PDF Capítulo 1 - Patricia Soler Vico
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PDF Capítulo 1 - Patricia Soler Vico
¿Dónde están tus zapatos? por Patricia Soler Vico Capítulo 1 Se acabó todo. Cerré los ojos en el mismo momento que lo hiciste tu. Abrazada a ti notaba a través de la camiseta de algodón tu cuerpo menguado. Te volviste pequeño y huesudo. Olías tan bien como siempre, con esa mezcla dulce y melancólica que todavía hace que cierre los ojos fuerte e inspire ,tan profundo, que el olor se solidifica en mi garganta y en mis pulmones. Se clava. Se clava certero en la memoria. Alcé los ojos. Detrás de tu cuerpo inerte y blando, estaba Antonio vestido con la bata blanca de enfermero, las manos apretadas en un medio gesto entre la angustia y el rezo, deje de cuando era franciscano. También me miraba a los ojos. En los suyos, carbón andaluz, leí una tristeza infinita, una congoja suspensa; supongo que estaba esperando el momento en que mi alma fuera consciente de que había conocido la muerte. Tu muerte. No, no estaba asustada. Solo una pregunta: -¿Ya está? ¿Esto es morirse, Antonio? Cabeceaba mil veces respondiendo con un mudo gesto de asentimiento. Parecía ridículo. Hay momentos cruciales en la vida en que los gestos se banalizan. Sonreí. Siempre me sorprendieron, durante éstos meses de confesiones y sufrimientos mutuos, de velar tu enfermedad, sus gestos entre amanerados y piadosos. Me sorprendían esas muestras exageradamente alegres con las buenas cosas y esos andares silenciosos, tristes, al igual que haría en la procesión de Semana Santa escuchando una saeta, ante las penas ajenas. A pesar de su bata blanca, de su año de excedencia como seminarista en la orden de los franciscanos, yo seguía viéndolo vestido con el hábito religioso. ¡Tantas veces pensé que Dios te lo había puesto para señalizarte el camino! Entre los dos dejamos tu cuerpo postrado, con las manos entrelazadas, los ojos cerrados. Te había visto salir catapultado hacia el cielo cuando nos miramos el último instante. No sufrías, pero la lucha era dura. Como siempre protector y temeroso por dejarme sola, no iniciaste el camino hasta que de mi boca salieron esas palabras que llevabas meses intentado oír. Me dabas la última lección sobre el arte de amar viéndote morir. Caballero hasta las últimas consecuencias, contigo, conmigo, con los que te amaban. Me mirabas interrogándome desde la conciencia que te daba saberte años antes portador de un virus diferencial. Ese virus nos habló durante años del regalo de la vida. Ahora tu, desde tus ojos grises tornasol, me hablabas de tu amor, de tu necesidad de paz, de tu cansancio, de tu ruego. Mirarnos así fue nuestro último acto íntimo. Ahí se hablaron nuestras entrañas. Esa, fue nuestra sublime promesa de amor. -Vete, no te preocupes por mi, estoy preparada - dije mirándote el alma. Con el tiempo he entendido que te mentí. Te mentí por primera y última vez. Nadie ésta preparado para la ausencia, la soledad. O el silencio en el lecho. Volaste de tus ojos, hacia lo más alto de la habitación, envuelto en una nube blanca, etérea, que permaneció allá suspendida, hasta que se me nubló la vista. Cuando quise volver a mirar, ya no estabas. Mi sorpresa fue enorme al comprobar lo fácil que resulta cambiarte de estado, del sólido al ser inmortal en mi memoria. Tu parte tangible, respondió a mis angustias y me mostró ese reflejo en tu rostro, vi la paz alcanzada por tu alma. Aún hoy no se dónde estás. Simplemente te fuiste. Oía trastear a Antonio de una habitación a otra, siempre con esa cara de monje, emocionado también y mucho más nervioso que yo. Mientras él te lavaba, yo tenía el teléfono en la mano para hablar con todos aquellos estamentos públicos con los que se ha de contactar cuando uno deja de formar parte de éste mundo reglado y muere en su cama. Bajo su techo. En rebeldía social. Siempre fuiste un inconformista. No te gustaban las normas, aunque tu mundo era a la fuerza y debido a tus limitaciones físicas un mundo capado. El sida no es una enfermedad cualquiera. Te sabías condenado al fracaso de vivir por más que te desgañitases gritándole a Dios que no era justo, que eras joven, que debías curarte. Las normas, indiferentes a los sentimientos me obligaban a decidir qué hacer con tu cuerpo. Pero no sentía nada. Llamé a la familia. Luego a los amigos. Los acontecimientos no me dejaban estar a solas ni contigo, ni conmigo. Me sobraba tu cuerpo, porque sabía que no estabas ahí, que no lo estarías jamás. Me sobraba porque sabía que sufriría el peso de las costumbres y tradiciones: te perfumarían, te embellecerían, te sellarían. Me sobrara porque para mi no era necesario ordenar el caos que generaba tu muerte .Sin embargo era consciente de que para los otros, el resto de personas que te habían querido, era necesario cumplir con lo establecido. Paso a paso, y cada uno a su manera se despedían de ti. Tu y yo les observábamos. Tu y yo estábamos en paz. Seguimos estando en paz. Viéndote tan quieto ,entre el deambular de unos y otros, estuve tranquila porque ejecutaba uno a uno tus pensamientos, solo era un instrumento de tus deseos. Dentro de unas horas el fuego consumiría ese cuerpo innecesario, y tus cenizas volarían libres. Sabía dónde querías ir. Unos meses antes de que tu enfermedad te hiciera perder la voluntad y el habla, el coche nuevo nos había llevado a lo alto de la montaña, justo en aquel lugar dónde se unen el cielo y la tierra, en mi querida montaña mágica explorada con mi madre. Tú también la habías adoptado, porque en tus fantasías sobre la muerte mientras vivías, hacías un paralelismo con tu poeta favorito. Enfermo como tú, aislado en otra montaña, igual que tú en la tuya. Los dos a la espera de esa muerte anunciada. Los dos buscando respuestas en las pequeñas cosas o en los grandes amores. Las pasiones del vivir sublimadas mucho más allá de esas nubes que volaban rápidas sobre nuestras cabezas y que el sol empezaba a teñir de malva y naranja junto al verde del encinar lejano. Hacía frío, pero unidos como estábamos a mí me parecía que tu cuerpo era el inicio del mundo. El magma primigenio de mi universo, mi fuente particular de calor generadora. Allá donde esa tarde de verano abrazados, oliéndote poderosa el hueco calmoso entre tu yugular y el hombro, con los ojos cerrados, te escuchaba hablar atenta sobre tu amor, tus miedos, y sobre todo tu muerte. Mirándote de reojo ahora, tumbado en tu ataúd, seguía creyendo que acabarías por respirar. Aún pensaba que tu eras el motor de mi existencia, mientras te veía ya en postura de santo, y bello. Tan bello como deja la muerte cuando se recibe como mensajera benévola. Iban llegando todos, con caras compungidas, ojos llorosos y nudos en sus gargantas. Los recibía con una sonrisa en nuestra casa, feliz de veras de saberte libre de tanto sufrimiento, consciente de que para el mundo es extraño encontrar a la viuda sin una lágrima. No me importaba lo que pensasen, incluso que creyesen que defendía mis sentimientos bajo capa de falsa entereza. Tú sabes que el dolor era inmenso y que éste se mezclaba con esa paz recién aprendida. Quizá aprendida por impulso, con esa urgencia que se te mete en la piel cuando te imponen desde el cielo la crudeza de la soledad. Sabes que ya no tengo corazón, te lo llevaste entero enredado en la luz humosa y volátil de tu alma ,y que por tanto me era fácil mirar directo a los ojos a la gente y decirles que no pasa nada, que estás bien. Pocos son los que leían de verás bajo mi piel. El día pasaba y se repetía siempre la misma escena, palmaditas y abrazos. Estaba agotada. Se había celebrado la misa en casa y ahora a ojos de los mortales ya tienes carné de identidad en el cielo. Tu seguías ahí, cada vez más distante, más frío, más lejos de mí. Entraba y salía de la habitación, hablando con unos, ahora con otros, sin tocarte y sin mirar de frente tu rigidez. Por fin se fueron. Se acabó la misa. Tu madre dejó de planchar las sábanas blancas con las que te amortajaron. Con gestos lentos y concentrados, con la mirada muda en el recorrido de la plancha, se despedía de tu cuerpo serena y antinatural. Se invertía el orden de sus muertos, ella debía haberte precedido y sin embargo planchaba para ti. Por fin se fueron. Ahora les pido, a los tuyos y a los míos, que me dejen dormir esta última noche a tu lado. Mañana saldremos tú y yo solos de casa. ¡Han pasado tantas cosas en ella! Esta es la última, el cierre. Saldrás vestido en madera, y yo detrás de ti. Hará un día soleado y frío, un buen día de invierno. Te tendrán que bajar derecho dándote de golpes dentro de tu vestido, y embebidos en el gris gótico del barrio veré como el coche fúnebre ,de tan grande, casi grafitea tu nombre entre las paredes estrechas. Miraré directo el cachito de cielo recortado en forma de undecágono que dibuja la plaza. Quizá nos estés viendo. En el silencio de la mañana miraremos juntos hacia delante como te acomodan en el auto gris. Te veremos desfilar por la ciudad bajo luz de invierno, tan dormida como cualquier domingo. Nos miraremos de frente por última vez: tú, con tu atuendo de madera, adornado solamente por una rosa, sobria , elegante y austera; de belleza contenida igual que tú, reflejo de ti, antes de que te consuma el fuego. Mientras, suspiro, y salgo por fin de casa sabiendo que a la vuelta ya no estarás, ya no hay más para mirar. Ahora ando sola ,está vez para siempre; llevando tu perfume en mi piel y leyendo tus palabras, en verde hospital, grabadas en mi corazón.