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Inéditos Publicación literaria semestral de la Fundación Mario Benedetti prosa p o e1 s í a p o e s í a ensayo 1 ISSN1688-8510 revista Año I / N°1 P u b l i c a c i ó n s e m e s t ra l Oc t u b re 2 0 1 1 D i s t r i b u c i ó n g ra t u i t a M o n t e v i d e o / U r u g u ay E q u i p o d e t ra b a j o Redactor Responsable: Ariel Silva D i re c t o ra s: María del Carmen González L a u ra F u m a g a l l i G rá f i c a y Fo t o g ra f í a : A n d ré s C r i b a r i S e c re t a r í a : Inés Silva C o l a b o ra n e n e s te n ú m e ro : C i rc e M a i a , G u s t av o L e s p a d a I m p re s i ó n : M a s t e r g ra f S . R . L . D. L . N ° 3 5 6 9 9 3 Ministerio de Educación y C u l t u ra N ° 2 3 6 1 ISSN 1688-8510 S e p ro h í b e l a re p ro d u c c i ó n t o t a l o p a rc i a l d e l m a t e r i a l p u b l i c a d o s i n p re v i a autorización del autor/a. Los conceptos vertidos en los textos publicados son de e xc l u s i v a re s p o n s a b i l i d a d d e s u s a u t o re s / a s . Esta publicación es de d i s t r i b u c i ó n g ra t u i t a , e s t á p ro h i b i d a s u v e n t a . En la Fundación Mario Benedetti hemos recibido con agrado la Inéditos es una revista literaria que nació con el propósito de crear iniciativa de publicar obra inédita de autores nacionales, más un canal de comunicación entre los nuevos escritores uruguayos y el aún al tratarse de un llamado abierto. Nos pareció interesante público lector. De esta manera se piensa contribuir a la divulgación de la inquietud como forma de darle la oportunidad a quienes, por una producción literaria que por diversas razones no ha encontrado su diferentes razones, no acceden a los canales existentes. lugar en el campo editorial. Respondieron a la convocatoria más de noventa textos, lográndose En este primer número publicamos un conjunto de poemas y relatos, así entre los publicados una muestra heterogénea. Debido a la seleccionados entre los numerosos textos presentados al concurso cantidad de páginas de la revista fue necesario para el jurado organizado por la revista en abril de este año. La selección estuvo establecer un orden de prelación. Esperamos que esta publicación a cargo de un jurado integrado por Rafael Courtoisie (votado por los sea un incentivo para la creación literaria, un medio facilitador y concursantes), Álvaro Ojeda y Daniel Vidal. un aporte a la reflexión. Además de la publicación de los textos que surgieron del concurso, La próxima salida está prevista para el primer semestre del año Inéditos reserva un espacio para artículos que contribuyan a reflexionar entrante. Cada número tendrá un jurado diferente y un artista sobre temas relacionados con la producción literaria en nuestro país. A invitado para ilustrar desde distintas técnicas, así como el valioso este fin responde la encuesta realizada a jóvenes escritores, a quienes aporte de obra inédita de escritores reconocidos. agradecemos la amabilidad de haber contestado nuestras preguntas. Por La Fundación Mario Benedetti, cumpliendo con los objetivos establecidos en forma testamentaria por su creador agradece el esfuerzo del equipo de trabajo y los participantes. C o n t a c t o, i n fo r m a c i ó n y co m e n t a r i o s: re v i s t a i n e d i t o s @ g m a i l . c o m último, la revista también intenta acercar a los lectores colaboraciones de autores que ya cuentan con una trayectoria reconocida. En este número tenemos el privilegio de publicar textos inéditos de Circe Maia y Gustavo Lespada. Agradecemos a la Fundación Mario Benedetti el apoyo prestado a este proyecto. También agradecemos a todos los escritores que enviaron obra para que fuera evaluada. A ellos y a todos los que deseen participar les anunciamos que próximamente se hará un nuevo llamado a presentar textos para el segundo número de la revista, previsto para el primer semestre del año 2012. María del Carmen González L aura Fumagalli 2 p o e s í a sumario Selección de textos para el concurso de Jurado Álvaro Ojeda - R afael Courtoisie - Daniel Vidal Fallo Luego de minuciosas lecturas del numeroso material poético y narrativo presentado a concurso, el jurado destaca la gran heterogeneidad de corrientes y enfoques de los textos, la variabilidad en cuanto a extensión y concreciones estéticas y el voluntarioso y loable empeño de expresarse por medio de la palabra creativa, hecho básico en la prosecución de todo emprendimiento cultural nacional y latinoamericano. Asimismo, el jurado decide seleccionar la siguiente lista de obras en verso y textos narrativos, para ser publicada en la Revista Inéditos de la Fundación Mario Benedetti: Poesía tiempo amarillo - Gerardo Ferreira. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 4 Regicidio Music Glam - Santiago Pereira. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6 a raúl gómez jattin - Líber Mendizábal . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 6 Del silencio; A a media voz; Ruido - Fiorella Pena. . . . . . . . . . . . . 7 Sin título - Elías Emir . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 8 Contar la infancia; Es posible; Casi el final; Más cerca; Buenos lugares - Silvana Hernández. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 Narrativa Sueña Orieta, sueña - Margarita Silberberg. . . . . . . . . . . . . . . . 10 La abuela - Dominga Nelly Ruffo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 12 Tres por uno - Francisco Ramos. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14 El hombre en la cama - Ignacio Fernández . . . . . . . . . . . . . . . . 20 ¿Y ahora qué? - Eloisa Armand Ugon. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 24 El velorio del Mani - Gustavo Rivero. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 26 Rapport - Florencia Gambetta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28 La nueva - Juan Rodríguez Brites. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 30 Mi obra - Elena Solís. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 32 Ama de casa - Claudette Perrés. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33 Pelotita - Juan Carlos Albarado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 34 Un tiro en la cara - José Lissidini. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 36 Dos hermanos - Raúl Caplán. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 38 Fragmento de “La Poesía que tenía…” - Maximiliano García. . . . . 42 Buracos - Rafael Fernández Pimienta . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 46 Incensario - Gabriel Boffano. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 48 Bibliocausto - Silvia Bechler. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50 Invitados escribe - Gustavo Lespada. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 54 conversaciones - Circe Maia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 55 Encuesta. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 56 5 poesía tiempo amarillo Gerardo Ferreira y s e l l e va l a p e n a co m o u n s o m b re ro, s í . C r i s t i n a C a r n e i ro Volaré máscara eólico viaje en el callejón un papel se arruga se avienta sudoroso contra la pared blanca lucha enérgicamente | la traspasa lo que la máscara afirma no es otra cosa la necesidad de convertirse el aire no tiene fecha de vencimiento goza de salud por ahora es igual a la poesía fuerte como un paquidermo la vela de un pequeño barco es tu pecho y el mío navegando entre las olas su mástil de viento cuando algo no nos gusta cuando algo nos fastidia andamos por el mundo en busca de aire salimos a respirar eucaliptos o el perfume del amor en una bufanda vieja encontré grabado en el agua tu nombre afirma la aparente verdad que representa tener un par de manos para hacer un par de ojos para comprobar si el dios de los demás existe un par de piernas que ayuden a cruzar inevitables puentes puentes sanos de madera curiosamente arqueada puentes finos deseosos de penetración al alba cae al suelo lastimado en posición fetal abre apenas un ojo en señal de triunfo. Una nueva pared emerge frente a él, firme, suntuosa se pone de pie la voluntad. la luz rebota sobre el telón rebota sobre la necesidad de contemplarse de ver qué posición asumirán los párpados esta vez lo que la máscara afirma no es otra cosa el cabo de una cuerda que une mundos con un par de orejas que escuchan lo que quieren escuchar con un par de brazos que construyen alegría o cansancio desde el más allá, en el más acá la palma de los pies, la planta de las manos el cuello de la cintura abierto en un canto en un signo en una callada curva del campo. qué más decir las galletas saladas caminan sobre el diccionario pocket inglés - español quieren traducir la palabra “hambre” para que no las coma o para que siga hablando de cosas sin importancia como la tenaz supervivencia de una soda cracker oigo a mis espaldas una pava que hierve y se despluma se acaricia el pico sobre el piso de la cocina y con la punta de sus alas salpica los azulejos con lágrimas de pava pluma / caída la punta del pico le arde como la punta del lápiz que se usó para dibujar las estrellas cuando todo era caos dice el génesis en la boca del caimán tropiezan los gritos del ave para qué alargar la noche con todo esto agua con algo de gusto nada más agua verde escupida hacia adentro y el organismo se acostumbra a repeler toda cosa ignota y la mente se acostumbra a permitir muchas maneras de intoxicarse entre gruesos dientes se desvanece como un eco que al chocar interrumpe su viaje uno de sus gritos implota áspero, derretido chorro de humo en las montañas (sobre las demás cosas siempre reclamará el cuerpo absurdos señoríos) cae la sangre en finos tallos cae vestida de sangre. “Yaciyateré es nombre de yerba” escribí en la espalda maciza del homo faber salteño pero las cosas siguieron igual bajo aquella palmera dorada para qué fastidiar a los ángeles con mis protestas diarias pensé no hoy se pagan grandes sumas por tenerlo (puede guardarse en bolsas el aire pero de dos asas deben ser) Augur el aire apelmazado el aire que algunos roban de bolsillos ajenos o el aire viciado de un cuarto hacen mal no vale la pena comprarlos De tarde vi una nube que corría presurosa entre las demás viajera, hacíase lugar y se alejaba. Ahora, diez años después aletea en el mismo sitio el señor apuntó los números que dicté doce a la cabeza, nueve, y otro que no recuerdo desmorrugó el billete que le di roto, casi hecho hilacha me miró yo quería el aire que no podía comprar la veo constato en su pelaje: el transcurrir es la meditación del tiempo en torno a quien lo mide. yo quería llevarlo y no me alcanzaba imaginé como sería tenerlo entre mis manos así de manso, atesoré su idea ignorancia que se tiene a los diez años a oscuras nos buscamos dando a conocer nuestras infancias respirar de nuevo ese aire frente al sol radiante jazmín quieto sentarse al lado del viento y por un momento sentir el aroma que otro hubiese olido el terco deseo de elevarse la necesidad de envejecer de acuerdo a ciertas reglas. 6 p o e y por allí merodeábamos sin ir más lejos. 7 s í a p o e s í a Regicidio Music Glam Santiago Pereira Fiorella Pena Rayo de Lord Byron al oscuro tuneado. Boris Karloff bajo formol sus ojos de frasco. ¡Oh, percanta! lengua de entraña, ojos los palmos, manos de Prometeo lujuriosas de párkinson. Decantar de los ojos al neófito verbo; concepto infundado del fundado concepto. La mirada al reverso del decoro inverso. El verso: pasta de sangre, de sangre y cabello. La facundia en cuello, la afasia del adefesio, acelerar de nucas de viruta al destello. ¡Crack! del hueso de arranque, funámbulo del fémur; iceberg de la piel, lengua misógina de Otelo. Filomeno cantare a dos graves de Strauss. Mp3 knife del regicidio music glam; del sintagma bacanal al aluvión broadcast; del “MÍ” sostenido a la autofagia de llorar. Lento de pixeles el absurdo en movimiento; de la flecha de Zenón al estúpido desmedro; del violar niños a ningún remordimiento. Yo verso: pasta de sangre, de sangre y baberos. E l s i l e n c i o e s e l r u i d o m á s f u e r te , q u i z á s , e l m á s f u e r te d e t o d o s Miles Davis a raúl gómez jattin Líber Mendizábal los poetas son unos monstruos de soledad tenías razón poeta porque escribir es trepar en el aire respirar arena abrazar a nadie caerse de los renglones y para colmo estos son de cemento los poetas son unos monstruos de soledad lo son poeta lo son I. Del silencio II. A media voz Sin ser verso, ni estrofa, ni poema, estas nadas son silencios. Hace tiempo, un día miraba con apatía y desgano el reloj esperando que el tiempo pasara en este cosmos de gélido alioj. Se dice más de lo que se dice, cuando se calla. Dicen las palabras lo mismo, más, o lo mismo, que el silencio, silencio, sí… Ruidos, que son ruidos, por el silencio. Con tal avidez lo contemplaba que en ese quietismo enmudecido veloz el tiempo me atravesaba y yo sólo moría abatido. Hay una fracción en el devenir en que el tiempo sigue transcurriendo aunque la aguja en su ir y venir en un punto su andar va suspendiendo No son estrofas, son vacío, vacío, silencio. No se dice nada y se dice todo. y esa pizca de legado divino es en esencia nuestra libertad. Creación inefable y torbellino que contemplamos sin eternidad. III. Ruido Nada. Una partícula. Algo. El vacío llenándose de sentidos. Espacio-tiempo. Ser. Rumor vago. La eternidad y solamente un testigo. Dos, tres, seis, tres mil trescientos treinta y nueve, un Uno al que todo todos esos le deben. Paz. Intereses. Maldito hado. Codicia, poderes, usuras y olvidos. Míos y tuyos causan estragos Ruido, gritos, muerte, ningún alma, ruido. Estruendo y brillo de alborada, algo, alguna partícula, nada. pero no queda más que escribir inventar ficcionar delirar incluso los poetas son unos monstruos de soledad tenías razón poeta tenés razón 8 p o e 9 s í a p o e s í a elías emir Silvana Hernández Un ser humano camina por el lúgubre pasillo, cruza la gran biblioteca se detiene ante la enorme ventana. El mismo vacío. Los dedos van hundiendo las teclas. Una a una. La manera de pensar no es usual, y comienza a sorprenderle que en cada momento no advenga el final. Los ojos de aquella niña al borde de la playa lo observan desde gran distancia; unos veinte años. Vuelca maquinalmente la taza sobre su labio inferior. Sin ganas. El café está poco caliente, y poco frío. Observa su cama; una muchacha duerme, y en un lugar inextricable, comulga con la noche. Contar la infancia Esa niña mirando cada detalle Mirando sin saber que mirar así es estar triste Las nubes juegan a tapar la luna y todo lo cubre el antiguo barniz del silencio. Los policías exhalando el aliento, visible desde el bar, hablan en grupitos cruzando la calle; El fuego arde sobre el caucho de tres neumáticos. Las camperas gruesas defienden de los golpes, del frío, de los milicos El viejo pide un café mientras lee Brecha sus ojos recorren veinte palabras y vuelven a la calle; tiene que estar atento, tiene que. El coche en marcha. 10:35 pm. La oscura carretera se despliega, ante el veloz artificio de cinco velocidades. Esa canción, que en el momento de encender la radio, nace en un rincón de 1979 y se acurruca en mi oído, logra transformarlo todo. La ruta aparece como una hermosa metáfora del infinito El infinito como una misteriosa metáfora del instante Es posible Resistirse no vale la pena, empujar tampoco. Apenas se puede crear una brisa y eso moverá todo. 1994 Deja el cigarrillo en el cenicero Las brasas del pucho iluminan la mesa que parece abrir un ojo rojo que llora humo El bar es un nido con ventanas que lo separan de Cufré La gente converge las miradas contienen el aliento Los teléfonos suenan en despachos lejanos; despachos que observan y esperan. Sé que al voltear solo estará aquella vieja biblioteca de roble. Tan pródiga en letras germanas. Oscura. La moquette repulsa los ruidosos pasos. Solo pienso en el enigma. El misterio de ese viejo, que aquí escribía arrebatando piedras al mar para romper la insoportable monotonía del papel. Luna. Ella trae a la vida los jardines que el sol dejó morir. Pero, es otra vida. Los niños juegan hasta que ya no exista el aliento. En cada escondite permanecerán ocultos. Eso es todo. Casi el final En ese mortal instante todas las tristezas se juntan desesperadamente. Y claro que no hay consuelo para esa estúpida desilusión de mí misma. Ella duerme tranquila En un teclado hundido en un cuarto de Montevideo se escribe su nombre El tipo se le levanta camina entre la oscuridad solo interrumpida por el cuadrado incandescente y se cuelga de un sueño imposible Sus labios se desprenden, y el olvido aún está por arribar. La tarde fue el último alarido, del día que muere. Se separan. Ambos se hunden en la penumbra pisando las aliviadas aceras. El líquido inunda los ojos, salta a la comba de las mejillas para luego humedecer la oscura barba. Más cerca poco he podido hacerles saber acerca de esta manera quebrada de estar Coches se pierden veloces rumbo al centro papeles que cubren el piso de un ambiente revuelto Desde la puerta abierta que da a la calle observa un niño Miran los ojos en la cara del niño El mundo era una plétora de enigmas Desde el adoquín puedo respirar noviembre en calma. Tan solo un foco logra vomitar su palidez, en esta calle de despótica penumbra. El día comienza a escupir su gris luz por la ventana. En un tiempo en que me oculto en el escondrijo de un sueño al revés el amanecer se arrastra lentamente por las azoteas. El nervioso taconeo marca un trepidante ritmo sobre el pavimento. Unos ojos me escrutan por encima de la piel de un pobre animal. La mujer golpetea la cerradura con la llave, penetra, gira, consigue resguardo; que la aleja, de un posible delincuente. Buenos lugares La guía telefónica está a mano La computadora está funcionando La aceitera tiene aceite suficiente Todo está en su maldito lugar Cuando lo antiguo no termina de volver la mística de una vieja pensión permanece soterrada 10 p o e s 11 í a p o e s í a narrativa Sueña Orieta, sueña Margarita Silberberg Ya de pequeñita, cuando a Orieta le hacían la desubicada pregunta: ¿qué vas a ser cuando seas grande?, ella respondía: Cantante de Ópera. Le encantaba escuchar a su padre haciéndola dormir con las famosas arias de óperas y zarzuelas. Su madre le enseñaba canciones infantiles francesas, para exhibirla ante las visitas. A los ocho años comenzó los estudios de ballet y también de piano con un bello profesor, un poco abúlico para enseñar. Cuando Orieta terminó segundo año ya muy desmotivada, el maestro consiguió un álbum con arreglos fáciles de los fragmentos más reconocibles de las óperas famosas. Para estudiar esas partituras Orieta mostró una dedicación y capacidad pianística insospechada. Eso motivó a su profesor a seguir adelante con esa niña que sólo aprendía lo que le gustaba. En la escuela ella era de las que cantaban el solo del Himno, recitaba en las fiestas patrias, y todas las tardes tocaba al piano marchas, mientras los alumnos se formaban en el patio y desfilaban hasta la puerta, a la hora de salida. La mamá de Orieta la colocaba en cuanto festejo surgiera. Si le pedían que cantara, cantaba, que recitara, recitaba y también bailaba. La niña necesitaba comunicarse y lo hacía con sus mejores dotes. Los años la fueron convirtiendo en una graciosa adolescente, y una vez superada la edad del cambio de voz, la aceptó entre sus alumnos la profesora María Kubes. Estudiar canto con esa ya envejecida pero renombrada cantante checa, era un logro del sueño de Orieta. Tomaba clases dos veces por semana. Aprendió a respirar, a vocalizar, a leer partituras a simple vista y en varios idiomas que le eran muy extraños, como el checo o el alemán. Llegó a entender el sentido de todas las palabras de lo que interpretaba, las tribulaciones de Butterfly, Violeta, Bess, Micaela, Gilda y todas las heroínas dramáticas con las que se llegaba a identificar. A escondidas de la Kubes estudió romanzas de operetas, zarzuelas, canzonetas, boleros y otras músicas en boga, que su profesora catalogaba como despreciables. Llegó el verano de los 15 años de Orieta y con las vacaciones, el calor y el ocio, las pullas de sus amigas. – Parecés una ridícula siempre de sombrero… – ¿No te comés un heladito, Orieta? – Esa profe te sorbió el seso. – ¿No te vas a bañar más en la playa? – Fumate un cigarrillo. – Qué ¿No podés traspirar jugando al volleyball? – Che!!! Metete a monja… Orieta sonreía y seguía en las suyas. Sabía lo que queria lograr y eso exigía mucha disciplina. En los cuatro años de liceo fue una alumna correcta aunque sobresaliente en Literatura y Educación Musical. Formó parte del coro y del grupo de teatro. ¿Amores? Sí, de ojito. A ella le gustaban los chicos formales. Pero éstos la rechazaban, no la entendían, un poco se burlaban y también le temían. ¡Ella la iba de artista! Al finalizar el liceo continuó con Academias Pitman para estudiar Dactilografía y Teneduría de Libros y al Anglo a estudiar inglés. Estaba con las horas tan contadas que sus posibles amores no pasaban de ensoñaciones. Cuando se recibió y pasó a trabajar ocho horas diarias, (de algo había que vivir, decía su padre), le quedaba poco tiempo para estudiar lo que realmente le importaba. La madre ya no estaba tan feliz con su arte, (se preguntaba para qué) desde aquella vez que Orieta, para cantar en el festival de la Sociedad de Beneficencia de las Damas del Arca, tuvo que contratar una pianista, alquilar vestidos de gala para ambas, pagar taxis de ida y vuelta y destinar muchas horas a ensayos. Aclaró que no cantaría más si no le pagaban. Es que se resintió al ver que la hija de la Presidenta recibía un gran ramo de flores, después de declamar unas atrocidades, y a ella ni las gracias. Mostró su molestia a la secretaria de la Institución reclamando el mismo trato y la respuesta fue: “todavía que te damos la oportunidad de cantar en público…” Ese fue el fin del amateurismo. Cantó en radios, en eventos, con orquestas en festivales y se hizo conocer en esos rubros y ambientes con buen éxito, pero no era lo que ella quería y además de eso solo tampoco se podía vivir. Debió seguir con los Libros de Contabilidad. A los veinte años cuando ya su soltería preocupaba a amigas y familiares, la invitaron a cantar unas coplas, acompañada por guitarra, en una obra de Lope de Vega. Conocer al guitarrista y perder el sentido fue todo uno. Dominar la respiración a su lado se le hizo difícil, él le cortaba el aliento, pero gracias a Kubes y a su dominio del diafragma salió adelante. Durante los ensayos notó que él la miraba con interés y al fin la buscó fuera del teatro. Orieta no se sentía bonita, su madre se había encargado de resaltarle repetidamente todos sus defectos, pero Floreal la hizo sentir bella y ella se abrió como un capullo y amando se dejó amar. Floreal la impulsaba en la preparación de obras de mayor exigencia y juntos estudiaron a Ravel, de Falla, Villa Lobos y otros. Ella dominaba un amplio repertorio y poseía además, un timbre de voz limpio, bien colocado y maduro. Él, excelente guitarrista ya consagrado, daba conciertos en Brasil, Bolivia, Perú, Argentina y casi todos los países del Caribe. Sabían que no había mucho futuro en este medio tan limitado pero Orieta, todavía muy joven y temerosa, no consideraba emigrar. Tenía muy presentes los cuentos de los abuelos que obligados por las pestes y el hambre se vinieron desde Siracusa y de cuya decisión no se resignaron nunca. Floreal ignoraba las indirectas en relación a la posibilidad de casamiento. “El artista vive en forma demasiado inestable, para asumir esa clase de compromisos,” decía. Y así, entre encuentros y desencuentros y mucho trabajo, transcurrían sus amores con la mira puesta en la posibilidad de seguir estudios en la soñada Europa. No había tiempo para dedicar a la vida privada. Orieta cumplió veintidós años insatisfechos, hasta que de pronto surgió una luz, una posibilidad. El Instituto Nacional de Ópera llamó a concurso para el año siguiente. Las autoridades, pese a la crisis económica, decidieron seguir adelante con la temporada, pero con cantantes locales. Orieta estudió en profundidad las partituras y los personajes de las cuatro óperas anunciadas. El Instituto la citó para la primera prueba y su profesor y preparador, don Alfredo, le aseguraba que nadie podría hacerle sombra y que confiara en su talento. ¡Fue intimidante! Los hicieron pasar al enorme escenario. El piano en el centro con un foco blanco sobre él y un atril para colocar partituras a su lado. Don Alfredo se sentó al piano, Orieta enfrentó la sala vacía iluminada a medias y en el medio de la platea oyó fuertes voces y distinguió a cinco señores que hablaban entre sí. Luego de aguardar un tiempo que le fue eterno, uno de ellos gritó: “¿Qué espera? ¡Comience!” Don Alfredo la envolvió con su mirada alentadora y le dijo por lo bajo: “Ignóralos y canta como tú sabes.” En el silencio del teatro se intercalaban las voces masculinas con las sonoridades y la dulzura de Puccini. Para Orieta fue un desastre, y pese a eso supo que pasó la primera prueba. Entre medio de la angustia por varios meses de espera, Floreal consiguió una beca para estudiar en Siena con el Maestro Segovia, y partió no se sabía hasta cuándo. Sus padres sufrieron un accidente de automóvil, su madre falleció en el acto y su padre, luego de dos semanas de pelear por la vida, sucumbió. Recurrió a Floreal, quien desde Siena, por teléfono contestó con un lacónico: “Lo siento mucho”. Orieta quedó flotando en la nada. La sostenía aquello del concurso. Para su sorpresa, la llamó por teléfono el propio Director Estable y le comunicó la fecha de la nueva prueba en la que tendría que cantar y actuar, ya que había sido preseleccionada para Tosca. Muy gentil, la invitó a tomar un café en la confitería Oro del Rin, para facilitarle aspectos de la prueba definitiva. Luego de un altercado en su trabajo por salir –otra vez– antes de hora, a las cinco de la tarde estaba sentada ya esperando por él, y no cabía en sí de alegría y ansiedad. El Dr. Kirich (doctor en musicología en algún lugar de Europa), llegó veinticinco minutos después, muy protocolar y atento, y entre sorbos de café le dio a entender que la favorecería frente a las otras dos candidatas, ya que su desempeño habría sido, por lejos, el mejor. La interrogó sobre su vida y trabajo y en el trascurso de la conversación fue adoptando una confianza desubicada, que Orieta sabía bien que en ningún momento propició o instigó. Ya francamente incómoda llamó al mozo para pagar el café y cortar con ese extraño malentendido. Él le tomó la mano mientras la miraba con intensidad lasciva. Orieta trataba de sostener la mirada preguntándole: ¿qué? Y como si la quemaran, zafó su mano. El Dr. Kirich se acomodó en la silla y dijo: “La situación es ésta: si tú te portas bien, yo también me porto bien.” Le extendió una tarjeta y agregó: “Acá te espero esta noche a las nueve”. Orieta quedó en la mesa petrificada con esas palabras resonando como latidos. Sí, sabía, oyó que hablaban de historias similares, pero ella no había dado lugar… en ningún momento podía suponerse que ella… ¿Es que él dijo lo que entendió que dijo? Fue a ver a Don Alfredo y le contó lo sucedido. Él sacudió la cabeza acongojado, “Queda en tus manos la decisión, pero si no vas esta noche, no vale la pena que te presentes a la segunda prueba.” Pensó en la idea de prostituirse a cambio de la posibilidad de cantar la Tosca, (otras lo hacían), pero la superó el asco de ese sujeto y de su propio pensamiento. Vendió el piano, cargó con sus partituras y viajó a España en un barco carguero para seguir tras su sueño. En el peor de los casos siempre le quedaba la contabilidad. 12 13 n a r r a t i v a n a r r a t i v a La abuela Dominga Nelly Ruffo La abuela siempre dice: - Si querés conocer cómo es una persona, hay que mirarle los zapatos. Instalada debajo de la mesa enorme y cuadrilonga del patio, tengo mi puesto de observación. Está vestida con un mantel blanco que llega hasta el piso, como un vestido de novia. Estratégicamente ubicada, puedo observar todo el transitar de mi familia por la casa. Sobre su tabla, la abuela amasa, plancha, toma mate y juega al solitario. La tiada juega al truco, al monte, a la escoba del quince y a la generala. Nosotras hacemos los deberes, jugamos al ludo y en las noches de tormenta no nos perdemos el juego de la copa. La primera en acercarse a la mesa, es la tía Lisa. Arrastra los zapatos pequeños que desbordan dos empeines inflamados, que anuncian su muerte. Me tiento. Sumerjo mis dedos en ellos, hasta imprimir en su piel múltiples hoyuelos circulares y espero que lentamente se vuelvan a rellenar. El abuelo calza dos alpargatas siempre nuevas que se deslizan constantemente sobre el damero del patio. Lleva un bastón que lo ayuda a no derribarse. Busca y rebusca por todos los rincones de la casa, como si hubiera perdido algo muy importante. Deambula, susurra frases que nadie comprende. Nunca se aquieta. Mi hermana viene y va con sus guillerminas rojas talla cuarenta. Un elástico le tritura los enormes pies que maldice. Todos la consolamos mintiéndole: - Cuando los cimientos son grandes, el edificio es enorme. El tío Nicola viene regresando de cualquier barrio de Montevideo: El Cerro, Belvedere, La Teja o Carrasco. Sus piernas resisten el cansancio hasta que vende el último billete de lotería. La abuela lo espera con una palangana repleta de agua tibia con sal y una costilla redonda con dos huevos fritos. Abandona los zapatos apenas traspasa la puerta cancel. Están gastados, viejos, escorados y forrados con papeles de diarios. Usa medias diferentes. A veces son tan pequeñas, que se les escurren hacia la planta del pie. Cuando son muy grandes, dobla sus puntas que le sirven de amortiguadores. Es el bueno de la familia. Trae dinero, alegría y equilibrio. En cambio cuando papá se sienta a la mesa para leer el diario, todo en la casa tiembla. Usa dos resplandecientes zapatos negros, impecablemente lustrados. Con los cordones siempre atados en forma casi simétrica. Lo primero que hace es requisar el suplemento dominical del diario. Lo esconde en un lugar de su pieza, que él cree inaccesible. No quiere que las niñas miren las inmoralidades que imprime: El Baño de Diana, El David, La Maja Desnuda. Mientras tanto mi hermana y yo escupimos sus zapatos como venganza. La abuela es el centro de nuestro sistema familiar. Hijos, tíos, sobrinos y nietos gravitamos siempre a su alrededor. Lleva botitas negras de felpa, medias de muselina, una enagua, dos polleras superpuestas y el delantal. Con su aspecto gallináceo, vive para darle el gusto a su pollada. Anoche, mientras toda la tribu estaba reunida en la sobremesa, invadieron la casa unos hombres vestidos de verde que gritaban, insultaban, pateaban y destruían todo. Usaban botas negras acordonadas hasta las rodillas. La abuela arrebató un paquete que estaba sobre la mesa, lo metió debajo de sus polleras, se sentó sobre él en una silla de ruedas que no le pertenecía. Se quedó inmóvil y con cara de idiota. El resto de la familia remontó las escaleras, ganando las azoteas de los vecinos. Solo quedamos mi hermana y yo debajo de la mesa, la abuela y el abuelo. Los hombres de botas negras abofeteaban el piso del baño con un armatoste que llevaban colgado en sus hombros. Mi abuelo de puro solidario también aporreaba el piso con su bastón. Los hombrecitos le hacían preguntas a la abuela, pero ella, de golpe, se había quedado ciega, sorda, muda y paralítica. Cuando no había más nada para romper, se fueron ordenadamente hacia la calle y se treparon a unos camiones, también verdes. La abuela, de pronto, volvió en sí y como una enorme catedral saltó de la silla de ruedas que no era suya y besó el paquete que estaba incubando. En unos segundos transformó todo el caos en un orden perfecto. Tomó la escoba, la volteó y con el palo dio cuatro golpes en el techo de la cocina. Toda su nidada volvió de las azoteas reuniéndose nuevamente alrededor de la mesa cuadrilonga vestida de novia. Beben café con anís y festejan no sé qué! Mientras tanto, mi hermana y yo guarecidas debajo de la tabla, leíamos los suplementos que papá escondía y la abuela encontraba. El abuelo, solidario y porfiado, continúa aporreando el piso con su bastón. 14 15 n a r r a t i v a n a r r a t i v a Tres por uno Francisco Ramos Densas sombras negras devoraban las calles mientras la ciudad dormía. Los vientos que traían voces desconocidas, ahuyentando los sonidos del silencio, cambiaron de rumbo transformándose en ventolera. La inseguridad retenía a la gente en su casa incluso a los noctámbulos más recalcitrantes. Un ejército cada vez más numeroso de delincuentes cometía delitos y más delitos. El vandalismo y la violencia callejera venían en aumento y se estaba descargando sobre Montevideo una epidemia de crímenes. El detective Dupré, “el francés”—como lo llamaban sus compañeros— se había labrado la reputación de ser el mejor entre los mejores, debido a su facilidad de comprensión, a su rapidez en reaccionar y a su sagacidad y destreza, que lo hacían capaz de convencer a un dálmata de que no tiene manchas. Era un investigador acostumbrado al mundo del crimen, un verdadero criminólogo. Él estaba atado al timón del Departamento de Homicidios y como rastreador de la delincuencia de alto voltaje comandaba un grupo de detectives especialmente elegidos y entrenados para indagar delitos graves: homicidios, robos con violencia, violaciones o asuntos de drogas. El francés irrumpía en el mundo del crimen como una motosierra en un matadero, haciendo todo lo necesario para llegar a la justicia. Por ello todos los casos complejos le caían encima como una pesada piedra y venía soportando una sucesión de días de mierda, jornadas muy jodidas, en las que si lograba dormir tres horas seguidas era Gardel. Ese día Dupré se había acostado hecho polvo luego de dieciocho horas ininterrumpidas de investigación. Poco después de conciliar el sueño el sonido de su celular lo arrancó de una fantástica quimera erótica. En el cuartel de la brigada criminal el teléfono había sobresaltado al agente de guardia, que cabeceaba en su puesto, recibiendo la llamada anónima de un hombre avisando que había ejecutado un homicidio. El cadáver podían hallarlo en el baúl de un automóvil Daewoo Cielo color marrón estacionado con la luz de baliza, palpitando como un corazón asustado, en la intersección de las calles Casupá y Cno. Eolo en los Bañados de Carrasco. —Uno de tres —solo había agregado el informante antes de colgar. El francés palideció y apretó la mandíbula con un chasquido, mientras mascullaba: ¡Mierda! tres veces mierda, con un gesto agrio. Al tiempo que sin restregarse el sueño de los ojos se levantó de un brinco como si sus piernas fueran un par de resortes y rebotó dentro de los zapatos, se vistió, se saltó el café, corrió y subió al coche, dejándose caer detrás del volante, tardando en todo ello menos que una pulga en retozar sobre su perro. Su viejo y destartalado Chevette del ’88 arrancó a regaña- dientes dando un respingo, los neumáticos chirriaron airados dejando olor a gomas quemadas tras de sí, cuando el vehículo aceleró a toda pastilla desafiando los baches y pozos del camino. Mientras conducía rápidamente como si dejara que su rabia comandará la presión con que su pie pisaba el pedal del acelerador, llamó a su equipo de investigadores, él era el jefe, el líder de la manada y con ellos siempre trazaba un plan de acción. No hacía mucho tiempo había incorporado a su brigada a una mujer, Flor Larrosa, capullito de sobrenombre. Era una chica rubia de veintisiete años atractiva y muy sexy, con el rostro en forma de almendra, la boca perfecta y una intensa mirada verde. Sus pechos firmes le hacían llevar la camiseta de un modo que resultaba cautivador. Era de una belleza arrolladora, además sabía moverse, resultaba imposible verla venir de frente sin volverse a comprobar su retaguardia que encandilaba al alejarse por el meneo de sus glúteos de concurso, que Dupré siempre miraba sin asomo de remordimiento. Le seguían un par de piernas muy voluptuosas. Era una mujer que debería estar en una pasarela de París. Además de su patrimonio físico, era de inteligencia práctica, aunque muy sensible, directa y franca. Tenía lógica y dotes de investigadora, por lo que era una detective muy buena, astuta y tenaz. Amanecía lentamente sobre la ciudad, el sol desperezándose empezaba a ponerse naranja, silueteando edificios y árboles cuando llegaron a la escena del crimen, casi al borde del mapa de la ciudad. Dupré sintió que se le aceleraba el pulso y que un torrente de adrenalina fluía por sus venas. Ahí estaba el coche con su carga mortuoria yacente en el maletero, sus muñecas y tobillos estaban atados con un trozo de cuerda enrollado varias veces y luego asegurado con un nudo. La víctima tenía la cara destrozada, pareciéndose a una hamburguesa. Era un verdadero guiñapo humano, un pedazo de carne impasible lastimosamente fría y rígida, con un montón de huesos rotos y expuestos, cuyo blanco relucía ante todo aquel rojo y los dientes debían estar desparramados por todas partes menos en su boca. Había muerto en una orgía de sangre y violencia, sus ojos abiertos estaban fuera de las órbitas, sombríos, yacentes, viendo un cielo permanentemente negro. El occiso presentaba, además, una puñalada en el antebrazo izquierdo y otros cortes, aunque ninguno de ellos había sido el fatal. Una gran herida se veía en su muslo derecho. El médico forense examinó el cadáver en busca de pistas. En una investigación el examen exterior del cuerpo tiene una historia que contar, así como en la autopsia el interior cuenta la suya. Según el informe preliminar del forense había muerto desangrado. La hambrienta hoja afilada de un cuchillo capaz de afeitar una barba de varios días en una sola pasada, había atravesado piel y músculos provocando la rotura de la arteria femoral derecha y la hemorragia había acabado con su vida. De ahí el gran charco de sangre coagulada, casi negra y espesa como jarabe, que se veía en la valija del vehículo, haciéndola asemejar a una carnicería. Señalaba también que por la potencia de la cuchillada el asesino era un hombre y por la dirección de los cortes podía afirmar que era zurdo. Además muchas de las lesiones en la cabeza, así como otras extensas mutilaciones, con seguridad le habían sido provocadas a la víctima después de muerta. Mientras tanto el resto del equipo especializado en criminología, esos tipos con batas blancas y tapabocas que por su vestimenta parecían astronautas queriendo protegerse de una epidemia, proseguía su estudio técnico y metódico de la escena. Unos fotografiando, otros oficiales etiquetando las pruebas que hallaban, ninguna de naturaleza significativa y otros buscando huellas digitales en el automóvil, que no encontraron. Hicieron también un video de la escena del crimen para su posterior estudio. Finalmente el cadáver fue colocado en un sudario negro de plástico con cierre para ser trasladado en una ambulancia a la morgue, donde previo a vestirle con el pijama de madera, le efectuarían el último y más invasor examen que jamás le haya hecho un médico. La documentación encontrada en el coche y en su billetera, permitió saber que el difunto era Martín Javier Torres, de 39 años, las fotos de los mismos mostraban a un hombre atractivo de rasgos cincelados, con la cara de un astro de cine no descubierto. En fin ese tipo de hombre que las mujeres y los homosexuales pueden encontrar fascinante y los hombres en general detestan. Tenía un historial de condenas por diversos delitos: robos menores, contrabando, transacciones monetarias ilegales, habiendo sido arrestado en diversas oportunidades por conducir borracho. Era una bala perdida. Una vez llevada a cabo la comprobación de la identidad de la víctima, uno de los detectives de homicidios pondría en conocimiento de lo sucedido a la familia. El francés y sus subalternos llegaron a la conclusión de que el homicida había acechado y secuestrado a su víctima en la cochera donde guardaba el rodado en los fondos de un edificio en la calle Maldonado donde él vivía, manchas de sangre y algunos dientes esparcidos en el lugar confirmaban este hecho. ¿Por qué aquella violencia enfermiza? —Se preguntaba el detective. Finalmente dijo: —Con seguridad este ha sido un homicidio premeditado. Una ejecución. Ni siquiera le han robado. Por la violencia a la que fue sometida la víctima en un asesinato de brutalidad demencial, es la manifestación de un odio puro y en estado concentrado, de alguien interesado en ajustarle las cuentas. El quid de la cuestión es el porqué. Yo me atrevo asegurar que el motivo es la venganza. Y continuó: con toda seguridad esta investigación no va a resultar coser y cantar. Esto es solo el principio; más, mucho más habrá de venir. Si algo empieza mal termina mal, si huele feo acaba podrido. No olvidemos que las últimas palabras en el teléfono fueron “Uno de tres” y cuando una persona ha cometido un asesinato no retrocede ante otro. Ni siquiera ante un tercero. Por ello bautizaremos al caso como: “Trilogía del vengador”. Ojalá me equivoque. Había un asesino suelto a la caza de nuevas víctimas y ellos no poseían aún ninguna pista. Por el momento solo tenían muchas preguntas y ninguna respuesta. Empezaba ahora la laboriosa tarea de acosar al asesino, buscando testigos al acecho que aportaran datos. ¿Cuándo había sido vista la víctima por última vez? ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Quiénes eran sus enemigos? Ya que en las primeras etapas de una pesquisa, la información es la única herramienta disponible, todo lo demás sería como perseguir sombras. El asesino continuaba siendo desconocido, como en una operación matemática una X sin resolver. —“El que quiera pescado que se moje” —dijo Dupré, y agregó: “Levantar el trasero y salir a la calle” es el dogma de los investigadores de homicidios. La policía empezó entonces a peinar los barrios dando vuelta patas arriba los caseríos que alojaban una fauna abigarrada de mal vivientes, en busca de datos. Lugares donde muchas veces se enlazan la corrupción policial y la pequeña delincuencia. A su vez los patrulleros, con las sirenas ululando y las luces centelleantes, acudían apresuradamente ante el menor indicio. Tarde o temprano saldría algo, una pista, un hilo del cual empezar a tirar para unir las costuras deshilachadas y los cabos sueltos del caso —pensaba el detective. Además ya la prensa anunciaba la crónica del homicidio con caracteres destacados y en primera plana. Pero durante el atardecer del octavo día, mientras hacia el oeste el sol poniente teñía de rojo el cielo, al francés le llegó la noticia fatal que temía recibir, el homicida había anunciado su “Dos de tres”. A pesar de haber vivido dos décadas chapoteando el crimen, al recibir la noticia descargó el puño sobre el escritorio, en una sucesión de diez golpes lentos, como una marcha fúnebre. Tragó saliva y su nuez pareció bailar. Se enfrentaba a un asesino que actuaba a ritmo rápido cual un resorte. Era como el ajedrez. Se anticipaba a las jugadas antes incluso de que ellos hicieran un movimiento. El cadáver se hallaba en la calle Buxareo en Pocitos, en una vivienda lúgubre rodeada de otras construcciones muy buenas. Montevideo es una ciudad de contrastes sin misericordia. Dupré y Larrosa estaban en el interior de la zona acotada por la cinta amarilla, los destellos de los coches patrulla ilumina- 16 17 n a r r a t i v a n a r r a t i v a ban la escena del crimen y teñían sus semblantes. La luz brillaba en sus rostros y proyectaba sombras enormes en las paredes. Pasaron varias jornadas y la investigación permanecía completamente a oscuras. Al entrar a la casa los inspectores percibieron que era un sitio sórdido, de donde emanaba un tufo fétido y ácido, a cañerías cansadas y alcantarillas inmundas. Acompañado por una sumatoria imposible de precisar de olores a humedad, a mugre y orines, a cuerpo sin lavar, a grasa reutilizada de papas fritas y comida rancia, a alcohol, resina de marihuana y nicotina. Todo este escándalo de pestilencias atacó sus narices, disimulando el hedor dulce de la muerte. Allí reinaba un rechazo al orden. Toda la casa era una covacha. Las paredes exhibían con impudicia sus caries, el polvo se había acumulado durante años, formando una espesa capa de mugre sobre todas las cosas como un paño mortuorio. Jirones de cortinas harapientas, que habían contribuido a alimentar generaciones de polillas, cubrían parcialmente mezquinas ventanas con los vidrios cagados por las moscas. El muerto parecía tan amorfo como una aceituna descarozada en agua y formaba parte de la coreografía. Era un hombre con aspecto de buldog, con abundante cabello entrecano y con una tremebunda y enorme cara cuadrada cubierta de cicatrices, que él llevaba como un policía lleva su placa. Su rudo rostro podría muy bien ilustrar un póster anunciando una contienda de boxeo. Hablando con total exactitud su cara era más fea que una de las gárgolas del techo de las iglesias. Sus ropas semejaban ofertas de una tienda de mal gusto y no habían visto una lavadora durante muchas semanas. Sus negras y cavernosas fosas nasales ya no necesitaban más el aire para respirar. Según el informe inicial del forense había muerto asfixiado por estrangulamiento con un cordel resistente que comprimió sus arterias carótidas provocándole el deceso por hipoxia cerebral. La cara abultada con el color azul-grisáceo de una ostra y la lengua saliendo de su boca como una banda azulada, eran prueba de ello. Sus ojos estaban abiertos e hinchados con las pupilas dilatadas y tenían mirada ciega como un murciélago. El derecho estaba fuera de la órbita y reposaba sobre la mejilla azulina e inflamada. Había hemorragia capilar en ambas córneas y la piel que rodeaba al ojo izquierdo también estaba roja. El informe hacía ver además que las lesiones internas de la faringe eran pequeñísimas, no sufriendo roturas el hueso hioides y el cartílago tiroideo. Ello significaba que la víctima había sido estrangulada a propósito muy lentamente, sufriendo la misma una agonía de terror duradera como un ascenso al cielo. Pero además había recibido dos disparos post mortem uno en el culo y otro que le había volado las pelotas, era una salvajada, una violación. Constituía algo teratológico, un asesinato extraordinariamente inhumano. Asimismo según dicho informe había ex- pirado hacía alrededor de seis o siete días. El cuerpo ametrallado por los gusanos y el zumbido de las moscas, estaba abotagado y descomponiéndose por el calor, de ahí el tufillo a putrefacción humana, pestilente como pescado pasado que se olía aproximándose al extinto. En la cuenca vacía de su ojo derecho, las larvas se arracimaban y retorcían allí donde las moscas habían puesto sus huevos. Tenía la cabeza ensangrentada y su boca destrozada y abierta con seguridad tratando de embuchar la última bocanada de aire que jamás le había llegado. Durante su autopsia los patólogos forenses tratarían de leer en la carne descompuesta la historia que el muerto no podía ya contar. El modus operandi para su secuestro inicial, había sido similar al anterior. El victimario había acechado al occiso fuera de la casa, flotando en un entretejido de penumbras con fondo de oscuridad para emboscarlo. Cuando aquel abrió la puerta, le asestó un golpe con un objeto contundente, confirmaba ello una laceración pre mortem circular y superficial, que presentaba el cadáver. El impacto en la cabeza debió debilitar a la víctima reduciendo su resistencia. Sin embargo él era un hombre corpulento y fornido de bíceps abultados y una tupida mata de pelo negro rizado que le cubría la parte superior de su imponente pecho, asemejándolo a un oso. Por su poderosa musculatura y manos enormes como herramientas, cuyos dedos estaban ahora hinchados por la putrefacción, había ofrecido lucha, debido a ello el homicida debió blandir su cuchillo, provocándole varias heridas en los brazos. Una vez logrado su objetivo le había colocado unas esposas, que pertenecían al extinto y cuyas ataduras de acero se habían hundido en la carne del mismo. Había enrollado además cinta aislante alrededor de la cabeza de la víctima para formar una mordaza muy apretada en torno a su boca. La documentación permitió saber que el occiso era Carlos Alberto Lemos de cincuenta y ochos años, de profesión inspector de policía. Pero lo más importante lo descubrió Flor Larrosa que vio en una de las paredes, la marca de una palma ensangrentada, que por su tamaño no correspondía al muerto sino al asesino, ello llevaría a la identificación del mismo. El homicida resultó ser Juan Pablo González un ex convicto por robo, que él nunca había reconocido y que hacía muy poco había recobrado su libertad. En la actualidad tenía treinta y cinco años. Dupré ya conocía el móvil y ahora también quién era su hombre. Sólo tenía que encontrarlo y debía apostar todos sus recursos para ello. El francés sabía que hallarlo no sería tarea fácil y el tiempo urgía ya que el recorrido del criminal hasta el presente era una auténtica procesión de secuestros y asesinatos. Por ello a pesar que los despreciaba recurrió a la información de chivatos, que siendo delincuentes conocían muy bien los teje y maneje del submundo del hampa. Pero no obtuvo resultado alguno. El hallazgo de los dos cadáveres había suscitado un revuelo en los medios de comunicación, y como la información era el fluido vital de los 18 19 n a r r a t i v a n a r r a t i v a mismos, se habían lanzando como buitres sobre el caso. La prensa se transformó entonces en verdadero mercader del caos, tildando al asesino con adjetivaciones de espanto que iban desde psicópata hasta monstruo, alterando así a la población. El detective sabía que estaba cerca del filo del problema. Así mientras tomaba un cortado, que reclamaba con vehemencia su estómago, y su cerebro programado para la investigación funcionaba aceleradamente, recordó que el asesino no había aceptado ser culpable del delito que le habían imputado y por el cual fue encarcelado. Llegar a una conclusión lógica es como desatascar una cañería. Tan pronto queda desobstruída todo fluye. Solicitó entonces el dossier del juicio y con sorpresa descubrió que el inspector actuante era Carlos Alberto Lemos. La persona a la que González había acusado como autor del robo, que a él se le imputaba, era su compañero de trabajo en una inmobiliaria Martín Javier Torres, el juez del juicio había sido Domingo Mesías ya fallecido y la fiscal una mujer de iniciales L.G, que por aquél entonces actuaba en el área penal y ahora estaba en actividad como fiscal civil. Todo encajaba, como la última partícula de arena que cae por el hueco del reloj de cristal y no era necesario ser Sherlock Holmes para deducir que ella sería la próxima víctima. Dupré sabía que en los asesinos en serie el intervalo de tiempo entre los homicidios se va reduciendo. Con la rapidez del caso trató de localizarla, pero en el juzgado le comunicaron que estaba en uso de licencia y que no se encontraba en Montevideo. Podía hallarla en su casa de la parada 1 ½ de la Playa Mansa en Punta del Este de la cual le dieron la dirección así como el número de su celular. El detective llamó de inmediato reiteradas veces pero siempre le respondía el maldito correo de voz. Una funcionaria de la magistratura, rubia teñida, con el culo gordo y piernas raquíticas semejantes a las de una gallina, volteándolo con su aliento de perro y dejando al descubierto al hablar dos incisivos, lo que daba a su cara aspecto de ratón, le dijo: —No se preocupe de seguro no le ha pasado nada, las malas noticias son como los malos olores. No hay modo de ocultarlas. Él hizo caso omiso al comentario y se comunicó de inmediato con Flor para pasarla a buscar y también con los encargados de una patrulla. El detective conducía su Chevette apresuradamente haciéndolo roncar sobre el pavimento, detrás de un coche policial con la sirena en marcha y las luces centelleantes lanzando resplandores azules hacia el cielo. Se habían encontrado en el cruce previamente acordado. En esos momentos la tensión parecía cortar el aire. Flor viajaba tan callada como un ratón de iglesia. Su rostro permanecía rígido y su cuerpo atlético estaba tieso en el asiento. Se mordisqueaba inconscientemente el labio inferior, cosa común cuando estaba excitada por resolver algún problema o delito. En el camino mientras el sol se deslizaba cielo arriba sus rayos se reflejaban en el parabrisas como guiños, en cambio en las zonas arboladas el ramaje hacía que el mismo quedara festoneado de sombras. Por fin llegaron al sitio, el aire olía a pino y flores silvestres, un coche Chevrolet Corsa de color verde con matrícula de Punta del Este se encontraba aparcado en el frente. La puerta estaba sin seguro, al entrar, Clara una perra Cocker no paraba de ladrar ni un segundo, aunque seguramente sería incapaz de hacerle daño a una mosca. El cuerpo de la fiscal yacía en posición decúbito supino, la muerte agazapada la había encontrado y ejecutado a través del caño de una pistola de calibre 22. A su lado un papel decía simplemente: “Tres de tres” Se produjo un silencio oscuro como el interior de un ataúd. Los investigadores se sentían como un colegial que llega tarde a clase, al tiempo que barruntaban introspectivamente que tres personas habían muerto a sangre fría debido a su incompetencia. En su larga carrera como detective Dupré había ganado batallas y perdido algunas peleas, esta era una de ellas. El asesino le había metido a la mujer limpiamente una bala entre los ojos, la que había puesto fin a su vida atravesándole el cerebro. No había orificio de salida. Aún tenía el plomo en la cabeza. El disparo había sido efectuado a un metro o más de distancia, pues la herida era limpia, con sangre pero sin quemaduras. Su rostro atractivo se había quedado sin expresión, miraba con ojos del color del bronce deslustrado y tan muertos como las piedras del piso. Los labios lívidos estaban separados de los dientes, como si hubiera fallecido intentando sonreír. De la boca y la nariz le caía un hilillo de fluido sanguinolento emborronándole las mejillas. El resto del cuerpo estaba más limpio que la conciencia de un bebé. El médico forense anunció que prácticamente había muerto en forma instantánea e indolora. El rigor mortis estaba en un estadio muy temprano, recién empezaba a aparecer en el rostro y el cuello, el resto del cuerpo seguía flexible y cálido. Presionando un dedo enguantado contra la piel, que palideció bajo su roce, el forense dijo. —todavía no presenta lividez. Ello puso peor a Dupré y Flor pensando en lo cerca que habían estado de evitar el desenlace. Muy quebrantados abandonaron el lugar cuando el sol empezaba a hundirse por detrás de un grupo de grandes edificios vigilantes. Ahora debía continuar la caza del asesino. A la mañana siguiente la policía recibió un llamado del dueño de una fonda de mala muerte ubicada en la Ciudad Vieja, dando cuenta de que había escuchado una detonación procedente del cuarto doce y al entrar comprobó que el huésped se había suicidado. Resultó ser Juan Pablo González. En aquella habitación alumbrada por la luz cenicienta de una lamparita de pocas bujías basculante del techo colgada de un cable negro de moscas, el triple homicida serial que había tenido en jaque a Dupré y a todo su cuerpo de investigadores, se había quitado la vida, introduciéndose el caño de una pistola calibre 22 en la boca. Con el disparo, la pared tras su cabeza se había llenado de sangre oscura, esquirlas de hueso y trocitos de sesos. A su lado estaba garabateada la palabra “Uno”. Sobre una mesa desvencijada descansaba un escrito firmado JP, que llevaba por título “Tres por uno” y decía así: A Quien corresponda: No soy un animal con un prontuario delictivo extenso, había dentro de mí un buen hombre, pero siempre el destino se ha ensañado conmigo. Ya de muy joven me jugó una mala pasada haciéndome perder a mi padre. Debí decidir entonces entre el estudio y el hambre de mi familia —era por lejos el mayor de seis hermanos— con una madre que solo había servido para parir hijos, y que además sobrevivió tan solo unos meses a la muerte de mi progenitor. Trabajé en cuanto trabajo honesto conseguí, pero como de costumbre lo decente no iba de la mano con la retribución, hasta que entré de dependiente en una importante inmobiliaria. Poco a poco y con mucho esfuerzo fui escalando posiciones en la misma, y justo cuando estaba levantando cabeza, Martín, un estúpido compañero de sección, robó una significativa cantidad de dinero. Al verse acorralado, tuvo la muy puta idea de esconderlo, aún no sé como, bajo unos papeles en un cajón de mi escritorio. Al descubrirse el robo el dinero fue encontrado, Martín que era un mierda, un gusano, un hijo de puta, como buen cobarde negó todo, cargándome a mí con el fardo. Con la complicidad del policía Lemos corrupto a tiempo completo, tan deshonesto como los matones y delincuentes que gobiernan nuestras calles, y que él se vanagloriaba en encarcelar, me inculparon del delito. En la prisión se contaban numerosas cosas escabrosas sobre este cana podrido, muchísimas eran ciertas, otras tal vez no del todo. Lo que sé con seguridad es que aceptaba sin disimulo el soborno que se le ofrecía, como precio de la inmunidad por una fechoría. Por dinero y según la cifra que se le diera tanto era capaz de discutir con un santo, como podía ponerse de acuerdo con el diablo. Obtenía de esta manera poco ortodoxa ganancias ilícitas, muchas de ellas teñidas de sangre. Él convenció de mi delito a la fiscal, la que con sus palabras acusatorias hizo que el juez decretara mi culpabilidad. —Sabemos que robaste —me decían —¡Yo no fui, soy inocente! ¡Todos ustedes mienten! —les grité. Pero: “En el reino de la mentira, el poder es el rey y su palabra la verdad absoluta” La justicia “muy justa” practicó conmigo el puto juego del gato y el ratón, condenándome por apropiación indebida, a ocho años de prisión, que se me redujeron a seis por notoria buena conducta. Logré sin quererlo el boleto pago a la cárcel. Allí convivían en una armonía poco armoniosa una confusa orquesta de delincuentes. Habían penados por hurto, estafa, homicidio y violación, toda una fauna heterogénea de malhechores. Yo trataba de coexistir con todos y cada uno de ellos, entre los que se encontraban individuos muy peligrosos, pero con mi humildad había logrado que se dirigieran a mí con cierto respeto y al igual que los guarda cárceles me llamaran JP, lo que hacía menos penosa mi situación, pues me parecía estar entre amigos. Ingresé al presidio el 12 de Mayo del ’99, tres semanas antes de contraer matrimonio con una hermosa y delicada muñequi- ta, ocho años menor, perteneciente a una familia social y económicamente, muy por encima de mi nivel, y de la cual estaba perdidamente enamorado. Sabedora de mi inocencia, prometió y juró que su amor por mí sería incondicional, que me esperaría y nos casaríamos al finalizar mi condena. Transcurrido poco más de un año, una noche al entrar a mi celda, el guardián previa censura, me entregó una carta que abrí confiado y expectante. El dolor casi no me permitió terminar de leerla. Mi novia adorada se había casado. Mi pasión por ella hizo que la perdonara, pero de aquí en más la vida para mí no tenía sentido. Doblé con cuidado la carta borroneada por mis lágrimas, colocándola bajo la almohada y con una tira de mi manta me colgué de los barrotes, pero un guardia me vio antes de que llegara a estrangularme. Una vez más le había perdido la batalla al destino. Sentí auténtica rabia en la sangre y ello avivó mi rencor por los culpables de mi condena, ellos habían matado todas mis ilusiones que era como quitarme la vida. Los sueños muertos no pueden resucitarse, igual que ocurre con los difuntos. Hasta ese instante y a pesar de todo lo que me había sucedido era gente de poner la otra mejilla, de ahí en más fui gente de ojo por ojo. Juré entonces cautivo de un odio infinito que en algún momento los mataría, los cortaría en pedazos y los daría de comer a los perros, Esa idea creció día a día como un cáncer en mi mente. Ni bien salí en libertad cumplí mi represalia “Tres por uno”. Total hace tiempo que yo estoy muerto. Hay una regla que establece “que él último que queda vivo gana”, aquí nadie sobrevivió, pero sus almas chillarán de agonía y yo gozaré con mi venganza sobre la injusticia amarga y quemante. El oscuro drama acababa de concluir. Dupré pensó que todo había sido como un espacio de representación teatral de público silencioso y cuyos actores principales eran los muertos. Incluso le pareció ver como caía el telón. Las investigaciones habían terminado. El francés estaba hecho trizas. La fatiga se veía en sus manos, en sus ojos, en las líneas de su boca. Su cuerpo se caía de falta de sueño. Si bien su tarea seguiría siendo ir de un cadáver a otro, de una escena del crimen a otra, cazar un asesino hoy, y perseguir uno nuevo mañana, antes de tener otros casos para resolver, necesitaba imperiosamente descansar. Pero al salir encontraron un enjambre turbulento y parloteante de periodistas que pululaban como moscas en una cagada y los habían sitiado. Dupré alzó las manos como si tratara de aplacar a una jauría de mastines y se dispuso a contestar las infinitas preguntas que le formulaban. La puesta en escena había continuado de inmediato. 20 21 n a r r a t i v a n a r r a t i v a El hombre en la cama Ignacio Fernández La túnica blanca le había parecido una transición entre el sanatorio y el apartamento. Allí, además de la camilla incómoda y la molestia del color blanco martillado por los zuecos de las enfermeras nocturnas, estaba el compañero de pieza siempre lleno de visitas. El televisor del sanatorio era lógicamente dominado por cualquiera que no fuera él. El último compañero había sido un gordo operado del corazón. Se notaba que cuando estaba sano era de esos que hablan a los gritos. Ahora, entre el cagazo previo y el dolor posterior, estaba con el mentón en el pecho, con un silencio de esos que reclaman atención. Todo le había salido bien, se notaba. Era un hombre de unos cincuenta y pocos. En un momento en que la familia, bastante ruidosa y grupal, se tomó un descanso, el gordo estiró el brazo hacia la mesa de luz y agarró el control sin más, dando por descontado que el otro ocupante, bastante más viejo que él y muchísimo más inmóvil, no podría o no querría ver la tele. Empezó a saltar de canal en canal, al principio con cierto espíritu investigador, pero después con una irreflexión agobiante. Parecía que simplemente estaba haciendo fisioterapia para el dedo gordo. En definitiva, a él no le importaba mucho. Incluso se distraía con los saltos de los colores. Pero le provocaba una sorda indignación que ni se molestaran en preguntarle, que todos dieran cosas más que por sentadas, por acostadas. Por acostadas… Había sido una vieja costumbre suya eso de tomar los lugares comunes para torcerlos modificando alguna palabra. Tenía varios del estilo. Provocaba sonrisas a veces, las cuales repasó hacia atrás cuando un reo medio sin dientes le dijo que a él no le decían las cosas en la cara porque era el jefe. Fue cuando le dio por cuestionárselo todo. Empezó a observar las conductas de su familia. El hermano, con el que hablaban de negocios porque el otro era de Wanderers y con él no se podía hablar de fútbol. La mujer, que siempre iba linda y perfumada, que dejaba lo que fuera por las sesiones del spa y las clases de pilates. Tenía unos años menos y la piel mucho más suave que su esposa de los treinta años anteriores. Gastaba más también, pero no era problema. De algún modo, no veía problemas. Pero empezaron a roerlo por dentro las palabras del desdentado. Solo consintió ensuciarse las manos con la tinta de los clasificados, donde buscó alguien que hiciera el trabajo para él. Quería saber, nada más saber, cuál era la vida que llevaba su familia. Fue viendo cumplidos los encargos uno por uno. No le caía demasiado bien el tipo, que tenía acento del norte y se vestía con una formalidad sintética. Nunca le habían gustado los bayanos. Pero hablaba poco y eso le iba a favor. A la hora de los resultados, además, era de una eficiencia que ya hubiera querido él en sus gerentes. Empezó por el hijo. Descubrió que tenía una hembra, tomaba merca y hacía unas jodas con un despachante de aduanas con el que él mismo había arreglado alguna cosa. Era medio chanta, pero se notaba que se las iba a apañar bien: estaba muy vinculado a un grupo político que proclamaba cosas opuestas a las que él hacía. Parecía haber leído muy bien a Maquiavelo en la facultad. Siguió por la ex mujer, de quien no obtuvo resultados des- tacables, salvo que le había dado por consultar a un astrólogo que la expoliaba. De algún modo, todavía la consideraba su familia. Había sido él quien había dejado de quererla, pero ella seguía mamando de su teta. No había habido berrinches. Un apartamento, un auto, plata todos los meses y sanseacabó. Sabía que ella no lo odiaba porque jamás lo había amado. Más bien, lo había usado a él para satisfacer su necesidad de tener una familia e hijos. Durante unos años quiso quererla, pero ella estaba siempre molesta y demasiado ocupada engordando, por lo que no vio otra salida que la sustitución lisa y llana. No la dejó en banda, ya que eso habría sido de una clase de canalla que él no era. Por último, Giovanna, la actual. El bayano le trajo un informe detalladísimo, acompañado de algunas fotos con más esfuerzo que pericia, pero en las que se podía distinguir a la mujer sin que hubiera posibilidad de confusión. El tipo se disculpó por la falta de calidad de las tomas y se excusó diciendo que la cámara que tenía era de las baratas, falta de buen objetivo, que el zoom y la mar en coche. Pero presentó todo impreso en unas hojas que solo echaban en falta un membrete. La mujer efectivamente iba a pilates, a ver a unas amigas, al Shopping. Y también concurría, sin demasiadas precauciones, a un apartamento en el Cordón en el que vivían unos estudiantes del interior. Detalló: uno de José Pedro Varela, uno de Lascano, dos de Treinta y Tres. Era capaz de afirmar por un escaso margen de error que andaba con el de Lascano, que apareció fotografiado vistiendo camisa a cuadros y el pelo lacio con cierto aire de crines. Estudiaba Veterinaria, le faltaban pocos exámenes para recibirse y buscaba trabajo porque el padre había muerto hacía poco. Se preguntó cómo mierda habría obtenido tantos datos el bayano este. Resolvió agendarlo porque era bueno de verdad. Acto seguido, tomó la determinación de darle trabajo al muchacho de la camisa a cuadros. El frigorífico bien podía necesitar un veterinario. Se lo comunicó al investigador. Le encomendó un último trabajo por el momento: lograr que el estudiante se empleara en su planta. Esto estuvo pronto dos semanas después, gracias a la inteligente planificación del riverense, que sugirió una secuencia de acciones cuyo fin daba como fruto maduro que el lascanense pasara a tener un trabajo en el frigorífico, luego de una entrevista con el dueño y todo lo de rigor. Lo que él quería era, básicamente, tener control de todo. Sabía, porque no era idiota, que los impulsos sexuales no se refrenan, pero sí se puede con el bolsillo. Se cogería a la mujer de él, pero gracias a que él ponía la plata. De última, Giovanna siempre cumplía una vez por semana, como toda una profesional. Recibía las visitas a un ritmo reglamentario. El hijo, siempre apurado, seguramente para ir a voltear con la hembra. La mujer, más o menos lo mismo. Notaba que lo hacían más que nada por compromiso. Como él no podía hablar, había perdido el control. Era esto último lo que más le daba bronca. Perder el control. No le importaba mucho que los otros lo dieran por muerto ya en vida, ni que nadie, exceptuando la ingenua excepción de la nieta, tuviera un interés real por su salud y su vida. Nunca había sentido eso. De chico había aprendido que solo podía esperar cosas de sí mismo. Los padres eran inmigrantes que le habían impuesto una ética de trabajo, que incluía lavar la propia ropa y saber que no se obtiene nada si no es con mucho esfuerzo y constancia. Como además tuvo la suerte de ser inteligente y de tener una instrucción, no le costó hacerse de un lugar superior al promedio con bastante rapidez. Los escrúpulos no estuvieron ahí para molestarlo. Ahora, sin embargo, era una especie de bulto consciente que se mueve de un lado para otro. Del apartamento a una ambulancia, cuando la limpiadora lo encontró duro a eso de las diez de la mañana. De la rambla al barrio de los sanatorios. De médico en médico. Del CTI a Cuidados Intermedios. Del sanatorio al apartamento de nuevo. Del tope de la cadena alimentaria, dueño de frigoríficos y supermercados, a una posición vegetal en la que unas enfermeras le daban comiditas de acuerdo a un instructivo escrito por una nutricionista, de hora en hora, con un sabor lejano al condimento. Le molestaba que estuvieran pagando por esa cagada. No lo decepcionaba la falta de atención de la familia, porque eso ya estaba previsto. Pero no podía mirar películas que le gustaran, ni tomarse un güisqui escuchando a Wagner para “mamarse con gusto”, como decía en las reuniones de todos los viernes, a las que tampoco iba más y por cuyos integrantes no era visitado. Eran tres turnos de ocho horas cada uno, tres mujeres diferentes con el mismo uniforme. Nunca había tenido tantas mujeres pendientes de él. Jamás habían tenido tanto margen de decisión sobre su vida. La de la mañana era una flaca de pelos pajizos que llegaba a las cuatro, hora a la que él estaba despierto muchas veces, porque dormía a cualquier hora y bastante poco. La siguiente llegaba al mediodía y se encargaba de dos comidas. Era a la que más veía. Era la única que le dirigía algo de conversación. Se notaba que hablaba con todo lo que se pusiera en frente y, gracias al celular, con lo que se le alejara. Como por ejemplo la hija, con quien mantenía largas conversaciones. Era de la Ciudad de la Costa. Tenía que hacer combinación de omnibuses para llegar a la casa. El marido trabajaba en la construcción y era una lucha con la hija adolescente para que le diera bola al liceo, porque estaba más para los papelitos pintados que para encarar la vida. Ella tenía miedo de que entrara en las drogas y pensaba meterla en una UTU para que por lo menos hiciera peluquería o algo, para que se pudiera defender en la vida, pero la guacha la mandaba a la mierda. Todo eso lo supo porque una vez la mujer se puso a llorar desconsolada después de una de las conferencias telefónicas. Pidió disculpas y escupió la historia frente a la mirada de él, que siempre era más o menos la misma. Tenía tetas grandes, indisimulables. Se adivinaban los volúmenes a través de la túnica, lo que constituía el último estímulo vital que tenía. La cara era normal, con una boca chica que imaginaba posada sobre su miembro destinado a un irremisible desuso. Llegó a pensar cuántas mujeres como ella pudo haber conocido de haber hecho otra vida. Las enfermeras tenían todas la misma falta de asco, pero variaban sus grados de sensibilidad o de cansancio, cosa que se notaba en la tercera de ellas, la que llegaba a las ocho, con todas las evidencias de que había empezado a trabajar bastante rato antes. Era oscura, callada. Sólo le tocaba darle de cenar y, en todo caso, de cambiarlo, pero él no se cagaba de noche, a lo sumo meaba y esa limpieza era más rápida. No le daba nada de placer ella. Era como una máquina cansada. Dormía, él lo sabía. No podía hacer nada pero igual la veía, la oía. Así que, por lo regular, la enfermera tetona era la embajadora de la humanidad en su casa. Nunca habría confesado a nadie que había llegado a desarrollar una suerte de afecto por ella. En su horario, se encargaba de perseguirla con el olfato o el oído si no estaba a la vista. Ella también manejaba el control de la tele, de la única, que estaba en el cuarto. Su mujer, una vez que sintió que él estaba muerto en vida, se mudó prontamente con el veterinario y se llevó el aparato de la sala, con lo cual dejó la enorme pared vacía. Así que la enfermera miraba las novelas adelante mismo de él, que imaginaba estar pagando adelantos al infierno. La tortura, sin embargo, no llegaba a ser total, porque una vez que se terminaban los melodramas, la mujer evitaba con regularidad los informativos. Le bastaba con su dosis de tres novelas diarias. A veces cambiaba a canales de fútbol. “Se ve que a usted le gusta el fútbol, don” le había dicho después de dar una mirada a los banderines de River que colgaban en una pared. O capaz que vio en el cajón del escritorio la foto de él con el plantel de hacía tres años, cuando habían ganado aquel campeonato. Era consciente de que ninguno de los jugadores sabía bien quién era él, del mismo modo que conocía la opinión del presidente, eso sin mencionar sus negociados. Pero era su debilidad. Ponía plata sin demasiada intención de tener retorno. Más que nada empataba. “Mirá delincuente” le había dicho señalando dos sobres, “esta guita es para el club y esta otra es para vos, te la doy así porque sé que si no te doy te la afanás igual, consideralo como un sueldo y tené bien presente que justo a mí no me vas a cagar.” El otro no había dicho ni pío. Hablaba en la radio, eso sí. Decía las clásicas intrascendencias de los dirigentes de los cuadros chicos. Pero cuando había que votar en la Asociación no tenía más remedio que seguir las órdenes del jefe. Por eso le había ido bien al sorete. Y después salía en la tele recibiendo felicitaciones de esos periodistas falsificados. “Le voy a poner un canal de fútbol…” dijo, y en seguida agregó “así ve verde, dice mi prima que fue a cromoterapia que es calmante, vio…” Se ve que le brillaron los ojos o algo porque ella sonrió un momento antes de dejar un horrible partido de fútbol mexicano. Pensó que, evidentemente, solo sabía que se trataba de un deporte con fondo verde, pero seguro que era mejor el fútbol mexicano que sus coterráneos culebrones. Abrigó la esperanza de que el azar le deparara mejores partidos. El mes último no la había pasado mal, a decir verdad. Si se exceptuaba el sudor corrosivo fruto de estar todo el tiempo en la cama, las éscaras. El último mundial, calculaba, ojalá que sea el último. La mujer, sabedora de la importancia del torneo, había dejado un poco de lado las novelas. Ponía los partidos y los resúmenes. Aun más, a raíz de la inusitada campaña de Uruguay, mostraba un entusiasmo nuevo por el fútbol, del que ahora parecía manejar nuevos rudimentos teóricos. “Fue posición adelantada, por eso lo anularon…” llegó a soltar en un partido entre Alemania y Grecia. Más de una vez sintió ganas de abrazarla, de darle las gracias. No pudo. La túnica blanca de la tarde ahora era el amor que nunca había tenido. Ni de la madre hosca primero y neurótica después, ni de sus mujeres sucesivas tan capacitadas para verse a sí mismas. La mujer casada de las tetas grandes tenía el perfume de la carne que jamás penetraría. Le traía una certeza de ocho horas. Lo frotaba con las esponjas antisépticas más cálidas del mundo. De haber podido hablar, era seguro que habría logrado retenerla, controlarla. Tenía ese impulso casi todo el tiempo. 22 23 n a r r a t i v a n a r r a t i v a El domingo era un día embanderado. Desde la vista privilegiada que tenía, veía los autos con mástiles por la rambla y un puesto de venta de toda clase de productos celestes hechos de apuro. Incluso habían brotado infinidad de picaditos, mucho más aguerridos que de costumbre. De verdad quería presenciar el partido. Nunca había visto a la selección en una final del mundo. Y, encima, el diez del cuadro había jugado en River gracias a la plata de él, antes del derrame, antes de que el cuadro se desarmara todo, de que no le pagaran a los jugadores ni al técnico. Estaba visto que si al sinvergüenza de Benítez se le daba un metro de ventaja la carrera estaba perdida por muerte. Era un profesional este guacho, se le notaba desde las inferiores, y qué inteligencia para jugar al fútbol. Era de un pueblo, ahora no se acordaba si era de Tacuarembó o de Melo. Tanto daba, había marchado en la desbandada. Lo compró Nacional a precio de pollo. El tipo hizo un campeonato bárbaro y lo vendieron al Corínthians. Lo eligieron el mejor centrocampista ofensivo del Brasileirão. En unos meses todo. “Hoy ganamos, don” había dicho la enfermera mientras le limpiaba el culo, cosa que solía suceder ya que esto era lo único que lograba controlar. Se aguantaba hasta que veía que se iba la de la mañana. Era un esfuerzo supremo que hacía por sentir en los huevos los dedos cuidadosos de ella, que nunca reclamaba. “Hoy les rompemos el culo a estos brasileros, como dice mi marido…” agregó, sin relacionar las palabras con las manos. Después de la higiene, un rato después, venía la comida licuada e introducida en la boca. Ese día estaba especialmente conversadora. Contó que la pasaba a buscar un primo que justo andaba en la vuelta, de modo que pudiera llegar en hora a casa. Hasta la gurisa iba a mirar el partido. El marido ya tenía un acopio de cervezas. El primo llevaba las pizzas y los “sólidos”, según dijera ella. La tarde fue toda de previa. Ella se asombraba de las cifras que dan siempre, los dólares, los teleespectadores. Él veía los goles y las jugadas que se había perdido mientras echaba en falta la sinfonía de Wagner que siempre escuchaba en soledad antes de los partidos importantes. Detestaba a los arengadores consuetudinarios. Esta vez los toleraba porque eso daba pie para que ella hablara. Quería escucharla todo el tiempo, que nunca parara de hablarle, aunque dijera simplezas. Tenía una voz un poquito nasal, con una leve ronquera. La memoria le traía una puta con un tono similar, sin que hubiera punto de comparación, porque aquella era desagradable, no tenía el tonito dulce de esta que, ahora lo sabía, era la mujer de su vida, la única que en todos sus años mostraba un interés verdadero por él y ni siquiera podía contestarle; el único gesto de acercamiento de que era capaz era cagarse en su horario. A lo sumo un parpadeo. Se estaba dando cuenta ese domingo. Quería que ella lo acompañara a ver la final, aun cuando usualmente no toleraba una mujer en las proximidades de un partido importante. Era la última final del mundo. Deseaba verla junto a la mujer de su vida, no con la funcionaria oscura de la noche, incluso contando con que no le apagara el televisor. Necesitaba sentir su música y su olor. Le habría regalado flores y bombones, como nunca hizo con las otras. Pero eso no iba a ser. Como a las cinco de la tarde, tocaba otra ración. Mientras ella le daba en la boca, pasaban un especial sobre el Mundial del Cincuenta. Mostraban los goles, las entrevistas viejas, los testimonios de los que eran chiquitos, los de los que no habían nacido, que eran la mayoría. Contaban una vez más la historia del cambio de colores del uniforme de Brasil, hablaban del tipo que había hecho el diseño y señalaban la curiosidad de que el hombre ni siquiera hinchaba por la selección de su país. Lo de siempre. Lo sentía mucho más dulce oyendo la voz de ella, sabiendo que sólo la tendría con él hasta las ocho. El amor de su vida se marchaba puntual, con el primo y las pizzas. Nunca había tenido tiempo para pensar en cómo sería tener un amor-de-su-vida. Se le antojaba cosa de películas y de pelotudos con tiempo de sobra. Era un hombre práctico. Uno que ahora no deseaba otra cosa que estar con una mujer cuyo nombre no había llegado a memorizar. Cómo se llamaba. Si al menos pudiera invocar el nombre mentalmente. Tal vez le llegara el llamado. No, no sería posible. Se acercaba el fin del horario. A las siete y media, se hizo evidente que iba dando todo por terminado. Estaba cansada, por lo cual casi no hablaba. Ocho menos cuarto. “Bueno” dijo, “¿está bien?” No iba a poder obtener más respuesta que un revoleo de ojos, que fue lo que efectivamente ocurrió, de manera tenue. Lo que ella no sabía era que eso significaba “por favor, quedate”. Sonrió. Menos cinco. “Vamos a ver que esté bien…, que le llegue limpito a Angélica.” Revisó los pañales por última vez. Secos. “Muy bien.” Se hacían las ocho. La otra todavía no había llegado. Solía estar menos cinco normalmente. Se pasaban la planilla, se saludaban. “Señor, yo me voy yendo. Mi primo está abajo esperando. Capaz que Angélica demora porque vio cómo está el tránsito con esto del partido.” La mujer de su vida lo dejaba solo a las ocho. Venía la otra pero no era lo mismo. “Hasta mañana, que disfrute el partido.” Cerró la puerta. Su amor imposible se iba. En unos minutos venía la otra. Angélica. ¿Por qué sabía el nombre de esta? Porque ella lo había dicho. Y la de la mañana se llamaba Marina. Porque ella lo había dicho. Mierda. ¿Por qué la mujer amada no tenía nombre para él? Giovanna, su última mujer. Graciela, la de los treinta años. Micaela, Verónica, Patricia, habían sido amantes suyas por cortos períodos. Verónica de la oficina... Recordaba incluso los nombres de algunas locas de quilombo, o por lo menos los cartelitos de las puertas. Vivi, Sharon, Haideé, algunas repetidas. Sintió cómo los ojos producían lágrimas. Todas las mujeres le habían costado bastante plata, pero todo bajo control. Una vez que se descargaba, no las necesitaba para nada. La tele seguía con la previa, ahora ya desde el estadio. Aparecía la cara anémica del comentarista corrupto ese. Pensó en la vez que lo coimeó por unos negocios del club de los que se había enterado. El muy hijo de puta. Por unos verdes, después hablaba maravillas del “proyecto institucional” e invitaba a los otros cuadros a seguir el ejemplo. Ella no le costaba casi nada. Es decir, nada. Porque él lógicamente no decidía nada sobre la plata ni sobre cosa alguna. Pagaba el hijo, el muy sorete del hijo, que hacía un mes que no aparecía ni en figurita. Ella se había ido a las ocho. Pasaban los minutos y la otra no llegaba. La transmisión mostraba los jugadores. Había plata de él puesta en el ataque de Uruguay. Ya eran casi las nueve. Angélica llegó como a las once y media. Había decidido que la esperara el viejo de mierda ese. Total, nadie tenía por qué enterarse de que había llegado tarde. Él no iba a decir nada, seguro. A Cristina le decía que se había retrasado un poco y pronto. Comprendería. El tránsito, las frecuencias de ómnibus, esas cosas. Lo que tuvo que pensar fue qué iba a decir sobre la hora del deceso. 24 25 n a r r a t i v a n a r r a t i v a ¿Y ahora qué? Eloisa Armand Ugon de regreso con sus “el próximo domingo no venimos, no soporto el replay de domingos con recitaciones de los Cálices Vacíos y el monotema de la Agustini”; y me dolía escucharla impostar la voz para imitar la de su padre y agregarle una nota de burla al preguntarme: Eros, ¿acaso no sentiste nunca piedad de las estatuas? Pero volvemos cada domingo, a empacharnos bajo los caireles con los poemas y con los ravioles de verdura de Amelia, que le ha dado por servirlos flotando en salsa pomarola, a pesar de la insistencia de Marta de servirlos solos y poner la salsa aparte. “Así le gustan a tu padre.” Y miro a mi suegra alcanzarnos los platos repletos de ravioles, con las arrugas alrededor de la boca y un gesto cansado y a la vez anestesiado, ¿acaso no sentiste nunca piedad de las estatuas? Nada dijo nunca de su rival, de quien su marido prefiere los besos-versos, entregarse a los abrazos de las estrofas y penetrar cada poema para arrancar los gemidos dolientes de las grandes palabras que ella escribió con mayúsculas: Amor, Vida, Carne, Muerte. Él desea copular con la intensidad de los querer decires de la poetisa, internarse hasta en los más nimios detalles de su vida y de su muerte, en la muñeca, en las cartas en media lengua al marido y amante, en la contemplación durante horas de la foto del cuerpo ensangrentado tendido en el suelo junto al de su asesino y esposo. Se desvela con todo eso como si en ello le fuera la vida y apenas se entera que Marta perdió su segundo embarazo y dice el doctor Márquez que ya no habrá otros, y entonces no habrá nietos a quienes sentar sobre las rodillas y recitarles al oído... yo vivía en la torre inclinada /de la Melancolía...; ni supo que la novia de Alfonso murió en Buenos Aires, tanto que llegó a preguntar por Lina dos domingos después. La tía Sara, dada su edad y privilegio, era la única capaz de expresar en voz alta su hartazgo hacia el tema de Delmira, pretendiendo narrar episodios de la radionovela o alguna otra cosa del pasado que su Alzheimer le hacía pensar que había sucedido esa misma mañana. Tampoco Alfonso logró nunca interesarlo y cambiar el tema de los almuerzos introduciendo, entre un raviol y otro, comentarios acerca de la bomba en Burkina Faso, las inundaciones en Durazno, el conflicto en la Facultad de Humanidades o en el análisis El primer domingo sin Ignacio sentado a la mesa. En el comedor de la casa de la calle Rodó con la araña de caireles siempre prendida sobre la mesa de nogal. Los años aflojaron los tablones de madera del piso, se hunden un poco al pisarlos y trasmiten una vibración por las paredes que termina en un tintineo de cristales sobre nuestras cabezas. El primer domingo sin mi suegro sentado en la cabecera delante del gran aparador, adornado con la loza inglesa de la abuela, las fotos de él con Amelia saliendo de la iglesia el día que se casaron, y las de Marta y Alfonso de niños en el balneario. En el mismo aparador, casi escondida en un rincón, está la foto en blanco y negro de la muñeca de Delmira. Quizás porque Ignacio intuyó que la familia no toleraría una foto de la dueña de la muñeca, y colocó uno de sus símbolos. Ahí está la muñeca que siempre mira la mesa con los ojos muy abiertos, un lazo en el pelo y el brazo derecho extendido hacia adelante como preguntando: - ¿Y ahora qué? El primer domingo después del último con Ignacio, pero con otro en el medio, otro que todos pactamos sin palabras en olvidar. Porque sólo poniendo ese domingo entre paréntesis, pudimos venir a casa de Amelia e Ignacio hoy. A sentarnos frente al plato de ravioles en la mesa que siempre presidía Ignacio desde la cabecera, iniciando el ritual del almuerzo con un verso o alguna alusión a Delmira Agustini. A estudiar vida y obra de la poetisa dedicó sus últimos años. Recluyéndose por períodos en la casa del balneario a desmenuzar sus poemas hasta dejarlos como polvo de palabras entre los dedos, a deshilvanar los versos, a hamacarse dentro de las letras redondeadas para descubrirles el ritmo, o a encerrarse dentro de las letras “o” y “a” para explorar su centro más íntimo. Para espiar la vida de la poetisa en la correspondencia a los amigos, a Rubén Darío y a su marido. La llamaba “la Nena”, como lo hacían los Agustini, y hubo veces, en mis primeras conversaciones con él, que no supe si se refería a Delmira o a Marta, mi mujer. Y sufrir por Marta durante todo el almuerzo, anticipando que luego se iría de casa de sus padres descargando el dolor en forma de irritación, sentada a mi lado en el coche durante el trayecto que hacían en la Sorbona sobre un plagio a Baudelaire. Estuvieron las palabras sarcásticas de Marta dichas un domingo de lluvia camino a casa, antes de la muerte de Ignacio, nunca después, de que en la lápida de su padre debiera tallarse un epitafio que rezara, “Una vida dedicada a Delmira Agustini”. Pero no lo repitió nunca más desde que nos fue entregado el cuerpo y tuvimos que resolver todos los detalles del velorio y el entierro, incluida la lápida y el epitafio. Ni en la larga noche junto al ataúd de Ignacio entre el olor a las flores marchitándose, el rosario bisbiseado por la tía Sara y los sollozos intermitentes de Amelia. Nos sentamos tomados de la mano, con la garganta apretada por el estupor, y la incredulidad de lo que estábamos viviendo era tal que no me hubiera sorprendido levantar la cabeza y encontrar a Delmira vestida de negro con un traje de su época, con la muñeca en una mano, y un ejemplar de El Libro Blanco, inclinada sobre el cuerpo de Ignacio recitándole: Yo te diré los sueños de mi vida/ en lo más hondo de la noche azul... /Mi alma desnuda temblará en tus manos, /sobre tus hombros pesará mi cruz. Sólo había Delmira en los almuerzos de los domingos, hasta éste, con la cabecera de la mesa vacía, con Alfonso que trae una noticia tras otras de las que leyó en el diario durante el desayuno, con Marta que suspira al ver venir a Amelia desde la cocina con la fuente de ravioles que este domingo también vienen embebidos en la salsa pomarola. Todos tenemos miedo al vacío, el hueco que hay en la mesa, tanto que creemos escuchar: Eros, ¿acaso no sentiste nunca piedad de las estatuas?, y la tía Sara deja escapar la siguiente frase: “Justo hoy, domingo, se le ocurrió irse para el balneario”. Y no sabemos si es un desvarío de su mente o una ráfaga de lucidez lo que ilumina esas palabras y nos cae encima un golpe de silencio sólo interrumpido por la gran cuchara de Amelia que dosifica ravioles con pulso tembloroso y les vierte salsa por encima. Sirve a todos, menos a Ignacio. A Ignacio no, porque se ha ido al balneario con su adorada poetisa y entonces Marta abre el debate de sí Enrique Reyes habría ya resuelto matar a Delmira cuando la citó aquella tarde, o si el crimen, y su posterior suicidio, fueron fruto de una chispa, de un cortocircuito de la pasión. La tía Sara dice que ella no sabe, que el que sabe mucho de eso es Ignacio, que hay que preguntárselo cuando vuelva. Pero Alfonso opina que sí, que Reyes ya tenía pensado matarla, que lo prueba una carta que él escribió esa mañana al propietario de su cuarto en la pensión de Andes y Canelones que da indicios de que la decisión ya estaba tomada. Amelia se levanta para recitar con una voz de exquisita dulzura: en mi alcoba agrandada de soledad y miedo/ taciturno a mi lado apareciste/ como un hongo gigante, muerto y vivo, / brotado en los rincones de la noche.../ y los caireles tintinean aunque nadie se mueve, como si Delmira estuviera jugando con ellos para enfatizar la declamación de Amelia. Y no habrá bombas en Burkina Faso, ni inundaciones en Durazno, ni conflictos en la facultad de Humanidades, ni plagios a Baudelaire este domingo. Sólo está Delmira llenando la mesa entre los ravioles y el trago de vino tinto y el “me alcanzás la panera, ¿y alguien se sirve más?” Debatimos los misterios de su vida apoyándonos para eso en todo lo aprendido de Ignacio, cuya necesidad de Delmira Agustini no se agota, sino que se incrementa con los años tanto que ahora hasta se pierde los almuerzos del domingo con la familia para estudiar sus versos. Se levantan los platos y Amelia retira de la mesa el queso rallado y dos rodajas de pan que quedaron ignoradas en la panera y “¿nadie come postre?, no, nadie, tal vez más tarde”. Amelia trae la bandeja con el café y suena el teléfono. Esa llamada es igual a la otra. O la misma. La que suena mientras Amelia pasa las tazas y rezonga a la tía Sara para que se quede con una y no las pase todas. El mismo timbre del teléfono que se impone por sobre el chocar de las tazas contra los platos y el tintinear de las cucharas. Las cucharas de alpaca que a Ignacio no le gustan porque tiñen el paladar con su sabor. Nos quedamos quietos escuchando el teléfono, ubicado en la mesita redonda a la entrada del comedor que vibra con cada campanazo, como si dejarlo sonar, no atenderlo, pudiera cambiar lo que va a pasar, lo que ya pasó. Evitar que nos lleguen, desde el otro lado de un hilo de cobre, a cincuenta kilómetros de distancia, las palabras que nos dirán que Ignacio tuvo un accidente en la carretera. 26 27 n a r r a t i v a n a r r a t i v a El velorio del Mani Gustavo Rivero La paloma de la paz resultó un gallo borroso y elemental implorando en el reclinatorio público el martes por la mañana. Esa fue la primera decepción grande con Dios, puesto que el torcaz de la conciliación me pareció más un carancho aturdido que agujereaba isocas de compasión y picoteaba de miopía migajas de grisines de manos de los transeúntes del calor, que el aura justa del espíritu santísimo. Eran los preparativos de la fiesta del entierro y en esas ocasiones fue que lo avisté, cuando al Mani le había dado por la desgracia de hacerse velar antes de morir, sólo para ver quién lloraría de pena y quiénes por interés. Pues decía que con este desarreglo del mundo ya no se podía confiar en nadie y que pretendía acreditarlo de cuerpo presente y con las dos vistas abiertas, aunque para ello tuviese que permanecer tieso toda la encíclica cantada entremetido en el catafalco. Que era cierto que el Mani ya no se guisaba en dos agüitas, era cierto, pero de ahí a penarse me parecía tornadizo. A su edad de él, con aquellos ojos heroicos que aún podían vislumbrar visigodos a media luz y en domingo; o con su hambre de abandonado en la mañana y el apetito de expósito al mediodía, que más módico fuera envolverlo y ajustarlo que darle de comer; era un desperdicio de muerte, aunque ella no durase más que la farsa del velatorio. Yo se lo indiqué y respondió que me dejara de clarines, que no era por la edad ni por los godos, ni por los apátridas atormentados de lumbago, sino por empalago y por el acomodo de ir planeando la venganza de resarcimiento de aparecérseles en las noches vuelto una porquería de piltrafa y con un cuadrado de esparto en las bicheras, a los sanguinarios que no le fueran a gimotear el deceso. Y para eso no veía más remedio que extinguirse nomás mientras estuviera vivo. Lo cierto es que en esas épocas empezó la decepción y el despelote con Dios. Pues yo le había pedido que de socorro, Padre, mándeme una seña, aunque sea una muequita de nada de que me atiendes y que el Mani no se sucumba en esas historias descabezadas, y ahí fue que apareció ese bicho de palomo malherido, blanquecino pero desplumado por los garrotazos del tiempo y tan mojado por la indolencia bendita que cuando lo avisté, el martes anterior al agasajo del velatorio, lo confundí con uno de los espaciosos bañistas argentinos, mucho culo y poco paño, que a veces asoman por aquí, ya que no se parecía en nada al pájaro de delegación de nuestro Señor bendito, sino que se igualaba a los amansalocos de plasticina que reparten en los dispensarios administrativos. Lo cierto es que me mantuve callado aun cuando espanté de un gallardetazo al bicho detenido en la hornacina, pues el Mani estaba tan feliz con ese asunto de morirse, que no me midió la entraña para descomponerle la fiesta de su deceso con cosas de tanta vida. No iba yo a decirle que con este descangayo de la engañifa de fenecerte cuando aún tás pataleando, que estaban fundando rifas las maestras de la escuela para beneficiarse con un espantajo de cretona con las hebillas frotadas, pasada la tiniebla de la feria de tu muerte. O de que las vecinas, aquellas diablas mal opinadas que dicen que “el matrimonio es sólo entre el macho y la hembra y que por eso el Mani y tú y todos los sediciosos maricones como ustedes, a secas merecen el canyengue de arcangelazos en las carúnculas que el monseñor quiere brindarles y no el andar llamándosenos familia, que para eso el bienaventurado no los puso en esta tierra, ¡evadidos!”; bueno, incluso esas andan preparando estupores chocolatados para el día del despiplume de tu muerte. Y no se lo dije porque cuando abrí la puerta me lo encontré probándose de cadáver sobre la mesa, con los zapatos pulidos y una faja presidencial atravesándole el sudario, y tan compenetrado con la tarea que hasta la nata del tránsito ya se le vislumbraba entre las cejas. Entonces me mantuve a su lado componiendo escarpines y recitando en falsete las estaciones que sobrevienen a la muerte, ya que el muy atravesado quería que la patraña del deceso fuera teatralizada ante los niños de la escuela por un coro de maniseros tullidos sosteniendo los velones de tristeza que alumbrarían la desesperación de los dolientes, que de seguro estarían ahora apacentando los bueyes y los carretones para cruzarse transversalmente la patria y sujetarle cápsulas de ruido a nuestra Señora para el alivio merecidísimo de tu muerte falsaria. Y en esas estábamos cuando de repente se le apremió un pensamiento en la joroba y pareció que hasta la orla gubernamental se le descosería del temblor, porque se recordó de que en el armatoste a sulfuro tuvieron dicho que en una tierra que llamaban Roma les ponían monedas a los ojos de los muertos y qué sé yo cuánto bullicio, y ya se puso de rodillas en mi mesa de comer en la cocina, para revisar los escaños altos del armario donde yo guardaba los dineros del provecho, y hasta allí llegó mi silencio y le dije que te tengas quieto que bastante ruido has hecho con esto de morirte de juguete y que hasta a Dios he fastidiado y por eso nos envió ese bicho embarazado de escueto, que me parece prudente, pues que el Divino no va a estar derrochando de sus finos ángeles de raza contigo y tu bola de muerte, está sabido; pero eso de llevarte mi dinero aunque sea por un rato, no te lo aguanto yo. Y entre que me los devuelves digo, y que no te los restituyo carajo, le unté la mollera de un calderazo que fue a dar con el desmayo hasta la puerta del calentador. Lo cierto es que no sé ni cómo en el último momento y cuando ya los cobres de la banda giraban por el camino y las carretillas con flores y los enanos disfrazados de honestos batían manos en el frente, me lo subí al Mani a la mesada con su cinta de la patria, su defunción de vahído y los botines modernos, para que le hiparan la muerte todos aquellos idólatras que se comieron las batatas y sustrajeron mis bonetes. Y en el momento más triste no me aguanté la agonía y saliéndome hasta el patio cogí al bicho sacro por las alas, para meterle canicas de carne dentro del pico carcomido por el abandono papal de este asueto de amargura, sentado en la hornacina pública del jueves del velatorio. 28 29 n a r r a t i v a n a r r a t i v a Rapport Florencia Gambetta - ¿Me llamó, señor Jefe con Incidencia en los Sueldos? Pensé que no sabía mi apellido. - Pase Analista; efectivamente no lo sé, con saber para qué está en La Organización me alcanza y sobra. - Permiso. Queda muy mal que agarre un caramelo ahora. - Siéntese, que no le va a gustar lo que le voy a decir. - Permiso. Lo dije de nuevo. - No le dan los cojones para agarrar un caramelo. - No. - Bueno. Veamos. Se lo digo de una así terminamos con esto y puedo seguir leyendo noticias. Le pedí que viniera, porque quiero encomendarle La Tarea. - ¿La Tarea? ¿A Mi? Realmente no tiene idea de quién soy, ¿verdad? - Si. La Tarea. A Usted. No creo que esté capacitado; pero a mí me aburre mortalmente y no quiero que se desmotiven mis mejores analistas tampoco. Se lo pinto como que es un gran honor, así quizás agarra viaje. - No tengo ni idea de como se hace; pero lo acepto igual, y cuando usted no esté mirando voy a ver qué encuentro en elrincondelvago.com. - O en wikipedia. - O en Monografias.com - Esa no la conocía. Bien. - Ahem... - Y... ¿Qué se supone que sigue haciendo en mi oficina? - ¿Me larga así como así con La Tarea? ¿Hay algo que tenga que saber antes de empezar? Ahora sí que necesito un caramelo. - No tiene ni idea, ¿no? - La verdad, la verdad: no. Pero le pregunto por los detalles así no parezco tan sonzo, y quizás saco algo por contexto. - Ok. Mire la pantalla. Me tomé la molestia de ponerlo todo por escrito, porque prefiero eso a tener que repetírselo cinco veces en los próximos tres días. Estos son los objetivos. No son alcanzables, pero tampoco es que lo vayamos a medir, ¿no? - No, por supuesto. A los compañeros de sección les va a parecer bien lo que haga, y siempre hay algún fanático que viene a felicitar; creo que con eso estamos. - Eso sí: que tenga buena pinta el informe. Ya sabe: frases largas cosa que se pierda el hilo, alguna que otra tabla bien densa; y mucho de esas palabras de moda como empoderamiento, articulación, sinergia... - ¿“Convergencia digital”? - También. El auditor solo va a controlar las negritas y que estén todos los subtítulos, así que attenti con eso. En cualquier caso, si después la rentabilidad baja, le echamos la culpa al Estado y a La Coyuntura. Y a Brasil. - Está complicada la cosa en Brasil, ¿eh? - Supongo: lo dice la tele. - No miro tele, juego jueguitos de computadora desde que llego hasta que me voy a dormir. - No esperaba otra cosa de alguien que viene a trabajar con una remera de space invaders. - Tengo que comprarme una camisa menos trasparente - O asumir que tiene 30 años, y usar remeras de gente normal. - Permiso, ya que estamos hablando de trivialidades, voy a agarrar un caramelo. - ¿Justo el último de miel, tenía que ser? - Volviendo al tema: tengo que organizarme para alinear las ideas que ya tengo y que hace meses quiero que me aprueben, con los Objetivos. - Eso mismo. Si quiere darse la cabeza contra la pared y buscar una forma diferente de hacerlo, que seguramente ya probamos y descartamos por algún otro motivo, adelante. Si prefiere ser de la gente inteligente como yo que sigue el librito y asciende rápido, siga el Procedimiento. - ¿El Procedimiento que usamos todas las veces, y solo retocamos un poquito para que no quede tan obvio? ¿El Procedimiento pensado para que lo puedan aplicar hasta simios amaestrados? - Ese mismo. Y lo de los simios lo pensé, pero no quiero problemas con PETA. - Entre PETA y los sindicatos... - No entremos en detalles. Después de todo, usted puede ser un espía. - Faltaba más. Entonces, estos son los Objetivos, y sigo El Procedimiento. - Exacto. ¿Ya está? ¿Se puede ir de una vez? - Una última cosa: ¿Para cuándo pretende que haga esta monstruosidad? - Lo necesito para dentro de tres semanas; pero le pido que lo haga en una, porque ya sé que no va a cumplir. - ¡Perfecto! Seguro que me lleva tres semanas, pero si usted me lo pide para dentro de una, seguro es que lo quiere para dentro de dos... y quien dice dos, dice tres. - De acuerdo. ¿Toma La Tarea bajo su responsabilidad? No es que tenga otra opción, pero quería recalcar la palabra “responsabilidad”. - La acepto. De lo contrario, me haría la vida imposible hasta que yo mismo tuviese que admitir mi torpeza y renunciar. - No habría problema. Diríamos que estaba “poco comprometido con la Organización”, y hasta serviría de ejemplo para el resto. - Por ahora aguanto todavía. Repasemos, porque me quedé pensando en space invaders y los juegos de los 80, y perdí el hilo. Menos mal que me lo va a pasar por escrito. - Estos son los Objetivos, éste el Procediemiento, y éste el plazo. ¿Alguna pregunta? - Ninguna: tengo dudas tan pero tan elementales, que si se las hago va a quedar muy obvio que no tengo idea. - Me lo sospechaba. Si se le ocurre algo puntual, me manda un correo, y con suerte le respondo en una semana. - ¿Me puedo ir a ver videos graciosos, antes de encarar La Tarea? - Claro, claro. Yo quiero entrar a facebook a ver si subieron fotos del fin de semana. - Gracias por darme La Tarea así me puedo sentir importante en el próximo asado con mis amigos. - No hay de qué. Me viene al pelo que agarre el trabajo que no me gusta. Siga así, Analista cuyo nombre todavía sigo sin poderme acordar. - Qué bueno que nos entendamos así, Jefe con Incidencia en Sueldos. - Por supuesto. La comunicación es lo más importante. 30 31 n a r r a t i v a n a r r a t i v a La nueva Juan Rodríguez Brites Podría decir que desde el primer momento lo supe, pero la verdad es que ni siquiera lo vi entrar. Al darme vuelta estaba junto al mostrador, enfundado en un saco negro que no había sido hecho para él. Las manos deformes por el trabajo tampoco parecían suyas. Dedos torpes delataban cierto nerviosismo que su entrecejo serio y sus palabras apagadas intentaban encubrir. En algún otro momento hubiera tratado de hurgar en su misterio, pero aquella noche ya tenía mis pensamientos ocupados. Supuse que su motivo no era diferente al del resto: beber unas copas antes de salir a la búsqueda del amor que esperaba en diferentes laberintos de aquella cuadra. Pidió una caña y se quedó acodado a la barra, ojeando hacia la puerta. A los pocos minutos ya había olvidado su presencia. Deseaba su muerte ignorando que estaba a mi lado, que bebía una copa servida por mí. Cada vez que la puerta se entreabría lo buscaba a él, hasta que un rostro habitual desbarataba el presentimiento. Así el augurio de que mi plan fallaría comenzó a crecer en la penumbra. La misma que ahora cubre los trastos llenos de polvo y enciende mis recuerdos. Es tan difícil ordenar en mi cabeza algo de lo que sucedió esa noche, darle una secuencia. Cualquier detalle puede ser el detonante, y luego viene el torbellino de imágenes que arrastran todo a su paso, hasta el fondo de mis entrañas. El fin es siempre igual. La niebla dominando las primeras luces de la madrugada, y a través de la pared de ceniza emerge el asesino. Veo por la ventana como se va caminando para la seccional, a las bromas con los milicos. Un oficial bajito y con cara de dormido queda vigilando la escena del crimen. Al cuerpo lo retiraron enseguida, pero el cuchillo sigue tirado a un par de metros del charco de sangre que parece manar del medio de la calle. Dos o tres borrachos hacen un par de comentarios y regresan a sus vasos. El Manco sigue durmiendo sin enterarse de nada, aunque en los meses siguientes repetirá incansable la historia, agregando pormenores que sólo él pudo ver. El comisario se asoma y me dice al pasar: Hernández, no es necesario que cierre el bar, en estos casos es mejor no armar revuelo. Al otro día no pude abrir. Me quedé en el catre, afiebrado, con los sentidos perdidos en una garganta afilada y fantasmal abrigada por el rasguear de las guitarras. Quise entender qué había ocurrido por la noche. Yo había movido las piezas para que esos hechos se desencadenaran y sin embargo no podía comprender el porqué. Me pareció que aquella noche no terminaría nunca, repitiéndose una y otra vez en mi mente. El filo cortó la carne y el grito que lo sucedió, o me inventé, había enrollado para siempre mis pensamientos sobre ese instante y sus alrededores. No tengo excusas, yo también soy culpable. El Tano terminó su copa de un trago, me guiño un ojo y se puso el sombrero para salir a la calle. Giuseppe Malatesta había nacido el veinte de enero de mil novecientos ocho en Italia, o por lo menos eso figura en el documento que conseguí luego de su muerte por medio de unos conocidos. Sabe Dios cómo terminó en el pueblo. Cuando yo lo conocí ya estaba cerca de los cincuenta, el pelo negro y los bigotes bien recortados. Las mujeres lo adoraban y lo seguían como ratas, si se me permite la expresión. Las traía cuando eran poco más que unas niñas, y las echaba en cuanto el tiempo y el oficio las marchitaba. Debo reconocer que nunca se trabajó tan bien como en aquellos años. Venían desde lejos a probar nuestros manjares. Él nunca tuvo un problema, conocía la noche y se sabía manejar con la policía. Siempre tuve una buena relación con él. Más de una vez le alquilé la pieza del fondo para que dejara un par de días a la nueva, mientras le conseguía una pensión. Cuando llegó con Alejandra sucedió así. Lo único que me preguntó fue si me molestaba que la piba se quedara un poco más, estaba un poco enferma y tenía que recuperarse antes de empezar a trabajar. Terminé el mate, miré al cielo y le dije que el tiempo no era mi problema. Ella estaba de espaldas mirando hacia la calle, no parecía gran cosa; un animal herido y abandonado deseando morir. Al principio era toda desconfianza. Me miraba de reojo como si yo fuera a atacarla en cuanto la sorprendiera descuidada. Con el paso de los días supongo que se sintió protegida y terminé pasando las tardes viendo cómo dejaba de llorar y volvía a ser una hermosa mujer. A veces, por las mañanas le cebaba unos mates mientras lavaba ropa en la pileta. Las gotas de agua y espuma salpicaban su vestido blanco mezclando el aroma del jabón con el suyo. Me contó pocas cosas, pero suficientes. Supe que había dado a luz una criatura y que se lo había dejado a su hermana para que lo cuidara. Como si fuera él un par de veces sorbí de sus pechos. Una especie de pago por mis cuidados, pero que no se malentienda, no sucedió nada más, nunca me acosté con una puta. Así se fue el verano, y entre una cosa y la otra, el Tano nunca se la llevó de la pieza. Él no era de los que se encariñan pero la trataba diferente. El porqué, lo desconozco. Se dicen muchas cosas, pero yo no puedo repetir las habladurías que andan por ahí. A pesar de que sus sonrisas eran cada vez más frecuentes, hasta el final del otoño no empezó a trabajar. Parecía que nunca habían visto una belleza igual en aquel pueblo. Y puede ser verdad. No soportó mucho. La tarde que entró a mi pieza y me dijo que se iría, que tenía que ayudarla, que no podía quedarse más en aquel infierno, lo odié. Lo odié incluso antes que pronunciara su nombre, y la odié a ella, claro. Al principio no supe qué decir, apenas mascullé unos gruñidos, pero ante su insistencia le dije que la ayudaría. Que si no era para problemas, yo la ayudaba. Sabía que el Tano no iba a dejar que se fuera así nomás. Estaba todo preparado para que escaparan esa noche, pero las horas pasaron y cuando todo sucedió me tomó desprevenido, como si nunca hubiera imaginado que esa madrugada pudiera traer consigo algo nuevo. Alguien entró al bar gritando: la va a matar. Dos o tres curiosos salieron. Uno se asomó y repitió: la va a matar, tiene un cuchillo. Ante la indiferencia general agregó: el Tano a la Ale. Recorrí las caras y fue en ese momento que supe quién era el muchacho de negro. En su mirada vi el miedo absoluto de la presa que sabe que ha caído en la emboscada. Dio un par de pasos, apretando con todas sus fuerzas el vaso y salió vacilante hacia la puerta. Sentí lástima por él. No tenía otra alternativa, tenía que salir a defender a su hembra y el Tano no tendría piedad de su juventud. Me había imaginado varias veces la escena, los forcejeos, la risa del Tano y el cuerpo tendido sobre la calle. Su fin estaba a unos pocos pasos. Al llegar al umbral se paró en seco y echó un vistazo a su alrededor, como si no conociera dónde estaba. Esa duda astilló mi certeza, y poco a poco el miedo también se adueñó de mí. Nunca se puede jugar a los dados con el destino. Giró balanceándose y retrocedió hasta apoyarse en el mostrador, me miró a los ojos y me pidió otra copa. Demoró unos instantes en tomar el vaso y, temblando, llevarlo a su boca. Mientras bebía sorbo por sorbo su medida, escupitajos y patadas empezaron a caer sobre el pequeño cuerpo tirado en medio de la calle. Siguió bebiendo hasta que la luz empezó a revelar las caras que la penumbra enlutaba con discreción. Tomó la última de un trago. No pude, balbuceó y salió a los tumbos, pasó rozando la mancha de sangre y se paró en la esquina antes de ser tragado por la niebla. No supe nada más de él. Al Tano lo vi una vez más. Quedó libre al poco tiempo y pasó por el bar una noche, no nos dijimos nada. El cáncer fue menos piadoso que el juez. Hay quien dice que se dejó envenenar por la culpa. Ahora los días pasan lentos, como vísperas de horas verdaderas que prometen llegar cuando la oscuridad gobierne. Noche tras noche, espero que la puerta del bar se abra y aparezca sonriente y cómplice como una adolescente. Pero nunca viene, y por la madrugada cuando el hastío ensordecedor inunda el lugar, espío los rincones en busca de sombras familiares, y es en esos momentos de delirio que aparece con su saco negro, para susurrarme al oído como una puteada mordida: no pude. Fuimos culpables e indignos, pero al menos yo no me escapé o me dejé morir. Aquí me quedaré hasta que se apaguen sus últimos fulgores en mi memoria. 32 33 n a r r a t i v a n a r r a t i v a Yo me ocupo de la limpiadora del edificio, pues siempre estoy. Soy la única que trabaja en casa. Todos los demás van a una oficina, así que no pueden abrirle a la limpiadora. Yo la recibo y le pago. Lunes miércoles y viernes. En definitiva soy la que trato con ella. A lo largo del mes van viniendo a tocarme timbre para pagarme la parte que les corresponde. Le puse un horario, que venga más o menos cuando interrumpo para almorzar. Eso es entre las dos y las tres de la tarde. La mato si llega a aparecerse cuando yo estoy completamente ensimismada, sudando y temblando, esparciendo colores sobre el lienzo, con la convicción de que no hay nada mejor en el mundo que la visión que está frente a mis ojos, mi propia obra. Se hacen las tres de la tarde y no vino. El corredor está sucio. A las siete bajo a fumar para ir viéndolos llegar. A muchos no les gusta que fume en la puerta del edificio, pero que no se quejen porque yo soy la que le abre a la limpiadora. ¿Acaso alguien podría hacerlo por mi? ¿Van a contratar un portero, o qué? “No vino”. “Hoy faltó la limpiadora”. “Janet no vino”. “No avisó”. Voy cambiando la frase para no aburrirme. La digo diez veces, la cantidad de departamentos que tiene mi edificio. Se me acaba el cigarro y ya no tengo más que decir. Vuelvo a mi atelier. El miércoles ocurre lo mismo. Se hacen las tres de la tarde y Janet no se aparece. Si me hubiera avisado. Pensar que interrumpí sólo para asegurarme de escuchar su timbre sonar. Estaba con la música a todo volumen. No podía parar de pintar. “Tenés que abrirle a la empleada” “Tenés que abrirle a la empelada” “Se hace la hora” me decía una vocecita. Así que paré. Comí. Se hicieron las tres de la tarde y no se apareció. Mi cuadro quedó inconcluso, no sé si podré recuperar ese efecto, lo que sentía en ese momento para plasmarlo en el lienzo. Miro todos mis cuadros silenciosos. Salgo al corredor. Observo las baldosas. Las escaleras oscuras. Me dirijo al placarcito del hall. Saco el Poet, la Jane, el Cif. Busco el lampazo, el trapo. Empiezo Mi obra Ama de casa Elena Solís Claudette Perrés a tirar agua con Cif y Jane. Paso el trapo. Imagino que así es como se hace. Por el rabillo del ojo veo mi imagen en el espejo ese que uso siempre para ver si estoy linda antes de salir. Pero esta vez no me miro. Cuando todos lleguen no van a poder creer mi amabilidad. Se van a caer de culo cuando les diga que como no vino Janet, yo decidí limpiar. Vuelvo a dejar todo en su lugar. Me encierro una vez más. Golpean a la puerta. Es el del 203, extiende hacia mí su parte del mes. Miro el dinero. $140. Lo acepto. También el del 301. Ya son $280. El viernes a las tres tampoco viene. Abro el placard. Saco todo. Empiezo a pasar el trapo mojado. Voy viendo cómo la suciedad se desprende, se disuelve en el agua que hay en el balde. Enjuago el trapo. Lo lavo. Vuelvo a pasarlo. Miro cómo quedó todo. Se ve que le agarré la mano. Está impecable. Como todos vieron el piso brillante se acordaron de venir a darme la plata para Janet. Viene el del 202, me entrega el dinero. Viene la mujer del 401, una tipa muy comedida. Me dice que qué suerte que Janet está viniendo, porque era una vergüenza cómo estaban antes los corredores. Le explico que yo le ordené que viniera y le indiqué cómo debía hacer para limpiar. Ella sonríe y me agradece de parte de todo el Palacio Uruguay, que ese es el nombre de mi edificio. Se aleja felicitándome por ser tan buena patrona. Los corredores están hechos una pinturita. El lunes siguiente estoy limpiando el corredor de mi piso. Son las dos y media de la tarde. Oigo el teléfono de mi departamento sonar. Me saco los guantes. Levanto el auricular. Es ella, Janet. Me dice que tiene a alguien enfermo, un pariente, un hijo probablemente. Le digo que no podemos tolerar eso, que tuvimos que contratar a otra persona, que por qué no avisó antes. Apoyo con fuerza el auricular sobre su base. Dejo los guantes junto al teléfono. Sumerjo las manos en el balde. Siento toda esa suciedad en mis manos. Tiro con fuerza el trapo al piso. Sacudo el lampazo a un lado y otro enojada. Debió haber avisado antes, ¿o no? No puedo dormir. Me desvelé. Miro de reojo a mi marido dormido a mi lado. Hace más de veinte años que compartimos el mismo lecho, pero hay momentos en que tengo la sensación de dormir con un desconocido. Era ayer- veinte años no son nada, cantó Gardel- que me casé con Javier. Seguía estudios de derecho, soñaba con ser abogado, defensor de la justicia. Luego, a la muerte de su padre, no encontró trabajo. En el interior del país- vivíamos en este entonces en el departamento de Durazno- sólo había trabajo en las chacras o había que ingresar en la policía. Empezó de abajo, pero fue ganando posiciones. Sus superiores apreciaban en él muchas cualidades: era puntual, no tenía vicios, ni bebía ni fumaba. Cumplía con sus obligaciones. Era testarudo, no aflojaba nunca: solo contaba su visión de la realidad, nunca consideraba la razón de los demás como valedera. Fue escalando posiciones, como ya lo dije: de simple recluta llegó en pocos años a comisario, lógico, era uno de los pocos policías en haber cursado estudios universitarios. Ya a partir de fines del 60 y principios de los años 70 el país se había cubierto de negros nubarrones, pero la tormenta se desató ese fatídico 27 de Junio de 1973 cuando se disolvió el parlamento y los militares tomaron el mando absoluto. Ese día Javier volvió a casa eufórico, lleno de proyectos, hablaba y hablaba. Luego empezaron los cambios. En un matrimonio los cambios raras veces son radicales, son tan sutiles que es difícil trazar una fecha de inicio. Su carácter antes jovial se tornó taciturno. Hablaba cada vez menos. Se encolerizaba más rápidamente. A veces, ingenuamente le preguntaba: “¿Cómo te fue hoy? ¿En qué consiste tu trabajo?” Me miraba con cierta bronca contenida y su violencia verbal estallaba: “A ti que te importa, si igual no entendés nada” Nunca usó la violencia física ni conmigo ni con nuestros dos hijos: Juan de 8 años y Sofía de 6, pero ya no jugaba con ellos como antes, no cantaba cuando se duchaba. Evitaba reunirse con amigos a comer un asado. Se replegaba sobre sí mismo. Al principio, pensé que estaba enfermo o deprimido. Cuando me contestaba nervioso, me callaba. Es verdad, yo no cursé estudios universitarios, sólo soy esposa y madre. Dirijo bien mi casa, pero los problemas políticos del país deslizan sobre mí, no me mojan. Sin embargo, mi existencia tranquila de ama de casa y mamá se quebró. Mi vecina, una mujer muy servicial, tenía un hijo universitario de dieciocho años. Un adolescente educado que me ayudó más de una vez con mis bolsas de feria. Un día desapareció. Su madre quedó como loca. No hubo comisaría en dónde no fue a golpear pidiendo que lo buscaran. Cuando me contó lo que sufría, mi corazón dio un brinco y enseguida hablé con Javier: “Sos comisario, podés ayudarla”. Su respuesta me heló el corazón: “No ves estúpida, que es un tupamaro, un peligroso sujeto que quiere romper con el orden establecido, quiere barrer con todos nuestros principios de religión, democracia. Gente como él, mejor que muera de una vez por todas”. Se dio vuelta y se marchó. Yo me sentí mareada. ¿Qué le iba a decir a la madre? Más allá de las palabras lo que me mató fue el odio contenido en su voz. ¿Por qué tanto odio hacia un chiquilín? la verdad, no entendía. Desde ese momento, empecé a escuchar los informativos y lo único que se repetía era “Alias tal, Alias tal” y eran todos tan jóvenes. Cuando mi esposo no estaba y los niños en la escuela, subía a lo de mi vecina. Me contó sobre las torturas en comisarías y otras prisiones. Me contó sobre las desapariciones. Me contó… Nunca me animé a comentar lo escuchado con Javier, como si desconfiara de él, pero él era mi esposo, padre de mis hijos. Seguramente no tenía nada que ver. Yo era loca asociando lo escuchado con mi esposo. De día él se callaba, pero sin embargo de noche al lado mío, hablaba en sus sueños. Eran frases deshilvanadas pero aterradoras. No me torturen- gritaba- ¡piedad!, tengo familia. ¡La picana no! De mañana, no recordaba lo que había gritado pero se despertaba mojado en sudor. Cada vez yo dormía menos para estar atenta a sus palabras, cada vez hacíamos menos el amor. Él no lo buscaba y yo sentía por momentos asco de que me tocara. Pero de día con la luz del sol, mis hijos jugando, volvía a pensar que eran alucinaciones mías, que él era incapaz de ser, de hacer lo que temía tanto. Pero, ¿cómo saberlo? Pensé en abandonarlo, pero ¿con qué pretexto? No sé defenderme en la vida ni ganar el sustento. Sólo soy madre y ama de casa. 34 35 n a r r a t i v a n a r r a t i v a Pelotita Juan Carlos Albarado Fue cuando la pelea de la Cris Namús esa, viste, cuando el Eduardo me dijo que yo era un peligro y que el domingo no iba. A la Cris Namús le estaban dando terrible paliza, la picaron pa queso como dicen los guachos. Venga un traguito. Y el Eduardo viene y me dice eso, viste, me dejó más o menos como la Cris Namús. Yo sé que es cierto que a veces me distraigo pero fui yo el que les enseñó la joda, si no todavía andarían choriando por ahí, esperando que cualquier gil un día les metiera un chumbo. Fue idea mía lo de la pelotita, idea mía, hace años. Yo lo había visto a mi tío, le volaban las manos, aquel sí que era un mago pa hacerla desaparecer. Unas cuadras más arriba era, cerca de 18, porque en esa época la feria no era ni la mitá de la de ahora. Él me había enseñado bastante, él y los amigos, siempre después que terminaban y se juntaban en aquel bar que ya no existe más, del viejo negro aquel ¿cómo era el negro? Y, bue, yo me olvidé de todo viste, cosas de guachos. Venga un traguito. Pero después, en la malaria, viste, te viene eso de acordarte alguna cosa que te enseñaron como pa salvarte y seguir remando. Y yo me junté estos gurises y el viejo, el rengo. Si me habrá complicado la vida ese rengo de mierda después que lo eché. Venía a joder che. Viste que en este negocio no se puede avivar a nadie y el rengo de mierda venía a joder nomás, a “espantar” como quien dice. Pero mis otros colegas, ahí, se encargaron de eso, no sé ni qué le hicieron eh. Venga un traguito. El tema es que el rengo no se apareció más. Y ahora me vienen a decir a mí, bue, “me vienen”, un decir, porque lo mandaron al Eduardo solo. Yo al guacho ese lo rescaté cuando era un flaco que no podía ni con las patas y, ahora, mirá, casi dos metros y un lomo que ta pa ser el novio de la Cris Namús… ¡Cómo le jedían las patas cuando lo rescaté! Le conseguimos unas bases, como dicen ahora, posta nike originales y quedó contento el guacho. Venga un traguito. Además era bueno, me dijo que no le gustaba eso de andar en la calle choriando, y bue, el asunto es que se nos pegó, era un guacho viste, pero flaco y todo siempre pareció más. Y ahora me viene a decir a mí que soy un peligro y que no voy el domingo, solo porque perdoné a una pobre vieja. Siempre me dieron un poco de lástima las viejas, por suerte son las que menos entran, viste, mucho macho a la vuelta y como que se cagan un poco, aunque les guste el tema, se quedan viendo de lejito nomás pero hacen la apuesta, siempre se nota cuando hacen la apuesta, así pensando nomás. Lo más lindo son los pibes, viste, que van con la novia y la convencen que saben dónde está la pelotita, se creen los más vivos hasta que los cagás bien en una. Esos casi nunca vuelven, yo los fichaba bien, por las dudas viste, y al otro domingo pasaban mirando de lejos nomás. No voy a ir no… Vamo a ver si no voy a ir yo. Voy a ir y los voy a cagar, pa que vean nomás, no como el boludo del rengo, yo los voy a cagar bien cagados, viste. Esos guacho. Venga… 36 37 n a r r a t i v a n a r r a t i v a Un tiro en la cara José Lissidini Primero fue la soledad. Esa pena terrible. Esa pesadilla. Es como tomar conciencia repentinamente de que nuestra vida carece de sentido. Y de ahí en más, ya no esperar nada, existir cual fantasma que flota entre la apatía y el vacío. Luego, el peor castigo. Esa presencia del amor intentando sus argucias, pretendiendo reestablecer su dominio quebrado, sin importarle el dolor casi irresistible que provoca y que de él se nutre la ciega locura. Por ello, enseguida, el ramala- zo de venganza atrevida que urge, que impacta violenta para luego inyectar vida por medio de esa lava que recorre voraz incendiando el corazón y corrompiendo el cerebro, para al final, sumirlo en las más oscuras e insondables marismas del odio, esa maligna entidad que invita a la degradación y a la miseria del alma. Y aunque dé risa, es entonces la cobardía infestada por el germen del licor que desgarra aún más las heridas, la que se revela y propone la figura de la muerte como una tentadora alternativa, una perla que enriquece, la salida más digna, la opción acertada, la solución final. Al emerger el veintidós niquelado, desde las profundidades del cajón de la mesita de luz, una resplandeciente llamarada logra que la soledad, hasta entonces dominante, se vuelva una cosa minúscula, tan solo una deuda a saldar, un espacio en el que solo el olvido tiene cabida, ni el mirar hacia el futuro, ni el vivir sueños nuevos. Gestada en esa trama que urden el desconsuelo y la necesidad de poner fin a semejante agonía, es cuando la idea punzante relampaguea primero para luego tornarse de ectoplasmática en física. Así, presentándose como familiares, la muerte y la mutilación, no queda otra cosa más que jalar el gatillo. Abre la boca. Introduce con extremo cuidado el caño del arma en dirección de la garganta, lo apoya en el paladar, las manos sudan algo temblorosas, busca una posición cómoda, el dedo se curva sin prisa. A estas alturas, parece inevitable el instante en que los ciclos de vida se detendrán junto con el dolor. Pero para ciertos seres en esta tierra ingrata, no todas las cosas suelen ser así de fáciles. Es cuando se presenta ese momento en donde se toma conciencia de que el hombre puede llegar a extremos de horror, al enloquecimiento, cuando se tambalea el centro del gran esquema de las cosas. Suelen llamarlo dudas, una luz en la oscuridad o el despertar de la cordura. En medio de la habitación en penumbras, se presenta como una flama irrumpiendo violenta, desafiante, irrespetuosa, un visitante que intempestivamente abre la puerta y descarga un golpe potente. No lo conoce. No distingue su rostro, pero no importa, porque la propuesta es atractiva y se propaga virulenta y voraz, invade los huesos y contamina la sangre. Sangre. Esa es la idea. Y... ¿ por qué, no? Si ella lo condenó a la soledad, al suplicio del olvido. Si esgrimió el desprecio cual puñal que sin contemplaciones ni misericordia hundió en sus entrañas. Si segó sus manos tendidas y arrancándole el corazón, lo exhibió ante todos aun latente como si de un trofeo se tratara para luego tirarlo a los perros. Si optó tan agradablemente por la traición. Entonces, porque quien ya no vive tampoco puede morir, la castigada debe ser ella. ¡Que muera ella! Ella lo había hecho a un lado, desechado como se desechan la escoba o el trapo de piso. Luego de compartir la cama y planificar una vida juntos. Luego del aborto y los sueños postergados, porque fue un descuido, porque no era el momento. La ruptura absolutamente egoísta, unilateral. Pero no fue por cansancio, no fue por culpas, incompatibilidades o intolerancias, no hubieron riñas, ni siquiera eso. Sencillamente, la peluquerita pelirroja se había enamorado de una clienta, una tilinga de familia bien de Pocitos, la cual se la venía cargando desde hacía algún tiempo. Contra eso, ¿quién puede? La idea arrebatadora, en principio, lo toma de sorpresa. Desde su origen incierto plantea el tope de la equilibrada justicia. Salvaje y seductora, la violencia posee una sombría sensualidad en su corrupto misterio interior, en su propuesta deshonesta siempre, que apareja una furia asesina incontrolable. Como impulsado por un gran resorte, se puso de pie con firmeza y decisión. Minutos más tarde, presa de la excitación que le provocara aquel descubrimiento gratificante, cierra la puerta de segunda, de la piezucha de tercera de aquella pensión de cuarta. Maquinal y nerviosamente, palpa el bulto del arma en el bolsillo de su abrigo y se lanza eufóricamente escaleras abajo con destino a asesinar a la culpable de ese sufrimiento tan oscuro y fatigante, la sentencia era irrevocable, no admitía apelación, acabar con aquella angustia sorda, con su vergüenza. Imaginó sus ojos desmesuradamente abiertos, su figura petrificada con el secador en una mano y la otra mano entre el cabello de su nuevo amor. Horrorizada por el convencimiento de que ella iba a morir, pero también por el hecho de que vería morir a su amante, porque, a su entender, la pelirrojita no era tan culpable como lo era aquella “cosa” que llegó a sus vidas y lo destruyó todo. Iba a morir allí sentada con una bala en la cabeza y la peluque- rita la vería desangrarse sin poder hacer nada, loca de dolor, antes de morir ella también. A él le esperaría la cárcel, pero qué más daba, mitigado el dolor y la humillación el resto era soportable, además, de la cárcel se sale. La venganza es una ilusión oscura que juega a destruir. El salteño se mueve por las callejas de la Aduana cabizbajo, inmerso en esos pensamientos que lo envenenan, apresurando el paso como temiendo arrepentirse. Cuando de pronto, introduciendose en lo profundo de su abismo, cual un llamado al despertar, la voz tímida que parece suplicar auxilio lo arrastra a la realidad. Desde su figura angustiosamente escuálida, todo un canto al desaliño, la negrita lo miraba con ojos de abandono, famélicos de misericordia. Él levantó apenas la cabeza para, sin detenerse, mascullar de mala manera entre dientes: - No hay guita. Ella se le puso delante y con ojos de cabrita degollada, cruzando los brazos sobre el estómago como para proteger un embarazo, gimoteó: - Tengo hambre. Hubo un breve silencio. Un paso más corto que los demás. Hasta… un cierto titubeo. Los restos de la pizza que había oficiado a modo de compensación por los “servicios” prestados, yacían a un costado de la cama, en el piso. A las tres de la madrugada, en el cuartucho apenas iluminado por una lámpara de queroseno, sin embargo, brilla la esperanza y hay promesas de algunas horas más de vida para tres, en la ciudad del desencuentro, porque después de hacer el amor y cargar el estómago, todas las cosas se tornan posibles. Cosas, como el fin del odio y las ganas de muerte que repentinamente se vacían y pierden el sentido. El único ingrediente que había faltado a la cita, para redondear un entorno idílicamente romántico, quizá similar a algo parecido a la gloria, fue el golpeteo lánguido y monocorde de la lluvia sobre el techo de zinc de aquel mísero ranchito. En cambio, proficuo en la noche era el monótono y desganado aullido de los perros a la luna. Esos, que a veces aúllan tan solo porque está en sus genes, por voluntad propia no perderían el tiempo del sueño o los basurales. Quebrando la paz nocturna, el escándalo estalla en una voz chillona de mujer que entre la furia y el llanto le increpa a su hombre la borrachera de turno, a continuación la sonoridad de un golpe y los gritos histéricos proclamando obscenidades y amenazas, gritos a los que nadie responde porque son parte de la vida en el barrio y enseguida, así como comenzó todo, al igual que se presiona un botón o se baja un interruptor, sobrevino el apagón humano y vuelta al silencio. Él observa por unos segundos desde la puerta entreabierta, a la “devoradora de pizza” que despatarrada, ronca como una bendita. El revólver quedaba allí sin una sola bala, yaciendo sobre la mesita a un lado del Primus. Si “la devoradora” era viva, de seguro le haría unos mangos. En aquel barrio no iban a faltar los interesados. La noche del Cuarenta Semanas bostezaba indiferente al paso del salteño que con las manos en los bolsillos, tanteando en uno las balas y en el otro solo pelusa, se movía entre la miseria, pero no primordialmente la miseria económica, sino más bien la otra, la más degradante y des- piadada, la miseria humana, esa de la que él se sentía parte integral al haber obtenido un cuerpo donde descargar toda su rabia y frustraciones, al irrisorio precio de unas porciones de pizza. ¿Escrúpulos? No. La vida. Tan simple como eso o el mal hábito del ser humano, ese mal hábito de cuestionarse y sentirse culpable, pero nunca antes, siempre después. No tenía ganas de silbar, ni de cantar, pero sentía el corazón extrañamente pacífico. Sentía vueltas al cuerpo las ganas de vivir y eso bastaba. Porque el mundo es tenebroso e infame, pero no todas las historias tienen por qué terminar mal. El pibe chorro irrumpió en el negocio intentando reducir a la dueña y a una cliente ocasional. Más que nervioso, exaltado. Saturada la sangre de droga que le exprimía el cerebro. Exhibiendo una violencia inusitada e innecesaria, encaró a la dueña poniéndole el arma a la altura de la boca, mientras le exigía a grito pelado la entrega del dinero o era “boleta”. La mujer presa de un ataque de nervios, sin poder dominarse gritó. Lo inesperado de la actitud, el miedo y la inexperiencia en el delito, provocaron que el dedo se curvara sobre el gatillo, más por un reflejo involuntario que por intención. El proyectil impactó en la cara de la mujer que salpicándolo todo a su alrededor de sangre, cayó fulminada, mientras la cliente se desmayaba en su asiento. Una bala expulsada por el caño de un calibre 22 niquelado que el menor delincuente había comprado a “crédito” en su barrio a una negrita muerta de hambre, el que iba a pagar con el producido de la rapiña. Escapó como alma que lleva el diablo. Asustado. Desorientado. Sin tener plena conciencia de lo que había pasado. No se llevó otra cosa, más que la vida de una peluquera pelirroja. 38 39 n a r r a t i v a n a r r a t i v a Dos hermanos R aúl Caplán A m i h e r m a n o, e x c ro n i s t a d e fó b a l y g ra n p a t a d u ra entre los diez mejores jugadores de la historia del fútbol mundial, ya pocos se acordaban de Raúl Antonio Ischia, también conocido como el «Pequeño Maestro», por su físico pequeño y retacón. Por eso me llamó la atención aquel veterano petiso, de gorrita escocesa, nariz colorada y pantalones de franela gastados, que parecía una estatua de yeso en el rincón más oscuro de un bar ya de por sí oscuro, porque el patrón del Sporting sólo prendía las luces cuando ya no quedaba otra, cuando ya no se veía ni lo que se tomaba y se corría el riesgo de que algún parroquiano se fuera sin pagar. Por eso me llamó la atención, y porque el hombre discurseaba solo, aunque eso no es cosa tan rara en esta ciudad ni en estos tiempos. Para embromarlo un poco, y porque me quedaba media hora antes de que llegara una minita con la que me había dado cita (la había conocido la víspera en una conferencia del Presidente del Banco de Boston sobre estrategias off shore; verla, poner el motor fuera de borda y abordarla fue una sola cosa), me le acerqué al veterano; tras un «¿me permite?» que no obtuvo otra respuesta que un casi imperceptible balanceo de cabeza que tomé por un signo de aceptación –aunque bien podía tratarse de un leve síntoma parkinsoniano o de la reacción producida por el arranque de un ómnibus cuyo cansado motor escupió una espesa bocanada de humo negro y acre al encarar la subida de Bulevar España- me senté a su lado y le dije, tomando el clásico papel del «contra» siempre presente en aquellas conversaciones de café: - Usted disculpe, pero esa historia ya no se la traga nadie: el Raúl era pura moñita y cuando llegaba la hora de definir dos por tres la pifiaba. ¡Se mandaba cada zapatazo a la tribuna! El veterano me miró de arriba abajo con un gesto levemente burlón, después señaló su vaso vacío dándome a entender que llenarle el tanque era la condición necesaria para que se dignara a responderme. Le hice un gesto al gallego que, detrás del mostrador, le pasaba primorosamente un plumero a la caja registradora como si en vez de contener 50 míseros pesos escondiera los diamantes de Sierra Leone o el tesoro de las Masilotti; el gallego me pescó al vuelo, y hasta me pareció que le tendía una mirada pícara al veterano mientras le servía, y de pronto me pregunté si aquel viejito no trabajaría para el bolichero, a la manera de las coperas en los bares de la Ciudad Vieja, sólo que en vez de mostrarte las gambas y decirte «¿venís, papito?» te enganchaba con los cuentos de los hermanos Ischia. ¿Estaría cayendo como un gilún? Ya era demasiado tarde para pensar en eso, porque el veterano, tras bajarse de un sorbo medio vaso (a este ritmo puede salirme cara la espera, pensé) volvió a hablar: - Y usted mocito, ¿cuántos años tiene? - Treinta y dos. - Ajá… Así que cuando Raúl dejó de jugar, usted no sólo no era nacido sino que su madre andaría todavía con túnica y moña de escolar… - Es cierto –concedí-, pero esa historia de Raúl la escuché tantas veces que ya me tiene cansado. ¿Para qué discutir sobre lo - ¿El Beto Ischia? Un fenómeno. Pero ¿quiere que le diga una cosa? El verdadero crack era su hermano Raúl, y si no hubiera sido por aquella lesión habría brillado mucho más que el Beto… Aquella sanata, tema de conversación obligado en cuanto café montevideano reuniera a dos o más hinchas de fútbol para discutir y matar la noche, yo la había escuchado infinidad de veces. Siempre me había sorprendido aquella historia, porque Norberto « Beto » Ischia era una gloria nacional desde el día en que hizo el gol del empate contra Brasil en pleno Maracaná en la final del Mundial de 1950. Empate que abrió el camino de la gesta más inolvidable del país, más recordada que la defensa heroica de Montevideo contra los ingleses en 1807, que el desembarco libertador de los Treinta y Tres Orientales en 1825 o que el No contra los militares en el plebiscito de 1980. El 2 a 1 de la celeste en las entrañas de un monstruo que se preparaba a vivir una inolvidable fiesta era el orgullo de ese pequeño país de tres millones de habitantes al que le gustaba representarse como David triunfando sobre Goliat, aunque en esa ocasión hubiera sido sobre todo el aguafiestas de un gigantesco carnaval. Siempre pensé que la mitificación del hermano que pudo ser un crack y no llegó a serlo, era para el que así hablaba una manera inconsciente de valorizarse; la modesta carrera de Raúl, abortada unos años antes del mundial del 50, hacía de cada anónimo uruguayo un crack en potencia. Al Beto se lo podía admirar a partir de datos de la realidad: fintas, goles, jugadas, títulos. A Raúl en cambio se lo admiraba de una manera más misteriosa, porque sus hazañas eran más legendarias que verificables y porque en la siempre provinciana Montevideo uno sabía que podía cruzárselo en la calle, que quizás fuera él el despachante de la farmacia, el cajero del banco o el recolector de residuos. El juicio venía siempre acompañado de datos precisos en los que el que hablaba tenía un papel de testigo y a menudo de actor : «yo lo vi jugar a Raúl en el 46 contra Defensor, todavía me acuerdo del golazo aquel en el que se dribleó a 7 y entró con pelota y todo en el arco.» «Yo lo seguí desde que jugaba en 3ra división.» «Yo lo vi debutar en primera contra Fénix en el 43. Fue verlo y decirme : este pibe va a llegar lejos.» «¡Qué tipo bárbaro! Era capaz de hacer cualquier cosa con una pelota y tenía una sencillez que te conmovía. ¡Las veces que tomamos copas juntos a la salida de los entrenamientos!». «Un señor jugador» decía uno; «Un señor a secas» acotaba otro. En un país de tres millones de directores técnicos (lo que lo hace más difícil de gobernar que un país con trescientos sesenta y cinco quesos, como la Francia de De Gaulle), esas frases caían como sentencias inapelables, cargadas de una sabiduría macerada en grapa con limón, caña con arazá o espinillar. Pero es cierto que esos comentarios se escuchaban cada vez menos, porque los que habían visto jugar a uno u otro hermano iban desapareciendo de los bares, de la ciudad y de la vida, y porque la reciente muerte del Beto le había dado a aquella opinión un toque levemente blasfematorio. Ahora que el Beto gambeteaba con San Pedro en el once verdaderamente celeste y que la FIFA lo incluía que podría haber sido y no fue? El Beto fue campeón del mundo, y no sé cuántas veces campeón de Italia con el Inter de Milán. En cualquier parte del mundo, si usted dice que es uruguayo le van a hablar de la dictadura de Stroessner, del clima tropical, de las montañas o de cualquier otro disparate por el estilo. Pero en Milán la gente le hablará quizás de Recobita (porque todavía está fresca su imagen), tal vez de la red de tráfico de prostitutas desmontada por el Juez Lippi hace una década, pero de fija que lo primero que le dirán será: « Uruguay ? Il Beto Ischia ! E comme ch’io mi lembro ! » o algo así. Cincuenta años después se siguen acordando del Beto, ¿se da cuenta? Raúl se habrá lucido en algún campito, y más de una vez en el Estadio Centenario, no se lo niego, pero lo bravo es triunfar donde las papas queman, en Maracaná con 200.000 personas en contra o en el San Siro de Milán, ¡qué joder! - Ajá… Diciendo esto se bajó la otra mitad de la grapa y se quedó mirando una de esas manchas que le daba a las mesas del Sporting ese aspecto de test de Roschart que solía reanimar conversaciones desfallecientes. Estaba visto que aquel hombre necesitaba mucho combustible para arrancar, así que le hice otro gesto al gallego y me quedé callado esperando que pusiera la primera. Mientras el gallego rellenaba el vaso tras pasar mecánica e inútilmente un mugriento trapito sobre la mesa, el hombre continuó: - El Raúl no habrá jugado en Maracaná ni en San Siro, como usted dice, pero lo que hizo el 12 de agosto de 1945 a las 4 y 43 minutos de la tarde en el Estadio Centenario, nunca nadie lo hizo ni lo volverá a hacer –dijo y se quedó otra vez mirando el fondo semivacío de su vaso. - Bueno, cuente hombre, que en una de esas logra convencerme –dije echándole una ojeada discreta al reloj, porque no quería desencontrarme con la rubia, ya que había registrado dos datos fundamentales : el nombre (Graciela), y las medidas (95-60-95 a ojo de buen cubero) pero no había conseguido sacarle el teléfono, por lo que no podía perderme la cita a la vuelta de aquel bar (y del bulín del Mono): sabía que vendría, porque le había prometido pasarle algunos datos sobre exoneraciones fiscales, lo que de paso, pensaba, me permitiría pasármela por las armas. - Si está apurado lo dejamos. - No don, faltaba más, dele dele –dije, estimando que los 15 minutos que quedaban serían suficientes para escuchar esa anécdota que a priori no me sonaba conocida. - Entonces escuche bien, mocito, porque no me gusta repetir las cosas ni andar a los gritos. Bastante tengo con la televisión a todo volumen en el bar, con las cumbias en los ómnibus y con las guarangadas de ese cómico -¿Polinetti? ¿Petinatto?- en las radios de todos los comercios. Así que preste atención. El 12 de agosto de 1945 jugaban Peñarol y Nacional en el Centenario; un clásico muy importante, porque estaba el campeonato en juego. Los Ischia vivían en Malvín, a pocas cuadras uno del otro, porque nunca habían podido dejar pasar un día sin verse. Es cierto que desde que el Beto se había casado con Adela las cosas habían empezado a cambiar un poco. Adela era una muñequita, siempre bien peinada y vestida con unos tailleurs ajustaditos, una pizpireta según comentaban las viejas del barrio, pero usted ya sabe que las viejas de barrio sólo sirven para barrer chimentos. Y si no lo sabe ya lo aprenderá, cuando una pebeta como la que va a ver usted en un rato -porque está dele mirar el reloj, y lo comprendo, porque con las minas hay que ser puntual, si no no hay tu tía-, se pon- ga ruleros y se transforme en una bruja como mi Delia, que en paz deje descansar a Tata Dios. Eso es así, jovencito, está escrito y no lo cambia nadie. Bueno, el caso es que la víspera del partido habían estado reunidos en casa del Beto, prendidos a la radio que no hacía más que traer aquellas noticias grandiosas u horrendas, el fin de la guerra y los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki, la paz y el apocalipsis, y la paz lograda supuestamente gracias al apocalipsis. Al Beto la política no le importaba mucho, él era batllista como su viejo y como el 99 por ciento de los italianos o descendientes de italianos que vivían en aquel pacífico país, en el cual los actos de violencia más sonados eran el suicidio de un ex presidente de la República en 1933 tras el golpe de estado y la autodestrucción del acorazado alemán Graff Spee por su capitán en 1939. Raúl en cambio había amigado con el Quique Lobos, obrero portuario, líder sindical y activo militante comunista. El Quique le traía seguido folletos editados por el Partido, le daba a leer proclamas, manifiestos, odas a Stalin, relatos heroicos de la batalla de Stalingrado y de paso le mangueaba alguna entrada para ir a ver a Peñarol en el Estadio. Fue el Quique el que le dio aquella idea a Raúl, la de que había que hacer algo, y que qué mejor ocasión que el clásico del domingo, cuando todo el país iba a estar pendiente de lo que pasara en la cancha. Lo combinaron todo y el Quique le dijo que todo tenía que quedar top secret porque si no el plan podía fracasar. Raúl se lo guardó hasta aquella víspera, cuando estaban cenando con la radio prendida y seguían llegando, entremezcladas con la voz de Gardel, las propagandas de Café El Chaná y los detalles del clásico del domingo, aquellas noticias sobre el Japón. Raúl dijo entonces que aquello había sido una hijodeputez -eso dijo, sí, hijodeputez ; me acuerdo perfectamente, porque no era un término que se usara mucho en Uruguay en aquellos años , y - Disculpe –interrumpí-, pero ¿cómo sabe usted todo eso? ¿Usted estaba ahí? - Para explicarle eso tendría que contarle otra historia, y con la sed que me está dando esta charla –dijo, haciéndole al gallego el inequívoco signo de la victoria con dos dedos, que equivalía a pedirse una grapa doble y agregarla a mi cuenta- no sé si nos dará el tiempo. Además usted tiene una cita en un rato, ¿no? Asentí y lo incité a continuar, mientras el gallego obsequioso y sonriente traía un vaso más grande y lo llenaba hasta el borde con maquiavélica precisión. Fuera de nosotros, no se oía en el bar más que el arranque periódico de la heladera y las moscas que se achicharraban cada tanto en la rejilla protectora del tubo fluorescente violeta. De afuera entraba por una rendija de la ventana corrediza el viento de setiembre, retazos de conversaciones sostenidas por debajo de compactas bufandas y el monótono pregonar del quiosquero: « ¡El País, con todos los detalles del clásico de esta tarde! ¡Ultimas Noticias, viene con la banderita de Peñarol o de Nacional para poner en su coche! » El gallego, aburrido, sacó el control remoto de la tele de la caja registradora y puso canal 12, donde todos los días al filo del mediodía había una cámara indiscreta en la que se podían descubrir, encubiertas en algún gag de décima categoría, algunas nalgas de mujer o un par de tetas bien puestas. - Y entonces Raúl le dijo a su hermano que, ya que los dos iban a ser titulares al otro día, podían combinarse para que el plan del Quique tuviera más resonancia. Y alentado por las cervezas tomadas a escondidas del técnico le contó a su hermano el proyecto, que consistía en desplegar una banderola con una inscripción roja : «Yanquis asesinos de niños inocentes». Lo mejor sería hacerlo 40 41 n a r r a t i v a n a r r a t i v a cuando terminara el partido, en el momento de festejar el triunfo y dar la vuelta olímpica, para así evitar todo tipo de problemas para el cuadro. Raúl le explicó que la banderola la tendrían unos muchachos que iban a estar en la Platea América, y que se la tirarían en el momento en que emprendieran la tradicional vuelta olímpica. Para que aquello fuera un éxito, era fundamental que Peñarol ganara, porque de lo contrario no habría vuelta olímpica ni denuncia ni nada. (Lo que Raúl no sabía es que los camaradas habían sido previsores, y también se habían apalabrado a un par de jugadores de Nacional. En un país en el que una mitad era de Peñarol y la otra de Nacional, manyas o bolsilludos, el Partido no se podía casar con ninguno). El Beto escuchó sin decir ni sí ni no. Sensible a los argumentos del hermano mayor, dijo que lo pensaría. Terminada la cena, Raúl se volvió a su casa, y a eso de las 11 de la noche, cuando estaba por acostarse, sonó el timbre. Sorprendido, fue hasta la puerta y vio que era Adela. - ¿Puedo pasar? - Entrá –dijo Raúl, y por primera vez se encontró pensando lo buena que estaba la mujer de su hermano-. ¿Qué te trae por acá a estas horas? - Es por lo que le pediste a Beto, lo de la banderola. Él me lo contó todo, no sabe qué hacer. - ¿Es él que te manda? - No, vine porque quería. Mirá Raúl, yo te quiero como si fueras un hermano –y diciendo esto se sentó en el sofá y cruzó las piernas descubriendo una entrepierna que era una invitación al sacrilegio - y por eso te vengo a pedir que no hagas esa barbaridad, vas a comprometer tu carrera y la de tu hermano. - ¿Por qué? Si ganamos nadie nos dirá nada, y si perdemos no habrá demostración alguna. - Pero ustedes no pueden meterse en política, Raulito, vos sabés cuánto me importás. Fue ahí que Raúl la cagó. Nunca supo si Adela lo estaba calentando de gusto, si se sentía atraída por él, si había jugado esa carta como última estrategia para obligarlo a abandonar el proyecto, o si era el resultado de las cervezas y la tensión del clásico, pero el caso es que se abalanzó sobre ella, y sin que hubiera ninguna resistencia se la llevó a la cama. Después de hacer el amor, mientras se ponía las medias, ella le dijo como al pasar: « Bueno, ahora sí me vas a prometer que no vas a hacer ninguna tontería, ¿eh? » y él murmuró algo que pudo ser un sí y que le quedó atragantado toda aquella maldita noche, en la que no pudo cerrar el ojo ni un solo instante. - ¡Usted sí que está en el secreto de los dioses! –le dije para alentarlo a seguir, mientras se bajaba de un trago casi toda la grapa doble. - Son años, pibe; son años… ¡Gallego! Servime otra a la cuenta del muchacho. La última, ¿eh? Que si no, no llego a casa… Bueno, ¿en qué estaba?… Ah, sí. Tras aquella horrible noche, la noche más terrible que le tocó vivir, aquella en que traicionó a su hermano y se comprometió a traicionar al partido y a sus ideales, marcharon ambos hermanos para la concentración por la mañana. Raúl ni lo miró al Beto, y por supuesto nada dijo de la visita de Adela. Probablemente el Beto, que tenía un sueño pesadísimo, ni se había enterado de que su mujer había salido. El partido fue de rompe y raja. Nacional entró con todo, y a los 25 minutos Atilio García se metía un golazo. El primer tiempo terminó 1 a 0 y en el vestuario el técnico les dijo que si no ponían más huevos los iba a cagar a patadas a todos. Así hablaban los técnicos en aquella época, había menos pizarrón, menos estadísticas, nada de informática y mucho huevo. Dispuesto a jugarse el todo por el todo, sacó a un lateral y metió un mediocampista para reforzar el ataque. Raúl no podía dejar de pensar en el cuerpo de Adela, en los muchachos del Partido que estaban en la platea (creía haberlo visto al Quique al retirarse al vestuario al terminar el primer tiempo), en su hermano menor, el ser que más quería y al que había transformado en cornudo. Todo le daba vueltas en la cabeza y no conseguía concentrarse en el juego. Sin embargo, cuando sonó el silbato indicando el comienzo del segundo tiempo se metió de lleno en el partido; a los 32 minutos, tras un corner, a pesar de su escaso metro sesenta y cinco de estatura se metía un golazo de cabeza que volvía a darle la esperanza a Peñarol. Pero el empate le servía a Nacional, que llevaba un punto de ventaja en la tabla de posiciones, por lo que había que jugarse el todo por el todo. La tribuna alentaba de manera imponente, los ataques se seguían pero el bastión tricolor resistía. A los 43 minutos del segundo tiempo, el « patrullero » Vidal se escapó por la punta, le metió el pase a Raúl que dribleó a uno, a dos, a tres y encaró hacia el arco. Ahí estaba Aníbal Paz que, tratando de achicar, le había dejado abierto el lado izquierdo del arco. El gol ya estaba hecho, al alcance de su pie derecho estaba la gloria de convertir dos goles en un clásico, de darle el triunfo y el campeonato a su cuadro, de transformarse en el ídolo de la mitad del país y el verdugo de la otra mitad. Al alcance de su mágico pie derecho estaba la consagración, y la posibilidad de transformarse en el Ischia más famoso y más querido por la hinchada. Todo eso pasó por su mente en ese instante, y también el cuerpo de Adela cediendo bajo su peso y la mirada de su hermano mientras iban a la cancha y su mirada ahora que le pedía que pateara al arco de una buena vez o que se la pasara, porque él también estaba solo y en posición de hacer el gol. Raúl se bajó de aquella nube y volvió a la cancha, e hizo lo único que le pareció justo y humano en aquel momento: pasársela a su hermano para que él hiciera el gol, renunciando así a acaparar para sí toda la gloria. Pero aquella fracción de segundo en la cual el cuerpo de Adela pasó por su mente había estado de más: cuando le pasó la pelota, el Beto había quedado en offside. Mientras en el estadio resonaban aún gritos de bronca, puteadas al juez y suspiros de alivio, los tricolores lanzaron un contragolpe mortífero y en tres pases, aprovechando que todo Peñarol estaba lanzado al ataque, llegaban al arco de Máspoli y marcaban el 2 a 1 que clausuraba el partido, el campeonato y la carrera de Raúl. Dos minutos más tarde la vuelta olímpica la daban los de Nacional, pero sin cartelones antiyanquis porque a los bolches la policía los tenía vigilados, les habían requisado la banderola y se los llevaron a todos a la jefatura. Mientras salían de la cancha en dirección al túnel, el Beto le preguntó en voz baja (para no dejarlo mal delante de los otros compañeros) por qué carajo había demorado tanto en pasarle la pelota, en qué mierda estaba pensando. Raúl se quedó callado; una semana más tarde, tuvo aquella lesión que lo alejaría para siempre de las canchas. - ¡Qué historia, don! Pero disculpe que insista, porque así como me la cuenta, no me parece que demuestre que Raúl es mejor jugador que su hermano, ¿no? - Tenés razón, botija –me dijo despidiéndose-. Pero yo te puedo asegurar que ese gol estaba hecho, que no había más que empujar la pelota, y que fue Adela la que lo dejó en offside. -Y diciendo estas palabras, salió rengueando con paso temblequeante rumbo a la puerta-. ‘Ta luego –musitó al pasar frente al gallego. - ‘Ta luego Don Raulo –dijo el gallego sin sacar los ojos de unas nalgas insidiosamente inclinadas ante la cámara, que en ese momento, por la magia de la transmisión en directo, se transformaban en la imagen en ese momento incomprensible de un avión estrellándose contra un rascacielos neoyorkino. Pero como para televisión estaba yo en ese momento. Eché un vistazo al reloj, dejé un par de billetes en la mesa y salí corriendo y puteando diciéndome que a la rubiecita la había perdido para siempre. 42 43 n a r r a t i v a n a r r a t i v a Fragmento de “La Poesía que tenía olvidada ahora enramada en las prosas de algún cuento” Maximiliano García Entre disqueteras locas, caseteras como boca sin teclas iguales a quien no visitó al dentista. Entre computadoras recauchutadas que hicieron a un lado las máquinas de escribir, la Olivetti bajo el escritorio llena de polvo y la lapicera bic negra que sigue el vicio de desprender tinta inquieta. La pintura en pastel tiza mirando desde la pared que no podía ser un simple blanco, la marca de un día sin palabras que explotó en un cuerpo de mundos abstractos, senos desnudos, miradas intensas, féminas, corredores de agua, figuras maquilladas, copas inmensas, crucifixiones en sus cabos, parques de pensamientos viendo formas con sed de tambor, colores de una sed de expresión. La cama eternamente sin tender, los libros de poco orden mezclando cuentos, poesías, petacas, ropas y hojas manchadas. La ventana abierta, la visión de la poesía en un libro llamado Miseria, las mañas del destino, la música y el silencio, los miles y miles de pasos, los eternos viajes, la sagaz inquietud. La yerba, termo y mate. El perro enteramente negro, grande, con cara de ternura y locura que causa impresión pidiendo, intentando abrir la puerta para salir a buscar… la enésima musa. Las miles y miles de gentes que no son yo y mi mundo. Los pies de aquí para allá presentando veredas llenas de luna llena pasando diapositivas, bailando campos de juegos con sudor de tamboril, con el estigma en mi mano sobre el cuero viendo mover tus caderas. Los ojos perdidos en un lugar, los labios cerca diciendo que sí, los ojos salvajes en una noche de seducción, los abismos de pasiones amigas del pecado corriendo, escapando como estos dos gatos de lo posible en un rumbo de proscriptos sin rumbo. Es como la batalla del mundo imposible de saciar. Así nos vemos en una marea de gente sin dirección, en adiós sin saber el encuentro, tocando, cantando pero ahora la familia, el amante y ella allá, yo acá. La mueca cómplice de ambos y el retiro. La última copa de vino. Las calles que cambio al caminar con la falta de encontrar un algo que me saque del mismo camino. Las noches que duermo en la palma de un vuelco al olvido en la segunda fila de los cuentos de café, en las horas pasando con un saludo lento cuando miro por la ventana. Las heladas a la hora del alba introducidas en las miradas del alma, los desaparecidos en la pelea, los cansados de pelear, los pasos tranquilos y meditativos en las formas y deformas. El café con whisky en las noches de invierno con el ángel de la mano por los tugurios. Las sonrisas pasajeras que cobran ser musas de una poesía. El plagio de uno mismo dibujando el autorretrato en la madrugada que no durmió, la delgada línea roja cayendo en el recuerdo blanco y negro sobre la hoja en blanco, sobre la inmensidad del mar dibujando un río iracundo. Las fábulas de las caricias, las pausas al respirar, es segundo muerto, el silencio. Un día más… Van las hormigas apuradas antes de la lluvia, va la humanidad, apura a chocar contra el muro de los lamentos girando sobre su eje. Todo parece pasear por mismas geografías, las calles fuera, las sensaciones al encierro, suena la Milonga del Ángel por Piazzolla y Di Meola, caminan una costa del Mediterráneo gozando la vibración del aire que no he contrariado. Se desplazan las olas en las pupilas, la calma reflexiona copulando la magia que tienen, los piropos despojados en resacas de la ribera se apabullan de sirenas. Por las calles van suspiros que son lamentos. El gato lleva la pausa de la respiración, de la pesadez de la tarde echada en la ventana, levanto la cabeza de la hoja, una pareja baila al ritmo vertiginoso de Libertango en el loft del segundo piso de un edificio abandonado de Nueva York, una solitaria rata contempla las piernas de la mujer, el gato en la ventana contempla la rata hipnotizada parada en dos patas, la mujer y el hombre se contemplan a si mismos olvidados del mundo, inmiscuidos en el éter de cada paso, de cada sensación, de cada roce convertido al placer. Las Meninas de Velázquez se pierden en el espejo tomadas de la mano de Narciso. El tango concluye, la rata escapa, el gato bosteza. Los bailarines se besan, se desnudan, siguen sudando contra la pared entre gemidos y sonrisas. Astor me sirve la copa de Merlot, le agradezco el viaje, deja la botella y se va. Disfruto de la lluvia mansa al atardecer del balcón. Con el diluvio en la vereda, el pancho con arroz dando vueltas en la cuneta y la copa de vino en la mano. Dando prismas por los lados en una habitación de ventanas abiertas. Así se concilió mirando la foto de Chaplin vestido a rayas como presidiario, su cara de infeliz sin remedio hace cargo a la culpa. La leyenda de bajo “Me gustan mis errores: no quisiera renunciar a la deliciosa libertad de equivocarme”. La gozosa simpatía subida como Juan al techo para sentir desnudo la lluvia en la fascinación de la locura, de la utopía, del horizonte siempre sin estar cerca ni lejos. De los comunicados de la mentira que no nos deja mentir croando con las ranas, saltando con ellas sobre los barcos de papel. Viendo allí la plausible puesta en escena de una de las tantas mitologías. Pero la mujer con la ropa mojada no aparece descalza por la calle de reflejos, ni cae cerca en un rayo de Zeus. La implacable cortina de agua es la única música, los labios acolchonados, los ojos grandes, los cabellos salvajes y el cuerpo bendito duermen en otro colchón protesta de la rebeldía, del sueño que es poeta, del bohemio que es solitario y las apuestas de corazones perdidos. El tiempo pasa en las agujas aburridas, amorfas manchas en la pared húmeda convierten al reloj, llevan puestas etéreas conformaciones inundadas de silencios. Ahí sopla el viento acariciando las rotativas miradas turbias, suaves, interrogantes, delicadas al infinito hipnótico de un juego mental, de una figura sentimental ocasión de atracción sin cercos ni alambres ni fronteras. Se zambulle la fantasía de una marcha al ritmo que el alma deja sin sentido al cuerpo. Alma, cuerpo y mente en la conjugación del presente. Azarosas fisonomías toman sombras encendiendo secretos de una nada independiente que despierta, me convence, llama, se recrea hacia los verdugos con quienes pelea la conciencia engreída, ausente, sentada sin cargas en una plaza otoñal mira jugar los niños bajo el sol. Ella se va escabullendo de soslayo y el aire encuentra su fresco paseo despertando al estupor agobiado. Llega a la esquina y espera una milanesa en dos panes tomando un vino rosado, creando lo que ha escrito, sencillo, anónimo. Descalzo tomo el whisky sin hielo paseando los ojos en la mirada de la nada. La piedra ha caído al estanque de agua turbia y en el silencio donde se asienta la calma, una puerta sin el país de las maravillas pero con el presupuesto de las aventuras “de los pibes sin calma”. Una amiga en pupilas de cielo ha perdido su valija en el puerto, una casa de artistas medios hippies no pone pausa en la comunidad y comienza a pintar. Una lágrima al ayer, una temprana mañana del revés tirada en el colchón. La sombra del árbol matutino desde un cuarto desnudo. Woman de John Lennon suena en la radio. La lluvia ahora es intensa, consumadamente afrodisíaca, la valija está vacía. Un trueno hace temblar la casa, el sol le guiña al crepúsculo. Niños juegan bajo la lluvia entrando y saliendo debajo de un techo. El caos, la tormenta, la naturaleza ríe con ellos. Los disfruto así como la algarabía de los gorriones que también juegan el mismo juego. La lluvia se detiene. Vuelvo sobre mis pasos dejando la puerta abierta, llego al cuarto, la observo agarrada de la almohada bajo la ventana entre abierta. La sábana hasta la cintura y su espalda desnuda me llaman, me tientan a la satisfacción de lentamente entremezclarnos al coito. La música de la pausada lluvia ha vuelto a comenzar. Que calor que hace en este Montevideo, ya hace media hora que comí mi hamburguesa simple, tomé mi grapa e intento bajar la temperatura con un poco de agua soda. El bar está lleno, el fresco del aire en la ventana tupida por la sombra de los árboles, de los plátanos que apaciguan esta mesa de tres sillas vacías. Espero, quien sabe que espero. Estoy cansado de caminar por la avenida 18 de Julio, las piernas las siento flojas, he buscado las soluciones a una serie de problemas y me enamoro dos, tres, hasta cuatro veces por cuadra. Que buenas que están las minas montevideanas, bah, las minas uruguayas. Esas mezclas musulmanas, rubias, negras, blancas, morenas, pelirrojas, rubias, morochas jaaa… La heterogeneidad de las razas en la mujer uruguaya. Ojo, las argentinas son muy bonitas. ¿Será el Río de la Plata? El ruido de los bondis. Sigo sentado en la ventana del bar por calle Mercedes, una calle con nombre de mujer, son las catorce y veintitrés. Llega un amigo, paga una cerveza Patricia helada, es la birra que me gusta, tiene nombre de mujer y es uruguaya. Retumba otro bondi al ver el verde del semáforo, tomo un largo trago. Mi amigo mira por la ventana, meneando la cabeza dice – ¡Qué buenas que están las mujeres de este país! Me sonrío y dejo los problemas en otro lugar. Del tío y la pequeña… Tanto pasan caminando carreteras sin frenos, intensos bu- llicios, hermosa Maja subida a una silla expresando frescas incidencias de futuros más allá, dueños de la antiapatía junto al Marqués de fantasías. Se remontan barriletes volando figuras de un caleidoscopio por ojos brillantes, así la lluvia por la madrugada hidrata casi imperceptible al frío, riendo, pidiendo no termine al abrir la puerta, bebiendo las almas, compartiendo complementos. Transformados en juglares de sus comedias piensan al teatro de la anécdota donde se ven cómplices. Ahora nos miran, nos sienten protectores de sus desastres, nos dicen gracias con cada pestañeo. Son amantes de cada gota que fue rechazada en las nubes, y vienen a bailar al compás de los movimientos shockeantes de sus bocas. Voy a disfrazar mis gestos, estoy disfrazando mis gestos, aniquilado de pensar en rápido. No veo más, simplemente porque sé que detener la carrera es morir, y eso es mucho placer para mí. Prendería mil luces para dejar de correr y de correrlos, que también mueran, salgamos del globo donde la muerte no se ve, donde todo es violeta viejo. El resto encontrará la solución cuando el mundo les estalle en la cara y en 1756 pedazos estén todos volando. Nosotros... nosotros mirando desde arriba de nuestras mentes, bajamos la cabeza, sonreímos con desgracia y nos vamos a dormir. Impidiendo los propios pasos, la comezón de la cabeza fuerza los riñones en un molesto dolor. Los zapatos de payaso en un rincón con la mueca perdida balbucean palabras esquivando balas en un punto ciego. El quiebre de las sonrisas compitiendo, atenuándose, dejando al menor descuido en mirada cautelosa por la próxima jugada. Dejando al costado la suerte y verdad en un barrido, para llegar al avaro donde muere la confianza desvelada por un colchón de espinas. Intensas lágrimas de sangre en la civilización para el muestrario de los siglos, de la historia. La imaginación vale más que la imagen para poder seguir, para poder excluir el paradigma de lo perfecto por el esfuerzo de lo cierto. Miré parado en aquella esquina la figura de un personaje entrañado, me moví para alcanzar aquel pasajero de la muerte. ¿Sería o no sería? Esa pérfida búsqueda atrevida, viuda de la rutina entre los peatones tras la silueta. Choqué con un estudiante cuando parecí perderla. Volví a localizarle deslizando comprensiones. Era la realidad a quien había visto por el mañoso destino… La llegada. Paso a paso bajan del ómnibus por la última cerveza. Tres días de gira, de bares, de música, de charlas, de eternas caminatas por la capital viendo crudezas y curdas, de artes amantes reencontrando y encontrando personas y personajes en teatros y cuchitriles, de frescas sensaciones reabriendo puertas. Las botas bufan el trajín amparando los pies húmedos maniatados por las medias hediondas. La remera fría gimiendo axilas, torso y espalda cubiertos por buzos y campera. El andar lento junto a su amigo consecuente aventurero, son dos marinos llegando de la ciudad de la fructífera tormenta diamantina, sus ojeras en la respiración cansada que los acompaña. No lograr entrar a ningún lugar de costumbre eludiendo 44 45 n a r r a t i v a n a r r a t i v a las desdichas en lo mundano. Caminan como parias frente a la vereda de una fiesta impregnada de neón. Allí, una dama osa cruzar la calle a interceptarle. Los ojos de la platea en ambas orillas están por el andar certero de sus tacos, de las piernas estampadas por sus medias negras, de su vestido corto y justo delineando las curvas de su cuerpo. La incógnita sorpresa amparando la seducción, la osadía – Me voy la semana que viene – La niña y el fulano escritor agotado despertado por el flash de la luz. La simpleza de su rostro delicado, astuto, casi ingenuo. La fotografía, la escena antípoda, sus palabras que olvida el fulano magullado como no pudiendo entender. Unas frases en francés. Los ojos enfrentados, las palabras cruzadas, la distancia, los silencios, la comprensión, la despedida, el hasta luego, los diferentes tiempos, el corto lapso del diálogo no tan casual, impactante – Te dejo seguir con tu amigo – su madurez. – Nos vemos – el estoicismo en ese momento de poeta. La última cerveza en un bar de borrachos y damas maduras casadas con la noche. La cabeza perdida resignándose a dormir, la beatitud de la dulzura como una caricia en la imagen de aquella cuadra. Así a veces son las cosas, un suicidio vivo que refresca al despertar los recuerdos pateándonos las costillas sin lastimarnos. Desprovisto, tomé el abrigo para caminar por las cuadras vestidas de reflejos ante la garúa. Esquivando charcos la pensaba y me pensaba por un ambiente reflexivo, paulatino, abrazando lo fraterno de naturaleza y ciudad. Atento a los personajes, en la fauna de cemento comencé por mis adentros a cuestionar mi existencia, allí fue cuando el pie derecho quedó inmerso al chasquido de un charco, allí lo apacible estuvo incómodo pero como dice el querido Julio César “Es parte del asunto”, el confort es justamente lo que me sucedía en ese momento melancólicamente venerable para un ácrata sensiblero de lo simple. Unos perros, cruza de galgos con rayas de cimarrón hicieron la pausa en las bolsas de basura, me vieron pasar junto a ellos. Nos reconocimos sin preocupación, sin miedo ni ataque regulándonos cierto estudio. Seguimos cada cual sus existencias. Me reconocí animal en la paciencia inquieta de una lechuza en la rama del árbol, está apreciando los movimientos noctámbulos al descuido en el mínimo sonido. Así, ostensible al sobresalto deseoso quería que algo pasara, estos instantes desconcertados parecían pinceladas de una pintura impaciente. Un personaje inmutable pasó en una bicicleta tapado hasta la cabeza con movimientos femeninos, con cuerpo de hombre. Varios autos bofetearon el silencio en su andar de olas constantes, marcadas por escapes y ruedas. Yo la pensaba, me reconocía tonto, ahogado en los remedios falaces de subsistencias apetecibles donde suelo ser el ojo de la tormenta. Embarullado, proseguí el retorno vestido de brillos por el hormigón y los árboles. Rociado de garúa y luces me vi escapando por la selva. Yo la pensaba. Llegué a la casa, al refugio donde lágrimas del cielo hacían música en el cinc. Dejé la puerta abierta para que el refugio sea parte de ese otro mundo. Yo la pensaba, y ella probablemente no se acordara de mí. crazy Diamond de Pink Floyd, salta un príncipe sapo croando en un charco, las puertas abiertas dejan conciliar el aire fresco. Tal vez tú pocas veces eres tú y eso es lo que pesa en cada encuentro, en cada enigma de las perdidas trepadas al muro de los sin razón cuando esbozas una sonrisa para la contra, defensa íntima del nido. Pero henos aquí desnudos en la madrugada de un verano, plenos en la pausa de un patio. Tal vez algún vecino mirando desde la oscuridad a aquellos locos degenerados simplemente abrazados, reflejados al agua bendita solo por ellos. En otra parte del mundo una bomba del ajedrez mundial explota, mata a un inocente que dice “Donde tú quieras que estés”. La vida quiebra como un cristal ante el sarcástico mirar de la codicia, los pueblos duermen soñando paraísos despertando en el infierno. Los ciclos, la vida, las colectividades individuales al paradigma de lo simple, las máscaras de lo perfecto. Los juegos del poder, la avaricia de la inteligencia, las obtusas falacias del mundo. Tú cuerpo tomándome de atrás dejando mis manos en tu monte de Venus, tus manos sobre mis hombros, mis labios en tu cuello. Los relámpagos, el estruendo del trueno, los retos de los dioses paganos al libertinaje veraniego, la tormenta pasajera. La crisálida que se rompe, la sombra que pasa dejando ver las infinitas estrellas en las mariposas de la noche. El abrir de tus ojos, el enfrentarnos, el beso, el coito. Chamullo a la silla vacía sin decirle nada pensando en la espalda de la mujer, escalera sensual, tímida. La campera jean negra que se ha revolcado conmigo por diecisiete años empuña la taza de café, escucho la poesía de una francesa en una suite al ritmo melódico de otro suave blues. Mezclo el café con whisky, la veo percibir glamour, sus largas pestañas, su voz tersa, grave, hablando como imanto de serpiente y a su vez dejada, descreída para si misma diciendo – l’amour est une leçon dans le voyage pour pas s´arrêter. Callé hasta lo que pienso, la veo en la dimensión que me parece, sonrío. La bocina de una ambulancia suena, Ícaro yace tirado espaldas al suelo. El mensaje se ha perdido, la bitácora inconclusa relata fisuras, esfuerzos, perezas y eternos remos contra la corriente en la inmensidad de la habitación sucumben, deja caer el liviano vestido rojo que llega un poco más bajo de sus firmes muslos tostados, se roba el rey negro del tablero de ajedrez, me ve y parte ondeando sus caderas sin ropa interior bajo la larga cabellera negra… Hay días cuando las palabras son solo rayas tachadas de una vieja canción repitiendo tu mismo error, dándote una bofetada desesperada. Atrapándote fuera del juego con la sensación desgarrada de volver a perder, de volver a no tomar ese tren, y bajas del vértigo endiosado de tu mitología. Allí desnudo, solo en el cadalso mortal picas las paredes del pensamiento con sensaciones de vacíos pintando los colores del otoño en las hojas muertas, viendo de frente al viento respiras purificándote, buscando el equilibrio de tu triste ira con las faltas implantadas al horizonte. Tu nariz arde, las narinas no resisten y estornudas otra parte del alma que grita, vuelves a respirar. Tus ojos gotean una lágrima, abres los brazos queriendo planear. El mecánico mundo ha quedado a tus espaldas. Recuerdas el lejano invierno en la montaña junto al lago disuadiendo a la soledad, y caminas a la ciudad para volver a pelear. Las gotas de lluvia en mi cuerpo regado, bestial, brillante mientras toco las aureolas de tus erizados senos. Dejo en el tendal las pobres presencias al vendaval mundano, me olvido de la corrosión social sangrante por el patíbulo de la ignorancia. Subrayo la palabra madre cuidándola ante los sacrificios, escucho Shine on you 46 47 n a r r a t i v a n a r r a t i v a Buracos R afael Fernández Pimienta La primera vez que oí la palabra se la escuché al uruguayo. Yo tendría diez años y el yorugua venía todos los domingos a comer a casa. Papá decía que era el tipo más inteligente y gracioso que había conocido. La fábrica de cemento y el pasado del charrúa los había unido, aunque aún hoy, pasado el tiempo, sigo sin comprender esta última parte. Es así que los domingos la familia se agrandaba. A mamá y papá, a los abuelos y a algún tío ocasional se sumaba un integrante más. Generalmente el invitado era el centro de atención del almuerzo. Era él quien quebraba la rutina de los domingos con algún cuento que nos ofrecía después de los fideos. Todas sus historias tenían que ver con alguna avivada. El Walter, que así se llamaba el oriental, parecía ser el inventor de la frase viveza criolla. Recuerdo un día que nos habló de la vez que entró a un supermercado sin un solo centavo y salió con un carrito lleno de cosas. Empezó por agarrar el carro. Luego fue colocando los productos más caros que se le ponían ante los ojos: whisky importado, arenques (al parecer un pescado carísimo que viene en lata), vinos, y yo que sé cuántas cosas más. Pasando frente a la góndola de los detergentes y en un momento que no lo veía nadie (cosa que fue bastante difícil debido a la cantidad de gente que había), rompió una de las botellas y derramó un poco de jabón líquido en el suelo. Siguió caminando y dio vuelta a la góndola. Se quedó unos instantes mirando unos productos y cuando se aseguró de que había gente que pudiera observarlo volvió hacia la sección de productos de limpieza. Una vez allí y caminando de la manera más natural posible – según nos decía, aunque me parecía una forma demasiado exagerada, como de actor de teatro, de esos que engolan la voz pero como si engolara los pies- caminó en dirección de la mancha roja y pegó un resbalón digno de Chaplin. Contaba que había caído sobre su mano izquierda, la cual lo había sacado muchas veces de apuro. Cuando tenía doce años se había fracturado esa mano cayendo del árbol de nueces de un vecino, por supuesto estaba en él sin autorización. Una mala praxis le había dejado la mano con una particularidad, se desacomodaba a piacere, salvo sacarla del brazo podía hacer casi todo con ella. Cuando llegaron los empleados del supermercado a ayudarlo su mano había girado ciento ochenta grados, tenía la palma hacia arriba. Juro que no mentía, pues mientras contaba la historia recreaba la dolorosa ilusión, dolorosa al menos para el observador, pues él aseguraba no sentir absolutamente nada. Todo fue condimentado, por supuesto, con unos gritos terribles. Con la mano al vesre y los gritos que daba, todos los que formábamos el fiel auditorio de los domingos estallamos en carcajadas, tanto que tuvo que frenar unos minutos para poder continuar. Se notaba que si algo le gustaba al Walter era ser oído. La gente lo rodeó, vino el gerente y pidieron una ambulancia. Todos trataban de calmarlo pero él aumentaba el volumen de sus lamentos hasta contagiar el dolor que no sentía a todos los observadores. Una vieja hizo notar a los demás la botella rota y la mancha de detergente que avanzaba por el piso. Llegó la ambulancia. Un médico joven y el chofer se acercaron a él. Ante la gravedad de la herida el profesional decidió que lo mejor era trasladarlo a un hospital. El gerente, un tipo obeso, sudaba como un vidrio en invierno. Antes de que la ambulancia se lo llevara el obeso le pidió la dirección para enviarle toda la mercadería que había seleccionado, sin costo, hasta su casa. Debieron haber visto la cara del médico en la ambulancia cuando me enderecé la mano delante de sus ojos; el guacho nunca había visto algo así. Le pedí que frenara la ambulancia y le informé que ya me sentía bien, que no era nada de importancia. El chofer me miró con una cara cómplice y me dijo que al menos le podía tirar con una botella de vino. Tuve la impresión de que el muy garronero se había dado cuenta de todo desde el principio, por lo pronto había observado lo que contenía el carro. Es así que pasamos por casa y les regalé dos botellas de vino. Nos dimos la mano, la derecha por supuesto, y nos despedimos deseándonos feliz navidad; ah, porque a todo esto era veinticuatro de diciembre. Todos aplaudimos con ganas. Pero fue otro domingo cuando salió de su boca y cayó en la sobremesa esa palabra que sonó a pedrada. Eran tiempos difíciles. La fábrica en la que el viejo y el yorugua trabajaban había cerrado dejándolos en la calle. Mamá hacía algunas costuras y junto con algún ahorrito permitía que siguiéramos comiendo como buenos tanos, pero de seguro la cosa no iba a durar mucho. Oliendo esta situación es que Walter, el mago de la mano quebrada, dijo que él tenía la solución y la solución era nada más y nada menos que un BURACO. Buraco. Ahora me parece una palabra extremadamente común pero juro que en ese entonces no la había escuchado. Papá nos pidió a mamá y a mí que nos fuésemos del comedor. Era un domingo extraño. Nunca supe si los abuelos y los tíos no vinieron porque papá se los había pedido. Yo quise quedarme detrás de la puerta escuchando pero mamá me sacó de la oreja. Me quedé toda la tarde y parte de la noche encerrado en el cuarto leyendo mi colección de D´artagnan. El Walter comenzó a venir más seguido a casa, ya no era un visitante exclusivo de los domingos. Yo lo atribuí a que papá y él tenían mucho tiempo libre. Se juntaban en el fondo de casa y hablaban de herramientas y del famoso buraco, o sea del agujero, que eso me explicó mi mamá que quería decir buraco, “no aujero como dicen las personas sin educación”. Hacían dibujos, martillaban ladrillos y piedras, miraban almanaques y discutían, discutían mucho. Antes de la palabra buraco nunca los había visto tener un desacuerdo. Ahora peleaban seguido. Papá ya no lo recibía con la alegría y la expectativa de antes. Incluso Walter había cambiado. Algo en sus ojos era distinto. Pienso que en esos tiempos se miraban como extraños, pero no como cualquier tipo de extraños. Como extraños que se encuentran de repente en la noche, en una zona peligrosa, y ambos intuyen en el otro la posibilidad de un asesino. Las reuniones en casa se sucedieron durante un mes. La noche de un viernes papá vino hasta el cuarto, me dio un beso y me dijo que tenía que hacer un viaje por unos días, que no sabía por cuánto tiempo iba a estar afuera, que yo ya no era un bambino y que debía cuidar mucho a la mama. Nunca lo vi tan triste al viejo. Tenía los ojos de alguien que estaba haciendo una traición, de alguien que se había vaciado por dentro pero que aún era capaz de sentir nostalgia de algo que ya no era y que sabía, con toda seguridad, ya no volvería a ser. Me abrazó con fuerza y se fue. Para esta historia quisiera poner que la vieja rogó, imploró, lloró e intentó impedir que papá se fuera. Nada de eso ocurrió. Ni bien el viejo salió del cuarto me asomé muy despacio hasta el comedor y vi la despedida. Ni siquiera se abrazaron. A la mañana siguiente, cuando vi a la vieja comprendí que ella también tenía la mirada vacía. Cinco días después el viejo caía preso. Dicen que el yorugua logró escapar a su país. Para entonces buraco había dejado de ser tan sólo una palabra, era un agujero, o mejor, un aujero, que no estaba únicamente en la pared del banco. 48 49 n a r r a t i v a n a r r a t i v a Incensario Gabriel Boffano marco ancho y negro. Alguien se sentó a su lado cuando ya la noche había caído y la luz escaseaba como para leer, una mujer, sentí celos, unos celos antinaturales, pero los sentí, no soy celosa, pero los sentí, no me voy a mentir. Lo vi moverse casi como una sombra dentro de su apartamento, lo vi por la ventana del balcón y por la otra, que nunca se abría más de las rendijas de la persiana y que yo sabía que escondía su cuarto, él nunca me vio a mi. Lo vi durante toda una semana en la que no aparecía más que en la ventana del balcón, hablando solo. ¿Le hablaba al balcón? Vi las luces no encenderse durante meses sabiendo yo que él se escondía en esa oscuridad. ¿Sabía él que yo lo miraba? No lo vi irse. No está ahí ahora, está ahí ahora. No lo vi llegar. Sé que no sabe que lo veo, aunque no esté, lo veo, lo veo en sueños, en la calle en otras personas, lo veo y lo miro, en silencio. No sé por qué lo miro. Me pregunto si estaré esperando que se muera o si estaré planeando matarlo. I La gente se hace costumbres no hay duda. Se las hace y las mantiene. Aún hoy, en el día del mañana me olvido, la gente busca la tranquilidad de las costumbres. No sé si búsqueda del equilibrio o qué, lo que sí sé es que la gente repite sus comportamientos. Incluso de la más extraña forma. Por ejemplo. Este tipo compra siempre inciensos en mi puesto. Mis inciensos no son los mejores, son muy difíciles de identificar o de distinguir unos de otros, por más que las varillas sean de distintos colores, y que estos colores se relacionen, aunque sea de forma caprichosa, a los aromas, o al nombre del incienso. Reina de la noche por ejemplo, que tiene varita violeta, aunque el violeta no tenga relación alguna con el aroma de una reina de la noche, cómo huele una reina de la noche? A traspiración, alcohol y humo por lo menos. No he podido establecer cómo elige los inciensos este tipo. A veces parece que los elige por el nombre, otras veces por las combinaciones de números, siempre son quince varillas eso sí, es la oferta mínima, quince varillas veinte pesos, entonces el tipo pide por ejemplo cinco de tres aromas distintos, o tres de cinco aromas distintos, ocho y siete de dos distintos, en cuyo caso yo le regalo una del que haya elegido siete, a mí no me gustan las cosas impares, me parece que a él no le gustan las pares porque alguna vez me ha rechazado la varilla extra. Otras veces parece que las eligiera por el color de la varilla, eso le ayuda a diferenciarlas porque nunca las huele, pero una vez se llevó todas del mismo color y de cuatro aromas distintos, que es el número máximo de distintos aromas con el mismo color, ni siquiera me dejó separarlas en distintas bolsas de a dos, unas con el cabito para arriba, las otras para abajo. Tampoco viene todos los domingos. Debe vivir cerca, anda con el mate y el termo, no tiene perfil hippie, no sé por qué se me ocurrió que no tiene perfil hippie, no sé por qué se me ocurrió que debe vivir cerca. ¿Será que aunque no viene todos los domingos sí viene casi todos? Siempre se acerca al puesto como casualmente, como si se acordara en ese momento de que precisa inciensos, como si se diera cuenta de que mi puesto está ahí, donde siempre, piensa un minuto apreciando los inciensos como si fuera la primera vez que ve algo de lo que le han hablado mucho y bien, como si disfrutara de esos objetos delicados y alargados, perfumados. III Le hablaba de otros tiempos, de cuando ella era chica y del lugar donde vivíamos, después claro, pasó lo que pasó y esas historias… eran todas mentiras, empezó a escuchar otras, esos hijos de puta no se habían conformado con habernos puesto a todos en la situación que nos pusieron, no se podía vivir así, en esa anarquía, ¿qué pretendían? ¿Que no los salieran a buscar? ¿Pensaron que nadie les iba a hacer frente? ¿Que podían matar y secuestrar y nadie iba a hacer nada? ¿Cómo se puede ser tan estúpido? Y después bueno, empezaron a aparecer otra vez, y sí, los largaron a todos, y los culpables éramos nosotros, yo le salvé la vida, con ellos hubiera terminado muerta, desnutrida, ¿sabés cómo estaba cuando me la dieron? No quiero acordarme. Los primeros años fueron perfectos, le inventaba historias, una vez preguntó donde estaban sus fotos de cuando era un bebé, ¿fue ahí que se empezó a preguntar? Cuando empezaron los juicios Jorge dijo que nos teníamos que ir del país. Y nos fuimos, a Brasil, no habló en todo el viaje, yo tampoco, al final nos trajeron de vuelta y ahora estamos presos los dos, ella ya no es nadie, ahora lo perdió todo, lo que me pregunto es si ellos son conscientes de todo el daño que causaron, no tengo muchas esperanzas, todos están de su lado, y nosotros y otros como nosotros que no están presos, están asustados, nadie se anima a hablar, nadie quiebra una rama por nosotros, ¿se puede vivir así? ¿Amenazados? Perseguidos por habernos interpuesto entre el caos y el orden. Entre la vida y la muerte. Cuando Carlos dijo en televisión, a la salida del juzgado, paz, amor para todos, alguno de esos negros ignorantes ¿fue capaz de entender? No, ellos no conocen el amor, ellos quieren lo que no tienen, quieren ser ricos, pero no quieren trabajar como todos los demás, quieren robarle la riqueza a los que se desloman trabajando, y que han contribuido a construir un país, no a destruirlo. Mi sentencia es de siete años, cómplice de rapto y de sustitución de identidad. Identidad. Eso es lo que le dimos, no como ellos, que no se preocuparon nunca de cuidarla y darle amor y se divirtieron matando, escondidos detrás de máscaras y por la espalda. Estoy sola, escribo sola, estoy en la cárcel. II Lo vi recostado en una ventana con una cámara de fotos en la mano. Miraba. Nunca supe qué estaba pensando. Lo vi otro día, estaba sentado en el balcón, el balcón al cual da la ventana en la que estaba asomado con una cámara de fotos en la mano. Miraba el suelo, después entró y volvió a salir con una taza de algo caliente en la mano, me imaginé que era té, no lo sé hasta el día de hoy. Lo vi en invierno entre la condensación del agua en la misma ventana, se asomó un instante y desapareció. ¿Se estaría preguntando algo? ¿Habrá encontrado la respuesta? Vi esa ventana abierta todo el verano y no lo vi a él ni una sola vez, ahora sé que no estaba más ahí para esa época, sin embargo lo volví a ver, estuvo horas en el balcón leyendo detrás de una barba espesa y unos lentes gruesos y de IV Trabaja dieciséis horas por día por lo menos, a veces no vuelve en días, en la oficina como le dice él, tiene un traje de repuesto, una o dos camisas y ropa interior, duchas por supuesto que tienen claro, pobre, todo lo que trabaja y yo llevo la casa adelante claro, y como puedo, ¿cómo va a ser? Él no gana demasiado, ninguno gana demasiado, no no, jefe no es, él es de investigaciones, investigan, reúnen información, pero él no usa uniforme no, de traje siempre y en invierno sobretodo, gabardina y sombrero, a mi me gusta más en invierno sí, él sufre mucho, los casos son difíciles, fijáte que están trabajando en uno de los casos de los desaparecidos, dice que tuvieron que leer un informe completo de un rapto y varios asesinatos de un caso que tiene ya más de treinta años y claro, una nena, el rapto de una nena, los militares claro, espantoso… y peligroso. Parece que la muchacha está desorientada, no, no pueden hacer mucho porque cualquier publicidad de estos casos complica mucho, empiezan a aparecer testimonios de todas partes y se ensucia el caso, la vigilan nomás, que no haga nada raro, nadie se puede imaginar lo que puede sufrir una persona que le haya pasado una cosa así, creemos, porque somos madres, que podemos ponernos en el lugar de ella, pero es mentira, no podemos, este país es gris no hay nada que hacerle, gris y lluvioso y tiene una memoria caprichosa, estamos todos locos, enfermos de nostalgia. están en cana, los demás no van a aparecer, lo gracioso es que algunos reclaman todavía el un solo juicio, por favor, me voy, sigo trabajando, clasificando los testimonios en dos grupos, los que aportan por lo menos un dato y los de delirantes vengativos. VI El humo purifica el ambiente. Me gusta el incienso. El incienso y las paredes blancas, limpias y con bellas imágenes ordenadamente dispuestas. Me gusta mi ventana. Viajo mucho, Brasil, Perú, México, Argentina, España, Chile. Trato de reorganizar la red, la red dentro de la red, no es fácil, mucho cagón, mucho buchón, mucho zurdo hijo de mil puta. Mientras estoy de viaje dejo el apartamento vacío, aunque no todas las veces. Le pido a ella que se quede, no me gusta que quede demasiado tiempo solo, se junta olor, no sé de dónde viene, hice revisar todo el sistema de cañerías del edificio, dijeron que está todo bien. “Todo bien”, lo que me falta, que se me pegue la jerga de los faloperos, vivo en una ciudad de faloperos, putos, y zurdos, ah, y de abúlicos ex camaradas, no se me olvidan no. No sé de dónde viene el olor, incluso estando yo en el apartamento, con las ventanas abiertas, la cocina funcionando, viviendo en fin, el olor aparece. Lo que hago es comprarle inciensos a la hippie de la feria, está buena, buenas tetas, buen culo, el marido tiene pinta de puto y de falopero, ella solo de hippie, pero ya se sabe, los hippies son faloperos, faloperos y degenerados, igual le compro incienso, sería muy gil yo si me limitara a comerciar solo con aquéllos con los que comulgue ideológicamente, ¿a quién carajo le compraría incienso? A nadie. A no ser las santerías, pero nunca me gustaron las santerías, ni los umbandas, aunque la mayoría siempre estuvieron con el partido, a mí no me gustan, mucho travesti en la vuelta, aunque la función política que cumplen es indispensable, cuanto más místico en una sociedad mejor, más dócil ésta. Vivo en una calle de la que por las noches restos humanos se enseñorean como si fueran dueños, los muy retrasados mentales, creen cosas, creen a fuerza de droga de pésima calidad. Yo me dedico a observar, saco algunas fotos de los que me parecen… no ya peligrosos pero… estos giles, ninguno es peligroso, pero si sospechosos de portar un mínimo de inteligencia, hago circular las fotos por el servicio, ellos sabrán qué hacer, toda la información se revela como necesaria llegado determinado contexto, hoy hay que andar con cuidado, el propio servicio está escondido dentro de la estructura, el ministro no es amigo pero el servicio no puede dejar de funcionar, no se lo puede desarmar, no se puede perder un mínimo de información, hay que reducir el nivel de existencia nada más, recabar información, aunque solo sea lo indispensable, y esperar, la política es como la economía, cíclica, ya vamos a encontrar un punto favorable en la curva y en la distribución de poder. La verdad es que la hemos llevado bien. Tenemos cinco o seis presos, eran inevitables, los reconocía cualquiera, eran los simbólicos, y que no quede duda, la lucha es, y ha sido siempre, simbólica, para ellos, para nosotros no, el servicio se dedica a lo concreto, a lo real y tangible. Yo por ahora me dedico a pasar lo más desapercibido posible, la llevo bien, nadie sabe donde estoy, nadie sabe quién soy, uso ropa suelta, sandalias, me dejé un poco largo el pelo, barba, hasta una caravana, mínima, directamente en el cartílago, en la parte alta de la oreja izquierda y lentes de sol, siempre y ante todo. Nadie sabe quién soy, nadie sabe dónde estoy. V Es una vigilancia, está vigilando a alguien, no, no sabemos quién es, todavía. Los tiempos cambian, me acuerdo hace veinte años los investigábamos a ellos, ahora investigamos a los que los mataron, torturaron, desaparecieron, pero a ella la vigilamos sí. Antes, si precisabas saber quién era alguien no tenías más que investigarlo y agregarlo a un reporte, ahora hay todo tipo de pruritos legales, morales en el fondo, y por ejemplo este tipo no sabemos quien es, y si no nos llega una orden expresa nos vamos a quedar sin saber, a no ser que claro, te la juegues, hagas la investigación y no la incluyas en el expediente, curiosidad personal, muy castigada, en realidad todavía no es importante, ella no ha hecho nada, creemos que lo observa y nada más, una conducta medio patológica sí, será cuestión de que algún psicólogo se interese, pero, ¿quién sabe por qué se interesa un psicólogo? Por la cocaína cuando mucho, son todos iguales, maricas y faloperos, pero qué carajo, ¿a quién le importa una mierda? A nadie, a mí tampoco, yo cumplo mi parte del contrato, ellos me pagan, pero no para opinar ni para emitir juicios de valor sobre lo que la gente hace de noche o de día mientras no viole alguna ley, me pagan para saber, para averiguar, nada más, las conclusiones las sacan otros. Andá a saber donde va a parar esto, si es que va a parar a algún lado, la investigación está en un punto muerto, los jueces rechazaron las pruebas, el ejecutivo no se ha expedido, la suprema corte rechazó el pedido de inconstitucionalidad, no creo que se enteren nunca de qué les pasó a los padres, como si hubiera algo más de lo que enterarse, los torturaron, los mataron y los tiraron al río, qué más? Hace años que estamos en esta situación, ella no se comporta como los demás, los otros están casi todos en política, por los derechos humanos dicen, en realidad carrera política, pésima apuesta si me preguntás a mí, ya nadie quiere saber más nada, nadie se quiere acordar, los peces gordos, los simbólicos 50 51 n a r r a t i v a n a r r a t i v a Bibliocausto Silvia Bechler Po rq u e s e e s t á s o l o a h í , p o rq u e e n l a l o c u ra y l a m u e r te s e e s t á s o l o, p o rq u e h a y u n o j o f i j o, i n c a m b i a d o q u e a ce ch a s i n s e n t i d o, y o q u i e ro a h o ra a b ra z a r n o s , y s i q u i e ra n o m á s , h a b l a r d e có m o c a m b i a e l c i e l o. L í b e r Fa l co Son las siete de la mañana de un día más. Los horarios apenas se dibujan por el sonido de la chicharra, el ruido de los platos de lata, las puertas que se abren y se cierran y los gritos desesperados. Los gritos. No hay dos iguales. Aquí casi todos nos entregamos a la obsesión por caminar de un lado a otro, conversando, circulando apresuradamente o como yo, hablando solo, hablándote. “Es para creerse que uno está en la calle”, bromean algunos. “Estos compañeritos quieren ejercitar las articulaciones para no quedar lisiados”, se mofan otros. Porque aunque te parezca mentira, en este satélite artificial inmóvil a diez metros del suelo, con un edificio central y cinco barracas —cada una con dos alas que no se comunican entre sí —hay bocanadas de humor y de risa que nos permiten continuar vivos. Los recreos, las cartas y alimentos que nos llegan de la familia una vez por semana y los libros, son nuestro sustento para paliar el aislamiento. Cuatro libros por celda individual es el máximo. Y yo, converso contigo para decirte que no pierdo las esperanzas de reencontrarnos. Vengan, vengan, “el Francés” nos lleva al aeropuerto. ¡Olvidé los microfilms! las fotos, vayan saliendo, ya las alcanzo. Latidos, latidos, palpitaciones, el pecho estalla, adiós, adiós, tu pelo mi pelo, tu boca mi boca, tus manos mis manos, besos, abrazos, ¿abrazos? Las botas, las botas, metralletas, murallas, y hierros, soledades, esperanzas muertas. Los mato, me matan. mandan mis padres, nos arreglamos para vivir con lo indispensable. Tu mamá nos llama cada dos semanas y nos da alguna noticia tuya. La celda es húmeda y fría. Pequeñísima. Una colchoneta de paja tirada en el piso de cemento y una pelela celeste son mi mobiliario. “Niñitos, aquí no van a ir al baño más que a la hora del recreo y para la ducha cada dos días”. Luego, se cierran puertas y candados. El silencio nos aturde. Cada uno se queda consigo mismo. Nanai pregunta: “¿Por qué papá no vino con nosotras? ¿Dónde está?” Y no sé cómo explicarle que no estás por causa de una cruda guerra de ideas, por pensar diferente y querer cambiar el mundo. “¿Cuándo vendrá papá?” A veces alguien silba una canción, otro se suma y otros. Nuestros silbidos derriban puertas, candados, murallas, y nadie lo puede impedir. Ese es nuestro triunfal abrazo. La ciudad me gusta cada vez más. Sus calles están pobladas de centros culturales, con exposiciones, museos, galerías de arte y ruinas aztecas prodigiosas. En cada cuadra, encuentro alguna puerta abierta y recuerdo lo que siempre decías: “Si ves una puerta abierta, entrá”. El cuerpo se me riega de asombro y sorpresa porque al traspasarla, encuentro maravillas inimaginables de tribus indígenas. Ruinas. Kahlo, “Las dos Fridas. Diego en mi pensamiento. Diego y yo. Frida con el cuerpo mutilado”. Ando amor, ando, como Frida, con el cuerpo mutilado. Como un espectro que está aquí y allá. Allá, mi amado Diego, donde sea que estés. Los libros ahora están cautivos. Nuestro mayor logro, la biblioteca, que nos llevó un año armarla, la clausuran. Dicen, temporalmente. Doce mil libros, aporte constante de nuestras familias que nos ocupamos de ordenar, armar ficheros, archivar los formularios que nos permiten saber a quién se le entregó cual libro y en qué día, todos forrados con nylon, también están presos. Me estoy volviendo loco... ¿Ya te había contado ésto? Nanai adora los parques. Pasamos muchas tardes en el Parque de Hidalgo o en la feria de Chapultepec, esperándote. Estoy partida al medio entre el norte y el sur, entre este pueblo que me acoge en la supervivencia y los uniformes que nos obligan a desaparecer de nuestra tierra. Escribirte en este cuaderno y criar a nuestra hija son los dos motivos que me permiten continuar viva. Nanai me ha dado la fuerza que necesito y cuando llego al fondo del pozo es ella quien logra remontarme a la superficie. Floto en “el agua siempre turbulenta”. Si la vieras... ¡Está linda y grande! La semana pasada comenzó la escuela; su primer año y allá fue contenta con su túnica blanca. La inscribí en la Ricardo Flores Magón porque nos mudamos a Coyoacán y ahora vivimos a tres cuadras de esa Escuela. Sí, nos mudamos al barrio de Frida y su casa Azul. A sus pinceladas primero lúgubres y dolorosas que fueron tomando colores intensos cuando se enamoró de Diego. Continuamos recibiendo la ayuda de Pepe Polanco, el Negro Urrutia y sus mujeres que son ahora nuestra familia. Sigo trabajando con las traducciones y ahora agregué la repostería, más el dinero que nos 52 53 n a r r a t i v a n a r r a t i v a por los innumerables días que estando juntos no lo estábamos debido a mis reuniones y viajes por la causa, por lo que fuimos y no supimos, por lo que quisimos ser y no pudimos. Camino por el patio, aun con rastros de sangre de ayer. Allí fue “el gran circo”, justamente donde todos pudimos ver y oír a un grupo de presos corriendo desnudos, con las manos atadas por alambres de púa y perseguidos por una jauría de perros. Pedazos rojos, perros babeando sus piernas hasta el silencio final. Acabo de hablar por teléfono con tu madre. Te extraño y la extraño, también a mi familia, a los amigos, al paisito, al aire montevideano y a nuestro cielo, porque aquí el cielo es otro y a decir verdad, una nunca se acostumbra al desarraigo. Me alegró saber que tus padres no han bajado los brazos ni un solo día, que continúan luchando con los abogados, y moviendo los hilos de la justicia para obtener tu libertad. Laura, mi amor...miro al cielo con la esperanza de divisar una bandada de pájaros azules y alas tiernas que lleven mejores pensamientos hasta donde se encuentren y toquen a tu puerta. Pájaros azules, nuevos colores. Diego, por momentos me broto de esperanza. Rezo todas las noches por tu vida, y por el calor de nuestros cuerpos enlazados en un interminable abrazo antes de que sea demasiado tarde. Esta vez te hablo sin poder caminar. Hace una eternidad que estoy de pie, quizá haya pasado un día o dos, o dos días y una noche, o dos noches y dos días, o simplemente un día y ninguna noche. No lo sé porque aquí el tiempo pasa repentinamente de lo breve a lo extenso y de lo extenso a la brevedad más acuciante. Estoy en un calabozo de un metro por un metro, en oscuridad total con pies atados y manos esposadas, sin agua ni comida. Un milico me vigila por una rendija finita de la puerta. Con ese hilo de luz, cuento que arriba hay cincuenta y cuatro agujeros por los que pasa el mínimo de aire. No tengo casi fuerza para hablarte, ni para pensar. No nos dejan pensar. ¡Por favor, guardia, un sorbo de agua! Querido, ¿cómo decirte que se me perdió lo más valioso de nuestras vidas? ¿Con qué palabras? Hace dos días que “no respiro”, no duermo, no vivo. Nanai, el parque, mis gritos, tus gritos, escucho tus alaridos buscándola. ¿Cómo puedo escucharte gritar? Mi nena dónde está, secuestro, nuestra hija, me muero, te mueres, policía, no paro de gritar. Mi nena, ¿Qué le han hecho? ¿Qué le han hecho? ¿Dónde está? “Preparáte, vas de paseo, no hables y no preguntes nada”. Así sonó de autoritaria la voz de un guardia. Con las manos esposadas y ojos vendados me condujeron a un auto junto con otros dos presos políticos. En el trayecto pude reconocer por sus respiracio- Nuestro paisito... en el futuro, la felicidad tiene que estar en el sur, pero quizá lo que soñamos siempre esté en un lugar distante y diametralmente opuesto. Cada día me pregunto si aun estás vivo y el mundo se pone infinitamente ancho y triste. Falco, Onetti, Galeano, Espínola y Benedetti están censurados y en un container que oficia de crematorio, dicen que están las cenizas de Freud, Brecht y Proust entre otros. Quemar un libro es quemar a un hombre, a dos, a millones. Nos carbonizan...Qué ironía, ¿no? Como al Quijote cuando le quemaron sus libros, incluso los de un tal Cervantes. El bibliocausto más atroz que podamos imaginar. Paco, Juan Carlos, Eduardo, Líber y Mario. Repito sus nombres en voz alta para que nadie pueda alejarnos y recito partes de poemas. Como dijo Mario: “...alguien quiso ser justo no tuvo suerte es difícil la lucha contra la muerte alguien limpia la celda de la tortura lava la sangre pero no la amargura.” Nos prohíben leer. Nos apartan del mundo y roban una parte de nuestro ser. Debilitarnos es la táctica y, cuando estamos en el límite de nuestras fuerzas, nos dan algún respiro, como la comunicación por parlantes o el cine para recobrar algo de energía y luego apretarnos otra vez. Seguimos resistiendo las torturas y cada tanto un compañero desaparece. Si preguntamos dónde está, no responden o dicen que fue trasladado. ¡Esos hijos de puta no lograrán que hable! Perdóname amor, hace siglos que no te digo que te amo. El sábado le haré un pequeño festejo de cumpleaños a Nanai. Apenas vendrán tres compañeritas de la escuela y nuestros amigos. Una torta de chocolate con seis velitas. “¿Papá va a venir para mi cumpleaños?” Se me hace un nudo desde la garganta hasta el estómago y el frío mustio de tu ausencia se torna insoportable. Intento imaginar la carita de nuestra pequeña, su voz, su estatura y los abrazos apretados que hace año y medio no le puedo dar. Te pido perdón por el tiempo de ausencias presentes y pasadas, nes y el carraspeo de gargantas, que se trataba de Beto y Tulio. Hemos aprendido a reconocernos sin usar nuestras voces, agudizando otros sentidos, por el oído y hasta por el olfato. Nos hicieron subir a una avioneta. El temblor de los tres, sacudía el aire. No podíamos parar. Recé... Recé... Me despedí. El Beto no se controló y gritó “¿A dónde nos llevan?” “Al mar” contestó una voz de ultratumba. comienza a silbar. Otro lo sigue y otro. Silban una tonada que reconozco hasta que alguien se anima a deletrear la canción y muchos se unen a coro cantando bajito: “...si estamos lejos como un horizonte si allá quedaron árboles y cielo si cada noche es siempre alguna ausencia y cada despertar un desencuentro. ¿Qué le han hecho? ¿Qué le han hecho? ¿Dónde está? Diego, ¿dónde estás? Y con ellos canto sin medir las consecuencias: Contraorden, volvimos al penal. Desde el patio, el paisaje externo es siempre el mismo, un yermo de metal y rejas poblado de soldados, perros policía, garrotes y estrictos reglamentos. Lo único que podemos hacer es inventarnos la realidad. Nombramos lo que no existe para que comience a existir. Me contaba “el Pato”, un preso común encargado de servirnos un agua sucia sobre la que flota un puñado de lentejas o un cucharón de polenta desabrida, que lo que él hacía cuando supo que nació su hijo, era concentrarse en la meditación para salirse del cuerpo porque de esa forma podía atravesar la muralla y penetrar en su rancho todas las veces que quisiera para ver crecer a su niño. Esta noche, en el dolor del silencio, lo intentaré. Espérame amor, espérame hijita mía. Hace más de tres años que no abro este cuaderno. El sentimiento de pérdida y de culpa se mezclan en una mochila demasiado pesada de llevar. Acordamos con tus padres cuando me dieron el alta en la clínica psiquiátrica que nada te dirían hasta que salieras en libertad para no agregar sufrimiento a tu calvario. Sé que estás vivo, que has resistido y que las visitas fueron tan restringidas que apenas se han visto un par de veces en todo este tiempo. Decías que valía la pena esta guerra por un mundo mejor y más justo, por una sociedad más equilibrada. Te entiendo y sé que seguirás luchando por esos ideales. ¿A dónde nos llevaron esos ideales? Pagamos un precio demasiado alto. ¿Valió la pena? Todavía no sabes que la hemos perdido... ¡Laurita, Laurita! Vino un guardia y me dijo: “Preparáte, agarrá rápido tu cosas que te vas”. “¿Me van a dejar libre?” “Parece que sí, falta un trámite en la fiscalía, luego volvés a recoger tus pertenencias y a tu casa”. Me he quedado sola. Mi culpa, mi culpa, me muero. El parque, el parque. Su muerte, mi muerte... Grito una eufórica despedida a los compañeros. Avanzo lentamente, aunque a punta de rifle me exigen apurarme. Intento ver rostros y manos que se agitan a través de las rejas. Alguien ...cantamos porque el río está sonando y cuando suena el río / suena el río cantamos porque el cruel no tiene nombre y en cambio tiene nombre su destino. Bajo las escaleras y camino rápido, lo más veloz que mis huesos me permiten, no sea que alguien de la contraorden. El portón se abre, el sol me encandila y a lo lejos apenas distingo la silueta de mi madre. Camino hacia ella, y mientras lo hago, temblando, declaro que amo las luchas que tuvimos, las derrotas y las pequeñas victorias. Declaro al viento, al Río de la Plata que baña nuestras costas y al Río de los Pájaros Pintados que nos bordea, al Cerro Catedral y al de las Ánimas, a la fertilidad de estas tierras y a la humedad de donde vengo. Declaro a los secretos de la vida y de la muerte, al ondular de luz y de sombra, a todos los tiempos: al que se fue, al que vivimos, al que vendrá, DECLARO QUE TE AMO y que fui dejando de decirlo porque en mi pecho se fueron anudando miedos, cuerpos torturados, gritos y noches silenciosas sobre baldosas tristes. Ya no tengo motivo para permanecer aquí. Hoy empiezo a deshacer la casa para volver al Sur sin saber qué será de mi vida o de las nuestras si algún día te dan la libertad. Porque fuimos derrotados, porque nunca seremos los mismos, porque ya no existimos. Estoy a diez metros del portón, a diez metros de abrazar a mi madre. Libre. Ya voy Laurita, en pocos días volaré al Norte. Iré a tu encuentro y al de mi querida niña con su túnica blanca y los bucles dorados. Nanai, ¡Volaré...! y mientras las nombro, en la inmensidad del universo, declaro que las amo. 54 55 n a r r a t i v a n a r r a t i v a invitados escribe no me dejes caer que hay la ventana abierta y que la noche susurra tentaciones / despliega sus encantos / como cera en los oídos / escribe como sujeto al mástil por una cuerda negra no me dejes escribe no me dejes caer que nunca fue tan duro el cielo / no me dejes entrar en la mujer oscura / como filoso acero en el agua indescifrable como diente en la fruta tierna / no dejes que me asome escribe no me sueltes a reventar como una calabaza en el pavimento / ¿acaso no la sientes deambular golosa, pasearse con sigilo detrás de mi cabeza? entonces, no me dejes escribe cada gesto desnudo cada hueso en su sitio cada susurro intacto / todo lo no vivido / todo lo blanco estéril / (las caricias tiritan a la sombra de las manos) escribe / fija un orden traza la raya / divide el universo en dos con la escritura: toda argumentación es una cárcel todo verbo se agota en el silencio escribe: sólo los extranjeros valoran la morada escribe: toda sabiduría opera con la muerte ¿no ves que disimula su oficio tras los libros…? escribe conversaciones Gustavo Lespada Circe Maia deja sus telarañas desvaídas hace como con normalidad desgarros, tajos, roza al pasar mi nunca mi nuca roza al pasar y, como al descuido, abre el doméstico abismo / levanta la cortina y siembra lucecitas a lo lejos / pero escribe para que no me atraiga o se encarame en mi insomne torpeza y yo no me desdoble y yo no me levante y permanezca (en suma todo se resume a eso: poder permanecer en esta inercia de lagartos aunque el sol pudra todo) escribe para que nadie corra abajo hacia el obsceno estruendo de la nada y sus chasquidos agrios te salpiquen escribe para no interrumpir a ningún justo el sueño con malas noticias / escribe que en algún lugar alguien escribe sobre un hombre que sentado en su cama solo piensa en abrir la noche, la ventana, y solo se repite / sólo escribe y escribe sobre qué poca cosa le frena el infinito (un envión y el cielo se vacía) por eso escribe escribe escribe solo contra todo lo blanco. Un amigo me cuenta sobre los lepidópteros -mariposas, polillasUnas vuelan de día y son brillantes; las otras, por las noches o en los atardeceres y son opacas. Pero hay excepciones: hay polillas de color brillantísimo y algunas mariposas son deslucidas. Las antenas, en cambio son siempre diferentes. Hay que mirar, entonces, las antenas. Unas, como palos de golf invertidas las otras, como palos agudos o con forma de plumas. - Y en cuanto a la hermosura? - “Joyas volantes”, dice pero no es fácil verlas: Panambí morotí, la mariposa blanca más bien aguamarina, delicada y sutil, como una gota del Océano Ártico. Con un cuerpo minúsculo, con alas gigantescas, revolotean sobre los coronillas. El color no parece de este mundo y vuelan lento como planeando, dice, como hadas en los bosques. Brusco cambio de tono: - Las larvas son fuertemente rojas parecidas a bichos-peludos y viven todas juntas cada una pegada a las otras como si se tratara de una oruga gigante. Mi nieta arruga la nariz: “No me gustan las mariposas”, dice. “El cuerpo y la cabeza son horribles. Feos, como los cuerpos de gusanos”. En sus lejanos montes la panambí morotí sigue volando. No la tocan palabras ni miradas. 56 57 pn a or re a st i í v a pn a or re a st i í v a encuesta ¿Qué leemos? 1 ¿Qué libro estás leyendo actualmente? 2 ¿Cuál fue el último libro que leíste? 3 ¿Qué escritores uruguayos te interesan? Diversos escritores y escritoras nacidos después de 1971 contestaron amablemente estas preguntas. He aquí las respuestas: Alex Piperno (1985). Poeta. 1) En la calle: Los vagabundos del Dharma, de Kerouac y La verdad de la democracia, de Jean-Luc Nancy. En la cama: releo INRI, de Zurita. 2) Animal doctrina, de Julio Inverso y El espectador emancipado, de Rancière. 3) Olga Leiva, Manuel Barrios, Diego De Ávila, Santiago Márquez, Horacio Cavallo, Diego Recoba, por ejemplo. Andrea Viera (1976). Narradora. 1) Actualmente tengo en mi mesa de luz un tomo con la Poesía completa de José Saramago pero leo mucho ensayo porque estoy haciendo mi tesis de Maestría en Psicología y Educación y además leo bastante más sobre Lingüística y cuestiones afines, por ejemplo ahora estoy leyendo de Mijaíl Bajtín Estética de la creación verbal porque estoy preparando una clase sobre géneros discursivos, en el marco del Curso de Psicolingüística en la Facultad de Psicología (UdelaR). 2) El último libro que leí fue La aventura de un fotógrafo en la Plata de Bioy Casares y cada tanto leo alguna historia de Agatha Christie, aunque pueda anticipar el final, me gusta sobre todo en el verano. 3) Con respecto a los escritores nacionales, destaco algunos. He leído algo de Marosa di Giorgio, me gusta mucho su prosa poética. También de Lalo Barrubia he leído alguna cosa y me gusta bastante, lo último fue Arena, creo que con esa novela ganó los fondos concursables. Me gustó mucho un trabajo de Julio Inverso Papeles de un poseído. Me gustan algunos cuentos de Duilio Luraschi. Por supuesto Benedetti, sobre todo la poesía. Tengo pendiente a Onetti, hace tiempo... De los más jóvenes leí la novela de Agustín Acevedo Kanopa que fuera premiada últimamente en los Fondos concursables, Antes del crepúsculo. Bruno Maximiliano (1993). Narrador. 1) Sostiene Pereira de Antonio Tabucchi 2) El zahir de Paulo Coelho 3) Leo con gran placer a los contemporáneos: Claudia Amengual y Jorge Burel. José Luis Gadea (Hoski) (1988). Poeta, narrador. 1) Juan Rulfo: Pedro Páramo 2) Cacareos poéticos y poemas de amor misógino de Jorge Alfonso. 3) Juan Carlos Onetti, Idea Vilariño, Mario Levrero, Felisberto Hernández. Ana Grynbaum (1971). Narradora. 1) Actualmente estoy leyendo Norep, de Omar Genovese. 2) Anteriormente estaba releyendo El maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov. 3) Los escritores uruguayos actuales que me interesan son Ercole Lissardi y Felipe Polleri. Y los fallecidos: Felisberto Hernández, Armonía Somers y Marosa Di Giorgio. Gabriel Boffano (1977). Narrador. 1) Una Antología Poética de Vicente Huidobro, La trayectoria poética de Garcilaso de la Vega de Rafael Lapesa, ¡Adelante! de Charles Bukowski. 2) Playstation de Cristina Peri Rossi, Nocturno de Chile de Roberto Bolaño. 3) Cristina Peri Rossi, Felisberto Hernández, Juan C. Onetti, Tomás de Mattos, Horacio Quiroga, Isidore Ducasse. Paula Simonetti (1989). Poeta. Fernanda Trías (1976). Narradora. 1) Estoy leyendo: Las maquinarias de la noche, de Abelardo Castillo. 2) Antes leí La náusea, de Sartre. 3) Me interesan muchos escritores uruguayos, principalmente Felisberto Hernández, Morosoli, Onetti, Marosa di Giorgio, Armonía Somers. Contemporáneos Cristina Peri Rossi, Alicia Migdal, Hugo Fontana, entre otros. Martín Acuña (1981). Narrador. 1) Estoy leyendo Aquellos comunistas, de Marisa Silva. 2) El último libro que leí es La cocina de la escritura, de Daniel Cassany. 3) Juan Carlos Onetti, Mario Benedetti, Eduardo Galeano... tengo planes de leer más de todos, también hay otros autores pero en principio me interesan esos. Natalia Mardero (1975). Narradora. 1) Cuentos europeos, de Doris Lessing 2) Las vírgenes suicidas, de Jeffrey Eugenides 3) Mario Levrero, Andrea Blanqué, Idea Vilariño, Roberto de las Carreras, Horacio Quiroga, Henry Trujillo. Pablo Trochón (1980). Poeta, narrador. 1) Estoy leyendo Internados de Erving Goffmann. 2) Lo último fue El tercer Reich de Bolaño. 3) Me interesan Maslíah, Levrero, Herrera y Reissig, Lautreamont, Felisberto, Dani Umpi Federico Ferreira (1993). Poeta. 1) Ahora estoy leyendo Rayuela de Cortázar. 2) El último libro que leí fue Cumbres Borrascosas de Emily Brontë. 3) Y escritores... Delmira Agustini. Andrés Bazzano (1986). Poeta. 1) Los Siete Locos, de Roberto Arlt. 2) Diario de la Guerra del Cerdo, de Bioy Casares. 3) Los autores uruguayos que más me interesan son Juan Carlos Onetti, Felisberto Hernández y Mario Levrero. 1)Estoy leyendo Sefarad, de Muñoz Molina, y Los detectives salvajes, de Bolaño. 2)Ultimamente he estado releyendo The waves y To the Lighthouse, de Virginia Woolf 3)Onetti, Felisberto, Levrero. Marosa di Giorgio, Berenguer, Vilariño, Orfila Bardesio, Eduardo Milán, Selva Casal Manuel Barrios (1983). Poeta , ensayista. 1) La Invención de Morel, de Bioy Casares. 2) Semmelweis, de Louis Ferdinand Celine. 3) Aquellos que existen más allá de la Literatura Uruguaya, Enrique Fierro, Sabat Ercasty, el resto es mampostería. Virginia Lucas (1977). Poeta. 1) La venus de las pieles de Leopold Sacher-Masoch 2) El amor de Platón de Leopold Sacher-Masoch y La monja Alférez de Catalina de Erauso (los leí de foma conjunta) 3) Alberto Nin Frías, Jules Laforgue, María Eugenia Vaz Ferreira, Susana Soca... Alicia Preza (1981). Poeta. 1) Alimaña de Paola Gallo. 2) Espejismo en reiteración real de Laura Alonso. 3) La pregunta más difícil, la lista es larga y muchos me quedan por leer, pero aquí van: Marosa Di Giorgio, Selva Casal, Felisberto Hernández, Idea Vilariño, Roberto Genta, Laura Alonso, Amanda Berenguer, Alejandro Michelena, Enrique Bacci, Nancy Bacelo, Zuleika Ibañez, Eduardo Curbelo, Luis Bravo, Silvia Prida, Elbio Chitaro, Gerardo Ciancio, Paola Gallo, Claudia Magliano, Gualberto Martínez, Manuel Barrios, Olga Leiva, Sofía Rosa, Daniel Morena, Elder Silva, Fabián Severo, Gustavo Esmoris, Horacio Cavallo, Alex Piperno, Lilián Hirigoyen, Leonardo De Mello, Jorge Alfonso, Sandra Miguez, Paula Simonetti, Martín Barea, Paulo Roddel, Juan Manuel Sánchez, Stephanie Amaro, Xime de Coster, Hoski, Andrea Estevan, Gabriel Till, Eduardo de Souza, Julio Inverso, Ismael Smith, Pablo De Grossi, Lara Ferreira, Diego de Ávila, Catherine González. 58 57 9 ep no c eu es s í t a ep no c eu es s í t a revista Inéditos 60 p o e s í a