El TEATRO SEGÚN SHAKESPEARE* Daniel Fermani Existe un

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El TEATRO SEGÚN SHAKESPEARE* Daniel Fermani Existe un
El TEATRO SEGÚN SHAKESPEARE*
Daniel Fermani
Existe un gran misterio en el teatro, se trata de un mensaje cifrado o codificado
dentro del mismo texto dramático, y lleva implícitos varios niveles de lectura. Este
misterio puede indagarse en las obras de Shakespeare. Sin embargo, si queremos
comprender más profundamente el alcance de esta revelación y sus consecuencias en la
dramaturgia contemporánea, será necesario que nos remitamos a la fuente griega y de
allí, tamizando esta búsqueda en la escritura del dramaturgo inglés, tal vez logremos
llegar a la reinterpretación llevada a cabo a fines del siglo XX por el alemán Heiner
Müller. Es posible que sea un poco arduo recorrer los laberintos shakespeareanos,
empaparse en algo que bien podría llamarse una “voluntad secreta” del dramaturgo de
difundir los alcances del poder del teatro a través de algo que perdurase en el tiempo
más allá de su propia existencia, de su biografía tan incierta cuanto ambigua, de sus
propias actuaciones y de sus representaciones, condenadas a la sagrada fugacidad de
toda puesta teatral. Se trata de las obras mismas, esas historias casi siempre inspiradas en
obras anteriores, en leyendas de tradición oral o en textos precedentes de los cuales es
muy difícil -y se convierte en una tarea arqueológica-, encontrar noticias. En las obras de
Shakespeare, condenadas por la Edad Moderna a ser catalogadas de “totalmente
originales”, “increíblemente modernas”, “profundamente psicológicas”, se encuentra el
mensaje claro y contundente del señorío inconmensurable del teatro, profesado a través
de una fe inclaudicable que revela un espíritu visionario, estrechamente vinculado al arte
más fugaz y más avasallador de todos, que es el teatro. Es un mensaje repetido de
manera incansable, en distintos planos presentes en sus obras, y que resulta de una
claridad apabullante. Este mensaje dice: señores, esto es nada más ni nada menos que
teatro. Nada más que teatro porque se trata de arte, por lo tanto de una creación
absolutamente intelectual y espiritual humana, que no admite comparación ni halla
confrontación con la vida cotidiana, sino que está concebida para elevar la mente del
hombre más allá de su mezquindad diaria, demostrándole que la única fuerza capaz de
transformarlo y volverlo superior, es el arte. Y en el arte, la manera más poderosa, el
teatro. En este punto vamos a la segunda parte del anatema, y decimos nada menos que
teatro, porque sólo el teatro es un arte que compromete a un grupo de mentes
contemporánea y fugazmente en un proceso irrepetible de metamorfosis, que no puede
ser manipulado ni deformado, ni aun detenido.
Este mensaje hace de Shakespeare un profeta del teatro y el encargado de
asegurar la inmortalidad de este género; el dramaturgo inglés se convierte así en el
verdadero ideólogo del teatro moderno y en el maestro directo de la creación dramática
de la Época Contemporánea, y sin duda de los siglos venideros. No arriesgo demasiado
si aseguro que
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el mundo -y no hablo solamente del mundo del arte, sino del mundo como conformación
psicológica, social, política de la raza humana-, el mundo, repito, puede dividir la
historia de su civilización en un antes de Shakespeare y después de Shakespeare. Es
más, me atrevería a afirmar que es muy probable que nosotros no existiéramos si no
fuera por Shakespeare, o tal vez, que somos nosotros los personajes de una obra de
Shakespeare. No hago más que poner en palabras llanas la contundente advertencia de
Próspero en La Tempestad, la obra en la cual el dramaturgo inglés lleva a su máxima
expresión el recurso del metateatro y con él, el proceso en el cual desarrolla a través de
toda su dramaturgia, su doctrina acerca del teatro y su poderío.
Cometemos permanentemente el error de hablar de Hamlet como si fuera una
persona de carne y hueso, de interpretarlo psicológicamente –qué desagradable vicio de
nuestros tiempos ultrapsicologizados- y por lo tanto de restarle grandeza como creación
artística, como el personaje de papel que verdaderamente es, parte de una obra de teatro
sin la cual no podría haber existido jamás ni podría seguir existiendo. De ese modo
falseamos el camino en el estudio de una obra de arte y perdemos el rumbo,
desperdiciando la oportunidad de comprender a fondo la magnitud de una creación que
nos está afirmando permanentemente la fuerza que representa el teatro en la historia de
la humanidad. Declarar que el príncipe Hamlet es esquizofrénico, que Ricardo III es
psicópata, que Macbeth sufre de bipolaridad o alguno de esos diagnósticos a la moda en
la Psicología de bolsillo, es un modo certero de robar al arte lo que es del arte, y de
atribuir las más grandes creaciones del intelecto y del espíritu humano a disciplinas
paramédicas tendientes a tranquilizarnos socialmente, a explicar lo inexplicable y a
evitar el enfrentamiento con el misterio inquietante de la obra de arte. No creo que nada
de esto sea casual; la sociedad de consumo se perfecciona a sí misma echando cortinas
de humo sobre todo lo que pueda esclarecer el espíritu del hombre, y de este modo el
teatro, el medio más poderoso del espíritu y la inteligencia para la elevación de pueblos
enteros, ha sufrido de manera encarnizada la regla de oro de nuestra sociedad:
mediocrizar para reinar. Lamentablemente en nuestros días, basta que un dramaturgo o
director teatral declare públicamente que sin el estudio de los clásicos no es posible
hacer teatro, para que inmediatamente sea tildado de antipopular, o hasta de fascista.
¿Por qué Hamlet nos repite constantemente con su presunta locura que todo lo
que está sucediendo en el castillo de Dinamarca es teatro? Porque en ese palacio todos
están actuando, y si Hamlet verdaderamente está loco o no, este hecho pierde
importancia ante la revelación de que se trata de un fingidor tal vez más talentoso que
Claudio, Gertrudis, Polonio o Laertes. Por si no lo comprendemos, el príncipe monta
una escena teatral, da consejos a los actores y subraya que un modo eficaz para que las
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personas digan la verdad es someterlas a una representación teatral (1). Claro que
Shakespeare no necesitaba valerse de un mecanismo tan grosero para demostrar el poder
del teatro. El mismo príncipe Hamlet es el teatro en persona. El príncipe fingidor
instaura un método de búsqueda de la verdad a través de la teatralización permanente.
Cada escena de esa obra es una obra en sí misma, una pequeña y demoledora obra teatral
en la cual los personajes –y Hamlet en primer lugar-
repiten incansablemente: señores, esto es teatro. Varios años después de haber
escrito la versión definitiva de Hamlet, Príncipe de Dinamarca, un Shakespeare tal vez
un poco cansado, a punto de abandonar el oficio dramático, lanza una perentoria
advertencia con la cual concluye magistralmente su trabajo del teatro dentro del teatro, y
rubrica con neta claridad lo que había repetido en el resto de sus obras: el teatro puede
transformar las mentes y manipular el tiempo, y por lo tanto la realidad; y no se hagan
ilusiones, no se limita al escenario y tampoco al recinto teatral, supera todos esos límites
e invade el mundo.
Próspero, el depuesto duque de Milán, mago de la isla en La Tempestad, solicita
al público que lo libere con su aplauso (2), casi como un gesto de cortesía luego de haber
demostrado que él es el verdadero director de todo lo que está sucediendo en ese recinto,
y que haber decidido la suerte de cada uno de los personajes que se hallaban en su isla
ha sido solamente el reflejo de su poder sobre todos y cada uno de los espectadores que
en ese momento se hallaban en la sala en que se representaba La Tempestad. Calibán
sabe que Próspero toma su poder de los libros, “sin los cuales es tan estúpido como
cualquiera de nosotros” (3), dice, pero se trata tan sólo de uno de los numerosos planos
en los cuales el dramaturgo maneja su mensaje sobre el poder del teatro. Próspero, o
Shakespeare, en la escena final de La Tempestad (4), da la espalda al escenario y se
dirige a la platea, tal vez su verdadero escenario, en un gesto que transforma
inmediatamente a los espectadores en actores, por lo tanto no solamente en seres a
merced de su dirección, sino también en personajes producto de su creación, o de su
magia, si nos atenemos a los poderes que maneja el duque de Milán. Su ruego de que no
lo dejen cautivo en la isla suena a irónica advertencia: la isla es el teatro, y el teatro es el
mundo. Y como él es el director-mago de todo lo que sucede en la isla, quienes corren el
riesgo de quedar prisioneros son todos los que allí se encuentran, incluidos los
espectadores.
A fines del siglo XX, el dramaturgo alemán Heiner Müller escribe La Máquina
Hamlet, obra en la cual reelabora los múltiples planos del metateatro en Shakespeare -y
específicamente en Hamlet, príncipe de Dinamarca. En la “Máquina”, Müller desnuda
cada una de las posibilidades teatrales del personaje Hamlet, ubicándolo en medio de
una revolución de nuestros días (o de los últimos años del siglo pasado: el derrumbe de
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algunos de los grandes regímenes), en un juego de sacarse y ponerse la máscara que
termina por hacer caer al lector en la vorágine dramática creada por el mismo Müller (5).
De este modo, Müller se transforma en el único escritor que ha sido capaz de
llevar una interpretación de Shakespeare a un texto dramático.
La escritura de Müller, como los textos de Shakespeare, tiene varios niveles de
lectura, y para construirlos el dramaturgo alemán se vale no solamente de las pistas que
le da su colega inglés, sino de las bases que habían echado los griegos, creadores del
texto dramático, muchas de las cuales habían perdido vigencia a lo largo de la historia de
la dramaturgia occidental. Una de estas premisas griegas es la narración dentro de la
acción, o la acción dentro de la narración, recurso usado por los poetas que trabajan en la
Atenas de Pericles, especialmente por Eurípides. En Las Troyanas, por ejemplo,
Andrómaca se entera
por Taltibio que su pequeño hijo, fruto de su matrimonio con Héctor, será
sacrificado por disposición de los griegos vencedores, arengados por Ulises (6).
Andrómaca se lamenta de su suerte y la de su hijo, mientras narra su propia historia y a
su vez, en esa narración sabemos que el hijo se aferra a su túnica y que está llorando.
Hasta llega a predecir lo que va a sucederle al niño y lo que le sucederá a ella misma.
Con este recurso, los dramaturgos griegos lograban una convincente síntesis en la
acción, en obras que debían representar con lúcida reciedumbre un mínimo pasaje
extraído de un mito muy extenso (o en este caso de una epopeya). Pero este recurso
maravillosamente teatral fue cayendo en desuso en la evolución dramática de Occidente,
y con la imposición a rajatabla de la regla aristotélica de las Tres Unidades, interpretada
al pie de la letra, en el Clasicismo se descartó por completo. Desde entonces cualquier
elemento narrativo dentro de lo que debía ser acción pura y en tiempo presente, fue mal
visto.
Heiner Müller retoma este procedimiento con una claridad apabullante y lo
utiliza en su tríptico Material para Medea- Paisaje con Argonautas, en el pasaje dedicado
a Medea (7), donde la ex sacerdotisa de la Cólquide habla a la Nodriza, a Jasón y a sus
hijos en un monólogo aparentemente inmóvil, o eficazmente inmóvil, durante el cual sin
embargo nos enteramos de todo el mito de Jasón y además vemos el argumento
euripidiano transcurrir ante nosotros como las escenas de una película. Medea llora su
suerte, reprocha a Jasón su infidelidad, finge haber aceptado el nuevo matrimonio de su
hombre con la hija de Creonte, anuncia su venganza, habla a sus hijos, mata a su
contrincante y por ende al mismo Creonte, asesina a sus hijos y vuelve a encontrar a
Jasón. Todo esto transcurre sin que Medea se mueva de su sitio, en una acción dentro de
la narración que nos lleva a través del mito y de la obra de Eurípides en pocos versos. El
dramaturgo alemán recupera de este modo la tradición griega, limpiándola de los
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cargados oropeles que reambientaciones y rehechuras dramáticas modernas le habían
agregado a través del tiempo, en obras tan descabelladas cuanto aburridas, como lo son
en general las tragedias llevadas de manera forzada a ámbitos que les son ajenos.
También en La máquina Hamlet, Müller utiliza la narración en un texto que
debería ser acción, ya que este Hamlet actúa y cuenta su tragedia en una trasposición
temporal tan genial como descarnada (8).
El personaje Hamlet de Müller no deja de ser el mismo Hamlet de Shakespeare
en ningún momento, ni siquiera cuando se saca y se pone la máscara y no sabemos como
lectores si se trata del actor que interpreta a Hamlet o del mismo Hamlet que decide
mostrarnos su verdadero rostro; si ese rostro es el de Müller, y si detrás del alemán no se
encuentra Shakespeare. Müller aprovecha al máximo la ambigüidad del príncipe -o la
ambigüidad de Shakespeare- para desarrollar abiertamente el recurso del metateatro, y a
su vez volverlo polisémico, en un abanico que muestra los desmanes del régimen –de los
regímenes, comunista y capitalista- , las consecuencias desastrosas de una revolución
que está sucediendo y que ya sucedió, el rencor incestuoso de Hamlet hacia su madre, la
humillación y la rebelión de Ofelia, representante de todas las mujeres. Y los
signos abundan en este texto mülleriano y desbordan la obra para sumergirnos en una
marea muy difícil de digerir, que no deja de hacer referencia permanentemente a
Shakespeare, y de usar sus recursos, y de apoyarse en una forma teatral indudablemente
griega.
El estudio del metateatro en Shakespeare no puede dejar de conducirnos a la
dramaturgia contemporánea, o al menos a lo que debería ser considerado una base para
la dramaturgia contemporánea, ya que es imposible referirse, ni mucho menos concebir
una nueva dramaturgia, sin reelaborar las bases shakespeareanas y griegas. Shakespeare
demuestra que el teatro es una potencia capaz de transformar al ser humano, y como
consecuencia a la sociedad entera. Era algo que ya hacían los griegos en la práctica, con
la representación multitudinaria de las tragedias para el pueblo de Atenas y para los
extranjeros que visitaban la capital ática. Müller toma ambas fuentes y reelabora la
nueva dramaturgia, que abre una brecha insalvable entre el pasado y el presente. En él
están los griegos y Shakespeare, pero sobre todo está la advertencia acerca de lo que es
necesario metabolizar, reelaborar y reordenar para poder devolver al teatro su poder en
la historia del arte.
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*En: De Shakespeare a Veronese, tensiones, espacios y estrategias del teatro
comparado en el contexto latinoamericano, Graciela González de Díaz Araujo
Editora, Universidad Nacional de Cuyo, Facultad de Artes y Diseño, publicación
realizada con el apoyo del Instituto Nacional del Teatro, Mendoza, 2007.
NOTAS
(1) SHAKESPEARE, WILLIAM, Hamlet (en Hamlet-Macbeth), Buenos Aires,
Editorial Planeta; Biblioteca La Nación, 2000. Página 103.
(2) Idem; La Tempestad, Madrid, Ediciones Cátedra, 1994. Páginas 423-424.
(3) Idem. Op. cit. Página 285.
(4) Idem Op. cit. Páginas 423-424.
(5) MÜLLER, HEINER, Hamletmaschine, Milano, (en Teatro II) Ed. Ubulibri,
seconda edizione 2001. Páginas 81 a 89.
(6) EURÍPIDES, Las Troyanas (en Tragedias), Madrid, Editorial Edaf, 9ª. Edición
2001. Páginas 276; 277.
(7) MÜLLER, HEINER, Materiale per Medea Paesaggio con Argonauti, (en Teatro
II, Op. cit.) Páginas 95 a 99.
(8) Idem, Op. cit. Páginas 85 a 88.
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