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Eduardo Cubera Pereira LOS BOLINDRES DE BARRO (Recuerdos de mis días azules) Plasencia 2014 A mis padres, por todo. Para ellos estas páginas que no les llegaron a tiempo. A mi hermano, protagonista también de mi historia. A Mari Carmen, que ha completado mi vida A mis hijos, siempre. A Miguel, todo el futuro. Los textos son propiedad del autor o, en su caso, de los herederos que marque la Ley. Fotos de las familias Cubera-Pereira, Excepto pág. 97 y 196, cedidas por Pepe Ávila Díaz; pág. 217 de la Fundación Joaquín Díaz. © Eduardo Cubera Pereira, 2014 ISBN: 978-84-697-0074-7 Depósito Legal: CC-109-2014 Imprime: Artes gráficas PEDRO ARROYO Plasencia En el principio fue el barro. La extraordinaria metáfora del Génesis nos ha presentado a un Dios alfarero: “Formó Dios al hombre del barro de la tierra”. Desde entonces el barro ha sido suelo y vivienda, torre y labranza, utensilio y vasija, fermento y estructura, unido ya para siempre a nuestra vida sobre la tierra. El barro es el material sobrante de aquel primer instinto creador. José Manuel REGALADO I HOYOS I HOYOS Mi pueblo Una de las señoras ayudaba a otra a devanar una madeja de lana. Estaba viendo la película “Las chicas del calendario”. En cualquier momento, mientras se me aparezca una escena parecida yo también la sentiré como una vivencia propia. Mi madre ha sido la mejor en muchas cosas. Una relacionada con lo anterior es que sabía hacer punto como nadie. Le bastaba ver una muestra para repetir el modelo y tipo de punto a la perfección. Y para comenzar esas labores yo también le ayudaba a devanar las madejas convirtiéndolas en perfectos ovillos. Aunque a veces, por mi torpeza, ella acababa sustituyendo mis brazos por el respaldo de una silla. Nuestra memoria subsiste gracias al olvido. Esta frase que parece una paradoja, es sin embargo absolutamente cierta. El olvido es el jefe de la limpieza que va barriendo nuestros archivos mentales en desuso para hacer sitio a otros nuevos. Y recuperarlos, antes de que llegue nuestro formateo definitivo, es algo que todos nos hemos planteado alguna vez. Lo lógico, no la motivación comercial de famosos y famosas, es afrontar esa tarea cuando ya se tienen ciertos años. Bastantes son, como en mi caso, si se ha pasado la barrera de los sesenta. Aunque yo haya necesitado la ayuda de dos cortos retiros parciales, por bajas médicas, para iniciar mi proyecto. Y la jubilación definitiva para rematarlo. Mis propósitos llevan muchos años gestándose. No como si el conseguir escribir un libro fuese la tercera meta obligatoria para completar mi vida, aunque ya llevase en el haber las otras dos, plantar árboles y tener hijos. Desde siempre había sentido la necesidad de plasmar tantos recuerdos queridos para mi, el testimonio de una época, lo que se perdió. Todo, o algo, de lo que mis hijos o nietos nunca conocieron. La última chispa que me animó a empezar a recopilar mis notas y darles forma fue la lectura de “Los Días Azules”, de mi querido amigo José Manuel Regalado. Esa es la pluma de un verdadero poeta que recomiendo a todo lector. Mi intento es solo para los recomendados, que por ser mi familia o mis amigos, sabrán perdonarme. Entre los planteamientos de qué poner para comenzar a contar mis historias se me ofertaba, demasiado fácil, más bien simple, la justificación del título, que dejaré para más adelante, por no ofender a los lectores cuya experiencia basta para explicársela, ni tampoco a los que no la hayan descubierto, so pena de que abandonen estas lecturas, antes 11 Los Bolindres de Barro de empezar, por falta de sorpresas. Así que optaré por una salida más clásica, por mis principios. Nací, o me nacieron, en Hoyos. He vivido en otros pueblos, pero sobre todos ellos Hoyos es el único que me llena de orgullo al decir: Soy de la Sierra de Gata y mi pueblo es Hoyos. Antaño “Los Hoyos”, el artículo que le precedía aparecía en los mapas antiguos, lo descubrí no hace mucho, mirando una reproducción de uno del siglo XVIII. Luego se suprimió en la oficialidad, pero no del todo en el uso popular de los mayores de la comarca: -Me voy a Los Hoyos, que tengo asuntos de juzgao. Avisaba no hace muchos años cualquier peraliego o acebano para confirmar su obligada marcha hacía el pueblo vecino, Hoyos, Cabeza de Partido Judicial. La carretera sube hacia las tierras de Salamanca. Pasó por Coria y Moraleja, luego Perales y el Puerto que intercambian complemento por nombre, Perales del Puerto, Puerto de Perales; entre ambos la comarcal se abandona hacía la Cruz Mocha, la primera loma desde la que se divisa Hoyos. Un grupo de casas abigarradas en torno a su iglesia. El campanario preside la pequeñez del pueblo. Alrededor de sus piedras destacan los verdes de los montes; en primavera, pinceladas de morados brezos; en otoño la rica gama de los tonos cálidos de los castaños. Aquí los canteros gallegos dejaron su impronta en una maravillosa y variada colección de dinteles y columnas, en ventanas y puertas. Además sus mujeres legaron la tradición de los encajes de bolillos. Es un pueblo limpio, con la frescura de las aguas de sus regatos. Cada vez que he regresado a Hoyos se acumulan en mí un montón de placenteras sensaciones que van llenándome sin saturarme. Siempre tuvo y tiene un olor característico, que me permitiría identificarlo con los ojos cerrados incluso entre otros pueblos de la Sierra de Gata. Es una suma de múltiples aromas: De los granitos de sus casas y calles mojados por la lluvia, del humo de los helechos secos que inician el fuego de los hogares, de los tomillos, jaras y brezos de sus montes, de los azahares de sus naranjos, de los primeros aceites recién exprimidos en sus almazaras, de las resinas de sus bosques de pinos, convertidas en la pez que protege las tinajas de sus lagares, y de los pitarras que en ellos se engendran. El cariño se adquiere por la abundancia de los contactos. Yo se lo guardo a Hoyos aunque la frecuencia de mis visitas se limitaran a pasar cortos periodos veraniegos en casa de mi abuela Victoria y de mi 12 I HOYOS tía Pura. El tiempo más largo, y del que obviamente no puedo tener recuerdos tan tempranos, va desde mi nacimiento hasta los siete meses, en que por cambio de destino en el trabajo de mi padre, nos trasladamos a vivir a Coria. La primera luz de este mundo la recibí comenzada ya una tarde de un sábado otoñal, en el barrio que por más pobre destacaba entre los mayoritariamente humildes del pueblo. Siempre lo conocí por “El Escobar”, hasta que muchos años después me enteré que su nombre oficial, por lo menos para Correos, era “Barrio del Cristo”, ostentoso lo de barrio para una hilera y media de casas bajitas asentadas en la ladera de una pequeña loma que apunta hacia montes con mayor altura como Moncalvo y Jálama. Y el complemento divino en honor a una imagen, que por tamaño y belleza se podría cobijar en iglesia de mayores dimensiones, más que en la pequeña capilla de la ermita donde se encontraba, en las puertas del barrio, dividiendo la carretera en dos ramales, hacia Cilleros por su derecha, y por la izquierda hacia El Calvario, pasando por los prados donde se celebraban las ferias de ganado, en las afueras, hasta enlazar con la carretera de entrada al pueblo procedente de Perales del Puerto. Mi madre me alumbró en octubre, el día 13, con la primera premonición de buena suerte que el supersticioso número conlleva, al adjudicárseme el nombre del santo del día, por escapatoria materna frente a la continuidad del de mi abuelo paterno, Paulino, que tenía la opción de reserva. -¡Qué niño más feo!, ¡Pobre hijo! Fueron las primeras informaciones que sobre mi aspecto llegaban a los oídos de mi madre desde la evaluación subscrita por mi tía Pura, al recogerme en sus brazos y una vez depositado en ellos, tras el parto dirigido por D. Tomás, médico del pueblo. 13 Los Bolindres de Barro I HOYOS Menos mal que al cariño de mi madre no le parecía tan desfavorecido, justificando ella que todos, o la mayoría de los niños recién nacidos no son bonitos en sus primeras horas. En cada uno de mis regresos a “El Escobar” siempre me enseñaban, mi madre, o mi tía Pura, o mi abuela Victoria, cual era la casa donde yo había nacido, aprovechando que había que pasar por su puerta camino de la de mi abuela. Era pequeña y más bajita que lo que le correspondería por tener una sola planta. Su tejado con tan poca altura, que hasta con una reducida estatura se podían tocar las tejas de su alero. La puerta partida en horizontal en dos hojas independientes. La superior tenía la cerradura, aunque solo se echaba la llave por la noche; la inferior tenía una tranca de fácil acceso incuso desde fuera. Por delante de ambas partes, en verano, una cortina gris con dos franjas claras paralelas en la parte baja. El interior dividido en dos, un espacio comedor-cocina en la entrada y una alcoba al fondo. El suelo de barro y el techo de teja vana. Era el denominador común y absoluto de todas las casitas del barrio Muchas veces me recordaba mi madre: - No sé cómo no te fuiste de una pulmonía, con el frío que se metía en aquella casa “tejivana”. (localismo con el que mi madre se refería a teja vana, es decir sin otro techo que el tejado) La única nota destacable que la diferenciaba era la gran peña que sobresalía de su fachada, en el suelo, junto a la puerta, cual resto de parto inacabado del monte que logró aflorar en un apéndice convertido en provechoso apoyo de cimientos. 14 Barrio El Escobar. Yo nací en la casa que tiene una peña delante de la entrada, la segunda a la derecha. Al nacer ya tenía un hermano, o mejor, mi hermano tuvo un hermanito, puesto que Emilio siempre ha sido, claro, mi hermano mayor. Y su protección fraternal aún no había aparecido en su consciencia cuando estuvo a punto de no ser inaugurada nunca. La anécdota, recordada por mi madre, y sucedida mientras me amamantaba, tuvo como principal protagonista a mi hermano, Emilio. Debido a la normal poca paciencia de su edad, sólo tenía los cinco años que me lleva, se acercó con una naranja en una mano y un cuchillo en la otra, con la intención de que mi madre se la pelara. Y en el momento que el acero estaba sobre la vertical de mi cabecita, se le cayó, pasándome, ¡por fortuna!, al lado de mis cabellos. Mi madre era nerviosa sin pasar nada, conque ya se puede suponer el incremento de sus nervios producido por el accidente, y la consiguiente descarga de su tensión mediante la promesa del azote en 15 I Los Bolindres de Barro el culo de mi hermano. Las tortas infantiles siempre han sido el resultado del desbordamiento de los nervios de sus progenitores. De todas formas, no recuerdo ni una de mis padres, si acaso la amenaza, o como mucho el lanzamiento de la zapatilla con mala puntería intencionada de mi madre. Pasados los años, el dramatismo en que todo pudo acabar se olvidaba al recordar la escena con buenas risas, o con carcajadas si es mi hermano el narrador del mismo episodio. 16 Mis padres con Emilio, mi hermano. Hoyos,1950 HOYOS Días en Hoyos Conservo vagamente mis propios recuerdos de mi primer regreso a Hoyos. Sucedieron cuando hacía poco que había cumplido los tres años. Fue en otoño, en noviembre; me habían mandado al cuidado de mi tía Pura y de mi abuela Victoria, porque mi madre estaba embarazada, y próximo el momento de dar a luz un nuevo hermanito. En esa época aún vivían, también en Hoyos, mis abuelos paternos. Mi abuelo Paulino, al que San Eduardo le privó de la transmisión de su nombre, era de mediana estatura, disminuida por el encorvamiento que produce una edad avanzada y sobre todo una vida de fuertes trabajos. Tenía un viejo y deformado sombrero de fieltro. Caminaba con la ayuda de un bastón metálico que en su primer uso había sido el sustento de un paraguas. Fumaba picadura liada, que encendía con útiles ya conocidos por los primeros arcabuceros: un eslabón de acero, una piedra de sílex y un trozo de mecha. De esta, por extensión, el nombre de mechero para todo el conjunto que él utilizaba, y para todos sus sucesores más modernos de una sola pieza. Mi abuelo Paulino emigró a la Argentina a principios del siglo pasado. Tras unos años en Mendoza sin lograr la fortuna esperada optó por regresar a Hoyos, donde le esperaba su esposa. En Argentina se quedó un hermano que viajó con él, y con ese origen otros Cubera habrán ido desde entonces engrosando los censos de las Américas castellanas La mujer de mi abuelo Paulino era mi abuela Ángela. Ambos fueron panaderos, no propietarios, en hornos y tahonas alquilados en el mismo Hoyos. Regresando a mi estancia otoñal en Hoyos, pasé aquellos días en la casa de Don Mariano, en el pueblo, no en la de mi abuela de “El Escobar” . Don Mariano era un republicano convencido. Era licenciado en Derecho, pero las purgas políticas le habían relegado a ejercer como procurador. 17 Los Bolindres de Barro I HOYOS En esa época, y durante bastantes años más, Hoyos tuvo Juzgado de Primera Instancia, como correspondía a su categoría de Cabeza de Partido. Don Mariano rondaría los sesenta. Era de aspecto bonachón, acorde con cierta gordura. En su cráneo, casi sin pelos, un piel lisa y brillante, interrumpida por alguna vieja cicatriz de pitera infantil. Repartidas por su cara, incluso junto a sus párpados, las pequeñas señales que las quemaduras de una explosión de pólvora le dejaron mientras rellenaba unos cartuchos de caza. Don Mariano en casa se ponía batín y pantuflas. Cuando iba al juzgado vestía traje de chaqueta, corbata y sombrero de fieltro marrón. El segundo por la izquierda es el abuelo Paulino, el primero es su hermano Justo Cubera Méndez. Emigraron a Argentina sobre 1910. Justo echó raices allí. La foto está tomada en Mendoza 18 Su casa estaba en una de las calles céntricas y principales del pueblo, la calle Mayor. Y comparada con las casinas de “El Escobar” se me antojaba como un palacio enorme. Ya desde su entrada, la gran puerta que cerraba un arco de medio punto le daba, ante mis ojos, el aire de un viejo castillo. Tras franquearla, unas escaleras de cantería, blancas gracias al cepillo de raíces y a la sosa con los que constantemente las fregaba mi tía. Antes las había barrido con una pequeña escoba, sin palo, hecha por mi abuela Victoria con un buen manojo de tomillo de campo o ciacina. Junto al primer tramo una ventana circular, protegida por una reja de una centrada cruz de hierro; aunque pequeña aportaba la luz necesaria. En la primera planta, dos dormitorios. Uno principal, el de Don Mariano, amplio como para albergar su despacho, con mesa y mueble biblioteca, y su cama tras unas cortinas en un apartado de alcoba. El otro dormitorio era el de mi tía Pura. Más pequeño, con su cama y su armarito de madera de espejo en la puerta. Una mesilla de noche y al lado, en un rincón, lo que más me llamaba a atención, ¡una pequeña pila con un caño! ¡Jo, qué suerte!, un grifo en casa. Aquí no hacía falta, como en Coria, ir a por agua todos los días a la fuente. Bueno, en realidad había dos grifos en la casa, el otro estaba en el fregadero de la cocina. Y esta, aparte de su buen tamaño, guardaba otra novedad para mi. Tenía una cocina de hierro, de aquellas conocidas 19 Los Bolindres de Barro como bilbaínas, porque ponían la marca y debajo Bilbao, con sus dos fuegos, su barandilla dorada y hasta su depósito para calentar agua, con su pequeño grifo y todo. Frente a la cocina un pequeño comedor, con todos los muebles de artísticos torneados en madera de nogal, incluidos la mesa rectangular, sus cuatro sillas, un armario vitrina con vajilla y cristalería, y un aparador sobre el que destacaba un aparato de radio. La primera radio que yo había visto y escuchado. En un elegante diseño exterior de madera, terminada en forma arqueada. En aquel comedor recuerdo haber visto los primeros periódicos, que recibía Don Mariano, el ABC y el “Digame”,(Rotativo Gráfico Semanal aparecía sobre su nombre). Este segundo, más llamativo para mí por su casi exclusiva dedicación a la información taurina, con titulares en tinta roja, complementada con numerosas fotos en blanco y negro o con tintes sepias en la portada y contraportada. Aunque lo más maravilloso, por la abundancia de colores, eran los álbumes que Don Mariano me dejaba, con cromos de parejas con trajes típicos de todos los países del mundo. Gentileza de las colecciones de Nestlé, lo que al tiempo descubría los muchos chocolates que había tenido que disfrutar Don Mariano para completarlos. De tantas chocolatinas y medias libras guardaba también los papeles de plata, que había ido juntando con gran paciencia y artesanía para confeccionar perfectas y pesadas esferas. En la planta superior, volviendo a la casa, todo una gran desván donde se guardaban, además de algún viejo cachivache, las pocas botellas del buen pitarra que el mismo Don Mariano había cosechado en su pequeña viña, las reservas de patatas y cebollas, un par de cántaros de aceite, algunas cestas de castaño, en otoño una con almendrucos y nueces, otra con perfumados membrillos. Al final del pasillo, junto a la cocina, se abría la puerta hacia una galería en balconada, que terminaba en las escaleras que descendían hasta el patio-corral. Aquí, uno de los buenos naranjos que tanto abundan en los pueblos de la sierra. Con frutos del mismo tipo que los que por entonces bajaba algún naranjero para vender hasta Moraleja o Coria. El naranjo tenía la cercana compañía de un mandarino, del que por injerto se había separado, siendo la otra mitad de sus frutos dulces limas de formas redondeadas, terminadas en un saliente pico cónico, y guardando únicamente la semejanza de los mismos amarillos interiores y exteriores con sus ácidos primos. 20 I HOYOS Por el corral picoteaban a su antojo unas cuantas gallinas y un arisco gallo. En alguna época recuerdo haber visto allí, por primera vez, un hermoso pavo común con sus colgantes y rojizos “mocos”. Con mayor y propia libertad se movía el gato o gata que siempre acompañó a la casa. Junto al corral, un cobertizo transformado en el lagar donde recuerdo a Don Mariano dirigiendo a mi tío Emilio en las faenas del nacimiento de sus mostos. Aquellos claretes se impregnaban de las caricias de la pez que recubría las tinajas mientras alcanzaban en su lento reposo el mejor de los cuerpos. Siempre han tenido fama los vinos de Cilleros, pero en la finura los de Hoyos son primeros, (perdón por el pareado, como suele suceder, ha sido sin intención). En el mismo lugar de honor se colocan sus aceites, de mínima acidez, con una suavidad digna de óleos para dioses. 21 I Los Bolindres de Barro HOYOS Mi abuela Victoria y mi tía Pura Por aquellos días otoñales de estancia en Hoyos frecuentaba, lógicamente, otra casa, la de mi abuela Victoria, también en El Escobar. Al igual que en la que yo nací, y todas las demás del barrio, era pequeña y teja vana. Cocina a la entrada, con el hogar en el suelo, al amparo de una chimenea pequeña. Luego dos alcobas muy pequeñas. Atrás, fuera ya, un corralillo diminuto. Mi abuela Victoria era la madre de mi Tía Pura, de mi madre, de nombre Prudencia, de mi Tío Román y de mi Tío Emilio. Ese era su orden por edades de mayor a menor. También nacieron otros cuatro hermanos que no alcanzaron unos días de vida Mi abuela no era viuda, aunque vivía desde hacía muchos años como tal. Desde la guerra, su marido, el abuelo Justo, un activo republicano, al que nunca conocí, tuvo que salvar la vida huyendo de los “nacionales” por tierras pacenses, para asentarse en Madrid y quedar allí definitivamente creando una nueva familia. La abuela Victoria era menuda, delgada y bajita, tanto que a estas tres cualidades se le podría anteponer un “muy”. La boca hundida por falta de dientes propios o postizos. En sus últimos años, con gafas de cristales muy gruesos, que no remediaban lo rudimentario de las deficientes operaciones de cataratas de entonces, bueno, realmente el deficiente en su técnica era el oftalmólogo que la atendió. Toda su piel curtida de soles y fríos, recorrida por múltiples arrugas, y sin embargo con la suavidad de una niña. Recuerdo sus manos con un tacto agradable mientras me enseñaba a jugar al Pico Pico: —Pico, pico, vellorico, vendo la vaca en veinticinco. —¿En qué lugar? —En Portugal. —¿En qué calleja? —En Moraleja. 22 23 I Los Bolindres de Barro —Esconde la mano detrás de la oreja .. Cuando te abrazaba sentías su gran humanidad, acompañada por un ligerísimo olor a la lumbre del hogar con aromas de tomillos y jaras. Siempre con vestido negro ceñido por su mandil y entre ambos su faltriquera. Mi abuela, y todas las abuelas, tenían faltriqueras, los bolsillos eran de los hombres. Un pañuelo anudado con dos nuditos sobre la parte superior de la cabeza. Mi abuela Victoria no sabía leer ni escribir, no tuvo oportunidad. Tampoco logró aprender más que cuatro frases coloquiales en un mal francés para defenderse durante los nueve años que vivió cerca de Paris. Pero era lista en la vida. Al recordarla todavía vive en mi. Y luego también, junto con todos, por lo menos un poco, mientras alguien lea estos recuerdos. Todo lo que tenía de pequeña en lo físico, era grandeza en su bondad y en su cariño. -¡Muchacha, no le pegues al “dagal”! Le oí decir más de una vez para salvar a algún crío de una “galleta” maternal. (Por la Sierra de Gata, “dagal” es la adaptación extremeña de zagal. ). En los años de mocedad de sus hijos Román y Emilio tenía por norma no cerrar la puerta de la casa por las noches, hasta que ellos hubieran regresado. Decía que debía encontrarse franca por si se diera el raro caso de alguna huida de pelea. La puerta no debía entorpecer el socorro del hogar. Mi tío Emilio, heredero de toda la sorna de su padre, conseguía exasperar a la abuela Victoria con sus ideas. Como aquel día en que iban a apañar aceitunas en el olivar de Don Mariano, que estaba justo detrás de El Escobar. Mi tío llevaba del ramal a su burrita, en la que iban montados su hijo Romanín y mi hermano Emilio, y se empeñó en hacerla subir por un desnivel entre dos bancales, desatendiendo los avisos de la abuela. -¡No pases por ahí a la burra, que va a tirar a los dagales! Mi tío respondió: -¡No tenga usted cuidado, madre, que no pasa nada! Y claro que pasó, al primer traspié de la burrita al querer salvar el escollo su cincha se aflojó, girando la albarda hasta su vientre y sus 24 HOYOS infantiles jinetes fueron, sin remedio, al suelo. La bronca de la abuela se mezclaba con las risas de todos en la caída incruenta. Si algún defecto podría achacársele a la abuela Victoria, o sería virtud, era la de no admitir a la primera cualquier obsequio u ofrenda. A veces con el arrepentimiento de su tardanza. Como la ocasión en la que su hija, mi tía Pura, le insistió: -Madre, ¿quiere un poco de café? Mi abuela, como siempre, respondió: -No, no hija, tómatelo tú. Tras el segundo o tercer ofrecimiento se sucedieron los rechazos : -No, para ti hija,. -No, bue… La sílaba final, que ahora completaba la aceptación, llegaba demasiado tarde. No le dio tiempo a pronunciarla. Mi tía cansada de insistir, estaba ya empezando a beberse el café desdeñado. Y mi abuela en lugar del café calentito se estaba tragando sólo sus ganas. Mi tía y la propia abuela coincidían en las risas cuantas veces narraban esta escena. La Tía Pura La Tía Pura, igual que su madre, era toda bondad y cariño, siempre entregada a todos. De pequeña, en Francia, adquirió una buena formación, incluido el idioma francés con el acento académico más genuino de las auténticas parisinas. Las demostraciones de este dominio eran particular y repetidamente solicitadas por su padre, el abuelo Justo, republicano de pro, cuando le hacía cantar La Internacional en el francés que él no lograba. En su juventud, en Hoyos, destacaba por su educación y elegancia. Bailaba como nadie, ya fueran valses, pasodobles o tangos. También los cantaba con gran estilo. Conocía las letras de todas las canciones que dieron fama a Imperio Argentina, Concha Piquer y, sobre todo, a Carlos Gardel. La Tía Pura se quedó soltera, y no por falta de pretendientes. Pero el que ya era su novio formal justificó su ruptura por un desliz que tuvo 25 I Los Bolindres de Barro HOYOS con otra cuando marchó a la mili. Bueno, la del desliz le hizo creer falsamente que había quedado embarazada. El desengaño la alejó del matrimonio para siempre. Yo creo que por eso la canción en la que más sentimiento ponía era aquel bolero de Agustín Lara que decía: Solamente una vez amé en la vida, solamente una vez y nada más…. Aquel único novio intentó el regreso cuando había enviudado, ya con más de setenta años. Demasiado tarde para la Tía Pura. Pura, así la llamaban todos, dedicó su vida a cuidar de la de su madre. Se quedó en Hoyos y trabajó siempre en casa de Don Mariano, hasta que este falleció, antes pudo disfrutar durante largos años de la buena mano que mi tía tenía para la cocina. Guisaba con creatividad y con mayor arte que muchos profesionales. A ella fue a la primera que le vi utilizar las pastillas de caldo Avecrem, en los años cincuenta, cuando aún la publicidad desbordante en radio o televisión no las habían hecho tan populares. En mis cumpleaños siempre nos mandaba un paquete con nueces, avellanas, almendrucos y ¡media libra de chocolate con leche, Nestlé por supuesto!. También mis sobrinas y mis hijos llegaron a tiempo de poder disfrutar de sus cuidados y de su felicidad. La Tía Pura 26 27 I Los Bolindres de Barro HOYOS Tío Román y tío Emilio Los hermanos de mi madre eran mis tíos Román y Emilio, que guardaban buenas dosis de arte y valentía, cualidades adjudicadas en el mismo orden que los nombré, y que pudieron demostrar con ocasión de que uno de los riquillos del pueblo les ofreciera en su juventud la oportunidad de lidiar y matar un novillo en la plazuela que hay tras la iglesia, en las fiestas de San Lino, patrón del pueblo. Román que iba de matador no hubiera pasado el trago sin el hermano subalterno. Emilio ya se había fogueado con las eralas en las tientas de la Dehesa de San Pedro. Las dos cualidades indispensables para llegar a figura se repartían, como ya dije, entre los dos hermanos, el arte para el espada y el valor para el peón. El toreo no fue la única faceta artística en la que destacaron, quizá siguiendo la tendencia de tantos en la época de tomar esas puertas para alcanzar el ideal de salir de la pobreza. Así, su otra afición eran el cante y el baile flamencos .Y al igual que ante las astas, los dos hermanos también se complementaban sobre las maderas de las tabernas. Román garganteaba con dignidad en los finales de los cuarenta, imitando los estilos de Pepe Mairena, Manolo Caracol o el Príncipe Gitano, estrellas de la copla de entonces. Emilio le acompañaba con sus palmas y taconeos, con la misma calidad autodidacta. Lastima de padrinazgo, otros con menos méritos llegaron a los teatros. Lo que no les podía quitar nadie era su reconocida fama y su buen éxito entre las mozas de su generación. Sobre todo mi tío Román que parecía un artista capaz de desencadenar los temores en su novia, mi tía Gregoria, cuando se marchó a trabajar a San Sebastián, junto con mi padre, y ella le mandó una foto con esta dedicatoria: “No me olvides por mujeres”. 28 29 Los Bolindres de Barro En los días en que yo ya estaba entre ellos, vuelvo a mi estancia en Hoyos, mis tíos ya habían sentado la cabeza por obligación matrimonial. Mi tío Román, después de casado con mi tía Gregoria, ya nombrada, trabajaba conduciendo los camiones de la fábrica de harina de Hoyos. Y vivía en el pueblo, no en el Escobar, lo que era signo de alguna mínima prosperidad. (El Escobar era el extrarradio simplemente por tener que atravesar un corto espacio casi sin viviendas a la salida del pueblo). Su prosperidad, repito, la avalaba su casa, mas grande que cualquiera de las de El Escobar, en dos plantas, con los cánones arquitectónicos típicos de todas las de los pueblos de la Sierra. Abajo la cuadra, junto a ella tres o cuatro peldaños de cantería para acceder a la puerta de la propia vivienda, luego un tramo de escaleras de madera para alcanzar las habitaciones de la planta superior. Todas pequeñas, pero claramente diferenciadas en comedor, dos alcobas y cocina. De la casa del tío Román tengo claramente grabada la imagen de la cuadra. Debido a mi corta edad, cuando entraba en ella tenía la impresión de que me perdería entre el espesor vegetal de su suelo. La abundancia de la cama que los helechos y hojas de mazorcas formaban para la higiene y descanso de la burra allí domiciliada, se me antojaban como una selva capaz de engullir lo poco de mi estatura. I HOYOS -Toma, siéntate a almorzar.(En la Sierra, el desayuno era el almuerzo, y este la comida. La que sí coincidía en denominación con otros lugares era la cena) -No, muchas gracias, tía, yo ya he desayunado. Y menudo desayuno tan dulce, el café con leche condensada de mi tía Pura, acompañado de unos buenísimos churros, ¡unos jeringos!. Yo tenía la fortuna de no tener que almorzar ¡nada menos que sopas!. Ya me costaba tomarlas en comidas o cenas como para tenerlas que tragar ¡en ayunas! Mi tío Emilio, casado ya también, seguía viviendo en el Escobar, en otra casina semejante a la de mi nacimiento, y en la misma calle, un poco más arriba. En los mismos días, tras desayunar en casa de mi abuela, un delicioso café, que mi tía Pura enaltecía con leche condensada, una mañana me acerqué hasta la casa de mi tío Emilio. En la calle, en la puerta, estaba toda la familia, mi tío, mi tía Carmen y mi primo Romanín. Todos sentados en banquetas alrededor de una mesa baja dispuestos a comenzar lo que era su desayuno más habitual, una misma fuente para compartir en ella unas sopas de tomate calentitas. Mi tía Carmen me ofreció una cuchara al tiempo que me invitaba a compartir su desayuno: 30 31 I HOYOS El hermanito muerto Este primer retorno a Hoyos tocaba a su fin. Una mañana me avisó mi tía Pura que mi padre había llegado a recogerme. Recuerdo con mucha ilusión su imagen mientras subía por las escaleras de la casa de Don Mariano, observada por mí desde dentro, tirado en el suelo, a través de la holgura en la parte baja de la puerta. Mi alegría era ajena a la mala nueva, el nuevo hermanito había nacido muerto. Esa misma mañana, ya en la casa de Coria, mi madre me mostró en una pequeña caja de cartón el cuerpecito del infortunado hermano. Fue algo natural, el dramatismo no había entrado aún en mis sentimientos. Era el primer contacto con la muerte y yo no lo sabía. Hace poco me contaba Tere que aquella mañana, aún estaba acostada con su hermana Conchi, en la misma habitación de la tita Eugenia, cuando esta última preguntó ante la entrada de la señora María, que venía de asistir a mi madre: -¿Qué tal? Y la respuesta triste de ella: -Pues mal, el niñito ha nacido muerto. ¡Pobrecito, con lo bonito que era! Al poco llegaron a mi casa la señora María y su hija Tere que se hicieron cargo y se llevaron la caja hacia el cementerio. Durante años las predicaciones de los curas producían en mi mente infantil algún desasosiego, pues según decían, los que nacían muertos, como el pobre hermanito, iban al Limbo por los siglos de los siglos, por siempre; siempre perdido en no se sabía dónde; nunca podría llegar al Cielo, al que, para mí, debería tener mayor derecho por no haber podido nacer siquiera. Sin ninguna lectura teológica, ya hacía muchos años que yo había descartado tal cuento, muchísimo antes que así lo reconociera hace muy poco la propia curia. Tiempos y veces después de ver aquel cuerpecito inerte he añorado su vida, la compañía que no 33 tuve de aquel malogrado hermano, sin nombre siquiera. II CORIA I I CORIA La casa de Coria Saltemos estos mis primeros siete meses, sin más vivencias que destacar que las ya contadas, y no propiamente recordadas, por mi poca edad, claro. Al llegar mi primer mayo nos fuimos de Hoyos. Coria se domina con la vista desde las cuestas de Torrejoncillo o desde la loma donde está su ermita; abajo, las vegas y los plateados del Alagón; arriba, asomada sobre un balcón la Catedral, que sobresale como una madre enorme amparando la pequeñez de las casas. Todo se convierte en cuadro con el marco infinito de cielos azules salpicados de suaves algodones. Nos trasladamos a Coria, como ya dije, por el nuevo trabajo de mi padre. Convenía que, como cobrador de autobuses, perdón, en aquellos años eran simples coches de línea, sin tanto tamaño ni las pretensiones del significado actual. Convenía, decía, que mi padre fijase su residencia en el origen de la línea que tuviese que cobrar. Coria era un pueblo muy grande comparado con Hoyos. Las diferencias incluso han aumentado con los años. Fuimos a vivir a la calle Silverio Sánchez, ancha y en su mayor parte engorronada, es decir, pavimentada con gorrones, que así se conocen en Coria los cantos rodados. Entre ellos algún trozo que los había perdido y dejaba descubierta la tierra, proporcionando los huecos necesarios para algún que otro charco en los días de lluvia. Las irregularidades naturales del terreno, incrementadas por pavimento tan desigual, hacían aquella calle nada apropiada para unos pies de niño pequeño en vías de empezar a andar. Eso explicó mi retraso. No me solté hasta los catorce meses. Los intentos y caídas fueron tantos, que por culpa de ellos, contaba mi madre, parecía que me iba a salir un cuernecillo en la zona de la frente donde se acumulaban los chichones. 37 I I CORIA Los Bolindres de Barro 1952 38 La nueva casa, (y no la casa nueva, porque lo nuevo era solo el cambio de domicilio), era grande, comparándola con la única referencia conocida hasta entonces, la casita de Hoyos. En un baremo actual se encuadraría en las controvertidas viviendas para jóvenes, por sus pocos metros cuadrados. Coincidía con la de “El Escobar” sólo en el tipo de puerta, también partida, ahora más fuerte y en la hoja inferior con gatera, (orificio circular para facilitar la libertad de salidas y entradas de gatos), tapada en este caso con alguna tabla al no tenerlos propios, ni ganas de visitas de los extraños. En la misma entrada una habitación, que hacía de comedor y servía de acceso a las demás. Al frente, a dos alcobas, (dormitorios sin ventanas, aclaro para las nuevas generaciones). Una para los hijos y la otra para los padres. A la derecha, unas escaleras y, aprovechando el hueco bajo estas, una pequeña alacena con celosía de madera. Eran las neveras y despensas de entonces. Fuera, superados los tres primeros escalones, un descansillo en triángulo, de giro y reducción de pendiente, con una rinconera que albergaba la tinaja del agua. El siguiente tramo ascendía recto hasta la cocina. A la misma altura, al llegar, a la derecha, se accedía a la troje, especie de trastero, en la que no convenía pisar mucho por no disponer de base resistente, sólo unos delgados largueros de pino para apoyar el cañizo que sujetaba el techo de una de las alcobas de abajo. El suelo de toda la casa lo pavimentaban unas baldosas gruesas cuadradas de barro rojizo cocido, ásperas y ajenas a finos pulimentos El mobiliario atendía a la austeridad propia de la época, bueno, a la austeridad propia de cualquier familia obrera de la época. En la entrada, la mesa-camilla, con su faldilla, tarimilla o tarima y brasero de picón, sin olvidar los necesarios complementos de éste: su alambrera y su badila. A su alrededor, cuatro sillas, dos de ellas de enea con respaldos y patas torneados, rematadas por barniz negro; y otras dos de estilo modernista, marrón muy oscuro, con respaldo curvo y asiento en tablé acartonado donde aparecía en relieve una cabeza de mujer. Junto a la pared de la izquierda un baúl, sobre unos pies de madera. Al lado de este una máquina de coser Alfa, que tapaba los desnudos de sus hierros y maderas bajo unas floreadas fundas de tela que le había confeccionado mi madre. Arriba, en la cocina, fijada en la pared unas espeteras de madera para soportar tapaderas y platos. Bajo ella una mesa pequeña, de las llamadas tocineras, usada en este caso para sentarnos a comer, por 39 Los Bolindres de Barro eso tenía cubiertas sus maderas bajo una gruesa capa de pintura verde. Disponía de su propio cajón para guardar unos pocos cubiertos: un cuchillito de cocina pequeño, cuatro cucharas y otros tanto tenedores de aluminio; cuchillos de mesa, sólo dos, para el padre y la madre. Siempre relaciono aquella mesita con unas sopas, las más habituales eran de pan con patatas, de ajos o de tomates. Entonces no era amigo de ninguna de sus variantes, por el contrario ahora es muy rara la que no me guste. Y junto a la mesa dos sillas de eneas, bajas, acordes con su altura. El inventario de asientos terminaba con dos de menor entidad: una pequeña banqueta y mi sillita de madera clara, también con asiento de enea. Digo bien mía porque su tamaño sólo la hacía apropiada para el mío. Eso hacía que yo la pudiese manejar, y al igual que la banqueta que la acompañaba en proporciones, se convertían muchos ratos en juguetes imaginados. Así la sillita podía transformarse en coche, acordeón o chozo en función de variar sus apoyos en vertical, lateral o invertida. La banqueta, con idénticas variaciones, en caballo o burro, toro, buey o vaca, cuando no en simple bolera para desplazar con vaivenes en su vientre uno o dos bolindres de barro. Por las noches llegaba la luz a las casas. Y digo llegaba porque la iluminación no dependía de nosotros, ni de ningún vecino La daba el ayuntamiento, como si tratara de imitar el manejo de aquella otra primera luz bíblica del Génesis, pero ahora limitando su tiempo, desde el atardecer, al alba. Teníamos dos bombillas, a 125 voltios. La de la entrada vestida por una tulipa de cristal, con forma de cáliz floral invertido, colgada sobre el centro de la mesa camilla. La de la cocina desnuda, dejaba ver su portalámparas de latón con rosca de porcelana. Cada una con su cordón trenzado hasta llegar a su propio interruptor de china y llave de madera. A menudo se iba la luz, cosa segura si coincidía con algo de tormenta. Y en estos casos su ausencia solía ser definitiva para toda la noche. Por lo frecuente de aquellos apagones había que tener siempre a mano el candil, bien preparado con su aceite y su torcida de algodón. No me perdonaría si olvidara los cuadros que adornaban la pared de la izquierda de la entrada, la única de paño completo, sin puertas, y por eso con la exclusividad de poder sustentarlos. Eran dos laminas en color, bajo sendos cristales, enmarcados con papel granate adhesivo en los bordes, y que pendían de trenzados cordones de seda también granates a juego. 40 I I CORIA Eran las mejores fuentes de inspiración de historias en mi mente infantil. Uno, representaba la violencia del acoso de varios perros a un jabalí. ¡Jo¡, yo conocía lo que era un jabalí gracias a aquel cuadro muchos años antes de poder verlos en los documentales de la tele, y en estos antes de algún esporádico encuentro directo en la naturaleza. El otro, más relajante. Era una escena costumbrista dominada en primer plano por un cazador antes de la partida, o ya de vuelta, encendiendo relajadamente su pipa y cubierto por un sombrero de oscuro fieltro. Al fondo una mujer con una cesta de mimbres, al lado de unas casitas idealizadas por las flores de las macetas de sus ventanas o los hilillos de humo de sus chimeneas. Ahora se me antojan que de aldea anglosajona. Las imágenes fijan nuestros recuerdos. Refrescaré ahora algunas otras de las primeras que apoyan los míos en aquella casa. Mi cuna, que era de tablas de madera pintadas de un azul claro, algo grisáceo. Tenía dos apoyos curvos, para facilitar el arrullo con su mecer. Mientras la usé estaba en la misma habitación de mis padres, seguramente hasta cerca de los dos años. Cuando todavía no sabía andar era ya capaz, cuando despertaba por las mañanas, de abandonarla y subirme desde ella hasta la contigua cama de mis padres. Terminada la escalada me acurrucaba entre ellos, con un ratito de felicidad compartida, antes de levantarnos. Mi chupete, compañero de recuerdos compartidos con la cuna. No me recuerdo usándolo, aunque bien podría por lo tardío de su abandono, involuntario como le suele suceder a cualquier crío, cosa que sucedió cierto día que mi padre lo cogió, aprovechando algún momento en que no estaba en mi boca, y lo arrojó al tejado de una vieja casa deshabitada, enfrente de la nuestra. Supongo que la pérdida provocó mi correspondiente disgusto, pero mi padre nunca me ocultó a dónde había ido a parar. Por eso, un par de años más tarde, con ocasión de las obras de una nueva casa en el mismo lugar de la que guardaba mi chupete, vi caer, ¡qué casualidad!, lo que de este quedaba entre unos trozos de viejas tejas. De los restos de su deteriorada goma aún se deducía su color amarronado y su forma de pera. La ventana de la cocina, y la única que la casa tenía, estaba situada en su fachada, justo sobre la puerta de entrada de la vivienda. 41 Los Bolindres de Barro I I CORIA Era pequeña, de dibujo sencillo y clásico, con sus cuatro cristales sujetos por masilla a la cruz del marco de madera. Recuerdo, contemplando tras ella, la lluvia, la primera vez que vi llover mucho, con tal intensidad que casi no se podían ver las casas de enfrente. Luego, al abrirla, cuando el agua cesó de caer, el olor inolvidable de la tierra mojada en los primeros días del otoño. 42 43 I I CORIA Los Bolindres de Barro Inyecciones y caramelos Mi madre nos hizo a mi hermano y a mí unos trajes de verano en tela de gabardina, con los que posamos en la que pueda haber sido la mejor foto de nuestra vida, o por lo menos en la que más guapos nos sacó Karpint, el fotógrafo oficial de Coria durante varias generaciones. 44 Los caramelos, con forma casi de perfectos ortoedros, de vistosos colores, bajo celofán transparente. Así eran los primeros que recuerdo, en limitado plural. Me los regaló mi madre el día que cumplí cuatro años. Entró a comprarlos en una tienda de ultramarinos que estaba al lado de la famosa zapatería de Coria llamada Covilo. Yo la esperaba enfrente, sentado junto a “La Casa Nueva”, una casa grande, de ricos, con unas oficinas bancarias en la planta baja. Al lado, la puerta de la vivienda tenía sus dos hojas muy oscuras llenas de labrados y laboriosos relieves con motivos vegetales. Sé perfectamente cuál es la casa, y allí se encuentra igual que entonces, salvo por el envejecimiento notorio de sus maderas y la desaparición del banco. Próxima a esta casa grande, que además tenía ¡tres alturas!, había otra de planta baja, pero de igual rango social, si no más. Excepcionalmente, entre ambas estaban un par de modestas casitas, aguantando con su humildad tanta ostentación de sus vecinas. Esta segunda, la de gran alcurnia, se consideraría por cualquiera que la viese en la actualidad toda una vivienda de lujo. Era “Villa Teresa”, el chalet de Doña Teresita, una rica soltera. Ante mis pocos años era un palacio digno del mejor libro de cuentos infantiles. Tenía en su cerramiento exterior un muro de cantería de no más de un metro de altura. Sobre este se asentaba una verja de hierro artísticamente forjada, terminada en perfectas puntas de lanzas. Tras ella, unos jardines armónicos, con unos bien podados setos, que limitaban cada una de las parcelas con plantas, unas con flores, otras con arbustos y entre ellas palmeras, como altivas representantes del mundo de los árboles acordes con la dignidad de su morada. Nada de simples olmos como los que un poco más arriba bordeaban la carretera. Junto al camino que conducía a la casa, un estanque de fantasía. Era de forma ovalada, con un bordillo de azulejos azules y dos graciosos surtidores simétricos, con forma de peces, apoyados en su cola. Las parábolas de sus chorritos salpicaban la superficie, y bajo su transparencia se veían nadar unos peces rojos. Esos sí que eran raros. No se parecían en nada a los barbos o bordallos que vendía Macanchi, un vecino de mi calle que era diestro en el manejo de los trasmallos, y que en otro momento merecerá más líneas. Por último la propia casa. Toda llena de brillos, de ladrillos esmaltados en las paredes. Y en el tejado, uf!, el no va más, todas las tejas 45 I I CORIA Los Bolindres de Barro vidriadas, con un coordinado reparto de sus colores: rojas, verdes, azules y amarillas. Eso no eran tejas de barro, más parecían ser las tejas de caramelo del cuento de los Hermanos Grimm: “Hansel y Gretel” o “La Casita de Chocolate”. Las inyecciones, ¡Jopelines!, qué contraste con los dulces recuerdos que motivaron las descripciones anteriores. Pero es que en mi infancia las inyecciones parecían estar de moda. A lo mejor es que si el dolor iba anexo parecía incrementar el poder curativo de la indicación médica, o sería que los laboratorios no se habían empezado a preocupar de hacernos adictos a sus boticas con presentaciones más atractivas y reñidas con el sufrimiento. En cualquier caso, yo las empecé a probar muy pronto, sobre los tres años. Y lógicamente no me prestaba fácilmente a la tarea, tanto es así que tras la sorpresa de la primera puya de aquella practicanta, el segundo día, mi mansedumbre se transformó en tal rigidez que la jeringuilla de cristal rebotó en mi glúteo, rompiéndose en la caída. Quizá por la mala experiencia de las primeras inyecciones, meses o algún año después, en posterior administración de otro punzante tratamiento, mi madre me llevó a un nuevo practicante. Me había preparado convenientemente, (las mejores psicólogas son las madres), con avisos previos de: -No tengas miedo, este practicante pincha mejor, casi no te va a doler. Y así resultó. No sólo con ocasión del cambio, al para mí, más normal desempeño del hombre como picador de toros y glúteos, sino que aprendí desde entonces a no temer las que luego en mi vida me han puesto. 46 Agua Sabido es que el origen de la vida estuvo en el agua, y el mío también, porque mi madre siempre contaba que llenando el cántaro en la fuente, desaparecida muchos años y ahora restaurada, situada en la entrada de “El Escobar”, fue la primera vez que mi padre se atrevió a hablar con ella. Así se iniciaban entonces los noviazgos, cara a cara, ¡y no por internet!, que no puedes saber si la de la cita va a ser patizamba. El final de ese inicio de relaciones Cubera-Pereira no fue tan romántico. Mi madre, con los nervios, golpeó lo mínimo, pero suficiente, el cántaro de barro como para romperle un poquito la boca y recibir la posterior bronca de mi abuela al llegar a casa. En Coria no teníamos agua corriente en casa. Tampoco la habíamos tenido en Hoyos, en El Escobar, aunque ya la había en casa de Don Mariano. Mi padre siempre presumía orgulloso de que en su pueblo, aunque más pequeño, se habían metido antes las tuberías. De ese orgullo hemos participado siempre sus hijos al compartir su mismo pueblo de origen . Era una tarea más el tener que mantener una pequeña provisión en la tinaja del líquido elemento, (en realidad un compuesto, según los químicos), algo que ahora muchos sólo conocen por documentales televisivos, como trabajos de algunos pueblos nativos de África, y que como en ellos recaía entonces sobre el género femenino, mayormente la madre, con la ayuda de abuelas o hermanas en las familias que las tuviesen, que no era nuestro caso. Yo acompañaba a mi madre hasta el caño más cercano, en la primera esquina de otra calle que atravesaba la nuestra. Era agradable escuchar el sonido del agua llenando los cántaros, con escalas de tonos bien diferenciados, desde los graves al empezar a recibir los primeros chorros hasta los más agudos que avisaban de su inminente llenado. Sobre el acarreo del agua, años más tarde, viviendo en Plasencia, discutía mi padre, durante las tertulias de las atardecidas estivales, con “El Maño”, el Sr. Gregorio, el vecino que trabajaba en teléfonos, discutía, decía, que era casi imposible lo que este proponía, la proeza de sus paisanas las aragonesas, y que era el poder acarrear agua con cinco cacharros a la vez, ¡nada menos!, y de la siguiente guisa: uno sobre la cabeza, apoyado en su correspondiente rodillera, dos bajo sendos brazos, apoyados en las caderas, y otro par colgando, uno de cada mano. Al poner como ejemplo de aguadora a su propia madre, fallecida 47 Los Bolindres de Barro hacía años, mi padre, por respeto, no entró en demasía en la disputa, y mucho menos en la oferta del “apuéstate algo”, costumbre que nunca le tentaba y cuyo rechazo aplicaba como buen ejemplo para sus hijos. Aunque más tarde, ya en casa, comentaba con mi madre la incredulidad de llevar tal número de cántaros, no solo por su peso, sino por la imposibilidad de desplazarse, al impedirlo la limitación del movimiento de las caderas, ocupadas en sus apoyos. Lo máximo del porteo del agua no fue la única historia que sumaba en la fama de fabulador del bueno de “El Maño” . Otra, más increíble aún, era la historia de que en cierta ocasión , su padre, allá en tierras de Aragón, dejó a la intemperie una garrafa con vinagre. Y tras unos meses el agrío ácido se había tornado en exquisito vino, justo al revés del proceso natural y lógico. Gracias al agua, vuelvo a Coria, y a su higiénico empleo sobre las coladas de la ropa, se producían de tarde en tarde unas largas y lúdicas excursiones para los que no teníamos que aplicarla. De todas ellas recordaré ahora una, por dos imágenes personales. Íbamos a lavar la ropa al río. Mi madre, con una carga voluminosa de ropa y su buen trozo de jabón de sosa casero, todo ello llenando ¡el barreñón!, que llevaba apoyado en la cabeza con la ayuda amortiguadora de una rodillera, útil este elaborado con tiras de restos de tejidos o mantas viejas en forma de rosca. (Con perdón por la pedantería aclaratoria: en geometría se conoce como toro o toroide generado por un círculo). Con una mano ayudaba a veces al equilibrio de tal bulto, y con la otra llevaba el lavadero de madera. Mi hermano, por su mayor edad, caminaba con independencia, y mi abuela Victoria, que bajo un brazo, apoyado en la cadera, llevaba la tajuela de madera, indispensable apoyo para rodillas de lavanderas, y más aún sobre los habituales cantos rodados de las orillas de los ríos. Dentro de la tajuela el hatillo, con la comida para la jornada, y con la otra mano asía la mía para cruzar todo Coria, en dirección sur, poco más de un kilómetro camino de las riberas del Alagón. Llegamos hasta una glorieta cerca del puente de hierro, construido en los años veinte, casi dos siglos después de que el puente romano se quedara sin cauce debido a desplazamientos del terreno provocados por el terremoto que destruyó Lisboa en 1755, y que en Coria también derrumbó la cubierta de la catedral, sepultando a muchos fieles que 48 I I CORIA estaban en misa en esos momentos. El quedarse sin utilidad el antiguo puente y la tardanza del nuevo sustituto fue origen del dicho popular: “Coria tiene un río sin puente y un puente sin río”. Las improntas que refería, como suele ocurrir se graban más los malos ratos, fueron las siguientes. La primera, el atraganto que me produjo, durante la comida fluvial la deglución de una yema de huevo cocido; integrantes siempre anexos de los menús campestres de la época. Cualquiera que haya llenado su boca con una yema cocida sabrá del aprieto de tragarla entera, máxime si boca y garganta no habían cumplido los cinco años. Desde entonces, se comprenderá, si el huevo está cocido me atraen más las claras. La segunda, más tarde, cuando me disponía a “hacer o dar de cuerpo”, en lenguaje más llano, “hacer caca”. Y al agacharme para abonar con mis orgánicos restos los suelos de aquella alameda, un trozo de chatarra alcanzó mi trasero infantil. Difícil suerte de herida dado que por entonces eran raramente escasos los trozos o piezas de hierro abandonados, gracias al peculio de su recogida. 49 I I CORIA Los Bolindres de Barro Pajaritas de papel Los nombres de las infancias se pierden, o quizá no llegaron a prenderse todos en los rincones de mi mente, ocupados tan sólo por los de las personas más allegadas familiar y afectivamente. Por fortuna existen los archivos mejor organizados en el interior de los que ya eran adultos de aquellos años. Yo acudí a consultar los míos, aprovechando la buena memoria de la abuela. Ese es el título que desplaza al de madre con los relevos generacionales. Llevaba apuntados un montón de dudas sobre nombres de aquellos vecinos de la calle Silverio Sánchez, de Coria, en la década de los cincuenta. Fui requiriendo las respuestas de mi madre, dosificándole cada nueva pregunta, consciente de la recuperación de emociones que conllevaban. Puedo recordar que en el mismo lado de la calle que nuestra casa, pasando la contigua, que era la de la Señora Vale, vivía un matrimonio de edad avanzada. El marido pasaba ratos entretenido en el arte de la papiroflexia. Concretamente en hacer pajaritas de papel de periódico, (raro material por entonces entre las gentes de esa calle y de todo el pueblo). Eran unas pajaritas de variados tamaños. Yo creo que este buen hombre era un experto geómetra capaz de dividir con exactitud los grandes rectángulos de las hojas del ABC en los cuadrados iníciales de sus obras, sin desperdiciar un centímetro cuadrado, No hay duda, ¡dominaba a simple vista los objetivos procedimentales del máximo común divisor! Y muchas de esas pajaritas, todas de dobleces perfectas, se convertían, por la bondad de aquel anciano, en un mágico obsequio para mis ojos y manos. Ahora, por la información materna, sé que se trataba del tío Julián, el marido de “la tía Serrana”. La importancia de los motes en Coria, como en muchos pueblos, se demuestra con su perdurabilidad en los recuerdos de los ochenta y muchos años de mi madre, por encima del olvido de sus propios nombres. También me informó que él era un hombre jovial y muy bromista en sus tiempos. Atrevido, hasta el punto de ser capaz de salir al encuen- 50 tro de algunos que traían una carga de paja para vender, apalabrar falsamente su compra y precio y, con la misma falsedad, encargarles que se la descargaran en la puerta de cualquier tinado ajeno, de cualquier otra calle alejada de la suya, para evitarse el cobro de la broma. Su mujer, la tía Serrana no se quedaba atrás en sus chanzas. El bautismo de su apodo recibido en honor, no a su origen geográfico, sino a la lozanía de su cuerpo en sus años jóvenes. La tía Serrana acostumbraba a sentarse en la calle, junto a su puerta, en ociosa postura de brazos cruzados y con las manos recogidas entre axilas y pecho. Estando de esta guisa, recuerda mi madre la anécdota, de que al preguntarle una mujer que pasaba, por convencional cortesía: -¿Qué hace usted, tía Serrana? Ella le espetó: -Pos que voy a hacer….,¡Aquí,” jalagando” las tetas! - ¿Jala qué? Interrumpí a mi madre, ante la sorpresa del vocablo. -“Jalagando”. Jalagando se decía a acunar a un niño entre los brazos. Me explicó mi madre. Siendo yo una muchacha, -continuó recordando Pruden, inspirada ahora por el verbo “jalagar”-, estuve con mis padres y hermanos trabajando en Jaraíz, en los secaderos de pimientos. La patrona que nos daba los jornales le ofreció a mi madre hacerse cargo de mí, es decir, a cambio de mi comida como único sueldo, a cuenta de que me ocupara de cuidarle a su hijita. -Y los días que atendí a la “niñita”, gorda y casi más grande que yo, fueron pocos ,o quizá solamente uno, porque para librarme de su carga yo la pellizcaba para provocar con sus llantos el reclamo de su madre, y con ello la liberación de mi tarea. Vuelvo a los recuerdos propios. Los míos de la calle de Coria. De otros vecinos. Como la “Chon Gorda”. Chon por abreviación derivada de Concha, de Concepción. El calificativo, aunque merecido por su volumen, era por subrayar la singularidad de estar gorda, que destacaba en un conjunto habitual de mujeres con mejores proporciones, causadas, 51 Los Bolindres de Barro no por modas, como ahora, sino por la alimentación ajustada o escasa de la época. El ser gorda o gordo entonces era casi un milagro. La Chon Gorda vivía en el otro lado de la calle, pero no enfrente de nosotros, varias casas más arriba. Se dedicaba a vender verduras y hortalizas. De ella perdura, amén de su volumétrica figura, el reencuentro años más tarde. Estuvo de huésped unos días en nuestra casa de Plasencia, mientras operaban a su hijo de una hernia. Y para dar noticias de su evolución a su marido en Coria no hubiera necesitado, por sus voces, el único teléfono de la vecindad, el del Señor Gregorio, El Maño, desde el que repetía el motivo de la prolongación de estancia clínica de su vástago: -Oye Juan, que no me puedo ir todavía, ¡que Felipe no mea! Y continuaba: -Me oyes, que hasta que no “echi” la “nestesia” no le dan el alta. Ante la incomprensión del diagnóstico por parte de su marido, terminaba repitiendo y gritando: -¡Que Felipe no mea,…. que no meaaa! Junto a la casa de la Chon Gorda estaba la de la señora Petra y su hijas. La señora Petra era viuda. Su marido, el señor Honorio, había sido un buen carpintero, que pese a la experiencia en su oficio, se cortó un dedo por el que también perdería la vida, al abrir en su herida la puerta a una infección de tétanos, que resultó incurable. Las hijas de la señora Petra eran tres guapas chicas, ya mozas. (Sus nombre los recuperé gracias a la memoria de Conchi), la mayor se llamaba “Quili”, de Aquilina, la mediana Marina y la menor Purita. De ellas recuerdo, que junto a otras más de su edad y algunos chiquillos, nos llevaron a un largo paseo hasta más allá de las últimas casas del pueblo, por la carretera del cementerio. De aquella excursión pedestre, tengo grabadas en mi pensamiento las primeras canciones infantiles que cantaban esas muchachas : -Ahora que vamos despacio, vamos a contar mentiras. Por el mar corren las liebres, Por el monte las sardinas… Yo no conocía el mar, pero sí las liebres, montes y sardinas. No reparaba en el aviso del engaño, sino en la magia de la propia mentira. ¡Jo!, ¿Cómo correrían las liebres por el agua?,… ¿y las sardinas 52 I I CORIA por el monte? Habrían escapado de las cajas de madera en las que yo las había visto vender, allá por el Royo, cerca del Castillo de Coria. O aquella otra, no menos sugerente, de : -¿Dónde están las llaves Matarile, rile,rile,? -¿Dónde están las llaves, Matarile,rile,lón?.... ¿Quién habría arrojado las llaves al mar? ¿De qué casa, molino o palacio serían aquellas llaves? En otra de las casas de la hilera de enfrente vivía la familia de Ambrosio y Enrique. En la época de mis cinco años, Enrique tendría unos nueve y Ambrosio unos doce. Sus imágenes vienen a mí acompañándoles a buscar leña. En mi casa el fuego de la cocina se mantenía con carbón, de aquel que pregonaban los que lo vendían como : -¡Al buen carbón, carbón de encinaaa! En casa de Ambrosio y Enrique el combustible utilizado, en ocasiones, eran los recortes de los troncos que se producían en el aserradero de Sendín, supongo que se podían conseguir bastante más baratos que el ya económico carbón vegetal, no sé si hasta gratis, porque no recuerdo que ninguno de los hermanos entregase alguna moneda a cambio de llenar aquel baño de cinc con las astillas y trozos recogidos. La serrería se encontraba lejos, bueno a mí me lo parecía al superar los límites habituales de mi calle. Después de ésta había que cruzar la carretera de la ermita, y entrar en el barrio de Moscoso, situado ya en los extrarradios orientales del pueblo. Las ganas de acompañarles, aparte de encontrarse en la ilusión de la lejanía de la misma expedición, estaba en que durante el trayecto de ida me transportaban algún rato, entre ambos hermanos, metido en el baño vacío, aportándome el regocijo que ya se puede suponer. También casi enfrente de nuestra casa estaba la del matrimonio Domingo y Dioni; ella vertiendo en todos, fuesen sobrinos o no, el cariño que no pudo emplear en los hijos que no le llegaron; él era hermano de la señora María, (que merecerá mi atención más adelante). Recuerdo su casa una noche de verano, en la que agasajaban a unos parientes franceses, el banquete de buenas viandas de matanza culminó en los postres con unas hermosas sandías alargadas. Después de cenar todos se sentaron con los demás vecinos a tomar el fresco, mirando el cielo lleno de estrellas. A los forasteros les sorprendía poder observar tal 53 Los Bolindres de Barro cantidad gracias a la poca luz que había en la calle; en su gran ciudad francesa la buena iluminación de las calles impedía que llegara la de las estrellas. Domingo siempre andaba con su hermano Olegario, trabajaban las mismas tierras, criaban los animales en común y juntos estaban también en la diversión. A los dos los recuerdo en sus últimos años sentados juntos en una barrera de los modernos tablados de la plaza, viendo los toros de San Juan. Tenían una cara jovial de mofletes enrojecidos y un trato siempre agradable. A finales de verano, aún se salía por las noches al fresco de la puerta. En esas entretenidas veladas, -no habían llegado los televisores, ni siquiera la radio-, mientras algunas vecinas desgranaban millo, otras amasaban higos secados al sol para terminar de convertirlos en pasos. A veces se contaban cuentos; y cuando se acababa el repertorio alguien jugaba con la pega: - ¿Quieres que te cuente el cuento de María Sarmiento que nunca se acaba? Y el sí de algún pequeño daba pie con su petición para que la rueda continuase: -Yo no te digo que sí ni que no, que si quieres que te cuente el cuento de María Sarmiento?. Dependiendo del que contase la pega, había quien sustituía lo de “María Sarmiento” por “el Cuento de las Medias Azules”. En las conversaciones de los mayores escuché por primera vez hablar del cine, de una película que se titulaba “las Zapatillas de Cristal”,(versión de “La Cenicienta” en comedia musical). Y el cine también se empleaba como chanza para irse a dormir con la frase: “Me voy al cine de las sábanas blancas”. I I CORIA tonos que le servían de muestras. A mi me hizo unas preciosas botas combinando con gran gusto dos tonos de piel: en marrón clásico para puntera y contrafuerte o talón, y en beige para lengüeta y las dos palas o laterales. Me cargué las botas, y a mí mismo, el día que me subí a un motón de gravilla bien impregnada de alquitrán.¡ No, perdón!, las botas se estropearon quemadas en un montón de cal dispuesto para alguna obra. Lo que si me manché en el montón de alquitrán, con otra bronca y otro día, fue una cazadora gris que había salido del reciclaje de un uniforme de mi padre. Y justo fuera de mi calle, en la explanada de los coches de línea, apareció alguna vez “un charlatán”, que así se les llamaba a los vendedores ambulantes, por lo mucho y alto que hablaban con su altavoz, para atraer a los clientes hasta su camioneta llena de diversas mercancías, desde mantas y colchas, pasando por vajillas y cuberterías, lozas y porcelanas , hasta peines y alguna pluma estilográfica. Por mi calle pasaban alguna vez personas de diversos oficios: Un mielero, con su cántaro y su cuartillo de hojalata para medir sus ventas. En otro cántaro pequeño llevaba arrope, que eran trozos, casi planos, de calabaza tapados por la misma miel espesa en la que se habían cocido. Aquí se llamaba aguamiel. Cuando llegaba o se iba se escuchaba su reclamo: -¡El mielero!, ¡A la rica miel!, ¡Miel de encina! . Un zapatero artesano venía de Torrejoncillo, con una regleta especial de madera, con un tope fijo en su parte posterior y otro deslizable en la delantera para tomar la medida del pie. Amén de algún par encargado en su anterior viaje traía algunos recortes de cueros de distintos 54 55 I I CORIA Los Bolindres de Barro El quico Por bajo, al lado de nuestra casa, vivía la familia de Macanchi. El experto pescador con trasmallos que ya he mencionado. Su nombre era Julio. Era algo pariente de mi madre. Nunca supe el porqué de la adjudicación de tal mote. Ahora se me podría antojar que tal vocablo podría ser el homónimo de algún jefe sioux, comanche o apache; sobre todo después de haber visto el retrato del gran jefe de los apaches conocido por Gerónimo, en alguna biografía ilustrada. Recupero esas coincidencias en su físico: sus ojos rasgados, su piel morena, curtida por los soles de los ríos, su gran estatura y toda su fortaleza física. En las dimensiones no bien mesuradas por mi escala infantil, yo pensaba que mi padre era el hombre más alto y fuerte que existía. Cuando conocí a Macanchi surgieron las dudas en las idealizadas grandezas físicas paternas. Las enfermedades graves no saben de esas fortalezas. Un cáncer se llevó todas las de Macanchi en su joven madurez, y pocos años más tarde repitió el mortal envite genético con un hermano suyo, Eladio, de semejante solidez, cuando éste también había cumplido poco más de los cuarenta. Con relación a la mujer de Macanchi, Lucinia, vino a mi memoria una historia protagonizada también por ella, con motivo de un encuentro que tuve hace poco. Me hallaba en mi carnicería, (no de mi propiedad, sino la habitual de mis compras), y estando el carnicero despachándome llegó un niño de unos ocho años, de aspecto agradable, bondadoso, casi angelical, y al que se podría calificar de ya raro ejemplar en peligro de desaparición, debido a lo poco habitual que es hoy día el comportamiento educado que mostró. Algo que era de lo más común y fácil de observar en la época de mi infancia. Cualquiera diría que este niño se había escapado de la portada de Ruedaespejos, del catón de la Enciclopedia Álvarez, o de cualesquiera otros libros de los años cincuenta, con aplicados y repeinados niños en sus portadas. Así lo corroboró con su cortés saludo en la entrada: -¡Hola, buenos días! 56 ción: Y con el mantenimiento de las mismas atentas reglas en su peti-Quiero un pan y seis muslos de pollo, por favor. Todo lo expuesto verbalmente por el niño, sin olvidar la propia importancia de estar haciendo un recado, subrayaban una actitud e independencia loables. La superprotección habitual de los padres de hoy día no se presta para completar los objetivos curriculares prácticos de la independencia individual y la buena urbanidad. Estoy seguro que si en la actualidad, le decimos a cualquier niño o niña de su edad: -Te voy a mandar a un recado… Nos miraría con doble extrañeza: Una por la ignorancia del término “recado” y otra por la perplejidad de que alguien, no ya su padre, qué también, se atreviese a mandarles algo. Tan inusual encuentro me transportó a los años en que sí era normal hacer recados. Y no sólo atendiendo a las demandas familiares, ya fuera de madres, tías y abuelas, sino que se incluían las de cualquier buena vecina que de ti echase mano. En una encomienda de una de estas últimas me vi llamado en mi infancia coriana, una tarde de primavera, creo que de un miércoles, porque era el día en el que se empleaban en la carnicería en preparar y llenar unas frondosas morcillas de quico. Y sí, fue la mujer de Macanchi, el pescador, la que me solicitó para el recado. -¡Anda bonito! Toma esta peseta y vas a buscarme una morcilla de quico a donde la tía Pelliquera,(mote de la carnicera, de nombre María) Y al mismo tiempo me daba un tazón de frágil loza, (aún no se tenían noticias de los plásticos), blanco y viejo como delataban algunas mellas en su borde. La integridad del tazón estuvo a salvo en la ida y, milagrosamente, también en la vuelta de la carnicería, a pesar de mi tropiezo con algún gorrón más sobresaliente que los demás. No corrió la misma suerte la morcilla de quico, que en la caída llegó a saludar, rodando, el suelo, atrapando en su exterior tripa un rebozado de arenillas y tierra. En mi intento de reparar su aspecto empecé a frotar con mis dedos. Pero el cuidado de la limpieza no evitaba que con el roce se des- 57 I I CORIA Los Bolindres de Barro pellejara la tripa, por lo que desistí de continuar con el arreglo. Dejé el quico en el fondo del tazón y volví a ocultarlo con el mismo papel de estraza que me lo habían tapado en la carnicería. Apenas cumplí su entrega, salí pitando, antes de que su dueña tuviese tiempo para descubrir el deteriorado aspecto de la morcilla. Ni siquiera paré por el incentivo de las palabras que me gritaba: -Eduardín, espera un momentino, que te voy a dar una perra gorda pa que te compres unos confites. Y yo sin detenerme respondía: -No, no hace falta, muchas gracias. Seguramente que con un poco de agua limpia se pudo deshacer fácilmente aquel entuerto. Pero más seguro fue que sentó la desconfianza hacia el recadero y las ganas de no volver a repetirme el encargo. Escuchando el mar En la casa contigua a la nuestra vivía la señora Vale con sus hijos. La señora Vale, diminutivo de Valeriana, era viuda, por eso iba siempre vestida de negro y así la recuerdo. Era delgada, de ojos claros, acordes con atisbos de algunos cabellos rubios entre otros castaños, ya casi relevados totalmente por la mayoría de canas. Su piel era muy morena, curtida por la vida más que por el propio sol. Uno de los dos hijos mayores estaba haciendo la mili en Ceuta. Una vez que vino con su permiso reglamentario trajo una cajita, adornada toda por pequeñas conchas, y además una gran caracola. Fue la primera vez que oí hablar del mar y de su grandeza. La imagen que llegué a tomar vino inspirada por poder oírlo con aquella enorme caracola. -Toma, póntela en la oreja. Verás como se oye el mar. Y era verdad, ¡Qué asombroso!. Cómo se podía oír el mar con lo lejísimos que debía estar. La única hija, Vicenta, se había visto afectada por un ataque de poliomielitis, aunque, por suerte, en un grado levísimo, y en una sola pierna por lo que no necesitaba muleta ni ningún otro suplemento. Baste decir que con su pequeña merma física podía mantener alguna que otra carrera, incluidas las que como buena coriana tuviese que dar durante las fiestas de San Juan en las calles del recorrido del toro. Después de Vicenta venía el más pequeño. Se llamaba Cruz, Crucito para su madre y por ende para todas las vecinas. Era unos meses mayor que yo, y se convirtió en mi mejor incentivo para soltarme a andar. Yo anduve por envidia, al observar cómo Cruz había logrado la independencia de abandonar su castillejo antes que yo el mío. El castillejo era un ortoedro de madera, en el que se introducían a los pequeños que todavía no andaban, a modo de parque vertical, y muy estrecho, para evitar golpes ante cualquier desequilibrio, en el caso de que uno se levantara de la tabla, que en su parte media hacía la función de asiento. Las miserias de aquellos años y la falta de agua en casa promovían, algunas veces, deficiencias higiénicas. En el caso de la señora Vale se traducía en erradicaciones ocasionales de parásitos del cabello, es 58 59 Los Bolindres de Barro decir, en despiojarse, y despiojar a los miembros menores de su familia, los de su alcance, Así, era frecuente, de semana en semana, verla sentada en la calle, junto a su puerta, pasar lenta y repetidamente una peineta de púas por ambos lados, las más finas utilizadas para atrapar a los piojos de las cabezas de Cruz o de Vicenta. Estas faenas se acompañaban de los muchos ¡ay! ,que provocaban los enganchones de los pelos en las estrecheces del peine . Eran obligadas las paradas tras cada pasada para comprobar, sacar y tirar la cosecha atrapada de sus habitantes. Se veía que para la señora Vale esta tarea era toda una sesión de relajación, que estaba siempre dispuesta a prolongar ofreciendo sus servicios a los hijos o hijas de otras vecinas. En nuestro caso, la respuesta de mi madre no podía ser nunca más negativa. Ya evitaba ella las presencias de tales habitantes en nuestras cabezas, gracias a los buenos lavados con aquellos buenísimos trozos de jabón casero de sosa que ella misma fabricaba. Este jabón bien merece la pausa, para la referencia de su elaboración. Sobre todo por su magia. Quién podría creer que en la pringue de las grasas estaría el mismo origen de aquel destructor universal de suciedades. Porque así comenzaba su fabricación, reciclando los pocos aceites y grasas domésticos que se desechaban entonces. Y que se guardaban en alguna olla vieja de barro hasta tener suficiente cantidad. Luego se ponían a hervir lentamente en un caldero, junto con la adecuada cantidad de sosa cáustica, en forma de laminillas cristalinas. La mezcla, aún caliente, se vertía en los moldes de cajas viejas de zapatos, forradas en su interior con papel de periódicos para facilitar su posterior extracción cuando ya estaba solidificado. Luego antes de que endureciera en demasía se cortaba en trozos de tamaño adecuado, en cantones, para su generalizado uso, fuese en la limpieza de suelos, el fregado de la loza, la colada de las ropas y, por supuesto, como el mejor gel y champú para todo tipo de pieles. ¡Ya quisieran los jabones, geles, detergentes, quita grasas y toda suerte de multi-limpiadores actuales poder competir en todos sus usos con la eficacia del jabón de sosa casero!. I I CORIA tirar adelante con toda su familia. En su viudedad no podía contar con ningún tipo de pensión, inexistente en esa época para los que vivían de las tareas del campo. En su casa apenas se subsistía con lo que sacaba de una pequeña huerta y el trabajo de los hijos mayores. En alguna temporada tuvo la iniciativa de ayudarse con la venta de caramelos y la poca ganancia que le podía quedar; los ofrecía desde su misma casa en una cesta baja de mimbres claros. La señora Vale era sobre todo una buena vecina. Con loable instinto de protección, por su edad, hacia otras más jóvenes como mi madre. Cosa que demostraba en cualquier ocasión. Por ejemplo, llevándose para aclarar y tender, sin avisar, la ropa enjabonada que mi madre había puesto a solear sobre los gorrones del suelo, a lado de la puerta. Con los años, cada vez que he recordado la calle de Coria, la calle Silverio Sánchez va siempre unida al recuerdo más humano de la señora Vale. Nosotros nos fuimos de Coria. La señora Vale siempre vivió en esa calle. Y su alma sigue allí. Volviendo a la señora Vale, no podría olvidar sus arrestos para 60 61 I I CORIA Los Bolindres de Barro La mejor familia La señora María y el señor Benito, y su familia, han grabado en mi alma la huella emocional más feliz que cualesquiera gente haya conocido nunca. Si Coria, o mi infancia, tienen una gran importancia en mi vida, es por ellos. Su bondad fue, es y será real, propia de ellos. No está adjudicada a sus personas por el idealismo de mi infancia. Ha sido patente y demostrada ante todos los que los conocieron, a través del cristal más crítico del mundo de los adultos, incluido el mío. Yo desde aquí, así lo constato. Si de algunas personas, fuera de las de mi familia, he podido sentirme totalmente orgulloso de compartir aquellos días de la infancia, han sido ellos; vida corta que hubiera deseado se alargara por siempre para disfrutarlos. Siempre la señora María, su esposo el señor Benito, y sus hijos Tere, Julián, Conchi y Antonio, siempre, siempre. La ilusión de cielos o reencarnaciones se justificaría tan solo con la posibilidad de volver a convivir con ellos. Con la familia del señor Benito y la señora María. Romería de la Virgen de Argeme. Coria1953 La señora María tenía una buena mata de pelo negro y rizado. El señor Benito llevaba siempre una boina; años más tarde la cambió por un sombrero de alas cortas, al principio solo cuando salía de La Isla. Los dos con la mejor belleza de la que se puede presumir, un buen gesto siempre. Si recuerdo sus caras, escucho sus voces, ambas de timbres finos y tonos cálidos. La señora María y su familia vivían enfrente de nosotros. Su casa era un poco más grande que la nuestra. Además tenía corral, la nuestra no. Había un pesebre para una pareja de bestias, casi siempre mixta, caballo y burro, burra y yegua, o combinaciones de estas especies con sus híbridos mulares, procurando que igualaran en su alzada para una mejor suma en el esfuerzo de las yuntas. Aparte había sitio para las gallinas. Incluidas, por amabilidad, tres o cuatro nuestras que albergaron junto a las suyas durante alguna temporada. Creo que hasta que mi madre se aburrió de ellas y les fue dando el finiquito en la cazuela. En la casa el mobiliario de semejante humildad que el nuestro. Con el denominador común de las sillas. Las altas para la mesa y las bajas con más polivalencias térmicas: arrimarse a la lumbre en invierno 62 63 Los Bolindres de Barro o tomar el fresco en la puerta las noches de verano. Entre ellas sobresalía un grupo de tres que unidas formaban una sola pieza, en modo de verdadero tresillo. Y todas con su respaldo negro de madera torneada y su asiento de enea. En la entrada, una pequeña habitación, que servía de paso a las alcobas y también de comedor ocasional,(el habitual era la cocina en todas las casas de la vecindad). Y en una de sus paredes dos cuadros, en este caso de bellas mujeres, morenas, con ojeras en sus miradas sugerentes, en trajes de flamencas, en estilo modernista de los años veinte. Se diría que copias del estilo de Julio Romero de Torres. En la pared de enfrente varios platos de loza colgados, que por bellos dibujos se empleaban de adorno los más de sus días. Sólo se utilizaban en grandes ocasiones o para agasajar alguna excepcional visita. En la planta de arriba la cocina, amplia, con una gran chimenea, en la que además de llares, trébedes, pote para calentar el agua y caldero o sartén de buen tamaño, aún sobraba sitio para cobijar bajo su tiro a dos adultos y otros tantos pequeños. Por la pistas del corral, su pesebre y sus bestias es fácil deducir que el señor Benito era agricultor. Como lo eran la mayoría de las gentes de mi calle y de todo Coria. Se practicaba entonces, por necesidad, una agricultura de subsistencia. Entre sus tareas la era; en el comienzo del estío la chiquillería podía disfrutar con las faenas en el ejido. ¡Menudo carrusel! El poder dar vueltas y vueltas montado en el trillo. No importaba el calor. El entretenimiento prevalecía. Y no era la única diversión. Cómo olvidar los saltos desde los bordes más altos del carro al montón de paja que iba llenándolo. ¡Qué gusto hundirse en su blandura!. Aunque luego picasen las briznas que se habían colado bajo las ropas. En las pocas pausas, se aprovechaba para sofocar la sed, acudiendo a dar unos tragos de uno de aquellos botijos de campo, que a diferencia del que se tenía en casa tenía su panza plana por una de sus partes, para un apoyo más amplio y seguro en las irregularidades propias del terreno. La cosecha, aparte de la buena paja para los animales, eran algunos costales de cebada para las bestias y los de trigo, que se llevarían al molino, donde acabarían convertidos en fina harina. Su provisión iría gastándola por semanas la señora María. Amasándola en casa para moldear sus panes que coincidía con otro momento de divertida educación 64 I I CORIA para nosotros, los más pequeños, pues se nos daba una pequeña cantidad de masa para darle una forma que llamábamos pajarita o palomita. Bastaba convertirla en una estrecha y alargada barrita, que se anudaba sobre sí misma y, en la que finalmente, sobre uno de sus extremos, tras aplanarlo, se le señalaban dos ojitos y se le estiraba un pequeño pellizco, a modo de pico. No existía la plastilina pero esto era mucho mejor. ¡Luego se podía comer! Después acompañábamos a la señora María hasta el horno. Ella transportaba sobre la cabeza, interponiendo la socorrida rodilla, una artesa con todos los panes para cocer. Sin olvidar, claro, nuestras palomitas, que una vez cocidas nos tomaríamos con una mezcla de sensaciones, entre gastronómicas y lúdicas. Por prevalecer lo de juguete, fabricado por uno mismo, nos daba pena comerlas. De esos años, en los comienzos de la década de los cincuenta, recordaba mi madre su asistencia, junto a la señora María, a un acto de propaganda política, en la plaza del Ayuntamiento. Los responsables provinciales de Falange habían traído a un combatiente de la División Azul, recientemente liberado de su cautiverio en Rusia. El pobre desgraciado abundaba en la campaña anticomunista con el mal trato recibido o indicado por los próceres de la patria que le acompañaban: -…y solo nos daban para comer sopas de ortigas. A lo que la señora María comentaba: -Pues bien gordo estás para solo haber comido ortigas tantos años. Pruden, entre risas dismuladas, le tiraba del brazo: -Chisss, ¡calla, que te van a oir! El excombatiente seguía: -…y nos estampaban los sesos contra la pared Las dos amigas se miraron incrédulas, con risas más contenidas que nunca. María no pudo por menos de saltar, en voz baja: -¡Pero coño, entonces como estas vivo todavía! Las risas se multiplicaron en la intimidad del hogar, luego y cuantas veces contaban esta historia. El señor Benito y la señora María tuvieron cuatro hijos. La mayor, Tere, ya una moza, ayudaba en casa y también trabajaba como empleada en un comercio de confecciones. Luego, Julián, de la misma edad que mi hermano. Por eso, su buen amigo. En los tiempos de mis tres años, ellos ya tenían algo más de ocho y compartieron escuela en el grupo escolar recién inaugurado, por 65 Los Bolindres de Barro entonces, con el nombre de la patrona de Coria “Virgen de Argeme”. Eran los años en que la ayuda americana se traducía en la mantequilla que les repartían a los alumnos por las tardes, a la salida de la escuela. Eso sí, tenían que llevar su rebanada de pan. Las decepciones del Plan Marshall estaban bien plasmadas en la película de Berlanga. Gracias a que a Emilio, mi hermano, no le gustaba el obsequio yanqui, me encontraba yo con el goce de merendar aquellas rebanadas con mantequilla, a las que, en casa, echaba mi madre un poquito de azúcar por encima. Julián y Emilio, por obligación de los nacional católicos cincuenta, también compartieron catequesis para la Primera Comunión. Hace poco me contó mi hermano que Julián se quedó sin el recuerdo fotográfico porque algo había fallado en el estudio de Karpint, el fotógrafo oficial y único en esa época en Coria. Les llamaron para repetir sesión fotográfica y pasaron de ello. Para tal preparación sacramental, asistían a la iglesia de San Ignacio, donde el cura Don Leopoldo, como era normal en la didáctica religiosa del clero de entonces, les iniciaba en los temores de “las calderas de Pedro Gotero o Botero”, (forma popular de referirse al infierno y al diablo, que ya se usaba en el siglo de Oro, según se recoge en Las Comedias Religiosas, de Tirso de Molina. El origen de la expresión podría estar relacionado con un personaje, que como el diablo, se relacionaba con la pez, al dedicarse a recubrir con ella el interior de botas de vino). Don Leopoldo era bajito, de ojillos vivaces y pequeños, aún más mermados por la miopía que corregía con unas gafas de fina montura metálica. La tonsura de su juventud había desaparecido por el agrandamiento de su calva. En la calle los curas de entonces, además de la obligada sotana, iban siempre cubiertos. El sombrero de teja, redondo de ala ancha, en las salidas habituales. El bonete acabado en puntas cuando se dirigían a dar algún viático. Ya era raro que en aquellos años, tuviesen algún tipo de problema civil los miembros del clero. (Corrijo, siempre lo ha sido, incluyendo la venda en los ojos de autoridades en faltas más graves). Pero las habituales locuras de Don Leopoldo le procuraron alguna llamada de atención. Contaré la más sonada. Sucedió, que para atraer a los chicos de otras edades a la catequesis, no obligados por haber hecho ya la Primera Comunión, fue repartiendo caramelos, que arrojaba al paso desde su flamante Vespa. Nada de malo tendría su campaña publicitaria, si no hubiera sido porque los tales caramelos, sólo tenían de reales su envol- 66 I I CORIA torios de llamativos colores de celofán. El listo de D. Leopoldo, ¡no el loco, claro!, no se había gastado ni una perra gorda. ¡Se había ahorrado los dulces sustituyéndolos por piedras de semejante tamaño!. Este buen cura mantuvo durante su vida las inquietudes de economista. Por ejemplo, en los años cincuenta fueron sesiones de cine mudo, a cuatro “perras” la entrada. ( Diez céntimos de peseta, no de euro, eran una “perra gorda”. Y la perra gorda tenía dos chicas, o simplemente dos “perras”. Es decir que el cine de la catequesis costaba veinte céntimos). Y una década posterior el pequeño cine dominical cambió de espacio y se convirtió en un amplio local de proyecciones para todos los públicos. Entiéndase, no en limitación de censura de las proyecciones, sino en su apertura general, no catequística. Es decir, todo un cine de verano, ¡vamos, en plan negocio! De Julián, siempre he mantenido la impresión, de que pertenecía, al igual que todos sus hermanos, por genética, al mismo grupo de personas buenas que sus padres. Personalmente recuerdo, sobre otros, algunos momentos vividos junto a él. En la calle de Coria, en alguna tarde de regreso del campo, ayudando a su padre, traía alguna avecilla atrapada con cepos, normalmente tordos o pardales. O a veces vivas, como abejarucos o mochuelos, si con su buena habilidad había logrado atraparlas en sus posaderos o nidos. Todas ayudaban en la cocina de casa a completar algún guiso de arroz. Años más tarde, con ocasión de alguna temporada que pasé con su familia, cuando ya vivían junto a la Isla, en el Bar Higuera, recuerdo en un día dramático lo quebrado de su rostro después de tirarse a las peligrosas aguas del Alagón por intentar salvar a alguien, y sólo poder sacar un cuerpo inerte. Otro día, en el mismo escenario de la Isla, fui con su hermano Antonio a buscarle a unas tierras de olivares, al final de la jornada de trabajo, en una tarde de verano. Y lo emocionante fue el regreso: Julián, Antonio y yo, subidos en una hermosa yegua negra,¡ a pelo, y a galope tendido!, por la carretera de tierra de Casillas de Coria. Al final de la carrera, cuando bajamos de nuestra montura, Antonio y yo, que por edad vestíamos aún calzonas o pantalones cortos, 67 I I CORIA Los Bolindres de Barro teníamos las piernas llenas del sudor y los pelos negros de la yegua, ¡qué más daba!, lo importante había sido aquella cabalgada, en la que nos parecía haber volado por todo un universo de aventuras. Pero volvamos a la calle de Coria, y en ella, a la hermana siguiente a Julián: Conchi. Ahora, cuando ya hace unos pocos años que desapareció su madre, la buena señora María, su imagen viva se mantiene en Conchi. No es tópico, su hija es su vivo retrato en su físico y en su alma. Con perfectas coincidencias, desde cualquier pequeño detalle, como pueda ser su mismo timbre de voz, hasta el global de su trabajo, de la dedicación a su familia, de toda su bondad. Veamos ahora la descripción de Conchi en su infancia. La idea que me viene, prevaleciendo en primer término, será siempre su delgadez. Conchi tenía tal viveza que sólo estaría acorde con su cuerpo delgado, o mejor, fino. Nada de una muchacha de aspecto débil. Toda una gran energía compactada. Conchi nos enseñó a su hermano y a mí a hacer un Nacimiento con pequeños gorrones. Los iba colocando con la misma delicadeza que si fueran las figuritas de barro, que no teníamos y a las que sustituían. Luego ponía pequeños trozos de musgo entre sus espacios. En Nochebuena la recuerdo cantando, junto con su hermana Tere un villancico que decía: Bolo, bolo, bolo, Mira como suena, Son los martillitos De la Nochebuena. Tras ellas, mi madre, que también cantaba con una calidad y timbre muy semejantes a los de mi tía Pura, continuó con este otro: Madre en la puerta hay un niño, más hermoso que el sol bello, diciendo que tiene frío, porque viene casi en cueros. Pues dile que entre y se calentará, porque en esta tierra ya no hay caridad, 68 ni nunca la ha habido, ni nunca la habrá …. A finales de los cincuenta llega la moda de las rebecas, incluso a los pueblos, como Coria,. Aquellas chaquetas de punto, de talle corto, que tomaron el nombre de la película del mismo nombre, de Alfred Hitchcock. Siempre relaciono las características de las rebecas con las que llevaban en aquellos días Conchi y sus amigas. Sorprendentemente, todas eran rojas, de un rojo encendido que podía haber tentado a los serviciales censores del régimen en el municipio. ¡Claro que entonces ya era demasiado prohibir modas infantiles, y por eso se salvaguardaban sus directrices cambiando lo de “rojo” por “encarnado”. Semejante cambio llegó al colmo del ridículo cuando también alcanzó a la inmortal Caperucita Roja de Perrault, que como algunos recordarán, se sustituyó por “Caperucita Encarnada”, convertida en la protagonista de las historietas de la contraportada del tebeo “Pumby”. Antonio, justificadamente mencionado ya en los relatos de sus hermanos, era el más pequeño de los hijos del señor Benito y la señora María. También era más pequeño que yo, unos dos años y medio. Pero esta diferencia no supuso nunca ninguna barrera para compartir juegos. A diferencia de los demás hermanos, Toñi era bastante rubio. Cualidad identificada en el argot de los vecinos en frases que le dedicaban como: ¡Pero que salao es este “canete”! Como exponente de la amistad entre nuestros padres, Toñi fue bautizado por los míos. Ser compadres se identificaba con los lazos que se establecen cuando la amistad es tan buena que se convierte en familia. Entre sus tres y cuatro años Toñi padeció de unos eccemas en las piernas. Dada su persistencia tuvo que ser llevado al Hospital Provincial de Cáceres, donde estuvo ingresado un par de semanas. Por ese motivo acompañé a mi madre para visitarlo. Para él, en su inocencia, debió suponer un juego más toda su es- 69 Los Bolindres de Barro tancia en aquel mundo extraño del hospital. Pero la anécdota de aquel viaje tuvo su principio en la salida de Coria; nos fue a despedir su padre. Y el agradecimiento del señor Benito se manifestó regalándome un duro. ¡Un duro, nada menos!. Eso era mucho dinero entonces, y más para un humilde agricultor. Un duro de níquel, con el dictador en su cara y en la cruz el escudo del águila adaptada por su régimen, entonces en perfecta verticalidad. A mediados de los sesenta perdió valor al tiempo que tamaño y rectitud de la rapaz. ¡Vaya!, era la moneda más grande y pesada que yo había visto. Menudo regalo entró en mi bolsillo, pero no sería por mucho tiempo. Cuando llegamos al Hospital, el portero, con la seriedad que le daba su uniforme azul marino, de botonadura dorada y su gorra de plato. Más parecía un oficial de la Marina que no nos dejaba pasar, aludiendo que por las mañanas no había hora de visita. Mi madre que ya tenía programado el tiempo para el regreso en el coche de línea de esa misma tarde, dejó por un momento de solicitar el favor del paso y me dijo: -Eduardito, anda, saca el duro que te dio el señor Benito. Y así terminó la brevedad de mi fortuna, convirtiéndose en propina para conseguir la franquicia de aquel portero. Subimos a la primera planta, entramos en una gran sala hospitalaria que estaba dedicada a los niños ingresados. Allí se agrupaban varias camas en dos hileras. En el pasillo central apareció Toñi, sonriente, subido a caballo en las espaldas de una niña de unos siete u ocho años, totalmente calva, que estaba ingresada para tratar de curar su alopecia. Y de no haber sido por su vestido nadie podría afirmar si era niño o niña. Cuando salimos del hospital mi madre me llevó a una juguetería que había enfrente y allí me compró las primeras figuritas de plástico que tuve. Fueron un león, un cocodrilo y un vaquero del oeste, con su sombrero y sus pistolas, montado sobre un caballito blanco. Todavía no sabía yo nada de cawboys , ni distinguía americanos de mejicanos. A mí me sonaban mejor estos últimos y eran mi elección cuando algún compañero de juegos me planteaba: -A ti ¿quiénes te gustan más, los americanos o los mejicanos? I I CORIA me tengo por violento, no me faltaron algunas incruentas peleas, como contaré, años más tarde, ya en Plasencia. Parecerá mentira, pero en los años que viví en Coria, y en las temporadas que posteriormente iba a pasar allí, no tuve nunca el más mínimo roce dialéctico, y por supuesto tampoco físico, con Antonio. Seguro que por estar él hecho de la misma buena madera que toda su familia. Viviendo en esa época en la calle de Coria, ambos éramos aún bastante pequeños, por eso recaía en nuestros respectivos hermanos la tarea de aprovechar lo usado para fabricarse y fabricarnos algún juguete. Así mi hermano Emilio y su amigo Julián, eran capaces de construirnos a Toñi y a mi cochecitos, tractores o incluso ¡máquinas aplastadoras!, como las que trabajaban con el alquitrán en las carreteras de verdad. ¿Y qué materiales necesitaban para ello? Pues los pocos botes o latas que se habían utilizado en muy rara ocasión en la cocina, amén de algún auxilio del cesto de la costura, en forma de carrete de madera al que se le habían terminados los hilos y pasaba ahora a tren de rodaje. Todas esas piezas se unían con trozos de alambres, que al mismo tiempo remataban las formas a las que imitaban. ¡Qué buena musa de inspiración es la necesidad! Y gracias a ella, ¡qué buenos artesanos eran los muchachos entonces! Por la prevalencia del egoísmo de los niños, en la infancia es normal, que en nuestras relaciones con los amigos o vecinos, surjan riñas en algún momento. Es muy habitual, hasta entre hermanos. A mí, que no 70 71 I I CORIA Los Bolindres de Barro Inocentes Los juegos infantiles surgen como imitación al mundo de los adultos. Eso hacíamos cuando dos de nosotros se agarraban en paralelo a un palo, como si fuesen una yunta de bueyes, y un tercero, con otro palo más largo apoyado entre las manos de sus compañeros, hacía el papel de guía de la supuesta y sujeta cornamenta de los que de mansos hacían. En ese entretenimiento estuvimos dos amigos y yo, los tres de poco más de tres años, dando una vuelta dos calles más allá de la nuestra, ajenos totalmente al delito que se nos iba a adjudicar por habernos atrevido a llevar nuestra yunta hasta cerca de las traseras del cuartel de la Guardia Civil. La sorpresa, poco después. La llegada hasta la puerta de mi casa de un Civil uniformado, con su tricornio brillante, con toda la carga de respeto -tradúzcase mejor por miedo- que siempre traía su presencia, ¡aún sin su pareja , y sin su fusil! El guardia habló con mi madre para explicarle el motivo de su visita. Alguien había roto de una pedrada un cristal de las ventanas más altas de las traseras del cuartel. Y en la inmediata salida para investigar, al de la Benemérita le habían asegurado los verdaderos autores, muchachos mayores, que los que habían sido eran los tres que habíamos pasado formando la yunta. También le dijeron, claro, dónde vivíamos. En esas explicaciones estaba el Civil cuando, ajenos al delito, llegábamos hasta mi casa mis compañeros bueyes y yo guiándoles. Tengo que aclarar que tardamos más que el guardia, además de lo acelerado de éste por el atentado, porque los bueyes y el vaquero dimos un rodeo, amén de la lógica lentitud de estas yuntas infantiles. Y nuestra llegada solucionó nuestra inocencia. El guardia preguntó: -¿Pero este pequeñajo es su hijo? -Claro. Respondió mi madre, y añadiendo: -Y es el mayor de esos tres mocosos. Con lo que el guardia concluyó: -Vaya, estos críos no pueden haber sido. Estos son incapaces de lanzar una piedra tan alto. No se preocupe usted señora. Buenas tardes. Mi madre al tiempo que se alegraba me reprendía y me advertía: ¡Como te vayas otra vez tan lejos a jugar, vas a cobrar!. 72 73 Los Bolindres de Barro Benditos los días en que cualquier crio podía explorar los lejanos espacios, más allá de su propia calle, sin peligros para su integridad, por aquella feliz inexistencia de tráfico. La calle que estaba en las traseras de mi casa era también el inicio de la carretera hacia Montehermoso, y el motivo de recordar ahora lo descabelladas que pueden ser las ocurrencias a la corta de edad de cuatro años. Aprovechando que por allí pasaba obligadamente el coche de línea de mi padre, y teniendo bien controlado el momento, mi amigo Cruz y yo jugábamos a los conejos. No es que en la compañía quiera escudar la culpa, en realidad no recuerdo de quién sería la idea. Más probable, mía, queriendo imitar a los conejos que ilusionadamente había visto más de una vez cruzarse en la carretera al paso del coche de línea, (cuando toda nuestra familia viajaba hasta Montehermoso, para pasar junto a mi padre los domingos), y en esta imitación plasmábamos la peregrina idea de atravesar la calle, corriendo a cuatro patas, cuando ya se acercaba el autobús. Lo bacheado de aquella carretera, todavía era de tierra, unido a la lentitud de los coches de línea de entonces, evitó cualquier percance. Por supuesto que el jueguecito sólo tuvo una oportunidad. Porque en el mismo debut, como conejillos, se paró el coche de línea, se bajo mi padre, nos calentó un poquito el culo y nos fuimos para casa con las ganas perdidas de volver a repetir nunca más tal imitación. I I CORIA Sobre la otra esquina, aquel gran molinillo de café. Y en el suelo varios sacos de distintas texturas, a una parte tres de blancos contenidos: el de papel fuerte con la harina, el de gruesa arpillera con la sal y el de algodón con el azúcar. Seguían los de las legumbres, todos en arpillera fina, uno con lentejas, otro con garbanzos y otro con alubias blancas. En algunos de ellos asomaba siempre un brillo limpio y metálico, era el mango del hundido recogedor que se usaba para despachar. En la tienda, en realidad despachaban dos “Campanas”, el padre y el hijo. Julio de nombre los dos. Ambos con el mismo arte para triturar aquellas madejas de fideos, eso sí, de modo muy higiénico, presionando sobre el papel, que luego cerraban en hermético paquete, sólo con correctas dobleces, ¡Ni había, ni necesitaban de portarrollos con papel celo!. Frecuentaba esa misma calle muchas veces por otro motivo, a hacer algún recado a la tienda de ultramarinos que allí estaba. Era de “El Campana”. Sonoro mote con el que se conocía al tendero, Quizá coincidiese con su propio apellido. Era pequeña y antigua, con todo el tipismo de una tienda de ultramarinos de entonces. Con sus estanterías de maderas, su mostrador, ya gastado por el uso, encima las resmas de papel de estraza para envolver. ¡Qué habilidad y dominio de la papiroflexia comercial!, convertir un plano de papel en un perfecto paquete. Más allá, en un extremo, el cuchillo para trocear las piezas de bacalao seco, socorrido ejemplo de palanca de segundo género, al que ya no se puede recurrir en Secundaria, por haber sido desbancado por la pujanza de envasar todo en las bolsas de plástico, al vacío. Claro, así, ya cortado y envasado las nuevas generaciones de amas de casa tampoco pueden aprender a distinguir si lo que compran por bacalao noruego es un abadejo de mares más meridionales. 74 75 I I CORIA Los Bolindres de Barro El toro de San Juan 76 Balta viendo el toro de San Juan, relajadamente, con el uniforme, bajo el árbol. Sobre 1956. En la tienda de El Campana, aparte de comestibles, también se podían comprar las escamas de sosa necesaria para hacer el jabón casero, alguna escoba, larga o corta, cuerdas y sogas de esparto y alpargatas. El uso de este humilde calzado, no era exclusivamente laboral,. Con ocasión de correr los toros, durante las fiestas de San Juan, las alpargatas, para los que también las usaban en el campo, tenían su mejor estreno. Las de El Campana alcanzaron mayor fama cuando se incorporaron a las letras de unas coplillas que a modo publicitario alguien unió con la música de la canción oficial de los Sanjuanes, la mejicana “Cielito lindo” que ya había sido aquí modificada para las fiestas por “Torito lindo”. Las alpargatas eran ligeras y, por eso, el calzado más apropiado para las carreras de los toros. En junio, durante los Sanjuanes las usaba todo coriano, hasta los pocos que a diario acostumbraban a calzar botas o zapatos. Ahora las sustituyen “los tenis” o deportivos. Y es que el que aquellas no llevaba entonces, o el que estos no calce ahora, denota que es forastero en la fiesta. En las dos celebraciones más importantes para los corianos, y en este orden: los toros de San Juan y la romería de la Patrona, la Virgen de Argeme, se lanzaban gran cantidad de cohetes que a mí me asustaban, no ya por su estruendo sino porque creía que alguna de sus varillas podía dañarme en su caída. Encontraba la solución que descartaba todo temor corriendo a mi casa para ponerme una gorra visera. Con ella me parecía disponer de un escudo infranqueable. Ya nada temía, su poder protector me rodeaba. Las gorras siempre nos las compraban a mi hermano y a mí en la tienda de Covilo, junto con sendos pares de zapatillas de lona para el verano. Vienen ahora recuerdos de los Sanjuanes de entonces, con algunas diferencias de los de ahora. En esencia no ha cambiado la fiesta, como otras semejantes en muchos pueblos, en las que interviene el toro, reto a la muerte bajo el disfraz del juego. En el caso de Coria anunciado con toques de campana. Tres para la salida del toro en la plaza. Desde hace tiempo, no entonces, se ordena su toque por la potencia de una voz en megafonía: 77 Los Bolindres de Barro -¡Toquen la primera campanada!, se oye veinte minutos antes. -¡Toquen la segunda campanada!, cuando el tiempo de la espera se reduce a los diez, coincidiendo con el abandono de la arena por los que por miedo, o por prudencia, prefieren la seguridad de las alturas. -Toquen la tercera campanada!. Sin tiempo para la huida. ¡Ya sale el toro! Los más valientes, entre los mozos, le hacen pasillo en la misma puerta del toril. Y al tiempo que asoma le van azuzando con los aguijones que sujetaran las rosetas de colores confeccionadas por sus novias. En la plaza, las carreras, los recortes y el refugio. Antes en los carros de madera, que los más bravos animales llegaban a levantar alguna vez entre sus cuernos. Ahora, fuertes barrotes de hierro, que amparan a los valientes en el final de su carrera, o esconden la cobardía del que sólo presume de dar una patada en el hocico de la embestida. Entre tantos mozos, alguna muletilla o capote, no de ellos, de algún héroe, como Conrado, maletilla romántico toda su vida. Aún con más de ochenta años era capaz de parar en unos lances a ejemplares con arrobas, edad y defensas dignos de las Ventas. Una media hora más tarde se darán otras tantas campanadas, con los mismos intervalos que las primeras. Ahora para anunciar la suelta del toro por las calles. En el recinto amurallado, calles estrechas, alguna plazuela. Arriba, la Cava, junto al Castillo. Abajo, la Catedral. Entre ambas la de San Pedro. -¡Que viene, que viene! Falso anuncio para mosquear a forasteros. Si el toro asoma sobran las voces, el aviso es la carrera. El socorro, las rejas. Las más bajas como medio para alcanzar los balcones con alturas más seguras. No hace muchos años, paseando por una de las callejuelas que me conducían hasta la plaza, con la tranquilidad del suficiente adelanto a los toques de la campana, pude leer sobre una vieja reja un aviso lleno de prudente caridad: - ¡No subirse, reja rota!. En los primeros Sanjuanes que recuerdo, tendría unos tres años, me llevaron a ver pasar el toro en “la Calle del Cuerno”, (denominación popular debido a su progresiva estrechez en trayectoria curva, de ahí la semejanza al asta que le dio nombre). Fuimos al balcón de una casa de aquella calle. Creo que era de unos parientes de la señora María. Para facilitar la vista, si parecía que llegaba el toro, nos indicaban 78 I I CORIA a los niños que nos sentáramos en el suelo del balcón, y que sacáramos las piernas entre los barrotes de la barandilla. A lo que yo era contrario porque mis falsos cálculos me decían que el tamaño de aquellos toros podía alcanzar por lo menos a mis pies colgando. En la esquina de la entrada a esta misma calle, en su desembocadura a la plazuela de San Pedro, se acostumbraba a poner una señora mayor con un gran cencerro, que hacía sonar para atraer al toro, como si de cabestro se tratase. Braulia Valcarce, “La Valcarza”, que así era conocida la valiente mujer, se valía del reclamo sonoro a fin de asegurar el paso del toro por su calle. Era normal su éxito cuando el cornúpeta rondaba por la plazuela, y nada más encarar su carrera hacia la estrecha calle, la mujer tomaba refugio en la proximidad de la puerta de su casa, seguida de un conjunto de mozos, con la vestimenta propia de aquella época: pantalones negros de pana, camisas blancas, pañuelo rojo anudado al cuello y las necesarias alpargatas de El Campana. También era habitual haber confeccionado un pelele, un muñeco de escala humana con ropas viejas, relleno de paja de centeno, al que se le sujetaba con una soga, colgado entre dos balcones enfrentados. Y si el toro llegaba, se le encelaba, dejándole que lo embistiera, evitando su destrozo con coordinados tirones de la cuerda. En la misma calle fui testigo del aprieto de una mujer, que ante la proximidad del toro, y queriendo buscar el refugio de la entrada en un portal abierto, vio cómo este se cerraba justo en sus narices cuando el animal le impedía otra huida. La tensión invadió a todos. Los mozos más cercanos, desde el resguardo de las rejas, jaleaban para intentar llamar al bravo. La mujer, blanca y rígida, como si ya adelantase la apariencia de cadáver, permaneció inmóvil mientras el toro pasaba despacio mirándola. Cuando las astas se perdieron por el fondo de la calle, cayó desmayada. ¡Menudo susto!. La mente infantil es tan impresionable que en ocasiones un hecho que te han contado se convierte en una imagen real, como si hubieses estado allí. Es la impronta que me quedó del suceso vivido por mi padre. Mientras el toro corría por las calles, el recinto amurallado se cerraba con unas grandes puertas de madera, conocidas por todos como portonas, y que en su parte inferior disponían de un pequeño postigo para facilitar la entrada o salida de la gente, salvaguardando la seguridad. En uno de los Sanjuanes, probablemente en 1956, estaban el señor Benito y su compadre Baltasar, mi padre, subidos en la portona de San Pedro, o Puerta del Sol. Coincidieron con el momento en que ante la 79 Los Bolindres de Barro proximidad del toro, alguien que salió huyendo por el postigo, no pudo entretenerse en cerrarlo. El toro que vio la luz de su libertad embistió hacia el hueco abierto. En la primera embestida tropezaron sus astas con la estrechez del hueco, sin lograr pasarlo, al tiempo que se tambaleó toda la portona. El Señor Benito advirtió: -¡Balta, o sale, o nos tira con portona y todo!. En la segunda intentona lo consiguió. La carrera sorprendió a los de fuera. Menos mal que el toro sólo prestaba atención a su huida, ni siquiera a las indefensas abuelas que estaban sentadas en las puertas de sus casas. Al poco, el toque insistente de la campana, la misma que antes avisaba de sus salidas controladas a plaza y calles, y que ahora servía de alarma para avisar a todo el pueblo de la posibilidad de una excepcional y peligrosa llegada. Por todas partes solo se oía: ¡Se ha escapao el toro!, ¡Se ha escapao el toro! Pareció como si este cornúpeta quisiera repetir encuentro con el apellido Gordo, el del señor Benito. Pues en su escapada, llegó a los campos más próximos, donde coincidió con otro Gordo de mayor edad, el abuelo Román, el padre del señor Benito, que se encontraba en las eras y tuvo que subirse a un almiar para ponerse a salvo de visita tan inesperada. Como en el episodio anterior, otras tardes Balta, en la espera de los coches de Cáceres, bajaba un rato desde la parada para ver por unos momentos el toro. De esas breves escapadas tengo la prueba de una pequeña foto en la que se le ve al fondo, junto a la Catedral, detrás del toro. Vagamente se le distingue con el uniforme de trabajo, en pose tranquila, bajo un árbol, en el empedrado, fuera de la defensa de alguna reja. Siempre he presumido de la valentía taurina de mi padre por esa foto. I I CORIA personaje muy popular, también de Plasencia, “el Patatitas ”. Siento no haber conocido su nombre. Era un antiguo subalterno de novilladas, que se ganaba su ayuda en la jubilación vendiendo por las calles unos caramelos rebozados en canela y que al pregonarlos explicaba el origen de su mote: ¡A las ricas patatitas americanas! ¡Que están muy ricas y son muy sanas!. En la misma tarde, cuando dieron suelta al toro por el recinto intramuros, tuve mi bautizo sanjuanero, acompañé a Antonio y sus amigos por aquellas calles con la tensión desbordándome. Creía que todo el mundo podría oír las desbocadas pulsaciones de mi corazón. No teníamos ni idea por dónde podía estar el toro. Yo sólo iba mirando las salvadoras rejas de cada calle. Menos mal que ni lo encontramos, ni nos encontró. Luego, en todos los años posteriores, he procurado moverme en trayectos cortos y con los debidos cálculos para evitar sorpresas. Prefiero esperar al toro a buen resguardo en cualquieras de las plazas. No irle al encuentro en las calles. Me gusta disfrutar de la proximidad del toro, sin peligro. No me tengo por audaz, y mucho menos por valiente corredor o recortador. Los toros de Coria han estado siempre en mi vida. Y hasta en mis sueños. Si he tenido una pesadilla múltiples veces repetida, esa ha sido la de correr y buscar dónde ponerme más alto para estar a salvo del toro que llega por las calles de Coria. Más que el objetivo de la propia fiesta, esta ha sido siempre el pretexto para mi regreso a la infancia. Se puede recordar en la distancia, pero se vive de nuevo volviendo a aquellos primeros lugares. A lo largo de mis años, con la autonomía de la edad, han sido pocos en los que no me haya escapado algún día a los Sanjuanes. No olvidaré, a los catorce años, la vez que asistí en la plaza, subido en el carro del señor Benito, aún no habían llegado los tablados con barrotes metálicos. Estaba en compañía de su hijo Antonio y algunos amigos de este. Y fuimos testigos de la cogida mortal de Pichi, un limpiabotas de Plasencia, que arriesgó demasiado en un cite a cuerpo limpio, quizá por culpa de más de un ponche. Le acompañaba un 80 81 I I CORIA Los Bolindres de Barro La Tita Eugenia La Tita Eugenia En Coria, en la casa del señor Benito y la señora María, además de sus hijos había otra persona, la tita Eugenia, una venerable anciana, a la que yo, en principio, identificaba como abuela de la familia, sin plantearme si era el origen materno o paterno de aquella casa. Luego ya supe que no le unía ningún lazo familiar. Tita Eugenia había trabajado toda su vida como sirvienta en el Palacio de Coria, antigua posesión del Duque de Alba. Rafael Sánchez Mazas lo había recibido como heredero colateral del Dr. Camisón, (que por ser médico de Alfonso XII pudo obtener grandes plusvalías invirtiendo en La Bolsa con la ventaja de prever sus movimientos a causa de las enfermedades del monarca. Así adquirió palacio, casas y fincas del Duque de Alba en Coria) La esposa de Sánchez Mazas era una aristócrata italiana, de apellido Ferlosio, destacaba en aquella sociedad campesina porque era la única mujer que por entonces hacía dos cosas que llamaban mucho la atención, fumar y conducir. Por cierto, que ambas actividades ligadas por el humo. La primera por el inherente al propio tabaco, y la segunda por la estela que dejaba su descapotable blanco, por lo mucho que pisaba el acelerador y el polvo que levantaba en aquellas carreteras de tierra . Además Liliana Ferlosio se ganó en Coria su fama de mujer con fuerte carácter con variadas anécdotas que de ella se contaban. Así, en una ocasión, acompañada en su deportivo por uno de los guardeses de sus fincas, este se atrevió a postular sobre la excesiva velocidad del ama: -Huy señorita, qué corriendo tanto nos podemos matar. Ella frenó bruscamente y le dijo al criado: -Bájese y vaya andando, así no se matará usted. El criado no tuvo más remedio que obedecer y hacer a pie los bastantes kilómetros que había hasta la finca. Del matrimonio Sánchez Mazas–Ferlosio, con lazos tan ligados al fascismo hispano-italiano, salieron frutos que no pudieron estar más alejados de dictaduras, en las figuras de sus hijos los insignes Chicho y Rafael Sánchez Ferlosio. Volviendo a tita Eugenia, esta vivía su pacífica vejez acogida por 82 83 I I CORIA Los Bolindres de Barro la señora María. Aún siendo octogenaria seguía preparándose su propia comida. Siempre estaba en la lumbre de la cocina su “pucherino”, cocinando con santa lentitud el pequeño guiso o cocido, mientras ella se acurrucaba en su sillita baja al lado, cobijada por el calor de la misma chimenea. Si te sentabas a su lado y enredabas con alguna ramita encendida, te decía: -¡Muchacho, que te vas a mear en la cama! Tita Eugenia vestía siempre con ropas negras, blusa, saya y mandil. También era negra la mañanita de punto que le cubría los hombros. El poquito pelo recogido en un moño, sin pañuelo. Todavía no era muy corriente que las ancianas llevaran gafas. Ella sí, con unos gruesos cristales que aumentaban la abertura de sus parpados, permitiendo ver un hueco enrojecido. Cuando nadie conocía nada del yogur, ni siquiera su nombre, ella sabía de sus bondades y encargaba que se lo compraran en la farmacia, único sitio por entonces en donde se vendía. Gustaba de los dulces, sin abusar, por navidades un mazapán con forma de fruta que las monjas franciscanas adornaban con las pequeñas hojas de rusco. También algún trocito de las roscas del Lunes de Cruces, decoradas con confites, que las madrinas regalaban a sus ahijados, y que estos, compartían con sus familia y amigos. Ahora, con mis años, puedo comprender lo que entonces me parecía absurdo. Si jugábamos dando vueltas alrededor de tita Eugenia, pronto nos ordenaba: -Estaos quietos, que me estáis mareando. En la experiencia infantil nos parecía imposible que se pudiese marear quien, en activa, no daba vueltas y sólo observaba, en pasiva, a los que las dábamos. Viviendo la tita Eugenia ya en casa de la señora María, (todo esto me lo precisó Conchi), un día vino a sacarla de paseo su antiguo señor, Rafael Sánchez Mazas, y con la intención de gastarle una broma, le fue grabando su conversación en el primer magnetofón que llegaba a Coria, sin que ella lo supiese: -Eugenia, ¿Le gustan a usted los pasteles? -¡Huy, qué cosas tiene el señor, pues claro, cómo no me iban a gustar! La broma vino con el asombro y sonrojo de tita Eugenia, cuando escuchó reproducida su propia voz y sintió el pudor de que se descubriera que era un poquito golosa. 84 85 I I CORIA Los Bolindres de Barro Las primeras escuelas 86 La clase de Doña Obdulia, alumnos de 4 y 5 años, coeducación en 1957¡Qué suerte! ¿Dónde está……. Edu? Hacía unos meses que había cumplido los cuatro años cuando mis padres decidieron que ya era el momento de aprender las primeras letras. Creo que fue en primavera. Mi primer maestro fue Don Paco y mi primera escuela, por ser particular, era la propia casa de Don Paco. En una mesa rectangular de buen tamaño, en lo que debía de ser fuera de las horas escolares el comedor, nos sentábamos los cinco o seis alumnos que sumaba la matrícula del doméstico centro. Dos de mis compañeros eran hermanos, Paco y José, hijos de la señora Paulina, y nietos de la señora Nieves, que era quien llevaba la cafetería de la parada de los coches de línea. De ambos guardo un recuerdo cariñoso, no sólo por ganarse el puesto de los primeros compañeros, sino porque también hacíamos juntos casi todo el trayecto desde su casa hasta la casa de Don Paco, todos al cuidado de la mayor edad de mi hermano. El encargo de su protección venía dado porque ellos eran sobrinos de Amparo, que por entonces ya era la novia reconocida de Tito, el mejor compañero conductor que tuvo nunca mi padre, y que merecerá otras líneas más adelante. La madre de Amparo, como abuela agradecida nos daba a veces algún plátano. Don Paco era un maestro joven, que colaboraba a la economía de su madre con los pocos ingresos de aquellas clases. Él me enseñó las primeras letras. Antes de cumplir el mes ya me había terminado la primera cartilla de “Rayas”, (método del maestro, Ángel Rodríguez Álvarez, publicado por la Editorial Sánchez Rodrigo, de Serradilla). Era tanto como dominar todas las sílabas directas. Las mixtas e inversas se superaban con la cartilla segunda y en la tercera ya se practicaba con pequeños textos, todas de la misma editorial y método. Las tres cartillas tenían la portada en dos tintas y las hojas interiores con una sola, es decir, en blanco y negro. Las ilustraciones aparecían a partir de la tercera, hechas con una gran técnica de plumilla, que los simples trazos no sugerían. El trato que nuestro maestro nos dispensaba a todos era muy amable, de palabra y obra, pues no recuerdo ni media torta para ninguno, y tampoco alguna voz fuera de volumen o con distinto tono del normal. Sin embargo chocaba con la dureza hacia un solo alumno. Este era 87 Los Bolindres de Barro bastante mayor que los demás, supongo que pasaba de los doce años. Y para Don Paco debía ser el rebelde más malo que pudiese existir, a tenor de los tortazos que se llevaba, junto con el castigo del destierro al patio de la casa casi todos los días. Fue el primer contacto con una fuerte disciplina que me asustaba, aun cuando no fuera dirigida a mí. Nunca fue conmigo lo de “la letra con sangre entra”, aunque también lo sufriera en alguna ocasión futura. Tan buen y breve progreso tuvo que continuar pronto en manos de otros docentes, porque Don Paco, debido a su juventud, tuvo que atender la obligación de marchar al servicio militar. Mi hermano y yo fuimos a la escuela de Don Ángel. Esta estaba más lejos. Ahora había que pasar la portona de la Cava y adentrarse en la parte antigua, que en Coria era más conocida por el recinto del toro, delimitado por sus murallas de origen romano, o por las casas que mayormente habían ocupado su lugar. La escuela ocupaba un gran caserón, antigua propiedad anexa al Palacio de Coria o del Duque de Alba. Se situaba en un lateral de la Plazuela de la Catedral. Se entraba al edificio por una puerta grande de madera, de dos hojas, coronada por el relieve granítico del escudo ducal. Dos salas en la planta baja y otras dos en la principal, a la que se accedía por unas escaleras de maderas chirriantes, sumaban las cuatro usadas para las clases. En las demás estaban las dependencias dedicadas a vivienda. Su patio pequeño se cerraba en su fondo por restos de las mismas antiguas murallas romanas. Era la separación histórica entre el centro y el barrio de Cantarrana, ya en los suburbios que conducían al río. Su piso desnivelado y arcilloso era aprovechado en nuestros recreos para excavar agujeritos horizontales que nuestra imaginación convertía en fantásticas grutas, cuyo mejor éxito de finalización de obra se conseguía al lograr unirlos con un segundo orificio vertical en la parte superior, a modo de chimenea. Otro entretenimiento era buscar pequeñas caracolas alargadas que allí eran comunes entre los huecos de las paredes. Aunque lo más llamativo de aquel patio-recreo estaba tras un panderete de poco más de un metro de altura. Era el depósito para el retrete que desde el piso superior dejaba caer, a la vista de todos los que estuviesen en el patio, las inmundicias de los que lo usaban en ese momento, al no tener cerramiento ni conducción, salvó la propia gravedad de la caída. Esa altura era impresionante para mis ojos infantiles, (las dimensiones de todo los que nos sobrepasa nos parece enorme cuando so- 88 I I CORIA mos pequeños).Y para mí, el ver aquel precipicio entre el hueco de los apoyos para poner los pies fue lo que provocará mi incertidumbre y la tardanza de no entrar a tiempo para solucionar mi repentina necesidad de usarlo, haciéndomelo encima. De tal sucia forma tuve que permanecer hasta que mi hermano fue a buscar a mi madre para que me pudiera limpiar y cambiar. Ha sido la única vez que, literalmente, me he cagado las patas abajo, y como suele ocurrir a cualquiera, por miedo. Mi primera maestra allí fue Doña Obdulia. Una mujer alta, delgada, cabellos rizados y con gafas, ya pasaba de la treintena. Los años la hacían candidata a la soltería permanente. Pero siempre hay un roto para un descosido, y Doña Obdulia en pocos años terminó casándose y dándole hijos al titular de la escuela, Don Ángel. A Doña Obdulia, por su trato, la recuerdo con cariño, a pesar de su costumbre de saturarnos con excesivos deberes de caligrafía. Quizá por atender más a la cantidad que a la calidad yo adoleciera de regulares formas en mi escritura durante muchos años. Por enfermedad de Doña Obdulia fue sustituida durante una temporada por un solterón de cuarenta y tantos, beato, no en el sentido de santo, sino de auténtico meapilas de la época. De pelo grasiento, con halitosis. Feo, desagradable y autoritario, de los de reglazos en manos o cabeza. Vestía bajo los brillos de la suciedad acumulada en su vieja chaqueta, camisa de nazareno con cordón amarillo trenzado al cuello, lo que se conocía por “llevar hábito”. Y como correspondía a su apariencia, era un nacional católico de la época. Por su radicalismo nos quedamos un día sin ir a casa a comer, yo castigado y mi hermano esperándome, porque había que memorizar la oración de “el Gloria”, cosa que a mí parecíame corta y sencilla, pero cada vez que se la recitaba para que evaluara mi aprendizaje escuchaba su sentencia una y otra vez: - ¡Mal, no te la sabes, apréndela bien o no irás hoy a tu casa a comer! Mi error era el de abreviar el texto al decir: - Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Amén. Olvidando, según él, y no en mi catecismo, las repeticiones del gloria junto a cada uno de los otros miembros de la Santísima Trinidad. Su malos métodos quizá han conseguido que mi memoria no guarde su nombre. Don Ángel andaría por los cincuenta. Cara de gesto serio, pero agradable. Con gafas. Peinado con raya en la derecha. Vestía bata corta 89 Los Bolindres de Barro de color azulón, que le daba aspecto de dependiente de almacén. Y caminaba con dificultad, necesitando el apoyo de un bastón. No muchos años más tarde terminaría en una silla de ruedas por el desgraciado avance de su dolencia. Don Ángel era el único con título de maestro,entre todos los que allí daban clase. Él las impartía a los mayores, que como mi hermano, eran los muchachos de diez años, a los que preparaba para el examen de ingreso que deberían superar en el Instituto de Cáceres. Recuerdo su poderosa voz alargando en demasía, cual pregonero, las sílabas con tilde, cuando trataba de explicar con ejemplos las clases de palabras según su acento: -Agudas: ¡balcóóóón!. -Llanas: ¡láááápiz!. -Esdrújulas: ¡cáááántaro!. Identifico varios olores con los días de asistencia a la escuela de Don Ángel. Unos, los de los útiles escolares: el de las primeras gomas de borrar, el de los lapiceros con dibujo de cañas de bambú y el de la tinta de los cuadernos de caligrafía. Todos estos se distinguían entre sí aunque compartiesen el lugar en el que los comprábamos, que era en la única imprenta librería que existía entonces en Coria, y que estaba nada más franquear la portona junto al Castillo, en la calle de Los Paños. Otros, los aromas de los cigarrillos que alguna vez se fumaron los alumnos más mayores en las proximidades de la entrada de la escuela. ¡Qué bien olía entonces el tabaco rubio!. Esos primeros olores de la marca Bisontes, extraños y agradables, sembraron, quizá, el primer deseo para que yo fumara años más tarde. En mi infancia, mis primeros intentos no fueron nada agradables, porque se trató de algún cilindro liado con un trozo de periódico, que al estar hueco, sin tabaco, y aspirar, la llama que consumía el papel del falso cigarro se adentraba hasta la boca quemando a su paso. Los recuerdos más dulces que conservo de esta escuela, ¡lógico!, son los de los caramelos que se repartieron a todos los alumnos el día del cumpleaños de Don Ángel. Nos dieron a cada uno un par de pirulís con bordes de espirado relieve y de varios colores. En los desplazamientos desde mi casa a la escuela de Don Ángel también tenía la oportunidad de descubrir la existencia de alguna persona que trabajaba en la calle. A finales de la década de los cincuenta eran tan pocos los funcionarios y empleados municipales que a mí me 90 I I CORIA parecía que solo había uno de cada clase, porque ese era el número de los que yo conocía. Un viejo barrendero, de aspecto bonancible y venerable, cual santo bajado de un retablo, sin nombre, con escoba de tamujas, recogedor de cinc y esportilla de esparto en lugar de carrillo. Y también uno el guardia municipal, de treinta y tantos, conocido por “El Gallo”, por su carácter mandón y excesivo celo en el cumplimiento de sus vigilancias. Las mujeres antes de salir a la calle a tirar un cubo de agua miraban que no estuviese en las proximidades so pena de denuncia segura. Con mi padre se llevaba muy bien. Nos regaló el mejor de los jilgueros que hayamos tenido nunca, agradecido por hacerle el encargo de traerle desde Plasencia la liga que utilizaba para atrapar los pajarillos . Del Ayuntamiento también dependía el coche fúnebre, En Coria era un coche con dosel alto de madera negra y con flecos, tirado por dos caballos blancos, los más hermosos pero menos deseados que había en el pueblo. El cochero era un gordo de pelo blanco y ralo, con mofletes enrojecidos por el tintorro, que presumía de haber sido un pistolero falangista en los años de la contienda civil. Seguía conviviendo con la muerte. 91 I I CORIA Los Bolindres de Barro Los coches de línea Balta con varios compañeros. Excursión a Yuste, sobre 1956 92 La calle donde vivíamos, por su rectitud y proximidad, permitía, desde su fondo, ver su desembocadura opuesta en una explanada ancha en la que paraban los coches de línea, de ahí su denominación como La Parada, paralela a la carretera que los traía hasta Coria antes de continuar camino de los diferentes pueblos. El parador y la oficina estaban al otro lado, cruzando la carretera. Por la tarde, por unos minutos, antes de continuar hacia sus destinos, coincidían en su aparcamiento toda una flotilla de coches de línea, (nadie los llamaba autobuses entonces): El 22, era el mercedes de “El Rojo”, Antonio Rojo; tan señorial, con sus viseras azules sobrepuestas a los cristales corredizos de todas las ventanas de los viajeros. En el frontal de su baca llevaba el cartel de su origen y destino, Cilleros-Cáceres. El 21, de Paco, un viejo Dodge con motor de gasóleo y el característico carnero de la marca sobre su proa, que, antes que el 22, hacía la misma línea anterior y que no pudo llegar a Cilleros el día que se desbordó el río Árrago cortando la carretera. Con los dos anteriores iba de cobrador Pepe Ávila. El 23, el Leiland, la elegante competencia inglesa, en las manos de Claudio, desde Cáceres a Valverde, con Gorrón de cobrador. El 20, un Reo que conducía David hacia Villanueva de la Sierra y Gata. El 16 de Victor, con motor Albión, que en cierta ocasión llegó a ser adelantado por una de sus propias ruedas, al salirse de su eje en las bajadas del pueblo de Morcillo y, como en tantas ocasiones, tuvo que ser relevado por el 19, otro Reo, de Manolo Caballero. El viejo 16 era el de la línea de mi padre, que siempre era el último en salir, obligado por la espera para recoger los viajeros que procedían de Cáceres y se dirigían a Montehermoso. Todos estaban pintados de un color beige marfilado. Los guardabarros y el techo de la baca en negro. En esos momentos, allí se centraba el mayor de los bullicios de todo el pueblo y de todo el día: los viajeros que se bajaban o subían, la gente que les esperaban o les despedían, los simples espectadores del ambiente. Las dulceras con sus cestas de mimbres blancos, protegiendo su delicado cargamento de bizcochos y madalenas, unos en papeles cuadrangulares, las otras en su lobulados circulares. Repostajes que ofrecían al pie de las mismas ventanillas, para que los viajeros no temiesen perder el coche por bajar a conseguirlos. Los conductores que 93 Los Bolindres de Barro reponían el agua de los radiadores, o vaciaban las suyas menores en el único wáter del parador, sin taza, con sendos apoyos para los pies a los lados del evacuatorio. Los cobradores que iban y venían hasta la oficina de la parada, ahora con las facturaciones, luego con las sacas del correo, luego con las latas de alguna película para los pocos pueblos que disfrutaban de cines. Un último viaje para recoger la cartera de cobrar con las nuevas hojas de ruta, renovar algún talonario de billetes o el gastado útil de escritura, un lapicero de tinta. Y dentro de todo este jaleo, el orden: alguna pareja de guardias civiles de servicio, camino de algún pueblo o del apeadero de alguna finca. Siempre uno con metralleta y el otro con fusil. Un día, uno de aquellos mosquetones dejó su recuerdo físico en mi cabeza, en forma de un chinchón notable, firmado por la bola del prominente cerrojo al coincidir su altura con la de mi coronilla, durante un giro demasiado próximo del guardia portador, aún estando en su posición pacífica y normal de colgado al hombro. Por la parada de Coria, la de Perales o la de Hoyos, indistintamente se podía ver algunos días a un personaje popular, Emilio, el de Perales, un inocente con cierta discapacidad mental, cuyo entretenimiento era hacer de guardia de circulación cuando llegaban o partían los autobuses. No tendría más de cuarenta cuando murió de forma muy trágica. En una noche fría de invierno se le ocurrió meterse a dormir en el horno de la tahona de su familia, en Perales, por aprovechar el calor residual de las losas. De madrugada encendieron el fogón sin imaginarse que alguien pudiese dormir encima. Cuando fueron a meter los panes descubrieron el cuerpo inerte del pobre inocente. Cuando mi padre empezó a trabajar como cobrador de los coches de línea, todavía figuraba en el lateral de algunos de sus autobuses: “Empresa de Transportes de Viajeros Ntra. Sra. De Los Ángeles”. A su propietario D. Primitivo Ortigón le compró varias líneas D. Manuel Mirat. Luego los rótulos fueron sustituidos por el apellido de sus nuevos propietarios salmantinos “Empresa Mirat”. En los años ochenta les cambiaron el clásico color beige marfil a un amarillo claro, con la mitad inferior ocupada por un zócalo con la bandera autonómica extremeña. En la actualidad un amarillo limón se combina con el blanco sin dominancia de ninguno. Recordaré ahora otros empleados. El 13, el prestigioso suizo Saurer, que conducía Victoriano desde Valverde hasta Cañaveral, para llevar y recoger el correo. Juan Antonio, un conductor muy tranquilo, por su gran veteranía. Antes había estado en la línea Cilleros-Cáceres con el 94 I I CORIA 22; ahora llevaba el correo desde Coria hasta Cañaveral, en pocos años dejó la empresa al ser contratado como chófer privado de Doña Teresita. David, el del 20 que ya mencioné, hasta que llegó Tito, fue una época el conductor con el que iba mi padre desde Coria hasta Montehermoso, y también fue con el único compañero que tuvo problemas por lo que contaré. Mi padre, como la mayoría de cobradores y conductores, ayudaba a los escasos ingresos de su sueldo llevando unos pocos kilos de café portugués. El riesgo del estraperlo no animaba a David a hacer lo mismo, pero sin embargo su envidia, hacia el que sí se atrevía, desembocó un día en enfrentamiento de palabras por las amenazas de denuncia hacia mi padre. Mi madre se enteró cuando el 20 había salido ya de Coria. Y sus nervios temieron que lo verbal, de lo que no se pasó, se agrandara al rango de lo físico, tomándome a mí de la mano y marchando con urgencia en un taxi tras del autobús, pensando en evitar alguna tragedia, que solo se vislumbraba en su inquieta imaginación. En la parada también había una cochera taller. El mecánico era el señor Manolo Fernández. Manolo “El Mecánico”, le llamábamos en casa para distinguirlo del otro tocayo, Manolo Caballero, el conductor. Siempre que me veía me decía alguna cosilla, haciéndose el serio. Todos sabíamos que era muy cariñoso. Otro que trabajaba para Mirat, aunque residía en Cáceres, era el señor Pedro Rodriguez, el inspector de la empresa y motorista, porque se desplazaba en una Norton, la legendaria motocicleta de Birmingham. El señor Pedro rondaría los cincuenta. De mediana estatura, entrado en kilos, con amplia calva, que descubría un cráneo poderoso, con aspecto de casco germánico. Vestía con su chaquetón de cuero marrón oscuro, sus botas altas, como las de montar a caballo, su gafas y su gorro ajustado, cual piloto de aeroplano de la Primera Guerra Mundial. En una parada o en cualquier trayecto, el señor Pedro adelantaba al coche de línea con su moto, lo hacía parar con gestos y luego de colocar sus gafas y gorro sobre el asiento de su motocicleta subía para ver si los viajeros llevaban sus billetes o si estaban bien las correspondientes anotaciones en la hoja de ruta. Era el inspector de líneas, encargado de vigilar el buen desempeño de conductores y cobradores en ruta. Y por el bien lucrativo de la empresa, no ponía objeciones si se topaba con viajeros trasportados en la baca cuando se había sobrepasado la capacidad autorizada, incluidos los silletines abatibles, anexos a varios de los asientos junto al pasillo; se les llamaba “transportines”. 95 I I CORIA Los Bolindres de Barro El Tío Luis Pepe Ávila y Paco, con el mercedes El día que se desbordó el Árrago. 1955 96 Al lado de la cochera estaba la cafetería de la señora Nieves y sus hijas María, Fidela, Carmen y Paulina. Y después de esta, tras pasar un pequeño patio con olores a periquitos, se subía a las habitaciones del parador. Debajo la oficina, con un pasillo ancho donde se acumulaban las facturaciones y las sacas del correo. La dirección de la parada en Coria estaba al cargo de mi tío Luis, casado con mi tía María, la menor de las hermanas de mi padre. El Tío Luis guardaba su buen cariño siempre revestido de gran seriedad. A menudo, acompañado por mi padre yo entraba en su pequeño despacho para saludarle. Lo primero que siempre escuchaba era: -¡Hay que ver, lo que se parece este muchacho a su madre!. Yo entonces nada sabía de preponderancias de parecidos familiares. Hoy, ya mayor, cuando me encuentro con su viuda, mi tía María, permanece en ella el mismo dictamen: -¡Hay que ver como te pareces a tu madre! Y ahora sé que ya mis parecidos han cambiado su dominancia, o nunca fueron tan radicales como a ellos les parecían, pero cariñosamente no se los discuto. En el despacho, el Tío Luis, con la brillantez que en su cabeza descubrían sus avanzadas entradas, con sus gafas y su bigotillo, te atendía al mismo tiempo que seguía revisando sumas y más sumas. Cuando ya me había iniciado en el mundo de las operaciones matemáticas valoré y aumenté mi admiración hacia él por su facilidad y rapidez mientras comprobaba las largas columnas de las hojas de rutas que le iban entregando todos los cobradores. Las habilidades de sus prácticas habrían vencido incluso a las calculadoras si las hubiera habido entonces. En aquel papel de contable y encargado de la empresa estaban escondidas, amén de sus definidas ideas democráticas, la mejor capacidad intelectual y la formación cultural más completa que en ese momento se pudiesen dar en Coria. Las circunstancias del Tío Luis eran consecuencia, una vez más, de la rebeldía fascista. Primero vivió la ejecución sumarísima de su padre, en Zamora, sólo por ser funcionario de la República, de nada le sirvió ser un muy buen católico. Luego él, que por el mismo servicio funcionarial en Correos fue nombrado oficial republicano, lo que le obligó a exiliarse a Francia, al acabar la guerra, durante unos años. Allí 97 Los Bolindres de Barro I I CORIA aumentó su bagaje cultural con el aprendizaje del idioma. Los libros en francés siempre estuvieron presentes en su biblioteca. Sus pacíficos antecedentes políticos, como los de otros pocos vecinos de Coria, que habían superado las purgas del régimen, no se olvidaron la mañana en que sobre la fachada del palacio del obispo apareció esta pintada: “Se alquila esta cuadra porque se ha marchado el burro”. Había sido la sagaz crítica con que se manifestaba el enfado popular porque Monseñor Llopis Ivorra había preferido abandonar la sede catedralicia, que radicaba en Coria, emigrando a la concatedralicia de la capital cacereña, desapareciendo con ello una importante fuente de ingresos para el pueblo, el Seminario. Esto último fue lo que realmente motivó la aparición gráfica de la queja. El señor obispo marchó y nunca más volvió, llevándose incorporado también el mote que con su habitual ironía le habían puesto los corianos, “El Cochino Bandeao”, (en referencia a las grandes machas de piel más clara de su rostro, como les ocurre a los cerdos que nacen con manchas de distinto color al dominante de su piel; en el caso del obispo debidas a la falta de producción de melanina, enfermedad conocida como vitíligo). La grafía, sobre y contra el estamento eclesiástico, atentaba claramente contra el respeto al mejor de los aliados del poder establecido, por eso se hizo viajar desde Cáceres a un equipo de la policía política para interrogar a los posibles sospechosos, buscándolos como siempre entre los que tenían alguna simpatía o antecedentes republicanos. Nunca se descubrió al autor pero la anécdota y las risas perduran entre los que aún lo recuerdan. El Tío Luis también se reía cuando recordaba la andanzas de su amigo Tomás Zanca, canónigo de la Catedral de Coria. Raro ejemplo de liberal progresista en el clero de la época. Se echó una novia en Hoyos, y cuando iba a verla, aquí venían las risas del tío Luis, se quitaba la sotana en las afueras del pueblo, para pasar por paisano y evitar escándalos. Sus dependencias de las faldas le hicieron llevarse a Coria a aquella novia, la Dionisia, que pasó ya toda la vida como ama de cura en su casa. 98 José Luis, Isabel con Emilio, Juan Antonio, tía María y tío Luis 99 I I CORIA Los Bolindres de Barro Mi abuela Ángela y mi tía María Tía María con Emilio, abuela Ángela, la prima Felisa Zamarreño, Emilio, Isabel y Eduardo Coria, 1961. 100 Como ya dije la esposa de mi Tío Luis era mi Tía María. Su gran cariño hacia todos y su trabajo sin descanso han definido su vida. Mis tíos vivían en una de las llamadas “Casas Baratas”, construidas con ayudas oficiales. Formaban una hilera de viviendas en las afueras, hacía el norte, justo al lado derecho de la carretera hacía Moraleja. Hoy se calificarían de unifamiliares adosadas. Como todas sus vecinas, la de mi Tía María era una bonita casa en dos plantas, con agua corriente y baño, un jardincito en la entrada y un pequeño patio, que llamaban corral, en la trasera interior. Sus hijos, mis primos, eran José Luis, Juan Antonio e Isabel. El primero dos años mayor que mi hermano. Estuvo en nuestra casa en Plasencia, el primer año de vivir allí, mientras aguantó estudiando. Luego se convirtió en un gran mecánico. Sin su buena memoria yo no habría podido aportar los datos de los coches de línea, sus conductores y cobradores en la parada de Coria. Todos los años coincidimos en nuestro retorno a Coria, en los Sanjuanes. El segundo, Juan Antonio, quinto de mi hermano por edad, marchó aún pequeño a estudiar a Gijón, luego trabajó como mecánico en Telefónica, viviendo siempre entre Rentería y San Sebastián. Tristemente ha muerto hace pocos años, demasiado joven aún. Mi prima Isabel, dos años menor que yo. Estudió en el colegio de monjas que existe en Coria, lo que no dejaba de tener algún contraste con la formación laica y republicana de su padre. También la golpeó la vida con una muy temprana viudedad. Años más tarde vendría el menor, de nombre también Emilio, que marchó muy pequeño con toda la familia a Pamplona. Con mi Tía María vivía también su madre, mi abuela paterna Ángela. Alta, de pelo blanco, con un pequeño moño, sin pañuelo que lo cubriera. Siempre vestida de negro. De carácter dulce, muy cariñosa. Y esta abuela sabía leer, cosa muy excepcional para los humildes de su generación, más siendo mujer. Por eso, y porque en casa de mi tío Luis era de las pocas en las que se podía ver algún periódico, la recuerdo leyéndolos sentada en el patio. Hablaba en el correcto castellano de sus orígenes, era de Casillas de Flores, ella decía, por ejemplo, “zagal” y no “dagal” como era habitual en Hoyos. Mi abuela Ángela se había quedado bastante sorda, su mirada, a veces, estaba como un poco perdida, 101 Los Bolindres de Barro con el pensamiento en un atroz pasado; mi padre decía que había sido por los sufrimientos de haberle asesinado un hijo en la guerra. Recuerdo ahora una de mis visitas en esos años. Para comer tenían sopas de estrellas. Novedosas para mi que en el mundo de las pastas tan solo conocía los fideos de “El Campana”. Aunque ni unas ni otros eran santo de la devoción de mi poco apetito. Mi tía siempre llena de generosidad, me ofreció para postre un gran tazón de leche caliente. A mí, por entonces, no me gustaba si no iba teñida de café, y bien oscuro. Y pensando en cómo pasar mejor aquellos muchos tragos me puse a echarle cucharada tras cucharada de azúcar, hasta que el montón que se iba acumulando comenzó a sobresalir tal que isla blanca en blanco océano. Mi Tía se dio cuenta y me salvó retirando el tazón al tiempo que decía: -¡Pero hijo, esto ya no hay quien se lo pueda tomar con tanta azucar! No hubo reproche, mi Tía María siempre ha destacado por su comprensión. Siguiendo en el mundo de los alimentos que había en casa de mi tía, lo que si me gustaba era el queso americano, que a ella le regalaban las monjas en enormes latas cilíndricas de cuatro kilos llenas de un queso amarillo anaranjado. Procedía de la Ayuda Social Americana. que se entregaba a los estamentos religiosos encargados de su posterior reparto entre las familias más necesitadas, y a las que casi nunca les llegaba. Aquí tampoco era el caso, sino la amistad que mi tía tenía con las monjitas encargadas de su distribución. 102 I I CORIA La tragedia vivida por mi abuela Ángela me la contó mi padre. Como homenaje a ella, por los sufrimientos que marcaron su vida, incluyo ahora la entrevista que le hice a mi padre un año antes de su muerte: RECUPERACIÓN DE LA MEMORIA HISTÓRICA: La tragedia de la familia Cubera ……………………………………………………………………… …………………………….. Esta conversación la tuve con mi padre el día 7 de abril de 2005 . Emiliano Baltasar Cubera Zamarreño, había nacido el 8 de agosto de 1919 en Hoyos(Cáceres) El 18 de julio de 1936 le faltaba poco menos de un mes para cumplir 17 años. Recordaba que durante los años de la República habían más jornales para los obreros: “..y por ahí vino la cizaña para liquidar a más de dos, porque alguno, -como el caso de mi hermano Emilio, afiliado a UGT-, se había encargado de echar los obreros a la puerta de los patronos y decir: ahí tienes un obrero para dos días, o una semana, o lo que se estimase justo. Pregunta.- Cuando se produce el levantamiento de Franco, ¿dónde estaba usted o cómo se entera? Respuesta.-Yo estaba en el mismo pueblo, Hoyos, en la plaza, y nos enteramos porque llegó la pareja de Guardia Civil y empezó a pegar tiros allí. P.-¡¿Pegaron tiros en Hoyos?! R.-Sí, al aire, y luego salieron corriendo buscando a algunos. P.-¿Quién estaba de alcalde en Hoyos? R.-Uno que había sido brigada de la Guardia Civil, un tal Caraña…o Caranca, ya no me acuerdo bien del nombre, tu madre sí que se acuerda. P.-El que estaba de alcalde, ¿de qué partido era? R.- De Gil Robles, de la CEDA. P.- Esos guardias civiles, ¿serían del mismo pueblo? R.-No, eran de Perales del Puerto, en esa época en Hoyos no había puesto de la Guardia Civil. P.-¿Qué dijeron para que se enterase la gente de lo que pasaba? 103 Los Bolindres de Barro R.- Yo no estaba por donde estaban los mayores. Estaba al lado de la iglesia con unos pocos de chavales y nada más que empezaron a pegar tiros nosotros salimos corriendo, y en un huerto por allí, de la calle Marialba, hemos estado dos horas, escondidos hasta que nos pareció y salimos P.- Usted va a casa y ¿qué comentan su padre, su madre o su hermano el mayor, Emilio, que luego desaparecería? R.-Bueno, pues cagaditos de miedo, ya está, porque sabían que estaban buscando a uno que estaba con mi hermano Emilio, a un tal Fidel Prin, de Acebo. Fidel se llamaba, lo que no sé es si Prin sería el apodo o el apellido. P.- Y su hermano ¿qué hace en esos días de julio? R.- Como enseguida nos enteramos que estaban encerrando a todos los de izquierdas, él se escondió. P.-¿Dónde se escondió? R.- En un huerto de allí, de una vecina, de una gente muy buena ,que tenían una panadería. Y allí estuvo. El que iba al huerto le llevaba la comida, en un cubo, como si fuera a regar. P.- Y en el huerto, ¿habría alguna casita? R.- Sí, allí había una casa pequeña. Luego se marchó unos días a Casillas de Flores, a casa de mi tía María Zamarreño, hermana de mi madre P.- Eso durante el mes de julio. ¿Cuándo se entrega él o qué pasó? R.- Lo cogen en el mes de agosto. Regresó convencido por mi madre. La prometieron que no le iba a pasar nada. P.- ¿Quién la convenció? ¿La Guardia Civil? R.-No, los falangistas, le dijeron que no le iba a pasar nada, que lo entregara P.- Y ella fue la que solo le dijo que se entregara, ¿No le entregó, ni fue ella la que le dijo a los falangistas dónde estaba? R.-No P.- Fue él el que se entregó, y se entrega ¿dónde? R.-Allí en Hoyos. P.- ¿Y se lo llevan a Coria? R.-No, lo meten en la cárcel, y estuvo unos días en el mismo pueblo. P.-¿Con más gente de Hoyos? R.-Sí P.-Y eso¿ qué sería, durante todo el mes de agosto? 104 I I CORIA R.-Sí. P.- Y los que estaban detenidos, ¿los sacaban a trabajar por el día y los dejaban irse a casa por la noche? R.-Algunos sí, a mi hermano no. P.- ¿Y luego lo llevan a dónde? R.- A Coria P.- Pasemos a Coria, ¿allí está cuánto tiempo? R.- Allí estuvo en septiembre, hasta el día 13, que fue el mismo día que lo mataron. P.- Pero en ese tiempo lo visita algunas veces su madre R.- Sí, mi madre y otras madres de otros detenidos, de Hoyos también P.-¿y cómo iban desde Hoyos hasta Coria? R.-En burro, a ratos montarían y a ratos irían andando P.- ¿Y el día 13 cómo se entera su madre de que lo van a soltar? R.- Pues se lo dicen allí mismo en Coria, que los iban a poner en libertad. P.-¿Estaba ese día de visita ella o qué? R. Sí estaba allí. Es que mi madre estaba en casa de unas conocidas, y se tiraba allí varios días. P.-¿Entonces se viene con ellos ese mismo día? R.- Sí. ¡Ignorantes que se vinieron andando por la carretera! Si se van por el campo no les pasa eso. P.- ¿Cómo vienen hasta Hoyos? ¿Andando? R.- Andando venían, claro. Y llegaron hasta la Pilita, ya sabrás dónde está, (¡Claro!,una fuente que está antes de entrar en Hoyos, a menos de un kilómetro. Recompuesta años más tarde por mi tío Emilio Pereira) P.- Hasta ahí llegan, ¿Y ahí que pasa? R.-Ahí vino un camión de falangistas P.-¿De dónde eran? R.- Eran de Villamiel, y alguno de allí de Hoyos P.- ¿De Hoyos también había gente? R.- Sí, porque a uno de allí de Hoyos al poco tiempo se le vio el cinturón que llevaba mi hermano. Que era de la mili, porque mi hermano ya había hecho la mili, y el cinturón tenía la chapa de mi hermano, con el mismo escudo. P.- Y eso ocurre en la Pilita, ¿y qué le dicen los falangistas a su madre? 105 Los Bolindres de Barro R.- Que se habían equivocado, que tenían que volver para atrás, a Coria P.- ¿Y se los llevan en el camión? R.-¡Claro!, ¡¡y mi madre llorando,…. allí abrazada a ….(las lágrimas le impiden acabar la frase) P.- Vale, vale, tranquilícese….. R.-….¡abrazada a él, llorando, porque ya sabían que habían matado a alguno. Habían matado a más gente, los habían ido a buscar a casa o donde fuera. P.- Y se los llevan. ¿Y luego qué noticias tienen, o cómo se enteran? R.- Nada, noticias ya ninguna. Mi madre quería irse andando, pero mi padre, mi hermana y otra gente no la dejaron. Y al día siguiente nos enteramos que ya lo habían matado. P.- ¿Por quién se enteran? R.- Ah, pues por la gente del pueblo, porque siempre se oye, ¿no? P.- ¿Los habían encontrado muertos en algún sitio? R.- Los mataron a las puertas del cementerio de Moraleja. A los cuatro. P.- A los cuatro juntos. Y usted que recuerde aparte de su hermano, a Fidel de Acebo,¿y a quién más ? R.-Otro, otro que se llamaba Antonio, Antonio Callejín, Callejín sería de apodo. P.- ¿Y el cuarto? R.- El cuarto.., ese…, ese no me acuerdo ahora. P.- Y Usted dice que también había tenido algún problema, que le habían puesto una multa. ¿Antes o después de la muerte de su hermano? R.-Después, después. P.- Le agarran a usted ,¿quiénes? R.- Pues unos cuantos de muchachos falangistas de esos, y me llevaron al ayuntamiento. Había un alcalde más malo que la madre que lo parió. P.- ¿Cómo se llamaba? R.- Se llamaba Pablo Merino. Era falangista y era pues...de muy mala leche. Y le dijeron los muchachos que yo no había querido decir Arriba España. Y me cobraron una multa de diez pesetas. ¡Diez pesetas en aquellos tiempos era mucho dinero! P.-¿Cómo las pago? R.- Mi hermana, que en paz descanse, la pagó. Estaba casada y tenía ese dinero, ella la pagó, mi hermana Vicenta. 106 I I CORIA P.-Era mucho dinero entonces. R.- ¡Hombre claro, casi nadie tenía entonces dos duros! P.- Y a partir del comienzo de la guerra ¿ se empieza a vivir peor? ¿Hay más escasez o qué pasa? R.- A lo primero no. La escasez vino estando yo ya en la guerra. En el ejército, yo eso no lo conocí. En el pueblo sí hubo mucha hambre, hubo alguno que dicen que se murió hinchao de comer hierba, en el segundo año, en el 38 P.-Y usted cuando le llaman al ejército, ¿tenía 17 o 18 años? ¿Usted de qué quinta es? R.- Yo del 40, tenía todavía17 años cuando me llamaron. Bueno es que la primera vez me llamaron por equivoco de un hermano mío. De uno que murió antes de nacer yo. Es que no lo habían dado de baja, había muerto en Casillas de Flores y no habían pasado la baja a Hoyos. P.- ¿Y ese qué pasa, que se llamaba igual que usted? R.- Se llamaba Baltasar. Emiliano me lo puso mi padre, que en paz descanse, y Baltasar me lo puso mi tía, que fue la que me bautizó. P.- ¿Cuándo se incorpora usted al ejército? R.- Yo me incorporé en febrero del 38, en el regimiento Argel de Cáceres. Y a los pocos días nos sacaron para Valladolid , al regimiento San Quintín. Allí estuvimos unos veinticinco días, en un pueblo que se llamaba Cabezón del Pisuerga, aprendiendo la instrucción. Después ya nos llevaron al frente. P.- ¿A qué frente fue el primero? R.- Nos llevaron a Peñarroya, ahí en la provincia de Córdoba. P.- Ahí estaba también Cerro Muriano,¿no? R.-Ahí estuve yo también, en Cerro Muriano, en Buenavista. P.- Allí hubieron fuertes combates, ¿no? R.-Oh!, ahí hubo mucho combate, mataron a muchos republicanos. Ellos también mataron bastantes, porque saltaron las trincheras. P.- ¿Se les llegaba a ver a simple vista? R.- Sí, en un frente que estuvimos, en Pozoblanco, hablábamos unos y otros. Partíamos el camino y ellos traían papel y nosotros tabaco. El papel aquí, en “esta España” no había, porque las fábricas cayeron en el otro lado. Por las noches escuché cantar por primera vez a Juanito Valderrama. Estaba en la zona roja y ponían altavoces. P.- ¿Y de qué hablaban con ellos? ¿De dónde sois…o qué? R.- ¡Hombre claro!, de todo lo que querían menos de política, porque te podían enganchar. Entre ellos nos dijo, allí uno, que éramos unos cobardes, que estábamos defendiendo el capital de los ricos y ellos 107 Los Bolindres de Barro no defendían nada más que el trabajo de los obreros. P.- ¿Y ahí hay alguna batalla o accidente que recuerde? R.- Ahí era todos los días bombardeo de artillería de ellos. Estaban en un pueblo que se llamaba Zarzaparrilla, en la provincia de Ciudad Real. P.- Pero eso ya es para otro lado, ¿No? R.- Sí, nos traen a Cabeza del Buey, que es de la provincia de Badajoz. Y allí estuvimos en el frente hasta que se acabó la guerra. P.- ¿Hasta que terminó la guerra en Cabeza del Buey, pues no dice que en una época estuvo en el Ebro? R.-Nos llevaron allí un mes, desde Cabeza del Buey. Nos llevaron forzosos, aunque decían que éramos voluntarios y éramos forzosos. Te formaban y empezaban a contar: uno, dos y ¡tres!. Y el que hacía el número tres, ¡hala, al Ebro! P.-¿Y en qué mes estuvo en el Ebro? ¿No se acuerda si hacía frío? R.- No, era verano, a últimos de agosto y primeros de septiembre, en Villalva de los Arcos, porque estaban las uvas allí, en el medio de las líneas. Algunos veían las parras y el que iba…pues algunos quedaban allí, porque tenían enfocá la ametralladora de la otra parte. Se conocen que veían el bulto y tiraban. P.-¿Y combates fuertes que viera allí? R.-¿Combates allí?, ¡todas las noches!, ¡a bomba de mano!, ellos que echaban valor, Porque aquí lo que tenían eran muchos carros blindaos. Ellos venían con la infantería, ¡muy valientes!. Decían que ellos luchaban por un ideal. Por las noches recuperaban las líneas. Nosotros estuvimos un mes para avanzar, y al mes seguíamos en el mismo sitio. Lo que estos cogían por el día, con la aviación y con los tanques, lo perdían por la noche. Por la noche venían los otros, a pecho descubierto. P.- ¿esta aviación, qué era, alemana? R.- Sí, a esos aviones nosotros los llamábamos “las pavas” P.- ¿Y durante la guerra vuelve a casa alguna vez? R.-No, La primera vez me tiré sin volver toda lo que quedaba de guerra desde que me incorporaron, treinta y seis meses. Luego me fui a África, a Melilla, porque aquí estábamos pasando mucha hambre, en Cádiz. Cuando terminó la guerra me habían llevado a Cádiz, al regimiento nº 33 de Cádiz. En Melilla se comía muy bien, estaba todo más barato. P.- ¿No comían en el cuartel? R.-Nosotros en Regulares, no, comíamos por nuestra cuenta. Teníamos hecha…., la llamábamos “una república”. 108 I I CORIA P.-¿Cómo? ¿Habiendo fracasado la República, la llamaron “una república? R.- Pues sí. Éramos siete u ocho que poníamos dinero juntos, y uno se encargaba de la cocina y comíamos allí en el mismo destacamento. P.- y luego salían a merendar, me había contado alguna vez… R.-Ah¡, pues…una rueda de churros valía un real y un café con leche en un vaso grande, otro real. ¡Por dos reales merendabas, o desayunabas.! P.- Y en Melilla estuvo ¿cuánto tiempo? R.- Pues verás tu, desde que terminó la guerra o al poco tiempo, hasta el año 42. P.- Y en ese tiempo es cuando le dan el primer permiso de ocho días, y vuelve a casa, ¿ y cómo estaba la familia? R.-La familia hecha polvo, con mucha hambre, había de todo. Yo cuando me licencié fui a Valverde del Fresno a echar un viaje a Portugal, para buscar pan, para comer y encima me pegaron un tiro los carabineros. P.- ¿Un tiro de sal o de qué? R.- ¡De cartucho de escopeta!. ¡Todavía tengo aquí un perdigón, en la cabeza!. Mira, pon ahí, pon ahí la mano, verás como se nota. P.- ¿Cuándo lo licenciaron? R.- Nos licenciaron en Melilla. Nos trajeron en la expedición en barco hasta la península. Y luego en tren hasta la provincia. Ahí ya nos dieron el pasaporte a cada uno. Yo me fui de Cáceres a Hoyos. Te pagaban la tercera parte del billete. Llegue en febrero del 42 y en otoño me llaman otra vez, cuando movilizaron unas pocas de quintas, por la guerra de Europa. P.- y entonces se incorpora a Plasencia, ¿no? R.- Sí, al regimiento de aquí, el Batallón de Ametralladoras de aquí. Estaba que no se cogía, había seis quintas, tres de la zona roja y tres de la nacional. P.- ¡¿Cómo de la zona roja?! R.-¡Si!, los que habían estado en la guerra en el otro lado los hicieron volver a incorporarse. Aquí ya estaba yo como un veterano. Me iba muchos fines de semana al pueblo, me daban permiso de un día y me estaba tres. Algún amigo decía “presente” al pasar lista y ya está. P.- ¿Y aquí en Plasencia cuánto tiempo estuvo? R.- Aquí 17 meses. Seis años entre las dos veces P.- ¿Antes de irse a la guerra, recuerda a alguien más que se car- 109 I I CORIA Los Bolindres de Barro gasen de Hoyos, como a su hermano? R.- A seis. Uno era Teodosio Salcedo, era el presidente de allí, de los socialistas de la Casa del Pueblo. Fue después que lo de mi hermano. Fue por tonto, estaba escondido y lo entregó un hermano. Le tenían mucho miedo, no se arrimaban a él, era valiente y llevaba una pistola encima . Había dicho: antes de que me maten a mí, me cargo unos cuantos. ¡Y el mismo hermano ha sido el que le ha detenido!, ¡ se ha abrazado a él: “hermano y tal!.. y cuando lo tenía abrazado le han caído los falangistas. P.- Según algunas historias publicadas hubo alguna escaramuza en julio del 36 con gente armada por allí, en la sierra, cerca de Hoyos o de Acebo, ¿Recuerda usted algo de eso? R.- Eso fue el cuento que se sacaron ellos, que algunos tenían armas. Para justificar tantas muertes que hicieron. La abuela Ángela 110 Mis padres: Pruden Todos éramos de Hoyos, mi madre también lo decía de sí misma, aunque en realidad había nacido en Madrid, en el barrio de Ventas, poco antes de tener la primera plaza del mundo por la que es más conocido. Yo comía mal, no solo en casa de mi tía, y no me refiero a la calidad de lo que se me ofrecía, que siempre estuvo en mi familia muy por encima de lo normal. Seguramente por el hambre que sufrieron mis padres en la posguerra luego se volcaron en darnos a sus hijos lo mejor de lo mejor. A mí, de pequeño, me decían que era un místico, porque con muy poca cantidad ya me llenaba. Además era enemigo de los primeros platos, ya fueran sopas, patatas o legumbres. Solo me gustaban los garbanzos y las sopas arroz. Pero cumplía con las curiosas contradicciones infantiles. Así el comer cocido era una pesadilla en mi casa y una delicia que pasaba sin problemas cuando lo tomaba en casa de la señora María, sin que se le reconociera al suyo mayor calidad que al de mi madre. Es más, allí era capaz de tomar hasta el trocito de tocino que en mi casa no se les ocurría ni ofrecerme. Mi madre aparte de muy buena cocinera, atendía con gran celo la limpieza de casa, las ropas y nuestros propios cuerpos. No importaba que no tuviésemos lavabo, bañera o ducha. Teníamos un gran baño de cinc, el mismo que en otros momentos se llenaba de coladas, servía para la higiene del cuerpo o mi baño completo al caber dentro por mi menor tamaño. También se encargaba del limitar la longitud de mis uñas. Los momentos tras sus cortes me resultaban bastante desagradables, por la sensación de dentera al rozar la zona recién descubierta. Además mi madre era una verdadera artista de la costura, ya fuera a mano o con la ayuda de la máquina de coser Alfa que mi padre le compró y trajo de Cáceres. Así nos hizo a mi hermano y a mí unos trajes de verano en tela de gabardina, con los que posamos en la que pueda haber sido la mejor foto de nuestra vida, o por lo menos en la que más guapos nos sacó Karpint, el fotógrafo oficial de Coria durante varias generaciones. 111 I I CORIA Los Bolindres de Barro Esos trajes se confeccionaron al tiempo que unos pijamas, con las rayas clásicas. Todos para su estreno en Perales del Puerto, durante una boda a la que fuimos toda la familia y en la que mis padres fueron los padrinos. El novio, de nombre Emilio Gómez Cubera, era un primo carnal de mi padre, hijo de la tía Gregoria, una hermana del abuelo Paulino. Del banquete solo recuerdo el postre, arroz con leche, que también fue estreno para mí. Luego durante el baile se repartían altramuces, coquillos y floretas, acompañados de un vino dulce que los mozos insistían en ofrecer, era su chufla, en los orinales que luego serían regalo para los cónyuges. La sospecha de que antes hubiesen sido estrenados en el normal uso para el que fueron fabricados hacía reticentes a su utilización como copas a más de un invitado. Mientras, desde una plataforma de madera mínimamente elevada, amenizaba con pasodobles un pequeño grupo de músicos en los que el acordeón marcaba la melodía, acompañado por un saxofón y un tambor pequeño. Yo no sé por qué, pero no aceptaba ver bailar a mis padres, por lo que lloraba protestando, eso sí, sin ningún éxito. Si las confecciones de mi madre terminaban en gran mérito, sus arreglos o reciclajes lo tenían aún mayor, era capaz de sacar para sus hijos una bonita cazadora en grueso paño de una de las viejas chaquetas grises del uniforme de invierno de mi padre, o unas calzonas en loneta azul si procedía de sus pantalones oficiales de verano. Lo que no reciclaba eran las gorras de plato que en aquellos primeros años de la empresa acompañaban a los uniformes, dando a conductores y cobradores un aspecto de autoridad. Pruden 112 No sé si el 13 era el número de mi madre, o lo fue desde mi nacimiento. En cualquier caso alguna vez demostró algo de superstición relacionada conmigo. Bueno con mi delgadez y falta de apetito achacables quizá a algo no natural, sobre todo desde que la tía Juana echó unas gotas de aceite en un plato con agua y dedujo por sus formas que yo estaba algo embrujado. La tía Juana, era la abuela de Antonio, por ser la madre de su padre el Sr. Benito. Y era una mujer de generoso tamaño que contrastaba con la pequeñez de su marido, al que por eso llamábamos, en su ausencia, el abuelino Román; fue aquel que se topó en la era con el toro que escapó por la portona. La abuela Juana, aparte de atribuírsele algún poder de diagnosticar y deshacer el mal de ojos, hacía unas perrunillas riquísimas que nos 113 Los Bolindres de Barro regalaba cuando su nieto y yo la visitábamos. Esas mismas creencias maternas en poderes no naturales para curar, también motivaron una verdadera odisea, desde Coria hasta Casar de Palomero. Cómo sería aquel viaje, que con mis cuatro años, aún sin haber adquirido nociones de mediciones temporales ya me pareció largo, largo, como tan solo había escuchado en los cuentos infantiles. Fuimos con otras personas en un taxi de puertas y portón de madera, le decían “una rubia”. Siempre por carreteras todas de tierra. Todo por ver, o que me viera, el famoso “Curandero del Casar”. Le llamaban Don Tomás, aunque estaba tan vació de estudios como lleno de mugre. Tenía fama de curaciones casi milagrosas, a base de beber las botellitas de agua que prescribía. También contaban que cuando murió encontraron en su casa una habitación llena de dinero. Prudencia Pereira Elena, cuando contaba tan solo un año, junto con sus padres, (mi abuelo Justo y mi abuela Victoria), y su hermana mayor, mi tía Pura, emigraron a Francia, donde luego nacieron mis tíos Román y Emilio. Allí, cerca de Paris, ella y sus hermanos disfrutaron de una muy buena educación pública, en fondo y forma. Mi madre conservó siempre una gran caligrafía sin faltas ortográficas. Prudencia estuvo en Francia hasta cumplir los diez. Pero por la inquietudes políticas de su padre regresaron cuando se proclamó la Segunda República, con ello cambiaron, seguramente, un prometedor futuro francés por la penurias españolas que pronto llegarían. Así vuelven a Hoyos, donde les recoge la abuela paterna, la Abuela Eustaquia, (que después de viuda se había casado con un pastor, el tío Pablo Moralejo por lo que este recibía el tratamiento de “Abuelo de Corcha”, y que aunque no tuviese lazos de sangre fue tan cariñoso como su mujer con los nietos acogidos). Las diferencias de costumbres en el pueblo chocaban con los modales que traía Pruden de Francia, por ejemplo ella se dirige educadamente a una vecina con el tratamiento de señora: -Señora Paula , que ha dicho mi madre que si usted…. No puede terminar la frase porque la interlocutoria le responde con tono alto y ofendido: -¡Señora, Señora de manto y cola! Así corroboraba que se había molestado por lo de señora, propio de otras esferas o para personas no conocidas. En el pueblo lo correcto 114 I I CORIA habría sido anteponer el habitual “tía” a su nombre, tía Paula, ese era el tratamiento común, familiar y respetuoso para dirigirse a cualquier persona mayor, aunque no existiera con ella ningún parentesco. En Hoyos el abuelo Justo era un activista sindical, reivindicando jornales y recuperando para ello una buena finca, la Dehesa del Carrascal, que estaba usurpada y mangoneada por una familia de pudientes. Para lo que tuvo que sacar en Coria las escrituras que demostraban la propiedad a nombre del pueblo. Por eso cuando vuelven al poder las Derechas, al ganar las elecciones de noviembre de 1933 marcha la familia a Cáceres. Al no encontrar trabajo se van a buscarlo a Jaraíz, en los secaderos de pimientos, y luego a Valdeobispo, donde la abuela Victoria vende algunas cosas que se había traído de Francia, una mantelería y unas sábanas para sacar algo de dinero para poder comer. De allí a Coria, donde viven en un tinao, (cobertizo donde comen y viven los animales). Regresan a Cáceres, viviendo un tiempo en la posada de Caminollano, llegando a tener que pedir limosna. Me contaba mi madre que a mi tía Pura, ya con los quince años cumplidos, le daba vergüenza y no iba, pero ella y su hermano Emilio sí, y gracias a eso sacaban para poder comer. Su situación mejora; al trabajo del abuelo se añade el de la abuela como lavandera y el de mi tía Pura como jovencísima asistenta. Los pequeños van aún a la escuela, a la conocida como “El Perejil”, inaugurada entren otras más, como La Normal de Magisterio con sus Escuelas Anejas, durante el primer bienio de la Segunda República. Gracias a ese impulso educativo, Pruden tiene la oportunidad de ir a las Colonias de Verano, en Figueira da Foz. De allí recuerda que cada bañista portugués mantenía a salvo, a su izquierda y derecha, a dos niñas pequeñas sujetándolas de sendos cinturones, al tiempo que les avisaba de la llegada de las olas gritándoles: -¡Agacha mina menina, agora, agora,! Con el golpe de estado del verano del 36, el abuelo salva la vida escondiéndose unos días en La Montaña, cerca del Santuario dedicado a la Virgen del mismo nombre, patrona de Cáceres. Hasta allí va Pruden, la niña no levantaría sospechas, con un hatillo para llevarle comida. En el camino se encuentra con un tío carnal, hermano de la abuela Victoria, el tío Plácido, que era Guardia de Asalto y que suponiendo claramente su destino ni interviene ni lo desvela. Pruden lleva el recado de su madre de transmitirle a su padre que le han dicho que se entregue, que no le pasará nada. El padre, con buena deducción, responde: -Anda y dile a tu madre que si está tonta, que si es que quiere 115 Los Bolindres de Barro quedarse viuda. Pruden regresa con el encargo de llevarle a su padre, la próxima vez, junto con la comida, algo de ropa y los útiles del afeitado, porque también le ha dicho que piensa escapar por la noche camino de Badajoz. Así lo hizo y gracias a que en la capital pacense se mantuvieron aún por unos días fieles a la República pudo salvarse y desde allí marchar a tiempo a Madrid. En la capital el abuelo Justo comenzaría una nueva vida, dicen que como Comisario Político durante la guerra. Al finalizar permanece preso un tiempo. Llegaron a llamar desde Madrid a Hoyos por ver si había gente del pueblo con la que prosperase alguna acusación en su contra. Liberado por falta de las mismas se queda en Madrid donde forma nueva familia. Durante la guerra, en Cáceres, su mujer y sus hijos son victimas de registros y amenazas. Lo único que encuentran son unos pañuelos rojos que a mi madre y sus hermanos les habían regalado en la Casa del Pueblo. La tía Pura candidata por su edad a detención y “paseo” se libra por no estar en esos momentos en casa. Otros no tuvieron esa suerte. Así mi madre recuerda la ejecución de toda una familia conocida por “Los Valencianos”, debido a su procedencia. Tenían una frutería y su único delito había sido la prosperidad y envidia hacia su negocio. Por el miedo Victoria y sus hijos vuelven a Hoyos, de nuevo a casa de la abuela Eustaquia. No faltan en Hoyos las acometidas de las beatas. No les quieren dar trabajo, les gritan: ¡abisinios!, como gentilicios convertidos en insultos, debidos a la influencia colonial de la Italia aliada y fascista. También en el pueblo son testigos de la crueldad de los falangistas. Una noche escuchan gritos junto al cementerio: ¡No matéis a mi padre, matadme a mí! Y otra voz: ¡No matéis a mi hijo matadme a mi!. A la mañana siguiente dos cadáveres yacían juntos agarrados de la mano. Por el día se organizaban desfiles humillantes de aquellas mujeres fichadas porque simplemente asistieron alguna vez a la Casa del Pueblo. Para ello obligan al barbero, porque le sabían simpatizante de la República, a cortarles el pelo al cero, dejándoles solo una coletilla en la parte superior para aumentar el ridículo. Luego las hacen tomar aceite de ricino para que mientras desfilaban fuesen literalmente cagándose las patas abajo. 116 I I CORIA Hasta el mismo cura del pueblo, Don Honesto, acompañado por los caciques de derechas, para asustar a las pobres gentes, iban golpeando por las noches las puertas de las casas y gritando “¡Viva la muerte!. Se había extendido el lema que Millán Astray le grito a la razón, representada por el gran Unamuno, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca. Pero sin duda el mayor mérito de mi madre fue su valentía y decisión para revender unos pocos kilos del café portugués que traía de estraperlo mi padre. Gracias a ellos pudimos tener siempre un duro más para ropa, comida, y sobre todo para librarnos a mi hermano y a mi de empezar a trabajar a los catorce años, la edad habitual para cualquier hijo de obrero como nosotros, y con ello el poder haber seguido estudiando y tener una carrera. ¡Cuánto trabajo y sacrificio!. Y cuántos nervios y cuántos miedos, a la Guardia Civil, luego en Plasencia a los de Hacienda, años más tarde a “la Brigadilla”, que eran guardias civiles también, pero de paisano. Aún no era yo consciente de la prohibición de esas ventas cuando con cinco años, estando junto a la puerta de mi casa en Coria una señora me preguntó que dónde estaba mi madre. Yo, en mi inocencia, respondí: -Se ha ido a vender café. Y al punto la señora Vale, la vecina, me corrigió diciéndome: -Eso no se dice, tu di que ha ido a hacer un “recao”. Otro día, mi madre que salía para repartir algún paquete, queriéndome despistar en su partida me soltó: -Anda, vete a casa de la Sra. Lucía, que ha venido la cigüeña; ve y que te enseñe la tripita que les ha dejado. Para mí fue normal esta explicación, a pesar de la mezcla tan surrealista. Sí eran verdad elementos reales como que la Sra. Lucía había dado a luz hacía un día o dos, y por ende la tripita del cordón umbilical podría estar por allí, ¿pero la cigüeña…? Mi madre también tenía buen oído y buena voz. Cantaba canción española al tiempo que guisaba o hacía la limpieza de la casa. Cuando yo era muy pequeño le reclamaba repetidamente que me cantara la “Canción de la Pastora”, un cuento para mí; lo hacía unas veces en la versión española y otras en francés: 117 I I CORIA Los Bolindres de Barro Il était une bergère Et ron, ron, ron, petit patapon. Il était une bergère Qui gardait ses moutons, Ron, ron, Qui gardait ses moutons, ….. Años antes a mi hermano le cantaba “La Canción de los Pajaritos” o “El Milagro de San Antonio”, como canción de cuna. Alguna vez, estando mi padre intentando hacer lo propio, como no se sabía la letra se la inventaba. Emilio, lloriqueando como protesta, se la reclamaba diciendo: -¡Esa no, los pajaritos, papá! Pruden también se sabía las mismas canciones de rojos que la tía Pura, incluida la que cambiaba la letra a la famosa de la época “Tres cosas hay en la vida”, que cuando llegaba a la estrofa: El que tenga un amor, Que lo cuide, que lo cuide. La salud y la platita, Que no la tire, que no la tire. Ella cantaba: 118 El que tenga un jamón Que lo parta y se lo coma. Que si se entera Franco, Se lo raciona, se lo raciona Balta Tampoco le faltaron anécdotas con el café a mi padre. Una que se quedó en cómica por su buen final, fue cuando todavía aquellos viejos autobuses no disponían de maleteros, por lo que todo el equipaje tenía que ser subido y bajado a y desde la baca, y entre maletas y facturaciones se camuflaba el correspondiente fardo con los cuatro kilos de “El Cubano”, marca más popular del torrefactado portugués. Dándose la circunstancia, bastante habitual de que abajo, entre los viajeros fuese una pareja de la Guardia Civil. Coincidiendo cierto día con la oportuna rotura de uno de los paquetes de papel fuerte de medio kilo, que así venían envasados, y el derrame de algunos de sus negros granos que iban cayendo por el parabrisas del autobús cada vez que sufría las irregularidades de la carretera. Tito, el conductor, avisó sigilosamente del percance y mi padre en la siguiente parada subió hasta el final de la baca para tapar, retirar y poner en otro lugar, al abrigo de la lona el destrozado fardo. Los guardias afortunadamente ni se enteraron y gracias a eso todo tuvo un final feliz y muy cómico cuando tiempo después se recordaba el suceso. El nombre completo de mi padre era Emiliano Baltasar Cubera Zamarreño, pero todo el mundo, incluida mi madre, le llamaba Baltasar o las más de las veces solo Balta. Nació en 1919 en el seno de una muy humilde familia con tres hijas y tres hijos. Su madre, como ya dije, afortunada en esa época por saber leer, propició que sus hijos también aprendieran. Balta niño asistió un periodo mínimo a la escuela. Era la edad de aventuras infantiles con el mejor de sus amigos, y que lo fue durante toda su vida: Felipe Seco, más conocido por Felipe “Tormento”, al desplazar al apellido el apodo que hacía mención a sus travesuras. Más de una vez en sus encuentros de mayores les he oído relatar cómo recordaban aquellas carreras juntos por el monte Moncalvo, aledaño a Hoyos, en las que para correr más deprisa lo hacían descalzos sin la opresión de sus duras albarcas. También reíamos al escuchar al propio Felipe contar que el día de la boda de su hermana mayor, siendo él aún un “dagal”, las lágrimas emotivas inundaban los ojos de toda la familia, excepto los del pequeño “Tormento”, por lo que alguien se atrevió a preguntarle: 119 I I CORIA Los Bolindres de Barro -Felipe,¿ Tú no lloras porque se casa tu hermana? A lo que él respondió: -¡No, que la den por saco, yo lo que quiero es comer perrunillas!! Pobre Felipe, ahora ya comparte también la eternidad con su amigo Baltasar, a pocos metros uno del otro en el pequeño cementerio de su pueblo. Balta con el uniforme de Regulares Melilla, sobre 1939. 120 Si algo ha subrayado la vida de Balta, coincidiendo en ello con la de Pruden, fue también su valentía, que comienza con menos de nueve años, al ayudar a sus padres con un mínimo jornal de pastor. Luego su juventud se vio truncada por aquella injusta guerra civil. Con tan solo diecisiete años le obligan a alistarse, cuando aún está muy reciente el asesinato de su hermano mayor, purgado por el único crimen de tener un carnet sindical agrícola. Después vendrán las durezas de la posguerra.. Y es valiente cuando a mediados de los años cuarenta se aventura al trabajo lejos de casa, primero en los nuevos diques del puerto de San Sebastián, luego en los túneles de ampliaciones de líneas del Metro de Madrid. Continua su valentía trabajando en las minas de wolframio de la Sierra de Gata, iba desde Hoyos en bicicleta. Mi padre empezó a trabajar como cobrador en los coches de línea a los pocos meses de nacer yo. Por eso la seguridad de este empleo la identificaba con “el pan bajo el brazo” de mi nacimiento. Siempre fue escrupuloso cumplidor en su labor, incluida la de salvaguardar la limpieza de los autobuses, por la que tenía fama en todos los pueblos de sus trayectos de ser muy serio. En aquellos primeros coches de línea la división de las clases sociales, por su poder adquisitivo, distinguía entre billetes de primera y de segunda, cuya frontera se marcaba también físicamente por una fila de asientos que en la mitad del autobús lo atravesaba total y horizontalmente. Cuando sobraban plazas delanteras, algunos de los viajeros de segunda aplicaban, por su cuenta, la norma del reglamento taurino para avanzar, de forma semejante, hacia las de primera, saltando la fila central y llevándose la bronca de Balta si les pillaba pisando los asientos en el momento del franqueo. Me admiraba la capacidad de mi padre para rellenar y poder expedir los billetes de pie, sin apenas apoyarse en alguno de los bordes exteriores de los asientos que daban al pasillo, a pesar de los bamboleos 121 I I CORIA Los Bolindres de Barro Baltasar 122 continuos producidos por las carreteras irregulares y la escasa amortiguación de las ballestas de aquellos viejos autobuses. Los billetes los rellenaba entonces con lápices de tinta, en cuyo exterior amarillo aparecían grabadas, antes de la marca Johann Sindel, la palabras “cedro”, y después las de “mercantil” y “kopiativo medio”(No tengo tanta memoria, es que guardo uno). Más de una vez guiado por la curiosidad y la duda de que existiesen lápices de tinta mojaba su punta en mi boca evidenciando la prueba las manchas violetas de mis labios y lengua. Faltaban algunos años para que los sustituyeran los primeros bolígrafos Bic, con sólo su primera mitad transparente, oculta en el momento del cierre por su capuchón dorado de aluminio. Todo en su forma inicial imitaba la aún vigente de las plumas estilográficas. Más tarde aparecería la más clásica y conocida, que hoy perdura, de prisma transparente, todo de plástico, hasta su capucha. Mi padre, y todos los cobradores, llevaban una cartera de cuero, ¡la cartera de cobrar, claro! El taco de los billetes, con su papel de calco para quedar impresa la copia matriz de cada uno, el lápiz de tinta y la hoja de ruta, sujeta sobre una delgada plancha de aluminio para facilitar con su rigidez el rellenado, se guardaban en el primer departamento de la cartera. En el segundo los billetes del dinero y en el tercero todas las monedas. Una solapa cerraba el exterior con una pequeña correa. Otra mayor sujetaba toda la cartera en bandolera para que sin abandonarla quedasen las manos libres en las cargas y descargas del equipaje que todos los cobradores cumplían. Así se justificaba si los veíamos sujetarse con una mano a las escaleras de las bacas, sosteniendo en la otra alguna de las maletas o bultos facturados. Del mismo modo cuando entre paradas muy próximas se quedaba en el exterior, subido en el estribo de la puerta. Es el momento de recordar también a buenos compañeros cobradores como lo fueron Máximo, Gorrón y Julio. En los primeros años mi padre hacía la línea de Valverde del Fresno hasta Cáceres. La carretera era una humilde comarcal que bajaba desde la Sierra de Gata atravesando sucesivos valles, el del Árrago por Moraleja, el del Alagón por Coria y el del Tajo pasado Cañaveral, hasta llegar a Cáceres, con la importancia de la capitalidad pero huérfana de río. Por esos comienzos de línea fuimos una vez hasta Valverde. Y de esa breve estancia tengo algunas imágenes. Una, que visitando la casa de un amigo de mi padre, vi en ella por primera vez una bañera, bueno la bañera fue lo que más me llamó la atención, también estaban los demás elementos desconocidos para mí: lavabo y taza del water. Otra, 123 I I CORIA Los Bolindres de Barro que en el parador de los coches de línea había una perra, pastor alemán, llamada Tona, y que debido a su alzada mayor que la estatura de mis tres años, al pasar junto a mí me tiró al suelo, supongo que sin querer. Y una última, en las mesas del comedor habían unos palilleros muy llamativos, eran toros de cerámica vidriada llenos de agujeritos en sus morrillos y lomos para albergar los palillos a modo de banderillas. Aquellos palilleros eran de origen portugués y lo he sabido porque los he vuelto a ver, después de más de cincuenta años, en un mercadillo de Ponte de Lima. Cuando ya venía el coche de línea hasta Plasencia, mi padre traía a menudo algún encargo. A veces me tocaba a mí irlos a recoger, por ejemplo los paquetes de “alcohol de alfareros”, que por ser polvo de sulfuro de plomo pesaban mucho más que lo que aparentaba su pequeño volumen. Era muchísimo más liviano el recado cuando tenía que recogerle las cajas de barquillos planos o de cucuruchos para la heladera de Coria, la inmortal Basi, con su carrillo de mano y sus riquísimos helados artesanos de limón. Prudencia y Baltasar 124 Tito Sin duda el mejor compañero que tuvo mi padre fue Tito, el conductor. Su cariñoso diminutivo evitaba la rareza de su nombre, que en realidad era Fructuoso. Menos mal que casi nadie lo sabía porque si no las burlas habrían llegado lejos. Tito era casi tan alto como mi padre, de complexión fuerte pero sin pertenecer a la categoría de los gordos. Sin ser guapo no era mal parecido. Y con mofletes sonrosados que subrayaban un semblante pacífico y alegre. Siempre estaba de buen humor. Pronto se echó como novia a Amparo, que era hermana de Paco “El Ave”,el marido de Paulina, hija de la señora Nieves, la de la cafetería de la parada. Y con Amparo se casaría. Cuando Tito llevaba un año en la empresa se cambió el final de línea de Montehermoso a Plasencia. Por eso nos trasladamos y en los primeros meses Tito vivió con nosotros, hasta que se casó y marchó a su propio domicilio. En nuestro piso placentino el cuarto de baño tenía wáter de taza, y como el inocente de Tito sólo conocía los que tenían plataforma para hacerlo de pie, se subía a la taza de mismo modo, hasta que estando meando con la puerta abierta fue descubierto por mi padre, que entre risas le gritó: ¡Pero muchacho, bájate de ahí, que vas a romper la taza!. La primera imagen que guardo de Tito, recién ingresado en Mirat, es verlo una tarde, en la explanada de la parada, echándole agua al radiador del 21, el viejo Dodge que antes llevaba Juan Antonio. Tito iba vestido con un mono de color caqui, procedente de la mili de la que acababa de licenciarse. Pronto le darían el 30, un Pegaso nuevo que llegaba por primera vez con dos novedades, una la modernidad de no tener morro o tenerlo chato, porque la prominencia exterior del motor había desaparecido al integrarse tras el parabrisas entre el asiento del conductor y la plaza número uno de los viajeros. Y otra que el pasillo central estaba diáfano por haber desaparecido la fila transversal de asientos que en los modelos más antiguos separaba segunda y primera clase, unificándose también por eso los billetes. El 30 tenía para mí algo maravilloso. Traía una radio instalada entre otros varios botones que controlaban alguna función. Por eso una tarde en la parada, mientras Tito y Balta estaban en la oficina, cuando yo intentaba conectarla pulsando sobre el que pensaba era botón de su 125 Los Bolindres de Barro encendido, apreté en realidad el de la puesta en marcha, con el consiguiente susto para los viajeros que ya ocupaban sus plazas. Menos mal que todo se quedó en un conato de arranque, calándose su motor de gasolina sin ningún desplazamiento. Desde el primer día en la empresa, Tito estuvo siempre como conductor con Balta, y en la misma línea. Al principio con salida desde Coria y pernoctando en Montehermoso. Por esto último mi padre alquiló allí un piso, así los sábados por la tarde nos íbamos con él toda la familia para pasar juntos el domingo. El viaje en el 30 desde Coria era de bastante duración debido al estado natural de la carretera, aún de tierra, y sobre todo por las muchas paradas que se hacían. En casi todas Balta tenía que subir a la baca el equipaje de los nuevos pasajeros y bajar el de los que terminaban su viaje. La primera parada era en Los Valderritos, que así se conocen las vegas que hay en la misma salida de Coria, por estar atravesadas por el arroyo Valderrey. La segunda poco más allá, junto a la ermita de la Virgen de Coria, la Virgen de Argeme. Y así otra y otra con distancias no mayores de dos o tres kilómetros entre cada una y la siguiente. Sólo una de ellas coincidía con un pueblo, Morcillo. Allí se bajaba casi siempre el único viajero que llevaba traje, era el secretario de su ayuntamiento. En el pequeño bar y tienda de su parada se tomaban a veces un café Tito y Balta. Costumbre que abandonaron el día que vieron al dueño usar como manga colador la poca parte virgen de palominos, que les quedaban a unos calzoncillos usados, antes de echarlos a lavar. Un poco más allá de Morcillo, junto a un páramo pizarroso se bajaba alguna vez una humilde pastora que vivía con su familia en un chozo. Más de una vez nos regaló un par de tórtolas, que por falta de jaula metíamos bajo la alambrera y que curiosamente siempre desaparecían de nuestra casa en Coria el domingo, cuando les tocaba pasarlo solas. Supongo que mi madre las regalaba para evitar dedicarles el tiempo y las limpiezas necesarias en su cría. Luego cuando regresábamos el lunes, me justificaba su desaparición diciendo: - ¡Habrá entrado algún gato y se las habrá comido! En lo entretenido del viaje colaboraba la música. Canciones como “El Camino verde” o “Campanera” estaban de moda, y a su emisión por la radio la acompañaba Tito con su tarareo, cuando no silbando. Algunas semanas, cerca ya de Montehermoso, subían un grupo de jóvenes jornaleras. Dejaban las fincas donde recogían algodón para ir a pasar el domingo a casa, pero solo cada quince días, cuando según ellas tocaba “Domingo Gordo”. La semana que no lo hacían tenía 126 I I CORIA “Domingo Maleto”. Llevaban embozadas las caras en grandes pañuelos, herencia árabe, para salvar sus mejillas de las intemperies; también portaban los típicos sombreros de paja de montehermoseñas; los que usaban para protegerse del sol, sin los botones y lanas de vistosos colores, que adornaban a otros semejantes que sí lucían en las fiestas. Les gustaban sentarse en las últimas filas del autobús, donde los saltos por el bacheado eran más notables y provocaban sus fuertes gritos y risas. Con las botas de Torrejoncillo. Montehermoso, 1957. (Foto hecha por Tito) 127 Los Bolindres de Barro I I CORIA El pueblo de “la pinchaína” Montehermoso no tenía agua corriente, ni en casa ni en las calles. Quizá por eso y por sus muchas caballerías era el pueblo con más moscas que se podía uno topar. Al instante de llegar y abrir la puerta del coche ya estaba lleno de ellas. Existía por entonces una gran charca junto al cruce de la carretera de Pozuelo con la de Morcillo. En ella nadaban tranquilos un buen grupo de zampullines y fochas mientras en las orillas abrevaban los animales. Desde finales de los años sesenta desapareció, ocupando su espacio unos jardines que se hicieron tras desecarla. El agua para las personas había que sacarla de los varios pozos que existían repartidos por el pueblo. Por eso mi madre tuvo que comprar tinaja y cántaro de barro, y un cubo de cinc con su correspondiente soga. Como no estaba acostumbrada a dar el tirón necesario en la cuerda, para que el cubo se volcara y pudiese llenarse en el fondo del pozo, estaba intentándolo cuando llamó la atención de uno de los montehermoseños que allí estaba, y que al observarla le dijo: ¡Qué pocas veces ha “jinchiu” usted, señora! Mi madre quedó atónita porque al no entender la expresión imaginó algún atrevimiento del hombre, y éste al ver la extrañeza en su rostro le aclaró:¡Que qué pocas veces ha sacao agua de un pozo! Lo que tranquilizó a mi madre y permitió que siguiera atenta a la demostración didáctica que sobre ese arte recibió de su interlocutor. Las montehermoseñas mayores vestían sayas negras fuertemente apretadas en la cintura, sobre varios refajos. Y, aunque fuese verano, gruesas medias de lanas, en color azul celeste. Me llamaba la atención observarlas haciéndose voluminosos moños en la parte superior de sus cabezas, dando tremendos tirones de sus pocos cabellos para rodear entre ellos a un buen pelotón de lana oscura, recogida en el mismo esquileo de las ovejas, y que sustituía el volumen capilar perdido. Luego lo cubrían con un gran pañuelo que anudaban bajo la barbilla, y encima de este el sombrero típico de paja, sin adornos, o a lo más con un discreto ribete negro . Igualmente me sorprendía verlas acompañar a las bestias justo 128 129 Los Bolindres de Barro detrás de la cola, con un cesto de mimbres para recoger los cagajones que pudiesen soltar, y no por evitar la suciedad de las calles sino para aprovecharlos como abono de sus huertas. Recuerdo a los muchachos con viejos pantalones de pana de sus padres, reconvertidos en cortos y con una gran raja entre las piernas para facilitar sus evacuaciones mayores con el simple gesto de agacharse, así no necesitaban tener que quitárselos o “tirar los pantalones”. Les admiraba cuando les veía merendar un pedazo de pan con media cebolla cruda. Aquello si que era literalmente lo de “contigo pan y cebolla”, salvo la falta de pareja femenina, por su juventud, que hiciera soportable aquel manjar. Enfrente del piso de Montehermoso había una carpintería. Pertenecía a una familia de cuatro hermanos, dos varones que eran los carpinteros, y dos mujeres, todos solteros. Ellas fueron las primeras personas que me llamaban “Edu”, (en casa era Eduardito, y fuera Eduardín). Uno de los carpinteros además vendía aparatos de radio y convenció a mi padre para que le comprara uno. Hasta entonces el único que yo había visto estaba en casa de Don Mariano, en Hoyos. Así entró en casa el mundo mágico de la ondas, transformadas en sonidos por aquel aparato de finísima madera y elegantes celosías. Era de la marca Aurora y cuando se conectaba el dial se iluminaba con una lucecita verde para la onda media o roja para la corta. Curiosa analogía de esta última con las emisoras extranjeras de ese mismo color político. Como cabía la clara posibilidad de escuchar otros “partes” o noticiarios de distinto color al oficial, cualquier persona que adquiría una radio con onda corta estaba obligada a dar cuenta de su compra en el cuartel de la Guardia Civil. Así lo hizo mi padre y no por eso dejó de disfrutar luego con las sigilosas y prohibidas escuchas de las emisiones en castellano de Radio París, la BBC, y sobre todo de Radio España Independiente, más conocida como La Pirenaica. Como el piso era alquilado sin muebles, además de la radio mis padres tuvieron que comprar los mínimos enseres, que se trajeron de Plasencia en el mismo autobús. Fueron un colchón de matrimonio, el primero de muelles que tuvimos, de la marca Flex y dos camitas turcas para mi hermano y para mí. También una mesa camilla con su tablero circular, bajo el cual llevaba un cajón que nunca abrió ni cerró bien. La primera actividad en la mañana de los domingos era ir con mi hermano y mi padre a misa. Los hombres entraban después que las mujeres, estas al repique de la campana grande, y ellos al toque último 130 I I CORIA de una campanilla pequeña. Y también se sentaban todos según su sexo, ocupando cada género la mitad de los bancos en lados separados por el pasillo central. La asistencia estaba más obligada por el control del cura del pueblo que por el propio precepto religioso. Para ello ordenaba al sacristán que contase y reconociese a los asistentes, al no poder hacerlo él mismo por pasar la mayor parte de su liturgia de espaldas a los fieles. Nada se sabía aún del giro propiciado por el Concilio Vaticano II. La segunda, ya en la tarde, era ir al cine, en cuyo acceso se presentaban dos opciones. Si el portero era el dueño necesitábamos tres entradas, las de mi padre, mi madre y mi hermano. Pero si en la puerta estaba su hijo aumentaban sus ganancias al obligar a comprar la cuarta para mí. Yo ya había ido al cine Mendo en Coria con mis padres y hermano. Las primeras películas que había visto fueron también las primeras que convirtieron en famoso a Cantinflas, todas en blanco y negro, me acuerdo especialmente de la titulada “Sangre y arena”; en mi época de estudiante de bachillerato descubrí que era una versión cómica de la novela de Vicente Blasco Ibáñez, de la que había tomado su mismo título. También en el Mendo vi la primera en color y Cinemascope, es decir que la proyección llenaba sobradamente el cuadrado lienzo de la pantalla completándose los bordes de las escenas en las paredes aledañas. Fue la titulada “Alejandro Magno”, que tenía como protagonista a Richard Burton, esto claro lo he averiguado de mayor cuando he visto la reposición de la misma en algún canal de televisión. De aquella primera proyección me impresionaron las escenificaciones de batallas entre griegos y persas, y más aún el dramatismo de la escena en que Alejandro mata a uno de sus generales, y el más fiel amigo, arrojándole una lanza. Retomando las proyecciones a las que fui en el cine de Montehermoso, siempre fueron películas de Tarzán, cuando su interprete era el nadador olímpico Johnny Weissmuller. Así empezamos con “Tarzán de los monos”, al domingo posterior una guapa mujer le ganaba el puesto a su mona Chita en “Tarzán y su compañera”, en la siguiente semana, ¡que precocidad la de la selva en desarrollos de embarazo y primogénito!, ya tenía sucesor volando de liana en liana por la selva en “Tarzán y su hijo” y finalmente se iba de viaje en “Tarzán en Nueva York”. ¡Menuda serie! Y ¡Qué gritos!. Alguna tarde que no íbamos al cine acompañaba a mi padre a tomar café. Mi padre pedía para mí un platito con unos cuantos cacahuetes. Al regreso de una de estas fuimos testigos de una pelea entre 131 I I CORIA Los Bolindres de Barro dos borrachos que al tirar de navajas acabaron detenidos por guardias civiles. Lo de “la pinchaína” achacable a los del pueblo en los finales de altercados era afortunadamente solo mala fama. Uno de aquellos domingos nos invitaron a unas capeas de vaquillas en una finca con ganadería brava. Los tendidos se limitaban a estar encaramados en los bordes de las tapias de un amplio corral. Los mozos capoteaban con alguna manta vieja. Yo lloraba, por temor, al ver a mi padre en el coso. Tito estaba en el intento frente a una vaquilla cuando una segunda erala le vino por la espalda dándole una aparatosa voltereta, de la que sólo quedó el susto y las risas de su recuerdo. El 30 dormía en una gran cochera que estaba junto a la carretera de Pozuelo, nada más pasar la charca. Hasta allí subíamos a buscarlo andando cada lunes, con mi padre y Tito. Alguna helada mañana tuvieron que hacer una pequeña lumbre con una tablas para calentar las bujías y facilitar el arranque. Enfrente de la cochera había una fábrica de campanas y cencerros. Las primeras se hacían lógicamente solo por encargo, para reponer alguna rota de campanarios o espadañas de algún pueblo, o para una sustitución por otra de mayor tamaño cuando los excedentes del cepillo de algún cura se lo permitía. En cambio los segundos se elaboraban permanentemente y en muchos tamaños, cada uno con su timbre según su destino, los pequeños y agudos para las cabras, los medianos para carneros y los más grandes y graves para vacas, bueyes y cabestros. 132 Emilio Cuando mi hermano Emilio había pasado por la misma edad que yo tenía ahora, los cinco años, mi padre le había regalado una bicicleta pequeña. Se la compró en Cáceres. Era de color azul claro y con piñón fijo, es decir, los pedales no dejaban de dar vueltas al mismo tiempo que girase la rueda trasera. Ahora por su tamaño era más apropiada para mí. Y en la recta de la pedregosa carretera que atravesaba Montehermoso aprendí a montar con la ayuda de mi hermano, que como suelen hacer todos los que te enseñan esta habilidad, te sujetan al principio, y cuando no te das cuenta, te han soltado. Entonces, mientras te alejas, te gritan: -¡Que ya vas solo!,¡Que ya sabes!. Y tu te lo crees y ya no te caes nunca. Y como por elipsis cinematográfica, paso ahora a otra bici. Algunos años más tarde a Emilio le regalaron mis padres una nueva bicicleta por haber aprobado tercero de bachiller. Fue una Orbea de color negro y de tamaño normal o para hombre, (se distinguía de las de señoritas en que las de ellas no tenían la barra horizontal del cuadro, que iba del sillín hacia el manillar, para facilitar su montura sin tener que echar la pierna por encima en forma poco femenina); debido a su tamaño cuando la empecé a usar lo hacía apoyado solo en los pedales, con el cuerpo fuera y la pierna derecha través del cuadro, ante la imposibilidad de que pudiese ir sentado en la altura de su sillín por la aún insuficiente longitud de mis piernas. El primer recuerdo que tengo de mi hermano se remonta a algún año antes, en Coria. Yo tendría poco más de tres años y él, sumándole los cinco que me lleva, lógicamente andaría por los ocho. Por las noches estivales, estando a la puerta de casa tomando el fresco, Emilio, con ganas de beber, no se atrevía a entrar solo a oscuras y me mandaba a mí por delante. Posiblemente sus miedos infantiles surgieron pocos años antes, cuando oía al sereno que aún pasaba por las noches avisando de las horas con dramatizadas recitaciones: -Las dieeez en puuunto y serenoooo ¡ Tampoco habían desaparecido sus miedos infantiles cuando más tarde, en Plasencia, con once o doce años, no le hacía gracia tener que quedarnos los dos hermanos solos en casa si alguna noche, también de verano, se marchaban al cine nuestros padres. 133 I I CORIA Los Bolindres de Barro cía: - Emilio 134 Entonces, cuando habían acabado de salir por la puerta, me de¡Anda, llora, llora para que no se vayan! Mis padres al salir a la calle oían tan escandalosos y falsos llantos, subían con el conato de zurrarnos, logrando con ello la paz necesaria para marchar tranquilos. El ir detrás en el escalafón de la fraternidad me propiciaba que terminara de usar alguna que otra prenda de mi hermano mayor. Recuerdo especialmente dos. Sobre mis cuatro años, las primeras calzonas que tuve con pretina y botones en la bragueta . Nada más terminada su adaptación por la tijera y aguja de mi madre me fui corriendo a la puerta de la cuadra más cercana para estrenar su botonadura. Ahora ya podía orinar sin hacerlo por la patera, podía hacerlo como los mayores.. Y si aquella pretina me llenó de satisfacción no ocurrió así con el segundo de los reestrenos, sobre mis nueve o diez años, ya en Plasencia, se trató en este caso de un traje completo, de chaqueta y pantalones cortos, de paño con cuadros conocidos como de “Príncipe de Gales”. Nunca me terminaron de convencer aquellas solapas tan anchas y las calzonas tan largas. Ya conté que compartí con Emilio las escuelas de Don Paco y de Don Ángel. Con este último siempre ha recordado dos anécdotas. La primera cómo se la cargó en la ocasión en que al aviso de Don Ángel al mandar silencio: -¡No quiero oír ni una mosca! Le siguió su imprudente respuesta: -Pues ahí va una volando, Don Ángel. La segunda, que verdaderamente aún lamenta, fue que se le ocurrió llevar a la escuela un precioso álbum de trajes típicos del mundo, en color, que le había regalado Don Mariano (ya se recordará que producto del coleccionismo de este buen procurador de Hoyos). Don Ángel lo malinterpretó como motivo de distracción y le rompió aquella maravilla ante sus ojos. Por esa época, un día por la mañana, acompañamos a mi madre a visitar a Andrea, hermana de Macanchi y Eladio, (todos con algo de parentesco con mi madre, porque su madre, la tía Marcelina, y las hermanas de esta: tía Mina y tía Juana -madre del señor Benito- eran todas primas segundas de mi abuela Victoria) Andrea vivía en una dehesa cerca de la ermita de Coria. Junto a 135 I I CORIA Los Bolindres de Barro ésta nos bajamos del coche de línea de mi padre para hacer el resto de la excursión a pie. Nos regalaron a mi hermano y a mí sendos cayados hechos por su marido. Por la tarde, de nuevo en el portico del santuario, mientras esperábamos el coche de línea que nos traería de regreso, mi hermano me dio la primera pintura o lápiz de color que tuve. Mi ilusión no se vio mermada, aunque solo se tratara de la mitad de un Alpino de color rojo. En 1956 se inauguró el nuevo Hospital de Cáceres, entonces con la denominación de Residencia Sanitaria Virgen de la Montaña. Y a los pocos meses de su apertura Emilio, de nueve años, tuvo que ser ingresado para operarle de una hernia. Mi padre me llevó a verle y la primera imagen que tuve fue el impacto de contemplar la grandiosidad de aquel edificio, (en Coria las casas más altas no pasaban de las tres alturas, incluidos sus desvanes), estaba lleno de ventanas y tan altísimo que se me antojaba un rascacielos, semejante a los que había visto en los dibujos de plumilla de algún libro de mi hermano. El hospital estaba junto a los campos del rodeo, que también se utilizaban para instalar las atracciones de feria, y allí se encontraban ahora por coincidir las fechas con la feria de septiembre de Cáceres. Yo que no había visto nunca ninguna de aquellas carpas quedé maravillado cuando mi padre levantó una de las lonas para descubrirme todo un mundo mágico: cochecitos, motos, barquitas y hasta una pequeña máquina de tren, todos a mi escala, por lo que no necesité ninguna explicación para comprender sus usos e ilusiones. Se llamaban “los cacharritos de la feria”. El año que mi hermano aprobó 4º y la Reválida, creo que el verano de 1961, tuvo como premio un viaje a Madrid; lo acompañaban la vecina de al lado, Nieves Cruz, y su prima, Nieves Burdallo. Aprovecharon para que Emilio fuera a conocer al abuelo Justo, que se emocionó con el encuentro. En esos años mi abuelo era conocido por el Rastro como “El Coloniero”, pues se dedicaba a revender colonias en frascos pequeños, que antes había comprado por litros. Llevaba siempre, como reclamo, algún periquito al que había enseñado a hacerse el borracho o el muerto fuera de la jaula. Mi hermano me trajo de Madrid dos juguetes: un revolver Colt, con su funda de cartón y plástico. Se cargaba con un rollo con cien pequeñísimos petardos de disparos; el primero que se veía en Plasencia ¡con tanto tiro! Y el otro regalo, un pequeño juego de mesa, el Solitario, compuesto de treinta y tres piezas o peones, que había que ir “comiendo” del mismo modo que en las Damas , hasta quedar uno solo en el 136 centro. Las anécdotas que nos han tenido como protagonistas son muchas. Pero hay dos que son las que más le encanta recordar a mi hermano. La primera, ya la conté, la del cuchillo, la naranja y el riesgo de que mi cabecita de pocos meses no hubiera cumplido más.¡Buf, menos mal que todavía no tenía puntería! La segunda sería cuando él tendría trece años y yo ocho, más o menos. Estábamos jugando a tirarnos piedrecitas, cada uno escondido en una puerta, en las del portal de casa y la del bajo contiguo. El tiraba y yo me escondía y viceversa, hasta que tuvo la ocurrencia de hacer el ademán de lanzar, y estando yo escondido, lanzó una calculada parábola para pillarme cuando volviera a asomarme. ¡Y acertó!. Vaya si acertó, la piedra, aunque pequeña impactó sobre mi cabeza haciéndome una pitera mínima. Sus risas se desencadenaron hasta que vio mi poquito de sangre; me subió a casa para que mi madre me curara y él recibió la bronca correspondiente. Después, y ahora, todos nos reímos, del mismo modo que ya se hacía desde la Prehistoria con el mismo juego, según se plasma con gran humor en la película “En busca del fuego”, Cuando yo vi esa escena mis carcajadas fueron la más fuertes entre todas las del cine, no obstante yo también la había vivido en mi infancia, y ¡en primera persona!. Fuera de bromas, sin duda, tengo que dejar constancia del ejemplo de Emilio. Yo pude estudiar gracias al esfuerzo de mis padres, claro, pero en mis avances siempre tuve la mejor de las referencia en los logros de mi hermano. Y si él, cuando a sus catorce años le propusieron mis padres que si quería empezar a trabajar o seguir estudiando, no hubiese tomado la decisión de seguir en las dedicaciones académicas, posiblemente no se había abierto para mí el mismo camino. 137 I I CORIA Los Bolindres de Barro Franco y la Virgen Los lunes regresábamos de pasar los domingos en Montehermoso, tan temprano que en invierno aún era de noche durante todo el viaje. Yo siempre me sentaba en el primer asiento, a la derecha de Tito, como si fuese un copiloto. Iba pendiente de ver cruzar la carretera alguna liebre o conejo, cosa muy habitual entonces. Al llegar a Coria me iba directamente a casa de la señora María, me sentaba bajo la chimenea junto al fuego. Allí estaba siempre calentándose agua en un negro pote de buena capacidad, que el señor Benito apartaba para dejar sitio a las estrébedes, donde apoyaba la sartén en la que hacía unas buenísimas migas, a veces incluso con unos ricos chicharrones. Luego las saboreaba mojándolas en un buen tazón de café con leche que me ofrecía la señora María. En la década de los cincuenta se produjeron en Coria dos acontecimientos notorios para su historia contemporánea. El primero, el paso de Franco camino de la inauguración del pantano de Borbollón, cruzando obligatoriamente por Coria, al tener que seguir la carretera que le traía desde Cáceres con dirección a Moraleja. La gran expectación de los muchos que esperaban verlo se tornó, tras la larga espera, en una mayor decepción, porque todo fue visto y no visto. Un montón de coches oficiales, negros y brillantes pasaron tan deprisa que no le dio tiempo a nadie ni siquiera a avisar a los demás gritando: ¡Ahí, ahí va Franco!. Toda la chiquillería y toda la gente habíamos disfrutado mucho más, bastante tiempo atrás, cuando pasaron para empezar las obras del mismo pantano, y por la misma carretera, una lenta y larga caravana de grandes tractores y excavadoras. Todos eran de color amarillo, algunos con grandes ruedas, y la mayoría con enormes cadenas, iguales a las de los tanques de guerra, que solo habíamos visto en los tebeos. El segundo de los acontecimientos fue la Coronación de la Virgen de Argeme, patrona de Coria. Se prodigaron en esa década tantas coronaciones como vírgenes patronas se repartían por toda España. Y si llegado el caso alguna población no estuviese al amparo de su co- 138 139 Los Bolindres de Barro rrespondiente virginidad celestial, se echaba mano de algún cristo para ser el coronado de turno. Todo era consecuencia del poder, influencia y propaganda del clero, todo excepto la carga económica de eventos, mantos y coronas, que salía del sangrado de las gentes humildes a las que convencían para donaciones de joyas o en metálico. Para la ceremonia se preveía tal asistencia que los espacios de la catedral se quedarían pequeños. Por eso se construyó un altar en el lugar más diáfano y de mayor tamaño existente entonces, que era la misma explanada donde paraban los coches de líneas. Su magnitud y altura propiciaron que durante su construcción se produjera un fatal accidente, con el resultado de la caída y muerte de unos de los obreros. El día del acto se colocaron cientos de sillas plegables de madera, de las conocidas como de tijera. La coronación estuvo dirigida por el nuncio papal, asistido por el obispo de Coria y todos sus canónigos. Al final de la ceremonia cruzaron el cielo varios aviones del Ejército. Luego se lanzaron más cohetes que en varios sanjuanes juntos. Y lo mejor, también varios morteros que tras explosionar dejaban caer, en una lenta y multicolor lluvia, a cientos de pequeños paracaídas de papel, de los que colgaban como lastres toda suerte de figuritas de hojalata, como soldaditos, animales, silbatos y canarios de agua. Estos dos últimos cuando los estrenabas, llevándotelos a la boca, todavía sabían a pólvora. El colofón llegó por la noche con una fantástica quema de fuegos artificiales. Los corianos estaban asombrados disfrutando por primera vez de aquel espectáculo en el que se repetía una y otra vez la misma secuencia; en el inicio una cúpula de color que se abría cual palmera gigante, seguida casi al mismo tiempo de una fuerte explosión sobre sus cabezas, acompañada por la exclamación de los espectadores con un largo ¡Oooooh!, a coro, ante la sorpresa, junto con su admiración calificativa en un ¡qué bonituu!. Y como estaban sentados en las mismas sillas de la mañana, para seguir las estelas de los fuegos, con sus cabezas tensas hacia el cielo, se reclinaban tanto hacia atrás, que cada serie terminaba con el crujido y rotura de las poco fuertes maderas en las que se apoyaban, dando con sus ocupantes en el suelo las más de las veces, lo que provocaba el cachondeo de sus vecinos, sin faltar el remate del que sentenciaba: ¡Otra más! . 140 III PLASENCIA III PLASENCIA Los Bolindres de Barro EL piso La línea que hacía mi padre salía de Coria, pasaba por Morcillo, y llegaba a Montehermoso. En 1958 la línea cambió, con salida y llegada fijada en Plasencia. Dos veces al día, la primera se salía a las seis de la mañana, se llegaba a Coria pasadas las siete y media, regresando a Plasencia sobre las diez de la mañana. Por la tarde se repetía con salida a las cuatro en invierno y a las cinco en verano, y regresos sobre las ocho y las nueve en las respectivas estaciones. Por ese cambio, era más conveniente trasladarnos a vivir a Plasencia, y así se hizo. Pero yo ya había estado en Plasencia, cuando en unas ferias nos acercamos desde Montehermoso. Y ahora sí pude montar en uno de aquellos cochecitos de los carruseles infantiles. Antes o después, entramos en una carpa con un gran pozo de tablas de madera. Por sus paredes verticales subía y giraba un motorista, a la velocidad suficiente para que la fuerza de giro contrarrestara la de caída(centrífuga y de gravedad, me corregirán los Físicos). También nos llevó mi padre a ver un teatro de variedades, con su escenario lleno de luces haciendo brillar las lentejuelas que cubrían los chalecos de un grupo de chicas, que interpretaban la canción “Doce cascabeles”. Ahora supongo, que los espectadores mayores del sexo masculino podrían mayor atención en las calzonitas de las cantantes que en la calidad de sus voces. 142 Nuestro piso, (el segundo, sobre las cocheras), en el 48 de la calle Eulogio González. Hubo un traslado parcial, antes que el total de la familia. El de mi hermano Emilio, que junto con mi primo José Luis, por haber empezado a estudiar como alumnos oficiales en el Instituto vivieron casi tres meses en una pensión familiar; estaba en el barrio de San Juan, al lado de la primera parada de los coches de Mirat en Plasencia. En los días previos al cambio, supongo que mientras se ultimaba el alquiler de la nueva casa, nos quedamos a comer y dormir en la Pensión Ballinoto. Yo a aquella novedad no le veía faltas. Los adultos sí, sobre todo si habían visto algún extra en la comida, como el día que Tito se encontró una cucaracha como guarnición de su flan de postre, y no pudo por menos de exclamar: -¡Eh, que yo no quiero más carne, que ya me tomé mi filete! 143 Los Bolindres de Barro Una mañana de noviembre entró el 30 por nuestra calle de Coria, hasta la puerta de nuestra casa. Entre mi padre y Tito subieron a la baca los pocos enseres que teníamos, colchones de lana, somieres, cabecero de madera, mesa camilla, mesita de la cocina, las pocas sillas, el baúl con las sábanas y mantas, una vieja maleta de madera con ropas, la máquina de coser; y dentro del coche, la radio en su funda de tela. Al pasar por Montehermoso les sumamos lo que allí teníamos; se cerraba también aquí nuestra permanencia con el principio y final de línea en Plasencia. Con siete años recién cumplidos sentí por primera vez la tristeza de las despedidas. Recuerdo las lágrimas compartidas con mi madre de la señora Vale y la Señora María. En la entrada de Plasencia algo me llamó la atención. Antes de la estación del tren no existía aún el Barrio de San Miguel, pero sí algunas casas junto a la carretera, y sobre el tejado de una de ellas la maqueta de un caza reactor a modo de veleta. Su propietario la había construido en tres dimensiones y a escala, copiando de fotos de otro real americano, entre los españoles seguro que no había modelo de tal modernidad. El 30 paró junto al portal. De nuevo mi padre y Tito descargaron y subieron a casa los bultos más grandes. Mi madre y mi hermano ayudaron con los más ligeros. Antes de empezar a colocarlos mi padre nos enseñó las nuevas adquisiciones. Para el comedor un pequeño mueble aparador y cuatro nuevas sillas de respaldos curvos y asiento de madera de contrachapado, barnizadas en castaño. Y para su dormitorio un armario con espejo. La nueva casa era en realidad un piso, el 2º derecha. En el edificio había cuatro, dos por planta, además de un bajo con puerta independiente, por lo que no compartía portal. Este era tan amplio, que también tuvo espacio, en su momento, para garaje de la bicicleta nueva de mi hermano. Al fondo, bajo las escaleras, estaba un pequeño cuarto para los contadores de la luz. Otra puerta, aunque condenada, daba acceso a una de las dos cocheras que completaban los bajos. La puerta del portal tenía dos hojas, la más estrecha fija y la grande con un muelle para que se cerrara sola, sin bloqueo, a falta de pestillo. Nada más franquearla empezaban las novedades, los colores de los dibujos geométricos-florales de las baldosas del suelo, continuaban con otro diseño distinto en las escaleras, rematadas con un bordillo de madera. La barandilla de hierro forjado con pasamanos de madera. Mu- 144 III PLASENCIA chas veces la bajaba resbalándome, montado. Un día que lo hacía en presencia de mi primo José Luis, ¡menos mal!, me quedé colgado de ella en el descansillo del primer piso, y mi primo enseguida me echó mano, y la bronca al mismo tiempo: -¡Muchacho, no vuelvas a bajar por ahí, que te vas a matar!. Entre el primer y segundo descansillo, antes del primer piso, una ventana dividida en seis cristales cuadrados que daba al patio de luz; otra igual paralela antes del segundo piso y ambas con suficiente alfeizar para estar llenos siempre de macetas de buen tamaño. Las begonias con su prosperidad lo agradecían. Las puertas de entrada de cada piso eran enteras, de cuarterones. Y todas pintadas de gris, cada una con una pequeña aldaba, de las clásicas en forma de mano que lleva asida una bola. El piso era tremendamente grande comparado con la casa de Coria, tenía un recibidor, tan amplio como las demás habitaciones, cuatro dormitorios, comedor, baño muy amplio, cocina y despensa. También con baldosas de diferentes diseños en habitaciones, baño, recibidor y pasillo. Este último era corto y daba acceso al baño, uno de los dormitorios y la cocina. A la fachada principal daban dos dormitorios, con amplias ventanas, y el comedor con balcón, todos con puertas de madera de dos hojas, la más estrecha sujeta con pestillos y la ancha con falleba para el cierre. En el baño, la taza del wáter, con su tablita y alambre para el rollo de papel higiénico de la época, de “El Elefante”, el lavabo y la bañera completa, que por su tamaño me producía el mismo temor que el río Alagón a su paso cerca de Montehermoso, cuando en cierta excursión estival rechazaba bañarme entonces, y también ahora en los primeros usos de esta tina, gritando: -¡que hay tiburones!. La puerta del baño era la única que disponía de un pestillo interior, para salvaguardar la intimidad de sus usuarios, cosa que denotaba al estar unido a un disco metálico en su exterior, que giraba mostrando las palabras “libre” u “ocupado”, según el caso. Aquel pestillo también era la solución para quedar a salvo de la zapatilla de mi madre hasta que sus ánimos de impartir disciplina se habían enfriado. En la cocina había una bilbaína, semejante a la que había en casa de Don Mariano, en Hoyos; con dos senos de tapaderas circulares, de diferentes diámetros para las salidas de las llamas. Toda negra, excepto los dorados de barandilla, herrajes del horno y picaportes de los compartimentos, uno para echar leña y otro para sacar las cenizas. Tenía 145 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro además un pequeño depósito para calentar agua aprovechando el calor anexo, con su tapadera de llenado en la parte superior y un pequeño grifo en la inferior, ambos igualmente dorados. En la parte izquierda de la bilbaína había otro pequeño hueco de obra con parrilla superior, para hacer fuego con menor cantidad de carbón, dado su tamaño, por lo que era el que más usaba mi madre. A la derecha de la bilbaína estaba pegada una pila fregadero de piedra artificial, gris verdosa, salpicado su cemento por fina gravilla blanca. Sobre el centro de la pila un grifo de latón clásico. Mas arriba, en la pared un escurreplatos de madera. Y debajo de la pila un pequeño hueco donde se guardaban dos cubos de cinc -los de plástico aún no habían aparecido-, uno para la poca basura que entonces se generaba y otro para los también pocos restos de comidas, que por eso llamábamos el cubo de los desperdicios. A propósito, a por estos venía unas dos veces por semana una señora que vivía y criaba cochinos en las afueras. Nos conocía porque ella era de Coria. A la despensa se accedía desde la cocina. Era casi tan amplia como esta. Allí se instalaron con carácter permanente la mesa tocinera, un cántaro de cinc para el aceite y la misma tinaja que teníamos en Coria para el agua, y que aquí, por tenerla corriente, cambió su uso por el de depósito para endulzar aceitunas. En el centro del techo de la despensa había una trampilla cuadrada, y con unas escaleras de mano se podía acceder a algo parecido a la troje de Coria, los huecos con las estructuras de las vigas que sujetaban el tejado. 146 Los vecinos Ya mencioné que el edificio tenía cinco viviendas, cuatro de ellas compartiendo portal y escaleras. En el primero derecha vivían los dueños, el señor Dionisio Bueno, su mujer la señora Adela y la hija de ambos, del mismo nombre que su madre. En el primero izquierda la familia Mompás; el padre, comandante del Ejército, madre y dos hijas solteras que pasaban la treintena. Marcharon pronto, a los pocos meses. Enseguida llegó una nueva familia, la del señor Enrique, que había sido militar y ahora tenía una charcutería, su esposa la señora María y sus dos hijos, el varón tocayo de su padre era de la edad de mi hermano y la chica llamada Marisa era más o menos de mi tiempo. En paralelismo con sus edades se entablaron nuestras amistades. En días de verano, tras la hora de la siesta las escaleras, por su frescor, eran el lugar de concentración de convivencias de las vecinas. Cada una sacaba sus labores de costuras, de ganchillo o de punto para atenderlas sentada en las escaleras más próximas a su puerta, mientras se entablaban las conversaciones con las demás. Los más pequeños jugábamos entre otros peldaños, cuando no en los descansillos o en el mismo portal. Yo con mi vaquero y su caballito de plástico. Marisa con su muñeca, la primera que yo había visto totalmente de goma, y que ¡abría y cerraba los ojos!. Era una gran novedad y con dos ventajas frente a la habituales de la época. La primera, ¡se la podía lavar como a una persona!. Cosa que no soportaban las muñecas hasta entonces, que al igual que sus compañeros fabricados con el mismo cartón, los caballitos para niños, si se mojaban se desvanecían sus colores y consistencia. La segunda ventaja, ¡se podía caer y no pasaba nada!. Alguna niña un poco más afortunada tenía entonces una pequeña muñeca de china, que aguantaba el agua, pero se hacía añicos si se caía. A los pisos enfrentados de la misma planta les separaba un descansillo recto de casi tres metros. Pasando el nuestro, en el segundo izquierda, vivía la familia Cruz; el señor José, la señora Engracia y sus tres hijos, de mayor a menor, un varón de nombre Pepe, para diferenciarse del padre, y dos mozas, Nieves y Angelines. La menor con tres o cuatro años más que mi hermano. Pepe, mecánico de coches emigró pronto a Madrid. Nieves, con oposiciones a soltería por sus casi treinta, sin haber tenido nunca novio, y no por falta de gracias, que le sobraban; era 147 Los Bolindres de Barro la más simpática de toda su familia y con una cara agradable. Ella y su prima fueron las que acompañaron a Emilio en su viaje a Madrid. En el bajo independiente vivían los Giménez, la señora Pepa, y tres de sus seis hijos, los que aún estaban solteros, Justo, Modesto y Teresa. La casa de la señora Pepa tenía un patio pequeño, con acceso desde la cocina; era el mismo que daba luz a todas las ventanas interiores de los demás vecinos. En su comedor vi por primera vez una radio similar en maderas y barnices a la nuestra, pero más grande y con una tapa en la parte superior que descubría el espacio para un tocadiscos. Entre los discos de música que tenían, destacaban para mí otros de cuentos, y en especial uno, que era la banda sonora resumida de la película de Disney “La Dama y el Vagabundo”. En la pared de enfrente de la radio-tocadiscos estaba un reloj de carillón; no sé que era más hipnótico si las oscilaciones de su péndulo o sus sonoros tic tac. Cada vez que los he oído han coincidido en casas inundadas de un silencio relajante. Y siempre he tenido la misma impresión, la de sus mecanismos convertidos en una voz que avisa permanentemente: pasa, pasa, el tiempo pasa, y pasa, aquí pasa el tiempo, sin pasar nada, nada, nada. Y mi pensamiento planteaba: quién puede aguantar el tiempo sin pasar nada, nada. Avisos de la perpetuidad, del siempre, siempre, siempre que sobrecoge el espíritu. La señora Pepa era una viuda menudita de pelo canoso y rizado. Cumplía los mismos años que el siglo, había nacido en 1900, en Córdoba, aún conservaba su acento. Su gracia, bueno, yo creo que era de su propia naturaleza, y no de su origen geográfico, porque se le veía la sal en el brillo de sus ojos pequeños. Teresa, la hija menor, era una guapa moza morena con similar simpatía que su madre. El acento no lo tenía o no lo habría tenido nunca porque se había criado en Plasencia. Ya tenía novio, de los invisibles; no se le veía, no por tener poderes especiales sino porque estaba fuera. Creo que porque era suboficial músico de la Marina, y claro el Jerte a veces se desbordaba pero no llegaba a navegable. La señora Pepa, Teresa, o las dos juntas, con la delegación de los Reyes Magos, me regalaron mi primera corbata. Una pequeña de cuadritos, con el nudo hecho y con goma para sujetarla.(Creo que es la que aparece en la foto de comienzo en el Instituto, de 1962) Los dos hermanos tenían un pequeño taller de relojería y joyería 148 III PLASENCIA en la calle Talavera. Justo, el mayor, era el que arreglaba los relojes. Modesto era el orfebre. Sus pocas ventas también las atendían cada hermano en su parcela. Entre los varios relojes de pared que tenían en la tienda había uno de cuco. Yo no había visto nunca uno, y me encantaba ver al pajarillo de madera en sus salidas para dar las horas. Ambos eran aficionados a la caza. En alguna época recuerdo a Modesto, en la calle, con un pequeño cachorro, un pointer inglés, iniciándole en el entrenamiento, mediante el juego de esconder una piel de conejo para que el perrito la buscara. Le llamaban Rusty y tenía el rabo cortado. Y yo también jugaba con él. Todos los Giménez eran de trato educado muy agradable. Ya mayor, cuando me seguía encontrando alguna vez con Justo o con Modesto seguían saludándome con el mismo cariño e igual diminutivo que hacía varias décadas: -¡Hola Eduardito, ¿Qué tal?, y tus padres ¿qué tal están?. Los dos hermanos se fueron para siempre no hace muchos años. A casa de la señora Pepa venían de vez en cuando dos de sus nietas, las dos rubias. Pili, un año mayor que yo, y la menor Puerto, a la que yo sacaba poca diferencia. Fueron las primeras compañeras de juegos en la vecindad. Alguna vez cambiábamos el escenario lúdico de la calle por una de las cocheras de los bajos del edificio, que los Giménez tenían alquilada, y que usaban como una gran trastero, siendo el mayor de sus cachivaches un viejo Austin de 1928, cubierto de polvo, que ya no funcionaba y que se dejaba conducir por nosotros en imaginarios viajes, rodeados por el olor a humedad de su deteriorada tapicería. A los dos años de vivir nosotros allí se marcharon los Giménez y la familia del señor Enrique. En poco tiempo se ocupó el bajo por la familia Ortiz, la del señor Gregorio, más conocido por “El Maño”, su mujer, la señora Juana y sus hijos, Rosi, unos dos años mayor que yo, con muletas, debido a su polio infantil, luego “Gorín” y “Genín”, así llamados dentro y fuera de su familia, en lugar de sus nombres Gregorio y Eugenio. Gorín era pocos meses menor que yo, pero me sobrepasaba a mi en peso y casi en estatura. Y aunque fuera de una categoría física superior a la mía, ha sido el único muchacho de mi infancia con el que yo intercambié algún asalto. Para empezar tenía una cara que no caía bien, sus gafas de miope le hacían tener unos ojos pequeños, casi asiáticos,(y Hollywood nos hacía creer que los japoneses y los apaches eran siempre malos); pero lo que verdaderamente le metía en problemas era su cabezonería injustificada. Así, un día se empeñaba en querer coger 149 Los Bolindres de Barro III PLASENCIA la bicicleta de mi hermano, que ya le había denegado su permiso. Acto seguido, y por lo mismo, se enfrentó conmigo, amenazando con tirarme la mitad de un ladrillo. En el momento que lo levantó con la intención de lanzarlo le di tal sopapo que cayo de espaldas. Se fue corriendo a su casa. Salió su madre y me echó la bronca diciéndome que cómo le había pegado si era más chico que yo…., su juicio, claramente, no tenía en cuenta la categoría pugilística de mayor peso a su favor. Con su hermano Genín, un año menor, nunca tuve ningún problema. Ganaba en simpatía y maleabilidad; o mejor ductilidad, pues por su delgadez le llamábamos “Fideo”. Desde que llegaron los “Gorines y Genines”, así nos referíamos a ellos, se cambiaron los silencios de los Giménez por las voces escandalosas de madre e hijos, en el patio de luz…. ¡ y en toda la casa! Después de los Ortiz llegaron los Arranz, para ocupar el primero izquierda, el de la familia del señor Enrique, que marcharon a vivir a Sevilla. El padre de los Arranz era el señor Gerardo, conductor de camiones de una empresa de cementos, que en los primeros sesenta cargaban en la estación de la Bazagona para llevarlo hasta las presas que se estaban construyendo sobre el Tiétar y el Tajo, en Monfragüe. La esposa, la señora Concha, de mirada tan dulce que te acariciaba con los ojos. Madre de siete hijos, casi todos seguidos. El mayor Antonio, de dos o tres años más que yo. Y a continuación iban Socorro, Concha, Miguel Ángel, Alberto, Ricardo y Lucía. Al siguiente año llegó Damián Emilio, que tuvo por padrinos a mi madre y a mi hermano, del que tomó su segundo nombre. El primero fue por el fervor materno al Padre Damián, devoción que la señora Concha transmitió también a mi madre. En esos días, a media mañana, se podía escuchar en el hueco de las escaleras, el silbato del cartero seguido del pregón de su voz: -¡ Bueno, Arranz, Cruz, Cubera! 150 151 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro Era el aviso si las cuatro familias habían tenido correo ese día. No se habían implantado aún los buzones y había que bajar a recogerlo. El mejor cartero que tuvimos fue el señor Iglesias, por amable y competente, con la cabeza bien amueblada, cosa que era raro encontrar entre sus compañeros de profesión. De muchos de ellos, de la misma época, por lo que se confundían, se oía decir: -¡Pero qué tonto está este cartero!. En las vísperas de navidades era costumbre que el cartero solicitara el aguinaldo. Para ello repartía una tarjeta ilustrada con el dibujo de un alegre cartero, con su uniforme azul, incluida su gorra de plato, sobre un pie con la frase: ”El cartero les desea Felices Pascuas”. Entre las contadas postales de navidad que recibíamos, solía llegar la felicitación del tío Justo, Mandaba una postal muy llamativa, con motivos florales, que se abría en tres dimensiones desprendiendo perfume, con el mismo aroma de las flores naturales en ella representadas. El tío Justo era hermano de mi padre; vivía en Francia y nunca lo conocí. Balta fue a verlo en el verano de 1963. De allí se trajo una docena de cuchillos de mesa, con la novedad del filo en forma de sierra, un bolígrafo para mi hermano y otro para mí, los primeros que tuvimos con muelle, y también las primeras fotos que veíamos en color. Eran pequeñas señales de adelantos que aquí no habían llegado. Por esa época los muchachos del Instituto intercambiábamos direcciones de Embajadas. Recuerdo haber escrito a la de Estados Unidos, Francia, Alemania, Italia, entre otras. Y recibir folletos en color sobre sus monumentos, trenes, ciudades, etc, a pesar de solicitarlo con una muy mala letra, ¡ y en tinta de colores!, unas rojas, otras verdes, que nosotros mismos hacíamos comprando pastillas en la Librería Portalatín. 152 La calle La nueva calle llevaba el nombre de un maestro,-sería premonición-, que en ella había vivido: Eulogio González, que dedicó su labor a párvulos de varias generaciones. Según las crónicas se le atribuye la anécdota de haber compuesto una lección de Geografía Local, que hacía repetir a sus alumnos y que decía así: Niño, serás un bobalicón si no tratas con porfía de aprender esta lección sencilla de Geografía. Al norte está el Berrocal; Al saliente San Antón; La Isla se halla al mediodía, Y al poniente la estación de nuestra próxima vía. La calle va desde el Arco de la Salud o Puerta de Trujillo hasta la esquina, más bien curva, anterior a la Puerta de Coria, Nuestra casa era el número 48 y como todos los pares construidas tan pegadas a la barbacana que por ello sufrían en sus paredes posteriores de sus buenas humedades. La hilera de los nones tenía sus traseras asomadas al río. Las más antiguas denotaban en el arranque de su construcción una menor altura, posiblemente aprovechando el desnivel natural hacia la ribera del río. Lo corroboraban los muros construidos para salvaguardar su acceso cuando el nivel de la calle quedó por encima. Eran tres los muros que perduraban intercalados entre tramos ocupados por viviendas de menos antigüedad que ya no los tenían. Al franquearlos se bajaban unas escaleras, luego un pasillo y las puertas de dos o tres viviendas en el hueco entre muro y casas. Nosotros éramos afortunados al vivir en un piso con tanto desahogo y que nada tenía que ver con las condiciones de aquellas viviendas de los muros. Para empezar en cada una vivían dos familias, una por planta, que compartían un pequeño retrete y una cocina en la entrada. Su privacidad solo alcanzaba a dos alcobas, de las que una de ellas compartía las camas con la mesa y las sillas para comer. 153 Los Bolindres de Barro En uno de los extremos de la calle, ya lo dije, se encuentra el Arco de la Salud, o Cañón de la Salud, por encontrarse sobre él una capilla dedicada a la devoción de la Virgen del mismo nombre. Aunque cuando yo lo conocí no era salud, precisamente, con lo primero que se le podía relacionar, porque bajo su bóveda de cañón se producía una de las paradas de los que transportaban los féretros en los entierros. Aquí no había coche de caballos como en Coria, los ataúdes se llevaban a hombros desde cada parroquia hasta el cementerio, con los descansos necesarios, el último de ellos bajo el Arco de la Salud. A pocos metros de la salida de ese Arco se ponía entonces uno de los dos guardias municipales, que cambiando, para ese cometido, sus gorras de plato por los clásicos cascos blancos, dirigían la circulación. Y es que allí podía confluir al mismo tiempo vehículos que salieran por el Cañón, con los que saliesen o entrasen por la calle Eulogio González y con los que bajasen de la carretera general hacía el Puente Trujillo o los que tras atravesar este fueran para alguna de las anteriores direcciones. No es que hubiese mucho tráfico, pero como los semáforos no habían llegado y las rotondas no se habían inventado,(sobre todo las asimétricas que tanto proliferan por aquí), el guardia cumplía su función. El mismo papel desempeñaba otro municipal en la Puerta Talavera, y esté si que perduró muchos años más, justo hasta que le relevaron, en este caso sí, ¡los semáforos! Nuestro piso gozaba también de unas amplias vistas, la menor altura de las casitas de enfrente lo permitía. Aunque el pequeño balcón no sobresalía de la fachada, no era necesario abrirlo para poder ver una panorámica de casi ciento ochenta grados. Desde la izquierda la Sierra de Santa Bárbara marcando el horizonte sobre el Puente Trujillo y el Cachón, enfrente continuaba el río y por encima una amplia colina ocupada en algunas ocasiones, si el pasto lo permitía, por un solitario caballo castaño. En los límites del terreno del equino, abajo, a la derecha, estaba la Fábrica de Jabones Roco; alzándose sobre sus naves, majestuosa, una gran chimenea de ladrillos rojos, casi cilíndrica; allí sigue como única superviviente del conjunto. Para la elaboración de los jabones se empleaba el orujo recogido en las almazaras; cada cierto tiempo, por la acumulación de la presión, se producía un gran estruendo en la nave más próxima a la chimenea, al tiempo que una gran masa de vapor blanco era liberado, expandiendo también un olor peculiar y un tanto desagradable, aunque afortunadamente se iba pronto. Entre la fábrica de jabones y la orilla del río pasaba un camino ancho de tierra, que se perdía por la derecha entre las primeras casas 154 III PLASENCIA del Barrio San Lázaro, y por la izquierda entrando por el primer arco del Puente Trujillo a los Cachones, dónde se celebraban las ferias de ganado. Por eso se veían pasar desde mi balcón las reses y bestias que allí se dirigían los días que las había. Del mismo modo contemplábamos los grandes rebaños de la trashumancia, de ovejas, cabras y vacas avileñas, cuando se iban o regresaban de los pastos de León y Castilla. Por encima de la fábrica, en la prolongación de los prados del caballo, se veía un buen tramo de la vía, desde casi la salida de la propia estación, hasta desaparecer en la entrada del túnel que atraviesa por debajo la colina del barrio de San Lázaro. Esto lo explico porque nos quitaron esa línea hace ya más de veinticinco años, y las nuevas generaciones no sabrán que existe tal túnel, ni quizá siquiera que la vía continua hasta Salamanca y más allá como mejor señalan aún los indicadores que sí se quedaron junto a los puentes viaductos de la carretera, donde reza “Ferrocarril Plasencia-Astorga” . Entre los habituales que circulaban por la calle estaban los carreros que acompañaban a su carro tirado por una yunta de dos mulos, algunos con otros dos de tiro, dando fuertes chasquidos con su látigo para azuzar a sus bestias. Transportaban materiales para obras, sobre todo ladrillos y cementos o yesos. Me llamaba la atención ver que aquí las ruedas de los carros eran de goma. Habían adaptado ejes de camionetas para sustituir a las llantas de hierro, como las que yo estaba acostumbrado a ver en los carros agrícolas de Coria. Y entre los pocos vehículos motorizados, a menudo pasaba un motocarro cargado con barras o chapas de hierro. Lo conducía con presteza un hombre con boina y gafas, vestido con un mono azul oscuro. Muchos años después me lo encontré en la familia de mi mujer, era el Tío Perico, o simplemente Pedro para todos los que no eran sus sobrinos. Seguía con sus gafas y su boina. Con esta última, más de una vez jugaba de pequeño mi hijo. Pedro era muy jovial, de conversación muy entretenida por sus saberes sobre familias o episodios pasados de la ciudad. Y siempre con un corazón enorme, hasta que nos dejó. 155 Los Bolindres de Barro III PLASENCIA Las Escuelas de Plasencia Cuando llegamos el curso estaba comenzado, por eso mi madre me puso en unas clases particulares con una maestra, que las daba en su casa; estaba muy cerca de la nuestra, en la curva donde empieza la calle Puerta de Coria. Recuerdo los olores de la tahona que estaba en sus bajos. Como sólo recibía clase una hora, mi madre tardó muy poco en buscarme otra con el horario completo de mañana y tarde. Así, al mes siguiente empecé a ir a la conocida como la Escuela de las Pepitas,(no confundir con las Pepas o Josefinas). Recibía su apodo de la maestra y dueña que atendía por Doña Pepita, ella lo prefería al de Doña Josefa, le debía parecer que este la envejecía, aunque el familiar diminutivo no le disimulaba ninguno de los cincuenta que ya calzaba de soltería. Las Pepitas estaban en la calle Zapatería, esquina con la Plazuela de Ansano. En un piso principal, tenía tan solo dos habitaciones habilitadas como aulas, y de tan corto número había adquirido el plural, porque Doña Pepita solo había una, aunque ayudada por alguna joven, que no era maestra. Los grupos eran mixtos, raro entonces, con dos niveles diferenciados entre ellas, la clase de los pequeños y la de los mayores. Yo estaba en la de los pequeños, de seis y siete años, a los que también nos preparaban para la Primera Comunión. Yo la hice, o la tomé, durante ese curso, fue en mayo de 1959. En Coria solo había utilizado lapiceros. Aquí me iniciaron en el uso de las plumas, de palillero de madera teñido de morado, terminado en una férula metálica para sujetar el plumín. Los tinteros eran pequeñas esferas de asta, no de toro, sino que así llamábamos también a un tipo de plástico rígido y frágil. Se incrustaban en un hueco del pupitre. Al comienzo del siguiente curso mi madre intentó matricularme en las otras Pepas, las Josefinas, pero me rechazaron, porque según la monja que nos atendió, solo cogían a niños hasta que hacían la primera comunión. A partir de ahí solo se quedaban con las niñas. Uno de los amigos de mi calle, Rafa “El Caracol”, me convenció para ir a su escuela, las Escuelas Graduadas de la Puerta de Talavera,(había otro grupo, las Escuelas Graduadas “Santiago Ramón y Cajal”, conocidas como las Escuelas de los Moros, porque se convirtieron temporalmente en hospital para los soldados moros durante la Guerra Civil). 156 157 Los Bolindres de Barro Así una mañana me llevó mi madre hasta el despacho del señor director, Don Bonifacio Cruz. Este, aparte de preguntarme mi nombre y edad, me hizo leer un poco y me puso una cuenta de dividir por dos cifras. Como superé las pruebas dijo : - Como lee bien y ya sabe dividir empezará en un grado más del que le correspondería por su edad. Va a ir a 4ºGrado. Yo estaba a punto de cumplir los ocho años. Acto seguido nos acompañó hasta la clase de Don Florencio. Mi madre antes de marchar preguntó qué libro o cuadernos tenía que llevar y el maestro respondió que un cuaderno de una raya para los dictados, una pizarra para las cuentas y la Enciclopedia Álvarez de Segundo Grado,(el grado del libro no tenía correspondencia con el 2º de las escuelas, se usaba en las clases de 3º y 4º) Yo me fui con alguna satisfacción para casa, porque Rafa “El Caracol “ ya me había hecho un análisis de los maestros de grupo, basado en sus disciplinas y afortunadamente no me había tocado Don Aureliano, que estaba en 3º y me dijo que era el que más pegaba. Don Florencio no se habría ganado el primer puesto en el escalafón de los pegones, pero seguro que ocupaba podio. Y como yo no estaba nada acostumbrado a tener maestros que pegaran me quedaron grabados sus usos disciplinarios. Así lo primero que hacíamos todos los días, después de los rezos de la entrada, era el dictado, que se veía interrumpido tantas veces como disyuntivas ortográficas iban apareciendo en las entonaciones repetidas de Don Florencio. Sus correcciones eran automáticas, al ir pasando por el pasillo que separaba las dos filas de pupitres daba un verdadero pase de pecho sobre la cabeza del que erraba, dejando que su engaño, un trozo grueso de caña de bambú, a modo de estaquillador, pero desprovisto de la suave franela taurina, alcanzase plenamente nuestras coronillas, al tiempo que exclamaba. -¡Pase de muleta! No sabría templar con la suya, pero sí calentar de pleno. Así aprendí yo la diferencia entre la elle y la i griega,(“ye” según la Real Academia Española, desde 2010, ¡qué cosa!), no porque Don Florencio lo explicara alguna vez, sino por la deducción a la que te obligaba el golpe recibido fijándote en su clarísima y forzada dicción para distinguir los sonidos, de este modo se llegaba a entenderle perfectamente si dictaba “pollo” animal, o “poyo” piedra de apoyo o asiento; y diferenciar sin problemas la “vaca” animal de la “baca” de los coches. ¡El contexto sobraba, ahí es nada! También me enseñó Don Florencio cómo saber cuál es la margen 158 III PLASENCIA derecha o izquierda de un río, y con el mismo método didáctico, sin explicación, Bueno, corrijo ya lo había explicado antes de mi incorporación a su aula. A mí me incluyó entre los que habiendo asistido a su lección ya no se acordaban o estaban distraídos en su momento. Y para que no lo olvidara sustituyó la caña de bambú de la Gramática por la vara de olivo de la Geografía, para darme al mismo tiempo mi primera lección de Geometría, las líneas paralelas, tres perfectas marcadas en mis dos pantorrillas. Ni siquiera pude tener la amortiguación de los pantalones largos; entonces todos los muchachos llevábamos calzonas , ¡hasta en invierno!. Al final uno de los alumnos descubrió la respuesta correcta: -Pues se mete uno mismo en el río, mirando hacía donde va la corriente, y tu propia mano derecha será también la derecha del río. ¡Jo!, pensé yo, eso será si el río no te cubre o si sabes nadar para poder meterte en él, o si lleva suficiente fuerza la corriente que se pueda distinguir a simple vista,; buf, demasiados “sies”. Las señales en mis piernas permanecieron varios días. Sentí de nuevo la defensa de mi madre cuando a la mañana siguiente me llevó ante el director para mostrar las huellas de su queja. Ella también las llevaba…en su corazón. El desarrollo curricular diario de Don Florencio se limitaba al dictado en el cuaderno, con pluma de palillero, y a las cuentas kilométricas en nuestra pizarra, con el pizarrín. Y en la parte oral salíamos en grupos de cinco o seis, junto al encerado, donde lo tapaba en la ocasión el mapa físico de España, para ir señalando sobre él, al mismo tiempo que recitando, los principales elementos del relieve peninsular, que aún por tipos daban para mucho. Si tocaban los ríos, se empezaba por situar su nacimiento, luego se enunciaban las provincias o ciudades a su paso, junto con los afluentes que por la derecha o la izquierda le iban sumando sus caudales, hasta terminar con el lugar y océano o mar de su desembocadura. Si se enumeraban los cabos o los golfos había que situarlos en el punto correspondiente del perímetro peninsular, de ahí lo del puntero utilizado para tal menester. El recorrido para los cabos era siempre: -“Los cabos más importante de España son: Machichaco en Vizcaya, Ajo en Santander, Peñas en Asturias, ..….” También los golfos empezaban en el Cantábrico y terminaban en las costas mediterráneas catalanas. Y cuando se repasaban las cordilleras tenían que ir acompañadas por sus principales cumbres. Después de más de cincuenta años de aquellas recitaciones recordé y reconocí el conjunto conocido como 159 Los Bolindres de Barro “La Mujer Muerta”, que se puede divisar fácilmente desde Segovia, la primera vez que la visité. Don Florencio ya nos lo había nombrado entre las importantes de la Sierra de Guadarrama. Esas rutinas sólo se rompían el día que Don Florencio te libraba de ellas, al tiempo que ponía en tu mesa un mimado y grueso cuaderno de pastas duras, y te encargaba que copiaras sobre él, despacito y con la mejor de tus letras, un texto de la Enciclopedia Álvarez, acompañándolo del dibujo de la misma página. Era el Cuaderno de Rotación, que serviría de artificiosa representación de los quehaceres escolares para mostrar al señor inspector en caso de visita. Mi mala letra pasó sin mucha objeción. No así el dibujo que hice de un mozalbete; me salió con unos carrillos exagerados, y le sirvió a Don Florencio como tema inspirador de su dictado del día, que comenzó así: “ Cubera ha dibujado un muchacho de carrillos hinchados, parece que tuviese paperas…….” . III PLASENCIA Las colonias escolares Con la llegada del final de curso las escuelas ofrecían la posibilidad de pasar una temporada de las vacaciones en las Colonias de Verano. Mi madre me apuntó y tomó nota del equipaje que tenía que llevar: dos pares de calzonas, dos niquis, dos calzoncillos y unas alpargatas, pastilla de jabón, peine, cepillo y pasta de dientes. Me compraron una maleta pequeñita de cartón, con estructura de madera, forrada de tela beige grisácea, con tres franjas granates rodeándola, a ambos lados del asa sendas cerraduras cromadas, más allá, en las esquinas, las cantoneras metálicas, granates también,. Uno de los niquis también fue de estreno, a mí me encantó porque estaba lleno de dibujos grandes de indios apaches montados a caballo, todo lleno de acción y colores. Mi madre me despidió en la Puerta Talavera, junto al autobús, que iba lleno de muchachos de todas las escuelas públicas de Plasencia, todos varones, ¡si no teníamos clases mixtas menos nos iban a juntar en las Colonias, claro! ; las muchachas iban al Salugral, al lado de Hervás, y nosotros al mismo Baños de Montemayor. Nos acompañaban dos maestros muy jóvenes, uno de ellos daba 1º en nuestras escuelas y el otro era de distito grupo escolar. Mi madre no me encomendó a ninguno de ellos sino a un muchacho mucho mayor que yo, de trece años, que ya iba al último grado, a 6º, y que mi madre conocía a su familia por vivir cerca de nosotros, en la calle Ancha. Lo pasé bien aquel mes de agosto del sesenta en Baños. Bueno con la lógicas añoranzas familiares los primeros días. En algún momento pensaba, si pasase por aquí Justo con su Vespa me iba con él a casa. Era la primera vez que salía y con menos de nueve años, que por cierto, mi director dijo que harían una pequeña excepción, sería el más pequeño porque lo exigido era tenerlos cumplidos. La morriña se calmó cuando mi madre tomó el tren y se acercó una mañana a visitarme. Además me compró unas zapatillas de lona para sustituir las alpargatas de mi equipación, sus cintas ya no aguantaban más nudos para empalmarlas con tantas roturas sufridas. 160 161 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro Hacíamos gimnasia antes del desayuno, por primera vez, nunca la habíamos hecho ninguno a ninguna hora. (Entonces no formaba parte del currículo escolar, solo era típico de Colonias o Campamentos). Luego un largo paseo por el monte, durante toda la mañana, hasta la hora de comer. Tras la siesta, juegos en el patio, interrumpidos un momento para el reparto de la merienda; siempre un trozo de pan con el peor chocolate que yo había tomado nunca, sin leche y de textura tan basta que parecía que llevaba arenilla. Esa fue la única de mis quejas sobre las comidas. Siendo como yo era tan místico -no por espiritualidad, sino por lo poco que comía, como los que sólo se dedican a la contemplación- allí, sin embargo, me terminaba todos los platos, y eso que eran de tamaño normal, al que yo no estaba acostumbrado porque en casa comía en uno pequeño, de porcelana blanca con borde azulado, y no muy lleno. La Colonia Escolar me vino muy bien, engordé un kilo en ese mes. Y aún mejor, engordó mi autoestima. Después de aguantar aquellas buenas marchas por el monte, me sentía fuerte y capaz de liderar cualquier pandilla en mi barrio, incluso por encima de muchachos mayores que yo. Además tuve la suerte de que los maestros monitores no deberían simpatizar mucho con águilas, yugos o flechas, porque cuando era normal que se aprovecharan estas ocasiones para iniciación de adoctrinamientos, no tuvimos nunca cantos de carasoles en las formaciones de gimnasia, o de nevadas montañas acompañando la marchas campestres. En las Colonias Escolares, con el niqui de indios y las alpargatas. Baños de Montemayor, verano de 1960 162 163 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro La leche americana Al terminar el verano empecé el nuevo curso subiendo de clase, perdón, de grado y sin subida, porque a la clase de 5º no hacía falta subir, se pasaba al lado, era la puerta contigua. El 5º grado estaba bajo la tutela de Don Rafael. Era el mejor maestro de todos los grados, y además no pegaba, mayor mérito por eso. Don Rafael se hacía entender. No importaba la materia a explicar, se adaptaba a los alumnos para lograr su comprensión. Y se preocupaba del mantenimiento del mobiliario de su clase, por ejemplo, dirigiendo a los alumnos, al final de curso, en la labor del raspado de las manchas de tinta de los pupitres mediante trozos de cristal. Luego sacaba de un armario un bote con cera y unos trapos para que le diéramos una mano que aportara el acabado final. Alguna vez Justo, el mayor de los Giménez, me llevaba en su Vespa hasta la escuela. A la salida yo iba a su tienda algún día de la semana, casi siempre los lunes o martes, para recoger los pequeños folletos publicitarios de las películas que se habían estrenado el domingo anterior. Se repartían por muchas de las tiendas. Los llamábamos “las propagandas”; traían dibujadas, en su tamaño de tarjeta postal, las mismas ilustraciones que a gran escala eran las carteleras de las películas. Llegué a tener cientos de ellas, pero tarde o temprano fueron desapareciendo victimas de las limpiezas de mi madre. El trayecto desde mi calle hasta las escuelas, cuando iba andando, las más de las veces, lo relaciono siempre con el olor al pimentón de las fábricas junto a las que tenía que pasar. Creo que en esa época llegaron a juntarse hasta cinco en Plasencia, de ellas tres en mi itinerario escolar. La primera junto a la carretera, en el tramo que sube desde el Puente Trujillo hacia el Barrio San Juan. Las otras dos dentro del citado barrio, una en la calle que lo cruza sin pasar por su plazuela, y la última a la salida del barrio, justo antes de Los Juzgados y de las Escuelas graduadas. Por las ventanas se podía ver todo; si eran llamativos los montones de pimentón que se iban juntando al lado de las máquinas de moler, aún más los obreros que allí trabajaban, con sus brazos, manos y cara llenos de polvillo rojo. Estos sí que eran “pieles rojas” y no los de las películas del oeste americano. 164 165 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro 1961, en 5º Grado. El color lo ponía el fotógrafo con sus pinceles. ¡Claro! 166 Los que cargaban los sacos llevaban siempre otro vacío y doblado formado una capucha para protegerse la cabeza, no solo por no mancharse, también por evitar la molestia que en sus cabezas produciría el pimentón picante. Durante los dos cursos que pasé en la Escuelas graduadas, aparte de mis progresos académicos, aprendí a que me gustara la leche caliente. Hasta entonces no la tomaba si no había perdido su blancura al mezclarse con el café. Los recreos siempre comenzaban con una corta carrera hasta el patio interior de los grados femeninos, donde formábamos una fila; un par de señoras repartían cazos humeantes, llenando el vaso que cada uno presentábamos. Empezaban a verse los primeros de plástico, algunos plegables, mientras convivían con los tradicionales de aluminio y otros de porcelana metálica. Las mismas señoras que la repartían, la preparaban, añadiendo agua recién hervida a la cantidad necesaria de leche en polvo, que nosotros denominábamos “leche americana”, pues este era su origen, el mismo que la mantequilla que pocos años antes le daban a mi hermano en la escuelas de Coria, o que el queso que le regalaban las monjas a mi tía María, es decir, todos venían de la Ayuda Social Americana, que sustituyó en España al famoso Plan Marshall, que aquí no se había aplicado. No sería una leche tan rica como la de las vacas de aquí, pero se le cogía gusto, sobre todo por lo que reconfortaba en las frías mañanas invernales, además, ¡ se podía repetir!. Y gracias a ella aprendí a tomar la leche sola, ya no me pasaría lo de la isla de azúcar en casa de mi tía María. Las escuelas también tenían un comedor para los alumnos. Era gratis para todo el que estuviera seleccionado. Estaba en un torreón, resto de antigua iglesia o convento, anexo a nuestras escuelas, y sobre cuyos granitos habían enfoscado una franja sobre la que se leía: ”Comedor Social”. Las aulas eran todas habitaciones alargadas, con dos filas de pupitres, pasillo central y una ventana en la pared del fondo, tras la mesa del maestro, abierta al patio de las muchachas. Sus puertas paralelas daban directamente al exterior. Al fondo estaban unos retretes, sin tazas, de los de simples apoyos para los pies, con sus paredes tocando los muros del torreón del comedor. Los seis grados no estaban colocados correlativamente a su número. Junto a los retretes empezaba 2ºGrado, el de Don Marciano, el 167 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro que más años tenía y tan bonachón que nunca pegaba, los muchachos le llamaban “El Pistolero”, porque le gustaba mucho leer novelas del Oeste, de Marcial Lafuente Estefanía. Le seguía Don Florencio con su 4º Grado, su caña y sus varas; luego Don Rafael con 5º y su bondad, al lado Don Lucio con 6ª y sus contadas, pero buenas tortas, a continuación 3º, con Don Aureliano, el numero uno dando estopa de todos los modos conocidos, y para terminar, aunque estaba al principio de la bajada desde la carretera, el grado 1º, bajo el cuidado cariñoso de un maestro que habría aprobado oposiciones y ocupado su plaza hacía poco, de ahí su juventud frente a los demás que ya rondaban o habían pasado los sesenta. En la planta superior estaban los grados de las muchachas, que tenían su puerta principal y escaleras junto a la Dirección, en la calle La Merced, la que baja a San Juan desde la Puerta Talavera. No teníamos patio de recreo propio. Eran los espacios abiertos que rodeaban a las aulas, empezando por una estrecha franja cementada junto a las mismas puertas de los grados, fuera, una irregular bajada de tierra, desde la carretera hasta el Cine Sequeira y el conventual de San Francisco. Allí era vital tener suerte para poder elegir campo en los partidos de fútbol, a favor de la pendiente, ¡claro!. En aquellas escuelas también tuve la ocasión para aprender lo que era “hacer novillos”. En 5º, una tarde me fui con otros dos muchachos hasta la Isla, el pretexto era buscar batatas en una de las huertas. Escarbábamos con un palo, donde alguno de los expertos que me acompañaba indicaba y sacábamos algo muy parecido a una patata, le quitábamos la tierra que podíamos con las manos y nos comíamos aquellos azucarados tubérculos como si de un manjar se tratase. 168 La radio Cuando volvía de la escuela merendaba en casa, al tiempo que en la radio escuchaba junto a mi madre la serie cómico costumbrista “Doña Patro, la portera”, con todos los personajes de una casa de vecinos y de su calle madrileña. La daban en una emisora que se anunciaba así: -“Aquí, Radio Intercontinental, Madrid” Era una de las emisoras de onda media que más poníamos en casa, quizá porque era de las que mejor se oían. Recuerdo otro programa, también con el denominador común de alegrar con sus gracias una sociedad necesitada de ellas. A la hora de comer, justo antes de la obligación de conectar con Radio Nacional para la emisión obligatoria de “el parte”, o las noticias, se emitía otro espacio, “El Eulogio y la Matilde”, cuyos personajes representaban a un matrimonio de castizos, que a diario llegaban y se iban con la sintonía de un chotis interpretado por un organillo. A la hora de las cenas la emisora más nítida y elegida era “La Sociedad Española de Radiodifusión”, conocida más tarde por sus siglas, la SER, y que seguramente un alto porcentaje de sus oyentes actuales no sabrían traducir. En ella otra serie se anunciaba con la sintonía de su patrocinador, la canción del Cola-Cao. También costumbrista, con el nombre de sus tres personajes principales, “Matilde, Perico y Periquín”, el último, vástago de los primeros, era el detonante de todos los embrollos con sus “jaimitadas”. En la noche de los sábados escuchábamos “El Zorro”, función con un único actor, el cómico hispano-argentino Pepe Iglesias. En los finales de los cincuenta llegó a Interpretar más de treinta personajes, cada uno con su voz, niños, señoritas, señoras, caballeros, abuelitos y abuelitas; hasta cantaba y silbaba su propia sintonía. Cuando no era noche de series mi padre giraba el botón que cambiaba la lucecita verde del dial de la onda media por la roja del de la corta. A pesar de tener un antena en forma de muelle, que atravesaba todo el techo del comedor, mi padre se tenía que quedar, casi permanentemente, con la mano en el botón buscando recuperar la voz de los locutores entre tanto pitido e interferencia, muchas provocadas, decía él y no le faltaba razón. Así, (perdón por lo que siga de repetido, que ya conté en Montehermoso), escuchábamos Radio París, la BBC y por su- 169 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro puesto “La Pirenaica”, creada gracias a Dolores Ibárruri, “la Pasionaria, con el nombre de “Radio España Independiente, Estación Pirenaica”, el apelativo geográfico para evitar la sensación de lejanía que podrían dar a los oyentes españoles sus ubicaciones reales, primero en Moscú y luego en Bucarest. Recuperando la onda media, no me podría olvidar las populares “Peticiones del Oyente”. Programas a base de la escucha de canciones que se hacían esperar tras la larga lista de dedicatorias de los oyentes, sobre todo si coincidían con alguna efeméride como los domingos de Primera Comunión o del Día de la Madre. En esta faceta destacaba Radio Andorra, cuyo eslogan era: “Aquí, Radio Andorra, emisora del Principado de Andorra” . Y a nivel local también hacía lo propio Radio Juventud de Plasencia, perteneciente a la cadena Azul de Radiodifusión, es decir, de la Falange. En esta última le quisimos regalar a mi madre una petición dedicada, fue precisamente un “Día de la Madre”, y la canción que le elegimos era “Madre Hermosa”, de Juanito Valderrama. Después de mucho esperar, ¡por fin!, escuchamos las palabras de la dedicatoria entre un montón de otras más, la redacción la ponía la emisora y siempre era la misma: “ Para fulanita, (en fulanita ponían el nombre de la madre en cuestión), por ser la madre más buena, de su esposo y sus hijos que la quieren mucho”. Y después de ella, ¡el chasco!, van y nos ponen “Madrecita” de Antonio Machín, que ni fu ni fa, a nosotros lo que nos gustaba era Valderrama, a mi padre toda la vida, desde que lo escuchó cantar por primera vez en el otro lado de las trincheras, una noche de tregua en la contienda civil, cerca de Pozoblanco. Al día siguiente fue mi padre a protestar y le dijeron que como eran tantas las peticiones para su canción, había que repartir entre otras y a nosotros nos tocó esa rifa. La radio no era tan absorbente como la televisión. Mientras la escuchábamos podíamos estar con algún juego de mesa. Yo prefería la Oca, porque tenía historias, aventuras, frente al parchís, con la monotonía de contar casillas. Luego vinieron los Juegos Reunidos, cajas con demasiados para, al final, jugar tan solo a dos o tres. Mi tía María nos regaló uno con dos círculos, uno de preguntas y el otro de respuestas, dadas por un pequeño robot que las señalaba atraído por un giro adecuado hacía un imán oculto en la base de un espejito. 170 ¡A jugar! Recién llegados a Plasencia, mi hermano, por su edad y autonomía, fue el primero que intentó entablar amistad con los muchachos de la vecindad. Así debió suceder, y aunque lo lograra sin problema, la primera vez regresó con cierto recelo que transmitió a mi madre: -Les he dicho a los muchachos que si podía jugar con ellos y uno me ha dicho que vaya un pueblerino que soy, que no se dice jugar, que se dice “juegar” A lo que mi madre le dijo: -Estate tranquilo hijo, que el pueblerino lo será él porque lo que está mal dicho es “juegar”. La anterior anécdota que no debería ser más que una equivocación infantil llevaba implícita el germen de la presuntuosa creencia de muchos placentinos adultos que siempre miraban por encima del hombro a las gentes de los pueblos, para ellos esto era algo más, ¡era una ciudad!. Lo malo es que se llegaba a traslucir en cierto desdén de muchos dependientes de comercio al atender a los humildes de los pueblos vecinos. ¡Qué ceguera, no darse cuenta de dónde les venía el pan!....Y que Plasencia, por mucho título histórico del que se presuma, no ha pasado nunca de ser un pueblo grande. Todos deberían enorgullecerse de ser de pueblo. En Coria se jugaba a imitar las tareas más cotidianas de allí, el cuidado de los animales, el campo, los carros, o los momentos de sus diversiones, corriendo el toro. En Plasencia se imitaba lo que se veía en el cine, las espadas y las pistolas sobre todo. Por esas influencias en los primeros Reyes aquí, yo me pedí una pistola. Pero dada la huella que lo bélico había dejado en mi padre, las armas, aunque fueran de juguete, quedaban descartadas. Me trajeron un juego de carpintería. Su martillito aguantó varios años, la sierra solo una semana. Las maderas que yo intentaba serrar con ella no eran de dureza asequible para herramientas de juguete. Recién comenzada la década de los sesenta, lo hace también la aparición de los primeros objetos de plástico. Tanto para usos domésticos, como para juguetes. En los primeros irán desplazando al cinc de cubos y barreños, las arcillas de los baños, huchas,… y, ¡qué aberración!, ¡hasta de cántaros y botijos!. También en los juguetes, adiós a la hojalata. 171 Los Bolindres de Barro En las ferias, que siempre eran el escaparte de algunas novedades, aparecen como regalo llamativo en las tómbolas, ¡los cubos de plástico! Y en los tenderetes de juguetes los platos chinos, plásticos que había que aprender a girar con y sobre un palito, este sí, de madera. Para las niñas más plástico en forma de aros, de inspiración china también. En una reaparición, años más tarde, cuando la influencia de anglicismos empieza a empachar se llamaran hula-hoops. En la calle, los juegos iban por temporadas. Así si las lluvias llegaban a ablandar suficientemente la tierra -no había asfaltos ni cementosse jugaba a “El Clavo”. Un hierro afilado o una lima vieja se arrojaba contra el suelo, en el interior de una parcela previamente delimitada, y si quedaba clavada el lanzador, sin mover los pies del punto de incisión, trazaba con la misma la mayor línea que pudiese alcanzar, ganando al final el que más terreno hubiese acotado. Además la lima era un juego mixto, en el que podían jugar a la vez muchachos y muchachas. En algunos más propios de ellas, como la comba, nos solicitaban, sobre todo si necesitaban quien diera a la cuerda. Eso sí, siempre que no hubiera que dar “doble” o hacer pasar la cuerda rápidamente dos veces mientras la que saltaba lo hacía elevándose más de lo normal manteniéndose en el aire. Solo ellas eran capaces de dar y saltar “doble”, o “duble” como muchas decían. La peona en Coria, el trompo en Plasencia empezaba porque este fuera de buena madera, de encina, luego se cambiaba la punta redondita que traía, que llamábamos “punta de garbanzo” por otra de acero puntiaguda, mucho más agresiva, a la que bautizamos como “de chapa”. El cambio te lo hacían en una fragua por muy poco dinero. El cordón para lanzarla debía ser de algodón, para que se acoplara bien al contorno de la madera. Y para ayudar a sujetarlo se le ponía en el extremo una moneda de real, que ya no circulaba, o de dos reales; cualquiera de las dos tenía el agujero en su centro, y a falta de ambas se fabricaba un disco similar aplastando alguna chapa de cerveza, para pasar el cordón y hacer sendos nudos a ambos lado de la moneda o disco para que no escapara. Al empezar una partida, se trazaba un círculo en la tierra con el radio y compás de uno de los cordones; todos lanzábamos el trompo dentro y tendría que salir “bailando”, es decir, girando; en caso de no lograrlo, te quedabas; eso si no le había salido “turuta” a alguno, vamos, que no había conseguido bailarlo, en cuyo caso este sería el perdedor que debería situar su trompo en el centro del círculo, inclinado, clavando la punta y tapándola un poco más con algo de tierra. 172 III PLASENCIA En las siguientes tiradas, si no querías sustituirlo, tenías que destaparle con el golpe de tu trompo la punta, o salir bailando del círculo. El riesgo de quedarse era que la puntería de alguno de los lanzadores, y su morbo, partiera al trompo que se quedaba. Si no se acertaba en el lanzamiento, y se preveía que tu trompo, con su baile, se iba a quedar dentro del círculo cabía la posibilidad de cogerlo, con la mano extendida, entre los dedos índice y corazón, y mientras continuaba bailando sobre tu palma, arrojarlo sin tocarlo, para intentar de nuevo descubrir la punta del que estaba en tierra. Mientras jugábamos, se animaban a hacer alguna tirada los adultos que nos observaban, siempre que ese juego coincidiera con el tiem- 173 Los Bolindres de Barro po previo a su entrada a trabajar por las tardes. Otras veces participaban con los chavales en combinaciones con algún balón y tiros a la puerta de una cochera utilizada como portería. Un juego que necesitaba de un verdadero trabajo manual previo eran “los platillos”. Así llamábamos a las chapas de cervezas o refrescos que deberíamos preparar. Después de recoger los que estuviesen más planos, o aplanar un poco los que menos lo necesitasen, había que moldear los bordes de un trozo de cristal, con la ayuda de algún rollo,(así se llamaban en Plasencia a los gorrones de Coria o cantos rodados), hasta conseguir un círculo que encajara en el interior del platillo. Entre el vidrio y el fondo se colocaba la cara de un futbolista, o escudo de equipo, recortados de cromos repetidos o de las fotos de algún periódico. Se sujetaba todo con cera o jabón, a modo de masilla, entre los bordes del cristal y la chapa. Estaban muy solicitados y buscados los platillos de los botellines de Martini, por su tamaño ligeramente menor que los demás y, sobre todo, por su más plana superficie. Con los platillos se podían echar partidos de fútbol o carreras en circuitos con muchas curvas, que dibujábamos con un trozo de ladrillo o yeso en alguna zona cementada. Se lanzaban, siempre empujados al extender bruscamente el dedo corazón, previa sujeción y tensión acumulada contra el pulgar. Cuando se desechaba un barreño o cubo de cinc viejo, aprovechábamos para hacernos con un aro, el que antes reforzaba sus base. Luego nos fabricábamos, con un alambre grueso, la correspondiente guía para ir empujándolo. Para ello, con la ayuda de alguna piedra, o el martillo de casa, se hacía en el extremo una pequeña “u” del ancho del aro, y luego se doblaba formando un plano perpendicular con el extremo largo y recto por donde se cogía. Los bolindres, -entonces nadie en Plasencia los llamaba canicas-, podían ser de barro, de china o mármol cerámico, de cristal transparente, por ejemplo las bolas de algunas gaseosas, o de cristal con franjas de colores en su interior, y hasta de acero, que eran las bolas de rodamientos. Estas últimas las más temibles frente a los más humildes y frágiles bolindres de barro cocido, a los que podían partir si el golpe era lo suficientemente fuerte y centrado. Nos los jugábamos en partidas de dos tipos. Una a tres golpes que se denominaban según la medida necesaria de cada uno de ellos, esto es “Media, Cuarta y Pie”. Uno de los jugadores, después de decir “me planto”, colocaba su bolindre a cierta distancia del agujero o “guá” escarbado en la tierra, desde el que el otro jugador lanzaría para 174 III PLASENCIA intentar darle el primer golpe o “Media”, que podía quedar a cualquier distancia, mejor la mas corta para asegurar el segundo golpe o “Cuarta”, llamado como la medida con la mano extendida del oponente entre ambos bolindres sin poder tocar ninguno, para permitir el tercer y último golpe llamado “Pie”, por tener que sobrepasar la medida del pie del que continuaba sin lanzar, y si era posible alejarlo al máximo del guá. Para terminar, en una ultima tirada tenía que lograr llegar a meter su bolindre en el guá y habría ganado uno a su contrincante. Si fallaba en el acierto de algún golpe, se quedaba corto en la medida de los dos últimos, o no hacía “gua”, el turno pasaba a su oponente. Lo normal era una partida entre dos, pero también podían ser varios, sin limite. El otro juego, algo menos habitual, era “el Cien”. Había que ir sumando puntos hasta cien, en tantas partidas parciales como fueran necesarias.. Cuando le habías dado a todos los que participaban se comenzaba otra partida parcial, tirando todos desde un mismo punto hacia el guá. Comenzaba el que quedaba más cerca, o en el mismo gua, a intentar darle a los demás. Darle a otro bolindre valía diez puntos y hacer gua cinco. Otro juegos colectivos eran pídola, uno se colocaba encorvado y los demás saltaban por encima de él con las piernas abiertas. “Chorizos colgantes” era una variedad del anterior, en el que quien se quedaba agachado, cuando habían pasado todos, gritaba esas dos palabras del nombre del juego y los demás debían correr, antes de aquel pillara a alguno, a colgarse con las manos de alguna reja, sin apoyar los pies, y el primero que por no aguantar más se soltase le relevaría para quedarse. El juego de la taba, en el que se usaba el hueso astrágalo de la pata de un cordero, a modo de dado, con cuatro posiciones de caída posibles que llamábamos Pan, Vino, Rey y Verdugo. La de Vino no tenía premio ni castigo, pero si sacabas la de Pan, el último que había sacado la de Rey ordenaba el numero de golpes, impartidos con una correa por el último que había sacado la de Verdugo. Los golpes solían ser muy comedidos, porque los papeles cambiaban a menudo y luego podrías recibir la venganza del anterior castigado. Enfrente de casa, en la bajada al río, sobre un barranco se acumulaban las basuras que iban arrojando los vecinos. El vertedero no estaba autorizado pero se hacía la vista gorda, aún no había camión de la basura. A finales de verano aprovechábamos los palos de tabaco que también allí se arrojaban, para construirnos alguna cabaña. El inconveniente era el fuerte olor que nos quedaba en las manos a tabaco verde. 175 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro Junto a la bajada vivía una mujer mayor que vendía huevos, Inocencia, muy bajita y menuda, con los pies deformados de nacimiento, muy cortos, gruesos y enfrentados uno hacía el otro. Cariñosamente siempre nos avisaba del peligro de la barranquera. Terminado el verano, nos acercábamos hasta el Puente San Lázaro, porque en sus inmediaciones había un molino para descascarillar el arroz. Los obreros sacaban sacos llenos de las cáscaras y los vaciaban desde la altura del primer arco, acumulándose un montón al borde del río, que por su altura permitía saltar sobre él desde el puente. Luego la bronca en casa por la cantidad de cáscaras que nos llevábamos entre la ropa. Y en la calle no podría olvidar a los que compartían juegos conmigo. Entre tantos destacar, por encima de mi edad, a Rafa “el Caracol”, y próxima a la mía, a Carmelo, por desgracia fallecido muy joven, Alberto Garrido y sobre todos, siempre a mi amigo Gabriel, familiarmente “Gabri”, que desde el primer momento causó en mí el efecto totalmente contrario al descrito de Gorín. Gabri, aunque también tuviese ojos pequeños, no coincidía con el anterior para nada, su mirada ha sido siempre sincera, franca, a la par que su comportamiento. No recuerdo que nunca me haya mentido, ni hayamos tenido la menor de las peleas Entonces era un poco mi protegido en todas las pandillas, quizá por tener casi tres años menos que yo. Compartimos grupo en la infancia y en la juventud.; en nuestro caso, integramos a las novias de cada uno, sumándolas a nuestra pandilla, cuando lo más corriente es al contrario. Coincidimos en aprobar las oposiciones el mismo año, y aunque él marchara para Sevilla procuramos vernos todos los años. La amistad y el cariño ha permanecido siempre. 176 El río Jerte A diferencia de Coria, en Plasencia teníamos el río muy cerca. Desde casa se veía la orilla de enfrente. Bastaba cruzar la calle y bajar una corta cuesta para llegar a nuestra margen. Junto a un molino abandonado arrancaba la hilera de piedras que delimitaban en ángulo una pesquera, con su vértice en el centro del cauce y el otro extremo pegando en la orilla opuesta, en terrenos del Barrio de San Lázaro, junto a otro molino, que sí funcionaba. Cerca de nuestra orilla nos bañábamos cuando no sabíamos nadar. La poca profundidad lo permitía, lo peligroso era ponerte de pie por el muy probable riesgo de cortarte con algún cristal o lata; todo se tiraba al río o al lado, como ya dije con la basura. Hasta el centro de la pesquera se podía pasar andando sobre sus piedras superiores. Ese punto medio se conocía como “la Bala”; era la zona más profunda, un poco más de dos metros, por lo que se utilizaba para las zambullidas de cabeza. Nuestra orilla estaba salpicada por unas pocas losas graníticas, muy blancas porque las mujeres las usaban como lavaderos. Solo tenían que llevar la tajuela para apoyar las rodillas. Mientras lavaban o tendían sobre la hierba, a solear alguna prenda, sus conversaciones no paraban, sobre todo si coincidían con la señora Onu, de Onuberta, una mujer mayor muy educada, cristiana evangélica, que sin hacer nunca proselitismo lograba con su charla sobre temas bíblicos atraer toda su atención. El Jerte, a su paso por Plasencia, podía quedar sin ninguna corriente en verano, ni siquiera en la pesquera. Incluso podía haber zonas sin agua que permitiesen cruzarlo a pie. Y en los charcos que quedaban, los peces aislados se quedaban sin oxígeno, quedando tan atontados como indefensos. Se decía : -Vamos al río, que se están encocando los peces. Porque se les podía sacar con un cubo, eso sí, procurando no pillar a los que ya se habían muerto y empezaban a oler. La irregularidad del caudal del río también tenía su polo opuesto. Con las lluvias un poco fuertes era fácil que se desbordara un poco antes del Puente San Lázaro, entrando las aguas en las Tenerías, donde se bajaba para ayudar a sus vecinos a salvar sus pocos enseres. Con el tiempo se fue eliminando ese peligro, primero con el muro del colector y luego con la presa construida en el kilómetro 4. 177 Los Bolindres de Barro III PLASENCIA Coincidiendo con una de aquellas riadas se produjo un terrible accidente. Un día de enero, de fuerte lluvia, un camión perdió el control cuando cruzaba sobre el Puente Trujillo; rompió su barandilla y cayó al río llevándose por delante las vidas de dos peatones, una mujer, arrastrada hasta el remanso que hacía la corriente junto a la pesquera de “la Bala”, donde sacaron su cuerpo. Fui testigo de los nervios de mi madre que gritaba: -¡Pero por favor, haced algo, mirad si aún vive,…ponedle un espejo en la boca,…a lo mejor respira todavía. Fue el dramatismo de la primera persona mayor que vi muerta. El otro era un varón joven, ya casado. El río lo arrastró bastante lejos, hasta donde terminan los cañones que hay después del Puente San Lázaro. El dramatismo fue mayor para su propio padre, que encontró su cuerpo después de varios días, tras buscarlo cada tarde. En verano, en plena siesta, yo me escapaba muchas veces a pescar. La caña, una cortada de las que había próximas a la orilla, antes de llegar al Puente Trujillo. Se completaba con tres metros de hilo de coco y un anzuelo comprados en una ferretería que había cerca del Arco de la Salud. El cebo, algunas lombrices que se sacaban escarbando con algún palo bajo las hierbas próximas; otras veces unos gusanos pequeños, de poco más de un centímetro, blanquecinos, con rabito, que cogíamos entre las piedras donde vertían los grandes tubos de aguas fecales, aún no había colectores. Lo raro era que no pilláramos alguna infección metiendo las manos en tanta porquería. Era fácil conseguir diez o quince jaramugos, que ibas ensartando a través de sus opérculos y boca con una juncia, de la que quedaban colgados y metidos en el agua hasta que te los llevabas a casa. Por la noche pececillos fritos para acompañar la cena. Otras escapadas de siestas veraniegas eran para ir a cambiar tebeos a casa de Carmelo, uno de los amigos de la calle, que vivía en las casas del segundo muro, no el primero que estaba enfrente. A los tebeos también los llamábamos “Chistes”, aunque no fueran de risas. Se mantenían clásicos españoles como “El Guerrero del Antifaz”, ”Roberto Alcázar y Pedrín”, “El Capitán Trueno”, “El Cachorro”, junto con otros foráneos como “Superman” o “El Llanero Solitario” mientras iban apareciendo nuevos héroes como “El Jabato” o “El Cosaco Verde” 178 179 Los Bolindres de Barro Los aledaños del río eran propicios para que los menores nos atreviéramos a experimentar lo que no se debe, el fumar. Dos o tres amigos, teníamos trece o catorce años, alguna vez comprábamos unos cigarros sueltos. Los más baratos Los Celtas cortos, por una peseta de daban tres en el carrillo de “El Chochero”. Nos íbamos a fumarlos a un olivar abandonado. Por culpa de uno de los amigos nos pillaron a todos. Fue Alberto Garrido, que por su costumbre de llegar a casa y darle un beso a su madre, puso al alcance de ella los fuertes aromas del tabaco recién consumido. Y los delitos infantiles se comunican al momento a las madres de todos los implicados. En frente de la Puerta de Coria vivía una familia de pescadores, de los de trasmallos. En Coria, Macanchi, o su hermano, pescaban desde una barca ancha con remos. Aquí, en Plasencia, lo hacían desde una plataforma, hecha con planchas de corcho atadas en el mismo lugar de su pesca, y tan pequeña que ni siquiera se la podría llamar balsa, pues su superficie no pasaba de un metro cuadrado. Se desplazaba con ayuda de una pértiga. La madre de la familia de los pecadores era la encargada de la venta, y como no estaba permitido el uso de redes, disimulaba su pregón gritando por las calles: -¡Que llevo los tomates frescos, mujereees!, ¡tomates frescoooos!. Al oírla, todo el mundo sabía que aquellos “tomates” tenían escamas. Estos pescadores también iban a por ranas, o “pescaban” en los montes de Valcorchero buenas manadas de espárragos, cuando los había, y hermosos lagartos ocelados, bien entrada la primavera. La mujer de la casa, de nombre Tomasa, los subía a vender a la Plazuela de San Esteban. En las inmediaciones de la Plaza de Abastos se la podía ver con un cubo de cinc y un baño vidriado. En el cubo con agua, una docena o dos de juncias, cada una con seis ancas de ranas sin piel; en el baño, también metidos en agua, ocho o diez troncos de lagartos, ya pelados, blancos, sin cabeza, cola ni patas, cada uno enhebrado también por una juncia. Faltaban años para declararlos especies protegidas y prohibir su captura. Entonces eran platos exquisitos, según decían los que lo habían comido. Por su fama, incluso llegaron a formar parte de la carta del restaurante más caro de la ciudad, en el hotel de más categoría. III PLASENCIA burritos o mulas pequeñas, cada una atada por su ramal al rabo de la que le precedía. Iban cargadas con esportillas de goma, llenas de arena para alguna obra. El mulero acompañaba andando. Subían con su carga por cualquiera de las callejas que desembocaban en el río. En el cauce, otro de los areneros se encargaba de la extracción, mediante una especie de pala con laterales y una gruesa vara de unos cuatro metros como mango, iba sacando palada tras palada hasta acumular un buen montón sobre la balsa que le mantenía. Esta estaba formada por la unión de cuatro bidones viejos, con una chapa que los cubría por encima. Cuando la carga era suficiente dejaba la pala larga anclada en la arena del fondo y se desplazaba hasta la orilla con la ayuda de una pértiga. Si podían, arrimaban la bestias hasta la balsa para cargarlas directamente palada tras palada. De vez en cuando se veía pasar por la calle una recua de cuatro 180 181 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro El Bar Higuera Un año, o dos, después de nuestra marcha de Coria, la familia del señor Benito y la señora María también se fueron de la calle Silverio Sánchez. Alquilaron un bar pequeño junto a la Isla, con vivienda anexa y las huertas que lo rodeaban. Con los años, su mucho trabajo y lo que pudieron ahorrar, consiguieron la propiedad de todo lo arrendado, y más tarde ir aumentando la calidad y los metros de lo edificado. Al tiempo que atendían bar, huertas, unas pocas gallinas y algún cerdo para la matanza, también alquilaban algún olivar o parcela para siembra de millo, cereales o tabaco . El bar se llamaba y se llama Bar Higuera, por unas enormes higueras que daban buenas brevas e higos, amén de fresca sombra junto a las traseras de la casa. También aparecieron un año en una coplilla publicitaria con la música del oficial “cielito lindo” de los Sanjuanes: 182 La familia Gordo-Collado: “La mejor familia” Al terminar el encierro, cielito lindo, todos a brevas, a visitar a Benito, cielito lindo, al Bar Higuera. Al lado de ellas estaba el pozo, con su noria y estanque. Algún burrito allí enganchado, dando vueltas, iba haciendo que se llenase, con los cangilones que subían un agua fría, más que fresca, hasta en pleno verano. Costaba enjabonarse por la dureza de esas aguas, y a su gusto soso no me llegué a acostumbrar. En la fachada principal del bar y vivienda había un frondoso emparrado, que daba su buena sombra y unas enormes uvas rojas, unas más claras, otras más oscuras hasta llegar a moradas, nunca negras; junto a la pared un poyo largo, delante cuatro mesas de terraza, circulares y de cemento. Allí sentados, Antonio y yo, merendábamos unas tardes pan con un trozo de riquísimo chorizo de la matanza, otras un pez en escabeche, siempre acompañando por un vasito de gaseosa con una gota de vino para darle color. Los peces se los compraban al hermano de Macanchi, Eladio, tan experto como él en el uso de los trasmallos. Luego la señora María 183 Los Bolindres de Barro lograba el mejor escabeche que jamás haya probado. Si era un bordallo un poco grande lo comíamos con la precaución lógica de sus espinas. Para nada la tenía el tío “Vinagre”, un viejo pastor de buen carácter, a pesar de su apodo, que a veces coincidía junto a nosotros . Y daba gusto verle comerse uno de aquellos ciprínidos, con tal limpieza que no quedaba ni la raspa de espinas, que casi todo el mundo tiraba a algunos de los gatos de la casa, que a los pies esperaban su regalo. Luego el tío “Vinagre” daba cuenta de su caña de vino. En cierta ocasión, tras llenarle el vaso, al volver a poner el tapón en la botella, esta se lo tragó. Enseguida dijo el tío Vinagre: -No importa, María, vacía el vino en otra botella y tráeme un trozo de guita o cuerda fina. La señora María volvió con un trozo de cordón de algodón blanco, del usado para atar morcillas y chorizos en las matanzas. El tío “Vinagre” lo introdujo en la botella, atrapando en su doblez al tapón, luego tiró despacio hasta sacarlo a la primera y sentenciando: -Más vale maña que fuerza. ¡Pobre tío “Vinagre”! en su pobreza vivió libre como un lobo y tuvo que morir doblegado en el asilo de Plasencia, él que siempre había dicho que las monjas de los asilos tienen “pelos en el corazón”. A pocos metros fuera de la parra había un viejo y delgado palo de la luz, desecho de tendido eléctrico, colocado en horizontal, a algo menos de un metro del suelo, sobre dos ramas gruesas de encina, ya sin corteza, terminadas en horca para su apoyo. Todo el conjunto para amarrar las caballerías mientras sus dueños se apeaban para tomar algo. Junto a ese amarre recuerdo al padre de la señora María, el abuelo Domingo, alto y fuerte, siempre con el mismo semblante de jovialidad que su mujer, la abuela Petra, y que también heredaron todos sus hijos. Camino de su olivar, hacía una pausa para ver a sus allegados. Iba siempre montado en su burro, sobre la albarda. El asno grande, alto como un caballo, de pelo claro, casi blanco, tenía un quiste en el vientre, justo por delante de donde pasaba la cincha, llamativo por su tamaño, casi el de una pelota de balonmano. Coincidiendo con el ajetreo propio de las vísperas de los Sanjuanes, la señora María mandaba a Toñi a pasar unos días con nosotros, en Plasencia. Él no se despistaba mucho y siempre pedía regresar cuando llegaban las fechas de los toros. En nuestra calle hizo enseguida buenas migas con el señor Marciano, que tenía la vaquería justo enfrente de nuestra casa. Mientras este 184 III PLASENCIA ordeñaba, llenaba los pesebres de alfalfa o limpiaba el estiércol, Antonio le mantenía entretenido con todas sus preguntas: -¿Qué tiempo tiene esa novilla?, ¿Pa cuando pare esta vaca? ¿Cuántos litros de leche da esa frisona ?...... Cuando yo iba a Coria siempre me preguntaba por el señor Marciano. Y como la simpatía era mutua este también hacía lo propio sobre Toñi, cuando yo regresaba. Mis estancias en el Bar Higuera solían ser en pleno verano. Una vez fui a finales de agosto y me quedé hasta la feria de septiembre, feria de ganados, el día 8, allí mismo, en la Isla era el rodeo. Entonces, por su buena iniciativa, el señor Benito había encargado construir un embarcadero, en un lateral de las huertas, al lado de la carretera para facilitar la carga o descarga de animales desde los camiones. También prepararon un par de corrales, como “salas de esperas” para el embarque. En uno de ellos encerraron aquella feria tal cantidad de burros y burras juntos que aquello acabó en una orgía asnal; alguno, más espabilado, tuvo su satisfacción con tan poco espacio, los empujones y mordiscos de sus congéneres. Todo acompañado por un interminable concierto de rebuznos entre una nube de polvo. Como había mucha afluencia de feriantes y el Bar Higuera era el único sitio cercano para un refrigerio, la señora María había guisado una cabra entera, bueno todas sus partes comestibles. El estofado quedó un poco sabroso, lo que junto con los calores del día, ayudaba a aumentar el consumo de vinos y cervezas, y por ende las ganancias. También en otro verano posterior, con algunos años más, Antonio y yo perdíamos la paciencia en la espera para acompañar a Conchi desde la pista de baile de “el Piru” hasta el Bar Higuera, los domingos por la noche. No es que dos muchachos como nosotros fuéramos una escolta infranqueable para proteger a una mocita, como ya lo era entonces Conchi pero sí, al menos, pasaríamos los tres un miedo menor al bajar juntos por las despobladas y oscuras traseras del barrio de Cantarrana, camino de la Isla. El riesgo de desbordar nuestras paciencias lo tentaban los deseos de seguir bailando de Conchi. Después de un buen rato allí, se acercaba con el ya increíble y enésimamente repetido aviso de: -Esperad un poquino, que este sí que es el ultimo baile que echo, y luego nos vamos. Y Su hermano Antonio, ya enfadado, la avisaba: -¡Como no acabes ya, te vas a bajar a casa tú sola! 185 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro Al final después de varios bises, absurdos para nosotros, lográbamos que se viniera. En la Sierra de Gata dice la gente que el tiempo lo dan “dao”, para recalcar la paz que aún se vive allí sin depender del reloj, sin prisas. Esa misma sensación tenía yo en la Isla, subrayada sin embargo por los toques de campana de la Catedral; una campana pequeña y aguda va señalando los cuartos y una mayor, con sus graves, las horas. Una hombre pasa andando, lleva caído sobre su hombro el ramal que se une a la cabezada. La yegua, detrás, le sigue al paso, con una carga de forraje verde. Se viene un momento y pide la hora. El señor Benito, desde el sombrajo de la parra se la da: -Hace un ratino que han dado los tres cuartos para las dos. La caballería se pierde por la cuesta hacia Coria. El volumen de la carga tapa al que la acompaña delante. Y suenan pausadas dos campanadas profundas. Aquellos sonidos se quedaron en mi unidos a la tranquilidad de los días estivales en el Bar Higuera 186 Lugares y personas Por lo efímero de nuestra existencia, nos sorprende el llegar a conocer personas que nacieron mucho antes que nuestra generación, superando incluso la edad de nuestros abuelos. Ese era el caso de un abuelito que se sentaba a tomar el sol junto a nuestra puerta en Plasencia, el señor Crispín, que había estado en la Guerra de Cuba, ¡nada menos!. Vivía en la parte baja de la casa que estaba tras el muro de enfrente, junto con su mujer, la señora Rosa, de casi su misma edad, al igual que la vecina que ocupaba la parte alta de la misma vivienda, la señora Benjamina. Los tres sumaban más de doscientos cincuenta años. En la casa siguiente vivía la tía Justa, en tan corta distancia cambiaba el tratamiento, y aquí no por la misma costumbre que en los pueblos, si no por el poco afecto que a todos los muchachos nos inspiraba esta última, le pegaba mejor haberla llamado “tía Injusta”. Y era porque acostumbraba a dejar la puerta de su casa abierta en cuanto veía que nos poníamos a jugar al balón, con la esperanza de que se colara por sus escaleras abajo, que alguna vez se producía, para echarnos la bronca directamente, y luego a través de nuestros padres. Amenazaba diciendo que le íbamos a romper algún cacharro. Las mismas buenas ideas tenía su yerno. Una tarde que regresaba del trabajo, montado en su Vespa, y aminorando ya al quedar menos de veinte metros para llegar a su puerta, coincidió en esa distancia con que estábamos jugando al balón, corrijo, a la pelota, de goma, dura y un poco desinflada en la que ya se había convertido. La calle, campo de fútbol, la dejamos libre cuando oímos llegar la moto. La pelota quedó parada cerca del centro, pero ya en la mitad izquierda del sentido de su marcha. Y como el hombre tenía tan buenas intenciones, desvió su trayectoria, abandonando incluso su derecha reglamentaria, para ir a atropellar la pelota, pensando que nos la iba a reventar. Ocurriéndole lo que al del dicho “fue a por lana y salió trasquilado”, porque la pelota, por su dureza y falta de presión, no solo aguantó su embestida sino que metida bajo la moto provocó su desequilibrio y caída junto con la del sorprendido motorista. Afortunadamente no se hizo nada, solo se raspó un poco la vieja chaqueta del trabajo diario, que aprovechó para tener alguna satisfacción denunciándonos. Con la simple visita de los municipales a mi casa, solo porque la pelota era mía, terminó el asunto legal. 187 Los Bolindres de Barro De la bronca familiar no me libré; luego mi madre fue a pedir disculpas, ofreciéndose a costear los daños de la chaqueta. Muchas veces y muchos años después me he reído con otro de los protagonistas de esta historia, mi amigo Gabriel, al recordar el “mal jugo de vaca” de aquel vecino y su guarrapazo, bien empleado. Con diez años, yo seguía estando sano, aunque delgado, sobre todo a los ojos de mi madre. Y como estábamos “igualados”, es decir pagábamos dos igualas” o cuotas privadas mensuales, a médico y practicante, a falta de enfermedades había que aprovechar mi poco apetito para usar de sus servicios. El médico era mi tocayo y quizá, como no tenía de qué curarme, me contagió parte de su nula forma de ordenar sus bártulos. En su consulta, y sobre todo su mesa de despacho todo estaba revuelto y nada en su sitio. Menos mal que era un hombre tranquilo, pacífico y con muy buen carácter. Quizá por buscar un mejor trato, fuera por lo que mi madre nos apuntara a su iguala, sobre todo después de la mala experiencia que tuvo con el médico oficial de cabecera, Don Luis Moreno, de mala fama personal y profesional, pero sobre todo educadísimo, (¡por la puñeta!, decía mi madre). Lo comprobamos cuando fue a nuestra casa, a ver a mi padre, y entró en su dormitorio escupiendo gargajos directamente a la alfombra, inmaculada como toda la habitación por los cuidados de mi madre, de mayor celo si cabe ante una visita médica, incluso con la cama recién mudada y con su colcha de gala, que no se usaba normalmente. Mi madre no pudo por menos de aguantarse y le dijo: -¡Ay, por favor, Don Luis, si tiene usted que escupir de nuevo, hágalo en esta bacinilla limpia!, al tiempo que la sacaba de debajo de la cama. Repito, nada que ver con Don Eduardo Blanco, además este era complaciente con los requerimientos de mi madre: -Mire usted, que come muy mal, que si se pone malo lo va a pasar muy mal, que está muy delgado, ¿no le podría recetar algo para abrirle el apetito o para darle fuerzas? Y Don Eduardo me mandó unas inyecciones de hígado de bacalao. Al día siguiente, ¡hala!, a aprovechar la otra iguala, la del practicante, el señor Perianes. Lo primero que sorprendía era por qué se le seguía llamando practicante a alguien con tantísima práctica y de tan lejana alternativa. Bien merecería el título de “maestro picador de nalgas” o “doctor en jeringuillas”. Perianes era de Coria, aunque no vivía allí desde hacia muchos años. Era un hombre que rondaría los setenta, 188 III PLASENCIA más bien los pasaría, de pelo blanco rizado y tupido, de corta estatura y con algunos kilos de más, que los denotaba sobre todo en un vientre bien abultado. Era tan rápido al colocar su arponazo que parecía que clavaba e inyectaba en una sola fase, sin separar aguja de jeringuilla. Sólo te decía cariñosamente: -Quieto hijo, quieto….¡ya está!. Y ya estaba, era verdad, le bastaba el tiempo que tardaba en pronunciar su aviso para terminar con su faena. Y aunque corta te enterabas de sobra con aquellas inyecciones de extracto de hígado de bacalao. No he sentido jamás ningún inyectable tan doloroso como aquel. Bajaba la escalera de su consulta cojeando, y así hasta casa. El dolor aún se mantenía lo suficiente los días siguientes, como para no olvidar qué nalga te tocaba ofrecer. Fácil elección, hoy toca la de anteayer, ¡era la que menos dolía!. Momentos más dulces eran las ocasiones en que acompañaba a mi madre a hacer magdalenas. Unos días antes de hacer la Primera Comunión, o algún año antes de Navidades, fuimos hasta el horno que estaba en el Rincón de la Magdalena, ¡qué casualidad, allí coincidían la dos acepciones de la palabra, la de la penitente de los evangelios con el dulce de origen francés! El horno lo llevaba un matrimonio, ambos tan mayores que ya deberían estar jubilados hace años, seguro que pasaban de los setenta. Los dos muy humildes y bonachones. La señora, Ramona Hernández, bastante encorvada y con algunos temblores en las manos. A ella se le preguntaba cualquier duda que solventaba con toda su experiencia; si había que echar más aceite o si ya estaban bien batidos los huevos…. El marido, Francisco Romero, era conocido por el mote de “Bocanegra”. Decían que por no haberse callado ante un grupo de falangistas, en el 36, y haber recibido una gran paliza de ellos, ennegreciéndole cuerpo y boca. Por vivir en Plasencia, por tener Plasencia manicomio, y por tener el manicomio algún inquilino de Hoyos o de Coria, se ganaba mi madre la delegación de visitadora oficial en nombre de algún paisano de nuestro pueblo o vecino cauriense. El nombre oficial del manicomio era “La Casa de la Salud”, que no dejaba de ser un eufemismo, porque poca salud, ni siquiera la mental se recuperaba allí. Tampoco hacía gala de mantenerla su famoso director, Don Celedonio, que te hacía pensar que todos los chistes de directores de manicomios, más locos que sus internos, se habían inspirado en él. He aquí algunas muestras de sus corduras. En verano, en 189 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro los días mas calurosos y despejados, aparecía por la calle vistiendo un impermeable negro y roto de plexiglás, y con un paraguas en la mano. Se contaban muchas de sus ocurrencias, como la de llevar a algún conocido como pasajero en su Citroën dos caballos, invitarle a darse un baño en el río, lejos de Plasencia, y aprovechar la zambullida para salir pitando con el coche y las ropas del ingenuo, que allí quedaba sorprendido y ..¡desnudo!. Yo acompañaba a mi madre a llevar algún paquete de los familiares de dos de los allí ingresados. Un pacífico y delgado joven de Hoyos, no recuerdo su nombre, con disminuciones psíquicas de nacimiento. Y un hombre de unos cuarenta, de Coria, enfermo mental, a veces con crisis de agresividad. Se llamaba Rufino. Mas de una vez lo sacaban con los brazos sujetos por correas, a la altura de la cintura, uno por delante y otro a la espalda. El pobre solo nos contaba lo mal que lo pasaba cuando le aplicaban “las corrientes”. Después de algunas visitas dio en aparecer por nuestra casa, los domingos por la mañana, un señor muy bajito, de ojos claros muy pequeños, peinado hacia atrás. Era el señor Ángel. Vestía chaqueta y corbata anchas, como si las hubiera heredado de un propietario anterior de mayor talla, y seguramente así era. Fumaba cigarrillos montados en una pipa corta metálica, mientras se tomaba un vasito de vino que le ofrecía mi padre. El señor Ángel cogió el relevo de mi madre, para llevar los paquetes que antes ella subía. Así se dilataban varias semanas nuestras subidas al manicomio, que por otra parte no era un plato de gusto, con los cuadros que allí se veían. Yo pensaba que el señor Ángel era un empleado de la Casa de la Salud, hasta que después de un año descubrí la verdad. Fue la mañana de Navidad. Alguna vecina nos dio el aviso. Estaba sentado en el penúltimo descansillo de nuestras escaleras, caído hacia la pared, incapaz de subir más por culpa de haberse pasado con el alcohol. Mi madre me dijo entonces que también era un enfermo del manicomio, de los que mejor estaban, por eso tenía permiso para salir a la calle. El pobre señor Ángel, cuando se recuperó, debió sentir tal vergüenza que nunca más volvió a visitarnos. 190 Las paradas La primera parada de los autobuses de Mirat en Plasencia estaba en la plazuela del Barrio de San Juan, en un bar pequeño que llevaban una señora mayor, viuda, la señora Vicenta, y sus dos hijas solteras y casaderas, Geny y Candy. No tardaron en tener pretendientes formales dados su méritos, eran altas, guapas, simpáticas y muy educadas. El primero que en aquellos finales de los cincuenta intentaba flirtear con Candy fue un mancebo de botica, que utilizaba al peque de su farmacia para enviarle misivas, adornadas con algún dibujo de los personajes del semanario infantil “Pulgarcito”. Ella nos mostraba, con alguna presunción, sólo los dibujos. Así conocí yo a Carpanta, las Hermanas Gilda o Doña Urraca, todos fáciles de identificar en la calidad de los dibujos del mancebo. Al final la relación no prosperó y Candy se caso con otro. Con Geny mantuvimos una mayor relación, porque cuando se trasladó la parada a unos nuevos locales, más amplios, en la Puerta Berrozana, ella fue contratada como taquillera para despachar los billetes en ventanilla. Como era muy cariñosa siempre que me veía me daba un beso. Y algunos de los compañeros de mi padre, un poco celosos de nos ser niños, bromeaban conmigo : -¡Edu, que llevas la cara con pintalabios!,… ¡Anda dale otro beso a Geny!. En Plasencia. En las paradas, siempre estuvo como encargado Don Alonso. Un practicante que también trabajaba en el manicomio, y que vestía con elegante traje; más parecía catedrático o dueño de la empresa. Yo creo que lo habían puesto por tener un hombre de confianza. No hacía ningún trabajo administrativo, ni de ningún otro tipo, simplemente aparecía un rato por allí, como supervisando que todo funcionaba correctamente; yo creo que sin él, también. Su esposa, Doña Carmen, me tomó gran cariño. Aún ahora, que ya estoy jubilado, al encontrarme me sigue llamando Eduardito. En vacaciones, por las mañanas, yo iba a menudo hasta la parada. Luego acompañaba a mi padre y a Tito a repostar gasolina. Balta mientras tanto barría los pasillos y espacios bajo los asientos. Una o dos veces a la semana íbamos hasta el río, en las inmediaciones del Puente Nuevo, donde la orilla quedaba cerca para llenar cubos y lavar el autobús. Uno arrojaba el agua y otro iba dando con un cepillo de mango largo. Recuerdo que en los fondos, entre las algas, podías ver mejillones 191 Los Bolindres de Barro de rio, señal de la pureza del cauce de entonces. También me acercaba muchas tardes y me quedaba hasta que habían salido todos los coches. En los sesenta ya no había ninguno con el motor prominente en el exterior, ya eran todos chatos como el 30. Salvo refuerzos, siempre había tres, uno por línea. Entre los empleados más habituales: Antonio Morcillo conducía, y mi tío Emilio cobraba, el que iba por Riolobos, Holguera y Torrejoncillo a Coria y Moraleja. Felipe López Santos, más conocido por Felipe “Borrasca” o por “El Chato” -presumía de su nariz aplanada inventando que la tenía así por haber sido boxeador- llevaba el que iba por Pozuelo, Villanueva de la Sierra y Hoyos, hasta Cilleros; su cobrador, Joaquín. Y el tercero el Pegaso con el número 30, donde iban Tito y mi padre, hasta Coria por Carcaboso, Montehermoso y Morcillo, y vuelta por los mismos sitios hasta Plasencia. Cuando alguno de los anteriores estaba disfrutando de sus vacaciones mandaban desde Cáceres a sus relevos; entre estos, cobradores como Jacinto, Cirilo y Pepe Ávila Díaz, simplemente Pepe para todo el mundo; un tío muy deportista, con buena planta, que rebosaba simpatía. También estuvo años antes haciendo la línea Cilleros-Cáceres; a él le tocó llevar la saca del correo, a pie, varios kilómetros y bajo una fuerte tormenta, la noche que el 21 no pudo pasar por el desbordamiento del Árrago. Empezó como peque en la tienda de repuestos y neumáticos. En los últimos años en activo llegó a inspector de líneas. Entre los conductores, el señor Andrés Mozo, conocido como “El Cotorro”, por lo hablador; Bigara, un golfo simpático, sobre todo golfo, tenía cuatro hijos en su matrimonio y preparó otros tantos fuera de él, aquí en Plasencia, no sabemos si alguno más en otros lugares. Por cierto, en casa de Bigara terminó nuestra pequeña bicicleta azul. Mi padre se la regaló. Supongo que la disfrutaron sus hijos, no sé si los legales, da igual. Al señor Andrés le invitaba mi padre a venir a comer a casa, por querer corresponderle, al acoger en la suya a mi hermano, cada vez que iba a los exámenes libres de Magisterio. El señor Andrés comía, sin glotonería, pero con el mejor apetito que yo haya visto jamás. Yo, vuelvo a repetir, que era de poco apetito y menores cantidades, me asombraba al verlo meter tan grandes bocados, de lo que fuera. Además el señor Andrés tenía una habilidad, que le solicitaba por la gracia que me hacía, era capaz de mover las orejas, ya fuera ambas a la vez o alternándolas, con amplitud y buen ritmo; siempre en el entorno de una amplia cabeza, despoblada y canosa, una cara amable, con sus ojos claros. Después 192 III PLASENCIA de comer sacaba de un estuche de aluminio acanalado, con forma casi de batea arriñonada, sus gafas de montura de pasta. Le gustaba dar un vistazo al diario Pueblo, que mi padre comparaba casi todos los días. En la parada de la Puerta Berrozana, el bullicio en los prolegómenos de la partida eran semejante al que yo había vivido en la parada de Coria. Entre conductores y cobradores subían los bultos a las bacas, primero las facturaciones, luego los equipajes. Algunos viajeros preguntando: -¿Cuál es el “cochi pa Riolobu? Otros se atrevían con la seriedad de Balta: -¡Baltasar, ¿Ya podemu montar?. La premura de estos últimos venía por su timidez a comerse en la calle la merienda que habían traído, y sentirse más protegidos al hacerlo fuera de miradas, en el interior del coche, saltándose la vigilancia de Balta., quien al final solo le quedaba resignarse y decirles: -¡Carajo, lleváis todo el día aquí y hasta que no estáis en el coche no os ponéis a comer! Su enfado lo justificaba porque luego la limpieza tenía que ser mayor y le tocaba a él. De nada servían los carteles que en el interior avisaban: -Prohibido comer Y el mismo caso se hacía de los habituales: -Prohibido fumar -Prohibido hablar con el conductor Otros que intentaban ganarse allí el pan de su casa, cuando llegaban los viajeros, eran dos o tres mozos de equipaje, más conocidos por “los maleteros”. Entre ellos el famoso “Radical”, que había vivido casi toda la vida en Cáceres y luego, ya mayor se había venido a Plasencia. En la capital se le conocía ya antes de la guerra, allí repartía y pregonaba el periódico republicano El Radical, del que tomó su apodo. Los muchachos le provocaban gritándole, a prudente distancia: -El Radical, El Radical tiene calentura y La Caya se la cura. Caya era el nombre de su mujer. Antonio era el más joven de los maleteros, cuando desapareció este oficio trabajó repartiendo por las calles hojas de publicidad y el periódico “Hoy”; muchos años se ha escuchado su retahíla dominical: ¡El Hoy, con la lista de la lotería”… También acudía un hombre mayor que vendía cuadernillos con letras de coplas, de canción española. Era un poco cojo, de los de una pierna más corta de lo normal, con su ancha calza en la bota y sus an- 193 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro dares abiertos, que a alguno inspiraba la broma despiadada: -¡Mira, ese anda a las tres menos cuarto! Yo no sé cómo viviría, pero con las coplas no sacaba ni para tabaco. Junto a la pared de la entrada a las oficinas instalaba siempre su carrillo el señor Nicolás. Llevaba tiras de regaliz y chicles, pipas o cacahuetes en bolsitas alargadas de celofán, otras, rellenadas también por él, con caramelos sueltos de café con leche o mentolados; y otros de varios sabores, cuadraditos, que ya venían de fábrica en paquetitos de diez, creo que de marca Francis. También vendía algunos juguetes, puñales pequeños de goma, antifaces de cartulina, cochecitos, pelotitas diminutas de goma…, y lo más llamativo para mí, un pequeño gimnasta de plástico en el centro de un arco de acero, que al presionarlo le impulsaba haciendo piruetas. Arriba, Pepe y “El Rojo” 194 De izqda. a dcha.: Bigara, Victoriano Gorrón y Pepe. El Cubano Desde nuestro balcón se veían las ultimas curvas de la carretera de Montehermoso, antes de su entrada en Plasencia. Vigilábamos cuando calculábamos que faltaba poco para poder divisar el paso por ellas del coche de línea de mi padre, para que nos diera tiempo a bajar a la puerta de casa a esperar su llegada. El autobús tenía el paso obligado por nuestra calle. Aflojaba al llegar a nuestra puerta, en la que esperaba mi madre o mi hermano, y algún año después yo, y sin parar, mi padre nos entregaba, por la ventanilla de la puerta trasera, un paquete con cuatro kilos de café portugués, envueltos con la mitad de un saco de papel fuerte, de piensos, atado con un trozo de cuerda blanca de pita. Con la entrega en casa no hacía falta que el café llegara hasta la parada, donde el riesgo era mucho mayor por las frecuentes vigilancias allí de guardias civiles o de los inspectores de Hacienda. Mi madre había iniciado la reventa en Coria hacía unos tres años, reanudándola a los pocos meses de vivir en Plasencia, los necesarios para contactar con las posibles compradoras. Todas señoras muy mayores, la señora Julia en la calle Cartas, Antonia detrás de la Iglesia de San Martín, la señora Marciana en el Rincón de la Salud. Muy cerca de esta la tía Alejandra, -con el tratamiento y cariño de los pueblos, en este caso-, sentada junto a su carrillo de golosinas, en la esquina de la calle Trujillo con la calle de la Salud. Y la más viejecita de todas, la señora Mena, que vivía en el bajo de una casa pequeña, de las que también compartían cocina y retrete, con tan solo dos alcobas; una de ellas haciendo el papel de comedor durante el día, sin ventilación y un olor a aire viciado de tabaco y colillas, de miseria. Su casa estaba más allá de un estanco, también desaparecido, a continuación de la Ermita de la Salud, en la subida de la carretera, pegada a la barbacana de la muralla. La señora Mena tenía más de ochenta años. Vivía sin ninguna pensión, solo con los escasos ingresos de ganarle tres o cuatro pesetas a cada kilo de café que revendía, a veces taza a taza. Encima tenía a su cargo a un hijo soltero, de unos cincuenta y tantos, que había sido maestro, y que perdió la razón por palizas recibidas durante la guerra. También le quitaron su puesto y sueldo, simplemente por ser republicano. Siempre estaba liando algún cigarrillo, con gran habilidad a pesar de tener varios dedos atrofiados en su mano izquierda. Cuando te acerca- 195 Los Bolindres de Barro bas tocaba levemente tu ropa, con recelo, un roce cariñoso, al tiempo que mascullaba frases incomprensibles. No era nada, pero la señora Mena enseguida le decía: -¡Estate quieto, hombre! La señora Mena, lo mismo que todas las revendedoras, refunfuñaba un poco cuando los paquetes de café no eran del más habitual, “El Cubano”, pues en ocasiones llegaba de otra marca, tan similar como para llamarse “La Cubana”. Y las reticencias eran porque la clase del café de esta consorte no daba tanto color al mezclarlo con la leche, teniendo que echar más cantidad para conseguirlo, y por ello una duración menor del paquete, es decir, que salía menos económico. Mi madre decía que “La Cubana”, aunque diese menos color, tenía un sabor más rico, por eso lo prefería usar en casa cuando venía. A la hora de pagar, la señora Mena sacaba un viejo librito que tenía todas la tablas de multiplicar hasta el cien. Preguntaba: -¿ A cómo está el kilo?. Se le decía: A 65 Buscaba la página del 65 y la fila del número que correspondía con los kilos para ver el total. Luego sacaba de su faltriquera un paquetito cilíndrico con billetes liados de 25, 50 o 100 pesetas . “La Chata” era otra “mujerita” revendedora, que debía su apodo a la falta casi total de nariz. Venía desde Cuacos a buscar el café. Se llevaba con su pequeñísima estatura siempre dos bolsos, con unos tres o cuatro kilos cada uno. Llegaba los martes de cada semana, bien temprano, y se acostumbró a desayunar en mi casa casi por auto invitación, al principio decía: -Anda, Pruden, ponme una gota de café. Luego se lo ponía mi madre, ya sin pedirlo; se convirtió en costumbre. Durante algunos años, pocos, tuvimos como clientes a unos conductores de camiones, de Transportes Vallejo, El almacén cochera estaba a la entrada al Barrio de San Juan, y hasta allí les llevábamos, a veces en dos viajes, más kilos de los que habitualmente se vendían. Como eran insuficientes los cuatro que traía mi padre a diario, había que buscar una mayor provisión. Mi madre la encontró en una señora mayor, que llamábamos “la Capataza”, porque su marido era capataz de zona de RENFE. Vivían en una casita pequeña, la casa oficial junto a la vía, a unos tres kilómetros del Puente de San Lázaro. La lejanía de la ciudad les daba la tranquilidad suficiente para coger el café por cargas. Una carga tenía los kilos que cargaba una caballería, unos 40, y en bestias se 196 III PLASENCIA lo traían a ella desde Montehermoso, por la noche. Luego mi madre le compraba doce o catorce kilos, que había que ir a buscar hasta su casa, por un camino muy peligroso, la mitad en una vereda estrechísima sobre las paredes laterales de los cañones del río y la otra mitad andando sobre la vía. Siempre acompañábamos a mi madre, mi hermano o yo, o ambos, por el reparto del peso y el peligro del camino. El café estaba envasado en papel fuerte, en paquetes cilíndricos, de medio kilo. Pero en los cincuenta, en Coria, cuando se empezó en casa con su estraperlo, también venía en cajas de hojalata con su tapadera y profusamente decoradas. Aún queda por casa una de aquellas latas, que desde que se terminó su contenido, cambió la utilidad a la de caja de costura de mi madre, para guardar unas pequeñas tijeras, el dedal, el alfiletero de madera contorneada, alguna bolsa con botones, broches y corchetes, y también un huevo de madera para zurcir los calcetines, que cuando no estaba cumpliendo su práctica función tenía un importante papel lúdico entre mis manos. Esas latas eran de marcas especiales, como una que se llamaba “El Litri”, y que, además del café, traía de regalo una pequeña miniatura de una espada torera. Los portugueses aprovechaban el tirón publicitario del exitoso torero español de aquella época. 197 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro Los domingos La Plaza de Abastos, o del Mercado era a principios de los sesenta el único sitio de Plasencia donde comprar carnes y pescados. Los frigoríficos no habían llegado, lo que obligaba a comprar casi a diario lo que se fuera a consumir, si no se corría el riesgo de que se pasase. Posiblemente por eso abría también los domingos por las mañanas. Las señoras iban temprano a hacer la compra y antes de regresar a sus casas, muchas de ellas entraban en las iglesias a oír la misa de precepto. Mi madre fue la que, un tanto asombrada, nos lo contó: -¡Aquí van las mujeres a la Iglesia con los bolsos de la compra!. Era algo que no había visto en Coria o en Hoyos, no solo porque allí no tuvieran mercados de abastos, que también estaban las tiendas y carnicerías, sino que ninguna mujer se le ocurría ir con la compra a la Iglesia. A media mañana dominical era la hora en que un pobre venía a pedir. Era un viejecito muy desaliñado, de barba blanca al que le faltaba una pierna. Venía desde las afueras, de una chabola que tenía en la carretera de Montehermoso, con todo su esfuerzo apoyándose en dos viejas muletas de madera; de una de ellas colgaba una lata con un alambre; le valía de taza, plato o cacerola, según el momento. No llamaba, se sentaba a descansar en el poyo junto a la puerta de la casa de enfrente, y las vecinas le traían algo, un trozo de pan, un poco de queso…; mi madre le bajaba café con leche caliente y pan para migarlo. Por la tarde, a las cuatro empezaba la sesión de cine infantil. Las primeras veces me llevaban mi hermano y mi primo José Luis. Íbamos al Teatro Alkazar, al “gallinero”, que era lo más barato, y sus gradas se llenaban entre chavales y soldados. La altura de ese segundo entresuelo me dio una sensación de temor, casi de vértigo cuando volvía subir, ya mayor, después de muchos años, y recordaba que los muchachos bajábamos corriendo aquellas gradas que apenas tenían una barandilla, bastante baja, para evitar que nos cayéramos al patio de butacas. En los años cincuenta todavía se usaba el patio, desmontando las butacas, para animados bailes en carnavales. En los sesenta, como teatro, era el escenario para las actuaciones 198 199 Los Bolindres de Barro de las compañías de cantantes. Mis padres me llevaron varias veces. Allí he visto a La Niña de la Puebla, que traía entre sus artistas a la Paquera de Jerez y a Estrellita Castro, ya muy mayor y aún con muy buena voz y toda su gracia. En la compañía de Juanito Valderrama venían entre otros Dolores Abril, su compañera, Pepe Marchena, el que mejor ha cantado “Los Cuatro Muleros”, después de la Niña de la Puebla, y el cómico cantante Emilio “El Moro” . El señor Nicolás y su carrillo de golosinas cambiaban sitio y clientela la tarde de los domingos, pues se ponía unos metros más abajo del Cine Alkazar, en la esquina de la Calle del Corregidor con la Calle del Rey, por donde pasaban los muchachos que se dirigían a la sesión de cine infantil. Además del carrillo, colocaba a su lado una cesta ancha de mimbres, con bajos bordes, apoyada en unas tijeras de madera. En ella tenía cangrejos y bígaros cocidos. Los segundos te los vendía en un pequeño cucurucho de papel, junto con un alfiler para poderlos comer. Otro par de carrillos estaban más cerca del cine, junto al muro de las escaleras de la Iglesia de Santa Ana. En esa zona nos concentrábamos para cambiar tebeos antes de entrar al cine. Cuando se salía muchos se dirigían al centro del ambiente, entonces la Plaza Mayor. Con las perras que te quedaban te podías comprar un paquete de palomitas recién hechas, en los últimos soportales antes de la salida hacia la Plazuela de San Esteban. Y si la sobras no daban para ellas, bajo las arcadas anteriores se ponía un barquillero; por dos reales podías lanzar en su ruleta un par de veces, no sé si había algún premio especial, de todas formas el hombre era generoso y siempre te daba, más o menos, la misma cantidad de ricos barquillos. Alguna vez, ya en verano, también a la salida del infantil, me llevó mi hermano al cine parroquial de San Pedro. Costaba dos reales, una peseta los dos. Era al aire libre. Nos sentábamos en unos bancos de madera a ver un par de películas cortas de cine mudo, casi siempre de Charlot o de “El Gordo y el Flaco”. Años más tarde, algún domingo elegía El Cine Sequeira, donde ponían las mismas películas de mayores que la semana anterior se habían estrenado en el Alkazar, porque ambos eran del mismo dueño. Con la ventaja de que en el Sequeira costaba más barato y te dejaban pasar mejor cuando tenías doce o trece años si la película era para mayores de dieciséis. El Sequeira estaba instalado en la capilla de un desaparecido convento, desde la desamortización de Mendizábal, el de San Francisco. Tenía un solo entresuelo, de gradas sin sillas, y un pequeño patio 200 III PLASENCIA de butacas. La tapicería era la misma que cuando se inauguró, allá por 1923; hasta la máquina de proyección decían algunos que funcionaba con carbón. Todo estaba impregnado de un saturado olor a viejo y humedad. A finales de 1960 se abre un nuevo cine, El Coliseum. De construcción y diseño modernos. Llamaba la atención que tuviese tresillos y sillones en los dos vestíbulos, el del patio de butacas y el del entresuelo. En las sesiones infantiles, en la primera parte, en lugar de una película de duración normal, a menudo ponían un bloque con cuatro películas cortas, procedentes de series de televisión americana o británica. De las yanquis, “Las aventuras de Kit Carson”, emitida en los Estados Unidos en los cincuenta, sobre un pistolero tejano que siempre iba acompañado por su amigo, un charro de Laredo(Méjico), llamado Toro. Y de las inglesas, una serie sobre Invanhoe, de 1958, interpretado por un jovencísimo Roger Moore, mucho antes de ser el famoso detective de la serie de televisión “El Santo”, y este muy anterior a sus interpretaciones en cine del agente 007. Otra novedad que aportó el cine Coliseum fue la sesión continua de dos películas los días de diario, con tres pases, el primero empezaba a las cuatro. Una vez, en vacaciones, por llegar tarde y perderme el principio de la primera película, me quedé en su siguiente sesión, llevándome la bronca cuando regresé a casa también tarde: -¡Pero cuántas películas has visto tu? Prácticamente tres, bueno la primera dos veces. Todo, resultado de mi gran afición. Alguna vez pensaba, como imposible, si se podía pasar un domingo sin ir al cine. Entonces era el único día sin clases; aquí no sabíamos aún que era eso de fin de semana, o semana inglesa. En la plazuela del Coliseum también se instalaban carrillos y puestos de golosinas. El más famoso, el kiosco de la Felisa, que estaba fijo junto a la pared de la parada de otra empresa de autobuses. La Felisa era una señora gorda mayor, siempre muy pintarrajeada, que parecía estar clavada en el interior, y casi siempre sentada, sin alcanzar a ver bien las mercancías que asomaban por el borde exterior de su tablero mostrador, circunstancia que algunos picarillos aprovechaban para llevarse, en un descuido, algún regaliz o caramelo sin el pago correspondiente. El Coliseum nació con el título de Cine, a diferencia del Alkazar y el Sequeira, que ostentaron el de Teatro. Y aunque Cine, su amplio escenario y camerinos le permitían también el papel de los otros, con las actuaciones de compañías de cantantes. De allí recuerdo la de Antonio Molina, casi en los finales de su carrera y de su voz; el esforzado 201 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro garganteo de tantos años ya le empezaba a pasar factura. Entramos gratis porque mi tío Román venía como chofer del autobús que llevaba a todos los secundarios. En el verano se cambiaba la zona de paseo de la plaza por la Avenida de San Antón. En los primeros jardines, conocidos como “los de la rana”, debido al pequeño batracio de hierro, de cuya boca salía el chorrito de la fuente que allí estaba, se ponían los domingos dos fotógrafos, Pedro y su hermano, dispuestos con sus pequeñas cámaras, colgadas del cuello, a inmortalizar grupos de amigas o amigos, parejas de novios o soldados solos o con compañeros. Los días de diario, los dos hermanos fotógrafos se ponían con su caballete en la Plaza Mayor, para hacer fotos de carnet, de las popularmente conocidas como “de minuto”, porque poco más de ese tiempo tardaban en hacer su revelado y positivado, dentro de la misma caja de madera que albergaba su vieja cámara. Luego lavaban la tira de las fotos en un pequeño cubo de cinc y cuando se habían secado lo suficiente las cortaban y te las daban. Pedro era paisano nuestro y amigo de mis padres, desde que era un chiquillo y corría por las calles de Hoyos. Además su madre era muy amiga de mi tía Alicia, hermana mayor de mi padre, que vivía en San Sebastián. Vino una vez a visitarnos y tampoco dejó de hacerlo con la madre de Pedro. En la Plaza, como centro de atención, también se celebraban algunos eventos. Entre ellos la carrera de camareros, con la que estos festejaban a su patrona,Santa Marta, corriendo con una bandeja en una mano-soportando botella de vino y copa llena- el largo desde la puerta del ayuntamiento hasta la carnicería de Estebina y regreso de mismo trayecto inverso, ahora con el desnivel en contra, ganando el primero que invirtiera menor tiempo sin derramar contenidos líquidos ni recipientes. El tren La casa de Plasencia era un poco la pensión eventual de conocidos de Coria, o de Hoyos cuando venían a entregar a los quintos. Uno de estos, era la primera vez que salía del pueblo y la primera que veía un tren, se quedó tan pasmados al ver pasar un largo mercancías por la recta de la vía que se divisaba desde nuestro balcón, que exclamó: -¡Cagüen diez, si pareci un pueblu a la rastra! En otro momento comentaban dos de aquellos quintos sobre sus destinos para incorporarse a filas: -¿ A dondi te ha tocao a ti? -A Melilla -Ah, bueno, tú si que has tenío suerte, por lo menos sabes que eso está ahí, en cuanto cruzas pa África ,….pero a mí que me ha tocao na menos que a Guadalajara…. Mi madre, comprendiendo la angustia de este último por su ignorancia al creer que la única Guadalajara que había, y que le había tocado, era, allá de las fronteras, de la que había oído algo en la letra de la famosa ranchera mejicana,.. (“Guadalajara en un llano, México en una laguna”…), no pudo por menos de saltar y decirle: -¡Pero hombre, si tú estás más cerca, que Guadalajara está al lado de Madrid!. La Caja de Reclutas estaba en la Puerta Berrozana, frente a la parada de los coches de línea. Allí les entregaban a los nuevos quintos un petate vacío, para que metieran sus pertenencias. Luego los veíamos pasar por la puerta de mi casa, formando un larga fila de a dos, para ir andando hasta la estación y tomar el tren hasta Cáceres. Desde el Regimiento de la capital irían saliendo para sus respectivos destinos. La primera vez que yo vi un tren fue en Cañaveral. Yo tendría cinco años. Mi padre me llevó en el coche que hacía la línea desde Coria, no solo para llevar o traer viajeros, también las sacas de correo en los dos sentidos. Era un servicio extra, en el intermedio de mañana y tarde de la línea Coria-Montehermoso. Como tuvimos que esperar en la esta- 202 203 Los Bolindres de Barro III PLASENCIA ción, mi padre me subió a un vagón de viajeros de un tren que también esperaba allí. Estaba vacío y me pareció inmenso. En esos años la estación de Cañaveral era más importante que el propio pueblo, con bares, fondas y comercios. Allí se concentraba el tráfico de viajeros y de mercancías para todo el noroeste de la provincia. En una de las tiendas compró mi padre una jarra cafetera, de barro, totalmente vidriada en un tono marrón oscuro, y tan brillante que más parecía de porcelana. Le hacía ilusión llevársela de regalo a mi madre. Lo malo, y lo normal, es que no se probara. Al intentarlo en casa, tras aclararla, se comprobó que el orificio de salida no existía, la arcilla debió de aplastarlo en el momento que su creador uniera cuerpo y pitocho. Nunca se le pudo dar su uso específico, quedó para adorno por muchos años. En el mismo sitio que la cafetera, mi padre me compró un “canario de agua”, un pajarillo de barro hueco, rematado con un silbato. Al llenarlo de agua los soplidos se transformaban en melódicos trinos muy parecidos a los cantos de los verdaderos canarios. Yo me vine más satisfecho, ¡el mío sí funcionaba!. A la estación de Plasencia fuimos las primeras veces a acompañar a mi primo Juan Antonio. Venía con mi tía María para tomar el tren que le llevara hasta Gijón. Estuvo en su Universidad Laboral, que dirigían los jesuitas, desde los nueve años hasta que se incorporó al mundo laboral. Para mi primer viaje en tren tuvieron que pasar unos años. Aún eran con las máquinas de vapor y los vagones de madera. Ya había cumplido yo los doce. Fui con mi madre y unas amistades a visitar a unos parientes de estas últimas, en Aldeanueva del Camino. Nos atrevimos a ir en tercera. La incomodidad de aquellos asientos con tiras de tablas, los hacía solo soportables en trayectos cortos como aquel. Alguien de los que visitamos nos explicó porque de Aldenueva se decía que era el pueblo de las tres mentiras: -Una, no es aldea que es pueblo -Dos, no es nueva que es vieja -Y tres, no tiene camino , que tiene carretera. 204 205 Los Bolindres de Barro III PLASENCIA Entre barros y calderos Al marchar los Giménez también quedó libre una de las cocheras, la más próxima a nuestro portal. Al poco tiempo la alquiló un joven para instalar en ella su carpintería. Se llamaba Clemente Terrón. Unos le llamaban por el nombre y otros por el apellido. En sus primeros días llegó un camión, le traía una máquina nueva, una cepilladora con aserradero; dado su peso, el camión procuró arrimarse cuanto pudo a la pared, tanto que entalló la bicicleta de mi hermano, doblándole la mitad del manillar. Entre el conductor y Clemente la enderezaron lo que pudieron, no del todo; aquella doblez la tuvo para siempre. A Terrón le debí de caer bien, cada vez que me asomaba un rato a la puerta de su carpintería decía de mí: -¡Pero que salao es este chaval. Es más salao que las pesetas! Yo entendía que era un halago, lo que no comprendía todavía era lo de la sal de las pesetas. Clemente tenía buen oficio. Mis padres le encargaron una mesita para la radio y un pequeño mueble librería. Él los diseñó, ambos con un estilo modernista. La mesita sobrevive aún en el recibidor de mi casa. 206 Otro que me aguantaba muchos ratos viéndole trabajar, era Gregorio, el barrero. Bueno, yo creo que agradecía la compañía y el entretenimiento de sus explicaciones a todas las preguntas que yo le hacía sobre su oficio. Yo disfrutaba con todos sus procesos. La preparación de las tierras arcillosas, su batido con agua en un pozo de las traseras, su vertido y sedimentación en dos estanques, el cortado y almacenaje del barro tras la evaporación suficiente. El amasado de pequeños bloques en el tamaño apropiado para cada cacharro. El momento mágico del modelado sobre el torno. La habilidad de las manos para crear formas huecas donde antes había volúmenes cerrados, mientras la destreza del pie mantenía las revoluciones necesarias. El secado al sol. El baño con “el alcohol de alfareros”, polvo de sulfuro de plomo disuelto, que aportaba una capa gris azulada, tornándose en vidriado transparente tras la cocción. El horno para la terminación de los procesos, la colocación minuciosa de toda la partida en su parte superior y la alimentación del fuego con paladas de serrín, abajo, en el fogón. 207 Los Bolindres de Barro A finales de los cincuenta llegué a conocer tres barrerías. Todas a la vera del río, y en nuestra orilla, entre el Puente Trujillo y el Puente San Lázaro. Preguntándole hace poco a la viuda de uno de aquellos alfareros, cuándo había dejado de funcionar su barrería, la buena anciana me dijo: - ¡Cuando llegaron los plásticos!. Si la carpintería de Clemente y la alfarería de Goyo eran dos sitios donde echaba muchos ratos, el tercero estaba un poco más allá. Era el taller de calderería de Eduardo y Gabriel, dos hermanos más artistas que artesanos, conocidos como “Los Caldereros”. Resultaba agradable y relajante, casi hipnótico ver el fuego de su fragua, o escuchar el martilleo rítmico sobre el yunque. No todo era el hierro de trébedes y maceteros, o la chapa de pequeñas cocinas; en sus trabajos más finos transformaban las planchas de cobre en armónicos alambiques. Por las tardes después de la escuela se les unían sus hijos, Carlos, de Eduardo y mi amigo Gabriel, de su homónimo. Ayudaban un rato a rematar el interior de los calderos terminados. Todo era dar, con un poco de fuerza, pasadas y más pasadas con una barra de estaño, para que su roce fuera dejando una capa brillante sobre la chapa que antes estaba oscura. Cuando acababan la jornada, los dos hermanos se arreglaban con elegancia, para subir un rato al Regio o al Español, bares de la plaza donde tomaban un café mientras echaban un partidita de cartas. Los caldereros estaban siempre con alguna ocurrencia. Muchas con alguna pega, lanzada a los que ya estudiábamos, para que no olvidáramos poner los pies en el suelo de la sabiduría popular. Bien sabían ellos que no todo se aprende en los libros. Recordaré un ejemplo. Cualquiera de los dos hermanos, dirigiéndose a mí: -¡Edu, tú que ya sabes mucho y eres buen estudiante, te voy a demostrar que las matemáticas mienten. Tres señores se toman su café en la terraza de un bar. A la hora de pagar el camarero les dice que los 3 cafés son 15 pesetas. Cada uno pone un duro. El camarero llega a la barra y el dueño le dice que se ha equivocado, que los 3 cafés son 10 pesetas. El camarero mientras regresa para darles la vuelta piensa, cómo no se puede dividir 5 pesetas entre los tres, le doy una peseta a cada uno y yo me quedo con las dos que sobran. Así lo hace. Conclusión, cada cliente ha pagado 4 pesetas, 4x3 son 12, más las dos que se ha guardado el camarero, dan un total de 14…¿Dónde está la peseta que falta?. Ya 208 III PLASENCIA ves tú, lo que te decía, las matemáticas mienten, salen 14 y tenían que salir las 15 que pagaron. La pega te quedaba dudando, y ellos sonriendo y triunfantes. No te daban la solución, porque tampoco la sabían. Años después averiguabas que el planteamiento era erróneo. Aparte del oficio, los caldereros eran músicos aficionados. Habían tocado durante su soltería, siempre de oído, en alguna fiesta de los pueblos de alrededor; Eduardo el mayor, el saxofón y Gabriel, o “Lin”, el pequeño, la trompeta. Este último, ya casi jubilado, recuperó su afición integrándose en la Banda Municipal, para disfrutar sus momentos en conciertos, procesiones y corridas de toros. Los muchachos de mi calle éramos afortunados por la variedad de oficios que allí confluían. Disfrutábamos con mucha antelación de los mejores temas transversales, mucho antes que se incluyeran en los currículos escolares. Sigo ahora con otros. Enfrente de los caldereros vivía una pareja mayor, hermanos, y ambos solteros, dedicados a la apicultura, por eso les conocía todo el mundo como Los Mieleros. Su casa era un edificio grande, con un amplio salón donde alguna vez se habían hecho bailes, al lado una habitación, hasta donde te hacían pasar cuando ibas a comprarles miel. La Mielera la sacaba con un cazo de unas potas enormes de chapa. Era entretenido ver caer, en la jarra que tú llevabas, el hilillo que trazaba efímeras curvas. El Mielero iba siempre en un mulo grande hasta donde tenía sus colmenas, por la carretera de La Oliva. En un tiempo corrió el rumor de que se había tirado al tren. O era falso, o no acertó, porque no presentó secuelas que lo confirmaran. Si alguien le sacaba el tema y le preguntaba por qué se había tirado al tren, respondía molesto: -¡ Por no matar a un hombre!. En la casa siguiente a la de Los Mieleros vivía una familia de cereros, la gente decía Los Veleros, porque tenían una fábrica de velas junto al puente San Lázaro. El padre era un anciano que ya solo paseaba; los que trabajaban eran los tres hijos. El menor, amigo de Gregorio y de los caldereros, se paraba un momento con ellos cuando regresaba del trabajo, con la ropa toda salpicada de gotas de cera. Los dos mayores no decían ni adiós, y no debían de llevarse bien entre ellos. Se contó que en una discusión en la fábrica llegaron a amenazarse con herramientas. Más allá, cambiando ahora de acera y de género, vivían dos hermanas, mayores, modistas y solteras. Vivían con su madre. Las tres muy 209 Los Bolindres de Barro educadas y agradables. También tenían buena aguja; a mi madre le hicieron más de un conjunto de falda y chaqueta. En casa nos referíamos a ellas como “Las Muchachas”, en tono cariñoso, aunque pasaran de los treinta. Al doblar la curva de la calle que daba vista a su tramo final, antes de desembocar en el Arco de la Salud, había una fragua, en la que trabajaban dos herreros, un padre y su hijo. El padre atendía por Piro, ambos morenos y garbosos, sobre todo el padre que recordaba la descripción del Camborio de Lorca, y también como el gitano, iba a ver los toros, no a Sevilla, a la puerta de chiqueros de la plaza de Plasencia…, era su torilero. Ya fuera de nuestra calle, aunque vecino por proximidad, estaba el herrador, que junto al Puente Trujillo no conjugaba el verbo errar, sino el de herrar con acierto las bestias que le llevaban. Entre ellas, la que calzaba mayor número, el percherón del carro de la carne, que en los tramos diarios del matadero a la Plaza de Abastos desgastaba sus aceros. Allí acudía también el caballo de más bella estampa que había en la ciudad, un negro azabache brillante que montaba con gran elegancia Saturnino, un jinete de edad avanzada, siempre cubierto con su sombrero cordobés. Curiosamente, Saturnino era el dueño de la carnicería de caballos. Cuando las ruedas relevaron a los cascos desaparecieron las herrerías, aquí y en los últimos sitios. Cerca del herrador, bajo el puente, vivía una familia muy pobre, conocida por “los Colinos”. Dos panderetes abrazaban las curvas del primer arco delimitando una chabola, que daba cobijo a los padres y cinco hijos. Si las aguas subían, más de un invierno, tenían que escapar y quedarse al raso. Y en semejante pobreza se incluía también a “La Pielera”. Una abuelita pequeña, ágil, muy delgada, en cuyo rostro moreno cubierto de arrugas se adivinaba una belleza pasada, con el mismo aire de las gitanas cordobesas que inmortalizó con sus pinceles Julio Romero de Torres. La Pielera pregonaba su apodo, recorriendo nuestra calle y todas las demás. Compraba por dos reales o una peseta las escasas pieles de conejos o liebres que la gente había guardado, tras guisar y disfrutar de sus carnes en la mesa. En la otra curva en que terminaba nuestra calle, al poniente, empezaba la que tomaba el nombre de otro arco, Calle Puerta de Coria. Y allí estaba la tienda de ultramarinos del señor Manolo. Un piornalego 210 III PLASENCIA asentado en Plasencia, por las mismas fechas que nosotros. Trabajaba todos los días del año, creo que ni siquiera descansaba las dos únicas mañanas que lo hace todo el mundo, hasta los periódicos, Navidad y Año Nuevo. El señor Manolo también estrujaba las madejas de fideos, como yo había visto ya en la tienda de “El Campana”. Aquí había algunas novedades, como las piñas de plátanos o las cajas de sardinas prensadas, que extendían su aroma preponderante ambientando toda la tienda. Y aunque usaba con acierto la palanca de segundo género del cuchillo específico para cortar el bacalao, desconocía el uso de la de primer género de las tijeras, para cortarse las uñas; no digamos ya, la combinación de segundo y tercero de un cortauñas, para no tener las suyas en permanente luto de talla XL. Eso sí, les sacaba brillo al clavarlas en las pancetas para sujetarlas, mientras cortaba un trozo de tocino rancio. En su tienda, y en tantas otras, estuvieron de moda a comienzos de los sesenta, unas chocolatinas cuadradas que traían cromos, con las aventuras de un príncipe galáctico llamado “Vitacal”. Los muchachos se inspiraron para lanzar a algún otro: -¡Chaval, chaval, toma Vitacal! A lo que seguía la respuesta con la rima fácil: -¡Que lo tome tu padre, que a mí me sienta mal! Terminando el remate del primero: ¡Que lo tome tu tía que yo ya lo sabía! El señor Manolo, entre tantas jornadas de trabajo y los apuntes de su cuaderno de “fiaos” fue sumando y sumando. Alguna vez le avisó una clienta que el queso que acababa de cobrar a otra, se lo volvía a apuntar a ella, sin llevar ninguno. Con los años las sumas dieron para una huerta amplia, con porqueriza y gallinero, y al final hasta con chalet. 211 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro Lecherías Con mi padre. La foto la hice con el autodisparador de una vieja Agfa de fuelle que se trajo mi hermano de Sevilla Plasencia 1968 212 Retomo las proximidades. Enfrente de mi casa vinieron a vivir, dos años después que nosotros, la familia del señor Marciano y la señora Emperatriz, con sus tres hijos, Leodegario, Vatildo y Pili. El primero mayor que mi hermano; el segundo de su edad, por eso enseguida su amigo y de Enrique, el del primero izquierda de nuestra casa; la más pequeña de cinco años. Todos de Serradilla. Los padres nunca perdieron ningún elemento de su habla rural. Baste aquí un ejemplo. Cuando la señora Emperatriz preguntaba -¿Qué te paja ti?. Lo que hacía era pedir tu opinión sobre algo o alguien: ¿Qué te parece a ti?. El señor Marciano era lechero, bueno, más apropiado, vaquero. Las vacas estaban en las cuadras, en los bajos de la vivienda. Tenía amplios pesebres, en dos filas paralelas, con espacio para unas dieciseis cabezas. Además dos buenas habitaciones para almacenar paja y alfalfa. Por la parte de atrás una puerta daba directamente al río y por ella sacaba el señor Marciano los estiércoles camino del agua. La señora Emperatriz despachaba la leche y tenía siempre tanta que no necesitaba aguarla. Lo demostraba el buen tomo de nata que se formaba en el cueceleches, en casa, al enfriarse después de hervida. En los días que el señor Marciano venía de alguna feria, se juntaban en los establos más vacas de las normales, hasta que las iba vendiendo. Eso aumentaba, tan considerablemente, las cantidades de leche que la señora Emperatriz la vendía a mitad de precio, para evitar que se estropease. Entonces mi madre aprovechaba y con los litros extras preparaba para cenar las únicas sopas que me gustaban, las sopas de leche. Simplemente leche recién hervida, vertida sobre las láminas de pan asentado con un poco de azúcar por encima. En casa la llamábamos “leche migada” . Al señor Marciano se le veía enseguida que había nacido para sudar, bregando y ordeñando las vacas. De eso se aprovecharon los socios que se le fueron arrimando. Al final siempre era mejor no tenerlos, aunque las vacas fuesen menos. 213 Los Bolindres de Barro El otro lechero era el señor Pepe. Vivía a lado de nuestra casa con su mujer la señora Amparo y su hijo Jesús. El señor Pepe no tenía vacas, simplemente era revendedor de leches que compraba a otros. Las recogía en el tren, en unas potas de aluminio, que cada día fregaba hasta hacerlas brillar la señora Amparo. En su casa olía a leche, a diferencia de la casa de la señora Emperatriz, allí dominaban los aromas de las vacas; lógico,.. ¡teniéndolas en los bajos! El señor Pepe repartía leche en botellas de cristal, iguales que las que se dejaban en las puertas en las películas americanas; quizá importó esa costumbre porque había vivido en Estados Unidos. Las transportaba en un triciclo, impulsado con el exclusivo esfuerzo de sus piernas. Muchas veces aumentado por llevarnos a su hijo y a mí montados junto a las botellas. Ayudábamos el mínimo, entregando las botellas llenas y recogiendo las vacías del día anterior. Se empezaba por la calle Ancha y terminábamos en las cocinas del Seminario Mayor. Después de unos años jubiló el triciclo y se compró un viejísimo Ford T de los años veinte, con capota. El señor Pepe cuando se reía dejaba ver una funda dorada en uno de sus caninos superiores. Y reía a menudo, simpatía más destacable en alguien que había sido guardia civil; no sé si entonces serio y con bigotes. Ahora no los tenía. Lucía una calva completa y brillante, solo en casa, cuando se quitaba la boina que llevaba siempre en la calle. La señora Amparo despachaba la leche en casa. Honrada y orgullosa. Quizá presumía un poquito con algunas cosas de su hijo, como cuando lo llevaron a estudiar interno a un buen colegio de Salamanca, una especie de seminario, pero mucho mejor según ella, de allí no se salía simplemente cura, sino ¡canónigo!. Era perdonable, tenía hijo único. Jesús, dos años mayor que yo, fue por su edad más amigo de mi hermano. Conmigo, sobre todo, compañero de juegos en sus vacaciones. En una de ellas nos hicimos unos formidables escudos y espadas de madera, imitando los de los romanos. Una mañana que apareció por la calle un compañero del colegio de Salamanca, me dijo rápidamente que escondiera sus armas. Le daba vergüenza jugar a eso ante amigos que ya no lo hacían, o no lo habían hecho nunca. -¡Qué hay, Regidor!, dijo el que llegaba en bicicleta, que no era otro que el que años más tarde sería mi cuñado Alberto. Había llamado a Jesús por su apellido, costumbre de los que compartían internado. Una tarde, jugando “al que te pillo”, intenté escapar de otro que me quería coger, atravesando la calle; como no miré resulté atropellado 214 III PLASENCIA por una bicicleta. Me metieron en casa de la señora Amparo para curarme de las rozaduras, un poco sangrantes. Cuando llegaron mi madre y sus nervios, lo primero que hizo fue soltarme una colleja. La señora Amparo intercedió diciendo que no había pasado nada y que solo tenía que curarme un poco. El muchacho que me atropelló le explicó a mi madre que yo me atravesé sin mirar, y que no pudo frenar. Mi madre le preguntó si él se había hecho algo; al responder que no, le dijo: -Pues entonces, ya te puedes ir tranquilo. La señora Amparo tenía habilidad y sangre fría suficientes para curar heridas. Bueno, no todas. Una tarde mientras pescábamos en el rio, tropecé con el sedal, justo cuando Jesús estaba intentando poner una lombriz, y por el tirón se le clavó el anzuelo en el dedo. Ahí fueron necesarias otras manos distintas a las maternales. Hubo que ir a casa del practicante para que con una pequeña incisión extrajera el arpón. 215 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro Las mantas de tiras ¡El hojalaterooo!, ¡El lañador! Era el pregón que anunciaba un hombre mayor, con barba de una semana, boina vieja y chaqueta rota. Llevaba sus herramientas en un cajón de madera colgado al hombro, en la otra mano una pequeña estufa con algunas brasas, el atizador y el soldador. Una vecina se le acercaba con una cacerola a la que restañar algún agujerito. Otra con un bote, ahora vacío, antes de leche condensada, para que lo reciclara en vaso con asa. El hojalatero sacaba su martillo y un hierro de cabeza ancha, que haría de pequeño yunque; cerraba el cajón y lo ponía de asiento de trabajo. Las menos veces ejercía de lañador, es decir, poner lañas o grapas para cerrar grietas en los cacharros, del mismo modo que se precintan las heridas con otras semejantes. Otras veces, si al pregón del oficio le precedía una breve melodía, en su remate se escuchaba : -¡El afiladooor! Los que venían por aquí, por ser ambulantes gallegos, lo hacían en bicicleta, algunos dando pedales desde su tierra, jornada a jornada, con la arenisca de afilar montada sobre el cuadro, entre sillín y manillar. También arreglaban paraguas. Al marchar volvían a repetir su música, escalas ascendentes y descendentes, con su chiflo o caramillo en una mano y la otra sujetando la bicicleta. Entonces el chiflo estaba tallado en una sola pieza de madera, con forma de trapecio, rematado en la parte más ancha con una talla de cabeza de caballo. Luego también llegaron los de plástico. Durante los ratos comunitarios de labores en la escalera de la casa, se iban haciendo ovillos con tiras de tela, con los restos de costuras acumulados en años; se cosían unas tras otras, y luego se retorcían. Se tenían listos para entregarse, en una fecha pactada, a un señor de Torrejoncillo. En su telar los convertiría en fuertes mantas de tiras, y al cabo de dos o tres semanas volvía para entregarlas y cobrar su trabajo. Chiflo o caramillo de afilador (Cortesía de la Fundación Centro Etnográfico Joaquín Díaz) 216 Cada dos o tres años se llamaba a una vareadora de lana. Antes se había descosido el colchón, se habían lavado y soleado sus lanas. La vareadora llegaba con sus tres o cuatro varas largas. Mi madre bajaba 217 Los Bolindres de Barro las lanas y las extendía sobre una manta de tiras en el portal, dada la amplitud diáfana de este para permitir esta labor. Y empezaba a funcionar la habilidad de la vareadora. Siempre con una vara en cada mano, ora para remover y colocar los trozos, ora para soltar uno tras otro los latigazos que los abrieran y esponjaran. Un poco antes de llegar a la Puerta Coria había otra carpintería, la de Enrique, que traigo a estas líneas, no por sus habilidades con la madera, que se le suponían, sino porque fue el primero que compró una televisión en todo el barrio. Instaló unas enormes antenas en su tejado y con motivo del estreno del aparato la bajó de su casa al taller , dejando que entráramos libremente. Se emitía un partido de fútbol. La expectación pronto se esfumó. Sería sobre el año 62 o 63, Enrique se había adelantado tanto que aún no había repetidor de la señal de televisión en Plasencia, y el más próximo, en La Peña de Francia, no tenía fuerza suficiente. Sólo se veía una pantalla llena de nieve, en la que era muy difícil llegar a distinguir a los jugadores, ¡no digamos ya el balón, que ni adivinándolo! A la derecha de esta carpintería estaba la Churrería Martín. Por las tardes las grandes sartenes cambiaban los churros por las patatas fritas. Alguna vez entré con otros tres o cuatro muchachos a mondar patatas. Nos daban a cada uno un pelador de mano. Con los años compraron una peladora eléctrica, que también las lavaba. Lo que sí tenían ya era una máquina que las cortaba en finas rodajas, dejándolas caer directamente sobre el aceite hirviendo. Después de un rato pelando, nos regalaban un cucurucho de patatas recién fritas. Siguiendo en la misma zona, pegado a la derecha del arco de la Puerta de Coria, se ponía “El Chochero”, cuando no su esposa “La Chochera”. Eran el señor Vicente Barba Paredes y la señora Beatriz Ejido López, con su carrillo de golosinas. Nadie sabía aún nada de “chuches”. Predominaban las mismas mercancías que ya aparecieron en el carrillo del señor Nicolás: pipas, cacahuetes, chicles, regaliz, y caramelos de eucalipto. Pero sobre todo los altramuces, que todo el mundo llamaba chochos, y que en este caso eran de la máxima importancia, habían bautizado con su derivada a los que los vendían. En el carrillo también se vendían los bolindres; acudíamos cuando teníamos alguna perra para elegir por su color los bolindres de barro, aunque al usarlos perdían enseguida el brillo; costaban a veinte céntimos. Los de china y los de cristal a dos reales, o sea, dos a la peseta. 218 III PLASENCIA Lo más barato que vendían Los Chocheros eran las bolas de anís, que no llegaban al centímetro de diámetro, a perra gorda, y otras semejantes de menor tamaño que llamaban confites, a perra chica. (Para las nuevas generaciones, que no las conocieron, completaré la lección que ya dimos con Don Leopoldo, en Coria: la perra gorda de diez y la chica de cinco céntimos de peseta, al cambio y con la inflación, en 2014, una peseta no llegaría a seis milésimas de euro. Lo de “perra” venía por alusión al león de su reverso, que la gente identificaba con un perro, cuando eran de bronce, a finales del siglo XIX,. Las que yo conocí eran de aleación de aluminio, con un guerrero lancero sobre un caballo. Desaparecieron, pero quedó generalizada la expresión, “tener muchas perras” se entiende del que tiene mucho dinero) En verano, pasaba por la calle un carromato pequeño. Cuando oíamos los repetidos toques de una cornetilla ya sabíamos que se trataba del que venía vendiendo el hielo. El hombre usaba con agilidad y precisión un punzón para partir las barras de hielo. La vecinas bajaban con un cubo o baño para recoger un cuarto. Las ventas estaban aseguradas porque eran bastantes las familias que disponían de una pequeña nevera de madera forrada de chapa para mantener frescos los alimentos más sensibles a consumir ese día, como la leche, carnes o pescados; y el trozo de hielo duraba las horas suficientes. Tendríamos que esperar a la segunda mitad de los sesenta para que empezaran a verse los signos de la segunda revolución industrial: los frigoríficos eléctricos, los televisores y los primeros “seiscientos”. Gracias en gran parte al invento de las ventas a plazos. El picón también se vendía por las calles. Los piconeros traían su carga a lomos de mulas o burros, pregonando el combustible indispensable para todos los braseros: -¡El piconerooo!, ¡Picón de encinaaa! Lo vendían por sacos o medios sacos, que te subían hasta casa. En el invierno, los braseros, en las tarimillas de las mesas camillas, y su faldilla, eran la única estufa conocida; la lambrera evitaba meter los pies entre las cenizas o brasas, y con su la badila, de vez en cuando, se “echaba una firma”, es decir, se removía con cuidado su contenido para activar un mayor desprendimiento de calor. ¡Vamos, que era el termostato manual! El carbón había que irlo a buscar. La carbonería más próxima es- 219 Los Bolindres de Barro taba en la calle paralela, por las traseras de la nuestra, en la Calle Ancha. El carbonero siempre estaba de punta en …negro, con medio pitillo, de los liados, pegado a los labios, como si no respirase ya bastante carbonilla al remover los carbones. Cuando estrenamos la primera cocina de butano, la que más lo agradeció fue mi madre. No se cansaba de alabar la limpieza que se había ganado con el cambio. En la Calle Ancha estaban también dos hermanos zapateros, mayores, solteros. Ambos con extensas calvas que mal disimulaban dejando crecer en exceso el pelo lateral para tapar el vacío superior. El mayor de los dos, gangoso, no se le entendía nada, pero era el que mandaba al menor lo que había que cobrar. A su taller llevábamos el calzado que necesitaba de sus manos para algún arreglo. En ellos pensaba cuando leía en la escuela “La ronda del zapatero”, de Germán Verdiales: III PLASENCIA estado trabajando fuera, en su primer destino, en Sevilla. En esas navidades mi padre fue conmigo hasta una droguería que había al final de la Calle del Sol y me compró las figuritas de los tres Reyes Magos para mi Belén. Iban a caballo, eran de barro y como estaban algo rotos nos rebajaron bastante el precio. Y para Nochebuena y Navidad compró un hermoso gallo de campo. La pena fue que lo tuvo que traer vivo y hubo que sacrificarlo en casa. Tipi tape, tipi tape, tipi tape, tipitón, tipi tape, zapa-zapa, zapatero remendón. Tipi tape todo el día, todo el año tipitón, tipi tape, macha-macha, machacando en tu rincón. En la Calle Trujillo estaban otros dos hermanos, también mayores, y solteros. La diferencia es que los cueros que estos cosían eran los de albardas, cabezadas, collarones, cinchas y cualesquiera otros aparejos de todo tipo de caballerías; en general guarniciones, de ahí el nombre de su oficio, ¡Guarnicioneros!.¡Claro!. Enfrente de ellos hubo en un tiempo un zapatero que arreglaba solo botas de goma, botas katiuskas; supongo que las pegaba. En la misma calle había un almacén de vinos, el del señor Vega. Algunas veces, allí llenaba mi padre una garrafita pequeña, de cinco litros, con un clarete aceptable. Y en navidades del 66, hizo un exceso, compró una botella de fino La Ina, otra de Calisay y otra de Cava Freixenet, Carta Nevada, esta última cuando aún no era famosa por las burbujas de la tele. Era la primera vez que probamos las tres. El exceso también era por celebrar que mi hermano había aprobado las oposiciones de maestros el último verano e iba a regresar después de haber 220 221 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro Los Institutos Fotos de mi Libro de Calificación, de izqda. a dcha: En 1º, Reválida de 4º ,Reválida de 6º y Preu 222 El Instituto de Enseñanza Media “Gabriel y Galán”, el viejo, el antiguo o el primero, según se prefiera, estaba a mitad de camino entre la Puerta Berrozana y el Puente San Lázaro. En el curso 61-62 me matricularon como alumno oficial en el curso de Preparatorio para el Ingreso en Bachillerato. Estaba a cargo de Doña Josefina Bayle, esposa de un buen hombre y maestro en la Escuelas Graduadas de la que yo procedía y que ya mencioné, Don Marciano Sánchez. Creo que Doña Josefina ha sido la mejor maestra que he conocido, por sus modos y por sus métodos. Incentivaba nuestro trabajo dándonos puntos, que íbamos acumulando durante toda la semana. Los puntos eran reales, unos trocitos de cartulina que tenían puesto su valor con bolígrafo. Cada uno teníamos una cajita, tarro o bote pequeño para guardarlos. El lunes se contabilizaban y nos sentábamos según el número conseguido, de adelante hacia atrás. Por las tardes leíamos en el libro “Corazón” de Edmundo de Amicis. Para sus detractores tachado de sensiblero. A nosotros nos atraía por identificarnos con la vida de su protagonista italiano, un escolar como nosotros. Incluía también narraciones intercaladas, que se correspondían con las lecturas ejemplares, que los escolares protagonistas hacían en la novela, una vez por semana. Una de ellas, titulada “De los Apeninos a los Andes” alcanzó mayor fama que el propio libro, durante los ochenta, por ser llevada a la televisión en forma de dibujos animados japoneses en la serie “Marco, de los Apeninos a los Andes”. Doña Josefina fue la primera que nos daba clases de Trabajos Manuales. Por ejemplo, en mayo, con la motivación del Mes de María, nos enseñó a hacer flores de azucenas, con un trozo de cartulina blanca, un alambre y papel cebolla amarillo. En junio, una tarde llegué con retraso, junto con otros dos compañeros. Como Doña Josefina no nos dejó entrar, pensando que lo habíamos hecho a posta, y no se equivocaba, nos fuimos los tres a jugar al huerto que se usaba como patio, y que estaba fuera, frente al Instituto. Cuando llevábamos allí diez minutos, llegó corriendo otro compañero gritándonos: -¡Ha dicho el Director que vayáis enseguida!. Fuimos con todo el miedo, previendo una buena sanción. Al en- 223 Los Bolindres de Barro trar en clase ya no estaba el Director, Doña Josefina nos dijo : - Os van a examinar dentro de una hora de Ingreso, y el examen tenéis que hacerlo con pluma, así que iros rápidamente a buscar una a casa y volvéis enseguida. Yo llegué a casa, se lo conté a mi madre, y ambos salimos pitando hacia la plaza. Mi madre me compró la primera pluma estilográfica de mi vida, una Inoxcrom. Luego pensé que por qué no nos dejarían hacerlo con los Bic que usábamos todos los días; al fin y al cabo también era tinta. El examen solo constó de un dictado y una cuenta grande de dividir, por tres cifras. La tradicional parte oral nos la perdonaron, no por consideración por ser alumnos oficiales, sino más bien por prisas de los profesores que formaban el tribunal, eso sí fiados de los informes de la buena de Doña Josefina. Cuando empecé en el Instituto mi hermano estaba haciendo 5º de Bachiller. Por eso cuando me veían sus compañeros me llamaban “Cuberina”. Cubera lo utilizaban solo con él, era el mayor. Al lado del huerto habilitado para patio estaba el Matadero Municipal. Por las mañanas antes de entrar a clase, pasábamos unos momentos casi taurinos asomados a su puerta, siempre entreabierta. Se veía una gran sala, a la izquierda unas pilas alargadas, donde trabajaban varias mujeres lavando tripas o preparando casquería; al frente la puerta de toriles, bueno de cuadras en este caso; y a la derecha un poste grueso de piedra de unos dos metros de alto, con un orificio por el que pasaba una maroma hasta un cuarto que estaba detrás con unos engranajes y tornos de gran tamaño. En algún momento alguien daba un aviso: -¡Que vaaaa! Las mujeres se ponían detrás del murete de las pilas, y al momento aparecía por la puerta de las cuadras un buen novillo, las más de las veces un cuatreño o cinqueño, con una maroma que tiraba de su testuz, que no impedía su pequeña carrera despejando los espacios, hasta llevarlo al poste de su sacrificio; cuando los engranajes habían logrado pegar su frente a la piedra, un matarife experto asestaba el cachetazo certero. En esa época, al salir del Instituto, por las tardes, subía con algunos muchachos de mi calle a jugar un rato a la Plazuela de San Nicolás. Por allí cerca vivía un chaval que todo el mundo conocía como “Chico Vespa”, por su manía de ir a todas partes corriendo e imitando el ruido de una moto en marcha, incluyendo sus acelerones, cambios de veloci- 224 III PLASENCIA dad y toques de bocina. Aunque solo fuera una manía infantil, muchos decían que “le faltaba un hervor”, o que “tenía flojo algún tornillo”. Si le gritábamos: ¡Chico Vespa!. ¡Que llevas una rueda pinchada! Enseguida nos mandaba que nos fuéramos a hacer puntillas para bocamangas, encargo de labor muy habitual en España. Coincidiendo con mi estancia en aquel Instituto recuerdo dos eventos, en enero del 63 una gran nevada que empezó a caer un poco antes del final de las clases de la mañana, y nuestra impaciencia por pisar y tocar por primera vez la nieve. En noviembre del mismo año, el asesinato de J.F.Kennedy; provocó por primera vez, y muy pocas más que yo haya visto, colas para comprar el periódico. Estando en 2º de Bachillerato se implantó el controlar la conducta de los estudiantes mediante una cartilla de puntos. Era una cartulina, tamaño tarjeta postal, con nuestro nombre, el sello del Instituto y doce casillas o puntos. Decían que si los perdías todos, porque te los hubiesen quitado los profesores, te expulsarían. Un día en clase de Gimnasia, en el patio, por hablar, el profesor se dirigió a mi compañero, Salvador López de Hijes, y a mí: -Cuando entremos en clase me dais vuestras cartillas de puntos, que os voy a quitar dos a cada uno. Al entrar estuvimos con el temor de que se acordara de pedirnos las cartillas. No fue así, ni aquel día ni en todo el curso, pero nosotros mantuvimos por el resto el temor de que se acordara alguna vez. Hacíamos una gimnasia paramilitar, con alineaciones, giros, medias vueltas, de frente, alto , descanso…resultado de la época y del profesor, falangista convencido. La única ventaja, ¡que yo ya me lo sabía cuando me fui a la mili! El uniforme obligatorio para hacer gimnasia eran pantalones cortos azules y camiseta de tirantes blanca. Al aire libre y hasta pisando escarcha; nada de chándals calentitos y gimnasios cubiertos o climatizados. Recordaré ahora a otros profesores, que por sus mejores méritos merecerían más líneas. Don José Mª de la Riva, canónigo de la Catedral y gallego de origen; por él sabía yo de las burgas de Orense, muchos años antes de ver y comprobar la temperatura de esos manantiales termales en persona. Don José María nos contaba que en ellas se podía 225 Los Bolindres de Barro meter un pollo para escaldarlo y desplumarlo con facilidad. Fue nuestro profesor de Geografía en 1º, y cuando se enfadaba nos gritaba: -¡Cállense, o doy un puñetazo capaz de matar un burro! Don Virgilio Montes, con aires de hidalgo, llevaba siempre en invierno capa española, pajarita y sombrero. Nos dio Geografía en 2º e Historia en Preuniversitario. Don Jerónimo Delgado, un buen matemático, con bastantes semejanzas en su rostro con el gran jefe apache con el que coincidía en nombre, pero sin su cabellera ni ortografía; a Don Jerónimo le brillaba la calva de adelante a atrás. Don Armando González, el mejor de Lengua y Literatura, nos inició en la lectura de los poetas que tanto admiraba, de todas las épocas, desde Jorge Manrique, San Juan de la Cruz, a Machado, Juan Ramón Jiménez, Lorca y Miguel Hernández, entre otros. Don Federico Crespo, sin duda impartía las mejores y más entretenidas clases de Historia. Era el director cuando falleció repentinamente, muy joven aún, en noviembre del 67; yo cursaba 6º y él nos daba clase ese curso. En Religión tuve los dos polos opuestos. En 1º y 2º al benevolente Don Rafael Prieto, un santo. A partir de 3º nos dio clase Don Pelayo Mártil, el temor personificado; fue el año en el que se inauguró el nuevo Instituto, y allí lo sufrí hasta Preuniversitario. Mártires nos sentíamos nosotros desde el primer al último minuto en sus clases. Y eso que yo me salvé de su firma más famosa, los tremendos sopapos que tiraban para atrás a los estudiantes, incluidos muchos que le sacaban dos cuartas de estatura. No le importaba, se subía en la tarima del aula y reclamaba a su victima que se acercara, al tiempo que le lanzaba sus improperios más habituales,…¡Ven acá, memo, majadero!. Y todo por no saberse la lección, o por aturullarse por los nervios, sabiéndola. Estando mi hermano en 6º-y yo en 1º- él y todos los de su clase, esperaban por la tarde, a que Don Pelayo bajara desde “las Josefinas”, donde también daba clases, hacia el Instituto. Como eran mayores y estaban en la calle, alguno aprovechaba para echar un cigarro. Uno de estos, Vicente Romero, no se percató de la llegada por su espalda de Don Pelayo, y lo pilló. Para impartir su castigo mandó a todos que se acercaran y formasen un círculo a su alrededor. Se dirigió al que fumaba: -¿Sabe tu padre que fumas, majadero? El joven respondió: -No, Don Pela… 226 III PLASENCIA Su última silaba quedó ahogada por el estallido de un tortazo que le tumbó en el suelo. Una vez más los que menos “líneas” se merecen, se las llevan. Le daré ahora una de arena, de mi propia gravera. Cuando ya estaba yo en el Instituto nuevo, al llegar a 6º y “Preu” descubrí que a Don Pelayo se le podía copiar en los exámenes mejor que a nadie, ¡y sin “chuletas”, directamente del libro, colocado sobre las piernas. Y es que su exceso de confianza en que nadie se atrevería a hacerlo le perdía. Como no vigilaba y se dedicaba a leer, paseando, siempre en la cabecera del aula, desde su mesa hasta el pasillo exterior, bastaba con sentarse en las últimas filas y …¡a copiar se ha dicho!, con toda tranquilidad. Podría recordar muchísimas vivencias. Pero para evitar que esto se alargue y abandonen los lectores, si es que alguno aguantó hasta aquí, referiré tan solo dos más. Una, la alegría al aprobar a la primera 4º y la Reválida. Me lo dijo mi amigo Manolo Sanz antes de llegar al Instituto y verlo personalmente en las actas oficiales. A los pocos días acompañé a mi primo José Luis, el hijo mayor de mi tío Román a examinarse libre de 1º. Me quedé esperándole en la puerta del pabellón y la madre de otro alumno, que también esperaba, al ver mi cara y mi estatura, me dijo: Niño, pasa, que los de 1º ya han entrado al examen Yo no me pude aguantar y le dije: -¡Señora, que yo ya he aprobado 4º y Reválida La otra, la disfrutada en la excursión de mi despedida como alumno de Preuniversitario, (Hace poco más de dos años tuve otro adiós, el de maestro jubilado; quién me iba a decir a mí, que terminaría mi vida laboral dando clases en el mismo centro del que fui alumno). En la excursión de “Preu” fuimos a Palma de Mallorca cuatro días, a pensión completa. Todo por cuatrocientas pesetas, incluido los viajes de ida y vuelta en barco, desde Alicante y Valencia respectivamente. Al final, hasta nos devolvieron dinero, doscientas pesetas; seguramente gracias a las recaudaciones extraordinarias que conseguimos con rifas y obra de teatro. En Alicante fue, entonces, la primera vez que vi el mar. Desde allí embarcamos para Palma, estuvimos alojados en el casco histórico, en el Hotel Isabel II. En los desayunos con mantequilla, mermelada y bollo de pan, también descubrí y probé por primera vez los croissants. En aquel hotel asistimos, por televisión, al segundo triunfo consecutivo de España en el Festival de Eurovisión. Era abril del 69. Casi un año después del mayo parisino seguíamos en el limbo, por las censuras. 227 III PLASENCIA Los Bolindres de Barro Tampoco olvidaré el atraganto que sufrí por comer un bocadillo de tortilla francesa, del picnic que nos habían preparado en el hotel. Fue por acabar a toda prisa aquel pan correoso, a palo seco, antes de entrar a visitar las Cuevas del Drach. Cuando veo la escena que se rodó allí, de la película de Berlanga, “El Verdugo”, recuerdo con humor, literalmente, aquel mal trago ¡Nunca mejor dicho! Fin Hora es ya de poner término a estos Bolindres de Barro, símbolos de felices juegos, de benditos días. Si he aburrido al lector pido su misericordia, la paciencia ya la ha demostrado si alcanzó hasta estas líneas. Los que vivieron las fechas que perdonen los olvidos. Los que no habían nacido que sean benevolentes. Alguna vez también tendrán sus calvas, o peinarán canas los de mayor suerte. Como tantos, yo también firmaría repetir los días de la infancia, en los mismos lugares, con las mismas gentes…. Las personas que nos acompañan en la vida son las que dan valor y dignidad a nuestras vivencias. Páginas de sobra quedan ya para dar fe de tantos recuerdos, no solo míos, de mis padres, de mi hermano, de mi tía María, de mi primo José Luis, de Conchi y Tere,… Estos son mis días azules. Mis otras edades ya no tienen lugar aquí. Volvería a disfrutar enseñando; pero en la próxima..., les prometo a mis queridos Cristina y Tomás, nos reiremos todos los días. Salud. Un abrazo Excursión de Preuniversitario .Porto Cristo(Mallorca)1969 228 “Estos días azules y este sol de la infancia.” Antonio Machado 229 INDICE I.-HOYOS 9 Mi pueblo 11 Días en Hoyos 17 Mi abuela Victoria y mi Tía Pura 23 Tío Román y Tío Emilio 29 El hermanito muerto 33 II.-CORIA 35 La casa de Coria 37 Inyecciones y caramelos 45 Agua 47 Pajaritas de papel 51 El quico 56 Eacuchando el mar 59 La mejor familia 63 Inocentes 73 El toro de San Juan 77 La Tita Eugenia 83 El río Jerte 177 Las primeras escuelas 87 El bar Higuera 183 Los coches de línea 93 Lugares y personas 187 El Tío Luis 97 Las Paradas 191 Mi abuela Ángela y mi Tía María 101 El Cubano 195 Mis padres: Pruden 111 Los domingos 199 119 El tren 203 Tito 125 Entre barros y calderos 207 El pueblo de la pinchaína 129 Lecherías 213 Emilio 133 Las mantas de tiras 217 Franco y la Virgen 139 Los institutos 223 III PLASENCIA 141 Fin 229 El piso 143 Índice 231 Los vecinos 147 La calle 153 Las escuelas de Plasencia 157 Las Colonias Escolares 161 La leche americana 165 La radio 169 ¡A jugar! 171 Balta Este libro se terminó de imprimir en los talleres de Artes Gráficas PEDRO ARROYO, Plasencia (Cáceres), el Lunes de Cruces, 28 de abril de 2014