¿El opio de los pueblos? Eduardo Galeano ¿En qué se parece el
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¿El opio de los pueblos? Eduardo Galeano ¿En qué se parece el
¿El opio de los pueblos? Eduardo Galeano ¿En qué se parece el fútbol a Dios? En la devoción que le tienen muchos creyentes y en la desconfianza que él tienen muchos intelectuales. En 1880, en Londres, Rudyard Kipling se burló del fútbol y de “las almas pequeñas que pueden ser saciadas por los embarrados idiotas que lo juegan”. Un siglo después, en Buenos Aires, Jorge Luis Borges fue más que sutil: dictó una conferencia sobre el tema de la inmortalidad el mismo día, y a la misma hora, en que la selección argentina estaba disputando su primer partido en el Mundial del ’78. El desprecio de muchos intelectuales conservadores se funda en la en la certeza de que la idolatría de la pelota es la superstición que el pueblo merece. Poseída por el fútbol, la plebe piensa con los pies, que es lo suyo, y en ese goce subalterno se realiza. El instinto animal se impone a la razón humana, la ignorancia aplasta a la Cultura, y así la chusma tiene lo que quiere. En cambio, muchos intelectuales de izquierda descalifican al fútbol porque castra a las masas y desvía su energía revolucionaria. Pan y circo, circo sin pan: hipnotizados por la pelota, que ejerce una perversa fascinación, los obreros atrofian su conciencia y se dejan llevar como un rebaño por sus enemigos de clase. Cuando el fútbol dejó de ser cosas de ingleses y de ricos, en el Río de la Plata nacieron los primeros clubes populares, organizados en los talleres de los ferrocarriles y en los astilleros de los puertos. En aquel entonces, algunos dirigentes anarquistas y socialistas denunciaron esta maquinación de la burguesía destinada a evitar las huelgas y enmascarar las contradicciones sociales. La difusión del fútbol en el mundo era el resultado de una maniobra imperialista para mantener en la edad infantil a los pueblos oprimidos. Sin embargo, el club Argentinos Juniors nació llamándose Mártires de Chicago, en homenaje a los obreros anarquistas ahorcados un primero de mayo, y fue un primero de mayo el día elegido para dar nacimiento al club Chacarita, bautizado en una biblioteca anarquista de Buenos Aires. En aquellos primeros años del siglo, no faltaron intelectuales de izquierda que celebraron al fútbol en lugar de repudiarlo como anestesia de la conciencia. Entre ellos, el marxista italiano Antonio Gramsci, que elogió “este reino de la lealtad humana ejercida al aire libre”. El club Argentinos Juniors fue fundado el 15 de agosto en 1904, con el nombre de Mártires de Chicago, en homenaje a los obreros anarquistas ahorcados un primero de mayo. La pelota como bandera Eduardo Galeano En el verano de 1916, en plena guerra mundial, un capitán inglés se lanzó al asalto pateando una pelota. El capitán Nevill saltó del parapeto que lo protegía, y corriendo tras la pelota encabezó el asalto contra las trincheras alemanas. Su regimiento, que vacilaba, lo siguió. El capitán murió de un cañonazo, pero Inglaterra conquistó aquella tierra de nadie y pudo celebrar la batalla como la primera victoria del fútbol inglés en el frente de guerra. Muchos años después, ya en los fines del siglo, el dueño del club Milán ganó las elecciones italianas con una consigna, Forza Italia!, que provenía de las tribunas de los estadios. Silvio Berlusconi prometió que salvaría a Italia como había salvado al Milán, el superequipo campeón de todo, y los electores olvidaron que algunas de sus empresas estaban a la orilla de la ruina. El fútbol y la patria están siempre atados; y con frecuencia los políticos y los dictadores especulan con esos vínculos de identidad. La escuadra italiana ganó los mundiales del ’34 y del ’38 en nombre de la patria y de Mussolini, y sus jugadores empezaban y terminaban cada partido vivando a Italia y saludando al público con la palma de la mano extendida. También para los nazis, el fútbol era una cuestión de Estado. Un monumento recuerda, en Ucrania, a los jugadores del Dínamo de Kiev de 1942. En plena ocupación alemana, ellos cometieron la locura de derrotar a una selección de Hitler en el estadio local. Le habían advertido: —Si ganan mueren. Entraron resignados a perder, temblando de miedo y de hambre, pero no pudieron aguantarse las ganas de ser dignos. Los once fueron fusilados con las camisetas puestas, en lo alto de un barranco, cuando terminó el partido. Fútbol y patria, fútbol y pueblo: en 1934, mientras Bolivia y Paraguay se aniquilaban mutuamente en la guerra del Chaco, disputando un desierto pedazo de mapa, la Cruz Roja paraguaya formó un equipo de fútbol, que jugó en varias ciudades de Argentina y Uruguay y juntó bastante dinero para atender a los heridos de ambos bandos en el campo de batalla. Tres años después, durante la guerra de España, dos equipos peregrinos fueron símbolos de la resistencia democrática. Mientras el general Franco, del brazo de Hitler y Mussolini, bombardeaba a la república española, una selección vasca recorría Europa y el club Barcelona disputaba partidos en Estados Unidos y en México. El gobierno vasco envió al equipo Euzkadi a Francia y a otros países con la misión de hacer propaganda y recaudar fondos para la defensa. Simultáneamente, el club Barcelona se embarcó hacia América. Corría el año 1937, y ya el presidente del club Barcelona había caído bajo las balas franquistas. Ambos equipos encarnaron, en los campos de fútbol y también fuera de ellos, a la democracia acosada. Sólo cuatro jugadores catalanes regresaron a España durante la guerra. De los vascos, apenas uno. Cuando la República fue vencida, la FIFA declaró en rebeldía a los jugadores exiliados, y los amenazó con la inhabilitación definitiva, pero unos cuantos consiguieron incorporarse al fútbol latinoamericano. Con varios vascos se formó, en México, el club España, que resultó imbatible en sus primeros tiempos. El delantero del equipo Euzkadi, Isidro Lángara, debutó en el fútbol argentino en 1939. En el primer partido metió cuatro goles. Fue en el club San Lorenzo, donde también brilló Angel Zubieta, que había jugado en la línea media de Euzkadi. Después, en México, Lángara encabezó la tabla de goleadores de 1945 en el campeonato local. Selección de Euskadi, 1937 El club modelo de la España de Franco, el Real Madrid, reinó en el mundo entre 1956 y 1960. Este equipo deslumbrante ganó al hilo cuatro copas de la Liga española, cinco copas de Europa y una intercontinental. El Real Madrid andaba por todas partes y siempre dejaba a la gente con la boca abierta. La dictadura de Franco había encontrado una insuperable embajada ambulante. Los goles que la radio transmitía eran clarinadas de triunfo más eficaces que el himno Cara al sol. En 1959, uno de los jefes del régimen, José Solís, pronunció un discurso de gratitud ante los jugadores, “porque gente que antes nos odiaba, ahora nos comprende gracias a vosotros”. Como el Cid Campeador, el Real Madrid reunía las virtudes de la Raza, aunque su famosa línea de ataque se parecía más bien a la Legión Extranjera. En ella brillaba un francés, Kopa, dos argentinos, Di Stéfano y Rial, el uruguayo Santamaría y el húngaro Puskas. A Ferenk Puskas lo llamaban Cañoncito Pum, por las virtudes demoledoras de su pierna izquierda, que también sabía ser un guante. Otros húngaros, Ladislao Kubala, Zoltan Czibor y Sandor Kocsis, se lucían en el club Barcelona en esos años. En 1954 se colocó la primera piedra del Camp Nou, el gran estadio que nació de Kubala: el gentío que iba a verlo jugar, pases al milímetro, remates mortíferos, no cabía en el estadio anterior. Czibor, mientras tanto, sacaba chispas de los zapatos. El otro húngaro del Barcelona, Kocsis, era un gran cabeceador. Cabeza de oro, lo llamaban, y un mar de pañuelos celebraba sus goles. Dicen que Kocsis fue la mejor cabeza de Europa, después de Churchill. En 1950, Kubala había integrado un equipo húngaro en el exilio, lo que le valió una suspensión de dos años, decretada por la FIFA. Después, la FIFA sancionó con más de un año de suspensión a Puskas, Czibor, Kocsis y otros húngaros que habían jugado en otro equipo en el exilio desde fines de 1956, cuando la invasión soviética aplastó la resurrección popular. En 1958, en plena guerra de la independencia, Argelia formó una selección de fútbol que por primera vez vistió los colores patrios. Integraban su plantel Makhloufi, Ben Tifour y otros argelinos que jugaban profesionalmente en el fútbol francés. Bloqueada por la potencia colonial, Argelia sólo consiguió jugar con Marruecos, país que por semejante pecado fue desafiliado de la FIFA durante algunos años, y además disputó unos pocos partidos sin trascendencia, organizados por los sindicatos deportivos de ciertos países árabes y del este de Europa. La FIFA cerró todas las puertas a la selección argelina y el fútbol francés castigó a esos jugadores decretando su muerte civil. Presos por contrato, ellos nunca más podrían volver a la actividad profesional. Pero después Argelia conquistó la independencia, el fútbol francés no tuvo más remedio que volver a llamar a los jugadores que sus tribunas añoraban. Jugar: Amigos vs. Otros Amigos Nick Hornby Empecé a jugar al fútbol en serio —es decir, empezó a importarme de veras lo que estaba haciendo, en vez de dedicarme a mimar los movimientos de los jugadores para que el profesor de turno no me soltara la bronca— al mismo tiempo que empecé a ver partidos. Jugué partidos en el colegio, con una pelota de tenis; jugué partidos de dos contra dos o tres contra tres con un balón de plástico, medio deshinchado, en la calle; jugué partidos con mi hermana en el jardín de casa, en los que ganaba el que primero marcase diez tantos, y le daba nueve goles de ventaja, a pesar de lo cual amenazaba con marcharse si yo marcaba uno solo. Jugué partidos con el aspirante a portero profesional que vivía en mi pueblo, casi siempre después de ver The Big Match el domingo por la tarde, y nos dedicábamos a escenificar los partidos de Liga en que más goles se habían marcado en toda la jornada. Yo comentaba la jugada al tiempo que la protagonizaba. Jugué al fútbol sala en el polideportivo del pueblo antes de ir a la universidad, y allí jugué en el segundo o en el tercer equipo de la residencia universitaria. Jugué con el equipo de profesores cuando daba clase en Cambridge, y en verano jugaba dos veces por semana con los amigos; durante los últimos seis o siete años, todos los chiflados del fútbol que he conocido se reúnen en un campo de fútbol sala en el oeste de Londres. En resumidas cuentas, llevo dos tercios de mi vida jugando al fútbol, y me gustaría jugar durante las tres o cuatro décadas que aún me quedan por delante. Soy delantero. Mejor dicho, no soy portero, ni defensa ni centrocampista, y no sólo recuerdo sin ninguna dificultad los goles que he marcado hace diez o quince años, sino que, en privado y para mis adentros, me produce un gran placer acordarme de aquellos goles, aunque sé que muy posiblemente este tipo de autocomplacencia terminará por dejarme ciego. No será preciso decir que no soy un buen jugador, aunque por suerte eso mismo es cierto en el caso de los amigos con los que suelo jugar. Somos pasables, de modo que ese partido semanal vale la pena: todos los días en que jugamos hay uno que marca un golazo sensacional, una volea desde fuera del área o un fino toque para culminar una laberíntica carrera por entre los pasmados defensas del equipo contrario, y todos pensamos en secreto en ese gol, aunque con la debida culpabilidad (los hombres adultos no deberían tener este tipo de sueños), hasta el siguiente encuentro. Unos cuantos estamos ya calvos, aunque nos recordemos que eso nunca ha sido un impedimento para Ray Wilkins, o para aquel excepcional extremo de la Sampdoria cuyo nombre ahora mismo no recuerdo; muchos tenemos unos cuantos kilos de más; casi todos pasamos de los treinta y tantos años. Y aunque exista un acuerdo tácito según el cual no está permitido hacer entradas demasiado duras, con gran alivio por parte de los que nunca hemos sabido entrar así al contrario, durante estos dos últimos años me he dado cuenta de que los jueves por la mañana me despierto medio paralizado por los dolores en las articulaciones, los calambres, los tirones musculares y los golpes que me he llevado el miércoles por la noche en el tendón de Aquiles. Me paso dos días enteros con la rodilla hinchada y dolorida, herencia de un desgarro del ligamento medio que me hice en un partido hace años (y la operación a la que me tuve que someter debió de ser la experiencia más cercana que he vivido a la del auténtico futbolista). No sé si alguna vez tuve auténtica capacidad para cambiar de ritmo sobre la marcha, pero la he terminado por perder debido a que los años no pasan en balde y a que tampoco llevo una vida muy sana. Cuando se terminan los sesenta minutos de partido estoy colorado, exhausto, y mi camiseta del Arsenal (modelo antiguo) se me queda empapada de sudor. Es lo máximo que me ha acercado a ser un profesional: en mi residencia universitaria, dos o tres chavales del primer equipo (yo estaba en el tercer equipo en mi último año) jugaban con los azules, un equipo compuesto por los once mejores futbolistas de toda la universidad. Que yo sepa, dos jugadores que estaban en mi época con los azules llegaron a ser profesionales. El mejor de ellos, el fenómeno de la universidad, era un delantero rubio que parecía rebosar talento como les ocurre a las estrellas. Jugó de suplente en el Torquay United de la Cuarta División; puede que llegase a marcar algún gol. Otro jugó con el Cambridge City —el City, el equipo de Quentin Crisp, el de la penosa cinta con la música de Match ofthe Day, el de los doscientos seguidores—, no con el United. Era defensa central; fuimos a verle alguna vez, y era con mucho el más lento de todo el campo. Por eso, si hubiera llegado a ser el número uno de mi residencia universitaria, en vez de ser el número veinticinco, el treinta, quizá hubiera estado a mi alcance, con suerte, quedar a la altura del betún en un lamentable equipo semiprofesional. El deporte no te permite soñar como se sueña en cambio cuando uno se dedica a la escritura, la interpretación teatral o la pintura, e incluso cuando uno trabaja de cuadro medio en una empresa: cuando tenía once años, yo ya sabía que nunca iba a jugar en el Arsenal. Y once años es una edad demasiado tierna para saber algo tan inapelable y tan espantoso. Por fortuna, es posible ser futbolista profesional sin haber pisado un solo terreno de juego en el que se dispute un partido de Liga, y sin tener la inmensa fortuna de contar con el físico, la elegancia, la potencia, el talento o la resistencia de un futbolista. Ahí están los gestos y las muecas, los ojos cerrados y los hombros caídos cuando fallas una buena oportunidad, la palmada que te da el compañero cuando marcas, los puños cerrados y los aplausos con que tus compañeros te animan, los brazos abiertos y las palmas de las manos hacia arriba para indicar que estás en mejor posición, y que tu compañero de equipo en el fondo es un chupón, el dedo con que señalas adónde quieres que te envíen un pase y, después de recibir el pase en perfectas condiciones y pifiarla, la mano en alto para reconocer lo uno y lo otro. A veces, cuando recibes el balón de espaldas a la portería y fallas por un par de metros, en el fondo sabes que has hecho lo que tenías que hacer, ni más ni menos, y que de no ser por la barriga (claro que ahí está Molby) o por la calvicie (y de nuevo hay que pensar en Wilkins y en aquel extremo de la Sampdoria, ¿Lombardo se llamaba?), por tu escasa estatura (Hillier, Limpar), en fin, que de no ser por todas esas circunstancias periféricas, tendrías la planta de Alan Smith en una situación idéntica. Pelé: Brasil vs. Checoslovaquia Nick Hornby Hasta 1970, la gente de mi edad e incluso los que eran unos años mayores conocíamos con mucho más detalle a Ian Ure que al mejor jugador del mundo. Sí que sabíamos que era increíblemente bueno, pero apenas habíamos tenido ocasión de verlo: su equipo fue eliminado, vapuleado literalmente en el Mundial de 1966, en un partido contra los portugueses, aunque en realidad él no estaba entonces en condiciones de jugar. Además, nadie se acordaba de lo que pasó en Chile en 1962. Seis años después de que Marshall McLuhan publicase Comprender los medios de comunicación, tres cuartas partes de la población de Inglaterra tenían una idea tan clara de Pelé como la que habían tenido de Napoleón ciento cincuenta años antes. El Mundial de México en el 70 inauguró una fose totalmente nueva en el consumo del fútbol. Siempre había sido un deporte global al menos en el sentido de que en el mundo entero se veían los partidos, aparte de que se jugaba en el mundo entero; ahora bien, cuando Brasil conservó la Copa del Mundo en el 62, la televisión era más un artículo de lujo que de primera necesidad, y la tecnología requerida para transmitir en directo un partido desde Chile al resto del mundo aún no se había inventado. En el 66, los sudamericanos no hicieron un gran papel. Brasil quedó eliminado antes de llegar a cuartos de final; Argentina pasó sin pena ni gloria hasta ser eliminada por Inglaterra en cuartos, en un partido en que el capitán argentino, Ratin, fue expulsado, si bien se negó a salir del campo, con lo que Sir Alf comentó después que eran unos animales. El único equipo sudamericano que quedó entre los ocho primeros, Uruguay, se llevó una paliza de 4-0 contra Alemania. Y de este modo México 70 fue la gran confrontación entre Europa y Sudamérica a la que por primera vez el mundo entero tuvo ocasión de asistir. Cuando Checoslovaquia se adelantó en el marcador contra Brasil, David Coleman comentó que «parece ser verdad todo lo que nos habían dicho de este equipo». Se refería a la desaliñada defensa de Brasil, aunque lo dijo con el tono del que ha sido encargado de presentar una cultura a otra. Durante los ochenta minutos restantes, todo lo que sabíamos de Brasil también resultó una verdad como un templo. Igualaron con un gol de falta directa que ejecutó Rivelino, un disparo con rosca, magistral, que pareció incluso mágico debido a la altitud a que se jugaba el partido, en México. ¿Había visto yo alguna vez marcar un gol de falta directa? Creo que no. Luego se pusieron con 2-1 a su favor: Pelé recibió un pase largo, lo bajó con el pecho y lanzó una volea a la escuadra. Ganaron por 4-1, y los espectadores del distrito londinense 2W nos quedamos debidamente atribulados. No fue sólo por la calidad del fútbol que desplegaban, sino por cómo consideraban cualquier embellecimiento ingenioso y alucinante como si fuese algo tan funcional y tan imprescindible como un simple saque de esquina o un fuera de banda. La única comparación que se me pudo ocurrir entonces fue la de los coches de juguete: aunque a mí no me interesaban para nada los Dinky, los Corgi o los Matchbox en miniatura, me entusiasmaba el Rolls Royce rosa de Lady Penelope y el Aston Martin de James Bond, coches que llevaban un equipamiento tan sofisticado como los asientos de eyección automática o las ametralladoras ocultas, que los elevaba muy por encima de la aburrida normalidad. El intento que hizo Pelé de marcar un gol desde su propio campo, el engaño que le hizo al portero de Perú, cuando amagó a un lado y la bola salió por el otro..., ésos sí eran los equivalentes futbolísticos de los asientos de eyección automática, al lado de los cuales las demás jugadas parecían meros utilitarios como los que Vauxhall empezaba a fabricar en cadena. Hasta la forma que tenían los brasileños de celebrar los goles —daban cuatro pasos en carrera, saltaban, agitaban el puño; daban otros cuatro pasos a la carrera, saltaban otra vez, agitaban el puño— era desconocida, divertida y envidiable al mismo tiempo. Lo más curioso de todo fue que tampoco era para tanto: Inglaterra podía pasar sin todo aquello. Cuando nos tocó enfrentarnos a Brasil en el segundo partido, tuvimos la mala suerte de perder por 1-0. En un torneo que dio lugar a docenas de superlativos —el mejor equipo de todos los tiempos, el mejor jugador de todos los tiempos, los dos mejores fallos de todos los tiempos (ambos de Pelé) —, salimos airosos con dos superlativos en nuestro haber? la mejor parada de todos los tiempos (de Banks a un tiro de Pelé, por supuesto) y el mejor robo de balón de todos los tiempos (de Moore a Jairzinho). Es significativo que nuestra aportación a esta juerga superlativa se debiera a los aciertos defensivos, pero no importa: durante noventa minutos, Inglaterra dio la impresión de ser tan buena como el mejor equipo del mundo. Lloré después del partido, es cierto (aunque fue sobre todo porque no había entendido el funcionamiento del torneo, y pensé que estábamos eliminados. Mi madre tuvo que explicarme las peculiaridades del sistema de clasificación). En cierto modo, Brasil nos estropeó a todos la fiesta. Pusieron de manifiesto una especie de ideal platónico que ya nadie sabría encontrar de nuevo, ni siquiera los propios brasileños. Pelé se retiró del fútbol, y en los cinco mundiales siguientes sólo enseñaron algún atisbo muy aislado de aquel fútbol que era como el asiento de eyección automática, como si el Mundial del 70 no fuera más que un sueño que ellos mismos sólo recordasen a medias. En el colegio nos quedamos con la colección de monedas del Mundial que patrocinaba Esso; nos quedamos con un par de caprichosas jugadas que ensayábamos a veces. Pero no nos salían ni de broma, así que al final renunciamos. El diario a diario Julio Cortázar Un señor toma el tranvía después de comprar el diario y ponérselo bajo el brazo. Media hora más tarde desciende con el mismo diario bajo el mismo brazo. Pero ya no es el mismo diario, ahora es un montón de hojas impresas que el señor abandona en un banco de plaza. Apenas queda sólo en el blanco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que un muchacho lo ve, lo lee, y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Apenas queda solo en el banco, el montón de hojas impresas se convierte otra vez en un diario, hasta que una anciana lo encuentra, lo lee, y lo deja convertido en un montón de hojas impresas. Luego se lo lleva a su casa y en el camino lo usa para empaquetar medio kilo de acelgas, que es para lo que sirven los diarios después de estas inquietantes metamorfosis. La Música Eduardo Galeano Se dice que era un mago del arpa. En la llanura de Colombia no había ninguna fiesta sin él. Para que la fiesta fuese fiesta, Mesé Figueredo tenía que estar allí con sus dedos bailadores que alegraban los aires y alborotaban las piernas. Una noche, en un sendero perdido, fue asaltado por unos ladrones. Iba Mesé Figueredo de camino a unas bodas, él encima de una mula, encima de la otra su arpa, cuando unos ladrones se le echaron encima y lo molieron a palos. A la mañana siguiente, alguien lo encontró. Estaba tendido en el camino, un trapo sucio de barro y sangre, más muerto que vivo. Y entonces aquella piltrafa dijo con un hilo de voz: — “Se llevaron las mulas.” Y dijo también: — “Se llevaron el arpa.” Y, tomando aliento, rió: — “¡Pero no se han podido llevar la música!” Beethoven ante el televisor José Hierro El alemán de Bonn identificaba todos los sones de la naturaleza: el del mar, el del río, el del viento y la lluvia, el canto del ruiseñor, el de la oropéndola, el del cuco. Un día, cantó un ave, y él no oía su canto: Fue la primera señal de alarma. Luego avanzó implacable la sordera hasta desembocar en la noche de los sonidos. Compuso, desde entonces, imaginándolos. Nunca pudo escuchar su misa en Re, sus últimos cuartetos, su última sinfonía. Luis Van Beethoven murió en mil ochocientos veintisiete (es lo que piensan los desinformados), pero yo le he visto en el Lincoln Center. Fue en los años noventa. Ocupábamos asientos contiguos. Yo lo reconocí por su expresión huraña y tierna y feroz. Y también por el desaliño de que nos hablan sus biógrafos. Escribí en mi programa estas palabras: «Excelente concierto». Y él asintió: «No se moleste en escribir, oigo perfectamente». Después, en el descanso, hablamos de su música, (sin duda se dio cuenta de que acababa de reconocerlo.) Avisaron que había que volver a las sala para escuchar el plato fuerte, La Novena. Pero él, van Beethoven, dio medio vuelta y se marchaba. «Pero, ¿precisamente ahora?» le pregunté, «Yo regreso al hotel. Voy a escuchar la novena Sinfonía en el televisor, la transmiten en directo », contestó. «¿Me permite que le acompañe?», dije Y se encogió de hombros. Pues aquí acaba todo. Nos sentamos ante el televisor. Escuchamos el golpe de batuta sobre el atril. Silencio. Y la orquesta rugió. Entonces, Ludwig van Beethoven se levantó y apagó el sonido. Ahora sí que el silencio era absoluto. Canturreaba a veces, levantaba la mano para indicar la entrada a los timbales en el Scherzo. Lloró con el adagio, enardeció cuando cantaba el coro las palabras de Schiller. Yo nunca podré oír, nadie podrá lo que él oía. Finalizó el concierto. Fue entonces cuando se levantó, y se acercó al televisor, recuperó el sonido. Las cámaras enfocaban ahora al público enardecido. Van Beethoven oía, en mil novecientos noventa, los aplausos que no podía oír en Viena, en mil ochocientos veinticuatro. Oda a las Papas fritas Pablo Neruda Chisporrotea ámbar de las olivas. en el aceite hirviendo El ajo la alegría les añade del mundo: su terrenal fragancia, las papas la pimienta, fritas polen que atravesó los arrecifes, entran y en la sartén vestidas como nevadas de nuevo plumas con traje de marfil, llenan el plato de cisne matutino con la repetición de su abundancia y salen y su sabrosa sencillez de tierra. semidoradas por el crepitante Oda a la sandía Pablo Neruda El árbol del verano los labios y la lengua: intenso, queremos invulnerable, beber las cataratas, es todo cielo azul, la noche azul, sol amarillo, el polo, cansancio a goterones, y entonces es una espada cruza el cielo sobre los caminos, el más fresco de todos un zapato quemado los planetas, en las ciudades: la redonda, suprema la claridad, el mundo y celestial sandía. nos agobian, Es la fruta del árbol de la sed. nos pegan en los ojos Es la ballena verde del verano. con polvareda, con súbitos golpes de oro, El universo seco nos acosan de pronto los pies tachonado eon espinitas, por este firmamento de frescura con piedras calurosas, deja caer y la boca la fruta sufre rebosante: más que todos los dedos: se abren sus hemisferios tienen sed mostrando una bandera la garganta, verde, blanca, escarlata la dentadura, que se disuelve en cascada, en azúcar, fresca luz ¡en delicia! que se deslie, en manantial ¡Cofre de agua, plácida que nos tocó reina cantando. de la frutería, Y así bodega no pesas, de la profundidad, luna sólo terrestre! pasas ¡Oh pura, y tu gran corazón de brasa fría en tu abundancia se convirtió en el agua se deshacen rubíes de una gota. y uno quisiera morderte hundiendo en ti la cara, el pelo, el alma! Te divisamos en la sed como mina o montaña de espléndido alimento, pero te conviertes entre la dentadura y el deseo en sólo