Amanecer en el río Ganges

Transcripción

Amanecer en el río Ganges
Amanecer en el río Ganges
Una de las ciudades más antiguas del mundo es testigo de rituales sagrados a
orillas del río, en un ambiente místico e inquietante, donde el final de la vida se
celebra cantando.
Son las cinco de la mañana en Varanasi, pero parece el comienzo del mediodía. La ciudad
está despierta: peregrinos y locales se acercan a la orilla del río Ganges para sumergirse en
el agua sagrada y rendir homenaje a Surya, el dios del sol. La creencia religiosa sostiene
que el agua limpia los pecados y purifica el espíritu. En la canoa me acompaña el guía y un
barquero joven. No me animo a mojar ni siquiera las manos; dicen que es uno de los ríos
más contaminados del mundo. La consistencia es espesa y oscura, el reflejo es brillante y
por momentos tengo la sensación de estar remando en petróleo. Algunos miran al cielo con
los ojos cerrados y abren los brazos. Las mujeres lavan sus saris de colores sin jabón. Los
chicos saltan al agua desde los ghats, las escaleras de piedra que descienden al río, y juegan
carreras pataleando a toda velocidad. Hay dos hermanos en un barco de madera en
pedazos. Uno todavía dormido, creo. Está de espaldas. El guía, mientras tanto, relata la
historia de los dioses del Hinduismo. Son tantos que no puedo retener los nombres.
Tampoco hago esfuerzos en concentrarme. Miro el reflejo del agua y vuelvo a levantar la
vista. Los hermanos siguen ahí. En su casa barco ¿Tienen papás? Pienso en mi cama y en el
desayuno de esta mañana. Todavía siento en la boca el sabor dulce de los panqueques con
miel. ¿Qué van a desayunar ellos? ¿Desayunan? Me acuerdo del empresario cordobés que
perdió la vida en este mismo río. Los hermanos también pueden desaparecer ahogados un
día ¿Quién se va a enterar? ¿Y a quién puede importarle? Busco a su familia con la mirada,
alrededor de la costa de barro, pero sólo veo una cabra negra comiendo restos de basura.
Sólo una cabra negra. El Ganges quieto. No hay viento y comienza a transpirarme la
espalda. Los remos, de vez en cuando, chocan contra los muertos flotando a mitad del río.
Nunca les vi los ojos. Tenían la cabeza vendada.
Millones de ancianos se acercan a la ciudad sagrada simplemente para vivir sus últimos
días y morir. Familias enteras viajan distancias absurdas atravesando el país,
transportando el cuerpo de un ser querido para despedirlo en el río y liberarlo del ciclo de
las reencarnaciones. Los ghats de Manikarnika y Harischandra son los crematorios
principales. Pasamos cerca con la canoa. El guía me pregunta si quiero acercarme, pero me
advierte que no está permitido tomar fotos. De todas maneras no tenía pensado sacar la
cámara. Nos aproximamos a la orilla. Es más difícil respirar de éste lado. El humo es denso
y me hace picar la garganta. El olor es parecido al de un incienso, pero mucho más
concentrado. El guía relata que la casta más impura de India, los Dom, son los
responsables de llevar adelante el proceso de cremación de los cuerpos. El fuego se
mantiene prendido hasta que sólo queden cenizas, las que luego son arrojadas al río en una
ceremonia íntima. Los más pobres sólo alcanzan a comprar apenas un puñado de polvo de
sándalo sagrado, mientras que los más ricos pueden darse el lujo de pagar una hoguera
completa de maderas para incinerar el cadáver del familiar. Si el cráneo estalla por la
presión del calor, la creencia hindú afirma que inmediatamente se libera el alma al cielo.
De lo contrario, le corresponde al miembro más importante del grupo la tarea de abrirlo él
mismo una vez que el fuego se halla apagado. Rezo para mis adentros que por favor no me
toque presenciar esa parte de la ceremonia. Aproximadamente se llegan a quemar 500
cadáveres por día, pero no todos los cuerpos se incineran: los santos, las embarazadas, los
leprosos, los que fueron picados por una serpiente o simplemente los que viven en la calle y
no tienen familia, son arrojados al río directamente, condenados a pudrirse en el fondo del
agua hasta la eternidad.
Varanasi no es sólo el Ganges. Hay pasadizos con más de 3.000 años de antigüedad entre
las calles de la ciudad. A primera vista parecen rincones abandonados y muestran un
aspecto sombrío y nada amistoso. Dudo si explorarlos o espiarlos desde afuera, pero
alguien llama mi atención. Un hombre alto, con barba oscura y larga, envuelto en telas de
color blanco y un pañuelo naranja en la cabeza está cantando. Lleva una frazada en la
mano y una campana colgando del cuello. Las calles son estrechas y tengo que correrme a
un costado cuando aparece una vaca para dejarla pasar. El desconocido toca el lomo del
animal y dice unas palabras que no logro entender; después sigue caminando y silbando
hasta perderse por uno de los pasajes. Veo las puertas y las ventanas sobre las paredes
viejas y es como si nadie viviese ahí adentro. Hay figuras de los dioses hindúes incrustadas
en la piedra. La basura está acumulada a lo largo de las calles y en las esquinas; las ratas y
los cuervos se ocupan de hacer desaparecer los restos de comida. De lejos puedo ver las
cúpulas del templo hindú más importante de la ciudad. Entre los turistas se conoce como
el “Golden Temple”, por sus techos recubiertos de oro puro, pero su verdadero nombre es
Vishwanat. La entrada no está permitida. Cuando me acerco hay paramilitares alrededor
de los muros. Los rifles cruzando el pecho de los guardias me intimidan. Le pregunto a un
vendedor de telas por qué tanto control y me explica que es por temor a los atentados,
después de haber sufrido los últimos enfrentamientos brutales entre hinduistas y
musulmanes en 2002. La seguridad es absolutamente estricta: para acceder a los
callejones de las afueras del templo es necesario dejar la mochila y pasar únicamente con el
pasaporte en mano.
Al atardecer vuelvo a embarcarme en el río para despedir el sol, siguiendo la tradición
hindú. Es un momento íntimo. Cierro los ojos a medida que avanzamos y me concentro en
el ruido de los remos contra el agua. Se escuchan algunos pájaros, de lejos, y los últimos
cantos de las cremaciones. La energía del lugar, sin dudas, es intensa.
Cuando ya no hay luz natural y la orilla deja de verse desde el río, varios jóvenes vestidos
con túnicas de seda naranja empiezan a encender el fuego de los triángulos sagrados para
dar comienzo a la Puja, la ceremonia más importante en honor a la Madre Ganga. Los
barcos de turistas y religiosos se agrupan en la costa para ver de cerca el ritual. Las
personas están atentas. Algunas cierran los ojos y parecen rezar. Ya no hay silencio: suenan
campanas y se escuchan los cantos rituales mientras los protagonistas de la ceremonia
despliegan un baile, abstraídos totalmente de la realidad.
Las canciones no se interrumpen en ningún momento, la música y el tintineo de cientos de
timbres es constante. Los triángulos de incienso y fuego giran por al aire. Tengo un olor
desagradable en la ropa y en la piel y los ojos me arden, apenas. Mis compañeros de barco
me ofrecen una vela adentro de una flor para dejar en el río como ofrenda sagrada. El agua,
de repente, comienza a llenarse de llamas flotantes. Miro hacia arriba. Creo que necesito
descansar la vista. Busco algún punto de luz, pero en el cielo de Varanasi no hay estrellas
esta noche. La nube de incienso es espesa y la oscuridad allá arriba es como si me dijera
que, en realidad, todo está pasando acá abajo, en el fondo del río, donde millones de vidas
pasadas me recuerdan en silencio que estoy viva.