El mismo idioma
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El mismo idioma
07-05-2008 El mismo idioma Este cuento llega a todos nosotros gracias a la colaboración de Micaela Bergesio, nieta de alemanes del Volga quien nos dijo: "A los nostálgicos y orgullosos de ser alemanes del volga, ojala puedan leerlo, todo surgio de los correos que intercambiamos en la GER-RUS-ARG. Aún no avance mucho en mi árbol genealógico, pero este grupo me sirvió para avanzar en algo mas IMPORTANTE: mi Identidad! Sunchales es una ciudad de 20 mil habitantes y pertenece a la provincia de Santa Fe. No nací en ella pero conocí su aroma de verano cuando aún era niña y gastaba mis vacaciones en una casa de la Cortada Molina. Los padres de mi madre, Luisa Bach, vivían ahí. Ellos eran casi desconocidos que abordaban mi niñez unos pocos días al año y más desconocidos aún porque cuando se dirigían la palabra lo hacían en un idioma distinto al que yo trataba de aprender en las aulas. Los años pasaron y como dice una popular canción, todo cambió. Hoy son mis breves vacaciones adultas las que malgasto fuera del suelo sunchalense; la rutina cotidiana la reservo para esta ciudad de 20 mil habitantes donde actualmente vivo y sueño. Resido a tan sólo dos cuadras de la Cortada Molina. La casa de mis abuelos sigue en pie, es verdad, hay algunas ausencias y la humedad casi canta victoria. La visito diariamente; ahí es donde me encuentro con ella, su vestido y caderas remendadas. Ya no es para mí la madre de mi madre, sino cariñosamente, mi abuela. Ella se llama Bárbara Burgardt de Bach, nació en Entre Ríos y la mayor parte de sus jóvenes días los disfrutó en Santa Anita. Yo, su nieta, tengo 28 impacientes años y mi nombre es Micaela. Ella es descendiente de Alemanes del Volga y al igual que el dificil idioma heredado de su familia ha resistido, ya lejos de tierras entrerrianas, inundaciones, olvido, miseria, soledades, mudanzas y muertes. Yo en cambio recién estoy aprendiendo a pronunciar las palabras "descendientes" y "alemanes del Volga",pero ya comprendí que mi identidad no sólo necesita un documento nacional actual y en buenas condiciones, sino además necesita conocer cómo y por qué mi abuela habla alemán. Mi prisa no se lleva bien con su hablar pausado. No comulga mi paciencia con su fallida memoria, culpable de que ella me pregunte siempre asombrada lo que recién acabo de responderle. Mientras transcurren los breves minutos que tarda en insistir sobre el mismo tema, se hamaca suavemente, pone su mano en una de sus mejillas, no mira nada pero observa todo. Al observarla detenidamente es cuando mi prisa me da un respiro y recuerdo, providencialmente, el nombre de algunas comidas típicas de la comunidad alemana que aprendí intercambiando cibernéticos diálogos con los integrantes de una lista que reúne a orgullosos descendientes de Alemanes del Volga*. Entonces cambiamos los roles y soy yo la que comienzaa interrogar: Abuela, que significa kleis? Puedo asegurar que después de escuchar esa simple frase ni el excitante color de las flores de los jacarandaes que ostenta la Cortada Molina se compara con la luz de la mirada de Bárbara, o Barbarita, como ella misma dice que se llama. Vuelve a ser aquella niña que ayudaba a su madre y abuela a secar carne, elaborar quesos, panes, dulces y kleis, mientras los hombres de la casa tocaban las siempre invitadas acordeones. Vuelve esa joven laboriosa y de pelo largo a querer agradar a sus suegros, también alemanes, quienes son ahora nueva sangre de su familia. Vuelve esa anciana de 85 años a encontrar los ojos claros de su nieta y por fin se da cuenta de que su relato me arrastra con ella a su pago y corremos juntas por un camino rural de una pequeña colonia, mientras las dos hablamos el mismo idioma. Cuando acaba el viaje y la fluidez de la charla me envuelve descubro que no estoy sola frente a la anciana de 85 años. Una desprolija silla de madera me acompaña en las conversaciones. La tabla principal está sin pintar y el resto lleva un aburrido color marrón. Es muy pequeña, casi infantil. Su diminuto tamaño tiene una explicación muy funcional. Era el asiento que utilizaba el padre de mi madre, Sebastián Bach, también entrerriano y de raíces alemanes. Un hombre de muy baja estatura, gestos dulces pero semblante recio y manos rudas. No compartí muchos abriles con él, pero me bastaron unas pocas jornadas para saber que en la casa de la Cortada Molina lo encontrabas la mayor parte del día sobre su silla. Al lado de la máquina de coser, con las piernas cruzadas y el codo apoyado sobre ese objeto tan usado por su esposa. A media tarde en la galería y armando cigarrillos. Y cuando empezaba a atardecer en el garaje, donde junto a su mujer realizaban una minuciosa labor: daban forma a estructuras de cartón que una fábrica local depositaba en su domicilio y retiraba cuando estaban convertidas en cajas. Aún me parece escuchar cómo el sonido de la cinta que utilizaban para pegar se mezclaba, casi musicalmente, con sus largas charlas en alemán, charlas e idiomas que les permitían estar en ese garaje pero imaginar que seguían aún en algún campo de Entre Ríos, donde nacieron, se encontraron, aprendieron a cuidarse y criaron a la mayoría de sus 12 hijos. Mi abuelo falleció hace ya varios almanaques y nada sabía de globalización. Pero el destino del neoliberalismo tenía un nuevo revés para la fábrica de cartón. Desde hace un tiempo la empresa pasó a formar parte de una gran compañía de capitales alemanes; cambió su nombre y hoy se llama Smurfit. Una vez al año,los anónimos dueños recorren la planta sunchalense. Mientras caminan, el bullicioso funcionarde las máquinas se mezcla con sus apreciaciones, por supuesto en alemán, el mismo idioma que utilizaba aquel entrerriano, en aquel trabajo informal en el garaje de la Cortada Molina. Particularmente yo sí conozco el término globalización y observo el nuevo cartel de la fábrica de cartón. Pero también es cierto que nunca visité Santa Anita,no hablo alemán y leí tan sólo unas pocas páginas de un libro que relata el peregrinar por Europa y América de los Alemanes del Volga. A pesar de ello, cada tarde me animo a romper el silencio que imprime el abismo de las generaciones y pronuncio nuevamente esa palabra que internet ha agregado, providencialmente, a mi vocabulario. Y así comienza una vez más una maravillosa conversación y un largo viaje. Abuela, qué significa kleis en alemán? Cómo se llamaban tus padres? Contame la historia de mi tatarabuela que llegó a Argentina escondida en un rincón de un inmenso barco. Y así seguimos, cada tarde, ella y yo. Ella en su desgastado sillón, yo en la diminuta silla de madera. Ella pasea enamorada en el patio trasero de un campo de Entre Ríos; yo bailo en mi rubia juventud al reconocerme en sus grandes caderas. Ella sonríe porque mis labios garabatean sus primeras palabras en alemán... y Entonces yo, definitivamente comprendo, que al fin... SÉ QUIÉN SOY. Micaela Bergesio.