Password a la humanidad
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Password a la humanidad
Password a la humanidad C uando me escribió su dirección lo entendí todo. Fue como una inspiración genial que atravesó con su transparencia lo que hasta ese momento no era más que una hipotética especulación. Demasiadas discusiones y devaneos teóricos para llegar a lo que estaba allí, a la mano, con toda claridad. “Mayor 1, Madrid. Sepa Usted que vivo exactamente en el medio del centro del mundo. Véalo si no, España es el centro de este planeta, especialmente si observa el globo justo en esta posición, y no vaya Usted a dudar que Madrid está precisamente en la mitad de ese centro, y en el medio de él la Calle Mayor, cuyo punto de inicio, centro de todos los centros, es el N° 1”. Con esa lógica simple e irrefutable Agapito echó por tierra cualquier complicada y esotérica demostración acerca de cuál es el centro de todos los centros en este mundo de diversidades culturales, de pluralismos religiosos y étnicos, de complejidades demográficas, militares, geopolíticas y económicas. Igual hubiera dado que viviera en el N° 52 de la Calle Foscari de Venezia, o en la 89–02 de la Avenida 14A de este cálido terruño. El centro de todos los centros es la misma persona: él, o ella, es el centro de su propio cosmos. No fue tan fácil descubrir el espacio de la subjetividad. Cada vez que el hombre se afirma en su humanidad y la 29 encuentra precaria, y se siente pobre y harapiento ante la inmensidad del universo, repite lo que oyó Zaratustra: “el hombre no es más que hombre, ¡ante Dios todos somos iguales!”. Estaba entonces rodeado de mercaderes que de alguna manera escondían las propias carencias proclamando su inferioridad en una falsa autoafirmación de igualdad. Ese mercado del pasaje nietzscheano pudo haber sido hoy, tranquilamente, internet y todas sus redes, o el TV–cable y sus posibilidades de interactividad. Todo aquello que borra el centro de nuestra propia existencia, que lo desplaza a una red difusa de comunicación anónima, aun cuando Usted le ponga su nombre y apellido, pues de hecho ha quedado reducido a un password. De elemento cósmico pero real, situado en el centro de su propio mundo, centro geográfico, relativo pero físico, constatable, lleno de historia y de futuro, enclave de odios y de amores, ha pasado ahora a ser un e–mail, buzón electrónico de todas sus citas, existencia virtual de su propio “yo”, ayer negado por una religión colectivista y hoy sustituido por la ritualidad supertecnológica de un mundo virtual. Descentrado del verdadero espacio de su humanidad concreta viaja ilusamente en las alas de unos chips y atraviesa los países encantados de la irrealidad humana. Cuando el hombre moderno se termine de enterar que la fuerza de su razón no es más que la confluencia circunstancial de algunos eventos culturales y que la ciencia ya no podrá seguir siendo adorada como una deidad superior, tendrá que buscar dentro de sí el camino de todas sus búsquedas. Mirar a su interior para conocerse a si mismo, para recuperar la subjetividad perdida. Tendrá que hacer como Agapito, creador de su propio centro, y decirle al Sol con Zaratustra, en la aurora de la 30 transformación: “¡Oh gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras a aquellos a quienes iluminas!”. 31