IMPRESIONES Y DESCRIPCIONES El ejercicio de evocar alude a
Transcripción
IMPRESIONES Y DESCRIPCIONES El ejercicio de evocar alude a
IMPRESIONES Y DESCRIPCIONES El ejercicio de evocar alude a una posición estética que suele oponerse a describir; se acerca más al mundo de las impresiones que el autor recibe ante un paisaje, ante un hecho, y no es una cita fiel del paisaje o de la situación en sí –lo que correspondería más a una perspectiva romántica plena de expresión de sentimientos– sino que acude al reflejo, a la síntesis que de ello nos da el autor, más que a la forma. Los cuadros de una exposición orquestados por Ravel en 1922 son un poema sinfónico que sigue un programa, como lo hace Richard Strauss en Till Eulenspiegel, o Don Juan por ejemplo, mientras que El mar, aunque utiliza recursos que proceden del objeto de atención, no describe, evoca su grandeza a través de la paleta del compositor. De hecho, el primer número de la serie de cuadernos de Iberia de Albéniz (19051908), lleva por título Evocación, toda una declaración de principios en una obra llena de sensaciones de temas populares que son tamizados por el autor adquiriendo fisonomía propia. De ahí las diferencias entre la magnífica jota España de Chabrier y Noches de Falla, es decir, entre el españolismo y el hispanismo. Y no caben aquí juicios de valor, porque ambas formas expresivas adquieren en sí una calidad notable. Esta estética de la evocación elude la cita de superficie para desarrollar el discurso musical en la profundidad, allí se tratan, en armonía y contrapunto, el tema, que emerge como una consecuencia. No es una superposición de melodía más acompañamiento como el Concierto de Aranjuez, por ejemplo. Debussy sobre todo, y Ravel, transitaron ese camino en el París anterior a la guerra de 1914 en el que coincidieron –junto a los músicos franceses–, con un grupo importante de españoles; rusos de la talla de Stravinski y Diaghilev, e italianos que como Alfredo Casella. Éste fue quien trasladó a Italia estas perspectivas estéticas de tintes, por un lado «debussystas», y por otro de la más formalista Schola Cantorum, a lo que hay que sumar el potente dinamismo de diferentes expresiones parisinas anteriores a la guerra, incluidas La vida breve o Le Sacre. En Italia en aquel momento recibían ese mensaje nombres como Pizzetti, Malipiero, el propio Casella o Respighi. En la brillante vida parisina de 1910, un pintor independiente francés, Georges d’Espagnat, nos dejó una escena –una habitual reunión de músicos– en casa de los Godebski, con Viñes sentado al piano y Ravel frente a él, y a la izquierda un grupo con Florent Schmitt, Déodat de Séverac y M. D. Calvocoressi. Sentado, Cipa Godebski, dueño de casa, y su hijo Jean. Al pequeño Jean y a su hermana Mimie, Ravel iba a dedicar para esas fechas las «pìèces enfantines de piano à quatre mains» Ma Mère l’Oye (escritas entre 1908 y 1910). Viñes y Ravel solían trabajar mucho el repertorio a cuatro manos. Una buena síntesis visual pues para comentar la gran cercanía entre estos músicos. Viñes fue responsable del estreno de la mayoría de las novedades de Debussy, Satie y Ravel. Ciprien Godebski fue una personalidad de la vida cultural, hermano de Misia Godebski, luego Misia Sert, mecenas y musa de artistas, y dedicataria de La Valse Manuel de Falla no aparece en el cuadro, pero era un habitual de aquel grupo, aunque posiblemente no de esas reuniones de sociedad. Para Ravel esa casa era su segundo hogar. Ma Mère l’Oye, escrita para cuatro manos, dedicada a los pequeños Mimie y Jean Godebski, de los cuales se sentía muy cercano, posiblemente en una de esas reuniones que evoca el cuadro de Georges d’Espagnat. Ravel era un hombre muy particular, muy interior, y poco dado al parecer a mostrar sus sentimientos en su obra, aunque en este caso su comunicación con el mundo infantil es tierna y cálida. La rememoración de la poesía del mundo infantil le lleva a simplificar la escritura. Y los cuentos más conocidos se suceden: La bella durmiente, Pulgarcito (representado en el oboe), La bella y la bestia,... La obra fue naturalmente orquestada muy poco después por el propio Ravel y transformada en ballet se estrenó en 1912. En el marco de los intereses de la época, no falta la afición orientalista muy propia del cuento fantástico, en este caso a modo de cliché en la música que acompaña el baño de La emperatriz de las pagodas, núm. 3 de la Suite, inspirada en una historia de la condesa Marie d’Aulnoy. En Bella y la Bestia (contrafagot), ella es el vals mágico en el clarinete y Ravel plantea cierta inestabilidad armónica que se resuelve en el final feliz. La Valse es su primera obra sinfónica de la posguerra; la contienda hizo mella en la salud de Ravel que reinició su trabajo con esta partitura. En ese año de 1919 Diaghilev le solicitó un poema corográfico sobre el tema de Viena y sus valses, que Ravel imaginó en un palacio imperial de 1855. Y cuando la escuchó en su versión primera para piano, Diaghilev la descartó de sus programas, ya que «no es un ballet, es un retrato de ello». Precisamente, ¡una evocación! Finalmente La Valse se estrenó en su versión orquestal en diciembre de 1920 en la salle Gaveau ante la negativa de Diaghilev a llevarla a la escena. Y al comienzo de la partitura, inquietante, Ravel anotó efectos de relámpagos y nubes turbulentas que envuelven a una pareja bailando. Seguramente aquellos primeros tiempos de la paz coinciden con esta visión de una fiesta vista a través de un sueño, en la que los instrumentos más graves comienzan a esbozar el ritmo, siempre en una atmósfera de sonoridades impalpables que poco a poco se afirma y domina con una fuerza casi de torbellino. El filósofo Jankélevitch dice que es «un gran vals trágico» cuyo gran crescendo encierra un elemento de angustia, aunque Ravel prefería que se dejase hablar sólo a la música. Estaba entonces aún el aire parisino el imponente triunfo de los Ballets Rusos que con Picasso y Falla habían llevado a escena El sombrero de tres picos, recientemente estrenado en Londres, que significó la carta de identidad definitiva de la música española en el mundo, «la música española por españoles», como decía Debussy. Al año siguiente Falla extrajo dos suites para orquesta, la núm. 2 con las tres danzas de la segunda parte (la seguidilla «de los vecinos», la danza del molinero y la danza final). La singular anacronía que marcó la producción de Falla, dilatando el estreno de La vida breve casi una década hasta 1913-14, dejó en la historia cronológica de la música una cierta disfunción, ya que en 1913-14 Stravinsky dio a conocer Le Sacre, ejemplo de la modernidad, y Falla debió esperar aún un lustro para estrenar El sombrero, obra sin duda equivalente en significación estética a la de su colega y amigo ruso. La Italia de la posguerra (años veinte) iba a emprender –como lo hizo Stravinski– la vía de un neoclasicismo que anunciaba la presencia del fascismo. Y esta es la estética que predomina en la música de Ottorino Respighi. Veamos sino la pulcritud de su lenguaje de delicada expresión y maestría de color orquestal, que trabaja una estética de superficie en sus tres famosos poemas. Especialmente en la tercera serie, Feste Romane, de 1928, cuyo discurso coincide con las precisas, sencillas y a la vez bellas y potentes imágenes del cine contemporáneo germano de Leni Riefenstalh, que habrían de coincidir en la estética del nazismo con la música de Carl Orff unos pocos años después, tiempos previos a la segunda guerra mundial. Las fuentes de Roma (escrito por Respighi en 1916) comienza con un ambiente pastoral, rememora luego las esculturas teísticas de Bernini, sigue un Neptuno triunfante y asume al final un tono melancólico, todo en un lenguaje musical menos transparente que el de Los pinos, y por momentos espectacular, cual si se tratase de fuentes con juegos de agua, luz y sonido, y con recursos incluso de corte más wagneriano (Trevi al mediodía). Los pinos de Roma –que llegaría ocho años más tarde– suenan ravelianos en cierto sentido, en una búsqueda de color, pero en Respighi siempre en superficie, en juegos melódicos y rítmicos dominantes antes que contrapuntísticos, y con una a veces irritante simplicidad, tal el naturalista Pini del Gianicolo. La obra describe una secuencia que va desde los juegos infantiles del primer tiempo, de cierto color orientalista, al ambiente sombrío de la Catacumba, al naturalista con cantos de pájaros, y por fin un canto a las glorias pasadas: trompetas de estrépito y bajo «un sol que asoma nuevamente, el ejército del Cónsul se lanza hacia la Vía Sagrada, ascendiendo triunfante por la Colina Capitolina». Queda claro. © Jorge de Persia