Navidades del 91. Recalando en puertos, soltando lastre y amarres
Transcripción
Navidades del 91. Recalando en puertos, soltando lastre y amarres
Navidades del 91. Recalando en puertos, soltando lastre y amarres, había pasado los últimos meses navegando en un mercante. Se distraía con las gaviotas a las que arrojaba por la popa las sobras de la cocina, un trozo de pan quemado o el tapón de corcho de una botella de champán del capitán; todo se lo tragaban. Hasta que atracaron en el puerto del Pireo y se decidio a volverse a casa por tierra. No fue una buena idea. Puedo asegurarlo. El se dio cuenta cuando el tren procedente de Atenas se detuvo en la frontera yugoslava y vio la mirada recelosa, bajo la gorra tachonada con la estrella roja, de la guapa policía. El tren verde se puso de nuevo en marcha bajo el espeso cielo. El paisaje, los rudos montes salpicados de matas de espliego y pañoletas de aldeanas, la música oriental de la radio y el cansancio del viaje le hicieron cerrar los ojos. Cuando, más tarde, intento abrirlos de nuevo pudo ver el discurrir lento y sinuoso de un rio casi congelado, y en la comisura de sus labios se dibujo un gesto reflejo e involuntario de desidia. Cuando llegó a Kopje era noche cerrada. Invadidas de un sopor supersticioso unas mujeres permanecían sentadas en los bancos de la estación, con el carrito de la compra y el samovar humeante al alcance y, las pregunto, adónde podría ir a esas horas. No fue por pura y simple casualidad el hecho de que pudiera entenderse con una de ellas que alquilaba la habitación de su matrimonio para pasar el resto de la noche. Mientras caminaban hacia el cuarto ella besaba el dinero y calculaba cuántas verduras representaba en el mercado. Al siguiente día por la tarde enlazó un autobús a Mostar. Los montes de árboles hirsutos, el espesor de la nieve caida, la barba de tres días de aquel tipo que brincaba verticalmente en el asiento como un sabueso sobre sus cuatro patas mientras miraba de reojo el oso estampado en el mapa de esos territorios macerados que llevaba abierto en las manos, empezaron a ponerle nervioso. Le preguntó de dónde era, le contesto que era espanjolska, pero maldita sea mi estampa si se enteró. De pronto, a mitad del trayecto, se detuvo el transporte. No supo explicarse el motivo. Los trasladaron a una sala de espera halógena y gélida, en algún ignoto lugar de Montenegro y, pasaron horas hasta que amaneció y le cobraron de nuevo el billete que ya había pagado. Mostar, la ciudad turco-otomana, redujo su vapuleado interés turístico a sólo unas cuantas mezquitas descoloridas. Acodado en la fuente de abluciones de una de ellas, conoció a Ali, postrero embajador del obsoleto imperio turco-otomano. Alrededor, torcidas, reposaban las estelas funerarias de sus antepasados, las de los hombres con forma de enhiestos y germinales turbantes, las de ellas convexas corolas florales en las que salpicaban las gotas de lluvia. Le guió hasta el interior de la mezquita y se empeñó en presentarle a los restauradores de unos frescos de ciruelos, sauces llorones, naranjos y limoneros que el pensó que, en ese ambiente enrarecido, iban a durar más si no los tocaban. Luego fueron a ver los viejos comercios situados en uno de los márgenes del río Neretva: amarillos por el comercio del oro, verdes por el de hachís, edificios en cuyos pisos superiores vivieron encerradas las mujeres que los opulentos mercaderes negociaban por túneles secretos.¡Quién podría suponer que esas casas tras su paso iban a ser escombros apilados por la guerra!. A su hora Ali le condujo a un restaurante y por primera vez se relajo ante el suculento plato de albóndigas con patatas. ¡ Tan cerca del fin ¡ Se dispuso a cruzar el puente de Kujundziluk, símbolo de unión entre los pueblos musulmán y católico, (del siglo XV), pero Alí, antes de separarse, extrajo del bolsillo una moneda arcaica, un tetradacma con la efigie cornuda de Alejandro Magno. –Otro espíritu elevado- pensó al verla- , legislador de la humanidad que unía a los diferentes pueblos a base de repartir hostias como panes macedónicos. Le propuso comprársela y Ali por un breve instante estuvo tentado de lanzarla al aire, pero desistió enseguida y le contesto que su destino estaba trazado. Melancólico, a mitad del puente, una eslava de mirada acuática se le cruzó sonriendo, es posible que viese en el a un querubín expatriado y el Viejo Alisius tuviese razón cuando pensaba que los ángeles del cielo no son más puros que un muchacho cuando piensa en su hogar. Empujo la puerta de un hotel de lujo. El hall no era un patio andaluz precisamente, pero si se notaba un cálido ambiente y en la jaula de canarios del recibidor se echaba de menos al dueño de la escoba y de un sombrero peludo. En la habitación 548 soñó con la siguiente etapa del viaje: Dubrovnik, la muy antigua y noble Ragusa, sus contraventanas de color de la locomotora del tren golpeadas por el viento, la puerta medieval de Pile, las viejas que elaboraban sus frasquitos de perfumes naturales; sus muros defensivos donde probar ostras... para comprobar al llegar que en los museos de historia los trajes tradicionales de la región se habían desvanecido y lo único que contenían las vitrinas era el reflejo del cobrador del tique. Estaba despierto, aquello era real: todos los objetos habían desaparecido en la antesala del combate que se avecinaba, pero si se lo contaba a alguien no se lo creería. Sólo quedaba una opción: salir corriendo y dejar atrás, cuanto antes, la perla del Adriático. En Splitz se quedo el tiempo justo que se tarda en ver el templo de Júpiter y tomar un café en el Luxor, frente a una atónita spinx iluminada de luciérnagas. Recorrió la costa dálmata, un largo pasillo jalonado de islas-mujeres haciendo cola en la pescadería con los pelos revueltos por el viento boras. La espuma marina, impulsada por la respiración veloz de la marejada, se fundía con el bronce de las nubes y el huía. Deseaba terminar de una vez con la intuición, la premonición del desastre que se estaba fraguando a sus espaldas. Llego a Pirano. Allí intentaron desviar su atención con una gaviota que recogía el dinero con el pico en la entrada del museo. Dentro, en una pecera un caballito de mar se aferraba por la cola a un caballito indio de plástico para no subir liviano hasta la superficie y ser arrastrado por el malecón de mármol donde rompían las olas. Venecia se vislumbraba en la otra orilla, parecía flotar como un espejismo sobre las aguas. Un león alado le saludaba con un capuchino espumoso y ribeteado de chocolate entre sus garras. Todo era extraño. La última noche la paso durmiendo sobre el mantel a cuadros. Había apartado unos cascos vacios de vino blanco Riesling para poder acostarse. Salió del país de madrugada, sin haberse enterado de nada, con paso de Tartini, un gentilhuomo que se apresura para llegar a una cita predestinada. Salió en busca de aventura y esta es la que encontró. Julio Lencero.