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DESDE AQUÍ DESDE AQUÍ Director de la publicación: Francisco Ramírez Viu Diseño y maquetación: Trini Rodríguez © De la edición: ciudArte www.ciudarte.es © De los textos: los autores © De las ilustraciones: Colo Mayo 2012 Depósito legal: Imprime: erasOnze, Artes Gráficas. 10 Los Versos Secretos de Norma Jeane «¡Ay, maldita sea!, me gustaría estar muerta, absolutamente no existente, ausente de aquí, de todas partes... pero ¿cómo lo haría?... Siempre hay puentes.» Marilyn Monroe Valentín Claveras Gil A esa hora, después del desayuno, la centralita del Ambassador hervía. El conserje, visiblemente inquieto, miraba su propio ajetreo en las manos de las telefonistas quienes, ágiles como mariposas, perforaban las casillas de las habitaciones con sus clavijeros rojos. ―¡Sí, señorita Monroe, dígame! ―¡Hola, buenos días! ¿Consiguió hablar con el doctor Greenson? ―Lo lamento, señorita Monroe. Al parecer él y su familia han salido de picnic. He llamado al número de la clínica y su asistente me ha confirmado el regreso para la tarde noche. ―¡Oh, está bien! ¿Cómo es tu nombre, cielo? ―Patterson, Mary Patterson. ―Gracias, Mary, has sido muy útil. ¡No imaginas la importancia de tu ayuda! ―¡Gracias, señorita Monroe, es usted encantadora! ―le había sorprendido el amistoso tuteo de la estrella. 10 Valentín Claveras Gil Un clic sonó en el auricular. La empleada puso los ojos en blanco y, sonriendo, movió la cabeza hacia su compañera. ¡Era ella, era ella!, pareció decirle y la centralita hirvió de nuevo como si fuese la noche de fin de año. Sonó la campanilla en el mostrador y al momento, detrás de la columna, surgió la diminuta figura granate del botones de turno. Firme como un soldado escuchó cómo el primer conserje lo llamaba de usted, alargó la mano enguantada, sujetó el mensaje y ―dando una marcial vuelta― voló entre los muebles y el gentío del salón. Asomada al balcón de la suite, apoyada en su amplia baranda, ella fumaba. Observaba el ajetreo humano sobre las aceras, pero sobre todo miraba lejos, más allá de los parques y de las últimas casas. Estaba de perfil, levemente inclinada, ofreciendo su cara de diosa a la cámara del olvido. El hermoso vestido color champán resaltaba la rotundidad del cuerpo afirmado sobre la piedra del pretil. En cualquier momento se volvería y saludaría con esa sonrisa irrepetible algo tímida, de ojos brillantes. Acabado el cigarrillo, entró y lo apagó en el cenicero del escritorio. Miró sobre él la libreta de pastas negras con la banda elástica. A su lado, un abultado sobre crema con el membrete del Ambassador mostraba lo escueto de una dirección postal. Los superpuso y cuidadosamente ―como si ensayase la confección de un paquete― los fue envolviendo con la seda verde de su pañuelo… Al momento, sin saber por qué, algo la hizo detenerse. Pulsó el botón de la lámpara y sonrió al hacerlo, así oprimido recordaba la aureola violácea de un pecho. Extrajo la carta del envoltorio y el papel crujió levemente al deslizarse; sobre la superficie de la mesa, esponjándolas, fue depositando las cuatro hojas de una escritura desigual, casi atormentada. Las desplegó ante sí (debería recordar no olvidarse de entregar la carta al correo) y una pincelada de tristeza dibujó el gesto de su boca cuando, tomando una cuartilla, leyó al azar: Ahora nunca está si alguien lo requiere. Desde el olvido de la buhardilla vigila la manzana de casas en silencio. LOS VERSOS SECRETOS DE NORMA JEANE 11 Asomado a la galería observa el mosaico de ventanas inmóviles como espejos tirados en un prado vertical. Era parte del poema para John… Cerró los ojos como si paladease un caramelo, y los abrió de nuevo cuando el licor se le derramó en la boca… Pensativa, saboreándola, dejó volar la hoja elegida junto a las demás y se alejó unos pasos. Tras el biombo del vestidor se desnudó. El frú-frú del almidón se colgó de los adornos de los muebles y en la penumbra del dormitorio ―cuidadosamente, intentando no arrugarlo― depositó el vestido sobre el respaldo de la silla. Se despojó de la ajustada ropa interior y ésta, al rozarla levemente en su caída, le devolvió algo de su aroma. Tenuemente, olía a ella y a calidez de perfume… Apretando los brazos, de puntillas, se acercó al dormitorio. Al atravesar el laberinto de los espejos ―los cristales, la laca de los muebles―, los pulidos pomos de las puertas replicaron su imagen acompañándola en el paseo… Abrió el cobertor y, deslizándose entre las sábanas, lentamente, explorando su territorio blanco, alzó las rodillas a la altura del pecho y se aovilló… Pensó en su madre, tan lejana… En ese momento, cualquier recuerdo de ternura ―aunque hubiese sido leve, volátil como la imagen depositada a su paso― le habría bastado para volver a quererla con todas sus fuerzas… Se estaba durmiendo… En un escorzo, como cuando nadaba y no quería mojarse el pelo, estiró el cuello y alzó la cabeza por si veía la mesa del salón. Las hojas, levantándose en un temblor del aire, se ondulaban apenas sobre la laca de la mesa… Intentó recordar algo de lo escrito antes de perderse en la bruma de su abandono: Calle abajo, el bar irlandés apaga sus músicas. Cae como un hacha el cierre metálico de la puerta. Tiende él la mirada… hasta el fin del bulevar y ningún borracho se abraza a sí mismo sosteniendo su pena sobre la línea perfecta de las aceras. 12 Valentín Claveras Gil No recordaba más… Había pensado hilar un descanso ligero y ahora la nostalgia del recuerdo, la belleza de lo que nunca había tenido, la adormecían suavemente como quien se va acostumbrando ―reposadamente― al frescor del agua, a la profundidad de un lago.… Prevenida por el inminente adormecimiento, estiró el brazo y llamó a la centralita pidiendo no la molestasen durante un tiempo ―¡era tan simpática la telefonista Patterson!―, a no ser que fueran llamadas del doctor Greenson, claro… (Fantaseaba con la idea de Mary: sería de su edad o un poquito más joven, podría haber sido su hermana, la que no tuvo)…. De nuevo intentaba dormir... Como en una película, sobre la pantalla de su mente pasaba revista a las sesiones de trabajo de las últimas semanas… Eso la mantuvo despierta a su pesar… Cansada de dar vueltas, se levantó, entró en el baño y llenó el vaso de agua para los somníferos. Tomó uno. La llama, tenue como una lamparilla, la doró por dentro. Alumbrada por ella se acostó de nuevo y ahí ―en su concha de nácar, lenta, gozosamente― cayó por fin en el sopor deseado. Alegremente, saltando los charcos de la infancia, se fue dejando envolver por la tela de verdad y de misterio de los sueños. Y soñó: (Cuando iba a nacer, tuve la certeza de no querer hacerlo… Prefería seguir donde estaba: nadando en el interior del caparazón de un molusco de ámbar. No oía mi propio corazón, oía el de mamá, apenas alterado: manso, firme… A través de la piel me llegaba su llanto, su risa; el chapoteo en el balde de cinc al lavar y los ecos del domingo cuando él ―borracho― escuchaba los resultados de las carreras… Un día ―pasaba delante de la puerta del estudio― escuché el trueno de una blasfemia. Nunca antes lo había oído. Manoteé en el líquido del estanque y me quedé pegada a la espina dorsal. Pensé: así deben de ser las tormentas. No mucho más tarde, avisando lo menos posible, nací. Afortunadamente el médico no había podido salir a causa de la nieve. El doctor me vio ―me colocó sobre las palmas de sus manos, pesaba casi cinco quilos― y dijo: ¡Esta niña va a ser grande!... De aquella época y de las siguientes no recuerdo mucho: éramos pobres ―él nos abandonó para siempre― y una navidad me regalaron una vaquita de mazapán. La tuve en la mesa de noche LOS VERSOS SECRETOS DE NORMA JEANE 13 mucho tiempo, me recordaba las fiestas de invierno. Apenas la tocaba por miedo a desgastarla. Cuando la primavera llegó y las amapolas adornaron los campos, comencé a pensar en lo conveniente de hacer algo con el animal de dulce. Pronto llegaría el calor, los pájaros jóvenes volarían en bandadas, y las cosas expuestas a altas temperaturas cambiarían de forma. Decidí comérmela. Elegí un día radiante, un jueves de gran fiesta en el pueblo: con flores, música de viento y gente desfilando con cara muy seria. Después de los oficios me perdí con mi regalo por la arboleda del río. Ahí ―subida a una rama, escuchando el martilleo del pájaro carpintero― fui despojando a la vaca del rabo, las orejas, las patas y el morro… Era mi primera comunión, o algo así, como si la bondad divina ―glaseada y envuelta en mazapán― me estuviese llenando por dentro. En mi mente de niña se grabó la idea de la gracia de Dios ―un boleto para el cielo, si en el momento adecuado morías― como algo táctil, perfumado, sabroso: desde luego debería saber un poco a almendras. Al bajar del árbol me sentía con el ánimo satisfecho y las manos pegajosas. Lo del ánimo no molestaba, al revés, pero lo de las manos era un fastidio. Me acerqué a la higuera que proyectaba las sombras de sus hojas como manos verdes; desgajé una y fue peor: la blanca savia me manchó el vestido de los domingos y las manos no mejoraron. A mamá pensé en decirle simplemente la verdad, no como la última vez… Entonces, tendría yo cuatro años, el castigo había sido terrible… Intentaba recordar exactamente cómo había ocurrido camino de casa… Bueno, no requería demasiado esfuerzo, lo tenía en mi memoria… Tirando, de un golpe, deslicé, cerrándola, la cortina del recuerdo… Algo, pasando fugazmente ante mis ojos, me distrajo. Tal vez fuera el vuelo de la bandada de sinsontes desde la puerta del granero o el correr majestuoso ―de baile de salón, patinando sobre el campo― de la avutarda ocultándose. Daba igual, otra cosa había captado mi mirada y la atención huyó borrándome de la frente los pensamientos tristes. Al llegar a casa entré en el cuarto y miré la mesa de noche esperando toparme con el vacío dejado por la vaquita de mazapán. No hallé tal cosa. En su lugar, llenando la encimera, había un farolito 14 Valentín Claveras Gil encendido y un libro de cuentos ilustrados. Lo abrí y en la primera página leí la dedicatoria: «Hija, aquí tienes un libro y un farol. Ellos ocuparán el espacio dejado en tu vida por la vaca. Feliz día del Corpus. Dios te bendiga. Mamá.» A veces ella era genial. Aún no lo sabía pero, con el libro de aventuras y con la luz del barco pirata, iba a dar la vuelta al mundo). Norma Jeane despertó y se quedó acostada sin tiempo pensando en la madre, en su dura y difícil existencia. Bajo las ropas de la cama ―queriendo abrazarla a ella― se abrazó a sí misma; notó el calor de su propio pecho y volvió a sentirse niña. Asomó la punta de la lengua al balcón de los labios intentando recordar el sabor del mazapán. La ternura, creciéndole como una marea, la inundó y la hizo derramarse como un vaso. Sonreía y las lágrimas saladas le sabían a dulce. Sin un hipido, sin un reproche, se permitió la pleamar surgida desde dentro. Sobre la ancha playa de su nostalgia se dejó alcanzar por el roce delicado de la duermevela: (Con las manos rotas por el cansancio abrazo el calor del cuenco aún humeante como abrazaría mi propio cuerpo. Pierdo la idea del tiempo transcurrido sin hundir la cuchara en el líquido. La miro y la estoy blandiendo como un arma. Me agarro a esta pequeña felicidad de la sopa como la niña se agarra a su alegría. El miedo a que se acaben las cosas agradables me atenaza y no me decido. Mecánicamente, sin ser consciente de verlos, contemplo los elementos sólidos del caldo. No identifico las texturas, los colores, los olores. Sólo torpemente el vaho se hace notar: me trepa la cara y, acariciándome los lóbulos de las orejas, me empaña los ojos. Sumerjo la cuchara y las perlas de aceite se agitan en un remolino de burbujas amarillas. Más allá del frutero, como una red deshilachada, lanzo la mirada al otro lado del muro. Desganadamente sorbo y me lleno de calor. Elevo los ojos: una sombra encorvada, aplastada por su propio peso, se mueve delante de la casa. Desde lejos la acompaño e imitándola doy unos pasos por la cocina; me olvido de las bondades de la comida ante mí. Tengo sed. Bebo. A la nariz y a la boca en tropel acuden los olores húmedos de las arpilleras en los almacenes de la infancia: la almazara del aceite, la fábrica de jabón, la aspereza de LOS VERSOS SECRETOS DE NORMA JEANE 15 las sacas de correos… El aire se ha vuelto dulzón. La súbita pestilencia de las patatas podridas hace vomitar. Me incorporo para sentirlo. El hombre del saco, trabajosamente, sube la cuesta. Su terquedad de tullido estremece. Asomo la cabeza tras la cortina y lo sigo más allá de la ventana, veo cómo la esquina de la calle está a punto de tragarse la torpeza de sus pasos… Entonces, antes de doblar el perfil de la manzana, se vuelve y me mira dedicándome una sonrisa de dientes perfectos: ¡Es el doctor Greenson! Sus gafas de carey están empañadas por el vaho de mi sopa. Las famélicas farolas pintan la acera de melancolía. Sobrecogida, vuelvo a la mesa, vuelvo a la escudilla… Las cuentas de aceite, acobardadas por la cercanía del ogro, se esconden tras la cuchara. Yo no sé dónde ocultarme. No puedo dejar de pensar en el tullido cojitranco, en su rostro condenado a soportar ―en la eternidad de mi miedo― el peso de una vida sobre su espalda. Desganadamente, apartando los anillos de apio, sorbo). El sudor envolvía su cuerpo. Inquieta, se removió bajo la colcha como el pez atrapado en un charco. Trémula aún por las secuencias soñadas, se levantó. Débil, adormilada, atravesó la estancia apenas rozando el aire. Entró en la ducha. Abrió el caudal de los grifos y los helados hilos se derramaron sobre su miedo ahuyentándolo. Una formidable sensación de poder la llenó después del primer estremecimiento. Ya no temblaba, ya no temía: había resurgido firme, decidida, como Venus naciendo de la espuma. El espejo no se había empañado y podía contemplarse entera. Abrió la ventana al cielo de Manhattan, la brisa del mediodía le enjugó la piel perlada de agua, le acarició las agridulces moras del pecho y sintiéndose llevada por ella se dejó. Se miró largamente, de esa manera casi frágil tan suya. Se secaba ahora con firmeza y seguía oyendo el golpeo lento de las últimas gotas sobre el mármol. Sintiendo su juventud, miró cómo las terrazas de los edificios la invitaban a volar… Se anudó la toalla al pelo aún húmedo y decidida se lanzó a la luz. Abrió el balcón y el día la recibió con sus dedos de verano. Apoyada en el antepecho de piedra prendió un cigarrillo, mientras, achinando los ojos a causa del humo, 16 Valentín Claveras Gil miraba a lo lejos. La brisa le desanudó el turbante proyectando hacia atrás su pelo de nube. Durante la eternidad del pitillo el cielo de Manhattan se embelleció… Pensaba en el Puente de Brooklyn cuando sonó el teléfono: era el doctor. Le confirmó para la próxima quincena la cita pendiente. Se verían en Bel-Air, en la casa de ella ―de estilo español― con la enigmática inscripción en la entrada: «Cursum Perficio, aquí se acaba el viaje.» Desechó la idea obsesiva de la finitud de las emociones, de los actos; de los sentimientos y, como queriendo oponerse a la contundencia del rótulo en la verja de su jardín, entró en el salón y regresó rápidamente a la terraza con el manojo de hojas color crema. Leyó por encima agitando las pestañas y los ojos, volando sobre ellos, se detuvieron un instante en los versos: Al pie del último farol, reticente, duda su sombra un segundo. Pienso, al perderlo, en qué brazos ―ojos, cuerpo, alma― lo albergarán una noche en la hora sin esperanza. Y no hallo respuesta… Prefiero pensar: cuando el verano regrese… Se quedó pensativa. Estaba dispuesta a provocar el encuentro con el escritor y decidió adelantar el vuelo de regreso al Pacífico. Llamó a la recepción y pidió le preparasen la factura. Habló con Mary y solicitó el servicio de un botones. Pensaba entregarle el encargo a su querida telefonista: ella podría, seguramente, depositarlo en la Oficina de Correos. Los proyectos de futuro ―alegres, prometedores, novedosos― le sentaban bien a su últimamente algo maltrecho optimismo. El agitado sueño anterior, la ducha haciéndole sentir una agradable fatiga, la habían envuelto de nuevo en una perezosa placidez cada vez más densa. Tenía tiempo hasta la hora de salir y regresó al dormitorio… Quería descansar antes de emprender el largo viaje y se acostó. … Había oído llamar y, con un leve estremecimiento, se estiró en el lecho. La sábana apenas la cubría y de su blancura surgían los brazos y las piernas como si nadase de espaldas en un mar brillante. Como hacen los peces, se incorporó lenta, elástica y la luz ―afilada LOS VERSOS SECRETOS DE NORMA JEANE 17 por la celosía de la ventana― rozó un instante el oro sombreado de su pubis. Se vistió apenas de perfume y ―echándose algo ligero sobre los hombros― se acercó a abrir la puerta. Cuando lo hizo, el botones del hotel ―cuadrado como un soldadito de plomo― abrió aún más los ojos y dudó… El sol recortaba la silueta femenina, nítidamente, en todo su esplendor… Se dio cuenta, se disculpó, hizo entrar al mensajero y ―retrocediendo unos pasos, alegre― se perdió por el vestidor… El muchacho, parado junto a la mesa, la oía revolotear… La escuchó tararear algo… Paseó en su espera la mirada por los espejos, por el anticuado mobiliario del hotel donde trabajaba… Al regresar de su recorrido, los ojos se le posaron en las cuartillas junto al sobre en la mesa; estiró el cuello y ―precavido, sin dejar de atisbar el regreso de la dama― curioseó lo que pudo: Llegará el buen tiempo y acercarán mi cama al balcón. Entonces la luz me herirá y dará vida, como la daría la espada de sus ojos. Veré su mano, a través de los visillos, hacerle un dibujo al aire. Y habré dicho a mi madre: ¡Ahora me encuentro bien, ahora siento el verano! Quiero el camisón azul: ese que me desnuda los hombros. Unos pasos más rápidos, y al momento regresó abotonándose la bata de rizo. El muchacho se retiró para dejarle espacio. Marilyn se inclinó, apartó el sobre vacío, juntó las dispersas hojas de la carta y, dejándolas a un lado, entregó al muchacho el recado para Mary Patterson. Los diez dólares eran para él. Creyó adivinar la sombra de una sonrisa en su rostro y supo que había estado mirando los papeles. No le importó. ―Toma, cielo, esto es para ti. Lo demás es para Mary, ella sabe. Falta un sobre. Yo se lo entregaré más tarde, antes de que cambien de turno: se lo dices, por favor. ―¡Descuide, señorita Monroe, ahora mismo se lo hago llegar! Le daré el recado. ¡Gracias por el honor de su visita! Sorprendida por el natural desparpajo del soldadito de diez años, le dio un beso. El chiquillo sonrió abiertamente, sujetó el envoltorio con ambas manos como si fuera una bandera plegada y, girando graciosamente en redondo, se dirigió a la puerta. Antes de 18 Valentín Claveras Gil salir se volvió y saludó a la dama con una inclinación de cabeza. Ella, gentilmente, como quien despide a su caballero, le mandó un beso volado. El botones ―ya en el pasillo, camino del ascensor― se paró un momento, cerró los ojos, expulsó el aire y exclamó: «¡Dios mío!». Con la certeza de haber dado fin a un proyecto largamente pensado, con una sensación de alivio, se dispuso a preparar el equipaje. Una maleta de tamaño regular, la sombrerera y el neceser esperaban ser cerrados. (No era una de esas divas de tres al cuarto viajando con diez baúles, la asistenta, el secretario y un par de perritos: uno negro y otro blanco)… Se acordó de no olvidar la carta, el sobre y las cuartillas color crema sobre la laca de la mesa… Quiso salir al balcón, ir al dormitorio, sentarse en el sofá junto al biombo… Tenía que calmarse: al pie de la ventana de celosías se sentó dejando que la luz dibujase sobre su bata. Introdujo las manos en los bolsillos del albornoz y abrió los brazos. La tela, como las alas de una mariposa, expandió la ola sensual que rodeaba sus caderas… Tenía que calmarse… tomó las hojas, y las guardó de nuevo… entró en el baño. Colgó la bata del pomo de la puerta, abrió los grifos… la bañera se iba colmando. Tocó el agua con su pie menudo. Destapó los jabones, vertió las sales de esencias alineadas en la repisa. Hundiéndose en la espuma, se sintió feliz. ¡Cuántas veces, en un mismo día, había mezclado el recuerdo de él, la carta, el agua, la desnudez, el baño; cuántas veces, había perdido la cuenta! Él tenía la culpa… Miraba el espejo de cuerpo entero y la niebla lo cubría. Empujaba la esponja hasta el fondo de la bañera y jugaba a apresarla con los dedos de los pies. Asombrada de su habilidad, la atrapó varias veces y chorreando le hacía al vapor de la luna del armario redondeles. Se vio dibujada en ellos y sonrió. Cuando el vaho de nuevo la hacía desaparecer del cristal pensó en John... Lánguidamente estiró el brazo, elevó la longitud de una pierna y deslizó sobre ella la esponja en toda su largura; el agua la iba llenando hasta lo más profundo, iba perdiendo la noción de sí misma, se estaba licuando… Miró un instante a su lado y las hojas de la carta asomaban por el bolsillo del albornoz. Alargó la mano, acarició los filos de papel y jugó a ver cuál extraía… Hacía tiempo que el agua, la LOS VERSOS SECRETOS DE NORMA JEANE 19 espuma, el vapor, el placer de la piel y ella eran una misma cosa… Acercó la cuartilla a su cara y aspiró el olor vegetal de la pasta… cerró los ojos… Cuando los abrió, varias palabras se habían deformado por las gotas salpicadas: Quizá entienda usted ahora el motivo de mi carta y descubra en ella, en los sueños que la transitan, el esfuerzo de meses dedicados a la atención, al intento de decirle algo excepcional. Le pido disculpas por mi atrevimiento del poema. (La mano sumergida se movió y ascendió instintivamente hasta el filo de la cuartilla. Un grumo de espuma emborronó el resto… A duras penas, aún se podía leer)… En el cuaderno he ido anotando pensamientos en forma de aforismos y de versos. Espero sepa apreciar los intentos de esta pequeña ignorante por aprender. Lo espero en California. Sería un honor. Dios lo bendiga. Perdidamente suya, MM. No pudo más, no pudo contener la emoción y se sumergió. La capa de espuma, como un mar helado, se cerró sobre su cuerpo. En el temblor de la superficie asomaba la mano enarbolando la emborronada hoja de los versos… Lentamente, el brazo fue ascendiendo sobre la lámina del agua. De pie, vestida de brillos, leyó parte de la hoja salvada del naufragio: El pañuelo de seda me es muy querido, me ha acompañado durante muchos rodajes. Ruego acepte el regalo. No mucho más tarde, escoltada por el botones y un mozo de equipajes, la espléndida mariposa rubia revoloteaba por el hall del hotel despidiéndose de Mary (a quien no olvidó entregar el sobre) y del gerente del hotel. El portero, embutido en su librea escarlata, le dio un sombrerazo al aire, alargó la mano hacia la propina y abrió la puerta. A ella le maravilló la exactitud, la celeridad de sus movimientos, la rara habilidad de hacer tantas cosas a la vez. Gimió el cristal en el bronce del portón al girar y le pareció oír el roce del guante doblando el billete. 20 Valentín Claveras Gil Ya en la calle, sobre la acera, esperó un instante la llegada del equipaje. Volando sobre la escalinata, el príncipe negro de la levita púrpura la invitó a subir al coche. Ella, como el paje de un rey mago, repartía besos a los botones alineados y bizqueando bajo el sol. Miró a lo alto de la regia entrada y ahí estaban todos ―de pie, flanqueando a su Director― agitando las manos en una despedida… El detalle la emocionó. ―¡Al aeropuerto! ―dijo al chófer observándola por el retrovisor. Arrancó. El tubo de escape se agitó un poco, lanzó un delgado gas azul y unas gotas de agua mojaron el pavimento. Un apresurado pelotón de reporteros dobló demasiado tarde la esquina. La limousine, blanca como un barco de recreo, se deslizaba sobre el mar de asfalto camino de su destino. Miró por la ventanilla y en las galerías de cristal de los almacenes se reflejó la majestuosidad del auto. El benigno otoño californiano, aquellos días de final del estío de 1955, llamaba ya a las artísticas cancelas de los jardines de Bel-Air. Desde el cerco frontal del seto de cipreses, a esa hora aún fresca, espejeaba la lámina añil de la piscina. Sentado en el borde, un hombre en traje de baño y protegido por gafas de sol, chapoteaba moviendo los pies como un niño feliz en la superficie del agua. Levantaba espuma y el caniche ladraba a las gotas cayéndole cerca. Detrás, la mesa con el servicio de café, un par de vasos de vidrio y el agua de una jarra aguardaban. Varias tumbonas se alineaban frente a los muebles de la terraza. Bajo la sombrilla desplegada, sujeto a su mástil como una bandera verde, el pañuelo de seda comenzó a flotar en el viento. Entonces apareció. Brillando como una diosa bajo el cielo del sur, se quitó las gafas, dejó el sombrero cordobés sobre la hamaca y ―vestida únicamente de luz y de aire― se lanzó al agua. John la imitó. El caniche, desde la orilla, seguía ladrándole a la espuma. El tiempo se les paró. El perro se cansó de marcar los segundos; fastidiado, como si ya nada le importase, se tumbó a la sombra. El sol en la hora del mediodía apuntaba vertical sobre el tejado de la casa, las flores perfumaban, las moscas zumbaban entrome- LOS VERSOS SECRETOS DE NORMA JEANE 21 tiéndose en la pacífica vida de las cosas. Un poco más tarde el cachorro y ella dormían. Él se entretenía preparando los combinados y la jarra de limonada para cuando despertase. Listos los martinis, los tapó con un posavasos y, abandonando la protección de la sombrilla, se dirigió a la cocina. Al rato regresó con una ensalada de queso y tomate aderezada con aceite de oliva. La botella de vino californiano hallada en la alacena asomaba el gollete bajo el brazo. La abrió y el ruido del corcho, al salir, hizo moverse al caniche; Norma, perezosamente, lo imitó… Se tomaron los aperitivos. Más tarde, sin prisa, comieron. Bebieron. Lentamente paladeaban aquella lasitud... John retiró los platos... Regresó y ―después de guardar la botella y las copas en los bolsillos de su albornoz― aupando a la diosa hasta el pecho, Zeus Terrible, entró en la alcoba de estilo español… Las perinolas del espaldar de la cama sonaron como cascabeles en la paz de un campo andaluz… Reposando la cabeza en el hombro de su amado, siguiendo el lento ritmo de la respiración, Marilyn se entretenía haciendo temblar con los movimientos de su pie los latones de la cama… Cansada del juego, besó el rostro de dios maduro y ―liberándose de su abrazo, procurando no despertarlo― se levantó. Sobre el aún ardiente suelo de la terraza tomó carrerilla y se zambulló donde la alberca era más profunda. El agua la envolvió con su gasa de hielo. Se sintió viva, extraña y dulcemente nueva. Mientras flotaba ―ofreciendo su cuerpo a la curiosidad del cielo, de la luz y de los pájaros― pensó en el puente de aceros brillantes, hermosos y humanos. Se pensó a sí misma convertida en agua, casi sin respirar, apenas moviendo los brazos. Se pensó viajando en la corriente, desde el Continente de Norma Jeane, hasta la Isla de Monroe, sobre la pasarela de cristal de su propio cuerpo. ¡Nunca había sido tan feliz! Nadó hasta el borde y apoyándose en el ladrillo salió. Volvió a entrar en la casa y él buscaba algo en la maleta. Cuando lo tuvo se lo mostró. Era un pincel delgado junto a un frasco conteniendo el intenso líquido negro parecido a tinta. John le dio la vuelta al tarro y entonces ella, con alegría infantil, leyó: «¡Tinta China!». Miró a John, pero él no dijo nada. Sonrió y salió. 22 Valentín Claveras Gil Así tendría tiempo de cuidarse el cabello, pensó Marilyn… Era tan fino, debería evitar la prolongada exposición al sol californiano. Éste, comenzando a inclinarse detrás de la casa, mandaba retazos de sombras a los jardines. Ella, desde la ventana del baño miró y él se concentraba en algo imposible de ver. Cuando más tarde volvió a la terraza, se detuvo a su espalda y apoyó la barbilla en el firme friso del hombro. John acababa de escribir el último signo. Sorprendida, vio el pañuelo verde. Sobre él, en negro, resaltaba una escritura de inspiración oriental. En el encabezamiento leyó: «Pañuelo al Viento.» Acariciando con sus ojos la fragilidad esquelética del poema, pronunció lentamente escandiendo las sílabas: Aquí estoy, pañuelo blanco en la lanza de tus dedos. Aquí estoy, pañuelo verde en la cima de tu pecho. Aquí estoy, pañuelo rojo sobre un mar desierto. Así estoy, tela estampada de deseos. Aquí y ahora: en la zarza de tu mano ardiendo. Como tú quieras: lanza, cima, mar, zarza o estampa: sólo pañuelo. John Steinbeck y Marilyn Monroe, Bel-Air, fin del verano en California (1955) LOS VERSOS SECRETOS DE NORMA JEANE 23 Él, complacido, se dejó abrazar y ella, adherida a él, le besaba el cuello, le acariciaba pensativa la espalda. El mundo mientras tanto, ajeno a su felicidad, avanzaba hacia el final de la tarde. La casa, cerniéndose como un pájaro sobre la alberca y el jardín, proyectaba la mancha de su sombra. El pañuelo verde y negro, lanzando aún el vaho de la tinta, ondeaba en el mástil de la sombrilla como la invicta bandera del optimismo. Habría sido estupendo pensar en Norma Jeane y en John, en la Monroe y en el laureado escritor Steinbeck, habiendo vivido felices muchos años, madurando aquel amor. Pero no fue así. A John, siete años más tarde, le darían el Premio Nobel de Literatura. A Marilyn, a Norma Jeane, se le acabaron por quebrar, con mayor estruendo todavía, los puentes de la esperanza tendidos sobre el abismo de su existencia. Falló la pretendida ayuda psiquiátrica, tan experimental, tan snob, falló la amistad; falló el amor y defraudó la vida… Quienes no hicieron dejación de su empeño, intentando inútilmente ocultar el perpetuo desvalimiento de la estrella, fueron el alcohol y los tranquilizantes. Tampoco faltó a la cita la desidia de los antiguos y de los nuevos amigos, quienes sólo estaban interesados en adivinar cuándo aquel hermoso y frágil juguete se quebraría en dos pedazos: el alma de Norma y el esplendor hecho carne de Marilyn. Quizá ella misma pensase alguna vez, sin duda lo hizo, en cómo la amistad de una sencilla telefonista de hotel había llegado a valer por la de todos sus ex-maridos, sus amigos y amantes juntos: los Miller, los Di Maggio, los Greenson, Los Strasberg, el mismísimo Truman Capote y la ingente caterva de envidiosos y chismosos de Hollywood. Una eterna noche del sesenta y dos ―meses después de haberle cantado al Presidente «Cumpleaños Feliz», ayudada por el abandono de todos― cruzó por última vez el puente. Olímpicamente, el profesor de interpretación, Lee Strasberg, se hizo cargo de sus pertenencias. 24 Valentín Claveras Gil Años más tarde, ya en la modernidad cada vez más pujante del mito Monroe, la propia hija del profesor daría luz a los papeles y a las notas dispersas en sus queridas libretas. Éstas contenían algunos de los pensamientos escritos, los poemas rotos por la urgencia de una fragilidad soñadora: tomaba notas de lo que llamaba su atención, plasmaba un pensamiento, escribía las recetas de un asado o anotaba los ingredientes del cóctel en su copa. Luego, lo olvidaba. Después del revuelo inicial de su muerte, los escritos y las cartas habían dormido amontonadas en las cajas de cartón del desván de los Strasberg. En alguno de los estuches, como en un sarcófago blanco, yacían los recuerdos de su relación con el admirado John. El mismo pañuelo verde ―conservando intacta la frescura del poema en tinta― seguía ahí, envolviendo el cuaderno enviado por Mary en su nombre. Junto a ellos había una nota manuscrita firmada: «Te vengo debiendo esta carta desde hace mucho tiempo, pero mis dedos han evitado el contacto del lápiz como si éste fuera una herramienta vieja y envenenada.» (John Steinbeck) Aquel día de verano, a media mañana, el sol bruñía los bronces de los instrumentos apoyados en los bancos del parque frente al Ambassador. La gaviota, sobrevolando los edificios, se había posado sobre el toldo rayado de una terraza. La banda venida desde Nueva Orleáns esperaba. El escritor sureño amigo la había contratado. Fumaban los músicos y las solistas cuchicheaban mostrando sus blanquísimos dientes. De vez en cuando el trombón emitía una nota grave y la trompeta amagaba un quejido. Hacía calor y los integrantes del grupo vestían sus elegantes trajes funerarios. Un negrazo movía, haciéndolo girar en el suelo mientras bromeaba, el bastón de ébano con pomo de marfil. Anteayer, en California, había muerto la diosa. El portero, con una sombra de ausencia en el rostro, abrió la puerta. Solemnemente, en silencio, los empleados fueron ocupando los peldaños de las escaleras; se desplazaban de lado, arrastrando LOS VERSOS SECRETOS DE NORMA JEANE 25 los pies hasta que se tocaban los hombros al formar y ahí estaban sobrecogidos por el momento. Miraban como en un espectáculo al aire libre el movimiento de la banda que ya se aprestaba y entonces, cuando el Director cruzó la puerta, sonaron dos clarinazos y el cielo de Manhattan se partió. La gaviota, sorprendida, desplegó las alas y volvió a meterse en su hondura de pájaro. Contemplaba el mar, como si nada le importase. La solista levantó los ojos y le extrañó la impasibilidad del ave marina ante la lenta marea del blues. Aún la observaba cuando, apenas abriendo las alas, se dejó caer hasta rozar el suelo; dio dos batidas enérgicas y se alejó sobrevolando la isla. Los empleados se balanceaban apenas cuando ella ganaba la azotea del hotel y se perdía más allá. Todos habían seguido su giro en lo alto y esa forma de volar, tan consciente, tan libre, les había hecho volver a la infancia… cuando iban a la playa o a los trigos y veían la majestuosidad de los pájaros suspendidos en el aire… Miraban ahora, a través de las ventanas entornadas de los párpados, cómo los campos que Norma recorría desde su altura amarilleaban, cómo las abejas rondaban las flores que traía. No pudieron dejar de pensar en ella… Ya para siempre cualquier cosa les iba a devolver su memoria. ¡Hubieran querido tanto haber podido ser la mano solícita!... Aún volvió la gaviota, pasó veloz en una despedida y se perdió por donde el mar llevándose sus miradas. 26 Pan con Chocolate Trini Rodríguez Jugábamos a «Luna» en los recreos. Dos mayores elegían, con «Monta y cave», los jugadores para su equipo. Siempre se quedaban fuera los mismos. Aprovechando el cordón de adoquines que marcaba la línea de saque, dividíamos el suelo del trinquete en cuatro partes iguales. El juego consistía en atravesar el campo contrario y alcanzar Luna. O en impedirlo a base de tortas. Mi madre decía que era de chiquillotes. Aquel fue el primer año que nos juntaban y hacían las dos aulas mixtas. Nos agruparon por edades. A los más pequeños se los quedó la maestra en la escuela de niñas del barrio arriba y el resto nos fuimos a la de abajo. Me alegré de que a mi curso le tocara con Don Diego porque había sido el maestro de mi padre; cuando mis dedos conocieron el puntero me arrepentí. La escuela, ahora vacía, está en la plaza, frente a la iglesia y al trinquete, justo encima del horno. Comparte planta con la barbería. Una habitación enorme, encalada, rodeada de bancos de yeso y con 28 Trini Rodríguez un gran sillón de madera cerca de la chimenea, donde se hacían las juntas de vecinos. Muchas veces, a boca de noche, se oía la corneta por las calles del pueblo pregonando un bando… «Se hace saber, que esta noche a las diez, habrá junta de la bodega en la barbería». Cuando quedaba libre acudían los mozos. Mezclados, las clases se hicieron más amenas pero salir a orinar más complicado. Las chicas aprendimos a escondernos entrando al corral del tío Abel. Íbamos dos; si era temprano y aún estaban las ovejas no había problema, una guardaba la puerta mientras la otra lo hacía entre el ganado. Pero a media mañana, cuando en el corral sólo quedaban gallinas, había que protegerse de ellas y olvidar la puerta. Una las espantaba para que la otra salvara el trasero. Los chicos lo tenían más fácil, se arrimaban a una pared en el callejón y sólo habían de cuidarse de que no salieran las vecinas. A veces, si Don Diego estaba contento y nos dejaba el balón, jugábamos todos juntos a «Balón tiro», otras los chicos jugaban a «Santos» y nosotras al «Perrogato». Una especie de rayuela en las losas de la puerta de la iglesia. No importaba el número de jugadoras pero más de cuatro se hacía aburrido. Hacíamos el taco con un trozo de suela de goma, redondeando las aristas con el filo de un cuchillo para que no se frenara. (La basura del tío abarquero escondía auténticos tesoros). Para jugar a «Santos» también se necesitaba un taco. Y la cara ilustrada de las cajitas de cerillas. Cada cual cobraba el santo que hacía salir, a tacazos, de un redondel. Los que tenían muchos sólo se jugaban los repetidos. Mi abuelo le guardaba a mi hermano las cajitas vacías, pero cuando no le quedaban entraba a escondidas en la cocina y se las llevaba llenas. En una de las paredes de la escuela colgaba una pizarra de color verde al lado de un crucifijo. En otra, un póster grande del cuerpo humano y un mapamundi con el hueco del puntero vacío. Antes de que llegásemos por las mañanas el maestro se encargaba de barrer, luego escondía la escoba en el perchero. Su mesa estaba frente a todos y detrás tenía una alacena llena de libros. Presidía la clase una fotografía de Franco vestido de militar y arriba de la puerta, en una hornacina, se empolvaba una figurita del patrón San Roque como la PAN CON CHOCOLATE 29 que hay en la iglesia: acompañado de un perro con el pan en la boca y enseñando las heridas que lleva en las rodillas, los sanroques. En invierno, cada día llevábamos uno la leña para la estufa. Salvo cuando había horno, que sin encenderla se estaba calentito como abajo. Esos días parecía que en la escuela éramos más. En el silencio de los ejercicios oíamos la conversación de las amasanderas y, a veces, sus palmadas ponían música a nuestra cantinela de ríos o de montes. Las clases empezaban rezando un Padre Nuestro, y acababan con un problema de matemáticas. Entre tanto, el maestro no se había quitado el cigarro de la boca ni un instante. El papel se le quedaba pegado a los labios hasta que el cigarrillo se consumía y liaba otro. Sus tres camisas estaban quemadas. Todos los días a las doce, después del Ángelus, Don Diego planteaba en la pizarra un problema para cada curso. Tenías que resolver el tuyo si querías irte. «Indios y vaqueros» era un juego más largo y no daba tiempo en el recreo. Nos juntábamos en la Era la Peña después de merendar con nuestras armas reglamentarias: un palo arqueado por una cuerda, el arco de los indios; y un trozo de madera pulido, el rifle de los vaqueros. Los arcos podían lanzar flechas de verdad pero no estaban permitidas. A nosotras sólo nos dejaban jugar cuando los chicos eran pocos. Se limitaba la zona de juego para evitar escondrijos alejados; eran más seguros pero te arriesgabas a que terminaran sin enterarte. A Pilar le pasaba muchas veces, se escondía con Román y no aparecían en toda la tarde. Hasta el día en que los encontró su madre; poco después le cortaron las trenzas y se hizo aburrida de golpe; apenas venía alguna tarde para jugar al «anillo». Lo de Román fue peor, en menos de una semana ya no volvió a jugar ni a ir a clase. La Era la Peña servía de patio a la escuela de niñas. A veces había cultivadores, o algún remolque o cualquier otro apero de labranza aparcados en ella, pero teníamos espacio suficiente para nuestros juegos. El aula era la planta baja de la casa de la maestra. Bajaba haciendo sonar las llaves y cuando salía del callejón ya la esperábamos en una fila frente a la puerta. Nos hacía entrar en silencio y rezar 30 Trini Rodríguez un Ave María antes de empezar la clase, o cantarlo y llevar flores frescas si estábamos en el mes de mayo. Solía irse del pueblo cada fin de semana en el autobús. Un lunes, cuando volvió, trajo muchos metros de tela rosa con rayitas blancas. Las madres nos cosieron a todas baberos de quita y pon, desde entonces no nos dejó entrar en la escuela con ropa de calle. Yo me ensuciaba bastante; perdí más días de escuela por la lluvia y la humedad que por estar enferma. Cuando nos juntaron con los chicos desaparecieron los uniformes. Rosa María me enseñó a leer y a escribir; y a quedarme sin comer por no hacer las sumas. Me dejaba sola, encerrada en el aula hasta las tres, para que sumara. Más de una vez mi primo se coló por la ventana y me ayudó a terminar. Estuve con ella hasta cuarto. Cuando llegué a la escuela de abajo empezamos las Naturales con el cuerpo humano. Me aprendí de memoria la circulación de la sangre. Copié diez veces, por charrona, la lección entera. Me recuerdo comiendo y copiando a la vez en la mesa de la cocina. El castigo incluía dibujar el sistema circulatorio a dos colores. Entonces comprendí que todos nacemos con un poco de príncipes o de princesas, y llegué a pensar que según crecemos la sangre de un color se apodera de la otra. Cada año, cuando se acercaba la Navidad, el cartero nos traía una caja con regalos para la escuela. Don Diego decía que la mandaban del ministerio. Había rompecabezas, juegos de fichas y recortables. Lápices de pintar y bolígrafos. En ocasiones incluían barritas de tiza de colores y recuerdo que una vez nos llegó plastilina. Los libros de lectura, que venían en aquellas cajas, los repartía entre nosotros a condición de que los cambiáramos después de leerlos. En la escuela sólo se quedaban los cuentos, unos libros grandísimos con las tapas duras y dibujos de colores que llenaban la hoja entera. Lo divertido de la clase de lengua era que leer en voz alta le tocara a otro. Mientras uno leía el resto le seguíamos en el libro. El maestro paseaba entre las mesas; se detenía detrás de alguien y escuchabas: ¡sigue! Como te pillara despistado catabas el puntero. Le gustaba que leyésemos entonando. A veces repetía algunas frases con intención de animarnos pero, para mí, que más que leer cantaba. Por las tardes nos daba catecismo, salvo los viernes, que nos volvían a separar y las chicas hacíamos labor con Rosa María. PAN CON CHOCOLATE 31 Al «Palo ciego» jugábamos con bombillas fundidas si no teníamos huevos. La gallina inglesa de mis abuelos casi siempre estaba incubando. Vigilábamos su corral a diario y cuando salía la parvada, la abuela nos daba los huevos que no picaban. En el Pilón había un rodal grande de arena perfecto para jugar. Íbamos con los huevos podridos y con un garrote. El huevo se enterraba en un buen montón de tierra y a quien le tocara, se le tapaban los ojos con un pañuelo. Lo girábamos entre todos tres o cuatro vueltas, y luego disponía de cinco oportunidades para romperlo a garrotazos. De no conseguirlo, le tocaba a otro. Los turnos se echaban a suertes porque la mayoría de veces sólo jugaba el primero. Lo mejor venía al acabar, cuando retirabas la arena para ver el pollo. Un engendro acurrucado de ojos cerrados en el que todo era pico. Algunos tenían la piel rosada y llena de granos, en otros, la piel se transparentaba y se veía una masa morada con garabatos negros. ¡Tan feos! Menos mal, decíamos, que nuestras madres no ponen huevos y no tenemos que pasar por esto. Los maestros nos recomendaban ir a misa, al menos, una vez a la semana. Pero un día de noviembre la asistencia era obligada. Acudíamos a la iglesia con la ropa de los domingos y nos sentaban a todos juntos en las primeras filas. A los mayores que habían pasado la Comunión, si estaban recién confesados, les dejaban comulgar. Yo no sabía cuando me tenía que arrodillar o cuando ponerme de pie, por eso me dejaba llevar por el resto. Y si no conocía alguna respuesta, lo disimulaba moviendo los labios para que no me vieran. Acabábamos con una canción que nos sabíamos todos. Cuando lo que se celebraba era una boda no hacía falta que nos mandaran. Íbamos a todas. Al salir de misa, los padrinos tiraban al aire caramelos y la plaza se convertía en un bullidor de chiquillos. De la de Román con Pilar nos enteramos al día siguiente pero mi madre me dijo que en esa no hubo caramelos. A «Guerra» jugábamos con los soldaditos que vendía el turronero ambulante el día de la fiesta de San Roque. A primera hora de la tarde, antes de la procesión, desplegaba una mesa en la plaza y la llenaba de dulces. Ofrecía peladillas, turrones o chupachús. De todo. Llevaba unos chupos largos de caramelo que te duraban toda 32 Trini Rodríguez la tarde. También había pipas saladas o cacahuetes, y como tuvieras un duro podías comprar tebeos. En el último trimestre, cuando se aproximaban los exámenes finales, Don Diego dejaba la escuela abierta después de las cinco por si alguno quería estudiar. Pero antes, nos hacía salir al trinquete a merendar y a correr un rato. Me gustaba merendar pan con chocolate, bueno…, lo que me gustaba era el chocolate. Le pedía a mi madre que no le quitase la envoltura de papel cuando me preparaba la merienda, para separarlo sin que se pegara una miga de pan. Me comía el pan solo y luego disfrutaba el bollo de chocolate, una barra dura y redonda que cuando la mordías se deshacía en la boca como si fuera tierra. El último trocito me lo guardaba en la lengua sin tocarlo con los dientes para que durara. Volvíamos a clase pocos, y mejor así porque podíamos preguntar. Don Diego se quedaba leyendo en su mesa, o salía a fumar un cigarro sentado en la barbacana, pero no cerraba hasta bien de noche. Alguna vez acudía Román; sus padres le habían sacado de la escuela aunque el maestro se empeñó en que acabara el curso. Le daba clase a él solo antes de cenar. Yo me iba cuando se hacía la hora de esperar el ganado. Muchos vecinos, como mi padre, que tenían pocas ovejas, se agruparon para sacarlas al monte. Juntaron los hatajos y sólo hacía falta un pastor. Según las cabezas que aportaba cada uno así le tocaban días de tanda. A su vuelta por la noche las destajaban. Los chiquillos acudíamos a buscarlas al sitio por donde entraba el pastor. Cuidando que no se azoraran ellas mismas se separaban. Cada uno se llevaba a encerrar las suyas y como te descuidaras llegaban al corral antes que tú. En la Calleja, frente al patio de la abuela de Pilar, había un bancal estupendo para jugar a «La Toña». Era un juego de pastores y hacían falta garrotes; pero cuando no los teníamos nos servía cualquier astil, incluso un palo que midiera poco menos de un metro. Para toña buscábamos un tronco corto y ligero que fuera fácil de lanzar. Una vez que tiraba yo, la golpearon tan fuerte que voló hasta el patio de enfrente. Entré a recuperarla y vi a Pilar sentada en un resol junto a su abuela. Desde la noche que los casaron, ella PAN CON CHOCOLATE 33 y Román tenían un cuarto allí. Estaba tejiendo unos peuquitos de color de rosa. Me parecieron tan bonitos que me olvidé de la toña. Le pedí que me enseñara su muñeca pero antes de que ella hablara su abuela me echó del patio. Esto no es ningún juego, me dijo, esto es una penitencia. Cuando volví al bancal ya se habían ido todos... 34 La Espera Pino Santana Hernández Aplastó la colilla cuando casi le quemaba los dedos. El filtro atestado de nicotina le recordaba incansablemente la promesa de dejarlo antes de que terminara el año. La prohibición de fumar en la oficina le incrementaba a menudo el deseo, por eso nada más salir del trabajo lo prendía. Lo tiró en la papelera más cercana, después de comprobar que estaba completamente apagado. Miró el fondo del recipiente y sintió ganas de vomitar. Se dirigió al coche con la esperanza de sentir alivio, pero la culpa se presentó de nuevo, como siempre, abarcándolo todo. Subió al vehículo y dejó caer la cabeza sobre el volante. Hizo un intento de respirar profundamente y un dolor intenso en el pecho se lo impidió. Miró el salpicadero, era la hora del almuerzo y aunque la noche antes había preparado un arroz con frutos secos, en ese momento no deseaba ni la comida ni la soledad de su casa. 36 Pino Santana Hernández Cuando sus pensamientos no la dejaban en paz solía encerrarse en la cocina. Abría los armarios, chequeaba la despensa, releía las recetas de su madre, desvalijaba la nevera y terminaba inventando platos. Los olores de sus cavilaciones puestas al fuego terminaban humedeciendo el recinto. Nunca servía como terapia, pero nunca dejaba de hacerlo. Colocó la llave en el contacto y arrastró el coche. La ciudad presentaba un aspecto plomizo, despertando la tristeza. El gris impedía distinguir el cielo y la lluvia amenazaba con caer. Puso la radio con la intención de detener el barullo de ideas que la asediaban, pero no soportó el ruido y la apagó. El tráfico asfixiaba las calles y cientos de personas transitaban aceleradamente. No sabía dónde ir. Condujo sin rumbo durante unos minutos hasta que un semáforo en rojo la obligó a parar. Entonces pensó en el bar de Carmina. Se dirigió hasta allí, ausente, con el peso de la desgana. Aparcó a pocos metros, en un parking reservado sólo para clientes. Se bajó del coche y se quedó mirando la pizarra que anunciaba el menú del día. Dudó un instante antes de entrar. Últimamente no se soportaba ni a ella misma y huía de lugares donde la gente tenía la costumbre de amontonarse. Cuando empujó la puerta, el olor de los huevos estrellados la llevó a la única mesa libre del abarrotado local. Se sentó. Olía fuerte, a grasa condensada, a cocina rebosando aceite de garrafas. La dueña era una mujer pulcra, pero la poca ventilación del lugar producía un agobio asfixiante. El olor a comida se mezclaba con el humo de dos cigarros. En una mesa, una mujer de aspecto cansado hacía intentos de llevar el humo al techo, como si deseara sacarlo del local; la inquietud se mostraba en su rostro y después de dos o tres catadas ansiosas lo apagó. En otra mesa, a su derecha, un hombre dejaba caer la ceniza al suelo, hablaba de forma animada con su interlocutor y sostenía el cigarro como un bolígrafo en la oreja de un tendero. ―¿Qué tal va todo, preciosa? ―interrumpió Carmina desplegando una sonrisa. ―Bien ―contestó ella. ―¿Quieres el menú o te preparo algo? LA ESPERA 37 ―No sé ―dijo ocultándose tras la carta. ―¿Vuelvo en unos minutos? ―No, por favor, tráeme una tortilla. ―¿Y ensalada? ―No, gracias. Está bien así. Carmina, con la que había compartido una noche de insomnio, hacía ya más de un año, era una mujer de pocas palabras y muchos secretos. No era necesario hacer esfuerzos con ella, por eso abrió un reserva, le llenó la copa y la dejó sola. Para no soportar la espera hasta las cinco de la tarde, sacó de su bolso el libro atragantado de Vargas Llosa. Leyó una línea y lo abandonó sobre el mantel a cuadros. Tomó el vaso, balanceó el líquido y comprobó que las espesas lágrimas se deslizaban por el interior de la copa dejando huellas en el cristal. El color morado le recordó la portada de una biblia antigua que había adquirido en un rastro. Era la única pasión que la acompañaba desde niña. Leía cualquier cosa que cayera en sus manos y visitaba las librerías con ojos lujuriosos que nunca se saciaban. Los muebles de su casa ―según decía Alberto― encajaban en medio de estanterías repletas de libros: libros con subtítulo invisible de «pérdida de tiempo»; los inaguantables de cien páginas, los de novecientas, ligeros y sanadores; otros blancos como las noches de vigilia, y últimamente muchos azules, como la pena. Siempre había mantenido la teoría de que alguien que lee mucho termina confundiendo la realidad con la ficción. Sonrió en silencio y encendió un cigarrillo. Lo miró prenderse y descubrió que el naranja brillante tenía algo de profecía, de evocador del fuego sagrado que anuncia el final. Sobre el mantel de plástico un cenicero blanco, manchado de nicotina, le hizo pensar un solo instante en sus pulmones. Dejó caer la ceniza y consultó el reloj. Carmina intercambiaba el ir y venir de platos con la retirada de las colillas. Vaciaba los recipientes en una papelera cubierta con una gran bolsa de plástico negra, sin comprobar nunca si estaban apagadas. Decidió no mirar, no podía soportarlo. Una noche de pesadillas, donde lo único que recordaba era su imagen sola frente a las 38 Pino Santana Hernández ruinas de su casa, sosteniendo en su mano un cenicero tiznado de negro y ocre, había dejado en ella una obsesión incontrolable que la obligaba a apagar las colillas hasta destrozarlas. El plato cayó sobre la mesa regresándola a la realidad. Carmina sonrió y ella hizo intentos de devolver un gesto de amabilidad. Cogió el tenedor y lo clavó. Pretendió llevarlo a la boca, pero a mitad de camino se arrepintió. ¿Qué sentido tenía estar allí, sola, en medio de un montón de gente desconocida? Hacía muchos meses que una angustia asfixiante la despertaba en mitad de la noche. En las horas de vigilia se paseaba la casa como un fantasma, se fumaba dos o tres cigarros seguidos, y en los momentos de mayor desesperación terminaba suplicando a un dios en el que no había creído nunca. Realmente desconocía cómo se tejían los lazos de unión entre la soledad y el miedo, sólo llegaba a comprender que, cada día que pasaba, estaba más cerca de la muerte que de la vida. Cogió la copa de vino entre sus manos y tomó un trago largo. Intentó calmar una sed vieja y conocida, la misma que durante largo tiempo había dado de beber al vacío de sus creencias. Sintió ganas de vomitar, pero pidió un café. Lo ingirió deprisa, se levantó y pagó en la barra. Se subió al coche y se dirigió a casa. Los almendros que bordeaban el camino empezaban a florecer y las hojas nuevas se mezclaban con las ramas secas de un otoño desolador y frío. Ellos llegarían sobre las cinco y aún eran las cuatro y diez. Tendría tiempo para una ducha. El agua tibia le dejó el cuerpo sumergido en la desgana. Descubrió de repente que se había abandonado en los últimos meses. Pensó en pasarse la maquinilla de afeitar por las axilas, pero el cansancio la hizo desterrar la idea. Cuando abrió las puertas de la mampara se lamentó de no haber acercado una toalla. Se puso el albornoz e intentó secarse en él. A Alberto le gustaba de forma especial aquella prenda, y el hijo había tomado la misma costumbre, no sabía bien si por amor al padre o por venganza hacia ella. Tiró las zapatillas, se tumbó sobre el sillón, y sólo entonces respiró. Pocos minutos después escuchó el ruido del ascensor. Se puso en pie de un salto, se dirigió al baño y se miró al espejo. El LA ESPERA 39 pelo desaliñado, anunciando las canas y la falta de cuidado de los últimos meses, le produjo un dolor desmedido. Escuchó cómo se abría la puerta, espiró profundo e intentó sonreír. Desde el umbral su hijo la miró con una mueca lánguida. Las horas de avión de Nueva York a Madrid, y los meses de hospital y morfina, lo habían dejado demacrado y abatido. Lo abrazó con fuerza y temió hacerle daño. Saludó a su marido con el rostro y el alma invadida por la culpa, cogió las maletas, dejó el equipaje en la habitación de su hijo y notó que le faltaba el aire. La tristeza la invadió silenciosa, omnipresente. Se sentó en la cama y apoyó sus manos frías sobre el rostro. Sabía que su hijo también necesitaba una madre capaz de enfrentarse a aquel viaje, que lo levantara en las noches de dolor, que llenara su corazón de la vida que se le escapaba. Se puso de pie. Un dolor agudo en sus piernas ahuyentó las ganas de llorar. Se dirigió tambaleante hasta el salón y contempló al hijo derrotado sobre el sofá. Sólo en aquel instante comprendió que era ella quien debía acompañarlo ahora al encuentro con la muerte. 40 Baladas de Lluvia José Querol Lluvia Hoy, que se despertó pluvioso el día, que nubes grises cubren la mañana, el granizo el cristal de mi ventana y una insana tristeza el alma mía, hoy, tengo al respirar melancolía y es ver el sol brillar promesa vana. Sólo una tromba gélida se afana sobre la piedra humedecida y fría. Hoy casi nada sirve de consuelo; es la lluvia tristeza que deprime, oculta el sol e impide ver el cielo. Porque hoy tanto llover mi pecho oprime, me obliga a caminar mirando al suelo. La vida de dolor y frío gime. 42 José Querol Ciudad Olvidada El tiempo transcurrió, sin compasión, y tan sólo dejó montañas viejas; suma desolación, casas sin tejas y alcores que hizo valles la erosión; matices verdes hacen procesión, se adueñan de plazuelas y callejas, derribando los muros y las rejas, la flora en su avanzar sin concesión. La urbe, oculta entre la espesura, le sirve de alimento a la maleza, la hojarasca la piedra resquebraja, convólvulos ansiosos de aventura. Franca lluvia limpiando la impureza de una ciudad que viste su mortaja. BALADAS DE LLUVIA Un Beso De Amor Eterno Si los claveles se abrieran con caricias de la luna y un lánguido trovador, declamando en la penumbra, el amor te susurrara con su melodiosa música, ¿beberías en sus labios la salobre y turbia espuma que adormece los sargazos de un mar de amarga cicuta; sentirías en tu pecho el aliento de su tumba; y partirías con él a una eterna noche oscura, y por siempre y para siempre vivir en su boca húmeda? 43 44 José Querol Me Llamaron Poeta Me llamaron poeta por mi verso, que declama una triste melodía, un eco de letal melancolía y es el clamor de todo mi universo. El grito de dolor que yo disperso, como negra y siniestra letanía, desnuda del fervor a mi poesía y la viste de un hálito perverso. Fecundos crisantemos se desplazan por la perpetua sombra del ciprés que cobija mi grito entre sus ramas de fuego predador. Me abrazan, rompiendo el aparejo del arnés que separa mi savia de las llamas. 45 BALADAS DE LLUVIA Aleja Tus Pesadillas (a mi hija) De la noche se hace dueño un crepúsculo de sombra, que se arrastra por la alfombra y se acomoda en tu sueño. No pongas, niña, tu empeño, por mucho que ella lo quiera, en mirar la calavera que se mueve en la penumbra, porque luego se acostumbra y se acurruca a tu vera. No dejes que los temores condicionen tu latido, condénalos al olvido; piensa en luces de colores, en un jardín con mil flores, en una gran aventura donde vence la ternura y es el amor un abrazo que te acuna en su regazo con cariño y con dulzura. 46 José Querol Lágrimas En el inquieto curso de los años, en su cauce vital, derrama lágrimas salobres el dolor agazapado de un amor. Una lluvia de añoranza sobre el mar del olvido, con esclavo afán, detiene el tiempo, lo aplaza; teme el presente y huye del espanto, de ver en soledad su cuerpo en llamas, y anclando su razón en el pasado se alivia en el valor de las palabras y grita el trovador su canto amargo. Las caricias sinfín, otrora cálidas, han roto la apariencia de lo mágico, dejan las huellas frías de la escarcha ―la ilusión del placer sobre su cuerpo― en el mustio torrente del lamento. BALADAS DE LLUVIA Ultrajar La Pureza Azotas la ilusión, infame látigo, restallando en las manos de un villano que golpea su fracaso en el amor. Como un maldito dios, rompes el lazo que anuda nuestros actos a la razón. Tu funesta galerna de escarcha y granizo, de lluvia insana, hiere el latido con su indecencia. ¡Qué sencillo es sentir la ira y qué fácil aliarse con el odio! Esclavos somos del oprobio en las manos de la insidia. ¿Es valentía el denunciar la acción abyecta, o es acaso un deber de la conciencia? ¿Qué valor tiene una vida? Qué frágil es el inocente. Qué cobarde el espíritu que dedica su ímpetu a ultrajar la pureza hasta la muerte. 47 48 José Querol Nostalgia Cuando es nuestro vivir melancolía, pues nos falta el amor, la vida es nada, humo que asciende, lúgubre morada; un valle de penumbra y de agonía. Inminente el crepúsculo del día, nos llega la tristeza inesperada, nostalgia de una vida caducada, que silente se lleva la alegría. Y como todo pasa en un instante y decidida está la humana suerte, aceptamos que nada es importante. Acaso nuestro instinto, otrora fuerte, se rinde, llora y gime suplicante, evocando el amor ante la muerte. 50 Eloísa «¿Cuál fue la hazaña de Eloísa, la que le da nombre perdurable y conquista sede para un modo femenino de ser? Fue la mujer que sin desprenderse de su alma, la salvó entregándola a lo que parece ser su contrario: la libertad.» María Zambrano Benita López Peñate Hace en su pecho un hueco y entra. ¡Cómo le gusta! Podrá irse a otras tierras; sembrar sus montañas, valles y barrancos; pero él sabe que la condensación de sus nubes de ahora fue en ella; que fue en su océano, en su mar, en sus aguas donde gestó su nueva lluvia. Podrá deslizarla, derramarla, verterla: en ligera brisa, ligera lluvia, ligera bruma; en rocío o tormenta de barranco acaudalado; en otras tierras y no en las suyas; sin embargo, ella estará en pie: mujer orgullosa, mujer orilla a donde él siempre está llegando y nunca llega, porque no es cierto que esté viniendo. O quizás es ella la que se estira y aleja cada vez más ancha mar, por miedo a que sea un espejismo y, agotada de la espera, se vea sin su cuerpo para descansar. De día le mira indomable, ingobernable por él, pero de noche el deseo la convierte en esclava sirvienta de sus piernas. En el desvelo de la luna no se sostiene en pie. La pena y el desconsuelo le arrebatan el orgullo: 52 Benita López Peñate es una vela por él encendida que se consume quemándole los ojos y la piel, cera tejida por las abejas en el panal de sus sueños. En lo más adentro de mujer tranquila, sabe que es suya su lluvia de hombre aunque no serene sus tierras. Fue en ella donde maduró nuevas flores y hierbas, y recogió la fruta que come y mastica, dejando la semilla: semilla que planta y riega con el agua de su boca. Boca que también es de ella, porque en ella la abrió con dientes, paladar, lengua y encías, mordiendo sus besos: imperfectos, sin forma cierta; besos sin nombre. No tiene nombre lo nuevo naciendo, lo nuevo digno recién nacido que habla, grita, ama, llora y suplica ―a los pies del cielo en el desierto― el agua para seguir creciendo. Besos que se abren en la luz de su presencia única, porque única es su luz hacedora de fotosíntesis y agua. Amor absoluto, amor deshaciéndose y haciéndose; agua nunca anterior, siempre de ahora, siempre viniendo. Y ahí es el asombro, el asombro de los ojos grandes como círculos asistiendo al nacimiento del deseo. Amor necesario para morir viviendo del modo que lo hace el árbol: muriendo muchas veces para seguir en vida, brotando siempre hojas nuevas en las ramas de su tallo. Amor absoluto como el agua en las margaritas y calas blancas; en los geranios rojos y claveles lila; en las plantas de savia y de albahaca. La luna la asiste sin decir palabra ni hacer ningún gesto. Mira al horizonte, los ojos desplegados en estela grande que se pierde en el infinito. Allí se posa el dolor de los ojos de la tierra, los ojos de quien llora y levanta la mirada para alejar de sí la angustia y la nostalgia. Lugar sagrado y heroico, porque heroína es la hierba sanadora crecida en el dolor para apaciguarlo y deshacerlo, en el suspiro del alma puesto allá. La luna mira la hierba que acoge su dolor y no le dice nada, no le da el nombre para plantarla en su huerto. Ella quiere el dolor de no tenerle; estar en el no estar que le abre la tierra del pecho y la remueve sin forma; toda revuelta, levantada en azada al aire; cada vez más floja, más ligera y más blanda, sin soberbia de grandes plantaciones, dejándose hacer: flores silvestres, hortalizas, fruta y hierba alta y ocre en el ara mágica de la noche nacida para los cuentos. ELOÍSA 53 Su corazón late en sangre, sangre roja que nunca se desparrama y es siempre la misma; sangre con nombre común ―puesto al nacer― para llamarla entre todos los nombres. Pero ya después la sangre tiene un nombre propio labrado por el pensamiento y los huesos: labranza de órganos y pasos. Sin él su sangre sería agua, aunque fuera roja y siguiera llamándose sangre. Abasteciendo constante y sin fatiga, ya no sería la savia que le crece árboles, y hace agua y hiedra, y no hay embalse capaz de contenerla ni pared de atraparla. El agua corre por los resquicios y la hiedra se abre paso en el interior de muros viejos, naciendo el esplendor de un rayo de luz sobreviviente que se desliza entre las piedras ―cúspide abajo― hasta la playa azul de hojas y arena. Aunque sólo sea en sueños, quiere sentir que le da la mano en la playa de este mar inmenso ―de mansos y violentos oleajes― de él en ella; océano que la arrastra hasta la orilla sin dejarla nunca náufraga de todo. Convertida en mujer salina, lame ―sedienta de agua dulce― el tenue rocío de la madrugada en los cristales, tiñendo de rojo las flores de sal, color granate de sus estanques. Y es entonces cuando toma nota de sus besos escritos en el lecho de tierra, sostén del agua, vías del tren del que no se quiere desheredada: primera ola de mar que arribó la vida a la tierra. Fuente de trinos dulces y piedras de sal palpitándola por su forma de mirarla cuando viene acercándose a ella, o de sentarse a su lado bajo las hojas de una palmera. Y también por su forma de reír, muy cerca de adentro de un bosque: de ruiseñores y de animales más serios; de vegetación alta y matorrales inexpugnables, caminos de andar de pájaro; de hierbas finitas casi imperceptibles; de extensos campos de trigo; de sombras frescas y húmedas, que arropan con sus ramajes en el vientre de cueva de los primeros hombres, mujeres y animales; bosques ligeros de mansa y violenta luz, desde el sol que la engendra; porque es él, el sol, quien la nace luz en su pecho, para repartirla igual por todo el campo en el que sueña tenerle. A veces el mar es tan intenso, tan arrebatador en sus acuíferos de agua dulce, que duda de ese afán suyo: vela desplegada movida por el viento en la superficie de un mar (de él, pero inventado por ella). 54 Benita López Peñate Llegará un día en que no pueda seguir andando sola por el camino, queriéndolo a instantes en su compañía; le faltarán las fuerzas para sostener el dolor de tenerle como le tiene ahora: siempre dentro de él; sin saber si son los ojos de ella los que miran o son los ojos de él. Muy pegada a él, en él, siempre él; siempre su nombre en su voz, en sus labios que lo pronuncian sin llamarle. Porque no quiere que la oiga para no escucharle diciendo «no»; que no vendrá un instante, un rato, un día con ella a coger el sol desde que entra por la ventana: posado en una esquina de la cama, en las sábanas, en la mesita de noche, en la lámpara hasta alcanzar la habitación con ellos dentro. Abarcando sus cuerpos completos en él; sol completo en ellos; sol de ellos, en ellos visto y con ellos sol distinto; clamor de luz propagándose: a las cigüeñas que se desperezan en las torres de los edificios más altos; a los pájaros que anidan en las tejas de las casas; a las flores de los parterres; a las farolas de las calles que escuchan las cosas por él dichas los días en que quiere una noche tenue sobre las aceras; a las olas de un mar siempre viniendo sobre sí mismo, yéndose. Recorre de día y de noche las conversaciones y caricias que con él tendrá en las playas de arena y en los valles de palmeras; en los bosques de monteverde y en las avenidas de farolas iluminadas. Andar descarnada entre las cosas que ocupan el aire en suave arrorró o danza, la desviste cada vez más de su ropa, viva carne estremecida incapaz de condensar virgen la belleza del mundo que la rodea. Es lo que ahora ella quiere: dialogar con él en la savia de las hojas de un naranjero y de un rosal silvestre, hasta sentir cómo se abren sus pétalos y azahares recorriéndola desde los dedos de sus pies hasta su boca. Florecerá de nuevo en los estanques. Sin él saberlo, se sienta a la entrada de su casa para recibir el agua de los alisios y mares de su voz, ya entrada la madrugada, cuando intuye que todos duermen. Ella sabe cómo es él cuando está solo y nadie lo oye ni mira. Es cuando más le gusta. También lo visita en horas en que está rodeado de personas amigas; se arrima a él, se hace un hueco y dice: «Para mí también tiene un sitio». Es de él el arpa de su piel y no dejará que ELOÍSA 55 nadie la toque, a pesar del dolor de mujer convertida en instrumento de cuerda y viento sin canciones; porque sólo con él alcanzará la dulzura que necesita su cuerpo, y también por respeto: es de él su canción no tocada. Pero ella sabe que su piel caerá en pétalos de flores, ya avanzada la primavera; y en silencios musicales, ya avanzado el otoño: savia de cuatro estaciones ya creada. Llama que no se apaga al amanecer, haciendo de ella mujer esclava de día también. Él vendrá, luz y agua, a su lecho de hojas. Serán entonces una partitura de tierra los dos juntos al comienzo de cada invierno: semilla en el humus del suelo por ambos escrita. 56 Día de Horno Trini Rodríguez Dos veces a la semana la calle se llenaba de ritmos. Desde muy temprano el traqueteo de cedazos anunciaba día de horno. Mi padre decía que el cernido delataba a una mujer airosa. En algunas casas sonaba como repicar de castañuelas, en otras, en cambio, parecía una banda de tambores ensayando un paso de semana santa. La harina se almacenaba en grandes talegas en la despensa. Su tacto era tan delicado y sutil que si hundías la mano en el saco se retraía silenciosa haciéndote un molde. Me gustaba dejar la marca de mis dedos y volver, días después, a comprobar que aún seguía. Antes de poner la harina en la artesa, mi madre la limpiaba de impurezas pasándola por el cedazo. Se formaba un montón de polvo blanco, finísimo y tentador; más de una vez me llevé una palmada sin llegar a tocarlo. «Las cosas de comer no se tocan». Al montículo de harina se le hacía un cráter de volcán y se llenaba de agua caliente. La levadura y la sal iban a ojo y, una vez disueltas, se ligaba la harina hasta sobarla y que la mezcla no se pegara en los dedos. 58 Trini Rodríguez Los capazos del horno eran anchos y rígidos, las mujeres los llevaban cargados a la cabeza sobre una rodilla de ganchillo rellena de lana. La de mi madre era una estrella grande de muchos colores con pequeñas borlitas de hilo adornando las puntas. Faltaban algunas que yo escondía en el cajón de mi mesita; si la cogías por una de ellas y le dabas vueltas, las rayas dibujaban espirales hipnóticas semejantes a las de un molinillo. Muchas veces la estrella salía disparada planeando a toda velocidad y la borlita se quedaba entre mis dedos. Nuestro capazo lo había hecho el abuelo con esparto, siempre andaba fascando. Llevaba el manojo en el bolsillo de su zamarra o debajo del brazo y la pleita enrollada a su cinturón. Se ponía las hebras en la boca y trenzaba sin mirar. Movía los dedos como si fuera fácil, pero cada vez que yo intentaba imitarle sólo conseguía nudos. «Cuando puedas no querrás aprender». Igual hacía serones para los mulos que fundas a la botija, y si le sobraba pleita la cosía en círculos para hacer esteras. Nos había hecho una a cada nieto con nuestras iniciales engarzadas en el centro, yo conseguí la mía firmada y por eso lleva dos emes pequeñitas al lado del asa. En el capazo primero se colocaba un mandil, una manta abatanada de algodón a rayas, y luego, anidada en unas maseras blancas se metía la masa. El calor la hacía subir y en menos de una hora crecía hasta rebosar. Mi madre no quería meter el pan en la primera hornada, decía que estrenar el calor no era bueno porque lo cocía demasiado rápido y luego no aguantaba blando una semana entera. Antes de irme a la escuela me mandaba al horno a contar amasijos. Vivíamos en el barrio de arriba y el horno está en el de abajo. Yo bajaba la rocha corriendo y al pasar por la puerta del tío Ramiro, desde la muerte de su mujer, aguantaba la respiración para no envenenarme si quedara olor. Comparten edificio en la plaza, frente a la iglesia, la escuela de niños, la barbería y el horno. Decía mi hermano que los días de horno, arriba en la escuela, tenían los pies calentitos y no hacía falta encender la estufa. Un vecino, a quien le tocara encender el horno, se pasaba la noche en vela quemando leña. Lo llenaba de troncos, aliagas y romeros secos ardiendo hasta blanquear la bóveda. Las DÍA DE HORNO 59 losas de arena despedían calor todo el día y cocían los panes. Aun así, los rescoldos se guardaban adentro para prender algún tronco si flojeaba el calor. Dormían recostados a un lateral y cada vez que se abría la puerta, como cuando suena el despertador, las brasas se desperezaban en un larguísimo bostezo enseñando sus dientes rojos. De amanecida la hornera barría el interior del horno. Con un trapo húmedo atado a una pértiga larga sacaba los restos de la combustión: carbones, cenizas, tizones…, cualquier cosa que, pegada a la base del pan, pudiera dejarlo negro y amargo. El barrido costaba un buen rato. Mientras, llegaban las primeras masas, las mujeres pedían el turno y dejaban sus capazos por los tableros a esperar la subida. «Ya puede bajar tu madre, que no entra en la primera hornada». Cuando la pasta dejaba de subir era momento de amasar, se ayudaban unas a otras a vaciar el contenido de sus capazos. «Apártate no te manches». Cogían con una mano cada esquina de las maseras y, entre dos, las levantaban en volandas y las dejaban caer a la mesa cubierta de harina. La masa cedía a su propio peso y se estiraba zompona en el tablero. Después rascaban la tela con una rasera. A Pilar la acompañaba su abuela, la estaba enseñando pero terminaba haciéndole los panes. Estaba tan gorda ya que si se acercaba a la mesa entorpecía el paso. Era una suerte si un día de horno coincidía con vacaciones escolares, me dejaban pasar la mañana amasando. Con la masa tan blandita tenías que rebozar las manos en harina para limpiarte los dedos, pero podías hacer cualquier figura y luego convertirla en otra cosa. Yo sabía amasar un rollo y retorcerlo en un ocho, o deformarlo en una media luna que, juntando las puntas, terminara siendo una cesta llena de bolitas de masa. Otras veces cortaba tres tiras iguales y las trenzaba o hacía un cordón largo y delgado para dibujar en la mesa. En una ocasión, Lucía, amasando junto a mi madre, me enseñó a hacer una gallina con las dos mitades de un pan. A la primera mitad le dio un pellizquito con los dedos para hacerle un pico y, girándola de medio lado, la transformó en cabeza y cuerpo de gallina. De la otra mitad, cortándola en cuartos, sacó las 60 Trini Rodríguez dos patas y la cola. Luego con la puntita de unas tijeras le fue dando picotazos y la llenó de plumas. «Ponte aquí, que te van a dar con la pala». Hacía y deshacía hasta cuartear la masa, alguna vez conseguí una figura merecedora de entrar al horno y me la comí de merienda. Calladita, miraba a mi madre separar el puñado de masa para un pan. Me fascinaban los panes todos del mismo tamaño, no los pesaba y le salían idénticos, yo no conseguía dos dibujos iguales si no los calcaba. Empezaba entonces a aplastar una y otra vez la masa con las manos, la oxigenaba, la palmeaba y le daba golpes al tablero, la pasta se retorcía como si le doliera. Imaginaba mi trasero entre sus manos y, del susto, me salía a la calle. «Eso, vete con el abuelo». Al lado del horno había un resol donde los viejos esperaban charrando la hora de comer, por las tardes volvían a jugar a las cartas. Apartaba el garrote del abuelo y me sentaba en sus rodillas. Llevaba pantalones de pana; me gustaba jugar a que los canalillos eran caminos y mi dedo un coche, lo conducía despacito para no salirme hasta tropezar con un remiendo de tela lisa y quedarme sin carretera. Desde la calle, las palmadas a la masa se oían con eco, y las palabras de las masanderas tan fuerte que parecían hablar para todo el barrio. «Pero si se lo hacía todo encima». «Se mueren porque se olvidan de respirar». «Pues a ella no le dio tiempo». «¡Hay que tener agallas!». «Sí, agallas, o poco miedo». El abuelo siempre guardaba alguna peseta en los bolsillos, yo esperaba una antes de volver adentro. «Pobre Ramiro, daba pena ver cómo la cuidaba, no lo conocía ya». La puerta del horno era de dos hojas horizontales, la de arriba estaba siempre abierta y si te colgabas en la de abajo entrabas volando como en un columpio. Acabados de amasar, los panes parecían hechos con un compás. Los dejaban reposando en un tablero sobre el mandil y el calor levantaba la masa otra vez. Luego los contaban para pagar la poya. Por cada docena se entregaba a la hornera un pan entero. Me contaba el abuelo que la posguerra trajo tanta hambre que algunas familias no tenían apenas para comer, muchas veces la aldea les concedía más turnos de horno y así recogían las poyas. Entre los panes siempre se mezclaban algunas tortas. En invierno se hacían las de gazpachos para los almuerzos; estiraban una base de DÍA DE HORNO 61 masa muy fina y la pinchaban muchas veces con un tenedor: así no levantaba. Salía del horno dura como una piedra. Cortada en rebanadas finitas se hervía con pollo y conejo a fuego lento hasta reducir el agua y hacerse pasta. En casa los cocinaba mi padre, en ocasiones tenía rebollones y sofreía unos cuantos para añadirlos al caldo. Me gustaban esos días porque los gazpachos quedaban rojizos y más sabrosos, y porque además, en la cocina, duraba toda la mañana el olor a monte. Las tortas de almendras o nueces eran muy sencillas de hacer, se plantaban enteros los frutos por todo el pan como si fueran un bosque de pinos, la costra dura hacía de cámara y el interior quedaba tostadito y sin quemar. Desde que supe lo que mató a la mujer del tío Ramiro yo no quería comer almendras. «Pero chica, si éstas no son amargas». Las de sardinas me gustaban más. Rociaban el pan con aceite y acostaban un par de sardinas de bota, cuando la torta salía del horno las sardinas estaban crujientes y el pan blandito. Los viejos llamaban a la sardina comida de pobre; en casa de la tía Antonia aún podías comprarlas a cambio de huevos. En una ocasión, al bajar al horno, mi madre pensó hacer una de esas tortas y le pidió dos, fiadas, a la tendera; por la tarde me iba a jugar y me mandó con un huevo a pagar las sardinas. Parece que yo tenía prisa en llegar donde me esperaban mis amigos, lo lancé desde la puerta y sin dejar de correr le dije: ¡tía Antonia, el huevo que le debía mi madre! Cuando ella salió había un huevo estrellado en medio del patio, aún me reprende si lo recuerda. Los panes crecían hasta tocarse unos con otros, entonces era el momento de meterlos al horno. Se espolvoreaba con harina una palilla de rabo corto donde entraban un par de panes. Las mujeres actuaban rápido para no deformarlos. Ponían una mano sobre la masa y, con la otra, daban un firme tirón al mandil de abajo y el pan giraba como una tortilla. Aparaban con las dos manos en un juego de malabares y lo soltaban en la pala. Quedaba redondo y perfecto, parecía magia. Con una navaja bien afilada le hacían tres o cuatro cortes. A cada corte, la masa respondía igual que si estuviera viva: se remangaba y abría una cicatriz por la que se veían cientos de celdillas como los alveolos de un pulmón abierto a sangre fría. Señalaban los panes con un sello de hojalata. «Toma, márcalos tú». La hornera 62 Trini Rodríguez esperaba con la pala grande en la boca del horno, con pequeñas sacudidas se deslizaban los panes y cambiaban de pala. Aprovechando los huecos entraban de una vez varias partidas y, cuando estaba lleno, bajaban una puerta de hierro cerrando el horno a modo de tumba. Cada hornada tardaba en cocer casi una hora. Hacia el mediodía, las mujeres metían patatas y cebollas enteras para asar a la vez que el pan. «No las toques que te quemaras». Salían blanditas por dentro y estaban buenísimas con aceite y sal. De vez en cuando abrían el horno para mirar la cocción, y soltaba una bocanada de aire tan caliente, que como te pillara cerquita te quemabas las pestañas. El color del pan debía pasar muy lento del blanco al tostado. Pero el punto lo daba cuando al sacar una hogaza y darle la vuelta, la base se veía blanca con un ligero gris. Entonces, golpeaban despacito con los nudillos y, si la respuesta era un sonido sordo y grave de aroma caliente, el pan estaba hecho. Cada mujer recibía su pan y lo colocaba en su cesto, después lo cubría otra vez con el mandil. Mi madre se cargaba el capazo en la calle, era tan alta que, con él en la cabeza, no cabía por la puerta. Aquel día, cuando el abuelo nos vio salir, se levantó de entre los amigos, me cogió de la mano y nos acompañó a casa. Subimos despacio. Al llegar donde vivía el tío Ramiro yo quise correr pero mi madre me dio un cachete. «No seas tonta, que ya no huele». La casa tenía los balcones abiertos y se veían los muebles cubiertos con sábanas. Dos hombres vestidos de blanco pintaban las paredes, y en la puerta había un cubo de hojalata lleno de cal haciendo burbujas. El abuelo los miró como si fueran fantasmas y se puso a temblar. «Han dicho ahí abajo que se las dio él». Hablaba con nudos, me solté de su mano pellejosa y salí corriendo. Quería comer pronto porque sabía que, a la tarde cuando acabaran el pan, bajaríamos a cocer las pastas. Lía Rosi Cruz La voz del piloto anunciando la llegada le hizo abrir los ojos. Regresaba a pesar de prometerse que jamás lo haría. Pensó brevemente en su abuela. Cuarenta años antes... Miró por la ventanilla y contempló la ciudad, ahora más crecida con los años de bonanza. Viéndola ya tan cerca de sus pies deseó que el avión remontase el vuelo, que la alejara... El golpe del tren de aterrizaje la devolvió a la realidad. La recibió un moderno aeropuerto, muy distinto de aquel de antaño, pequeño y acogedor, con el techo de madera y una única pista de aterrizaje. Esperó para recoger el equipaje mientras su mirada recorría aquella arquitectura fría e impersonal, como tantos edificios de tránsito por los que había pasado a lo largo de su vida. La cinta se puso en marcha y cinco minutos después salió con su maleta al exterior. Tomó un taxi y le dio la dirección del hotel. Algunos edificios, desdibujados en su memoria por el paso del tiempo, se le aparecían transformados en oficinas y lujosas tiendas. La tarde huía de las calles y plazas; de las avenidas no muy transitadas. Las farolas y 66 Rosi Cruz los letreros luminosos derramaban sus haces de luz en fachadas y escaparates. Años antes solo había una bombilla en cada esquina arrojando una luz mortecina, amarilla y pobre. Ya instalada en su habitación decidió llamar al abogado y terminar cuanto antes con los trámites. Quedaron para el día siguiente a las diez de la mañana. Una bocina reclamó su atención y salió a la terraza al mismo tiempo que un barco de pasajeros zarpaba. Su navegar lento y majestuoso alteró las aguas serenas de la bahía, haciendo cabecear las pequeñas barcas fondeadas al abrigo del muelle. Lo siguió con la mirada durante varios minutos, abstraída. La luz intermitente del faro iluminaba el mar en calma. La ciudad había perdido el bullicio del día, y pocas personas paseaban bajo las palmeras y el cielo estrellado. La playa de su adolescencia quedaba ya oculta por la negrura de la noche. «Mañana me llegaré hasta la playa», pensó entrando de nuevo en su habitación. Tomó conciencia de lo cansada que estaba y su estómago le recordó que no había comido nada desde hacía más de ocho horas. Pero antes quiso llamar a Pablo para decirle que había llegado bien; que no se preocupase; que en un par de días estaría de vuelta. La luz del amanecer se coló por la ventana alargando las sombras. Había dormido solo a ratos... Cerró los ojos y decidió descansar un poco más entre la suavidad de las sábanas. El sonido de otros huéspedes madrugadores fue llegando desde las habitaciones cercanas. Tumbada en la cama sintió cómo toda la ciudad despertaba, lenta pero inexorablemente. Se levantó con pereza y tras pasar un buen rato bajo la ducha, el agua cálida hizo desaparecer la rigidez de sus músculos. Después de desayunar se sintió más animada y caminó hasta el despacho del abogado. A pesar de la ligera brisa, el día se anunciaba caluroso. La ciudad se le mostró acogedora, con su ritmo sosegado, sin el bullicio frenético de las grandes urbes. Recorrió varias calles parándose a contemplar los escaparates y las plazuelas que fue encontrando en su camino, hasta llegar a un moderno edificio de oficinas. LÍA 67 El abogado era un hombre joven, más bajo de lo que ella había imaginado. Se presentó y la invitó a sentarse. ―Todo será muy sencillo... Al ser usted la única heredera de la familia se simplifica todo. Le enseñó los documentos de compra-venta de la propiedad. Lía los leyó y le pareció todo correcto. ―Usted recibirá un talón bancario en el momento de la firma. Ha tenido suerte en venderla, aunque lo que vale es el solar, de la casa no queda casi nada. Por un momento intentó imaginarse aquella gran casona en ruinas. ―Me gustaría verla, dijo casi sin pensar. Él no respondió al instante. Sonrió ligeramente y consultó su reloj. ―Tenemos una hora, la puedo acercar... aunque no puedo demorarme mucho. ―Se lo agradezco. ―Bien, pues vamos allá ―dijo al tiempo que guardaba la documentación en un maletín. La casa, junto a la gavia, no le pareció tan solitaria. A su alrededor se levantaban otras más modernas. Tomó un sendero, casi oculto por los matorrales, que conducía hasta un pequeño patio, cubierto de baldosas entre las que crecía la hierba. Una lagartija corrió a esconderse en la grieta de una pared. La puerta, sostenida solo por una bisagra, crujía por el viento que se colaba por los huecos de las ventanas. Traspasó el umbral y unas tórtolas remontaron el vuelo entre las vigas de madera, recortadas ahora bajo el cielo azul. Algunas paredes y el tejado habían vuelto a la tierra, desnudando los muros. En un rincón, una mesa coja y destartalada era el único mobiliario. En la siguiente estancia aún quedaba en la pared la huella de una alacena. Por un ancho pasillo, casi sin techo, salió al exterior y descubrió un tronco seco y retorcido... Reconoció el naranjero que en las tardes de verano había dado sombra al patio de su infancia. Por un momento creyó oler el aroma de azahar, pero enseguida notó el polvo de la tierra estéril. Miró alrededor y des- 68 Rosi Cruz cubrió en un rincón el viejo horno de leña, casi entero. «Con una buena limpieza quedará como nuevo», pensó mientras miraba en su interior. Sintió curiosidad por ver el resto y se dirigió a la parte trasera. Con dificultad entre las espinas de las aulagas llegó a la gavia, ahora florecida de margaritas. Desde una higuera cercana, dos pájaros volaron a la palmera que había al otro lado del muro. Respiró aquel olor seco, pero agradable, y volvió al camino. Antes de llegar al coche se detuvo y contempló la casa. Después siguió andando con paso decidido. El joven abogado hablaba por el móvil. ―¿Qué le ha parecido? ―le preguntó un minuto después. ―Creí que iba a estar peor. ¿Podemos dejar la firma para otro día? Él la miró ligeramente extrañado, encogió levemente los hombros y contestó: ―Por mí no hay problema, ya me avisa usted y pido cita de nuevo en el notario. ―Gracias ―dijo ella. Volvieron a la ciudad y él la dejó en el centro. Las imágenes de aquella casa aún flotaban en su cabeza, invitándola a más recuerdos. Paseó por un bulevar hasta una cafetería y se sentó en la terraza. Un grupo de colegiales pasó corriendo, alborotando con sus risas. En una mesa cercana un adolescente tecleó en su portátil. Durante la mañana, la presencia de gente paseando era mayor que en la tarde anterior; las oficinas bancarias situadas en ella, y el Ayuntamiento, originaban un ambiente distinto: familias con niños jugando en unos columpios cercanos, mujeres paseando, jóvenes compartiendo mesa en animada charla... Mientras saboreaba el café, Lía se distrajo en seguir con la mirada a los que con paso rápido se encaminaban a sus trabajos, y a los turistas que con curiosidad se detenían mirando hacia todas partes. Descubrió una floristería en la acera de enfrente. Consultó el reloj y pensó que aún tenía tiempo. «Es mejor hacerlo todo hoy», se dijo. LÍA 69 Después de comprar un ramo de flores tomó un taxi que la dejó en la puerta del cementerio. Entró por un camino al que daba sombra una hilera de palmeras. El silencio lo envolvía todo, solo roto por el cantar de los pájaros y el lento caer del agua de una fuente cercana. El lugar invitaba al paseo. Subió una amplia explanada recorrida por muros adornados de coronas y cruces, nombres y fechas. Un chico que arrastraba una carretilla la saludó sonriente al cruzarse con ella. Se dirigió a la parte vieja bajo la sombra de los cipreses. En el aire se mezclaba el olor dulzón y rancio de los ramos y las flores ajadas. Despacio, entre los nichos, llegó hasta el de su abuela; sobre el mármol blanco una foto desteñida y unas letras negras. Depositó el ramo de lirios en un cubilete vacío, de su bolso sacó un pañuelo y lo pasó por la foto. Su memoria le trajo retazos de ella; su pelo gris enrollado en la nuca, las gafas de pasta atadas con un elástico para evitar que se le cayeran cuando cosía; su andar, su voz enérgica... La recordó sentada ante la máquina y rodeada de telas, cosiendo y dirigiendo la casa. Con curiosidad miró también las lápidas vecinas, y al verlas ocupadas deseó salir de allí. Se sintió incómoda de repente. El sabor del aire la mareaba, y al tiempo que acariciaba levemente la foto descolorida, la miró por última vez. Ya en el exterior respiró profundamente y esperó a que su corazón se calmara. No quiso regresar al hotel. Tenía reservado el vuelo para mañana. Mañana... Pensó que tal vez podría quedarse unos días más, sólo un poco más... Aunque no supo por qué. A lo lejos, el viento se levantó haciendo remolinos de tierra y polvo. El cielo limpio de nubes la empujó a caminar sin rumbo por un camino acondicionado para paseantes y ciclistas. Algunos corredores la adelantaron, mientras ella seguía rescatando imágenes tantos años olvidadas. Sintió que una parte de su alma pertenecía a este lugar... Y aquella sensación la agradó. Aprovechó un banco para descansar, y desde allí contempló las nuevas urbanizaciones que unían los barrios. Los bloques de viviendas contrastaban con el núcleo antiguo de casas bajas, alrededor de la iglesia, empequeñecida entre los modernos edificios. Algunas amplias avenidas y varios jardines recorrían ahora la ciudad. En 70 Rosi Cruz las afueras, naves industriales y centros comerciales se sumaban a aquel crecimiento. Después de un rato retomó el paseo. Deseaba seguir empapándose de la ciudad, mezclarse entre sus gentes, sentir su cadencia... De las tascas cercanas le llegó una mezcla de olores, enredados con los sonidos de las conversaciones y los cubiertos de los que almorzaban. La música ambiental que nacía del final de la calle la guió hasta un pequeño bar. Le pareció acogedor y entró. Se sentó en una mesa desde la que podía ver el mar. No se cansaba de mirarlo. Todos estos años lo había añorado tanto... Una joven camarera interrumpió sus pensamientos, enseñándole la carta a la vez que le recomendaba un menú. Lía se dejó aconsejar. Las notas suaves de un saxo y aquel ambiente acogedor hicieron que disfrutara de la comida, a pesar de que no le gustaba comer sola. Entretenida en ver entrar y salir embarcaciones del muelle, apenas se dio cuenta de que había terminado el postre. En el aire aún sonaba la melodía suave de un piano cuando salió del local. Bajó hacia la avenida que sustituía al antiguo camino. Respiró el alisio tibio impregnado de sal y miró a lo lejos, sobre el agua, las velas blancas de los barquillos. Algunas olas pequeñas acariciaban la orilla de arena negra y rocas, desde las que unos niños lanzaban piedras al mar. Sin darse cuenta Lía hizo su caminar más lento, saboreando el paseo. Sobre una roca un hombre joven entretenía el tiempo pescando. Pacientemente esperaba para después recoger y comprobar el anzuelo, poner de nuevo el cebo y lanzar, atento al menor movimiento de la caña... Se acordó de Pablo y de su pasión por la pesca. Sus pensamientos los interrumpió el sonido de un avión, lo siguió hasta que se perdió entre las nubes lejanas. «Mañana yo también volaré lejos», recordó con disgusto. «Mañana...». Apuró el paso hasta el final de la avenida, donde solo un estrecho sendero continuaba hasta la playa. Al llegar a ella buscó con la mirada la torre de vigilancia en la que se citaba de niña con sus amigos para bañarse y jugar en la arena. Ahora su lugar lo ocupaban una caseta de vigilancia y un enorme cartel que avisaba de las normas en la playa. Las dunas también habían desaparecido, y una fila de hamacas y som- LÍA 71 brillas aparecían ordenadas en varias filas. En el aire una cometa revoloteó atada a unos niños que corrían por la orilla. En el agua aún quedaban algunos bañistas apurando los rayos de sol de la tarde. Paseó despacio, descalza sobre la arena aún tibia, y sus pies se enredaron en las algas abandonadas por la marea. A cada paso que daba se detenía a coger pequeñas caracolas, como hacía años atrás. Un grupo de gaviotas remontó el vuelo emigrando tierra adentro. Las olas que mansamente conquistaban una y otra vez la playa cubrieron de espuma sus pies. Las rocas se le mostraban peladas, y no cubiertas de cangrejos como las recordaba. Cerró los ojos, y por un momento vio los cubos de colores llenos de caracoles que intentaban escapar al mínimo descuido... Las quisquillas en los charcos... La brisa de la tarde dio paso a un viento húmedo y frío impregnado de sal. A su espalda, el sol se despedía en un estallido de color envolviendo todo en una misma gama tonal de malvas, rosas, naranjas... Los bañistas habían salido del agua y secaban sus cuerpos en la última luz del día. La cometa, cada vez más pequeña, se alejaba sobre la avenida. Caía la tarde y la playa se fue quedando desierta. También ella decidió regresar al hotel. Lo hizo lentamente, pisando otras huellas en la arena, invadida de una tenue placidez. Pensó realmente en la oportunidad que se abría a partir de ahora... Sopesó la fuerza de aquella posibilidad mientras caminaba bajo la luz de unas farolas recién encendidas. Sentada al borde de la cama, Lía contemplaba el pasaje de avión en su mano. Se incorporó, dio unos pasos y lo dejó sobre la mesilla de noche. Salió a la terraza y miró hacia la playa. Escuchó las campanadas del viejo reloj de la catedral, a la vez que las palomas asustadas remontaban el vuelo, sobrevolando los tejados. Las persiguió con la mirada y después siguió contemplando el horizonte... En la habitación la maleta abierta esperaba, aún medio vacía. Tránsitos Lidia Ramírez Mesa Tiembla la tierra La noche grita su dolor Como un volcán derrama sus secretos en el mar Dibujo el vacío Trazo garabatos Sombras de mi desamparo Arden las olas y el crujido de la lava burbujea sin ternura Canto de humo y cenizas ¡Baja, dolor, por los huesos más largos y vete por mis dedos! una gota amarga y tibia llena mi ombligo abrazo el lienzo sin marcos ni límites 74 Lidia Ramírez Mesa No soy nido ni cálida casa de sobremesas sin prisas Quisiera ser destello en la tinaja sabor a bernegal Soy desgastada vasija seca en el gesto Querría estar en la orilla al comienzo de los tiempos escoger el nombre de los peces gozar el primer ocaso 75 TRÁNSITOS Pasa adelante deja los zapatos en la puerta y siente las flores de nuestra primavera En el mes de las olas grandes se derrama el agua en la que floto Nazco en cuna de arena tibia escucho nanas de espuma y sal Descifra mi alma remueve mis entrañas y siembra las semillas que quieren florecer En tu casa de agua tu orilla es el principio del eterno viaje de los sentidos En las horas de miedo he venido sola para flotar en tus manos 76 Lidia Ramírez Mesa Tiro archivadores negros fotocopias moribundas Reciclo el polvo del desencanto Aireo las paredes Hago espacio Ahora que vuelves, aire, escondo mi quejido hasta que llegues Recórreme entera con un soplo En estos días frondosos ligera como la caña de azúcar el viento barre mi siembra Vestida de sol sin palabras llego en silencio y vuelo como el viento 77 TRÁNSITOS Soy silbo del Atlántico alisio fresco y fuerte gotas de la maresía cierro las puertas me asomo a los sueños alcanzados entierro en silencio lo imposible y llego al olvido con mis pies desnudos El Ábaco Marino «Todo parecía tremendamente limitado, empezando por las propias sensaciones. Los sentidos, la vista, el tacto, el gusto… Sólo era capaz de sentir lo que tenía un orden determinado.» Francisco Ramírez Viu (Hojas en la orilla) Valentín Claveras Gil Los animales de mi especie no teníamos costumbre de contar los días. Ni siquiera recordábamos si alguna vez habíamos sido capaces de hacerlo. Hasta donde el recuerdo alcanzaba, extraviado éste en las estrías de un cerebro minúsculo, desconocíamos la aritmética y el calendario seguía siendo un enigma. El anciano ya no estaba. Él habría sido capaz de consignar en cifra la sucesión de las jornadas marinas débilmente alumbradas por la tamizada luz del día y por la luminiscencia verde y azul de las algas navegando en la noche. Conocía y registraba con las fases de la luna la sucesión de los días, la deriva de las corrientes, las frecuencias de los ritmos migratorios… Desde su ausencia, los antiguos campos de algas se habían ido poblando de tallos inútiles como un huerto abandonado…. Me concentraba un instante y lo observaba ascender levemente, sin prisa, como si plácidamente acostado rumiase a ratos el pasto del agua. Asomaba su morro chato, resoplaba… y los peces volado- 80 Valentín Claveras Gil res tomaban altura aleteando frenéticos, aprendiendo a volar… Se había establecido en la pequeña gruta de la meseta submarina y vivía a escasos metros de la flor del agua. De vez en cuando subía a respirar… Regresaba y cuidaba de la pradera de algas; almacenaba piedras, algunas de colores; las colocaba adornando la entrada, las separaba y las reagrupaba a su criterio. Las más bellas, como me enseñó a distinguir, recordaban los tonos de los ónices y de los berilos. Sentado ante el ábaco tendido aún sin unir, apenas esbozado, jugaba a inventar los números; a relacionarlos, a darles valor y a ponerlos en orden… Soltaba burbujas como perlas e inventaba los pensamientos, los ruidos articulados de las palabras. Entonces el aire encerrado en las pompas explotaba asombrando a los peces. Yo lo miraba todo y no sabía. Cuando todo sucedió (hubo un tiempo de diluvios anegando los valles y las tierras bajas) el sol, inclemente con el mundo exterior, abrasó los bosques de las medianías y sólo algunos grupos de coníferas resistieron en las faldas de los montes más altos. Los días ahí afuera se tornaron densos, la noche lo vigilaba todo: lo retenía en el espejo de sus pupilas negras… Entonces, yo no había llegado aún a la vida, en algún momento felizmente eclosioné. Atravesé la traslúcida niebla del pequeño huevo a la deriva. La corriente me arrastró, anónimo entre millones… Quiso el azar quedase varado en el hueco de una roca a la entrada de la cueva del viejo manatí… Él me encontró, me vio salir dorado como un pez de estanque y me devolvió a mi familia. (Me iba a hacer depositario de su memoria, el continuador del recuerdo en los habitantes del piélago, el divulgador de la idea de la existencia de los hombres. Intentó, sin conseguirlo, iniciarme en el entendimiento de la sucesión de las cosas, en la sensación de paso, en el cómputo del tiempo)… Yo jugaba a estirar el hilo redondo de un ¡blop! en cualquier dirección y al intento se rompía, desaparecía diluido en mi torpeza… Me esforcé en imaginar tiempos, mundos dispares, otros seres… Inútil. ¡Tal vez pensar (me consolaba) no fuera necesario para alguien como yo, y me bastase con la sensación leve, apenas adivinada, de la existencia de otras vidas! EL ÁBACO MARINO 81 ―¡Eso es! ―me dijo moviendo arriba y abajo su cabezota, subiendo a respirar, derrochando oxígeno con la alegría de quien todo lo tiene y con poco le basta. Yo no tengo pulmón como mi viejo mentor. Viajo a la superficie por el puro placer de contemplar la luna cuando se agiganta en el cielo. Entonces me asombro con la procesión de los gusanos de luz brillando en el reflejo de un cielo antiguo más amable… Al ser alertadas de presencias, pintan ellas, con sus velas minúsculas, el agua de fósforo esmeralda y se mueven alejándose como un temblor en la piel… Observo cómo los grandes peces, envueltos en las escamas de su seriedad, sólo consideran lo práctico de la existencia: «Lo importante es sobrevivir, comer y no ser comido.» Andan con la mandíbula firme, lista a abrirse y cerrarse sobre el descuido de cualquiera… Se burlan del pacífico animal de rostro chato, de su lentitud, de su memoria… Yo, pez al fin, intento situarme más allá de esta frontera azul donde nadie piensa, donde nadie se pregunta… Quiero saber de dónde procedo, intuir hasta dónde puedo llegar si sueño un día la sensación de una consciencia, por grácil que sea… Entonces descansar será otra cosa… Aquí apenas duermo y los reposos son fragmentados, estremecidos como el calambrazo de una raya… Imito a mi amigo y alineo piedras delante de la casa. Hago collares de amatista sin engarzar y los marco con esqueletos de erizos de colores… Nací no hace mucho, poco antes de tener esta inquietud. Conozco mi entorno, mi cueva y la de mis padres; nuestros lazos familiares duran siempre. Pero quiero salir de este inmenso vaso de cristal quieto y ascender a capas más altas, tal vez por encima del cielo del agua, al lugar donde el líquido se adelgaza y se hace irrespirable… Y saltar sobre un tronco a la deriva, viajar con los mejillones errantes y los percebes hasta la costa amable donde desovan las tortugas. Hacer el recorrido transitado una vez por el primer ser vivo sobre la tierra. ¡Tal vez pudiera vivir tanto!... No me basta con absorber, y filtrar, con atrapar la vida, con vivir y crecer. No me conformo con ser un animal marino tan grande como un día seré y regresar al abismo: el cuerpo encendido como si me hubiese tragado un banco de luciér- 82 Valentín Claveras Gil nagas. No, yo prefiero ser alumbrado… Me contemplo en el espejo lento del cetáceo deslizándose sin ruido, me acerco a los basaltos del litoral, rozo el mineral de su piel y observo cómo los tiburones martillo, extrañamente, se juntan por cientos para comer… En nuestra familia no nos devoramos… Somos enormes, no tenemos miedo y nos alimentamos de los seres vivos más pequeños: algas, líquenes, pequeños crustáceos traslúcidos. Quien de nosotros sobrevive llega a ser grande, tan grande como un tiburón-ballena adulto. Ahora, en este prolongado ¡blop!, me detengo ante el círculo de piedras de colores y todo me obliga a esforzarme en pensar. Absorto, veo cómo lo imaginado, cómo el volátil pensamiento ―apenas rozado por el sol― trepa el agua y busca aún mayor claridad ascendiendo en una burbuja. (Las pompas me recuerdan al viejo manatí fumando su pipa). Subo yo también y pruebo a deglutir esa masa clara apenas perceptible. Me siento extraño, mareado. Incapaz de orientarme, confuso, noto cómo el agua más delgada dulcemente me deja sin fuerzas. ¿Y si muero? ¿Veré cielos aún más altos? ¿Podré vivir bajo dos cielos? ¿Qué será eternamente? «Eternidad será el lugar donde los restos de todas las vidas anteriores se junten.» Había dicho una vez el manatí. Pero no lo comprendí entonces ni lo entendía ahora. ¡Blup, blup! La cachimba del viejo me estaba haciendo efecto. Borracho de vida caía muellemente, hacia arriba, en el pozo de las estrellas. A veces mi padre me llevaba de excursión y apenas podía seguirlo. Se lanzaba en busca de la superficie con la seguridad del señor de los mares. Antes de llegar paraba a esperarme y su cuerpo se moteaba con la luz. Brillaba como un montón de monedas al sol. Había olido a los tiburones, había notado en su dorso la presión del agua. No había temor, ellos lo evitaban y se alejaban intimidados por su fuerza de leviatán. Era mi padre. ―¿Cómo dices, papá? ―le pregunté, fatigado. ―¡Date prisa o no las veremos! Era mi segunda vez y habría sido una decepción. Me pegué al costado notando el contacto de su cuerpo. Cuando llegamos más cerca, bajo la gran bola brillante, la superficie del mar se había EL ÁBACO MARINO 83 llenado de curiosos. Asustados, apenas asomaban sus bocas a la flor del agua. ―¡Mira, hijo! ―me hizo girar de un coletazo. Más allá, como la vía láctea en la bóveda de la noche, la regata de barquitos luminiscentes se extendía. Era un lienzo encendido sobre el mar. En la cúpula celeste, sólo el púrpura profundo de un cielo sin estrellas. La luna, cercana como nunca, alumbraba el hosco perfil de una tierra devastada. Como barcos con las velas desplegadas rompíamos la costra del mar echado. A nuestro paso las noctilucas se convertían en polvo de esmeraldas; de regreso, los seres microscópicos rebullían como enjambres de luciérnagas. También nosotros habíamos hecho acopio de luces. Protegiéndolas de las corrientes, bajo las aletas, las llevábamos a lo profundo donde alumbrarían nuestra casa. Y allí, mientras ardiesen, brillarían en el laberinto de la cueva. Me ocurre con frecuencia y me pregunto: ¿De dónde procede esta súbita curiosidad por la música? Peces silenciosos como naves hundiéndose pasan ante mí fosforesciendo su amarillo brillo mineral. A mitad del agua escucho la bocina de las caracolas gigantes. Nadan los peces pequeños haciendo sonar sus campanillas, miran desde los redondos ojos asombrados. En lo más hondo, donde duermen los señores del abismo, tiembla la negrura de las notas largas y envolventes de los violonchelos marinos… Bramando en la distancia el oscuro gusano del sonido se acerca… Pasa ante mí un calamar gigante, alumbra la densidad de la sima con los verdes faros de sus ojos; el agua oceánica es una inmensa columna de cristal que vibra. Una vez el viejo manatí quiso contarme algo… No estaba él muy seguro de su certeza, tal vez sólo lo hubiese soñado, me dijo… Ya habíamos probado las plantas narcóticas del estuario y adentrándonos en la ría, ahí donde abundaba el agua dulce, pasábamos lentos, demorándonos, rozando las raíces de los manglares, deteniéndonos a retozar… Me subí a su lomo y remontando el cauce me hablaba de los indios, de sus supersticiones si lo veían nadar tan cerca… La música del agua se iba tornando redonda, diferente. Las burbujas se quebraban a nuestro paso, dejando al estallar armonías en la brisa; siseos, arpas de luz, rumor de cataratas… Vimos, río arriba, las 84 Valentín Claveras Gil enormes rocas de lava fría estriadas como garras de aves antiguas. Sobre ellas, aún más altos, los negrísimos bosques de coníferas se empujaban hacia el infinito… Abandonados al azar de la corriente, insistió en contarme su historia. «Un día, no hace muchos años, la niña india que nadaba en el mar ―al descender hasta el banco arenoso de las perlas― encontró un animal del tamaño de un lechón enredado en unas redes a la deriva. Estaba medio asfixiado, no podía subir a respirar. Con el cuchillo de abrir ostras cortó las cuerdas y ascendieron a donde los esperaba el aire… El manatí, así se llamaba el animalito liberado por la niña, era dócil como un ternero y nadaba con la presteza de los peces. Juntos, por los caminos del agua, volvieron al poblado donde hubo una gran fiesta. En la laguna rodeada de plantas y de manglares alojaron a la vaquita marina quien llegó a convertirse en el juguete de los niños y en la admiración de los mayores… Hasta el momento fatídico aquel cuando la civilización, sobre una de las páginas más sangrientas, hizo su entrada en la aldea y los hombres de Cortés llenaron de lanzas y de arcabuces el poblado arrasado por el fuego… Medroso, el manatí, ya crecido, apenas asomaba el morro para respirar el aire cargado de muerte. Ya no quedaban niños: habían desaparecido llevados por las brumas de la selva; en su lugar, el cañaveral quemado lanzaba al aire los restos de su humo triste. Los dioses, apiadados de tanto sufrimiento, se vistieron de tormenta e inundaron los bosques; de nuevo propiciaron la unión del río con la laguna y de ésta con el mar. La corriente, madre amorosa, sin apenas mover su cola, fue depositando al manatí en aguas cada vez más azules, lejos ya de las insidiosas lanzas invasoras… Desde entonces los manatíes son animales dóciles, tomadores de leche materna, respiradores de aire; seres capaces de discernir con una mirada las dos clases de humanos, capaces de distinguir el bien del mal.» ¡Ha pasado el tiempo! Ahora lo sé, ahora puedo decirlo: tantas veces la luna grande y redonda vino y se fue… ¡Tantas veces tantas!... El viejo sabio, un día, también desapareció. Nunca lo dijo, pero yo lo sabía. Él había sido el pequeño manatí rescatado de las redes por EL ÁBACO MARINO 85 su amiga india, la pescadora de perlas. Ahora él no está más y yo siento tristeza, tristeza y vacío. ¿Qué destino me aguarda? Intuyo un futuro semejante al de mis padres. Si logro sobrevivir unos años más, seré un enorme pez inofensivo asustando a los demás con mi tamaño. ¿Por qué hubo de alumbrar en mí esta esperanza de conocimiento?... En su recuerdo miraré a lo largo de la costa la desembocadura de los ríos. Tal vez algún descendiente suyo sienta la llamada del gran azul y podamos renovar la vieja amistad con los de su especie. Noto cómo, a mi pesar, esta fuerza formidable me quiere alejar del grupo. Tal vez yo, como el anciano, deba retirarme a un lugar alejado de donde regresar un día adulto, consciente, cargado de historias por contar… Un lugar en el delta de algún río caudaloso, donde las dos aguas se mezclen; un lugar donde aprenda a respirar de otra manera, a mirar despacio los árboles lejanos… Donde pueda visitar la cuna del viejo manatí… Descubriría entonces a los anfibios tal y como él me dijo, a los saurios de ojos escamosos, de piel viscosa. Quizá avistase pacíficos seres afables poseyendo de nuevo la tierra aún calcinada, entes capaces de recuperar la herencia de los antepasados… Salgo de la cueva y me lleno el buche de piedras de colores. Me acerco a los basaltos altísimos y enfilo veloz, asomando mi aleta de acero, el angosto fiordo de la ría. Cuando el mar se riza en la conjunción de las aguas, busco la playa donde arrojar el ábaco multicolor de mi boca. Náufrago voluntario, sesteo entre ramajes a la deriva; regreso y me adentro en el mar. Vuelvo al río de nuevo y repito el viaje… Pasaré así una vida, yendo y viniendo a la grieta por donde la tierra se desangra en el océano… tantas veces como el grito invencible del recuerdo resuene en mí. ¿No es ya maravilla sentir cómo el rumor de una idea, arañándome, se desplaza por mi espina y busca acomodo en el laberinto de la cabeza? 86 AMOR Y CONOCIMIENTO en María Zambrano Ojalá el tiempo tan sólo fuera lo que se ama Claudio Rodríguez Francisco Ramírez Viu n los libros de María Zambrano las palabras están vivas, impregnadas de una melancólica transparencia. Pasear entre ellas es como hacerlo entre los árboles de un bosque, sintiendo la integridad de un paisaje que acompaña al caminante. Casi al primer contacto con sus palabras, mientras uno se acerca a los primeros árboles, ya percibe el latir de un alma generosa y comprometida. El temblor de las hojas en la brisa es el mismo que ella confiesa sentir en todos los libros que ha dado a publicar. Y entre los árboles también la luz; la luz que se filtra por las bóvedas de sus copas más altas, como por vidrieras de una catedral gótica, y desciende entre ramas y hojas matizando la hierba de contornos difuminados. Dentro del bosque la luz parece revelar el sentido de algunos misterios que perviven ocultos en el silencio del tiempo; de un tiempo sin derrota que ensancha el corazón y va mostrando un claro en la continuidad del pensamiento. 88 Francisco Ramírez Viu La luz con la que trabaja Zambrano «no establece ninguna ley, ni dicta sentencias; irisada, brilla en su levedad; tiene algo de juego; no acaba de declararse; anuncia algo que vendrá y conserva algo de lo que ya se retira»1. En esta luz que se derrama despacio sobre el bosque y declara, «más que a ella misma, a las cosas que baña, están contenidos ya todos los juegos de lo que será llamado arte»2. En ella podemos vislumbrar un conocimiento que engloba lo físico y lo espiritual de la existencia; un conocimiento que hoy se vuelve indispensable en un mundo en crisis, en medio de una cultura hosca, de una estructura económica y social que parece negarse a mirar con detenimiento el misterio de su existencia. a obra de María Zambrano es el relato de un viaje excepcional a través del misterio de la existencia. Y el testimonio de una mirada que supo ver el equilibrio entre lo racional y lo poético, entre lo sagrado y lo profano (las dos especies de realidad, como ella misma afirma), hasta conciliarlos en una nueva forma de conocimiento. Para ello emprenderá un viaje hacia el «centro», hacia ese instante en que ambas formas de realidad aún no estaban separadas. Un viaje revelador ―profundo y silencioso como el de las raíces de un árbol― a través de las capas, de los horizontes que conforman la esencia del ser humano. Pero también aéreo y musical, como el de las hojas mecidas en la brisa. Como un árbol, Zambrano es capaz de tocar el cielo mientras sus raíces penetran los horizontes del suelo en busca de sales minerales y nutrientes, funcionando como un canal de comunicación entre esos dos mundos aparentemente divididos: el aire y el subsuelo; lo de fuera y lo de dentro; lo ajeno y lo más íntimo. Quizás su mayor mérito consista en haber sido una extraordinaria conciliadora frente a cualquier forma de dualismo (razón-intuición, AMOR Y CONOCIMIENTO 89 masculino-femenino, espacio-tiempo, etc.). Esta capacidad ―su mirada integradora; metafórica y concreta al mismo tiempo― la distingue con voz propia y tal vez anuncie algún modo de conocimiento que pueda hacerse más generalizado en el futuro. Desde esta perspectiva cobran sentido unas palabras de André Breton que ella recoge en un pequeño ensayo: «Todo lleva a creer que existe un cierto punto donde la vida y la muerte, lo real y lo imaginario, lo comunicable y lo incomunicable, lo alto y lo bajo cesan de ser percibidos contradictoriamente. Y es en vano que se busque a la actividad surrealista otro móvil que la esperanza de encontrar ese punto»3. Pero no sólo la actividad surrealista tiene este propósito. También la ecología, la física o la astronomía, por ejemplo, se esfuerzan actualmente en hallar el lugar de encuentro (de entendimiento) entre el macro y el microcosmos; entre lo inmensamente grande y lo inmensamente pequeño. Pues bien, para Zambrano el punto que alberga en su profundidad esas raíces es el alma. Y para saber algo más sobre el alma dirige su mirada hacia el reino de la palabra; de la humilde palabra que guarda en su memoria la íntima relación entre la verdad y la vida. Cada palabra que expresamos se asienta sobre un suelo formado por varias capas, unas más profundas y otras más superficiales. Y lo mismo ocurre con nuestros gestos, con las acciones más cotidianas. Para salir a flote en el día a día basta transitar sobre las capas más externas, por los horizontes superficiales de nuestras palabras y de nuestros actos: es el lenguaje ordinario, impersonal, característico de la sociedad de la información en que vivimos. Pero para afrontar el asunto del propio yo necesitamos otro lenguaje, otra fuerza y otra luz que nos permita movernos más adentro, donde nacen los manantiales y fluyen los ríos subterráneos. Allí se da también una forma de luz que sólo puede ser observada bajo condiciones especiales y que podría definirse como una claridad en sombra o como «una luz que no impone su claridad»4. Allí ―en lo profundo del alma, en el interior del bosque; entre las grutas de agua pura; lejos incluso de conceptos y significados― palpita el sentido último o primario que sostiene a las palabras. Es 90 Francisco Ramírez Viu el reino de la «razón poética», de algo que no es propiamente conocimiento intelectual ni traducible en él, pero que le antecede y sostiene, y sin lo cual andará flotando por grandes que sean la exactitud y la claridad de sus razonamientos5. A este conocimiento, al saber sobre el alma, dedicó su vida esta mujer comprometida: quién soy yo, quién es la que habla y la que respira bajo la capa más superficial de mis propias palabras; la que siente la unión con el cielo y las estrellas. Y después, o casi al mismo tiempo, quiénes son los demás, qué es esto a lo que llamamos ser humano; cómo salvar la distancia entre la verdad que siento y la vida que me rodea. Lejos del bosque, al otro lado de la colina, rebulle nuestra sociedad de la información: un modo de vivir que se presta a la inmediatez y, como consecuencia casi inevitable, a la precipitación, a la incontinencia; una incontinencia que es, paradójicamente, esclava de hábitos rutinarios y un formidable obstáculo para el conocimiento. Ni siquiera para aparecer en los medios de comunicación, emitiendo una opinión acerca de cualquier tema, resulta indispensable tener conocimiento; sólo hay que moverse por esa capa superficial del lenguaje donde todo es rápido y fugaz. Y esa precipitación en las palabras va haciendo mella en los gestos, también en los actos. Por eso, la infra cultura del usar y tirar que nos rodea es la actitud más opuesta del conocimiento que busca penetrar en el sentido de las cosas y desea recuperar una cierta intimidad con lo divino: una intimidad que ayude a contemplar fenómenos de la más honda significación, más allá de explicaciones meramente económicas o específicamente históricas6. Muchas personas parecen haber perdido hoy ese interés, y sin embargo se sienten satisfechas de dar una opinión acerca de todo; aunque esté impregnada de tópicos, de lugares comunes y no haya tenido tiempo de madurar. Y en ese modo de ser cotidiano, tan común, se va afirmando una personalidad a la vez soberbia y humillada. Soberbia porque no encuentra reticencias en los otros, porque todo tiende a su comodidad, porque la técnica sirve además a este propósito. Y humillada, porque su vida ha entrado en conflicto con la verdad y ha quedado abandonada en su ignorancia y en su con- AMOR Y CONOCIMIENTO 91 fusión. Esta confusión no está provocada solamente por la cantidad de información recibida (habitualmente reiterativa y fragmentaria), sino por la actitud con que se acepta: una indolencia que parece presidir numerosos ambientes y que va formando personalidades enquistadas, como inmóviles estatuas de sal, temerosas de mirar lo que tienen bajo sus pies; o mejor dicho: lo que ya no tienen. Es la misma historia de la filosofía occidental, «cuando ha corrido por su cuenta, desprendida ya de la Religión, y que tampoco se ha detenido a mirar lo que quedaba bajo ella sosteniéndola»7. ¿Y cómo mirar la vida con hondura cuando estamos continuamente entretenidos o atrapados, constantemente empujados por la información? En la actualidad resulta tan vital estar al día de todo, se consume tanto tiempo manejando «productos culturales» que el individuo común se sumerge inconscientemente en una actividad frenética e insustancial que, en vez de cultivarle, se lo impide. Seguramente porque no es consciente de que la cultura es un proceso interior y no una simple acumulación de productos; y que donde todo sucede muy deprisa nunca ocurre nada verdaderamente. Así, como ella misma dice, esta intimidad que requiere el conocimiento «no puede ser percibida desde la conciencia actual»8. Ortega y Gasset (del que María Zambrano se considera discípula, a pesar de sus radicales diferencias9) decía que la arquitectura no expresa como las otras artes, sentimientos y preferencias personales, sino, precisamente, estados de alma e intenciones colectivas. Los edificios son un inmenso gesto social. El pueblo entero se dice en ellos. Es una confesión general de la llamada «alma colectiva»10. ¿Y qué podríamos deducir de esa arquitectura frecuentada en nuestros días, sobre la que se asienta un urbanismo desaforado? Sin aire libre, sin espacios amplios, sin lugares para el reposo de la vista o la quietud del pensamiento… Podríamos decir que se asemeja a una cabeza enferma, a una ciudad mal construida, quebrada en su crecimiento; con un plan urbanístico diseñado únicamente para un provecho de corto alcance donde parece que sólo interesa buscar atajos, llegar cuanto antes para no sentir el transcurrir del tiempo. En una cabeza así, la razón pierde la continuidad de su pensamien- 92 Francisco Ramírez Viu to y tiende a contemplar el mundo como una sucesión de imágenes fragmentarias ―sin aparente relación ni equilibrio― a las que hace frente empujada arbitrariamente por la estimulación inmediata. Ese desarrollo inhóspito sólo invita a la confusión de sus habitantes que «andan errantes sin encontrar lugar donde posarse»11. Esa interpretación social que ofrece la arquitectura (y la metáfora que representa) permite suponer que ciertas enfermedades mentales no sean sólo propias de algunos individuos, sino de sociedades enteras en momentos particulares de su particular historia. Así entiendo estas palabras de la escritora malagueña que parecen susurradas desde la linde del bosque, volviendo la vista hacia lo que se deja atrás: «Cuando se ha rechazado la gracia y se ha cometido un crimen, la vida humana queda recluida en las paredes de la necesidad; no se puede decir que nada falte, pero el alma muere y, para no morir, se retira; la vida (allí) es simplemente una cadena de funciones necesarias»12. Como una mala alimentación, también esta información pobre y segmentada conduce a la desorientación, porque el pensamiento no goza siquiera de breves detenimientos para amansarse, y aún menos para sedimentar. Y así se va abriendo una brecha cada vez mayor entre verdad y vida, en un ímpetu que se «precipita con la velocidad propia de lo que carece de sustancia y aun de materia, de lo que sólo es un movimiento que va en busca de ellas y arranca al ser que despierta de ese su alentar en la vida»13. Es una inmediatez que está llena de caminos cortos, que no atraviesan ningún paraje, porque lo que interesa no es viajar, sino, como acabamos de decir, llegar cuanto antes. Hay un ansia por vivir, por vivir el instante, pero es un instante demasiado superficial para encontrar en él ningún atisbo de plenitud. De ahí que las contradicciones surjan por todas partes. Zambrano habla del «perpetuo adolescente, que antes que a la madurez, alcanzará a la muerte, pues se destruirá a sí mismo por su prisa, por su vehemencia»14. Cualquier compromiso conlleva un esfuerzo, y el adolescente (el espíritu adolescente) está demasiado ocupado en sí mismo, en su placer, en su urgencia, como para mirar otra cosa que no sea su AMOR Y CONOCIMIENTO 93 propia comodidad. Pero resulta muy difícil acercarse al arte, a la belleza o al conocimiento con hábitos adormecidos o ansiosos. Y tampoco es posible valorar así el mensaje de esta sincera y honesta pensadora. Supongo que si a vivir se aprende viviendo, a pensar se aprende pensando. Y el bosque que ella nos describe es esencialmente una metáfora, la metáfora de algo íntegro, completo. Pasear por él es también un viaje que anuncia el momento ínfimo de un cambio. El bosque señala el inicio de una etapa y, en algún sentido, el fin de otra. Pero lo hace de una forma suave, conciliadora, sin parcelar el tiempo, mostrando ante los ojos todas las posibilidades que se abren. A la manera como sucede la primavera al invierno. Así se expresa nítidamente el sentido de la continuidad. No es el movimiento lo que caracteriza este viaje entre los árboles, ni mucho menos la urgencia, sino el compromiso: la actitud que mantienen los pies con el material del camino; los ojos con la luz que se ofrece; el aire con los pulmones que llena. En esta nueva etapa (en esta nueva estación) es posible reconocer que sólo es uno y el mismo tiempo, y que parcelarlo es sólo una ilusión. Desde esta naciente perspectiva se hace posible viajar a cualquier velocidad, pero también detenerse en cualquier instante sin interrumpir el viaje. ¿Y no es esto vivir dentro del tiempo? ¿Vivir como otra infancia: una infancia despierta, atenta? Así se mantiene la flexibilidad necesaria para que nuestra naturaleza pueda actuar de manera conjunta con la naturaleza que nos rodea y de la que formamos parte. Por eso el bosque (el «conocer» que propone Zambrano) representa de alguna forma un nuevo nacimiento, una nueva infancia que abre las puertas de la madurez; donde el pensamiento fluye como el mismo río, donde cada tronco es una isla que hunde sus raíces en la profundidad del espacio-tiempo. 94 Francisco Ramírez Viu ara Zambrano el conocimiento no se reduce a mera información, sino que va mucho más allá: necesita completar la sustancia de nuestra vida, buscar el sentido profundo de la palabra, en el que se apoyan los demás sentidos. Según ella, no todas las épocas han sido iguales, ni todas se han caracterizado por esta actual falta de hondura y de interés por la verdad (por su búsqueda). Desde luego, no resulta descabellado entender la historia de la humanidad como una historia personal, una íntima evolución que se va haciendo, que va tomando una dirección, que abandona otras... A veces más cerca de la luz, otras en sombra. Y al mismo tiempo, la humanidad que vive en cada persona deja la huella de sus vacíos, de sus instintos y certezas... Ninguna época es igual; ni en lo individual, ni en lo colectivo. Ni en lo individual, porque como dice ella: no toda minoría se sitúa de igual manera. Ante la inseguridad de los tiempos de crisis, que es propiamente lo que les caracteriza, siempre existe una minoría creadora que se adelanta abriendo el futuro15; ni en lo colectivo, como también explica refiriéndose a uno de esos momentos «en que la aurora de lo humano parece extenderse y ocupar un vasto horizonte. Es el siglo VI antes de Cristo: Budha en India, Lao-Tse en China, los Siete Sabios, y entre ellos Tales de Mileto en Grecia y Pitágoras. Y no es un Dios propiamente lo que asoma, sino un camino”16. Tal vez lo que mejor caracteriza a este camino (a este «abrir camino») es la actitud de búsqueda de la verdad; una acción en la que se recoge un largo pasado de experiencias en un instante de iluminación. Y son la poesía, la música y las matemáticas las que emergen en aquel momento como herramientas naturales para dicha búsqueda. Este instante del que nos habla María Zambrano es, ante todo, un despertar de la conciencia que descubre que para conocer al hombre hay que conocer necesariamente el cielo. Y para ello resulta imprescindible el diálogo con la luz (y con las sombras). En mi opinión, Zambrano se acerca a la realidad a través del conocimiento contemplativo, en una actitud que podría compararse a la de Sócrates. De tal manera que lo «ético» no estaría primariamen- AMOR Y CONOCIMIENTO 95 te en aquello sobre lo que medita, sino en el mismo modo de vivir meditando. Su contemplación no es de ningún modo pasividad o indiferencia, sino creación y compromiso: una contemplación activa o una actividad contemplativa; una voluntad de reforma que resulta ser el canal de comunicación entre lo real y lo imaginario, entre lo natural y lo fingido18. Desde la contemplación también la palabra se volverá hacia el silencio, querrá unirse a él, en lugar de destruirlo. Pero antes habrá tenido que absorber todo lo que la palabra en su forma lógica parece haber dejado atrás. Porque solamente siendo a la vez pensamiento, imagen, ritmo y silencio parece que puede recuperar la palabra su inocencia perdida, y ser entonces pura acción, palabra creadora19. Claude Debussy decía que la música no está en las notas, sino entre ellas: porque es el silencio el que las enlaza y hace posible la música. Y lo mismo podríamos decir de la música de Zambrano, de sus palabras, porque también ellas están impregnadas de silencio. Están escritas desde la hondura del silencio (de un silencioso tiempo geológico, universal). Me atrevería a decir que fue capaz de percibir en la historia humana algo similar a lo que los físicos llaman «radiación de fondo del universo» (el eco del big-bang, del inicio de la existencia). Por eso reclaman una lectura muy atenta. María Zambrano parece escribir desde el centro del tiempo; desde un renacer de la perspectiva y de la conciencia del ser, donde el conocimiento sirve sobre todo a un propósito: contemplar la realidad para obrar con sentido; conocer el cielo para conocer la realidad humana, y viceversa. Y por «realidad humana» podríamos entender también la historia de su esperanza; su verdadera historia20. Es difícil describir cómo afecta el conocimiento, hasta qué punto la vida queda transformada bajo la acción de este conocimiento que podría asemejarse a una intimidad con lo real; pero es conveniente señalar que no se trata de un camino para intelectuales, científicos o artistas, sino para cualquier persona que quiera situar su vida con honestidad frente al tiempo que la envuelve. Sin este conocimiento íntimo y afectuoso de la realidad no se puede obrar en armonía con ella. Y en él se salva la distancia entre verdad y vida, se logra 96 Francisco Ramírez Viu que vida y verdad se entiendan, dejando la vida el espacio para la verdad y entrando la verdad en la misma vida, transformándola hasta donde sea preciso sin humillación. No estoy seguro de que se trate de un método, sino, más bien, de un proceso. Ella lo describe sirviéndose del ejemplo de la creación literaria, pero su alcance es universal porque toda la vida es lenguaje y nadie escribe sólo por necesidades literarias, sino por la misma necesidad que tiene la vida de expresarse. «El extraño género literario llamado Confesión se ha esforzado por mostrar el camino en que la vida se acerca a la verdad; el género literario que en nuestros días se ha atrevido a llenar el hueco, el abismo ya terrible abierto por la enemistad entre la razón y la vida. La confesión, en este sentido, sería un género de crisis que no se hace necesario cuando la vida y la verdad han estado acordadas. Mas en cuanto surge la distancia, la menor divergencia, se hace preciso nuevamente»21. La confesión, en definitiva, «no es sino un método de que la vida se libre de sus paradojas y llegue a coincidir consigo misma»: La confesión, como acto de humildad y de esfuerzo interior, es un largo sendero que también necesita un aprendizaje; un viaje por el interior del bosque, de árbol en árbol, mirando y escuchando con atención, sintiendo cómo nacen los embriones de los actos y las palabras «embriagados de posibilidad». Entre la sensación ―virgen e inconsciente― y el sentimiento ―que ya es un producto elaborado― hay un hueco; es en ese hueco donde se gestan muchos de los secretos de la conducta humana, habitualmente reflejo de los resortes de la propia naturaleza del mundo. Y hasta esa cavidad debe entrar la luz, porque es allí donde se da forma a nuestra voluntad; donde es posible encontrar el equilibrio entre lo que se recibe, se pierde y se anhela. Ése es el espacio propio de cualquier trabajo interior. Y sin él, sin ese trabajo interior, no hay verdadero progreso ni es posible encontrar la paz, antesala del amor; «porque la paz no es cosa de pactos, ni de compromisos, no es cosa de derechos ni leyes, sino de una silenciosa armonía»22. Y ésta es una cuestión de máxima importancia en los tiempos que corren (tan dados al activismo o a la apatía). AMOR Y CONOCIMIENTO 97 Por eso la metáfora del bosque, del claro de un bosque en el que poder escuchar esa silenciosa armonía. Mirar desde su interior es como hacerlo desde algún lugar seguro del corazón, desde algún rincón no devorado por la nada. Podemos sentarnos ahora otra vez allí y hacer un pequeño alto en el camino; sentarnos sobre un tronco caído y contemplar el fulgor de los árboles al atardecer, cuando la luz ilumina un espacio diáfano y circular que brilla como la llama de un fuego extraño, en el que la madera arde sin quemarse. Como en un milagro, ambos ―el sol y la luna― conviven pacíficamente en la frontera entre dos luces, o más bien en una misma luz antigua, ya casi nueva. En esta extraña claridad ―«música callada, soledad sonora»― está presente toda la creación, con sus luces y sus sombras. El claro del bosque no es, por tanto, un escondite, sino un lugar para mirar el mundo. Por eso las páginas que allí se trazan no están escritas sólo con las manos, sino con todos los sentidos. El claro del bosque es la metáfora del centro interior, de un lugar de reunión para todas las cosas. «Es un centro, un fondo, una interioridad sin límite, donde la verdad habita siendo ella misma, sin dejar de ser interior. Sin salir de sí, con solo ponerse al descubierto, la verdad ha sido encontrada en un lugar inaccesible, invulnerable, en un lugar donde ningún padecimiento llega, donde ni el rastro terrible de la culpa primera ha podido arrojar su sombra: pozo de agua clara y quieta, donde la imagen reflejada no se imprime desde fuera sino desde más allá de sí, imagen que no es retrato sino la verdad misma, ella misma, aunque no del todo, visible e inalcanzable mientras estemos cubiertos por el tiempo». Se puede despertar al nacer, o bien despertar en algún momento de la existencia. Ésa es la bifurcación que inicialmente se le ofrece al ser humano. Y todo le afecta en ese estado, cuando despierta; un todo que si se deja, se irá desplegando poco a poco. Y el que nace en cada despertar, surgiría, por levemente que fuese, en una especie de ascensión que no le extrae de este su primer suelo natal, en ese lugar primero que parece sea como un agua donde el ser germina, al que no se puede llamar naturaleza, sino quizás simplemente lugar de vida23. Es un camino cuya última expresión será el 98 Francisco Ramírez Viu amor; un amor que no es fácil de entender ni de alcanzar, porque no está al comienzo del camino, sino más adelante, en algún claro del bosque, cuando el árbol se muestra. Si todo saber comienza por la admiración, el camino del amor también empieza por amar la sabiduría. «Este camino es primero unos pasos, unas huellas, y sólo cuando ya una línea trazada le distingue de la extensión inanimada que lo rodea, podemos verle. El camino ordena el paisaje y permite moverse hacia una dirección»24. Así explica Zambrano el trabajo que conlleva cualquier actitud creadora; también la del pensador o la del artista, si es que hay alguna diferencia entre ellos que no sea meramente anecdótica, pues toda creación significa ante todo un renovado esfuerzo por contemplar; y «el que ha sabido mirar, siquiera sea un árbol, ya no muere»25. «Hay un trozo de un libro sagrado de China, en que este prodigio está señalado de la manera más nítida y humilde, como el agua. En el Tschuang-Tsé leemos la admirativa pregunta dirigida a un artesano por la ejecución perfecta de un campanario de madera, y él responde: Yo soy un artesano y no tengo secreto alguno. Pero sin embargo hay una cosa en que consiste mi obra. Cuando me disponía a hacer el campanario me guardé muy bien de derrochar mis energías. Ayuné para aquietar mi corazón. Después de haber ayunado varios días ya no osaba pensar ni en la ganancia ni en los honores; después de cinco días de ayuno, ya no pensaba ni en las alabanzas ni en los reproches, ni en la habilidad, ni en la ineptitud; después de siete días de ayuno me había ya olvidado de mi cuerpo y de todos mis miembros. En aquella época ya no pensaba tampoco en la Corte de vuestra Alteza. De este modo me recogí en mi arte y todos los ruidos del mundo exterior desaparecieron para mí. Fuime después al bosque a contemplar los árboles en su natural crecimiento. Una vez que tuve el verdadero árbol ante mi vista, me encontré con el campanario terminado, de suerte que no tuve más que echar mano de él. Si no hubiera encontrado el árbol hubiera abandonado mi empeño. Pero por haber hecho actuar mi naturaleza conjuntamente con la naturaleza del material es por lo que las gentes dicen que es una obra divina»26. AMOR Y CONOCIMIENTO 99 na obra que perdura lleva en sus cimientos el germen de la soledad, no importa si lo que se construye sea un castillo o un sistema filosófico. Un alma creadora es aquella que puede hacerlo desde algún punto cercano a esa «nada» que habita en el interior de la conciencia, y que quizás sea el recuerdo más antiguo de lo que fuimos y el pálpito más seguro de lo que seremos. La nada es fundamentalmente «no saber», y en Zambrano, indudablemente, se convierte en una nada creadora, donde arraiga su esperanza en la vida. Desde una posición de incerteza y abandono nace la más íntima comunicación entre el alma y la naturaleza: la posibilidad de la creación. Por eso una creación levantada desde la percepción de la nada (entendida no sólo como condición ontológica, sino como experiencia) está edificada sobre la eternidad. Y esto no es un juego de palabras, como tampoco lo son los poemas que intentan mostrar las infinitas relaciones de todo con todo, las formulaciones matemáticas que nacen de la pura abstracción y que permanecerán siempre vigentes, o los árboles erguidos en medio del bosque ofreciendo su sombra y sus frutos. Sólo desde la contemplación puede darse el verdadero milagro de la construcción. Por eso también la mística se comprende desde la metáfora del claro del bosque, en un lugar atemporal donde es posible el conocimiento; un instante único que puede prolongarse si se sostiene en él la mirada. El claro del bosque es, en María Zambrano, imagen de una soledad contemplativa desde la que brota la comunicación. En cierto sentido es el origen de cualquier forma de honda comunicación: artística, conceptual, mística. Es la repercusión de un instante, de un único instante que se perpetúa discontinuamente, y que puede llegar a convertirse en un centro del ser si entra en juego el 100 Francisco Ramírez Viu amor. Y cuando entra en juego, explica ella, «entonces se arriesga que se piense que ronda la mística o que recae en ella. Y si el veredicto es más leve, que es cosa de poesía. Y nada habría que objetar si por poético se entendiera lo que poético, poema o poetizar quieren decir a la letra: un método más que de la conciencia, de la criatura, del ser de la criatura que arriesga despertar deslumbrada y aterida al mismo tiempo»27. Quizás sean los árboles los seres vivos que mejor expresen el sentido de un tiempo eterno: del pasado y el futuro que conviven en el ahora. Y la luz que invade el bosque también contribuye a dicha percepción, ya que ninguna luz vuelve al mundo tan diáfana como la proyectada por la conciencia serena del peligro. Y vivir en peligro no es más que vivir con la conciencia clara de nuestra situación en el universo28. Para escribir desde ese «ahora» (sin desligar lo pasado ni lo futuro) era necesario el exilio, una cierta soledad. Esta soledad no representa propiamente un punto de partida sino, más bien, un lugar de llegada: un final que alumbra el inicio de un camino, apenas un sendero que se dibuja entre las ramas. Y como cualquier soledad también hay que dar cuenta de ella; «por paraíso o por infierno a la vez hay que someterla ante el juicio, su purgatorio. La soledad no es una sola, hay soledades, y de todas hay que comparecer ante el prójimo, llevarlas a la comunidad para sufrir su prueba definitiva, si de ella puede extraerse algo que sirva para todos». Pero parece evidente que «cuanto más original sea la existencia del individuo, más necesidad ineludible tendrá ese centro de quietud, de confianza y de reposo». Y ese centro interior, «si de veras lo es, hace que ese mundo del desvarío cobre forma y se ordene»29. No me refiero sólo a un exilio físico (que también experimentó durante muchos años y que marcó, seguramente, el final de su juventud y el inicio de su madurez), sino sobre todo a un exilio interior. Para Zambrano el exilio supuso una nueva perspectiva desde la que contemplar la memoria y el olvido. «El olvido, al fin y al cabo, es creador; pero la desmemoria, no. La desmemoria lo borra todo»30. Y es aquí, en este momento, cuando sus palabras adquieren una musicalidad maravillosa, como algunas canciones sefardíes AMOR Y CONOCIMIENTO 101 o como los sonidos del bosque: el hombre tiene un nacimiento incompleto, no ha nacido ni crecido enteramente para este mundo, pues que no encaja con él, ni parece que haya nada en él preparado para su acomodo. Por eso tiene que acabar de nacer enteramente y tiene también que hacerse su mundo, su hueco, su sitio, tiene que estar incesantemente de parto de sí mismo y de la realidad que lo aloje31. «Cualquier persona vive en soledad y, por lo mismo, a mayor intensidad de vida personal, mayor es el anhelo de abrirse y aun de vaciarse en algo; es lo que se llama amor, sea a una persona, a la patria, al arte, al pensamiento.» Este amor es un nuevo nacimiento en el orden de las cosas; un anhelo lleno de preguntas a las que sólo cabe enfrentarse desde la soledad interior. Ésta es en definitiva la cuestión de fondo que nos plantea esta pensadora, hija de maestros y que intentó hacer del conocimiento una forma de sabiduría: «La pavorosa faz de la actualidad, ¿no nos presenta, sin duda, la figura de un mundo sin sujeto, donde ha desaparecido el sujeto, donde el yo anda errante como rey sin súbditos ni territorio, donde no existe por parte alguna el alguien responsable, el alguien con identidad y figura propia? Mundo anterior al ser, en que lo psíquico tiene la existencia demoníaca de la multiplicidad inapresable y diluida; mundo de donde han huido las formas, quedando sólo el fantasma inasible y rencoroso; el fantasma y el vacío. ¿No estará necesitado de una verdadera e implacable confesión?»32 ¿No habría de existir un género de amor que no tropiece con la resistencia de lo amado; un amor en el cual, entender o querer entender se acreciente con el amor mismo y lleguen a ser la misma cosa, entender y amar; amar y entender?33 Son dos preguntas que quedan abiertas y que definen con justeza la perspectiva moral de una mujer que procuró vivir su existencia con honestidad y con inteligencia; y que animó a otros a ese intento. ¿No estará el mundo actual necesitado de una verdadera e implacable confesión? ¿No habría de existir un género de amor en que entender y amar lleguen a ser la misma cosa? Ella pensaba que sí y yo también. Y así siento de nuevo este amor, imposible e inevitable al mismo tiempo, cada vez que leo sus 102 Francisco Ramírez Viu palabras, cada vez que la escucho. Y desde aquí, desde este pequeño claro del bosque en el que hemos reposado unos minutos, me gustaría mostrarle de nuevo mi afecto y mi agradecimiento por todo lo que, generosamente, ha procurado mostrarnos en cada una de sus palabras; en su obra, que permanecerá viva porque también ella es uno de esos momentos en que la aurora de lo humano parece extenderse y ocupar un vasto horizonte. Y eso sólo puede decirse de los verdaderos pensadores; de los hombres y mujeres que han querido conocer al ser humano al tiempo que conocían el cielo. NOTAS 1. M. Zambrano, El hombre y lo divino, Fondo de Cultura Económica, colección Heteroclásica, pág. 58 2. M. Zambrano, El hombre y lo divino, pág. 59. 3. M. Zambrano, La Confesión: género literario, Siruela, Biblioteca de Ensayo, 4. M. Zambrano, El hombre y lo divino, pág. 170. 5. M. Zambrano, La Confesión: género literario, pág.104. 6. M. Zambrano, El hombre y lo divino, pág. 31. 7. M. Zambrano, La Confesión: género literario, pág. 91. 2001, pág. 91. AMOR Y CONOCIMIENTO 8. M. Zambrano, El hombre y lo divino, pág.31. 9. M. Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, Alianza Literaria, pág. 14. 103 Ortega y Gasset, Meditación de la Técnica y otros ensayos sobre ciencia y 10. filosofía, Alianza Editorial, 2004, pág. 112. 11. M. Zambrano, La Confesión: género literario, pág. 105. 12. M. Zambrano, Delirio y Destino, Centro de Estudios Ramón Areces, 13. M. Zambrano, Claros del bosque, Seix Barral, pág. 23. 14. M. Zambrano, La Confesión: género literario, pág. 90. 15. M. Zambrano, Persona y Democracia, Anthropos, pág. 24. 16. M. Zambrano, Persona y Democracia, pág. 31. 17. Esta idea la expresa Zubiri refiriéndose a Sócrates (y la cita María 18. M. Zambrano, La Confesión: género literario, pág. 97. 19. M. Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, pág. 49. 20. M. Zambrano, El hombre y lo divino, pág. 76. 21. M. Zambrano, La Confesión: género literario, pág. 24. 22. M. Zambrano, La Confesión: género literario, pág. 106. 23. M. Zambrano, Claros del bosque, pág. 23. 24. M. Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, pág. 23. 25. M. Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, pág. 80. 26. M. Zambrano, La Confesión: género literario, pág. 97. 27. M. Zambrano, Claros del bosque, pág.16. 28. M. Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, pág. 189. 29. M. Zambrano, La Confesión: género literario, pág. 108. 30. M. Zambrano, Los intelectuales en el drama de España y escritos de la guerra 31. M. Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, pág. 112. pág. 194. Zambrano en El hombre y lo divino, pág. 100). civil, Editorial Trotta, pág.126. M. Zambrano, La Confesión: género literario, pág. 108. 32. 33. M. Zambrano, Delirio y Destino, pág. 39. Ernesto Benita López Peñate Ernesto trabaja muy bien las paredes de canto, los muros de piedra y el revestimiento de lajas. Es meticuloso, atento y serio con la obra, siempre y cuando se le deje ir a su ritmo, a su gusto y a su propia naturaleza. Le fascinan las antiguas murallas de piedra y de barro, en pie a pesar del transcurso de los siglos. Un lápiz rojo lo acompaña siempre, especialmente cuando tiene que trazar las medidas de un rectángulo o un cuadrado para almacenar una determinada cantidad de agua. Con él hay que contar bien las palabras. Decir las cosas de manera concisa. Cuando coloca bloques, sólo pone los necesarios; cuando hace la mezcla, usa cantidades precisas de agua, cemento y arena; y cuando encofra los cimientos, la cantidad justa de hierro. Es comprensible su deseo de palabras exactas a la idea que se tiene por intención transmitir, y que él espera con paciente escucha. El malgasto de palabras obstruye sus oídos; se pone nervioso en medio de 106 Benita López Peñate tantas vueltas para llegar a un sitio, cuando existen caminos más simples que dejan el oído limpio. Vive en un pequeño caserío de casas blancas y techos de teja. La carretera de acceso discurre por el cauce de un barranco de palmeras y cañaverales, vaguada entre dos cordilleras que llevan a los pies de la presa: muro de canto relleno de cal, arena y piedras que rebosa cuando está lleno. Escurre suave entre los cantos; la cal se hincha y tranca compacta la obra de agua. La carretera se desvía a la izquierda y comienza el ascenso a la plaza del pueblo, construida al mismo nivel del agua de la presa. Estos días anda triste. La preocupación por el bienestar de su mujer y sus dos hijos es constante en él. Este verano no puede ofrecerles algo distinto al resto de los días del año. No tiene medios económicos para ir de vacaciones a una isla ni para alquilar un apartamento. Sentado en la puerta de su casa, medita y calza las botas de trabajo. Una paloma blanca se posa en la tierra del patio. Le trae un recuerdo de su infancia: el año que abandonaron la montaña para vivir en la ciudad y caminaba descalzo por las aceras con un baifo. Es hora de empezar el día. Se levanta, entra y deja sobre la mesa la libreta donde anota los datos de su próxima obra. Se acerca a la ventana: mira al majestuoso risco, sostén ―en ese lado― del cauce del barranco. Le preocupa el último presupuesto; no tendrá ganancia si los gastos de mano de obra y materiales superan el coste acordado. Sale fuera, cierra la puerta y con paso tranquilo se dirige a la huerta de un vecino del pueblo. Tiene que revisar el trabajo de canalización del agua realizado el día anterior en un estanque. Le acompañan sus dos hijos, Zebensui y Ernesto, de nueve y ocho años. Se le parecen; acostumbrados al contacto desnudo con la naturaleza, suben a los árboles y caminan descalzos por el barranco sin que les duelan las piedras. Bajan por un camino trazado en la pendiente de la montaña, entre lindes que separan terrazas escalonadas de hortalizas, árboles frutales y aposentos de animales, bordeando, en algunos tramos, el lecho seco de un arroyo. Una pared de piedra, adornada por una enredadera de campanitas de color azul malva, les da la bienvenida. ERNESTO 107 El estanque es pequeño, la medida justa de agua para abastecer una huerta de diez naranjeros. Una escalera de cemento permite el acceso a la parte alta. Sube los primeros peldaños y se detiene en seco. En el último escalón descubre un lagarto. Arrinconado, quieto, mirándole. Siempre les ha tenido fobia, a pesar de criarse entre ellos. Los había de todos los tamaños; pequeños, medianos, grandes y gigantes escondidos debajo de las piedras y majanos alrededor de la casa, mantenidos a distancia por los gatos. No se dejaban ver, pero sí intuir. Un lagarto huyendo del agua le subió una vez al padre por una pierna regando en la acequia de lajas. Silenciosos, sólo se escuchaban en las paredes de cañas de la choza de los tomateros, y en los zocos y cucañas. Aquel ruido le estremecía. Era desagradable verlos tendidos al sol en las horas de más calor. Grises, oscuros, mimetizados en el color de las piedras casi no se distinguían. La fobia le vino impresa en los genes, aunque no recuerda miedo en el entorno cercano de su niñez. Sus primos jugaban con tres o cuatro en cada mano cogidos con tomates y anzuelos. Ernesto reacciona, se da la vuelta. Los niños están detrás. No quiere huir delante de sus hijos por miedo a un lagarto. Todo se le junta en un redondo círculo. «Hoy puedo ofrecerles algo extraordinario», piensa. Con honda amargura y nostalgia vuelve a mirarlo. Su padre también les tenía fobia. Lo supo después de mayor. Recuerda aquel día en que un lagarto enorme, desorientado por el humo, se metió dentro de una hoguera prendida cerca de un majano de piedras. Habían limpiado de hierbas secas, palos y cañas los bajantes y orillas de la tierra. Al día siguiente su padre lo buscaba en las cenizas. Pasó largo tiempo observando su cuerpo abrasado sin que el hijo supiera el motivo de su empeño. Ahora él tiene uno vivo delante. No es grande, más bien chico. Y es extraño: no se mueve. El corazón golpea su pecho al mismo ritmo del pensamiento: «Tengo que ser capaz de cogerlo». Se agacha y con el brazo tenso y estirado lo coge por el cuello con la pinza de sus tres primeros dedos. El lagarto se retuerce un poco, enrosca la cola en su mano y se está quieto. Un escalofrío eriza la piel de Ernesto, como las veces en que roza uno entre las piedras 108 Benita López Peñate trabajando. Petrificado por el tacto, quiere soltarle y no puede; quiere mirarle, y tampoco puede. Intenta relajarse y durante unos segundos él también permanece completamente rígido, incapaz de ningún movimiento. Después se da la vuelta, muy orgulloso, y se lo ofrece a sus hijos. Ellos lo cogen, sonríen y bajan corriendo la escalera. Una algarabía de dicha resuena en el silencioso barranco. Contemplan con regocijo y hablan; no quieren soltarle, son instantes de excitación y entusiasmo. Buscan una garrafa, ponen tierra, hierba y el reptil dentro; un lagarto será la nueva mascota junto al hurón. Ernesto sopesa, no es viable y desisten. El animal late expectante. Con palabras y gestos de cariño lo cogen y, muy despacio, lo sueltan en el suelo. El lagarto corre y se esconde entre las piedras del muro medianero del cercado. Los niños están contentos, y él también; ha visto en los ojos de sus hijos el mismo orgullo que muchas veces sintió acompañando al padre por el campo. Sube de nuevo la escalera. Inspecciona el trabajo. Las zonas enlazadas con pasta funcionan. La arqueta recibe bien el agua y la distribuye sin dificultad por los desagües. Queda satisfecho. No hay contratiempo. No habrá retraso ni más gasto de materiales. Levanta la vista y mira al risco. Posa sus ojos… está seco. Pronto caerán las primeras lluvias. Los conejos saldrán de sus cuevas; las perdices estarán contentas, cantando una bandada a otra; y la presa recibirá agua nueva. Es hora de volver a la casa. Es mediodía. El sol está alto. Toman el mismo atajo de flores, hortalizas y frutales. El canto de los pájaros, el ladrido amistoso de un perro, el ruido lejano del motor de un coche y el canto de un gallo, unidos a las voces de la familia, conforman, separados entre sí por nítidos momentos de silencio, una serena melodía que envuelve el paisaje humano de un hombre y dos niños caminando por el sendero de néctares y azahares. Baladas del Espejo José Querol Amor Dime, amor, latigazo de bejuco, serpiente nívea entre las flores del cerezo, que hieres con tu beso, melódico latido de un impulso; tú, néctar de un efímero calostro, ¿por qué, tras despertar el celo, el deseo carnal, te tornas luego en pútrido consuelo ponzoñoso? Iris polícroma, que con opaco brillo centelleas, que niegas la razón y la encadenas a un señuelo radiante de alegría, ¿por qué tan repentinamente acudes a instalarte en el orto de un afán, escalas la esperanza del mortal y al llegar a su cúspide, otrora inaccesible, te desvaneces? Di, ¿por qué nos invitas al banquete para luego tratarnos como Circe? 112 José Querol Paradoja de Zenón Yo tengo solamente la unidad y en dos partes iguales la divido; dejo una, condenándola al olvido, y separo la otra por mitad. Si sigo de esta suerte, la verdad, con ánimo resuelto y decidido cumpliendo con el mismo cometido, quiera o no, duraré la eternidad. ¿Y cómo es que al final me quedará ―sólo puedo pensar en un arcano― algo menos que un ápice en mi mano que eternamente se dividirá? Pues así de enigmático es el tiempo. Quimérico, inquietante, contratiempo. BALADAS DEL ESPEJO Arrepentido Y cuando vi la imagen en sus ojos, no me reconocí: Negras ojeras cubren mi rostro, vanas mis maneras, desaire en mi ademán; los labios rojos gimen de indecisión; los brazos flojos, laxos; las manos, ásperas, de fieras; y las piernas abiertas son tijeras afiladas que siegan mis despojos. Soy un ser abatido y sin hombría; en su retina, como en un espejo, descubro mi ominosa cobardía. Quisiera renegar de ese reflejo, morir en soledad, por mi osadía. Vilezas y traición tan sólo dejo. 113 114 José Querol Sentimiento Es tu dulce mirar lo que me ensalma y por siempre quererte mi premisa. Si tú quieres, seré la mar en calma. Si lo pides, seré la suave brisa, la flor en los jardines de tu alma y feliz si consigo tu sonrisa; la mano que se lleve tu dolor y traiga nuevamente la alegría; quien haga realidad tu fantasía y a tu entrañable cuerpo dé calor. Seré por ti silencio y un clamor, el ángel de la guarda noche y día, un canto de armoniosa melodía. Porque por ti tan sólo soy amor. BALADAS DEL ESPEJO Senda Camino en un rastro puro, sin reparar en daños. Si una hembra es mi tormento, pongo su aroma en mis manos, junto a mis labios dormidos, y no caigo en sus engaños. No es el tiempo mi verdugo, son mis actos mis apaños; del silencio me alimento y mis secretos arcanos ―aunque sean requeridos― no son para los extraños. Me nutro con el mendrugo de todos los desengaños, porque vivo este momento sin tener prejuicios vanos. He seguido a los sentidos durante todos mis años. Por eso soy un reflejo, la caricia de una ausencia. Sé que todo lo silencia mi imagen en el espejo. 115 116 José Querol Vacío Lóbrego es el convento del cautivo; el retiro forzoso del amante, que pierde su esperanza en el instante fugaz en que la Parca, sin motivo, se lleva para siempre el compasivo verbo, confortador, vivificante; a su exclusivo amor, con fulminante anhelo, en un deseo vengativo. Vacío porvenir y negra vida le queda al solitario trovador cuando el destino cruel clava su daga y penetra en el pecho y de la herida mana en cascada el flujo de un dolor que le deja en el alma eterna llaga. BALADAS DEL ESPEJO Cosmos Lee en el silencio, ya tienen sentido las palabras y no pesa la mañana. Es la hora del tiempo, del inicio fatal del movimiento. Entre el caos se yergue una idea; la ilusión se hace cierta y comienza lo eterno. Enciende la yesca ―no pregunta, sólo actúa―, rompe las dudas, descubre las causas; y en un acto de armonía, abarcándolo todo, domestica lo indómito y de la yerta nada obtiene vida. 117 118 José Querol El Azar Debe el hombre sufrir desde que nace, puesto que es el vivir una gran gesta ―versar sobre la vida, una propuesta― sin saber cuál será su desenlace. Son muchas las preguntas que se hace, pero todas se quedan sin respuesta, pues ni el más docto sabio le contesta y ya nada en concreto le complace. Lúgubre la esperanza en el poeta e inútil su control de la palabra. Que el azar le libere de su herida. Como el viento que ansía la veleta, espera que el fatal destino abra sus puertas y le prive de la vida. BALADAS DEL ESPEJO Epitafio Y crecerán nomeolvides sobre las extintas vidas; ya no habrá más heridas, ni amores, ni odios, ni lides. 119 En el Lavadero Trini Rodríguez Un tablero de madera alzaba cuatro dedos los pies del suelo y los aislaba del frío que se colaba en el lavadero. No había puerta que lo cerrara a la calle; la entrada eran dos grandes arcos de piedra como ojos enormes que siempre estaban abiertos. Me contaba el abuelo que antiguamente lavaban agachadas en la noria o en los barrancos, y que cuando trajeron el agua de la fuente del Cerro construyeron el edificio, a tanda vecino, para que las mujeres lavaran de pie. Pocas veces se hacía en silencio. Las palabras se crecían en ese vacío de paredes altísimas, rebotaban en el techo una y otra vez, y se multiplicaban antes de escapar a la calle. Desde la fuente, por un canal abierto, el agua llegaba a la primera pila, la corriente la mantenía clara y fría. Era una pequeña balsa a la que solo entraba la ropa, cuando ya estaba limpia, para el último aclarado. La única excepción era la iglesia; una vez al año, cuando 122 Trini Rodríguez se acercaba la fiesta, las clavarias lavaban en ella las ropas de misa y los manteles del altar. Por un rebosadero se llenaba la siguiente, la vasta, la balsa de enjabonar y sacar las manchas. El ligero regato que salía del aliviadero separaba las aguas blancuzcas, y en esa transparencia si entraba un rayito de sol, las partículas jabonosas se veían como pequeños arco iris que estuvieran vivos. Se movían rápidos como culebrillas de agua dibujando formas imposibles y cuando los intentabas tocar se disolvían entre los dedos. Las mujeres pasaban horas frotando las prendas en los arredores de granito y sus conversaciones se posaban en el fondo con la suciedad. Una vez a la semana se vaciaba la balsa y el tío Ramiro regaba su huerto. Los viernes por la tarde, a última hora, dos vecinas acudían por turno a limpiar el lavadero. Sacaban el tapón y, mientras el agua salía, barrían el suelo y frotaban las paredes con escobas de palma. A la mañana siguiente aparecía lleno otra vez. En cambio, a los caballones de patatas les costaba un par de días perder la costra gris que les dejaba el agua sucia. Hace ya tiempo que cuando limpian la balsa el agua se pierde en el barranco. A mi madre no le gustaba que bajara sola al lavadero, pero aquella mañana insistí en lavar yo misma mi vestido. Me preparó un cubo de agua caliente que me ayudase con el jabón y me dejó ir. ―¿También hoy estás aquí? Pues sí que ensuciáis en tu casa. Los sábados y domingos las coladas aumentaban por la ropa de cama. Las madrugadoras acudían temprano a lavar y, con suerte, sus sábanas se secaban para la noche. Otras, en cambio, las dejaban blanquear un buen rato en agua con azulete. Siempre había algún barreño en espera, con el agua azul, por los rincones del lavadero y siempre había también quién, aprovechando ese rato, metía en el agua su ropa interior y le daba un enjuague. Junto al tapón se lavaban los atavíos de faena porque venían cargados de tierra, se les daba las primeras aguas a los pañales de algún bebé y las mujeres aclaraban sus paños cuando pasaban el mes. Me situé lo más al fondo que pude y metí al agua mi vestido. Cuando la vi entrar y colocarse a mi lado, me hubiera querido EN EL LAVADERO 123 hundir en el agua turbia. Mi cuerpo tembló y el quiebro se reflejó en la piedra que me levantaba el tablero. ― ¡Chiquilla, que te caes! Recuerdo que el lavadero estaba esa mañana más lleno que de costumbre. Las mujeres llegaban a pares. Acababan de avisar, con un bando, de que por la tarde lavarían las ropas del tío Ramiro. Lo trajeron a enterrar unos días antes, no había vuelto al pueblo desde que enviudó. Isabel lavaba los petates de sus dos hijos, la tía Antonia la manta del pastor. A Lucía le debía de tocar el abuelo porque lavaba una chaqueta de pana y Mari Carmen le quitaba el apresto a una sábana recién bordada. Julieta había elegido también ese día para desempolvar el ajuar que amarilleaba en el arca y María Luisa preparaba los trapos de la matanza. La mujer comenzó a lavar. Llenó el balde con agua y jabón y puso la ropa en remojo para que se ablandara la mugre. Reconocí el pantalón que me habían obligado a bajar la tarde antes y, por un momento, me pareció que las voces de las lavanderas se interrumpían y que todas veían el dolor de mis cardenales. Me bajé las mangas y metí las manos en el cubo de agua caliente para aliviar el frío. ―Remángate, no ves que te mojas los mangotes y luego no se te secan. Las sábanas de unas se mezclaban con las camisas de las otras, las lanas ruines desteñían y los blancos pardeaban. El olor a jabón y lejía que enturbiaba el agua me entumecía la mente. Remojé de nuevo mi vestido, lo restregué con fuerza en el granito hasta que me dolieron los dedos. ―No sé dónde se mete este hombre mío, que no hay manera de quitar las manchas. Al dar la vuelta al pantalón para lavarlo por el revés, la mujer encontró la cremallera atascada. Había un minúsculo jirón enganchado en los dientes que retiró como el que espanta una mosca. Metió la prenda en el agua y el retal salió flotando en dirección al tapón. Empezó a rodar como un torbellino pero no terminaba de hundirse. 124 Trini Rodríguez Retorcí mi vestido otra vez, lo froté con fuerza y el jabón se deshizo en mis manos. Lo estrujé hasta que salió la última gota de agua y, cuando pretendía irme sin pasar por la otra balsa, la mujer me retuvo. ―¡Pero chica! Me cogió del brazo y casi en volandas me plantó en la pila de aclarar. Ella misma puso a remojar mi vestido y el agua delató el desgarrón. Se quedó mirando. Apoyó las dos manos en el granito apuntalando su cuerpo con los brazos. Sus ojos escudriñaban la tela. Palideció. Sentí que no había nadie más. Que me oía gritar y me veía correr. Yo temblaba y ella olía mi dolor. Un instante después sacó mi vestido del agua y lo puso en el cubo. ―Hala, vete ―dijo―. Y ¡chitón! La Nana Pino Santana Hernández Mi madre cantaba el tango como ninguna. Flaca, desgastada y casi desnuda, se paseaba todos los rincones de la casa tarareando la maldita melodía de arrabal. Ni un solo día de mi infancia dejó de sonar el viejo tocadiscos azul, escoltado siempre por la voz áspera y sin vida de mi madre. Pocas veces, quizás nunca, venía a mi memoria la imagen de una mamá igual a la de los cuentos que yo acostumbraba a leer por la noche, a la luz de una lámpara a la que siempre se le caía la caperuza. A veces, cuando me gritaba que fuera al estanco a por tabaco, yo, cerrando los ojos, hacía el camino soñando. Convocaba a todos los seres mágicos que habitaban mis libros y pedía que al regresar a casa una angelical mamá me recibiera cocinando el mejor pastel de chocolate. Pero al volver a la realidad, todo seguía igual. El desorden de los viejos vinilos regados por el mueble-bar; el destartalado sillón estampado de flores que se decoloraban; las cortinas mateadas 128 Pino Santana Hernández por un sol dañino al que mi madre nunca permitió la entrada; y los vasos amarillentos, delatando las noches de insomnios, hacían tambalear mi creencia de que, en algún instante, todo cambiaría. En los días de mejor humor, mi madre preparaba en casa alguna fiesta con discos de Carlos Gardel, y me invitaba a cantar. En esas noches, me dejaba columpiar por la melodía de los amores traicionados y las nostalgias. El barrio plateado por la luna y el burlón mirar de las estrellas servían de techo para una noche que siempre, siempre, terminaba malamente. Al final acababa encerrándome en mi habitación, me tapaba los ojos y soñaba con una mamá muerta como la de Cenicienta o Blancanieves. Entonces mi madre, derrumbada sobre la puerta, me gritaba cantando: «yo sé que te hago daño, yo sé que te lastimo». Los días transcurrían en la oscuridad de las resacas, y las noches se despertaban para emborrachar un corazón que no había podido soportar el dolor de un abandono. Mi madre no creía en nadie ni en nada y me advertía frecuentemente de las mentiras y la falsedad que se alojaban fuera de la casa. Así que terminé convirtiendo mi mundo interior en un cuento del que no salía jamás. Imaginaba una familia sonriente, un padre que me adoraba, hermanas que me mimaban, una abuela que contaba cuentos bajo una chimenea, un abuelo que me enseñaba a trepar por los árboles, donde la única melodía posible era la de los ruiseñores. Cuando a los diecisiete años no pude soportar el encuentro de mi mundo interior con el real, tomé la decisión de cerrar la puerta con el pasado y sólo pronuncié dos frases: ―No volveré, y no volveré a cantar. Hasta el día en que nació mi hija no había quebrantado la obstinada promesa. Amaba el silencio y aborrecía el sonido de cualquier canción. Mas al verla por primera vez, con los ojos cerrados y apretándola contra mi pecho, intenté tararear una nana, pero el sonido lastimero se pareció más a un tango que a una canción de cuna. Con el dolor clavado en la garganta y mi hija clavada en un costado, después de varios meses de inútiles esfuerzos por hacer sonar una melodía sin dolor, salí de casa. La tarde se desperezaba LA NANA 129 cenicienta, una brisa ligera anunciaba frío, el sol agonizaba entre las densas nubes. Esperé un taxi, mientras paseaba la acera arbolada de un barrio de alquiler al que ya consideraba como propio. Los minutos se hicieron largos y cuando subimos al coche había olvidado la dirección. Acomodé a mi hija, el taxista me miró esperando una indicación, pero sólo venían a mí letras de tangos, palabras llenas de lamentos que martilleaban en mi cabeza sin dejar apenas un claro. Me abracé a mi pequeña y sólo entonces recordé el nombre de la calle. Le pedí que parara justo al lado de una gran plaza rodeada de edificios de colores. Bajé tomando a mi hija en brazos y sentí un profundo dolor en los riñones. Nos sentamos en un banco, frente al centro de salud. El color pistacho de sus paredes invitaba a enfermar. El ayuntamiento había provisto al barrio de colores chillones, para limpiar una imagen que seguía resultando desoladora. El parque infantil presentaba esqueletos de hierro. Tres niños y una niña jugaban en un espacio reducido como si fueran ratas de laboratorio. Abandonamos el banco e intenté caminar. El dolor seguía clavado en la espalda. Me apoyé en un muro desconchado y sólo después respiré. Frente a mí se desmoronaban las rejas oxidadas de la tienda de tabaco. No quise recordar, miré a mi hija para aferrarme al presente, pero las ventanas blancas evidenciaban sin compasión la vieja cárcel en la que se había vencido toda mi infancia. Eran nichos, nichos para supervivientes de una guerra que no había acabado. Todas las casas eran iguales, todas en aquella plaza, para que no escapara ninguna de su destino. Un club de boxeo con las puertas abiertas de par en par me dejaba ver a dos jóvenes y un niño que, armados con guantes, golpeaban sacos violentamente. Sentí miedo e intenté imaginar el barrio vacío, no pude hacerlo. Aquellas personas paseaban sus vidas como si aceptaran el destino que algún dios sin compasión les había decretado. Sin pensarlo más, me dirigí al portal. El largo pasillo que daba a la entrada estaba cubierto por árboles moribundos. Empujé la puerta de madera y cristal. A la izquierda, una hilera de viejos 130 Pino Santana Hernández buzones, y a la derecha, unas escaleras estrechas confirmaban que, a pesar de los intentos, nada había cambiado. Olía a viejo, a cerrado. Subimos al segundo piso, dejando atrás dos puertas de madera, machacadas por el tiempo y los golpes. Me aparté para que pasara un joven que no respondió a mi saludo y paré en el segundo A sin ascensor. Caía la tarde, y mi hija y yo caímos también en el escalón más cercano a la puerta. Yo pertenecía a aquel lugar, quedaba mucho de mí en él. Durante largo tiempo lo había negado, pero quizás se aproximaba el momento de dejar de hacerlo. Sentí el miedo en los latidos acelerados de mi corazón, temí los reproches, y una vez más deseé huir. Toqué con los nudillos y, al poco, la puerta se abrió. Seguía flaca y desgastada, pero además el tiempo la había tratado malamente. La frente marchita marcando el paso de veinte años, el pelo ajado, los ojos hundidos bajo dos bolsas grises, la mano temblorosa sobre la puerta afirmaban que el tocadiscos no había dejado de sonar ni un solo día. La miré despacio y clavó la mirada en el suelo. Parecía que iba a tararear de nuevo las endemoniadas melodías. Retrocedí lentamente, mientras ella forzaba una sonrisa perdida. Abracé a mi pequeña y dejándome mecer por el dolor, le supliqué: ―Cántame una nana, por favor, sólo una nana. Poemas Benita López Peñate Incandescente aguarda la cera por la llama que la convierta en esperma: laboriosa abeja en cumbres de primavera. Litoral de calas, besos en los bordes de mi piel: pétalos de colores en el agua mis órganos al encuentro de tu sexo. Amasamos un cielo nuevo, cuerpos y manos juntos. Eres algo vivo que me nutre y rezo en desfiladeros de agua y riscos. Déjalo escrito esta noche, lo leeré mañana en el agua de las aceras... Dímelo a gritos, es tanta la distancia que aquí se oirá bajito. Arrástrate como un reptil en la tierra cálida y húmeda de mis labios. Sólo así estarás en todos mis huecos. 134 Benita López Peñate Tu beso lo pongo en un cofre: tintineo de cascabeles cuando lo abro. 135 POEMAS Todo lo de fuera está dentro de mí: bosques y playas, valles donde descansan las montañas y descienden lentas las cumbres. Calles de tierra... Las mastico, frondosa, con los pies. Mi corazón se posa en la rama de un árbol. Sonidos de agua en el patio, viento en las hojas secas; en la espuma blanca beso los pétalos de una flor: la luna escribe una canción, oración de semillas en el pico de un pájaro. Deslizo mi mano en el interior de tu pecho y acaricio la flor amarilla de un nenúfar. Camino dentro de un sueño. 136 Benita López Peñate Arropo los días, trenzo un nido y arrullo las cosas que quiero. POEMAS 137 El tiempo todo lo narra Huellas de piel y corazón los años Más allá de la lengua están las señales Devota de imágenes, peregrino hacia el silencio Desde Aquí Valentín Claveras Gil El proceso de corrección de ambos relatos ha sido un ejercicio continuado de aprendizaje (casi artesanal) y de formación para el futuro. He aprendido el esfuerzo de contemplación y de recreación que supone intentar mantener vivo un texto ―con sus voces, con sus ritmos, con sus tiempos― sosteniéndolo en la deriva de varias páginas. Fundamentales han sido los apuntes tomados en clase sobre la voz, el sostenimiento de la imagen, el ritmo, la adjetivación, la metáfora... Y, por supuesto, los comentarios prácticos a mis diversos borradores. Trini Rodríguez Esta vez he aprendido que no basta con intentar escribir bien, con exponer de manera fluida y amena una idea, un recuerdo, un sentimiento... Me he dado cuenta de que no todo vale; que a un texto, más o menos espontáneo, hay que decantarlo para quitarle el poso muchas veces y con cuidado, antes de empezar a llamarlo literario. En esta ocasión he visto la diferencia, o eso creo, entre un documento etnográfico y un cuento. 140 Pino Santana Hernández Volver al pasado siempre tiene un coste. La idea de estos relatos nació en un tiempo de sequía, de imágenes oscuras. Cuando regresé a ellos ya no necesitaba confesar, necesitaba crear por encima de todo. Las manos de dos mujeres despertaron en mí el deseo de escribir y las manos de un hombre me enseñaron cómo embellecer, pulir y amar lo que hacía. Mi encuentro con ciudArte no ha sido casual, porque nada lo es; porque reescribir, leer en alto, sostener la imagen, romper lo escrito, vivir la historia, me han hecho consciente del valor de la escritura; y ahora siento que he comenzado el camino del encuentro, de la cita con mi propia voz. José Querol Podría decirse que los poemas que aporto a este libro son herméticos, sujetos a rima y medida, encorsetados. Pero en realidad no es más que un trabajo con las palabras y los sentidos. Vi la lluvia y mi imagen en el espejo; observé la luz y el movimiento; escuché los susurros, la música y el sonido a mi alrededor; me impregné del aroma de lo etéreo; saboreé los silencios; recuperé los sueños y acaricié el viento bajo la lluvia asiendo lo intangible. Sentí y plasmé mis sentimientos en palabras. Me empapé de realidad, la plasmé con mi propia voz y corregí ―es la filosofía de ciudArte―, leyendo y releyendo detenidamente, con atención crítica, para eliminar lo superfluo; reescribí lo escrito y con el impagable apoyo de Francisco me quedaron estos versos. Benita López Peñate La palabra no había sido tan importante para mí hasta este momento. La percibía solo como un medio que me permitía llegar a la imagen, sin darme cuenta de que ―bien escrita― es, en sí misma, escultura viva de todo lo que nombra. Y esto lo he venido a saber, a experimentar, a sentir, gracias a la infinita paciencia que Paco ha tenido conmigo; sobre todo en el proceso (siempre creativo) de corrección de «Ernesto» y «Eloísa». Respecto a los poemas el trabajo fue distinto: yo era absolutamente incapaz de seleccionar y unir 141 mis versos sueltos. Míos son los versos, pero de ambos ―de Paco y míos― los poemas. Porque fue él quien encontró la unidad que los muestra. Muchas gracias. Rosi Cruz La historia de «Lía» rondaba en mi cabeza desde hace años. A pesar de ello no fue fácil pasarla al papel, ya que al principio creé unos personajes que se apoderaron del relato llevándolo por otros derroteros: nada que ver con lo que yo quería contar. Esto me obligó a empezar de nuevo, y después de eliminar casi todo lo escrito fue tomando cuerpo paso a paso. Gracias a la labor paciente y disciplinada de Francisco, las correcciones dieron su fruto. Después de varios meses de trabajo ―en los que necesité alejarme durante días de la narración para retomarla después con otra perspectiva― ha llegado a su fin. Creo que el esfuerzo ha valido la pena y es hora de que «Lía» camine sola. Lidia Ramírez Mesa Estos poemas breves son la esencia de mi aprendizaje en ciudArte. Ahora sé que para escribir no basta recordar la orilla del mar, sino que debo invitar a todos mis sentidos a caminarla; sentir el agua, quedarme quieta hasta que mis pies se hundan en la arena... Para llegar hasta aquí fue necesario dejarme guiar y aportar muchos versos; leerlos muy despacio, una y otra vez; aprender a reconocer los pequeños destellos, subrayarlos y renunciar a los que no tuviesen un aroma que volviese a abrir mis sentidos. Como resultado de toda esta búsqueda nace «Tránsitos»: una nueva manera de escribir para mí. Francisco Ramírez Viu Tanto en los talleres, como durante estos meses de lectura y corrección de originales, he intentado mostrar lo que otros me han enseñado antes a mí: que la inspiración no sirve sin trabajo. Y que el proceso de corrección de un texto literario, además de ser una tarea bella y enriquecedora, también exige mucha dedicación. Desde 142 luego, he procurado guiar este proceso respetando la voz propia de cada una de las personas que han querido vivir esta experiencia; y espero sinceramente que este intenso aprendizaje nos siga ayudando a comprender mejor el hecho creativo. Colo Cuando hago un conjunto de ilustraciones para un libro sólo firmo en una de ellas, pero estos relatos, estas personas... cada uno tiene su propia identidad y su propio recorrido. Así que opté por firmar cada uno de ellos, salvo la portada, que de alguna manera pertenece a todos. Cada vez que leía uno de los textos antes de ilustrarlo, descubría en él el mimo y el esfuerzo que creo debe tener una obra. Hice las ilustraciones sobre un fondo de tierra: el lugar perfecto para que fructifique una buena semilla. Cada texto tiene su principio y su fin; se distingue en sus palabras y en sus frases, que conducen de una estación a otra en este viaje. Yo he intentado que cada ilustración fuese la frase que, estando en el texto, no estuviese escrita. ÍNDICE LOS VERSOS SECRETOS DE NORMA JEANE Valentín Claveras Gil .............................................................. 9 PAN CON CHOCOLATE Trini Rodríguez ........................................................................ 27 LA ESPERA Pino Santana Hernández ......................................................... 35 BALADAS DE LLUVIA José Querol ............................................................................... 41 ELOÍSA Benita López Peñate ................................................................ 51 DÍA DE HORNO Trini Rodríguez ...................................................................... 57 LÍA Rosi Cruz ................................................................................. 65 TRÁNSITOS Lidia Ramírez Mesa ................................................................ 73 EL ÁBACO MARINO Valentín Claveras Gil ............................................................... 79 AMOR Y CONOCIMIENTO en María Zambrano Francisco Ramírez Viu ............................................................ 87 ERNESTO Benita López Peñate ................................................................. 105 BALADAS DEL ESPEJO José Querol ................................................................................ 111 EN EL LAVADERO Trini Rodríguez ........................................................................ 121 LA NANA Pino Santana Hernández .......................................................... 127 POEMAS Benita López Peñate ................................................................. 133 DESDE AQUÍ Reseñas ..................................................................................... 139