presenta la serie «Aventureras de película», en la que se rescata la
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presenta la serie «Aventureras de película», en la que se rescata la
HOLA3192Mp118d 28/9/05 13:46 Página 118 ESCRITA POR LA PERIODISTA Y FOTOGRAFA CRISTINA MORATO presenta la serie «Aventureras de película», en la que se rescata la vida de diez intrépidas viajeras cuyas vidas inspiraron a Hollywood Esta semana, primer capítulo: «Mary Kingsley, la verdadera reina de Africa» Karen Blixen (1885-1962) Lady Jane Digby (1807-1881) Osa Johnson (1894-1953) Florence Baker (1841-1916) E N esta serie que iniciamos hoy se recogen las apasionantes historias de diez grandes viajeras que inspiraron algunas de las películas de aventuras más famosas de la Historia. Vidas como la de Mary Kingsley, una solterona victoriana que a mediados del siglo XIX exploró sola la peligrosa costa occidental africana conocida como «la tumba del hombre blanco»; Alexandra David-Néel, la primera occidental que, en 1925, consiguió entrar disfrazada de peregrina tibetana en la ciudad prohibida de Lhasa; Anna Leonowens, la institutriz inglesa contratada por el Rey de Siam para enseñar inglés a sus sesenta y siete hijos, esposas y concubinas del harén imperial; la baronesa Karen Blixen, enamorada de la grandeza de los paisajes africanos, o la romántica historia de amor de la hermosa aristócrata lady Jane Digby con un jefe beduino del desierto. Vidas extraordinarias como la de la americana Osa Johnson, que fusil en mano cubría las espaldas a su esposo mientras éste filmaba sus documentales de la fauna africana, o la de la diplomática inglesa Gertrude Bell, considerada en Oriente Medio la auténtica «Lawrence de Arabia», sin olvidar a la famosa escritora Agatha Christie, que entre crimen y crimen se dedicó a la arqueología en Mesopotamia. Desde los tiempos más remotos un buen número de indómitas mujeres, como las que hemos seleccionado en «Aventureras de película», se lanzaron a la aventura de viajar allá donde los mapas estaban en blanco, enfrentándose a todo tipo de peligros. Las selvas impenetrables, los áridos desiertos, las enfermedades tropicales, las tribus hostiles o la presencia de fieras salvajes no intimidaron a estas tranquilas amas de casa, peregrinas, misioneras, aristócratas, estrellas de cine o esposas de exploradores. Solas y sin escolta, llevadas por el «demonio» de la curiosidad, el amor o el afán de aventura, se adentraron en remotas regiones de Africa o el Lejano Oriente, donde nunca antes habían visto a una mujer europea. Vestidas a la moda, con largas y pesadas faldas, delicadas enaguas y opresivos corsés, recorrieron junglas y montañas a pie, a lomos de camello o en carretas tiradas por bueyes, como auténticas pioneras. Y todo ello sin renunciar a algunos caprichos, como la vajilla de porcelana para tomar el té de las cinco, la bañera plegable de caucho o los elegantes vestidos de noche para cenar a la luz de las velas en medio de la sabana africana. Las peripecias de estas viajeras fueron, en realidad, mucho más interesantes —y en ocasiones menos románticas— de lo que nos muestra el cine. La indómita Mary Kingsley, en su temerario viaje a Gabón, pasó muchas horas en los pantanos con el agua hasta la cintura y el cuerpo cubierto de sanguijuelas. Cuando algún cocodrilo se cruzaba en su camino le atizaba con un remo y espantaba a los hipopótamos a golpe de sombrilla. La actriz Katharine Hepburn, que le dio vida en la inolvidable película «La reina de Africa», de John Huston, nunca se metió en las aguas del río Congo, donde se filmó buena parte de la película, por miedo a las enfermedades, y las escenas en las que ella y Humphrey Bogart arrastran con una soga la vieja barcaza a través de los estrechos canales de juncos se rodaron en un estudio de Londres, donde se construyó un enorme tanque de agua. La estirada institutriz inglesa Anna Leonowens jamás bailó un vals con el Rey de Siam, con quien mantuvo una relación más bien tirante durante los cinco años que se ocupó de la educación de los príncipes. Sin duda, las diez protagonistas de esta serie fueron mucho más audaces y aventureras que las famosas actrices de Hollywood que les dieron vida en la gran pantalla, aunque en ocasiones el cine tiñera de rosa sus vidas. Fotos: SANCHEZ ESPEJO Maquillaje: SONIA MORALES Peluquería: MARIBEL para CESAR MORALES La periodista y fotógrafa Cristina Morató (sobre estas líneas) es la autora de la serie «Aventureras de película», que podrán leer a partir de esta semana. Viajera infatigable y vicepresidenta de la Sociedad Geográfica Española, ha rescatado del olvido las hazañas de las grandes viajeras en sus libros «Viajeras intrépidas y aventureras», «Las Reinas de Africa» y «Las damas de Oriente» (Plaza y Janés) CADA SEMANA, UNA VIDA APASIONANTE Y LAS MEJORES PELICULAS DE AVENTURAS DE LA HISTORIA S I G O U R N E Y W E A V E R Thee Adv dventur uree of Dian an Fossey Durante las próximas semanas, ¡HOLA! presenta las vidas de diez intrépidas viajeras cuyas vidas sirvieron de fuente de inspiración a Hollywood. Acompañando a la serie, se edita una colección irrepetible de títulos clásicos del cine de aventuras, entre los que se encuentran «La reina de Africa», ya a la venta por un euro; «Pasaje a la India», «Gorilas en la niebla» y «Ana y el Rey», entre muchos otros, que se podrán adquirir cada semana en su quiosco. Grandes historias de amor y aventuras en exóticos escenarios que gustarán a grandes y pequeños 119 HOLA3192Mp120d 28/9/05 14:10 Página 120 Inspiró el personaje de la señorita Rose Sayer, interpretado por Katharine Hepburn, en la inolvidable película «La reina de Africa», de John Huston MARY KINGSLEY LA INTREPIDA SOLTERONA INGLESA QUE EXPLORO SOLA EL INTERIOR DE AFRICA EN 1892 Su valor y sangre fría al enfrentarse a caníbales y fieras salvajes sorprendieron al mundo entero E N 1896, la señorita Mary Kingsley fue fotografiada en un estudio de Londres al regreso de su segundo viaje a la peligrosa costa occidental africana, conocida entonces como «la tumba del hombre blanco». En el retrato, la dama inglesa luce un encorsetado vestido negro largo hasta los tobillos y un original tocado de florecillas y perlas, mientras en su mano sujeta con firmeza un paraguas. Nada hace imaginar que tras la imagen un tanto cursi de esta solterona se escondiera una valiente mujer que sin renunciar a sus corsés y enaguas navegó en piragua por los ríos africanos en busca de insectos y peces, vivió entre los caníbales de Gabón y se enfrentó a las fauces de los cocodrilos a golpe de (SIGUE) A la derecha, retrato de la viajera Mary Kingsley realizado en 1896, cuando regresó a Inglaterra tras su segundo viaje a Africa. La señorita Kingsley, sombrilla en mano, se aventuró por la costa occidental africana, conocida como «la tumba del hombre blanco». La película de John Huston «La reina de Africa», cuyo cartel vemos a la izquierda, se convirtió en un clásico del cine de aventuras, e incluso se emitieron sellos dedicados a ella (abajo) 121 HOLA3192Mp122d 28/9/05 14:07 Página 122 Sobre estas líneas, Mary Kingsley, en el centro de la imagen, durante su viaje a Calabar (Nigeria) en 1895. Vestida de riguroso negro, muchos creían Liga Antialcohólica. A la derecha, Katharine Hepburn en una escena de la película «La reina de Africa», junto a Humphrey Bogart. Durante el rodaje 122 sombrilla. El escritor Cecil Scott Forester, autor de la novela «La reina de Africa», se inspiraría en este prototipo de viajera victoriana que representaba Mary Kingsley para crear el personaje de Rose Sayer. La puritana solterona que vivía con su hermano misionero en una perdida aldea de Africa Oriental y que a la muerte de éste emprendería un temerario viaje por el río en la vieja barcaza de un vagabundo borrachín (Humphrey Bogart) fue magistralmente interpretada en el cine por la actriz Katharine Hepburn. Buena parte de la película de John Huston se filmó en escenarios naturales de Uganda y el antiguo Zaire, y en un afluente del majestuoso río Congo. Durante el rodaje en la selva, la Hepburn —que física- mente tenía un gran parecido con la señorita Kingsley— tuvo que soportar picaduras de avispas negras y moscas «tse-tse», plagas de hormigas, nubes de mosquitos y un calor húmedo insoportable. Adelgazó más de ocho kilos, pero aun así disfrutó de su aventura africana, aprendió a hablar algo de suajili y salió a cazar ciervos con John Huston. La actriz sólo se negó a meterse en las aguas del río por miedo a las enfermedades infecciosas. Las famosas escenas en las que ella y Bogart arrastran con una soga la barcaza a través de los estrechos canales de juncos se filmaron en un estudio de Londres, donde se construyó un enorme tanque de agua. La señorita Mary Kingsley pasó muchas horas chapoteando con sus largas faldas en los pantanos y manglares del interior de Africa, con el agua hasta la cintura y el cuerpo cubierto de sanguijuelas. Cuando algún hipopótamo se acercaba a su piragua se defendía de sus fauces a golpe de sombrilla y no le tembló el pulso a la hora de enfrentarse a los cocodrilos. La viajera inglesa, en la vida real, fue menos estricta y puritana que el personaje de la señorita Rose, y cuando el cuerpo se lo pedía no dudó en echar un trago de ron. Ella sí fue una auténtica «reina de Africa». UNA INDOMITA SOLTERONA Mary Henrietta Kingsley nació en Londres en 1862, época de las grandes exploraciones geográfi- que era una misionera o una representante de la en el Congo cayó enferma y adelgazó ocho kilos cas. Era hija de un médico y curtido viajero y de una sirvienta que pasó buena parte de su vida enferma. Fue su padre, George Kingsley, quien le transmitió el gusto por los horizontes lejanos y las culturas exóticas. Hasta cumplir los treinta años, la señorita Kingsley no conocería más mundo que el de las cuatro paredes de su hogar, ocupada en atender a una madre inválida y a su hermano pequeño durante las largas ausencias del patriarca de la familia. Hasta los ocho años no recibió ningún tipo de educación y fue su madre quien le enseñó a leer y a escribir. El resto lo aprendería ella sola en la biblioteca paterna, consultando mapas y devorando a la luz de (SIGUE) Mary Kingsley se enfrentó a cocodrilos y leopardos a golpe de sombrilla Katharine Hepburn se negó a meterse en las aguas del río Congo por miedo a los cocodrilos y a las enfermedades 123 HOLA3192Mp124D 28/09/05 16:32 Página 122 los quinqués las voluminosas obras científicas y los relatos de viaje. De forma autodidacta, y con una gran fuerza de voluntad, aprendió el latín y el alemán, y adquirió amplios conocimientos de física, química y biología. Con todo este bagaje, se convirtió en una ayuda inestimable para su padre: le traducía del alemán textos de antropología, organizaba sus notas y clasificaba todo el material sobre culturas indígenas que éste había recopilado en sus múltiples travesías por el ancho mundo. En sus escasos ratos libres, Mary se dedicaba a aficiones tan poco «femeninas» como entrenar gallos de pelea y aprender nociones de mecánica. Qué poco imaginaba entonces esta joven, cuyo único universo era su casa y el jardín, que un día todos estos conocimientos la ayudarían a convertirse en una de las grandes exploradoras de su tiempo. Así era la vida de la señorita Kingsley hasta que en 1891 su anodina existencia dio un giro inesperado. Su padre regresó a casa de uno de sus viajes gravemente enfermo, y un año después moría a causa de unas fiebres reumáticas. Apenas unas semanas más tarde, su madre fallecía víctima de una embolia. Aquel mismo día se vistió de riguroso negro —un luto que nunca abandonaría— dispuesta a cuidar a su único hermano, como era obligación para la mayoría de solteronas de su época. Por fortuna para ella, su hermano, Charles, decidió viajar a China, y en 1893, Mary, por primera vez en toda su vida, se vio sola y libre de las ataduras domésticas. Cuando ya era una viajera muy famosa y los periodistas le preguntaban en sus multitudinarias conferencias qué la llevó a viajar por primera vez al Africa Occidental, ella respondía: «Ya nadie me necesitaba y deseaba continuar los estudios etnográficos de mi padre, completar el gran libro que él no había podido finalizar». En realidad, Mary nunca pensó que sobreviviría a su primer viaje al misterioso continente africano. Pero la joven descubriría muy pronto que estaba hecha para la aventura: ni los caníbales, ni las fieras salvajes, ni los parásitos, ni el clima más mortífero podrían con su espíritu aventurero. Resulta sorprendente que una mujer inexperta como ella, sin conocimiento de las lenguas nativas y que había salido una sola vez de su casa para una corta excursión a París, regresara con vida de aquella temeraria aventura. Según ella, gozaba de una buena salud, apenas había cogido un resfriado en toda su vida, y a pesar de su frágil aspecto —era extremadamente delgada— podía caminar horas y horas a través de las espesas junglas sin apenas notar el cansancio. RUMBO A LA MUERTE Tras unos meses hundida en una profunda depresión por la pérdida de sus padres, Mary decidió cambiar de aires: cerró su casa y partió de Liverpool para pasar unas vacaciones en las islas Canarias. En 1892 se instala en Santa Cruz de Tenerife, y en las semanas siguientes disfrutará del sol y la brisa del mar, rodeada de unos magníficos paisajes naturales. La joven visitó las islas de Lanzarote, Gran Canaria y La Gomera a bordo de viejos cargueros que llegaban de las costas africanas con sus exóticas y aromáticas mercancías. Fue su primer contacto con un mundo que muy pronto la atraparía: «En aquellos barcos viajaban negros de todas edades y sexos, además de extraños animales: loros, monos, serpientes, junto a aceite de palma, oro en polvo y marfil. Pero, sobre todo, los barcos venían cargados de cucarachas de un tamaño que uno no puede pensar que existan...», escribiría a una íntima amiga en Inglaterra. En ese momento, sola y dueña al fin de su vida, se despertó su auténtica pasión viajera. Aquellos días de descanso en Canarias habían hecho milagros en la salud de Mary y la transformaron por completo. A su regreso a Inglaterra ya había olvidado sus depresiones y estaba más dispuesta que nunca a emprender su gran aventura por la costa occidental de Africa. En los doce meses siguientes se dedicó por entero a ultimar los preparativos: hizo un curso de enfermería, compró un equipo fotográfico —que incluía pesadas placas fotográficas y un trípode—, varios frascos de cristal para guardar los ejemplares de peces e insectos que pensaba capturar y se sumergió en la lectura de libros y mapas de la zona. En su equipaje no faltaban una manta para dormir al raso, botas de agua, tela impermeable, un boti(SIGUE) Sobre estas líneas, una imagen única y sorprendente de Mary Kingsley en su canoa, navegando el río Ogowe, en Gabón (1896). Abajo, escena del rodaje de «La reina de Africa» en el río Ruiki, un afluente del río Congo. Mary Kingsley aprendió a navegar en piragua y atravesó los manglares, con el agua hasta la cintura y llena de sanguijuelas, para capturar peces. Las famosas escenas de la película de John Huston, donde Katharine Hepburn y Humphrey Bogart arrastran con una soga la vieja barcaza —en la foto inferior izquierda—, se filmaron en un enorme estanque de agua en Londres por miedo a las enfermedades 125 HOLA3192p124D 24/09/05 08:09 Página 124 Nadie como Katharine Hepburn supo encarnar el prototipo de viajera victoriana, como era Mary Kingsley quín bien equipado y un cuchillo de monte que solía esconder bajo sus enaguas. Se negó en rotundo a llevar un revólver porque le parecía algo «muy poco femenino» y tampoco renunció a su vestimenta habitual. No olvidó sus largas faldas de color negro, una docena de camisas blancas en algodón, de manga larga y cuello alto; botines de repuesto y varios corsés que ella insistía en llevar, a pesar de que con el calor los lazos se le rompían y debía reemplazarlos con los cordones de los zapatos. De nada sirvieron los consejos de sus familiares y amigos, horrorizados ante el viaje que la joven pretendía realizar al golfo de Benín, una de las regiones más insalubres de toda la costa africana. A mediados del siglo XIX, el interior del continente africano era una tierra desconocida y apenas explorada por los europeos. Las impenetrables selvas, las enfermedades tropicales, el clima insalubre, la presencia de fieras salvajes y tribus hostiles echaban para atrás a los viajeros más curtidos. Mary confesó en una ocasión, con su habitual flema británica, que la elección de recorrer esta región calificada como «tumba del hombre blanco» tenía un motivo: «De ningún modo, pretendía ser asesinada o comida cuando decidí entrar en contacto con tribus de pésima reputación por sus prácticas de canibalismo y sacrificios humanos, pero eran esas tribus las que más me interesaban para mis investigaciones». La actriz Katharine Hepburn, magnífica en su papel de la señorita Rose Sayer, vestida en plena jungla con largas faldas y corsés, guardaba un gran parecido físico con la verdadera Mary Kingsley LA LLAMADA DE AFRICA En el mes de julio de 1893, tras redactar su testamento y poner en orden sus asuntos personales, la señorita Kingsley consiguió un pasaje en el carguero «Lagos». No era un elegante barco de pasajeros, pero sí la forma más barata de recorrer el litoral desde Sierra Leona a Angola, su destino final. En su diario de viaje recordaría con humor que la compañía naviera sólo vendía el billete de ida a los puertos de la costa del Africa Occidental porque «nadie solía regresar de ahí con vida». Los europeos que viajaban en su mismo barco creyeron que era una misionera o una fanática representante de la Liga Antialcohólica. Vestida con sus encorsetados trajes, de riguroso negro, y un sombrero de ala ancha que la protegía del sol, la señorita Kingsley se paseaba por cubierta ante la curiosidad de los marineros y agentes coloniales. Era la única mujer entre la tripulación, y cuando los pasajeros descubrieron los verdaderos motivos de su viaje, todos se ofrecieron a ayudarla. Para que a nadie le extrañara que viajara sola por estas latitudes, se inventó que estaba casada e iba en busca de su marido, perdido en la selva. Tras una agitada travesía en el barco a causa de las violentas tormentas tropicales y un tornado a la altura de Cabo Verde que estuvo a punto de hacerles naufragar, Mary pisó al fin tierra firme en la ciudad de Freetown, en Sierra Leona. La dama inglesa se adaptó con facilidad a su nueva vida africana, a los penetrantes olores de los mercados, a la presencia de fornidos nativos completamente desnudos, a las mujeres envueltas en llamativas telas de colores que la observaban con curiosidad y a la humedad que se pegaba a su piel. Estaba decidida a vivir como una «africana blanca»: solía evitar las pulcras misiones y prefería alojarse en las chozas nativas o dormir a la intemperie en las canoas que le servían como medio de transporte. Tampoco le hizo ascos a la «cocina selvática», como reconocía en uno de sus libros: «Cuando iba de viaje renunciaba a las comodidades que los viajeros europeos consideraban imprescindibles en Africa. No tenía indígenas a mi servicio, ni tienda de campaña, ni utensilios de cocina. Solía dormir en las chozas de los nativos o en una piragua bajo las estrellas, y comía todo lo que mis anfitriones negros habían echado en el puchero». Desde un principio, Mary Kingsley tuvo muy claro que deseaba viajar sola, sin escolta ni porteadores, algo, sin duda, inusual para un explorador europeo del XIX. Con apenas trescientas libras en el bolsillo tuvo que ingeniárselas para poder sobrevivir en aquellas latitudes y ganarse la confianza de los nativos. Sabía que una mujer blanca, sin marido y dedicada al extraño oficio de recoger muestras de peces en los ríos y manglares, levantaría muchas sospechas entre los africanos. Así que la señorita Kingsley se hizo pasar por comerciante. A cambio de tabaco, tejidos, anzuelos y ron, consiguió comida y cobijo gratis, aunque fuera en una humilde choza de barro y tuviera que compartir el sueño con un rebaño de cabras. Los únicos caprichos que pudo permitirse fueron un peine, una almohada, algo de té y su cepillo de dientes. De esta manera tan poco ortodoxa para una dama victoriana, recorrió Sierra Leona, Liberia, Costa de Oro (Ghana), Benín, Camerún y Angola. Por lo general, Mary pasaba poco tiempo en las ciudades costeras, y en cuanto podía alquilaba una piragua y se aventuraba por los ríos cargada con sus frascos de cristal, en busca de extraños peces e insectos que guardaba en formol para su mejor conservación. Los nativos observaban algo atónitos a aquella mujer blanca, vestida de manera tan extraña, que se protegía del sol con una sombrilla mientras capturaba escarabajos. En una ocasión emergió de las aguas de un pantano con «una colección de espantosas sanguijuelas alrededor del cuello, como boas de astracán». Tras nueve meses que cambiarían para siempre su vida, Mary compraba su billete de vuelta a Las dos eran extremadamente delgadas y huesudas, audaces y de fuerte carácter Inglaterra; había sobrevivido a Africa y ahora sólo pensaba en regresar a este continente para continuar con sus estudios científicos. TE ENTRE CANIBALES Mary Kingsley pisaba de nuevo las calles de Londres en enero de 1894, y se instaló en su pequeño apartamento del barrio de Kensington. Allí colocó como pudo todos los «souvenirs» que había traído de Africa —máscaras, fetiches, lanzas...— y llenó las estanterías con sus valiosos frascos llenos de peces. Su hermano, Charles, también había regresado de su aventura por el Lejano Oriente, pero Mary ya no estaba dispuesta a ser la criada de nadie. Ahora necesitaba dinero para su siguiente expedición, así que eligió su mejor traje, se adornó el cabello con un original tocado de flores y alambres y se presentó con su valioso material en el Museo Británico, de Londres. Su director se quedó un tanto sorprendido ante la presencia de aquella frágil y elegante mujer, que le mostraba orgullosa los especímenes que había capturado en las peligrosas costas africanas. Pero más le asombraron sus amplios conocimientos científicos y la calidad del material que había conseguido reunir. En aquella Inglaterra victoriana, en la que los hombres de ciencia aún creían firmemente que las mujeres no estaban capacitadas ni física ni mentalmente para viajar, que el director de tan insigne institución se decidiera a apoyar sus investigaciones científicas en Africa era un logro extraordinario. Mary estaba radiante: le habían encargado que consiguiera nuevas especies de peces de agua dulce en una extensa región entre el río Congo y el Níger. Una misión, sin duda, más arriesgada que la anterior, porque era un territorio apenas explorado por los europeos y además pretendía visitar algunas aldeas donde habitaban tribus caníbales. Estaba segura de que aquellos hombres con fama de salvajes y primitivos la iban a tratar bien, porque seguramente era la primera vez que veían a una mujer blanca. El 23 de diciembre de 1894, la intrépida Mary desembarcaba de nuevo en Freetown, en Sierra Leona, a bordo del vapor «Batanga». Cuando un mes más tarde llegó a Calabar (Nigeria), entonces protectorado británico, decidió quedarse allí cuatro meses para explorar el delta del Níger y conseguir sus ejemplares para el Museo Británico. A estas alturas ya sabía manejar una piragua con gran destreza incluso en los enfurecidos rápidos, hablaba algunas palabras en las lenguas locales, se había acostumbrado al clima mortífero y a las picaduras de los insectos. En los meses siguientes se la podía ver sola, chapoteando en las ciénagas y ríos, vestida como de costumbre, con sus largos faldones y camisas de cuello alzado, sin inmutarse ante la presencia de los cocodrilos. En una de aquellas excursiones, un hipopótamo estuvo a punto de volcar su embarcación, y Mary, con la punta de su sombrilla, acarició la oreja del animal, que huyó despavorido. Sin embargo, el episodio que haría famosa a Mary Kingsley fue su estancia entre los caníbales de la etnia fang, que habitaban en las impenetrables selvas de Gabón. Por entonces, la viajera —que recuerda más que nunca a la señorita Rose de la película «La reina de Africa»— remontó en un viejo vapor las aguas del río Ogowe, hasta alcanzar las remotas aldeas de los fang. Su primer encuentro con los temidos caníbales lo relata con grandes dosis de humor en su libro «Viajes por el Africa Occidental». Ocurrió que la dama inglesa caminaba por los resbaladizos caminos del bosque cuando dio un mal paso y rodó por una pendiente hasta caer sobre el tejado de una choza: «... los pobres nativos salieron despavoridos al verme; otros simplemente se quedaron atónitos viendo cómo maldecía en in- Sobre estas líneas, retrato de la viajera inglesa Mary Kingsley, vestida de riguroso luto, tras la muerte de sus padres, antes de cumplir los treinta años. Muy pronto se convertiría en una de las grandes exploradoras de su tiempo glés...». La señorita Kingsley descubrió que los fang no eran tan fieros como se decía y durante varios días disfrutó de su hospitalidad, mientras tomaba el té en su compañía. Contra todo pronóstico, la indómita solterona sobrevivió a las fauces de los cocodrilos, a las peligrosas embestidas de los hipopótamos y a los caníbales de Gabón. En noviembre de 1895, cuando desembarcó en el puerto de Liverpool, ya era una celebridad en Inglaterra. La gente había seguido con entusiasmo los artículos publicados en la prensa y leído con avidez sus entretenidos libros de viajes, que se convirtieron en auténticos éxitos de ventas. Se dedicó a dar conferencias por todo el país contando sus aventuras ante un público entregado que no podía ocultar su sorpresa al descubrir que aquella dama delgada y encorsetada, con el cabello recogido en un moño y vestida de negro, había explorado sola el misterioso continente negro. Mary no murió en los poderosos ríos de su amada costa africana, sino en Ciudad del Cabo (Sudáfrica), adonde llegó el 28 de marzo de 1900 para trabajar como enfermera voluntaria al cuidado de los prisioneros de guerra bóers. Víctima de las fie- bres tifoideas, su único deseo mientras luchaba con la muerte fue que arrojasen su cuerpo al mar. Tenía sólo treinta y nueve años y su nombre pasó a engrosar la lista de los más grandes exploradores del XIX, como Henry Stanley, Speke o el doctor Livingstone, quien siempre alabó «su extrema sensibilidad y enorme valentía». CRISTINA MORATO Fotos: LUIS GASCA COLLECTION/ GETTY IMAGES/COVER PROXIMA SEMANA: ALEXANDRA DAVID-NEEL, UNA VIAJERA ENAMORADA DEL TIBET, Y LA PELICULA «SIETE AÑOS EN EL TIBET»