Los funerales del Obispo

Transcripción

Los funerales del Obispo
Los funerales del Obispo
Un prestigioso hombre de letras español que vivió entre los años 50 y 60 del siglo
pasado en Cuenca, evoca a la ciudad pequeña, religiosa y recatada de aquellos tiempos,
cuando fue testigo de los años postreros de un obispo, su muerte, su velatorio y el
solemne sepelio en la cripta catedralicia
José López Rueda, nacido en Madrid en 1928, fue profesor de la Facultad de Filosofía de la
Universidad de Cuenca de 1955 a 1964, cuando regresó a su país. Recientemente, al leer la
revista AVANCE gracias a la magia de la internet, ha evocado a la ciudad cuyos encantos
sigue admirándolos y donde hizo amigos cuyo recuerdos le son gratos, como su compatriota
Silvino González que se quedó a vivir por siempre en Cuenca y el poeta Efraín Jara Idrovo, “el
amigo más entrañable en el Ecuador”.
Como muestra de su afecto por la Cuenca americana, envió a la revista algunas estampas
sobre la ciudad de hace más de medio siglo. Una muestra de ellas es el relato sobre el funeral
de un obispo, que no lo nombra, pero indudablemente se trata de Daniel Hermida, fallecido en
1957, material de valor literario e histórico que lo insertamos en estas páginas, con el
agradecimiento al autor por su deferencia.
López Rueda es Doctor en Filosofía y Letras. Ha sido profesor en la Universidad de Cuenca
(Ecuador) y posteriormente, en la Universidad de Oriente (Venezuela), donde desempeñó el
cargo de Director del Departamento de Humanidades. Es en la actualidad catedrático (emérito)
de la Universidad Simón Bolívar de Caracas, donde ha desempeñado el cargo de Coordinador
de los Estudios de Postgrado en Literatura Latinoamericana y el de Coordinador de
Investigación en Humanidades y Ciencias Sociales. De 1988 a 1990 fue profesor visitante en
las Universidades de Tamkang y de Furen en Taiwán y desde 1991 a 1999, Director del
programa de la Universidad de Bowling Green (Ohio, U.S.A.) en España. Entre sus libros de
investigación, destacan Helenistas Españoles del siglo XVI (C.S.I.C., Madrid, 1973, tesis
doctoral con Premio Extraordinario en la Universidad Complutense), Rómulo Gallegos y
España (Monte Avila, Caracas, 1986, Premio “Andrés Bello” de la Universidad Simón Bolívar) y
González de Salas, humanista barroco y editor de Quevedo, Fundación Universitaria Española,
Madrid 2003. Ha escrito y publicado numerosos ensayos de crítica literaria y en la actualidad es
asiduo colaborador en las páginas culturales del Diario Las Américas de Miami. Ha publicado
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varias novelas, entre las que se distingue Aldea 1936, sobre la guerra civil española, y siete
poemarios, entre los cuales destacan Cantos equinocciales (1977), el más clásico, y Fervor
secreto (2002), el más experimentalista. En el campo de la poesía, obtuvo el Premio “Alfonso
Reyes” (Quito, Ecuador, 1958), el “José Chacón”(Ayuntamiento de Alcalá de Henares, 1992) y
el Juan Nieto (Casa de Castilla-La Mancha, 2008). Ha sido Director del Capítulo de Madrid de
la Academia Iberoamericana de Poesía, Presidente del Patronato de la Asociación Prometeo
de Poesía y director de La pájara pinta, revista de la mencionada Asociación. De 2003 a 2004
dirigió un Taller de Poesía en la Asociación de Escritores y Artistas Españoles (Madrid).
Poemas suyos se han traducido al chino, al inglés, al italiano y al ruso.
***
Recuerdo haberle visto varias veces por las calles de Cuenca, dando su cotidiano paseo
vespertino. Era un hombre ligeramente obe­so y ya casi centenario. Llevaba siempre una teja
de anchas alas y se ceñía la cintura con la roja faja de obispo. Le acompañaba en sus paseos
un joven y delgado familiar. Se reía muy pocas veces el viejo prelado y cuando yo me lo
encontraba en los alrededores de la ciu­dad, advertía en su rostro una vaga expresión doliente,
como de quien sabe que está contemplando por última vez los dulces campos de la tierra. El
viejo prelado salía todas las tardes a despedirse de las cosas que más amaba, de las azules
montañas, del río joven y transparente que lame el ala sur de la villa, de las vocingleras
golondrinas, de los perritos vagabundos... El anciano caminaba con lentitud y tenía que
detenerse de trecho en trecho para que los chiquillos pudieran besar sus manos ya cansadas
de bendecir. Mirándole a los ojos, se podía ver la muerte que maduraba en su corazón como
una granada roja y a punto de reventar o como un árbol umbrío que ya era dueño de aquel
gastado cuerpo. Paseaba el obispo su muerte casi centenaria por las calles y las plazas de la
ciudad y cuando los chiquillos se le acercaban, yo le veía luchar contra ella, contra la inevitable
silenciosa, para poder alzar el brazo y bendecirlos. Y un buen día, las campanas de todas las
iglesias empezaron a lamentar el óbito del obispo. Su muerte derramóse como un aura por la
ciudad, se infiltró por las rendijas y por unos días la imagen del viejo prelado vivió
misteriosamente en todas las conciencias.
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