, que, durante la época que siguió a Octubre, fue incluido entre los acompañantes de Lenin, para escoltarlo y asistirlo. Nos disponíamos a evacuar Petrogrado cuando Vorontsov me dijo, disgustado: —Si, por desgracia, ellos cogen la ciudad, encontrarán muchas cosas. Habría que llenar Petrogrado de dinamita y que saltase. —¿Y no le daría lástima Petrogrado, camarada Vorontsov? —pregunté asombrado por la audacia de aquel proletario. —¿Lástima de qué? Cuando volvamos, reconstruiremos algo mejor. No me he inventado este breve diálogo y ni siquiera lo he estilizado. Se me ha quedado tal cual, grabado en, la memoria. Pues bien, ¡así es como hay que considerar: la cultura! No existe en esas frases ni rastro de lloriqueo ni nada tienen que ver con un réquiem. La cultura es obra de las manos humanas. La cultura, en realidad, no depende de los jarros pintados que nos conserva la historia, sino de una buena organización del trabajo de cabezas y manos. Si, en la senda de esa buena organización, se alzan obstáculos, hay que barrerlos. Y si no queda más remedio que destruir valores del pasado, destruyámoslos sin lágrimas sentimentales; ya volveremos después a edificar otros, a crearlos nuevos, infinitamente más bellos que los antiguos. Así es como Lenin, reflejando el pensamiento y el sentir de millones de seres, entendía las cosas. Su opinión era muy buena y precisa, y es mucho lo que puede enseñar a los revolucionarios de todos los países. Kislovodsk, 28 de septiembre de 1924 X. LOS PEQUEÑOS Y EL MAYOR ¡Vladimir Ilich Lenin Fue, en Rusia, único! (Poesía infantil.) Acaba de aparecer un librito de valor muy singular, y francamente delicioso, que recoge escritos infantiles, dedicados a la vida y la muerte de Ilich. Niños, que tienen de nueve a catorce años — ¡figura incluso una niña de cinco!—, nos hablan del gran hermano mayor, del gran hombre. Es evidente que muchas de esas obritas se limitan a reproducir lo que ya han contado los adultos... Sucede, sin embargo, que de un texto por así decir estereotipado brota al punto un chorlito de fresca imaginación y que frases muy familiares se animan repentinamente emergiendo, como si fluyeran por aguas vivas. Destaca, asimismo, la creación espontánea, pueril, de colorido inimitable. Los versos, de acuerdo con la regla general, son menos fáciles que la prosa. La prosodia impone una sujeción excesiva y su ley estorba el movimiento directo de la expresión. No obstante, hasta en los versos se descubren rasgos asombrosos. «No existe rincón —escribe uno— donde no se conozca al padre del proletariado, al fuerte, audaz, valeroso, inventivo, inteligente Lenin.» Esta lista de cualidades mejores, dispuestas apretadamente unas junto a otras, expresa plenamente la idea que los niños se hacen de Ilich: tiene todo lo necesario para ser perfecto. «Cuando estaba en la cárcel con sus camaradas, siempre cantaba: "¡Marquemos el paso, camaradas!".» El detalle está bien elegido para convencernos: en la cárcel, nadie debe entregarse al desánimo ni dejar que cunda entre los demás. Por eso, «el valeroso, el inventivo» Ilich se pone a cantar: «¡Marquemos el paso, camaradas!» Los demás también cantan y él, naturalmente, dirige el coro: ¿no nació acaso para ser director de orquesta?. «Por aquella época, cuando aún vivía —escribe el mismo niño—, me parecía que si la revolución alemana no triunfaba y los países burgueses marchaban contra Rusia, Ilich, aunque estuviese enfermo, se iba a levantar de la cama y lucharía hasta la última gota de su sangre. Así, pensaba yo, se sacrificaría el propio Ilich.» Ya veis de qué modo las ideas políticas publicadas por los periódicos (el aplastamiento de la revolución alemana, la campaña contra la Rusia soviética) se combinan aquí con el elemento personal, de persuasiva simplicidad, con esa imagen infantil que a nadie se le había ocurrido: Ilich, envejecido y enfermo, consciente de las dificultades que está pasando la revolución, se levanta de la cama y «lucha hasta la última gota de su sangre». ¡La muerte fue lo único que le impidió «sacrificarse a sí mismo» en la última barricada! Y el autor concluye: «No hay que tener miedo ahora que nos quedamos sin Ilich». ¡Cuando este chico sea mayor, aún habrá sitio para él en las barricadas de Ilich!... Por lo que respecta a la biografía, los resultados no olvidan detalle: nos hablan de la familia de Lenin, de su padre, de su hermano Alejandro (fusilado, nos cuentan) y de su hermana María Ilinichna, «que hoy es redactara del periódico Pravda». Ilich, mientras vivió deportado en Siberia, «participó en competiciones deportivas y muchas veces hacía carreras con otros, sobre patines o como fuera, y cuando corría, ponía todo su esfuerzo en pasar delante de los demás para que no le ganaran». Ya veis qué poco tiene que ver eso con lo que tan a menudo nos intentan contar de Lenin: no se parece en nada al hombre taciturno y piadoso que, cuando llega a algún sitio, lo primero que hace es pedir una habitación muy oscura, muy húmeda, para su recogimiento. ¡Mezquindades de santurrón! No, el Lenin de los niños, que también es el Lenin de verdad, prefiere hacer carreras y se entrega con todas sus fuerzas; no quiere que le alcancen, no quiere que le ganen. Me parece oportuno contar ahora un recuerdo. Ilich y yo decidimos un «edicto» que fijaba una multa para todo comisario que tardara más de diez minutos en ocupar su sitio. Un día, en el Kremlin, acabábamos de salir de una sesión y debíamos asistir en seguida a otra que se celebraba en el otro extremo del patio (patio que, como todos sabrán, es una explanada inmensa). Tras la primera reunión, Ilich tuvo necesidad de pasar un momento por su casa. Le dije por teléfono: —Anda con cuidado, Vladímir Ilich, corres el riesgo de que te castiguen en virtud de nuestro propio decreto: ¡sólo te quedan dos o tres minutos! —Bueno, vale —contestó Ilich con una risita que sólo después entendí. Bajé tranquilamente la escalera y crucé el patio. De vez en cuando me volvía para ver si Ilich me seguía. De pronto, al otro extremo de la explanada, a unos cien pasos de donde yo me hallaba, pasó, o mejor dicho irrumpió, una forma humana vagamente reconocible: esa figura desapareció en seguida por la esquina del Cuerpo de Caballería. ¿Era él? ¡Imposible! ¡Era una ilusión! Dos minutos después, entré en la sala de reunión. Vi a Ilich antes que a nadie. Aún jadeaba un poco cuando me acogió con una exclamación jovial: —¡ Ja, ja! ¡Eres tú el que te has retrasado un minuto! Y se rió, triunfal. —La verdad —dije a los camaradas—, ¡qué sorpresa!... Es cierto que me pareció ver a un hombre con los rasgos de Vladímir Ilich que corría a toda prisa hacia el Cuerpo de Caballería, pero me costaba creer que el presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo pasase en tromba por la explanada del Kremlin, delante de todo el mundo. Ilich se reía a carcajadas. Ilich cantaba victoria. Era exactamente el hombre descrito por la biografía infantil, el hombre que pone todo su esfuerzo para que no le ganen... Volvamos, pues, a la historia de este hombre. Tras la deportación, vino la emigración; tras la emigración, la revolución; tuvo que esconderse entonces para no caer en manos de Kerenski. Los niños no se pierden detalle. «Hasta en su escondrijo, Lenin dirigía y mandaba cartas sobre la revolución, desde la cabaña en que vivía. Y cuando se reunía el Soviet de los diputados populares, él lo dirigía desde el fondo de su cabaña, como si lo hubiera presidido en la asamblea.» ¿Podría contarse mejor? Lenin permanece oculto en su escondrijo, pero desde ahí, como un presidente, dirige el Soviet. En realidad, así ocurrieron las cosas. No obstante, esa manera de gobernar una asamblea presentaba ciertos inconvenientes, por culpa del clima. «Llegaron las lluvias —dice el autor—, y en la cabaña hizo frío.» Por consiguiente hubo que cambiar de táctica e inventar otro método para dirigir la revolución. Ilich, naturalmente, lo inventó. ¿No sabíamos ya que era «fuerte, audaz, valeroso, inventivo e inteligente»? Se marchó a Finlandia y allí vivió durante algún tiempo. Luego, pasó lo siguiente: «El camarada Lenin no tuvo paciencia para esperar más. Regresó a Piter (Petrpgrado) y organizó la insurrección de Octubre. El poder pasó a obreros y campesinos». Todo esto es verdad, como también es verdad que Lenin no tuvo paciencia para esperar más tiempo. Uno de los pequeños autores nos describe su encuentro con Ilich. El niño había ido con su padre al Kremlin, y pasaban por la explanada. ¡De súbito apareció Ilich! Dice buenos días al padre y le tiende la mano al niño. «Me sentía tan turbado, que solté mi bolsa. No llegamos a recogerla, pues Lenin se inclinó en seguida, atrapó la bolsa y me apretó la mano que yo tenía para recobrarla. Después, apoyó su mano en mi cabeza y le preguntó a mi padre: —¿Cuál de los dos es bolchevique, éste o el mayor? »—Éste. El mayor está con los guardias blancos y lucha contra los tunantes del camarada Trotski; le cuesta tanto aprender... —¡Bueno, no es grave! Con el tiempo, tu hijo mayor también llegará a ser bolchevique —dijo Vladímir Ilich. «Hablaba aprisa, sin dejar de sonreír.» La reproducción del diálogo posee una notable exactitud; se reconocen las palabras, el tono, los gestos de Ilich, «que habla aprisa, sin dejar de sonreír». Apuntes cuya precisión se explica por una atención ávida y una memoria muy fresca. Escuchar a Ilich era tan interesante como ver por primera vez un incendio monumental o una cascada. Otro chico vio a Ilich en la plaza Roja cuando decía con voz fuerte a los obreros que tenían que unirse para formar una sola familia. «Yo estaba sentado en un auto al lado del chófer y miraba a Ilich. Me gustó.» El autor no se preocupa en dar razones: para él, está bastante claro que el mundo se divide en gentes que gustan y en gentes que no gustan. Ilich es de los que provocan el comentario: «Me gustó». Y basta. Otro de esos jóvenes escritores narra a su vez cómo vio a Lenin. Este chico no tuvo tanta suerte. Había mucha gente en la plaza y todos gritaban: «¡Ilich!» «Hubiera querido subirme a algún sitio. Pero no había nada donde agarrarse. Me empujaban. Hasta me puse a llorar, pues tenía muchas ganas de ver a Lenin. Al final, me colgué de un obrero, apoyé un pie en su bolsillo, y me encaramé a sus hombros como si fuera a caballo. Pensé que el obrero me echaría al suelo en seguida y que me daría una torta. Pero, en cambio, me llamó "granuja" y me dijo que me cogiera fuerte. Me encontré con dos palmos por encima de los demás, y vi a Ilich.» Ya veis. Confesemos que esa manera de ver a Lenin no está al alcance de todos. Es evidente que asusta bastante la sola idea de encaramarse metiendo el pie en el bolsillo del vecino. Sin embargo, el joven Alejandro de Macedonia, del barrio de Pressnia, no se azara por tan poco. Se sube a su puesto de observador, a riesgo de que le peguen una torta. Por suerte, el vecino es un buen hombre que le llama «granuja» y lo mantiene sobre sus hombros. Esa feliz circunstancia nos permite recibir un notable testimonio infantil sobre Lenin orador. Leed lo que sigue: «Había subido a la tribuna. Llevaba un traje oscuro, de color negro, creo, una camisa con cuello y corbata, y una gorra en la cabeza. Se había sacado del bolsillo un pañuelo blanco y se secó la frente y la calva. No me acuerdo de las cosas que Ilich estaba diciendo. Me fijaba, sobre todo, en su manera de hablar. De vez en cuando, se inclinaba mucho sobre la tribuna, tendía los brazos hacia delante, sin dejar de secarse la -frente con el pañuelo que sostenía. Sonreía con frecuencia. Me fijé en su rostro, su nariz, sus labios, su perilla. Muchas veces Lenin callaba, interrumpido por los gritos y aplausos; entonces yo también gritaba». ¡Pues cómo no gritar en esos instantes! ¡ Pero qué maravilla de precisión descriptiva! Ilich se seca la frente y la calva con un pañuelo blanco; a veces se inclina mucho sobre la tribuna, tiende los brazos hacia delante y vuelve a secarse. ¡ Así era Lenin! Lo que dijo, nuestro autor no lo recuerda. No tiene importancia: ¡Acaso no hay copias de sus discursos! En cambio, la figura viva de Lenin queda para siempre grabada en la ávida memoria del chico que logró sentarse sobre los hombros del vecino. «Me fijé en su rostro, su nariz, sus labios, su perilla...» Y es un recuerdo para toda la vida. Este niño, al volver a casa, no haría más que repetir la misma palabra: Lenin, Lenin, Lenin. Llevaba consigo el fardo maravilloso y pesado de sus impresiones. Se pararía delante de todos los retratos de Lenin, expuestos en los escaparates... Y Lenin murió sin saber que, a veces, para contemplarle, había que meter el pie en el bolsillo del vecino. ¡Qué carcajadas más sonoras hubiese soltado si se hubiera enterado de esta solución sacada según el auténtico espíritu «bolchevique» para resolver un difícil problema táctico!... Sigamos con más detalles de la biografía del jefe. A Lenin le gustaba pescar. En los días calurosos, tomaba su caña y se sentaba a la orilla del río, y pensaba en el modo de mejorar la vida de los obreros y de los campesinos.» Qué bien imaginado está: el hombre lanza su anzuelo y, mientras espera que pique el pez (lo que no es frecuente), se sienta en la orilla, mira el agua y todo su pensamiento apunta a la búsqueda de recursos que mejoren la existencia de los obreros y de los campesinos. ¡Ésa era la manera de actuar de Lenin! Por eso la pesca brilla aquí con luz significativa. Vladímir Ilich Lenin Fue, en Rusia, único... Corría muy rápido en las carreras, no quería al zar ni a los burgueses, pescaba y se dedicaba a pensar en cómo ayudar a los trabajadores, en la cárcel cantaba «¡ Marquemos el paso, camaradas!», dirigía la revolución desde el fondo de una cabaña, enseñaba con voz fuerte, exhortando a los obreros a que se unieran, y, mientras hablaba, se secaba la frente con un pañuelo; lo sabía todo, lo podía todo, lo enseñaba todo. Pero murió. El fuerte, el audaz, el padre del proletariado murió. Y esa noticia extraordinaria, misteriosa y terrible, que llegaba de arriba, de boca de los grandes, trastornó al mundo de las almas pequeñas. El 22 de enero, en una escuela, el maestro contó la muerte de Ilich: «Y así, el maestro, muy emocionado, parándose a veces, nos contó, y nosotros escuchábamos muy atentos, y al fin, nadie aguantó más, y sentí que las lágrimas me quemaban cayendo por la mejilla. Los chicos no podían seguir escuchando, lloraban todos. Entonces, nos pusimos de pie y cantamos la Marcha de los Funerales». Los niños y niñas que, el 22 de enero de 1924, lloraron por la muerte de Ilich y cantaron el himno de duelo, contarán ese momento a sus hijos y a sus nietos. Y el relato pasará de generación en generación. La noticia de la muerte de Ilich llega a las familias obreras. «Mi mamá estaba sentada a la mesa y tenía un cuchillo en la mano. Cuando oyó la noticia de la muerte de Ilich, se le cayó el cuchillo de las manos y se puso a llorar, a pesar de que no conocía a su gran jefe.» Ese cuchillo que cae de las manos, ¡qué detalle tan exacto y tan significativo! Y qué bien habla el niño de la madre: a pesar de que no conocía a su gran jefe. Una niña volvió a casa tras asistir a una charla celebrada sobre Lenin y «les conté a sus padres punto por punto: que a Lenin no le gustaban las cosas de lujo, que le gustaban los niños y que le gustaba mucho trabajar». Todo está en su sitio: el trabajo al final, el asunto del lujo al principio y los niños en medio. Es probable que un adulto lo hubiese ordenado de otro modo. La madre no se creía la noticia hasta que escuchó este relato y «se sintió muy alarmada». Mientras, la pequeña narradora, junto con su hermana de las Juventudes Comunistas, empezó a coser corbatas de paño negro. Un chico que pertenece a una «Casa de los Niños» cuenta cómo Oscar Andréevich (el autor conoce mucho a este camarada, de quien no sabíamos nada) colocó banderas de luto en la fachada de la casa, el 21 de enero. «Pasa por la calle una buena mujer muy gorda y nos dice: "¡Venga, apartaos! ¡Como si nunca hubieseis visto trapos colgados!" Y yo, en voz baja, digo: "Es tonta, no sabe de qué va".» También Jan Hus decía de una anciana ignorante: «¡Oh santa simplicidad!» La forma era distinta, la época diferente y el que hablaba era ya hombre de edad; sin embargo, llevaba la misma intención. Al difundirse la noticia de la muerte de Lenin, «aquel día, primero estábamos alegres pero, cuando nos enteramos, nos pusimos tristes». Conciso, ¡ y qué expresión! Los niños acuden a ver al muerto: «Había el ataúd, una almohadilla roja y él estaba tendido, muy pálido. Le estuve mirando todo el rato». Al día siguiente, cuando el pequeño «Jan Huss» se despertó, sintió gran necesidad de ver el retrato de Lenin. Él mismo lo reconoce: «Me desperté y sentía una gran necesidad del retrato de Lenin». Al instante se puso a dibujarlo y, para expresar su hondo sentir, trazó sobre la frente de Ilich una estrellita y las letras: S.S.S.R. y R.S.F.S.R. Así, todo el mundo sabría de quién se trataba. «Querido gran jefe de todos nosotros —le escribe una niña a Lenin ya fallecido—, pensaba que te curarías, pero inesperadamente te vino la muerte. Lo siento mucho y me pone muy triste pensar que ya no te veré más.» Así termina esta breve carta que todos leerán, excepto el destinatario. Un joven pionero canta lo siguiente: Un eco resuena en los montes: «¡Ilich nunca más!» Pero como respuesta se oye: «¡No desanimarse jamás!» Evidentemente no es gran cosa como versificación y, sin embargo, ¡qué impresionante expresión de lo esencial! La muerte de Ilich llegó a conmover las montañas, y el joven poeta percibe los ecos que vienen de Moscú. ¡La triste noticia obtiene como réplica un canto que exhorta al valor! ¿Acaso el propio Lenin no cantaba, no enseñaba a cantar: «¡Marquemos el paso, camaradas!» en la cárcel?. Lenin ha muerto. Lo llevan en andas a la Casa de los Sindicatos para velarlo. Le miraban, jóvenes y viejos, Campesinos y obreros... ¡Pero él na lo sabía! Él, que nos dio los soviets, ¡Inmóvil ahora yacía en su féretro! «¡Pero él no lo sabía!» Eso es lo mejor de este cuarteto. Lenin, que lo sabía todo, no sabía ahora que habían venido a verle. ¡ Eso es la muerte! Leamos qué nos dicen en prosa acerca de los funerales: «Ante la Casa de los Sindicatos, había mucha gente que le esperaba. No era ése el espectáculo que se esperaban los burgueses de la ciudad. Pensaban: ahora veremos al gobernante principal en un carro de oro y todo brillará. Pero los obreros supieron reconocer aún mejor a su bienamado, a su querido Ilich». El niño empieza por distinguir las clases de la sociedad: por una parte la pequeña burguesía de la ciudad y por otra los obreros. Se expresa ricamente, con sabor en su lenguaje de niño, y dice: «el principal gobernante, un carro de oro, todo brillará...». Y otros versos más: Un orador, otro, un tercero, un cuarto, De distintos países, de distintos Estados hablaron... Y un orador dijo al fin la última palabra: Y Lenin sin temor penetró en la tumba. Una congoja se apodera del pequeño corazón al pensar que el propio Ilich Lenin ha de penetrar en la tumba; pero en seguida surge ese pensamiento claro y consolador: ¡Lenin no tiene miedo! ¿Podía ser de otro modo? ¿Podía temer la muerte quien nunca temió nada durante su vida? No hay en eso nada de misticismo. Simplemente, un joven artista crea la figura del gran jefe. La gente desfila y desfila ante el féretro rojo. La cola está llena de niños, futuros autores de recuerdos. Y a nuestras espaldas estallaban sollozos El grito penetrante y agudo de una persona. Y pasábamos, hincando la mirada en el rostro amarillo que nunca veremos lo bastante. ¡ Simplicidad de la perfección, sobre todo en esos últimos versos! Añado un relato donde el elemento descriptivo se impone sobre la reflexión política y el lirismo: «Nos pusimos en una de las colas que se extendían por la Mokhovaya, y miramos. Sólo se ven cabezas y encima sombreros. La muchedumbre calla. Pasa un hombre que vende pasteles, gritando: "¡Calentitos! ¡Calentitos!" Una mujer que tenemos delante, le dice: "¡Vete! No es hora de pensar en pasteles". La cola avanza despacio y ya tenemos a mucha gente detrás. Estamos todos helados. El frío te pellizca las piernas, los brazos, la cara...» ¿Shakespeare aprendió de un niño a mezclar lo trágico con las cosas sin importancia, lo grande con lo trivial? Millones de personas, bajo un cielo inclemente, acuden a las exequias de su jefe. «¡Calentitos! ¡Pasteles calentitos!» Y una simple réplica que ya dice mucho: «¡Vete! No es hora de pensar en pasteles». Al cabo, nuestro autor se encuentra en la sala: «Ahí está: en una elevación, el féretro rojo y él dentro del féretro. Querríamos dar la vida por salvarlo. Pero ya vemos que es imposible, la enfermedad se llevó lo que le pertenecía. Tiene amarillento el rostro, como de cera. Afilada la nariz, grave la expresión del rostro. La perilla igual que en los retratos, y las manos tendidas como si se dirigieran a los vivos. Está vestido con un french 16 verde y en el pecho lleva la orden de la Bandera Roja». Se sigue notando la misma seguridad en la observación, la misma precisión de lenguaje. Y qué sentimiento tan espontáneo en esas palabras que estallan a mitad de la descripción: «Querríamos dar la vida por salvarlo»,.•! Algo más lejos, el texto vuelve a interrumpirse con esta' exclamación: «¡Ahí ¡era demasiado pronto, Ilich, demasiado pronto!» Palabras que suenan como un reproche y que, sin embargo, salen del fondo del alma. Creo que lo mejor, como observación, se encuentra al final del párrafo: «Todos van bajando y saliendo. Pero las caras no son las mismas que al entrar: la gente había llegado con caras de ansiedad y de impaciencia; ahora, todos andan mirando al suelo, y cada uno procura recordar para siempre el rostro de Vladímir Ilich». ¡Está tan bien dicho, tan bien observado, que casi sospecharíamos que lo ha escrito un adulto! Pero íio, un adulto no escribiría así; al menos nunca leí nada semejante. «Estaba tendido en su féretro rojo—cuenta un autor muy joven (más exactamente, una "autora" para corresponder con la "redactora")—, sonaba la música y su perilla era como la de cuando estaba vivo en su retrato. Al fijarme, me eché a llorar.» Es imposible no llorar al fijarse en la perilla idéntica a la del retrato. La corta barba de Ilich suele ocupar un sitio importante en el recuerdo de los niños. En la barba los niños reconocen la madurez, la virilidad, el espíritu combativo; la de Ilich era muy pequeña, pero tenía mucha importancia porque era la suya. Y, además, idéntica a la del retrato. Por consiguiente, los retratos dicen la verdad. Por consiguiente, todo lo demás también es verdad. Así hay que valorar el testimonio de la perilla de Lenin. Después, la pequeña escritora cuenta de modo inimitable cómo se fabricó, por sus propios medios, una insignia para llevarla en el pecho. La cita, sin embargo, nos llevaría demasiado lejos. Quien de verdad quiera saber cómo se puede fabricar la insignia de Lenin, cuando no tenga con qué adquirirla, que lea el librito de los niños sobre Ilich. Encontrará todos los datos indispensables... Cito otra vez unos versos, de tono patético, sobre la muerte del gran maestro: Cuando te llevaron a la sepultura Te seguían millones de hombres. Te seguían llevando banderas; Muchos lloraban y los cañones rugían, En talleres y fábricas ululaban sirenas; Todo el mundo se enteró de tu muerte. Así fue cómo enterramos al jefe. Talleres y fábricas temblaban por los zumbidos, banderas y cañones proclamaban la grandeza del fallecimiento, millones de hombres sollozaban al acompañar el féretro. «Todo el mundo se enteró de tu muerte.» Así fue cómo te enterramos, Ilich; así fue cómo nos separamos. Pero quizá lo mejor de todo sea esta canción fúnebre que cantaba, en un parvulario, una niña de cinco años: ¡Te has muerto, Ilich! Un pajarito vino volando Y se calentaba al sol. ¡Te has muerto, Ilich! Y te han enterrado, Y tus ropas están muertas. ¡ Te has muerto, Ilich! Y te has quedado solo, ¡Pobre, pobre Ilich! Eras bueno, Te daré mi cuarto Y te quiero. Volverás otra vez a la luz Y te tocaremos. Las ideas están aún algo dispersas, por sí mismas, en la niña de cinco años: es tan difícil reunirías y retenerlas. Llega un pájaro y se calienta al sol, pero lo grave es que Ilich ha muerto: lo han enterrado y sus ropas están muertas, pues las ropas viven y mueren con el hombre. «Y te has quedado solo, ¡pobre, pobre Ilich!» Pero ¿seguro? ¿No podría quizá darte mi cuarto, Ilich, y aún estarías a la luz, y podríamos tocarte? ¿Acaso la vida no consiste en tocar y en ser tocado? Eso es lo que una niña cantaba so bre Ilich Hasta hoy, nadie cantó mejor. Con el tiempo aparecerán grandes poetas, que reelerán el librito de los niños, que meditarán profundamente y que cantarán sobre Ilich. Fue, en Rusia, único Vladímir Ilich.Lenin! Kislovodsk, 30 de septiembre de 1924 APÉNDICES EL HERIDO Discurso pronunciado ante el Comité Ejecutivo Central en su reunión del 2 de septiembre de 1918 Camaradas: Los fraternales saludos que escucho, los interpreto en el sentido de que ahora, en estos días y en estas horas difíciles, experimentamos la profunda necesidad de acercarnos más y más unos a otros, a nuestras organizaciones soviéticas, de estrechar más las filas bajo nuestra bandera comunista. En estos días y horas, cuando nuestro jefe y, con toda la razón podemos ahora decirlo, abanderado mundial del proletariado, yace en el lecho luchando contra el terrible espectro de la muerte, estamos más cerca uno de otro que en las horas de las victorias... La noticia del atentado contra el camarada Lenin nos sorprendió a mí y a otros camaradas en Sviazhsk, en el frente de Kazan. Allí recibíamos golpes. Venían por la derecha, por la izquierda, por delante. Pero este nuevo golpe nos lo asestaban por la espalda desde lo más profundo de la retaguardia. Este golpe traidor abría un nuevo frente, el más doloroso y el que en estos momentos más podía inquietarnos: el frente en el que la vida de Vladímir Ilich lucha con la muerte- Y por muchas derrotas que nos esperen en uno u otro sector —aunque estoy, lo mismo que vosotros, firmemente convencido de que la victoria se halla cerca—, las derrotas parciales no serían para la clase obrera de Rusia y del mundo entero tan graves, tan trágicas, como sería el fatal resultado de la lucha en el frente que ahora pasa por la caja torácica de nuestro jefe. Se puede comprender —basta con pensar en ello— toda la fuerza del odio concentrado que provocaba y provocará esta figura entre todos los enemigos de la clase obrera. Porque la naturaleza trabajó a conciencia para crear en una figura la encarnación del pensamiento revolucionario y de la inquebrantable energía de la clase obrera. Esta figura es Vladímir Ilich Lenin. La galería de jefes obreros, de luchadores revolucionarios, es muy rica y diversa, y yo, lo mismo que otros muchos camaradas que cuentan con más de veinte años de trabajo revolucionario, tuve ocasión tropezarme en distintos países de con una gran variedad de tipos del jefe obrero, del representante revolucionario de la clase obrera. Pero sólo en la persona del camarada Lenin tenemos una figura creada para nuestra época de sangre y de hierro. A nuestra espalda ha quedado la época del llamado desarrollo pacífico de la sociedad burguesa, en que las contradicciones se acumulaban gradualmente, en que Europa vivía el período de la denominada paz armada, y la sangre casi se vertía sólo en las colonias, donde el rapaz capital torturaba a los pueblos más atrasados. Europa disfrutaba de la supuesta paz del militarismo capitalista. En esta época se formaron los más notables jefes del movimiento obrero europeo. Entre ellos nos encontramos con una figura de tal magnitud como August Bebel, el gran difunto. Mas él reflejaba la época del desarrollo gradual y lento de la clase obrera; junto a su entereza y a su energía de hierro, era extremadamente cauto en los movimientos, debía antes tantear el terreno, poseía la estrategia de la espera y la preparación. Reflejaba el proceso de la acumulación gradual, molecular, de las fuerzas de la clase obrera; su pensamiento avanzaba paso a paso, de la misma manera que la clase obrera alemana, en la época de la reacción mundial, sólo se levantó poco a poco desde abajo, emancipándose de las tinieblas y de los prejuicios. Su fisonomía espiritual creció, se desarrolló, se hizo más fuerte y más elevada, pero siempre en el mismo terreno de la espera y la preparación. Así fue, en sus pensamientos y en sus métodos, August Bebel, la mejor figura.de una época pasada, ya desaparecida. Nuestra época se halla tejida de otro material. Es la época en que las viejas contradicciones acumuladas han producido una monstruosa explosión, en que han roto la cubierta de la sociedad burguesa, en que todas las bases del capitalismo mundial se han visto sacudidas por la espantosa matanza europea de pueblos; una época que ha puesto de relieve todas las contradicciones de clase, que ha puesto a las masas populares ante la terrible realidad de la muerte de millones de seres humanos en aras de los desnudos intereses de la ganancia. Pues bien, la historia de Europa Occidental olvidó, no adivinó o no supo crear para esta época su jefe. Y no en vano: porque todos los jefes que en vísperas de la guerra gozaban de la máxima confianza de la clase obrera europea reflejaban su ayer, no su presente... Y cuando llegó la nueva época —época de tremendas conmociones y sangrientos combates—, resultó algo superior a las posibilidades de los antiguos jefes. La historia tuvo a bien —y no por casualidad — crear en Rusia una figura tallada en un bloque, una figura que refleja toda nuestra áspera y gran época. Lo repito, no es casual. En 1847, la entonces atrasada Alemania promovió de su seno la figura de Marx, el más grande luchador y pensador que predijo los caminos de la historia de nuestros días. Alemania era entonces un país atrasado, mas, por voluntad de la historia, sus intelectuales atravesaban entonces un período de desarrollo revolucionario, y el más grande de sus representantes, con toda la riqueza de su ciencia, rompió con la sociedad burguesa, se colocó en el terreno del proletariado revolucionario y elaboró el programa del movimiento obrero y la teoría del desarrollo de la clase obrera. Lo que Marx predijo en aquella época, la nuestra está llamada a cumplirlo. Para eso necesita jefes nuevos que sean portadores del gran espíritu de nuestra época, en la que la clase obrera, remontándose hasta las alturas de su misión histórica, ha visto claramente ante ella la gran frontera que ha de traspasar si la humanidad debe vivir y no pudrirse como la carroña en el ancho camino de la historia. La historia rusa creó para esta época un nuevo jefe. Todo lo mejor que había en la vieja intelectualidad revolucionaria, su espíritu de sacrificio, su osadía, su odio a la opresión, se concentró en esta figura, que, sin embargo, ya en su juventud, rompió para siempre con el mundo de los intelectuales, que se hallaban vinculados a la burguesía, y encarnó el sentido y la esencia del desarrollo de la clase obrera. Apoyándose en el joven proletariado de Rusia, utilizando la rica experiencia del movimiento obrero mundial y convirtiendo su ideología en palanca para la acción, esta figura se ha elevado ahora en el firmamento político con toda su talla. Es la figura de Lenin, el hombre más grande de nuestra época revolucionaria. (Aplausos.) Sé, y los camaradas saben, que la suerte de la clase obrera no depende de determinadas personalidades; pero esto no significa que la personalidad no tenga nada que ver en la historia de nuestro movimiento y del desarrollo de la clase obrera. La personalidad no puede modelar a la clase obrera a su imagen y semejanza ni puede señalar al proletariado, a su arbitrio, una u otra vía de desarrollo; sin embargo, puede contribuir al cumplimiento de sus tareas, acelerar la consecución de su meta. A Karl Marx le echaban en cara sus críticos que había previsto la revolución mucho antes de que en realidad se produjese. A esto les contestaba con plena razón que él estaba sobre una alta montaña y por eso le parecían las distancias más cortas. A Vladímir Ilich le criticaron muchos —yo entre ellos— en repetidas ocasiones porque parecía no advertir muchas causas y circunstancias de orden secundario. Debo decir que en una época de desarrollo lento y «normal» esto sería acaso un defecto en el dirigente político; pero constituye la gran superioridad del camarada Lenin como jefe de la época nueva, en la que todo lo secundario y exterior se pierde y queda atrás, en que sólo queda el antagonismo fundamental e irreductible de las clases bajo la terrible forma de la guerra civil. Advertir y señalar con la mirada revolucionaria clavada adelante lo principal, lo fundamental, lo más necesario, es un don que Lenin posee en el más alto grado. Y los que, como yo, han podido observar, de cerca, en este período, el trabajo de Vladímir Ilich, han experimentado necesariamente una admiración sin límites —yo diría, unos transportes de admiración— al ver la perspicacia de su pensamiento que todo lo taladra y que separa lo exterior, lo casual, lo. superficial, y señala las vías fundamentales y los modos de la acción. La clase obrera sólo aprende a valorar a los jefes que después de descubrir la vía de desarrollo, avanzan sin vacilar aunque incluso los prejuicios del propio proletariado constituyan a veces un obstáculo que se levanta en el camino. Al don del poderoso pensamiento de Vladímir Ilich se junta una voluntad indomable, y estas cualidades, unidas, crean al auténtico jefe revolucionario, en el que se combinan el valeroso e inflexible pensamiento y la inflexible voluntad de acero. ¡Qué suerte que todo cuanto hablamos, oímos y leemos en las resoluciones referentes a Lenin no tiene la forma de necrología! Y estuvimos tan cerca... Estamos seguros de que en este frente próximo que pasa por ahí, por el Kremlin, vencerá la vida y de que Vladímir Ilich se reintegrará pronto a nuestras filas. Si he dicho, camaradas, que él encarna el valeroso pensamiento y la voluntad revolucionaria de la clase obrera, también puede decirse que hay un símbolo interno, como un consciente propósito de la historia en el hecho de que en estas horas difíciles, cuando la clase obrera rusa lucha poniendo en tensión todas sus fuerzas contra los checoslovacos y los guardias blancos, mercenarios de Inglaterra y Francia, nuestro jefe lucha con las heridas que le causaron los agentes de esos mismos guardias blancos y checoslovacos, mercenarios de Inglaterra y Francia. ¡ Hay aquí un vínculo interno y un profundo símbolo histórico! Y de la misma manera que todos nosotros estamos convencidos de que en nuestra lucha en el frente de los checoslovacos, de los anglo-franceses y los guardias blan eos somos más fuertes cada día y a cada hora (aplausos) —y esto puedo decirlo como testigo que acaba de llegar del teatro de operaciones: somos más fuertes que ayer y pasado mañana seremos más fuertes que mañana, y no dudo de que está cercano el día en que os podremos decir que Kazan, Simbirsk, Samara, Ufa y otras ciudades temporalmente ocupadas han vuelto a nuestra tierra soviética—, de la misma manera confiamos en que, simultáneamente y con rapidez, se producirá el proceso de recuperación del camarada Lenin. Mas también ahora su imagen, la hermosa imagen del jefe herido, puesto de momento fuera de combate, no se aparta jamás de nosotros. Sabemos que ni por un solo instante se ha retirado de nuestras filas, pues incluso abatido por unas balas traidoras, nos despierta a todos nosotros, nos llama y nos empuja- No he visto ni un solo camarada, ni un solo obrero honrado que, bajo la influencia de la noticia del criminal atentado contra Lenin, se desanime. He visto, en cambio, a docenas de hombres que apretaban los puños y alargaban las manos buscando las armas; he oído a cientos y miles de bocas que juraban implacable venganza contra los enemigos de clase del proletariado. No hace falta explicar cómo reaccionaron en el frente los luchadores conscientes al saber que Lenin estaba con dos balas en el cuerpo. Nadie podría decir de él que en su carácter hay falta de metal; ahora hay metal no sólo en su espíritu, sino también en su cuerpo, y así será aún más querido de la clase obrera de Rusia. No sé si llegarán ahora nuestras palabras y el latir de nuestros corazones hasta el lecho del camarada Lenin, aunque no dudo de que los siente. No dudo de que en su estado febril sabe qué nuestros corazones laten ahora a ritmo duplicado y triplicado. Todos nosotros tenemos conciencia más clara que nunca de ser miembros de una misma familia comunista. Jamás la vida propia de cada uno de nosotros nos pareció una cosa tan secundaria y de tercer orden como en este momento, en que la vida del más grande hombre de nuestros tiempos corre mortal peligro. Cualquier imbécil puede atravesar a balazos el cerebro de Lenin, pero crear este cerebro es una tarea difícil hasta para la misma historia. Pero no, pronto se levantará, para pensar, para crear, para luchar junto a nosotros. Nosotros, a nuestra vez, prometemos al querido jefe, mientras en nuestros propios cerebros haya fuerza y en nuestros corazones circule sangre caliente, ser fieles a la bandera de la Revolución Comunista. Lucharemos contra los enemigos de la clase obrera hasta la última gota de sangre, hasta el último aliento. (Calurosos y prolongados aplausos acogen las últimas palabras del camarada Trotski.) LOS CINCUENTA AÑOS Lo nacional en Lenin El internacionalismo de Lenin no necesita que nadie lo avale. Lo que mejor lo caracteriza es el irreductible rompimiento, en los primeros días de la guerra mundial, con la falsificación de internacionalismo que en la Segunda Internacional imperaba. Los jefes oficiales del «socialismo» conciliaban desde la tribuna parlamentaria los intereses de la patria como los intereses de la humanidad, mediante argumentos abstractos ajustados al espíritu de los viejos cosmopolitas. En la práctica esto conducía, como todos sabemos, al apoyo de la patria rapaz por las fuerzas del proletariado. El internacionalismo de Lenin no es en absoluto una fórmula de conciliación verbal de lo nacional y lo internacional, sino una fórmula de acción revolucionaria internacional. El territorio mundial ocupado por lo que se llama humanidad civilizada es considerado como campo único de una gigantesca lucha cuyos elementos integrantes son los distintos pueblos y clases. Ninguna gran cuestión se circunscribe al marco nacional. Hilos visibles e invisibles la unen en vínculo real con decenas de fenómenos de todos los rincones del mundo. En la apreciación de los factores y fuerzas internacionales, Lenin se halla más extenso que cualquier otro de parcialidades nacionales. Marx consideraba que los filósofos habían interpretado el mundo suficientemente; para él, la tarea consistía en transformarlo. Pero él, el genial precursor, no llegó averlo. La transformación del viejo mundo va ahora a plena marcha y el primer trabajador en esta empresa es Lenin. Su internacionalismo es la valoración e intervención prácticas en el curso de los acontecimientos históricos a escala mundial y con fines mundiales. Rusia y su destino constituyen sólo un elemento de este grandioso pleito histórico, de cuyo resultado depende la suerte de la humanidad. El internacionalismo de Lenin no necesita que nadie lo avale. Mas, al mismo tiempo, el propio Lenin es profundamente nacional. Sus raíces se adentran en la historia moderna rusa; concentra esta historia en sí mismo; le da su máxima expresión y, precisamente así, alcanza las cumbres de la acción internacional y de la influencia mundial. A primera vista, la caracterización de Lenin como «nacional» puede parecer inusitada, mas, en el fondo, es algo que se sobrentiende. Para dirigir una revolución como la que ahora atraviesa Rusia, jamás conocida en la historia de los pueblos, hace falta, evidentemente, un vínculo indisoluble y orgánico con las fuerzas fundamentales de la vida del pueblo, un vínculo que arranca desde sus más profundas raíces. Lenin personifica el proletariado ruso, una clase joven que acaso no tiene políticamente más años que él, pero profundamente nacional, pues en ella se resume todo el desarrollo precedente de Rusia, en ella está todo su futuro, con ella vive y cae la nación rusa. Se halla exenta de la rutina y el patrón, de la falsedad y el convencionalismo, muestra decisión en el pensamiento e intrepidez en la acción, una intrepidez que nunca llega al desatino. Estos rasgos, que caracterizan al proletariado ruso, caracterizan al propio tiempo a Lenin. La naturaleza del proletariado ruso, que ahora lo convierte en importantísima fuerza de la revolución internacional, se vio preparada por todo el curso de la historia nacional de su país; por la bárbara crueldad del estado autócrata, por la nulidad de las clases privilegiadas, por el febril desarrollo del capitalismo gracias a la levadura de la bolsa mundial, por el anquilosamiento de la burguesía rusa, por el carácter decadente de su ideología y la estupidez de su política. Nuestro «tercer estado» no tuvo ni podía tener su Reforma y su Gran Revolución. Tanto más universal fue el carácter que adquirieron las tareas revolucionarias del proletariado ruso. Nuestra historia no proporcionó en el pasado un Lutero, ni un Thomas Münzer, ni un Mirabeau, ni un Danton, ni un Robespierre. Precisamente por ello el proletariado ruso tiene a su Lenin. Lo que se perdió en tradición se ha ganado en amplitud revolucionaria. Lenin es un reflejo de la clase obrera no sólo en su presente proletario, sino también en su pasado campesino, todavía tan evidente. Este jefe del proletariado, el más indiscutible de todos, no sólo posee un aspecto exterior de mujik, sino también un firme fondo de mujik. Ante el Smolny se levanta el monumento a otra gran figura del proletariado mundial. Es Marx, viste levita negra. Claro que se trata de una minucia, pero a Lenin ni siquiera mentalmente es posible vestirlo con levita negra. En ciertos retratos aparece Marx con una amplia pechera almidonada sobre la que hay algo así como un monóculo. Que Marx no era presumido es algo evidente para quienes tienen una idea de cómo era su espíritu. Pero Marx nació y creció en otro contexto nacional cultural, respiró otra atmósfera, ya que las capas altas de la clase obrera alemana no proceden de la aldea del campesino, sino de los gremios y de la compleja cultura de las ciudades del Medievo. El estilo mismo de Marx, rico y hermoso, en el que se combinan la fuerza y la flexibilidad, la cólera y la ironía, la severidad y el refinamiento, encierra toda la carga literaria y estética de las publicaciones político-sociales alemanas precedentes, a partir de la Reforma e incluso de antes de ella. El estilo literario y oratorio de Lenin es hasta más no poder sencillo, utilitario, ascético, como todo él. Pero en este poderoso ascetismo no hay nada que trascienda al moralista. No es un principio, no es un sistema estudiado ni mucho menos, se entiende, una pose: se trata, simplemente, de la expresión externa de una concentración interna de fuerzas para la acción. Es diligencia del mujik en su hacienda, aunque a una escala grandiosa. Marx está por entero en el Manifiesto del Partido Comunista, en el prefacio a su Crítica y en El Capital. Aunque no hubiese sido el fundador de la Primera Internacional, siempre habría sido lo que es ahora. A Lenin, por el contrario, lo tenemos por completo en la acción revolucionaria. Sus obras científicas no son más que preparación para la acción. Aunque no hubiese publicado en el pasado ni un solo libro, siempre habría entrado en la historia tal y como ahora entra: como jefe de la revolución proletaria, como fundador de la Tercera Internacional. Un claro sistema científico —la dialéctica materialista— es necesario para una acción de tal volumen histórico como la que cupo en suerte a Lenin; es necesario, mas no suficiente. También hace falta la fuerza creadora auxiliar, a la que damos el nombre de intuición: la capacidad de valorar al vuelo los fenómenos, de separar lo esencial e importante de la paja y lo secundario, de rellenar con ayuda de la imaginación las partes que faltan en el cuadro, de pensar poniéndose en el puesto de otros, y ante todo de los enemigos, de combinar estos factores en un bloque único y de descargar el golpe a la vez que en la cabeza adquiere forma la «fórmula» del golpe. Es la intuición de la acción. Por una parte se funde con lo que llamamos sagacidad. Cuando Lenin, con el ojo izquierdo entornado, escucha un radiograma con el discurso parlamentario de uno de los capitostes imperialistas que dictan la suerte del mundo o una de tantas notas diplomáticas —en la que se entrelazan la feroz perfidia y la barnizada hipocresía—, se parece a un sagaz mujik que no se perderá por una palabra de más y a quien las frases no engañan. Se trata de la sagacidad del mujik, pero de un elevado potencial, desarrollada hasta la altura del genio, pertrechada con la última palabra del pensamiento científico. El joven proletario ruso sólo ha podido realizar lo que está haciendo llevando a sus espaldas la pesada carga de los campesinos. Todo nuestro pasado nacional preparaba este hecho. Pero precisamente porque el curso de los acontecimientos ha llevado al poder al proletariado, la revolución superó al momento y de manera radical la limitación nacional y el provincialismo de la anterior historia de Rusia. La Rusia Soviética se ha convertido no sólo en el refugio de la Internacional Comunista, sino en la encarnación viva de su programa y de sus métodos. Por las desconocidas vías que la ciencia no ha descubierto todavía, a través de las cuales se forma la personalidad humana, Lenin tomó del medio nacional cuanto necesitaba para la más grandiosa acción revolucionaria que la historia conoce. Justamente porque a través de Lenin la revolución socialista, que desde hace tiempo tenía su expresión teórica internacional, encontró por primera vez su encarnación nacional, él se convirtió, en el sentido más recto e inmediato, en el dirigente revolucionario del proletariado mundial. Así es cómo lo vemos en el día en que cumple los cincuenta años. (Pravda, n.° 86, 23 de abril de 1920.) EL ENFERMO Del informe presentado a la VII Conferencia del Partido Comunista de Ucrania el 5 de abril de 1923 Camaradas: Por lo que se refiere a la claridad de pensamiento y a la firmeza de voluntad de nuestro Partido, durante este año hemos tenido una cierta comprobación complementaria. Esta comprobación ha sido dura, porque nos la ha proporcionado un hecho que sigue pesando sobre la conciencia de todos los miembros del Partido y de los más amplios círculos de la población trabajadora; mejor dicho, sobre toda la población trabajadora de nuestro país y, en medida considerable, del mundo entero. Me refiero a la enfermedad de Vladímir Ilich. Cuando sobrevino la recaída de comienzos de marzo y el Buró Político del C. C. se reunió para cambiar impresiones acerca de que era necesario llevar a conocimiento del Partido y del país esta agravación de la salud del camarada Lenin, entonces, camaradas, el ambiente que reinaba en esta creo que todos vosotros podréis imaginar reunión, cuando debíamos comunicar al Partido y al país este primer parte grave y alarmante. Se comprende que en aquel momento seguimos procediendo como políticos. Nadie nos lo reprochará. No pensábamos sólo en la salud del camarada Lenin —claro, en primer lugar nos preocupaba en aquellos instantes su pulso, su corazón, su temperatura—, pero pensábamos también en la impresión que el número de latidos de su corazón produciría en el pulso político de la clase obrera y de nuestro Partido. Con inquietud y, al mismo tiempo, con la más profunda fe en las fuerzas del Partido, dijimos lo que hacía falta en el primer momento, en cuanto se reveló el peligro, para darlo a conocer al Partido y al país. Nadie dudaba de que nuestros enemigos tratarían de utilizar esta noticia para sembrar la confusión entre la gente, sobre todo entre los campesinos, para lanzar alarmantes bulos, etcétera, pero ninguno de nosotros dudó ni un solo instante de que era necesario decir inmediatamente al Partido cuál era la situación: decir lo que pasaba, significaba elevar la responsabilidad de cada miembro del Partido. Nuestro Partido es una colectividad grande, de medio millón de hombres, con una gran experiencia, pero en este medio millón Lenin ocupa un lugar que no admite comparación con ningún otro. No hay ni hubo en el pasado histórico un hombre que influyese tanto en los destinos no sólo de un país, sino de toda la humanidad; no hubo un hombre de tales proporciones, no fue creado para que así pudiéramos medir la importancia histórica de Lenin. Por eso, el hecho de que se viese apartado durante largo tiempo del trabajo y su grave situación no podían por menos de producir profunda inquietud política. Cierto, cierto, cierto, sabemos muy bien que la clase obrera vencerá. Cantamos que «ni en Dios, ni en reyes, ni en tribunos está el supremo salvador...», y esto es cierto, pues sólo en la última instancia histórica, es decir, sólo en última instancia de la historia la clase obrera vencería aunque no hubiese existido Marx y aunque en el mundo no hubiese vivido Uliánov-Lenin. La clase obrera habría elaborado las ideas que le son necesarias, los métodos que le son imprescindibles, pero más lentamente. La circunstancia de que la clase obrera haya levantado sobre dos crestas de su torrente a figuras como Marx y Lenin, es una ventaja gigantesca de la revolución. Marx es un profeta con las tablas de la ley. Lenin es un grandioso ejecutor del testamento, que no instruye a la aristocracia proletaria como Marx, sino a las clases, a los pueblos, sobre la base de la experiencia, en la situación más dura, actuando, maniobrando y venciendo. Este año, en el trabajo práctico, hemos tenido que desenvolvernos sólo con la participación parcial de Vladímir Ilich. En el terreno ideológico hemos oído de él hace poco unas cuantas advertencias e indicaciones que bastan para una serie de años: se refieren a los campesinos, al aparato estatal y al problema nacional... Digo, pues, que hacía falta comunicar la agravación de su salud. Nos preguntábamos con la natural alarma qué conclusiones sacaría la masa sin partido, el campesino, el soldado rojo, pues el campesino, dentro de nuestro aparato estatal, cree en primer lugar a Lenin. Descontando todo lo demás, Ilich es un gran capital moral del aparato del Estado en lo que se refiere a las relaciones entre la clase obrera y los campesinos. ¿No pensará el campesino —nos seguíamos preguntando en nuestros medios— que con el prolongado apartamiento de Lenin del trabajo va a cambiar su política? ¿Cómo reaccionaron el Partido, la masa obrera, el país? En cuanto aparecieron los primeros alarmantes partes de la enfermedad, el Partido en su conjunto estrechó sus filas, las apretó, creció moralmente. Cierto, camaradas, que el Partido lo integran hombres vivos, y los hombres tienen defectos, insuficiencias. También los comunistas tienen mucho de humano; son «excesivamente humanos», como dicen los alemanes. Hay choques de grupos y personales: graves y de escasa importancia. Los hay y los habrá, pues sin esto no puede vivir un partido grande. Mas la fuerza moral, el peso político del Partido lo determina lo que sube a la superficie en tan trágica sacudida: la voluntad de unidad, la disciplina, o lo secundario y personal, lo humano, lo excesivamente humano-Pues bien, camaradas, creo que esta conclusión la podemos hacer ya ahora con toda seguridad: después de sentir que había perdido para un largo período la dirección de Lenin, el Partido ha estrechado sus filas, ha apartado cuanto pudiera amenazar el peligro de la claridad de su pensamiento, de su voluntad única, de su combatividad. Poco antes de tomar el tren para venir a Jarkov, conversé con nuestro comandante en jefe en Moscú, Nikolai Ivánovich Murálov, a quien muchos de vosotros conocéis como viejo miembro del Partido, acerca de cómo los soldados rojos miraban la situación en relación con la enfermedad de Lenin. Murálov me dijo: «En el primer momento la noticia cayó como un rayo, todos se hicieron atrás. Luego pensaron más y más profundamente en Lenin...» Sí, camaradas, el soldado rojo sin partido piensa ahora a su manera, pero muy profundamente en el papel de la personalidad en la historia, en lo que nosotros, los hombres de la vieja situación, aprendimos cuando éramos estudiantes o jóvenes obreros en los libros, en las cárceles, en el presidio y en el destierro, cuando reflexionábamos y discutíamos en torno al «héroe» y a la «masa», en torno al factor subjetivo y a las condiciones objetivas, etcétera. Ahora, en 1923, nuestro joven soldado rojo medita concretamente sobre estas cuestiones a través de cientos de miles de cerebros, y con ellos, al mismo tiempo, meditan los campesinos de toda Rusia, de toda Ucrania y de cualquier otro sitio, a través de millones de cerebros, sobre el papel de la personalidad de Lenin en la historia. ¿Cómo les contestan nuestros comisarios políticos y secretarios de célula? Les dicen así: Lenin es un genio, los genios nacen una vez cada siglo y la historia mundial sólo conoce a dos genios que fuesen jefes de la clase obrera: a Marx y a Lenin. Ni siquiera por acuerdo de un partido muy potente y disciplinado es posible crear un genio, pero tratar en la mayor medida posible de reemplazarlo durante su ausencia, sí se puede: se puede lograr duplicando los esfuerzos colectivos. Ésa es la teoría de la personalidad y la clase que en forma popular exponen nuestros comisarios políticos al soldado rojo sin partido. Se trata de una teoría justa: Lenin no trabaja ahora y nosotros debemos duplicar conjuntamente nuestros esfuerzos, mirar los peligros con ojos doblemente vigilantes, guardar de ellos la revolución con redoblada tenacidad, utilizar las posibilidades de construir con doble insistencia. Y esto lo haremos todos: desde los miembros del C, C. hasta el soldado rojo sin partido... Nuestro trabajo, camaradas, es muy lento, muy parcial, aunque se desenvuelve en el marco de un plan grande; los métodos de trabajo son «prosaicos»; el balance y el cálculo, el impuesto en especie y la exportación de trigo; todo esto lo hacemos paso a paso, colocando un ladrillo tras otro... ¿No encierra esto el peligro de que el Partido degenere al nivel de las nimiedades? Una degeneración de tal género no podemos tolerarla, lo mismo que las violaciones de su unidad real, ni en el más mínimo grado, pues aunque el actual período deba ser difícil y durar largo tiempo, no será para siempre. Incluso puede ocurrir que no sea para largo. El chispazo revolucionario de amplio volumen como comienzo de la revolución europea, puede producirse antes de lo que muchos de nosotros pensamos. De entre las numerosas enseñanzas estratégicas de Lenin, debemos recordar con particular firmeza lo que él denomina política de los grandes virajes: hoy a las barricadas y mañana al establo de la III Duma del Estado; hoy el llamamiento a la revolución mundial, al Octubre mundial, y mañana a las negociaciones con Kühlmann y con Czernin, a suscribir la detestable paz de Brest-Litovsk. La situación cambió, o nosotros la enfocamos de manera distinta: la campaña hacia Occidente, «a Varsovia»... Tuvimos que aprender de nuevo y vino la paz de Riga, una paz bastante detestable también, como todos vosotros sabéis... Y luego el tenaz trabajo ladrillo a ladrillo; las economías, las reducciones de personal, las comprobaciones: si hacen falta cinco telefonistas o es bastante con tres; en este caso no insistas en las cinco, pues el mujik tendría que entregar varios púas más de trigo. Un trabajo diario pequeño y nimio, y de pronto, cuando uno no lo espera, en el Ruhr puede levantarse la llama de la revolución; ¿nos habremos degenerado cuando estalle? ¡ No, camaradas, no! No nos degeneramos, nos limitamos a cambiar los métodos y procedimientos, pero la conservación del espíritu revolucionario del Partido sigue siendo para nosotros lo primero de todo. A la vez que estudiamos contabilidad, miramos alerta a Occidente y a Oriente, y los acontecimientos no nos encontrarán desprevenidos. Nos robustecemos con la propia depuración y ampliación de la base proletaria... Aceptamos el acuerdo con los campesinos y la pequeña burguesía, admitimos la NEP," pero a los hombres de la NEP y a los pequeñoburgueses no los admitimos en el Partido, no, los hacemos salir de él con ácido sulfúrico y con hierro calentado al rojo. (Aplausos.) Y en el XII Congreso, que será el primero que se celebre después de Octubre sin que Vladímir Ilich se halle presente, en general uno de los pocos congresos que en la historia de nuestro Partido han transcurrido sin él, nos diremos que a los mandamientos fundamentales añadiremos otro, grabado en nuestra conciencia con agudo buril: no te anquiloses, recuerda el arte de los bruscos virajes, maniobra pero no te diluyas, entra en acuerdos con aliados provisionales o duraderos, pero no les permitas penetrar en el Partido; sigue siendo lo que eres, la vanguardia de la revolución mundial. Y si tocan a rebato en Occidente —y eso ocurrirá—, puede que nos hallemos absortos en nuestros cálculos, en nuestros balances, en la NEP, pero responderemos a la llamada sin vacilación ni demora: somos revolucionarios de pies a cabeza, lo hemos sido, lo seremos hasta el fin. (Clamorosos aplausos. Todos se ponen en pie.) EL DIFUNTO Lenin ya no existe. Lenin ha muerto. Las oscuras leyes que gobiernan el funcionamiento de los vasos sanguíneos han puesto fin a su vida. La medicina se ha visto impotente para realizar lo que con tanta pasión exigían de ella millones de corazones humanos. Entre ellos hay muchos que habrían dado sin vacilación hasta la última gota de su propia sangre para infundir nueva vida, para hacer funcionar de nuevo los vasos sanguíneos del gran jefe, de Lenin, de Ilich, el único y que no podrá repetirse. Pero el milagro no se ha realizado allí donde la ciencia era impotente. Y Lenin no existe. Estas palabras caen sobre la conciencia como una gigantesca roca en el mar. ¿Es posible creerlo?, ¿se puede concebir y admitir? La conciencia de los trabajadores del mundo entero se negará a aceptar este hecho, pues el enemigo es aún terriblemente fuerte, el camino es largo y no está terminado el trabajo, el mayor de cuantos la historia conoce; porque la clase obrera mundial necesita a Lenin como, acaso, de nadie se necesitó en la historia humana. Más de diez meses ha durado el segundo período de la enfermedad, más grave que el primero. Sus vasos sanguíneos, según la amarga expresión de los médicos, siempre estuvieron «jugando». Era un juego terrible en el que se ventilaba la vida de Ilich. Se podía esperar una mejoría, un restablecimiento casi completo, pero también se podía esperar la catástrofe. Todos nosotros esperábamos el restablecimiento y es la catástrofe lo que ha llegado. El centro respiratorio del cerebro se negó a funcionar y apagó el centro del más genial pensamiento. Ilich no existe. El Partido ha quedado huérfano. Ha quedado huérfana la clase obrera. Este sentimiento es el primero que se experimenta al conocer la noticia de la muerte del maestro, del jefe. ¿Cómo seguiremos adelante? ¿Encontraremos el camino, no nos desviaremos de él? ¡Porque Lenin, camaradas, ya no está con nosotros! Lenin no está, pero queda el leninismo. Lo que de inmortal había en Lenin —su doctrina, su trabajo, su método, su ejemplo— vive en nosotros, en el Partido que él creó, en el primer Estado obrero que él dirigió y orientó, Nuestros corazones están ahora abrumados por tan gran dolor porque todos nosotros, que por gran merced de la historia nacimos en la misma época que Lenin, trabajamos junto a él y aprendimos de él. Nuestro Partido es el leninismo en acción, el jefe colectivo de los trabajadores. En cada uno de nosotros vive una partícula de Lenin, la que constituye la parte mejor de nosotros mismos. ¿Cómo seguiremos adelante? Con la antorcha del leninismo en la mano. ¿Encontraremos el camino? ¡Lo entraremos con el pensamiento colectivo, con la voluntad colectiva del Partido! Mañana, pasado mañana, dentro de una semana nos preguntaremos: ¿es verdad que Lenin no existe? Porque su muerte parecerá durante mucho tiempo una increíble, imposible y monstruosa arbitrariedad de la naturaleza. Que ese dolor intenso que sentimos, que el corazón sentirá cada vez al pensar que Lenin ya no existe, sirva para cada uno de nosotros de recuerdo, de advertencia y llamamiento: tu responsabilidad ha aumentado. Sé digno del jefe que te educó. En nuestro duelo, en nuestra aflicción y dolor, estrechemos nuestras filas y nuestros corazones, estrechémoslos todavía más para afrontar nuevos combates. Camaradas, hermanos, Lenin no está con nosotros. ¡Adiós, Ilich! ¡Adiós, jefe! Estación de Tiflis, 22 de enero de 1924 LEÓN TROTSKI: «LENIN»* por ANDRÉ BRETÓN A juzgar por determinadas alusiones hechas desde estas mismas páginas* y desde fuera de ellas, tal vez haya podido darse pábulo a la creencia de que todos nosotros conveníamos en sustentar una opinión no muy favorable acerca de la Revolución rusa y sus dirigentes, y de que nos absteníamos de criticarla más abiertamente no tanto porque nos faltaran ganas de mostrarnos severos sobre este particular cuanto para no proporcionar seguridades definitivas al público, siempre deseoso de habérselas meramente con una forma original de liberalismo intelectual, como tantas otras ya toleradas anteriormente; en primer lugar porque ello no conlleva consecuencias, al menos inmediatas, y en segundo lugar porque en rigor puede ser enfocado, con respecto a la masa, como un poder de descongestión. Sin embargo, lo cierto es que en lo que a mí respecta me niego en redondo a que se me tenga por solidario de cualesquiera amigos míos en la medida en que ellos hayan creído que podían atacar el comunismo en nombre, por ejemplo, de cualquier principio —e incluso del principio, tan legítimo en apariencia, de la no aceptación del trabajo. En efecto, pienso que el comunismo, al existir como sistema organizado, ha sido el único medio de que se llevara a término el mayor cambio social en las condiciones de duración que le eran propias. Bueno o mediocre, defendible o no en sí mismo desde el punto de vista moral, ¿cómo podríamos olvidar que ha sido el instrumento gracias al cual han podido ser derribadas las murallas del antiguo edificio?, ¿cómo podríamos olvidar que se ha revelado el más maravilloso vehículo de sustitución de un mundo por otro que haya existido nunca? Para nosotros, los revolucionarios, poco importa saber si el nuevo mundo es preferible al anterior, y, por lo demás, no es éste el momento de debatir tal problema. A lo sumo, importaría saber si la Revolución rusa ha terminado, cosa que no creo. ¿Pues qué? ¿Una revolución de tal amplitud habría de terminar tan pronto? ¿Los nuevos valores habrían de sernos ya tan sospechosos como los antiguos? Ciertamente, no somos lo bastante escépticos como para conformarnos con esta idea. Si entre nosotros hay hombres que vacilan aún ante este temor, debe, desde luego, darse por descontado que no me opongo a que pongan en juego, en la medida que fuere, el espíritu general que nos anima, y que debe orientarse ante todo hacia la realidad revolucionaria y hacernos acceder a ella por todos los medios y cueste lo que cueste. En tales condiciones, que en buena hora Louis Aragón haga saber a Drieu La Rochelle, en una carta abierta, que nunca ha gritado «¡Viva Lenin!», pero que «puesto que se le prohibe emitir este grito, mañana lo dará a pleno pulmón». Que en buena hora también yo y cualquier otro de los nuestros opine que no basta con que esté prohibido para comportarse de este modo, y que llevaríamos demasiado fácilmente el agua al molino de nuestros peores detractores, que son también los de Lenin, si les dejábamos suponer que nuestra conducta obedecía simplemente a un desafío. ¡Viva Lenin!, al contrario, precisamente porque es Lenin. Quede claro que no se trata de un grito pasajero, sino de la afirmación clara y firme de nuestro pensamiento. En efecto, sería enojoso que siguiéramos tomando como ejemplo humano a los franceses de la Convención y debiéramos limitarnos a revivir con exaltación aquellos dos años, por lo demás magníficos, que fueron el inicio de todo. No es un sentimiento poético, por atractivo que resulte, lo que más conviene cuando se aborda un período revolucionario, por lejano que éste sea. Y mucho me temo que los rizos de Robespierre y el baño de Marat confieran un prestigio inútil a unas ideas que de otro modo no nos aparecerían tan claras. Aparte de la violencia —pues ciertamente es la violencia lo que de modo más elocuente los abona—, toda una parte de su carácter nos escapa, y debemos confiarnos a la leyenda. Pero si, como yo creo, lo que ante todo nos importa es la búsqueda de medios de insurrección, me pregunto, fuera de la emoción que tales figuras nos han dado imborrablemente, a qué esperamos en el terreno práctico. No ocurre lo mismo con los revolucionarios rusos, a quienes ahora estamos empezando a conocer. Tales son, en suma, esos hombres de quienes tan a menudo se nos ha hablado mal, esos hombres a quienes se nos representaba como enemigos de cuanto aún puede merecernos indulgencia, como autores de no sé qué desastre utilitario mayor aún que el que presenciamos. Separados de toda maniobra política, se nos aparecen en su humanidad; se nos dirigen, no ya como ejecutores impasibles de una voluntad que nunca será superada, sino como hombres que han llegado a la cima de su destino, que nos hablan, y que se interrogan. Renuncio a describir nuestras impresiones. Trotski recuerda a Lenin. Y es tal la serenidad que se remonta sobre tantos disturbios, que se diría que una espléndida tempestad se remansa. Lenin, Trotski, la simple enunciación de estos dos nombres bastará para que muchos meneen la cabeza. ¿Comprenden, o no? Incluso las cabezas incomprensivas de muchos son irónicamente pobladas por Trotski con cotidianos accesorios de oficina: la lámpara de Lenin en la antigua Iskra, los papeles sin firmar que redactaba en primera persona, y, más tarde, ... cuanto pertenezca al olvidado curso de la historia. Y creo que nada falta, ni en perfección ni en grandeza. Ciertamente, no son los otros hombres de Estado sujetos idóneos para ser vistos desde esta óptica. Que en su cobardía se prevenga el pueblo de Europa. Porque la gran revelación del libro que nos ocupa es, hay que insistir en ello, que muchas de nuestras ideas más queridas, a las cuales estamos habituados a subordinar estrechamente el sentido moral particular que podamos poseer, no condicionan en absoluto nuestra actitud en lo que respecta a la significación esencial que queramos otorgarles. En el plano moral en el que hemos decidido situarnos, parece fuera de duda que un Lenin es absolutamente inatacable. Y si se me objeta que, según este libro, Lenin es un tipo y los tipos no son hombres, me limitaré a preguntar cuál de nuestros bárbaros sofistas se atreverá a sostener que pueda hacerse alguna enmienda a las apreciaciones generales emitidas por Trotski aquí y allá sobre los demás y sobre sí mismo; preguntaré, en suma, quién continuará detestando realmente a este hombre, quién será insensible a su voz. Es preciso leer las brillantes, las justas, las definitivas, las magníficas páginas de refutación dedicadas a los Lenin de Gorki y Wells. Es preciso meditar largamente sobre el capítulo que trata del volumen de escritos infantiles dedicados a la vida y a la muerte de Lenin, notables por demás en todos los aspectos, y sobre los cuales el autor ejerce una crítica tan aguda y desesperada: «A Lenin le gustaba pescar. En los días calurosos, tomaba su caña y se sentaba a la orilla del río, y pensaba en el modo de mejorar la vida de los obreros y de los campesinos». ¡Viva Lenin, pues! Saludo a León Trotski, que ha sido capaz, sin la ayuda de muchas de las ilusiones que aún nos quedan y, tal vez, sin creer como nosotros en la eternidad, de mantener para nuestro entusiasmo esta invulnerable consigna: «Y si tocan a rebato en Occidente —y eso ocurrirá—, puede que nos hallemos absortos en nuestros cálculos, en nuestros balances, en la NEP, pero responderemos a la llamada sin vacilación ni demora: somos revolucionarios de pies a cabeza, lo hemos sido, lo seremos hasta el fin». 1. Iskra (La chispa) fue el primer periódico marxista clandestino de toda Rusia. Vio la luz en diciembre de 1900, en Leipzig. Los números siguientes aparecieron en Munich. Desde julio de 1902 se publicó en Londres, y desde la primavera de 1903 en Ginebra. Lenin dirigió prácticamente Iskra hasta el 19 de octubre de 1903, en que salió de la redacción. Este primer período es el que se conoce como el de la «vieja» Iskra. A partir del numero 52, la «nueva» Iskra se convirtió en órgano de los mencheviques. — (N. del T.) 2. Miembro del partido socialista revolucionario o socialrevolucionario. — (N. del T.) 3. Tierras comunales que los propietarios arrebataron a los campesinos después de la reforma de 1861, por la que quedó abolida la servidumbre. — (N. del T.) 4. El II Congreso del P.O.S.D. de Rusia se celebró en agosto de 1903. - (N. del T.) 5. Seudónimo de Lenin bajo el que apareció El desarrollo del capitalismo en Rusia. — (N. del T.) 6. Unión de socíaldemóeratas judíos. —' (N, del T.) 7. Corriente oportunista en el seno de la socialdemocracia. Según los economistas, la dase obrera debía aspirar únicamente a reivindicaciones económicas, sin luchar por el derrocamiento de la autocracia. 8. Consejo Provisional de la República Rusa, designado por la Conferencia democrática que se reunió en retrogrado entre el 14 y 22 de septiembre de 1917. Los bolcheviques la boicotearon. — (N. del T.) 9. Buliguin era el ministro del Interior, que en 1905 fue encargado por el zar de preparar la reunión de una Duma consultiva . Ante las protestas del pueblo, que reivindicaba una Duma legislativa, el proyecto no fue adelante. - (N. del T.) 10. Miembros del Partido Demócrata Constitucionalista. 11. Título y protagonista de una novela de Goncharov. Sinónimo de pereza, indecisión y abulia. — (N. del T.) 12.Personaje de Almas muertas, de Gógol. Encarnación del espíritu soñador que flota en las nubes y se muestra completamente pasivo ante la realidad de los hechos. — (N. del T.) 13. El Cuerpo checoslovaco había sido formado con antiguos prisioneros del ejército austrohúngaro en tiempos del Gobierno provisional. Después de la paz de Brest, se convino su evacuación por Vladivostok para, según el propósito de la Entente, utilizarlo contra los alemanes. En aquellos momentos, los checoslovacos se encontraban a lo largo del Transiberiano, desde Samara y otras ciudades del Volga Medio, por toda Siberia. Se enfrentaron abiertamente al poder soviético y prestaron decidida ayuda a los blancos. — (N. del T.) 14. Embajador alemán en Moscú. - (N. del T.) 15. El artículo de gorki sobre Lenin que Trotski critica en este texto se encuentra en tomo 17 de las Obras completas del escritor: «Sóbrame socinenij», t. 17, Moscú, 1952. El texto de 1952 difiere del que fue publicado en francés en 1925; por estas fechas, Gorki le hace decir a Lenin con respecto a Trotski: /«¡Pues bien, cítenme ustedes a un hombre que sea capaz, en el plazo ; 4 un año, de forjar un ejército casi modelo y que, además, haya conseguido conquistarse el respeto de los especialistas militaresl ¡Pues ^nosotros lo tenemos! ¡Nosotros lo tenemos todo! ¡Y hemos de hacer maravillas!» (Ciarte, n.° 71, 1 de f ebrero de 1925). En 1952, el mismo párrafo se convierte en: «...Ha sabido formar a los especialistas militares. — Tras un silencio, señaló en voz queda y triste: —Y sin embargo, no es de los nuestros, está con nosotros pero no es de los nuestros; ambiciosos, hay en él algo malo, algo lassalliano». Estas modificaciones hablan por sí solas y hacen Inútil cualquier épílogo sobre las falsificaciones stalinianas de los textos y de la historia. — (Nota de M. B.) • 16. French, especie de chaqueta de oficial, que se usaba en Rusia después de la guerra. — (N. del T. de la versión francesa.) 17. La NEP o nueva política económica, que siguió al «comunismo de guerra» implantado en los años de la guerra civil y de la intervención extranjera, significaba un cierto retroceso. Los campesinos, antes sometidos al régimen de «contingentación», lo que prácticamente significaba la obligación de entregar sus cosechas, pasaron al impuesto en especie. Quedó autorizado el comercio privado. La NEP se mantuvo vigente hasta 1926, año en que se pasó a la industrialización socialista. — (N. del T.) EPÍLOGO TROTSKI EN ESPAÑA por IÑIGO MORENO DE ARTEAGA, marqués de Laula LOS PRIMEROS DÍAS El día 8 de septiembre de 1916 daba fin la reunión internacional. La Conferencia no fue un éxito de público, ya que cuatro coches bastaron para trasladar a los congresistas desde la estación de Berna hasta Zimmerwald, localidad que se había escogido como sede. Sin embargo, el manifiesto pacifista que allí se redactó encontró amplio eco en la prensa europea del momento. El nombre de Zimmerwald se hizo noticia, así como el de los asistentes a la Conferencia. Entre los congresistas tuvo especial relieve León Trotski, como autor del manifiesto. Esta popularidad no iba a serle favorable. Efectivamente, existía entonces en París un pequeño núcleo de emigrados rusos que habían conseguido publicar un periódico, el Nasche Slovo, bajo la dirección de León Trotski. Desde él censuraban la participación rusa en la guerra, y bajo la capa de pacifismo propagaban sus ideas revolucionarias, prodigando ataques contra el sistema político de su país, sin excluir a la familia imperial. El gobierno francés, que toleraba a disgusto las actividades de este grupo, empezó a sufrir presiones por parte de la Embajada del zar, y con más fuerza desde que llegaron tropas rusas a colaborar en la defensa del frente francés. En estas circunstancias un regimiento ruso acuartelado en Marsella dio muerte a su coronel, Krausse. Se hizo la investigación oportuna y se encontraron ejemplares del Nasche Slovo entre los amotinados.1 La acusación de excitar a la rebelión dio motivo para el cierre del periódico: para atajar el mal en su raíz, se procedió a la expulsión del territorio francés del director, junto con algunos colaboradores suyos. Trotski, impuesto en la necesidad de abandonar Francia, pidió asilo primero en Suiza y luego en Italia e Inglaterra. Estos últimos países se negaron a recibirle y los suizos demoraban la concesión del visado. No quedaba más salida que España, y así se lo hicieron entender dos agentes de la policía que fueron a buscarle a su casa para acompañarle hasta que cruzara la frontera. Así llega Trotski a San Sebastián; y, como España sólo significa para él una espera forzosa hasta la llegada del visado suizo, va a observar este país desconocido para él con ojos de turista. Pronto abandona la capital norteña; como despedida hace un comentario humorístico de la nota del hotel, que redactada (?) en francés, dice: «Par habitation, pour dormir deux jours et par un bain»; lo cual traduce del modo siguiente: «A través de la habitación, con el fin de dormir dos días, y a través de un baño». Todavía añade: «El precio estaba, sin embargo, escrito en cifras árabes y, por desgracia, no daba lugar a ningún género de duda. San Sebastián es una playa de moda y los precios dignos de la misma. Hay que ponerse a salvo».2 En Madrid, sus dotes de observador se muestran implacables. Trotski analiza lo que ve, desnudo de toda decoración, y lo juzga siempre con honradez pero también sin contemplaciones. Así, ante la barabúnda de la estación: mozos de cuerda, limpiabotas, voceadores de periódicos y vendedores de baratijas, saca una impresión penosa de España, y comparando las tres penínsulas meridionales de Europa, termina diciendo: «Rumania es una España sin pasado».3 A Madrid debió llegar el 2 de noviembre.4 Estos primeros días son los de un turista que sin prisas, con la pereza que da el tiempo libre, recorre el itinerario de su Baedecker. Sus mejores horas las pasa en el Museo del Prado. Goya, Velázquez y Murillo son sus preferidos en estas visitas. Pero, si bien guarda su mayor admiración para los maestros del pasado, prefiere en arte lo moderno. Para el nuevo mundo con que sueña quiere un arte más práctico, con un sentido más didáctico; un arte, en definitiva, esencialmente útil. Esta idea lo informa todo en la vida de Trotski e igual que en arte, en otro orden de cosas, pide a la humanidad el sacrificio de deshumanizarse como único medio de construir una sociedad esencialmente útil. Trotski, con tiempo para pasear por una ciudad neutral, que brilla de luz durante la noche sin miedo a «los peligrosos» zeppellins, lo tiene también para escribir comentarios sabrosos y agudos de lo que ve. Así, igual ríe de buena gana ante el mote de «Nuestra Señora de las Comunicaciones», conque los castizos han bautizado al nuevo edificio de Correos, que se maravilla de la cantidad de bancos que pueblan la geografía de Madrid. También le asombra el número de iglesias, pero, sobre todo, ver en las obras de construcción de la catedral de la Almudena y en los nichos vacíos de los panteones un cartel donde reza «se alquila». De todo esto concluye que el binomio iglesia-banco se disputa el poder en España, pero con una lucha amable, ya que el caudal que las iglesias reciben de «los marqueses» por sus panteones, lo depositan en seguida en los bancos. En general, encuentra Madrid provinciano y pacato y, a pesar de vivir unos días de ocio, reprocha a los españoles su impuntualidad y pereza. Para terminar con los tópicos, juzga asimismo que la España auténtica hay que buscarla en Granada y Sevilla. En sus críticas dice que la gracia española viene a ser el recuerdo provinciano del «chic» parisiense. jDurante estos días visitó a Després-8 Era éste un socialista francés que trabajaba en una compañía de seguros y a quien Trotski seguramente había sido recomendado por la Casa Rothschild.6 Le impresionó gratamente a pesar del aspecto burgués de su casa. Trotski dice que no hizo más visitas que la referida a Després, pues si bien quiso ver a Daniel Anguiano, secretario del partido socialista, no pudo hacerlo, por encontrarse éste en la cárcel, condenado por haber escrito un artículo contra el dogma. (Aquí debe existir un error, pues quien estaba preso por aquel entonces, y precisamente por tal motivo, era Torralva Beci.) El Socialista comenta la detención con estas palabras: «Tales son los procedimientos...que la reacción emplea por motivos tan fútiles, ridículos en cualquier país civilizado». Pero Trotski no se queda atrás en el juicio y canta y alaba la democracia que ha mejorado la sociedad, ya que tres siglos antes, dice, Torralva Beci hubiera muerto quemado por la Inquisición. El domingo, día 5, Trotski quiso ir a los toros, pero, suspendidos por la lluvia, se refugió en el hipódromo. Su tarde en el hipódromo le iba a suponer el ser reconocido por la policía española, que, advertida por la francesa, le buscaba desde que cruzó la frontera. Para terminar con esta etapa de la vida española de Trotski, entresaco de la prensa del momento unas cuantas noticias que ayudan a situarnos en aquellas fechas: El duque de Toledo ganaba la copa en las carreras de caballos; y mientras Pastora Imperio estrenaba en el Romea, «Joselito» daba la vuelta al ruedo en la Maestranza de Sevilla. DETENIDO EN LA CARCEL MODELO El día 9 de noviembre se presentaron tres policías en la casa de huéspedes donde vivía Trotski. La conversación con ellos no podía ser fácil. Los policías desconocían el ruso y Trotski comprendía mal el castellano. Después de varios esfuerzos preguntó uno de los agentes: «Parlez-vous franeáis?» Pero debía ser mera fórmula, ya que éstas eran las únicas palabras que conocía de la lengua de Molierk Una vez en la Dirección General de Seguridad, se vio obligado a esperar casi siete horas hasta ser interrogado. No fue tiempo perdido, pues entre tanto pudo comprobar que, si bien el trabajo no era el punto fuerte de la policía española, en compensación observó que los agentes «no se sienten inclinados a la ferocidad: es decir, que no se esfuerzan profesionalmente en ser feroces».7 Por fin llega el momento de ser interrogado; sin perder el humor, anota Trotski que el traductor habla mal francés y alemán, pero manifiesta dominar el inglés tan pronto como sabe que Trotski lo desconoce. Le pregunta sobre Zimmerwald, sobre la nacionalidad y el porqué de no volver a Rusia. Por último le comunica el jefe de policía que debe abandonar España, donde sus ideas resultan en extremo avanzadas. Dicho esto —y tras repetir a los agentes que lo trataran con consideración, que era «persona leída y un caballero»—, dio fin la entrevista. El policía que le acompañó en un coche hasta la cárcel, celoso de cumplir fielmente la consigna de amabilidad, se la hizo notar de un modo pegajoso, palmeándole, ilustrando a Trotski sobre su mujer e hijos y, por último, quísole invitar a toda costa en un bar del camino. Por fin, la cárcel. Mientras le cachean en el centro de la estrella que forman cinco galerías, de cuatro pisos de altura cada una, piensa que desde hace diez años no visita estos tranquilos edificios. De allí es conducido directamente a su celda. Traza su descripción Trostki minuciosamente: cortinas en las ventanas, armarios, un sillón, una mesa, lavabo y una cama con sábanas; todo ello sucio, pero, en fin, «no son cosas habituales en el ajuar carcelario».8 Todo este «lujo» se explica algo más tarde, pues, efectivamente, existen dos tipos de celdas, gratuito y de pago, y aún más, estas últimas pueden ser de 1,50 o de 0,75 pesetas al día. Las ventajas de los ocupantes de la celda de pago no terminan ahí: disfrutan también de una hora más de paseo diario, y pagando 2,50 pesetas al mes, pueden tener luz eléctrica hasta la una de la noche. «Cada detenido —explica— tiene derecho a ocupar una vivienda de pago; lo que no tiene es derecho a renunciar a la vivienda gratuita.»9 Sus compañeros son todos gente interesante: un tipo desgarbado que habla cuatro idiomas, un ladrón de reconocida fama internacional, un cubano que mató a su mujer, y, por último, un recién llegado rechoncho y bajo a quien en seguida han bautizado con el nombre de Sancho Panza. A última hora vino un policía a repetirle que debía salir de España y que escogiera país a donde ir. El sábado, día 11, viene a traerle nuevas noticias. Invierte Trotski la mañana en escribir (en francés) al ministro de la Gobernación. En su larga carta se queja de lo absurdo e injusto de su detención. En Francia se le dio un plazo de tiempo para que abandonara el país y nunca se le detuvo. Y aquí, no sólo se le encarcela, sino que se le conmina a dejar España inmediatamente, sin tener en cuenta que el hecho de su prisión no ayuda nada a ser recibido por cualquier otro gobierno. Apenas terminada esta carta, vienen a buscarle para rellenar su ficha. Se niega en redondo a efectuarlo voluntariamente, como protesta por su detención. Por último, adopta una actitud pasiva y deja que los policías embadurnen de tinta sus dedos e impongan las huellas digitales.10 A poco recibe la visita de Després y Anguiano. Le traen comida, que recibe con todo el agradecimiento que da el hambre, y sobre todo le explican las medidas que han tomado: una comisión del partido socialista ha ido a ver al ministro de la Gobernación e incluso al conde de Romanones, presidente del Consejo, para interceder por él. También le enseñan unos recortes de periódicos que se ocupan de su caso. Efectivamente, El Socialista u publica un artículo, pero sin darle importancia, pues aparece en segunda página y con titulares pequeños. Con el título de «Las cosas de nuestra policía: un socialista ruso detenido», se dice: «Ayer tuvimos noticia de que un compañero nuestro, recién llegado de Francia a Madrid, había sido detenido por la policía. «Hemos inquirido detalles que explicasen la detención de León Trotski, que así se llama nuestro compañero, y nos ha sucedido lo mismo que en otros casos semejantes: que nos hemos tenido que asombrar por la facilidad con que nuestra policía detiene a personas que no son delincuentes, ni tienen propósito de delinquir, fundándose únicamente en el socorrido sistema de calificar de peligroso a un individuo. »León Trotski es un escritor muy apreciado en Rusia. Era corresponsal en Francia del gran diario liberal de Kíev titulado Kieroskaya Myrl. Su nombre es conocido, entre otros motivos, por haber traducido al alemán el libro Rusia durante su revolución. En París, donde residía, era redactor del diario ruso que allí se publica con el título Nuestra palabra. En sus columnas combatía el chauvinismo y aconsejaba a las naciones neutrales que permaneciesen dentro de la neutralidad interviniendo únicamente para moderar la matanza y apresurar la paz. »El gobierno francés ha expulsado a Trotski de aquel país por considerar improcedente la propaganda de ideas pacifistas en una nación beligerante. En consecuencia, León Trotski determinó venir a España, país neutral, donde su presencia no puede tenerse por peligrosa ni mucho menos. »No ha sucedido así; la policía madrileña, sin más antecedentes que los referidos, porque no puede tener otros, le ha detenido. «Esto es un atropello; pero es uno de tantos atropellos que constantemente nos vemos obligados a registrar. Por nuestra parte, hemos empezado a hacer gestiones para que el compañero León Trotski sea puesto en libertad inmediatamente». Según se desprende de este texto, los socialistas defienden a su compañero, sí, pero aprovechan también el incidente para atacar al gobierno y a la policía. Pero La Acción, periódico maurista, se ocupa también del asunto contestando a su colega El Socialista. La Acción, bajo el título de «¿Qué pasa?», dice: «Hace días se tuvo noticia en la Dirección General de Seguridad de que un individuo ruso llamado Bronstein Trotski,13 conocido agitador en aquel imperio y evadido de Siberia, había penetrado en España hace unos días, a primeros del mes actual, suponiéndose que se encontraba en Madrid. »Como el sujeto en cuestión es de los que no deben andar libremente, pues sus antecedentes no hacen esperar de él nada bueno, la Dirección General de Seguridad encomendó inmediatamente el servicio de captura del terrorista ruso a la brigada especial de anarquismo. Púsose ésta en seguida en movimiento y, anteayer, dos agentes de dicha brigada cazaron al individuo peligroso en la calle de Preciados, en una casa de huéspedes donde habitaba desde que llegó a Madrid. Como estas confidencias las tenemos por conducto extraoficial —pero absolutamente, totalmente exacto, toda vez que el servicio se ha llevado a cabo con la mayor reserva—, hemos interrogado al comisario de la brigada de anarquismo, señor Ortiz, el cual no ha accedido, por razones que comprendemos y respetamos, a contestar a nuestras preguntas. Parece ser que algunos conocidos agitadores madrileños han visitado al presidente del Consejo con objeto de recabar de él la libertad del detenido. Éste continúa en la cárcel. »En la casa en que fue hallado, se hacía llamar León Trotski. Tiene treinta y ocho años de edad. No necesitamos encarecer la importancia de esta detención, y esperamos que los buenos oficios interpuestos por los agitadores profesionales cerca del jefe del Gobierno encuentren la más rotunda de las negativas». El enfoque no es, ciertamente, el mismo que el de El Socialista. Pero igual que el otro periódico sólo utiliza a Trotski para hacer su política particular. Estos dos diarios serán casi los únicos que se ocupen de Trotski, pero aun así abandonarán pronto la polémica. De todos modos, el notar un ambiente alrededor de su caso debió de tranquilizar a Trotski sobre su inmediato porvenir. Al día siguiente, domingo 12, le comunicaron que estaba libre... pero con la condición de salir con rumbo a Cádiz esa misma noche. Había estado cuatro días en la cárcel y no le costaba abandonarla. Al irse, le dijo el preso políglota: «Cuando yo salga le instalaré en mi casa y diré que respondo de usted». A esta frase, el comentario de Trotski tenía que ser jocoso: «Así pues, tengo en España un amigo que me protege. Lástima que esté en la cárcel...» Se dirigió en seguida a su pensión, donde fue inesperadamente bien recibido. La explicación radicaba en Després, que le había precedido y allanado todas las dificultades. Pasa este día con Anguiano y Després, a quienes dice: «He sido expulsado de Alemania por francófilo; de Francia por germanófilo; claro está que yo no soy ni una cosa ni otra; soy un socialista que ve en la guerra una consecuencia fatal y lógica del sistema capitalista; nuestra misión no ofrece duda; consiste en aprovechar el desequilibrio y el hambre creados por la guerra para excitar a las masas a la revolución». Pero no sólo habla de principios generales en cuanto al «método» de la revolución, sino que, descendiendo al momento presente, manifiesta su temor de que se le obligue a salir por mar con el malévolo designio de que la escuadra rusa pueda detenerle sin complicaciones. En consecuencia, proyectan una campaña de prensa. Daniel Anguiano cuenta una anécdota que ilustra sobre la penuria económica de Trotski en aquel entonces; yendo hacia la estación quiso comprar un pollo que al fin adquirió, tras mucho regateo, por parecerle elevado el precio de seis pesetas. Otro suceso interesante relata también A. Bermejo de la Rica, en su obra La novela de Mata-Hari. Explica que estaba entonces en Madrid aquella famosa espía y, enterada por Sokolov de la detención de Trotski intervino cerca del agregado militar alemán en su defensa. «Tres días después, Trotski era liberado.» 14 Es importante constatar la importancia que Alemania daba a los revolucionarios rusos en relación con la fuerza de su enemigo del Este. CÁDIZ Durante las veinticuatro horas que tarda el tren en llegar a Cádiz, puede Trotski ir conociendo España. Atraviesa de noche la Mancha, llanura y cielo. Con el día nace el Sur a sus ojos; olivos y casas enjalbegadas que ciegan con su luz. En Córdoba, una larga parada que da tiempo para protestar a La Acción del artículo del día 11. En Almodóvar, el castillo vigilando la vía y el río. Durante el viaje sostiene una animada conversación con los viajeros y los policías. Éstos le comunican que su detención ha sido motivada por un telegrama de la policía francesa, que lo tachaba de «anarquista peligroso». Por fin, cuando ya es otra vez de noche, llega el tren a Cádiz. En la estación le estaban esperando unos compañeros socialistas.15 Al día siguiente, nuevas dificultades. Se presenta en la Comisaría y el jefe de policía le advierte que debe marcharse lo antes posible a un país de Sudamérica. Trotski arguye contra esta decisión, ya que su deseo es dirigirse a Nueva York, dado que el visado suizo no acaba de llegar. El comisario habla por teléfono con el gobernador 16 y le anuncia que no es posible variar esta orden, y que a la mañana siguiente deberá tomar un barco que zarpa con rumbo a La Habana. Trotski protesta enérgicamente de esta medida y declara que no cumplirá por su voluntad y habrán de obligarle por la fuerza a embarcar. Le prometen consultar el caso con las autoridades de Madrid, pero Trotski, tan pronto como sale de la jefatura de policía, telegrafía a Després y a Anguiano pidiendo ayuda. Con estas inquietudes termina su primer día en Cádiz. A la mañana siguiente, se entera de que han tenido éxito las gestiones realizadas y que ha sido autorizado a quedarse en Cádiz hasta el día 30, fecha de salida de un barco transatlántico para Nueva York. Logra tranquilizarse cuando ve zarpar el barco que debía llevarle a La Habana y que no había podido salir del puerto antes a causa de la niebla. Pudiendo ya disponer de tiempo a su antojo, recorre la ciudad, Le asombra ver gran número de «garitos» ricamente amueblados; sin duda lo que Trotski tomaba por casas de juego eran los tranquilos casinos provincianos. Con estupor comprueba también que circula moneda falsa, y entonces recuerda los prudentes consejos que a este respecto da a los turistas la «Guía Jouan».17 Cádiz le produce la impresión de un decorado de ópera antigua, tan irreal como una tramoya, con sus blancas casas asomadas al mar y las calles convertidas en bosques de naranjos. De vuelta a la posada, se entera de que su paseo ha sido ilegal. El mundo al revés. Es el detenido quien ha de cuidar de no separarse del policía que lo vigila. Éste, según Trotski, es un pobre imbécil, con grandes manos que le cuelgan de unas mangas demasiado cortas, y que escupe por un colmillo haciendo visajes. Completa el retrato explicando que le abraza constantemente para demostrarle su amistad. En «La Perla de Cuba», Trotski intenta leer, con la ayuda de una vela, dado lo tenebroso del edificio,18 mientras el dueño de la fonda se enzarza en una discusión con el policía. Aquél republicano y éste maurista, defienden cada cual sus ideas. Maura es un hombre de ciencia, un «enciclopedista», exclama el polizonte; Plácido, el posadero, se exalta y busca el apoyo de Trotski en sus ataques contra el zar. Éste, aburrido, abandona el oscuro comedor y se retira a su habitación. La discusión ha sido provocada por un suelto de La Correspondencia de España censurando que se haya puesto en libertad a Trotski. A los tres días de permanencia en «La Perla de Cuba», Trotski fue a ver a Manuel Lallemand, director de una compañía de segurosu y correligionario suyo, quien le buscó mejor alojamiento en el hotel Roma y le proveyó de dinero. Unas horas después, Lallemand fue a la pensión a buscarle en un coche de caballos, y le dejó instalado en su nuevo domicilio.20 Surge un pequeño contratiempo para Trotski: el dueño de «La Perla de Cuba», ofendido por su cambio de domicilio, ha difundido que recibe dinero de los imperios centrales. Con este motivo, le visita el cónsul alemán y todo queda explicado. ¿La confusión proviene del nombre de Lallemand, que fue quien le facilitó numerario? Es posible. De todos modos, el incidente preocupó a Trotski, ya que el hijo del fondista21 era colaborador de El País22 y podía influir para volver en contra suya este periódico que, hasta entonces, le había defendido. Sobre el caso concluye diciendo: «Extraño lío de cuentas de hotel y retazos de bandera republicana».23 En completa tranquilidad discurren los días siguientes; y el 29 pide autorización para prorrogar su estancia en Cádiz hasta la salida del próximo barco. Aduce como razón que su familia no ha podido reunírsele debido a la anormalidad de las comunicaciones en tiempo de guerra. El Socialista 24 se hizo eco de este ruego y, por último, consiguió sus deseos. LA CAMPAÑA DE LA PRENSA Entretanto, en la prensa de Madrid se ha desencadenado una pequeña campaña en torno a su persona. La Acción, que ya el día 11 se había ocupado del caso, vuelve sobre el mismo asunto con un artículo25 que encabeza con estos titulares: «El ruso sospechoso. León Trotski protesta. Un telegrama y unos antecedentes». El texto dice: «Recibimos hoy el siguiente telegrama: Acción. — Apartado seis. — Córdoba (enlace). — Protesto enérgicamente contra vuestras afirmaciones difamatorias. Enviaré rectificación de Cádiz. — León Trotski». Tras explicar quién es el ruso, continúa el diario maurista: «Los hechos están diciendo que nuestra información era exacta y el telegrama de León Trotski, protestando de no sabemos qué difamaciones, desde el momento que es verdad que estuvo detenido, nos viene a revelar la noticia, no facilitada en parte alguna, de que los visitantes del conde de Romanones han conseguido que se le ponga en libertad. »Pero ahora preguntamos: Si Trotski no era un individuo sospechoso, ¿por qué se le ha obligado a salir de Madrid inmediatamente? »¿Es que se ha marchado a Cádiz por su voluntad? No. »En la estación del Mediodía nos hemos enterado de que León Trotski va vigilado por dos agentes. »¿Por qué se le lleva a Cádiz? ¿Se le va a dejar allí? ¿Se le va a repatriar? »Si fuera persona sobre la que no recayeran sospechas, se le hubiera dejado en Madrid o donde a él le diera la gana estar. «Cuando nosotros dimos la noticia de su detención y de las gestiones para su libertad, es porque teníamos motivos para saber que la noticia era exacta. »E1 mismo León Trotski lo confirma al telegrafiarnos en el enlace de Córdoba, de paso para Cádiz. »Si el haberlo detenido es un caso de difamación, allá la policía. Nosotros hemos cumplido nuestro deber de informadores y no queremos hoy cumplir el de críticos, porque la conducta del conde de Romanones, cediendo a las presiones que anunciamos, se presta a muchos comentarios y a la declaración de que, siguiendo por este camino, llegará el momento en que ni la misma policía se preocupará de los temores convulsivos que de pronto asaltan al señor presidente del Consejo». En este artículo, La Acción, órgano conservador, aprovecha la ocasión que Trotski les brinda con su telegrama, para atacar a Romanones, jefe del partido liberal y, por tanto, el más cercano rival político de los mauristas. Por su lado El Socialista, cumpliendo lo prometido a Trotski antes de abandonar Madrid, publica en su defensa un artículo con el título de «Hay que descubrir lo que se intenta»,26 y tras explicar que se le ha puesto en libertad, pero que el mismo día se le obligó a partir en dirección a Cádiz, pasa a preguntar: «¿A dónde se le piensa trasladar? Se ha dicho a nuestro correligionario que en Cádiz se le dejará en libertad para ponerse en relación con las personas que le son conocidas y con su familia, que sigue domiciliada en Francia, para que se traslade al país que más le convenga y mayores garantías de seguridad personal le ofrezca. »Pero a nuestro amigo León Trotski la policía española le ha engañado más de una vez en el breve espacio de tiempo que lleva de estancia en nuestro país, y no es muy creíble que en Cádiz se den a nuestro correligionario Trotski las garantías personales a que tiene derecho, si se continúa permitiendo que la policía siga actuando tan libremente, tan arbitrariamente y tan vergonzosamente». Luego, dicho periódico pasa a contar las gestiones realizadas por el partido socialista para interceder en favor de Trotski. Entresaco algunos párrafos: «Cuando el Comité nacional de nuestro partido tuvo noticia del encarcelamiento de León Trotski, una comisión de dicho Comité marchó a la Dirección General de Seguridad para informarse de los motivos de la detención. Fracasaron todas las gestiones. En la llamada Dirección de Seguridad nada sabían. Los funcionarios de categoría inferior con quienes se habló lo ignoraban todo, pues ellos no hacían otra cosa que cumplir las órdenes recibidas. El director de Seguridad que, según dichos funcionarios, comunicaba las órdenes, era quien podía informarnos. Pero cuando, en representación de nuestro partido, solicitábamos ver al director de la policía, para adquirir los informes que sólo él podía comunicarnos, desconsideradamente, el director de Seguridad, o la persona que le representaba, evadía nuestra entrevista, volviendo a ponernos en relación con el personal subalterno, que nada sabía y no hacía más que cumplir órdenes superiores». Visto la inutilidad de estas gestiones, decidió el comité acudir al conde de Romanones: «Al jefe del gobierno nuestros compañeros le dieron cuenta de la arbitraria e ilegal detención del correligionario Trotski... »E1 conde de Romanones no tenía noticia alguna de lo hecho con Trotski. Ofreció enterarse y comunicar en el día de hoy sus informes a la comisión de nuestro partido. Y ha sucedido que un día antes de que el jefe del gobierno pudiera adquirir los informes, atendiendo la reclamación que le fue formulada, la policía española tomó la resolución de trasladar a Cádiz al camarada Trotski... Nuestro partido queda esperando el resultado de la reclamación que tiene formulada y que no abandona. Trátase de un correligionario ruso, que llega a nuestro país y es tratado por las autoridades con una desconsideración que avergüenza; y no estamos dispuestos a abandonar este asunto, por razón de solidaridad con nuestro compañero Trotski, primero; por consideraciones de decoro nacional, después; sería indigno de nuestro país que quedara sin la defensa a que al amparo de las leyes tiene derecho quien es instrumento de manejos policíacos, según nuestras referencias». Todavía sigue el artículo con unas manifestaciones de Trotski que transcribo a continuación: «Cuanto más reflexiono sobre mi situación, más seria me parece. La detención, en sí misma, no tiene importancia alguna; al contrario, es una cosa cómica. Mis ideas, que aquí nadie conoce, y que no puedo explicar en el idioma de este país, dicen que son demasiado avanzadas. «Esta explicación, por su estupidez, obliga a buscar otras razones, es decir, los propósitos que se abrigan y no se confiesan. Por eso la cuestión hay que plantearla de esta forma: La policía francesa (nótese que digo la policía y no me refiero al gobierno francés, que acaso sea extraño a esto) ha querido expulsarme de Francia y echarme precisamente a España, haciendo lo imposible para que no pudiera entrar en Suiza. Los dos inspectores que me condujeron a España, me dijeron, sin haberles preguntado nada: "Puede usted estar tranquilo, que no le entregaremos a la policía española". A lo cual no pude menos de responder: "¡Ya! Porque tienen ustedes la seguridad de que ella me encontrará en seguida". Tenía yo sospechas de que luego hablaré. Ahora me hallo detenido. ¿Por qué? No será por falta de documentación. Puede ocurrir muy fácilmente que se encuentre a un ruso cuyos documentos no se hallan en regla, y le metan en la cárcel para identificarlo. Pero aquí ocurre lo contrario; no se ha demostrado ningún interés por mis papeles. Cuando yo quise sacarlos del bolsillo para mostrarlos, me dijeron: "No, no hace falta, ya los conocemos". Y añadieron que la orden de encarcelamiento estaba ya firmada. »Se me detuvo "por adelantado", basándose en las informaciones enviadas por la policía francesa, que se propuso a toda costa que yo cayera en manos de la policía española. »La iniciativa de todas estas persecuciones contra mí, pertenece a la embajada rusa en París. Muchas veces me han repetido en la censura que el hecho de que un periódico ruso publicado en París critique la política rusa durante la guerra, es una cosa "muy desagradable" para el gobierno ruso. »Se comprende. Nuestro pequeño diario ha sido citado en todas partes. El odio de la embajada rusa contra mí era muy activo. Se han propalado rumores de que el periódico estaba sostenido por... el rey de Prusia. Pero nuestros ataques contra el imperialismo alemán y contra la mayoría socialista eran bastante claros y elocuentes para limpiarnos de toda sospecha. »Pero desde que el gobierno ruso envió soldados de nuestro país al frente francés, la actitud de la embajada respecto de los refugiados rusos se hizo más violenta. Ha logrado lo que quería: nuestro periódico ha sido prohibido y yo he sido entregado a la policía española. »Sería desconocer a la policía rusa suponer que con este resultado se da por satisfecha. No; lo que quiere es que yo caiga en sus manos. No ha podido lograr que la policía francesa, directamente, lo haga, porque hay en Francia ministros socialistas, y hay periódicos que han amenazado con ciertas divulgaciones, etc. »Pero en España sería otra cosa: aquí me hallaría aislado, y la policía española no tendría escrúpulos políticos para [no] entregarme. »La organización de la policía del zar es mucho mejor que la de su ejército. Los cónsules rusos gastan cantidades enormes para tener a su servicio policías franceses, ingleses y... de los países que les hagan falta. »Como la policía francesa ha querido entregarme precisamente a la policía española, puede ser que ésta tenga ahora el propósito de entregarme, directa o indirectamente, a la policía del zar. »Me quieren poner en la frontera. Pero la frontera de tierra está excluida, porque es Francia de donde me han arrojado. Queda la frontera marítima, y si me obligan a embarcar, hay que tener presente que en el Mediterráneo, como en el Atlántico, hay barcos de guerra rusos, que pueden detener al que me transporte, pueden entonces detenerme a mí y lograr de esta manera sus propósitos». Y termina el largo artículo de El Socialista con estas palabras: «El último párrafo produce angustia. Hemos de insistir en lo que ya hemos dicho: Es vergonzoso, es odioso que un individuo sin antecedentes que le señalen como peligroso pueda ser detenido tan arbitrariamente como la policía madrileña ha detenido a León Trotski; lo encarcele y lo mande a la punta de Europa, a Cádiz. ¿Con qué fin? Si es con el propósito de embarcarle, y que en alta mar lo aprese un barco ruso, conste que estamos sobre aviso, y sabremos atraer la atención política sobre tan indigna maniobra. »No debe olvidar el gobierno que por encima de los deseos perversos de la policía rusa está, en España, el respeto a la ley y a la personalidad humana». Como se ve, Trotski estaba seriamente preocupado por el desenlace que su detención podía tener. Este artículo explica su inquietud cuando, recién llegado a Cádiz, le comunican que debe partir inmediatamente para La Habana. Todo le hace suponer una maniobra proyectada con el fin de que caiga en manos del gobierno imperial ruso. Pero en España sólo se intentaba deshacerse de su molesta persona, y por eso se atendieron sus ruegos, pudiendo embarcar finalmente para Nueva York. Estas declaraciones de Trotski las recoge La Acción 27 con estas palabras: «Nosotros respetamos los derechos de todos los ciudadanos nacionales y extranjeros, y en este caso no hemos faltado a ese criterio, pues no hemos dicho de León Trotski sino lo que nos constaba ser cierto y lo que sabíamos no podría sufrir rectificación». A continuación transcribe la mayor parte de las manifestaciones de Trotski y, finalmente, concluye con unos comentarios: «Estas manifestaciones de León Trotski son la mejor confirmación de que nosotros no hemos juzgado ligeramente a ese individuo. »Nos limitamos, al dar la noticia de su detención, a consignar nuestros recelos sobre el hecho de que anduviera libremente por España un sujeto expulsado de Rusia, de Francia, naciones que son —según nuestros elementos radicales— templos de todas las libertades y aras de todos los derechos del hombre. »Hoy, esas palabras de León Trotski nos afirman en nuestra opinión. »No tenemos por qué indagar quién es ese individuo, ni nos metemos a juzgarle. Mucho menos hemos de echar cargos sobre él. Lo que decimos, insistiendo en lo ya dicho, es que no hay razón que abone la permanencia libre en España de sujetos expulsados de otros países y a los cuales en los otros países se les niegan los derechos que tienen los demás ciudadanos. »Y queda terminado el incidente». Este artículo lo leyó Trotski en Cádiz, y causó su indignación que le atacaran precisamente los mauristas, que abogaban por la paz igual que él. Por lo visto, Trotski no cae en la cuenta que el órgano del partido conservador no censura sus ideas pacifistas. Lo que busca La Acción es una medida de política interior alejando a un elemento peligroso, como Trotski, del suelo español... Sin embargo, la polémica no acaba ahí. Efectivamente, El Socialista 28 contesta con grandes titulares: «El caso de León Trotski. Taimadamente se ha cometido una infamia». Y sigue diciendo: «Hemos recibido de Cádiz, firmado por nuestro correligionario León Trotski, un telegrama en que nos anuncia que en el día de hoy, y a las ocho de la mañana, será embarcado, como si se tratara de un criminal, para La Habana. «Oficialmente, aún no sabemos los motivos por los cuales se ha tomado en nuestro país la determinación de expulsar a nuestro compañero. »La reclamación que formuló al presidente del Consejo de Ministros una representación del Comité nacional de nuestro partido sigue pendiente de contestación cuando escribimos estas líneas. »Si el conde de Romanones hubiera cumplido su palabra, en el día de ayer hubiéramos conocido el resultado de las informaciones que dijo iba a pedir para dar contestación adecuada a la reclamación que se le formuló. »Cuando la contestación llegue, nuestro amigo Trotski estará embarcado con rumbo a La Habana. Y en nuestros espíritus queda solamente la impresión que nos produjeron sus manifestaciones cuando aquí, en Madrid, le acompañamos en peregrinación a los centros oficiales, para ver si evitábamos se consumara la resolución bárbara que contra él se había tomado. »Y la impresión es la nacida de las fundadas sospechas de que todo lo ocurrido sea consecuencia de una persecución policíaca. Y suponiendo a Trotski embarcado en buque que marcha con dirección a La Habana, no podemos olvidar sus temores, y se apodera de nuestro pensamiento la idea de que el embarque sea otra taimada acción policíaca, para hacer que nuestro correligionario, por procedimiento indirecto, sea entregado a la policía rusa. »Lo hecho hasta ahora ya es bastante para que sintamos vergüenza de que haya podido ser ejecutado en nuestro país y por nuestras llamadas autoridades. Si a lo hecho se añaden nuestras sospechas y nuestros temores, aún se acrecienta la vergüenza que sufrimos. Las gentes de nuestro pueblo rechazan indignadas los procedimientos de la taimada circunspección que se han empleado; rechazan, además, la resolución de expulsión que se ha tomado. Eso que ha arrojado de nuestro país a Trotski es lo que el pensamiento y sentimiento de honradez de nuestro país rechaza con repugnancia, y a lo que se ve sometido por carecer de fuerzas bien organizadas y orientadas para no aguantar su predominio. Esto que ha lanzado a Trotski fuera de nuestro país es lo mismo que el pueblo tiene que arrojar al basurero por razones de higiene de los espíritus. Eso no somos nosotros, eso es lo que estorba, lo que hace imposible una vida moral limpia. Repetimos que no sabemos cuáles son las razones que puede dar el conde de Romanones para justificar la determinación tomada con Trotski. »Con lo sucedido tenemos hechos suficientes para poner comentarios; pero para mayor demostración de nuestra excesiva ecuanimidad, nos los guardamos hasta conocer lo que nos diga el presidente del Consejo de Ministros». Verdaderamente, la ecuanimidad de que dice hacer gala El Socialista no surge. Sin intentar defender a Trotski con razones que muevan a las autoridades a suspender la orden de embarcarlo para La Habana, se lanza a una serie de invectivas contra el gobierno y la policía. Pero no terminan aquí sus ataques; el artículo continúa, dirigiéndose ahora contra La Acción: «La Acción, diario maurista y, según confesión propia, el único periódico honrado,29 recogió hace días la noticia del encarcelamiento de Trotski y le puso un comentario. «En lo que por su cuenta, y con arreglo al concepto que tiene de la honradez, claramente daba a entender que se puede ser honrado y órgano oficioso de la policía. «Afirmaba el diario maurista que Trotski era un terrorista furibundo; que los terroristas españoles habían comenzado a movilizarse para gestionar la permanencia de Trotski en España; pedía a las autoridades españolas desatendieran las reclamaciones de los terroristas españoles, y solicitaba, al fin, que Trotski fuera arrojado de nuestro país. »Si el terrorismo fuera lo que la escoba para las inmundicias, era cosa de hacerse terrorista al apreciar la condición moral de quienes inspiran el órgano del maurismo. »Pero no es ése el remedio. El terrorismo queda para los mauristas con Maura a la cabeza, que pretenden dominar a sangre y fuego al país, y cometer actos tan honrados y poco criminales como los fusilamientos de Barcelona de 1909. »Hoy vamos a lo nuestro, que no es justificarnos ante La Acción, para demostrarle que no somos terroristas. «Vamos a procurar demostrar que La Acción es casi, si no totalmente, el órgano oficioso de la policía española. »E1 origen de la noticia dada por el órgano del maurismo, tres días después de que Trotski llegara a nuestro país, es de la policía francesa, quien dio informes parecidos a éstos. "El terrorista-anarquista-peligroso León Trotski hoy ha pasado la frontera con dirección a San Sebastián y se dirige a Madrid." El autor de esta noticia infamante y de las consecuencias registradas es M. Bidet,30 persona de una grosería ofensiva, con quien tuvo algunos serios disgustos nuestro compañero Trotski. »¡ Trotski terrorista! ¿Terrorista de hecho? Pues digan dónde están los actos terroristas en que haya tomado parte o estado complicado. »¿Terrorista por principios ideales? Pues cítese alguno de sus escritos en que haya defendido la teoría terrorista. »De todo lo dicho y hecho hasta ahora no queda más que una conjura policíaca, que para vergüenza de todos ha sido diligente y taimadamente secundada en nuestro país. »Esto, y que La Acción es un honrado órgano de opinión al servicio de estas acciones honradas. «Después, ya veremos, porque el asunto no lo damos por concluido». A todo esto La Acción, sin preguntar qué incompatibilidad existe entre la honradez y el dar una noticia recogida de la policía, contesta el viernes 17,31 diciendo: «Ha habido conversaciones diplomáticas entre el presidente del Consejo y el Comité nacional del partido socialista a propósito de un asunto verdaderamente nacional y societario: a propósito del ya famoso sujeto ruso León Trotski. La odisea de estas negociaciones nos la cuenta, todo desolación, El Socialista. «Resulta grotesco todo lo ocurrido en esta cuestión sencillísima: desde la reserva con que se ha llevado a cabo el servicio policíaco hasta estas entrevistas del jefe del gobierno con el Comité socialista. Para estos señores son todos nuestros respetos, pero, aparte de eso, ¿no les parece que es sacar las cosas de quicio en trajín y en visiteo alrededor de un suceso completamente vulgar, común y corriente? »Ni nos explicamos el silencio que se ha guardado acerca de este asunto, sobre el cual sólo hemos hablado para decir lo que repetimos hoy: que nos parece sencillísimo, diáfano y natural el hecho de que un sujeto, expulsado de Rusia, Francia e Italia, internado en España, se le detenga aquí, y con toda clase de consideraciones para su persona —que ésta ha sido la realidad— se le ponga fuera de nuestro país, toda vez que no hemos contraído obligación alguna para alojar en nuestra casa a sujetos que, sobre no ser conocidos, no traigan la garantía de una presentación en regla. «Esto es todo... Pues alrededor de eso se quiere hacer un ambiente de misterio, y alrededor de eso el Poder Público está perdiendo el tiempo en negociaciones y conferencias que no sabemos a qué obedecen ni qué pueden significar». Con este artículo La Acción da por terminado el asunto y no vuelve a ocuparse de él. Sin embargo, un nuevo suceso va a atraer una vez más la atención de la prensa sobre Trotski. Castrovido, diputado republicano, había ido a visitar en la cárcel a Torralba Beci y allí le hablaron de Trotski, que estaba detenido también. Con este motivo, en la sesión del viernes 17 de noviembre, el director de El País intervino en el Congreso a favor del socialista ruso, con estas palabras:32 «Siento mucho, señores diputados, que no esté presente mi distinguido amigo particular el señor ministro de la Gobernación, sobre todo si su ausencia del banco azul es motivada por la enfermedad de su hijo. Le había anunciado las preguntas y los ruegos que le iba a dirigir; pero como el gobierno está dignamente representado por el ministro de Gracia y Justicia, se las dirigiré a él. Advierto y no como censura, ni siquiera como queja, que todos los ruegos y preguntas que voy a hacer hoy, debía haberlos hecho, si hubiera podido, el lunes último; pero como hay muchos señores diputados que tienen pedida la palabra, y no es justo que se invierta el orden, no he podido hacerlos hasta ahora, por lo cual resultan algo añejos». Luego expone su extrañeza por haberse clausurado la exposición de dibujos del holandés Ralmalckers, tan sólo porque los temas eran bélicos. Y a continuación entra en la defensa de Trotski: «Voy también a hacerle otra pregunta relativa a la detención realizada en Madrid de un ruso, cuyo nombre no recuerdo. Este ruso, socialista, había sido expulsado de Francia, porque en Francia defendía la paz; era un socialista pacifista. Vino a España, y aquí fue detenido. ¿Por qué? Ésta es una de mis preguntas. »Los socialistas, portándose admirablemente con este correligionario suyo, partidario de la paz a todo trance, enemigo de la guerra actual y de los países aliados y de sus adversarios por continuar la contienda; los socialistas, digo, demostrando su admirable espíritu de justicia, visitaron al señor presidente del Consejo para protestar contra una detención que estimaron arbitraria, como la estimo yo también; y el señor presidente hizo gestiones que produjeron la libertad del detenido. Pero después, tampoco sé por qué, y ésta es otra pregunta, volvió a ser detenido, fue enviado a Cádiz, y en Cádiz no sé si ha sido puesto en libertad o si se le ha enviado a Cuba. (El señor Domingo: Se le ha enviado a Cuba.) Pues, si se le ha enviado a Cuba, ese destierro me parece una injusticia. »Todo esto tiene un sabor de tiranía afrentoso para el partido liberal; todo esto demuestra que en España son todavía delitos las manifestaciones del pensamiento; todo esto es verdaderamente inicuo, injusto; sumamente deplorable; constituye un baldón ignominioso para el partido liberal que lo ha dispuesto o que lo tolera y para todos los demás, si quedara impune este verdadero crimen legal». El ministro de Gracia y Justicia contestó en términos generales al diputado Castrovido ofreciendo datos concretos cuando el ministro de la Gobernación pudiera volver al Congreso. Pero, a pesar de que a la siguiente sesión el señor Ruiz Jiménez, ministro de la Gobernación, pudo incorporarse al Congreso, y a que en días posteriores se trató sobre otros asuntos tocados por Castrovido, no se volvió en las Cortes a hacer mención de Trotski. Esto se explica por el hecho de que el socialista ruso finalmente no abandonó Cádiz, y sobre todo por la contestación dada por el conde de Romanones al director de El País a sus preguntas sobre Trotski: «Se trata de un sujeto en extremo peligroso, expulsado de Francia por sus ideas y a quien la policía francesa nos lo ha entregado encargándonos mucha cautela. »Ningún interés tenemos en retenerlo; por el contrario, nuestro deseo es deshacernos de él». Tiempo más tarde, Castrovido recibió una carta de Trotski agradeciendo su interpelación. Naturalmente, todos los periódicos,33 en su reseña de la sesión de las Cortes, publicaron las preguntas del diputado republicano. Alguno, como El Socialista, les puso un comentario. Bajo el título de «Unas preguntas interesantes de Castrovido»,34 y tras de publicar íntegra la interpelación, añade: «Hacemos nuestras las declaraciones del diputado republicano. «Aún hay tiempo de impedir que la injusticia se realice. »Hemos recibido noticias de correligionarios nuestros de Cádiz. Nos comunican que León Trotski ha sido autorizado para permanecer en aquella población hasta fin de mes. Se le concede este tiempo para que pueda reunirse con su familia y trasladarse a los Estados Unidos, que es a donde desea ir, si la ilegal, injusta y bárbara disposición de expulsión se mantuviese. »Como no hay motivo alguno que autorice a ejecutar la disposición tomada contra el camarada Trotski, el Comité nacional de nuestro partido se ha dirigido de nuevo al presidente del Consejo de Ministros para reclamar sea revocada la orden de expulsión. »Por respeto a las leyes de nuestro país y en bien del derecho nacional, deben ser atendidos los deseos de nuestro Comité nacional». Después de este artículo hay un largo paréntesis de tiempo en el cual ningún periódico se ocupa de la detención de Trotski. El día 29 de noviembre, es de nuevo El Socialista quien sale en su defensa.35 Dice así: «Desde que se tuvo noticia de que nuestro correligionario León Trotski había quedado en Cádiz hasta el día 30 del mes actual, y en espera de un buque que lo trasladase a Nueva York, el Comité nacional de nuestro partido se dirigió por tres veces al presidente del Consejo de Ministros pidiéndole se rectificara la orden, arbitraria, injusta y deshonrosa para nuestro país, de expulsión de nuestro camarada. »Se solicitó del conde de Romanones respuesta a la reclamación, y hasta el día de hoy, víspera de la fecha en que Trotski será embarcado y expulsado, no ha tenido nuestro Comité nacional contestación alguna. »En el Congreso, nuestro estimado amigo Roberto Castrovido formuló, ya hace días, un ruego que nosotros reprodujimos íntegro, encaminado a evitar que Trotski fuera expulsado. Quedó el ministro de la Gobernación en dar satisfactoria respuesta al diputado republicano y director de El País, y a esa fecha, y cuando faltan menos de veinticuatro horas para que nuestro correligionario sea arrojado injustamente de nuestra nación, nada ha dicho el señor Ruiz Jiménez en respuesta al señor Castrovido. »Como se ve, se ha guardado un silencio que reputamos de sospechoso. Nos hace deducir que burdamente se prohibe desatender todas las reclamaciones formuladas, en espera de que llegue el día en que Trotski sea expulsado. »Si es esto lo que se hace, no honra a quienes, por ocupar el poder, están obligados a proceder con más seriedad y mayor consideración con las personas y entidades que reclaman actos de justicia. »Si el silencio es desprecio, nosotros hacemos constar nuestra protesta. Pero advertimos que a quien desprestigia y ofende gravemente el silencio guardado es a los que debieron hablar y callaron. »Y ahora, y para terminar por hoy, publicamos un telegrama que hemos recibido de Trotski. "Cádiz, 28. He telegrafiado al ministro de la Gobernación diciéndole que, a causa de las irregularidades en la comunicación telegráfica entre Rusia, Francia y Cádiz, no me ha sido posible reunir en ésta a mi familia para partir con ella a Nueva York el 30 de noviembre a las diez de la noche. Solicito con todo interés autorización para continuar en Cádiz hasta el próximo buque, para poder partir con mi familia. Temo que el gobierno confirme el acuerdo de mi expulsión, motivada por un sentimiento de crueldad injustificado, y os pido intervengáis nuevamente para procurar evitarlo. Trotski." «Nosotros insistimos en la reclamación formulada, pero la conducta pasada, la verdad, no nos hace tener esperanzas. »Y conste que lo sentimos por el país en que vivimos». Esta gestión tuvo éxito. En este artículo, en que El Socialista ataca al gobierno por no contestar a Castrovido, censura indirectamente al director de El País. Efectivamente, el día antes Castrovido sostuvo una larga interpelación al ministro de la Gobernación, y nada preguntó sobre Trotski. A partir de esta fecha no volvieron a publicar nada más los periódicos españoles sobre Trotski. Ni siquiera El Socialista salió en su defensa en las dos ocasiones en que, posteriormente, el ruso pidió ayuda. De todos modos, la campaña tuvo escasa importancia. Sólo El Socialista procuró dar realce al «caso Trotski». Hoy, visto a través del renombre que luego tuvo Trotski y aislado de todo otro suceso, puede parecer de mayor importancia que la que entonces se le dio. En realidad, su detención significó un incidente que cada cual aprovechó para su política particular. La Acción para atacar al partido liberal; El Socialista tenía ocasión de enfervorizar a sus seguidores denunciando «la injusticia» cometida con un correligionario; y, por último, a Castrovido le sirvió para censurar al gobierno. Éste fue, en verdad, el alcance y el valor que los españoles dieron al «caso Trotski». LECTURAS EN EL DESTIERRO Los días que pasa Trotski en Cádiz transcurren plácidos, como la ciudad en que vive. No es difícil imaginársele recorriendo el puerto, correcto en el vestir, sombrero de paja fina y su inseparable bastón.36 Durante estos paseos gustaba de pararse a conversarcon los marineros, especialmente si eran supervivientes de algún barco víctima de la contienda. Ocasionalmente se llegaba hasta las oficinas de la Compañía Trasatlántica para pedir detalles de su viaje a Nueva York. En una de estas visitas le dijo Cayetano, portero de dicha oficina: «La guerra la empezó Alemania, pero Inglaterra no quiere terminarla». Lallemand, cuya amistad cultiva, le dice que ha visto en la policía su ficha enviada desde Madrid, y en ella le tratan como «un amigo». Por supuesto, visitas al Museo, que entonces constaba de una sola sala. Admira los magníficos zurbaranes que del retablo de la cartuja de Jerez, atropellada por la desamortización, pasaron al Museo de Cádiz. Considera el cuadro de Rodríguez Valcárcel, que lo habían premiado en París en 1867, tan falso y tan vano como el segundo imperio. Se trata de un enorme lienzo representando la contestación de la Junta de Cádiz a Napoleón y pintado al gusto (?) de la época- En el Museo, Trotski firmó en un álbum donde el conserje, Antonio López, recogía autógrafos de los visitantes. Escribió lo siguiente: «26-XI-1916. — León Trotsky, écrivain russe, expulsé de l'Espagne». Un día fue al Gran Teatro37 a ver zarzuela. Le gustó la obra, bien interpretada 38 y corta. La compañía representaba varias zarzuelas en una sola función en lo que hoy llamamos «sesión continua». En otra ocasión estuvo en el cine y le asombró la pasión de los españoles ante el espectáculo, ya que avisaban con sus gritos a los héroes de la película de los peligros que iban a correr. Pero la mayor parte de sus horas transcurrían en la biblioteca provincial. Este hermoso edificio, con gran patio y buena escalera de piedra, tenía entonces un lóbrego aspecto, ya que la sala de lectura estaba situada en un corredor.39 Trotski se queja del escaso número de libros en lengua extranjera, pero entonces de los treinta mil volúmenes de que consta esta biblioteca sólo había cinco mil catalogados. Durante el mes pasado en Cádiz, nada menos que dieciocho tardes dedicó a la lectura. Las obras consultadas fueron las siguientes: Amours et gdlanterie, de Saint Edmé; Cours d'Histoire Moderne, de Guizot; Histoire de l'Espagne, de Adam; Castilla la Nueva, de Lafuente; Tableau d'Espagne, de Bourgoing; Histoire de la Révolution, de Schepeíer; Mémoires, de De Maistre; y un tratado sobre el derecho marítimo escrito por Merlhiac y titulado De la liberté de mers et du commerce, ou tablean historique et philosophique du Droit Maritime. El primer libro que leyó fue el de Bourgoing. Este fino observador dice que en la Europa civilizada la gente no se divide en nacionalidades, sino, mejor, por profesiones. Describe bien nuestro carácter: «El español del siglo xvi ha desaparecido, pero ha quedado su mascarilla. De ahí estos rasgos de orgullo y suficiencia que le distinguen aún en nuestros días».40 También le interesan los capítulos dedicados a la Inquisición y a las leyes sobre las corridas de toros. El ruso, comparando los hechos leídos con los que él puede observar, concluye que España no ha variado casi, pues si bien no existe ya la Inquisición, aún continúa la censura eclesiástica en nuestros periódicos. Todo lo referente a Inglaterra le apasiona. Estudia la conducta de este país durante la guerra de sucesión española en los libros de Adam y de Merlhiac. En esta última obra están subrayados los capítulos segundo y tercero titulados, respectivamente, «Las pretensiones de Inglaterra» y «Conducta de la Gran Bretaña. Compañía de Comercio. Decadencia del comercio inglés». Y en ellos se comentan las supuestas razones de la política inglesa, de la que dice: «Sus tratados de paz son más funestos para sus vecinos que el alcance de sus ejércitos». La obra que más consultó Trotski es, sin duda, Histoire de la Révolution, escrita por Schepeíer,41 representante en España del rey de Prusia durante la guerra contra Napoleón, que señala la importancia que entonces tenía Cádiz. Algunos de estos libros están muy deteriorados, y esto motivó el comentario de Trotski: «Tuve el placer de convencerme de que la polilla no es un animalito imaginario».42 Se desprende de estas horas de lectura su constancia en la fobia antibritánica y su mantenida obsesión por los temas que giran en torno a la ideología que iba a llevarle a las jornadas de Octubre. DESPEDIDA DE ESPAÑA El barco en que va Trotski a Nueva York, sale de Barcelona el 25 de diciembre, y haciendo escala en diferentes puntos, desde Cádiz se lanzará al océano. Trotski pide a las autoridades españolas permiso para ir a embarcar a Barcelona, donde podría reunirse con su familia, que se hallaba en Francia, evitándole las molestias del viaje en tren hasta Cádiz. Más cartas y telegramas, nuevas conferencias telefónicas. Tiene éxito al gestión, y el 20 de diciembre sale Trotski camino de Barcelona, vía Madrid, bajo la vigilancia de dos policías. Como despedida, el comisario de Cádiz le envió una cuenta de diecisiete cincuenta pesetas por conferencias telefónicas. En Madrid se detiene un día, pero nada resuelve, ya que Després se había ido a París. Consume su tiempo en los Museos del Prado y Arte Moderno y en la Academia de Bellas Artes. Al día siguiente, otra vez el tren. En el camino, Zaragoza, la ciudad heroica, Trotski tiene un recuerdo para Palafox, el general «revolucionario». El triste paisaje de los Monegros y los pocos pueblos que se dibujan en el horizonte le hacen exclamar: «Piedra y arcilla sobre arcilla y piedra».43 Y, por fin, Barcelona. Nada más llegar a esta «Niza, en un infierno de fábricas», la obligada visita a la Jefatura de policía, donde, tras una larga espera, le dejan de nuevo libre. Libertad que se apresura a aprovechar cursando el siguiente telegrama al conde de Romanones: «A mi llegada a Barcelona me tuvieron tres horas en la Jefatura de policía sin darme la posibilidad de comer ni de lavarme. Dígame qué es lo que quiere de mí su policía». En Barcelona el tiempo apremia; encuentro con la familia, algún paseo junto al mar y, en seguida, la fecha de partida. En Valencia, cuando iba a desembarcar, en la pasarela tres policías respetuosamente le indican que tienen orden de no permitírselo. Por el fuero intentó hacerlo y los agentes, amablemente, le condujeron de nuevo a cubierta. De todos modos, Trotski escribe al gobierno, periódicos y amigos protestando de esta medida. En Málaga ocurre lo mismo y, entretanto, se ha convertido en la comidilla de las tertulias de a bordo. El barco se llama Montserrat, es propiedad de la Compañía Trasatlántica. Va con todas las plazas cubiertas. ¡No en balde viaja bajo un pabellón neutral! El público es heterogéneo: tres americanos, «trío excepcionalmente abominable»;44 un campeón de billar francés, y, por último, sube en Cádiz al barco un joven inglés, sobrino de Osear Wilde, que se dedica al boxeo y acaba de celebrar en Barcelona un combate con Johnson y que ha venido en tren hasta Cádiz para evitar la escala en Gibraltar, donde hubiera sido detenido, ya que está en edad militar. Durante la travesía hasta Terranova les acompañó buena mar y sol. Los hijos de Trotski lo mismo juegan y charlan con unos sacerdotes que buscan la compañía del fogonero, socialista exaltado que sueña con un atentado contra don Alfonso XIII. Llegan a Nueva York con niebla, y a través de ella sólo pueden adivinar la masa de la ciudad. Trotski y su familia, sin que les pongan ningún impedimento, son los primeros en bajar del barco, 45 incluso antes que los mismos americanos. En los Estados Unidos le esperaban muchos amigos, quienes a los diez días de su llegada organizan un mitin de salutación donde Trotski, con gran visión del futuro, dijo: «El hecho económico de importancia capital consiste en que mientras Europa está demoliendo las bases de su economía, Norteamérica se enriquece, y yo, que no he dejado todavía de considerarme como un europeo, me pregunto, contemplando con envidia esta ciudad de Nueva York: ¿Lo resistirá Europa? ¿No se desplazará a Norteamérica el centro de gravedad del mundo en lo económico y cultural?» COMENTARIO La detención de Trotski, que en cualquier circunstancia no hubiera trascendido, cobró importancia porque unos y otros la utilizaron para sus divergencias políticas. De todos modos, su poderosa personalidad no hubiera pasado inadvertida. Esta opinión la corroboran cuantos le conocieron. Anguiano dice de él: «No olvidaré nunca su silueta aguda y flemática, su rostro de líneas angulosas que refleja energías sobrehumanas». De modo semejante se expresa García Arboleya. Pero ninguno pudo sospechar el papel que iba a desempeñar en la historia contemporánea. Incluso el propio Trotski estaba entonces bien ajeno a su futuro. Confirma este aserto el hecho de que, en el autógrafo del museo de Cádiz, se presente con el único título de «escritor». Como tal se manifiesta en la descripción de un paseo por las calles gaditanas: «Olores de España (aceite, comidas picantes), balcones, ancianos dormitando en los bancos, gran número de barberos y limpiabotas, mujeres en el umbral de la puerta, mujeres en los balcones, soldados, guitarras, juego de dominó en los talleres, mucha pobretería indolente —aplastada por el calor—, muchos colores, mucho ruido». Si en este párrafo da una impresión folklórica del ambiente en una ciudad andaluza, en otros traza con atinadas consideraciones el carácter español; cuando escribe que en nuestro país todo es acento: por eso al escribir se antepone a la frase el signo de interrogación, y así da tiempo al rostro a preparar la expresión adecuada. Éste es, en verdad, el hombre que atraviesa España desde Irún a Cádiz en 1916: un escritor, un intelectual. El otro Trotski, el revolucionario, surge en muy pocas ocasiones. Conocedor de que su estancia en España tan sólo significa un compás de espera, parece concederse un respiro en la dramática tarea de su vida. Cuando desembarca en Nueva York, cierra el paréntesis español guardándolo en su memoria como un curioso recuerdo. Después, los acontecimientos, en atropellada sucesión, sacudirán su existencia. 1. Trotski atribuye la génesis de este motín a un agitador profesional, de nombre Wining, enviado por la policía zarista con el fin de dar motivo al gobierno francés para la expulsión de los revolucionarios rusos. León Trotski, Mi vida, trad. del alemán por W. Roces (Madrid, 1930), p. 26. 2. L. Trotski, Mis peripecias en España, trad. del ruso por Andrés Nin (Madrid, 1929), pp. 25-26. 3. L. Trotski, Mis peripecias, p. 39. 4. Trotski dice que, al día siguiente de su llegada, contempló ante palacio el cortejo del nuevo embajador de la República Argentina, Marcos Avellaneda, que se dirigía a presentar sus credenciales. Ello ocurrió el día 3 de noviembre. 5. En Mi vida, llama Gabier a este francés. Su verdadero apellido era Després. 6. En Cádiz fue recomendado a don Manuel Lallemand por la Casa Rothschild. Como Lallemand y Després regentaban sendas Compañías de Seguros, no es aventurado suponer que la Casa Rothschild interviniera también cerca de Després en favor de Trotski. Es de notar aquí el apoyo recibido por parte de personas de su mismo origen hebreo. 7. L. Trotski, Peripecias, p. 53. 8. L. Trotski, Peripecias, p. 64 9. L. Trotski, Peripecias, pp. 64-65 10. Esta ficha ha desaparecido del Archivo de la Dirección General de Seguridad 11. El socialista (10-XI-1916) 12. La Acción (11-XI-1916). 13.El diario maurista maneja el apellido y el pseudónimo 14. Antonio Bermejo de la Rica, La novela de Mata-Hari 15. Le esperaba, entre otros, Plácido Menéndez Vega, dueño de lacasa de huéspedes «La Perla de Cuba», que le llevó su equipaje hasta dicha fonda. 16. . El gobernador civil de Cádiz era, entonces, don Juan Sánchez Anido. 17. Se trata de los famosos «duros sevillanos», de excelente ley por lo demás. 18. «La Perla de Cuba» es una fonda de poca categoría. Está instalada en una casa de fábrica antigua con un patio central ahogado por la altura de los muros. Del patio arranca la escalera bajo un amplio arco. Todo ello recuerdo de épocas más antiguas. El dueño de la pensión lo recuerda [a Trotski] así: «Siempre con un libro y una vela». 19. Esta Compañía se llamaba «L'Assurance Genérale». 20. Según recordaba el citado Plácido Menéndez. 21. Se trataba de José Menéndez, que, por su profesión de radio telegrafista, estaba embarcado y no llegó a conocer a Trotski. Colaboraba también en El Societario, revista quincenal que publicaba en Cádiz el partido socialista. 22. Supongo que se trata de El Pais de Puerto Real 23. El fondista era radicalmente republicano 24. El Socialista (miércoles, 29-XM916). 25. . La Acción (martes, 14-XM916). 26. El Socialista (lunes, 13-XI-1916). 27. La Acción (miércoles, 15-XI-1916). 28. El Socialista (jueves, 16-XI-1916). 29. Se refiere al subtítulo del periódico maurista, donde proclama que es un órgano honrado de información. 30. En Mi vida Trotski le achaca también su expulsión. Añade que siendo él comisario de Guerra, Bidet cayó en manos de los Soviets con la acusación de espionaje. Pero Trotski, tras recordarle su destierro de Francia, se comportó generosamente con él. 31. La Acción, «Insistiendo: Lo del detenido ruso» (viernes, 17-XI-1916). 32. Diario de Sesiones de las Cortes (viernes, 17-XI-1916). 33. Entre estos periódicos: El Pais, El Socialista, ABC, El Liberal etc. La Acción sin embargo silencia la interpelación de Castrovido. 34. El Socialista (18-XI-1916). 35. El Socialista. “El caso de Leon Trotski”. “Lo que se hace no es serio” (miércoles, 29-XI-1916) 36. Así lo recuerda don Manuel García Arbolella, delegado de la Compañía Trasatlántica en Cádiz. 37. Hoy se llama «Teatro Falla». 38. Cantaban Clara Panach y el tenor Jardón 39. Estos datos han sido facilitados por don Rafael Picardo, director luego de la Biblioteca, y entonces lector asiduo en ella. 40. Barón de Bourgoing, Tableau de l’Espagne moderne, 1. ed. (París, 1789), 3 vols., 8º. 41. Berthold von Scheleper, Geschischte der Revolution Spanien und Portugals, und besonders de daraus estandenen Krieges (Berlin, 1826-1827), 2 vols. 42. L. Trotski, Peripecias, p. 147 43. L. Trotski, Peripecias, p. 185 44. L. Trotski, Peripecias, p. 196 45. Según testimonio del señor Bobadilla, que viajaba en el mismo barco que Trotski.