DIOS NOS SALVA DE SU IRA POR LA MUERTE DE SU HIJO
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DIOS NOS SALVA DE SU IRA POR LA MUERTE DE SU HIJO
DIOS NOS SALVA DE SU IRA POR LA MUERTE DE SU HIJO P. Steven Scherrer, MM, ThD www.DailyBiblicalSermons.com Homilía del jueves, 7ª semana del año, 23 de mayo de 2013 Eclo. 5, 1-10, Sal. 1, Marcos 9, 41-50 “No digas: ‘Es grande su compasión, me perdonará mis muchos pecados’, porque él tiene compasión y cólera, y su ira recae sobre los malvados” (Eclo. 5, 6 BJ). Parece que hoy hemos olvidado la ira de Dios, su ira justa, santa, y necesaria contra todo pecado, porque además de ser un Dios todo amoroso, es también un Dios todo justo. Si olvidamos la ira de Dios, ¿cómo entenderemos la salvación de Dios por medio de su Hijo siendo entregado a la muerte como un criminal en una cruz para salvarnos de su ira al sufrirla él mismo en nuestro lugar por nuestros pecados, porque “estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Rom. 5, 9)? La ira de Dios no es como nuestra ira, una emoción en que perdemos control de nosotros mismos. En Dios, la ira es la reacción santa, justa, y necesaria de un Dios todo santo y todo justo contra todo pecado. En toda justicia, tiene que castigar el pecado. Su infinito amor y misericordia no pueden cancelar su infinita justicia. “La ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad” (Rom. 1, 18). “Porque sabéis esto, que ningún fornicario, o inmundo, o avaro, que es idólatra, tiene herencia en el reino de Cristo y de Dios. Nadie os engañe con palabras vanas, porque por estas cosas viene la ira de Dios sobre los hijos de desobediencia” (Ef. 5, 5-6). “Haced morir, pues, lo terrenal en vosotros: fornicación, impureza, pasiones desordenadas, malos deseos y avaricia, que es idolatría; cosas por las cuales la ira de Dios viene sobre los hijos de desobediencia” (Col 3, 6). “Pues el Señor sabe compadecerse y también castigar, es poderoso cuando perdona y cuando se indigna. Tan grande como su misericordia es su severidad, y juzga al hombre según sus obras. No dejará escapar al pecador con su rapiña, ni que le falte la paciencia al piadoso” (Eclo. 16, 11-13 BJ). Pero Dios nos envió a su Hijo para salvarnos de esta ira. “Estando ya justificados en su sangre, por él seremos salvos de la ira” (Rom. 5, 9). El Padre envió a su Hijo para propiciar su propia ira contra nuestros pecados al ser castigado por ellos en vez de nosotros. Jesucristo es “a quien Dios puso como propiciación por medio de la fe en su sangre” (Rom. 3, 25). El efecto de esta propiciación es que los que ponen su fe en el Hijo están abrigados de la ira del Padre. Como el cordero pascual derramó su sangre para salvar a los israelitas de la muerte, así Cristo derramó su sangre en reparación por nuestros pecados, para satisfacer la divina justicia a favor de nosotros. Por eso nos regocijamos ahora, “porque nuestra pascua, que es Cristo, ya fue sacrificada por nosotros” (1 Cor. 5, 7). Como los animales sacrificados en el Antiguo Testamento para la expiación de pecados llevaron los pecados del pueblo (Lev. 16, 21-22. 24) y fueron degollados por estos pecados en vez de los pecadores siendo degollados, asimismo Cristo fue entregado a la muerte como un criminal en una cruz por nuestros pecados (Rom. 4, 25), absorbiendo en sí mismo la ira justa, santa, y necesaria de Dios contra los pecados de los que creen en Cristo. Así Cristo en su muerte nos salva de la ira de Dios (Rom. 5, 9). La muerte entró en el mundo como el castigo por el pecado (Gén. 2, 17; Rom. 5, 12-19), pero Cristo sufrió este castigo en vez de nosotros en la cruz, así abrigándonos y salvándonos de la ira de Dios, cuando ponemos nuestra fe en Cristo. Y esta acción de Cristo fue a la iniciativa de Dios el Padre, “que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros” (Rom. 8, 32). Si olvidamos la ira de Dios, es difícil entender la salvación que Dios nos dio en la muerte en cruz de su Hijo. Él fue enviado precisamente para salvarnos de su ira por medio de nuestra fe en él. Él sufrió la ira de Dios, la maldición de la ley por nuestros pecados (Gál. 3, 13), en vez de nosotros. 2