quebrar la cabeza. Pero como si nada, el niño se levanta del piso y
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quebrar la cabeza. Pero como si nada, el niño se levanta del piso y
quebrar la cabeza. Pero como si nada, el niño se levanta del piso y se ríe, y yo suspiro de alivio y rabia –culicagados–, grito para mis adentros, aún agradecido porque no le pasó nada. Miro a mi alrededor, hay una señora de unos cuarenta y cinco años, que con cierta indignación me mira de reojo, quiero un poco de solidaridad, le sonrío pero no me responde, voltea la cara y se pone a buscar algo en el bolso como si yo no supiera que se hace la loca. Debería ser más como ella, pienso, pero por culpa de tanta indiferencia estamos como estamos, vuelvo a pensar. Tampoco soy capaz de articular palabra, así que vuelvo a mi puesto. Un vigilante me mira con curiosidad y me dan ganas de decirle a ver si hace algo, si les dice que no se metan ahí, que el agua está sucia, eso se ve de sobra, no deberían estar haciendo eso, nadie debería nadar en esa agua, no en una plaza pública, si fueran mis hijos ya los habría bajado del pelo por las escaleras, ya uno se quitó el pantalón y está en calzoncillos, ¡alguien haga algo!, ¿por qué nadie dice nada?, tanta gente pasando, ya mojaron a una señora y ella se rió –pero cómo puede reírse señora, cómo puede permitir semejante espectáculo–, la luz vespertina, estos niños nadando en pleno Parque Berrío, Martina nada que llega y yo con este hambre. Respiro profundamente. No sé porque me enojo tanto, son niños de la calle, nada más. Pero siento que es más que los niños, más que la algarabía de la calle y la tardanza de Martina, 74