En busca del obispo soñado En busca del obispo
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En busca del obispo soñado En busca del obispo
PLIEGO 16-22 DE FEBRERO DE 2008 2.601 En busca del obispo soñado JOSÉ LUIS CELADA EVANGÉLICO DIALOGANTE CERCANO SERVIDOR CREYENTE ESPERANZADO PRUDENTE LIBRE PLIEGO ¿Qué obispo?, ¿para qué Iglesia? INTRODUCCIÓN VN 22 Ante la proximidad de una nueva Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española (CEE), en la que se procederá a elegir la mayoría de cargos de responsabilidad en la jerarquía de nuestra Iglesia, desde Vida Nueva hemos querido sondear las opiniones más diversas en torno a una cuestión que, creemos, puede resultar de sumo interés para comprender mejor cómo vive y con qué sueña una institución atrapada ahora mismo en el torbellino mediático y a la que casi nunca las críticas generalizadas hacen justicia. Así, casi una cincuentena de nombres se han ofrecido amablemente a compartir en voz alta sus reflexiones, sus inquietudes, sus deseos acerca del perfil de obispos que –a su juicio– están necesitando la Iglesia y la sociedad españolas. Vaya por delante que, entre los encuestados, figuraban varios prelados –eméritos y en activo– que, tal vez por razones obvias, han declinado contestar. Una ausencia que, de algún modo, se ve compensada con la inclusión de textos del Magisterio detallando los derechos y deberes episcopales en el pastoreo de la grey que tienen encomendada: desde el capítulo que dedica al tema la constitución conciliar Lumen Gentium (LG) hasta la exhortación apostólica postsinodal de Juan Pablo II Pastores Gregis sobre El obispo servidor del Evangelio de Jesucristo para la esperanza del mundo, pasando por el decreto de Pablo VI Christus Dominus (ChD) a propósito del ministerio pastoral de los prelados. Sea como fuere, el abanico de firmas es lo suficientemente plural y representativo (sacerdotes, religiosas, religiosos, laicos, teólogos, sociólogos, profesores, mujeres, jóvenes, periodistas de información religiosa…) como para obtener un modesto pero significativo ‘retrato robot’ episcopal. Esta iniciativa no quiere quedarse aquí. Es sólo la primera aproximación a los diferentes colectivos que integran el Pueblo de Dios. En un futuro no muy lejano será el turno de abordar en otros Pliegos la situación de los sacerdotes, de la vida religiosa y del laicado, y los respectivos desafíos que se les plantean para responder más adecuadamente a su vocación y misión, en la Iglesia y en el mundo. De LG a ‘Christus Dominus’ El 21 de noviembre de 1964, Pablo VI promulgaba la constitución dogmática Lumen Gentium sobre la Iglesia, en la que se plantea el sentido del episcopado y se recuerda que en él se conserva y manifiesta la tradición apostólica: “Los Obispos, junto con los presbíteros y diáconos, recibieron el ministerio de la comunidad para presidir sobre la grey en nombre de Dios como pastores, como maestros de doctrina, sacerdotes del culto sagrado y ministros dotados de autoridad” (LG, 20 b). Ahora bien, no parece que esto sea suficiente. “Desgraciadamente –a juicio del marianista Diego Tolsada Peris–, el Concilio Vaticano II no ofrece en este tema un punto de referencia claro. El capítulo sobre los obispos de la Lumen Gentium fue un capítulo de compromiso, que no se atrevió a sacar las consecuencias claras del magnífico capítulo anterior sobre la Iglesia como Pueblo de Dios”. Sí resultó posiblemente de mayor alcance, sin embargo, el decreto que apenas un año después (28 de octubre) promulgó el propio Papa Montini Sobre el ministerio pastoral de los Obispos y que, bajo el título de Christus Dominus, recoge las principales virtudes que deben a adornar a todo prelado. Muchas de ellas, como veremos a lo largo de estas páginas, coinciden en gran medida con las que buena parte de los consultados reivindican para el perfil de su obispo ideal. Primer diagnóstico Antes de pasar a desgranar todo el catálogo de sugerencias y propuestas, hijas, sin duda, del lugar que cada cual ocupa en el seno de la Iglesia, no estaría de más conocer cómo están las cosas actualmente para contextualizar mejor el tema que aquí nos ocupa. “No parece que la comunidad cristiana española esté viviendo su mejor momento”, lamenta el sacerdote e historiador Juan María Laboa. Y lo argumenta así: “La sociedad ha cambiado mucho, y las debilidades y fragilidades eclesiásticas están pasando factura. Da la impresión de que mantiene su plena actualidad el conocido diagnóstico de que la Iglesia ha perdido, primero, los obreros; los intelectuales, después; y, finalmente, los jóvenes. La media del clero es alta, y su entusiasmo no siempre es extraordinario”. Sin embargo, se felicita porque, “en su conjunto, sigue siendo una maquinaria extraordinaria, debido en gran parte a la pluralidad de sus componentes y a la buena voluntad y generosidad de la mayoría de ellos, sin mencionar, naturalmente a la presencia de la Gracia”. A este primer diagnóstico, Juan de Dios González-Anleo, catedrático de Sociología de la Universidad Pontificia de Salamanca, añade un par de interesantes matices, consecuencia directa de la necesidad que tienen los obispos –protagonistas de este estudio– de ser “realistas cristianos, es decir, buenos conocedores de la sociedad en la que desarrollan su misión y, al mismo tiempo, abiertos a la utopía de una sociedad cristianamente revitalizada”. Y como “realistas” que deberían ser, desea “que sean conscientes de dos realidades, dos hechos testarudos que se imponen El pueblo español juzga a la Iglesia por sus obispos, no por otros valores, a veces espléndidos, de la diócesis en todos los estudios: que la imagen pública de los obispos españoles está muy degradada, y que el pueblo español –injustamente– juzga a la Iglesia por sus obispos, no por otros valores, a veces espléndidos, de la diócesis”. Claro que, “en la estructura jerárquica, el juicio resulta más complicado, pero no imposible”, reconoce Laboa. El propio profesor emérito de la Universidad Pontificia Comillas se atreve con él: “No se conoce en la España de los últimos siglos –asegura– una capacidad como la actual para nombrar los obispos que se desean, saltándose, a veces, pudores familiares y utilizando, otras, reglas tan desconcertantes como la de que el obispo que fracasa en su diócesis puede aspirar a un arzobispado. En cualquier caso, creo que se puede afirmar que, a menudo, nos encontramos con obispos sin gran altura intelectual, con poca capacidad de relacionarse con sus sacerdotes y sus fieles, con actuaciones erráticas, caprichosas y prepotentes. Otros, por su parte, se ocultan en sus A TRES PELIGROS, TRES RESPUESTAS En el asunto que nos ocupa, Marciano Vidal, del Instituto Superior de Ciencias Morales (Madrid), identifica “tres grandes tentaciones históricas que ha tenido el episcopado católico: adaptarse al carácter mundano de ‘poder’; creerse guardianes de un depósito recibido y tender más a ‘conservar’ que a innovar; y circunscribir la Iglesia a su radio de acción y de ‘intervención’”. Frente a lo que el religioso redentorista considera tres “peligros reales”, él propone como respuesta otros tantos rasgos que debería presentar el obispo actual: 1. Un estilo de vida y de actuación de tono “evangélico” y alejado de los juegos de poder político, sobre todo partidario. 2. Una fidelidad creativa, que propicie el diálogo del Evangelio con la nueva cultura. 3. Contar con los dinamismos eclesiales, no directamente encuadrados en los esquemas de la curia diocesana; pienso, de modo especial: en los seglares y en los/as religiosos/as. diócesis para que, no siéndolo, no lo parezcan. Obviamente, no todos son así, pero no faltan. No abundan los santos y faltan líderes”. No menos crítico se muestra el religioso marianista Tolsada, para quien “nuestra jerarquía no da la talla para las necesidades de nuestro mundo, ese mundo que tanto amó y ama el Padre. Ni talla religiosa ni cultural. Abundan personas mediocres, tal vez nombradas por su fidelidad a un proyecto muy concreto de Iglesia, pero muy centrados en una autorreferencialidad intraeclesial muy tradicional, premoderna, que busca mantener institucionalmente unos privilegios de cristiandad como forma de presencia eclesial, lo que les lleva a conflictos continuos con la sociedad en casi todos los campos”. “Para colmo –añade el religioso–, viven presos de ofrecer una imagen unitaria, cuando hay diferencias serias entre ellos. Eso no es obstáculo para que un grupo más duro e intransigente imponga una y otra vez, sin pudor (lo han perdido, junto con para anunciarle ‘la Buena Noticia’ que es Jesús de Nazaret, verdadero y único ‘centro’ de la Iglesia”. “A la distancia de más de 40 años –concluye Calero–, los obispos españoles deben recepcionar seria y operativamente las verdaderas líneas de fuerza de un Concilio (en el que no pudieron participar), para saber resituarse: sea en el interior de las comunidades cristianas, sea en relación con la sociedad secular contemporánea”. No es ésta una opinión exclusiva de los consagrados. También laicos, como el propio presidente general del Foro de Laicos, Juan José Rodríguez –que nos remite a la citada exhortación Pastores Gregis para delimitar el perfil episcopal del tercer milenio– mantiene que obispos y católicos debemos “profundizar en la recepción que hemos hecho del gran don que supuso el Concilio Vaticano II, y en especial la Gaudium et Spes, que nos hablan de un diálogo abierto y respetuoso con el mundo, que nos hablan en palabras de Pablo VI de una ‘Iglesia que acepta, Todavía está pendiente la recepción convencida y operativa del Vaticano II el respeto al conjunto de la comunidad, para ponerse al servicio sólo de una parte de ella), sus planteamientos, acciones, criterios y políticas”. Otros, mientras tanto, como Antonio Mª Calero, entienden que “la Iglesia española en su conjunto tiene una seria asignatura pendiente: la recepción convencida y operativa del Concilio Vaticano II. El Vaticano II fue ‘letra’ y ‘espíritu’: sí, ‘espíritu’, por más que no pocos hayan minusvalorado o incluso descalificado directamente ese ‘espíritu’ como algo volátil, impalpable, poco menos que inventado”. Por eso, desde el Teologado salesiano de Sevilla, para el momento actual y para el futuro obispos “que crean de verdad en la necesidad que tuvo y sigue teniendo la Iglesia de aggiornarsi: es decir, de ‘ponerse al día’ para, ‘con una simpatía crítica’, como una verdadera ‘samaritana’ y no como una jueza implacable, acercarse al hombre de hoy (creyente y no creyente) reconoce y sirve al mundo tal como hoy se le presenta. No siente nostalgia de la síntesis Iglesia-mundo según las fórmulas del pasado; ni siquiera sueña en otras fórmulas relativas a un fututo utópico’”. Sin embargo, Rodríguez se lamenta de que “la Iglesia está todavía bastante acostumbrada a hablar ex cathedra (o si se quiere, con una posesión excesiva de la verdad), y esto perjudica ese diálogo con el mundo”. “Convendría también –añade– que la Iglesia, y los obispos claro está, que respetan las muchas cosas positivas que hay en el mundo, las resaltaran especialmente, pues muchas veces lo que queda en el sentir de la gente de a pie cuando los obispos hablan es que sólo se fijan en los aspectos negativos de dicho mundo”. Apreciación que, a buen seguro, comparte la joven matrona Esther Sierra Santos, que siente que “la Iglesia camina muchos pasos atrás de lo que la sociedad ha evolucionado: VN 23 PLIEGO las estructuras familiares son de una mayor diversidad; la mujer tiene un importante papel social… y a todo esto no se le puede dar la espalda. La Iglesia debe acercarse a los cambios sin miedo ni temor, sin represalias. Se debe dar una respuesta y acogida a ellos, que nos acerque a la solución de los conflictos, no a la dispersión y a la disgregación”. Y es que “el paso de la cristiandad nacionalcatólica a la intemperie de la diáspora exige una nueva evangelización”, advierte Oriol Domingo, corresponsal religioso de La Vanguardia, y “ello implica despojarse de lo accesorio y volver a la originalidad evangélica”. Nombramientos VN 24 Así las cosas, parece oportuno empezar a confeccionar ese perfil episcopal con el que sueñan unos y otros. Y nada mejor que hacerlo deteniéndonos en su nombramiento. Bien es cierto que el Magisterio determina que “el derecho de nombrar y crear a los Obispos es propio, peculiar y de por sí exclusivo de la autoridad competente” (ChD, 20), pero quien más quien menos, “con bastante carga utópica y un porcentaje razonable de ingenuidad” –en palabras de Luis Fernando Vílchez–, no se resiste a proponer alternativas. “Lo deseable sería que el sistema de designación de obispos fuera transparente y con participación efectiva de la comunidad cristiana a la que van a servir”, confiesa el profesor del Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid. “Hoy por hoy, eso es soñar”, añade resignado, al tiempo que se pregunta: “¿Sería mucho pedir que, al menos, se consultara también a laicos y no sólo a sacerdotes, que se preguntara a más gente, dentro de un abanico plural, y no siempre a los mismos ‘informadores oficiales y ocultos’?”. Y, puestos a pedir, Vílchez incorpora dos nuevas sugerencias: “Que, al revés de lo que parece haberse hecho en los últimos 15-20 años, se busque a los más preparados y más adecuados a cada situación, y no se prime y premie la sumisión acrítica y el uniformismo ideológico” y, finalmente, “que, tras ser elegidos, la mitra no sea un apagavelas de su personalidad, de su sentido crítico, de su creatividad, de sus más nobles impulsos vitales. Y, desde luego, no se crean investidos de una autoridad mágica que les faculta para hablar de todo ex cathedra. Eso ya lo hacen los tertulianos”. En este mismo sentido se manifiesta también Cristina Guzmán, profesora de Derecho Eclesiástico del Estado en la Universidad Pontificia Comillas, para quien el nuevo perfil de obispo que a su juicio necesita nuestra Iglesia encuentra un “obstáculo insalvable”, el modo de elegirlos, con ciertos usos que enumera a continuación: el “influjo del nuncio o de algunos obispos, maestros en la promoción de sus amigos y protegidos (v. gr. el número llamativo de obispos valencianos), listas confeccionadas por los respectivos obispos, sin previas consultas o reducidas a muy pocas personas”. Sostiene ella que “habría que evitar que nombren a obispos a aquéllos que de alguna manera hacen ‘carrera de obispo’ (titulación eclesiástica superior, profesores, canónigos protegidos de obispos, etc.)”. “¿No ha llegado la hora de buscar el modo de que esas listas las elaboren pidiendo el parecer a los consejos presbiterales y pastorales de las diócesis y parroquias?”, se pregunta Guzmán. “Porque son ellos –dice– los que mejor conocen a aquellos sacerdotes que pueden ser buenos obispos. Si esta nueva forma de selección no se pone en marcha de manera eficaz, difícilmente se lograrán los obispos que nuestra Iglesia y nuestra sociedad necesitan”. Comparte este mismo parecer la religiosa y teóloga María José Arana, que sueña con otra forma de entender “la estructura de la Iglesia y las relaciones intraeclesiales”. A su juicio, sería algo “muy hermoso y en consonancia con nuestros tiempos el hecho de que, para nombrar obispos, presidente de la Conferencia Episcopal, etc., se consultara también a las bases, y no sólo fuera decidido todo por la cúpula eclesial”. “La Iglesia –puntualiza– podría ser de esta forma un ejemplo más claro de las nuevas relaciones que anuncia”. Múltiples demandas Muchas son las demandas que se recogen en estas páginas, y no pocas coincidentes, también con el modelo de obispo que propugna Juan Pablo II en Pastores Gregis, “atento a las necesidades de la Iglesia y del mundo, como testigo de esperanza” (PG, 23), o con aquellos otros que proponía Pablo VI en Christus Dominus, “verdaderos y auténticos maestros de la fe, pontífices y pastores” (ChD, 2). Pese a todo, parece claro que “un único perfil sería contradictorio con la pluralidad que siempre ha sido distintivo de la Iglesia desde las primeras comunidades”, entiende José María Rodríguez Olaizola. Para este sociólogo jesuita, que trabaja en Pastoral con universitarios en Valladolid, “esa diversidad siempre será buena si es equilibrada, es decir, si nuestra Conferencia Episcopal es un espacio plural donde la diversidad de voces abre la puerta a búsquedas y clarificaciones de lo que nuestra sociedad verdaderamente necesita”. ¿Y de qué se trata? Él apunta “tres urgencias: la inquietud pastoral por comunicar un evangelio significativo y cercano; cierta audacia y frescura para CINCO ELEMENTOS PARA LA NECESARIA EVANGELIZACIÓN El marianista Diego Tolsada dice haber escuchado a “una de las mentes –según él– más lúcidas y fieles de la Iglesia en España” (Juan Martín Velasco) los rasgos que debería reunir el obispo de la nueva evangelización: “La presencia en el mundo (y no la distancia sacral). El diálogo con los evangelizables. La colaboración con ellos en sus problemas reales y prácticos de cada día. El testimonio de una vida evangélica. Y, sólo entonces, el anuncio explícito”. “Y creo que hay que mantener el orden de estos pasos –matiza el religioso–, y no dar uno sin haber asegurado seriamente el anterior. ¡Ojalá!”. afrontar problemáticas contemporáneas que inquietan a las personas, especialmente a los jóvenes; y la capacidad de integrar en sus diócesis las diferentes sensibilidades y carismas que son parte de la riqueza de la Iglesia, entendiendo esa diversidad no como problema sino como oportunidad”. “Luego, habrá un poco de todo –admite Rodríguez Olaizola–, habrá obispos más intelectuales/teólogos, otros más espirituales, los habrá más ‘políticos’ y otros más gestores. Habrá quien tenga más inquietud por los aspectos internos de organización eclesial, y otros que estén más urgidos por la nueva evangelización”. “Ojalá, en todo caso, –concluye– que sean especialmente sensibles a las personas heridas y desatendidas en nuestro mundo, pues esa inquietud pone en su lugar otras muchas preocupaciones pueriles”. Evangelio y comunión Son casi incontables los adjetivos empleados para trazar ese boceto del pastor soñado, pero, probablemente, “si hubiera una palabra que los creyentes buscáramos para pensar en el perfil del obispo, sería evangélico, pendiente de los intereses de Dios, con la mirada en los lugares donde El Señor de la Vida mira con dolor el drama de sus hijos. Hombres que transmitan misericordia, desvinculados de intereses políticos y de los grupos eclesiales de poder. El perfil debe incluir la capacidad de gestionar el miedo para que no convierta las posturas de la Iglesia en trincheras y con capacidad de autocrítica en el sentido que otorgan al propio ‘servicio’”. Quien así piensa es Marta López Alonso, presidenta de la Asociación de Teólogas Españolas, que, para liderar nuestras comunidades, reclama, asimismo, “testigos de santidad con actitudes que abran las puertas al bien y no den cabida al mal, al desasosiego y a la división. Con actitud humilde ante la responsabilidad de enseñar –que no es monopolizar la Palabra–; para ello, serían necesarios hombres que crean en la Palabra depositada en el corazón de cada creyente”. Aunque si encontramos un término que encabeza las preferencias de los encuestados no es otro que Urge que los obispos sean pontífices, es decir, constructores de puentes el de ‘comunión’. En opinión de Jacinto Núñez, profesor de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia de Salamanca, “es importante que los obispos sean artífices de la communio a todos los niveles: del obispo con los sacerdotes, de ellos con los demás miembros del pueblo de Dios y de éstos entre sí, en la diversidad de tareas, grupos y sensibilidades. Esa comunión, que tiene una raíz teológica y espiritual, ha de hacerse efectiva en el ejercicio del gobierno episcopal”. Esto por lo que respecta a las exigencias episcopales de puertas adentro de la Iglesia. En cuanto a lo que sería necesario de cara a la sociedad en general, el biblista extremeño propone “que los obispos ‘aprendan’ a situarse en el contexto de una sociedad fuertemente secularizada y que, además, en el caso particular de España, es muy crítica y recelosa de la institución eclesial y sus representantes”. Por eso hay que extremar la cordialidad en el fondo y en las formas –advierte–, el espíritu de diálogo y el afán por presentar la coherencia de la fe cristiana”, si bien este “acento”, matiza, “nada tiene que ver con la falta de coraje o con ‘aguar’ la novedad radical de la fe”. Comparte ese mismo sentimiento el presidente general del Foro de Laicos. Juan José Rodríguez pediría a un obispo “que sirva por encima de todo a la unidad de la comunidad que preside”, que significa “servir a la comunión y la unidad entre todos, poniendo en marcha al efecto cuantas iniciativas lo favorezcan”. Y aclara: “Hoy también este servicio a la comunión ha de extenderse a la propia comunidad cristiana más amplia, y también a la unidad del género humano a la que sirve la Iglesia, y al frente de todo ello han de estar sus pastores los obispos. En un mundo plural y a veces dividido, la prestación de este servicio evangélico es impagable, pero sin olvidar [como él mismo recalcaba páginas atrás] que ha de hacerse desde el respeto y el diálogo sincero con el mundo; diálogo que no es posible sin una escucha profunda”. La comunión se convierte, pues, en un reclamo unánime, estrechamente asociado a lo que el sacerdote Luis González-Carvajal, profesor de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas, señala como la principal urgencia de hoy para los obispos, “ser verdaderos ‘pontífices’; es decir, ‘constructores de puentes’ entre las diversas mentalidades existentes en la Iglesia (aplicando el precioso principio de la Gaudium et Spes: ‘Haya unidad en lo necesario, libertad en lo dudoso, caridad en todo’), así como entre la Iglesia y la sociedad (tenemos ya demasiada crispación)”. Dicho de otro modo, en palabras de la Hija de Caridad Cecilia Collado, “poner el acento en la UNIDAD como fruto de una Comunión que se va haciendo paso a paso, contando con todos, llegando a todos, amando a todos”. O como defiende la joven Helena González Herranz, licenciada en Dirección de Empresas y empleada en Banca, “la Iglesia y la sociedad necesitan hoy un obispo que consiga ser obispo de todos los cristianos. A sus 23 años, quiere huir de “la crítica fácil de que la Iglesia necesita líderes modernos capaces de adecuarse a los nuevos tiempos”; no se trata, piensa ella, de “forzar un avance ideológico”, sino de regresar a “la esencia del cristianismo, continuar el mensaje de AMOR, universal y con mayúsculas, que Jesús trajo hace dos mil años, que nos une a todos los cristianos por encima de ideologías, y aceptando como Iglesia a todos los que compartimos este mensaje y nos sentimos Iglesia”. Diálogo y humanidad Y para alcanzar meta tan necesaria, son numerosas las voces que apelan al diálogo –lo acabamos también de ver– como herramienta episcopal imprescindible. No en vano, Christus Dominus ya recogía este llamamiento: “Siendo propio de la Iglesia el establecer VN 25 PLIEGO VN 26 diálogo con la sociedad humana dentro de la que vive, los Obispos tienen, ante todo, el deber de llegar a los hombres, buscar y promover el diálogo con ellos. Diálogos de salvación, que, como siempre hace la verdad, han de llevarse a cabo con caridad, comprensión y amor; conviene que se distingan siempre por la claridad de su conversación, al mismo tiempo que por la humildad y la delicadeza, llenos siempre de prudencia y de confianza, puesto que han surgido para favorecer la amistad y acercar las almas” (ChD, 13). A esta invitación se suma, por ejemplo, Francesc Torralba, profesor de la Universidad Ramon Llull y miembro del Instituto Borja de Bioética, que pide prelados con “un talante dialogal y gran capacidad para unir las distintas sensibilidades que en estos momentos se manifiestan en el seno de la Iglesia”, al tiempo que espera de ellos la “audacia y habilidad para no actuar reactivamente, sino con propuestas libres a la sociedad”. A estas exigencias compartidas de comunión y diálogo viene a añadirse un elenco casi interminable de requisitos en forma de deseos que todo pastor que se precie debería aglutinar en su persona. Y el primero de ellos, en cuanto tales [personas] sería la humanidad. Al preguntársele por su ideal de prelado, José Ignacio Calleja piensa en “gente sensata y equilibrada, inteligente y noble, con cierta habilidad para crear a su alrededor ‘comunión’. Pero para este profesor de Moral Social Cristiana en Vitoria-Gasteiz, “la base humana, el equilibrio general de su personalidad humana e intelectual, es el principio y fundamento de todo lo demás. La misma fe personal, y el desarrollo de las funciones propias del Episcopado, se asientan en ese nivel de humanidad. Lo que la naturaleza no da, la Gracia no lo sustituye”. Humanidad que él define como “el don de crear alrededor comunidad, relaciones de sinceridad y confianza, aprecio del testimonio de caridad, interpelación moral y compasión”. “No es fácil, desde luego”, reconoce Calleja. Y concluye: “Se suele decir ‘que sean hombres de fe y fieles a la Iglesia’. Esto cae por su propio peso, pero mientras no profundicemos en la Encarnación del Reino al que la Iglesia sirve, no habremos adelantado mucho”. Y en esa misma dirección de humanizar su ministerio, cabrían “hombres que no vayan por la vida temerosos, deprimidos y deprimentes… que irradien, por consiguiente, confianza y optimismo, ganas de vivir en general y de vivir en cristiano en particular”, reivindica José Ramón Amor Pan. Puestos a imaginar, a este gallego, doctor en Teología Moral, le gustaría que nuestros pastores sean hombres “que sepan lo que vale un café, un litro de leche y una barra de pan porque de vez en cuando se les ve con naturalidad tomando un café o comprando en un supermercado. Que crean más en la efectividad evangélica de comer en las casas de sus curas sin más preaviso que una llamadita al móvil del cura una hora antes, que presidiendo mil y una reuniones o retiros sacerdotales. Que sean líderes y maestros con autoridad, y no con poder”. que nadie podrá probar que es menos religiosa que la de ayer”. “Auténticos pastores que conecten con el mundo y los hombres y mujeres, respondan realmente a sus preguntas más hondas y tengan la mente abierta al futuro” es lo que necesitan España y la Iglesia entera, a juicio también de la religiosa María José Arana, “obispos impregnados de Evangelio actualizado, preocupados por los grandes problemas de la Humanidad y los problemas concretos de la gente. Hombres de Dios, dejándose realmente llevar de su Espíritu”. Y a esto mismo instaba precisamente Christus Dominus, hace ya más de cuatro décadas, al hablar del deber que tienen los obispos de enseñar: “Muéstrenles, asimismo, que las mismas cosas terrenas y las instituciones humanas, por la determinación de Dios Creador, se ordenan también a la salvación de los hombres y, por consiguiente, pueden La Iglesia actual precisa pastores que sean verdaderos líderes y maestros con autoridad, pero nunca con poder No es el único que piensa así. En “tono menor”, dado que existen otras prioridades, Javier Elzo invita también al obispo actual a “que salga de su despacho, que haga cola para coger un billete de cine, que salga a comer con sus amigos, que vaya al fútbol, o a lo que sea, que descanse y se relaje yendo al monte los lunes, o a hacer turismo, si no puede los domingos…”. Estos signos bien podrían ser reflejo de una nota que, en opinión del catedrático emérito de la Universidad de Deusto, debería distinguir al prelado del siglo XXI: “Que sepa escuchar a la sociedad de hoy, las demandas (especialmente las del sentido de la vida, quién soy yo, por qué he de hacer el bien y no el mal…; que muestre el kerigma de Jesús, el Cristo, y por qué la comunión en la Iglesia católica), demandas normalmente implícitas de los hombres y mujeres de la sociedad de hoy, contribuir mucho a la edificación del Cuerpo de Cristo” (ChD, 12). Sin embargo, Arana lamenta que “la Conferencia Episcopal Española no se define hoy por el pluralismo interno; es excesivamente monocolor religiosa, política y socialmente”. “Desearía unos obispos menos ‘uniformados’ –dice–, más libres, que contribuyan a la convivencia pacífica, y trabajen por la reconciliación en todos los ámbitos”. En este punto, el claretiano Pedro Belderrain introduce un interesante matiz sobre la imagen que proyectan nuestros obispos. “A veces –confiesa el director de la revista Vida Religiosa–, se habla como si determinadas actitudes y estilos desdijeran de su ministerio. La vida lo desmiente claramente. Se puede ser obispo y muy accesible; se puede ser obispo y distinguirse por la capacidad de escucha y comprensión; se puede serlo y, sin renunciar DECÁLOGO DEL ‘OBISPO DESEABLE’ Profesor del Departamento de Psicología Evolutiva y de la Educación de la Universidad Complutense de Madrid, Luis Fernando Vílchez esboza en este decálogo el “perfil humano, cristiano y eclesial” del pastor que añora: 1. Una persona profundamente creyente, que no es lo mismo que “pía”. 2. Una “buena persona”, en el sentido machadiano del término, gente de buen corazón, “buena gente”, con sensibilidad, comprensión y compasión, especialmente hacia los más débiles, necesitados y distintos. 3. Experiencia pastoral amplia y contrastada. 4. Preparación académica sólida, no sólo en ciencias teológicas, sino también humanas. 5. Un buen nivel de inteligencia emocional y social. 6. Una personalidad psicológicamente madura y equilibrada, con libertad de espíritu, lo que implica, entre otras cosas: criterio propio, sentido crítico y sentido del humor ante las situaciones complejas, capacidad para encajar las críticas, empatía, capacidad de decisión, capacidad de escucha, habilidades sociales, sobre todo para el diálogo y el trabajo en grupo. 7. Capacidad para comunicar y expresarse muy bien, pero sobre todo para establecer a la verdad del Evangelio ni adulterarlo, estar dispuesto a dialogar y contrastar pareceres; se puede ser obispo y sospechar de la propia intuición, reconocer errores y pedir perdón; ser obispo y conocer de cerca la vida de las familias, de los parados, de los sin techo, de los curas más afines y de los que parecen serlo menos”. “He desechado una respuesta en la que citaba a diez obispos españoles vivos –nos desvela Belderrain–, obispos que por ser y vivir así no son menos ‘de Dios’. Más aún, intuyo que ese estilo y actitudes son las que de verdad revelan su profunda hondura evangélica”. Estilo y actitudes que no se alejan demasiado de las que debería reunir el “obispo favorito” de Mª Leticia Sánchez Hernández: “Un varón (de momento) profundamente creyente, ‘tocado’ a fondo por el Evangelio, bien un diálogo entre fe y cultura en el ágora de todos. 8. Una cierta “estética” en el porte, lejos del hieratismo antiguo, pero también de lo melifluo, o de la vulgaridad-zafiedad de determinados gestos que los hábiles y pillos reporteros gráficos captan al azar en determinadas manifestaciones públicas. Esa estética, que no amaneramiento, debiera expresarse también en la liturgia. 9. Personas capaces de establecer puntos de encuentro y de tender puentes (pontífices), de analizar con hondura la complejidad de la sociedad y de las situaciones humanas. 10. Sujetos excepcionales por su valía y preparación (es evidente que no sirve cualquiera para ser obispo), pero normales y sencillos por su personalidad, humildes y no engreídos, ni acomplejados ni obsesivos, enraizados entre personas de toda clase, que demuestren conocer y tratar a la gente de la calle, creyentes y no creyentes, a niños, jóvenes, adultos, familias, ancianos, y que para todos tengan la palabra oportuna de la esperanza, del que, a imagen de Jesús, tiene por misión no la condena, sino la salvación, avivando y no apagando la llama que aún late. preparado intelectualmente (a poder ser, estudios civiles y ‘eclesiásticos’), muy amante del mundo desde Dios y de Dios desde el mundo (es decir, un místico) y con una buena experiencia pastoral”. Y bajando a la arena del contacto trabajo y diversión”. “Nunca me han gustado, sin embargo –admite ella–, los hieráticos e intransigentes; los moralistas y ceñudos; pero, sobre todo, los que –sin sentido del humor– se creen, sin sonrojarse, representantes directos del mismísimo Espíritu Santo”. Creyentes y servidores Cualidades personales al margen, “que han hecho y siempre harán falta (aunque no siempre se han tenido)”, en opinión de González-Carvajal, el teólogo de Comillas toma prestadas las palabras de Alfonso de Valdés “con su sabroso castellano del siglo XVI” para completar la radiografía del obispo soñado: “Tener grandíssimo cuidado de aquellas ánimas que les son encomendadas, y si menester fuere, poner la vida por cada una dellas; predicarles ordinariamente, assí con buenas palabras y doctrina como con exemplo de vida muy santa, y para esto saber y entender toda la Sacra Escriptura; tener las manos muy limpias de cosas mundanas; orar continuamente por la salud de su pueblo, proveerlo de personas sanctas, de buena doctrina y vida, que les administren los sacramentos; socorrer a los pobres en sus necessidades, dándoles de balde lo que de balde recibieron ellos, etc. etc.”. Todo un conjunto de condiciones que, sin duda, sólo pueden darse en “una persona religiosa, lo que se entiende como un hombre de Dios (pues lejos estamos todavía de una mujer Obispo)”, el primer rasgo que, según Javier Elzo, debe presentar un pastor. Es decir, “un hombre de oración constante, abierto a la trascendencia y que sepa dar testimonio de ella. Es su principal Sea el obispo muy amante del mundo desde Dios y de Dios desde el mundo directo con los pastores, esta doctora en Historia y licenciada en Teología nos reconoce que, de cuantos ha conocido y tratado, “los que más me han gustado y convencido siempre han sido los que han logrado hacer una síntesis de seriedad y campechanía; tolerancia y exigencia; humor y preocupación; labor”, subraya el sociólogo vasco. Dicho de otro modo, “el obispo debe ser un creyente que trate de vivir y actuar conforme a la novedad de la Encarnación”, recuerda Jesús Espeja. Y el teólogo dominico, miembro de la Academia Internacional de Ciencias Religiosas, concreta tal novedad en “dos VN 27 PLIEGO VN 28 vertientes”: en su forma de mirar y relacionarse con la sociedad secular, conminando al obispo a ser “una persona sensible, a la escucha, y dispuesto a recibir la verdad ‘venga de donde viniere’; y en su forma de animar y coordinar a la Iglesia local que preside, la cual como “parte de la sociedad y ‘nada humano le es ajeno’”, impele al obispo que, “antes, mientras y después de mirar y seguir las orientaciones de la Curia Romana, debe mirar a la situación de los creyentes cristianos que integran la Iglesia local, y la de los no creyentes a quienes esa Iglesia debe ofrecer el Evangelio”. También Adela Cortina, catedrática de Ética de la Universidad de Valencia, apuesta por unos obispos que sean “creyentes, y mucho”. Pero convendría, además, que fueran “personas con cordura –entendida como un injerto de la prudencia en el corazón de la justicia–, capaces de dialogar con el hoy del mundo y hombres de esperanza”. En la línea de lo que vienen comentando los distintos testimonios, afirma más adelante Christus Dominus: “En el ejercicio de su ministerio de padre y pastor, compórtense los Obispos en medio de los suyos como los que sirven, pastores buenos que conocen a sus ovejas y son conocidos por ellas, verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y preocupación para con todos, y a cuya autoridad, confiada por Dios, todos se someten gustosamente. Congreguen y formen a toda la familia de su grey, de modo que todos, conscientes de sus deberes, vivan y obren en unión de caridad” (ChD, 16). Palabras secundadas por el juicio, breve pero iluminador, del ingeniero Andrés Borrego Toledano, filósofo y diplomado en Teología, que reivindica un “‘pastor’ al estilo del MAESTRO, es decir, un hombre de Dios, dotado de la prudencia y sabiduría que la Gracia concede a quienes trabajan por el Reino. Docto en el gobernar, más con el Evangelio que con el báculo, más con el corazón que con la mitra. Signo para los creyentes y cercano para los alejados. Administrador de almas más que de bienes, surtidor de esperanza al que nunca ha de olvidársele el amor primero por el que fue consagrado”. Para la España actual, “pluriconfesional, plurirreligiosa y en medio de una sociedad más bien hostil”, la Iglesia católica “necesita un nuevo perfil de obispos”, defiende el dominico José Antonio Martínez Puche. Y el director de la editorial Edibesa sugiere tres cualidades básicas: “Ejemplaridad: que sirvan a sus diocesanos y a la Iglesia en España, no por la imposición del báculo sino por la ejemplaridad evangélica del pastor, que va por delante e invita con su vida (en la medida que es posible a la fragilidad humana) a seguir al Buen Pastor. Formación: que posea una sólida formación teológica, catequética y humanista, que lo capacite para ejercer su deber de maestro de sus diocesanos y para el diálogo, directo o a través de los medios, con las fuerzas vivas de la sociedad. Sencillez: la pomposidad –no sólo la de las vestimentas– o no dice nada o dice muy poco bueno al hombre de hoy. La sencillez y la cercanía, el sentirse con su pueblo y hacerlo visible con signos sinceros, edifican a los suyos y dan una imagen evangélica de la Iglesia frente a los otros”. Tres adjetivos propone también el sociólogo Fernando Vidal para definir a los pastores deseados: “¡Santos, sabios, inclusivos!”. “La evangelización –explica el profesor de la Universidad Pontificia Comillas traduciendo tales exigencias– necesita obispos sentidos su pastor por todos: de izquierda y derecha, nacionalistas o no, religiosos y curas, de Pedro y de Pablo. Sin miedo a la pluralidad en lo que no es dogma, que no teman escuchar. Cultos, gente de mundo, que sepan de la vida. Que escuchen mucho a mucha gente diversa. Que convivan con sectores distintos, incluso con críticos y ‘publicanos’, y oigan y disciernan con cariño con todos. Que hagan equipos plurales. Que no tengan miedo a la gente, que les guste la gente. Que aprendan de la gente más de lo que le enseñen. Obispos que confíen en los colegios y obras de los religiosos. Obispos que sean signos de que aún hay esperanza”. Desde el Seminario Diocesano de Jaén, el sacerdote Manuel García Muñoz, profesor de Sagrada Escritura, abunda en la condición de creyente del obispo ideal, y recurre a otro trío de peculiaridades definitorias que detalla ampliamente. A su juicio, es preciso que el pastor sea un “hombre de Dios”, afirmación que se concreta en una “persona profundamente religiosa, de fe intensa, de oración extensa y de criterios evangélicos; testigo de lo que cree y vive; capaz de discernir y de actuar proféticamente (contemplativo y activo); comprometido fiel y confiadamente con la Palabra (voluntad) de Dios, sirviéndola con libertad y decisión, sin miedos ni vacilaciones; dotado de sensibilidad y unción para vivir los misterios de la liturgia eclesial; imbuido y transmisor de la alegría y de la esperanza de la salvación cristiana”. En segundo lugar, sería deseable que todo prelado sea un “hombre teológica y pastoralmente preparado” o, lo que es lo mismo –dice él–, “conocedor de las preocupaciones y problemas de la sociedad actual, y capaz de analizarlos con rigor y de ofrecer respuestas a los mismos, a la luz de la Revelación (Sagrada Escritura y Tradición de la Iglesia), del Magisterio y de una reflexión teológica, abierta y dialogante; comprensivo y misericordioso con las personas próximas y las alejadas; capaz de tomar iniciativas pastorales propias y de alentar las ajenas, con prudencia, amor y valentía. Como continuador de la misión de los Apóstoles (éstos, de la de Cristo) nada humano debe serle ajeno e indiferente (exigencia teológico-pastoral derivada de la asunción de la naturaleza humana –Encarnación y Natividad– por el Hijo de Dios). Sea obispo docto en el gobernar, más con el Evangelio que con el báculo, más con el corazón que con la mitra Y, finalmente, desde luego, un “hombre de Iglesia”, esto es, padre y pastor responsable y cercano, tan exigente como animoso, estrechamente vinculado al presbiterio –sobre todo– y al resto de los agentes de pastoral más comprometidos de su diócesis; favorecedor de la comunión eclesial; mental y cordialmente receptivo y abierto a los ‘signos de los tiempos’ (siglo XXI); capaz de escuchar y de dialogar con todos; integrador de tendencias teológicas y pastorales diversas –siempre que sean sanas y constructivas-, sin exclusiones; proclamador de la ‘verdad salvífica de Cristo’, que propone con celo a cualquiera pero sin imponerla a nadie (por respeto a la libertad); moderado y moderador; ministro de la reconciliación y de la paz; hombre de espíritu misionero y ecuménico, propiciador de encuentros entre miembros de religiones diferentes o de iglesias distintas, y promotor del necesario acercamiento entre la fe y la cultura; sincero, sencillo, austero, humilde, sacrificado, disponible, afable: servidor de todos en y desde el amor cristiano, a imitación del Buen Pastor y al modo del buen samaritano, convencido de que el ‘poder de Dios’ se manifiesta a través de la ‘debilidad’ del propio ministerio (en la línea del Siervo de Yahvé y de la sabiduría de la cruz), que, además, se ha de ejercer sin perder la conciencia de la ‘fragilidad’ humana de su misma persona (‘vasija de barro’, como dice san Pablo)”. Para sacerdotes y laicos A primera vista, podría parecer imposible añadir un requerimiento más a la concienzuda panorámica ofrecida por García Muñoz sobre el obispo soñado. Sin embargo, hay quienes aportan nuevas puntualizaciones. Como párroco de la Crucifixión del Señor (Madrid), el sacerdote y escritor Santos Urías siente que “estamos urgidos de obispos que hayan tenido experiencia en la tarea pastoral”. Cree él que “se tiene demasiado en cuenta la formación intelectual”, a la que no resta importancia, pero defiende un pastor “que haya vivido la cotidianeidad de una parroquia”, porque “es algo que ayudaría al contacto con sus sacerdotes, Que el obispo promueva, con tripas, corazón y cabeza, un laicado maduro dado que la mayoría es a lo que se dedican, y favorecería la comprensión de muchos problemas o situaciones de todo el Pueblo de Dios”. No cabe duda de que el siguiente texto de Christus Dominus sobre el “deber que tienen los obispos de regir y apacentar” refrenda de algún modo las palabras de Urías: “Traten siempre con caridad especial a los sacerdotes, puesto que reciben parte de sus obligaciones y cuidados y los realizan celosamente con el trabajo diario, considerándolos siempre como hijos y amigos, y, por tanto, estén siempre dispuestos a oírlos, y tratando confidencialmente con ellos, procuren promover la labor pastoral íntegra de toda la diócesis” (ChD, 16). Por parte del laicado no faltan tampoco renovados matices que incorporar al perfil episcopal que va esbozándose aquí. Como es lógico, el citado Juan José Rodríguez, presidente general del Foro de Laicos, aprovecha para pedir “obispos que promovieran más la participación y corresponsabilidad de los laicos en la vida de la Iglesia, llevando esto al ánimo de los presbíteros que colaboran con ellos en sus diócesis respectivas”. La animación y formación de “un laicado maduro y responsable”. Eso es lo que realmente le preocupa a Lourdes Azorín, militante de Acción Católica. “En este terreno –asegura– me parece importante que un obispo tenga claro con las tripas, el corazón y la cabeza que sin un laicado maduro y responsable no está plenamente constituida la Iglesia, y que esto se plasme con claridad en el hacer”. Convencida de que “damos demasiada importancia a la coyuntura actual…, porque nos creemos que es más excepcional o importante que otras”, Azorín cree que la Iglesia y la sociedad necesitan “obispos y laicos que deseen ser buenos cristianos, que mantengan el esfuerzo diario humilde, paciente y perseverante para conocer siempre mejor el misterio de Cristo y dar testimonio de él”. Y para que los prelados resulten eficaces instrumentos al servicio de esta causa, en su opinión, “deben ser personas prudentes y escuchadoras, amables y amantes en el alto, ancho y profundo sentido de esas palabras, servidores apasionados de la comunión, humildes hombres de oración”. Prudencia que significa, según ella, que “ante un acontecimiento, escuchan, contrastan, dialogan, rezan y cuando toman una decisión la ejecutan aunque tengan que lidiar con el toro del mal menor. Por eso, “teniendo presente lo urgente –concluye–, no deben olvidar lo importante y han de hacerle sitio y espacio, programando y trabajando sin perder el horizonte amplio”. Bien podría referirse a lo que, desde Málaga, Cecilia Collado entiende por “un pastor que conoce el ‘terreno’ y pone los medios para contribuir a lo fundamental: el encuentro de las personas y de la comunidad-pueblo con el Único Pastor, Jesús”. Por tanto, al obispo ideal esta Hija de la Caridad le pide “fidelidad al Mensaje, no sólo en palabras, sino también en gestos coherentes, de cercanía, de confianza en el valor de lo que se anuncia sin engolamiento, de poner en último plano los títulos honoríficos, [también ella] de respeto y escucha a los laicos y a su papel en los asuntos que les incumben, de cuidar no sólo lo que se debe decir y cómo decirlo, sino también cuándo es mejor callar o dejar la palabra a otros miembros de la Iglesia, que reiterar lo que ya se ha dicho” y, finalmente, “convencimiento de que la mejor manera de defender los valores es promoverlos con la pedagogía y el ritmo adecuados, con proyectos a largo, medio y corto plazo”. Al menos –Collado lo sabe muy bien–, es lo que exige la vida parroquial. A la presidenta de la Asociación de Teólogas Españolas, Marta López Alonso, por su parte, como mujer, trazar su ideal de obispo le plantea “un problema eclesiológico en su base: la necesidad de repensar y orar la estructura jerárquica VN 29 PLIEGO de la Iglesia que es, en su base, desigual y excluyente para las mujeres y despliega un abismo insalvable entre el pueblo y quienes se consideran sus autoridades”. Una reflexión que abriría las puertas a otro debate de gran calado para el presente y el futuro de dicha institución. Trabajo y justicia social VN 30 Desde el Movimiento de las Hermandades del Trabajo, mientras tanto, una de sus militantes ha preferido personalizar su ‘sueño episcopal’ en la figura del prelado que deba representarles en el seno de la Conferencia Episcopal Español, “un hombre empeñado en cultivar una comunidad fraterna, común, plural… liberadora”; con “actitud de escucha, apertura y servicio, muy especialmente a las bases de la Iglesia. Atento a los signos de los tiempos. Cercano afectiva y efectivamente a la realidad del mundo del trabajo, ofreciendo los medios pastorales necesarios para garantizar la preparación de sacerdotes, religiosos, laicos para una mejor evangelización del mundo del trabajo”. No se quedan ahí las demandas de esta joven integrante de Hermandades. Le gustaría que ‘su’ obispo responsable “promoviera un avance en la propia Iglesia, en mayor justicia social con los que viven en situaciones laborales, que haga suyos los problemas de los hombres y mujeres del mundo del trabajo y todas sus circunstancias de vida, con una fuerte formación en la Doctrina Social de la Iglesia, y que su fuerte no estuviera tanto en el ‘saber cultural’ como en la fuerza de ser testigo del evangelio de Jesucristo”. Y como “mayor reto” para la añorada justicia social, ella identifica muchas de esas “situaciones que hacen muy difícil que el hombre se desarrolle integralmente con dignidad”. Así, “un representante sensible a la situación del mundo laboral actual y con conciencia de pastor” se debería mostrar “cercano a los rostros de la pobreza de nuestras parroquias, asociaciones, barrios, muy a menudo azotados por la precariedad y la flexibilidad laboral de muchos jóvenes, mujeres, inmigrantes, mayores…, los accidentes laborales, la imposibilidad de LAS VIRTUDES DEL OBISPO Tomando como referente el Directorio Pastoral de los Obispos –concretamente, un resumen de los nn. 21 al 31–, Félix Martínez Cabrera, ex vicario general de la diócesis de Jaén, nos brinda un generoso catálogo de las “virtudes que deben adornar al obispo”. En primer lugar, “el obispo debe identificarse con Cristo, tener capacidad de diálogo (21), estar adornado de la caridad pastoral, y vivir en comunión con Cristo, con la Iglesia y con el mundo. Es necesario que el obispo se haga siervo para ser servidor de los demás, y dé testimonio por su vivencia de los consejos evangélicos y del espíritu de las bienaventuranzas (23)”. “Además de la caridad pastoral –prosigue el sacerdote jiennense–, el obispo debe resplandecer por una fe muy profunda, que se manifieste en su espíritu de oración, contemplación y piedad, y en el estudio asiduo de la Palabra de Dios. Vivir la esperanza y la obediencia a Dios antes que a los hombres. Vivir la pobreza afectiva y efectiva. Humildad. No dejarse arrastrar por el autoritarismo. Estar adornado de la prudencia y fortaleza, como virtudes complementarias”. “La prudencia –advierte– puede ser cobardía”. Además de estas “virtudes sobrenaturales”, en su opinión el pastor deberá reunir otras “humanas, hoy en día muy apreciadas socialmente, las cuales sirven de ayuda a la evangelización y a la caridad pastoral y permiten traducirse en la práctica en una sabia cura de almas y en un buen gobierno del clero y acceder a una vivienda digna, y sus consecuencias negativas que nos impiden a los jóvenes formar nuestra propia familia”; y ser “pastor de nuestros mayores, que viven condenados a la soledad y muchas veces con pensiones de escasa cuantía”. Secundando este compromiso con los últimos que se proclama desde Hermandades, Juan González-Anleo, que al inicio de estas reflexiones ponía sobre la mesa la necesidad de que los obispos sean “realistas cristianos”, pide a los prelados “que se dediquen con del pueblo”. Entre éstas, destaca: “Una rica humanidad, un carácter constante y sincero, una mente abierta a todos y un corazón que acoja las alegrías y los sufrimientos ajenos, una continua preocupación por la justicia, autocontrol de sí mismo, buenos modales, paciente y discreto, propenso al diálogo y a la escucha y una voluntad presta al diálogo y la comunicación (31)”. “El Código añade –matiza– que tenga buena fama (can. 378)”. Y concluye con estas recomendaciones: “Amor a todos, especialmente a los sacerdotes. Amor a Jesucristo y al Evangelio. Amor a los pobres, y a los humildes. Que comprenda que la Iglesia es una comunión, que exige la participación, y la escucha. Que sea consciente de que tiene la última palabra, pero no todas las palabras. Que sea clarividente, por su honda formación, de los problemas de nuestro tiempo. Que sea humilde, sencillo, dialogante, prudente y acogedor. No debe olvidar que cuando cada uno hace lo que quiere, se pierde el carisma de la autoridad, que es un servicio para la unidad. La puerta de su casa debe estar abierta a todo el que llama. Testigo de Cristo en su vida, por su sencillez, recato, austeridad, pobreza y caridad. Ame más el silencio que la ostentación. No busque el relumbrón de los grandes acontecimientos, sino el trabajo silencioso de cada día, sin interrupción y sin pausa. Sepa despertar esperanzas e ilusiones en su colaboradores, no sólo con sus palabras de aliento, sino con su ejemplo y testimonio”. preferencia absoluta, incondicionada –no exclusiva– a los pobres, los excluidos y los emigrantes”, pero también “que ‘griten el Evangelio’ –no el moralismo– en todas sus apariciones públicas, y que renueven su lenguaje y lo hagan optimista y motivador –como el de Juan Pablo II–, sabio y profundo –como el de Benedicto XVI–, y sencillo y cercano al hombre de la calle, con el mismo talante de Juan XXIII”. “Y si no se acercan, aunque sea modestamente, a este perfil ideal –concluye el sociólogo de la Pontificia de Salamanca–, que sean valientes, tengan compasión de ‘su’ pueblo y regalen a la Iglesia su renuncia al episcopado”. Que el obispo renueve su lenguaje, y lo haga optimista y motivador Palabra positiva Solicita González-Anleo una renovación del lenguaje episcopal, y bueno sería en este momento conocer la opinión de quienes, desde el universo informativo, se las ven a diario con las habilidades (o limitaciones) comunicativas de los obispos y su relación con los medios. En un condensado pero ambicioso perfil, el corresponsal religioso de El Mundo y director de Religiondigital, José Manuel Vidal, apuesta por “obispos de, por y para el pueblo. Cercanos, sencillos, asequibles para todos. Párrocos de sus diócesis. Amigos de sus curas. Sin secretarios ni agendas de funcionarios. Abiertos al mundo de hoy y a la realidad social. Más padres que maestros. Y nada monseñores”. Desde el Consejo General de la Abogacía Española, el veterano periodista Francisco Muro de Íscar echa mano de las palabras de Benedicto XVI para recordar que la misión de nuestros pastores es “edificar la Iglesia como familia de Dios y como lugar de ayuda recíproca y disponibilidad”. “Por eso, hoy –prosigue su reflexión–, en un mundo que necesita la palabra justa y llegar a todos, los nuevos obispos deben ser sólidos en los conceptos; cercanos en las formas; conocedores de la realidad de la calle; abiertos al diálogo; volcados con los más desprotegidos; alegres como la esperanza; libres, sin más ataduras que las de la fe; ocupados-preocupados por la comunicación, por hacer llegar el mensaje evangélico a todos los interesados con métodos actuales y con mensajes comprensibles y positivos: convencer e implicar, no regañar”. A Jordi Llisterri, director del mensual Foc Nou, por su parte, le gustaría “que los obispos fueran verdaderos profetas y que los seglares fueran santos que den testimonio del Reino de Dios”. Pero, sabedor de la dificultad de ambas empresas, sí se atrevería a pedir “buenos teólogos, que sepan hablar de las cosas de Dios de forma comprensible para una sociedad mayormente secularizada. Obispos que escuchen, en una sociedad donde sólo nos habla gente que nos quiere vender lo suyo pero que poco interés tiene en nosotros. Y obispos que sepan unirnos, en una sociedad donde demasiadas veces la presencia de lo individual ha borrado el nosotros”. “Y, por favor –ruega Llisterri, reiterando sin ir más lejos el deseo del propio Muro de Íscar–, que no riñan ni chillen. Demasiado ruido mediático tenemos ya”. Obispos que “fundamentalmente sean pastores”. Eso es lo que necesitamos en la España de hoy, opina el especialista en información religiosa Jesús Bastante. Un convencimiento que él traduce en unas cuantas condiciones concretas: juventud (“que podamos ver a personas de 40 años consagradas”), experiencia parroquial y contacto con la gente (“que no pongan ‘cara de póquer’ cada vez que se les pide su opinión sobre temas que afecten a los ciudadanos, también a los católicos”), “que vean en los medios de comunicación una oportunidad para propagar el mensaje del Evangelio y que confíen en la capacidad de los laicos para, en comunión, construir Iglesia”. Finalmente, consciente de la necesidad de una nueva evangelización –como apuntaba ya al principio de este trabajo–, Oriol Domingo, de La Vanguardia, acude a las fuentes en pos de un perfil episcopal que “debe ser éste: ‘Es necesario que el obispo sea irreprensible, marido de una sola mujer, sobrio, sensato, educado, hospitalario, apto para enseñar, no dado al vino, no combativo, sino moderado, pacífico, desinteresado…’. Son las cualidades para un obispo, según Pablo a Timoteo (1 Tim 3, 2-3), recuerda el periodista catalán. Y todo un programa inequívoco de gobierno episcopal, podría añadirse. Santos y sabios Vamos concluyendo, y lo hacemos cediendo la palabra a cuatro nuevas voces que, como acabamos de ver con Oriol Domingo, nos remiten a la vida o el mensaje de terceros para ilustrar (y enriquecer) sus respectivos testimonios. “Santa Teresa pedía al clero de su tiempo, santos sí, pero letrados y sabios también”, precisa Pedro Miguel García Fraile. Por eso, para este doctor en Teología y licenciado en Derecho Canónico, “se necesitan obispos creyentes y piadosos, pero además pastores preparados no sólo en el campo doctrinal y teológico, sino también por sus capacidades para gobernar, dialogar y comunicar”. “Se necesitan obispos menos marcados en el campo político por un signo determinado y más libres y fieles a las exigencias evangélicas –prosigue–. Y, en cualquier caso, desterrar al obispo gestor y burócrata, para potenciar al pastor y modelo de la comunidad”. “Como Francisco de Asís con toda la creación, con el sol y con la luna, y con el leproso que abraza enternecido”, se necesitan obispos que tengan “sentimiento de hermandad”, desea Teresa Losada, Franciscana Misionera de María, pero también “con fe en un Dios encarnado en la Vida, que camina en la calle, que sana, que salva, obispos que sepan leer su presencia en la historia y en los lugares y personas donde cuesta encontrarlo, donde más difícil resulta descubrirlo y aceptarlo”. Para esta religiosa especialista en Estudios Islámicos, la Iglesia necesita obispos que, en comunión eclesial, abandonen el poder jerárquico y, con estilo dialogante, simpaticen con las aspiraciones e ilusiones de su grey; que se abajen para acercarse con autenticidad al pueblo llano y que se empeñen en hacer suyas las justas reivindicaciones de los desposeídos”. Y Losada hace extensible su sueño a la Iglesia universal: “¡Ojalá que fueran todo oídos abiertos al clamor de la inmigración, al grito del Tercer Mundo y a la urgencia del diálogo interreligioso!, obispos que, bien enraizados en el hoy y encendidos por el amor de Dios, oteen horizontes del futuro y aporten su verdad y su sudor para la construcción VN 31 PLIEGO VN 32 de nuevos cielos y nueva tierra, impregnando la vida de sabiduría, sentido y sabor”. El número 25 de la primera encíclica de Benedicto XVI, Dios es Amor, le sirve a Josep M. Rovira Belloso para dibujar el “perfil pastoral” del obispo por el que suspira: “Que, en primer lugar, se adapte al modo de ser y a las necesidades de su Iglesia local. Para que pueda desplegar las tareas esenciales de esa Iglesia: su capacidad evangelizadora (anuncio de la Buena Noticia); su ‘casa acogedora’, que es la celebración eucarística (Liturgia); y su proyección en la caridad a través del servicio sobre todo a los pobres (Diaconía)”. Y para que no falte nada, “un pastor estable que se identifique con su Iglesia local, como hizo Torras i Bages con Vic”, aclara el que fuera profesor de la Facultad de Teología de Cataluña. “En España se están nombrando obispos sin creatividad”. Éste era el título de un artículo que publicó poco antes morir el que fuera director de Vida Nueva José Luis Martín Descalzo, y cuyo texto el periodista y catequeta Herminio Otero Martínez ha traducido a su manera para demostrar que “de aquellos polvos, estos lodos” y que, por lo tanto, “necesitamos obispos esperanzados y creadores de esperanza, o sea, contentos con la vida, bienhumorados y alegres, ilusionados y contagiadores de ilusión. Obispos con una mirada positiva ante el tiempo presente y futuro, espacios donde se hace presente el Reino y sopla el Espíritu. Obispos que busquen el reflejo de su imagen en el espejo de Jesús, y no en otros escaparates. Que dedican tiempo a orar (la Biblia y el periódico en mano), y a escuchar, y a leer, y a caminar con la gente de a pie (curas, mujeres, alejados, jóvenes…)”. Dicho de otra manera, y en forma de acróstico –que Otero suele emplear con asiduidad y habilidad–, “el obispo ha de ser Obediente al Espíritu, Buen pastor, Imaginativo en la acción pastoral, Silencioso (más hacer que hablar), Padre acogedor de todos, y Olvidadizo de tantas cosas que no son importantes para centrarse en lo fundamental: el anuncio del Reino con una palabra esperanzada o con un silencio nunca claudicante”. Afirma el periodista y escritor jesuita Norberto Alcover que “una cosa es responder a lo que muchos desearíamos en materia episcopal, y otra mucho más realista responder a lo que podemos desear en nuestro objetivo panorama español”. Y no le falta razón. Por eso, a estas alturas, y después de haber sido partícipes de casi medio centenar de puntos de vista, se agradece doblemente su pragmático esfuerzo: “Puede que entrara dentro de lo posible –aventura él con grandes dosis de realismo– un obispo en la sesentena, madurado en alguna diócesis compleja, dotado de prudente osadía pastoral y teológica, sin alergia a la secularidad envolvente, capaz de comunicarse con los creyentes normales, magnánimo con los clérigos seculares y regulares, potenciador del rol femenino en la Iglesia y en la sociedad, siempre devoto y siempre humilde”. Y se pregunta luego: “¿También político en materia política?”. “Claro que sí –contesta sin vacilar–, pero con la política evangélica, paloma y serpiente a la vez, sin olvidar jamás que la resurrección pasa por la cruz y por la sepultura. Y por supuesto, que amara la vida, los deliciosos placeres de la vida, que demostrarían su humanidad como persona. Todo lo anterior encaminado a proclamar un tiempo de gracia para los pobres y para los alejados de Jesucristo”. “Por lo menos, y que yo conozca –concluye Alcover–, nuestra Conferencia Episcopal Española contiene varios obispos que saciarían tales deseos”. Si está en lo cierto o los demás comparten esta opinión, no toca aquí ya debatirlo. CONCLUSIÓN Sirva como broche final de este Pliego la aportación al sondeo de Pedro José Gómez, profesor de la Universidad Complutense y del Instituto Superior de Pastoral de Madrid, una apretada síntesis de casi todo lo que de una u otra manera hemos ido oyendo a lo largo de este trabajo. “Los obispos –dice él– deberían tener una conciencia muy lúcida de por dónde va la sensibilidad cultural de nuestra sociedad y no sólo la de los reducidos entornos intraeclesiales, y menos aún clericales, que frecuentan y que suelen tener una percepción de la realidad bastante distorsionada, a fin de ofrecer una palabra –evangélica y no anacrónica– a todos: creyentes y no creyentes. Para ello, deberían ir más al mercado, pisar las parroquias los días ordinarios, ver cine, tener amigos y amigas no creyentes, etc. El talante de los obispos debería caracterizarse sobre todo por su fe alegre y apasionada, por su confianza en Dios, por su mirada comprensiva hacia las personas, por su estilo evangélico (sencillo y servicial) y por su capacidad de animar, ilusionar y crear esperanza en la comunidad cristiana, en este contexto de crisis religiosa, estimulando todo lo posible la creatividad. La preocupación por la injusticia y la amistad con pobres y sencillos de carne y hueso debería hacerles denunciar públicamente, sobre todo, las situaciones de opresión y, mucho menos, los intereses corporativos. Deberían presentar las propuestas eclesiales como ofertas respetuosas que se unen a otras iniciativas de todos quienes desean colaborar en la construcción de un mundo más humano, sin actitud prepotente, sin imposiciones y sin pretensiones de poseer el monopolio de la verdad. Al interior de la Iglesia su principal tarea sería acoger a todos los grupos de los distintos estilos sin actitudes discriminatorias, favorecer el diálogo libre y respetuoso entre todos y promover una reforma de la Iglesia orientada a facilitar los valores de la igualdad, la participación, la fraternidad y el compromiso con los valores del Reino”. Ojalá que así sea. Aun así, pese a todo lo dicho, creemos con Pedro Belderrain que “hay pastores entre nosotros a los que se les ve el Evangelio en la cara”. Y con el religioso claretiano deseamos desde aquí: “¡Que el Señor los guarde y aumente! ¡Y que los católicos españoles sintamos cada día más la Iglesia como una familia de hermanos que se esfuerzan por conocerse, estimularse, ayudarse a crecer y si es caso corregirse!”. A fin de cuentas, “no tenemos derecho a criticar a nadie si antes no nos hemos entregado a él, aunque a veces parezca imposible o inútil”.