Sigue leyendo
Transcripción
Sigue leyendo
www.elboomeran.com NOTA DE LA AUTORA CASI UNA DÉCADA después de la primera publicación de este libro, todavía pienso a menudo en Emma McCune y me pregunto qué le parecería el Sudán actual. Los cambios que ha experimentado el paisaje político sugieren que, a pesar de todo su romanticismo, tal vez Emma comprendiera mejor el país que todos aquellos que presumían de mayor realismo… incluida yo. En particular, su fe en que su marido Riek Machar era un líder político capaz de llevar hasta la independencia al sur de Sudán parece haberse visto reivindicada. Tras reunificarse en 2002, Riek y el líder del Ejército Popular de Liberación de Sudán (EPLS) John Garang llegaron a un Acuerdo General de Paz con el gobierno del norte en 2005 que puso fin a 22 años de guerra civil y abrió el camino hacia la autodeterminación. Como vicepresidente del sur, Riek gobernó la región durante el período interino de cinco años estipulado en el acuerdo. Más tarde, en enero de 2011, los sureños votaron masivamente a favor de la secesión del norte y sentaron las bases para que la República de Sudán del Sur se convirtiera en el país más nuevo de África, el 9 de julio de 2011. Siguen existiendo graves problemas. Ya antes de que pudiera declararse la independencia surgieron luchas entre el EPLS gobernante y una nueva hornada de señores de la guerra rebeldes, lo que sembró la duda de si la libertad no llevaría simplemente a una renovada guerra civil. Nueve de cada diez sudaneses del sur viven con menos de un dólar al día, y casi la mitad siguen dependiendo de la ayuda humanitaria para comer. Pero la meta de todas las generaciones del sur desde que los británicos abandonaron Sudán en 1956 estaba a la vista, y estoy segura de que Emma se habría alegrado de ello. www.elboomeran.com 12 la guerra de emma * * * «La guerra de Emma»1 fue el nombre que algunos miembros del rebelde Ejército Popular de Liberación de Sudán dieron durante algún tiempo a la guerra que estalló en 1991 entre los seguidores de John Garang, el líder del EPLS, y los de sus lugartenientes Riek Machar, Lam Akol y Gordon Kong. Machar se había casado con Emma McCune, una cooperante británica, solo dos meses antes de que él y sus comandantes rebeldes montaran un golpe contra Garang. Aunque McCune tenía poco que ver con la conspiración contra Garang o con la violencia posterior, el líder del EPLS culpó inicialmente a la esposa extranjera de Machar2 del cisma que se había abierto dentro del movimiento. La lucha entre facciones dentro del EPLS que se desató a partir del enfrentamiento entre Machar y Garang se prolongó muchos años después de la muerte de Emma McCune. Tenía raíces políticas, filosóficas y también étnicas, y se cobró decenas de miles de vidas en el sur de Sudán. Es uno de los diversos subconflictos que convirtieron la guerra civil de Sudán en la más larga de cuantas se han librado en África. Hoy los sudaneses del sur ya no hablan de «la guerra de Emma». El levantamiento y el posterior enfrentamiento entre etnias se conoce como «la ruptura» o «la división» o a veces como «la guerra de los educados».3 En este libro examino la fase inicial de este conflicto sudanés a través del prisma de la vida de McCune, con la intención de atraer el interés de los lectores occidentales hacia el conjunto de aquella guerra civil y los más de dos millones de vidas que se ha cobrado entre los sudaneses del sur. Espero que mi elección de titular este libro La guerra de Emma no les haga un flaco servicio ni a ellos ni a ella. He adoptado la práctica sudanesa de llamar a muchas personas, incluidos los líderes políticos, por su nombre de pila. Igual que sucede en cualquier otra parte del mundo, todas las reglas tienen excepciones en Sudán. John Garang, por ejemplo, es conocido habitualmente por su apellido. www.elboomeran.com deborah scroggins 13 Desde 1988 he entrevistado a cientos de sudaneses y otras personas sobre los hechos relatados en este libro. Algunos de los que han aportado información para diferentes capítulos son Lam Akol, William Anderson, Abdullahi An’Naim, Douglas Archard, Carol Berger, Millard Burr, Robert Collins, Aldo Ajou Deng, Francis M. Deng, Sally Dudmesh, Elizabeth Hodgkin, Sharon Hutchinson, Wendy James, Douglas Johnson, Andrea Kwong Ruijang, Ezekial Kutjok, Bernadette Kumar, William Lowrey, Angelina Teny, Riek Machar, Bona Malwal, Emma Marrian, Johnny McCune, Richard Mulla, Rory Nugent, Peter Adwok Nyaba, Detlef Palm, Jemera Rone, John Ryle, Alastair Scott-Villiers, Patta Scott-Villiers, Hania Sholkamy, François Visnot y Alex de Waal. Muchos otros con los que estoy también en deuda prefieren no ser mencionados. Buena parte de los diálogos que aparecen en el libro proceden de aquellas entrevistas. En algunas ocasiones mis informadores o yo misma podíamos basarnos en cartas o notas de la época, o teníamos un recuerdo muy vivo de lo que se había dicho. En general he presentado los diálogos entre comillas de cita, aunque en algunos casos no sigo dicha convención. En estos casos mi intención es reproducir la esencia de una conversación tal como yo u otros la recordamos años más tarde, sin pretender que sea literal. No he indicado la procedencia del material tomado de entrevistas personales o de mis propios recuerdos. En las notas finales y en la bibliografía pueden encontrarse las referencias de las citas y otras informaciones tomadas de libros, artículos y otros materiales publicados. www.elboomeran.com PRÓLOGO NI SIQUIERA AHORA, en medio del amable ajetreo de una noche de verano en Myrtle Street, dejo de pensar en ellos. Estaré bañando a mis hijas, habrá una gran conmoción y parloteo y escurridizos cuerpos infantiles a mi alrededor, y de repente oiré el extraño rumor del centro de distribución de alimentos de Safaha, el sonido de miles de personas tosiendo y resollando, y recordaré las horas que pasaba despierta por la noche escuchándolo. Veré a mi marido leer un libro, y recordaré las caras desencajadas y macilentas de los hombres que cruzaban el río y venían a decirme cosas en un idioma que yo no entendía. Miraré por la ventana la puesta del sol sobre el horizonte de Atlanta, y en lugar de eso veré la gran bola violeta del sol africano hundiéndose detrás del río en Nasir. Cuando la luna aparezca detrás de las ramas del gran roble que hay frente a mi casa, recordaré cómo iluminaba el campamento cercano al centro de distribución de Safaha, y convertía la llanura en un campo de esqueletos plateados. Pienso en ellos, y recuerdo a Emma. La conocí hace más de una década en Nasir, un lugar marcado desde su origen por las ambigüedades y las ironías. Su fundador fue un cazador de esclavos árabe contratado1 por un inglés para terminar con la esclavitud. Se encuentra situado en el extremo oriental de una zona pantanosa estacional que ocupa la mayor parte del sur de Sudán, a 160 kilómetros al este del Nilo Blanco y a 130 al oeste de Etiopía. A comienzos del siglo veinte, los británicos establecieron allí un puesto de comandamiento para controlar a los habitantes del lugar, una tribu de ganaderos excepcionalmente altos y aguerridos conocidos como los nuer. La ONU www.elboomeran.com 18 la guerra de emma utilizaba entonces una tosca pista de aterrizaje construida sobre los escombros de aquellos edificios para repartir alimentos. El Ejército Popular de Liberación de Sudán había establecido su cuartel general provincial en un campamento de muros de barro situado a unos pocos kilómetros de distancia de las ruinas remontando el curso del río Sobat. Esto sucedía en diciembre de 1990, mucho antes de que Emma McCune escandalizara a los cooperantes y a los diplomáticos de toda la región al casarse con un señor de la guerra local y trasladarse a vivir con él y sus hombres en un cuartel atestado de armas. Pero incluso entonces había algo inquietante en ella. Yo me encontraba en Nasir trabajando para un periódico de Atlanta. Llevaba alrededor de diez días allí, en compañía de un fotógrafo, para hacer un reportaje sobre la guerra entre el gobierno islámico del norte y los rebeldes cristianos y paganos del sur. Había estado entrevistando a soldados adolescentes y a niños desnutridos. Desde el inicio de la guerra en 1983 habían muerto tal vez un millón de personas, una cuarta parte de ellos durante la hambruna de 1988, que yo me había encargado de cubrir. Sin embargo, esta parte de Sudán conservaba una extraña belleza. Los años de enfrentamientos la habían mantenido apartada del desarrollo, lo que había convertido las tierras pantanosas y verdeazuladas que se extienden entre el Nilo Blanco y el Nilo Azul en un vasto refugio natural, cuyo silencio solo se veía interrumpido por los bombardeos, los disparos y las evocadoras canciones de los habitantes locales. Hacía varios días que el fotógrafo, cuyo nombre era Frank Niemeir, y yo esperábamos la llegada de un avión de la ONU que debía llevarnos de regreso a Kenia. El avión se había retrasado por las oscuras razones habituales. Puede que el gobierno hubiera prohibido los vuelos a territorio rebelde; puede que la ONU estuviera castigando a los rebeldes por amenazar con derribar aviones de la ONU. Nadie lo sabía. O si lo sabían, no lo decían. Cada día recorríamos en un sentido y en otro la www.elboomeran.com deborah scroggins 19 orilla del Sobat, viendo pastar al ganado con cuernos en forma de lira entre las ruinas de lo que antes había sido un mercado. Habíamos visto un garzón azulado posado sobre los restos de un antiguo barco de vapor, y algunos marabúes que flotaban río abajo sobre las hojas de los lirios. A última hora de la tarde volvíamos a la sede de la ONU, una estructura de hormigón ruinosa con dos habitaciones en medio de un complejo mohoso que había sido la misión presbiteriana norteamericana de Nasir. Los misioneros habían sido expulsados de Sudán hacía casi treinta años, en 1964, pero sus casas seguían siendo lo mejor que había en Nasir. Por la noche jugábamos a cartas a la luz de las lámparas de keroseno hasta que caíamos dormidos en los catres de metal envueltos en las nieblas de las telas mosquiteras violetas que habíamos traído de Nairobi. Finalmente, un oficial del EPLS con los ojos inyectados de sangre y una camiseta con la leyenda «Martin’s Restaurant, St. Paul, Minn» vino a decirnos que la ONU había avisado por radio de que pronto llegaría un avión. Reunimos nuestras mochilas y las cargamos a través de la ciudad en ruinas hasta el extremo de la pista de aterrizaje, donde nos sentamos encima de ellas. El sol de la mañana parecía mirarnos desde arriba como un ojo blanco gigante. Cerca de nosotros había una pareja de soldados rebeldes en sandalias con el oído puesto en la llegada del avión. La primera cosa que apareció en el horizonte no fue un avión sino un hombre. Salió de detrás de la masa herrumbrosa de un autobús acostado al lado de la pista. Era un nuer de mediana edad, con la piel flácida y la frente cruzada por seis marcas paralelas de su virilidad. Llevaba un ramo de flores rosas en cada oreja, brazaletes de latón y unos calzoncillos de algodón azules de la marina. Tenía el pelo recogido en trenzas y venía hacia nosotros cantando y bailando. Nuestros escoltas rebeldes se revolvieron incómodos. —«¿Quién es? —pregunté. —Nadie —respondió secamente uno de los rebeldes. La cara del soldado era una masa de cicatrices que seguía los in- www.elboomeran.com 20 la guerra de emma trincados patrones con los que decoran su cuerpo los sudaneses del sur; de su hombro derecho colgaba un AK-47. El hombre que llevaba las flores solo estaba a unos metros de distancia ahora, desde donde gesticulaba salvajemente, saltaba y nos señalaba, mientras cantaba a todo pulmón. —¿Qué está diciendo? —pregunté. —Se cree que es un profeta —dijo el primer soldado—. Dice que ya ha tenido bastante. No hacéis más que ir y venir, pero nunca traéis nada. —Está loco —declaró el otro soldado. Frank sacó una foto del hombre. Yo había estado llevando una especie de diario de nuestro viaje en una pequeña libreta rosa que había traído de Nairobi. La saqué y escribí sobre el barato papel marrón: Loco flores en las orejas pluma en el pelo conchas en el brazo derecho trozo de cuaderno atado al izquierdo como un mimo un anillo en la nariz Estas son las últimas palabras que aparecen en aquella libreta de Nasir, pues justo entonces oímos un ruido estridente. Por un momento me pregunté qué era, todavía bajo el hechizo del profeta. Entonces vimos la sombra de las alas del avión. Bajaba describiendo la ceñida espiral que realizaban siempre los pilotos por si alguien disparaba contra ellos. El avión aterrizó, el motor soltó sus últimos chasquidos, los rebeldes abrieron la puerta, y de ella saltó Emma. Frank y yo nos la quedamos mirando. Medía casi metro ochenta, tenía la piel blanca, el pelo oscuro, y era delgada como una modelo. Vestía una minifalda roja. Detrás de ella salió un oficial del EPLS; ella y el oficial venían riendo por algo que habían dicho. Emma echó atrás la www.elboomeran.com deborah scroggins 21 cabeza. Tenía unos dientes blancos, largos y sanos. Costaba creer que viniera en una misión humanitaria de emergencia. Su aspecto era más bien el de una persona que bajara de una limusina para ir a una fiesta. En mi caso la sorpresa no era tanta. Ya había oído hablar de Emma. Joven, glamurosa e idealista, había generado una ola de entusiasmo en los círculos sociales del mundillo de la ayuda humanitaria cuando entró a trabajar para un grupo canadiense llamado Street Kids International. En Nairobi, el cuartel general de la floreciente industria humanitaria, se había ganado una reputación por su audacia: aventuras en la sabana, juergas de toda la noche en la ciudad. Era una inglesa con acceso a los más exclusivos círculos de expatriados de la ciudad, y sin embargo se decía que se sentía más cómoda entre africanos. Algunos la admiraban por su desparpajo; otros la consideraban peligrosamente ingenua. Yo había coincidido con ella unas semanas antes en la tienda comedor de Lokichoggio, o Loki, tal como lo llamábamos nosotros, la base keniana de las operaciones humanitarias de la ONU en Sudán. Emma bebía cerveza en una mesa llena de hombres africanos, y mantenía una animada conversación con ellos. Yo no podía oír lo que decía, pero se notaba que los hombres no querían que se callara. Ahora en Nasir pensé que comprendía la corriente de desaprobación que acompañaba a las historias acerca de Emma. Aquella flamante exhibición de la minifalda parecía casi indecente en un lugar lleno de personas enfermas y hambrientas que trataban de sobrevivir entre matanzas salvajes y hambrunas colectivas. Tener un aspecto alegre parecía una falta de tacto, una ostentación de la buena fortuna que había tenido uno en la vida. Pensé que las modestas camisetas y los pantalones cortos de color caqui o los vaqueros azules que eran una especie de uniforme extraoficial para la mayoría de nosotros eran en cierto sentido un intento de convertirnos en seres asexuados, por lo menos frente a nosotros mismos. Nos parecía una www.elboomeran.com 22 la guerra de emma forma de anunciar: «No estamos aquí para pasarlo bien». Era como la bata de un cirujano o como una versión moderna de la ropa de saco y las cenizas: una señal implícita de que nos creíamos más sabios y virtuosos que los sudaneses, y de que guardábamos una especie de duelo por ellos. No era que engañáramos realmente a los sudaneses. En verdad, la mayoría de los cooperantes o periodistas iban en busca de la excitación, de la intensidad de la vida de la zona de guerra, de las fuertes sensaciones que despertaba la proximidad de la muerte y la determinación de hacer el bien. Estábamos aquí porque queríamos, nos pagaban bien por hacerlo, y los sudaneses lo sabían. Pensándolo bien, la minifalda de Emma me parecía una ruptura refrescante con las conmiseraciones habituales. Sugería que era más honesta que el resto de nosotros, que no tenía miedo de admitir que estaba allí porque quería estar allí. Intercambié con ella algunas palabras de cortesía, nada más, y cuando me giré para recoger mi mochila, el hombre de las flores rosas en las orejas había desaparecido. Nunca volví a verle, y tampoco volví a ver a Emma hasta mucho tiempo después. Frank no le sacó ninguna fotografía, y yo no escribí nada sobre ella en mi libreta. Pero una vez que el avión hubo despegado, comencé a pensar en ella por una razón que no tenía nada que ver con la ropa. Sabía que había estado trabajando estrechamente con el «coordinador del programa educativo» del EPLS, un hombre llamado Lul Kuar Duek, para reabrir las escuelas de Nasir. Yo misma había pasado algunos días en Nasir hablando con Lul sobre sus planes para las escuelas. Decía ser un buen amigo de Emma. Lul era el tipo de hombre que los nuer conocen como un turuk negro, nombre que se refería en principio a los otomanos, que invadieron a los nuer hacía un siglo y medio y fueron su primer contacto con la modernidad, y que ahora estos extendían a cualquiera que supiera leer y escribir y vistiera ropa occidental. Igual que la mayoría de los nuer, Lul era negro como una pantera, alto y delgado, con la cabeza estrecha; caminaba de forma pausada, a grandes zancadas. www.elboomeran.com deborah scroggins 23 Había sido maestro de escuela y era uno de los miembros más destacados de la iglesia presbiteriana local. También era un pelmazo y un bravucón. Por la tarde en su chabola de paja bebía ginebra etíope directamente de la botella y me instruía sobre el martirio del presidente John F. Kennedy, sobre el motivo del atraso del sur de Sudán y sobre cualquier otra cosa que se le pasara por la cabeza. «El estadio donde nos encontramos ahora es el estadio donde se encontraban los europeos en la edad de piedra. Estamos en la edad de las piedras», decía mientras me señalaba con el dedo. «¡Mucho cuidado, tú! Sepas que hablas con alguien que lo sabe todo de todo.» Mientras nosotros teníamos estas conversaciones, el hijo pequeño de Lul dormía en una hamaca junto al rifle automático de su padre, y Lul se ofrecía a menudo a entregarlo para la causa de liberar Sudán de la dominación del gobierno islámico del norte. «¡También este niño debe luchar! ¡Aunque tenga que morir! Aunque cueste cien años...» Lul recitaba los eslóganes del EPLS con ruidoso fervor, e insistía en que el sur nunca aceptaría una secesión sino que seguiría luchando hasta que todo el país estuviera bajo un nuevo gobierno secular, aunque menos de un año más tarde se mostraría igualmente entusiasta cuando los demás comandantes nuer se amotinaran contra el líder del EPLS John Garang con la exigencia de que el sur debería dejar de esforzarse por cambiar el norte y comenzar a luchar por su propia independencia. Igual que todo el mundo en Nasir, Lul estaba obsesionado con una profecía del libro de Isaías que según creían él y todos los demás predecía el futuro del sur de Sudán. Siempre que llegaba más o menos a la mitad de una de sus botellas de ginebra, se secaba las manos sobre sus pantalones rojos de poliéster, tomaba la Biblia del cajón que tenía junto a la cama, y comenzaba a dar golpes sobre ella con la mano. «¡Todo está aquí: está escrito!» anunciaba. Frank y yo intercambiábamos miradas de aburrimiento. «Isaías dieciocho. Dios castigará a Sudán. La gente irá a la frontera con Etiopía. “En verano se- www.elboomeran.com 24 la guerra de emma rán pasto de las aves, y en invierno de todas las bestias de la tierra”. He visto como ocurría todo eso. Pero dice que al final tendremos un nuevo Sudán.» Lul hablaba de los años en los que cientos de personas habían muerto de hambre o en combate alrededor de la ciudad antes de que el EPLS consiguiera arrebatársela al gobierno en 1989. Ya entonces me preguntaba cómo podía soportar Emma darles lápices a los niños supervivientes de Nasir mientras Lul los arengaba a luchar cien años más para construir un nuevo Sudán sobre un vacío absoluto. Personalmente, siempre me aseguraba de que Frank viniera conmigo cuando iba a la cabaña de paja de Lul. En cambio, Lul siempre se jactaba de lo bien que se llevaba con Emma. De hecho, Lul estaba más interesado en hablarme de Emma que de las escuelas que supuestamente dirigía. «Ya sabes, Em-maa —pronunciaba su nombre con un deje de satisfacción— es como si fuera uno más de nosotros. Camina por todas partes sin cansarse. Nos trae muchas cosas que necesitamos, como papel y tiza y libros escolares. Deberíais saber que a nuestro comandante le gusta mucho Em-maa. ¡Mucho! ¡Y a ella le gusta él! Ha pasado por aquí, buscándole.» A pesar de sus elogios, había algo velado en su voz. Costaba imaginar qué interés podía tener mi periódico en los sentimientos de un comandante del EPLS hacia una cooperante británica de bajo nivel, y por lo tanto presté escasa atención a las lascivas sugerencias de Lul. Pero cuando supe, seis meses más tarde, que en efecto Emma McCune se había casado con el comandante de Lul, Riek Machar, aquel a quien «Em-maa le gustaba mucho», recordé la mezcla de deseo, envidia y desprecio en la voz de Lul, y me sentí oscuramente asustada. Naturalmente conocía al «doctor Riek», tal como lo llamaban los sudaneses del sur. Era otro turuk negro, pero en este caso con un doctorado del Bradford Polytechnic de Inglaterra que le convertía en el nuer mejor educado en las filas del EPLS. Los occidentales lo encontraban inusualmente cortés y afable, aunque también sabíamos que formaba parte de un www.elboomeran.com deborah scroggins 25 movimiento guerrillero clandestino y violento que era capaz de las mayores crueldades. La noticia de la boda de Emma despertó una sorprendente mezcla de emociones en mí. A sus veintisiete años, era solo dos años más joven que yo. La conocía muy poco, pero el mundo de los khawaja —el término árabe que usaban los sudaneses para referirse a los blancos— es pequeño, y teníamos muchos amigos y conocidos comunes entre los cooperantes, los periodistas y los diplomáticos desplazados al Sudán. La singular pareja que ayudó a Emma a conseguir su trabajo en Street Kids Internacional, Alastair y Patta Scott-Villiers, era la misma que me había dado dos años antes el consejo que había dado pie a mi primer gran reportaje en Sudán. En 1990, unos días después de mi regreso a Nairobi desde Nasir, los Scott-Villier me habían invitado a unirme a Emma y a todo un grupo que planeaba pasar las Navidades en Mombasa, en la costa de Kenia (una invitación que me vi obligada a rechazar, ya que aquel año debía pasar las vacaciones trabajando en Jartum). Yo llevaba tres años escribiendo de forma irregular sobre Sudán: era la experiencia más profunda y más alejada de lo ordinario que había vivido yo. Y allí estaba Emma, yendo más lejos y más a fondo de lo que yo hubiera soñado hacer jamás, cruzando la frontera entre el mundo de los khawajas y un ejército de liberación dirigido por hombres como Lul y los pistoleros llenos de cicatrices del aeropuerto, hombres responsables de algunos de los horrores que ella había estado tratando de aliviar como cooperante. Me preguntaba qué había podido llevarla a dar un paso tan radical. Más tarde, cuando todo hubo terminado, se me ocurrió la idea de que su historia podía arrojar alguna luz sobre todo el experimento humanitario que se había llevado a cabo en África. O al menos sobre las experiencias que vivieron personas como yo, personas que fueron allí soñando con poder ayudar de algún modo y que volvieron endurecidas por la desilusión, aunque marcadas para siempre.