Arnold Böcklin “LA ISLA DE LOS MUERTOS” (1883)
Transcripción
Arnold Böcklin “LA ISLA DE LOS MUERTOS” (1883)
Arnold Böcklin “LA ISLA DE LOS MUERTOS” (1883) Al contrario de lo que siempre había escuchado Ella vestía de blanco inmaculado, brillante, casi dañaba la pupila de mis ojos. Es ese tipo de brillo cegador que te impide distinguir nítidamente las formas más simples. Pero uno no puede olvidar la silueta de una mujer, ¡cómo hacerlo! Y ella lo era, no me cabe ninguna duda. Ella me tendió su mano y lejos de asustarme le entregué la mía sin ningún temor. Y me dejé llevar por aquella gélida mano que rozaba sin ejercer ninguna presión mis ásperos dedos. La sensación del viento agitando mi pelo y rozando mi cara no era nueva para mí. Yacía tumbado en una barquita de madera. Me encontraba en la inmensidad del océano (o eso creía). Ella guiaba nuestro camino. Un camino que sabía a la perfección, no era la primera vez que lo recorría. Nada perturbaba mi calma, ni siquiera el hecho de que me encontrase en aquella embarcación que avanzaba por el movimiento de un par de remos que nadie movía. No había gaviotas, no había nada, solo agua agitándose, nerviosa, como susurrando y un cielo encapotado que nunca rompía a llover. Cualquier percepción del tiempo conocida había desaparecido. Pudieron pasar horas, días o solamente unos segundos. Lo primero que vi fueron aquellos majestuosos cipreses que se elevaban hasta casi tocar el cielo. Se agitaban de un lado para otro. Estaban allí encerrados en aquella majestuosa construcción de piedra que se levantaba sobre el agua. No tenía ninguna forma definida. Era imperfecta. Erosionada por el agua. Desgastada por el viento. Increíblemente enorme. Todo estaba en silencio y oscuro. Pero más allá de asustarme me produjo una inmensa sensación de paz y tranquilidad. Esta se hizo más grande y más fuerte cuando ella se giro y con una voz clara y delicada me dijo “Ya hemos llegado, descansa en paz”. Más allá de las religiones hay algo más poderoso. El agua. Es el agua quién nos da la vida y parece de justicia que sea allí donde se acabe. No hay cielo, no hay infierno. No hay Dios, no hay purgatorio. Solo agua. Agua. Agua.... No puedo decir que haya estado allí. Pero en cierto modo si he estado “allí”. He estado “allí” donde mi imaginación me ha llevado. Era ella la que movía los remos. Es ella la que mueve los remos de mi barca, de mi vida. Sin ella no soy nadie. Nació conmigo, vive conmigo y morirá conmigo. Y el día que eso ocurra me gustaría acabar donde ella quiera. Y lo tiene claro. En “la Isla de los Muertos”... Alberto Ballester Castellanos © 2005