la teología de la forma estética, de hans urs von baltasar

Transcripción

la teología de la forma estética, de hans urs von baltasar
LOUIS DUPRÉ
LA TEOLOGÍA DE LA FORMA ESTÉTICA, DE
HANS URS VON BALTASAR
La obra teológica del desaparecido von Balthasar es de las que han suscitado grandes
defensores y grandes detractores. De lo que no cabe duda es de que puede y debe ser
calificada como "grandiosa" y "original" por unos y por otros. Creemos que el
excelente y competente artículo de Louis Dupré puede contribuir a hacernos tomar
conciencia de dicha "grandiosidad" y "originalidad". Por esta razón lo presentamos
con el deseo de honrar a uno de los grandes, aunque polémicos, teólogos de nuestros
tiempos.
Hans Urs Von Balthasar's theology of aesthetic form, Theological Studies, 49 (1988)
299-318
Anteriormente, ya había contribuido a destacar el mérito del magnum opus de Hans Urs
Von Balthasar en un ensayo (en Religión y literatura) que trataba fundamentalmente
sobre el aspecto literario del tercer volumen de Herrlichkeit, "Estudios sobre el estilo
teológico: estilo laico".
Aquí intentaré aportar un trabajo más crítico y analizar más de cerca los aspectos
teológicos presentes sobre todo en los dos primeros volúmenes, "Investigación de la
Forma" y "Estudios sobre el estilo teológico: estilo clerical" (que abarcan los períodos
patrístico y medieval), con ocasionales referencias a los volúmenes sobre el antiguo y el
nuevo testamento.
La división entre clerical y laico provoca ya de inmediato controversia. Balthasar
pretende haber seleccionado teólogos oficiales "en la medida en que podían disponerse
de personas capaces de tratar sobre el poder luminoso de la revelación de Cristo, de
forma a la vez influyente y original, sin rastro de decadencia; pero después de Tomás de
Aquino, son escasos los teólogos de tal estatura" (2,15). La teología se ha ido
convirtiendo en una especialidad, una Fachwisswenschaft entre otras, separada del culto
y de la piedad, desprovista de forma estética y de substancia corporal. Como
consecuencia de ello, el volumen dedicado a la edad moderna, destaca solamente
nombres tales como Dante, Pascal, Péguy, Hopkins, Soloviev, o también Hamann y san
Juan de la Cruz, ciertamente teólogos, aunque probablemente no "oficiales". Algún
lector podrá objetar el enfoque intelectual de Balthasar, o bien la concepción de la
teología aquí presentada. Sin embargo tales reservas no pueden ser pretexto para el
desconocimiento de esta obra majestuosa. Balthasar ha proporcionado una
aproximación a la teología que, aun cuando no sea enteramente nueva -Scheeben puede
considerarse un importante predecesor-, nunca antes ha sido enfrentada de forma tan
sostenida y comprensiva. El proyecto incluye, a parte de la teología propiamente dicha,
dos volúmenes sobre exégesis, un completo análisis de la metafísica occidental de antes
y después de Cristo, y un volumen dedicado a los principales ensayos sobre la literatura
religiosa en la edad moderna.
LOUIS DUPRÉ
La encarnación, arquetipo de la estética divina
En el centro de esta empresa titánica se halla una idea simple: al asumir la naturaleza
humana en la encarnación, Dios transformó el significado mismo de la cultura. De ahora
en adelante, todas las formas deberán ser medidas con referencias a la forma suprema de
Dios en la carne. La misma teología, indisolublemente unida a esta forma visible,
deberá dejar de ser una mera especulación teórica para adoptar una calidad estética.
Deberá mostrar en su propia estructura y en sus palabras "la diversidad del Invisible que
irradia en la visibilidad de Ser del mundo" (1,431).
De hecho, sin embargo, durante la edad moderna la tendencia se ha mostrado en la
dirección opuesta. La teología se ha satisfecho a sí misma, según el autor, con
interpretaciones racionales de la naturaleza y de la historia (teología fundamental) o de
la Escritura (exégesis), o bien con ambas disciplinas incorporadas en la tradición
(teología dogmática). Olvidando así el elemento de la "forma" propio de la encarnación,
no ha hecho justicia a la Revelación misma. Por mucha importancia que haya dado a la
afirmación de la naturaleza trinitaria del Dios revelado en Cristo, no ha sido capaz de
mostrar esa naturaleza en la forma propia de Revelación. Se ha limitado a considerar esa
"forma" como un mero signo que apunta hacia el misterio presente más allá de ella
misma. En cambio, para Balthasar, la revelación en Cristo manifiesta una divina "superforma" (1,432). En Cristo, Dios no sólo desvela el misterio de su naturaleza, sino que lo
manifiesta.
La teología estética consiste, pues, en la ciencia de la "forma divina" tal como se
encuentra revelada en Cristo, y a través de ese prisma, en el cosmos y en la historia.
Pero, ¿es apropiado el término "estética"? ¿No se refiere éste a la forma bella? Sin
embargo, es precisamente la belleza de la forma que la hace brillar con un fulgor que
excede al de cada uno de sus componentes aquello que constituye el objeto propio del
estudio de Balthasar. La "Gloria" del título consiste no en la forma como tal, sino en
este "fulgor", en este misterioso exceso que lo hace "bello" y distinto de lo verdadero,
de lo bueno o del Ser mismo.
Aquí surge de nuevo la objeción: el bello resplandor, ¿no tiene quizá su origen en un
modo subjetivo de percepción, sin referencia a lo que transciende toda percepción? Y
así ¿cómo puede la estética, ciencia de la forma bella, reclamar un lugar en la teología?
Balthasar, sin embargo, rechaza sin ambages el subjetivismo "impresionista" de una
estética basada más en la relación armónica que el sujeto humano establece con la forma
que en la calidad intrínseca de la irradiación de la forma. Para él, como para los Padres
griegos y para Plotino), la luz de la belleza emerge de la forma misma y no de la
percepción que el sujeto tiene de ella. La "belleza", para Balthasar, es una dualidad
transcendental que pertenece al Ser mismo y constituye su primera manifestación. Esta
naturaleza ontológica, en oposición a todo simple esteticismo, le permite revelar la
profundidad de la presencia de Dios en todas las "formas".
Pero, así, Balthasar ¿no niega el carácter esencialmente oculto del Ser divino? No; Dios
es siempre "misterioso" para la gente humana. Y, sin embargo, ¿cómo puede una forma
que manifiesta el divino ocultamiento ser más que un mero signo tendente a indicar la
realidad divina, de por sí sin forma y desconocida? Esta cuestión es abordada al final del
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II volumen, al tratar de san Buenaventura. Ahí Balthasar, siguiendo al Doctor Seráfico,
separa totalmente la esencia de la forma y la percepción subjetiva, para ubicarla de lleno
en la capacidad de expresar. Aun cuando el poder expresivo permanezca oculto,la forma
visible, en cambio, a diferencia de una máscara, manifiesta la expresividad misma del
poder oculto. Es precisamente como manifiesta tal como la belleza se muestra como
fulgor de la verdad (splendor veri). Por ello Balthasar, siguiendo a Buenaventura y al
Cusano, rechaza la idea de que la revelación de Dios en la naturaleza (que él acepta),
incluso según la Escritura, constituya una imagen de Dios.
La creación cósmica tiene su propia estructura, la cual, aunque no tenga en absoluto
parecido con la forma divina, por su misma existencia, y por muy defectuosa y
conflictiva que ésta sea, manifiesta la expresividad de Dios.
La persona de Cristo, Splendor lucis aeternae, manifiesta por supuesto muchísimo más
que la Creación. Aun así, incluso su humanidad oculta más que desvela: cuanto más
revela, más manifiesta la realidad absolutamente misteriosa de Dios.
Al identificar la esencia de la forma con la expresividad, Balthasar evita el esteticismo
teológico de la teoría de la copia. Incluso en el interior de la Trinidad, el Hijo es la
Imagen del Padre, debido a que da al Ser del Padre su plena expresividad, y no sólo
porque "se parece" al Padre. Así pues, cada forma emergente del poder expresivo de
Dios, incluido el Hijo, expresa a Dios de una manera original. Pero este carácter
ontológico de la expresividad, ¿hace ya de la belleza una categoría propia de la teología
cristiana? La revelación de Dios en Cristo no es simplemente la manifestación última
del Ser. "La epiphanesia de Dios en Cristo no tiene nada que ver con la simple
irradiación del platónico sol del bien. Es un acto por el cua l Dios, con plena libertad, se
hace presente a sí mismo en medio de la refriega, comprometiendo en ella las últimas
profundidades divinas y humanas del amor" (2,12).
Enfrentado a esta perspectiva, uno se ve obligado o bien a abandonar el proyecto de una
estética teológica como demasiado alejado de la habitual comprensión de la estética, o
bien a reconstruirla sobre una base completamente distinta. Balthasar ha seguido esta
segunda alternativa. En lugar de ubicarse en la línea que va de Platón a Heidegger, y
aun participando con ellos en las normas generales de la forma expresiva, construye un
orden análogo que sigue unas leyes enteramente propias. Cuando la teología cristiana se
enfrenta a la "forma", implicada en una filosofía del Ser, "no puede recurrir a una
unívoca transposición y aplicación de categorías" (1,119) . Nos encontramos, en
cambio, con una analogía "en un sentido supereminente", en donde el orden del Ser
revela desde arriba las categorías de la forma estética. Como en la teoría de Eckart y de
la mayoría de los místicos, la analogía entre el orden divino y el humano no va en la
línea ascendente (de las creaturas al Creador), sino descendente, mostrando la creación
en una luz divina, revelada. La teología de la forma de Balthasar hunde sus raíces más
en el N.T. que en una filosofía de la estética. Con Barth, Balthasar considera que toda
estética cristiana debe partir de la Cruz. A diferencia de Barth, en cambio, se admite
ruptura definitiva entre esta teología de la forma y una filosofía de la estética.
Todo el volumen sobre el N.T. (3/ 2) presenta la Gloria divina como consistente en la
kénosis de la palabra de Dios, Palabra destinada al silencio, desde toda la eternidad.
Balthasar, con su peculiar lectura del "descenso", considera que Cristo, en su muerte,
continuó privado de fe, esperanza y caridad, sufriendo redentoramente la poena damni
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por aquellos a quienes liberaba (3/2, 125). La teología de la estética describe cómo se
manifiesta la perfección divina. La Escritura la revela así: como la "correspondencia
entre la obediencia y amor, entre autoaniquilación en el ocultamiento y el ascenso hacia
la manifestación" 3/2, 242).
Teología moderna y estética cristiana
La analogia crucis que penetra toda estética cristiana debe conectarse con la analogia
entis en la idea de Dios. Pero Balthasar se pregunta: ¿es hoy posible operar con esta
analogía? ¿no ha sido destruida su penetración por la imagen propia del mundo
moderno? Para el creyente actual, el mundo sigue constituyendo una imagen analógica
de Dios, como creatura que expresa la realidad divina que procede "de arriba". Pero una
estética teológica debe permitir presentar el mundo como manifestación de la presencia
de Dios. Esto exige que la analogía sea no sólo "de arriba", sino "desde abajo" también.
Ahora bien, tal tipo de analogía resulta muy difícil en una cultura que visualiza el
cosmos como autosuficiente. La fe se convierte así cada vez más en una decisión
dependiente exclusivamente de la Palabra revelada y de la experiencia interior que ella
provoca. Dios sólo puede ser conocido a través de su Revelación y de la voz interior,
independiente del mundo. Esta perspectiva moderna fue, en ese sentido, asumida ya por
la sola lides de la Reforma. Pero incluso las figuras representativas del catolicismo,
presentadas en el volumen 3, consideran quebrados los vínculos naturales entre Dios y
el cosmos. Así Juan de la Cruz y Pascal se oponen a la doctrina de la sola fides
únicamente por el acento puesto en la experiencia interior de la fe y no por su conexió n
con la experiencia cósmica. En algún sentido, este enfoque vuelve a conectar la
naturaleza con el orden de la gracia.
Al final de "La llama viva", san Juan de la Cruz exclama: "Aquí radica la delicia de este
despertar: el alma conoce a las creaturas a través de Dios, y no a Dios a través de las
creaturas. Conoce así los efectos a través de su causa y no a la causa a través de sus
efectos" (4,4; citado en 3,150). Toda la obra de Juan se ubica bajo el signo de la
negación: no sólo niega el placer y la sensualidad, sino también la experiencia
intelectual y, en definitiva, toda imagen y forma (3,127128). En esta radicalidad Juan de
la Cruz es quizás único e incluso se diferencia en esto de santa Teresa. Con su actitud
lleva a término la dificultad propia de la cultura moderna para descubrir la posibilidad
del cosmos de revelar, aunque fuera en grado mínimo, la "forma teológica".
Para Balthasar, Dante podría haber sido el último "moderno" que apreció la visión de
gracia y naturaleza como realidades no quebradas en su relación mutua. Después de él
esa relación queda reducida a una mera expresión "formal", más que constituir una
revelación de la estructura cósmica.
Nuestro mundo ya no está iluminado por la luz de la gracia. A lo máximo, la luz divina
está, para el moderno, en el reino interior de su alma. De hecho la separación que Barth
y algunos teólogos reformados establecen entre los reinos de la naturaleza y de la
gracia, así como la "desencarnación" de toda la teología moderna, no son fenómenos de
pura coincidencia, sino que expresan una separación de facto en la mentalidad religiosa
moderna. Balthasar intenta superar esa separación generalmente por medio de la crítica
del presente. Así es como en el vol. 1 denuncia con fuerza la supresión de la Estética en
la teología. El protagonismo, para él, ha separado en la fe el ver del escuchar; mientras
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el catolicismo ha desunido la naturaleza y la gracia. En ambos casos, la teología se ha
convertido en una rama especializada del conocimiento alimentado por la ciencia del
Ser en cuanto tal.
Balthasar tiende a camuflar su posición frente a la teología moderna en sus propios
análisis históricos de la teología anterior. Y no es fácil distinguir las partes históricas de
su obra con respecto a sus propias tesis teológicas. Al propugnar la restauración de la
forma estética que la teología requiere, queda claro que, según Balthasar, se necesitan
conceptos filosóficos y teológicos muy distintos de los que hoy prevalecen en las
facultades de teología. Únicamente la respuesta teológica responde cabalmente a
nuestros cuestionamientos filosóficos. Sólo los ojos de la fe perciben el encuentro con el
Ser en su absoluta profundidad (1,146). En esto Baltasar se aparta de la posición
moderna, que afirma su propia autonomía fundada en sí misma, aun cuando los
filósofos hablan de una "transcendencia" indefinida. Pero en ningún caso aceptarán la
posibilidad de "hallar a Dios en todas las cosas". Tomás de Aquino, Agustín y Anselmo
pudieron integrar su teoría filosófica del conocimiento con el modelo cristiano trinitario.
Con el cambio de perspectiva de la modernidad ha desaparecido la continuidad entre
filosofía y teología. El pensamiento filosófico actual, por abierto que sea, no ve por
dónde podría darse la emergencia de la idea trinitaria de Dios, o incluso la idea misma
de Dios. Por el contrario, "La Gloria del Señor" da por sentado que la filosofía debe
llegar a unirse con la teología. Y es sólo en este supuesto donde la estética teológica de
Balthasar adquiere su pleno significado.
La religiosidad "sobrenatural", basada en la revelación histórica de Dios, está mediada
por la religiosidad "natural", la cual supone una "religiosidad de la naturaleza" y una
"religiosidad del Ser" (1,447). La mente humana, al lograr al Ser mismo, más allá de su
objeto inmediato, hace la experiencia de Dios, tanto revelado como oculto. La evidencia
lleva a la mente más allá de sí misma "hacia aquello que puede ser dado... sólo en el
modo de la no-evidencia" (1,450). En este punto, Balthasar combina la teoría del
dinamismo del intelecto, desarrollada por los neo-tomistas (Rousselot, Blondel,
Maréchal), con la docta ignorantia de Nicolás de Cusa. Asimismo, se nota la influencia
de los filósofos del siglo XV. La unidad transcendental del Ser como teología filosófica
desemboca así en una teología negativa. Los filósofos modernos podrán objetar que tal
tipo de teología "filosófica" va más allá de lo que corresponde a un razonamiento
filosófico autónomo. Y Balthasar estaría de acuerdo con esta objeción. De hecho él
mismo afirma que la perfección de la forma de la unidad divina sólo puede ser percibida
a la luz de la fe (1,432). Pero la filosofía, en contra de la opinión habitual, sólo tiene una
autonomía relativa; la que le permite mostrar la inteligibilidad del Ser en su propio
nivel. Pero es inadecuada para responder a los cuestionarios últimos que ella misma
suscita.
Aquí y en toda su obra, Balthasar, bajo la influencia de la crítica hecha por De Lubac
contra la independencia del sobrenatural con respecto al natural, defiende una más
íntima armonía entre naturaleza y gracia que la presentada por la teología de los últimos
siglos. Y precisamente en esa armonía sustenta su estética teológica. La Revelación no
ha introducido una nueva forma, sino una nueva presencia en la forma de la naturaleza,
la presencia oculta propia de Dios; "el auto-ocultamiento de la luz constituye su
revelación" (1,485).
LOUIS DUPRÉ
Estética teológica y teología estética
A pesar de su ocultamiento, una revelación de lo divino manifiesta la naturaleza humana
e incluso toda la naturaleza a sí misma. De la misma manera, la naturaleza humana, y
toda la naturaleza, revela el mismo ser de Dios; no, sin embargo, a través de una estética
natural "puesto que sólo la fragmentación lo bello revela realmente el significado de la
promesa escatológica que contiene" (1,460). Balthasar conoce bien la tradición de los
Padres alejandrinos y capadocios, quienes tienen tal tipo de visión estética. Pero en el
vol. 2 de "La Gloria del Señor" remonta más allá, hasta Ireneo, el cual, contra el
dualismo gnóstico de Valentín, intenta mostrar la figura de la gracia en la misma
naturaleza. La carne "no está al margen de la sabiduría y del poder artístico de Dios",
sino que "las manos de Dios acostumbran, desde el tiempo de Adán, a dar a su trabajo
un ritmo y a mantenerlo con fuerza en todo aquello que ellos escogen" (Adv. Haer.
2,330-331; citado en 2,73).
Si el ensayo sobre Ireneo "anticipa" de manera clara la propia teoría de Balthasar, el
resto del volumen sobre el "estilo clerical" despliega su suprema confianza así como el
tremendo alcance de su erudición. Omite cuidadosamente aquellos personajes que están
más en sintonía con su propia teoría (Orígenes, Gregorio de Nisa, Máximo) y, en
cambio, selecciona a propósito autores que han sido ge neralmente interpretados en
dirección opuesta (Dionisio), o bien aquellos cuyas tendencias desafían sus propias
perspectivas (Agustín y Anselmo). Balthasar presenta a Dionisio como un pensador
original y auténticamente "católico", contra la opinión de quienes lo consideran un
seguidor de Proclo que logró inculcar el neoplatonismo bajo una apariencia eclesial.
Asimismo rechaza que la obra de Dionisio esté marcada por una peligrosa teología
negativa radical, mostrando cómo apunta a una teología de la forma, más que fundarse
en una absoluta ausencia de forma. Los ensayos sobre Ireneo y sobre Dionisio muestran
la solidez con que la teología estética de Balthasar se ubica en el interior de la tradición
griega primitiva, permitiéndonos al mismo tiempo recuperarla.
En cambio, no resulta tan convincente su esfuerzo por rescatar la primera tradición
occidental de las posteriores interpretaciones dualistas. El ensayo sobre Agustín tiene
aspectos penetrantes. La primera parte constituye un comentario clásico al De vera
religione y al De libero arbitrio. Pero se trata de obras jóvenes de Agustín. Las
"Confesiones", en cambio, que podrían aportar tanto a una aproximación estética, sólo
son usadas como material ilustrativo.
El ensayo sobre Anselmo es otra prueba de fuerza. En él reorienta la visión del carácter
"racionalista" de su pensamiento; pero en definitiva no logra mostrar su obra como
apoyo a las tesia propias de "La Gloria del Señor". El volumen concluye con un largo
ensayo sobre Buenaventura. Uno se pregunta por qué no acabó con Sto. Tomás. La
razón es que Buenaventura constituye probablemente el único pensador de la tradición
occidental que apunta al mismo fondo de la concepción esencial de Balthasar. Y esa
simpatía lo traiciona, como un alivio después de la lectura de cientos de páginas de
Escolástica que no aportó gran cosa a su perspectiva.
En su conjunto, sus tratados sobre las teologías clericales y laicas de la "forma" son
modelos en su género; siempre competentes y destinadas a influir, algunas de ellas
sobre todo, tanto en las lecturas teológicas como literarias de años futuros.
LOUIS DUPRÉ
Cuando hoy la teología se ha vuelto, según Balthasar, abstractamente racionalista, él se
vuelve hacia los poetas y los pensadores "laicos" para confirmar su estética teológica.
Balthasar dedica las páginas más penetrantes de su obra a responder a esta cuestión: si
Cristo es la forma de Dios en este mundo, debe ser él la norma última para medir no
sólo la forma de la revelación, sino incluso las formas "naturales" del cosmos y de la
historia. Y, sin embargo, ¿cómo podría una estética ser si no natural", ¿no es lo propio
de ella percibir las formas "naturales"? Para responder, asume la estética natural en el
interior de una estética de la gracia que, respetando plenamente la autonomía de aquélla
e incorporándola, visualice los misterios cristianos en su propia luz y transforme
estéticamente, en su luz, toda la forma del cosmos. Esa luz deriva de la misma forma
divino-humana que en él aparece.
Cristo revela como el Dios que manifiesta y, al mismo tiempo, como lo manifestado por
Dios. El "es" lo que enseña. Así, pues, la luz, en el interior de la cual el creyente recibe
la manifestación de Dios, tiene su origen en esa manifestación misma. La fe, por tanto,
no existe "paralelamente" a la palabra de Cristo, sino que es la propia respuesta de Dios
a ella, suscitada por El mismo (Ef. 2,10). El asentimiento creyente se da "desde el
interior mismo del objeto de su fe" (1,192). Los ojos, con los cuales el creyente ve a
Dios, tal como lo expresa Eckhart, son los mismos ojos con los cuales Dios se ve a sí
mismo. "La luz de la fe no puede... ser concebida ni experimentada como una realidad
inmanente en nuestra alma, sino únicamente como la irradiación resultante de la
presencia en nosotros del lumen increatum, la gratia increata, sin que podamos hacer
abstracción de la encarnación de Dios" (1,215).
La experiencia y la luz de la fe
La unión del objeto y del acto de fe, tal como la presenta Balthasar, remite a otro
problema teológico: la fe no es separable de la experiencia sino que suscita su propia
experiencia. La iglesia oriental, con su teología de la luz increada de Dios, siempre ha
proclamado esta experiencia sobrenatural de la fe. Pero también en occidente, sobre
todo en Agustín, la fe incluye la experiencia como algo esencial. Sólo Suárez relegó esa
cualidad "sobrenatural" de la experiencia creyente a un nivel meramente psicológico. La
unidad de ambos es crucial para la tesis de Balthasar. Si la experiencia no constituye la
esencia misma de la fe, la forma elaborada sobre la base de tal experiencia carecería de
valor teológico. Y, por lo mismo, el estudio de la forma teológica quedaría relegado a
una mera rama de la estética natural en la misma medida en que la forma constituyera
sólo la "apariencia" de una realidad sobrenatural del todo distinta. Para Balthasar, la
gnosis teológica surge precisamente de la fe. En cambio, precisamente porque tiene su
origen en la experiencia de fe, toda teología realmente cristiana posee una cualidad a la
vez estética y mística. Demasiado a menudo, la teología moderna ha restringido la "luz
de la fe" a una comunicación divina de determinados principios que la teología, con un
método meramente racional, ha desarrollado como un sistema autónomo. Para
Balthasar, siguiendo la tradición anterior, la fe es un acto sobrenatural por el cual el
Espíritu de Dios toma posesión de la mente humana. "Esta experiencia es comprendida
como el "misticismo" cristiano, en el sentido más general del término" (1,166).
Aunque tal experiencia de fe no puede tampoco ser separada de la experiencia natural
que aquella realiza y transforma. El impacto del objeto de la fe afecta a la orientación
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natural de la mente hacia el Ser. "Junto con el orden óntico que orienta al hombre y a la
forma de la revelación entre sí, la gracia del Espíritu Santo crea la facultad que permite
captar esa forma, haciendo posible al sujeto regocijante en ella y confiándole su
comprensión propia y el sentido de su verdad interior y de su justicia" (1,247). El
encuentro en la fe transforma el dinamismo óntico del alma en una directa receptividad
de la forma de Cristo. Como una gran obra de arte, la fe impone su propio a priori
espiritual sobre el vidente o el oyente, pero orienta también según su propia e intrínseca
necesidad a todo el orden natural (1,164).
Con todo, la gracia "impone" su forma sin violentar a la naturaleza. La revelación en
Cristo tiene lugar en el interior de una naturaleza divinamente creada, la cual manifiesta
ya en su propio ser la eterna presencia de Dios. Así, pues, la suprema cualidad de
"forma" de Cristo, su relación divina con el Padre y el Espíritu, no se opone a la
estructura de este mundo; antes bien aparece como una forma "dentro" del mundo; de la
cual, sin embargo, este mundo debe recibir su forma definitiva. Cristo es la forma
última de toda otra forma mundana. El Hijo, como ya decía san Buenaventura, es el
arquetipo de todas las cosas, puesto que es su expresión absoluta. "Es la verdad misma
en su poder de expresión... que expresa mejor una cosa de lo que la misma cosa se
expresa a sí misma, dado que la cosa misma recibe de Él el poder de expresión" (1 Sent.
35, q.1,ad 3; citado en 2,293).
La Encarnación no podría constituir la forma definitiva si la humanidad de Cristo
hubiese sido sólo una forma adoptada arbitrariamente por Dios y que quedara extrínseca
a su vida íntima. Para ser definitiva, el hombre-Dios tiene que expresar la forma propia
de Dios (1,480). "En el Hijo del Hombre aparece, pues, no sólo Dios, sino que
necesariamente aparece también el acontecimiento intratrinitario de su procesión;
aparece en él la Trinidad de Dios..." (1,479). Si bien en Cristo la divinidad se oculta, en
ese mismo ocultamiento aparece la forma propia de
Dios, el misterio divino mismo. "La forma visible no sólo "apunta" hacia el invisible e
inefable misterio, la forma "es" la aparición de este misterio y lo revela al mismo tiempo
que lo protege y lo vela... El contenido no está detrás de la forma, sino dentro de ella"
(1,151).
Sólo la percepción estética de la forma transciende plenamente el persistente dualismo
entre el signo externo de la fe y la luz interior: la luz irrumpe de la forma misma. La
cuestión del cómo la experiencia de la fe se relaciona concretamente con la forma
objetiva de la revelación pertenece a la perspectiva más amplia de lo que Balthasar
llama "misticismo en el sentido más general del término" (1,166). Esta relación implica
cierta continuidad entre la experiencia ordinaria de fe y su experiencia intensa o mística.
Este aspecto del misticismo se encuentra en tres largos pasajes: primero en una visión
de conjunto sobre los Padres en la historia de la experiencia cristiana (1,265-284); luego
en una sección dedicada al misticismo en la iglesia (1,407416), y finalmente en el
ensayo sobre san Juan de la Cruz (3,105171).
Viendo la importancia que Balthasar atribuye a la experiencia, se intuye la simpatía que
el autor tiene por la teología mística. Así lo expresa explícitamente, al hacer suyo el
rechazo que Buenaventura hace de la escuela de teología abstracta, en el vol. 2:
"...lectura sin unción, especulación sin devoción, estudio sin admiración, prudencia sin
gozo, trabajo arduo sin piedad, inteligencia sin humildad" (Itinerarium, prol. 2, 268).
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Aun así, Balthasar curiosamente critica con severidad el misticismo "no cristiano",
referido a los movimientos orientales o neoplatónicos, y también a los místicos
cristianos que no dan importancia a la forma (1,477). En esa línea, Balthasar coloca en
el centro de la auténtica mística cristiana la visibilidad de Dios en Cristo. Si el Dios del
N.T. ha irrumpido en el mundo visible de manera definitiva, el misticismo debe
permanecer fiel a su arquetipo bíblico si pretende el nombre de cristiano. Debe, pues, tal
como aparece en Pablo y en Juan, incluir tanto una dimensión sensorial como espiritual.
Según Balthasar, esta perspectiva tiende a ser traicionada por la teología moderna, pero
tiene ya raíces en los orígenes de las tradiciones místicas en el cristianismo histórico.
Así Evagrio y sus seguidores, como también Agustín, tienen como meta la "visión de
Dios sin forma, en su luz inaccesible" (1,315). Según el autor, esa tendencia sigue con
Diadoco, Tomás, Eckhart y Juan de la Cruz. Las corrientes platonizantes y gnósticas
han estimulado siempre el movimiento que tiende a superar toda forma, llevando al
misticismo cristiano a "empequeñecer la forma tal como se encuentra en la visión
bíblica" (1,316).
Por el contrario, la contemplación cristiana debería tender a formar la única- imagen
(Ein-bild-ung) de Cristo en el alma, en lugar de absorber lo finito en lo infinito,
destruyendo la forma. Incluso Juan de la Cruz es considerado por Balthasar como un
místico no típicamente cristiano (3,159). La noche oscura puede ser una etapa
indispensable, pero no la meta. La noche representa solamente la parte "sin forma" de la
forma, "1a experiencia de la no-experiencia" (1,413). Y considera que Juan de la Cruz
participa todavía demasiado de la actitud neoplatónica que menosprecia la forma y la
figura. Por otro lado, Juan de la Cruz da importancia a la forma en su expresión estética,
provocando así una tensión entre la forma estética de sus escritos y la naturaleza
antiestética de su mensaje (3,126). En la paradoja de su poesía mística, la negatividad
sin forma de Juan asume una sólida firmeza en la forma. Pero Balthasar exige más. La
gracia mística no es sólo para el individuo, sino para la iglesia como un conjunto
(1,414). Como carisma especial, debe permanecer plenamente integrada en la comunión
de amor que vincula a todos los miemb ros de la iglesia entre sí. Juan ha separado el
límite entre su forma de contemplación y el carisma eclesial. "Resulta así esencialmente
un misticismo del individuo, una experiencia sólo entre el creyente y Dios..." (1,411).
Intento de evaluación
Se termina de leer el volumen final de esta gran suma teológica con un sentimiento de
admiración ante una obra a la vez tan original y tan tradicional, en la cual la teología
tridentina consigue su última y quizá su más bella expresión. La obra de Balthasar cierra
una época teológica de la iglesia católica -un período de escolástica sólida, de enorme
erudición y de profunda piedad-. Mostrando la grandeza mayestática de la liturgia
bizantina, su cultura religiosa satura a los que se encuentran dentro de esa tradició n,
mientras permanece relativamente inaccesible para los de fuera. Cuando Balthasar
empezó a escribir, la presión sobre la estructura autocontenida había llegado a ser muy
fuerte, y comenzaron a notarse algunas grietas. Había habido crisis anteriores -la
causada por el Vaticano I o la crisis modernista-, aunque cada vez la estructura había
mostrando su notable resistencia. Lo ocurrido a mediados de este siglo ha sido distinto.
La presión ha venido desde dentro del cuerpo principal y no de ciertos elementos
recalcitrantes. Entre los que presionaban había personas de la vanguardia de la teología
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y de la filosofía católicas, las mismas que habían enseñado a Balthasar (especialmente
Henri de Lubac). El mismo experimentó la tensión y sintió la necesidad de remediar la
situación que la había causado. Sin embargo, su estrategia fue diferente de la empleada
por otros. En lugar de intentar expandir los límites de la ortodoxia, reforzó la unidad
interna de la estructura, movilizando los elementos que habían permanecido inutilizados
y que podían muy bien constituir la mayor riqueza de la iglesia tridentina. El primero
entre ellos, la creatividad estética dispersa en varias áreas de la experiencia cristiana.
El período que precedió inmediatamente a la II guerra mundial, cuando Balthasar
recibió su formación, presenció una verdadera explosión de arte y literatura católicos,
así como de estudios patrísticos, litúrgicos y místicos, junto al redescubrimiento de una
identidad nacional católica, así como la creación de una filosofía tradicional católica. La
mayoría de estos elementos no habían podido ser integrados por la escuela teológica
tozudamente monolítica de las décadas anteriores. Balthasar reunió esos disiecta
membra en apoyo de una identidad cristiana que él veía en extremo peligro. Este
proyecto da a su trabajo un ribete polémico. Sin embargo, el mismo propósito de
reforzar la coherencia interna de la estructura y de ampliar su base le aleja de las
controversias con una sociedad secular, o incluso de un diálogo directo con ella.
Un proyecto de esta naturaleza corre el riesgo de ceder a la rigidez integrista y/o al
constructivismo estético. Balthasar ha evitando estos escollos a lo largo de los siete
volúmenes de la Herrlichkeit. Puede considerarse su actitud como "conservadora", en el
sentido que intenta "conservar" una tradición que él, a diferencia de muchos otros que
se abrogan ese título, conoce profundamente. En ocasiones su nombre ha sido usado
como defensor de las fuerzas reaccionarias del catolicismo romano. Creo que
injustificadamente. Una teología de la "Gloria" nunca puede ser "fundamentalista",
leemos en el volumen sobre el N.T. (3/2: 102-103), dado que el encuentro inmediato
entre Dios y el cristiano precede a la articulación doctrinal. El magisterio interpreta la
Revelación, pero no pone sus fundamentos. Sus pronunciamientos "no pretenden
construir un sistema que eventualmente sustituya a la Escritura, en todo o en parte"
(1,555). Tampoco Balthasar es un "tradicionalista": Así, considera la teología de la
condenación de San Agustín, o el infierno de Dante (la "reductio ad absurdum de la
teología escolástica", 3,90), o el descenso de Cristo al infierno para padecer la pena de
los condenados y liberar las almas cautivas (3/2), como teorías que se apartan
totalmente del núcleo de la tradición.
Por otra parte, una construcción "estética" mayor, como es "La Gloria del Señor", debe
integrar creativamente las oposiciones y las tensiones internas de toda la tradición.
Balthasar, como pasa con cualquier gran artista, no ha logrado resolverlas todas. Ya se
ha hecho notar la ambivalencia de su reflexión sobre el misticismo. Tampoco logra
plena armonía la relación que establece entre naturaleza y gracia. Ni su misma síntesis
consigue una consistencia final. Esto resulta más evidente en su tratamiento de las otras
religiones. El principio de armonía fuerza al autor a reconocer su significación y,
ciertamente, su carácter indispensable para una total comunicación de la gracia (1,213).
Cristo constituye "la medida tanto del juicio como de la redención para todas las demás
formas religiosas de la humanidad" (1,17). Sin embargo, el tratamiento hecho por
Balthasar refleja más juicio que redención. No cabe duda que la naturaleza misma de
una teología estética requiere un claro delineamiento de la forma específica del mensaje
cristiano. Pero su interés por tal claridad formal le ha llevado a exagerar los contrastes
en tonos ásperos. Ello resulta más evidente en su visión del hinduismo y del budismo.
LOUIS DUPRÉ
En cambio, pareciera que, si el significado de la forma cristiana radica precisamente en
su capacidad de armonizar naturaleza y gracia, debería postularse una apertura religiosa
hacia las otras creencias.
Detrás de esta actitud hay un interés constante por salvaguardar la integridad del
principio de la forma cristiana, así como de su carácter único, contra un gnosticismo
detectado por él en los movimientos místicos cristianos y también en el menosprecio
por la naturaleza predicado por el jansemismo y el protestantismo. "Desde Valentín
hasta Bultmann esta carne y sangre ha sido espiritualizada y desmitologizada" (1,314).
Aun cuando afirma que Cristo media todas las demás formas 1,527ss), éstas pierden su
justificación religiosa una vez que la forma de Cristo aparece. Pero, ¿cómo puede una
forma mostrarse como absolutamente única? O, acaso no es propio de la misma
naturaleza de la forma referirse a un contexto formal, del cual nunca puede llegar a
deshacerse completamente? Uno se pregunta si Balthasar no ha empequeñecido el
concepto de forma más de lo que éste puede soportar en una teología cristiana. La
afirmación de que la forma es "la aparición del misterio divino" (1,151) resulta tan
cierta como ambigua. La encarnación no se velaría "verdaderamente" si en Cristo no
aprehendiéramos realmente la irradiación de la forma interior de Dios. Sin embargo, ¿no
debemos distinguir acaso la forma percibida "con los ojos de la fe", de la forma
invisible "creída" como presente sobre la base de la percepción? "Forma" es un término
aquí análogo. Aun cuando aceptamos plenamente la presencia de una gnosis en la fe,
podemos no obstante distinguir la gnosis de la percepción de la propia del "oscuro
conocimiento". Aquí radica quizá el elemento de verdad de la teología mística y
negativa, no apreciada suficientemente por Balthasar.
Asimismo, uno puede preguntarse si el acento en la forma, característico del
cristianismo católico, no ha sido marcado a expensas de la significación de la Palabra,
tan poderosamente destacada en la tradición protestante. ¿No es precisamente la reforma
un esfuerzo por lograr la plenitud de la Palabra, la cual, aunque transparente en la
forma, se resiste sin embargo a ser identificada con esta forma? Y tomando en cuenta
cómo la perfección formal mató a la religión en la Grecia clásica, uno no puede sino
compartir el interés protestante. La diferencia entre protestantismo y catolicismo no
puede ser ya puesta en la contraposición entre la pura fe (en la Palabra) y la "forma":
Quizá ha llegado ya el tiempo de hacer distinciones más matizadas, tanto sobre la
Palabra como sobre la forma. Pero para Balthasar la palabra de la Escritura es una
superforma que tiene su propia luz por sí misma, y no necesita interpretación extrínseca.
Ninguna hermenéutica independiente de la fe viva de la iglesia puede verdaderamente
iluminar al creyente.
Aun cuando Balthasar posee un envidiable dominio de la exégesis, ésta tiene poca
influencia en sus conclusiones. La moderna exégesis bíblica es mencionada, o incluso
usada en la obra, pero raramente se la toma en serio. El olímpico distanciamiento de una
construcción estética que aísla al lector de su propia vida en el mundo, tiene el riesgo de
alejar precisamente de la tesis de la obra a quienes se podrían sentir más impresionados
por ella. Sólo queda esperar que logren superar esa resistencia, puesto que "La Gloria
del Señor", a pesar de sus defectos, constituye uno de los mayores logros teológicos de
nuestro siglo.
Tradujo y condensó: ANTONIO BENTUÉ