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El libro de oro de los magos y brujas Tomás Hijo Con la colaboración de Algernon Merryweather, rector del Supremo Colegio del Cardo Este libro pertenece a: © 2010, de esta edición: Tatanka Books Cuarta, 24; P. I. Montalvo III 37008, Salamanca www.tatankabooks.com [email protected] © del texto y del diseño, Tomás Hijo (2010) Todos los derechos reservados sobre la traducción, reproducción y adaptación (total o parcial) para todos los países. Prohibida la reproducción por cualquier forma y medio salvo autorización previa y escrita del titular del copyright. La infracción de estos derechos podría constituir un delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Impreso en Madrid por Gráficas Almudena. ISBN: 978-84-96003-02-6 Depósito legal: S ** falta** ¡Abracadabra! Imaginemos por un momento a un ser humano muy antiguo, tan antiguo que a duras penas puede ser llamado hombre. Su inteligencia, recién estrenada, se estremece ante el mundo que le rodea. Pone nombre a las cosas y las recuerda, así que es capaz de hablar de ellas a los demás. Entre unos y otros comprenden, asombrados, que las noches suceden a los días, que la luna sigue un ciclo inmutable, que las estaciones matan y reviven el mundo en el que habitan. Piensan que si ellos hablan la luna también habla, los peces hablan, los lobos y los árboles y las nubes hablan. Y los muertos también. Hay un espíritu en cada cosa, pero no es fácil escuchar su voz. Un día, un niño o un loco comienza a traducir el susurro del aire y el rumor de las cascadas: ha nacido el primer brujo. Se viste con las pieles de los animales que le dan sabiduría y su poder, un poder que canaliza a sus hermanos. Muy pronto, todos entienden que el mirlo no tiene el mismo poder que el bisonte, y que éste es inferior a la tormenta, y que la tormenta se disipa ante el Sol, furioso y supremo rey del mundo. Así nacen los dioses; el brujo se convierte en sacerdote. Pero los dioses cósmicos son demasiado ajenos, así que los significados se multiplican y las divinidades se humanizan, de forma que los hombres pueden admirarlas, amarlas y hasta despreciarlas. El Sol contrae nupcias con la Luna, el Caos Primordial engendra gigantes crueles y los dioses luchan contra ellos en una guerra que es prodigiosa pero casi humana. Los reyes de los hombres inventan parentescos con esos seres divinos y reclaman su poder, pues hombres y dioses son similares y lo que pueden los unos, lo pueden los otros. Los magos se encargarán de transmitir a los soberanos de la tierra la fuerza y el conocimiento de los soberanos del cielo. Como es arriba, es abajo. Hay milagros, hay encantamiento. Los sumos sacerdotes y los hechiceros sirven a sus príncipes reclinados en los cojines de palacio. Pero todo eso pasa y en gran parte del mundo un sólo Dios aniquila los panteones de antaño. Los antiguos dioses se retiran a los bosques, a los desiertos y a las altas montañas y se convierten en demonios. Y así su huella pervive en cultos nocturnos, en códigos orales a medias susurrados, en canciones que nadie entiende, en reuniones secretas de brujos oscuros que ya no caben en el mundo de la nueva Ley. Poco a poco, las nuevas religiones del libro van acorralando a los cultos ancestrales y, a su vez, van perdiendo terreno a la hora de explicar el mundo: hay una nueva forma de pensar llamada “ciencia”. Ofrece resultados, sí, pero ignora el aliento misterioso e inmaterial del Universo. Los hombres se han quedado ciegos, varados entre el umbral de una ciencia que no comprenden y las enseñanzas ancestrales de unas tradiciones que han olvidado. Por ello cada vez son más los que opinan que, al menos de vez en cuando, se debe volver la vista atrás para recordar las viejas creencias de ese hombre casi extinto: ese ser humano viejo y niño que jugaba a comprender las cosas de este mundo sin conformarse con aquéllas que podía medir. De los errores de aquella era, de sus certezas, de sus sorpresas, sus incertidumbres, sus derrotas y sus sueños aún pueden aprenderse fascinantes lecciones. Y de la importancia de estas enseñanzas casi olvidadas no ha hablado nadie mejor que Chesterton: Los cuentos son más que ciertos, no porque digan que los dragones existen, sino porque afirman que pueden ser derrotados. C"D H Edad mítica Hécate 12 señora de las encrucijadas La vieja Hécate, de la raza de los titanes, también es conocida como “la de los tres rostros”, “la peregrina”, “la que guarda el umbral”, “la enemiga de la humanidad”, “la que guarda las llaves” o “la reina de los muertos”. Recibe la adoración de todas las brujas, las ayuda con sus hechizos y mixturas y vuelve hacia ellas uno de sus tres rostros de doncella que, según otros, son de yegua, perra y leona. Es la reina de los fantasmas y gusta de merodear por los cementerios acompañada de una jauría de perros monstruosos y de sus fieles sirvientas, las ninfas del inframundo. Estas siniestras compañeras, llamadas “lampades”, van armadas con antorchas cuya visión puede enloquecer a los mortales. Fueron un regalo que Zeus hizo a Hécate cuando ésta traicionó a los suyos y se puso de su lado en la guerra entre los dioses del Olimpo y los titanes, sus antecesores. En una de las batallas, Hécate mató al gigante Clitio golpeándolo con las teas ardientes que, igual que sus siervas, suele llevar. Hécate siembra el terror con su sola presencia y, además de favorecer a los servidores de la oscuridad, auxilia a los caminantes y marineros que piden su ayuda al iniciar el viaje. También está dispuesta a ayudar a todas las mujeres en los duros momentos del parto. Los antiguos colocaban imágenes de Hécate en las encrucijadas y las fronteras pues, como vemos, la vieja errante es protectora y dueña de todo lo que está a medio camino, de lo que no está ni aquí ni allí, de lo que pasa de un mundo a otro. Así es fácil comprender por qué sus protegidos son precisamente los viajeros, los recién nacidos y recién muertos, los extraviados, los navegantes y los locos. Como prueba de la faceta benefactora de esta peregrina oscura, podemos aportar la más conocida de sus aventuras, que consistió en acompañar a Démeter, la diosa de la tierra fértil, en su viaje al inframundo. Démeter buscaba con desesperación a su hija Perséfone, que había sido raptada por Hades, el señor de los infiernos. Parece que Hécate consoló a la angustiada madre y alumbró su tenebroso camino por las cavernas de Hades con sus antorchas. Finalmente Perséfone apareció, pero se había convertido en señora del inframundo a tiempo parcial. Hécate decidió permanecer a su lado como amiga y confidente. A partir de ese día, las dos peinan los oscuros cabellos de la noche y conversan con los muertos que se dirigen a su juicio final. Todos ellos, según sus méritos y pecados, habrán de seguir los diferentes caminos que parten de una oscura encrucijada en algún bosque infernal. Este cruce de caminos, por supuesto, está consagrado a Hécate. A través de los siglos, ha sobrevivido este fragmento de una oración a la peregrina. Con este rezo se intentaba que Hécate favoreciera a los miembros de la familia del suplicante: dad, tú que caminas Amiga y amante de la oscuri bas; tú, cuya sed es entre fantasmas y entre las tum el miedo en los corade sangre; tú que golpeas con o, Luna de las Mil zones mortales; Gorgo, Morm a propicia. Formas, concédenos tu mirad La llamada “rueda de Hécate” es un emblema que la representa desde antiguo y que refleja su triple naturaleza. Aún es utilizada por practicantes de brujería y por algunos grupos feministas. 13 M Edad mítica Medea 14 la amante destructora La princesa Medea, hija de Eetes, rey de la Cólquida, era una de las más fieles sacerdotisas de Hécate. “La de los tres rostros” había premiado su devoción con un sinfín de secretos que habían convertido a Medea en una mujer sabia capaz de trenzar los invisibles hilos de la magia en cualquier sustancia que sus sentidos pudieran percibir. Su tía, la mismísmima Circe, de la que pronto hablaremos, también la había instruido en las artes arcanas. Pero la princesa nunca había necesitado hacer uso de su poder. Nunca, hasta que Jasón el griego llegó a sus tierras flanqueado por sus compañeros, los argonautas. Medea se enamoró de Jasón nada más verlo (entre otras cosas porque el griego había salvado antaño la vida de su hermana) y decidió hacer cuanto estuviera en su mano para ayudarle. Pronto llegó la ocasión, pues el griego pidió al padre de Medea un extraño tesoro que se encontraba en su reino: el vellocino de oro, que no era otra cosa que la piel dorada de un carnero alado que colgaba de un roble custodiado por un dragón. El rey Eetes permitió a los griegos acercarse al vellocino gracias a las súplicas de Medea, pero les impuso dos pruebas. La primera de ellas consistía en uncir al arado a dos toros que vomitaban fuego y, con ellos, arar un campo. Jasón consiguió superar el desafío gracias a una pócima preparada por Medea que le hizo inmune al fuego y a las embestidas de los dos monstruos. La segunda prueba parecía más sencilla: se trataba de sembrar un campo con dientes de dragón. Pero en cuanto Jasón los arrojó en la tierra, se alzó en el campo un terrible ejército de guerreros cadavéricos bien armados. De nuevo Medea pro- porcionó la solución: Jasón debía arrojar una piedra en medio de ellos. Así lo hizo y los soldados espectrales, que no sabían de dónde había llegado el proyectil, empezaron a luchar entre sí. El héroe sólo tuvo que esperar y rematar a los escasos supervivientes del confuso combate. Jasón había superado las pruebas pero, aun así, el rey se negó a mostrarle el lugar donde se encontraba el vellocino de oro, así que fue Medea quien guió a los griegos hasta el lugar. Allí, con pociones y canciones hipnóticas, la princesa hizo dormir al dragón que custodiaba el tesoro, por lo que la expedición pudo hacerse con el vellocino y escapar del lugar. Medea huyó con su amado Jasón. Furioso, el rey Eetes envió a Apsirto, su hijo mayor (y por tanto, hermano de Medea), a la caza de los fugitivos. La flota del príncipe los alcanzó y Jasón y Medea asesinaron a Apsirto, lo descuartizaron y lo arrojaron al mar. El resto de sus perseguidores, obligados a recoger cada pedazo del joven, perdieron demasiado tiempo. Jasón y Medea consiguieron huir de nuevo. La princesa hechicera y el argonauta tuvieron dos hijos y vivieron muchas aventuras, y los hechizos de la princesa siempre estuvieron prestos para sacar a la pareja de cualquier apuro. Tal vez la más famosa de las hazañas de Medea en aquella época fue la de matar a Talos, el gigante de bronce que custodiaba la isla de Creta. Eran tan grandes los poderes y la astucia de Medea que Jasón acabó por temerla y la abandonó para casarse con otra her- mosa princesa llamada Glauca. Los celos asfixiaban a Medea, así que envió a Glauca un manto embrujado. En cuanto Glauca se lo puso, el manto se pegó a su cuerpo y estalló en llamas. Fue el fin de la nueva esposa de Jasón y de su padre Creonte, el rey de Corinto, que intentó apagar las llamas abalanzándose sobre ellas. Medea no se conformó con ese crimen y, para amargura de Jasón, mató a los dos hijos que tenían en común. Medea abandonó Corinto apedreada y buscó a Hércules para que (si su venganza no había sido suficiente) castigara a Jasón. Encontró al semidiós enloquecido y lo curó con sus artes. Entre unas cosas y otras terminó resignándose a su destino y Hércules, siempre ocupado, siguió con sus famosos trabajos. Después de estas peripecias, Medea no dejó de meterse en problemas y anduvo un tiempo intrigando: se casó con el rey de Atenas, que necesitaba un hijo a pesar de su avanzada edad; enseño a los italianos a encantar serpientes; compitió en belleza con la diosa Tetis; asesinó a otro de sus hermanos; se casó con otro rey, esta vez de Asia y, al fin, tras tan fatigosa y ajetreada vida mortal, ascendió al Olimpo. Allí, por lo visto, volvió a casarse, y su esposo fue ni más ni menos que el héroe Aquiles. Existe una versión de la historia que asegura que no fue Medea quien mató a sus propios hijos. Según esa variante, los infanticidas fueron los habitantes de Corinto que, después de la expulsión de la hechicera (que, por cierto, se fue volando en un carro mágico tirado por serpientes), decidieron ejecutar a los niños por los pecados de su madre. Los dioses castigaron a los corintios matando a todos los niños del lugar. 15 Alrededor del siglo XXX a. C. 16 gran padre mágico Antes de que naciera el primer faraón, Egipto estuvo gobernado durante mucho tiempo por los propios dioses. Hermes Trismegisto (“el tres veces grande”) fue el elegido para conservar la sabiduría de esos reyes divinos cuando decidieron volver a las estrellas. Se desconoce si fue un simple hombre, si fue una criatura diseñada por los dioses para esa labor específica o si fue un avatar de Tot, señor de los cuernos de la Luna, dios de la escritura, la ciencia, la justicia y, por supuesto, la magia. Hermes Trismegisto, fuera quien fuera, cifró sus conocimientos en cuarenta y dos libros de los que no queda nada, pues ardieron en el pavoroso incendio que los legionarios de César provocaron en Alejandría en el año 48 de nuestra era y que devastó su magnífica biblioteca. A pesar de ello, las enseñanzas de Hermes Trismegisto han sobrevivido transmitidas de maestros a discípulos, y textos como La tabla esmeralda han circulado desde entonces por sendas misteriosas y secretas que vinculan nombres ilustres (Abraham, Moisés, Sócrates, Platón, Aristóteles, Pitágoras o Newton) con otros personajes “ocultos” como los masones, los rosacruces o los illuminati. De la misma manera, se considera que prácticas como la alquimia, la as- J Janes y Jambres trología, la cábala y el tarot proceden de las enseñanzas del “tres veces grande”. De hecho, la propia palabra “hermético”, que designa aquello que está oculto o sellado, proviene del nombre de este Hermes egipcio, a la vez célebre y desconocido, que, además de todo lo dicho, profetizó la llegada del cristianismo. La tabla esmeralda recoge los principios más importantes de la doctrina de Hermes. Abajo, tal y como se le representa en la catedral de Siena. Siglo XVI a C. H Hermes Trismegisto los magos del faraón También conocidos como “el opositor” y “el seductor”, Janes y Jambres eran dos magos de la corte del Faraón en tiempos del cautiverio de los judíos. Si se les recuerda hoy fue por su afán de ridiculizar los milagros que Dios obraba por medio de Moisés y Aarón. La primera confrontación que se registra tuvo lugar cuando, después de amansar a dos leones que custodiaban la entrada del palacio del Faraón, los dos líderes israelitas pidieron, en nombre del Dios de los judíos, la libertad para su pueblo. El Faraón (casi seguro, Ramsés II) aseguró no conocer a ese dios y Balaam, uno de sus consejeros, expresó la sospecha de que Moisés y Aarón fueran simples prestidigitadores. Aarón, ofendido, arrojó su cayado al suelo y éste se enroscó, convertido en una gran serpiente. Los egipcios se rieron de la hazaña y los hijos de Balaam, Janes y Jambres, dejaron caer sus bastones, y también estos se transformaron en repugnantes reptiles. Pero la magia de los egipcios no era suficientemente poderosa: la serpiente de Aarón devoró a las otras dos. Pese a todo, Balaam y sus hijos no vieron nada extraordinario en que un animal devorara a otro. Aarón hizo que su vara recuperara su forma y, cuando los bastones de sus oponentes retornaron a su estado original, hizo que el suyo se los tragara de la misma manera. El soberbio Faraón no hizo caso de las señales y se negó a liberar a los judíos, así que Moisés y Aarón desataron la cólera de Dios una y otra vez sobre Egipto, y las plagas asolaron hasta su último rincón. Janes y Jambres, impotentes para defender a su señor, intentaron quitar importancia a los primeros ataques presentando al Faraón trucos de efecto semejante: consiguieron convertir en sangre el agua del Nilo y convocar una muchedumbre de ranas, pero nada más. Humillados, se convirtieron al judaísmo y se unieron a la expedición que abandonó Egipto hacia la libertad, aunque se cree que no sobrevivieron al viaje. Las aventuras de los dos magos no terminan con su muerte física. Algunas leyendas cuentan cómo Janes y Jambres intentaron colarse en el cielo. No tuvieron problema en atravesar los primeros círculos pues los ángeles guardianes se veían impotentes debido a los poderosos talismanes de los magos. Ni siquiera Gabriel y Miguel, que trataron de detener a los brujos en el Cuarto Cielo, fueron capaces de oponerse al influjo de aquellas joyas mágicas. Finalmente, Janes y Jambres se encontraron en el Quinto Cielo a Metatrón, el escriba celestial, y éste los recibió con palabras tan amables y hospitalarias que los magos, confiados, se despojaron de sus amuletos. Metatrón aprovechó la oportunidad para arrojarlos de los cielos de un sólo manotazo. Millones de ranas invadieron Egipto con la segunda plaga enviada por Dios.