58-68 Pinker/Rorty.indd - Diarios de Arcadi Espada
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BIOLOGÍA Y FILOSOFÍA SOBRE LA NATURALEZA HUMANA STEVEN PINKER POR QUÉ LA CUESTIÓN NATURALEZA / MEDIO NO PUEDE DESAPARECER Cuando Richard Mulcaster aludía en 1581 a “el tesoro… legado a ellos por la naturaleza (nature), de mejorarla en sí mismos gracias al nutrimento (nurture)”, dio al mundo la expresión eufónica* de una oposición que ha sido objeto de debate desde entonces. Las creencias de las personas sobre la importancia relativa de la herencia y el entorno afectan a sus opiniones sobre una variedad asombrosa de temas. ¿Incurren los jóvenes en actos violentos por el trato que han recibido de sus padres en la primera infancia? ¿Son los seres humanos inherentemente agresivos y egoístas, exigiendo por ello una economía de mercado y una policía dura, o podrían tornarse pacíficos y cooperativos, permitiendo que el Estado quedara inservible y floreciera un socialismo espontáneo? ¿Existe una estética universal en virtud de la cual el gran arte trasciende el tiempo y el espacio, o están los gustos determinados por época y cultura? Habiendo tantas cosas, al parecer, en juego, en tantos aspectos diversos, no es sorpren* “The treasure…bestowed on them by nature, to be bettered in them by nurture”. La eufonía a que alude Pinker estriba, como puede verse, en las palabras “nature” y “nurture”. Siendo imposible reproducir tal eufonía en lengua española, se ha optado por “naturaleza” y “nutrimento” (según el DRAE: “Materia o causa del aumento, actividad o fuerza de algo en cualquier línea, especialmente en lo moral”) como traducción más próxima al original por significado y fonética. (N. del T.) 58 dente que los debates sobre naturaleza o medio provoquen más inquina que prácticamente ninguna otra cuestión en el mundo de las ideas. La página en blanco Durante buena parte del siglo XX, una postura muy común en este debate era la de negar la propia existencia de la naturaleza humana; afirmar, con José Ortega y Gasset, que “el hombre no tiene naturaleza, lo que tiene es historia”. La doctrina según la cual la mente es una tabla rasa o una página en blanco no sólo era piedra angular del conductismo en la psicología y el construccionismo social dentro de las ciencias sociales, sino que también se había introducido ampliamente en las corrientes principales de la vida intelectual1. Parte del atractivo de la página en blanco surgía de la constatación de que muchas diferencias entre personas de clases y grupos étnicos distintos, anteriormente consideradas reflejo de disparidades innatas en talento o tempera1 Carl. N. Degler, In Search of Human Nature: The Decline and Revival of Darwinism in American Social Thought (Oxford University Press, Nueva York, 1991); Steven Pinker The Blank Slate: The Modern Denial of Human Nature (Viking, Nueva York, 2002) La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, Paidós, 2002; Robin Fox, The Search for Society: Quest for a Biosocial Science and Morality (Rutgers University Press, New Brunswick, N.J.,1989); Eric M. Gander, On Our Minds: How Evolutionary Psychology is Reshaping the Nature-Versus-Nurture Debate (Johns Hopkins University Press, Baltimore, 2003); John Tooby and Leda Cosmides, ‘The Psychological Foundation of Culture’, en The Adapted Mind: Evolutionary Psychology and the Generation of Culture, ed. de Jerome H. Barkow, Leda Cosmides y John Tooby ( Oxford University Press, Nueva York, 1992). mento, podían desaparecer con la emigración, la movilidad social y el cambio cultural. Pero otra parte de su atractivo era político y moral. Si nada hay innato en nuestra mente, entonces las diferencias entre razas, sexos y clases no pueden tampoco ser innatas, convirtiendo con ello la página en blanco en salvaguarda última contra el racismo, el sexismo y el prejuicio de clase. Además, esta doctrina eliminaba la posibilidad de que rasgos innobles como la avaricia, el prejuicio y la agresividad surgieran de la naturaleza humana, y por tanto abría la esperanza de un progreso social ilimitado. Aunque se ha debatido sobre la naturaleza humana desde que la gente ha reflexionado sobre su condición, era inevitable que el debate quedara transformado por la reciente floración de las ciencias de la mente, el cerebro, los genes y la evolución. Una de las consecuencias ha sido que la doctrina de la página en blanco resulte insostenible2. Está claro que nadie puede negar la importancia del aprendizaje y la cultura en todos los aspectos de la vida humana. Pero las ciencias cognitivas han demostrado que, para empezar, tiene que haber complejos mecanismos innatos para que sean posibles el aprendizaje y la cultura. La psicología evolutiva ha documentado cientos de universales 2 Pinker, The Blank Slate; Gary F. Marcus, The Birth of the Mind: How a Tiny Number of Genes Creates the Complexities of Human Though (Basic Books, Nueva York, 2004); Matt Ridley, Nature Via Nurture: Genes, Experience, and What Makes Us Human (Fourth Estate, Londres, 2003); Robert Plomin, Michael J. Owen y Peter McGuffin, ‘The Genetic Basis of Complex Human Behaviours’, Science 264 (1994), 1733-1739. que se encuentran en todas las culturas mundiales, y ha demostrado que muchos rasgos psicológicos (como nuestro gusto por los alimentos grasos, el estatus social y las relaciones sexuales arriesgadas) están mejor adaptados a las exigencias evolutivas de un medio ancestral que a las exigencias del medio actual. La psicología del desarrollo ha demostrado que los niños pequeños tienen una aprehensión precoz de objetos, intenciones, números, rostros, herramientas y lenguaje. La genética conductista ha demostrado que el temperamento surge pronto en la vida individual y permanece bastante constante a lo largo de ésta, que gran parte de las variaciones entre personas dentro de una cultura resultan de diferencias en los genes y que, en algunos casos determinados, los genes pueden ligarse a aspectos de cognición, lenguaje y personalidad. La neurociencia ha demostrado que el genoma contiene un rico conjunto de factores de crecimiento, de moléculas de guía axonal y moléculas de adherencia de células que contribuyen a estructurar el cerebro durante el desarrollo, así como mecanismos de plasticidad que hacen posible el aprendizaje. Estos descubrimientos no sólo han demostrado que la organización innata del cerebro no puede ser pasada por alto, sino que también han contribuido a replantear nuestra concepción misma de la naturaleza y el medio. Naturaleza y medio no son, claro está, alternativos. El aprendizaje en sí precisa de circuitos innatos; y lo innato no consiste en una serie de instrucciones rígidas que dictan la conducta, sino más bien en programas que absorben la información de los senCLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 167 ■ tidos y generan nuevos pensamientos y acciones. El lenguaje es un caso paradigmático: aunque algunas lenguas, como el japonés y el yoruba, no son innatas, la capacidad para adquirir el lenguaje es una destreza puramente humana. Y una vez adquirida, la lengua no es una lista fija de frases sino un algoritmo combinatorio que permite la expresión de un número infinito de nuevos pensamientos. Además, debido a que la mente es un sistema complejo compuesto por muchas partes interactivas, no tiene sentido preguntarse si los seres humanos son en su totalidad egoístas o generosos, malintencionados o nobles. Por el contrario, están movidos por motivos dispares surgidos en circunstancias diversas. Y si los genes afectan a la conducta, no es porque actúen sobre los músculos directamente sino por sus intrincados efectos en los circuitos del cerebro en proceso de crecimiento. Finalmente, hay que diferenciar las cuestiones que atañen a lo que los seres humanos tienen innatamente en común de las que atañen a cómo difieren innatamente las razas, los sexos o los individuos. La biología evolutiva nos da razones para creer que existen universales sistémicos en toda la especie, modos restringidos en que difieren los sexos, variaciones cuantitativas aleatorias entre los individuos y pocas diferencias, si es que las hay, entre razas y grupos étnicos3. Este replanteamiento de la naturaleza humana ofrece además 3 John Tooby y Leda Cosmides, ‘On the Universality of Human Nature and the Nº 167 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ un modo racional para abordar los temores políticos y morales que suscita la naturaleza humana4. La igualdad política, por ejemplo, no depende del dogma de que las personas son innatamente indistinguibles sino de un compromiso para tratarlas como individuos en esferas como la educación y el sistema de justicia penal. El progreso social no requiere que la mente esté libre de motivos innobles sino solamente que tenga otros motivos (como la emoción de la empatía y facultades cognitivas que pueden aprender de la historia) para contrarrestarlos. En estos momentos, la mayoría de los científicos rechazan tanto la doctrina decimonónica de que la biología es el destino como la doctrina del siglo XX de que la mente es una página en blanco. Al mismo tiempo, muchos expresan malestar ante cualquier intento de determinar la organización innata que posee la mente (incluso en beneficio de un mejor conocimiento del proceso de aprendizaje). Por el contrario, existe un deseo generalizado de que esta cuestión simplemente desaparezca. Una posición común sobre naturaleza frente a medio entre los científicos contemporáneos puede resumirse como sigue: “Nadie cree hoy día que la mente sea una página en blanco; refutar esta creencia es luchar con un hombre de paja. Toda conducta es producto de una inextricable interacción entre herencia y entorno durante el desarrollo, por lo que la respuesta a todas las preguntas en torno a naturaleza/medio es: ‘un poco de cada Uniqueness of the Individual: The Role of Genetics and Adaptation’, Journal of Personality 58 (1990): 17-67. 4 Pinker, The Blank Slate. uno’. Simplemente con que la gente reconociera esta verdad evidente podrían evitarse las recriminaciones de tipo político. Más aún, la biología moderna ha dejado obsoleta la distinción misma entre naturaleza y medio. Puesto que un conjunto dado de genes puede tener diferentes efectos en diferentes entornos, siempre puede haber un entorno en que el supuesto efecto de los genes pueda ser invertido o anulado; por consiguiente, los genes no imponen limitaciones significativas a la conducta. Es más, los genes se expresan en respuesta a estímulos del medio, por lo que carece de sentido intentar separar genes y entorno; el intentarlo no hace sino obstaculizar la investigación productiva”. Interaccionismo holístico Esta posición está a menudo caracterizada por palabras como “interaccionista”, “desarrollista”, “dialéctica”, “constructivista” y “epigenética”, y suele ir acompañada por un diagrama con recuadros en cuyo interior se lee “genes”, “conducta”, “entorno prenatal”, “entorno bioquímico”, “entorno familiar”, “entorno escolar”, “entorno cultural” y “entorno socioeconómico”, y flechas que parten de todos los recuadros hacia algún otro de los restantes. Esta doctrina, que denominaré interaccionismo holístico, tiene un atractivo considerable. Se basa en algunos puntos incuestionables, como que la naturaleza y el medio no son mutuamente excluyentes, que los genes no pueden causar la conducta directamente y que la causación puede operar en ambos sentidos (por ejemplo, la escuela puede hacerte más inteligente y la persona inteligente tiene más interés en la escuela). Tiene además un barniz de moderación, de sofisticación conceptual, y de actualidad biológica. Y, en palabras de John Tooby y Leda Cosmides, promete “salvoconductos para cruzar el politizado campo de minas de la moderna vida académica”5. Pero aquello mismo que hace tan atractivo el interaccionismo holístico tendría también que inducirnos a recelar de él. Por muy compleja que sea una interacción, puede entenderse identificando los componentes y el modo en que interactúan. El interaccionismo holístico puede obstruir este entendimiento tachando de absurdo cualquier intento de mirar por separado herencia y entorno. Así ha satirizado Dan Dennet esta postura: “Sin duda ‘todo el mundo sabe’ que el debate naturaleza-medio se resolvió hace mucho tiempo y no ganó ninguna de las dos partes porque todo es una mezcla de ambas cosas y es todo ello muy complicado, o sea que ¿por qué no nos dedicamos a pensar en otra cosa?”. En las páginas que siguen voy a analizar los principios del interaccionismo holístico y demostrar que no son ni tan razonables ni tan evidentes como parecen a primera vista. “Nadie cree en la hipótesis extrema a favor del entorno según la cual la mente es una página en blanco”. Sea esto cierto o no respecto a los científicos, dista de ser cierto respecto al resto de la vida intelectual. El distinguido antropólogo Ashley Montagu, resumiendo una idea común en las ciencias sociales del siglo XX, escribió en 1973 que “con la excepción de las reacciones instintoides de los más pequeños ante súbitas retiradas de ayuda y fuertes ruidos repentinos, el ser humano carece 5 Tooby y Cosmides, “The Psychological Foundations of Culture”. 59 SOBRE L A NATURALEZA HUMANA enteramente de instintos… El hombre es hombre porque carece de instintos, porque todo lo que es y ha llegado a ser lo ha aprendido… de su cultura, de la parte del entorno hecha por el hombre, de otros seres humanos”6. El posmodernismo y el construccionismo social, que dominan en muchas de las humanidades, afirman enérgicamente que las emociones humanas, las categorías conceptuales y los modos de comportamiento (como los que caracterizan a hombres y mujeres u homosexuales y heterosexuales) son construcciones sociales. Incluso muchos humanistas que no son posmodernistas insisten en que la biología no puede suministrar una visión profunda de la mente y la conducta humanas. El crítico Louis Menand, por ejemplo, escribía recientemente que “todo aspecto de la vida tiene fundamento biológico exactamente en un mismo sentido, esto es, que si no fuera biológicamente posible no existiría. A partir de ahí, todo es posible”7. Y tampoco es inexistente la tesis de la página en blanco entre prominentes científicos. Richard Lewontin, Leon Kamin y Steven Rose, en un libro titulado Not in Our Genes, afirman que “lo único razonable que se puede decir de la naturaleza humana es que está ‘en’ dicha naturaleza el construir su propia historia”8. Stephen Jay Gould escribió que el “cerebro [tiene] capacidad para una gran variedad de comportamientos y no tiene predisposición a ninguno”9. Anne Fausto-Sterling expresó una idea extendida sobre el origen de las diferencias sexuales: “El hecho biológico decisivo es que los chicos y las chicas tienen 6 Ashley Montagu (ed.), Man and Agresión, 2ª ed. (Oxford University Press, Nueva York, 1973). 7 Louis Menand, ‘What Comes Naturally’, The New Yorker, 25 noviembre, 2002. 8 R.C. Lewontin, Steven Rose y Leon J. Kamin, Not in Our Genes: Biology, Ideology, and Human Nature (Pantheon Books, Nueva York, 1984). 9 Stephen Jay Gould, “Biological Potential vs. Biological Determinism” en Stephen Jay Gould (ed.), Ever Since Darwin: Reflections in Natural History (Norton, Nueva York, 1977). 60 genitales distintos, y es esta diferencia biológica la que induce a la persona adulta a relacionarse de forma diferente con los bebés, a quienes asignamos convenientemente un código de color rosa o azul para que no haga falta mirar dentro de sus pañales con objeto de conocer su género”10. Estas opiniones se infiltran en la investigación y en determinadas políticas. Gran parte del consenso científico sobre la crianza de los hijos, por ejemplo, se basa en estudios que encuentran una correlación entre la conducta de los padres y la de los hijos. Los padres que pegan tienen niños más violentos; los padres con autoridad (ni excesivamente permisivos ni excesivamente punitivos) tienen hijos que se comportan bien; los padres que hablan más a sus criaturas tienen hijos con mejores habilidades lingüísticas. Prácticamente todo el mundo coincide en que el comportamiento de los padres causa las conductas del hijo. La posibilidad de que la correlación se deba a que tienen los mismos genes no suele siquiera mencionarse, no digamos ya someterse a prueba como hipótesis11. Los ejemplos abundan. Muchas organizaciones científicas han refrendado el eslogan “la violencia es una conducta aprendida”; e incluso científicos orientados a la biología tienden a tratar la violencia como un problema de salud pública, igual que la malnutrición o las enfermedades infecciosas. Nadie habla de la posibilidad de que el uso estratégico de la violencia pueda haber sido seleccionado en el evolución humana, como lo ha sido en la evolución de otras especies de primates12. Las diferencias de género en las profesiones –como que la proporción de mujeres entre los ingenieros es inferior al 50%– se atribu10 Anne Fausto-Sterling, Myths of Gender: Biological Theories About Women and Men (Basic Books, Nueva York, 1985). 11 David C. Rowe, The Limits of Family Influence: Genes, Experience, and Behavior (Guilford Press: Nueva York, 1994); Judith Rich Harris, The Nurture Assumption: Why Children Turn Out the Way They Do (Free Press, Nueva York, 1998). 12 Martin Daly y Margo Wilson, Homicide (A. de Gruyter, Nueva York, 1988). yen enteramente a prejuicios y barreras ocultas. La posibilidad de que, por término medio, las mujeres puedan estar menos interesadas que los hombres en quehaceres que no exigen relacionarse con otros es igualmente descalificada13. La cuestión no es que la evolución o la genética sean relevantes para explicar estos fenómenos sino que la posibilidad misma se trata a menudo como un tabú innombrable más que como una hipótesis a estudiar. “La respuesta apropiada a toda pregunta sobre naturaleza o medio es: ‘un poco de cada uno’”. No es así. ¿Por qué la gente habla inglés en Inglaterra y japonés en Japón? La respuesta “equidistante razonable” sería que la gente de Inglaterra tiene genes que les facilitan el aprendizaje del inglés y la gente de Japón tiene genes que les facilitan el aprendizaje del japonés pero que ambos grupos tienen que estar expuestos a una lengua para aprenderla. Esta equidistancia no es, claro está, razonable sino falsa, pues vemos que los niños en contacto con cualquier lengua dada la adquieren con igual rapidez al margen de sus antecedentes raciales. Aunque las personas estén genéticamente predispuestas a aprender una lengua, no están genéticamente predispuestas, ni siquiera parcialmente, a aprender una lengua en particular; la explicación de por qué se habla de forma diferente en los diferentes países es ambiental al cien por cien. Y en ocasiones el extremo opuesto resulta ser el correcto. Los psiquiatras solían atribuir las psicopatologías a las madres. El autismo estaba generado por las “madres refrigerador” que no interactuaban emocionalmente con sus hijos; la esquizofrenia, por madres que sometían a sus hijos a un double bind (doble vínculo). Hoy sabemos que el autismo y la esquizofrenia son en gran medida 13 David Lubinski y Camilla Benbow, “Gender Differences in Abilities and Preferences Among the Gifted: Implications for the Math-Science Pipeline”, Current Directions in Psychological Science (1992), 61-62. hereditarios; y aunque no están completamente determinados por los genes, los demás posibles causantes (como toxinas, patógenos y accidentes en el desarrollo) nada tienen que ver con el modo en que los padres tratan a los hijos. Las madres no merecen ser parcialmente culpadas de que sus hijos padezcan estos trastornos, como se deduciría de una respuesta equidistante entre naturaleza y medio. No merecen ser culpadas en absoluto. “Si la gente reconociera que todo aspecto del comportamiento implica una combinación de naturaleza y medio se evaporarían las disputas políticas”. Ciertamente, muchos psicólogos buscan este inocuo término medio. Consideremos esta cita: “Si el lector está ahora convencido de que o bien la explicación genética o la ambiental ha ganado con exclusión de la contraria, no habremos hecho las cosas suficientemente bien a la hora de presentar una parte y la otra. A nosotros nos parece altamente probable que tanto los genes como el entorno guarden relación con esta cuestión”. Este parece ser un razonable compromiso interaccionista sin posibilidad alguna de incitar polémica. Pero lo cierto es que está extraído de uno de los libros más incendiarios de los años 1990: The Bell Curve de Herrnstein y Murray. En este fragmento, Herrnstein y Murray resumían su tesis de que la diferencia en el coeficiente medio en las pruebas de inteligencia entre negros y blancos estadounidenses tenía causas tanto genéticas como ambientales. La postura de “un poco de cada una” no les protegió de acusaciones de racismo y comparaciones con los nazis. Y, desde luego, tampoco dejó establecido que su postura fuera la correcta: al igual que con la lengua que hablamos, la diferencia entre el coeficiente medio de negros y blancos podía también ser ambiental al cien por cien. La cuestión es que en éste y muchos otros campos de la psicología, la posibilidad de que la herencia pueda tener alguna validez explicativa sigue exaltando los ánimos. CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 167 ■ S T E V E N PINKER / RICHARD RORTY “El efecto de los genes depende decisivamente del entorno, por lo que la herencia no impone constricciones a la conducta”. Dos ejemplos suelen utilizarse para ilustrar este punto: diferentes variedades de maíz pueden crecer hasta alturas diferentes cuando son igualmente irrigadas, pero una planta de la variedad más alta puede acabar con menor altura si no recibe agua; y los niños con fenilcenoturia (PKU), un trastorno hereditario que produce retraso, pueden acabar siendo normales si se les administra una dieta baja en el aminoácido fenilalanine. Hay un aspecto de esta afirmación que realmente merece ser subrayado. Los genes no determinan el comportamiento como el rollo de una pianola. Las intervenciones del ambiente –desde la educación y la psicoterapia a cambios históricos en actitudes y en sistemas políticos– pueden incidir significativamente en los asuntos humanos. También habría que resaltar que los genes y el entorno pueden interactuar en el sentido estadístico, es decir, que los efectos de uno pueden peligrar, multiplicarse o invertirse por los efectos del otro, en lugar de sumarse simplemente. Dos estudios recientes han hallado dos genes respectivamente asociados con la violencia y la depresión pero han demostrado también que sus efectos sólo se manifiestan con determinados historiales de experiencias conflictivas14. Al mismo tiempo, es equívoco invocar la dependencia del entorno para negar la importancia que tiene entender los efectos de los genes. Para empezar, sencillamente no es cierto que cualquier gen pueda tener cualquier efecto en un entorno, con la implicación de 14 Avshalom Caspi, Karen Sugden, Terrie E. Moffitt, Alan Taylor e Ian W. Craig, ‘Influence of Life Stress on Depression: Moderation by a Polymorphism in the 5-HTT Gene’, Science (2003), 386389; Avshalom Caspi, Joseph McClay, Terrie E. Moffitt, Jonathan Mill, Judy Martin e Ian W. Craig, ‘Evidence that the Cycle of Violence in Maltreated Children Depends on Genotype’, Science 297 (2002), 727-742. Nº 167 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ que siempre podemos diseñar un entorno para que se produzca aquello que nosotros valoramos. Aunque algunos efectos genéticos pueden anularse en ciertos medios, no ocurre lo mismo con todos ellos: los estudios que miden la similitud tanto genética como medioambiental (como los referidos a la adopción, donde pueden compararse las correlaciones entre padres biológicos y adoptivos) muestran numerosos efectos primordiales de la personalidad, la inteligencia y el comportamiento en toda una serie de variaciones ambientales. Esto es así incluso en el caso típico del niño con mitigación ambiental de su enfermedad PKU. Aunque es cierto que la dieta baja en fenilalanine impide un serio retraso mental, no hace a la persona, como se afirma por doquier, “perfectamente normal”. Los niños con PKU muestran coeficientes medios entre los 80 y los 90 puntos en los test de inteligencia y tienen dificultades en tareas que dependen de la región prefrontal de la corteza cerebral15. Además, la simple existencia de algún entorno que pueda corregir los efectos esperables de los genes carece casi de significado. El que algunos ambientes extremos puedan perturbar un rasgo determinado no significa que la variedad normal de entornos vaya a modular dicho rasgo, ni significa tampoco que el entorno pueda explicar el carácter del mismo. Aunque las plantas de maíz no irrigadas pueden encanijarse, no crecen hasta una altura arbitraria cuando reciben cantidades de agua cada vez mayores. Y su dependencia del agua no explica por qué producen mazorcas en lugar de tomates o piñones. El vendaje de los pies en China es una manipulación producida por el entorno que puede afectar radicalmente a la forma del pie, 15 Adele Diamond, ‘A Model System for Studying the Role of Dopamine in the Prefrontal Cortex During Early Development in Humans: Early and Continuously Treated Phenylketonuria’, en Charles A. Nelson y Monica Luciana (eds.), Handbook of Developmental Cognitive Neuroscience (MIT Press, Cambridge, Mass, 2001). indeterminado. Por defecto, la gente sólo siente empatía hacia los miembros de su propia familia, clan o aldea, y trata a los que quedan fuera de este círculo como seres casi sub-humanos. Pero en ciertas circunstancias, el círculo puede ampliarse para incluir a otros clanes, tribus, razas e incluso especies. Una forma importante de entender el progreso moral, por tanto, es especificar los estímulos que impulsan a las personas a expandir o contraer sus círculos morales. Hay quienes sostienen que el círculo puede ampliarse para incluir a quienes estamos ligados por redes de intercambio recíproco e interdependencia19, y que puede contraerse para excluir a personas cuyas circunstancias se consideran degradantes20. En cada caso, el conocimiento de aspectos no evidentes de la naturaleza humana revela posibles mecanismos para un cambio social humanitario. pero sería inexacto negar que la anatomía del pie humano está, en un sentido importante, especificada por los genes, o atribuirla por partes iguales a herencia y entorno. Esta cuestión no es simplemente retórica. El hecho de que los sistemas visuales de los gatitos muestren anomalías cuando se les cosen los párpados en un periodo crítico del desarrollo, no implica (como se creía en los años 1990) que poner música de Mozart a los bebés o colgar móviles de colores en sus cunas vaya a incrementar su inteligencia16. En suma, la existencia de mitigaciones ambientales no significa que los efectos de los genes carezcan de importancia. Por el contrario, los genes especifican qué tipo de manipulación ambiental tendrá qué tipo de efectos y a qué precio. Esto es aplicable a todos los niveles, desde la expresión de los propios genes (como se verá más adelante) hasta los intentos de cambio social a gran escala. Los Estados marxistas totalitarios del siglo XX consiguieron en muchos casos modificar el comportamiento, pero al precio de una masiva coerción, debido en parte a supuestos erróneos sobre la facilidad con que las motivaciones humanas responderían al cambio de circunstancias17. Y a la inversa, muchos tipos de auténtico progreso social triunfaron conectando con aspectos específicos de la naturaleza humana. Peter Singer observa que los seres humanos normales de todas las sociedades manifiestan algún sentimiento de empatía: la capacidad para tratar los intereses ajenos como algo comparable a los propios18. Desafortunadamente, el tamaño del círculo moral que ocupa la empatía es un parámetro “El entorno afecta a los genes, y el aprendizaje exige la expresión de los genes, por lo cual la distinción entre naturaleza y medio carece de sentido”. Está, sin duda, en la naturaleza misma de los genes el no estar constantemente activos; por el contrario, se expresan y están regulados por toda una variedad de señales. Éstas a su vez pueden desencadenarse debido a toda una variedad de inputs, entre ellos la temperatura, las hormonas, el entorno molecular y la actividad neuronal21. Entre los efectos sensibles al entorno en la expresión de los genes se cuentan los que hacen posible el aprendizaje. Destrezas y recuerdos se almacenan como cambios físicos en la sinapsis, y estos cambios requieren la 16 John T. Bruer, The Myth of the First Three Years: A New Understanding of Early Brain Development and Lifelong Learning (Free Press, Nueva York, 1999). 17 Jonathan Glover, Humanity: A Moral History of the Twentieth Century (Londres: J. Cape, 1999); Peter Singer, A Darwinian Left: Politics, Evolution, and Cooperation (Weidenfeld & Nicolson, Londres, 1999). 18 Peter Singer, The Expanding Circle: Ethics and Sociobiology (Farrar, Strauss & Giroux, Nueva York, 1981). 19 Robert Wright, NonZero: The Logic of Human Destiny (Pantheon Books, Nueva York, 2000). 20 Glover, Humanity; Philip G. Zimbardo, Christina Maslach y Craig Haney, “Reflections on the Stanfor Prison Experiment: Genesis, Transformations, Consequences”, en Thomas Blass (ed.), Obedience to Authority: Current Perspectives on the Milgram Paradigm (Lawrence Erlbaum Associates, Mahwah, N.J., 2000). 21 Marcus, The Birth of the Mind; Ridley, Nature via Nurture. Genes y entorno 61 SOBRE L A NATURALEZA HUMANA expresión de genes en respuesta a pautas de actividad neuronal. Estas cadenas causales, sin embargo, no dejan obsoleta la distinción entre naturaleza y medio. Lo que sí hacen es obligarnos a repensar la ecuación causal de la “naturaleza” con los genes y del “medio” con todo lo que no son genes. Los biólogos han advertido que en la palabra “gen” se acumularon diversos significados durante el siglo XX22. Entre ellos: una unidad de herencia, la especificación de una parte, la causa de una enfermedad, una plantilla para la síntesis proteínica, un desencadenante del desarrollo y un blanco de la selección natural. Induce a error, pues, equiparar el concepto pre-científico de naturaleza humana con “los genes” y dejar ahí la cosa, con la implicación de que la actividad de los genes dependiente del entorno demuestra que la naturaleza humana es indefinidamente modificable mediante la experiencia. La naturaleza humana está relacionada con los genes en términos de unidades de herencia, desarrollo y evolución, particularmente aquellas unidades que ejercen un efecto sistemático y perdurable en las conexiones y la química cerebral. Esto es distinto al uso más común de la palabra “gen” en biología molecular, donde alude a partes del ADN que codifican una proteína. Algunos aspectos de la naturaleza humana pueden estar especificados en portadores de información que no son plantillas proteínicas, incluido el citoplasma, las regiones no codificantes del genoma que afectan a la expresión de los genes, algunas propiedades de los genes aparte de su secuencia (por ejemplo, cómo están impresos), y aspectos constantes del entorno materno que el genoma espera porque así ha sido moldeado por 22 Ridley, Nature via Nurture; Richard Dawkins, The Extended Phenotype: The Gene as the Unit of Selection (W.H. Freeman & Company, San Francisco, 1982); Seymour Benzer, “The Elementary Units of Heredity”, en William D. McElroy y Bentley Glass (eds.), Symposium on the Chemical Basis of Heredity (Johns Hopkins Press, Baltimore, 1957). 62 la selección natural. A la inversa, muchos genes dirigen la síntesis de proteínas necesarias para la función metabólica diaria (como la reparación de heridas, la digestión y la formación de la memoria) sin encarnar la idea tradicional de naturaleza humana. Las diversas concepciones de “entorno” han de ser también redefinidas. En la mayoría de los debates sobre naturaleza-medio, “entorno” hace referencia en la práctica a determinados aspectos del mundo que componen el input perceptual que recibe la persona, y sobre el cual tienen cierto control otros seres humanos. Esto comprende, por ejemplo, los premios y castigos parentales, los primeros progresos, los modelos de conducta, la educación, las leyes, la influencia de los pares, la cultura y las actitudes sociales. Es equívoco mezclar el “entorno” en el sentido del ambiente psicológicamente preponderante de la persona, con el “entorno” en el sentido del medio químico de un cromosoma o una célula, especialmente cuando dicho medio en sí consiste en productos de otros genes y por ello corresponde más precisamente a la idea tradicional de herencia. Hay aún otros sentidos de “entorno”, como la nutrición y las toxinas medioambientales; la cuestión no es que un sentido sea el primordial, sino que hay que procurar distinguir cada sentido y caracterizar sus efectos con exactitud. Una razón final por la que la dependencia ambiental de los genes no vicia el concepto de naturaleza humana es que un entorno puede afectar al organismo de formas muy diversas. Algunos aspectos del ambiente perceptual son instructivos en el sentido de que sus efectos son previsibles en función de la información contenida en el input: si, para empezar, tenemos un niño equipado para aprender palabras, el contenido de su vocabulario es previsible a partir de las palabras que le dicen. Si tenemos un adulto equipado para entender contingencias, el punto donde estacionará su coche dependerá de dónde estén colocados los carteles de No Aparcar. Pero otros aspectos del entorno, a saber, los que afectan a los genes directamente en lugar de afectar al cerebro a través de los sentidos, desencadenan contingencias genéticamente especificadas del tipo “si-entonces” que no conservan la información en el desencadenante mismo. Esta clase de contingencias son omnipresentes en el desarrollo biológico, donde muchos genes producen factores de transcripción y otras moléculas que desatan cascadas de expresión de otros genes. Un buen ejemplo es el gen Pax6, que produce una proteína la cual provoca la expresión de otros dos mil quinientos genes, resultando en la formación del ojo. También pueden producirse respuestas genéticas muy específicas cuando el organismo interactúa con su entorno social, como cuando un cambio de estatus social en el pez cíclido macho desencadena la expresión de más de cincuenta genes, que a su vez alteran su tamaño, agresividad y respuesta ante el conflicto23. Estos ejemplos nos recuerdan que la organización innata no equivale a falta de sensibilidad al entorno, y que las respuestas al entorno no están en muchos casos especificadas por los estímulos sino por la naturaleza del organismo. “Plantear los problemas en términos de naturaleza y medio nos impide entender el desarrollo humano y hacer nuevos descubrimientos.” Por el contrario, algunos de los descubrimientos más estimulantes de la psicología del siglo XX habrían sido imposibles si no hubiera existido un esfuerzo concertado para diferenciar la naturaleza del medio en el desarrollo humano. Durante muchas décadas los psicólogos han buscado las causas de las diferencias individuales en la capacidad cognitiva (medida en coeficientes de inteligencia, en rendimiento en los estudios y el trabajo, y en índices de actividad cerebral) y en la personalidad (medida por cuestionarios, en23 Russell Fernald, ‘How Does Behavior Change de Brain? Multiple Methods to Answer Old Questions’, Integrative Comparative Biology 43 (2003), 771-1779. cuestas, evaluaciones psiquiátricas, e indicadores de comportamiento como el divorcio y la delincuencia). La idea convencional ha sido que estos rasgos están fuertemente influidos por las prácticas de crianza y los modelos sociales. Pero recordemos que esta creencia se basa en estudios correlacionales defectuosos, en los que se comparan padres e hijos pero se olvida comprobar la relación genética. Los genetistas conductistas han corregido estos defectos con estudios de gemelos y niños adoptados, y han descubierto que, en realidad, prácticamente todos los rasgos de conducta son en parte (aunque nunca totalmente) hereditarios24. Es decir, algunas de las variaciones entre individuos dentro de una cultura han de atribuirse a diferencias en sus genes. A partir de repetidos descubrimientos se deduce que los gemelos idénticos criados en ambientes distintos (comparten, pues, genes pero no entorno familiar) son fuertemente similares; que los gemelos idénticos que se crían juntos (que comparten el entorno y todos los genes) son más similares que los gemelos no idénticos (que comparten entorno pero sólo la mitad de sus genes variables); y que los hermanos biológicos (que comparten el entorno y la mitad de sus genes variables) son más parecidos que los hermanos adoptados (que comparten entorno pero ninguno de sus genes variables). Los resultados de estos estudios se han repetido en amplios muestreos de varios países, y han excluido las explicaciones alternativas más comunes (como es la colocación selectiva de gemelos idénticos en hogares de adopción similares). Indudablemente, hay rasgos conductuales concretos que dependen manifiestamente de 24 Plomin, Owen y McGuffin, ‘The Genetic Basis of Complex Human Behaviors’; Eric Turkheimer, ‘Three Laws of Behavior Genetics and What They Mean’, Current Directions in Psychological Science 9 (5) (2000), 160-164; Thomas J. Bouchard, Jr., ‘Genetic and Environmental Influences on Intelligence and Special Mental Abilities’, Human Biology 70 (1998), 257-259. CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 167 ■ SOBRE L A NATURALEZA HUMANA contenidos suministrados por el hogar o la cultura –qué lengua se habla, qué religión se practica, a qué partido político se adhiere– que no son hereditarios en modo alguno. Pero los rasgos que reflejan habilidades y temperamentos subyacentes –el nivel de competencia lingüística, el grado de religiosidad, el grado de compromiso político– son en parte hereditarios. Así pues, los genes son en alguna medida responsables de que las personas sean diferentes entre sí, y su entorno tiene un papel igualmente importante. En este punto es tentador concluir que las personas están moldeadas tanto por los genes como por la crianza familiar: cómo les trataron sus padres y en qué tipo de hogar crecieron. Pero esta conclusión no se justifica en modo alguno. La genética conductista permite distinguir dos formas muy distintas en que puede afectar el entorno a la persona. El entorno común es lo que incide en la persona y en sus hermanos por igual: sus padres, la vida familiar y el barrio donde viven. El entorno particular es todo lo demás: cualquier cosa que ocurre a una persona que no necesariamente ocurre a sus hermanos. No deja de ser notable que la mayoría de los estudios de inteligencia, personalidad y comportamiento no reflejen efectos del entorno común; a menudo para sorpresa de los propios investigadores, convencidos de que era obvio que las variaciones no genéticas tenían que provenir de la familia25. En primer lugar, los hermanos adultos muestran una correlación aproximadamente igual, se criaran juntos o no. En segundo, los hermanos adoptados, cuando se someten a tests en edad adulta, no resultan en términos generales más parecidos que dos personas de la misma cultura elegidas aleatoriamente. Y en tercero, los gemelos idénticos 25 Rowe, The Limits of Family Influence; Harris, The Nurture Assumption; Turkheimer, “Three Laws of Behavior Genetics”; Robert Plomin y Denise Daniels, “Why Children in the Same Family So Different from One Another?” Behavioral and Brain Sciences 10 (1987), 1-60. 64 no muestran más semejanzas que las esperables por los efectos de sus genes comunes. Dejando aparte los casos de negligencia extrema o maltrato, las experiencias compartidas por los hermanos criados en el mismo hogar, dentro de una cultura dada, tienen escasa o ninguna incidencia en el tipo de personas que resultan ser. Las destrezas específicas, como leer y tocar un instrumento musical, pueden, claro está, ser enseñadas por los padres, y es evidente que éstos afectan a la felicidad y la calidad de vida de sus hijos. Pero no parecen determinar su intelecto, sus gustos y su personalidad a largo plazo. Medio y conducta El descubrimiento de que el entorno común familiar tiene poco o ningún efecto perdurable en la personalidad y la inteligencia socava los cimientos de la idea tradicional de que el medio pauta la conducta. Así, plantea dudas sobre las formas de psicoterapia que buscan las raíces de la disfunción del adulto en el entorno familiar, sobre las teorías que atribuyen el alcoholismo, el tabaquismo y la delincuencia en los adolescentes al trato que recibieron en la primera infancia, y sobre la filosofía de los expertos en educación de los hijos según la cual la microgestión por parte de los padres es la clave para tener un niño bien adaptado. Los hallazgos son tan contrarios a la intuición que cabría dudar de las investigaciones en genética conductista de las que han surgido, pero están corroborados por otros datos26. Los hijos de inmigrantes adquieren la lengua, el acento y las costumbres de sus pares, no de sus padres. Las amplias variaciones en el modo de criar a los niños –asistencia a centros de día frente a madres que se quedan en casa, madres solteras frente a cuidadores múltiples, padres del mismo sexo frente a padres de diferente sexo– tienen pocos efectos duraderos cuando se analizan otras variables. El orden de nacimiento y el estatus de 26 Harris, The Nurture Assumption. hijo único también tienen pocos efectos en el comportamiento fuera del hogar27. Y un estudio amplio sobre la posibilidad de que los niños puedan estar moldeados por aspectos singulares del trato que reciben de sus padres (frente a los modos en que los padres tratan a todos sus hijos por igual) mostró que las diferencias en el trato parental dentro de la familia son efectos, no causas, de las diferencias entre los hijos28. El descubrimiento de los límites de la influencia familiar no es solamente un ejercicio de descalificación sino que deja abiertos nuevos e importantes interrogantes. El hallazgo de que gran parte de la diversidad en personalidad, inteligencia y comportamiento no se debe ni a los genes ni al entorno familiar plantea la pregunta de a qué se debe realmente. La hipótesis de Judith Rich Harris es que los fenómenos que conocemos como socialización –la adquisición de las habilidades y valores necesarios para prosperar en una cultura determinada– tienen lugar en el grupo de pares más que en la familia. Aunque los niños no están pre-habilitados con destrezas culturales, tampoco son indiscriminadamente moldeados por el entorno. Un aspecto de la naturaleza humana dirige a los niños a dilucidar qué se valora dentro de su grupo de pares –el medio social en que, a la larga, tendrán que competir por status y por pareja– en lugar de someterse a los intentos parentales de moldearlos. El reconocimiento de este rasgo de la naturaleza humana plantea a su vez cuestiones sobre cómo surgen y se perpetúan los 27 Ibid.; Judith Rich Harris, “Context-Specific Learning, Personality, and Birth Order”, Current Directions in Psychological Science 9 (2000), 174-177; Jeremy Freese, Brian Powell, and Lala Carr Steelman, “Rebel Without a Cause or Effect: Birth Order and Social Attitudes”, American Sociological Review 64 (1999), 207-231. 28 David Reiss, Jenae M. Neiderhiser, E. Mavis Hetherington y Robert Plomin, The Relationship Code: Deciphering Genetic and Social Influences on Adolescent Development (Harvard University Press, Cambridge, Mass., 2000). entornos relevantes, en este caso la cultura de los pares. ¿Es la cultura de los pares un eco de la cultura de los adultos? ¿Se origina en individuos o grupos de alto estatus y prolifera después entre las redes de pares? ¿Surge aleatoriamente en formas diferentes, algunas de las cuales se afianzan cuando alcanzan el punto crítico de popularidad? La nueva forma de entender cómo se socializan los niños tiene también implicaciones prácticas. Una forma mejor de abordar el alcoholismo y el tabaquismo en la adolescencia podría consistir en el análisis de cómo estas actividades llegan a convertirse en símbolos de estatus en los grupos de pares, en lugar de instar a los padres a que hablen más con sus hijos adolescentes (como insiste actualmente la publicidad, promovida por compañías de cerveza o tabaco). Un esencial determinante del éxito en la escuela podría estribar en si las clases se fisionan en grupos de pares con diferentes criterios de estatus, en particular si el éxito en la escuela se considera admirable o señal de claudicación29. El desarrollo de la personalidad –las idiosincrasias emocionales y conductuales de la persona– plantea una serie de interrogantes distintos a los planteados por el proceso de socialización. Los gemelos idénticos criados en el mismo hogar comparten los genes, los padres, los hermanos, los grupos de pares y la cultura. Aunque son muy similares, distan de ser indistinguibles: según la mayoría de los criterios, las correlaciones de sus caracteres están en torno al 0,5. La influencia de los pares no puede explicar las diferencias, porque los gemelos idénticos comparten en buena medida sus grupos de pares. Por el contrario, la variación no explicada entre sus personalidades dirige la atención hacia el papel del puro azar en el desarrollo: diferencias aleatorias en el periodo prenatal en el suministro de sangre y en el contacto con toxinas, 29 Harris, The Nurture Assumption. CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 167 ■ S T E V E N PINKER / RICHARD RORTY patógenos, hormonas y anticuerpos; diferencias aleatorias en la formación o adherencia de axones en el desarrollo cerebral; hechos aleatorios en la experiencia; diferencias aleatorias en la forma en que un cerebro que funciona estocásticamente reacciona a los mismos sucesos de la experiencia. Las explicaciones populares y científicas del comportamiento en que suelen invocarse los genes, los padres y la sociedad pocas veces reconocen el enorme papel que por fuerza tienen que desempeñar los factores imprevisibles en el desarrollo del individuo. Si el desarrollo aleatorio es lo que explica la semejanza imperfecta entre los gemelos idénticos, resalta también una interesante propiedad del desarrollo en general. Cabría imaginar un proceso de desarrollo en que millones de pequeños hechos aleatorios se anulen entre sí, no produciendo ninguna diferencia en el organismo resultante. Cabría imaginar un proceso diferente en que un hecho casual perturbara el desarrollo totalmente. Ninguna de estas dos cosas ocurre en el caso de los gemelos idénticos. Sus diferencias son detectables tanto en pruebas psicológicas como en la vida diaria pero ambos son (generalmente) seres humanos saludables. El desarrollo de los organismos tiene que utilizar complejos bucles de feedback y no plantillas pre-especificadas. Los sucesos azarosos pueden desviar sus trayectorias de crecimiento, pero las trayectorias están confinadas en un envoltorio de diseños operantes para la especie. Estas profundas cuestiones no tienen que ver con la oposición naturaleza frente a medio. Tienen que ver con el medio frente al medio: con cuáles son, precisamente, las causas no genéticas de la personalidad y la inteligencia. Pero los interrogantes nunca se habrían planteado si los investigadores no hubieran tomado 30 Este trabajo ha podido ser escrito gracias a la NIH Grant HD-18381. Agradezco a Helena Cronin, Jonathan Haidt, Judith Rich Harris y Matt Ridley sus comentarios sobre un anterior borrador. Nº 167 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ medidas previamente para analizar los factores de influencia de la naturaleza, demostrando que las correlaciones entre padres e hijos no pueden atribuirse simplemente a la crianza sino que quizá habría que atribuirlos a los genes comunes. Ése fue el primer paso que les indujo a medir empíricamente los posibles efectos de la educación parental en lugar de asumir simplemente que los padres tenían que ser la fuerza omnímoda. El diagrama en que todo afecta a todo lo demás resulta no ser complejo sino dogmático. Las flechas que parten de “padres”, “hijos” y “el hogar” son hipótesis a someter a prueba, no verdades incontestables y evidentes; y dichas pruebas podrían sorprendernos porque quizá haya flechas que no tendrían que estar ahí y rótulos y flechas que hayamos olvidado. El cerebro humano se ha calificado como objeto más complejo del universo conocido. Sin duda las hipótesis que enfrentan naturaleza y medio como dicotomía, o que correlacionan los genes y el entorno con el comportamiento sin atender al cerebro que media entre ambos, resultarán simplistas o erróneas. Pero dicha complejidad no significa que tengamos que confundir las cuestiones a tratar diciendo simplemente que es demasiado complicado pensar en ellas o que hay que tratar a priori alguna de esas hipótesis como obviamente correcta, obviamente falsa o demasiado peligrosa para hablar de ella. Al igual que la inflación, el cáncer o el calentamiento del globo, no tenemos otro remedio que desentrañar las múltiples causas30. ■ [Publicado en Daedalus, 2004 y en MicroMega, 2005]. Steven Pinker es profesor del departamento de Ciencias Cognitivas y del cerebro y director del Centro de Neurociencia Cognitiva Mc Donell-Pew en el Instituto de Tecnología de Massachussets. RICHARD RORTY ENVIDIA DE LA FILOSOFÍA Cuando filósofos como Ortega y Gasset dicen que los seres humanos tenemos historia y no naturaleza no están sugiriendo que seamos una página en blanco. No dudan de que los biólogos acabarán localizando el factor genético que produce el autismo, la homosexualidad, el buen oído, la celeridad en el cálculo y muchas otras características y habilidades que diferencian a los seres humanos entre sí. No dudan tampoco de que, allá en los tiempos en que la evolución iba dando existencia a nuestra especie en la sabana africana, ciertos genes fueron desechados y otros conservados. Los filósofos coinciden sin reservas con científicos como Steven Pinker en que los genes conservados explican diversos tipos de conducta comunes a todos los seres humanos, al margen de cualquier aculturación. Teoría de la naturaleza humana Lo que estos filósofos dudan es que factorizar la función de los genes en hacernos diferentes o rastrear nuestros rasgos comunes hasta las necesidades evolutivas de nuestros ancestros pueda ofrecernos algo que podamos llamar con propiedad “una teoría de la naturaleza humana”. Porque se supone que dichas teorías deben ser normativas: que deben proporcionar guía u orientación. Deben decirnos qué hacer con nuestras vidas. Deben explicar por qué algunas vidas son mejores que otras para los seres humanos, y por qué algunas sociedades son superiores a otras. Una teoría de la naturaleza humana debe decirnos qué clase de persona debemos llegar a ser. Las teorías filosóficas y religiosas de la naturaleza humana florecieron porque no en- traron nunca en cuestiones de pormenor empírico; no se arriesgaron a ser rebatidas por los hechos. Las teorías de Platón y Aristóteles sobre las partes del alma eran de esta índole; y también la teoría cristiana de que todos somos hijos de un Dios bondadoso, la teoría de Kant de que somos criaturas fenoménicas bajo mando noumenal, y las narraciones naturalizantes de Hobbes y Freud sobre los orígenes de la sociabilidad y la moral. No obstante su carencia de poder predictivo y la imposibilidad de ser empíricamente confirmadas, estas teorías fueron muy útiles; no porque fueran explicaciones precisas de lo que, en el fondo, son los seres humanos real y verdaderamente sino porque sugerían peligros a evitar e ideales a seguir. Vendían útiles consejos morales y políticos con un empaquetado imaginativo y desechable. Steven Pinker está intentando reciclar el empaquetado, envolviendo con él una variedad de hechos empíricos más que una visión de una vida buena o una sociedad buena. Pero es difícil ver cómo un compuesto o una síntesis de las diversas disciplinas empíricas que hoy se autodenominan ciencias cognitivas puede cumplir la función que un día cumplieron la religión y la filosofía. La pretensión de que lo que los filósofos hicieron a priori y mal pueden hacerlo ahora quienes cultivan las ciencias cognitivas a posteriori y bien no será más que retórica vana hasta que sus propulsores estén dispuestos a arriesgarse. Para que se cumpla la promesa de la expresión “una teoría científica de la naturaleza humana” tendrían que empezar por ofrecer consejos sobre cómo podríamos llegar a ser, individual o colectivamente, mejores personas. Después tendrían que explicitar las inferencias que les han llevado desde determinados hallazgos empíricos sobre nuestros genes 65 SOBRE L A NATURALEZA HUMANA o nuestro cerebro hasta estas recomendaciones prácticas en particular. Quienes, como E. O. Wilson, Pinker y otros, creen que la biología y las ciencias cognitivas pueden asumir, al menos en parte, el papel cultural de la filosofía, son reacios a encaminarse por esta senda. Recuerdan el destino del movimiento eugenésico: las tesis según las cuales estaba “científicamente probado” que los matrimonios interraciales, o el aumento de la inmigración, producirían degeneración cultural. El recuerdo de este molesto predecesor les induce a recelar de apostar el prestigio de sus disciplinas al resultado de recomendaciones prácticas. Por el contrario, repiten una vez y otra que, a medida que vayamos sabiendo más y más sobre nuestros genes y nuestro cerebro, iremos obteniendo un mejor conocimiento de lo que en esencia somos. Pero para filósofos historicistas como Ortega no hay nada que seamos esencialmente. La historia puede enseñarnos muchas lecciones pero no hay supralecciones que extraer de las ciencias o de la religión o la filosofía. La desafortunada idea de que la filosofía puede detectar la diferencia entre naturaleza y convención –entre lo que es esencial al ser humano y lo que es simplemente producto de la circunstancia histórica– fue legada por la filosofía griega a la Ilustración, donde reapareció, en una versión que habría repugnado a Platón, en Rousseau. Pero en los dos últimos siglos la idea de que bajo todas las capas culturales se esconde algo llamado naturaleza humana, y que el conocimiento de esto procurará una valiosa guía moral o política, ha caído en un merecido desprestigio. Dewey tenía razón cuando se burlaba de las ideas de Platón y Aristóteles de que la vida contemplativa era la que mejor aprovechaba nuestras capacidades propiamente humanas. Esta clase de afirmaciones, decía Dewey, eran simplemen66 te formas de autocongratulación de estos filósofos. Desde Herder, la idea roussoniana de que la finalidad del cambio socio-político tendría que ser devolvernos a la naturaleza incorrupta ha sido rechazada por pensadores impresionados por el alcance, y el valor, de la variación cultural. La idea, compartida por Platón y Rousseau, de que existe algo que puede llamarse la vida buena para el hombre ha sido gradualmente sustituida por la convicción de que hay muchas vidas humanas igualmente valiosas. Este cambio ha desembocado en nuestra actual creencia de que el mejor entorno sociopolítico es aquel en que los individuos son libres para vivir cualquier vida que deseen; para ir haciéndose a sí mismos a lo largo de su trayectoria, sin preguntarse qué era lo que de algún modo “debían” llegar a ser. También ha tenido la consecuencia de que la religión y la filosofía han sido arrinconadas por la historia, la literatura y las artes como fuentes de edificación y de ideales. Biología y cultura El libro de Carl Degler In Search of Human Nature: The Decline and Revival of Darwinism in American Social Thought relata los intentos de los biólogos para introducirse en alguna parte del espacio del que van retirándose los filósofos. El darwinismo reveló continuidades anteriormente insospechadas entre los seres humanos y los brutos, y éstas parecieron hacer posible que futuras investigaciones biológicas pudieran decirnos algo moralmente significativo. En un capítulo titulado ‘¿Por qué triunfó la cultura?’, Degler explica cómo las desmesuradas pretensiones de los eugenistas y los fútiles intentos de detener la marea feminista mediante apelaciones a hechos biológicos relacionados con la “naturaleza” diversa de hombres y mujeres han contribuido a desacreditar esta expectativa. Después, en un capítulo titulado ‘Biología rediviva’, describe cómo la sociobiología y sus aliados han querido impulsar el péndulo otra vez en sentido contrario. Degler termina su libro con una nota ecuménica, refrendando lo que Pinker denomina interaccionismo holista. Pero muchos de sus lectores concluirán que la moraleja de la historia que cuenta es que “¿naturaleza o medio?” no fue nunca una buena pregunta. Darwin tuvo en efecto una influencia decisiva en el modo en que pensamos sobre nosotros mismos, porque desacreditó las explicaciones religiosas y filosóficas sobre la distancia que separa la parte auténticamente humana e inmaterial que hay en nosotros de la meramente animal y material. Pero nada de lo que Darwin nos enseñó desdibuja la distinción entre lo que podemos aprender de los resultados de experimentos biológicos y psicológicos, y lo que sólo podemos aprender de la historia: la crónica de los experimentos intelectuales y sociales del pasado. Pinker tiene razón cuando dice que el debate naturaleza frente a medio no desaparecerá mientras la pregunta se plantee con respecto a algunos tipos muy particulares de comportamiento humano; el autismo, por ejemplo. Pero en niveles más abstractos, esta clase de debates son fútiles: son discusiones retóricas generadas por ciertas guerras en el campo académico. La pregunta “¿es nuestra humanidad una cuestión biológica o cultural?” es tan estéril como “¿están nuestros actos determinados o tenemos libre albedrío?”. Ningún resultado concreto en genética, en física, o en ninguna otra disciplina empírica puede ayudarnos a responder estas dos preguntas erróneas. Seguiremos deliberando sin cesar sobre qué hacer, y achacándonos mutuamente la responsabilidad de determinados actos, incluso si llegamos a convencernos de que cada uno de nuestros pensamientos, y cada uno de nuestros movimientos, han sido pronosticados por un neurólogo omnisciente. Seguiremos experimentando con nuevos estilos de vida, nuevas ideas y nuevas instituciones sociales, incluso si llegamos a convencernos de que en el fondo todo depende de alguna manera de nuestra composición genética. Los debates sobre la cuestión naturaleza-medio, como los debates sobre el problema del libre albedrío, carecen de magnitud pragmática. Pinker dice acertadamente que existe un “deseo generalizado de que esta cuestión [de naturaleza y medio] simplemente desaparezca” y una sospecha igualmente generalizada de que refutar la creencia en la página en blanco equivale a “luchar con un hombre de paja”. Los lectores de Degler estarán dispuestos a compartir tanto el deseo como la sospecha. Pinker aspira a hacerles cambiar de opinión luchando con otros hombres de paja: “El posmodernismo y el construccionismo social, que dominan en muchas de las humanidades”. Pero es difícil pensar en algún humanista –ni siquiera el foucaltiano más extremo– dispuesto a refrendar la idea, dudosamente atribuida por Pinker a Louis Menand, de que “la biología no puede suministrar ninguna visión profunda de la mente y la conducta humanas”. Lo que Foucault, Menand y Ortega dudan es de que esa visión suministrada por la biología pueda alguna vez ayudarnos a decidir en pos de qué ideales individuales o sociales debemos esforzarnos. Pinker cree que la ciencia puede triunfar donde la filosofía ha fracasado. Pero, para defender sus tesis, tiene que tratar lugares comunes como si fueran asombrosos descubrimientos científicos. Dice, por ejemplo, que “la ciencia congnitiva ha demostrado que tiene que haber complejos mecanismos innatos para que sean posibles el aprendizaje y la cultura”. ¿Y quién ha dudado jamás de que los hubiera? Sabíamos ya, antes de la aparición de las ciencias CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 167 ■ Nº 167 CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA ■ Ciencia y Filosofía Las ciencias posgaliléicas no pretenden decirnos lo que es verdaderamente real o verdaderamente importante. No tienen implicaciones metafísicas o morales. Por el contrario, nos permiten hacer cosas que anteriormente no habíamos podido hacer. Cuando se hicieron empíricas y experimentales, perdieron tanto sus pretensiones metafísicas como la capacidad para fijar nuevos objetivos en pos de los cuales debía esforzarse el género humano. Y ganaron la capacidad para ofrecer nuevos medios. La mayoría de los científicos se sienten satisfechos con el trueque; pero, de vez en cuando, algún científico como Pinker intenta quedarse con la soga y con la cabra, y sugerir que la ciencia puede proporcionar evidencia empírica para demostrar que algunos fines son preferibles a otros. Mientras que la envidia de la física es una neurosis que pueden padecer aquellos cuyas disciplinas son tachadas de blandas, la envidia de la filosofía se encuentra entre aquellos que se enorgullecen de la dureza de su disciplina. Estos últimos creen que su superior rigor les cualifica para usurpar el papel previamente desempeñado por los filósofos y otros tipos de humanistas: papeles como el de crítico de la cultura, guía moral, guardián de la racionalidad y profeta de la nueva utopía. Los humanistas, o así lo afirman los científicos, sólo tie- DE RAZÓN PRÁCTICA correo electrónico mas épicos, las novelas, los manifiestos políticos y escritos de muchas otras clases. Pero los tratados científicos han ido haciéndose cada vez más irrelevantes a este proceso de cambio. Ello se debe a que, desde Galileo, las ciencias naturales han logrado una autonomía y un prestigio abundantemente merecido porque nos han dicho cómo funcionan las cosas, y no, como Aristóteles aspiraba a hacer, cuál es su naturaleza intrínseca. www.claves.progresa.es [email protected] de cargas eléctricas entre un axón y otro dentro del cerebro vivo, y correlacionar este proceso con las más mínimas variaciones de comportamiento. Supongamos que llegamos a poder modificar las inclinaciones conductuales de la persona, prácticamente de cualquier modo que deseemos, simplemente pellizcando sus células cerebrales. ¿Cómo puede esta posibilidad ayudarnos a dilucidar qué clase de conductas fomentar y qué clase desalentar; a saber cómo deben vivir los seres humanos? Sin embargo, esa clase de ayuda es precisamente la que decían suministrar las teorías filosóficas sobre la naturaleza humana. Pinker dice en diversos puntos de su libro La tabla rasa que todo el mundo tiene y necesita una teoría de la naturaleza humana, y que la indagación empírica científica tiene más probabilidades de ofrecernos una teoría mejor que el sentido común por sí solo o la actividad filosófica apriorística. Pero no está claro que tengamos o necesitemos semejante cosa. Todo ser humano tiene convicciones sobre lo que importa más y lo que importa menos, y por consiguiente sobre lo que significa una buena vida humana. Pero dichas convicciones no tienen por qué –ni deben– adoptar la forma de una teoría de la naturaleza humana o una teoría de ninguna clase. Nuestras convicciones sobre lo que realmente importa son constantemente modificadas por nuevas experiencias, como trasladarse de un pueblo a una ciudad o de un país a otro, conocer nuevas personas y leer nuevos libros. La idea de que deducimos estas convicciones, o que deberíamos deducirlas, de una teoría, es una fantasía platónica que Occidente ha superado gradualmente. Entre los libros que cambian nuestras convicciones morales o políticas figuran las escrituras sagradas, los tratados filosóficos, las historias intelectuales y sociopolíticas, los poe- dirección internet cognitivas, que no se puede enseñar a crías de animales no humanos a hacer cosas que puedes enseñar a hacer a humanos de corta edad. Hace ya mucho tiempo que comprendimos que si un organismo tenía cierto tipo de cerebro podíamos enseñarle a hablar, y si tenía otro tipo, no podíamos. Sin embargo, Pinker escribe como si Menand y compañía tuvieran empeño en negar hechos evidentes como éstos. Además, Pinker cita hipótesis recientes de que el círculo de organismos que constituye el objeto de nuestra preocupación moral “puede ampliarse para incluir a personas a quienes uno no está ligado por redes de intercambio recíproco e interdependencia, y… reducirse para excluir a personas cuyas circunstancias consideramos degradantes”. Pero no necesitábamos que recientes investigaciones científicas nos informaran sobre estos “posibles mecanismos para el cambio social humanitario”. La relevancia de la interdependencia para el modo en que tratamos a nuestros correspondientes forasteros, y de la degradación para el modo en que tratamos a los prisioneros de guerra, no es realmente una novedad. Se ha estado recomendando el intercambio y la internupcialidad como formas de lograr una comunidad más amplia desde hace mucho tiempo. Y desde hace el mismo tiempo se ha indicado que debemos dejar de degradar a nuestros semejantes con el fin de tener un pretexto para oprimirlos. Pero Pinker describe hechos que ya eran conocidos por Homero y Herodoto diciendo que exhiben “aspectos no evidentes de la naturaleza humana”. Es probable que próximos descubrimientos sobre el funcionamiento de nuestro cerebro nos proporcionen abundantes ideas útiles sobre cómo cambiar la conducta humana. Pero supongamos que la nanotecnología nos permite finalmente rastrear la transmisión SOBRE L A NATURALEZA HUMANA nen opiniones, pero los científicos tienen conocimientos. ¿Por qué no, preguntan, cerrar los oídos a la palabrería cultural (que es todo lo que van a darnos esos frívolos posmodernistas e irresponsables construccionistas sociales) y recurrir para formarnos nuestra autoimagen a quienes saben lo que realmente, verdaderamente, objetivamente, perdurablemente, transculturalmente son los seres humanos? Quienes sucumben a esta invitación son sometidos a tácticas fraudulentas de atracción. Creen que van a descubrir si deben ser más como Antígona que como Ismene, o más como Marta y menos como María, o más como Spinoza y menos como Baudalaire, o más como Lenin y menos como Franklin Delano Roosevelt, o más como Iván Karamazov y menos como Aliosha. Quieren saber si deben lanzarse a campañas en pro de un gobierno mundial, o contra el matrimonio homosexual, o en pro de un salario mínimo mundial, o contra el impuesto de sucesiones. Tienen esperanza de lograr el tipo de orientación que los universitarios idealistas más jóvenes aún creen que pueden suministrarle sus profesores. Sin embargo, cuando siguen cursos de ciencias cognitivas no es eso lo que reciben. Obtienen un mejor conocimiento de cómo funciona su cerebro, pero no ayuda para dilucidar qué clase de persona ser o por qué causas luchar. Esta sensación de haber sido sometidos a tácticas fraudulentas de atracción afecta también con frecuencia a los universitarios de primer año que se matriculan en cursos de Filosofía porque les mola Marx, Camus, Kierkegaard, Nietzsche o Heidegger. Así, imaginan que si siguen un curso de lo que se anuncia como “áreas esenciales de la filosofía” –metafísica y epistemología– estarán más capacitados para responder las preguntas planteadas por dichos autores. Pero lo que reciben en estos cursos es, por lo 68 general, un análisis del lugar que ocupan cosas como el conocimiento, el significado y los valores en un mundo compuesto de partículas elementales. Ahora bien, muchos aspirantes a estudiantes de Filosofía no consiguen comprender por qué tienen que adquirir una visión de esos temas; por qué necesitan la metafísica. Fue precisamente porque José Ortega y Gasset consideró dichos temas infructuosos por lo que escribió ensayos polémicos como el citado por Pinker (“La historia como sistema”, Obras completas de José Ortega y Gasset. Tomo VI (1941-1955), Taurus y Fundación Ortega y Gasset, Madrid, 2006.) En éste, dice Ortega: “Todos los estudios naturalistas sobre el cuerpo y el alma del hombre no han servido para aclararnos nada de lo que sentimos como más estrictamente humano, eso que llamamos cada cual su vida y cuyo entrecruzamiento forma las sociedades que, perviviendo, integran el destino humano. El prodigio que la ciencia natural representa como conocimiento de las cosas contrasta brutalmente con el fracaso de esa ciencia natural ante lo propiamente humano”. Ortega insistía en que el progresivo conocimiento sobre el funcionamiento de cosas como el cerebro y el genoma humanos nunca podrán ayudarnos a dilucidar cómo pensarnos y qué hacer con nuestras vidas. Pinker cree que se equivocaba. Pero sólo en unas cuantas páginas de La tabla rasa se debate con esta cuestión. Entre ellas, las más sobresalientes son aquellas en que Pinker sostiene que los descubrimientos científicos nos dan motivos para adoptar lo que él llama “la visión trágica”, en lugar de “la visión utópica”, de la vida humana; para mirar con reservas la capacidad de los seres humanos para transformarse en personas nuevas y mejores. Con objeto de demostrar que nuestra elección entre estas dos visiones debe hacerse con referencia a la ciencia y no a la historia, Pinker tiene que afir- mar, de modo críptico, que “partes de estas visiones” consisten en “hipótesis generales sobre cómo funciona la mente”. Pero eso es precisamente lo que los filósofos historicistas como Ortega dudan: según ellos, la rivalidad entre estas dos visiones no quedaría afectada incluso si resultara que el cerebro funciona de alguna manera extraña que las ciencias no han considerado siquiera todavía, o si una nueva evidencia fósil demostrara que la tesis actual sobre la evolución de nuestra especie es completamente errónea. Los debates sobre qué hacer con nuestras vidas, según ellos, van cambiando tan al margen de las discusiones sobre la naturaleza de los neutrones o sobre nuestro origen, como de las controversias en torno a la naturaleza de los quarks o el momento del Big Bang1. Lo que Pinker critica a Ortega, y a la mayoría de los filósofos ajenos a la llamada tradición analítica no tiene nada que ver con páginas en blanco o tablas rasas sino que gira en torno a si el diálogo entre los humanistas sobre las diversas autoimágenes y los diversos ideales mejoraría si los participantes tuvieran mejor conocimiento de lo que está ocurriendo en la biología y en las ciencias cognitivas. Pinker sostiene que los hombres y mujeres con preocupaciones morales y políticas han contado siempre con teorías de la naturaleza humana, y que ahora disponen de teorías de base empírica. Pero Ortega respondería que a lo largo de unos cuantos cientos de años hemos aprendido a sustituir dichas teorías por la narración histórica y la especulación utópica. Este giro historicista debe, no obstante, mucho a un científico en particular: Darwin. Darwin nos ayudó a dejar de pensar en nosotros mismos co1 Para más información sobre este punto, véase mi artículo ‘The Brain as Hardware, Culture as Software’, Inquiry, 47 (3) (Junio 2004), 219-235. mo un cuerpo animal en que ha sido insuflada otra cosa, algo específicamente humano: un ingrediente misterioso cuya naturaleza plantea problemas filosóficos. Sus críticos dijeron que nos había reducido al nivel de las bestias pero lo cierto es que nos permitió concebir la audacia imaginativa como fuerza causal comparable a la mutación genética. Darwin reforzó el historicismo de Herder y Hegel porque nos permitió concebir la evolución cultural en el mismo nivel que la evolución biológica: como igualmente capaz de crear algo radicalmente nuevo y mejor; y posibilitó que poetas como Tennyson y Whitman, y pensadores como Nietzsche, H. G. Wells, George Bernard Shaw y John Dewey soñaran utopías en que los seres humanos se habían tornado tan maravillosamente diferentes de nosotros como somos nosotros del neanderthal. Los sueños de socialistas, feministas y otros han producido un profundo cambio en la vida social de Occidente, y pueden devenir en inmensos cambios en la vida de la especie en general. Nada de lo que nos digan las ciencias naturales debe desalentarnos de seguir soñando nuevos sueños. ■ Traducción: Eva Rodríguez Halftter. [Publicado en Daedalus, 2004 y en MicroMega, 2005]. Richard Rorty es profesor de Humanidades en la Universidad de Virginia (U.S.A.). CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 167 ■