El Último CortEjo
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El Último CortEjo
Laurent Gaudé El Último Cortejo Traducción del francés de Teresa Clavel Lledó Título original: Pour seul cortège Ilustración de la cubierta: Dea - G. Dagli Orti/ De Agostini Picture Library/Getty. Copyright © Actes Sud, 2012 Copyright de la edición en castellano © Ediciones Salamandra, 2013 Publicaciones y Ediciones Salamandra, S.A. Almogàvers, 56, 7º 2ª - 08018 Barcelona - Tel. 93 215 11 99 www.salamandra.info Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos. ISBN: 978-84-9838-537-3 Depósito legal: B-14.320-2013 1ª edición, junio de 2013 Printed in Spain Impresión: Romanyà-Valls, Pl. Verdaguer, 1 Capellades, Barcelona Para Françoise Nyssen y Jean-Paul Capitani, en el corazón de los libros, la vía posible de un consuelo I Danza, en Babilonia Cuando lo sorprende el primer espasmo, nadie advierte nada y quienes lo rodean siguen riendo. Mueve los hombros de forma casi imperceptible, como para protegerse de un golpe invisible —un gesto ínfimo que se pierde en el barullo del banquete—, se dobla ligeramente por la cintura y con una mano se sujeta el vientre. El dolor es tan agudo que lo para liza por unos segundos, pero, antes de que grite, antes de que tenga siquiera tiempo de asustarse, remite. Alrededor, la música suena cada vez más fuerte, una barahúnda de risas, flautas y tambores. Recobra el aliento. Ha sentido en sus entrañas esa cosa naciente, como un desplome del cuerpo, pero el dolor ha pasado tan deprisa que lo deja estupefacto. Levanta la cabeza, constata que en torno a él los invitados continúan riendo sin que nadie haya advertido nada y enton ces pide que vuelvan a servirle. Acaba de levantarse y, frente a las altas montañas de Aria, el aire de la mañana se ha vaciado de los sonidos del mundo: vuelo de pájaros, soplo de viento, clamor lejano... Todo está frío e inmóvil. Se encuentra lejos de Babilonia, en la terraza de ese templo colgante que ha escogido como refugio. Uno tras otro, los sacerdotes se levantan también, como todas las 11 mañanas, para ocuparse en silencio de sus quehaceres. De pronto, uno de ellos se detiene en lo alto de la muralla y apunta con un dedo la llanura. «¡Mirad!» Ella, igual que los demás, se acerca con presteza al parapeto, impaciente por ver lo que el sacerdote señala, pero en cuanto apoya la mano en el borde, siente que alrededor el aire se carga de amenazas. Coge de nuevo su copa y bebe a la manera macedonia, como lo hacía su padre, dando largos tragos, sin cortar el vino, has ta estar borracho y tambalearse. Cuando la deja en la mesa, intenta levantarse, pero no lo consigue y se desploma sobre la silla. El alcohol hace que la cabeza le dé vueltas. Nota que lo miran. Nadie ha advertido que lo ha traspasado el dolor, pero todo el mundo se percata de que está borracho. Los rostros que lo rodean cambian. Lo temen cuando está ebrio. Desde que en el banquete de Samarcanda mató con sus propias manos a Clito, su hermano de sangre, palidecen si ven que su conciencia se ahoga en vino. Nadie puede saber qué pasará cuando el alcohol vele sus ojos y trabe su lengua... Intenta coger la copa que alguien acaba de llenarle de nue vo, pero sus gestos son torpes. Como si su mano hubiera dejado de pertenecerle. Se desplaza con extraña lentitud y parece rodear los objetos que querría asir. Seleuco, que está a su lado, lo advierte, como también que Alejandro quiere hablar y no es capaz, pero no dice nada. No se atreve. Al otro extremo de la sala, un grupo aplaude a Ptolomeo, que baila en medio de los músicos intentando imitar a las muje res del reino de Sambos. Con el torso desnudo y el cuerpo manchado de vino, el general macedonio grita, ríe, y cuantos lo rodean acompañan su danza obscena batiendo palmas. Alejandro los observa sin dejar traslucir si el jaleo lo irrita o lo complace. Llevan semanas viviendo así, banquete tras banquete, semanas evitando la luz diurna, que les perfora el cráneo tras las noches de embriaguez. En cada festín comen 12 como si fuera la última vez, cantan todas las noches como si quisieran retrasar al máximo el momento en que el sol se elevará tristemente sobre las calles vacías de Babilonia. Al principio no ve nada. Entorna los ojos. La voz del sacer dote suena de nuevo: «Viene alguien...» Desde la terraza del templo, la mirada abarca la llanura entera. Otea el paisaje, abajo, y vislumbra por fin una nube de polvo avanzando hacia ellos. Los sacerdotes se agolpan al borde de la terraza, curio sos e inquietos. Por ahora, solamente divisan polvo a lo lejos. Hay que esperar, los segundos se eternizan. Ella no aparta los ojos del horizonte. No puede ser un hombre solitario. Hay demasiado polvo. Debe de tratarse de un grupo. Los sacerdotes aguardan, presas de una agitación nerviosa. Es crutan el paisaje a sus pies, tratando de calcular la distancia que los separa del cortejo que se acerca. El templo está aga rrado a la roca, suspendido en el aire, unido al mundo de los hombres por una única escalinata que construyeron ellos con sus propias manos. ¿En cuánto tiempo llegarán los jinetes al pie de la larga escalera e iniciarán su ascenso hasta la puerta del templo? Y ¿qué querrán? ¿Se limitarán tal vez a pasar lentamente por allí abajo, sin detenerse, de camino hacia Sogdiana? ¿Vienen quizá para pedir víveres y agua? No se mueve ni dice nada. Ya lo ha vivido antes. Allí mismo, hace unos años, el mismo instante que de golpe lo deja todo en suspenso. No sabe quiénes son, pero en su interior se abre paso la certeza de que ella es la causa de su llegada. Decidí vivir escondida aquí, lejos del mundo de los hom bres, a resguardo de las miradas, con mi hijo, sola entre los sacerdotes, que no preguntan nada y dejan que el tiempo pase lentamente, día tras día. Decidí ocultarme en la roca de estas montañas y que se olvidaran de mí, pero sé qué está 13 acercándose. El Imperio. Jamás me dejará en paz. Finge olvidarme pero después vuelve por mí, juega conmigo sin cesar, allá donde me esconda, empujándome con una pata, con la crueldad de un gato. No me pertenezco. Hoy, una vez más, el mundo ha vuelto a encontrarme. ¿Qué quiere de mí? Se aproxima. Yo no me muevo. ¿Qué espera de mí? No hay que fiarse del silencio de la llanura, lo que se acerca es el estruendo... «¡Af Ashra!...» Alejandro se levanta. Todos se vuelven hacia él y lo miran asombrados. Él repite «¡Af Ashra!», gritando con autoridad, como si estuviera en el fragor de una bata lla, como si levantara el brazo para golpear una multitud de cascos y picas que se abalanzara contra él. Los músicos en mudecen. Ptolomeo deja de bailar y se queda inmóvil en el centro de la estancia, con los brazos caídos, el cuerpo cho rreando, sonriendo, sin saber qué hacer, sorprendido de que las risas hayan cesado. Tal vez recuerde el rostro abotargado de Clito gimiendo con la boca abierta y la lengua azulada, tratando de aspirar un poco de aire mientras las manos de Alejandro lo mataban... Tal vez tema a su amigo, porque empieza a gritar también, transmitiendo la orden de Alejan dro: «¡Que hagan venir a Af Ashra!» Peitón sale en busca del joven cuya presencia reclaman. Alejandro aguarda, inmóvil. Atento a su cuerpo. Algo está creciendo en su interior, pero no desea pensar en ello. Quiere que venga Af Ashra porque es el único que puede ahuyentar lo que lo atormenta. No quiere volver a pensar en el mensajero al que ha recibido esta mañana y que le traía de Aigai las palabras de su madre, Olimpia. Eran saludos llenos de amor. Hace once años que no ve a su hijo y se quejaba con dulzura de tan larga separa ción. Pero una pregunta final cerraba el largo discurso, una pregunta que lo obsesiona desde entonces: «¿A quién perte neces, Alejandro?» Olimpia, su propia madre, la ha formula 14 do en boca del mensajero; esas palabras resuenan en su cabe za. Se da cuenta de que es incapaz de responder. ¿A quién pertenece? ¿A Macedonia, por la que incendió Persépolis cuando en realidad no quería hacerlo? ¿O al reino aquemé nida, cuyas insignias luce ahora? ¿A quién?... La pregunta lo tortura a tal punto que lo hace tambalearse. Se agarra a la mesa que tiene delante. Es preciso ahuyentar todas esas co sas de su mente. Hace un gesto con la mano, como si esas imágenes fueran moscas que revoloteasen a su alrededor. Quiere música para difuminar las preguntas de Olimpia. Música para olvidar su turbación y su dolor. Tiene la impre sión de que su madre está ahora frente a él. Oye lo que no dice, lo que no necesita decir porque queda implícito en la pregunta que hizo: le reprocha el asesinato de Clito. Le re procha su matrimonio con Roxana, el hijo muerto que nació de esa unión. Lo oye y quiere que la música lo ahuyente todo. «¿A quién perteneces, Alejandro?» Le reprocha la revuelta en Opis de los falangistas, sus antiguos soldados, veteranos fieles de sus campañas, cuya sublevación reprimió con saña, sí, ahora mata griegos, necesita que llegue la música y lo cubra todo, se agarra a la mesa, está borracho, uno de los dos hijos de Antípatro se acerca para sostenerlo, Yolas quizá, aunque podría ser el otro, siempre los confunde. Lo mira con ferocidad y el joven, blanco como el papel, retrocede. Todos tienen miedo. «¿A quién perteneces, Alejandro?» Entonces responde para sí mismo, con labios trémulos: A la música. No es a mí a quien esperas, pero voy, me acerco. Hace tiem po que me puse en camino. Si tú supieras, Alejandro... Te quedarás atónito cuando me veas, boquiabierto. No pierdo ni un segundo. Tú todavía no lo sabes, pero el tiempo se nos acaba. Quiero verte de nuevo, Alejandro, tengo muchas co sas que decirte. Al verme, titubearás. Repetirás con incredu lidad: «¿Ericleops?... ¿Ericleops?... ¿Eres realmente tú?» Sí. 15 Soy yo. Vuelvo contigo. Habré de atravesar todo el Imperio, pero ahora nada puede ya fatigarme. Ella reconoce las insignias a lo lejos, son las de Alejandro. El grupo se vuelve más preciso: ocho jinetes, quizá nueve... Uno de los caballos va equipado con una especie de tul que cae a modo de sombrilla sobre su jinete, para protegerlo del sol y sustraerlo a las miradas. Es un visitante ilustre. Otra montura lleva los colores del reino. Deben de venir de Ba bilonia. Es la guardia real. Los sacerdotes hacen lo mismo que ella, observan sin perder detalle. El tiempo transcurre con lentitud. El convoy avanza al paso. Pero, de pronto, el jinete que va en cabeza espolea los flancos de su montura y se lanza al galope hacia el arranque de la gran escalinata que lleva al templo. Ya no cabe duda: vienen hacia ellos. El resto del convoy se desvía lentamente del camino y se acerca también. Entonces se dan cuenta de que el caballo con la sombrilla de gasa negra no lo monta nadie. «Es para mí», piensa ella. No dice nada. El jinete que se había adelantado inicia el ascenso. No ha echado pie a tierra. Ha azuzado a su animal para hacerle subir los peldaños. ¿Es posible que conozca el lugar? De lo contrario, ¿cómo iba a saber que la escalera es lo bastante ancha para poder enfilarla a caballo? La inmovilidad de los sacerdotes alrededor de ella permite que el ruido de los cascos colme el aire. Dentro de unos minutos, el jinete estará allí y todo acabará. Ya no volverá a experimentar la serenidad de esos días luminosos en que todo es vasto. Una idea cruza entonces su mente. Se arrodilla y, con la cabeza gacha, sin mirar a ninguno de los sacerdotes, les habla en voz alta. Yo, Dripetis, hija de los siglos, me arrodillo y os lo ruego: no abráis. Protegedme. Decidle a través de la puerta al visitante, 16 sea quien sea, que no permitiréis que vuelva a marcharme. Lo sabéis: vine aquí para vivir en paz, lejos del mundo, de todo. Quiero estar fuera del tiempo. Con mi hijo, sola. Vine aquí para dejar de ser la hija de Darío. Dejé a mi hermana, esposa de Alejandro, y tuve fuerzas para hacerlo porque, abandonando mi nombre, me alejaba de la derrota y el duelo. Os lo suplico. Estoy a vuestros pies. No me entreguéis a los que llegan. Nota que una mano se posa sobre su hombro y que otra la ase luego, con suavidad y firmeza, de un brazo. «Es la vo luntad de Alejandro...», oye. Pero quizá ningún sacerdote haya hablado. Quizá haya imaginado esas palabras. A su alrededor, los rostros no expresan nada. Sabe que van a abrir las puertas del templo. Lo harán porque no puede ser de otro modo. No pueden oponerse a lo que se acerca. La rodean con afabilidad, con gestos solícitos. Son cuatro, tal vez más. La levantan despacio. No escapará a lo que se presenta. La han levantado, de nuevo está en pie. No les guarda rencor. El mundo la llama, no hay refugio posible. Los sacerdotes nada pueden hacer. Entonces se vuelve hacia ellos, los mira a todos y, en tono sereno, llena de autoridad, como si reinara en ese lugar, les dice: «Dejadlos entrar.» Alejandro mira largamente al joven que acaba de entrar en la sala. Af Ashra. Recuerda la primera vez que lo vio. Fue dos años antes, en las montañas del Hindu Kush. Él realizaba allí una campaña extenuante, peinando un valle tras otro, bus cando los desfiladeros, acosando hasta la última aldea ocul ta en las rocas, exterminando a poblaciones que se negaban a someterse. Aquello duró meses, y al poco de empezar ya era incapaz de saber si combatía contra asacenos, sacios o masa getos. Todos se parecían, todos vivían en chozas inmundas, 17 agarradas a los precipicios, chozas que olían a animal y roca húmeda. Avanzaban muy lentos, durante jornadas de lluvia interminable, llenando de humo las viviendas del enemigo para obligarlo a salir. Todo era nauseabundo a fuerza de lentitud y empeño, hasta el día que ordenó que le trajeran músicos. Ya no soportaba los cuerpos desangrados al frío, los vientres abiertos en la madrugada glacial; quería bailar. Llevaron ante él a un grupo de cinco hombres. Eran persas del norte, nómadas. Se cubrían con telas azul oscuro que les teñían la piel. El más joven debía de contar catorce o quince años. Sus grandes ojos negros reflejaban la luz del cielo; tenía largas pestañas de mujer. Fue él, Af Ashra, quien los condujo a la música. Los músicos le explicaron a Alejandro que sólo él sabía dónde estaba la música. Y tocaron para él en las altu ras del Hindu Kush, dominando el mundo, olvidando por un rato las matanzas y los gruñidos del combate. Ellos tocaron y Af Ashra cantó como un dios extraño que no quiere ser venerado y se esconde en el corazón de las montañas. Eso es lo que Alejandro desea ahora. En la estancia ya no se oyen risas. El vino que escapa de las copas volcadas se derrama por las mesas. Alejandro pide a Af Ashra que haga lo que hizo dos años antes. Le pide que diga dónde está la música, y el joven, con una calma soberana, murmura simplemente señalando la terraza: «Ahí.» El jinete golpea con el puño los batientes de madera de la puerta del templo. Los sacerdotes se apresuran a abrir. Ella permanece en lo alto de la muralla. El convoy ha llegado al pie del precipicio. Los jinetes no han descendido de sus monturas. «No han venido a pedir hospitalidad o víveres», piensa. Hay seis guardias y una mujer a lomos de un caballo bayo. Oye las voces de los sacerdotes que reciben al visitan te. Desde donde está no entiende lo que dicen, pero no tiene importancia. Lo sabe de sobra. Todo sucede exactamente 18 igual que un año antes: el mismo día vasto en que los pájaros parecen impresionados por la inmensidad del cielo y vuelan bajo; el mismo frío seco de las montañas que deja en la gar ganta un regusto a roca. Le parece que aquello se alarga. El jinete debe de estar explicando el motivo de su visita. Ella ha vivido siempre con el miedo a ese instante. Desde que volvió, desde que nació su hijo, ha temido esto: que se acuer den de ella y vengan a buscarla. O quizá desde hace todavía más tiempo. Desde que empezó a perder, desde que su mun do se resquebrajó, desde que la historia entró en su existen cia, ensuciándolo todo. Ella quería vivir escondida. ¿Por qué el mundo la reclama sin cesar? ¿Por qué no puede desapare cer en ese templo colgante que le gusta y eligió porque está en los confines del reino, en esa región de Aria donde, al amanecer, el rocío se escarcha sobre la hierba de las llanuras y ésta, al ser pisada, hace un ruido seco de rama que se parte? Le gusta ese lugar donde las voces, en las montañas, son engullidas por las grietas y sólo queda un silencio vibrante de luz. Quiere que su hijo conozca solamente eso. Le gustan esos sacerdotes que la rodean. No ha cumplido aún veinti cinco años, pero se siente tan vieja como ellos. Todas las mañanas, para empezar el día, desde lo alto de la muralla arrojan al viento un puñado de azafrán en polvo. Pese al elevado precio de la especia, lo hacen para contentar a los dioses. Es su primer gesto matinal, cuando suena el lento tintineo de una campana. Los dioses tienen hambre y ellos se encargan de alimentarlos —sin que nadie lo sepa— a fin de que no griten por la noche al pasar junto a las murallas de los pueblos, o se cuelen por debajo de las puertas con vora cidad y asfixien a un recién nacido o se lleven el alma de un anciano. Los sacerdotes los alimentan todas las mañanas con un puñado de azafrán para que el mundo pueda vivir en paz. A ella le gusta la lentitud de su gesto. El gesto con que rea lizan su ofrenda a los dioses o ese otro con que le lavaron la cara cuando acudió a ellos. La primera vez no la conocían, 19 la recibieron como si fuera hija de las montañas. El más viejo puso las manos sobre su rostro, apoyando bien las pal mas, y las deslizó despacio. Entonces, por primera vez en su vida, ella sintió que la liberaban de lo que era: fuera aquellas vestiduras de princesa con regusto a batallas, fuera su cobar de padre asesinado sin gloria en un camino polvoriento, fuera la caída del Imperio aqueménida y la vieja Sisigambis, su abuela, madre de todos los persas, recluida en un palacio vacío que escupe a cuantos van a verla, fuera el desgaste y la derrota, las manos todo lo hacían caer a sus pies. Y cuando regresó, hace apenas un año, decidida esta vez a no marchar se nunca, otro sacerdote hizo lo mismo y ella notó de nuevo que la liberaba. Fuera los accesos de tos de Hefestión, sus vómitos de infecta bilis, fuera el luto que debe llevar siempre, como si sólo estuviera en el mundo para llorar. Todo caía lejos de ella y ella sabía que allí estaba en su casa, acaso el único lugar del mundo donde nada podía alcanzarla, porque allí sólo reinaban el silencio y el olvido. La música sube con lentitud obsesiva. Todos los invitados han salido para acompañar a Alejandro, alejándose del aire viciado del banquete, de las manchas de grasa en los cojines y los huesos de pollo desperdigados por el suelo. Alejandro bai la al ritmo de los tablás y las flautas. La música acelera poco a poco. Él gira sobre sí mismo. Quiere olvidarlo todo. Que los recuerdos que lo agobian caigan a sus pies. Af Ashra lleva cas cabeles en los tobillos y golpea el suelo con energía. Alejandro se inclina sobre sí mismo, con los ojos cerrados, dejando que el ritmo penetre en él. Ya no hay nada a su alrededor, ni Olim pia ni el banquete, lo único presente es su cuerpo bailando. Yo, Dripetis, reina de los vencidos, pregunto al silencio que me rodea: ¿qué me espera ahora?... Perdí a mi padre, mi 20 trono, mis palacios. Fui expulsada de la eternidad del poder por hordas de jinetes que asolaban la tierra con júbilo. Lloré sobre las piedras de nuestras ciudades saqueadas; luego los vencedores me levantaron y nombraron reina de nuevo, espo sa de Hefestión. Me miraron con admiración. De mi vientre debían nacer los hijos de un nuevo imperio. De mi vientre y del de mis hermanas debía nacer el sueño de Alejandro. Pero la muerte me quitó a Hefestión y ya no soy nada. ¿Para qué me llama el Imperio? No quiero seguir relacionándome con el mundo. ¿Por qué no me olvida?... ¿Por qué existe siempre una razón para arrastrarme de nuevo al tumulto de la histo ria, donde hoy como ayer, lo sé, no seré sino abofeteada?... Alejandro da vueltas febrilmente, con la cabeza inclinada hacia atrás y la boca abierta hacia el cielo. Está bien. Sabe que no debería agotarse, siente que su cuerpo no tiene fuer zas para permitírselo, pero, aun así, prosigue con exaltación, pensando «Es la última vez». Baila con furia. Ve de nuevo rostros a su alrededor, pero no los mismos de antes, sino los de sus compañeros muertos. Hefestión está ahí, batiendo palmas con vigor para marcar el ritmo, Hefestión, al que lloró tres días y tres noches, el único que se le parecía real mente, el único que habría podido sucederlo. Continúa gi rando sobre sí mismo al ritmo de la música. Está débil, lo nota. Si la música no lo llevara, se desplomaría, pero quiere seguir bailando para olvidarlo todo. «¿A quién perteneces, Alejandro?...» Ya no oye la voz de su madre, está lejos, en las cimas del Hindu Kush, desafiando el frío ante la mirada atónita de las águilas. Está bien. La música es más fuerte que todo. Se concentra en ella. No quiere oír nada más, ni las risas de sus compañeros ni su propia voz cuando da órdenes. Es la última vez que baila. Algo que ha nacido dentro de él, y contra lo que tendrá que luchar, no parará de debilitarlo. Alejandro quiere sacar fuerzas de la música, da vueltas, Can 21 ta, Af Ashra, canta, y el joven canta con voz rocosa, nasal, escarpada como los desfiladeros pedregosos que destrozaban los cascos de los caballos, con una voz escarchada por los vientos, canta y la música se vuelve embriagadora. El tiempo ha quedado abolido, ya no cuenta. Los músicos tocan ahora más fuerte, como si partieran para la guerra. El suelo tiembla por la vibración de los tambores, y Alejandro, pese a su de bilidad, alarga los brazos para apoyarse en el aire. Lo que ven los invitados en ese instante es a un fantoche ebrio que de un momento a otro caerá al suelo, pero se equivocan, es fuerte como un águila, la música lo envuelve y lo lleva. Todo es posible aquí, con los tambores que golpean el mundo, un desvanecimiento, un olvido... no hay nada más sólido que la mano de Af Ashra percutiendo la superficie de los tablás con vigor. Está ebrio y se siente liberado de su peso de hombre. Es la última vez que baila, lo sabe, pero quiere apoderarse de cada minuto, que cuando el dolor vuelva lo encuentre en plena danza. Te veo bailar, Alejandro. Estás pálido pero sonríes, la músi ca te embriaga. La oigo elevarse en el aire nocturno, pese a lo lejos que estoy. Todavía no puedes sospechar que me acerco a ti. Hará falta tiempo, pero volveré. Cumplí mi misión. ¿Te acuerdas de lo que me pediste? Yo no he olvidado nada. Recuerdo con precisión aquel día en que el ejército se agol paba a orillas del Indo y contemplaba, inmóvil, la ciudadela malia. Todo el mundo te decía que no atacaras. En vano te repetían que la India estallaría si tocabas la ciudad de los brahmanes. Nada podía hacerte cambiar de opinión. Creo que nos guardabas rencor desde el episodio del Hífasis y querías que pagáramos por la afrenta que te infligimos. Sí, desde aquel día que nos negamos a seguirte, inmovilizando nuestros caballos en la orilla de ese pequeño afluente, desde aquel día que intentaste por todos los medios que cambiá 22 ramos de opinión, hablando durante horas, vociferando y después gimiendo, suplicando mientras nosotros, impasi bles, mirábamos el horizonte como niños tercos, desde aquel día que te traicionamos, entre tú y nosotros hay odio. Que rías que pagáramos el episodio del Hífasis y quizá por eso habías decidido atacar la ciudadela malia. La región entera debía sublevarse, los pueblos dispares del valle del Indo aliar se contra nosotros para que nos viéramos obligados a pelear, a confiar en ti. La ciudadela malia. ¿Te acuerdas, Alejandro, de las hermosas murallas de aquella ciudad arracimada en la llanura, rodeada de vacas tranquilas que se dispersaban en grupitos? Ese día nos vimos por última vez. Hoy te veo bai lar y has cambiado: el dolor envejece tus facciones. Tan sólo tus ojos conservan su brillo. Cuando alguien la llama, sabe que el momento ha llegado. Oye su nombre, abajo: «Dripetis... Dripetis...» Hacía meses que nadie lo pronunciaba. Los sacerdotes no la llaman así. No tienen necesidad de darle nombre. Permanece en silen cio un poco más. Quiere poseer hasta el último segundo. Sabe que tendrá que contestar, que no podrá tardar mucho en bajar, en presentarse ante el visitante, pero mientras no lo haga continúa viviendo fuera del mundo. «Dripetis...» El Imperio la llama por su antiguo nombre de princesa venci da, de viuda febril, pero continúa inmóvil, sin contestar, un poco más. Alejandro, ¿te acuerdas de aquel día que me mandaste lla mar? Las falanges ya estaban en pie de guerra. Al principio creí que me encomendarías una misión importante. Ya me enorgullecía de poder lanzar la primera carga o de tener que ponerme al mando de los arqueros, pero enseguida me di cuenta de que no se trataba de eso. Me llevaste aparte. Te 23 aseguraste, me percaté, de que no hubiera nadie a nuestro lado, ni siquiera Hefestión, a pesar de que él te escoltaba allá adonde fueses... Con tono reservado, dijiste que querías en comendarme una misión difícil y yo accedí antes de oír nada más. Quería demostrarte mi lealtad y mi valor. Sonreíste. Me pusiste una mano en el hombro y proseguiste. Explicaste que se trataba de partir solo a las tierras que estaban frente a nosotros, de aprovechar la confusión del ataque para rodear la ciudadela malia y continuar hacia el este a fin de ir más lejos. Que no se trataba de ser un explorador o un espía. Yo accedí de nuevo. Sin saber muy bien lo que aceptaba, por fervor, creo. Siempre has sabido avivar en tus seguidores el deseo de la hazaña. Dijiste que habría que llevar el estandarte del ejército, ser visible, y me pareció hermoso. Los bárbaros, fueran gangaridas, navanandas o de otras tribus cuyos nom bres ignorábamos, debían encontrarme y conducirme ante su rey. Cuando pronunciaste su nombre, «Dhana Nanda», me pareció hermoso. Hablaste de sacrificio y en tus ojos vi mi muerte certera. Después me preguntaste si aceptaba. Accedí por tercera vez. ¿Te acuerdas, Alejandro? Entonces te inclinaste hacia mí y me transmitiste el mensaje destinado al rey de los navanandas. Lo sepulté en mi mente y nos abra zamos. Yo sabía que no participaría en el ataque a la ciuda dela malia. Saludé a mis compañeros: Hefestión, Ptolomeo, Pérdicas. Nadie hizo preguntas, pero vi en sus miradas que sabían que no volvería. No estaba triste. Llevaba tu secreto en mí. ¿Te acuerdas, Alejandro?... Yo no he olvidado nada. Han pasado meses, años, pero vuelvo, y llegaré a tiempo. Te veo bailar en esa terraza de Babilonia, con el cuerpo sudo roso y los ojos entornados. Estás sufriendo. Hay que resistir, Alejandro. Voy lo más deprisa que puedo, pero regreso de un largo combate que libré en tu nombre y que pudo conmigo. • • • 24 Baila. La música lo lleva. Ha extendido los brazos en el aire, como si quisiera volar. Ya no siente límite a su exalta ción y su ligereza, Canta, Af Ashra, ahora está en las mon tañas del Hindu Kush un día resplandeciente de nieve, avanza al galope con sus ejércitos por la llanura de Gauga mela, Canta, Af Ashra, está en todas partes, ya no siente su cuerpo, a sus pies se arrodillan los reyes, caen imperios bajo su soplo, desnuda lentamente a mujeres de gruesas trenzas negras, baila sobre su vida sonriendo, la noche se enrolla alrededor de su cuerpo, piensa que la música durará siem pre, que no habrá fin. Pero de pronto, en plena exaltación, el dolor vuelve. Cuando el segundo espasmo lo sorprende, su cuerpo se pone rígido de golpe. Intenta seguir bailando, pero se tambalea con los brazos colgando, la mirada ame drentada, se siente los brazos y las piernas pesados, dolori dos. Cuando el segundo espasmo lo sorprende, siente que el dolor quiere derribarlo y que tendrá que luchar para so brevivir. No le queda más remedio que parar, la cabeza in clinada hacia el vientre, las manos apoyadas en las rodillas, jadeando. Quienes lo rodean creen que se ha mareado, que la cabeza le da vueltas. Él no dice nada, tratando de respi rar. ¿Acaso todo va a acabar de esa manera? Todavía le da tiempo a preguntárselo. ¿Han abandonado los dioses a Alejandro?... ¿Qué ocurriría si así fuera? Allí, justo cuando el dolor le quema, piensa que no tiene sucesor, que el Im perio entero se estremecerá de inquietud y que no hay na die capaz de dominar la inmensidad del reino que ha forja do. Desea seguir bailando para olvidar todo eso, seguir bailando porque es la última vez que podrá hacerlo y que rría que ese instante durase siempre. Querría quedarse en esa terraza, con la voz de Af Ashra. Y si es preciso morir, entonces caer fulminado allí, en un segundo, con el latido de los tablás en el corazón... Lo intenta, hace ademán de volver a empezar, echa la cabeza hacia atrás, pero esta vez el dolor le atraviesa el vientre con violencia inusitada. Cuando 25 el tercer espasmo lo sorprende, se dobla por la cintura y se desploma con un ruido sordo. De inmediato, los músicos interrumpen el movimiento de sus manos, lo que sume la terraza en un profundo silencio. Observan boquiabiertos ese cuerpo desvanecido que acaba de caer al suelo, con la sensa ción de que la causa de tal desvanecimiento no es la ebrie dad ni el vértigo de la danza, sino un mal soterrado que acaba de asestar su primer golpe, mientras sólo queda en el aire la voz de Ptolomeo, extrañamente débil, que repite con estupor: «¿Alejandro?... ¿Alejandro?...» 26