cuando se enfrían las pasiones
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cuando se enfrían las pasiones
Dr. Alberto Chertok Pasiones y Pecados del diario vivir Una mirada penetrante a los celos, la envidia, la infidelidad, la seducción y otros pecados cotidianos - 3ª Edición ampliada - Centro de Terapia Conductual 2 3 COMO UTILIZAR LA VERSION DIGITAL La versión digital de «Pasiones y Pecados del diario vivir» ha sido preparada para leer directamente en pantalla. Sugerimos descargar la versión de Adobe Reader 9 (o posterior) disponible gratuitamente en español, para sacar mayor provecho de este material. Para desplazarse fácilmente a un capítulo determinado, puede hacer clic en la pestaña «marcadores» que aparece a la izquierda de su pantalla. De ese modo se mostrarán las secciones en que está organizado el libro. Haga clic en el signo de + para desplegar el menú de capítulos correspondiente a cada sección. Si desea dirigirse a una página determinada, seleccione la pestaña «páginas» en lugar de «marcadores». Esta versión digital puede obtenerse en el Centro de Terapia Conductual o a través de la página web www.psicologiatotal.com. Queda prohibida la reproducción o distribución parcial, fragmentada o modificada de este libro por cualquier medio. Sólo se permite la reproducción completa y sin quitas ni modificaciones, en forma gratuita y manteniendo el formato original, el nombre del autor y la dirección original de descarga: www.psicologiatotal.com 1ª Edición: Ediciones de la Banda Oriental, Montevideo, 2002 2ª Edición: Centro de Terapia Conductual, Montevideo, 2009 3ª Edición digital (ampliada): Centro de Terapia Conductual, Montevideo, Diciembre de 2012 (c) Dr. Alberto Chertok 4 CONTENIDO COMO UTILIZAR LA VERSION DIGITAL ____________________________ 4 CONTENIDO _________________________________________________ 5 NOTA A LA TERCERA EDICIÓN ___________________________________ 8 PREFACIO ___________________________________________________ 9 LA VIDA EN PAREJA __________________________________________ 12 EL AMOR Y LOS CELOS _____________________________________ 13 LAS ATRACCIONES FATALES _________________________________ 17 LA CONVIVENCIA SIN MATRIMONIO __________________________ 21 LA PAREJA EN COMBATE ___________________________________ 25 LOS CICLOS DEL AMOR _____________________________________ 29 COMO DECIR ADIOS _______________________________________ 33 EL SEGUNDO MATRIMONIO _________________________________ 36 TERAPIA DE PAREJA ________________________________________ 40 TERAPIA DE PAREJAS EN EL CTC ______________________________ 44 ANTES Y DESPUÉS DE VIVIR EN PAREJA __________________________ 45 LOS SOLOS Y LAS SOLAS _____________________________________ 46 ¿ES POSIBLE LA AMISTAD ENTRE EL HOMBRE Y LA MUJER? _________ 50 LA SEDUCCIÓN ____________________________________________ 53 LA ELECCIÓN DE PAREJA ____________________________________ 57 EL NOVIAZGO FACTORES DE RIESGO Y DE BUEN PRONÓSTICO ______ 61 LA VIUDEZ _______________________________________________ 64 LA VIDA SEXUAL EN EL MATRIMONIO ___________________________ 69 SUGERENCIAS PARA UN BUEN AJUSTE SEXUAL___________________ 70 5 LOS TRASTORNOS DEL FUNCIONAMIENTO SEXUAL _______________ 74 EL «POR QUÉ» DE LAS DISFUNCIONES SEXUALES _________________ 77 CUANDO SE ENFRÍAN LAS PASIONES ___________________________ 82 TERAPIA SEXUAL EN EL CTC _________________________________ 85 LOS MALOS SON LOS OTROS ___________________________________ 86 AGRESIVIDAD Y TOLERANCIA ________________________________ 87 LOS PREJUICIOS ___________________________________________ 91 GANADORES Y PERDEDORES _________________________________ 95 LA ENVIDIA_______________________________________________ 98 QUEJAS Y RECLAMOS ______________________________________ 102 EL COMPORTAMIENTO DE LOS URUGUAYOS EN EL TRÁFICO _______ 106 COMO RESPONDER A LAS CRÍTICAS___________________________ 110 CUANDO LOS NERVIOS NOS DEVORAN _________________________ 113 QUÉ OCURRE CUANDO PERDEMOS LA CALMA __________________ 114 CUANDO UNA IDEA NOS PERSIGUE ___________________________ 117 NO LO PIENSE: HÁGALO ____________________________________ 120 LA CAUSA DE NUESTROS MALES _____________________________ 124 LAS FIESTAS TRADICIONALES ________________________________ 127 LAS VENTAJAS DEL PENSAMIENTO NEGATIVO _________________ 131 RELAJACIÓN MUSCULAR UN CAMINO HACIA LA PAZ INTERIOR _____ 136 TRATAMIENTO DE LA ANSIEDAD EN EL CTC ___________________ 139 MÁS ALLÁ DE LA REALIDAD ___________________________________ 140 SUEÑOS Y FANTASÍAS _____________________________________ 141 ¿SE SIENTE USTED PERSEGUIDO? ____________________________ 145 LA MENTIRA _____________________________________________ 149 CUANDO LA ENFERMEDAD ES SENTIRSE ENFERMO ______________ 152 6 PSICOLOGÍA DE LAS ADICCIONES _____________________________ 157 TRATAMIENTO DE LAS ADICCIONES __________________________ 161 ¿CUÁN NORMALES SOMOS LOS NORMALES? ____________________ 165 FORMULARIO DE AUTODESCRIPCIÓN ________________________ 173 TEST PSI PARA PSICÓLOGOS Y CONSULTORAS ___________________ 178 ¿QUÉ ES LA TERAPIA CONDUCTUAL - COGNITIVA?__________________ 179 CENTRO DE TERAPIA CONDUCTUAL ____________________________ 180 DEL MISMO AUTOR _________________________________________ 181 EL NEURÓTICO QUE LLEVAMOS DENTRO _____________________ 181 60 MENTIRAS QUE NOS COMPLICAN LA VIDA__________________ 182 CUENTOS QUE ILUMINAN EL CAMINO________________________ 183 LA ESTRATEGIA DEL AMOR _________________________________ 184 LAS CAUSAS DE NUESTRA CONDUCTA ________________________ 185 SOBRE EL AUTOR ___________________________________________ 186 7 NOTA A LA TERCERA EDICIÓN La presente edición de «Pasiones y Pecados del diario vivir» ha sido corregida y ampliada con nuevos capítulos, que mantienen la línea y el estilo de la obra original. En el Apéndice «¿Cuán normales somos los normales?» hemos incluido un «formulario de autodescripción» para aquellos lectores que deseen efectuar una autoevaluación. Esperamos que estos aportes enriquezcan la obra y resulten de interés para nuestros lectores. La 3ª edición digital se distribuye en forma totalmente gratuita para pacientes, familiares y consultantes del Centro de Terapia Conductual y para los suscriptores de su sitio web: www.psicologiatotal.com. 8 PREFACIO La mayoría de los pacientes que buscan ayuda psicológica se encuentran angustiados por problemas cotidianos. No se trata de «enfermos mentales» ni presentan serias perturbaciones en su comportamiento. Son personas comunes, preocupadas por su desempeño laboral, social o sexual. Se enojan, se deprimen o se disgustan por los contratiempos y dificultades que enfrentan durante el día, y buscan respuestas para comprender sus propias reacciones y la conducta de sus seres queridos. Claro que en el curso de la terapia es necesario examinar en detalle sus frustraciones personales, sus proyectos y expectativas y los conflictos que mantienen con otras personas. Sus problemas particulares son únicos e intransferibles, y deben analizarse en el curso de entrevistas individuales. Pero muchas de sus preocupaciones cotidianas son compartidas con el común de la gente, y es posible brindar algunas respuestas generales a tales inquietudes. Entre marzo y diciembre de 1995, tuvimos oportunidad de encarar algunos de estos temas en nuestro espacio radial de «NUEVOTIEMPO», 1010 AM. El objetivo fue, precisamente, proponer a los oyentes un diálogo en torno a situaciones cotidianas que despiertan interés y preocupación en la mayoría de nosotros, recoger sus opiniones y aportar, en la medida en que lo permite un espacio interactivo, algunas respuestas y orientaciones generales. En esta obra hemos recopilado los temas que tratamos en «Nuevotiempo» durante 1995. Fue necesario, naturalmente, redactar los artículos de forma compatible con su publicación, la cual difiere del diálogo espontáneo que tiene lugar durante un espacio radial. Hemos procurado mantener, sin embargo, las preguntas formuladas por los oyentes así como nuestros propios comentarios, para conservar en 9 alguna medida el clima de comunicación. El libro recoge también la orientación que le imprimió a la audición el periodista Jorge Traverso, quien propuso la mayoría de los temas, planteó las preguntas apropiadas y coordinó el diálogo con los oyentes. Su aporte, por tanto, resultó invalorable para la publicación de esta obra. Hemos incluido además algunas columnas publicadas originalmente en el semanario «BUSQUEDA» de Montevideo, las cuales también han sido modificadas para su inclusión en este libro. Las lecturas reunidas en esta publicación son unitarias y pueden consultarse en forma independiente. A efectos de dotar a la obra de cierta estructura, las hemos agrupado en seis secciones de acuerdo a su contenido. En la primera parte se abordan problemas típicos de «La vida en pareja», en particular los conflictos que surgen durante la convivencia. Un segundo grupo de lecturas: «Antes y después de vivir en pareja» se refiere a algunos aspectos de la relación hombre/mujer que se dan fuera de la convivencia. «La vida sexual en el matrimonio» se examina en la tercera sección. Bajo el título «Los malos son los otros» describimos ciertas actitudes que tienen en común el disgusto o la desaprobación de la conducta ajena, desde la ira frontal hasta la envidia más o menos disimulada. Las obsesiones, la postergación, las fiestas tradicionales y otras situaciones que nos generan ansiedad se encaran en el apartado «Cuando los nervios nos devoran», donde se proponen además algunas estrategias para controlar el estrés como la relajación muscular y una dosis de sano pesimismo («las ventajas del pensamiento negativo») Por último, hemos destinado una sección a los hábitos que nos llevan «Más allá de la realidad» como las fantasías, las mentiras, la hipocondría y las adicciones. Esperamos que los lectores encuentren en estos artículos un motivo de análisis y reflexión. Aquellos que nos acompañaron durante las audiciones radiales podrán recrear los diálogos que mantuvimos en ocasión de las mismas, y disponer de un desarrollo ampliado y ordenado de cada tema. Quienes tomen contacto por primera vez con 10 estos «pecados cotidianos», podrán sumarse al análisis de los mismos y formarse luego su propia opinión. 11 La vida en pareja 12 EL AMOR Y LOS CELOS Uno de los mitos más difundidos acerca de los celos es que constituyen una prueba de amor. La mayoría de nosotros nos sentimos halagados cuando nuestra pareja se disgusta por la mirada sugestiva que nos dirige un miembro del sexo opuesto, o cuando nos reta por la sonrisa cómplice que le devolvemos al apuesto vendedor o a la atractiva cajera de la tienda. Y la airada defensa que esgrimimos esconde con frecuencia la íntima satisfacción de sabernos queridos, como si nos dijéramos: «ella me quiere», o bien: «soy importante para él». A tal punto llega esta convicción, que muchas personas provocan sutilmente los celos de sus compañeros con el único propósito de confirmar lo mucho que son amadas, en un juego perverso que se repite una y otra vez. Y sin embargo, todos conocemos hombres y mujeres que distan mucho de estar enamorados, que desvalorizan incluso a sus parejas pero que montan en cólera cuando él o ella muestran un sospechoso interés por otra persona. Y es que los celos, más que expresión de cariño o prueba de amor, revelan la profunda inseguridad del celoso, sus propios temores o la actitud posesiva con que encara la relación. Cierto es que el amor entre un hombre y una mujer siempre implica, en alguna medida, la mutua posesión. El amante ideal, aquel que sólo piensa en la felicidad de su amada, es una ficción en nuestra cultura. La mayoría de las personas pretende que su pareja le pertenezca en exclusiva, y por eso los celos, en cierto grado, constituyen un ingrediente normal de los vínculos amorosos. Pero cuando un miembro de la pareja ejerce un control excesivo sobre el otro y le recrimina repetidamente su conducta «provocativa», padece 13 seguramente de celos enfermizos que terminan desgastando la relación. La personalidad del celoso le otorga siempre un carácter particular a sus temores. El hombre o la mujer con rasgos paranoicos constituyen una de las variantes más comunes. Desconfiado por naturaleza, el paranoico siempre sospecha intenciones malignas en otras personas, a quienes supone falsas, egoístas o traicioneras. Para este individuo no existe nada casual. Todo esconde un significado oculto y perverso: una llamada telefónica que se corta, una mirada que se cruza o un gesto aparentemente inocente de su pareja le sugieren la posibilidad de un engaño. Los hombres y mujeres con esta personalidad tienden a creer que los demás experimentan las mismas tentaciones que ellos, y sus sospechas reflejan en realidad sus propios deseos o fantasías eróticas. El celoso obsesivo, por su parte, exhibe una típica intolerancia a la incertidumbre. Aborrece la duda, y pretende tener siempre la certeza absoluta de que no ha ocurrido aquello que teme. Por eso procura reconstruir en detalle el itinerario de su esposa, a veces con preguntas casuales, con el propósito de confirmar que realmente estuvo donde ella dice. O llama con cualquier pretexto al trabajo de su marido para asegurarse de que está allí y no en otra parte. Claro que el obsesivo es un prisionero de su propia necesidad de certeza, ya que ninguna prueba le resulta suficiente. Por eso se ve impelido a indagar una y otra vez con objeto de alcanzar una tranquilidad que sólo dura hasta que le asalta nuevamente la duda. El celoso inseguro está convencido de que es menos atractivo que el promedio de los mortales. Desvaloriza su aspecto físico, su habilidad social, su inteligencia, sus recursos económicos o cualquier otro aspecto de su persona que a su juicio le hace poco interesante. Las dudas que alberga acerca de su propio desempeño sexual, en particular, explican gran parte de su desconfianza. Como no se considera digno de ser amado, supone que su relación se mantiene en un equilibrio inestable, y cree muy probable que su compañero -o 14 compañera- se sienta atraído por otra persona. Sus temores revelan claramente su escasa autoestima y la poca confianza que tiene en sus posibilidades. Muchas de sus características son compartidas por el sujeto competitivo, para quien todo es cuestión de ganar o perder. El hombre o la mujer con esta personalidad se comparan permanentemente con sus semejantes. Detesta sentirse superado, y sus celos reflejan la envidia que le despiertan los méritos ajenos, porque supone que su pareja también lo está comparando. La persona muy egocéntrica, por su parte, pretende que los demás siempre estén pendientes de ella. Su frágil autoestima depende de estar en el centro de la atención ajena, y le molesta bastante pasar desapercibida. En una relación sentimental se torna muy absorbente, porque exige de su compañero permanentes pruebas de amor e interés. Sus celos van más allá de las clásicas sospechas de infidelidad; los amigos del ser amado, su trabajo, sus hobbies o cualquier otra tarea que le robe su atención le provocan disgusto y contrariedad. Claro que estas variantes no resultan necesariamente patológicas. En alguna medida, los rasgos descritos pueden estar presentes en sujetos normales, y es sólo su exageración lo que les otorga un carácter enfermizo. Hemos visto, por ejemplo, que la tendencia a atribuir a los demás los propios impulsos explica muchos celos incomprensibles. Sin embargo, este fenómeno es bastante común. Cuando observamos que alguien llora, por ejemplo, solemos pensar que se encuentra angustiado porque eso es lo que sentimos nosotros cuando lloramos. Si nos enteramos de que ha recibido una buena noticia y de que normalmente reacciona con llanto ante los sucesos felices, podremos corregir nuestra primera impresión. Pero a falta de una información más precisa, interpretamos la conducta ajena como impulsada por móviles similares a los nuestros. Otro tanto ocurre con el celoso que atribuye a su pareja tentaciones similares a las que él mismo experimenta. 15 Claro que en ciertos casos los celos revelan un trastorno más serio de la personalidad, que requiere incluso un tratamiento especializado. Pero aun sin llegar a tales extremos, los celos excesivos expresan más las carencias psicológicas del celoso que el amor que profesa hacia su pareja. Y paradójicamente, con frecuencia generan fricciones, provocan resentimientos y deterioran el vínculo que pretenden proteger. 16 LAS ATRACCIONES FATALES Nos referimos a aquellas que hacen tambalear un matrimonio o un noviazgo estable, que siembran dudas en un miembro de la pareja y lo llevan a cuestionarse el mantenimiento de su relación formal. Como ocurre siempre con los problemas humanos, en particular cuando se trata de situaciones tan complejas, no es posible generalizar ni describir casos «típicos» sin correr el riesgo de simplificar demasiado aquello que pretendemos describir. Con todo, algunos hechos se repiten con la frecuencia suficiente como para mencionarlos aquí, sin perder de vista que cada historia es única e irrepetible. Erich Fromm distingue claramente el acto de enamorarse, que describe como el «súbito derrumbe de las barreras que existían hasta ese momento entre dos desconocidos»1, del vínculo maduro y estable que se desarrolla después. Y es que la experiencia inicial de enamorarse es efímera por naturaleza. Lo fascinante en ella es el descubrimiento del otro, el surgimiento de un vínculo nuevo, el despertar de un sentimiento que antes no existía. Pero el enamoramiento es un estado transitorio que no puede mantenerse en forma indefinida. Una vez que las barreras se derrumbaron y que el desconocido se transformó en un personaje familiar, ya no hay mucho para descubrir y la fascinación inicial disminuye. Por eso no es extraño que un hombre o una mujer felizmente casados puedan ser víctimas de una nueva atracción, más o menos fatal. Una vez que han cedido las pasiones iniciales del noviazgo, él o ella pueden pasar otra vez por la experiencia de enamorarse y vivir la emoción de un nuevo romance. Claro que la armonía conyugal también influye. Si nuestro matrimonio atraviesa un momento difícil es más probable que nos embarquemos 1 «El Arte de Amar», Ed. Paidós, 1966. 17 en una relación extramatrimonial. Cuando tenemos necesidades que no están cubiertas -de afecto, sexo o compañía- estamos especialmente predispuestos a caer en tentaciones y a alimentar fantasías que en otro momento dejaríamos pasar. Pero la dinámica del enamoramiento que acabamos de explicar permite desvirtuar la creencia popular de que la infidelidad siempre refleja carencias del matrimonio o insatisfacciones con la pareja oficial. Como vimos, el amor maduro que caracteriza a los vínculos estables no nos pone a cubierto de la fascinación que sobre nosotros ejerce la novedad. Sólo nos queda el pobre consuelo de pensar que el príncipe o la princesa que hoy nos cautiva también perderán su embrujo con el paso del tiempo. Otro mito común en torno a las atracciones inesperadas consiste en explicarlas sólo por la aparición de la persona indicada. «Todo estaba bien hasta que apareció esa mujer», se afirma a veces de manera bastante ingenua. Sin embargo, el nuevo enamoramiento no depende sólo del encuentro con una persona especial. Hay que considerar también la mayor o menor vulnerabilidad del marido o la esposa seducida que puede atravesar una crisis personal y estar, por eso mismo, particularmente afín a iniciar una aventura. En algunos casos, un amante permite al sujeto infiel demostrarse a sí mismo que aún es capaz de seducir a otra persona. Sobre la mitad de la vida, estas conquistas pueden alejar momentáneamente el fantasma de la vejez que acecha a la vuelta de la esquina. En otros casos, el cambio de pareja se inscribe dentro de un proyecto de renovación total: cambio de trabajo, de vivienda y hasta de valores. El hombre o la mujer hacen un balance de sus logros, revisa lo que ha dado y lo que ha recibido y modifica radicalmente sus esquemas de vida. En ese panorama teñido por el cambio y la renovación, es posible que la vieja estructura familiar también sucumba ante la necesidad de nuevas experiencias. Sin llegar tan lejos, a veces el crecimiento de uno de los cónyuges le lleva a desarrollar nuevas inquietudes que no encuentran respuesta en un marido o una esposa que se ha estancado 18 en sus intereses habituales. Podríamos continuar describiendo situaciones personales que predisponen a la infidelidad, pero las anteriores son suficientes para demostrar que este fenómeno no se explica sólo porque entre en escena el hombre o la mujer adecuada: la persona que sucumbe al amorío debe atravesar además un momento receptivo. La vulnerabilidad a las atracciones fatales pasa también por la personalidad básica del miembro «infiel». Los sujetos extrovertidos, impulsivos e inconstantes que se aburren con facilidad y buscan siempre nuevas experiencias, son más proclives a dejarse impresionar por las personas interesantes que acaban de conocer. Como contrapartida, también se aburren fácilmente de sus ocasionales amantes. Los típicos introvertidos, en cambio, son más reflexivos y menos espontáneos. Se entusiasman con menos frecuencia y en general piensan bastante antes de encarar una relación comprometida. Sin embargo, sus sentimientos tienden a perdurar en el tiempo y las relaciones que establecen pueden ser difíciles de interrumpir. La figura del amante que completa el triángulo también debe ser desmistificada. No se trata siempre de la «femme fatale» o del caballero de la reluciente armadura. Como ocurre con todos los enamoramientos, legítimos o no, la persona amada puede ser idealizada durante las primeras fases de la relación. Los vínculos más sólidos, aquellos que van más allá de una aventura ocasional, se establecen por lo general entre personas que comparten actividades o intereses comunes como colegas o compañeros de trabajo, y no necesariamente con mujeres fatales o irresistibles donjuanes. De paso, también es útil desvirtuar la idea de que la atracción sexual es la única o la principal motivación para enredarse en relaciones prohibidas. El encuentro sexual casi siempre forma parte de estos amoríos, pero en muchos casos no es el motivo principal del «enganche» ni el más difícil de superar. Existen casos en que la relación es totalmente platónica y se prolonga en el tiempo, con la consiguiente carga de culpa y 19 perturbación. Tradicionalmente se afirma que las mujeres infieles se involucran por razones afectivas, mientras que los hombres son más sensibles a una atracción puramente sexual. Al igual que otras reglas, esta resulta bastante esquemática y admite más de una excepción, si bien puede considerarse acertada en la mayoría de los casos. En síntesis, la infidelidad es un fenómeno complejo que reconoce múltiples causas. La fascinación por la novedad hace posible un nuevo enamoramiento, aun cuando la relación estable resulte satisfactoria. Las carencias y conflictos del matrimonio, aunque no resultan imprescindibles, pueden llevar al miembro frustrado a buscar fuera de su casa lo que no encuentra en ella. Lo que busca no siempre es sexo apasionado: en ocasiones la afinidad intelectual con otra persona o el sentirse valorizado y necesitado constituyen la motivación principal. Las crisis de la mediana edad, el temor a envejecer y dejar de ser atractivo y hasta el deseo de superar la rutina pueden aliviarse con la excitación y el peligro que se viven durante una relación prohibida. Los seres humanos somos sensibles a todas estas influencias, de modo que la posibilidad de una relación extraconyugal siempre existe. Como ocurre con otras transgresiones, la oportunidad hace al ladrón, de modo que en este campo cierta dosis de precaución puede ser mejor que una confianza ciega. Aquellos que deseen evitar tentaciones harán bien en no exponerse a ellas. Y si bien perseguir al marido o a la esposa puede ser la expresión de celos enfermizos, vale la pena mantenerse alerta cuando él habla con devoción de su nueva secretaria o cuando ella pasa mucho tiempo estudiando a solas con un compañero a quien admira. 20 LA CONVIVENCIA SIN MATRIMONIO ¿Es conveniente casarse? Muchas parejas estables y bien avenidas se formulan actualmente esta pregunta, y en muchos casos la respuesta parece ser negativa, si consideramos el creciente número de hombres y mujeres que conviven sin casarse. Nos referimos, claro está, a quienes tienen la posibilidad de formalizar el matrimonio pero optan por compartir sus vidas sin la tradicional consagración civil y religiosa. La convivencia puede ser total -uno de los miembros de la pareja se muda a la casa del otro-, o parcial, una forma de semiconvivencia en que los involucrados pasan juntos varios días o los fines de semana pero cada uno conserva su propia vivienda a la cual considera «su» casa. A su vez, puede tratarse simplemente de una convivencia previa al matrimonio, en el curso de la cual los novios ponen a prueba su relación durante cierto tiempo, o de una convivencia definitiva que en principio no se encara como la antesala de la boda sino como una opción en sí misma. Estos modelos de relación, si bien no resultan novedosos, constituyen hoy en día una alternativa bastante frecuente después de los treinta años y sobre todo entre personas divorciadas. Es obvio que esta forma de convivencia encierra una visión crítica del matrimonio tradicional, ya que los integrantes de la cupla deciden unir sus vidas pero rechazan la idea del casamiento, al menos por un tiempo. Pero, ¿por qué cuestionan estas personas la institución matrimonial, tan arraigada en nuestra sociedad y tan enraizada en los fundamentos judeocristianos de nuestra cultura? En concreto, ¿qué le ven de «malo» al matrimonio convencional? Los partidarios de la unión no legalizada suelen aludir casi siempre a las dificultades que existen para disolver un matrimonio legal. Estas dificultades van más allá de los engorrosos trámites judiciales, que implican la realización de un juicio civil, la citación de testigos y otras instancias desagradables. Existen también obstáculos financieros, ya que normalmente 21 la economía de la pareja está unificada en torno a los ingresos del núcleo familiar y no siempre es posible asegurar la subsistencia de los cónyuges por separado. El tema de la vivienda, en particular, suele ser muy difícil de resolver, o las soluciones resultan tan poco satisfactorias como el mismo matrimonio en vías de disolución. Los problemas derivados de los hijos en común resultan tan graves que muchas parejas renuncian a divorciarse sólo por ese motivo. Desde el mantenimiento de los hijos hasta las clásicas «visitas» de los padres divorciados, todo ello constituye un trauma importante, tanto para los cónyuges como para los propios chicos. Por todos estos motivos, a los cuales debiéramos agregar las presiones familiares y la censura social que a veces supone el divorcio, puesto que se lo percibe como un fracaso, muchas personas se resignan a mantener un matrimonio infeliz antes que separarse. La mayoría de estos obstáculos no existen en la convivencia simple, lo cual estaría indicando -al menos en teoría- que las uniones de este tipo se mantienen porque existe un interés real en que ello ocurra, y no porque resulte difícil disolverlas. Junto a estos motivos lógicos y racionales para oponerse al matrimonio, los concubinos pueden albergar temores o resistencias psicológicas a legalizar su relación. El temor al compromiso, una forma de claustrofobia emocional que aqueja a muchas personas, las obliga a mantener siempre abierta una vía de escape. Cuando este es el caso, sus temores no se limitan al casamiento sino que se extienden también a otras situaciones. A estos sujetos les resulta difícil hacer planes que les comprometan ante sus semejantes, ya que sólo se sienten cómodos cuando tienen la posibilidad de cambiar de parecer a último momento. Por eso viven cualquier compromiso como una limitación de su libertad. La simple rebeldía -contra la sociedad, los padres o las estructuras comúnmente aceptadas- es otro factor que lleva a algunos sujetos, muchas veces jóvenes, a oponerse a la institución matrimonial. 22 Tampoco aquí la rebeldía y el oposicionismo se limitan al matrimonio, sino que se manifiestan en otros planos. Las personas muy indecisas que necesitan estar completamente seguras antes de tomar cualquier decisión, también pueden encontrar riesgoso pasar por el registro civil. Muchos temores y resistencias se relacionan con experiencias previas del sujeto, por ejemplo un matrimonio anterior muy complicado y desgastante que ha dejado sus huellas. El modelo de pareja que conoció en su casa natal -padres separados, discusiones violentas- puede tornar al individuo particularmente cauto al enfrentarse a su propio matrimonio. Cualesquiera sean las causas que motiven la decisión, la convivencia sin matrimonio asume siempre características particulares. En general se trata de una relación menos estable, donde la facilidad para separarse es mayor y de hecho la desvinculación es más frecuente que entre las parejas casadas. Factores que normalmente interfieren con la relación, por ejemplo las peleas y conflictos, la atracción de otras personas, el simple hastío y el aburrimiento o el enfriamiento de los sentimientos, que no suelen llevar a la disolución de un matrimonio, pueden determinar la ruptura de estos vínculos. Aunque tal inestabilidad le ha valido críticas al modelo de convivencia que estamos analizando, sus defensores señalan que esto mismo hace más auténticas las uniones no legalizadas, ya que con frecuencia el matrimonio formal es sólo una fachada vacía de contenido. Más que una moda pasajera, la convivencia sin matrimonio puede verse como la expresión del mayor individualismo que caracteriza a esta época y del aflojamiento de los rígidos códigos morales del pasado. Las personas se han tornado menos solidarias y más libres, es decir más orientadas a hacer lo que les sirve o les conviene que lo que se debe o se estila. Los valores ético-morales, las reglas tradicionales y los preceptos religiosos tienen ahora menos fuerza, o se los relativiza con mayor facilidad. Por eso la convivencia sin matrimonio no es un hecho aislado; también se han incrementado otros fenómenos que reflejan los mismos cambios de actitud: los «solos por elección» o la opción 23 por una pareja estable con la cual ni siquiera se desea convivir. La mayor frecuencia de divorcios e incluso la tendencia a tomar precauciones antes de casarse, realizando separación de bienes o «capitulaciones matrimoniales», todo ello apunta a un mayor cuestionamiento del matrimonio tradicional y una disposición a encararlo en forma más realista, menos sagrada y por ende más frágil que en el pasado. 24 LA PAREJA EN COMBATE Los conflictos y discusiones son un ingrediente habitual de la vida en pareja. Ni la pasión del noviazgo, ni la madurez de un matrimonio estable impiden los ocasionales enfrentamientos, aunque la mayoría de las veces la sangre no llega al río y al poco tiempo todo vuelve a la calma. Es inevitable que dos personas diferentes, con criterios y valores propios, tengan desavenencias al convivir y enfrentar juntas los más variados problemas, desde cómo administrar los gastos de la casa hasta dónde colgar las toallas húmedas después de tomar un baño. Sin embargo, cuando las discusiones se tornan muy frecuentes o culminan en mutuas agresiones, el nido de amor corre el riesgo de transformarse en un campo de batalla. Cabe preguntarnos entonces qué lleva a dos personas que supuestamente se quieren y que han decidido compartir el resto de sus vidas, a enfrentarse por asuntos triviales o de relativa importancia. Para empezar, ¿cómo se desarrolla una discusión hasta culminar en una pelea? Típicamente, el marido o la esposa formula un reproche o un reclamo del tipo: «siempre el mismo desconsiderado; ¿por qué no me avisaste que llegabas tarde? No te importa dejarnos esperando con la cena pronta». En ocasiones es el tono acusador, más que el mensaje en sí, lo que irrita a la otra persona: «los niños ya tendrían que estar en la cama...». Acto seguido, el aludido suele defenderse justificando su conducta: «te dije que tal vez se prolongara la reunión...», o contraataca trayendo a colación un incidente del pasado: «la semana pasada fuiste a lo de tu madre y cuando llegué todavía no habías regresado». La velada acusación de no haber acostado a los chicos, por su parte, puede responderse eficazmente devolviendo el golpe: «¿por qué no los acostás vos?», o apuntando directamente a la incoherencia del acusador con un sarcástico: «ayer tenías ganas de jugar con ellos y no me dejaste acostarlos; hoy estás cansado y te quejás porque están 25 levantados». En cualquier caso, la réplica no se hace esperar; al poco rato, ambos contendientes han olvidado el motivo original de su disputa y están intercambiando acusaciones sobre temas que nada tienen que ver con el asunto inicial. Un examen detenido de este proceso revela importantes errores en la comunicación. Plantear las discrepancias en forma de crítica o reproche suele inducir al otro a defenderse y contraatacar. Los pedidos directos del tipo: «cuando llegás tarde y no me avisás, no sé si darle la cena a los chicos o esperarte. Yo sentiría que te preocupás por mí si me avisaras de alguna manera. Podrías pedirle a tu secretaria que me llamara antes de irse, por ejemplo, o llamarme vos mismo antes de empezar la reunión. ¿Qué te parece? ¿Podrías hacer eso?» La idea es formular pedidos concretos en lugar de retar o rezongar al cónyuge. Mientras que los pedidos se formulan en un tono neutral, del tipo «resolvamos un problema», los reproches se plantean con un tono de acusación y censura que suele provocar más irritación que deseos de cambiar. Los pedidos se formulan de aquí para adelante, mientras que el intercambio de acusaciones se centra en los errores u omisiones que ambos han cometido en el pasado. El modo como se plantean las discrepancias refleja el objetivo con que se encara la discusión. Los pedidos concretos se proponen conseguir un cambio en la conducta de la otra persona, mientras que las censuras y reproches procuran demostrarle que está equivocada y hacerle reconocer sus culpas. Como ambos objetivos suelen ser incompatibles, los cónyuges que aspiren a modificar la conducta de su pareja deberán limitarse a solicitar los cambios que desean y dejar de apabullar al otro con argumentos destinados a probar quién tiene razón. Aunque las discusiones surgen a partir de problemas cotidianos, siempre es útil descubrir cuál es el verdadero motivo del malestar. En efecto, las peleas por temas triviales reflejan con frecuencia preocupaciones o temores más amplios. La pregunta central es: ¿qué 26 significado le atribuye cada uno al suceso por el que discuten? Si ella está molesta porque él volvió tarde del trabajo cuando se había comprometido a llevarla al supermercado, sus quejas podrían reflejar un temor a que él ponga su profesión por encima del hogar y la familia. Tal vez ella se casó con la expectativa de que para su esposo la casa iba a ser lo primero. El supuso, en cambio, que ella iba a ocuparse de las tareas domésticas para que él pudiera cumplir con sus obligaciones. Para este hombre, la manera «correcta» de demostrar amor consiste en dedicarse largas horas al trabajo, porque ese es el modelo que tuvo en su propia familia. Lo que para él es un comportamiento responsable, es interpretado por su esposa como una señal de que ubica a la familia en un lugar secundario. Ella se queja por el retraso, pero detrás de sus quejas existe un temor no expresado a que su marido la relegue a un segundo plano. A esta altura es fácil ver que detrás de una discusión aparentemente trivial se está jugando otro partido. Este choque de expectativas tiene lugar cuando la pareja convive durante algún tiempo. Una vez superada la idealización y la fascinación iniciales que ocurren durante el noviazgo, cada uno comienza a descubrir que su pareja no se ajusta exactamente a la imagen que inicialmente se había formado de él o de ella. Cada cual tiene su propia idea del rol que debe desempeñar su cónyuge, y cuando percibe que el otro no comparte sus criterios de convivencia comienzan a aflorar sus temores e inseguridades básicas. A los hombres, por ejemplo, les preocupa no sentirse necesitados, apoyados, respetados o dignos de confianza. Muchas mujeres temen dejar de ser especiales para sus maridos, o ser desvalorizadas. En este punto, la persona se torna hipersensible a cualquier acción u omisión de su compañero que confirme sus temores esenciales. Como hemos visto, un simple retraso puede ser tomado como una señal de que «a él no le importa mucho la familia, y cada vez podré contar menos con él»; él, por su parte, puede ver en los reproches de su esposa un intento de controlarlo o dominarlo, si esos son sus propios temores. Aunque la discusión se desarrolle en torno al retraso, el problema real 27 no es sólo que se enfría la cena o que quedaron sin hacer las compras en el supermercado. Y cuando este tipo de desencuentros se repiten, es necesario hacer una lectura adecuada de los verdaderos motivos de la pelea si se pretende avanzar en la resolución de los conflictos. 28 LOS CICLOS DEL AMOR Resulta doloroso admitirlo, pero parece que hombres y mujeres no podemos llevarnos siempre bien. La simple observación de los matrimonios que conocemos -incluyendo el propio, si ése es el casonos permite apreciar un fenómeno típico de la convivencia: las parejas atraviesan períodos en que la relación parece marchar sobre ruedas, alternados con otros en que los miembros de la cupla están dispuestos a pelear por cualquier motivo. De hecho, la probabilidad de que una desavenencia se olvide rápidamente o que dé lugar a una escalada de agresiones, depende más del momento en que se produce que del motivo de la discusión. En otras palabras, cuando la pareja pasa por un período de distensión es más probable que el inconveniente se minimice o se deje pasar. En un clima hostil y de enfrentamiento, en cambio, cualquier desencuentro -por intrascendente que sea- puede encender la mecha de una pelea dolorosa. ¿Por qué las relaciones hombre/mujer atraviesan estos ciclos? O más exactamente, ¿cómo se entra y se sale de ellos? En toda pareja, la conducta de cada miembro está determinada en buena medida por el comportamiento del otro. Las demostraciones de afecto y cariño, la disposición a complacer al compañero y a tener pequeñas atenciones con él o con ella, suscitan en la otra parte una disposición similar. Por ese motivo, el ciclo favorable tiende a mantenerse hasta que algún incidente genera un malestar bastante importante como para alterar la paz. A partir de allí, se invierte el proceso y se instala la fase negativa: las críticas y reproches cosechan agresiones similares; el silencio de una parte genera frialdad y alejamiento en la otra y el clima se mantiene tirante sin demasiado esfuerzo. Con el tiempo, disminuye la hostilidad que cada uno exhibe y la distensión gana terreno una vez más. 29 En otros casos, la irritabilidad y el mal carácter de uno de los cónyuges se originan en problemas ajenos a la relación en sí. El marido que llega a su casa frustrado y contrariado por sus dificultades laborales, puede descargar su agresividad atacando a su esposa. Cualquier contratiempo hogareño o el más mínimo entredicho constituyen un pretexto para desahogar su irritación. Otro tanto puede ocurrir con la esposa agobiada por las tareas domésticas o disgustada por incidentes en su propio trabajo. En cualquiera de estos casos, la defensa airada del miembro atacado alimenta el intercambio de agresiones y marca el comienzo de las hostilidades. De modo que los períodos de «amor y desamor» tienden a mantenerse a sí mismos y hasta cierto punto resultan inevitables. Pueden ser más o menos frecuentes, variar en duración e intensidad pero siempre ocurren. Aquí, como en otras situaciones humanas, lo único permanente es el cambio. Sin embargo, no estamos totalmente a merced de los vaivenes de la vida: siempre es posible ejercer algún control sobre las fluctuaciones de la convivencia. El mismo hecho de percibir a la relación como un fenómeno cambiante ayuda a desarrollar expectativas realistas sobre el matrimonio, y a tomar los períodos negativos como parte de una dinámica normal. Permite relativizar en parte los desencuentros y tolerar mejor las frustraciones del diario vivir. Como ya hemos señalado, el ambiente que se vive en un momento dado es crucial para determinar el resultado de una discusión. La conclusión práctica es que conviene efectuar los planteos difíciles en los momentos propicios, en lugar de presentar nuestras quejas en un clima caldeado y hostil. Aunque este principio parece obvio y elemental, la mayoría de las personas hacen precisamente lo contrario: expresan su desacuerdo y exigen cambios en el comportamiento del otro cuando se encuentran disgustadas o cuando acaban de discutir. De ese modo, planteos o pedidos que en otro momento podrían haber sido complacidos recogen una oposición cerrada, fruto de la tensión y el resentimiento que se respira en esa 30 ocasión. Se instala entonces la típica secuencia de agresión - defensa contraataque que prolonga la fase negativa de la convivencia. En los días críticos, entonces, conviene abstenerse de discutir o de negociar sobre temas polémicos. Esto no implica renunciar a nuestros deseos y pretensiones; significa sólo diferir la conversación para una oportunidad más propicia. La mayoría de las parejas que buscan asesoramiento -y probablemente muchas de las que no piden ayuda- se preguntan qué están haciendo mal. Quieren saber por qué se embarcan en conflictos dolorosos que desgastan su relación y cómo evitar los desagradables períodos de malestar y tensión. Sin embargo, cuando los miembros de la pareja atraviesan una etapa romántica o al menos un tiempo de paz y tranquilidad, no suelen preguntarse «qué están haciendo bien». De hecho, se sorprenden cuando el terapeuta les formula esta pregunta, porque suponen que deberían llevarse bien «naturalmente», sin hacer nada especial. Lo cierto es que la armonía no se consigue por casualidad. Aunque los cónyuges no sean conscientes de lo que hacen para vivir una fase positiva, la misma se mantiene porque cada uno de ellos satisface, de alguna manera, las expectativas del otro. El tomar conciencia de las pequeñas cosas mediante las cuales se complacen mutuamente, les permite adquirir mayor control sobre la relación y prolongar los períodos de bienestar. Los factores que alteran la paz y marcan el comienzo de las hostilidades son propios de cada pareja. Como ya hemos señalado2, es necesario examinar en detalle los incidentes que generan irritación o disgusto, porque muchas veces no es «lo que el otro hace o deja de hacer» lo que molesta, sino el significado que le atribuye el miembro ofendido. Una esposa, por ejemplo, puede molestarse porque su marido no le comenta sus problemas financieros o las dificultades que enfrenta en el trabajo. Su disgusto, en realidad, obedece al modo como interpreta el silencio o las evasivas de su esposo: «no le interesa 2 «La pareja en combate», pág. 25. 31 compartir sus problemas conmigo; no me tiene en cuenta para nada». Sin embargo, es posible que él prefiera evitar el tema simplemente porque le angustia, o que no quiera preocuparla, o incluso que tema las críticas de ella. A su vez, las interpretaciones equivocadas de la esposa se apoyan en incidentes anteriores -«tampoco me contaba sus problemas familiares»- y constituyen la verdadera causa de su malestar. Detrás de estos malentendidos es común encontrar temores y ansiedades básicas, como el miedo a ser desvalorizado o abandonado. La persona que alberga tales temores se torna muy susceptible al supuesto desinterés de su pareja, o al hecho de no ser tomada en cuenta. Su propia inseguridad la lleva a ver descalificaciones donde no las hay, y a formular reproches y acusaciones inoportunas. El acusado, por su parte, no tiene conciencia de que su propio comportamiento afecta la autoestima de su pareja, y atina más bien a defenderse que a investigar la verdadera causa de la crítica. A partir de allí se instala la espiral agresiva. El análisis de estos y otros bloqueos en la comunicación se lleva a cabo durante el asesoramiento matrimonial. Sin embargo, todas las parejas pueden encontrar útil conocer la evolución cíclica de su relación e identificar los incidentes críticos que determinan el comienzo de una etapa negativa. Y como hemos dicho, resulta muy conveniente identificar también los factores que mantienen y prolongan los períodos favorables, porque no hay nada tan bueno que no pueda ser mejor. 32 COMO DECIR ADIOS Hay quien afirma que el amor nunca muere del todo, y que donde fuego hubo cenizas quedan. En la práctica, sin embargo, los vínculos de pareja no siempre responden a esa expectativa romántica, y aquellos que han sido amantes ardientes enfrentan a veces la desagradable perspectiva de una separación. Tal vez lo primero que deba preguntarse quien tenga dificultades para concluir una relación, es si en realidad está dispuesto a terminarla. Algunas personas amenazan con la ruptura como forma de manipular o de castigar a su pareja, o para tomar represalias por incidentes anteriores. En esos casos el adiós es una expresión de la ira o el resentimiento, más que una decisión meditada. Quien así procede, puede quedar prisionero de sus propias amenazas y encontrarse ante la necesidad de poner en práctica una decisión que no pretendía tomar. Por tal motivo, el planteo de una separación debe ser el fruto de una reflexión seria, y no un recurso para ajustar cuentas pendientes o para demostrarle a él o a ella nuestro disgusto. Aun así, decir adiós siempre es un trance difícil y con frecuencia surgen dificultades a la hora de hacer las valijas. Digamos primero que el tipo de despedida depende de hasta qué punto se deterioró la relación. Si la pareja ha llegado a un estado de enfrentamiento, con mutuas agresiones durante un lapso prolongado, el adiós suele ser tan violento como la misma convivencia. En estos casos, el consejo más sano es aceptar lo irreversible y terminar el vínculo cuando todavía es posible hacerlo en forma civilizada. La mayoría de las parejas, sin embargo, se separan después de lo que debieran. A veces continúan viviendo durante años la tortura de una relación plagada de agresiones o sumida en la fría indiferencia, antes de asumir la realidad de que su matrimonio no existe. 33 Claro que el adiós más difícil es aquél que debe decirse cuando la otra persona no desea separarse. La parte que se resiste presiona, insiste, amenaza con tomar medidas drásticas o se niega de plano a aceptar que todo ha terminado. En estos casos no hay técnicas ni recetas capaces de evitar el mal momento de la separación, si bien es posible corregir algunos errores que hacen aún más traumática la despedida. Algunos de ellos, con sus respectivas sugerencias se resumen a continuación. No conviene discutir en este momento si está bien o no separarse. Antes de tomar la decisión es útil cambiar ideas y evaluar las distintas alternativas; pero si usted ha resuelto ya poner fin a la relación, no tiene por qué seguir fundamentando su decisión. No necesita convencer a la otra parte de que está haciendo lo correcto. Tal vez él o ella nunca esté de acuerdo con su elección, y no por eso debe seguir posponiéndola. Tampoco es útil discutir acerca de quién fue el culpable del lamentable desenlace. Muchas personas se embarcan en dolorosas peleas a la hora de separarse, porque desean dejar en claro que «hicieron todo lo posible» o que su decisión es el resultado de lo que el otro hizo o dejó de hacer. Sin embargo, no es este el momento de buscar culpas. El único objetivo, en esta etapa, es comunicar la decisión y ponerla en práctica, no dejar bien parada la propia imagen ni evadir la responsabilidad por el fracaso. Uno puede comprender el dolor de quien hasta ese momento fue su pareja, e incluso ayudarle a enfrentar el momento difícil, pero en última instancia eso es algo que deberá encarar y resolver la persona abandonada. Es su problema, no nuestro. No debemos renunciar a nuestro derecho a terminar un vínculo para evitar el sufrimiento del otro. Además, una relación se edifica sobre el amor y el deseo de estar juntos, no sobre la lástima. 34 Otro punto difícil es cuándo irse. Siempre es mejor enfrentar la situación, por más dolorosa que sea, que alejarse en forma brusca o inesperada, dejando una carta sobre la mesa. Por otro lado, tampoco es bueno posponer la partida indefinidamente, con lo cual sólo se consigue enviar mensajes contradictorios y prolongar la agonía. Lo adecuado es hacer el planteo, darle tiempo a la otra parte para asimilar la decisión -reiterándola varias veces, si es necesario-, arreglar posteriormente los detalles y finalmente irse. Cuando la decisión es imprevisible para la persona abandonada, puede resistirse a aceptarla en una primera etapa, por lo cual es necesario insistir poco después con el planteo, con consideración pero con firmeza. Hay que asumir que el adiós siempre es traumático, aun cuando uno tenga muy clara su decisión. La ruptura se vive siempre como una pérdida y el dolor es inevitable. La pena y la desazón que embargan casi siempre a quien termina un vínculo afectivo, no indican necesariamente que esté a punto de cometer un error. Es el duelo por lo que ha sido, mal o bien, una etapa de la vida compartida, y es normal experimentar una desagradable sensación de pérdida. La evaluación de hasta que punto fue conveniente la decisión sólo puede hacerse con tiempo y nunca en el momento de la partida. Claro que no todas las personas viven la separación con la misma angustia. A los sujetos dependientes, en particular, les resulta difícil la ruptura de cualquier vínculo, aun cuando lo vivan como una tortura. Los depresivos crónicos, pesimistas por naturaleza, suelen magnificar las consecuencias de la separación y suponen que sufrirán eternamente. Los individuos obsesivos, que suelen bloquearse a la hora de tomar decisiones, pueden darle vueltas y más vueltas al tema en su afán de elegir el camino correcto o el momento oportuno. Y aunque el sujeto no exhiba regularmente estos rasgos de personalidad, puede encontrar igualmente difícil encarar la despedida si no está preparado para enfrentarse a sus propias dudas y a la sensación de vacío que casi siempre nos deja el adiós. 35 EL SEGUNDO MATRIMONIO Cuando el divorcio ha sido el epílogo de la primera unión, ¿se encara en forma diferente un segundo matrimonio? Los hombres y mujeres que inician una nueva experiencia conyugal, ¿consiguen mantener un vínculo más duradero, o suelen repetir los errores que cometieron en la primera ocasión? Los factores que influyen en la evolución de un matrimonio son tan variados, que es muy difícil hacer un pronóstico general para las segundas uniones. Debemos reconocer, sin embargo, que un nuevo matrimonio cuenta con algunas ventajas que lo tornan más resistente a los embates de la convivencia. Las diferencias no dependen sólo de poseer una experiencia anterior; el segundo matrimonio ocurre por lo general a una edad más avanzada, por ejemplo en la tercera o cuarta década, y en ese momento se abordan de otro modo las decisiones importantes, tanto en el plano afectivo como en otros campos. En primer lugar, las motivaciones para contraer matrimonio difieren en las distintas etapas de la vida. Los jóvenes y las chicas veinteañeras no se cuestionan en general la idea de casarse. Los mensajes que han recibido de sus padres, comenzando por el hecho de que se han educado en el seno de una familia, así como la influencia de una sociedad donde lo normal es precisamente contraer matrimonio, les llevan a concebir el casamiento como una parte natural de su proyecto de vida. Para ellos, el problema no es si deben casarse o no sino con quién hacerlo. Pero en el entorno de los cuarenta, luego de haber cumplido con el precepto de formar una familia, las presiones sociales para contraer nupcias no son tan acuciantes. Para el propio sujeto tampoco resulta urgente encarar un nuevo matrimonio, en particular si ya tiene hijos. En esta etapa, la decisión de volver a casarse no está tomada de antemano; surge como resultado de haber constituido un nuevo vínculo afectivo. Así, mientras que la motivación para el primer matrimonio precede al encuentro de la pareja -es decir: el joven quiere casarse y busca la persona adecuada-, en el caso de la segunda unión 36 el interés por formalizarla surge después de haber encontrado una pareja satisfactoria. Por regla general, la elección de pareja también se basa en valores diferentes. En el adulto joven, el enamoramiento y la fascinación inicial suelen ser los factores determinantes. La decisión de casarse se apoya más en aspectos sentimentales y afectivos y menos en una evaluación racional del futuro cónyuge. Son los padres, con frecuencia, quienes piensan si ese matrimonio resultará conveniente para su hijo o para su hija. Los novios están más interesados en lo que sienten por su pareja, a quien a menudo idealizan y por lo tanto juzgan con poca objetividad, en particular cuando se trata de noviazgos cortos. El hombre y la mujer maduros también son sensibles a la química del amor, pero antes de formalizar una relación se preguntan hasta qué punto esa persona resultará una compañía apropiada para el resto de sus vidas. La posición social del futuro cónyuge, sus hábitos de trabajo, su afinidad por la vida hogareña, su condición de buen padre y valores tales como la honestidad, responsabilidad y solidaridad, se toman en cuenta con más frecuencia a los cuarenta o cuarenta y cinco años que a los veinte o veintidós. A esa edad también es más común la convivencia previa o algún modelo intermedio en que los miembros de la pareja pasan juntos algunos días o los fines de semana. El resultado es un conocimiento más realista del compañero, que permite tomar la decisión de casarse sobre bases más sólidas. Típicamente, el sujeto que se divorcia se vincula afectivamente con varias personas antes de que una de ellas le resulte lo bastante apropiada, y recién entonces se propone encarar una relación definitiva. Sin que suponga ninguna garantía, es fácil ver que este proceso tiene mayores probabilidades de culminar con éxito que la elección inexperiente de un joven enamorado. Por supuesto que hay factores individuales capaces de empañar o confirmar este pronóstico alentador. Los individuos con buena autocrítica, capaces de reconocer sus errores y asumir la respon- 37 sabilidad que les corresponde por el deterioro de su primer matrimonio, están mejor preparados para afrontar una segunda experiencia sin repetir equivocaciones. Por el contrario, aquellos que insisten en atribuir todas las culpas a su ex marido o a su ex esposa corren el riesgo de cometer nuevamente los mismos errores. Como ocurre con otros proyectos, la vida nos enseña a ser más flexibles y tolerantes al comprobar que no siempre conseguimos aquello que buscamos. El hecho de haber vivido un matrimonio y otros vínculos antes del actual, va moderando nuestras expectativas y nos predispone a aceptar situaciones que años atrás hubiéramos rechazado. Sin caer en un conformismo excesivo y poco digno, este proceso nos permite adaptarnos con mayor facilidad a la persona con quien nos proponemos convivir. Claro que para evolucionar en este sentido es necesario poseer la suficiente capacidad de aprendizaje como para modificar nuestros hábitos de convivencia. Quienes aprovechan sus experiencias anteriores, suelen abandonar por ejemplo las luchas por el poder que emprendieron con otras parejas, o renuncian sabiamente a los intentos de controlar y dirigir la vida del otro. Aprenden también a esperar menos de la relación, sabiendo que el matrimonio no va a realizar todas sus ilusiones ni a cubrir todas sus necesidades. Comprenden que las discrepancias y desencuentros resultan inevitables en cualquier relación estable, y saben que en muchos casos no podrán llegar a un acuerdo. Los juicios radicales del tipo «mi matrimonio es pésimo o excelente», «él o ella es fantástica o despreciable» y otras conclusiones absolutas, son más comunes en la juventud que en la edad madura, cuando comienzan a predominar las posturas intermedias ante los acontecimientos de la vida -incluido el matrimonio. Y es obvio que tal actitud favorece el mantenimiento de las relaciones estables. Cuando la personalidad es demasiado rígida, por ejemplo en el caso de sujetos muy inflexibles y autoritarios, el paso del tiempo agrava con frecuencia estos rasgos y el pronóstico de los futuros vínculos 38 amorosos es reservado. Otro tanto ocurre cuando la mujer o el hombre sumiso e inseguro se va tornando cada vez más complaciente, ya que también la segunda vez puede tener dificultades para afirmar su individualidad en la relación. Los individuos muy dependientes que no toleran la soledad pueden llegar a casarse sólo para obtener compañía, o mantener vínculos que les resultan claramente destructivos por temor al desamparo que les evoca la separación. Algunas personas muy perturbadas por los conflictos de su primer matrimonio, pueden tomar precauciones innecesarias la segunda vez por creer que corren idénticos riesgos. Este es el origen de comportamientos agresivos: «conviene dejar claro quién manda» o demasiado rebeldes: «no hay que dejarse dominar». La relación con los hijos del matrimonio anterior es un problema que no existe cuando se trata para ambos de la primera unión. Este es un factor capaz de distorsionar un vínculo por lo demás satisfactorio, y que requiere una elevada dosis de madurez y considerable capacidad de adaptación. Una correcta y sostenida comunicación resulta aquí indispensable para dar y recibir las aclaraciones necesarias que permitan descomprimir un área potencial de tensión. Tal comunicación debe incluir los celos y temores a sentirse desplazado por los hijos del cónyuge, y debe apuntar a definir con claridad el rol a desempeñar por cada uno en la nueva familia, preferentemente antes de constituirla. En conclusión, existen buenos motivos para ser optimistas en relación a un segundo matrimonio, debido a los cambios psicológicos de la madurez y al aprendizaje realizado a partir de anteriores relaciones. Esto es así sobre todo para los sujetos razonablemente adaptados y estables, quienes pueden esperar que un segundo matrimonio los encuentre mejor preparados. Aquellos cuya personalidad neurótica les impide evolucionar y crecer internamente, se ven impulsados a mantener sus hábitos inconvenientes y a encarar del mismo modo sus futuras relaciones, a menos que cuenten con un apoyo psicológico apropiado. 39 TERAPIA DE PAREJA ¿Qué se puede esperar de una terapia de pareja? ¿Cómo consigue un tratamiento de este tipo que los cónyuges resuelvan sus conflictos y recuperen el afecto perdido? ¿Qué ocurre exactamente en el consultorio del psicólogo? Muchas de las parejas que me consultan no tienen una respuesta clara a estas preguntas. Peor aún, suelen albergar expectativas equivocadas acerca del objetivo de la terapia y del desarrollo de las sesiones. Por tal motivo, he encontrado útil proporcionar a los consultantes un resumen escrito de las características del tratamiento. En general, esto nos ahorra tiempo y nos permite centrarnos en los problemas específicos del matrimonio, compartiendo el mismo criterio de trabajo. La siguiente es una adaptación de esas «instrucciones» que permitirá al lector formarse una idea de cómo se conduce una terapia conjunta, desvirtuando al mismo tiempo algunas nociones equivocadas. Qué no es la terapia de pareja Debido precisamente a esas nociones equivocadas, es útil comenzar descartando los conceptos erróneos más comunes. La terapia conductista de pareja no es una charla interesante sobre los conflictos del matrimonio, ni un espacio para desahogarse de las frustraciones sentimentales. Tampoco es una investigación de la infancia de los cónyuges, ni de la relación que sostuvieron con sus respectivos padres, para encontrar posibles traumas que expliquen las actuales dificultades de convivencia. Y por último, no es una especie de tribunal donde cada cual expone sus razones y el terapeuta, a manera de juez, dictamina quién tiene razón. Qué es la terapia conductual de pareja Es una oportunidad para aprender habilidades de comunicación, negociación y motivación, con objeto de manejar mejor las desave- 40 nencias que han surgido o que puedan surgir en el futuro. Es un espacio para identificar los mitos y fantasías con que cada uno ha llegado al matrimonio, y sustituirlos eventualmente por expectativas más realistas respecto a la otra persona y a la relación. Y también es una ocasión para examinar la imagen negativa que cada uno se ha formado del otro, y que sin darse cuenta procura confirmar a cada momento. El propósito es desarrollar una visión más objetiva de nuestro compañero o compañera. De modo que la terapia no se dirige sólo a resolver los problemas actuales, sino a capacitar a los consultantes para enfrentar las dificultades que puedan surgir en el futuro. Se espera que cada miembro de la pareja esté dispuesto a examinar su propia conducta y el modo como encara las desavenencias conyugales, y a cultivar estrategias más eficaces. En todos estos objetivos se destaca el desarrollo de nuevas habilidades y la disposición a cambiar uno mismo como requisito básico para la terapia. La pregunta que cada cual debe formularse no es: «¿por qué él -o ella- actúa de ese modo?» sino: «¿qué puedo hacer yo para ayudarle a cambiar su comportamiento?» Cómo se desarrolla la terapia Es ideal que concurran los dos a la primera entrevista. Sin embargo, algunos terapeutas mantienen entrevistas por separado con ambos cónyuges al comienzo de la terapia, con objeto de conocer la motivación y las expectativas de cada uno. A veces se practica también un estudio de personalidad a cada miembro de la pareja para identificar sus modos habituales de relacionarse. Luego comienzan las entrevistas conjuntas, en que pacientes y terapeuta conforman un equipo de trabajo empeñado en resolver los problemas actuales y en capacitar a los consultantes para abordar por sí mismos futuros conflictos. En este proceso es que los miembros de la pareja examinan las imágenes cerradas que cada cual se ha formado del otro, revisan las expectativas que albergan respecto a la relación y aprenden estrategias de motivación y negociación. 41 Se trata entonces de una terapia activa, donde el psicólogo o el psiquiatra participan orientando a la pareja y asesorándola respecto a la manera más apropiada de enfrentar sus dificultades. Por lo general se asigna a los consultantes alguna tarea domiciliaria, tal como llevar un registro de los cambios que se vienen operando -para que la terapia no quede sólo en una declaración de buenas intenciones-, leer algún material especialmente seleccionado y comentarlo, mantener sesiones de diálogo programadas, etc. La frecuencia de las sesiones es normalmente de una vez por semana, espaciándose las consultas sobre el final del tratamiento. La duración es variable, pero generalmente se extiende durante varios meses. Respondiendo algunas preguntas ¿Siempre es posible resolver los conflictos de una pareja a través de la terapia? No. En primer lugar, es necesario que ambos estén interesados en mantener la relación. Si uno de los cónyuges ha decidido separarse y concurre a la terapia sólo para hacerle el gusto al otro, o para demostrarle que la relación no es viable, las probabilidades de un resultado exitoso son muy escasas o nulas. Además, ambos deben estar dispuestos a recibir asesoramiento y a poner en práctica en su casa las sugerencias que se les brinda durante las sesiones. Por último, las diferencias no deben ser tan marcadas como para que la armonía se consiga al precio de un gran renunciamiento de cada uno a sus propias aspiraciones, en cuyo caso tal vez se eliminen los conflictos pero a un costo muy elevado en términos de felicidad personal. ¿Qué hacer cuando él o ella no quieren ir al terapeuta? En tal caso no es posible una terapia conjunta. Tampoco es útil llevar engañado al compañero, diciéndole que va para colaborar en el tratamiento del otro cuando el propósito es «engancharlo» para sesiones conjuntas. Sí puede concurrir el miembro dispuesto, y recibir asesoramiento personal orientado a mejorar su relación de pareja, como de hecho 42 ocurre en muchos casos. Más tarde, el miembro reacio podrá asistir si así lo desea. Respondiendo algunas objeciones «Yo no necesito terapia; la que tiene que ir al psiquiatra es ella -o él». En la terapia de pareja lo que se examina es cómo interactúan los cónyuges, no los problemas personales de cada uno. El objetivo no es establecer quién está perturbado o equivocado, sino cultivar un estilo de comunicación más eficaz. Se trabaja sobre la relación, no sobre las personas, y cuando se sugiere a los consultantes que cambien su manera de actuar no es porque se los considere equivocados, sino porque las conductas alternativas que se proponen resultan más eficaces. «Aprender a discrepar o a expresar sentimientos es artificial. Es más natural actuar espontáneamente». La manera «natural» o «espontánea» de reaccionar también fue aprendida en algún momento, a partir de modelos familiares o de experiencias anteriores; no nacemos con el hábito de retar al compañero, rezongarlo, insultarlo o lanzarle indirectas. Hemos aprendido esas estrategias a lo largo de la vida, como también hemos aprendido a tomar revanchas y represalias. La terapia consiste en sustituir dichos hábitos por otros más eficaces y convenientes. Es normal tener que practicar al ensayar una nueva habilidad, tal como conducir un auto o teclear una máquina de escribir, y las habilidades de comunicación no son excepciones. Pero una vez que el hábito se ha consolidado, también se transforma en algo espontáneo y «natural». 43 TERAPIA DE PAREJAS EN EL CTC Terapia de Parejas en el Centro de Terapia Conductual Sesiones conjuntas dirigidas a mejorar la comunicación, manejar desavenencias y desarrollar habilidades de negociación para alcanzar acuerdos y cultivar una convivencia armónica. Haga clic aquí para ampliar información Solicite hora o información adicional por el teléfono 2709 1830. Si lo desea, puede enviarnos un mail indicando su nombre y número de teléfono y lo llamaremos para informarle sobre los detalles del tratamiento y ofrecerle un horario. Centro de Terapia Conductual Director: Dr. Alberto Chertok Lorenzo J. Pérez 3172/004 esq. 26 de Marzo - Montevideo Tel.: (598) 2709 1830 www.psicologiatotal.com - [email protected] 44 Antes y después de vivir en pareja 45 LOS SOLOS Y LAS SOLAS En esta sección nos ocuparemos de los motivos por los cuales muchos hombres y mujeres carecen de una pareja estable. En algunos casos se trata simplemente de una elección personal: el sujeto prefiere mantener vínculos ocasionales y evita las oportunidades de encarar una relación formal. Un buen número de «solos y solas», en cambio, sostiene que le gustaría dejar de serlo. Estos hombres y mujeres se angustian por su situación y buscan a la persona con quien compartir sus vidas, con el claro propósito de formar una familia. Con frecuencia esta búsqueda se prolonga durante años, y los «solos» cosechan frustraciones que los llevan a la depresión y el desánimo. Curiosamente, algunos de estos sujetos desarrollan hábitos que interfieren con su propósito de formar pareja, o mantienen expectativas irracionales que tornan aún más difícil su búsqueda. A continuación mencionamos algunos de dichos hábitos, sin dejar de lado los factores sociales que resultan a veces poco propicios. En conjunto, quienes viven solos se quejan normalmente de la falta de oportunidades para conocer personas del sexo opuesto, con quienes formalizar una relación lo bastante sólida como para llegar a la convivencia. Los adolescentes y los adultos jóvenes -hasta los «veintipico»-, tienen una vida social mucho más activa que les permite relacionarse entre sí con relativa facilidad. Pero una vez que terminan sus estudios, en el caso de aquellos que lo hacen o cuando se acercan a los treinta, las oportunidades se limitan a los sujetos disponibles con quienes se cruzan accidentalmente en el curso de su trabajo, lo cual disminuye bastante las probabilidades de encontrar una pareja adecuada. A esto se suman las mayores exigencias que los hombres y mujeres desarrollan con el paso de los años, que los tornan más cautelosos y 46 selectivos a la hora de formalizar una unión. Atracciones que a los 18 o 20 años se viven como «fulminantes» y son capaces de llevar al matrimonio, a los 35 o 40 pueden disfrutarse pero se encaran con mayor cautela. Por otra parte, en esta etapa de la vida los hombres y mujeres se permiten vivir con mayor libertad los vínculos amorosos, compartiendo por ejemplo algunas noches e incluso las vacaciones sin plantearse la convivencia total como una necesidad imperiosa o inmediata. Junto a la falta de marcos sociales adecuados y al cambio de mentalidad que se da normalmente con el paso de los años, existen, como hemos dicho, aspectos individuales capaces de conspirar contra el deseo de vivir en pareja. De modo que sin negar las dificultades que les plantea el medio en que viven, los solos y las solas también pueden dirigir una mirada crítica hacia sus propias expectativas y hacia el modo como encaran sus relaciones con el sexo opuesto. Una típica conducta inconveniente es aquella que exhiben los consumidores de parejas. Se trata de personas tan necesitadas de afecto, compañía, apoyo, sexo o prestigio -entre otras cosas-, que están siempre pendientes de lo que sus eventuales compañeros puedan brindarles. Su principal preocupación es qué pueden recibir de los demás, mientras que se interesan menos en lo que ellos mismos son capaces de dar en una relación. Paradójicamente, los individuos muy carenciados o con excesivas necesidades son los menos capacitados para encarar un vínculo maduro y estable. Se comportan en forma muy absorbente, o bien demandan mucho de sus compañeros en una actitud de permanente insatisfacción. «Cosifican» a sus eventuales parejas, viéndolas como potenciales proveedoras de cariño o de protección en lugar de percibirlas como personas con sus propias necesidades. Esperan demasiado del vínculo, por ejemplo que satisfaga todas sus expectativas o que les dé un sentido a sus vidas, y difícilmente se sienten conformes con aquello que obtienen. Por ese motivo suelen cambiar de pareja con frecuencia, en una búsqueda reiterada tan frustrante como incesante. 47 Otros sujetos con dificultades para formalizar una relación son los enamorados del amor, aquellos que no han superado la etapa romántica de la adolescencia o al menos no han sabido actualizarla y dotarla de cierta dosis de realismo. Estos se pasan la vida esperando el amor ideal, aquel que los transporte a otra dimensión y naturalmente, ninguna de las relaciones que inician les resulta tan completa o fascinante. Algunas de estas personas no esperan sólo el amor ideal; también suponen que debe ocurrir espontáneamente, sin buscarlo. Se niegan entonces a frecuentar grupos o a desarrollar una vida social activa, porque para ellas el único amor «natural» es aquel que aparece sin buscarlo. Claro que esta conducta pasiva reduce las probabilidades de encontrar el amor que tanto esperan, o cualquier otro. Quienes temen correr riesgos y no se entregan ni se brindan en las relaciones de pareja, también encuentran dificultades a la hora de formalizar un vínculo. Su excesiva cautela y la desconfianza con que encaran las nuevas oportunidades, producto a veces de viejas decepciones, son capaces de desalentar al más persistente de sus galanes. En ocasiones se trata del temor a ser engañado o utilizado. Otras veces es el miedo a comprometerse lo que determina que él o ella tome con pinzas una nueva propuesta, cerrándose así puertas que podrían conducirlo a caminos más promisorios. Tal vez este recelo constituya un reflejo del individualismo que impera en este fin de siglo, en que los intereses personales adquieren preponderancia frente a los valores grupales. La desaparición de las grandes familias, el culto a la independencia y a la autosuficiencia induce actualmente a muchos sujetos a encarar su vida como un proyecto personal, y a percibir cualquier intromisión en su rutina como un ataque a su propia seguridad. El precio que pagan es la soledad y el aislamiento, que a veces los sume en una disconformidad básica con su propia vida, en lo que podríamos considerar una suerte de patología social. Por último, existen períodos de la vida en que la necesidad de independencia es muy fuerte, por ejemplo al terminar una relación poco grata 48 o al liberarse de un vínculo agobiante y opresivo. En esta fase, el deseo de autonomía es muy marcado, y el sujeto tiende a evadir todo tipo de compromisos. Otro tanto ocurre cuando un joven que ha vivido con sus padres consigue finalmente su independencia económica. Aquí la necesidad de vivir solo puede experimentarse con cierta intensidad. Normalmente, estas fases son transitorias y con el tiempo surge nuevamente la necesidad de convivir. Sin embargo, es conveniente respetar y respetarse estas etapas, en lugar de forzar situaciones que en otro momento podrían resultar placenteras pero que en este período de retracción se viven como una carga. En síntesis, la soledad no deseada depende a veces de una falta real de oportunidades, pero con frecuencia revela expectativas poco realistas e incluso bloqueos de la personalidad. En ese sentido, los individuos con mayor capacidad para mantener vínculos estables son aquellos menos desesperados por fusionarse con otras personas, quienes están dispuestos a respetar la individualidad y el crecimiento del otro, los que no esperan tanto de sus compañeros ni depositan en él o en ella todas sus esperanzas. Aquellos que se preocupan por lo que pueden dar en una relación, y no sólo por lo que pueden recibir. Los que están dispuestos a correr el riesgo de comprometerse y compartir sus vidas con otra persona, en lugar de permanecer en el seguro aunque deprimente refugio de su soledad. 49 ¿ES POSIBLE LA AMISTAD ENTRE EL HOMBRE Y LA MUJER? Desde tiempos inmemoriales se ha discutido si es posible una auténtica amistad entre hombres y mujeres, o si la relación está siempre teñida de un componente erótico, más o menos disimulado. Quienes afirman que es posible, suelen citar ejemplos personales de vínculos duraderos más o menos íntimos con personas del sexo opuesto, sin que al parecer la relación haya estado contaminada por una mutua atracción. Los defensores más radicales de esta tesis, sostienen incluso que la amistad se da de igual modo entre personas del mismo sexo que entre hombres y mujeres, y que es posible alcanzar un grado similar de confianza y comodidad en ambos casos. En la otra tribuna se ubican quienes desconfían de las amistades mixtas. Según esta opinión, un hombre y una mujer no pueden mantener un vínculo fraterno o una simple amistad sin que ello oculte un enamoramiento incipiente o al menos cierta atracción. El deseo o el amor pueden ser reprimidos, contenidos o incluso disimulados, pero siempre existen. Si no hay un interés erótico en juego, la amistad simplemente no florece. Los involucrados podrán ser conocidos, compañeros de trabajo o relacionarse profesionalmente, pero nunca serán verdaderos amigos. Hemos expuesto ambas teorías en su forma extrema con la intención de mostrar sus posibles exageraciones. Con un criterio más amplio, sin embargo, podríamos preguntarnos qué hay de cierto en ambos puntos de vista. Vayamos por partes: es verdad que el interés amoroso o la atracción física, cuando existen, hacen muy difícil encarar la relación como una amistad desinteresada. Los intentos de seducción y la observación ansiosa de las reacciones del otro para detectar si uno es correspondido, interfieren con el comportamiento 50 franco y exento de interés afectivo que caracteriza a la verdadera amistad. Los amigos suelen centrar sus mutuos intereses en sucesos o personas externas y no en lo que cada uno representa para el otro o en la relación en sí; los enamorados, en cambio, centran su interés principal en el otro, sobre todo al comienzo de la relación. Incluso aquello que nos atrae de la otra persona es diferente en ambos casos. La afinidad típica de los amigos se basa generalmente en semejanzas o en intereses similares. Esto no significa, claro está, que los amigos deban ser idénticos para ser tales. Significa que la relación se apoya normalmente en temas o intereses comunes, cuando no directamente en actividades compartidas. El enamoramiento consiste más en una idealización de la persona amada, a quien se considera «maravillosa», y a veces en una fascinación por sus cualidades que pueden ser bien distintas de las nuestras. De hecho, es común que personas diferentes se atraigan mutuamente, si bien es cierto que tales diferencias pueden complicar más adelante la convivencia. La atracción física desempeña también un papel central, a diferencia de lo que ocurre en el caso de la amistad. De modo que la relación planteada cuando un hombre y una mujer se atraen mutuamente -incluso cuando la atracción es unilateral- es diferente del vínculo que existe entre dos amigos. Pero no sólo la atracción hace difícil la amistad entre hombres y mujeres. Dijimos antes que la comunidad de intereses es importante a la hora de establecer vínculos amistosos. Y es obvio que los intereses, las actividades, los temas e incluso la forma de pensar de ambos sexos es diferente. Por eso la tendencia natural de hombres y mujeres es a relacionarse entre sí y a compartir actividades propias de cada sexo. Otro requisito para la amistad es la relativa igualdad con que los sujetos se tratan. En nuestra cultura, sin embargo, los hombres no tienen el hábito de tratar a las mujeres como iguales, y son comunes normas de cortesía que las mujeres califican a veces de «machismo», por ejemplo cuando él pretende pagar el café o le abre la puerta del auto. 51 Esto no descarta, sin embargo, la posibilidad de amistades sinceras entre representantes de los dos sexos. Cuando no media un interés afectivo o sexual por la otra persona, la amistad es posible y de hecho ocurre en muchas ocasiones, si bien puede asumir características diferentes de aquella que tiene lugar entre personas del mismo sexo. La relación no suele tener la intimidad y la confianza que a veces alcanzan los hombres y las mujeres entre sí. La interacción, por ejemplo, es menos frecuente o más ocasional. Sin embargo, no todas son desventajas. El diálogo, aunque menos frecuente, puede ser muy enriquecedor, en particular cuando gira en torno a temas que se encaran con ópticas distintas según el sexo. Muchas mujeres afirman también que su relación con los hombres es menos competitiva. Los amigos de distinto sexo no se comparan entre sí ni se ven como rivales, precisamente porque son diferentes. Por eso es menos común la envidia o el resentimiento por los logros y cualidades del otro. La aparente amistad entre hombres y mujeres se presta a veces para satisfacer mutuas necesidades neuróticas. Algunas mujeres muy maternales «adoptan» a hombres necesitados de apoyo y protección. El caso inverso también ocurre: el hombre protector se encarga de cuidar a la niña indefensa. Y aunque estos vínculos se apoyan en necesidades infantiles, con frecuencia son estables porque resultan complementarios, y pueden confundirse con el interés erótico o con la auténtica amistad. 52 LA SEDUCCIÓN Lejos de ser un fenómeno exclusivo de las telenovelas, la seducción es un «riesgo» al cual todos estamos expuestos en la vida cotidiana. Cada vez que alguien nos fascina o nos deslumbra con su presencia, siempre que experimentamos una atracción misteriosa a la cual no podemos sustraernos estamos siendo seducidos, muchas veces a pesar de nuestros deseos. Y es que la seducción no constituye, precisamente, un acto reflexivo ni el fruto de una decisión; no procuramos acercarnos a la otra persona ni nos esforzamos por descubrir sus encantos ocultos. Simplemente, nos sentimos cautivados por su presencia, nos atrapa su figura, su sonrisa misteriosa o su manera de mirar. A veces es un gesto aparentemente casual, tal vez la forma de arreglarse el cabello, de sentarse o de responder a los demás. Sea lo que fuere, caemos en las redes invisibles de la seducción aunque no nos resulte conveniente. Más aún: generalmente no nos conviene, porque con frecuencia nos atrae lo prohibido, la excitación del peligro, «el sabor de la aventura». El fenómeno tampoco está relacionado con el juicio o la opinión que él o ella nos merece. Puede tratarse de alguien cuyas ideas reprobamos o cuya conducta nos resulta inaceptable. De hecho, con frecuencia nos sentimos seducidos por hombres y mujeres diferentes a nosotros. Y es que la seducción se alimenta precisamente del misterio, y por eso es más probable que nos atraiga alguien a quien no comprendemos del todo, alguien cuyas reacciones resulten sorpresivas o inesperadas. Esto explica también el «flechazo» que tiene lugar cuando acabamos de conocer a la persona, cuando él o ella aún nos sorprende y nos resulta novedoso. Más adelante el otro se vuelve familiar, conocido y predecible. Deja de ser un misterio o una novedad, y aunque puede seguir resultando atractivo, la magia de la seducción se desvanece. 53 Esto es así porque la seducción tiene mucho de fantasía. Esa persona diferente y desconocida con quien nos cruzamos nos despierta un sinfín de conjeturas y expectativas, la mayoría de las cuales no se cumplen. Alimentamos sueños idealizados y quedamos hipnotizados por nuestra propia imaginación, más que por la persona real. Intuitivamente, el seductor lo sabe y por eso no se revela del todo. Mantiene ese halo de misterio y por momentos se vuelve impenetrable, desconcertando a la víctima de sus encantos. De ahí que difícilmente nos veamos seducidos por alguien a quien conocemos bien, alguien que nos ha confiado sus temores y esperanzas y a quien vemos como un ser humano, con debilidades similares a las nuestras, más que como un dios o una diosa en su pedestal. Puede despertarnos afecto y hasta podemos identificarnos con él o con ella, pero en general no nos suscita esa fascinante mezcla de admiración y curiosidad porque ya no podemos fantasear sobre su persona. Nos seduce también lo inaccesible, la posibilidad de la conquista, y por eso la típica seductora se muestra «difícil» o al menos contradictoria. De repente nos mira sugestivamente y un momento después nos ignora. Puede mostrarse distraída o desinteresada, pero en realidad está pendiente de nuestras reacciones y del efecto que produce sobre nosotros. El juego puede prolongarse indefinidamente, dependiendo de las motivaciones de los jugadores para participar en él. Esto nos lleva, claro está, a las razones por las cuales él y ella se entregan a este intercambio de poses, miradas e indirectas. Porque a veces la seducción es lo que parece ser: un medio para conquistar y ser conquistado, un ritual socialmente aceptado para llegar a una relación íntima con otra persona. Pero otras veces la seducción es un fin en sí mismo: su propósito es el juego en sí, y no un acercamiento real. En estos casos la seducción sirve a otros fines: el galán o la mujer fatal pretenden demostrarse a sí mismos y a los demás que son capaces seducir, como forma de mantener su autoestima o su prestigio social. Cuando tal es el caso, al seductor no le importa 54 demasiado quién cae en sus redes: lo importante es tenerlo a sus pies. Después, por supuesto, ya ha cumplido su función y se torna poco interesante. En este flirteo neurótico influyen a veces otras motivaciones. La mujer atractiva y seductora puede estar interesada en probar nuevamente su premisa favorita: que los hombres son unos lobos hambrientos de sexo, y que interpretan equivocadamente un acercamiento inocente. Este es el clásico «juego de la violación» descrito por Eric Berne, quien puso al descubierto sus típicos movimientos: primero, ella se muestra sugestiva y disponible; luego, él detecta a la «víctima» y se lanza al ataque. Entonces, ella se muestra sorprendida e indignada por sus propuestas y lo deja desairado, mientras él queda confuso y contrariado lamentando su fracaso. En el fondo, ambos se han reconocido desde el principio y saben por experiencia cómo va a terminar el juego. La secuencia de interacciones está programada para satisfacer sus mutuas necesidades: ella puede probar lo atrevidos que son los hombres y él confirmar su mala suerte con las mujeres, al tiempo que ambos evitan la intimidad y el sexo que les despierta temor e inseguridad. Al margen de la típica seducción entre hombre y mujer, con un claro contenido sexual, en la vida cotidiana se dan fenómenos de influencia que tienen algunas diferencias con este que acabamos de analizar. Cuando decimos que alguien tiene carisma o que trasmite seguridad estamos aludiendo a cierto ascendiente de esa persona sobre otras. Esto lo saben bien los vendedores, quienes procuran vender primero su persona para inspirar confianza y ofrecer luego sus productos o servicios desde una posición ventajosa. También los políticos se preocupan mucho por su imagen, porque ésta ha demostrado ser tan importante como el contenido de sus ideas, si no más. Y los grandes predicadores, que mueven a las masas con su elocuencia independientemente de las ideas que defiendan. 55 Estos fenómenos, sin embargo, difieren de la clásica seducción. La imagen y el carisma de un líder operan como una forma de hipnosis, que anula en parte el espíritu crítico y predispone a los seguidores a aceptar sus ideas y a seguir sus propuestas. La seducción funciona más como una adicción, en la cual el seducido siente el deseo de conquistar a la otra persona y unirse a ella, por el placer que obtiene al poseerla. La persona seductora inspira deseo, pero no necesariamente confianza o credibilidad. El líder carismático puede no ser seductor, pero influye en el comportamiento de sus adeptos, del mismo modo que el vendedor confiable puede ser decisivo para cerrar una venta. También son distintos los factores que generan seducción de aquellos que determinan sumisión o confianza. En el primer caso hemos destacado las diferencias, el misterio y la fascinación del riesgo; en este debemos señalar la semejanza percibida con el sujeto influyente «es como yo: por eso le creo»-, su coherencia, el hecho de ser predecible y la seguridad que trasmite. 56 LA ELECCIÓN DE PAREJA ¿Por qué nos casamos precisamente con ese hombre o con esa mujer? ¿Qué nos motiva para escoger pareja, en particular para elegir a la persona con la cual compartiremos, presuntamente, el resto de nuestras vidas? Se han propuesto hipótesis bastante dudosas para explicar la elección de pareja, y en las líneas siguientes comentaremos algunos de los mitos más difundidos al respecto. Aunque en todos ellos existe una parte de verdad, tomados al pie de la letra constituyen exageraciones o fantasías que no es posible sostener. «El amor es la causa de una unión definitiva». Para la sabiduría popular, la elección de pareja no constituye en realidad una decisión voluntaria: es un asunto de sentimientos. Cuando cupido nos alcanza con sus flechas caemos bajo el embrujo del amor, y a partir de allí nos dejamos llevar por el corazón que nos impulsa a la unión con el destinatario de nuestros afectos. Y la mayoría de las personas, de hecho, vive de ese modo la elección de pareja: como un fenómeno natural que las arrastra y por el cual gustosamente se dejan llevar. El planteo centrado en el amor se adapta mejor a la elección de pareja en la adolescencia y la juventud. Como ya hemos señalado3, en la edad madura la decisión suele ser más meditada y si se quiere más racional: «¿me conviene unir mi vida a ese hombre?» «¿Haré bien en casarme con esa mujer?» En el entorno de los cuarenta, estas preguntas cobran fuerza y la respuesta a ellas guía, en buena medida, la decisión de formalizar una relación. Pero aun sin tomar en cuenta las diferencias de criterio propias de la edad, y admitiendo que la elección de pareja es el resultado del enamoramiento, debemos reconocer que la palabra «amor» sólo des3 «El segundo matrimonio», pág. 36. 57 cribe un sentimiento; está lejos de resolver el problema. Aún habría que aclarar por qué nos enamoramos precisamente de esa persona, de modo que la explicación basada en el amor no brinda una respuesta satisfactoria. Más aún, la visión romántica cierra las puertas a cualquier análisis posterior al sostener que no es posible explicar el amor. Esa vivencia maravillosa e indescriptible, se dice, no es susceptible de un análisis racional. «La atracción física no es importante». Algunos entendidos afirman que la atracción es un factor secundario o totalmente irrelevante. Sin embargo, la mayoría de las personas que inician una relación no lo hacen con la certeza de que ese vínculo habrá de consolidarse. A veces ni siquiera se proponen encarar un noviazgo serio o formal. En ese acercamiento inicial, la atracción física juega un papel importante y a veces determinante, porque permite que se desarrollen los sentimientos capaces de conducir a un vínculo duradero. Se dirá que encontrar a una persona atractiva no es suficiente para que prenda la química del amor. Pero es más fácil involucrarse afectivamente con alguien cuando nos atrae su figura que cuando lo encontramos francamente desagradable. La atracción que nos despierta una persona, por otra parte, suele ser bastante subjetiva, y con frecuencia va más allá de lo físico. Es común, por ejemplo, encontrar al hombre o a la mujer elegida distinto, diferente de otras personas. Casi invariablemente, el enamorado considera que su pareja es especial. No necesariamente mejor, ni más virtuoso, sino especial, particular, fuera de lo común. Diferente en su aspecto, en su manera de mirar, de sonreír o de hablar. El proceso inicial de descubrimiento de ese ser distinto y especial, permite al sujeto irse formando una imagen particular del hombre o la mujer que le atrae. Tal imagen, formada a partir de primeras impresiones, suele construirse más sobre fantasías y expectativas propias del sujeto que se enamora que sobre datos reales y objetivos. Por eso consiste en una visión idealizada del otro y con frecuencia 58 poco realista, en particular cuando se trata de sujetos muy imaginativos. Estos últimos suelen ser muy enamoradizos, porque tienden a sacar conclusiones precoces sobre los demás y a ver a los otros como desean verlos. De ahí que experimenten mayores decepciones cuando finalmente la realidad se impone a sus sueños. Pero aun cuando se trate de individuos poco dados al fantaseo, el enamoramiento supone siempre cierta percepción subjetiva del otro. Nos enamoramos de la imagen que nos formamos de la otra persona, la cual puede estar más o menos alejada de la realidad. «La unión depende de encontrar la persona apropiada». Se supone que la decisión de casarse se toma cuando se encuentra a la persona adecuada. Con la misma lógica, muchos hombres y mujeres que no han formado pareja sostienen que no han encontrado la persona ideal, o al menos aquella que reúna un mínimo de condiciones. Esta idea, sin embargo, deja de lado el papel que juega la disposición personal a formar una unión definitiva. Cuando por diferentes motivos él o ella están deseando conformar una relación estable muchas personas pueden resultar apropiadas, incluso aquellas que fueron descartadas en otro momento. La motivación para formar una familia cobra intensidad, por ejemplo, cuando el individuo toma conciencia de su edad, cuando se casan sus amigos o cuando experimenta un fuerte deseo de vivir su paternidad. Por eso no se trata sólo de encontrar «la persona adecuada», sino también de encontrarse en la etapa de la vida en que el matrimonio se vive como una necesidad más o menos imperiosa. «El deseo de vivir juntos es la causa de que la relación perdure». Cuando una pareja se mantiene unida y se encamina hacia el matrimonio, se supone que existen sentimientos firmes y claros en ambas partes. En muchos casos, sin embargo, los futuros cónyuges albergan dudas y reservas acerca del paso que están a punto de dar, pero siguen adelante a pesar de todo. Y es que el factor costumbre, pocas veces valorado, también juega su partido. La trama de relaciones familiares, la vida social en común, la suposición más o menos tácita de que los novios se van a casar, la intimidad que se gesta al compartir 59 problemas y proyectos, todo ello va perpetuando la relación y conduce casi inexorablemente a una unión formal. La disolución del vínculo se torna difícil, a menos que surjan serios conflictos o desavenencias insalvables. Romper un noviazgo más o menos prolongado obliga a replantearse la vida y a dejar de lado el proyecto de familia que se había construido. Por eso muchas relaciones tienden a seguir casi por inercia, sin que medie una decisión seria o un verdadero cuestionamiento de su viabilidad. «La elección de pareja refleja las necesidades emocionales del sujeto». Los psicólogos han insistido en que la persona elegida, por sus características, cubre necesidades emocionales del sujeto. Permite al individuo recrear vínculos infantiles -por ejemplo la relación con su madre- o satisfacer otro tipo de necesidades. En algunos casos este enfoque puede ser adecuado. Es posible que una mujer dependiente, por ejemplo, tenga afinidad por un compañero seguro y autosuficiente que satisfaga sus requerimientos de apoyo y protección. Pero la explicación psicológica se ha llevado demasiado lejos. Se ha dicho, por ejemplo, que las personas eligen sistemáticamente parejas parecidas a sus padres, o escogen compañeros que las hagan sufrir como expresión de su masoquismo inconsciente. Estas hipótesis son difíciles de probar, porque casi cualquier elección puede interpretarse de ese modo. El problema con dichas explicaciones es que desconocen el factor oportunidad. Los hombres y mujeres comunes no disponen de un menú tan amplio como para seleccionar la pareja adecuada a sus necesidades emocionales. Las personas suelen elegir pareja entre los individuos de su entorno, por ejemplo en el vecindario o en el trabajo, y que además les corresponden. Esto limita bastante las posibilidades de selección, por lo cual explicar la elección sólo en términos de necesidades internas es simplificar el problema. De modo que las explicaciones psicológicas que apuntan a la motivación, al igual que la visión romántica centrada en el amor, deberán reconocer el papel de factores tales como la atracción física, la rutina, la necesidad de formar pareja y las oportunidades reales de concretar una unión. 60 EL NOVIAZGO Factores de riesgo y de buen pronóstico ¿Es posible sembrar durante el noviazgo la semilla de un buen matrimonio? Inversamente, ¿qué aspectos de la relación pueden ser considerados como un signo de alerta para los futuros cónyuges? Aunque no es posible predecir con certeza el futuro de un vínculo afectivo, algunos aspectos de la relación permiten ser más o menos optimistas a la hora de aventurar una opinión. Los noviazgos más o menos prolongados, que duran lo suficiente para que cada uno conozca las virtudes y los defectos del otro, tienen mejor pronóstico que las relaciones breves. En el período de fascinación inicial, cada miembro de la pareja tiene una visión idealizada de su enamorado, la cual irá modificando con el tiempo hasta construir una imagen objetiva y realista del otro. Cuando el matrimonio se concreta durante esta fase de encanto mutuo, la decepción suele ocurrir en plena vida conyugal. Este fenómeno es más frecuente entre las parejas jóvenes, y esta es una de las razones por las cuales el índice de divorcios es mayor entre personas que contraen enlace antes de los veinte años. El hecho de que los novios compartan afinidades, gustos y preferencias es también un elemento de buen pronóstico. Esto contradice la creencia popular de que «los opuestos se complementan». Los opuestos pueden atraerse y fascinarse mutuamente, como ocurre con el hombre callado e introvertido que se enamora de una chica sociable y conversadora; pero cuando los hábitos y costumbres son muy distintos, las diferencias cobran importancia a la hora de convivir. Si él prefiere quedarse en casa leyendo el diario y ella aspira a salir dos o tres veces por semana, o si ella considera que el dinero existe para ser gastado y él es feliz ahorrando, lo más probable es que encuentren dificultades para encaminar la vida en común. 61 Aunque en nuestra cultura se valora mucho la capacidad de adaptación, ésta también tiene un límite. Es cierto que uno debe amoldarse en parte a los deseos del otro, renunciando a veces a sus propias expectativas. Sin embargo, tampoco es deseable pasar al otro extremo. Si cada integrante de la pareja debe realizar grandes esfuerzos para adaptarse a los deseos y preferencias de su compañero, es probable que ambos se sientan frustrados y resentidos al poco tiempo de convivir. La verdad es que las parejas tienen mayores chances de ser felices cuando pueden llevarse bien sin grandes sacrificios. Para esto se requiere, además de cierta comunidad de ideas e intereses, la disposición a aceptar al compañero tal como es, con sus virtudes y sus defectos, sin apostar a transformarlo después del casamiento. Las expectativas realistas sobre la vida en pareja ayudan a construir una relación duradera. Las personas conscientes de que la convivencia traerá dificultades, están mejor preparadas para llegar al matrimonio que aquéllas que esperan una «luna de miel eterna». Los novios que se casan sabiendo que deberán manejar conflictos y desavenencias, tienen mejores recursos para enfrentar los desafíos que plantea la vida cotidiana. Las parejas que planifican su futura vida conyugal y hablan sobre los aspectos prácticos de la convivencia, por ejemplo cómo organizarán el presupuesto familiar, cómo se repartirán las tareas domésticas y con qué frecuencia visitarán a sus respectivas familias, tienen la oportunidad de comparar sus expectativas, evitar sorpresas y alcanzar acuerdos antes de casarse. Puede parecer que estos temas son superficiales, pero es allí precisamente donde comienzan a gestarse los resentimientos que van minando la relación. Es frecuente que los novios lleguen al matrimonio con ideas diferentes acerca de cómo organizar la vida en común, y que cada uno dé por sentado que el otro compartirá sus ideas. 62 Contrariamente a lo que comúnmente se cree, los novios que siempre están de acuerdo y nunca discuten no tienen asegurado un buen matrimonio. En una relación madura, es normal que surjan conflictos y diferencias. El hábito de plantear las discrepancias durante el noviazgo es un buen entrenamiento para los conflictos que inevitablemente surgirán durante la convivencia. Una pareja que aprende a negociar sus diferencias llega mejor preparada al matrimonio que otra que evita cualquier expresión de malestar para mantener la ilusión de una relación idílica. No sólo es importante poner las diferencias sobre la mesa; también es necesario discutir de manera constructiva. Las parejas más sanas toman las discrepancias como algo natural y buscan opciones que dejen conformes a ambos. Para ellas no es un drama tener desacuerdos. Tratan de acercar posiciones y de llegar a un entendimiento, aceptando que muchas veces tendrán que complacer al otro y renunciar a sus propias expectativas. Las parejas conflictivas, en cambio, creen que siempre deben estar de acuerdo. Suponen que no deberían tener diferencias, y cuando las tienen consideran que algo anda mal. Se enojan y procuran establecer quién tiene la culpa o quién tiene razón, en lugar buscar soluciones para resolver el problema. En general, una adecuada preparación para el matrimonio es importante. Esto puede conseguirse a través de programas de asesoramiento prematrimonial, que lamentablemente son escasos, precisamente por la creencia difundida de que el amor es suficiente para asegurar una relación satisfactoria. Pero la realidad es menos romántica: la mayoría de las personas se casan enamoradas, y sin embargo el índice de divorcios es elevado. Si a ello le sumamos los matrimonios que llevan una vida desgraciada pero que por diversos motivos no se separan, concluiremos que el amor no asegura una relación estable y gratificante. Tan importante como el amor -y a veces más- es aprender a discutir en forma constructiva, a alcanzar acuerdos y a comunicarse de manera eficaz. 63 LA VIUDEZ La muerte del marido o de la esposa es más difícil de superar que otras pérdidas, en particular cuando el fallecimiento disuelve un matrimonio de edad media o avanzada. Ello es así, no porque el dolor que provoca esta pérdida sea mayor que el producido por la muerte de un padre o un hermano, por ejemplo, sino porque la viudez impone cambios muy profundos y radicales en la vida del sujeto. Además de la pérdida de quien ha sido el compañero o la compañera durante tantos años, el viudo debe enfrentar la desaparición de todo su estilo de vida, de la rutina cotidiana, de las actividades compartidas que llenaban su tiempo. La muerte del cónyuge, sobre todo en el caso de los ancianos, deja un vacío que se siente a cada momento, desde que el sujeto se levanta hasta vuelve a la cama. Los intentos de los hijos y allegados de ayudar al viudo brindándole compañía y llevándole incluso a vivir con ellos, si bien constituyen un apoyo necesario también agregan cambios y presiones al entorno del doliente. La viudez impone entonces un importante esfuerzo de adaptación, y por eso el duelo se prolonga considerablemente. La depresión puede persistir durante muchos meses, con frecuentes accesos de llanto y angustia cuando algún incidente o comentario les recuerda al cónyuge fallecido. Es muy común el insomnio, la pérdida del apetito, el adelgazamiento y sobre todo una indiferencia generalizada y una falta de interés por las tareas cotidianas. Según algunos estudios, al año del fallecimiento dos tercios de los viudos experimentan aún cierto grado de apatía y tienen escaso interés por el futuro. Esta persistencia de los síntomas depresivos, si bien con menor intensidad que al comienzo del duelo, es más prolongada que aquella que sigue a otras pérdidas igualmente dolorosas. Aunque no siempre aparece en primer plano, el temor a la propia muerte está latente en la mayoría de los casos. Más que ninguna otra, 64 la desaparición del ser con quien se ha construido un proyecto de vida suscita el temor a la propia muerte. Es como si el destino nos recordara algo que ya sabemos pero que preferimos olvidar: lo inevitable de nuestro final. Hemos vivido juntos gran parte de nuestra vida, y ahora que él o ella se ha ido nos parece escuchar la sentencia: «ahora te toca a ti». Por eso no es raro que en los viudos sean frecuentes las quejas somáticas, el temor a las enfermedades o una mayor preocupación por su propia salud. Claro que la facilidad con que se supera la pérdida es distinta para cada persona. Algunas recuperan rápidamente el interés por seguir viviendo, mientras que otras permanecen indefinidamente en un estado semidepresivo, realizando las tareas cotidianas «por inercia» y sin demasiado entusiasmo. Estas diferencias dependen de varios factores, en particular del tipo de vínculo que mantenía el viudo con su pareja. Los cónyuges que dependen mucho uno del otro, que comparten casi todas las actividades y que pierden su identidad individual para conformar una unidad, son quienes tienen mayores dificultades para superar la separación. Como han dejado de ser dos personas para fusionarse en una, la muerte de uno de ellos es casi la muerte de los dos. Se vive como la pérdida de una parte esencial de uno mismo, y esto tiene un impacto psicológico muy grande. La vida deja de tener sentido y sólo resta aguardar que la muerte termine con lo que queda del matrimonio. Esta reacción es común entre las personas que sólo pueden verse a sí mismas como «maridos o esposas de», no como sujetos independientes que comparten gran parte de sus vidas con otra persona pero que siguen siendo entidades separadas. A su vez, la tendencia a fusionarse con otra persona es un modo de superar el aislamiento inherente a la condición humana. Como todas las soluciones neuróticas, aquí se alivia la inseguridad y se elimina el aislamiento al precio de una mayor vulnerabilidad a la ruptura del vínculo. Por eso la viudez genera en estos casos una perturbación mayor que en los matrimonios que conservan la identidad de sus miembros. En estas parejas, las 65 actividades separadas y las amistades independientes no son vistas como una amenaza y por el contrario son alentadas por el otro cónyuge. Aquí el matrimonio no es una fusión de identidades sino la conjunción de dos personas que comparten sus vidas sin perder su individualidad. Por esa razón están mejor preparadas para hacer frente a la inevitable separación. En el mismo sentido, es común observar que las personas activas y con variados intereses, quienes disfrutan de hobbies y cultivan una vida social independiente, tienen mejores armas para superar la dura prueba de la viudez que aquellas encerradas en su vida matrimonial, más o menos aisladas del mundo y dependiendo exclusivamente del estímulo que les proporciona su pareja. Los sujetos creativos y con inquietudes intelectuales, en particular aquellos que desarrollan alguna actividad comunitaria poseen mayores recursos para recuperarse y hacer frente a la soledad. Diríamos que no están tan solos en su soledad. Sin embargo, aun para las personas mejor preparadas la viudez constituye una prueba difícil de superar. Cuando el cónyuge atraviesa una enfermedad prolongada y terminal, el sujeto puede ir realizando el duelo «por anticipado» y experimentar un dolor atenuado al concretarse la muerte. Incluso puede sentir cierto alivio por el hecho de que su esposa o su marido dejan de sufrir. En el caso de fallecimientos bruscos, en cambio, esta preparación no se produce y el impacto es aún mayor. Como ya hemos dicho, la depresión suele ser más prolongada que cuando se sufre otras pérdidas. Son comunes las ideas de culpa por «no haber hecho todo lo posible» o las acusaciones contra los médicos u otros familiares por supuestas omisiones. Tampoco es rara la culpa por seguir vivo cuando él o ella murió, y hasta el remordimiento por disfrutar o por superar el duelo cuando «debería estar sufriendo». De hecho, con frecuencia es necesario explicar al viudo que la evolución normal del duelo es hacia su resolución, y que nadie puede sufrir eternamente aun cuando se lo proponga. La superación del duelo es un fenómeno inevitable, y no 66 constituye una medida del cariño que sentía el doliente por el ser perdido. La idealización del esposo o de la esposa que se ha ido, a quien se recuerda con más virtudes y menos defectos de los que tenía es un fenómeno casi universal. Y en los duelos mal resueltos, la evocación permanente del cónyuge desaparecido, incluso años después del suceso, demuestra que para ese hombre o esa mujer la vida se ha detenido con la muerte de su pareja. Sólo vive de recuerdos nostálgicos, y el presente está de más. Otra reacción anómala viene dada por la conducta aparentemente indiferente del viudo, que toma el hecho con demasiada naturalidad y sin mucho sufrimiento. Esto puede esconder una gran dificultad para reconocer la magnitud de la pérdida, adoptando una postura de «aquí no pasa nada», que en general es transitoria y desemboca más tarde en un duelo normal. Con frecuencia los viudos requieren algún tipo de apoyo psicológico para ayudarles a superar el trance. En otros casos son sus hijos, preocupados, quienes consultan para averiguar cómo tratarlos. Naturalmente, cada caso es único y no es posible brindar directivas universales. No hay duda de que la reinserción del sujeto a sus actividades normales es recomendable, pero es necesario realizar un buen manejo de los tiempos. Un primer período de congoja y pesar es normal, y durante esta fase la pasividad es casi inevitable y hay que respetarla. Sin embargo, tampoco es bueno que la inactividad se prolongue demasiado. El exhortar al viudo para que realice alguna tarea puede ser útil cuando tal exhorto se realiza en el momento adecuado y no demasiado precozmente. En particular, el asignarles tareas de responsabilidad -que sean realmente necesarias- como cuidar a los nietos o preparar la comida puede ayudar en esta etapa de readaptación, que siempre será paulatina y con altibajos. En cuanto a la medicación, se pueden utilizar ansiolíticos tranquilizantes- en los casos en que la angustia es muy intensa o hipnóticos para facilitar el sueño. Sin embargo, no suele emplearse 67 antidepresivos, por lo menos en los primeros meses, debido a que la tristeza se considera normal en la etapa inicial. Si la depresión es muy profunda, sobre todo si se acompaña de ideas de autoeliminación o de «dejarse morir» es imperioso buscar ayuda profesional. Otro tanto ocurre cuando la apatía y la indiferencia persisten demasiado, o cuando las ideas de culpa se tornan muy insidiosas. En esos casos es imprescindible brindar al doliente un tratamiento psiquiátrico que le permita superar sus ideas de muerte y lograr una paulatina reinserción social. 68 La vida sexual en el matrimonio 69 SUGERENCIAS PARA UN BUEN AJUSTE SEXUAL La dificultad en conseguir un buen ajuste sexual es un tema que preocupa a muchas parejas, y que surge con frecuencia durante el asesoramiento matrimonial. Las causas del desajuste son tan variadas que es difícil resumir en algunas líneas los factores que llevan al deterioro de la vida sexual. Además, problemas similares pueden responder a causas diferentes, de modo que es necesario examinar cada situación en profundidad. Sin embargo, antes de proceder al análisis exhaustivo del caso, conviene recordar a los cónyuges algunas premisas sobre el sexo que no siempre tienen en cuenta. A veces, aclarar estos conceptos alivia la presión que sienten los miembros de la pareja y les permite encarar sus dificultades con una buena dosis de realismo. Permítasenos entonces desarrollar algunas de estas ideas. El sexo y el amor no siempre van juntos. Muchas mujeres se asombran cuando experimentan dificultades para alcanzar orgasmos u otras inhibiciones sexuales, a pesar de sentirse enamoradas y conformes con sus parejas. Están convencidas de que si tienen una buena relación conyugal el sexo debería resultar placentero. La realidad, sin embargo, suele ser menos romántica: es cierto que el afecto mutuo favorece y estimula el encuentro sexual, pero el hecho de que dos personas se quieran no asegura una vida erótica plena y satisfactoria. Por otro lado, dos personas pueden tener una convivencia difícil y disfrutar sin embargo de sus relaciones sexuales. Un buen ajuste sexual no es algo que tenga que darse «espontáneamente». Muchos sujetos suponen que un hombre y una mujer «normales» deberían funcionar a la perfección desde el primer encuentro. Sin embargo, la respuesta sexual humana admite muchas variaciones. Por ese motivo, los amantes pueden requerir un período de adaptación que les permita soltarse y vencer sus inhibiciones, así 70 como conocer las preferencias y necesidades del compañero. Puede ser necesaria incluso algún tipo de educación sexual mediante libros o material didáctico, y eventualmente la consulta con un especialista capaz de asesorar a los cónyuges. Este proceso de ajuste y adaptación es normal y no significa que exista un problema ni que los miembros de la pareja sean incompatibles. Una buena comunicación es fundamental para el entendimiento sexual de los amantes. Muchas de las parejas que vemos en el consultorio confiesan que es la primera vez que tratan el tema en profundidad y sin inhibiciones. Es sorprendente lo poco que hablan los matrimonios acerca de sus preferencias, sus necesidades y sus preocupaciones en materia sexual. Las siguientes son algunas de las carencias que exhiben los cónyuges al tratar este tema: * Dan a entender lo que desean, mediante indirectas o tímidas sugerencias en lugar de pedirlo directamente. * Hablan en términos vagos y generales, en lugar de entrar en detalle. Por ejemplo: «quiero que ella sea más activa» no significa nada. Es necesario aclarar qué entiende el marido por «más activa». ¿Quiere que ella tome la iniciativa para mantener relaciones, o se refiere a su desempeño durante la relación en sí? Y en este último caso, ¿qué desea que haga, exactamente? A muchos hombres y mujeres les cuesta plantear sus necesidades sexuales con precisión, describiendo lo que pretenden que el otro haga o deje de hacer. El resultado suele ser años de frustración e insatisfacción. Leer juntos algún buen libro sobre educación sexual puede ayudar a vencer las inhibiciones y a hablar con mayor libertad sobre estos temas. * Se comunican verbalmente, pero no le muestran físicamente al compañero qué es lo que desean. Para lograr una comunicación eficaz los amantes deberían señalar sus preferencias 71 durante las relaciones, e incluso estimularse ellos mismos con objeto de ilustrar a su compañero sobre sus gustos personales. No es necesario tener un día perfecto y sin discusiones para disfrutar del sexo. Es cierto que el encuentro íntimo requiere un mínimo de armonía durante las horas previas, pero tampoco es necesario vivir un idilio permanente para dar y recibir placer. Si los miembros de la pareja están atravesando un serio conflicto o se han embarcado en una violenta discusión, pueden estar poco dispuestos a compartir un momento de intimidad -con la excepción de aquellos que encaran el sexo en forma agresiva y se sienten excitados por las peleas. Pero los desencuentros menores y los entredichos cotidianos no impiden tener un buen sexo, y los matrimonios que se permiten practicarlo en esas circunstancias descubren que pueden disfrutarlo. De hecho, el acercamiento sexual es capaz de distender alguna situación tirante. En realidad, no son las discusiones ocasionales sino los resentimientos largamente acumulados los que alejan a los amantes y enfrían la relación. Lamentablemente, existe todavía una concepción machista del encuentro sexual, no sólo entre los hombres sino también en muchas mujeres, que ven al sexo como algo que le dan a su compañero y no como algo para disfrutar ellas mismas. El resultado es que cuando han tenido algún conflicto con su marido pueden negarse al sexo como represalia, como si dijeran: «si tu no me valorás en otros aspectos, o no cumplís con tus obligaciones como padre y esposo, me niego a mantener relaciones contigo». Las mujeres que proceden de ese modo deberían recordar que además de castigar a sus compañeros, se están negando ellas mismas el derecho a vivir un momento de placer. Además, cuando se usa el sexo para ajustar cuentas pendientes, no se resuelven las diferencias sino que se agrega un nuevo problema al ya existente. 72 Conviene aceptar que las relaciones sexuales no siempre van a ser perfectas. Las películas y las revistas nos han vendido una imagen idealizada de la relación sexual. Los amantes del cine son infatigables, y las jóvenes protagonistas alcanzan orgasmos reiterados con un par de caricias. En la vida real, sin embargo, los hombres pueden tener episodios aislados de impotencia, y en ocasiones pueden eyacular precozmente sin que ello suponga un drama o una tragedia. Las mujeres normales, por su parte, no alcanzan orgasmos en el 100% de las relaciones, y los orgasmos no siempre son simultáneos. La frecuencia de los contactos sexuales es variable para las distintas parejas e incluso para una misma pareja, porque también es variable la disposición de los cónyuges para el sexo. El exigir y exigirse un desempeño sexual impecable y parejo sólo consigue aumentar la presión sobre uno mismo y sobre el compañero, al punto de que la relación puede comenzar a verse como un trabajo y no como una ocasión para disfrutar. Cuando se siente la obligación de alcanzar orgasmos múltiples o de contener indefinidamente la eyaculación, los integrantes de la pareja piensan en el sexo como una tarea ardua y pesada -«¡Ufaah! ¡Otra vez...!»- y comienzan a evitarlo. A veces es necesario ser audaz. Muchos hombres y mujeres practican un sexo rutinario, sin novedad y sin variaciones porque temen hacer el ridículo ante sus compañeros. Paradójicamente, suelen actuar en forma desinhibida cuando mantienen un vínculo extramatrimonial, pero se conducen de forma convencional frente a sus maridos y esposas. De esta manera, el matrimonio se va «deserotizando» y pierde atractivo para los cónyuges. Por eso es necesario alimentar la fantasía y animarse a proponer prácticas diferentes de las habituales aunque la variación consista sólo en sorprender a la pareja en un momento inesperado. En el 90% de los casos el compañero encontrará excitante la propuesta, y tal vez descubra que no necesita buscar variaciones fuera de la pareja oficial. 73 LOS TRASTORNOS DEL FUNCIONAMIENTO SEXUAL Los trastornos más comunes del funcionamiento sexual masculino son la impotencia y la eyaculación precoz, mientras que las mujeres pueden experimentar dificultades para excitarse -frigidez-, para ser penetradas -vaginismo- o para alcanzar orgasmos. Todas estas alteraciones se conocen habitualmente como disfunciones sexuales, y el propósito de este capítulo es clasificar y describir brevemente cada uno de estos cuadros4. La respuesta sexual se divide habitualmente en cuatro fases, y las disfunciones se clasifican de acuerdo a la etapa afectada. La primera de ellas se conoce como fase del deseo, y consiste en pensamientos y fantasías eróticas asociadas al deseo de iniciar un contacto sexual. Los hombres y mujeres que tienen afectada esta fase muestran escaso interés por el sexo de acuerdo a lo esperado para su edad, y pocos o ningún pensamiento relacionado con temas eróticos. No suelen tomar la iniciativa para mantener relaciones, y las aceptan pasivamente cuando su pareja insiste o los presiona demasiado. En algunos casos, la falta de interés llega hasta un auténtico rechazo o repulsión hacia la actividad sexual. La siguiente fase es la de excitación, y se caracteriza por la respuesta genital ante los estímulos sexuales. Los cambios más notorios son la erección del pene en el hombre y la lubricación vaginal en la mujer, producidas en ambos casos por un aumento del flujo sanguíneo en la 4 La clasificación de las disfunciones sexuales que presentamos en este capítulo es la adoptada por el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM IV), una de las clasificaciones más aceptada y manejada por la comunidad psiquiátrica mundial. 74 pelvis. Las disfunciones que afectan esta fase son la impotencia o disfunción eréctil en el varón y la frigidez en la mujer. En el caso de la impotencia, el trastorno consiste en la incapacidad para alcanzar la erección o para mantenerla el tiempo necesario para consumar el coito. Algunos hombres consiguen una buena erección durante el juego previo, pero la pierden al intentar la penetración o en el momento de ponerse un preservativo. El problema puede existir desde el comienzo de la vida sexual o desarrollarse luego de años de funcionamiento adecuado. Con frecuencia se presenta sólo con ciertas parejas y no con otras, por ejemplo cuando el sujeto se propone mantener relaciones por primera vez con una mujer muy deseada, cuando desea hacer muy buen papel o cuando supone que su compañera está evaluando su desempeño en forma muy exigente. La mujer frígida, por su parte, no experimenta prácticamente placer sexual y no presenta los cambios propios de esta fase: lubricación, dilatación vaginal y congestión de los genitales externos. En la tercera fase del ciclo, el orgasmo, el hombre y la mujer alcanzan el clímax de su excitación sexual. En el hombre tiene lugar la eyaculación, y aunque la mujer no presenta un fenómeno similar experimenta igualmente contracciones rítmicas de los músculos que rodean la vagina. Estas contracciones se experimentan con intenso placer, y suponen un desahogo de la tensión sexual anterior. La disfunción masculina propia de esta etapa es la eyaculación precoz. Anteriormente, se diagnosticaba este trastorno cuando el hombre no conseguía retardar la eyaculación el tiempo suficiente para que su compañera alcanzara orgasmos en la mayoría de las relaciones. Este criterio, sin embargo, tenía la desventaja de que la compañera podía tener a su vez una dificultad para alcanzar orgasmos. Por eso actualmente se considera que un hombre eyacula en forma precoz cuando lo hace antes, durante o inmediatamente después de la penetración, o cuando tiene la sensación de no poder controlar o retardar su propia eyaculación. 75 La eyaculación retardada, en cambio, es un trastorno mucho menos frecuente y muchas veces está ocasionado por medicamentos que bloquean esta fase de la respuesta sexual. En las mujeres, en cambio, la dificultad para alcanzar orgasmos es relativamente frecuente. En el pasado, esta disfunción se clasificaba también como frigidez; como hemos visto, actualmente se reserva el término frigidez para la dificultad en excitarse, mientras que se habla de trastorno orgásmico cuando la mujer se excita durante el acto sexual pero no consigue llegar al clímax. Muchas mujeres alcanzan orgasmos a partir de la estimulación del clítoris y no mediante la penetración; hoy en día, esta variante se considera normal. No se han descrito trastornos que afecten la fase de resolución, durante la cual el sujeto experimenta una sensación de distensión y relajación muscular, mientras los cambios fisiológicos propios de las fases anteriores retornan a la normalidad. El otro capítulo es el de los trastornos sexuales por dolor, que incluye la dispareunia o dolor durante el coito, y el vaginismo, una contracción involuntaria de la vagina que impide o dificulta la penetración. Todos estos trastornos pueden presentarse en forma ocasional, y en tal caso no debería efectuarse el diagnóstico de disfunción. Para hablar de una alteración del funcionamiento sexual es necesario que la dificultad se presente en forma reiterada y que interfiera notoriamente con la vida sexual del sujeto. En el próximo capítulo examinaremos algunas nociones difundidas acerca de los factores que causan y mantienen las disfunciones sexuales. 76 EL «POR QUÉ» DE LAS DISFUNCIONES SEXUALES Mitos y Realidades En esta sección revisamos algunas creencias populares acerca de los trastornos sexuales, en particular ciertas nociones equivocadas sobre su origen y su significado psicológico. Uno de los mitos más difundidos, por ejemplo, sostiene que las dificultades sexuales reflejan un grave trastorno de la personalidad, o revelan profundos conflictos de la infancia que sólo pueden resolverse mediante un tratamiento prolongado. Que las disfunciones no reflejan necesariamente un trastorno importante de la personalidad, lo avala en primer lugar la elevada frecuencia de estos problemas. Si consideramos el número de hombres y mujeres que experimentan dificultades sexuales en alguna etapa de sus vidas, es difícil admitir que todos ellos padezcan serias alteraciones psicológicas. Por otra parte, la mayoría de los sujetos que consultan no presentan una patología psiquiátrica importante, y la impotencia o la eyaculación precoz aparecen como el único problema relevante. Y lo innecesario de un tratamiento prolongado orientado a la resolución de supuestos conflictos, se deriva de la buena respuesta de estos trastornos a la moderna terapia sexual, un programa de tratamiento conductual centrado en la propia disfunción. Más aún, las dificultades sexuales suelen ser transitorias y en muchos casos remiten espontáneamente. Lo anterior no excluye, claro está, la necesidad de practicar una adecuada evaluación psiquiátrica de cada caso. Las alteraciones del funcionamiento sexual pueden ser la expresión de un cuadro 77 depresivo, de un trastorno obsesivo-compulsivo y aun de cuadros más serios. Problemas médicos tales como obstrucciones vasculares, alteraciones neurológicas o trastornos hormonales también pueden explicar un problema sexual, y ello obliga hoy en día a practicar exámenes especializados como la «Tumescencia Peneana Nocturna», que evalúa el número y la magnitud de las erecciones que tienen lugar durante el sueño. Cuando el sujeto presenta adecuadas erecciones nocturnas, se supone que su respuesta fisiológica es normal y la indagación se orienta a las causas psicológicas del problema. Otros estudios examinan el flujo sanguíneo a través del pene -puesto que la erección depende de la retención de sangre en cavidades especiales del miembro viril- y la dosificación de ciertas hormonas necesarias para una respuesta sexual eficaz. En la mayoría de los casos, sin embargo, el sujeto que padece una disfunción ha desarrollado el problema a partir de su educación y de las experiencias que ha vivido. Aunque todos nacemos con la capacidad de responder sexualmente en situaciones eróticas, podemos aprender a reaccionar con culpa, miedo o ansiedad ante los estímulos sexuales. Estas emociones negativas son incompatibles con la erección o anulan el placer sexual. El control sobre el orgasmo es otra habilidad que puede aprenderse. Algunos hombres no adquieren un control adecuado sobre su eyaculación, y ciertas mujeres ejercen un control excesivo que les impide «soltarse» en el momento del clímax y alcanzar el orgasmo. En otras palabras, las disfunciones son el resultado de hábitos inconvenientes adquiridos a lo largo de la vida. Tales hábitos consisten en pensamientos, emociones y reflejos que bloquean la respuesta sexual, como ocurre en el caso de la impotencia y la frigidez, o la aceleran como ocurre en la eyaculación precoz. El concebir a las disfunciones como resultado de un proceso de aprendizaje y no como la expresión de supuestos conflictos, tiene importantes consecuencias prácticas. En primer lugar, el tratamiento consiste en promover un reaprendizaje, es decir en ayudar al sujeto a responder en forma 78 adecuada ante los estímulos o situaciones sexuales. No parece necesario, en cambio, reflotar el proceso de aprendizaje original para tratar el problema. Tal ejercicio de investigación histórica o biográfica no hace que el sujeto desarrolle automáticamente nuevas formas de respuesta sexual. El mismo principio opera con otras conductas o respuestas. Si hemos aprendido a hablar mal un idioma extranjero, debemos entrenarnos para corregir la pronunciación o la ortografía. A nadie se le ocurriría investigar cómo aprendimos originalmente a escribir mal una palabra en inglés como forma de corregirla. Con las respuestas sexuales ocurre otro tanto. Y así como el reaprendizaje de una correcta ortografía no genera «errores ortográficos sustitutos», el aprendizaje de mejores y más gratificantes respuestas sexuales no genera «síntomas sustitutos» ni nada que se les parezca. El tratamiento conductual de las disfunciones se encara entonces como un proceso de aprendizaje activo. La terapia comienza siempre con un exhaustivo análisis del caso, a efectos de establecer cuáles son los factores que mantienen el problema en la actualidad. Debemos saber exactamente qué piensa y siente el sujeto antes, durante y después de mantener relaciones sexuales y cuál es su actitud hacia el problema. Por los motivos que hemos visto, el estudio del paciente se centra más en el presente que en el pasado; sin embargo, es necesario conocer la historia sexual del sujeto para establecer cómo comenzaron sus dificultades y cómo evolucionaron a través del tiempo. El análisis del caso debe ser individual, ya que problemas similares suelen responder a causas diferentes. Una dificultad adicional radica en que los factores que dieron origen al problema no son necesariamente los que mantienen la disfunción en la actualidad. Un ejemplo permitirá aclarar este punto. Si un individuo pretende mantener relaciones sexuales en circunstancias particularmente exigentes, por ejemplo en un lugar donde corre el riesgo de ser descubierto o con una compañera a la que percibe como muy experiente y crítica, puede tener dificultades para alcanzar y mantener una erección. Si a partir de esa experiencia comienza a preguntarse si 79 volverá a fracasar, es probable que en el próximo intento esté más pendiente de su propio desempeño que de su compañera. Esto, naturalmente, altera su respuesta sexual y se establece el círculo vicioso que mantiene el problema. Meses o años después, su disfunción puede mantenerse por su propia preocupación acerca de su funcionamiento sexual, lo que Masters y Johnson llamaron el «rol de espectador». La ansiedad o el miedo responden ahora a la autoobservación del sujeto, aunque su actual compañera diste mucho de ser exigente. La fuente original de ansiedad ha desaparecido, y el tratamiento debe centrarse en cortar el círculo «impotencia-preocupación-impotencia» que mantiene la disfunción en la actualidad. El tratamiento, sin embargo, no se agota allí. Con frecuencia es necesario abordar también los factores predisponentes, tales como el elevado nivel de autoexigencia o la creencia de que «un hombre debe funcionar siempre en forma impecable», sea cual sea la situación. Estas ideas, también aprendidas, favorecen la autoobservación ansiosa que compromete el desempeño sexual. De modo que la modificación del comportamiento sexual es mucho más compleja que la corrección de un error ortográfico, pero es también un aprendizaje desde el momento que supone un cambio en las creencias del sujeto y una reducción de su ansiedad en situaciones eróticas. La necesidad de un examen completo del caso individual, el desarrollo de estrategias adecuadas a ese caso en particular -de acuerdo a los factores que mantienen el problema- y el abordaje de aspectos de la personalidad del sujeto que favorecen el desarrollo de la disfunción son pilares del tratamiento conductual. La necesidad de un reaprendizaje activo, mediante ejercicios de imaginación o tareas a realizar en pareja son otras características de este enfoque. La dinámica de la relación matrimonial, que a veces juega un rol central en el mantenimiento del problema, amerita en ocasiones una consideración especial, que puede llegar a una terapia conjunta centrada en el vínculo cuando la disfunción no puede analizarse fuera de ese contexto. El caso de Mabel y Sergio que resumimos en el próximo 80 capítulo, muestra cómo las dificultades sexuales pueden responder a conflictos de pareja. En síntesis, las disfunciones sexuales no se consideran actualmente «síntomas» de traumas subyacentes sino el resultado de hábitos y actitudes que se han incorporado a lo largo de la vida. Estos hábitos afectan la respuesta sexual en forma refleja o automática, y no porque el sujeto se proponga -consciente o inconscientemente- funcionar mal. El inducir al paciente a pensar que no quiere tener erecciones, así como el sostener que padece un grave trastorno de su personalidad, constituye a nuestro juicio una práctica equivocada: ahora el sujeto no se preocupa sólo por su disfunción; también se angustia por el conflicto que cree tener y se sume a veces en un pesimismo innecesario. 81 CUANDO SE ENFRÍAN LAS PASIONES Historia Sexual de un Matrimonio Mabel y Sergio5, de 30 y 33 años respectivamente, llevaban cuatro años de casados cuando consultaron por dificultades en su vida sexual. Sergio se quejaba de la baja frecuencia de sus relaciones íntimas, debido a que Mabel no respondía a sus intentos o se negaba abiertamente señalando que «no se sentía motivada». Cuando finalmente accedía a mantener relaciones no alcanzaba orgasmos, los cuales solía experimentar con regularidad durante el noviazgo y los primeros años de su matrimonio. Ella, por su parte, sostenía que se encontraba abrumada por las tareas domésticas y por sus estudios, ya que estaba cursando el último año de una carrera universitaria. Aunque el disgusto de él y el agotamiento e indiferencia de ella aparecían en primer plano, un examen más detenido reveló que Mabel experimentaba cierto disgusto y hasta rechazo ante las exigencias sexuales de su esposo, mientras que éste sentía temor y preocupación por la falta de respuesta sexual de ella, sospechando que la misma se debía a su falta de habilidad para complacerla y provocarle orgasmos. Al examinar en detalle su relación de pareja, surgieron otros datos significativos. Sergio siempre asumió un rol dominante y protector en la relación, mientras que Mabel mantuvo un comportamiento sumiso, delegando en su compañero las decisiones más importantes. Esto coincidía con el modelo tradicional de matrimonio que ella había conocido en su propia familia, por lo cual no supuso un problema durante el noviazgo y los primeros años de matrimonio. Sin embargo, 5 Los nombres «Mabel y Sergio», así como otros datos personales que se incluyen en el presente artículo, son ficticios. El caso se presenta en forma resumida y omitiendo muchos detalles, ya que ha sido redactado exclusivamente con fines de difusión. 82 Mabel fue modificando sus puntos de vista con el paso del tiempo, sobre todo por la influencia de sus compañeras más modernas y liberales de la facultad. Comenzó a sentirse desvalorizada por el lugar que ocupaba en el matrimonio y a percibir a Sergio como «un machista» que pretendía que ella le obedeciera y estuviera a su servicio. Se tornó muy sensible a la conducta de su esposo, llegando a molestarle incluso su tono de voz imperativo o las ocasiones en que él tomaba resoluciones unilaterales, aunque se tratara de temas menores tales como elegir una película en el video-club. De ese modo fue «confirmando» la imagen de hombre autoritario e insensible que se había formado de él. Sin embargo, sus propias inhibiciones le impidieron plantear claramente su malestar. En lugar de encarar frontalmente el problema, se limitó a expresar en forma indirecta su disgusto poniendo mala cara, demorando cuando él le pedía algo- o actuando en contra de sus expectativas -por ejemplo: yéndose a dormir en lugar de mirar el video con él. Su resistencia a mantener relaciones sexuales y su escasa entrega durante las mismas formaban parte de esa actitud de rebeldía pasiva: el negarse a complacerlo y oponerse sistemáticamente a sus demandas era una forma de tomar represalia y equilibrar el balance de poder en la relación. Sergio, por su parte, desconocía el resentimiento de su esposa o no creía que fuera tan importante como para condicionar el comportamiento sexual de ella. Por eso atribuía su escaso interés en el sexo al aburrimiento y tal vez a su propia falta de capacidad para estimularla. La pobre respuesta sexual de Mabel despertó las dudas que albergaba respecto a su habilidad como amante, y de allí su temor a «no poder complacerla». A diferencia de otros casos más simples, en que el tratamiento consiste en proponer a los consultantes tareas sexuales y ejercicios destinados a incrementar el placer o a reducir la ansiedad, aquí la estrategia fue diferente. La terapia debió encarar los factores causales 83 que estaban manteniendo el problema, tales como el estilo inhibido de comunicación que exhibía Mabel, su dificultad para expresar desacuerdos en forma clara y directa y su tendencia a tomar represalias. También fue necesario revisar su «visión de túnel», mediante la cual percibía sólo las conductas autoritarias de Sergio ignorando en cambio los gestos de consideración que él había comenzado a exhibir. La terapia debió proveer a Mabel de las estrategias adecuadas de comunicación y motivación para conseguir una mayor satisfacción en su relación conyugal. Sergio, por su parte, debió comprender que su esposa no era un objeto que respondía cuando él «hacía lo correcto», sino una persona con su propia dinámica emocional que podía encontrarse más o menos dispuesta para la actividad sexual. También debió comprender los cambios que se habían operado en ella durante los últimos años, y resolver en qué medida él quería o podía acompañar dicha evolución. Las técnicas y procedimientos empleados para alcanzar dichos objetivos están fuera del alcance de este artículo. Sin embargo, el ejemplo permite apreciar que el tratamiento conductual no toma siempre el motivo de consulta tal como es presentado por los pacientes, ni se limita a aplicar técnicas para modificar el comportamiento sexual cuando la disfunción está mantenida por factores vinculados a la relación de convivencia. 84 TERAPIA SEXUAL EN EL CTC Centro de Terapia Conductual Lorenzo J. Pérez 3172/004 - Montevideo Tel.: (598) 2709 1830 www.psicologiatotal.com - [email protected] En el Centro de Terapia Conductual se abordan las dificultades en el funcionamiento sexual mediante distintos formatos de tratamiento, según las necesidades del consultante: Sesiones individuales de consejo y orientación: un asesoramiento de breve duración (3 a 6 sesiones) centrado en el análisis y manejo de las inhibiciones y otras dificultades de la vida sexual. Sesiones de orientación sexual a la pareja: un asesoramiento conjunto de breve duración (3 a 6 sesiones) que apunta a mejorar y enriquecer la sexualidad de la pareja. En el marco de una terapia individual cognitivo – conductual, a partir de objetivos de cambio y superación personal, incluyendo cambios en la vida sexual. Como parte de una terapia de pareja, en sesiones conjuntas que apuntan a mejorar la comunicación y a recuperar la armonía de la pareja en diferentes planos incluyendo su vida sexual. 85 Los malos son los otros 86 AGRESIVIDAD Y TOLERANCIA Sobre este tema no parece haber dos opiniones, al menos «de la boca para afuera»: casi todos coincidimos en que el respeto y la tolerancia constituyen la base de una sociedad civilizada. La paciencia, la consideración y la cortesía son valores universales, y casi nadie discute las ventajas de una convivencia pacífica. En los hechos, sin embargo, la mayoría de nosotros exhibimos reacciones agresivas al atravesar la puerta de calle, en cualquiera de los dos sentidos. La familia, el trabajo y sobre todo el tráfico parecen ser campos de batalla que despiertan nuestros instintos agresivos. No se trata de que nos tomemos a golpes o a puntapiés con nuestros ocasionales enemigos. Cuando hablamos de agresividad lo hacemos en un sentido amplio, que va más allá de la violencia física y que incluye la agresión verbal, la respuesta airada, la crítica dura, la amenaza, la prepotencia y hasta la mirada o el gesto hostil que transmiten enojo sin verbalizarlo. Tal como ocurre con otras emociones -por ejemplo el miedo o la tristeza-, la cólera configura un problema sólo cuando es desmedida, desproporcionada a la situación que la ha generado, o bien cuando constituye una reacción habitual del sujeto porque se dispara ante mínimas frustraciones. En tales casos, la respuesta agresiva suele comprometer las relaciones interpersonales del individuo, inspirando temor y resentimiento en sus seres queridos, cuando no francos contraataques y duras represalias. Todo ello conduce a un distanciamiento de familiares, amigos y compañeros, mientras que el sujeto se considera incomprendido o marginado sin razón, lo cual aumenta su enojo y deteriora aún más sus vínculos sociales. Se ha dicho con frecuencia que la agresividad es una respuesta natural ante los obstáculos y contratiempos. Entonces, ¿por qué algunas personas toleran bastante bien las frustraciones, mientras que otras 87 reaccionan en forma airada e iracunda en circunstancias similares? ¿Qué actitudes predisponen a montar en cólera y cuál es el enfoque, en cambio, que permite desarrollar una mayor tolerancia ante las dificultades? La clave no está en los problemas que cada uno enfrenta sino en el modo como los encara. Como veremos a continuación, algunos pensamientos favorecen las respuestas agresivas mientras que otros promueven una mayor comprensión y tolerancia en quien los evoca. Las personas que viven enojadas se forman juicios de valor globales, radicales o categóricos sobre los otros. A sus ojos, los demás son justos o injustos, agradecidos o ingratos, sinceros o fallutos, solidarios o egoístas, etc. Quienes demuestran mayor tolerancia, en cambio, pueden juzgar comportamientos aislados de otras personas, por ejemplo: «en esta ocasión no me dijo toda la verdad» en lugar de concluir: «es un mentiroso». Los sujetos iracundos necesitan saber siempre quién tiene la culpa de los sucesos adversos. Suelen atribuir toda la responsabilidad a una sola persona o a un grupo social, y luego descargan su ira sobre el o los presuntos culpables. Los individuos menos agresivos, en cambio, toleran mejor la incertidumbre y reconocen muchas veces que no saben quiénes son los responsables de un hecho desgraciado. Además, suelen repartir más las culpas. En un accidente de tránsito, por ejemplo, toman en cuenta el estado del pavimento, la mala visibilidad, los errores de ambos conductores, las posibles fallas mecánicas y la mala señalización de la ruta, en lugar de cargar toda la culpa a la imprudencia de uno de los actores. Quienes exhiben un malhumor crónico, atribuyen sus propios fracasos y desventuras a factores externos como la suerte, el azar o la intervención de otras personas, mientras que los sujetos más moderados asumen la responsabilidad por los resultados que obtienen. Estos últimos se preguntan «qué hice mal o cómo puedo mejorar la situa- 88 ción», mientras que los primeros se quejan del destino o de la mala voluntad de los demás. La tendencia a considerar las actitudes ajenas como dirigidas intencionalmente hacia ellos es otra característica de los individuos agresivos. Cuando alguien los mira directamente a la cara pueden tomarlo como una provocación, en lugar de pensar que el sujeto los confunde con otra persona. Si se cruzan con un conocido que no los saluda, piensan: «no me quiso saludar» en lugar de suponer: «no me reconoció» o «estaba distraído». En otras palabras, lo toman como algo personal y se enojan en consecuencia. La actitud opuesta, es decir, el buscar explicaciones alternativas para la conducta ajena, en particular motivos distintos de la mala intención, favorece respuestas menos apasionadas y más tolerantes. Los sujetos agresivos suponen que quienes piensan o actúan en forma diferente a como lo hacen ellos son malos o están equivocados. Consideran que hay una manera correcta de hacer las cosas, y que siempre es necesario establecer quién está en lo cierto. Las personas tolerantes, en cambio, suelen ver a los otros como individuos diferentes, no malos o errados sino distintos. Consideran que los demás tienen sus propias costumbres, prioridades y valores, que no son mejores ni peores que los propios sino diferentes. Por eso no creen necesario juzgarlos, al menos mientras no afecten sus derechos. Este fenómeno explica muchas discusiones violentas que surgen a partir de simples diferencias de opinión. La persona intolerante no se contenta con exponer su punto de vista: pretende convencer a su interlocutor de que está en lo cierto. Su objetivo no es sólo comunicar una opinión sino demostrar que tiene razón. Aquellos que se limitan a hacer conocer sus ideas sin el propósito de que los demás las compartan a cualquier precio, pueden intercambiar opiniones sin llegar a una confrontación. 89 A muchas personas agresivas les cuesta reconocer que los demás tienen sus propias necesidades, y se conducen como si los otros estuvieran en este mundo para servirlas. Por eso se enojan mucho cuando no son complacidas, y les cuesta aceptar un «no» como respuesta. Los sujetos más tolerantes, en cambio, aceptan tácitamente que los otros van a satisfacer primero sus propios deseos. No ven esto como una forma de egoísmo o insensibilidad, sino como un fenómeno normal y esperable, que por otra parte no es incompatible con una actitud solidaria en otras circunstancias. De hecho, todas las personas tienen sus propias necesidades y es normal que los objetivos individuales entren en conflicto. La dificultad en tomar esto como un fenómeno natural y humano lleva a frecuentes enojos y recriminaciones. 90 LOS PREJUICIOS Generalmente asociamos los prejuicios con la discriminación racial, la persecución o la marginación de quienes son diferentes. Además, la mayoría de nosotros nos consideramos objetivos al juzgar a otras personas, y vemos a los prejuicios como un mal ajeno. Sin embargo, el prejuicio como fenómeno psicológico va más allá del comportamiento fanático de los sujetos racistas, que sin duda prejuzgan a quienes odian por su origen o por el color de su piel. El prejuicio cotidiano es mucho más frecuente, y la mayoría de nosotros utilizamos preconceptos a la hora de relacionarnos con nuestros semejantes. Veamos primero cuáles son las características de esta forma errónea de sacar conclusiones, para luego examinar los juicios que a menudo efectuamos en forma apresurada. ¿Qué es exactamente un prejuicio? Es un juicio adverso o negativo hacia un grupo social, asumido sin datos o pruebas suficientes. Allport dijo que tener prejuicios es «pensar mal de otros sin base». Los grupos prejuzgados pueden ser congregaciones religiosas, grupos raciales, miembros de una clase social, habitantes de cierta zona, pertenecientes a un sexo -hombres, mujeres, homosexuales- o con determinado estado civil -por ejemplo: solteros o divorciados. Quien alberga prejuicios supone que los sujetos pertenecientes a esos grupos actuarán o pensarán de cierto modo antes de conocerlos. También es común desarrollar preconceptos sobre determinados objetos o actividades: las sociedades, el matrimonio, las películas de cierta procedencia, etc. El sujeto convencido de que todas las películas francesas son aburridas puede negarse a mirar cualquier proyección de ese origen, y el individuo persuadido de que ninguna sociedad es buena puede rechazar una oferta conveniente por su resistencia a 91 asociarse con otra persona. En su forma extrema, los prejuicios constituyen una forma de pensamiento inamovible o dogmático que quita libertad de opinión a quien adhiere a ellos. A veces se confunde al prejuicio con la simple percepción de las diferencias. Percibir las características de cierto grupo en forma neutra, sin juzgarlas, viéndolas sólo como rasgos distintivos de ese grupo e incluso respetar dichas diferencias no es prejuzgar. De hecho, aceptar con naturalidad las diferencias entre las personas está en la base de la tolerancia y la armonía social. Además, esta opinión no evaluativa de los rasgos ajenos es más flexible que los clásicos prejuicios, y quien la sostiene está dispuesto normalmente a modificar su impresión original. Cómo adquirimos y mantenemos nuestros prejuicios El primer paso consiste en crearnos un estereotipo, es decir una imagen única de los sujetos pertenecientes a determinado grupo -por ejemplo de los divorciados- a partir de información parcial y limitada: los divorciados que conocemos o lo que nos han dicho sobre ellos. Luego generalizamos, es decir aplicamos el estereotipo a todos los sujetos pertenecientes a ese grupo. Asumimos, hasta prueba de lo contrario, que los divorciados tienen ciertas características o se comportan de tal o cual manera. A veces mantenemos el estereotipo a pesar de las pruebas en contrario, por un mecanismo psicológico que se conoce como visión de túnel: confirmamos la imagen de los sujetos prejuzgados atendiendo sólo a aquellos que se comportan de acuerdo a nuestras expectativas, mientras ignoramos o tomamos como excepciones a quienes se conducen de un modo diferente y contrario a nuestra imagen preconcebida. Paradójicamente, consideramos excepciones a los pocos individuos con quienes tenemos contacto real, y mantenemos un estereotipo alimentado por fantasías sobre gente que no conocemos o con la cual tenemos escaso contacto. 92 Qué necesidades psicológicas satisfacen los prejuicios Un temor muy común entre los seres humanos es el miedo a lo desconocido. Baste recordar el viejo dicho de que «más vale malo conocido que bueno por conocer». Para muchas personas, los sujetos distintos resultan misteriosos, desconocidos y por ende imprevisibles. Por tal motivo, el formarse una idea «a priori» sobre ellos evita enfrentar el temor que supone lo extraño y brinda cierta seguridad, claro que al precio de falsear o simplificar la realidad. Por otro lado, el juzgar a todo un grupo por anticipado nos evita el penoso trabajo de examinar a cada persona por separado. Con frecuencia los prejuicios afirman la propia superioridad, ya que al atribuir a otras personas rasgos o cualidades negativas las consideramos inferiores a nosotros en algún sentido. Por eso el prejuicio se acompaña siempre de una desvalorización del otro, y quien lo mantiene afirma con orgullo no pertenecer al sector cuestionado. En otros casos el sujeto forma parte del pueblo o del grupo social al que desprecia, y su odio es una forma de alinearse con los críticos y detractores para mostrarse como una excepción, evitando así la hostilidad que sufre su propia comunidad. Otra función de los prejuicios es consolidar la pertenencia a un grupo. Es sabido que el odio y el desprecio a un enemigo común unen a las personas y concitan aceptación social. A su vez, pertenecer a un grupo y ser aceptado por los otros miembros permite al sujeto sentirse «alguien», le da un estatus especial y le permite considerarse valioso independientemente de sus méritos o condiciones personales. Por ese mecanismo, los prejuicios fortalecen la autoestima y alimentan la sensación de la propia importancia, como ocurre al pertenecer a un club muy exclusivo. Claro que la sola pertenencia a un grupo no es suficiente para cultivar una actitud soberbia; son aquellos sujetos que intuyen su propia mediocridad quienes encuentran en la adhesión a ciertos prejuicios una fácil manera de sentirse superiores a otros. 93 Estilos de pensamiento que favorecen los prejuicios Si observamos nuestra forma habitual de pensar podremos descubrir ciertos hábitos mentales que favorecen el desarrollo de ideas preconcebidas. La tendencia a sacar conclusiones rápidas sobre otras personas, a veces luego de cambiar algunas palabras con ellas o sólo con verlas, revela una tendencia a desarrollar preconceptos, sobre todo cuando tales impresiones se asumen con gran certeza. Las personas de juicio inflexible, a quienes les cuesta normalmente cambiar de idea; personas de mentalidad cerrada, que se resisten a aceptar toda información que contradiga sus opiniones, tienden a mantener también los estereotipos que manejan sobre los demás. El pensamiento categorizador, es decir la tendencia a ubicar a los demás en categorías bien definidas también lleva a perder objetividad. Los sujetos que piensan en estos términos siempre saben quiénes son sus amigos y quiénes sus enemigos, dónde están los buenos y dónde los malos, etc. Las personas autoritarias y mandonas que propenden a imponer sus puntos de vista en forma agresiva, también desarrollan prejuicios con mayor facilidad que los sujetos tolerantes. Aquellos que desconfían de quienes son distintos, se predisponen negativamente hacia los miembros de ciertos grupos políticos, religiosos o raciales. Y los sujetos que tienen las ideas muy claras, que suelen emitir juicios muy contundentes sobre las cosas y la gente sin dudar ni relativizar, también son propensos a prejuzgar. Estas personas suelen inspirar confianza, son convincentes y trasmiten seguridad aunque sus ideas no tengan demasiado fundamento. Por eso conviene desconfiar de quienes tienen todas las respuestas, aunque naturalmente, este también puede ser un prejuicio. 94 GANADORES Y PERDEDORES ¿Qué emociones nos despiertan? ¿Qué siente usted hacia las personas que tienen éxito? ¿Qué suele pensar de los «ricos y famosos», de aquellos que son noticia, de los que acaparan las tapas de las revistas? A muchos de nosotros, los sujetos que «han llegado» nos despiertan una mezcla de envidia y admiración. Nos fascina el éxito y estamos bien predispuestos hacia los ganadores, los «número 1», los hombres y mujeres que han triunfado. Otros, en cambio, acostumbramos a mirar con cierto desdén a los triunfadores: «algo turbio habrá hecho para tener tanto dinero...», comentamos con suspicacia. O directamente le quitamos mérito a sus supuestos valores: «para mí no juega tan bien, qué querés que te diga...». O: «sí, le fue bien, pero se quedó con la empresa de su familia». Hay mil maneras de restarle valor a los logros ajenos, y el ingenio popular ha demostrado ser muy creativo a la hora de desmerecer los éxitos de otras personas. También los perdedores suelen despertar sentimientos encontrados: a veces es compasión y apoyo, pero en otros casos es rechazo y hasta desprecio. Sin llegar a tales extremos, es común culpar a los demás por sus fracasos o, por el contrario, justificarlos sistemáticamente. Si tuviéramos que resumir estas reacciones, diríamos que tanto los ganadores como los perdedores son capaces de despertar en nosotros fuertes sentimientos de aceptación o rechazo. ¿Cuál es el significado de estas actitudes acaloradas o emotivas? Desde el punto de vista psicológico, cuanto más apasionada es nuestra reacción hacia otra persona menos objetiva se torna. Una fuerte tendencia a idolatrar o a denostar a los ganadores revela más una necesidad personal de hacerlo que una visión realista de aquéllos. Otro tanto ocurre con las emociones que nos despiertan los 95 perdedores: si experimentamos regularmente rechazo hacia ellos, o si por el contrario nos sentimos inclinados a defenderlos, seguramente están en juego nuestros temores y necesidades internas. De hecho, nuestra disposición positiva o negativa hacia los logros ajenos depende de qué sentimos hacia nuestros propios fracasos y de qué representa el éxito para nosotros. De alguna manera, los ganadores y perdedores que conocemos nos recuerdan nuestras propias frustraciones. Las reacciones más negativas hacia los ganadores se encuentran entre los individuos que tienen una necesidad neurótica de triunfar. Como su autoestima depende de ser admirados o reconocidos, más allá de las ventajas prácticas o materiales de alcanzar logros, entran fácilmente en competencia con los ganadores. Para ellos los triunfadores representan una amenaza, y su envidia les induce a restarles méritos para no sentirse disminuidos. Otro grupo que suele cuestionar a los exitosos es el de aquellos que hacen un culto a la mediocridad. Estos censuran o critican a quienes se salen de la norma y defienden al «hombre promedio», que no alcanza notoriedad por sus logros ni por sus fracasos. Al burlarse de los exitosos o al desvalorizarlos, el sujeto se siente cómodo con su propia mediocridad y consigue de paso la aceptación y simpatía de sus pares. Este es un fenómeno bastante común en nuestro medio, donde ya desde el aula el chico que destaca es calificado en forma peyorativa como el «traga» de la clase. Los sujetos disconformes con sus propios logros se identifican a veces con los perdedores y los defienden, para justificar así sus propios fracasos. En otros casos es la vocación de «salvador» la que lleva a muchas personas a buscar víctimas para poder brindarles su protección, como forma de reforzar el sentido de su propia importancia. Suelen atribuir el fracaso de sus protegidos a la mala suerte o a la falta de oportunidades, y a veces «adoptan» al desvalido para rescatarlo de su injusta situación. Se trata, claro está, de un seudoapoyo, ya que el salvador se siente secretamente complacido por haber encontrado una víctima a quien poder ayudar. 96 En el polo opuesto están las personas que no creen en la suerte o en el azar. Para ellas, cada cual es responsable de todo lo que le ocurre, y aquellos que fracasan se lo han buscado y se lo merecen. A partir de esta premisa, experimentan cierto desprecio por los perdedores, a quienes califican de tontos, holgazanes o poco ambiciosos. Tampoco ellos mismos se permiten flaquezas o debilidades. Un grupo particular es el de los «contras», cuya tendencia a la contradicción sistemática les lleva a poner en tela de juicio tanto los méritos de los ganadores como las culpas de los perdedores. Están programados para buscar la excepción, el «sí, pero...», y por eso buscan en los demás el detalle que no cierra con su imagen pública de fracasado o exitoso. De modo que nuestra reacción ante los méritos o las fallas ajenas está bastante influida por nuestras íntimas decepciones y nuestros hábitos de pensamiento, en particular si los juicios que formulamos son muy apasionados y más aún si se reiteran con frecuencia. De ese modo, la opinión que nos merecen los logros del prójimo puede ser un espejo en que, sin advertirlo, reflejamos a veces nuestra propia personalidad. 97 LA ENVIDIA La envidia es un pecado mal visto en nuestra cultura. Porque la gula, por ejemplo, despierta risa y hasta simpatía, y la lujuria suscita alguna sonrisa cómplice. Pero la envidia siempre genera rechazo y desaprobación. Muchas personas aceptan que son iracundas, o reconocen que a veces las domina la pereza, pero pocas admiten que las consume la envidia y el rencor por los éxitos ajenos. Además, la envidia despierta temor en nuestra sociedad: las cintas rojas que colgamos en los autos y la tendencia a ocultar nuestras ganancias así parecen demostrarlo. Debido precisamente a su mala fama, conviene delimitar el término con precisión. ¿A qué nos referimos exactamente cuando hablamos de envidia? ¿Cómo podemos definir este sentimiento hostil y negativo hacia otras personas? Digamos primero que el simple deseo de tener lo que el otro tiene -sus cualidades, sus posesiones, su suerte- no es envidia, o en todo caso es «sana envidia». La auténtica envidia va más allá de anhelar la suerte o los bienes de otra persona. Supone además un rencor o rabia porque el otro disfrute de tales posesiones. Para decirlo claramente, al envidioso le molesta que al otro le vaya bien, y vive «envenenado» o resentido por los éxitos de conocidos o allegados. Puede desmerecer incluso los éxitos ajenos atribuyéndolos a la suerte, a maniobras poco éticas, a la ayuda de terceros, al engaño o al fraude. Al envidioso le cuesta aceptar que el otro ha alcanzado lo que tiene por méritos tales como su inteligencia, su esfuerzo o su dedicación. En muchos casos intenta perjudicar al afortunado hablando mal de él, saboteando sus proyectos o negándole ayuda si se da la ocasión. 98 Claro que la envidia no es un sentimiento que «está o no está», como si fuera un rasgo permanente de algunas personas. Todos podemos experimentar ocasionalmente cierto grado de rencor o disgusto ante la fortuna de algún conocido, en particular si se trata de alguien a quien aborrecemos. Pero cuando el sentimiento hostil se presenta con frecuencia y en distintas situaciones, puede transformarse en una característica del sujeto o de su personalidad. En estos casos, la envidia raramente se presenta como un fenómeno aislado. Suele acompañarse de otros rasgos o actitudes cuya descripción nos permite pintar un retrato del envidioso, que aun cuando no se presente completo en todos los casos refleja de todos modos la personalidad básica de este personaje. En pocas palabras, el envidioso típico es muy competitivo y se compara secretamente con los demás. No puede pensar en los otros sin compararse con ellos. Con frecuencia experimenta una disconformidad básica con su propia vida, se siente frustrado en sus aspiraciones y descontento con su suerte. Y en cuanto a su principal área de interés, está orientado hacia sí mismo: cuando piensa en otra persona, incluso cuando experimenta sentimientos positivos hacia ella, lo hace en términos utilitarios: «me sirve, me agrada su compañía, me divierte, me fascina, me seduce, me entretiene», etc. No experimenta un auténtico interés por la otra persona, un interés «desinteresado» y solidario. Los rasgos anteriores nos permiten comprender la dinámica psicológica que está en juego: a este individuo íntimamente frustrado y orientado hacia sí mismo, los éxitos ajenos le recuerdan sus propios fracasos. De allí la rabia y el disgusto que experimenta ante las personas que alcanzan metas que él no puede obtener. Pero como le resulta inaceptable admitir su propia mediocridad, prefiere desmerecer los éxitos de otros. En efecto, reconocer la capacidad ajena lo llevaría a admitir su propia incapacidad. Por eso dirige su enojo hacia el otro, para justificar de alguna manera sus propias carencias. 99 Como la envidia es la expresión de sus propias necesidades psicológicas, el envidioso suele ser poco objetivo al juzgar a sus semejantes. Con frecuencia está pendiente de las ventajas y beneficios de que disfrutan los demás. Percibe selectivamente tales beneficios por ejemplo: las ganancias que obtiene un comerciante o las facilidades que se otorga a quien ejerce un cargo jerárquico- sin tomar en cuenta las obligaciones y el sacrificio que imponen dichas tareas. A veces invoca razones de justicia o equidad para quejarse de los beneficios que se otorga por ejemplo a los dirigentes de una institución, cuando el verdadero motivo de su protesta es el malestar que sufre por no detentar él mismo tales prerrogativas. La envidia se comprende mejor cuando repasamos las diferentes respuestas ante la suerte de los demás. Los éxitos ajenos pueden suscitar, básicamente, tres tipos de reacción: auténtica alegría o verdadera satisfacción; indiferencia, cuando el sujeto no se alegra pero tampoco se disgusta por los triunfos ajenos; y rabia o disgusto por lo bien que le va al otro. Esta es la clásica envidia que hemos descrito al comienzo, como un sentimiento negativo u hostil. A su vez, estas tres reacciones reflejan una actitud general del sujeto ante los demás: «ir hacia», «alejarse de» o «ir contra» las otras personas. Algunos individuos tienden a acercarse a los otros, a ir hacia ellos. Sienten un natural interés por sus semejantes: son buenos oyentes, les preocupa las necesidades y los problemas ajenos, se entristecen por los fracasos de otras personas y se alegran por sus éxitos. Los del segundo grupo tienden a alejarse de los otros y a centrarse más en las cosas que en las personas. Les interesa más los problemas en sí que el impacto que los problemas tienen sobre la gente. Son objetivos, prácticos y neutrales. Como hemos dicho, los éxitos ajenos no les alegran mucho ni les despiertan rencor. Los envidiosos, por último, forman parte del tercer grupo: no se caracterizan por «ir 100 hacia» ni por «alejarse de» sus semejantes, como los anteriores, sino por ir contra ellos. Viven en una permanente puja o confrontación con sus pares, más o menos evidente. Como dijimos antes, se sienten disminuidos por los logros de otras personas, en particular cuando pertenecen a su mismo grupo social o cuando comparten con ellas algunas características: hijos de la misma edad, vivienda en el mismo vecindario, similar profesión, etc. También se alegran secretamente por los fracasos de sus «oponentes», porque dichos fracasos elevan su castigada autoestima y constituyen un pobre consuelo para su íntima desazón. 101 QUEJAS Y RECLAMOS ¿Cómo nos quejamos los uruguayos? ¿Qué hace usted cuando ha pedido una porción de pulpa jugosa y el mozo le trae el asado bien cocido? ¿O cuando la recepcionista de una oficina se muestra poco dispuesta a resolver sus problemas? La mala atención en las dependencias públicas es casi una tradición nacional. La descripción más típica es la de un sufrido ciudadano esperando una eternidad, mientras los funcionarios se encuentran enfrascados en una acalorada discusión sobre temas deportivos o las empleadas comparten una amena conversación en torno a una taza de té. Tal vez por aquello de evitar problemas, a la mayoría de nosotros nos gusta creer que los trabajadores están realmente ocupados, y muchas veces lo están. Suponemos que la conversación que mantienen es sólo un breve intercambio de opiniones sobre el partido del domingo, o que la humeante y aromática infusión es una corta pausa en el diario trajín de las funcionarias. A medida que transcurren los minutos, sin embargo, comenzamos a elaborar otras teorías. Tal vez no se han percatado de nuestra presencia y convenga llamarles la atención. Pero no. Si se molestan por nuestra insistencia pueden condenarnos a una espera aún mayor. La cautela nos dice que conviene seguir aguardando. Sin embargo, hasta la paciencia tiene un límite, de modo que finalmente vencemos nuestras inhibiciones y haciendo acopio de valor ensayamos un tímido: «este..., señorita, ¿usted atiende aquí...?». A veces la suerte nos acompaña y recibimos una respuesta alentadora. Hasta es posible que nos atiendan. Como todas las caricaturas, la descripción anterior resulta probablemente exagerada, y no hace justicia con los trabajadores que cumplen sus tareas con interés y dedicación. Sin embargo, permite ilustrar nuestra típica reacción cuando efectivamente sufrimos una atención deficiente. En tales casos, los uruguayos no nos quejamos 102 directamente. Nos callamos y decidimos no volver a ese comercio -si tenemos la posibilidad de hacerlo-, o le contamos a nuestros amigos lo mal que fuimos atendidos pero no hacemos saber nuestro malestar a la persona responsable. El hábito de contener nuestro disgusto conduce a otra reacción inadecuada: toleramos la situación hasta que finalmente explotamos, levantando la voz y acusando al empleado de «no querer trabajar» o de tener mala disposición. La tercera opción, que consiste en llamar la atención del funcionario y solicitar un mejor servicio en forma firme pero respetuosa, es la menos común en nuestro medio. En una oficina -pública o privada-, la mayoría de nosotros preferimos esperar antes que pedir directamente que nos atiendan. Si el incidente ocurre en un comercio, es posible que nos vayamos de allí con la íntima convicción de no volver, sin que nadie se entere jamás de nuestro malestar. Cuando se trata de devolver un artículo que hemos adquirido, exhibimos la misma falta de firmeza. El comprador suele aceptar la negativa del comerciante sin discutirla demasiado, aun cuando la considere injusta. Frases como: «son las normas de la casa...» desalientan a la mayoría de los reclamantes, como si la casa tuviera derecho a establecer cualquier norma y hubiera que obedecerla. A la hora de devolver o cambiar un artículo, los uruguayos creemos que necesitamos esgrimir un motivo válido para el comerciante. A la pregunta: «¿por qué desea devolverlo?», buscamos algún pretexto no me quedó bien, el color no me combina, etc.- en lugar de asumir directamente que nos hemos arrepentido. Esto, claro está, da pie para que el vendedor discuta nuestros argumentos -«por favor, pruébelo para ver cómo le queda»- o nos ofrezca otra cosa: «si el problema es el color, tengo todos estos tonos». ¿Por qué nos cuesta tanto presentar quejas, devolver artículos y hasta rechazar una prenda que nos hemos probado? Muchas veces, como en el ejemplo anterior, nos sentimos obligados porque asumimos erróneamente que debemos convencer al vendedor de que no nos sirve lo que nos está ofreciendo, y cuando nos quedamos sin 103 argumentos claudicamos y llevamos lo que no queremos. Así terminan muchos reclamos por artículos fallados o que no han sido entregados como los pedimos. En realidad es suficiente con que nosotros estemos convencidos de que no nos sirve: no necesitamos convencer al comerciante, ni tenemos por qué entrar en un debate con él. En lugar de embarcarnos en una discusión innecesaria, es mejor limitarnos a decir que no nos gusta el producto o que no nos satisface, e insistir en que nos den otro. No es la confrontación de argumentos sino la insistencia en el reclamo la que brinda mejores resultados: «puede ser que no esté de moda, pero prefiero un saco cruzado». Cuando asumimos que tenemos derechos como consumidores, podemos exigir un buen servicio con naturalidad y no como un favor especial. En lugar de preguntar tímidamente: «mozo, ¿se puede cambiar este plato...?» es mejor plantear el pedido directamente, dando por sentado que será complacido: «mozo, esta carne está muy cocida, Por favor, tráigame una porción más jugosa». Muchos de nosotros nos resistimos a presentar quejas porque creemos erróneamente que reclamar equivale a pelearse. Como hemos dicho, la idea no es discutir ni mucho menos pelear, sino simplemente formular un pedido concreto. Cuando sea necesario hablar con el gerente o con el encargado de un local, el objetivo no debe ser recriminarle la pésima atención o el destrato de que hemos sido objeto, sino señalarle el hecho en sí y pedirle un trato distinto para la siguiente ocasión -o para otros clientes. Es bueno tener claro que el propósito no es criticar el servicio sólo por el afán de demostrar los errores que se cometen en el lugar, sino brindar una información útil para mejorar la atención del comercio o de la oficina. Por ese motivo, no conviene personalizar. Las quejas deben estar dirigidas al procedimiento en sí -«la gente saca número pero luego se atiende en cualquier orden»- en lugar de empeñarse en señalar a los culpables y exigir sanciones. Se trata más de una sugerencia de cambio que de un ataque. 104 No existe en nuestro medio el hábito de presentar quejas con naturalidad, y tampoco se aprecia un auténtico interés de los comerciantes en atenderlas. Sin embargo, las quejas debieran ser bien recibidas, puesto que siempre encierran una información valiosa para mejorar el servicio. Tampoco existe la costumbre de felicitar a quien nos ha proporcionado una buena atención, o de expresarle al menos nuestro reconocimiento. Y este es otro hábito que conviene cultivar, porque el elogio sincero es el mejor atajo para conseguir cambios duraderos en el comportamiento del prójimo. 105 EL COMPORTAMIENTO DE LOS URUGUAYOS EN EL TRÁFICO ¿Por qué nuestro tráfico es tan desordenado? ¿A qué se debe que los uruguayos no respetemos las ordenanzas municipales y nos comportemos en forma agresiva o poco solidaria? El problema, naturalmente, es complejo y reconoce múltiples causas. Sin pretender efectuar un análisis completo del tema, que debe incluir especialistas en diferentes disciplinas, aportamos a continuación algunos conceptos de la psicología conductual que ayudan a comprender el comportamiento de quienes conducen un vehículo. Hábitos sociales La conducta de un sujeto siempre refleja, en alguna medida, los valores de la sociedad en que vive. La nuestra es una cultura transgresora, donde no se condena al infractor y a veces hasta se le aplaude. El que elude al inspector, como el que evade impuestos y hasta el estudiante que copia en una prueba es un «vivo», no un infractor. No tenemos el hábito de respetar las normas de convivencia, y cumplimos con las ordenanzas sólo bajo la presión de multas y sanciones. Como veremos más adelante, esto plantea una dificultad práctica, porque las sanciones sólo son eficaces para controlar el comportamiento cuando su aplicación es muy probable -por ejemplo cuando el inspector está a la vista-. La autocensura, en cambio, funciona siempre. Por eso es imprescindible una educación que resalte, desde temprana edad, las ventajas de cumplir con las normas de una sociedad civilizada. La educación debe fomentar a un tiempo el espíritu crítico y el respeto a las reglas que protegen el bienestar colectivo. La «viveza criolla» ya fue. 106 Factores individuales Entre los factores propios de cada individuo hay algunos circunstanciales, relacionados con las preocupaciones y dificultades que afligen al sujeto en ese momento y que no tienen que ver necesariamente con el tráfico en sí. Cuando una persona está deprimida o angustiada disminuye notoriamente su tolerancia a las frustraciones, y el tráfico es por naturaleza una situación frustrante: debemos esperar ante un semáforo, nuestras maniobras son obstaculizadas por el desplazamiento de otros vehículos, nos vemos obligados a dar vueltas hasta encontrar un espacio para estacionar, etc. De modo que las preocupaciones personales de toda índole, al disminuir la tolerancia del sujeto y tornarlo más impaciente conspiran contra su desempeño eficaz en el tráfico. Otros factores individuales tienen que ver con la personalidad de cada conductor, es decir con su comportamiento habitual más que con su ocasional estado de ánimo. Algunos estilos de conducta predisponen a las reacciones violentas o airadas, como vimos en el capítulo sobre «Agresividad y Tolerancia». Un caso típico es el de las personas muy competitivas, para quienes todo es cuestión de ganar o perder. A estos sujetos les molesta ser «superados» en cualquier plano, y se embarcan en pequeñas batallas con otros conductores que pueden culminar en un accidente. Para ellos, ceder el paso equivale a una derrota. Los individuos susceptibles, por su parte, creen ver provocaciones donde no las hay, y casi siempre interpretan la conducta de los demás como dirigida hacia ellos. Si un vehículo que viaja en sentido contrario mantiene las luces altas piensan: «me quiere encandilar», o «no le importa molestar a los otros conductores», sin considerar otras posibilidades, por ejemplo: «tiene los faros mal alineados», o «se olvidó de hacer el cambio de luces». Si el automóvil que circula delante de ellos gira sin hacer señales, tampoco es casualidad: piensan que el conductor lo hace intencionalmente o que no tiene la consideración debida, y se sienten agredidos o destratados. Como es natural, tales presunciones son capaces de generar reacciones violentas. 107 Los sujetos muy distraídos, en particular aquellos que no pueden atender dos asuntos al mismo tiempo, encuentran dificultades para concentrarse en el tráfico si conversan o discuten con su acompañante; aun viajando solos pueden embarcarse en un tren de pensamientos que los aleja momentáneamente de la realidad, mientras conducen en forma automática. Por último -por citar sólo algunos ejemplos-, los sujetos muy individualistas, centrados sólo en sus propias necesidades y con la exigencia de ser complacidos en todas sus pretensiones, suelen conducir en forma poco solidaria. Como no toman en cuenta las necesidades ajenas, se manejan como si la calle fuera un espacio de su propiedad y los demás estuvieran a su servicio. No les interesa perjudicar a los demás: simplemente, no los tienen en cuenta. Estos rasgos de personalidad, que en alguna medida están presentes en la mayoría de nosotros, suelen agravarse en una situación como el tráfico, en que el contacto con los demás es tan estrecho, y donde la conducta de cada uno suele interferir con los objetivos del otro. Se trata de una actividad que pone al desnudo los rasgos antisociales de nuestro carácter, el «animal» que llevamos dentro. Por eso algunas personas se transforman, literalmente, al subir a un automóvil. Las medidas de control, como apuntamos más arriba, deberían encaminarse principalmente a la prevención de las infracciones mediante programas educativos. Tales programas deben contemplar la educación continua de los conductores, empleando medios masivos de difusión. Es necesario, por ejemplo, modificar las expectativas del público en cuanto a la demora en trasladarse de un punto a otro de la ciudad. El individuo debe subir a su vehículo con una idea realista del tiempo que le insumirá el viaje, tiempo que será superior al que le demandaba el mismo trayecto años atrás. Debe estar dispuesto, por ejemplo, a esperar dos cambios de luces del mismo semáforo, porque el número de vehículos no permite muchas veces atravesar un cruce cuando la luz verde autoriza el paso. Es importante promover actitudes solidarias, ilustrando con ejemplos el comportamiento 108 adecuado. Todo esto complementado, naturalmente, con la difusión directa de las normas vigentes, las cuales no siempre se conocen bien. Al mismo tiempo, no es posible prescindir de la aplicación de multas o del retiro de la licencia de conductor. Sin embargo, las medidas represivas deben estar basadas en un adecuado conocimiento de la psicología del comportamiento. Baste para ello un ejemplo: como señalamos al comienzo, no es la magnitud de la multa lo que desalienta al infractor, sino la probabilidad de ser multado. Incluso una multa pequeña resulta eficaz si el sujeto está seguro de que le será aplicada. El conductor que cede el paso en una cebra cuando ve a un inspector, lo hace con independencia del monto de la sanción -dentro de ciertos límites-. Inversamente, las mayores sanciones son poco eficaces si el conductor sabe que la probabilidad de sufrirlas es muy baja o nula -por no existir inspectores a la vista. Los estudios sobre el comportamiento humano demuestran, además, que las sanciones son más eficaces cuando se aplican inmediatamente después de la infracción. Los procedimientos usuales, sin embargo, suponen un castigo tardío, que tiene un efecto reducido sobre la conducta que pretenden controlar. Un ejemplo de sanción inmediata sería una disposición que obligara al conductor a detener su marcha por algunos minutos al constatarse la infracción. Por otra parte, no todas las medidas deben ser represivas. El premio a los conductores que no hayan sido sancionados -por ejemplo en forma de descuento en la patente del vehículo- también puede resultar útil, siempre que el sujeto tenga la certeza de que será premiado. Los mecanismos concretos, naturalmente, deben elegirse en función de su viabilidad y de los medios disponibles para aplicarlos. Las medidas siempre deben adecuarse a las posibilidades reales; pero las disposiciones orientadas a ordenar el desplazamiento de vehículos, desde el momento en que apuntan a regular y modificar el comportamiento, deben tomar en cuenta los aportes de la psicología experimental. 109 «Ladran, Sancho...» COMO RESPONDER A LAS CRÍTICAS Esta ha sido, tal vez, la sentencia invocada con mayor frecuencia para restar importancia a las críticas y reproches, sobre todo cuando se consideran injustos o malintencionados. En tales casos quisiéramos que las críticas nos resbalaran sin alterarnos demasiado. Sin embargo, la fría indiferencia no es la reacción más común ante las muestras de desaprobación. Cuando alguien cuestiona nuestra conducta o pone en tela de juicio nuestras ideas, se enciende una alarma en nuestro interior. Casi sin pensarlo, adoptamos una postura defensiva y negamos la crítica -«no es verdad...»-, justificamos nuestra conducta «no tuve más remedio...»- o pasamos directamente al ataque: «¿y vos qué hablás...?» Esta reacción, sin embargo, no suele conseguir su propósito: por mejores que sean nuestros argumentos es obvio que nos estamos defendiendo, y muchas veces el crítico toma esto como la confirmación de que su afirmación dio en el blanco, sobre todo si nuestra respuesta es vehemente y apasionada. Por otra parte, la defensa no consigue poner fin a las acusaciones: por el contrario, quien ha formulado la crítica suele insistir en su planteo, reforzándolo a veces con nuevos reproches. Al iniciar una discusión para demostrarle que está equivocado, le obligamos a respaldar su opinión con nuevos argumentos y prolongamos de ese modo una conversación sobre nuestros errores o defectos, tema poco atractivo si los hay. Por ese motivo, los expertos en comunicación han insistido en que no es conveniente negar de plano las críticas ni justificar de inmediato la propia conducta. El lector puede preguntarse, entonces, qué camino le queda. Si no puede defenderse, ¿debe acaso aceptar reproches y acusaciones que no comparte? Tampoco parece ser esta una 110 alternativa decorosa. Lo ideal sería responder de forma neutra, sin defenderse inmediatamente, pero sin aceptar una crítica que no comparte. Las respuestas siguientes contemplan dichos requisitos y brindan algunas ventajas adicionales. Cuando el reproche ha sido formulado en términos vagos o generales, es útil pedir detalles o ejemplos concretos antes de responder: «¿en qué situaciones te parece que me comporto en forma egoísta?» «¿Qué hago exactamente para que sientas que no te respeto?» Al pedir más datos estamos demostrando que nos interesa la opinión de la otra persona y que podemos escuchar sus objeciones sin alterarnos demasiado. Este enfoque neutral -no estamos negando ni admitiendo la crítica- tiende a diluir el clima de beligerancia y propicia un diálogo objetivo orientado a examinar los hechos. Los ejemplos concretos tienen otras ventajas: transforman las etiquetas globales del tipo «sos un mal padre» en señalamientos específicos tales como «los fines de semana te quedás durmiendo en lugar de llevar a los chicos al parque». Esto último, naturalmente, es más fácil de aceptar y puede llevarnos incluso a modificar nuestros hábitos. De hecho, pedir detalles nos permite a veces recoger una valiosa información sobre nuestra conducta, la cual nunca habríamos obtenido si nos hubiéramos empeñado en defender nuestro ego y en demostrar lo injusto del reproche. Por último, al solicitar ejemplos concretos obligamos a quien nos critica a ser más preciso. Si el reproche fue desmedido o exagerado, y sobre todo si carece de fundamento, el crítico tendrá dificultades para presentar hechos concretos. En ese caso, lo inapropiado de su planteo quedará en evidencia. En todo caso, al solicitar ejemplos estamos obligando al otro a dar explicaciones en lugar de tener que brindarlas nosotros. Pero más allá de esta utilidad, la técnica debe emplearse con un auténtico interés por recoger información y no en un tono de desafío, como si dijéramos: «¿a qué no encontrás un ejemplo válido?» 111 Una vez que tenemos claro de qué se nos acusa, estamos en condiciones de dar una respuesta. Sin embargo, un viejo principio establece que el mejor modo de manejar las discrepancias consiste en comenzar señalando las áreas de coincidencia en lugar de poner énfasis en los puntos de fricción. Según Alan Garner, Manuel J. Smith y otros especialistas en relaciones humanas, es conveniente aceptar primero la parte del planteo que resulta compartible. Si el cuestionamiento que nos han formulado es válido en su totalidad, podemos reconocer con naturalidad nuestro error sin poner pretextos que den lugar a una discusión. Una vez que hemos aceptado la equivocación, es difícil que el crítico continúe insistiendo en su acusación: ya le hemos dicho que tiene razón, de modo que podemos pasar a otro tema. En otros casos tendremos que limitarnos a coincidir con parte de lo que sostiene nuestro interlocutor, expresando luego nuestra opinión sobre el problema. Casi siempre es posible aceptar algo de lo que ha dicho la otra persona, al menos la posibilidad de que tenga razón: «es cierto que estoy corriendo un riesgo y que tal vez me equivoque al cambiar de empleo, pero creo que vale la pena hacer el intento». Incluso cuando el reproche es muy agresivo y se transforma en un insulto, es posible reconocer sencillamente que el otro piensa de ese modo cuando no deseamos entrar en polémicas con él: «si, ya veo que para vos soy falso y deshonesto», versión moderna y exasperante de la quijotesca indiferencia. Finalmente, podemos brindar nuestra propia opinión sobre aquellos puntos que no compartimos, o -como en el ejemplo anteriorcomunicar sencillamente nuestra decisión: «... de todas maneras prefiero cambiar de empleo». En esta etapa nos limitamos a trasmitir nuestra forma de pensar sin discutir los argumentos del crítico, sino como una preferencia o una opinión personal. En muchos casos es útil encarar a partir de aquí un intercambio de ideas con nuestro interlocutor, si nos interesa dialogar con él sobre el tema. Pero siempre es conveniente evitar un debate innecesario acerca de quién se equivoca y quién tiene razón. 112 Cuando los nervios nos devoran 113 QUÉ OCURRE CUANDO PERDEMOS LA CALMA Cada vez que usted se altera o se pone nervioso, se desata en su organismo una tormenta biológica. Su corazón comienza a latir rápidamente, se le humedecen las manos y su respiración se vuelve agitada o irregular. Su presión arterial puede subir o bajar, y en este último caso se sentirá mareado o inestable. Tal vez sufra cólicos digestivos, acidez estomacal o sequedad de boca. Al mismo tiempo, usted se siente inquieto, preocupado y en un estado general de alerta y tensión emocional. Estas reacciones pueden variar en intensidad, desde un discreto nerviosismo hasta una fuerte crisis de angustia. Además, los síntomas varían de un sujeto a otro: en algunas personas predominan los ajustes cardiovasculares y en otras las alteraciones digestivas o respiratorias. Sin embargo, en cada sujeto la ansiedad se manifiesta de un modo característico, y la respuesta fisiológica es más o menos la misma independientemente de la situación que la haya desencadenado. Da lo mismo que un auto frene a pocos centímetros de usted o que su hija adolescente se retrase en volver a casa. Su organismo está programado genéticamente para reaccionar ante cualquier situación que percibe como peligrosa o amenazante, con una serie de cambios que lo preparan para la lucha o la huida. Estos cambios están a cargo de los sectores del sistema nervioso responsables del funcionamiento visceral y glandular: el simpático y el parasimpático, cuya actividad depende a su vez de un centro cerebral ubicado en el hipotálamo. La reacción de alarma incluye también alteraciones hormonales, tales como la liberación de adrenalina en el torrente circulatorio. En ocasiones se alude a estas respuestas fisiológicas diciendo que el sujeto «somatiza» o que «pone en el cuerpo» su preocupación. Se 114 trata de una expresión poco feliz. Como hemos visto, el organismo responde a las situaciones de estrés en forma automática e involuntaria, y tanto la vivencia psicológica de estar ansioso como los cambios corporales que la acompañan forman parte de una reacción integrada y heredada por nuestro sistema nervioso. La sensación subjetiva de miedo no se transforma en trastornos somáticos como transpiración y temblor. Ambas, la respuesta emocional y las alteraciones orgánicas, constituyen la reacción global del individuo a los peligros reales o imaginados. Por tal motivo, no es cierto que los síntomas físicos sustituyan o reemplacen a las sensaciones psíquicas. Por el contrario, percibir palpitaciones o sentir cólicos suele aumentar la preocupación en lugar de disminuirla, como saben bien los estudiantes que están a punto de rendir una prueba importante. Normalmente, los cambios fisiológicos que tienen lugar cuando estamos nerviosos son transitorios y reversibles. Lo que se altera es la función de ciertos órganos, no su estructura. Nuestra digestión, por ejemplo, se vuelve más lenta, sentimos acidez o sufrimos diarrea, pero una vez que recuperamos la calma todo vuelve a la normalidad. Las consecuencias pueden ser distintas cuando la tensión se mantiene durante meses o años. Los individuos afectados por preocupaciones crónicas pueden desarrollar auténticas enfermedades psicosomáticas, como gastritis o úlcera duodenal. En estos casos existe una lesión anatómica de los órganos, no sólo una alteración de su funcionamiento. Claro que para llegar a esta etapa es necesaria cierta predisposición del sujeto. La tensión emocional sostenida actúa sobre esta vulnerabilidad y termina por lesionar los órganos afectados. La úlcera duodenal, el asma bronquial, la hipertensión arterial y otras enfermedades psicosomáticas están relacionadas sólo en parte con los trastornos emocionales. Factores hereditarios, alérgicos, infecciosos y de otro tipo también contribuyen a su desarrollo. Además, estas enfermedades son psicosomáticas en el sentido de que la tensión nerviosa sostenida es capaz de lesionar los tejidos; no expresan el deseo del paciente de sufrir la enfermedad. Como hemos visto, los 115 cambios fisiológicos que tienen lugar durante el estrés son automáticos. El sujeto no puede actuar directamente sobre su presión arterial para castigarse, ni alterar a voluntad sus secreciones digestivas con objeto de conseguir apoyo y protección. Un tipo especial de ansiedad que aparece en forma de accesos súbitos e imprevistos, se conoce como ataque de pánico. Los trastornos físicos tales como taquicardia, sensación de ahogo, mareo e inestabilidad son aquí muy intensos. El sujeto se encuentra aterrado y cree que sufrirá un ataque cardíaco, que perderá el control o que se volverá loco. Por este motivo procura escaparse rápidamente del lugar. Sin embargo, la crisis cede al cabo de algunos minutos y el organismo retorna lentamente a la normalidad. Como los ataques ocurren sin motivo aparente y en forma inesperada, los individuos que los padecen desarrollan con frecuencia una ansiedad anticipatoria: se angustian antes de salir, pensando en lo que podría ocurrirles. Comienzan a evitar aquellos lugares en que suponen que sobrevendrá el acceso, restringiendo cada vez más sus desplazamientos o buscando compañía para alejarse de su casa. Evitan sobre todo las aglomeraciones y otras situaciones de las cuales no es fácil escaparse en caso de que sobrevenga un ataque, por ejemplo: viajes en ómnibus, espectáculos deportivos o compromisos sociales. Algunos se vuelven dependientes de los tranquilizantes o del alcohol y no van a ninguna parte sin sus medicamentos. Curiosamente, no son los sedantes sino antidepresivos como la sertralina, paroxetina y similares los fármacos que han demostrado ser más eficaces para controlar los ataques de pánico, y actualmente constituyen el tratamiento de elección para este problema. La ansiedad anticipatoria y la limitación de los desplazamientos, en cambio, requieren generalmente un tratamiento psicológico orientado a modificar las expectativas del sujeto respecto a los «peligros» que encierra la crisis de ansiedad. 116 Obsesiones: CUANDO UNA IDEA NOS PERSIGUE Imagine el lector un enorme elefante, con su trompa en alto y sus orejas desplegadas. Retenga un momento esa imagen. Ahora cierre los ojos y procure no pensar en el elefante durante los próximos diez segundos. ¿Qué ocurrió? Probablemente la figura del paquidermo acudió repetidamente a su mente sin que haya podido evitarlo, o tal vez la palabra «elefante» dominó su pensamiento durante ese breve lapso. Si así fue, usted tuvo oportunidad de comprobar un principio elemental -y obvio- del funcionamiento psicológico: cuando nos proponemos alejar un pensamiento de la cabeza no hacemos otra cosa que retenerlo, y cuanto mayor es el esfuerzo que realizamos por olvidar dicho evento más probable es que lo tengamos presente. Este principio nos permite comprender cómo se mantienen las ideas obsesivas, uno de los trastornos psicológicos más molestos y desgastantes para quien lo padece. Claro que nadie lucha para erradicar de su conciencia representaciones neutrales como la que sugerimos en el ejemplo anterior: la imagen del elefante, en sí misma, no resulta angustiante. Algo similar ocurre cuando se nos «pega» una melodía o una palabra que hemos escuchado reiteradamente, pero como no nos preocupa ni le damos importancia se desvanece rápidamente. Sin embargo, muchas personas se proponen suprimir por completo ciertos pensamientos, particularmente aquellos que les resultan desagradables, dolorosos o contrarios a sus principios éticos. Así, una madre puede angustiarse ante la idea de lastimar a su hijo pequeño y embarcarse en una lucha interior para alejar dicho pensamiento de su cabeza. Muchos hombres y mujeres se sienten culpables por evocar fantasías homosexuales aunque no las encuentren placenteras, y procuran desesperadamente eliminar dichas imágenes. La posibilidad de que mueran seres queri- 117 dos, la evocación de sucesos humillantes del pasado y el recuerdo de personas que queremos olvidar, también suelen mantenerse por querer evitarlos a toda costa. Cuando tales pensamientos se tornan muy persistentes y generan un intenso malestar, interfieren con la actividad normal del sujeto y reciben el nombre de obsesiones. ¿Por qué se embarca el obsesivo en esa lucha interior? Los sujetos perseguidos por ideas fijas tienen gran facilidad para las asociaciones mentales, es decir para conectar una imagen o un concepto con otro. Son seres «pensantes» por naturaleza, y esta tendencia tiene probablemente un origen genético. Sin embargo, esto no explica aún su pretensión de controlar los recuerdos y pensamientos que tan fácilmente acuden a su conciencia. Muchos sujetos temen que las obsesiones reflejen sus auténticos deseos o sus ocultas intenciones, aunque no compartan en absoluto el contenido de las mismas: «si pienso en saltar por la ventana, tal vez me odie a mí mismo y pretenda suicidarme», afirmaba un obsesivo que amaba a la vida por sobre todas las cosas. Sin embargo, es arbitrario suponer que las ideas que evocamos reflejan siempre nuestros deseos. En realidad, todo suceso fuertemente emotivo tiende a ocupar el campo de la conciencia, tanto si es muy deseado como muy odiado. De hecho, fantaseamos con probables tragedias o anticipamos contratiempos -padecer SIDA, ser víctima de un robo- precisamente porque tememos que ocurran, no porque nos atraigan. Algunos obsesivos creen que es posible ejercer un control total sobre su actividad mental, y se sienten libres sólo si pueden evocar o suprimir sus pensamientos cada vez que se lo proponen. Lo cierto es que gran parte de las imágenes y recuerdos que evocamos no dependen de nuestra voluntad sino de la simple asociación de ideas, como ocurre cuando dejamos vagar libremente la imaginación y los pensamientos se encadenan entre sí. Otro tanto sucede cuando una persona que vemos casualmente nos recuerda a otra parecida. En estos casos no nos proponemos evocar la imagen o el recuerdo. La suposición de que siempre es posible dirigir el flujo de sus pensamien- 118 tos, y la creencia de que todo aquello que imagina revela sus reales propósitos, constituyen nociones equivocadas que inducen al obsesivo a controlar -sin conseguirlo- las ideas que rechaza. El sujeto se angustia o se siente culpable por pensar de ese modo, y se agota en una lucha interna que aumenta su ansiedad y le «da vida» a sus propias obsesiones. Los tratamientos modernos procuran invertir el círculo vicioso en que se encuentra atrapado el paciente. Algunos obsesivos consultan al psiquiatra para que éste les ayude a comprender el significado de sus pensamientos. Sin embargo, el paciente debe comprender que las ideas obsesivas se mantienen precisamente porque lucha contra ellas, o porque se embarca en interminables análisis sobre su significado. Encuentra alivio, en cambio, cuando deja de reaccionar ante las ideas intrusas y aprende a adoptar una actitud pasiva e indiferente ante las mismas. El comprender que los pensamientos no reflejan deseos o intenciones ocultas les ayuda a tomar distancia de sus obsesiones, pero con frecuencia es necesario emplear otras técnicas para dejar de responder a ellas. Y en muchos casos es necesario complementar el tratamiento con la administración de medicamentos que alivian la ansiedad y disminuyen la excesiva producción de ideas. 119 NO LO PIENSE: HÁGALO Usted sabe que debe ordenar el placar del dormitorio. Cada vez que busca una prenda entre esa maraña de buzos, camisetas y viejos pijamas, se dice a sí misma que un día de estos va a vaciar todos los estantes, tirar lo que ya no se usa y distribuir el resto de manera que pueda encontrarlo con facilidad. Hasta ahora pudo evitarlo, convenciéndose de que el armario podía esperar porque siempre había cosas más urgentes que demandaban su atención. Pero hoy, sábado de tarde, no encuentra algún pretexto elegante y está reuniendo fuerzas para emprender la penosa tarea. Sentada en el sillón de la sala, se imagina la montaña de ropa desparramada sobre la cama y anticipa la dificultad de tomar cada decisión: «¿qué hago con el vestido viejo de la nena? ¿Lo tiro, lo regalo o lo arreglo para que lo use unos meses más?» Finalmente, suena el teléfono y usted se apresura a atender la llamada salvadora, olvidándose del tema una vez más. La descripción anterior, claro está, no se aplica sólo al ama de casa y a los armarios desordenados; el profesional o el empresario que posponen reiteradamente un trabajo engorroso, el estudiante que no consigue sentarse frente a un libro y el profesor que no se decide a corregir los exámenes de sus alumnos, todos ellos sufren la presión de tener cosas pendientes, cuando no las complicaciones propias de los atrasos y postergaciones. Y cuando llega la fecha en que deben cumplir con sus compromisos, trabajan veinticuatro horas al día para completar la tarea. El problema, por supuesto, no es nuevo. Muchas personas aseguran que les falta voluntad, motivación o energía, como si el impulso para iniciar las tareas fuera algo que «se tiene o no se tiene». Algunas se quejan incluso de cierta pasividad o apatía crónica, como si fueran 120 víctimas de una enfermedad y se encontraran desamparadas ante un virus misterioso. Es cierto que algunos cuadros depresivos se manifiestan precisamente de ese modo: la persona deprimida se siente indiferente y con poca disposición a encarar sus actividades; le falta iniciativa y entusiasmo para cumplir con sus obligaciones, y funciona «a media máquina». Estos pacientes, naturalmente, deben recibir el tratamiento adecuado para su depresión, incluyendo medicación cuando es necesaria. Sin embargo, en la mayoría de los casos la postergación no refleja una enfermedad depresiva ni se explica por la ausencia de algo así como «la voluntad». Consiste más bien en un hábito adquirido a lo largo de la vida, un estilo de pensar que bloquea el paso a la acción. Como todos los hábitos, puede ser modificado si se invierte en ello el esfuerzo suficiente. Repasemos entonces algunas formas improductivas de enfrentarse a las tareas desagradables, con objeto de cultivar actitudes más eficaces y convenientes. Pensar en el proceso y no en el resultado Imaginar la montaña de ropa desparramada sobre la cama y la engorrosa tarea de clasificarla, desmotiva a la más sufrida de nuestras lectoras. Visualizar el placar prolijo y ordenado, en cambio, estimula a poner manos a la obra. Algunas personas se han acostumbrado a evocar paso a paso la actividad que están a punto de iniciar. Al encarar un trabajo pesado -hacer ejercicio, lavar los platos, reparar un artefacto- dedican siempre unos minutos a sufrir por anticipado el esfuerzo que les demandará la tarea. Otras, en cambio, han cultivado el hábito opuesto: se imaginan automáticamente el trabajo terminado y las ventajas de haberlo completado, incluyendo su propia satisfacción por haberlo hecho: al iniciar la tarea ya saborean el placer de «quitársela de encima». Evocar resultados «a largo plazo» El anticipar los beneficios de hacer gimnasia o de aprender inglés no siempre motiva al sujeto para emprender dichas tareas. Esto ocurre 121 cuando los resultados anticipados son acumulativos y a largo plazo: se alcanzan sólo con el ejercicio físico regular o con el estudio diario del idioma. Los beneficios que se obtienen de una sesión individual de gimnasia -en términos de mejoría del estado físico- son pequeños, y no pueden compensar el esfuerzo que demanda la actividad en sí. Por eso motiva más el anticipar resultados inmediatos, como el bienestar que se experimenta después del ejercicio, el placer de practicar un deporte e incluso el estímulo social que supone encontrarse con amigos. El fijarse metas intermedias y accesibles también ayuda a iniciar la tarea: es más fácil empezar a estudiar una materia si nos proponemos leer un solo capítulo, que si pensamos en el esfuerzo de memorizar el libro entero. Pensar si es o no el momento oportuno Las personas menos activas acostumbran a encarar cada posible tarea como si se tratara de una decisión trascendente: se entregan a una deliberación interna para resolver si es conveniente hacerlo ahora o si es preferible diferirlo para otra ocasión. Evalúan el tiempo de que disponen, el esfuerzo que deberían invertir, la urgencia del problema, las actividades que podrían realizar si pospusieran la tarea, etc. Al entregarse a este análisis, están asumiendo tácitamente que para iniciar el trabajo deben darse las condiciones ideales de tiempo y oportunidad. Pero las condiciones ideales casi nunca se dan, y por eso el sujeto no encuentra el momento oportuno para hacer su caminata diaria o para el chequeo médico que viene posponiendo hace varios meses. Los segundos que se emplean en examinar «si vale la pena hacerlo ahora» resultan fatales. En lugar de ello, conviene aprender a pasar al acto sin pensarlo mucho. El hábito de hacer las cosas en el preciso momento en que surge la idea rinde excelentes resultados. Creer que se debe tener ganas Muchas personas preocupadas por su inconstancia y su falta de disciplina solicitan ayuda psicológica. Afirman que conocen bien sus obligaciones, pero que, sencillamente, no tienen ganas de hacer las cosas. Vienen a la terapia a buscar una «inyección de entusiasmo», o a 122 descubrir algo que las motive y despierte su iniciativa. Se sorprenden cuando las miro asombrado y les respondo: «¿y quién le dijo que tiene que tener ganas?» La gente que se levanta por la mañana y cumple con sus obligaciones, no lo hace porque disfrute con su trabajo sino porque ha desarrollado el hábito de atender sus deberes, de fijarse una rutina y cumplir con ella. Y aunque muchos trabajos resultan luego entretenidos e interesantes, el entusiasmo surge después de encarar la tarea y no antes. La persona que permanece inactiva esperando «tener ganas» para poner manos a la obra dilata innecesariamente el momento de empezar, y a veces descubre tardíamente que el trabajo no era tan aburrido como suponía. Además, la creencia de que se debe estar motivado genera una suerte de rebeldía interna, un rechazo infantil a imponerse obligaciones: «¿Por qué debo hacerlo si no me gusta?» El sujeto experimenta sus deberes y compromisos como una limitación de su libertad, y por eso se resiste a ellos. Sin embargo, la verdadera libertad consiste en dirigir nuestra conducta para alcanzar las metas que nos hemos fijado. La rebeldía ciega contra las obligaciones cotidianas no nos ayuda a conseguir nuestros objetivos. 123 LA CAUSA DE NUESTROS MALES Los psicólogos siempre han insistido en que debemos asumir la responsabilidad de nuestras desdichas. La fórmula es simple: si nuestros hijos son rebeldes e indisciplinados, es que no hemos sabido educarlos; cuando sufrimos un contraste en el plano sentimental, estamos pagando las consecuencias de una mala elección o no hemos sabido manejar la relación de pareja; y las dificultades que enfrentamos en el trabajo, son el resultado de nuestras propias decisiones equivocadas. Nuestra sociedad también acompaña la teoría de que cada cual construye su destino. «La suerte no existe» -se afirma con frecuencia, para explicar el éxito o el fracaso de alguna persona. «Lo que uno recoge en la vida es el resultado de sus esfuerzos». Desde el punto de vista psicológico, el énfasis en la responsabilidad personal no es un capricho ni una expresión de sadismo de los terapeutas. Los individuos que atribuyen sistemáticamente sus fracasos a la suerte, al destino o a la acción de otras personas son menos eficaces para enfrentar sus dificultades, porque se sienten desarmados e impotentes ante las circunstancias. Tienden a esperar pasivamente que las cosas cambien, en lugar de luchar activamente para alcanzar sus objetivos. Aquellos que se sienten capaces de controlar sus vidas, en cambio, se preguntan qué errores han cometido y qué pueden hacer para mejorar la situación. Están en mejores condiciones para detectar sus comportamientos ineficaces y desarrollar un nuevo estilo de pensamiento y acción. Sin embargo, la doctrina de la responsabilidad personal se ha llevado demasiado lejos. Suponer que todos los problemas son el resultado de nuestros errores u omisiones, es tan poco realista como sostener que 124 somos víctimas indefensas del destino. Gran parte de las cosas que nos pasan son imprevisibles o difíciles de imaginar, y las vueltas de la vida están muy influidas por golpes de suerte, situaciones afortunadas y contratiempos inesperados. Es cierto que podemos aprovechar las oportunidades o dejarlas pasar, pero el hecho de que se presenten depende a veces de sucesos fortuitos. El esfuerzo y la inteligencia que volcamos en nuestros proyectos son fundamentales, pero no tenemos un control absoluto sobre la conducta de otras personas ni sobre las circunstancias que pueden afectarnos. Las personas que asumen toda la responsabilidad por sus fracasos se culpan a sí mismas cuando sufren un rechazo afectivo, una pérdida económica o un problema de salud. Creen que si hacen las cosas bien, los resultados deben ser satisfactorios. Si no lo son, es que no han hecho lo correcto. En la mayoría de los problemas, sin embargo, no hay un «camino correcto»; muchas veces debemos elegir entre diversas alternativas, y sólo el tiempo dirá cuál de ellas es la más conveniente. En el momento de tomar la decisión suele ser imposible adivinar cuál de las opciones resultará más ventajosa, de modo que siempre se corre algún riesgo. Los modernos estudios en el campo de la depresión confirman estas observaciones. A partir de investigaciones realizadas en la Universidad de Pensilvania, los psicólogos Abramson, Seligman y Teasdale sostienen que el modo como un individuo se explica a sí mismo sus fracasos determina el tipo y la magnitud de su depresión. De acuerdo a este modelo, los sujetos pueden atribuir sus tropiezos a causas internas o externas. Un estudiante que acaba de perder un examen de inglés puede considerar que la prueba fue muy difícil para cualquiera -atribución externa- o que él tiene poca capacidad intelectual -atribución personal o interna. Aunque en ambos casos puede sentirse molesto y contrariado, la atribución personal compromete más su autoestima y su estado de ánimo. Además de asumir toda la responsabilidad, el sujeto puede creer que su problema es permanente -«no tengo capacidad para el estudio»- o transitorio: «ese 125 día estuve poco lúcido», o bien: «la noche anterior dormí poco.» En este último caso es probable que recupere más rápidamente su motivación para preparar exámenes. La escasa inteligencia constituye además una explicación global, a diferencia de las causas específicas o puntuales: «tengo dificultad para los idiomas». Cuando atribuimos nuestros fracasos a causas globales suponemos que nuestro rendimiento será pobre en muchas áreas -por ejemplo en todas las que requieren inteligencia- y nos sentimos inseguros en una amplia variedad de situaciones. Las explicaciones específicas, en cambio, nos quitan confianza en un terreno concreto en este caso en el aprendizaje de los idiomas- y nos permiten mantener la expectativa de funcionar bien en otros planos. Los sujetos predispuestos a la depresión tienden a hacerse demasiado responsables de sus derrotas: creen que las mismas se deben a causas internas, globales y permanentes -«no sirvo para nada»- mientras que ven a sus éxitos como el resultado de factores externos, específicos y transitorios: «esta vez tuve suerte». Los sujetos positivos y optimistas, en cambio, no son tan implacables con ellos mismos. Asumen la parte de culpa que les corresponde por sus fracasos, pero también consideran los factores externos, imprevisibles o incontrolables que contribuyen a un mal resultado. 126 LAS FIESTAS TRADICIONALES Tiempo de Lágrimas y Sonrisas ¿Qué siente usted cuando el almanaque, un tanto deteriorado y con algunas manchas, le muestra desafiante su última hoja? No me diga que le resulta indiferente -«un año más, ¿qué importa?»-, ni que se mantiene ajeno al clima especial que se vive en estas fechas. Porque en rigor, claro está, del 31 de diciembre al 1º de enero sólo transcurre un día, y nada trascendente puede ocurrir en tan poco tiempo. Sin embargo, el significado simbólico de esas 24 horas va más allá de su valor en tiempo real. Tal como ocurre con el aniversario de casamiento o con la fecha de cumpleaños, supone el fin de un ciclo de vida, la culminación de una etapa y el comienzo de otra. Por eso la última semana de diciembre evoca en nosotros un estado de ánimo particular, una mezcla de sentimientos contradictorios que resulta difícil ignorar. Tiempo de lágrimas... Para muchos de nosotros estas son fechas depresivas. A veces el recuerdo de quienes ya no están tiñe las fiestas de cierta melancolía, sobre todo para quienes han sufrido pérdidas recientes. En otros casos el balance de lo acontecido durante el año arroja un saldo negativo, y el sujeto vuelve a experimentar el sabor amargo de los fracasos que sufrió durante los últimos meses: objetivos que no se han alcanzado, esperanzas que se han frustrado, proyectos que quedaron sólo en eso. Las angustias que se han experimentado durante el año vuelven a vivirse cuando son evocadas sobre el final del período, con su carga de rabia y decepción. ...y de sonrisas Claro que no todas son penas y amarguras, porque la vida siempre da revancha. Este es el momento de elaborar nuevos proyectos, de 127 alimentar esperanzas y de inyectarse el entusiasmo necesario para enfrentar con optimismo el nuevo año. También es la ocasión para encontrarse con familiares y amigos que no vemos durante el año, y mantener así un vínculo que de otro modo se perdería. Es la época del saludo afectuoso, de la llamada que nos sorprende gratamente o con la cual sorprendemos a viejos camaradas, del regalo que testimonia afecto y gratitud. Y es la época del festejo alegre, de la risa fácil, de la reunión divertida que nos alegra el espíritu. Es difícil permanecer ajeno al clima festivo que nos envuelve, nos contagia y nos invita a celebrar. Tiempo de permisos Es también una época permisiva, ya que nos entregamos a excesos que en otro momento nos harían sentir culpables: desde las clásicas «comilonas» y las copas con los amigos, hasta las compras y gastos extras que nos arruinan el presupuesto. Las inevitables reuniones de fin de año nos brindan pretextos ideales para salidas entre semana, escasas horas de sueño y hasta pausas excepcionales en el trabajo. La disposición a tener un comportamiento más liberal es similar a la que tenemos durante los viajes de placer, en que también abandonamos los límites que nos impone la rutina y el diario trajinar. Es así que en Navidad y fin de año podemos salirnos de la dieta, beber esa copa demás y salir de noche con las «chicas» o los «muchachos» del trabajo. Todo vale. Tiempo de «stress» Son fechas, además, en que la mayor parte de la gente sufre presiones adicionales. Hay que organizar reuniones familiares, resolver con quién pasar las fiestas, qué hacer con los «viejos» y otros problemas similares. Muchas parejas se complican con estas decisiones, y no siempre funciona la solución salomónica de «el 24 con tus padres y el 31 con los míos». En otros casos son las presiones del trabajo las que alteran al sujeto, que debe cumplir horarios más extensos y hacer frente, al mismo tiempo, a mayores exigencias económicas. El tráfico se suma a esta locura colectiva y agrega un factor adicional de estrés a 128 estas fechas, que para muchos son momentos de nerviosismo y tensión. En síntesis, las fiestas de fin de año ponen a prueba nuestro equilibrio emocional. Las presiones y exigencias que debemos soportar hacen impacto sobre los aspectos frágiles de nuestra personalidad, y corremos el riesgo de sufrir alteraciones en nuestra conducta. Los sujetos susceptibles, por ejemplo, pueden sentirse destratados u olvidados y mostrarse ofendidos. Las personas normalmente depresivas pueden tornarse más melancólicas que de costumbre, y sufrir accesos de llanto o crisis de angustia. En general, aquellos que tienen mayor dificultad para adaptarse a los cambios son quienes se alteran más. Las fiestas tradicionales, como otros momentos de cambio -el nacimiento de un hijo, una mudanza, un viaje- ponen al descubierto nuestra resistencia psicológica. Problemas existenciales como la soledad, la vejez o los duelos recientes, más o menos disimulados por la rutina diaria, salen a luz en estos momentos con su carga de angustia y preocupación. Los trastornos psicológicos suelen ser transitorios y se resuelven de manera espontánea, si bien en casos graves pueden desembocar en crisis más serias e incluso en intentos de autoeliminación. Por estos motivos, las personas sensibles o depresivas harían bien en quitarle trascendencia a estas fechas, pensando que en los hechos no ocurre nada especial, más allá de lo que diga el calendario y los fuegos artificiales. Si usted se angustia con facilidad, deje los cuestionamientos existenciales para un momento en que pueda pensar con mayor objetividad, y evite tomar decisiones trascendentes en esta época. Algunas personas se sienten culpables por disfrutar de las fiestas, por considerar que no tienen motivos suficientes. «¿Y yo qué voy a festejar...?», se preguntan con pesar. Sin embargo, no es necesario hacer un balance global del año que pasó; en lugar de definirlo como positivo o negativo, conviene pensar que tuvo cosas buenas y malas, sin «sumar y pasar raya». Cuando levantamos la copa no estamos expresando nuestra conformidad con el año que pasó, 129 sino acompañando el ciclo de vida que continúa y apostando al futuro. Vivir es también aceptar las contradicciones internas, como la posibilidad de experimentar a un tiempo tristeza y alegría, sin pretender imponerse un estado de ánimo único o invariable. 130 LAS VENTAJAS DEL PENSAMIENTO NEGATIVO Mucho se ha escrito sobre las bondades del «pensamiento positivo». Los terapeutas, sin embargo, procuramos que nuestros pacientes cultiven un «pensamiento realista», es decir objetivo y ajustado a los hechos. La idea «soy brillante y todo mes sale bien» es un ejemplo de pensamiento positivo; la creencia «soy eficiente y en general realizo bien mis tareas» en cambio, es una convicción realista y adecuada para muchas personas. «Siempre tengo razón» y «Muchas veces acierto pero en ocasiones me equivoco» son otros ejemplos que ilustran la diferencia entre ambos estilos de pensamiento. De acuerdo -puede pensar usted-, ¿pero acaso no es preferible asumir que uno es maravilloso y que nunca se equivoca? ¿No resulta más grato y saludable para la autoestima? Tal vez. Si usted consigue convencerse de que es perfecto -lo cual no es fácil- es posible que reconforte su ego y tenga plena confianza en sus capacidades. Pero también se volverá más vulnerable a los errores y fracasos que coseche, y hasta los pequeños contrastes pueden comprometer su autoestima. Como todas las mentiras -incluso las que nos contamos a nosotros mismos- las ideas que promueve el pensamiento positivo tienen patas cortas. La visión idealizada de nuestros proyectos, de nuestra pareja o de cualquier otra condición personal termina por defraudar nuestras desmedidas expectativas. El pensamiento positivo, sin embargo, tiene muy buen marketing: asesores y guías espirituales, libros de autoayuda e instructores de meditación han impuesto los supuestos valores de un optimismo a toda prueba y las ventajas de cultivar afirmaciones de confianza y felicidad que anticipan un futuro venturoso. Ya a principios de siglo el psicólogo francés Emile Coué proponía repetir diariamente la frase «día tras día, en todos los aspectos, me siento mejor y mejor». 131 Por eso le propongo detenerse un momento y examinar las ventajas del pensamiento negativo, no como una opción preferible a la anterior sino como forma de contrapesar la cultura del pensamiento cien por cien positivo que ha sido llevado a un extremo. A continuación le presento algunas ideas excesivamente optimistas que puede ser útil compensar con una dosis de sano pesimismo. La expectativa de que nuestras pequeñas rutinas cotidianas se desarrollarán sin obstáculos. Muchas personas salen de su casa suponiendo que todo marchará sobre ruedas y que no surgirán obstáculos ni impedimentos en sus actividades. Claro que cuando cruzan la puerta de su casa -a veces incluso antes- descubren que el escenario no resulta tan propicio ni amigable como imaginaban. El resultado es que se sienten sorprendidas y reaccionan con irritación y fastidio cuando las cosas se les complican o no salen como esperaban. Si este es su caso, puede montar en cólera y estresarse por no haber tomado las medidas necesarias, por ejemplo: salir de su casa más temprano, tener un plan alternativo, etc. ¿El antídoto? Un poco de pensamiento negativo: pensar qué puede salir mal, contar con los imprevistos, anticiparse a ellos y tomar precauciones para evitarlos o minimizarlos si efectivamente ocurren. Puede ser algo tan sencillo como salir con tiempo por si el ómnibus pasa antes de lo habitual o si queda atrapado en un embotellamiento, aprontar cambio por si el taximetrista no tiene o llevar un libro o el notebook por si el médico o el dentista se retrasan. En síntesis: en lugar de suponer que todo saldrá como está previsto usted puede mentalizarse para esperar los obstáculos y evitar el estrés que experimenta cuando las cosas no salen como espera. La expectativa de que la gente hará lo correcto. Sin decirlo en forma explícita, muchas personas suponen que los demás serán eficientes y cumplirán con sus obligaciones, o que sus decisiones serán siempre justas, racionales y lógicas. Quienes mantienen tal expectativa, naturalmente, se alteran cuando la gente no actúa como esperan y se embarcan en peleas, discusiones, críticas y otros enfrentamien- 132 tos. Las personas que han incorporado un sano negativismo, en cambio, asumen que la gente es gente y que los demás actúan con frecuencia en forma emocional y poco impulsiva. Por eso esperan que sus allegados se equivoquen, lo cual les permite aceptar los inevitables errores ajenos, repetir instrucciones en forma paciente, aclarar malentendidos y hasta plantear reclamos con mayor serenidad. La creencia de que podremos controlar los acontecimientos. Esta es otra noción defendida con entusiasmo por muchos psicólogos y terapeutas. La idea es que todo depende de nosotros: si hacemos las cosas bien, saldrán bien. Dentro de ciertos límites, la expectativa de controlar los acontecimientos es útil, porque nos motiva para tomar iniciativas y manejar nuestras dificultades en lugar de entregarnos a la pasividad o sentirnos derrotados. Pero llevada a un extremo resulta contraproducente. Creer excesivamente en el «control interno» nos conduce al desánimo y la frustración cuando no podemos manejar las cosas como queremos. Y como las situaciones humanas son complejas y no dependen sólo de nuestro accionar, la pretensión de controlarlo todo nos lleva a experimentar culpa y enojo con nosotros mismos y finalmente deteriora nuestra autoestima. ¿Cuál es el antídoto? Aceptar que sólo tenemos un control parcial de los acontecimientos y tomar en cuenta también la participación de otros factores, como la suerte y el papel que juegan otras personas. Eso nos proporcionará una mayor resistencia al fracaso. Aceptar que tenemos un control parcial nos permite acompañar los acontecimientos y adaptarnos a los vaivenes de la vida, esperando el momento oportuno en lugar de forzar las cosas y «nadar contra la corriente». La creencia de que el amor, los negocios y cualquier proyecto que funcione bien, seguirá funcionando bien. Como otras ideas, esta no es percibida en forma explícita por quien la asume como cierta; se deduce del efecto que tiene sobre su comportamiento. Si usted descuida sus negocios cuando funcionan bien sin elaborar un pro- 133 yecto alternativo, puede ser tomado por sorpresa cuando dejen de soplar vientos favorables. Si desatiende su matrimonio o su salud porque no le dan problemas, está perdiendo la oportunidad de prevenir desajustes. En las buenas rachas, un poco de sano pesimismo nos permite recordar que todo cambia, que lo que hoy está bien mañana se desacomodará. Prepararse para la nueva situación, estar dispuesto a adaptarse a una relación menos fascinante, a un trabajo no tan rentable o tomar medidas «anticíclicas» como ahorrar y reducir gastos puede ser inteligente. Pensar cómo se puede deteriorar una relación y anticiparse a ello, también. Creencias demasiado optimistas sobre la pareja. Es muy común la creencia romántica de que el amor asegura una convivencia armónica. Se supone que si dos personas están enamoradas, la fidelidad está asegurada y no habrá conflictos, al menos mientras dure el amor. Depositar tantas expectativas en el amor nos impide reconocer que aunque dos personas estén enamoradas pueden igualmente tener diferencias. Estar atentos a los puntos de desencuentro, aprender técnicas de comunicación y negociación no desmerece al maravilloso sentimiento que une a la pareja; incluso puede evitar que se disipe. Subestimar los problemas. En verdad, es más común el error opuesto: la tendencia a preocuparse excesivamente y a imaginarse el peor escenario. Pero muchas personas pecan de optimistas: miran al futuro con la seguridad de que no surgirán dificultades y suponen que sus decisiones serán siempre acertadas. Si aparecen complicaciones, las ignoran. Piensan que si hacen de cuenta que no existen, se disiparán solas. O creen que pueden encontrar una solución perfecta para cualquier eventualidad, una que no implique sacrificios, que los deje totalmente conformes y elimine por completo los riesgos. Creencias idealizadas sobre el sexo: «Mi vida sexual será perfecta, siempre tendré erecciones y podré controlar la eyaculación el 134 tiempo que desee, alcanzaré orgasmos y estos serán maravillosos». Las películas alientan a veces estas expectativas poco realistas, que llevan a considerar un «fracaso» a cualquier resultado que se aparte de ellas. Una pérdida ocasional de la erección, la falta circunstancial de deseo o relaciones que no llegan al orgasmo generan entonces mucha frustración. La persona dramatiza la situación y comienza a observar obsesivamente su propio desempeño (con lo cual interfiere con él). Expectativas menos positivas y más realistas, por ejemplo: que el desempeño sexual, como toda respuesta humana es variable y depende de muchos factores, que incluso la satisfacción que genera es mayor o menor según el momento, preparan al sujeto para afrontar las variaciones normales de su respuesta sexual. 135 RELAJACIÓN MUSCULAR Un camino hacia la paz interior «A partir de ahora, dispóngase a descansar tranquilamente; permita que sus ojos se cierren, y respire profundamente. Sienta como su cuerpo se vuelve más pesado cada vez que suelta el aire, como si quisiera hundirse dentro del sillón». Así comienza una típica secuencia de instrucciones para inducir un estado de relajación física y mental. El instructor continúa indicando cómo distender y aflojar cada sector del cuerpo, hasta que el sujeto consigue eliminar completamente las tensiones y disfrutar de un placentero y reparador descanso. Pero el objetivo de la relajación muscular va más allá de un simple reposo. Desde principios de siglo, este procedimiento ha sido empleado como un sedante natural para combatir el estrés y la tensión nerviosa, permitiendo a quienes dominan la técnica obtener un estado de calma y serenidad emocional. Hoy en día, muchos psicólogos enseñan a sus pacientes a relajarse profundamente para disminuir el consumo de tranquilizantes, aliviar la ansiedad y conciliar el sueño. Los médicos recomiendan este método para complementar el tratamiento de afecciones psicosomáticas tales como úlcera duodenal, hipertensión arterial, asma bronquial y cefaleas tensionales. En 1929, el Dr. Edmund Jacobson, de la Universidad de Chicago, publicó su libro Relajación Progresiva, tal vez el primer trabajo científico sobre el tema que recibió la comunidad médica. El método de Jacobson, uno de los más utilizados aún hoy, consiste en contraer intencionalmente varias partes del cuerpo y soltar luego la tensión, como forma de apreciar la diferencia entre un músculo endurecido y uno relajado. Luego de flexionar un brazo o apretar las mandíbulas, el 136 sujeto deja de hacer fuerza y permite que sus músculos se distiendan tanto como sea posible. Algunos años después, fue un neurólogo alemán, J. H. Schultz, quien dio a conocer un procedimiento que alcanzaría gran difusión en el mundo entero: el Entrenamiento Autógeno, inspirado en las sugestiones que se utilizan habitualmente para inducir la hipnosis. El practicante debe repetirse interiormente frases tales como las siguientes: «mi brazo está pesado y caliente; la pesadez se apodera también de mis piernas. Mi corazón late tranquilo y fuerte». Luego de algunas semanas de práctica, el sujeto domina el ejercicio y consigue un grado considerable de serenidad y distensión emocional, manteniéndose despierto y totalmente consciente. Los modernos procedimientos de relajación combinan elementos de las técnicas clásicas, como la sensación de cuerpo pesado y el énfasis en la respiración abdominal. En particular, se aprovecha la distensión natural que tiene lugar durante la exhalación para sugerir al sujeto que «sienta su cuerpo más pesado cada vez que suelta el aire». En otros casos, se pide a quien practica la técnica que se imagine a sí mismo en lugares serenos y pacíficos, como una playa o una pradera solitaria. Con frecuencia se graban las instrucciones y se proporciona al sujeto una casete para que practique diariamente. ¿Cómo es posible que las técnicas de relajación tengan notables efectos psicológicos? ¿Qué relación existe entre la contracción de los músculos y la tensión emocional? La preocupación y la angustia se acompañan siempre de cierto grado de tensión muscular, normalmente imperceptible. A su vez, la contracción sostenida de los músculos mantiene y agrava el nerviosismo, cerrándose así un circuito que tiende a perpetuar el malestar. Por otra parte, la tranquilidad y la relajación corporal también se presentan juntas, de modo que es posible serenarse aprendiendo a aflojar las tensiones del cuerpo. Se trata de una reacción automática: el individuo no procura serenarse intencionalmente. Se limita a relajar sus músculos y eso le procura un agradable estado de distensión emocional. La evocación de escenas 137 que normalmente se asocian a momentos de paz, como hemos visto, contribuye a conseguir un descanso mental. En 1958, el Dr. Joseph Wolpe utilizó este principio para ayudar a sus pacientes a superar fobias y otros temores irracionales. Manteniendo al sujeto en un estado de relajación profunda, le pedía que imaginara los objetos o situaciones temidas hasta que desaparecía la ansiedad. Wolpe sostenía que no es posible estar relajado y nervioso al mismo tiempo, ya que ambos estados resultan fisiológicamente incompatibles. Este procedimiento se utiliza aún hoy para «desensibilizar» a muchos pacientes que padecen temores injustificados. La capacidad para relajarse en forma instantánea, que se adquiere también con un poco de práctica, permite enfrentar con éxito muchos de estos temores. Claro que no es necesario padecer de miedo a las alturas, a las multitudes o a los animales domésticos para beneficiarse de las técnicas de relajación; en esta época, es suficiente conducir un auto por el centro de Montevideo para apreciar las ventajas de relajarse y mantener la calma, o de recuperarla si ya la hemos perdido. 138 TRATAMIENTO DE LA ANSIEDAD EN EL CTC Centro de Terapia Conductual Lorenzo J. Pérez 3172/004 - Montevideo - Tel.: (598) 2709 1830 [email protected] Director: Dr. Alberto Chertok Los temas desarrollados en la sección «Qué ocurre cuando perdemos la calma»: ansiedad, fobias, ataques de pánico, depresión, postergación y obsesiones, son motivos de consulta frecuentes en el Centro de Terapia Conductual. Para estos desórdenes se ofrece: ○ Terapia Individual de orientación cognitivo - conductual. ○ Asesoramiento y Orientación Psicológica: asesoramiento de breve duración centrado en el análisis y manejo de situaciones puntuales. ○ Tratamiento Psiquiátrico como única alternativa o complementando el tratamiento psicológico. Visite el sitio del CTC en internet www.psicologiatotal.com 139 Más allá de la realidad 140 SUEÑOS Y FANTASÍAS Los sueños y fantasías no gozan de mucho prestigio en nuestra cultura orientada a lo práctico y a los resultados materiales. La palabra fantasía evoca la imagen de una quinceañera perdida en ilusiones románticas, y la idea de una persona soñadora coincide en general con la de alguien poco realista y hasta inmaduro. Sin embargo, los sueños y fantasías resultan inevitables para los seres humanos, y aunque algunos de nosotros dejamos vagar la imaginación con mayor facilidad que otros, todos nos descubrimos algunas veces sumidos en privadas ensoñaciones. Además, los sueños e ilusiones desempeñan, dentro de ciertos límites, un papel importante en nuestras vidas. Pero definamos primero los términos. Los sueños son aspiraciones a largo plazo, metas u objetivos personales muy añorados tales como adquirir una casa propia, o para el que la tiene vivir en una mejor; tener un auto 0 Km o tener determinado auto; recibirse, escribir una novela exitosa, tener hijos, hacer un crucero, viajar a un lugar especial, etc. Estos anhelos generan motivación e impulso para alcanzar metas, y con frecuencia permiten conseguir logros, aunque no sean los buscados originalmente. Mantienen viva la esperanza, lo cual no es poco decir. Sin embargo, los sueños demasiado ambiciosos producen desánimo, porque el sujeto los ve como muy lejanos o inalcanzables. De modo que es bueno volar, pero cerca de la tierra. También ayuda fijarse metas intermedias y disfrutarlas, en lugar de esperar sólo el resultado final. Cuando un sueño ha sido muy idealizado, por ejemplo un viaje o una relación en la cual se depositaron muchas expectativas, el individuo puede sufrir una decepción si finalmente concreta sus anhelos. Algunas personas suponen que sus vidas se arreglarán cuando obtengan aquello que tanto desean, por ejemplo cuando se casen, 141 cuando se reciban o cuando tengan hijos. Estos sujetos viven esperando concretar su sueño como si fuera la solución definitiva para sus problemas. Aquello es permanente, y todo lo demás es transitorio. «Cuando me case y tenga hijos -piensa una mujer- encontraré la felicidad». Pero una vez que lo consigue descubre que no se siente completamente satisfecha, que han surgido nuevos problemas o que ahora la vida ha perdido sentido, porque se ha quedado sin metas. En ese proceso muchas personas se olvidan de disfrutar el presente por estar pendientes de aquello que tanto esperan. Lo real, lo actual, se desmerece a veces bajo la ilusión de un sueño que quizás nunca se materialice, o que tal vez no resulte tan maravilloso como suponen. Los soñadores pueden mantener viva su ilusión, pero deben aprender a disfrutar de otros logros, en lugar de quedar atrapados por una obsesión. Les conviene fijarse varias metas -no sólo una-, y desarrollar la flexibilidad necesaria para cambiar sus objetivos sobre la marcha, como forma de adaptar sus sueños a la realidad. Evocamos fantasías cuando imaginamos situaciones irreales sabiendo que son producto de nuestra imaginación, es decir con plena conciencia de que estamos fantaseando. Las más típicas consisten en la evocación de sucesos deseados, como forma de vivir cosas que la realidad nos niega, de darnos gustos que en los hechos no podemos concretar. Son comunes, por ejemplo, las fantasías románticas y eróticas, de fama y riqueza, de poder o venganza, etc. Muchas personas se preguntan si este tipo de fantaseo es normal o revela algún desajuste psicológico. No faltan los que se sienten culpables por evocar escenas eróticas o agresivas. Sin embargo, las fantasías resultan normales dentro de ciertos límites, sobre todo en la adolescencia y en el adulto joven; más adelante, la tendencia a fantasear va disminuyendo, si bien nunca desaparece del todo. Dejan de ser normales cuando interfieren con la actividad práctica, es decir cuando concitan demasiado interés y ocupan mucho tiempo del sujeto que desatiende así sus obligaciones. Algunas personas se refugian en la 142 fantasía como forma de evadir la realidad, en lugar de encarar los problemas y acontecimientos de sus vidas. Otras albergan necesidades tan intensas que difícilmente puedan ser satisfechas en su vida real por ejemplo: necesidades neuróticas de afecto o de reconocimiento, de fama o de poder, etc. En otros casos la fantasía deja de ser tal, y el sujeto cree ingenuamente que va a ocurrir aquello que necesita, o que se van a arreglar sus problemas de forma milagrosa. Aquí, más que de fantasía o de sano optimismo se trata de autoengaño. Quienes desarrollan estas expectativas se ilusionan con facilidad, se tornan poco realistas y sólo ven aquello que quieren ver. El énfasis que se ha puesto últimamente en el «pensamiento positivo», ha alentado en algunas personas un desmedido optimismo que les impide apreciar los obstáculos e impedimentos que deberán enfrentar. En cambio resultan útiles las fantasías creativas, sobre todo cuando el sujeto tiene la capacidad de complementar su fantaseo con la elaboración práctica de sus ideas, cosa que no siempre ocurre. La creación artística, literaria, e incluso descubrimientos científicos se deben a esa aptitud de ir más allá del conocimiento inmediato y concebir una idea nueva u original. Einstein, por ejemplo, desarrolló su teoría de la relatividad imaginando cómo vería el mundo si viajara en el extremo de un rayo de luz; claro que tuvo el genio para elaborar a partir de allí una teoría que revolucionó la física del momento. El imaginar sucesos trágicos o desagradables es más común de lo que se cree. Muchas madres, por ejemplo, imaginan que sus hijos pequeños se están asfixiando. Otras personas se angustian pensando que ha muerto un ser querido, o imaginan que su casa se está incendiando al ausentarse de ella. Sin llegar tan lejos, muchos sujetos acostumbran a anticipar todo tipo de contratiempos antes de encarar cualquier tarea, y se sienten desmotivados antes de empezar. Contrariamente a lo que a veces se afirma, estos pensamientos no revelan deseos ocultos ni perversas intenciones. Los seres humanos 143 tendemos a imaginar las situaciones muy cargadas emocionalmente, y por eso evocamos tanto aquello que deseamos como aquello que tememos. Los sucesos que aborrecemos se presentan con tanta facilidad en nuestra conciencia como los eventos que añoramos, y el miedo es la causa de muchas «premoniciones» trágicas que nunca se cumplen. 144 ¿SE SIENTE USTED PERSEGUIDO? Si alguna vez, al pasar frente a un grupo risueño, usted pensó: «se están riendo de mí», o si tomó una mirada casual como un gesto provocador, sabe lo que significa sentirse perseguido. Dentro de ciertos límites, todos estamos expuestos a ese tipo de ilusiones. Claro que la tendencia a sentirse hostigado o perjudicado por otras personas tiene sus grados. Puede tratarse de un fenómeno ocasional, y en tal caso no reviste mayor importancia. Simplemente, usted se siente un poco avergonzado al comprobar su error y el hecho no tiene otras consecuencias. En otros casos, sin embargo, la lectura errónea de las intenciones ajenas se reitera con frecuencia. El sujeto interpreta sistemáticamente las actitudes de los demás como dirigidas a su persona. Si se vuelve muy susceptible, puede molestarse ante un trato frío o poco cortés por ejemplo en un comercio o en una oficina- por considerarlo una desvalorización personal, en lugar de pensar que allí tratan de ese modo a todos los clientes o que el funcionario tiene sus propios problemas. Si al sentarse junto a un desconocido en un cine o un teatro este cambia de lugar, puede suponer que está huyendo de él o que lo encontró repulsivo en lugar de pensar que se levantó por otro motivo. También es posible que se ofenda si un amigo se olvida de invitarlo a una reunión por creer que lo hace a propósito, para librarse de él. Los ejemplos, claro está, podrían multiplicarse, pero su común denominador es la tendencia de un sujeto a considerar que el comportamiento ajeno está dirigido invariablemente hacia su persona, lo que en psiquiatría se conoce como «autorreferencia». En algunas personas, la susceptibilidad puede acompañarse de cierto grado de desconfianza y suspicacia, que las lleva a ser muy cautelosas y a tomar precauciones excesivas en el trato con sus semejantes. Estos 145 sujetos no suelen revelar muchos detalles de su vida personal o de su trabajo, por temor a que la información sea utilizada en su contra. Temen que los demás se aprovechen de ellos, que los utilicen en su propio beneficio, que les mientan o les jueguen una mala pasada. Cuando van a comprar un artículo o a contratar un servicio se cuidan mucho para no ser engañados, y si alguien los aborda en la calle para preguntarles la hora o cómo encontrar una dirección se ponen automáticamente tensos y a la defensiva. Detrás de esa desconfianza más o menos generalizada, albergan la convicción de que la gente es mala o tiene segundas intenciones. «Todo hombre es culpable hasta prueba de lo contrario», parecen pensar, aunque no lo expresen con esa claridad. Por algún motivo han llegado a la conclusión de que el mundo es hostil y la gente peligrosa, y se comportan de acuerdo a dicha convicción. En el caso de los sujetos susceptibles que describimos más arriba, la duda subyacente se relaciona con su propio valor. Estas personas, cuya autoestima es particularmente frágil, se sienten inferiores o se comparan en desventaja con los demás. De allí su permanente necesidad de demostrar su importancia y su valor, y sus reacciones desmedidas ante cualquier descalificación real o imaginada. Los rasgos de personalidad que estamos describiendo pueden acompañarse de una actitud hipercrítica y exigente hacia los demás, a quienes se censura por su deshonestidad, incompetencia, poca disposición al trabajo, falta de disciplina o cualquier otro pecado. Se trata de una postura agresiva y autoritaria, que junto con la desconfianza y la actitud susceptible configuran lo que en psiquiatría se conoce como rasgos de carácter paranoides. Como señalamos al comienzo, todos nosotros podemos tener y tenemos algunos rasgos paranoides, lo cual no constituye necesariamente un trastorno psicológico. El trastorno está dado por la recurrencia y la intensidad de estos rasgos, que pueden alejar al sujeto del comportamiento normal o promedio. 146 En un nivel de alteración más serio, podemos ubicar a quienes presentan un delirio paranoico. Aquí ya no existe una relación de continuidad entre la personalidad normal y la alterada, como ocurre con los rasgos de carácter. Los individuos que exhiben un franco delirio están convencidos de que existe una verdadera conspiración en torno a ellos. Los demás se han confabulado para despojarlos de sus posesiones, para empañar su imagen pública, para llevarlos a la ruina, para alejarlos del vecindario, para echarlos del trabajo, etc. Existen, claro está, una gran variedad de temas persecutorios, si bien todos giran en torno al daño o perjuicio de que es objeto el delirante. La trama del delirio suele volverse compleja con el paso del tiempo, ya que para estas personas no hay nada casual y paulatinamente van incorporando personajes al relato, del cual no quedan excluidos los médicos que intervienen en tales casos. Así, familiares, compañeros y conocidos forman parte de la conspiración y están al servicio de oscuros intereses. En ocasiones estos sujetos resultan muy convincentes, y captan para su causa a otras personas que los apoyan en su lucha contra la injusta «persecución» de que son objeto. No es raro que esta lucha llegue a los tribunales, como resultado de un litigio iniciado por el mismo sujeto o por denuncias de sus presuntos agresores, quienes se sienten a su vez agredidos por las acusaciones o represalias de los delirantes. El trastorno paranoico toma a veces la forma de un delirio de celos, donde la convicción delirante consiste en ser engañado, es decir en la infidelidad de la pareja. Con frecuencia estos delirios resultan absurdos para el oyente, porque se apoyan en detalles insignificantes como un perfume, una mirada casual o una llamada telefónica a partir de la cual el hombre o la mujer «engañada» identifican al amante de turno con una certeza mayor de lo que cabría esperar. En otros casos, el absurdo salta a la vista cuando el acusado es un señor de avanzada edad que difícilmente pueda salir con varias jovencitas al mismo tiempo, como pretende su esposa, o una venerable anciana a quien se acusa de una vida promiscua y libertina. En el delirio de celos es común el control estricto de la pareja, a la cual se rastrea 147 telefónicamente para ver si está donde debería, o sometiéndola a detallados interrogatorios que buscan atraparla en alguna contradicción. A veces se contratan detectives para seguir al marido o a la esposa y descubrirlo «in fraganti». Esta variedad de delirio es común en los alcohólicos crónicos, quienes desarrollan con cierta frecuencia la sospecha de ser engañados por sus cónyuges. En otros pacientes, la idea delirante consiste en tener un defecto físico que llama la atención y que desean ocultar. Como ocurre siempre con las convicciones patológicas, la idea del defecto es inamovible y nadie puede convencer al sujeto de su error. Junto a estos cuadros clásicos debemos mencionar otros bastante comunes como el delirio de grandeza, en el cual la persona está convencida de tener un papel especial en la sociedad, de mantenerse en contacto con políticos y jerarcas a quienes orienta y asesora, o de cumplir una misión divina en la tierra. Y el delirio erotomaníaco, en el cual el sujeto, frecuentemente una mujer, está convencido de que un personaje de notoriedad, por ejemplo un actor de cine o un cantante famoso le profesa su amor y le envía sutiles mensajes. A veces se asocian las distintas temáticas delirantes en cuadros bastantes complejos. En todos ellos, sin embargo, el delirante no es consciente de su perturbación y con frecuencia se resiste a recibir atención psiquiátrica. Este constituye un serio obstáculo para el tratamiento, ya que la medicación psiquiátrica es una de las principales ayudas que se puede ofrecer a estos individuos. Lamentablemente, una de las paradojas de la psiquiatría -a diferencia de otras especialidades de la medicina-, es que aquellos que necesitan tratarse con mayor urgencia son quienes más se resisten a hacerlo. De modo que si usted piensa que la gente se ríe al verlo pasar, busque ayuda. Y tranquilícese: aquellos que realmente se ríen de usted lo hacen sólo a sus espaldas, y probablemente usted nunca se entere. 148 LA MENTIRA Como acto ocasional y aislado, la mentira es un fenómeno del cual ninguno de nosotros puede escapar. Desde la simple exageración de las virtudes de nuestros hijos hasta la clásica mentira piadosa, con la cual nos proponemos proteger a un ser querido, ninguno de nosotros puede reivindicar la condición de ser totalmente sincero. El bajo consumo de nafta de nuestro automóvil, la hora a la que llegamos al trabajo y los relatos sobre proezas sexuales también deben ser tomados con pinzas. «No sé por qué no adelgazo si sólo como lechuguita» y «no dejo el cigarrillo porque no quiero», son otras afirmaciones sospechosas con las cuales nos engañamos a nosotros mismos y a aquellos ingenuos que nos escuchan. Desde el punto de vista psicológico, sin embargo, interesa más el hábito de falsear la realidad, es decir el engaño reiterado que la mentira ocasional en la cual todos caemos con cierta frecuencia. Quien emplea la mentira como recurso habitual puede responder a distintas motivaciones. El caso más común es el del individuo que miente deliberadamente con objeto de obtener algún provecho. Este fenómeno reconoce, claro está, distintos grados. En la mayoría de los casos se trata de un sujeto normal y adaptado a la sociedad que puede ser calificado simplemente de hábil, astuto o «ventajero». En casos extremos se acompaña de una notoria insensibilidad al sufrimiento ajeno, pudiendo atentar contra la vida o la integridad de otras personas con una total ausencia de culpa y remordimientos, lo cual determina conductas francamente delictivas. Es lo que se conoce en psiquiatría como «personalidad antisocial». Se trata de personas que actúan más en función de sus deseos y necesidades que de acuerdo a normas éticas, morales y de convivencia. Suelen ser impulsivas y pueden cometer agresiones violentas, o bien ser seductoras y cautivar a los demás con objeto de obtener algún beneficio. Aquí la mentira 149 forma parte de un cuadro más grave, y con frecuencia es un recurso adicional que emplean estos sujetos como forma de alcanzar sus objetivos. En otros casos, el individuo oculta sistemáticamente la verdad o acomoda los hechos a su conveniencia por temor a la desaprobación ajena. Aquí lo central es la propia inseguridad y la convicción de que se debe presentar ante los demás una imagen impecable para ser aceptado. Ocultan, por tanto, sus errores y fracasos, sus fallas y debilidades y difícilmente hablan con naturalidad de sus defectos. A veces esconden lo que han hecho por temor a la reacción de otras personas, como el caso de la esposa que oculta los gastos domésticos para evitar la ira de su marido, o el hombre que afirma haber pedido un aumento para evitar las críticas de su esposa. En estos casos, la falta de sinceridad está mantenida a su vez por otras mentiras: aquellas que nos contamos a nosotros mismos, como la suposición de que necesitamos contar con la aprobación de todo el mundo para ser felices, o la creencia de que los demás están permanentemente juzgándonos y nos abandonarán si no los complacemos. La mentira, en tanto falta de objetividad para percibir el mundo, incluye aquellos hábitos mentales que nos impiden juzgar en forma realista a los demás y a nosotros mismos. Ya hemos hablado de la visión de túnel, mediante la cual prestamos atención sólo a aquellos hechos que confirman nuestras creencias, mientras que ignoramos los acontecimientos que contradicen las ideas que hemos llegado a aceptar como verdaderas. Es así que los adeptos a la astrología dan mucho más crédito a los ocasionales aciertos del horóscopo que a sus frecuentes errores o contradicciones, y que los partidarios de un grupo político o de una teoría económica encuentran más fácil confirmar sus ideas que cuestionarlas. Otro hábito de pensamiento que se emplea con el mismo fin es la generalización excesiva, es decir la tendencia a sacar conclusiones amplias o globales a partir de hechos aislados. Frases como «todas las 150 mujeres son iguales» o «no se puede confiar en los hombres» ilustran este mecanismo común de autoengaño. La magnificación de los problemas o su minimización, son errores que llevan a dramatizar las dificultades o a subestimarlas, incurriendo en ambos casos en una mala apreciación de la situación. Algunas personas son muy proclives a exagerar los riesgos de cualquier proyecto, lo cual las frena a la hora de tomar decisiones, mientras que otras no perciben las posibles complicaciones y se embarcan fácilmente en iniciativas propias o ajenas que les despiertan entusiasmo. Algunos sujetos mienten casi por deporte, sin obtener de ello ningún beneficio más allá del placer de relatar proezas o concitar la admiración de otras personas. En ocasiones asumen su papel con tanto realismo que se convencen a sí mismos de las historias que supuestamente protagonizaron, al menos mientras dura la farsa. En otros casos se limitan a exagerar su participación en algún hecho real, o refieren cumplidos y elogios de que han sido objeto por parte de personas importantes, como forma de dar lustre a su personalidad. Este comportamiento histriónico, similar a una actuación más o menos realista, debe distinguirse de la convicción delirante de ser amado, de estar en contacto con personalidades importantes o de cumplir una misión divina en la tierra. Aquí, al igual que en el típico delirio de persecución, no se trata de simples mentiras sino de un grave trastorno mental que requiere tratamiento psiquiátrico. Por supuesto que la mentira teatral también requiere tratamiento, en particular cuando el sujeto elabora complicadas historias sin motivo aparente. 151 CUANDO LA ENFERMEDAD ES SENTIRSE ENFERMO Nos referimos, claro está, a la clásica figura del hipocondríaco, con sus quejas permanentes y su mesa de luz repleta de medicinas. Lejos de fingir un malestar que no siente, el «enfermo imaginario» está convencido de padecer un serio trastorno que nunca se descubre, mientras deambula por clínicas y consultorios recitando incansablemente sus dolencias. Su relato, completo y detallado como pocos, se acompaña de términos médicos, fruto de consultas anteriores, y sólo se detiene para mostrar al abrumado doctor el grueso legajo de sus análisis clínicos. Al hipocondríaco no le gusta ser interrumpido cuando refiere sus achaques. Exige la máxima atención del profesional, por temor a que pase desapercibido algún dato relevante. Por eso no es raro que concurra a la consulta provisto de notas o apuntes que, a manera de recordatorios, eviten la remota posibilidad de omitir un malestar, por ínfimo que este resulte. Los síntomas que preocupan al paciente afectan normalmente varios sectores de su cuerpo, por ejemplo el abdomen, el pecho y la cabeza. Además, suelen ser vagos o poco específicos: fatiga, debilidad, dolores difusos, calor en el cuerpo, molestias indefinidas, sensación de «estar en el aire», etc. La lista, claro está, podría ser interminable. A veces se trata de funciones normales, como la taquicardia que experimenta el paciente en un momento de tensión o los espasmos intestinales propios de una digestión lenta. En otros casos, sus temores se nutren de síntomas reales aunque poco importantes -por ejemplo una tos ocasional o una congestión nasal. Lo cierto es que ni los exámenes que se le practican ni las palabras tranquilizadoras del médico resultan suficientes. El hipocondríaco sigue reclamando una explicación para sus síntomas, y no se conforma con la palmada en el hombro ni con el enfático «diagnóstico de salud» que recibe del profesional. 152 No todos los hipocondríacos, sin embargo, se ajustan a la descripción anterior. La preocupación desmedida por el funcionamiento del cuerpo es una cuestión de grado, y cualquiera de nosotros, en alguna ocasión, puede albergar temores infundados o exagerar los riesgos de sufrir una enfermedad. Hemos resaltado los rasgos de nuestro personaje, a la manera de una caricatura, con objeto de señalar la verdadera naturaleza del problema: la preocupación del paciente no depende de los síntomas en sí, sino de su actitud alerta y temerosa que lo predispone a «detectar» cualquier cambio en su organismo y a interpretarlo como una señal de peligro. Las causas del trastorno deben buscarse en el carácter del paciente y en el modo como encara el tema de su salud, no en supuestas alteraciones de su funcionamiento corporal. La personalidad del hipocondríaco Meticuloso y detallista por naturaleza -al menos en lo referido a su salud-, el típico hipocondríaco no se conforma con una probabilidad razonable de encontrarse sano. Pretende tener la certeza absoluta de no padecer una enfermedad, y la total seguridad de que su médico le ha practicado todos los estudios. Tal pretensión lo condena, naturalmente, a la duda eterna: ningún examen médico es capaz de brindarle la certeza que busca, y se ve obligado a recabar nuevas opiniones o a repetir sus análisis en una historia que no tiene fin. Su propia desconfianza lo lleva sospechar que le han «dorado la píldora», brindándole una información parcial para no preocuparlo. Se trata con frecuencia de sujetos egocéntricos, demasiado centrados en sí mismos y pendientes de sus propias dificultades. Su discurso, que gira en torno a sus síntomas y a los tratamientos que siguen, difícilmente se abre a las preocupaciones ajenas, en particular a las dolencias que sufren otras personas. Es clásica la conversación que mantienen en la sala de espera del médico, donde su objetivo es relatar los propios achaques más que conocer los ajenos. Suelen relacionar los padecimientos de otros pacientes con sus propios 153 síntomas, y se muestran ávidos de cualquier información que puedan emplear en su propio beneficio. También la relación con sus seres queridos puede verse afectada, porque sus permanentes demandas de atención suelen agotar la paciencia de su familia. El típico hipocondríaco supone -erróneamente- que su cuerpo no debe sufrir ningún malestar. Interpreta cualquier sensación como la señal de que algo funciona mal, y considera que si estuviera sano no debería experimentar dolor o molestia alguna. Sin embargo, el organismo se adapta permanentemente a los cambios internos y externos, y es normal que dé señales de tal adaptación. Una taquicardia ocasional, por ejemplo, puede indicar precisamente que el corazón responde a una mayor necesidad de flujo sanguíneo motivada por el ejercicio o por un estado de ansiedad. Para el hipocondríaco, sin embargo, puede ser la antesala de un ataque cardíaco. El miedo a la muerte y la creencia de que la misma es siempre inminente contribuyen a interpretar cualquier síntoma en forma dramática o catastrófica. Aunque este temor es universal, el común de las personas no supone que la muerte sea tan probable y por tanto no magnifica los riesgos de un síntoma o un malestar ocasional. Esta noción equivocada sobre la salud y sus riesgos, lleva al sujeto a vivir pendiente del funcionamiento de su cuerpo, en un permanente estado de alerta que le permite detectar hasta el síntoma más insignificante. Al centrar su atención sobre molestias que para otros pasarían desapercibidas, el hipocondríaco sólo consigue aumentar su preocupación y «confirmar» sus temores. De hecho, muchos de los síntomas que afligen al sujeto -tales como la taquicardia, la transpiración o el temblor- no son otra cosa que el resultado de su propia ansiedad. La actitud expectante y temerosa del paciente constituye además un terreno propicio para la autosugestión: la lectura de artículos médicos, las conversaciones casuales y las noticias de enfermedades que padecen conocidos y extraños se convierten en fuentes de preocupación porque el sujeto comienza a buscar en sí mismo los síntomas ajenos. 154 En otros casos, la convicción de estar enfermo forma parte de un trastorno psiquiátrico más serio. La depresión, en particular, se acompaña con frecuencia de ideas hipocondríacas, que en casos graves pueden configurar verdaderos delirios, como la creencia de encontrarse vacío o podrido por dentro. Sin llegar a tales extremos por cierto bastante raros-, es común que los pacientes deprimidos tengan una visión pesimista de su propia salud. Las quejas hipocondríacas, incluso, pueden ser la única expresión de un cuadro depresivo, que es necesario diagnosticar para implementar el tratamiento correspondiente. La preocupación generalizada por el funcionamiento del cuerpo tampoco debe ser confundida con el temor específico de sufrir una enfermedad. Se trata, en este último caso, de una verdadera fobia a padecer SIDA, cáncer o un «ataque cardíaco», por citar las más frecuentes. Aunque no siempre es fácil distinguir ambos trastornos, en la fobia existe el temor de contraer determinada enfermedad, mientras que en la hipocondría predomina la convicción de tenerla sin que haya sido descubierta. La preocupación del fóbico se centra sólo sobre esa enfermedad en particular; el hipocondríaco, en cambio, no es tan selectivo. Mientras que el paciente atormentado por el pánico de contraer un mal -por ejemplo el SIDA- se orienta a evitar el contagio o a asegurarse de que no lo ha contraído, el hipocondríaco supone que tiene «algo» y procura descubrir una explicación para sus síntomas. La hipocondría es una condición crónica y rebelde al tratamiento, sobre todo cuando la creencia de estar enfermo ocupa un lugar central en la vida del sujeto. Cuando forma parte de un cuadro depresivo, su pronóstico depende de la respuesta del sujeto al tratamiento de la depresión: al recuperar su estado de ánimo normal, desaparecen también las preocupaciones desmedidas sobre su propia salud. En los casos en que constituye un trastorno aislado, puede ser necesario complementar el tratamiento psicológico con la 155 administración de medicamentos que permiten al paciente tomar distancia de sus ideas pesimistas. En todo caso, es útil recordar que el sujeto se angustia realmente por sus síntomas -imaginarios o no-, y buscar tratamiento para su depresión y su angustia. Esta medida es preferible a los duros reproches que a veces recibe el paciente, o a una actitud solícita y protectora que puede alentar sus quejas y demandas de atención. 156 PSICOLOGÍA DE LAS ADICCIONES Cuando hablamos de «adicciones» pensamos generalmente en la dependencia de drogas como el alcohol o la cocaína, que tanto daño causan a los adictos, a su familia y a la sociedad toda. Desde el punto de vista psicológico, sin embargo, el término tiene un significado más amplio: podemos considerar adicciones al consumo habitual de café o de cigarrillos, al uso regular de tranquilizantes e incluso a hábitos tales como comer en exceso, morderse las uñas, arrancarse el cabello y hasta trabajar demasiado. Con un criterio amplio -aunque para nada forzado- podemos hablar también de la adicción a otras personas que exhiben algunos sujetos muy dependientes e inseguros. A esta altura de la descripción, el lector puede preguntarse cuándo una conducta deja de ser un simple hábito y se transforma en un comportamiento adictivo. El joven que se aísla del mundo atrapado por la pantalla del televisor, por ejemplo, o que desatiende sus tareas por pasar largas horas frente a la computadora, ¿puede considerarse un adicto? ¿Qué tiene en común con el ama de casa que recurre desde hace años a una píldora para conciliar el sueño, o con el fumador empedernido que no puede abandonar el cigarrillo a pesar de saber que «es perjudicial para la salud»? El análisis del problema nos obliga a considerar dos aspectos íntimamente ligados: la personalidad del adicto y las actividades que generan dependencia. Las actividades que generan adicción poseen, en general, dos efectos: por un lado resultan agradables -el placer de beber, comer o fumar- y por otro reducen el malestar -el alivio de la angustia que depara el cigarrillo, la bebida o el alimento ingerido con ansiedad. Este doble efecto permite distinguir las adicciones de las compulsiones, puesto que estas últimas nunca resultan placenteras y sólo se dirigen a calmar la ansiedad. El sujeto que se siente obligado a lavarse diez veces las 157 manos para asegurarse de que ha eliminado hasta el último germen, o el que debe volver sobre sus pasos cada vez que piensa en una posible desgracia, no disfruta de dichos rituales. Se entrega a ellos para evitar la tensión que experimentaría en caso de resistirse. Es clara la diferencia entre estos actos compulsivos y las clásicas adicciones, que como hemos dicho deparan siempre algún placer, al menos inmediato. Otro aspecto que define a las conductas adictivas es que siempre entrañan una pérdida de libertad para el individuo que se entrega a ellas. El sujeto quisiera dejar de fumar o trabajar menos horas, pero no lo consigue. En general, se propone abandonar el hábito cuando piensa en sus consecuencias a largo plazo, pero en el momento experimenta el deseo de comer o de beber y no se resiste demasiado. Es un conflicto entre sus deseos actuales y la conveniencia futura del acto. Este conflicto nos obliga a definir con precisión qué entendemos por «ser libre», porque muchos adictos se resisten a controlar sus impulsos debido a que mantienen una noción equivocada de la libertad. Creen que ser libres equivale a hacer lo que desean en cada momento. Sin embargo, el sujeto que se propone dejar de fumar y enciende un cigarrillo está cediendo a sus deseos, pero no se siente libre. Otro tanto ocurre con el obeso que toma un buen trozo de torta a pesar de su dieta. Quienes ceden a tales tentaciones no son libres sino esclavos de sus impulsos y deseos inmediatos. La verdadera libertad consiste en hacer lo que a uno le conviene o lo que uno se propone, no lo que desea en cada instante. Con relación a la personalidad de los adictos, es común encontrar rasgos de carácter que los predisponen establecer vínculos de dependencia. Con frecuencia tienen una baja tolerancia a la incomodidad y a las frustraciones: no se «bancan» la angustia, la tristeza, la falta de voluntad y energía, o las toleran menos que otras personas. Muestran gran dificultad para aceptar que las cosas son como son y no como ellos desean. Exhiben, además, una tendencia a buscar apoyo fuera de sí, por ejemplo en un terapeuta, en un médico, 158 en un familiar protector, en medicamentos o en cualquier agente externo que alivie su ansiedad o su depresión. Por último, algunos adictos tienen dificultad para ajustar su conducta a normas éticas, morales y de convivencia. En estos casos el sujeto tiende a hacer más «lo que le gusta que lo que debe», y el consumo de drogas constituye una de las tantas transgresiones que comete: fugas, promiscuidad sexual, mentiras, robos, inestabilidad laboral, etc. De esta manera queda preparado el terreno para que se instale un comportamiento adictivo: el candidato a desarrollar la adicción encuentra fortuitamente algo o alguien que le resulta placentero y al mismo tiempo alivia su malestar. Puede ser el cigarrillo, la cocaína, determinado tranquilizante o como vimos la compañía de cierta persona significativa. Se adhiere entonces a dicho objeto como a un salvavidas y se resiste a abandonarlo. Desde este punto de vista, la adicción resulta del encuentro entre un sujeto predispuesto y un objeto determinado -droga, persona o actividad- capaz de brindarle alivio y placer. El fenómeno se complica porque además de la dependencia psicológica, algunas sustancias generan dependencia física: si el sujeto suspende repentinamente la droga experimenta una serie de síntomas -por ejemplo: convulsiones, insomnio, inquietud- conocidos como síndrome de abstinencia. En estos casos es necesario discontinuar paulatinamente la droga o sustituirla por otra menos nociva. El tratamiento del síndrome de abstinencia debe ser conducido por un médico y requiere a veces la internación del adicto. Un concepto erróneo muy común sostiene que el adicto se odia a sí mismo y desea, en el fondo, destruirse. Es cierto que la conducta adictiva puede tener consecuencias lesivas para el individuo. Pero de allí a afirmar que el sujeto consume la droga precisamente con esa finalidad, hay una gran diferencia. La psicología del comportamiento ha demostrado que las consecuencias inmediatas de una conducta, por ejemplo el placer que se siente en el momento de fumar o el alivio 159 inmediato de la ansiedad que procura el cigarrillo, suelen ser más potentes para controlar el comportamiento que las consecuencias alejadas, tales como el deterioro de la salud que produce el tabaco. Esto es aún más marcado cuando las consecuencias alejadas son acumulativas, es decir dependen de la acumulación del tabaco y no necesariamente de ese cigarrillo que el fumador está encendiendo. En esas circunstancias, las consecuencias alejadas que tenderían a reducir la conducta adictiva son aún menos eficaces para competir con el placer inmediato e intenso del cigarrillo actual. 160 TRATAMIENTO DE LAS ADICCIONES En el origen y mantenimiento de las adicciones intervienen factores médicos, sociales y psicológicos. Por ese motivo, el tratamiento no es simple y requiere la intervención de un equipo multidisciplinario, donde la participación del psiquiatra es una importante herramienta terapéutica. El tratamiento psicológico se propone ayudar al adicto a modificar su comportamiento, y con esa finalidad se han desarrollado diferentes procedimientos, algunos de los cuales resumimos a continuación. En el alcoholismo crónico y en la adicción a ciertas drogas, el tratamiento tradicional consistía en desarrollar una aversión del sujeto a la droga o a la bebida. En el caso de los alcohólicos, por ejemplo, era común administrar al paciente una sustancia conocida como apomorfina, la cual combinada con su bebida favorita producía vómitos y otras molestias. Luego de varias combinaciones de alcoholapomorfina, el paciente comenzaba a experimentar desagrado o aversión hacia la bebida y en el mejor de los casos suspendía su consumo. Este tipo de procedimientos reportaba ciertos beneficios, pero en general conseguía mejorías transitorias y se producían recaídas con relativa frecuencia. Con el desarrollo de la moderna terapia conductista, el viejo método aversivo dio lugar a procedimientos que se llevan a cabo en la imaginación del sujeto. Ahora las consecuencias nocivas no se presentan realmente, sino que son imaginadas por el adicto. El obeso, por ejemplo, recuerda su desagradable figura cuando está a punto de transgredir su dieta, o el fumador se imagina sufriendo una grave enfermedad cuando se propone encender un cigarrillo. A veces el sujeto aprende también a evocar las ventajas de controlar el hábito, sintiendo por ejemplo que respira con facilidad una vez que ha tirado 161 el cigarrillo. El paciente recibe instrucciones precisas sobre cómo imaginar la escena -por ejemplo: evocar el aroma y el sabor del vómito, la sensación de náusea, etc.-, con objeto de vivir con realismo la situación aversiva. Estos procedimientos se conocen como técnicas de autocontrol, y su propósito es brindar al sujeto estrategias para evitar y suprimir los hábitos perjudiciales. Las técnicas de autocontrol reportan considerables beneficios cuando se aplican con regularidad. De hecho, la mayoría de nosotros las empleamos intuitivamente cuando pretendemos resistir la tentación de comer o beber en exceso, si bien no solemos utilizarlas en forma sistemática. Sin embargo, por sí solas no suelen ser suficientes para evitar las recaídas, por lo cual los tratamientos modernos complementan estas técnicas con otros enfoques del problema. Actualmente se hace hincapié, no sólo en el control directo del hábito que se pretende eliminar, sino en el desarrollo de conductas alternativas. El propósito es que el individuo aprenda a manejar de un modo más conveniente las situaciones que hasta el momento disparan su consumo de drogas, alcohol, alimentos o cualquier otra cosa. Si el joven ingiere alcohol para vencer sus inhibiciones sociales, el tratamiento deberá encararse como un entrenamiento en habilidades de comunicación y de relacionamiento social. Si un paciente consume tranquilizantes para enfrentar situaciones que le despiertan temor o inseguridad, tales como lidiar con los contratiempos del trabajo, el propósito será capacitarlo para manejar dichos contratiempos y las situaciones temidas sin el uso de tranquilizantes. Este era el caso de una maestra muy estresada por no poder controlar la disciplina en sus clases, quien abandonó los sedantes una vez que aprendió a manejar la situación de manera más eficaz. El desarrollo de conductas alternativas incluye procedimientos como el entrenamiento en resolución de problemas, el manejo de los conflictos de pareja, el manejo de la rutina y el aburrimiento -que con frecuencia disparan conductas adictivas- entre otras herramientas. El propósito entonces es «qué hacer en lugar de». 162 El otro foco del tratamiento apunta a corregir algunos aspectos de la personalidad o de la manera de pensar del adicto que lo predisponen a caer nuevamente en sus hábitos nocivos. En el capítulo anterior mencionamos algunos rasgos de carácter que suelen requerir tratamiento, tales como la dependencia, la baja tolerancia a las frustraciones y la tendencia a buscar fuera de sí la ayuda o el respaldo para encarar cualquier dificultad. En consecuencia, la terapia se propone cultivar los hábitos opuestos, es decir: la independencia o autosuficiencia del sujeto, su convicción de que es capaz de enfrentar y manejar los obstáculos y conflictos sin recurrir a la ayuda externa y la noción de que cierto grado de frustración es inevitable. El abordaje de estos aspectos es complejo y requiere un análisis particular de cada situación. Sin embargo, constituye una fase importante de la terapia, en particular para prevenir las recaídas. Otro aspecto central en el tratamiento de las adicciones consiste en modificar la influencia del medio familiar y social, que con frecuencia estimula el abuso de drogas. Esto puede significar, por ejemplo, apartar al joven de un ambiente en que el consumo de drogas es visto como algo normal y hasta necesario para su integración social. Idealmente, el sujeto debería relacionarse e interactuar con personas que cultivan hábitos más sanos y convenientes. Sin embargo, no siempre es fácil implementar este cambio de entorno social. En otros casos, es conveniente revisar los vínculos familiares del adicto e instruir a las personas que conviven con él para responder a su conducta de modo de desalentar el consumo de drogas y estimular al mismo tiempo las conductas alternativas. Con frecuencia los padres dedican mucha atención al joven adicto -o la esposa hace lo propio con su marido alcohólico- mientras que demuestran poco interés por las actividades deportivas o sociales del adolescente. En ciertos casos es necesario examinar en detalle la dinámica familiar, por ejemplo cuando el abuso de drogas expresa los roles que desempeña cada miembro -salvador, perseguidor y víctima-, los cuales deben ser abandonados para evitar que se mantenga la adicción. Eric Berne ha 163 ilustrado este proceso en el caso del alcoholismo: la esposa primero es víctima de los excesos de su marido y más tarde lo protege y procura «salvarlo» de su adicción. El alcohólico transita los roles complementarios, primero como perseguidor que maltrata a su esposa y luego como víctima arrepentida que busca ayuda y protección. Como esta comedia tiende a representarse una y otra vez, es importante examinar y modificar los roles complementarios que exhiben los cónyuges y que contribuyen a mantener la conducta del alcohólico6. La dinámica familiar puede estar involucrada de muchas maneras, y casi siempre debe ser tomada en cuenta. A veces el joven adicto es presentado por sus padres como «el enfermo» para tapar otros problemas del núcleo familiar. Pero también el paciente puede refugiarse en la sugerencia de que se trata de un problema de todo el grupo para evitar la responsabilidad de modificar su propia conducta, de modo que las entrevistas conjuntas deben encararse siempre con mucha cautela. 6 «Juegos en que participamos». Eric Berne, Editorial Diana, México, 1981. 164 Conclusión ¿CUÁN NORMALES SOMOS LOS NORMALES? A lo largo del libro hemos examinado numerosos «pecados» cotidianos, señalando las motivaciones y la dinámica psicológica que se encuentra en la base de tales comportamientos. Si el lector se ha visto reflejado en algunas de las descripciones, puede albergar dudas acerca de su propia estabilidad emocional o la de sus seres queridos. De hecho, es esta una interrogante bastante común. Con cierta frecuencia nos preguntamos si determinada persona, generalmente un conocido o un familiar, es normal o «está mal de la cabeza». Sin embargo, afirmar que alguien es un enfermo mental o que padece un trastorno psíquico resulta apropiado sólo cuando nos referimos a un sujeto seriamente perturbado, tal como un delirante convencido de que existe una conspiración mundial en su contra y de que sus enemigos le roban sus pensamientos por medios misteriosos. Pero si nos proponemos analizar la conducta agresiva de un conductor durante un embotellamiento de tráfico, o si consideramos la tristeza que aflige a un estudiante luego de perder un examen, no parece apropiado preguntarnos si dichos sujetos son normales o no. La mayoría de las personas que tratamos diariamente -incluyendo a aquel que nos mira desde el espejo- presentan alteraciones ocasionales en su comportamiento. Por ese motivo, antes de catalogar a un sujeto como sano o enfermo, conviene recordar algunos conceptos importantes sobre los trastornos emocionales. En primer término, es más realista hablar de conductas alteradas que de personas alteradas. Las personas solemos actuar en forma diferente en nuestros distintos roles, por ejemplo en el trabajo o en casa. El conductor que reacciona en forma airada en medio del tráfico congestionado, puede responder con tolerancia y comprensión a las travesuras de sus hijos. Tal vez actúe en forma rígida y autoritaria en 165 su trabajo, mientras se muestra flexible y amable con sus vecinos y amigos. No podemos considerarlo definitivamente agresivo, y mucho menos etiquetarlo como «enfermo» o «anormal». Incluso en un mismo ámbito -por ejemplo en el trabajo- la conducta de una persona suele ser bastante cambiante o fluctuante, a veces de un momento a otro. Hasta el jefe más crítico y exigente puede mostrarse tolerante con un subordinado. Por eso es mejor hablar de sus reacciones agresivas o de sus comportamientos autoritarios, que identificarlo globalmente como autoritario o agresivo. Del mismo modo, el estudiante que se deprime ante un fracaso escolar puede enfrentar otros aplazamientos sin angustiarse demasiado. En general, es más apropiado hablar de lo que hace el sujeto en ciertas situaciones, es decir de su conducta, que establecer lo que supuestamente es. Además, este enfoque resulta más optimista porque supone la posibilidad de sustituir los hábitos inconvenientes por estilos de pensamiento y acción más eficaces. Tampoco parece acertado sostener que el individuo «tiene» un comportamiento agresivo, como si tuviera un tumor o un coágulo que es necesario remover. Lo tendrá en ciertas circunstancias, pero no en otras. Aun limitándonos a describir la conducta, suele ser difícil establecer si determinado hábito es normal o no, salvo en casos extremos. La normalidad es casi siempre una cuestión de grado. Un individuo puede ser más o menos agresivo, más o menos tímido y más o menos depresivo; no siempre es fácil trazar una línea divisoria y decir: hasta aquí se trata de un grado normal de timidez -o de agresividad- y de aquí para allá constituye una conducta neurótica. En lugar de embarcarse en una discusión estéril acerca de lo sano o enfermo de un comportamiento, es conveniente analizar en qué medida interfiere dicha conducta con los objetivos del sujeto y con su propia felicidad. Si su timidez le impide llevar una vida social activa y es fuente de angustia y de frustraciones para él, es posible ayudarlo a mejorar su desempeño social. De hecho, las corrientes actuales en psicología apuntan más al 166 crecimiento personal, en el sentido de desarrollar nuevas habilidades que a corregir lo «enfermo». No se trata entonces de ser o no ser normales, ni siquiera de tener o no un problema, sino de comportarnos en forma más o menos conveniente. En ese sentido, es posible describir algunos hábitos que resultan útiles y ventajosos para la mayoría de nosotros. En los capítulos anteriores hemos mencionado varios de dichos hábitos, y en las líneas siguientes nos proponemos resumir algunos de ellos, poniendo énfasis en las formas de pensar y de actuar que contribuyen a mantener nuestro equilibrio psicológico. Son estilos de pensamiento y de acción que favorecen nuestro desempeño laboral, familiar y social y permiten la plena expresión de nuestras potencialidades. Estos patrones de conducta promueven nuestro bienestar emocional, facilitan la convivencia y hacen más grata la vida de aquellos que nos rodean. Tolerancia Los sujetos equilibrados aceptan en general que la gente actúe en forma diferente de como ellos lo harían. Tal vez no compartan las actitudes de otras personas, pero tienden a verlas como diferentes, en lugar de considerarlas equivocadas. Por supuesto que perciben los errores ajenos, pero los toman como algo normal e inevitable. Cuando esto ocurre, se ocupan de corregir los problemas ocasionados por tales errores y de evitar que los mismos se repitan, en lugar de preguntarse con desesperación cómo es posible que alguien sea tan torpe o desconsiderado. Cuando algo sale mal se centran más en los problemas que en las personas, y tienden a buscar soluciones en lugar de buscar culpas y acusar a los responsables. Resistencia a las frustraciones Del mismo modo, los individuos equilibrados consideran inevitables las dificultades y contratiempos. Cuando enfrentan obstáculos o imprevistos los encaran con naturalidad y estudian las alternativas de que disponen, en lugar de quejarse de su mala suerte o de pensar: «no 167 puede ser que me pasen estas cosas». Por el contrario, estos sujetos saben que es inevitable enfrentar contratiempos -«puede ser que me pasen estas cosas»-, y que llevar adelante un proyecto consiste precisamente en ir resolviendo las dificultades que surgen. Por supuesto que les disgusta tener problemas, pero su filosofía realista les permite ocuparse del asunto con relativa serenidad, en lugar de dilapidar energía en arrebatos de ira y desesperación. Realismo y flexibilidad Las personas que encuentran mayor felicidad en la vida no son aquellas que obtienen logros excepcionales, sino quienes se fijan metas y objetivos accesibles. Saben -por ejemplo- que no pueden aspirar a una pareja ideal y que no siempre estarán a gusto con su trabajo. Esto no implica que se conformen con cualquier relación afectiva ni que se mantengan indefinidamente en un empleo que les disgusta. Renunciar a los proyectos ideales no significa caer en el conformismo ni en la indiferencia de aquel a quien todo le da lo mismo. Es posible seguir luchando para mejorar las propias condiciones de vida, siempre que se manejen opciones reales y alternativas viables. La flexibilidad, es decir la capacidad de adaptarnos a circunstancias que difieren de nuestras expectativas, constituye uno de los principales indicadores de «salud mental». Los sujetos que actúan de este modo son capaces de cambiar sus planes sobre la marcha, para adaptarse a las nuevas circunstancias o a los deseos de otras personas. La flexibilidad -o su opuesto, la rigidez- se pone de manifiesto en asuntos tan triviales como elegir una película o un restaurante al salir con un grupo de amigos. En otros casos se trata de cuestiones más trascendentes, como la profesión que debe elegir un hijo o los requisitos que debe reunir su novia. En todos estos casos es bueno mantener expectativas abiertas, en lugar de formarse una idea rígida de cómo deberían ser las cosas y resistirse luego a modificarla. 168 Autoaceptación Los psicólogos coinciden en que una autoestima elevada es esencial para mantener el equilibrio emocional. El sentido común también nos sugiere que debemos estar conformes con nosotros mismos para conservar el buen humor y sentirnos a gusto con otras personas. De hecho, la baja autoestima está en la base de problemas tan variados como la depresión, la timidez, los celos enfermizos y las disfunciones sexuales. Los hombres y mujeres atormentados por sentimientos de inferioridad y desvalorización personal suponen, equivocadamente, que los demás se sienten bien porque son superiores a ellos en algún aspecto: más inteligentes, más competentes o mejor dotados físicamente. Sin embargo, los sujetos que están a gusto con ellos mismos no tienen atributos excepcionales; no son más brillantes ni más atractivos que aquellos con una baja autoestima. La diferencia radica en el modo como se ven a sí mismos, no en sus cualidades ni en su capacidad. Los individuos estables y equilibrados no se juzgan globalmente como valiosos o incapaces; en lugar de ello, juzgan sus atributos o sus cualidades por separado, valorando sus propios méritos y reconociendo sus defectos sin llegar a una conclusión definitiva sobre su propio valor. Una mujer con dificultades sexuales, por ejemplo, prefiere pensar: «esta vez no respondí sexualmente», antes que asumir: «soy frígida». Al evaluar su desempeño y no su persona, puede admitir incluso carencias repetidas -«la mayoría de las veces me cuesta excitarme»- sin extraer conclusiones radicales sobre su propio valor: «no sirvo como mujer». Quienes piensan de este modo también pueden sentirse orgullosos de sus logros, sin creer que son maravillosos o infalibles. En síntesis, las personas son más resistentes a los fracasos cuando examinan su desempeño en diferentes roles, sus cualidades y atributos por separado en lugar de juzgar su persona o su ego como una totalidad. Albert Ellis llama a esta postura «autoaceptación» más que autoestima, porque en lugar de estimar o valorar su persona el 169 individuo se limita a evaluar su comportamiento, lo cual le permite aceptarse a sí mismo aunque juzgue en forma negativa su desempeño. Sensación de control sobre la propia vida Como ya hemos visto7, las personas que creen tener control sobre los acontecimientos de su vida se sienten motivadas para emprender proyectos y enfrentar eventuales dificultades. Se dice que estas personas tienen una expectativa de control interno: «los resultados que obtengo dependen de mí». Quienes suponen que su vida depende de circunstancias externas como la suerte, el azar o la ayuda de otras personas -control externo-, se ven indefensas ante al destino y no se sienten motivadas para modificar sus condiciones actuales. Esta actitud conduce a la pasividad, la resignación o la dependencia. Aceptación de la incertidumbre Los individuos más capacitados para tomar decisiones son aquellos que aceptan el margen de riesgo que existe en todas las alternativas. Saben que no es posible estar completamente seguros de que van a tomar el mejor camino, y al estudiar las opciones manejan probabilidades en lugar de buscar certezas. Han aprendido que no pueden prever con exactitud los resultados de sus actos, y no pretenden tener todas las respuestas antes de actuar. Curiosamente, quienes procuran estar completamente seguros de lo que van a hacer se sienten atormentados por la duda, la indecisión y la culpa. La seguridad personal no proviene de tener todo previsto y bajo control, sino de aceptar que tal pretensión es imposible y calcular los riesgos sólo hasta cierto punto. El «control interno», que acabamos de mencionar como un rasgo deseable, resulta contraproducente si se lo lleva al extremo de pretender un «control total» sobre los acontecimientos. Quienes asumen dicha postura se sienten demasiado responsables por sus fracasos y se deprimen con relativa facilidad. Piensan que la suerte no 7 «La causa de nuestros males», pág. 124. 170 existe, y que podrían obtener todo lo que desean si hicieran las cosas bien. Cuando no consiguen sus propósitos, asumen que se equivocaron y se sienten culpables. Les cuesta aceptar que no siempre van a conseguir lo que se propongan, aun cuando hagan las cosas bien. Aceptación de las contradicciones Los sujetos flexibles y realistas suelen tolerar bastante bien las contradicciones, en sí mismos y en sus semejantes. Saben que es normal experimentar sentimientos contradictorios, por ejemplo admirar ciertas cualidades en una persona y al mismo tiempo detestar otras, o sentir afecto por sus padres y estar molesto y resentido con ellos. Reconocen que su conducta no siempre refleja los valores que defienden, y aunque procuran guardar la mayor coherencia posible entre lo que dicen y lo que hacen admiten que en ocasiones se conducen en contra de sus propios principios. Tampoco esperan que los demás actúen siempre de manera congruente, y si bien no aplauden tales desviaciones las toman con naturalidad. Los sujetos con criterio amplio suelen adoptar posiciones intermedias ante los temas que dividen a la sociedad. En ocasiones admiten con franqueza que no tienen una opinión formada, y en otros casos definen claramente una postura, pero sin asumir una actitud dogmática o pasional. Por el contrario, están abiertos a considerar los hechos que contradicen sus propias creencias e incluso a revisar las ideas que consideran verdaderas. Quienes adhieren fanáticamente a posturas radicales, en cambio, se resisten a tomar en cuenta los datos que no cierran con sus convicciones -por ejemplo con sus ideas políticas, religiosas o sociales-, o los consideran erróneos antes de examinarlos. Creen que deben estar totalmente a favor o en contra de una causa, y por eso les cuesta reconocer excepciones o debilidades en las teorías que defienden. 171 Equilibrio entre sus intereses Los seres humanos centramos nuestro interés en tres grandes áreas: nosotros mismos, los demás y las cosas. El mayor equilibrio emocional se consigue al ocuparnos de las tres áreas, sin excluir alguna de ellas. Los sujetos orientados exclusivamente hacia sí mismos son quienes experimentan mayores dificultades. Están siempre pendientes de sus propias necesidades, de sus angustias y frustraciones, y no perciben los intereses o inquietudes de los demás. Para ellos, las otras personas revisten interés en la medida en que puedan brindarles algún tipo de gratificación material o afectiva. En una conversación les interesa más hablar que escuchar, hacerse entender que comprender al otro, y cuando se encuentran deprimidos suelen agotar a familiares y amigos con el relato de sus penas y amarguras. Buscan apoyo y comprensión, pero difícilmente la brindan. El orientarse permanentemente hacia los problemas y dificultades ajenas conlleva el riesgo de postergar las propias necesidades. Con el tiempo, estas personas se sienten resentidas porque no reciben a cambio una dedicación similar. Sin embargo, son ellas mismas quienes encaran las relaciones en forma unilateral, sin pedir nada para sí mismas y dando más de lo que les piden. En otros casos, fantasean con recibir el reconocimiento o la gratitud de aquellos a quienes han ayudado, y se sienten frustradas cuando ello no ocurre. Quienes se ocupan sólo de las «cosas» -trabajo, actividades, asuntos materiales-, suelen ser muy eficientes en las tareas que emprenden, y encaran los problemas con seriedad y objetividad. Sin embargo, encuentran dificultades a la hora de dar y recibir afecto, y pueden ser vistos como fríos, indiferentes y hasta egoístas por sus seres queridos. De modo que, tal como señalamos al comienzo, el funcionamiento armónico del individuo pasa por repartir su atención e interés entre las diferentes áreas de su vida, sin excluir ni postergar indefinidamente alguna de ellas. 172 FORMULARIO DE AUTODESCRIPCIÓN El siguiente cuestionario le permite describir su forma de ser habitual. Cada renglón horizontal corresponde a un rasgo de personalidad, es decir una forma de actuar o de reaccionar en las situaciones cotidianas. Cada rasgo tiene dos polos. El primer rasgo, por ejemplo, está redactado como sigue: 1 2 3 paciente, no me irrito cuando las cosas me salen mal 4 5 impaciente, me irrito cuando las cosas me salen mal A El polo de la izquierda dice «paciente, no me irrito cuando las cosas me salen mal», y el de la derecha dice «impaciente, me irrito cuando las cosas me salen mal». Decida si su comportamiento habitual se acerca más a uno u otro polo, y haga una «X» en el casillero correspondiente8. Evite marcar «3» en todas las preguntas. Elija la opción que mejor lo describa de acuerdo al siguiente criterio: 1. Mi conducta se acerca mucho al polo izquierdo 2. Mi conducta se acerca más al polo izquierdo que al derecho 3. Mi conducta está en el medio, no se acerca a ninguno de los dos polos 4. Mi conducta se acerca más al polo derecho que al izquierdo 5. Mi conducta se acerca mucho al polo derecho Luego, continúe con los demás rasgos. Al marcar, no piense en cómo le gustaría ser sino en cómo actúa realmente. Una vez que termine puede unir todas las «X» con una línea quebrada para trazar su perfil, y ver en cuáles rasgos su conducta se acerca más a uno de los polos. Responda el cuestionario antes de seguir leyendo. 8 Para rellenar el formulario deberá imprimir las páginas 174 y 175. 173 1 2 3 paciente, no me irrito cuando las cosas me salen mal tolerante, no me molestan mucho los errores ajenos pienso que las cosas van a salir bien, que no va a pasar nada grave 4 5 impaciente, me irrito cuando las cosas me salen mal exigente, me molestan mucho los errores ajenos pienso que las cosas pueden complicarse, que pueden ser peligrosas me molesta hacer las cosas solo, necesito la compañía de otros no me molesta hacer las cosas solo, no necesito demasiado la compañía de otros no me ofendo fácilmente, no estoy pendiente de cómo me tratan tengo opiniones y posiciones intermedias, no muy apasionadas A B C D me ofendo fácilmente (aunque no lo diga), estoy E atento a cómo me tratan tengo opiniones y posiciones categóricas, me F apasiono al defenderlas soy desconfiado, pienso que me G ocultan cosas soy muy confiado, no suelo pensar que me ocultan cosas no me cuesta discrepar, decir que no o expresar mi malestar evito discrepar o decir que no, trato de que los H demás no se enojen 174 1 2 3 no pienso si voy a hacer el ridículo o si van a pensar que soy distinto o raro tomo las decisiones cotidianas con facilidad, no le doy muchas vueltas a las cosas soy más bien práctico, no soy fanático del orden ni de la prolijidad soy más bien serio, no soy muy expresivo ni demostrativo pocas cosas (por ej.: animales, lugares altos, exámenes médicos, etc.) me dan miedo o me impresionan 4 5 me preocupa hacer el ridículo, ser distinto o que se rían de mí I me cuesta tomar las decisiones cotidianas, dudo, J pienso mucho qué será lo mejor soy perfeccionista, muy ordenado, detallista o K meticuloso soy muy demostrativo y efusivo, L se notan mis sentimientos varias cosas (por ej.: animales, lugares altos, exámenes médi- M cos, etc.) me dan miedo o me impresionan Una vez que haya completado el cuestionario, respóndalo nuevamente pensando esta vez cómo lo ven los demás. Para elegir un casillero, piense: ¿qué marcaría la gente que me conoce si tuviera que describirme a mí? Marque con otro color cómo lo evaluaría una persona que lo conoce aunque usted no esté de acuerdo. Si lo prefiere, puede pedirle a alguien que marque realmente el formulario en blanco para saber cómo lo ve. 175 Interpretación de los resultados Los comportamientos que se describen en este cuestionario están designados con las letras «A» a la «M». Se trata de conductas y hábitos comunes, presentes, en mayor o menor grado, en todos nosotros. En cada rasgo, el polo bajo describe un estilo de conducta más conveniente y apropiado, mientras que el polo alto indica comportamientos y actitudes inconvenientes que pueden ser fuentes de conflictos y dificultades. Los polos altos corresponden a las siguientes características o estilos de conducta inconvenientes: A. B. C. D. E. F. G. H. I. J. K. L. M. baja tolerancia a las frustraciones exigencia, actitud hipercrítica tendencia a la preocupación, pensamiento catastrófico dependencia, necesidad de compañía susceptibilidad radicalismo, tendencia a ver las cosas «blancas o negras» desconfianza complacencia excesiva necesidad de aprobación, vergüenza indecisión perfeccionismo, detallismo excesivo hiperemotividad, elevada expresividad emocional tendencia fóbica Los perfiles globalmente inclinados a la derecha indican puntajes altos en la mayoría de los rasgos (4 o 5), mientras que aquellos centrales o inclinados a la izquierda muestran puntuaciones medias o bajas y coinciden en general con comportamientos adaptativos o convenientes. La mayoría de los perfiles, sin embargo, muestran puntajes altos en algunos rasgos, y son estos precisamente los que deben atenderse con fines de crecimiento personal. La obtención de dos perfiles permite además comparar su autoimagen (cómo se ve a usted mismo) con la impresión que otras personas tienen de usted. Si existen diferencias muy marcadas, deberá 176 examinar si la percepción que tiene de usted mismo es realista o si los mensajes que envía a su entorno trasmiten una visión diferente de la que usted desea. El formulario de autodescripción que ofrecemos en este capítulo brinda sólo una estimación aproximada de su personalidad, basada en su propia impresión. Si desea comparar el perfil obtenido de este modo con una evaluación profesional, puede responder el «Test PSI» que brinda un informe completo de varias páginas, incluyendo gráficas y una explicación personalizada de cada uno de sus rasgos. Para responder el Test PSI comuníquese con el Centro de Terapia Conductual o haga clic en los vínculos que se ofrecen en el siguiente recuadro. Test PSI para consultantes individuales Usted puede responder el Test PSI y obtener un reporte completo de su personalidad, que incluye puntajes en 14 rasgos y 4 dimensiones o actitudes globales. El informe le brindará una descripción precisa de su conducta habitual y si lo desea podrá incluir el link en su curriculum para que los empleadores accedan al informe original sin cambios. Adquiera una aplicación personal del test y le enviaremos su nombre de usuario y contraseña para responderlo en línea. Ver más detalles sobre el Test PSI Ver un ejemplo del perfil obtenido mediante el Test PSI Ver el costo y solicitar una habilitación 177 Test PSI para psicólogos y consultoras Una potente herramienta para psicólogos clínicos y laborales, departamentos de recursos humanos, consultoras y selectoras de personal brinda puntajes en 14 rasgos básicos y 4 dimensiones globales de la personalidad sistema de corrección automatizado a través de internet De gran utilidad para psiquiatras y psicólogos clínicos El perfil gráfico y la descripción de cada puntaje permiten una adecuada devolución al paciente, lo cual consolida el vínculo y facilita la definición de objetivos terapéuticos. El PSI entrega además un reporte personalizado, de gran valor para el clínico que debe realizar pericias o evaluaciones Con importantes ventajas en psicología laboral las preguntas ofrecen opciones igualmente preferibles, a efectos de evitar la tendencia a dar una buena imagen admite aplicación individual o grupal, en pantalla o sobre hoja impresa no es necesario instalar programas en las computadoras de la empresa, es posible corregir el test desde cualquier PC conectado a internet el acceso a los resultados es inmediato: el sistema entrega el informe en segundos calcula automáticamente los baremos y entrega el perfil pronto para interpretar: el sistema devuelve un reporte personalizado de aproximadamente 18 páginas pronto para imprimir y encarpetar o analizar en pantalla Solicite información sobre el Test PSI en el Centro de Terapia Conductual [email protected] o por el Tel.: (598) 2709 1830 Vea un ejemplo del perfil que ofrece el PSI en: www.testpsicologicolaboral.com 178 ¿QUÉ ES LA TERAPIA CONDUCTUAL COGNITIVA? La Terapia Conductual o Cognitiva es uno los tratamientos psicológicos más empleados en todo el mundo en los últimos 35 años. En Uruguay se dictan cursos de terapia cognitiva para psicólogos y psiquiatras a nivel universitario y se forman terapeutas con esta orientación. De acuerdo a esta corriente, las personas adquieren a lo largo de sus vidas ciertas ideas acerca de sí mismas, de los demás y del mundo. Desarrollan expectativas sobre el resultado de sus actos, estrategias para enfrentar problemas, formas de relacionarse con los demás y de reaccionar ante las pérdidas o el peligro. Algunos de estos hábitos resultan limitantes o interfieren seriamente con la vida del sujeto, por ejemplo: fobias, obsesiones, inseguridades, actitudes depresivas y conductas sumisas o agresivas, entre otras. El propósito de la Terapia Conductual - Cognitiva es ayudar al paciente a cultivar nuevos hábitos de pensamiento y de acción que le permitan relacionarse mejor con sus semejantes, enfrentar sus problemas con mayor eficacia y aumentar su resistencia a las frustraciones. Sus principales características son las siguientes: Tratamiento centrado en los problemas actuales del paciente. Aunque se analiza la historia del sujeto, así como el origen y evolución de sus problemas, la terapia se orienta principalmente a desarrollar estrategias para enfrentar sus dificultades actuales y desafíos futuros. Terapia activa. El sujeto aprende y ensaya nuevos esquemas de pensamiento y estilos de conducta más eficaces. Diálogo abierto y natural: paciente y terapeuta discuten libremente los distintos temas. 179 Centro de Terapia Conductual En el Centro de Terapia Conductual se emplea esta modalidad de tratamiento a través de los siguientes servicios: Consejo y Orientación Psicológica. Asesoramiento de breve duración centrado en el análisis y manejo de situaciones puntuales. Terapia Individual. Tratamiento personalizado en sesiones regulares. Terapia de Parejas. Sesiones conjuntas dirigidas a mejorar la comunicación, manejar desavenencias y desarrollar habilidades de negociación para alcanzar acuerdos y cultivar una convivencia armónica. Tratamiento Psiquiátrico, como única opción o complementando el tratamiento psicológico. Estudio de Personalidad, mediante test y entrevistas personales. Asesoramiento Laboral. Estudios psicológicos para selección de personal, apoyo psicológico para funcionarios que atraviesan momentos de crisis, seminarios sobre comunicación y motivación y análisis de las relaciones personales en la empresa. Centro de Terapia Conductual Lorenzo J. Pérez 3172/004- Montevideo Tel/Fax: (598) 2709 1830 [email protected] - www.psicologiatotal.com 180 Del mismo autor El neurótico que llevamos dentro Empleando un lenguaje claro y comprensible, el Dr. Chertok nos muestra cómo reconocer al personaje neurótico que habita en nuestro interior y tomar distancia de su discurso destructivo, reemplazándolo por un enfoque racional y sensato de los problemas cotidianos. El autor nos brinda herramientas novedosas para controlar emociones y conductas inadecuadas como las obsesiones y rituales, el resentimiento prolongado, la tendencia a discutir y la dificultad para formar pareja, ofreciendo una descripción detallada de las técnicas que propone para hacer frente a tales perturbaciones. Una obra original y reveladora, dirigida tanto al público en general como a pacientes en terapia, quienes encontrarán sugerencias concretas para cultivar un pensamiento realista y tomar el control de su propia conducta. «El neurótico que llevamos dentro» es también de gran valor para terapeutas interesados en conocer técnicas originales de modificación conductual y ofrecerlas como lectura complementaria a sus pacientes. Ver contenido del libro 181 60 mentiras que nos complican la vida ¿Por qué algunas personas enfrentan positivamente sus problemas y otras se angustian o se deprimen ante el menor contratiempo? ¿Cómo piensan y actúan los hombres y mujeres seguros de sí mismos? ¿Cuál es la causa del resentimiento, la impaciencia o la irritación crónica? Con un lenguaje claro y directo, el Dr. Chertok nos explica "el A-B-C de la perturbación emocional": cómo generamos nuestro propio malestar al asumir inadvertidamente distintas creencias irracionales. El Cuestionario A-B-C y el Inventario de Ideas Equivocadas desarrollados por el autor permiten descubrir las ideas preconcebidas que nos complican la vida. El texto nos conduce paso a paso, primero a identificar las creencias erróneas y luego a reconocer cómo nos engañamos a nosotros mismos. También nos brinda los instrumentos para cambiar nuestros diálogos internos y modificar hábitos perjudiciales como la indecisión, la tendencia a discutir y la preocupación obsesiva. Como valioso complemento de estas técnicas, se incluye una selección de lecturas didácticas publicadas por el autor en el semanario "BUSQUEDA" de Montevideo. Este excelente manual de autoconocimiento y autoayuda reúne las ventajas de un texto práctico, de inmediata aplicación por parte del lector con la solidez propia de un enfoque comprobado: la terapia cognitiva, una modalidad de tratamiento conductual en la cual el autor posee casi veinte años de experiencia clínica y docente. Ver contenido del libro 182 Cuentos que iluminan el camino ¿A quién no le gusta que le cuenten una fábula? Las metáforas resultan atractivas para el oyente, despiertan su interés y le permiten examinar sus actitudes en forma amena y distendida. Los relatos que se ofrece en este libro atrapan al lector y le permiten desarrollar nuevas estrategias para alcanzar sus metas y hacer frente a sus dificultades. El genio de la radio, la fantasía del bolillero, el grupo de quejosos, la sociedad de los justos y la metáfora del hipnotizador son algunos de los cuentos que le ayudarán a descubrir con humor sus propios errores y a cultivar expectativas más realistas. Esta selección de relatos constituye también una valiosa herramienta para los terapeutas, psicólogos y psiquiatras, quienes podrán compartir y analizar estas metáforas con sus pacientes. Ver contenido del libro Escuchar uno de los cuentos 183 La estrategia del amor Cada vez son más numerosas las parejas que buscan en una terapia la solución para sus conflictos. Pero, ¿qué ocurre exactamente en el consultorio del terapeuta? ¿Cómo consigue el profesional – psicólogo o psiquiatra- que la pareja aprenda a encarar sus problemas en forma constructiva? En esta obra, didáctica y reveladora, el autor nos invita a seguir paso a paso el tratamiento de un matrimonio, como observadores privilegiados de lo que ocurre dentro del consultorio. A través del diálogo entre el terapeuta y sus pacientes, el lector aprende las claves de la motivación humana y las reglas de una buena comunicación. A lo largo de las sesiones se abordan problemas de convivencia, incidentes cotidianos y dificultades sexuales, y se describen técnicas apropiadas para formular pedidos, responder a las críticas, alcanzar acuerdos y apoyar el cambio en la otra persona. Ver contenido del libro 184 Las causas de nuestra conducta PRIMER LIBRO URUGUAYO SOBRE PSICOLOGÍA CONDUCTISTA Prólogo del Prof. Emérito Dr. Daniel Murguía Este clásico manual, permanentemente actualizado, presenta en forma didáctica los principios básicos del comportamiento, incluyendo preguntas, ejemplos y ejercicios para guiar al lector. Utilizando un lenguaje claro y comprensible, el autor explica cómo se desarrollan nuestros hábitos de conducta, estilos de pensamiento y respuestas emocionales, y cómo se aplican los mismos principios para modificar el comportamiento. Aunque se dirige principalmente a psicólogos, psiquiatras, educadores y estudiantes de esas disciplinas, resulta muy apropiado para el público en general interesado en obtener una información actualizada y de «primera mano» sobre la psicología conductual. Ver contenido del libro Solicite estas obras en librerías o en el Centro de Terapia Conductual Lorenzo J. Pérez 3172/004 - Montevideo Tel.: (598) 2709 1830 [email protected] www.psicologiatotal.com 185 Sobre el autor El Dr. Alberto Chertok desarrolla su actividad como psiquiatra y psicoterapeuta en la ciudad de Montevideo, donde dirige el Centro de Terapia Conductual. Es miembro fundador y Presidente Honorífico de la Sociedad Uruguaya de Análisis y Modificación de la Conducta (SUAMOC), entidad que agrupa a psicólogos y psiquiatras de orientación conductual. Recientemente fue designado Miembro del Comité de Honor del 7º Congreso Mundial de Terapias Cognitivas y Comportamentales a realizarse en Lima - 2013, en razón de ser una figura representativas del movimiento cognitivo comportamental en su país. Fue Asistente titular de Clínica Psiquiátrica de la Facultad de Medicina y se desempeñó durante más de veinte años como docente en la Facultad de Psicología de la UDELAR. Es autor de «Las causas de nuestra conducta» (1988), primer libro uruguayo sobre psicología conductista y de «60 mentiras que nos complican la vida» (1992), un manual de autoayuda que alcanzó gran difusión. Publicó además «La estrategia del amor» (1995), novela didáctica que ilustra el desarrollo de una terapia de pareja, «El neurótico que llevamos dentro» (2011), donde ofrece nuevas técnicas para el manejo de los problemas emocionales, «Cuentos que iluminan el camino» (2012), una selección de fábulas y relatos que dejan enseñanzas para vivir con sabiduría y la presente obra «Pasiones y Pecados del diario vivir». Es autor del «Test PSI», un moderno inventario de personalidad utilizado en psicología clínica y laboral y ha publicado numerosos trabajos científicos sobre su especialidad. 186 PASIONES y PECADOS del diario vivir ¿Constituyen los celos una prueba de amor? ¿Cuál es la causa de la infidelidad? ¿Cómo se explica la seducción? ¿Son normales los sueños y fantasías? ¿Cómo responder a las críticas y reproches? ¿Por qué postergamos indefinidamente nuestras tareas? Estos son algunos de los temas que el Dr. Alberto Chertok encara en forma incisiva a lo largo de esta obra. Inspirado en entrevistas radiales, el autor reproduce las preguntas de los oyentes y sus propias respuestas sobre una variedad de "pecados" de la vida cotidiana. La mentira, la envidia, la falta de motivación y las disfunciones sexuales, entre otras, son puestas al descubierto y analizadas con precisión. Una lectura amena, instructiva y reveladora, que brinda al lector una explicación psicológica de sus propias debilidades y valiosas sugerencias para su crecimiento personal. 187