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Juegos nocturnos Recuerdo, como la gota cálida de violeta se deslizaba por el vaso, bajando hasta la superficie negra que usábamos como mantel en aquella vieja casa. Sé que tus manos apretaron fuerte el vidrio frío, intención de que se quebrara en mil pedazos. Sé que así mismo, mis huesos helados atinaban a resquebrajarse, universo en crisis, estallido de las partículas silenciosas que condensaban el aire. El piso sucio de pasta pegajosa, las ollas haciendo equilibrio sobre la mesada por lavar. El techo latiendo, cada vez que apoyabas tu puño sobre la madera, gritando, esbozando muecas que hacían temblar las migas, cínico, abusando de mi forzada cautela. Y yo te miraba, cruzando y descruzando las piernas (desesperada) en una leve danza sobre la alfombra, cuyos hilos desprendidos del borde se me enredaban en las zapatillas. -Despacio Manuel por favor- Decía mi voz en sombras, venida de algún otro lugar. Como queriendo atraparte en algún instante suave de los que ya casi no tenías. Después, en el rugido de las luces de la ciudad encendida levitaba mi mente insomne, vagaba, perdida. Mientras mis dedos flacos recorrían el borde de las cicatrices que todavía gritaban. Había humedad, las manchas también goteaban, no solo el vaso y mis ojos, también las manchas, formando un río silencioso que se llevaba, todo tu horror, tu semblante consumido, tus ojos ávidos, el violeta que bajaba, dibujando entre los pedazos de la ciudad en llamas un sitio dormido, helado, perdido. Entre luces que nos cegaron, lentamente, hasta quedar paralizados. Lejos, cada vez más lejos de lo humano. O más cerca, quien sabe cuando, a ese límite lo amasijamos, lo supimos hacer de goma, lo tiramos por la ventanilla de algún colectivo o lo prendimos fuego, y empezamos. Este juego inacabable de hacernos tanto daño.