esfuerzo inútil - Illogical Questions
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esfuerzo inútil - Illogical Questions
ESFUERZO INÚTIL PARETO PARA DUMMIE por Humberto Polar edición 02 H ace unos días había terminado esta columna y en el momento exacto en que iba a enviarla a los editores murió Donna Summer. La terrible noticia detonó en mí un ataque de melancolía insana y a la postre me hizo reescribir este texto por completo. Pegado a YouTube, oyendo en loop la versión larga de “Love to Love You Baby”, me regocijé tres décadas después en ese lado A de un solo corte, anverso de aquel mitológico long play de Casablanca Records, para muchos no sólo el nacimiento de una diva sutil sino la revelación del genio de Giorgo Moroder, para mí el primer contacto real con el orgasmo femenino. Era una época pre-betamax (por lo menos en mi familia clasemediera) y por lo tanto no había visto nunca una porno. Revistas sí, pero las revistas no suenan, ni antes ni ahora. Los gemidos de Donna Summer desvirgaron mis oídos, los expusieron por primera vez a la pequeña muerte. Pocos años después conocí el punk y cual Judas negué a Donna tres veces, pero hoy declaro que nunca dejé de amarla, desde aquel día del siglo pasado en que un long play con sus grititos me subió al vagón que no retorna. En 1976 yo pertenecía al 80%. En realidad nunca dejé de pertenecer al 80%. Querer pertenecer a alguna minoría sólo me puso otra vez en el 80% de quienes se creen especiales sin serlo. Mi baja autoestima funcionó en el sentido que le funciona a muchas personas dedicadas a oficios creativos, como un permanente lubricante de la motivación. Es la baja autoestima la que se encargó de barrer bajo mi alfombra cientos, miles de canciones que amo y no escucho (para ejemplo, “Come to Me” de Frances Joli, o “Come to Me” de los Bee Gees pre-falsetto). Labré una armadura que hoy me es más bien inservible: la del gusto selectivo, la de la opción minoritaria. Escoger el camino estrecho me tiene aquí tirado en una cama, regresando siempre a la inmensa mayoría de quienes quieren sufrir y no lo logran. Como en un infinito, definitivo juego de espejos, el centurión de los pensamientos contracturados no me deja mentirme y eso duele. Esta mañana iba a enviar la segunda versión de este artículo cuando llegó la noticia de la muerte de Robin Gibb. Los Bee Gees (a quienes mi padre describía hacia 1977 con la categórica apreciación “débiles mentales”) eran lo más parecido a un enigma por descubrir que llenó mi imaginación puberta. ¿Por qué se peinaban normalmente y luego cambiaron al blower?¿Por qué chillaban? ¿Cómo alguien con esa cara de ratón podía ser un ídolo? Los empecé a escuchar de casualidad, cuando eran baladistas folkies y no armonizaban gatunamente, sino más bien tejían bonitos coros onda Simon & Garfunkel en timbre un poco más latoso. Todo esto hacia 1973. Poco después una radio de mi ciudad ya desaparecida (la radio, no la ciudad) pasó una noche el álbum en vivo pre-Saturday Night Fever (se grabó en 1976 e incluía los hits de los discos Main Course y Children of the World, además de una dosis potente de clásicos folkies). Quedé hipnotizado por una canción llamada “Nights on Broadway” donde el falsetto registrado de los hermanos se instaló en mi arsenal de cosas para lamentar cuando dejen de existir, lo que acaba de suceder. Un señor que hace marketing me explicó una vez el Principio de Pareto (o la regla del 80-20) en relación a alguna estupidez tipo la rentabilidad del negocio de las cremas dentales. Desde ese día he jugado con ese Principio para entender por qué entro y salgo de grupos móviles que me reubican en distintos sectores estadísticos, aunque es cierto que he cambiado mi manera de relacionarme con lo que pienso. Antes de los 15 años, oía muchísima música y decía públicamente lo que me gustaba sin miedo. A partir de los 15 años dejé de mencionar públicamente lo mucho que me gustaban algunas canciones. Luego llegué al grado de decir públicamente que odiaba canciones que en realidad amaba. Luego empecé a escribir sobre música, lo cual es idiota a un grado extremo. Hoy me doy cuenta que todo esto es simplemente absurdo al lado de una muerte. Imagínense de dos.