En busca del obispo soñado En busca del obispo

Transcripción

En busca del obispo soñado En busca del obispo
PLIEGO
16-22 DE FEBRERO DE 2008
2.601
En busca
del obispo soñado
JOSÉ LUIS CELADA
EVANGÉLICO
DIALOGANTE
CERCANO
SERVIDOR
CREYENTE
ESPERANZADO
PRUDENTE
LIBRE
PLIEGO
¿Qué obispo?, ¿para qué Iglesia?
INTRODUCCIÓN
VN
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Ante la proximidad de una nueva
Asamblea Plenaria de la Conferencia
Episcopal Española (CEE), en la que se
procederá a elegir la mayoría de cargos
de responsabilidad en la jerarquía
de nuestra Iglesia, desde Vida Nueva
hemos querido sondear las opiniones
más diversas en torno a una cuestión
que, creemos, puede resultar de sumo
interés para comprender mejor cómo
vive y con qué sueña una institución
atrapada ahora mismo en el torbellino
mediático y a la que casi nunca
las críticas generalizadas hacen justicia.
Así, casi una cincuentena de nombres
se han ofrecido amablemente
a compartir en voz alta sus reflexiones,
sus inquietudes, sus deseos acerca
del perfil de obispos que –a su juicio–
están necesitando la Iglesia
y la sociedad españolas.
Vaya por delante que, entre los
encuestados, figuraban varios prelados
–eméritos y en activo– que, tal vez por
razones obvias, han declinado contestar.
Una ausencia que, de algún modo, se ve
compensada con la inclusión de textos
del Magisterio detallando los derechos
y deberes episcopales en el pastoreo
de la grey que tienen encomendada:
desde el capítulo que dedica al tema
la constitución conciliar Lumen Gentium
(LG) hasta la exhortación apostólica
postsinodal de Juan Pablo II Pastores
Gregis sobre El obispo servidor del
Evangelio de Jesucristo para la esperanza
del mundo, pasando por el decreto
de Pablo VI Christus Dominus (ChD)
a propósito del ministerio pastoral de los
prelados. Sea como fuere, el abanico
de firmas es lo suficientemente plural
y representativo (sacerdotes, religiosas,
religiosos, laicos, teólogos, sociólogos,
profesores, mujeres, jóvenes, periodistas
de información religiosa…) como para
obtener un modesto pero significativo
‘retrato robot’ episcopal.
Esta iniciativa no quiere quedarse aquí.
Es sólo la primera aproximación
a los diferentes colectivos que integran
el Pueblo de Dios. En un futuro no muy
lejano será el turno de abordar en otros
Pliegos la situación de los sacerdotes,
de la vida religiosa y del laicado,
y los respectivos desafíos que
se les plantean para responder más
adecuadamente a su vocación y misión,
en la Iglesia y en el mundo.
De LG a ‘Christus Dominus’
El 21 de noviembre de 1964, Pablo VI
promulgaba la constitución dogmática
Lumen Gentium sobre la Iglesia, en la
que se plantea el sentido del episcopado
y se recuerda que en él se conserva
y manifiesta la tradición apostólica:
“Los Obispos, junto con los presbíteros y
diáconos, recibieron el ministerio de la
comunidad para presidir sobre la grey
en nombre de Dios como pastores, como
maestros de doctrina, sacerdotes
del culto sagrado y ministros dotados
de autoridad” (LG, 20 b). Ahora bien,
no parece que esto sea suficiente.
“Desgraciadamente –a juicio
del marianista Diego Tolsada Peris–,
el Concilio Vaticano II no ofrece en este
tema un punto de referencia claro.
El capítulo sobre los obispos
de la Lumen Gentium fue un capítulo
de compromiso, que no se atrevió
a sacar las consecuencias claras
del magnífico capítulo anterior sobre
la Iglesia como Pueblo de Dios”.
Sí resultó posiblemente de mayor
alcance, sin embargo, el decreto que
apenas un año después (28 de octubre)
promulgó el propio Papa Montini Sobre
el ministerio pastoral de los Obispos y
que, bajo el título de Christus Dominus,
recoge las principales virtudes que
deben a adornar a todo prelado. Muchas
de ellas, como veremos a lo largo
de estas páginas, coinciden en gran
medida con las que buena parte
de los consultados reivindican para
el perfil de su obispo ideal.
Primer diagnóstico
Antes de pasar a desgranar todo
el catálogo de sugerencias y propuestas,
hijas, sin duda, del lugar que cada cual
ocupa en el seno de la Iglesia,
no estaría de más conocer cómo están
las cosas actualmente para
contextualizar mejor el tema que aquí
nos ocupa. “No parece que
la comunidad cristiana española esté
viviendo su mejor momento”, lamenta
el sacerdote e historiador Juan María
Laboa. Y lo argumenta así: “La sociedad
ha cambiado mucho, y las debilidades y
fragilidades eclesiásticas están pasando
factura. Da la impresión de que
mantiene su plena actualidad
el conocido diagnóstico de que la Iglesia
ha perdido, primero, los obreros;
los intelectuales, después; y, finalmente,
los jóvenes. La media del clero es alta,
y su entusiasmo no siempre es
extraordinario”. Sin embargo, se felicita
porque, “en su conjunto, sigue siendo
una maquinaria extraordinaria, debido
en gran parte a la pluralidad de sus
componentes y a la buena voluntad y
generosidad de la mayoría de ellos, sin
mencionar, naturalmente a la presencia
de la Gracia”.
A este primer diagnóstico, Juan de Dios
González-Anleo, catedrático
de Sociología de la Universidad Pontificia
de Salamanca, añade un par
de interesantes matices, consecuencia
directa de la necesidad que tienen los
obispos –protagonistas de este estudio–
de ser “realistas cristianos, es decir,
buenos conocedores de la sociedad en la
que desarrollan su misión y, al mismo
tiempo, abiertos a la utopía de una
sociedad cristianamente revitalizada”. Y
como “realistas” que deberían ser, desea
“que sean conscientes de dos realidades,
dos hechos testarudos que se imponen
El pueblo español juzga a la Iglesia
por sus obispos, no por otros valores,
a veces espléndidos, de la diócesis
en todos los estudios: que la imagen
pública de los obispos españoles está
muy degradada, y que el pueblo español
–injustamente– juzga a la Iglesia
por sus obispos, no por otros valores,
a veces espléndidos, de la diócesis”.
Claro que, “en la estructura jerárquica,
el juicio resulta más complicado, pero
no imposible”, reconoce Laboa. El propio
profesor emérito de la Universidad
Pontificia Comillas se atreve con él: “No
se conoce en la España de los últimos
siglos –asegura– una capacidad como
la actual para nombrar los obispos que
se desean, saltándose, a veces, pudores
familiares y utilizando, otras, reglas tan
desconcertantes como la de que el
obispo que fracasa en su diócesis puede
aspirar a un arzobispado. En cualquier
caso, creo que se puede afirmar que, a
menudo, nos encontramos con obispos
sin gran altura intelectual, con poca
capacidad de relacionarse con sus
sacerdotes y sus fieles, con actuaciones
erráticas, caprichosas y prepotentes.
Otros, por su parte, se ocultan en sus
A TRES PELIGROS,
TRES RESPUESTAS
En el asunto que nos ocupa, Marciano
Vidal, del Instituto Superior de Ciencias
Morales (Madrid), identifica “tres grandes
tentaciones históricas que ha tenido
el episcopado católico: adaptarse
al carácter mundano de ‘poder’; creerse
guardianes de un depósito recibido y
tender más a ‘conservar’ que a innovar;
y circunscribir la Iglesia a su radio
de acción y de ‘intervención’”.
Frente a lo que el religioso redentorista
considera tres “peligros reales”,
él propone como respuesta otros tantos
rasgos que debería presentar el obispo
actual:
1. Un estilo de vida y de actuación de tono
“evangélico” y alejado de los juegos
de poder político, sobre todo partidario.
2. Una fidelidad creativa, que propicie el
diálogo del Evangelio con la nueva cultura.
3. Contar con los dinamismos eclesiales,
no directamente encuadrados en los
esquemas de la curia diocesana; pienso,
de modo especial: en los seglares y en
los/as religiosos/as.
diócesis para que, no siéndolo, no lo
parezcan. Obviamente, no todos son así,
pero no faltan. No abundan los santos
y faltan líderes”.
No menos crítico se muestra el religioso
marianista Tolsada, para quien
“nuestra jerarquía no da la talla para
las necesidades de nuestro mundo, ese
mundo que tanto amó y ama el Padre.
Ni talla religiosa ni cultural. Abundan
personas mediocres, tal vez nombradas
por su fidelidad a un proyecto muy
concreto de Iglesia, pero muy centrados
en una autorreferencialidad intraeclesial
muy tradicional, premoderna, que busca
mantener institucionalmente unos
privilegios de cristiandad como forma
de presencia eclesial, lo que les lleva
a conflictos continuos con la sociedad
en casi todos los campos”. “Para colmo
–añade el religioso–, viven presos de
ofrecer una imagen unitaria, cuando hay
diferencias serias entre ellos. Eso no es
obstáculo para que un grupo más duro
e intransigente imponga una y otra vez,
sin pudor (lo han perdido, junto con
para anunciarle ‘la Buena Noticia’ que
es Jesús de Nazaret, verdadero y único
‘centro’ de la Iglesia”. “A la distancia
de más de 40 años –concluye Calero–,
los obispos españoles deben recepcionar
seria y operativamente las verdaderas
líneas de fuerza de un Concilio (en el
que no pudieron participar), para saber
resituarse: sea en el interior de las
comunidades cristianas, sea en relación
con la sociedad secular contemporánea”.
No es ésta una opinión exclusiva
de los consagrados. También laicos,
como el propio presidente general
del Foro de Laicos, Juan José Rodríguez
–que nos remite a la citada exhortación
Pastores Gregis para delimitar el perfil
episcopal del tercer milenio– mantiene
que obispos y católicos debemos
“profundizar en la recepción que hemos
hecho del gran don que supuso
el Concilio Vaticano II, y en especial
la Gaudium et Spes, que nos hablan
de un diálogo abierto y respetuoso con
el mundo, que nos hablan en palabras
de Pablo VI de una ‘Iglesia que acepta,
Todavía está pendiente la recepción
convencida y operativa del Vaticano II
el respeto al conjunto de la comunidad,
para ponerse al servicio sólo de una
parte de ella), sus planteamientos,
acciones, criterios y políticas”.
Otros, mientras tanto, como Antonio Mª
Calero, entienden que “la Iglesia
española en su conjunto tiene una seria
asignatura pendiente: la recepción
convencida y operativa del Concilio
Vaticano II. El Vaticano II fue ‘letra’ y
‘espíritu’: sí, ‘espíritu’, por más que no
pocos hayan minusvalorado o incluso
descalificado directamente ese ‘espíritu’
como algo volátil, impalpable, poco
menos que inventado”. Por eso, desde
el Teologado salesiano de Sevilla, para el
momento actual y para el futuro obispos
“que crean de verdad en la necesidad
que tuvo y sigue teniendo la Iglesia de
aggiornarsi: es decir, de ‘ponerse al día’
para, ‘con una simpatía crítica’, como
una verdadera ‘samaritana’ y no como
una jueza implacable, acercarse al
hombre de hoy (creyente y no creyente)
reconoce y sirve al mundo tal como
hoy se le presenta. No siente nostalgia
de la síntesis Iglesia-mundo según las
fórmulas del pasado; ni siquiera sueña
en otras fórmulas relativas a un fututo
utópico’”. Sin embargo, Rodríguez se
lamenta de que “la Iglesia está todavía
bastante acostumbrada a hablar
ex cathedra (o si se quiere, con una
posesión excesiva de la verdad), y esto
perjudica ese diálogo con el mundo”.
“Convendría también –añade– que
la Iglesia, y los obispos claro está,
que respetan las muchas cosas positivas
que hay en el mundo, las resaltaran
especialmente, pues muchas veces
lo que queda en el sentir de la gente de
a pie cuando los obispos hablan es que
sólo se fijan en los aspectos negativos
de dicho mundo”. Apreciación que, a
buen seguro, comparte la joven matrona
Esther Sierra Santos, que siente que
“la Iglesia camina muchos pasos atrás
de lo que la sociedad ha evolucionado:
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PLIEGO
las estructuras familiares son de una
mayor diversidad; la mujer tiene un
importante papel social… y a todo esto
no se le puede dar la espalda. La Iglesia
debe acercarse a los cambios sin miedo
ni temor, sin represalias. Se debe dar
una respuesta y acogida a ellos, que nos
acerque a la solución de los conflictos,
no a la dispersión y a la disgregación”.
Y es que “el paso de la cristiandad
nacionalcatólica a la intemperie
de la diáspora exige una nueva
evangelización”, advierte Oriol Domingo,
corresponsal religioso de La Vanguardia,
y “ello implica despojarse de lo
accesorio y volver a la originalidad
evangélica”.
Nombramientos
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Así las cosas, parece oportuno empezar
a confeccionar ese perfil episcopal con
el que sueñan unos y otros. Y nada
mejor que hacerlo deteniéndonos en
su nombramiento. Bien es cierto que el
Magisterio determina que “el derecho de
nombrar y crear a los Obispos es propio,
peculiar y de por sí exclusivo de la
autoridad competente” (ChD, 20), pero
quien más quien menos, “con bastante
carga utópica y un porcentaje razonable
de ingenuidad” –en palabras de Luis
Fernando Vílchez–, no se resiste
a proponer alternativas. “Lo deseable
sería que el sistema de designación
de obispos fuera transparente y con
participación efectiva de la comunidad
cristiana a la que van a servir”,
confiesa el profesor del Departamento
de Psicología Evolutiva y
de la Educación de la Universidad
Complutense de Madrid. “Hoy por hoy,
eso es soñar”, añade resignado, al
tiempo que se pregunta: “¿Sería mucho
pedir que, al menos, se consultara
también a laicos y no sólo a sacerdotes,
que se preguntara a más gente, dentro
de un abanico plural, y no siempre
a los mismos ‘informadores oficiales
y ocultos’?”. Y, puestos a pedir, Vílchez
incorpora dos nuevas sugerencias: “Que,
al revés de lo que parece haberse hecho
en los últimos 15-20 años, se busque a
los más preparados y más adecuados a
cada situación, y no se prime y premie
la sumisión acrítica y el uniformismo
ideológico” y, finalmente, “que, tras ser
elegidos, la mitra no sea un apagavelas
de su personalidad, de su sentido
crítico, de su creatividad, de sus más
nobles impulsos vitales. Y, desde luego,
no se crean investidos de una autoridad
mágica que les faculta para hablar
de todo ex cathedra. Eso ya lo hacen
los tertulianos”.
En este mismo sentido se manifiesta
también Cristina Guzmán, profesora
de Derecho Eclesiástico del Estado en
la Universidad Pontificia Comillas, para
quien el nuevo perfil de obispo que a su
juicio necesita nuestra Iglesia encuentra
un “obstáculo insalvable”, el modo de
elegirlos, con ciertos usos que enumera
a continuación: el “influjo del nuncio
o de algunos obispos, maestros en
la promoción de sus amigos y protegidos
(v. gr. el número llamativo de obispos
valencianos), listas confeccionadas
por los respectivos obispos, sin previas
consultas o reducidas a muy pocas
personas”. Sostiene ella que “habría que
evitar que nombren a obispos a aquéllos
que de alguna manera hacen ‘carrera de
obispo’ (titulación eclesiástica superior,
profesores, canónigos protegidos de
obispos, etc.)”. “¿No ha llegado la hora
de buscar el modo de que esas listas
las elaboren pidiendo el parecer a los
consejos presbiterales y pastorales de las
diócesis y parroquias?”, se pregunta
Guzmán. “Porque son ellos –dice– los
que mejor conocen a aquellos sacerdotes
que pueden ser buenos obispos. Si esta
nueva forma de selección no se pone en
marcha de manera eficaz, difícilmente se
lograrán los obispos que nuestra Iglesia
y nuestra sociedad necesitan”.
Comparte este mismo parecer la religiosa
y teóloga María José Arana, que
sueña con otra forma de entender “la
estructura de la Iglesia y las relaciones
intraeclesiales”. A su juicio, sería algo
“muy hermoso y en consonancia con
nuestros tiempos el hecho de que, para
nombrar obispos, presidente de la
Conferencia Episcopal, etc., se consultara
también a las bases, y no sólo fuera
decidido todo por la cúpula eclesial”.
“La Iglesia –puntualiza– podría ser
de esta forma un ejemplo más claro
de las nuevas relaciones que anuncia”.
Múltiples demandas
Muchas son las demandas que se
recogen en estas páginas, y no pocas
coincidentes, también con el modelo
de obispo que propugna Juan Pablo II
en Pastores Gregis, “atento a las
necesidades de la Iglesia y del mundo,
como testigo de esperanza” (PG, 23),
o con aquellos otros que proponía Pablo
VI en Christus Dominus, “verdaderos
y auténticos maestros de la fe, pontífices
y pastores” (ChD, 2). Pese a todo, parece
claro que “un único perfil sería
contradictorio con la pluralidad que
siempre ha sido distintivo de la Iglesia
desde las primeras comunidades”,
entiende José María Rodríguez Olaizola.
Para este sociólogo jesuita, que trabaja
en Pastoral con universitarios en
Valladolid, “esa diversidad siempre será
buena si es equilibrada, es decir,
si nuestra Conferencia Episcopal es
un espacio plural donde la diversidad
de voces abre la puerta a búsquedas
y clarificaciones de lo que nuestra
sociedad verdaderamente necesita”.
¿Y de qué se trata? Él apunta “tres
urgencias: la inquietud pastoral por
comunicar un evangelio significativo y
cercano; cierta audacia y frescura para
CINCO ELEMENTOS
PARA LA NECESARIA EVANGELIZACIÓN
El marianista Diego Tolsada dice haber
escuchado a “una de las mentes –según él–
más lúcidas y fieles de la Iglesia en España”
(Juan Martín Velasco) los rasgos que debería
reunir el obispo de la nueva evangelización:
“La presencia en el mundo (y no la distancia
sacral).
El diálogo con los evangelizables.
La colaboración con ellos en sus problemas
reales y prácticos de cada día.
El testimonio de una vida evangélica.
Y, sólo entonces, el anuncio explícito”.
“Y creo que hay que mantener el orden
de estos pasos –matiza el religioso–, y
no dar uno sin haber asegurado seriamente
el anterior. ¡Ojalá!”.
afrontar problemáticas contemporáneas
que inquietan a las personas,
especialmente a los jóvenes; y
la capacidad de integrar en sus diócesis
las diferentes sensibilidades y carismas
que son parte de la riqueza de la
Iglesia, entendiendo esa diversidad no
como problema sino como oportunidad”.
“Luego, habrá un poco de todo –admite
Rodríguez Olaizola–, habrá obispos más
intelectuales/teólogos, otros más
espirituales, los habrá más ‘políticos’
y otros más gestores. Habrá quien tenga
más inquietud por los aspectos internos
de organización eclesial, y otros que
estén más urgidos por la nueva
evangelización”. “Ojalá, en todo caso,
–concluye– que sean especialmente
sensibles a las personas heridas
y desatendidas en nuestro mundo, pues
esa inquietud pone en su lugar otras
muchas preocupaciones pueriles”.
Evangelio y comunión
Son casi incontables los adjetivos
empleados para trazar ese boceto del
pastor soñado, pero, probablemente, “si
hubiera una palabra que los creyentes
buscáramos para pensar en el perfil
del obispo, sería evangélico, pendiente
de los intereses de Dios, con la mirada
en los lugares donde El Señor de la Vida
mira con dolor el drama de sus hijos.
Hombres que transmitan misericordia,
desvinculados de intereses políticos y de
los grupos eclesiales de poder. El perfil
debe incluir la capacidad de gestionar
el miedo para que no convierta
las posturas de la Iglesia en trincheras
y con capacidad de autocrítica en el
sentido que otorgan al propio ‘servicio’”.
Quien así piensa es Marta López Alonso,
presidenta de la Asociación de Teólogas
Españolas, que, para liderar nuestras
comunidades, reclama, asimismo,
“testigos de santidad con actitudes
que abran las puertas al bien y no den
cabida al mal, al desasosiego y
a la división. Con actitud humilde ante
la responsabilidad de enseñar –que no
es monopolizar la Palabra–; para ello,
serían necesarios hombres que crean
en la Palabra depositada en el corazón
de cada creyente”.
Aunque si encontramos un término
que encabeza las preferencias
de los encuestados no es otro que
Urge que los obispos sean pontífices,
es decir, constructores de puentes
el de ‘comunión’. En opinión de Jacinto
Núñez, profesor de la Facultad
de Teología de la Universidad Pontificia
de Salamanca, “es importante que los
obispos sean artífices de la communio
a todos los niveles: del obispo con
los sacerdotes, de ellos con los demás
miembros del pueblo de Dios y de éstos
entre sí, en la diversidad de tareas,
grupos y sensibilidades. Esa comunión,
que tiene una raíz teológica y espiritual,
ha de hacerse efectiva en el ejercicio
del gobierno episcopal”. Esto por lo que
respecta a las exigencias episcopales de
puertas adentro de la Iglesia. En cuanto
a lo que sería necesario de cara
a la sociedad en general, el biblista
extremeño propone “que los obispos
‘aprendan’ a situarse en el contexto
de una sociedad fuertemente
secularizada y que, además, en el caso
particular de España, es muy crítica
y recelosa de la institución eclesial
y sus representantes”. Por eso hay que
extremar la cordialidad en el fondo
y en las formas –advierte–, el espíritu
de diálogo y el afán por presentar
la coherencia de la fe cristiana”, si bien
este “acento”, matiza, “nada tiene que
ver con la falta de coraje o con ‘aguar’
la novedad radical de la fe”.
Comparte ese mismo sentimiento
el presidente general del Foro de Laicos.
Juan José Rodríguez pediría a un obispo
“que sirva por encima de todo a la
unidad de la comunidad que preside”,
que significa “servir a la comunión y la
unidad entre todos, poniendo en marcha
al efecto cuantas iniciativas lo
favorezcan”. Y aclara: “Hoy también este
servicio a la comunión ha de extenderse
a la propia comunidad cristiana más
amplia, y también a la unidad del
género humano a la que sirve la Iglesia,
y al frente de todo ello han de estar sus
pastores los obispos. En un mundo
plural y a veces dividido, la prestación
de este servicio evangélico es impagable,
pero sin olvidar [como él mismo
recalcaba páginas atrás] que ha
de hacerse desde el respeto y el diálogo
sincero con el mundo; diálogo que no
es posible sin una escucha profunda”.
La comunión se convierte, pues,
en un reclamo unánime, estrechamente
asociado a lo que el sacerdote Luis
González-Carvajal, profesor de la
Facultad de Teología de la Universidad
Pontificia Comillas, señala como
la principal urgencia de hoy para
los obispos, “ser verdaderos ‘pontífices’;
es decir, ‘constructores de puentes’ entre
las diversas mentalidades existentes en
la Iglesia (aplicando el precioso principio
de la Gaudium et Spes: ‘Haya unidad
en lo necesario, libertad en lo dudoso,
caridad en todo’), así como entre
la Iglesia y la sociedad (tenemos ya
demasiada crispación)”. Dicho de otro
modo, en palabras de la Hija de Caridad
Cecilia Collado, “poner el acento en
la UNIDAD como fruto de una Comunión
que se va haciendo paso a paso,
contando con todos, llegando a todos,
amando a todos”. O como defiende
la joven Helena González Herranz,
licenciada en Dirección de Empresas
y empleada en Banca, “la Iglesia y
la sociedad necesitan hoy un obispo
que consiga ser obispo de todos los
cristianos. A sus 23 años, quiere huir de
“la crítica fácil de que la Iglesia necesita
líderes modernos capaces de adecuarse a
los nuevos tiempos”; no se trata, piensa
ella, de “forzar un avance ideológico”,
sino de regresar a “la esencia
del cristianismo, continuar el mensaje
de AMOR, universal y con mayúsculas,
que Jesús trajo hace dos mil años,
que nos une a todos los cristianos por
encima de ideologías, y aceptando como
Iglesia a todos los que compartimos este
mensaje y nos sentimos Iglesia”.
Diálogo y humanidad
Y para alcanzar meta tan necesaria,
son numerosas las voces que apelan
al diálogo –lo acabamos también
de ver– como herramienta episcopal
imprescindible. No en vano, Christus
Dominus ya recogía este llamamiento:
“Siendo propio de la Iglesia el establecer
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diálogo con la sociedad humana dentro
de la que vive, los Obispos tienen, ante
todo, el deber de llegar a los hombres,
buscar y promover el diálogo con ellos.
Diálogos de salvación, que, como
siempre hace la verdad, han de llevarse
a cabo con caridad, comprensión y amor;
conviene que se distingan siempre por
la claridad de su conversación, al mismo
tiempo que por la humildad y la
delicadeza, llenos siempre de prudencia
y de confianza, puesto que han surgido
para favorecer la amistad y acercar las
almas” (ChD, 13). A esta invitación se
suma, por ejemplo, Francesc Torralba,
profesor de la Universidad Ramon Llull y
miembro del Instituto Borja de Bioética,
que pide prelados con “un talante
dialogal y gran capacidad para unir
las distintas sensibilidades que en estos
momentos se manifiestan en el seno de
la Iglesia”, al tiempo que espera de ellos
la “audacia y habilidad para no actuar
reactivamente, sino con propuestas
libres a la sociedad”.
A estas exigencias compartidas de
comunión y diálogo viene a añadirse un
elenco casi interminable de requisitos en
forma de deseos que todo pastor que se
precie debería aglutinar en su persona.
Y el primero de ellos, en cuanto tales
[personas] sería la humanidad.
Al preguntársele por su ideal de prelado,
José Ignacio Calleja piensa en “gente
sensata y equilibrada, inteligente
y noble, con cierta habilidad para crear
a su alrededor ‘comunión’. Pero para
este profesor de Moral Social Cristiana
en Vitoria-Gasteiz, “la base humana,
el equilibrio general de su personalidad
humana e intelectual, es el principio
y fundamento de todo lo demás.
La misma fe personal, y el desarrollo
de las funciones propias del Episcopado,
se asientan en ese nivel de humanidad.
Lo que la naturaleza no da, la Gracia no
lo sustituye”. Humanidad que él define
como “el don de crear alrededor
comunidad, relaciones de sinceridad
y confianza, aprecio del testimonio
de caridad, interpelación moral y
compasión”. “No es fácil, desde luego”,
reconoce Calleja. Y concluye: “Se suele
decir ‘que sean hombres de fe y fieles
a la Iglesia’. Esto cae por su propio peso,
pero mientras no profundicemos en la
Encarnación del Reino al que la Iglesia
sirve, no habremos adelantado mucho”.
Y en esa misma dirección de humanizar
su ministerio, cabrían “hombres que no
vayan por la vida temerosos, deprimidos
y deprimentes… que irradien, por
consiguiente, confianza y optimismo,
ganas de vivir en general y de vivir en
cristiano en particular”, reivindica José
Ramón Amor Pan. Puestos a imaginar,
a este gallego, doctor en Teología Moral,
le gustaría que nuestros pastores sean
hombres “que sepan lo que vale
un café, un litro de leche y una barra
de pan porque de vez en cuando se
les ve con naturalidad tomando un café
o comprando en un supermercado. Que
crean más en la efectividad evangélica
de comer en las casas de sus curas
sin más preaviso que una llamadita
al móvil del cura una hora antes,
que presidiendo mil y una reuniones
o retiros sacerdotales. Que sean líderes
y maestros con autoridad, y no con
poder”.
que nadie podrá probar que es menos
religiosa que la de ayer”.
“Auténticos pastores que conecten con
el mundo y los hombres y mujeres,
respondan realmente a sus preguntas
más hondas y tengan la mente abierta
al futuro” es lo que necesitan España y
la Iglesia entera, a juicio también de la
religiosa María José Arana, “obispos
impregnados de Evangelio actualizado,
preocupados por los grandes problemas
de la Humanidad y los problemas
concretos de la gente. Hombres
de Dios, dejándose realmente llevar
de su Espíritu”. Y a esto mismo instaba
precisamente Christus Dominus, hace
ya más de cuatro décadas, al hablar
del deber que tienen los obispos
de enseñar: “Muéstrenles, asimismo,
que las mismas cosas terrenas
y las instituciones humanas, por
la determinación de Dios Creador, se
ordenan también a la salvación de los
hombres y, por consiguiente, pueden
La Iglesia actual precisa pastores que
sean verdaderos líderes y maestros
con autoridad, pero nunca con poder
No es el único que piensa así. En “tono
menor”, dado que existen otras
prioridades, Javier Elzo invita también
al obispo actual a “que salga de su
despacho, que haga cola para coger un
billete de cine, que salga a comer con
sus amigos, que vaya al fútbol, o a lo
que sea, que descanse y se relaje yendo
al monte los lunes, o a hacer turismo, si
no puede los domingos…”. Estos signos
bien podrían ser reflejo de una nota
que, en opinión del catedrático emérito
de la Universidad de Deusto, debería
distinguir al prelado del siglo XXI:
“Que sepa escuchar a la sociedad
de hoy, las demandas (especialmente
las del sentido de la vida, quién soy yo,
por qué he de hacer el bien y no el
mal…; que muestre el kerigma de Jesús,
el Cristo, y por qué la comunión
en la Iglesia católica), demandas
normalmente implícitas de los hombres
y mujeres de la sociedad de hoy,
contribuir mucho a la edificación del
Cuerpo de Cristo” (ChD, 12). Sin embargo,
Arana lamenta que “la Conferencia
Episcopal Española no se define hoy por
el pluralismo interno; es excesivamente
monocolor religiosa, política y
socialmente”. “Desearía unos obispos
menos ‘uniformados’ –dice–, más libres,
que contribuyan a la convivencia
pacífica, y trabajen por la reconciliación
en todos los ámbitos”.
En este punto, el claretiano Pedro
Belderrain introduce un interesante
matiz sobre la imagen que proyectan
nuestros obispos. “A veces –confiesa
el director de la revista Vida Religiosa–,
se habla como si determinadas actitudes
y estilos desdijeran de su ministerio.
La vida lo desmiente claramente.
Se puede ser obispo y muy accesible;
se puede ser obispo y distinguirse por
la capacidad de escucha y comprensión;
se puede serlo y, sin renunciar
DECÁLOGO DEL ‘OBISPO DESEABLE’
Profesor del Departamento de Psicología
Evolutiva y de la Educación de la Universidad
Complutense de Madrid, Luis Fernando
Vílchez esboza en este decálogo
el “perfil humano, cristiano y eclesial”
del pastor que añora:
1. Una persona profundamente creyente,
que no es lo mismo que “pía”.
2. Una “buena persona”, en el sentido
machadiano del término, gente de buen
corazón, “buena gente”, con sensibilidad,
comprensión y compasión, especialmente
hacia los más débiles, necesitados
y distintos.
3. Experiencia pastoral amplia y
contrastada.
4. Preparación académica sólida, no sólo en
ciencias teológicas, sino también humanas.
5. Un buen nivel de inteligencia emocional
y social.
6. Una personalidad psicológicamente
madura y equilibrada, con libertad de
espíritu, lo que implica, entre otras cosas:
criterio propio, sentido crítico y sentido
del humor ante las situaciones complejas,
capacidad para encajar las críticas, empatía,
capacidad de decisión, capacidad
de escucha, habilidades sociales, sobre todo
para el diálogo y el trabajo en grupo.
7. Capacidad para comunicar y expresarse
muy bien, pero sobre todo para establecer
a la verdad del Evangelio ni adulterarlo,
estar dispuesto a dialogar y contrastar
pareceres; se puede ser obispo
y sospechar de la propia intuición,
reconocer errores y pedir perdón;
ser obispo y conocer de cerca la vida
de las familias, de los parados,
de los sin techo, de los curas más afines
y de los que parecen serlo menos”.
“He desechado una respuesta en la que
citaba a diez obispos españoles vivos
–nos desvela Belderrain–, obispos que
por ser y vivir así no son menos ‘de
Dios’. Más aún, intuyo que ese estilo y
actitudes son las que de verdad revelan
su profunda hondura evangélica”.
Estilo y actitudes que no se alejan
demasiado de las que debería reunir
el “obispo favorito” de Mª Leticia
Sánchez Hernández: “Un varón
(de momento) profundamente creyente,
‘tocado’ a fondo por el Evangelio, bien
un diálogo entre fe y cultura en el ágora
de todos.
8. Una cierta “estética” en el porte,
lejos del hieratismo antiguo, pero también
de lo melifluo, o de la vulgaridad-zafiedad
de determinados gestos que los hábiles
y pillos reporteros gráficos captan
al azar en determinadas manifestaciones
públicas.
Esa estética, que no amaneramiento,
debiera expresarse también en la liturgia.
9. Personas capaces de establecer puntos
de encuentro y de tender puentes
(pontífices), de analizar con hondura
la complejidad de la sociedad
y de las situaciones humanas.
10. Sujetos excepcionales por su valía
y preparación (es evidente que no sirve
cualquiera para ser obispo), pero normales
y sencillos por su personalidad, humildes
y no engreídos, ni acomplejados
ni obsesivos, enraizados entre personas
de toda clase, que demuestren conocer
y tratar a la gente de la calle, creyentes
y no creyentes, a niños, jóvenes, adultos,
familias, ancianos, y que para todos tengan
la palabra oportuna de la esperanza,
del que, a imagen de Jesús, tiene
por misión no la condena, sino la salvación,
avivando y no apagando la llama
que aún late.
preparado intelectualmente (a poder ser,
estudios civiles y ‘eclesiásticos’), muy
amante del mundo desde Dios y de Dios
desde el mundo (es decir, un místico)
y con una buena experiencia pastoral”.
Y bajando a la arena del contacto
trabajo y diversión”. “Nunca me han
gustado, sin embargo –admite ella–,
los hieráticos e intransigentes;
los moralistas y ceñudos; pero, sobre
todo, los que –sin sentido del humor–
se creen, sin sonrojarse, representantes
directos del mismísimo Espíritu Santo”.
Creyentes y servidores
Cualidades personales al margen,
“que han hecho y siempre harán falta
(aunque no siempre se han tenido)”, en
opinión de González-Carvajal, el teólogo
de Comillas toma prestadas las palabras
de Alfonso de Valdés “con su sabroso
castellano del siglo XVI” para completar
la radiografía del obispo soñado: “Tener
grandíssimo cuidado de aquellas ánimas
que les son encomendadas, y si
menester fuere, poner la vida por cada
una dellas; predicarles ordinariamente,
assí con buenas palabras y doctrina
como con exemplo de vida muy santa, y
para esto saber y entender toda la Sacra
Escriptura; tener las manos muy limpias
de cosas mundanas; orar continuamente
por la salud de su pueblo, proveerlo
de personas sanctas, de buena doctrina
y vida, que les administren
los sacramentos; socorrer a los pobres en
sus necessidades, dándoles de balde lo
que de balde recibieron ellos, etc. etc.”.
Todo un conjunto de condiciones que,
sin duda, sólo pueden darse en “una
persona religiosa, lo que se entiende
como un hombre de Dios (pues lejos
estamos todavía de una mujer Obispo)”,
el primer rasgo que, según Javier Elzo,
debe presentar un pastor. Es decir,
“un hombre de oración constante,
abierto a la trascendencia y que sepa
dar testimonio de ella. Es su principal
Sea el obispo muy amante del mundo
desde Dios y de Dios desde el mundo
directo con los pastores, esta doctora
en Historia y licenciada en Teología nos
reconoce que, de cuantos ha conocido
y tratado, “los que más me han gustado
y convencido siempre han sido
los que han logrado hacer una síntesis
de seriedad y campechanía; tolerancia
y exigencia; humor y preocupación;
labor”, subraya el sociólogo vasco. Dicho
de otro modo, “el obispo debe ser
un creyente que trate de vivir y actuar
conforme a la novedad de la
Encarnación”, recuerda Jesús Espeja.
Y el teólogo dominico, miembro
de la Academia Internacional de Ciencias
Religiosas, concreta tal novedad en “dos
VN
27
PLIEGO
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28
vertientes”: en su forma de mirar
y relacionarse con la sociedad secular,
conminando al obispo a ser
“una persona sensible, a la escucha,
y dispuesto a recibir la verdad ‘venga
de donde viniere’; y en su forma
de animar y coordinar a la Iglesia local
que preside, la cual como “parte de la
sociedad y ‘nada humano le es ajeno’”,
impele al obispo que, “antes, mientras
y después de mirar y seguir las
orientaciones de la Curia Romana, debe
mirar a la situación de los creyentes
cristianos que integran la Iglesia local,
y la de los no creyentes a quienes esa
Iglesia debe ofrecer el Evangelio”.
También Adela Cortina, catedrática
de Ética de la Universidad de Valencia,
apuesta por unos obispos que sean
“creyentes, y mucho”. Pero convendría,
además, que fueran “personas con
cordura –entendida como un injerto de
la prudencia en el corazón de la
justicia–, capaces de dialogar con el hoy
del mundo y hombres de esperanza”.
En la línea de lo que vienen
comentando los distintos testimonios,
afirma más adelante Christus Dominus:
“En el ejercicio de su ministerio de
padre y pastor, compórtense los Obispos
en medio de los suyos como los que
sirven, pastores buenos que conocen
a sus ovejas y son conocidos por ellas,
verdaderos padres, que se distinguen
por el espíritu de amor y preocupación
para con todos, y a cuya autoridad,
confiada por Dios, todos se someten
gustosamente. Congreguen y formen a
toda la familia de su grey, de modo que
todos, conscientes de sus deberes, vivan
y obren en unión de caridad” (ChD, 16).
Palabras secundadas por el juicio, breve
pero iluminador, del ingeniero Andrés
Borrego Toledano, filósofo y diplomado
en Teología, que reivindica un “‘pastor’
al estilo del MAESTRO, es decir, un
hombre de Dios, dotado de la prudencia
y sabiduría que la Gracia concede
a quienes trabajan por el Reino. Docto
en el gobernar, más con el Evangelio
que con el báculo, más con el corazón
que con la mitra. Signo para los
creyentes y cercano para los alejados.
Administrador de almas más que de
bienes, surtidor de esperanza al que
nunca ha de olvidársele el amor primero
por el que fue consagrado”.
Para la España actual, “pluriconfesional,
plurirreligiosa y en medio de una
sociedad más bien hostil”, la Iglesia
católica “necesita un nuevo perfil
de obispos”, defiende el dominico José
Antonio Martínez Puche. Y el director
de la editorial Edibesa sugiere tres
cualidades básicas: “Ejemplaridad: que
sirvan a sus diocesanos y a la Iglesia en
España, no por la imposición del báculo
sino por la ejemplaridad evangélica del
pastor, que va por delante e invita con
su vida (en la medida que es posible a
la fragilidad humana) a seguir al Buen
Pastor. Formación: que posea una sólida
formación teológica, catequética y
humanista, que lo capacite para ejercer
su deber de maestro de sus diocesanos y
para el diálogo, directo o a través de los
medios, con las fuerzas vivas de la
sociedad. Sencillez: la pomposidad –no
sólo la de las vestimentas– o no dice
nada o dice muy poco bueno al hombre
de hoy. La sencillez y la cercanía, el
sentirse con su pueblo y hacerlo visible
con signos sinceros, edifican a los suyos
y dan una imagen evangélica
de la Iglesia frente a los otros”.
Tres adjetivos propone también
el sociólogo Fernando Vidal para definir
a los pastores deseados: “¡Santos,
sabios, inclusivos!”. “La evangelización
–explica el profesor de la Universidad
Pontificia Comillas traduciendo tales
exigencias– necesita obispos sentidos su
pastor por todos: de izquierda y derecha,
nacionalistas o no, religiosos y curas,
de Pedro y de Pablo. Sin miedo
a la pluralidad en lo que no es dogma,
que no teman escuchar. Cultos, gente
de mundo, que sepan de la vida. Que
escuchen mucho a mucha gente diversa.
Que convivan con sectores distintos,
incluso con críticos y ‘publicanos’, y
oigan y disciernan con cariño con todos.
Que hagan equipos plurales. Que no
tengan miedo a la gente, que les guste
la gente. Que aprendan de la gente más
de lo que le enseñen. Obispos que
confíen en los colegios y obras
de los religiosos. Obispos que sean
signos de que aún hay esperanza”.
Desde el Seminario Diocesano de Jaén,
el sacerdote Manuel García Muñoz,
profesor de Sagrada Escritura, abunda
en la condición de creyente del obispo
ideal, y recurre a otro trío de
peculiaridades definitorias que detalla
ampliamente. A su juicio, es preciso
que el pastor sea un “hombre de Dios”,
afirmación que se concreta en
una “persona profundamente religiosa,
de fe intensa, de oración extensa y
de criterios evangélicos; testigo de lo
que cree y vive; capaz de discernir y
de actuar proféticamente (contemplativo
y activo); comprometido fiel y
confiadamente con la Palabra (voluntad)
de Dios, sirviéndola con libertad y
decisión, sin miedos ni vacilaciones;
dotado de sensibilidad y unción para
vivir los misterios de la liturgia eclesial;
imbuido y transmisor de la alegría y de
la esperanza de la salvación cristiana”.
En segundo lugar, sería deseable que
todo prelado sea un “hombre teológica
y pastoralmente preparado” o, lo que
es lo mismo –dice él–, “conocedor
de las preocupaciones y problemas de la
sociedad actual, y capaz de analizarlos
con rigor y de ofrecer respuestas
a los mismos, a la luz de la Revelación
(Sagrada Escritura y Tradición
de la Iglesia), del Magisterio y de una
reflexión teológica, abierta y dialogante;
comprensivo y misericordioso con las
personas próximas y las alejadas; capaz
de tomar iniciativas pastorales propias y
de alentar las ajenas, con prudencia,
amor y valentía. Como continuador de la
misión de los Apóstoles (éstos, de la de
Cristo) nada humano debe serle ajeno e
indiferente (exigencia teológico-pastoral
derivada de la asunción de la
naturaleza humana –Encarnación
y Natividad– por el Hijo de Dios).
Sea obispo docto en el gobernar, más
con el Evangelio que con el báculo,
más con el corazón que con la mitra
Y, finalmente, desde luego, un “hombre
de Iglesia”, esto es, padre y pastor
responsable y cercano, tan exigente
como animoso, estrechamente vinculado
al presbiterio –sobre todo– y al resto
de los agentes de pastoral más
comprometidos de su diócesis;
favorecedor de la comunión eclesial;
mental y cordialmente receptivo y
abierto a los ‘signos de los tiempos’
(siglo XXI); capaz de escuchar y de
dialogar con todos; integrador de
tendencias teológicas y pastorales
diversas –siempre que sean sanas y
constructivas-, sin exclusiones;
proclamador de la ‘verdad salvífica de
Cristo’, que propone con celo a
cualquiera pero sin imponerla a nadie
(por respeto a la libertad); moderado y
moderador; ministro de la reconciliación
y de la paz; hombre de espíritu
misionero y ecuménico, propiciador de
encuentros entre miembros de religiones
diferentes o de iglesias distintas, y
promotor del necesario acercamiento
entre la fe y la cultura; sincero, sencillo,
austero, humilde, sacrificado, disponible,
afable: servidor de todos en y desde el
amor cristiano, a imitación del Buen
Pastor y al modo del buen samaritano,
convencido de que el ‘poder de Dios’ se
manifiesta a través de la ‘debilidad’ del
propio ministerio (en la línea del Siervo
de Yahvé y de la sabiduría de la cruz),
que, además, se ha de ejercer sin perder
la conciencia de la ‘fragilidad’ humana
de su misma persona (‘vasija de barro’,
como dice san Pablo)”.
Para sacerdotes y laicos
A primera vista, podría parecer
imposible añadir un requerimiento más
a la concienzuda panorámica ofrecida
por García Muñoz sobre el obispo
soñado. Sin embargo, hay quienes
aportan nuevas puntualizaciones. Como
párroco de la Crucifixión del Señor
(Madrid), el sacerdote y escritor Santos
Urías siente que “estamos urgidos
de obispos que hayan tenido
experiencia en la tarea pastoral”. Cree él
que “se tiene demasiado en cuenta la
formación intelectual”, a la que no resta
importancia, pero defiende un pastor
“que haya vivido la cotidianeidad
de una parroquia”, porque “es algo que
ayudaría al contacto con sus sacerdotes,
Que el obispo promueva, con tripas,
corazón y cabeza, un laicado maduro
dado que la mayoría es a lo que se
dedican, y favorecería la comprensión
de muchos problemas o situaciones
de todo el Pueblo de Dios”.
No cabe duda de que el siguiente texto
de Christus Dominus sobre el “deber que
tienen los obispos de regir y apacentar”
refrenda de algún modo las palabras
de Urías: “Traten siempre con caridad
especial a los sacerdotes, puesto que
reciben parte de sus obligaciones
y cuidados y los realizan celosamente
con el trabajo diario, considerándolos
siempre como hijos y amigos, y, por
tanto, estén siempre dispuestos a oírlos,
y tratando confidencialmente con ellos,
procuren promover la labor pastoral
íntegra de toda la diócesis” (ChD, 16).
Por parte del laicado no faltan tampoco
renovados matices que incorporar
al perfil episcopal que va esbozándose
aquí. Como es lógico, el citado Juan José
Rodríguez, presidente general del Foro
de Laicos, aprovecha para pedir “obispos
que promovieran más la participación
y corresponsabilidad de los laicos
en la vida de la Iglesia, llevando esto al
ánimo de los presbíteros que colaboran
con ellos en sus diócesis respectivas”.
La animación y formación de “un
laicado maduro y responsable”. Eso es
lo que realmente le preocupa a Lourdes
Azorín, militante de Acción Católica.
“En este terreno –asegura– me parece
importante que un obispo tenga
claro con las tripas, el corazón
y la cabeza que sin un laicado maduro
y responsable no está plenamente
constituida la Iglesia, y que esto
se plasme con claridad en el hacer”.
Convencida de que “damos demasiada
importancia a la coyuntura actual…,
porque nos creemos que es más
excepcional o importante que otras”,
Azorín cree que la Iglesia y la sociedad
necesitan “obispos y laicos que deseen
ser buenos cristianos, que mantengan
el esfuerzo diario humilde, paciente y
perseverante para conocer siempre mejor
el misterio de Cristo y dar testimonio
de él”. Y para que los prelados resulten
eficaces instrumentos al servicio de esta
causa, en su opinión, “deben ser
personas prudentes y escuchadoras,
amables y amantes en el alto, ancho
y profundo sentido de esas palabras,
servidores apasionados de la comunión,
humildes hombres de oración”.
Prudencia que significa, según ella,
que “ante un acontecimiento, escuchan,
contrastan, dialogan, rezan y cuando
toman una decisión la ejecutan aunque
tengan que lidiar con el toro del mal
menor. Por eso, “teniendo presente
lo urgente –concluye–, no deben olvidar
lo importante y han de hacerle sitio
y espacio, programando y trabajando
sin perder el horizonte amplio”.
Bien podría referirse a lo que, desde
Málaga, Cecilia Collado entiende
por “un pastor que conoce el ‘terreno’
y pone los medios para contribuir
a lo fundamental: el encuentro de las
personas y de la comunidad-pueblo
con el Único Pastor, Jesús”. Por tanto,
al obispo ideal esta Hija de la Caridad
le pide “fidelidad al Mensaje, no sólo
en palabras, sino también en gestos
coherentes, de cercanía, de confianza
en el valor de lo que se anuncia sin
engolamiento, de poner en último plano
los títulos honoríficos, [también ella]
de respeto y escucha a los laicos y a su
papel en los asuntos que les incumben,
de cuidar no sólo lo que se debe decir
y cómo decirlo, sino también cuándo es
mejor callar o dejar la palabra a otros
miembros de la Iglesia, que reiterar
lo que ya se ha dicho” y, finalmente,
“convencimiento de que la mejor
manera de defender los valores es
promoverlos con la pedagogía y el ritmo
adecuados, con proyectos a largo, medio
y corto plazo”. Al menos –Collado
lo sabe muy bien–, es lo que exige
la vida parroquial.
A la presidenta de la Asociación de
Teólogas Españolas, Marta López Alonso,
por su parte, como mujer, trazar su ideal
de obispo le plantea “un problema
eclesiológico en su base: la necesidad de
repensar y orar la estructura jerárquica
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29
PLIEGO
de la Iglesia que es, en su base,
desigual y excluyente para las mujeres
y despliega un abismo insalvable entre
el pueblo y quienes se consideran sus
autoridades”. Una reflexión que abriría
las puertas a otro debate de gran calado
para el presente y el futuro de dicha
institución.
Trabajo y justicia social
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30
Desde el Movimiento de las
Hermandades del Trabajo, mientras
tanto, una de sus militantes ha preferido
personalizar su ‘sueño episcopal’
en la figura del prelado que deba
representarles en el seno
de la Conferencia Episcopal Español,
“un hombre empeñado en cultivar una
comunidad fraterna, común, plural…
liberadora”; con “actitud de escucha,
apertura y servicio, muy especialmente
a las bases de la Iglesia. Atento a los
signos de los tiempos. Cercano afectiva
y efectivamente a la realidad del mundo
del trabajo, ofreciendo los medios
pastorales necesarios para garantizar
la preparación de sacerdotes, religiosos,
laicos para una mejor evangelización
del mundo del trabajo”.
No se quedan ahí las demandas de esta
joven integrante de Hermandades.
Le gustaría que ‘su’ obispo responsable
“promoviera un avance en la propia
Iglesia, en mayor justicia social con
los que viven en situaciones laborales,
que haga suyos los problemas
de los hombres y mujeres del mundo
del trabajo y todas sus circunstancias
de vida, con una fuerte formación en
la Doctrina Social de la Iglesia, y que
su fuerte no estuviera tanto en el ‘saber
cultural’ como en la fuerza de ser testigo
del evangelio de Jesucristo”.
Y como “mayor reto” para la añorada
justicia social, ella identifica muchas
de esas “situaciones que hacen
muy difícil que el hombre se desarrolle
integralmente con dignidad”. Así, “un
representante sensible a la situación del
mundo laboral actual y con conciencia
de pastor” se debería mostrar “cercano
a los rostros de la pobreza de nuestras
parroquias, asociaciones, barrios, muy a
menudo azotados por la precariedad y la
flexibilidad laboral de muchos jóvenes,
mujeres, inmigrantes, mayores…, los
accidentes laborales, la imposibilidad de
LAS VIRTUDES DEL OBISPO
Tomando como referente el Directorio
Pastoral de los Obispos –concretamente,
un resumen de los nn. 21 al 31–, Félix
Martínez Cabrera, ex vicario general
de la diócesis de Jaén, nos brinda
un generoso catálogo de las “virtudes que
deben adornar al obispo”.
En primer lugar, “el obispo debe
identificarse con Cristo, tener capacidad
de diálogo (21), estar adornado de la
caridad pastoral, y vivir en comunión
con Cristo, con la Iglesia y con el mundo.
Es necesario que el obispo se haga siervo
para ser servidor de los demás, y dé
testimonio por su vivencia de los consejos
evangélicos y del espíritu
de las bienaventuranzas (23)”.
“Además de la caridad pastoral –prosigue
el sacerdote jiennense–, el obispo debe
resplandecer por una fe muy profunda,
que se manifieste en su espíritu
de oración, contemplación y piedad, y en
el estudio asiduo de la Palabra de Dios.
Vivir la esperanza y la obediencia a Dios
antes que a los hombres. Vivir la pobreza
afectiva y efectiva.
Humildad. No dejarse arrastrar
por el autoritarismo. Estar adornado
de la prudencia y fortaleza, como virtudes
complementarias”. “La prudencia
–advierte– puede ser cobardía”.
Además de estas “virtudes
sobrenaturales”, en su opinión el pastor
deberá reunir otras “humanas, hoy en día
muy apreciadas socialmente, las cuales
sirven de ayuda a la evangelización y a
la caridad pastoral y permiten traducirse
en la práctica en una sabia cura de almas
y en un buen gobierno del clero y
acceder a una vivienda digna, y sus
consecuencias negativas que nos
impiden a los jóvenes formar nuestra
propia familia”; y ser “pastor de
nuestros mayores, que viven
condenados a la soledad y muchas veces
con pensiones de escasa cuantía”.
Secundando este compromiso con los
últimos que se proclama desde
Hermandades, Juan González-Anleo,
que al inicio de estas reflexiones ponía
sobre la mesa la necesidad de que los
obispos sean “realistas cristianos”, pide
a los prelados “que se dediquen con
del pueblo”. Entre éstas, destaca:
“Una rica humanidad, un carácter
constante y sincero, una mente abierta a
todos y un corazón que acoja las alegrías
y los sufrimientos ajenos, una continua
preocupación por la justicia, autocontrol
de sí mismo, buenos modales, paciente
y discreto, propenso al diálogo y
a la escucha y una voluntad presta
al diálogo y la comunicación (31)”.
“El Código añade –matiza– que tenga
buena fama (can. 378)”.
Y concluye con estas recomendaciones:
“Amor a todos, especialmente
a los sacerdotes. Amor a Jesucristo y
al Evangelio. Amor a los pobres, y a los
humildes. Que comprenda que la Iglesia es
una comunión, que exige la participación,
y la escucha. Que sea consciente de que
tiene la última palabra, pero no todas las
palabras. Que sea clarividente, por su
honda formación, de los problemas de
nuestro tiempo. Que sea humilde, sencillo,
dialogante, prudente y acogedor. No debe
olvidar que cuando cada uno hace
lo que quiere, se pierde el carisma
de la autoridad, que es un servicio para
la unidad. La puerta de su casa debe estar
abierta a todo el que llama. Testigo de
Cristo en su vida, por su sencillez, recato,
austeridad, pobreza y caridad. Ame
más el silencio que la ostentación.
No busque el relumbrón de los grandes
acontecimientos, sino el trabajo silencioso
de cada día, sin interrupción y sin pausa.
Sepa despertar esperanzas e ilusiones en
su colaboradores, no sólo con sus palabras
de aliento, sino con su ejemplo y
testimonio”.
preferencia absoluta, incondicionada
–no exclusiva– a los pobres,
los excluidos y los emigrantes”,
pero también “que ‘griten el Evangelio’
–no el moralismo– en todas
sus apariciones públicas, y que
renueven su lenguaje y lo hagan
optimista y motivador –como el de Juan
Pablo II–, sabio y profundo –como
el de Benedicto XVI–, y sencillo
y cercano al hombre de la calle,
con el mismo talante de Juan XXIII”.
“Y si no se acercan, aunque sea
modestamente, a este perfil ideal
–concluye el sociólogo de la Pontificia de
Salamanca–, que sean valientes, tengan
compasión de ‘su’ pueblo y regalen
a la Iglesia su renuncia al episcopado”.
Que el obispo renueve su lenguaje,
y lo haga optimista y motivador
Palabra positiva
Solicita González-Anleo una renovación
del lenguaje episcopal, y bueno sería
en este momento conocer la opinión de
quienes, desde el universo informativo,
se las ven a diario con las habilidades
(o limitaciones) comunicativas de los
obispos y su relación con los medios.
En un condensado pero ambicioso perfil,
el corresponsal religioso de El Mundo y
director de Religiondigital, José Manuel
Vidal, apuesta por “obispos de, por
y para el pueblo. Cercanos, sencillos,
asequibles para todos. Párrocos
de sus diócesis. Amigos de sus curas. Sin
secretarios ni agendas de funcionarios.
Abiertos al mundo de hoy y
a la realidad social. Más padres que
maestros. Y nada monseñores”.
Desde el Consejo General de la Abogacía
Española, el veterano periodista
Francisco Muro de Íscar echa mano
de las palabras de Benedicto XVI para
recordar que la misión de nuestros
pastores es “edificar la Iglesia como
familia de Dios y como lugar de ayuda
recíproca y disponibilidad”. “Por eso,
hoy –prosigue su reflexión–, en un
mundo que necesita la palabra justa y
llegar a todos, los nuevos obispos deben
ser sólidos en los conceptos; cercanos en
las formas; conocedores de la realidad
de la calle; abiertos al diálogo; volcados
con los más desprotegidos; alegres como
la esperanza; libres, sin más ataduras
que las de la fe; ocupados-preocupados
por la comunicación, por hacer llegar
el mensaje evangélico a todos
los interesados con métodos actuales y
con mensajes comprensibles y positivos:
convencer e implicar, no regañar”.
A Jordi Llisterri, director del mensual
Foc Nou, por su parte, le gustaría “que
los obispos fueran verdaderos profetas
y que los seglares fueran santos que
den testimonio del Reino de Dios”.
Pero, sabedor de la dificultad de ambas
empresas, sí se atrevería a pedir
“buenos teólogos, que sepan hablar de
las cosas de Dios de forma comprensible
para una sociedad mayormente
secularizada. Obispos que escuchen,
en una sociedad donde sólo nos habla
gente que nos quiere vender lo suyo
pero que poco interés tiene en nosotros.
Y obispos que sepan unirnos, en una
sociedad donde demasiadas veces
la presencia de lo individual ha borrado
el nosotros”. “Y, por favor –ruega
Llisterri, reiterando sin ir más lejos
el deseo del propio Muro de Íscar–, que
no riñan ni chillen. Demasiado ruido
mediático tenemos ya”.
Obispos que “fundamentalmente sean
pastores”. Eso es lo que necesitamos en
la España de hoy, opina el especialista
en información religiosa Jesús Bastante.
Un convencimiento que él traduce
en unas cuantas condiciones concretas:
juventud (“que podamos ver a personas
de 40 años consagradas”), experiencia
parroquial y contacto con la gente (“que
no pongan ‘cara de póquer’ cada vez
que se les pide su opinión sobre temas
que afecten a los ciudadanos, también a
los católicos”), “que vean en los medios
de comunicación una oportunidad para
propagar el mensaje del Evangelio y que
confíen en la capacidad de los laicos
para, en comunión, construir Iglesia”.
Finalmente, consciente de la necesidad
de una nueva evangelización
–como apuntaba ya al principio
de este trabajo–, Oriol Domingo,
de La Vanguardia, acude a las fuentes
en pos de un perfil episcopal que “debe
ser éste: ‘Es necesario que el obispo sea
irreprensible, marido de una sola mujer,
sobrio, sensato, educado, hospitalario,
apto para enseñar, no dado al vino,
no combativo, sino moderado, pacífico,
desinteresado…’. Son las cualidades
para un obispo, según Pablo a Timoteo
(1 Tim 3, 2-3), recuerda el periodista
catalán. Y todo un programa inequívoco
de gobierno episcopal, podría añadirse.
Santos y sabios
Vamos concluyendo, y lo hacemos
cediendo la palabra a cuatro nuevas
voces que, como acabamos de ver con
Oriol Domingo, nos remiten a la vida
o el mensaje de terceros para ilustrar
(y enriquecer) sus respectivos
testimonios. “Santa Teresa pedía al clero
de su tiempo, santos sí, pero letrados
y sabios también”, precisa Pedro Miguel
García Fraile. Por eso, para este doctor
en Teología y licenciado en Derecho
Canónico, “se necesitan obispos
creyentes y piadosos, pero además
pastores preparados no sólo en el
campo doctrinal y teológico, sino
también por sus capacidades para
gobernar, dialogar y comunicar”.
“Se necesitan obispos menos marcados
en el campo político por un signo
determinado y más libres y fieles
a las exigencias evangélicas –prosigue–.
Y, en cualquier caso, desterrar al obispo
gestor y burócrata, para potenciar
al pastor y modelo de la comunidad”.
“Como Francisco de Asís con toda
la creación, con el sol y con la luna, y
con el leproso que abraza enternecido”,
se necesitan obispos que tengan
“sentimiento de hermandad”, desea
Teresa Losada, Franciscana Misionera de
María, pero también “con fe en un Dios
encarnado en la Vida, que camina en la
calle, que sana, que salva, obispos que
sepan leer su presencia en la historia y
en los lugares y personas donde cuesta
encontrarlo, donde más difícil resulta
descubrirlo y aceptarlo”. Para esta
religiosa especialista en Estudios
Islámicos, la Iglesia necesita obispos
que, en comunión eclesial, abandonen
el poder jerárquico y, con estilo
dialogante, simpaticen con las
aspiraciones e ilusiones de su grey;
que se abajen para acercarse
con autenticidad al pueblo llano y que
se empeñen en hacer suyas las justas
reivindicaciones de los desposeídos”.
Y Losada hace extensible su sueño
a la Iglesia universal: “¡Ojalá que fueran
todo oídos abiertos al clamor de la
inmigración, al grito del Tercer Mundo y
a la urgencia del diálogo interreligioso!,
obispos que, bien enraizados en el hoy
y encendidos por el amor de Dios, oteen
horizontes del futuro y aporten su
verdad y su sudor para la construcción
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PLIEGO
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de nuevos cielos y nueva tierra,
impregnando la vida de sabiduría,
sentido y sabor”.
El número 25 de la primera encíclica
de Benedicto XVI, Dios es Amor, le sirve
a Josep M. Rovira Belloso para dibujar
el “perfil pastoral” del obispo por el que
suspira: “Que, en primer lugar, se adapte
al modo de ser y a las necesidades
de su Iglesia local. Para que pueda
desplegar las tareas esenciales de esa
Iglesia: su capacidad evangelizadora
(anuncio de la Buena Noticia); su ‘casa
acogedora’, que es la celebración
eucarística (Liturgia); y su proyección
en la caridad a través del servicio sobre
todo a los pobres (Diaconía)”. Y para que
no falte nada, “un pastor estable que
se identifique con su Iglesia local, como
hizo Torras i Bages con Vic”, aclara
el que fuera profesor de la Facultad
de Teología de Cataluña.
“En España se están nombrando obispos
sin creatividad”. Éste era el título de un
artículo que publicó poco antes morir
el que fuera director de Vida Nueva José
Luis Martín Descalzo, y cuyo texto
el periodista y catequeta Herminio Otero
Martínez ha traducido a su manera para
demostrar que “de aquellos polvos, estos
lodos” y que, por lo tanto, “necesitamos
obispos esperanzados y creadores de
esperanza, o sea, contentos con la vida,
bienhumorados y alegres, ilusionados
y contagiadores de ilusión. Obispos
con una mirada positiva ante el tiempo
presente y futuro, espacios donde
se hace presente el Reino y sopla el
Espíritu. Obispos que busquen el reflejo
de su imagen en el espejo de Jesús,
y no en otros escaparates. Que dedican
tiempo a orar (la Biblia y el periódico
en mano), y a escuchar, y a leer, y
a caminar con la gente de a pie (curas,
mujeres, alejados, jóvenes…)”. Dicho
de otra manera, y en forma de acróstico
–que Otero suele emplear con asiduidad
y habilidad–, “el obispo ha de ser
Obediente al Espíritu, Buen pastor,
Imaginativo en la acción pastoral,
Silencioso (más hacer que hablar), Padre
acogedor de todos, y Olvidadizo
de tantas cosas que no son importantes
para centrarse en lo fundamental:
el anuncio del Reino con una palabra
esperanzada o con un silencio nunca
claudicante”.
Afirma el periodista y escritor jesuita
Norberto Alcover que “una cosa es
responder a lo que muchos desearíamos
en materia episcopal, y otra mucho más
realista responder a lo que podemos
desear en nuestro objetivo panorama
español”. Y no le falta razón. Por eso,
a estas alturas, y después de haber sido
partícipes de casi medio centenar de
puntos de vista, se agradece doblemente
su pragmático esfuerzo: “Puede que
entrara dentro de lo posible –aventura
él con grandes dosis de realismo–
un obispo en la sesentena, madurado
en alguna diócesis compleja, dotado
de prudente osadía pastoral y teológica,
sin alergia a la secularidad envolvente,
capaz de comunicarse con los creyentes
normales, magnánimo con los clérigos
seculares y regulares, potenciador del rol
femenino en la Iglesia y en la sociedad,
siempre devoto y siempre humilde”.
Y se pregunta luego: “¿También político
en materia política?”. “Claro que sí
–contesta sin vacilar–, pero con la
política evangélica, paloma y serpiente
a la vez, sin olvidar jamás que la
resurrección pasa por la cruz y por la
sepultura. Y por supuesto, que amara la
vida, los deliciosos placeres de la vida,
que demostrarían su humanidad como
persona. Todo lo anterior encaminado a
proclamar un tiempo de gracia para los
pobres y para los alejados de Jesucristo”.
“Por lo menos, y que yo conozca
–concluye Alcover–, nuestra Conferencia
Episcopal Española contiene varios
obispos que saciarían tales deseos”. Si
está en lo cierto o los demás comparten
esta opinión, no toca aquí ya debatirlo.
CONCLUSIÓN
Sirva como broche final de este Pliego
la aportación al sondeo de Pedro José
Gómez, profesor de la Universidad
Complutense y del Instituto Superior
de Pastoral de Madrid, una apretada
síntesis de casi todo lo que
de una u otra manera hemos ido oyendo
a lo largo de este trabajo.
“Los obispos –dice él– deberían tener
una conciencia muy lúcida de por dónde
va la sensibilidad cultural de nuestra
sociedad y no sólo la de los reducidos
entornos intraeclesiales, y menos aún
clericales, que frecuentan y que suelen
tener una percepción de la realidad
bastante distorsionada, a fin de ofrecer
una palabra –evangélica y no
anacrónica– a todos: creyentes y no
creyentes. Para ello, deberían ir más
al mercado, pisar las parroquias los días
ordinarios, ver cine, tener amigos
y amigas no creyentes, etc.
El talante de los obispos debería
caracterizarse sobre todo por su fe alegre
y apasionada, por su confianza en Dios,
por su mirada comprensiva hacia
las personas, por su estilo evangélico
(sencillo y servicial) y por su capacidad
de animar, ilusionar y crear esperanza
en la comunidad cristiana, en este
contexto de crisis religiosa, estimulando
todo lo posible la creatividad.
La preocupación por la injusticia y la
amistad con pobres y sencillos de carne
y hueso debería hacerles denunciar
públicamente, sobre todo, las situaciones
de opresión y, mucho menos,
los intereses corporativos. Deberían
presentar las propuestas eclesiales como
ofertas respetuosas que se unen a otras
iniciativas de todos quienes desean
colaborar en la construcción
de un mundo más humano, sin actitud
prepotente, sin imposiciones y sin
pretensiones de poseer el monopolio
de la verdad.
Al interior de la Iglesia su principal
tarea sería acoger a todos los grupos
de los distintos estilos sin actitudes
discriminatorias, favorecer el diálogo
libre y respetuoso entre todos y
promover una reforma de la Iglesia
orientada a facilitar los valores de la
igualdad, la participación, la fraternidad
y el compromiso con los valores
del Reino”. Ojalá que así sea.
Aun así, pese a todo lo dicho, creemos
con Pedro Belderrain que “hay pastores
entre nosotros a los que se les ve el
Evangelio en la cara”. Y con el religioso
claretiano deseamos desde aquí: “¡Que
el Señor los guarde y aumente! ¡Y que
los católicos españoles sintamos cada
día más la Iglesia como una familia
de hermanos que se esfuerzan por
conocerse, estimularse, ayudarse
a crecer y si es caso corregirse!”. A fin
de cuentas, “no tenemos derecho a
criticar a nadie si antes no nos hemos
entregado a él, aunque a veces parezca
imposible o inútil”.