ecordando historias de tiempos pasados, pero
Transcripción
ecordando historias de tiempos pasados, pero
R ecordando historias de tiempos pasados, pero no muy lejanos, vino a mi memoria una de ellas que no hace mucho tiempo le ocurrió a un buen amigo mío, extraña historia que si me dejáis, me gustaría compartir con todos vosotros y contárosla para que no sea yo solo el que valore dicho pasaje ni que la gran amistad que nos une influya en mi análisis personal del relato, máxime cuando me vi, más tarde, intensamente involucrado. La historia se inicia un día de trabajo de verano, era viernes y estaba deseoso de concluir la jornada laboral para marchar a su casita de campo, como hacía todos los fines de semana (mi amigo le llamaba su casita de campo cuando en realidad se trataba de una impresionante mansión rodeada de un espeso bosque que además cobijaba un barranco o vaguada por el que y en su fondo, discurría un riachuelo). Casi todos los viernes por la noche, nuestros amigos y nosotros nos reuníamos para pasar una agradable velada; mi amigo y yo nos conocíamos desde niños y con una sola mirada, la mayoría de las veces intuíamos que alguna inquietud nos acechaba o nos alarmaba. En esas reuniones gastronómico-tertulianas de los viernes, además de conversar de política, de nuestro trabajo, de las familias y de algún tema más de actualidad, también recordábamos con toda seguridad, nuestras batallitas de aquellos tiempos. 14 Las batallitas de las vacaciones veraniegas de nuestra niñez y pubertad y así lo hacíamos ya que ninguno de los dos hicimos el servicio militar por lo que no teníamos tema en esos menesteres como ocurre en otras reuniones de amigos; revivíamos aquellos imborrables días en un lugar llamado «Río Juanes». Río Juanes era, para nosotros, un paraíso que tomaba su nombre del río que atraviesa el terreno, llamado Juanes, dividiendo el lugar en dos terrazas a modo de pequeñas planicies de tierra y a diferentes alturas, unidas por un frágil puente de suelo de cemento y barandillas de tubo de fontanero; este puente, más de una vez fue arrastrado por las furiosas embestidas del río, que cuando se desbocaba originando una riada por las crecidas que experimentaba debido al aporte de aguas de las montañas de alrededor, era temible. En una de las terrazas, la más baja a la que se accedía por la carretera que llegaba de Buñol, la cual se dividía en dos direcciones, una que seguía hacia Yátova y la otra con suave y larga bajada y que nos llevaba directamente a ella, se levantaban pequeñas casitas adosadas de dos alturas y de no más de 30-35 metros cuadrados, que aunque algo angostas, incómodas y estrechas pero llenas de vida e ilusiones, era donde las familias, año tras año, pasaban las vacaciones veraniegas, siendo una espléndida fiesta cada vez que acudían los amigos del verano anterior y en una de ellas estábamos nosotros, mis padres, mis hermanos y yo hasta los 16, 17 años. Lo peor y más duro eran, precisamente 15 15 Mi hermano y yo 16 al finalizar el periodo estival, las despedidas, siempre tristes y con promesas acerca del verano próximo ya que durante al menos dos meses éramos como una gran familia compartiendo excursiones, juegos, incluso comidas y cenas. En la otra terraza, la más elevada, había un gran caserón con una especie de rústico comedor, que a la vez servía como punto de encuentro y reunión; también había una cocina enorme y habitaciones en el piso superior para la gente o viajeros no habituales que quisiera pasar algunos días descubriendo el lugar. En ese caserón vivían los dueños de todo ese tinglado y el «Tío Quico», enjuto y fibroso personaje de edad indescifrable, de pequeño cuerpo y movimientos rápidos, que era el que mantenía todo aquello en orden y funcionamiento; también era el que nos perseguía cuando le robábamos los huevos que las gallinas ponían en el pajar de al lado. Las relaciones entre todos eran excepcionales, no existiendo en general roces ni altercados de ningún tipo, surgiendo así, de aquel tiempo y de aquel lugar, lazos de amistad tan intensos, que se han mantenido hasta nuestros días. La carretera que venía de Buñol, atravesaba el río, a escasa distancia de las casitas, gracias a otro puente, pero éste, de verdad, de obra; debajo de él, el río se hacía profundo conformando una gran y espectacular poza llamada «La Carbonera», con aguas tan cristalinas y transparentes que parecía que aquella zona del río estaba vacía, sin agua, pues las piedras y plantas del fondo eran perfectamente visibles; tan solo te dabas cuenta que sí que contenía agua cuando te fijabas en las dos pequeñas cascadas que siguiendo el 17 Caserón del “Tio Quico” en la actualidad Naturaleza viva junto al Rio Juanes Poza del Rio Juanes curso natural, una de ellas alimentaba la poza y la otra era su aliviadero. 18 El transcurrir del río en la zona edificada entre las dos terrazas, era bastante recto, estrechándose o ensanchándose, en ocasiones con pequeñas torrenteras chispeantes de mil estrellas, con espesa y abundante vegetación en sus orillas y musgo por todos lados que en más de una ocasión fue culpable de nuestras caídas y chapuzones no deseados al resbalarnos buscando y cazando ranas. Nadie sabía por qué, aquel río, pletórico de vida, con renacuajos, tijeretas, culebras de agua, ranas y varias especies de insectos acuáticos, no tenía peces. Mi amigo y yo decidimos remediar dicha situación y nos pusimos a pensar la forma de resolverla. También pasaba sus vacaciones allí, un hombre de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, al que desde nuestra edad veíamos casi como un abuelo, vegetariano y naturista que de vez en cuando nos hacía subir los montes, en noches cerradas, sin luna y descalzos, para que aprendiéramos a sentir, tal como él decía, la unión con la Naturaleza total. Casi siempre el monte elegido, era el que arrancaba de detrás de las casitas unifamiliares y que ganando altura rápidamente con fuertes pendientes casi verticales, terminaba en imponentes muros graníticos grises de extrema rudeza y de una belleza sin igual. En sus paredes crecía el té silvestre que frecuentemente recogíamos, no sin peligro, para venderlo en los pueblos cercanos cuando necesitábamos algo más de dinero. En el extremo sur de este muro rocoso, una gran lasca se separaba del resto de la montaña originando un pasadizo al que llamábamos «La Raja», de no más de ochenta centímetros de anchura, que arrancando desde la base del orgulloso peñasco, nos llevaba tras una empinada e inquietante ascensión, a lo más alto, arriba de la roca. Desde allí, desde esa altura, se divisaba todo el «complejo veraniego», el río allá abajo, de derecha a izquierda y el horizonte infinito. Si ya de día nos causaba respeto, impresión y algo de temor aquella herida del monte, en las noches oscuras la ascensión era otra cosa; la impresión se transformaba en alarma, el respeto en autodefensa y el temor, quizá en miedo, en una sensación como si de allí fuera a salir no sabíamos que extraños seres, pero aun así, al emprender la subida, todos juntos y principalmente mi amigo y yo, inseparables, nadie daba media vuelta, como queriendo hacer notar nuestra valentía, sobre todo a nosotros mismos. En más de una ocasión, nos hicimos daño y nos lastimamos exclamando: -Mierda, me he hecho daño, ¿qué hacemos aquí? Pero volvíamos a subir cuando teníamos que hacerlo y cada vez era como si fuera la primera, embargándonos siempre el sentimiento de honor, de no abandonar, de no retroceder, de valor y de heroicidad. La idea de repoblar el río de peces seguía martilleándonos la cabeza y decidimos transmitir al hombre vegetariano y naturista, el que nos hacía sufrir pero con honor, nuestra inquietud y algunos días más tarde le propusimos un plan, nuestro plan. En un pueblo no lejos de «Río Juanes», transcurría otro río, el Magro, que sí que tenía peces y que moría 19 20 en un pantano, el pantano de Forata; pensábamos que si colocábamos unas redes en el río, justo antes de ceder sus aguas al pantano, los peces quedarían atrapados, podríamos cogerlos y meterlos en grandes bidones, con agua, para transportarlos y vaciarlos más tarde en el río Juanes. Al exponerle nuestra idea, le pareció acertada y con grandes posibilidades de éxito, por lo que tras unos minutos de silencio pensante, se decidió a ponerla en práctica y con ilusión mal contenida, así lo hicimos. Llenamos al menos que recuerde, ocho bidones repletos de peces. Todas las gentes veraneantes estaban pendientes de nuestra locura con escéptica actitud y nosotros, con todo el orgullo del mundo, vaciamos el contenido de los depósitos; los minutos siguientes fueron de tensa expectación y respiración contenida; pocos segundos después, los nuevos moradores del río Juanes, nadaban y se desplazaban libremente, como si siempre hubieran estado allí. La explosión de alegría y de aplausos que nos dedicaron todos los presentes nos hicieron sentir como héroes, como conquistadores y creadores de algo nuevo. Todo el protagonismo fue para nosotros, fue una gran fiesta; el hombre vegetariano y naturista se autoexcluyó a un segundo plano, aunque cruzábamos con él miradas de complicidad. Tanto se reprodujeron las especies, principalmente bogas de agua dulce y barbos que desde entonces, cada verano, nos hacíamos sencillas cañas y aparejos para pescar desde las orillas y cocinar las capturas. Así transcurrían nuestros veranos en aquel lugar de