Juan Pina

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Juan Pina
Juan Pina
Selección de artículos y entrevistas
(1996-2008)
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La presente selección incluye artículos publicados por Juan Pina en diversos medios de
comunicación, ya sea con su nombre, con pseudónimo o sin firma (editoriales, reseñas,
etc.), así como entrevistas, ensayos y otros textos. Aparece solamente el medio donde se
publicó originalmente cada contenido, no los que en cada caso hayan solicitado
posteriormente permiso de reproducción. Esta selección permite comprender la evolución
ideológica del autor a lo largo de los años.
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Paraguay: entre el golpe de Estado y el estado de golpe
Artículo para Europa Sur, 29-04-1996
Hotel Guaraní (Asunción), noche del 9 de mayo de 1993. Numerosas personalidades paraguayas,
el Cuerpo Diplomático entero y los dirigentes de las delegaciones extranjeras de observadores
electorales (el ex-Presidente Jimmy Carter y otros muchos, entre ellos este autor) seguimos el
escrutinio desde el céntrico hotel asunceno, convertido en centro de datos. La embajadora
española, Asunción Ansorena, confirmando por enésima vez en el transcurso del proceso
electoral que no se entera de nada de lo que sucede a su alrededor, nos informa de que cree
que ganará el Encuentro Nacional (que quedó tercero y a gran distancia). La delegación de
eurodiputados perfila el borrador de su comunicado a los medios paraguayos: los
representantes socialistas, siguiendo seguramente instrucciones de Javier Solana, quieren dar
por buena a toda costa la consulta, mientras yo pido a Raúl Morodo que les haga esperar hasta
más entrada la noche. En la calle los ánimos están muy tensos, lo que obliga a redoblar las
medidas de seguridad en los accesos al hotel. Las patotas (grupos de provocadores callejeros)
del Partido Colorado celebran/imponen su victoria con menos del 0’5 % del voto escrutado. La
noche anterior, en plena jornada de reflexión, la Junta Electoral Central ha decidido crear más
de ochenta mesas nuevas. Ya unos días antes, en violación flagrante de la recién estrenada
Constitución de 1992, se había prohíbido la entrada en el país a los ciudadanos con puestos de
trabajo en Argentina y Brasil, que habrían votado masivamente a la oposición. Los observadores
nos negamos a respetar el fraude sistemático en los comicios. De pronto, la enorme sala del
hotel queda en silencio y todos contemplamos con asombro los monitores de televisión. En
ellos suena el himno nacional y se lee un escueto texto: “Mensaje del General Lino César
Oviedo”.
Todos temimos un golpe de Estado, ante los insistentes rumores de una gran victoria liberal que
habría llevado a Domingo Laino, el histórico líder de la oposición a la dictadura de Stroessner, a
una más que merecida presidencia de la República. El centroizquierdista Partido Liberal
Radical Auténtico (PLRA) contaba con el apoyo de todas las demás fuerzas históricas de
oposición, desde los comunistas a la democracia cristiana. Cuando por fin aparece el jefe del
ejército, cargado de galones y medallas, se limita a informar a la nación de que ha estudiado la
coyuntura política y ha resuelto “aceptar el resultado de las urnas”, por lo que da su
enhorabuena al Partido Colorado por su victoria. Todavía no había datos oficiales. Tras el
mensaje, los paraguayos demócratas, demasiado acostumbrados a estas cosas, tenían cara de
tristeza y resignación, mientras los extranjeros no podíamos contener la indignación y la rabia
ante tanta prepotencia.
Lino Oviedo, llamado en Paraguay el “jinete bonsai” (por su escasa estatura, proporcional, al
parecer, a sus principios democráticos) es un brillante militar formado en la academia
alemana. Dos días antes de las elecciones, el embajador alemán me comentó que la gente
exageraba sobre Oviedo. “No hay peligro, nosotros le conocemos bien, lo que le pasa es que es
muy militar, con todo lo que ello implica en América Latina”. Y tanto. Las eleciones se
celebraron con una columna de tanques, oficialmente en maniobras, camino de Asunción. No es
despreciable el porcentaje de ciudadanos que votaron al Partido Colorado por miedo a que una
victoria de la oposición motivara al Ejército a tomar el poder.
Jimmy Carter, afortunadamente, se anticipó a los Eurodiputados (condicionando de paso su
declaración final, mucho más cauta de lo que habría gustado en Madrid) y declaró que el
proceso electoral había sido turbio, se habían registrado numerosos casos de fraude y la
votación no se había celebrado en condiciones de libertad y secreto aunque, con todo, no podía
hablarse tampoco de un fraude total. Al día siguiente llegó a la capital una observadora
húngara de mi delegación que había sido brutalmente agredida por los colorados al denunciar
la ausencia de papeletas de los demás partidos en un lejano colegio electoral del Chaco, la
inmensa zona semidesértica que ocupa la mitad del país. Mi delegación acreditó, con apenas
treinta observadores dispersos por todo Paraguay, varios cientos de casos de fraude: voto de
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muertos, ausencia de papeletas liberales, voto doble o múltiple, maquillación de las actas en
las sedes coloradas antes de enviarlas a Asunción, y, por supuesto, condicionamiento del voto
por parte de piquetes colorados. Los resultados oficiales llevaron al multimillonario y
ultracatólico candidato colorado, Juan Carlos Wasmosy, al Palacio de los López, pero con una
importante limitación a su presidencia: la suma de los escaños del PLRA y del Encuentro
Nacional de Guillermo Caballero Vargas (partido formado por sectores yuppies del coloradismo
capitalino convertidos a la democracia y apoyados discretamente por los socialistas europeos)
dejaba en minoría a las bancadas (grupos parlamentarios) coloradas tanto en el Senado como
en la Cámara de Diputados. Además, varios de los principales departamentos (provincias) del
país quedaron en manos de gobernadores liberales, incluyendo el Departamento Central, donde
vive la cuarta parte de la población.
Desde aquellas históricas elecciones de 1993, Wasmosy ha ensayado una política de diálogo que
en gran medida ha dado resultado al sentar las bases, al menos, de una vida política menos
crispada. La oposición, por su parte, tuvo la serenidad y el sentido de Estado de aceptar los
resultados electorales, claramente amañados, confiando en que ello favoreciera un
desmantelamiento del aparato de poder militar y económico (muchos dicen que vinculado con
el narcotráfico) heredado por el impopular Lino Oviedo del régimen de Alfredo Stroessner.
Wasmosy ha procurado dar juego a la oposición, consensuar las grandes líneas de su mandato y
rodearse de los sectores menos nostálgicos del Partido Colorado.
Este orden de cosas, que ha hecho posible uno de los periodos más tranquilos y productivos de
la reciente historia paraguaya, se rompió el pasado 23 de abril cuando Wasmosy firmó el cese
de Oviedo en su cargo de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Según fuentes liberales,
las relaciones entre ambos se habían deteriorado a consecuencia de algunos turbios asuntos de
negocios comunes y, por otro lado, las inminentes elecciones internas en el Partido Colorado,
enormemente fragmentado, les habían colocado en posiciones encontradas. Oviedo acuarteló a
la caballería y logró que la mayor parte de la artillería y la infantería le secundaran. Las
exiguas fuerzas aéreas y la policía apoyaron al Presidente, que contó en todo momento con el
apoyo unánime del parlamento, reunido en sesión de urgencia. La calle (incluyendo a la mayor
parte del coloradismo), la iglesia católica, los sindicatos, la patronal y todas las cancillerías
estaban también de parte de Wasmosy. Estados Unidos amenazó incluso con enviar tropas en
apoyo del Gobierno paraguayo. Es incomprensible por tanto que Wasmosy, al parecer con
mediación argentina, negociara nombrar a Oviedo Ministro de Defensa, hecho que
posteriormente no se ha producido ante la enorme presión social e internacional. Wasmosy ha
perdido en minutos el mayor capital de apoyo popular con el que había llegado a contar, y ha
tenido que escuchar a sus propios compañeros colorados gritar bajo su ventana “Wasmosy,
cobarde, el pueblo está que arde” y otras consignas que evidencian la discreta imaginación
publicitaria del paraguayo medio. Oviedo, con el perdón dudosamente legal de Wasmosy, no se
enfrentará a los cargos de sedición que le corresponden. La oposición ha anunciado que pondrá
en marcha el mecanismo constitucional de juicio político al Presidente. Este, a su vez,
arremete ahora —con gran dureza verbal exenta de consecuencias prácticas— contra Oviedo,
quizá para paliar su imagen de cobardía. El Noriega del Chaco afirma que pretende dedicarse a
partir de ahora a la política, aunque muchos se preguntan si habrá caído en la cuenta de que
para ello necesitará seguidores, y que, si los consigue, no podrá tratarles como a sus
subordinados en el ejército.
Quien durante años ha mantenido a su pueblo a las puertas de un golpe de Estado parece haber
perdido su última opción de llevar a su país hacia atrás en el túnel del tiempo. Los paraguayos
y cuantos adoramos ese país sencillo y encantador nos preguntamos ahora si estos incidentes
llegarán a servirle (igual que el 23-F a España), como vacuna contra futuros golpes. Pero, en el
actual concierto internacional, el peligro que los militares representan en Paraguay —y en
buena parte de América Latina— es, más que la amenaza real de un golpe de Estado viable, su
excesivo poder fáctico y su acendrada cultura de desprecio a la autoridad civil, que provocan
en la sociedad una angustiosa sensación de tutela, un permanente estado de golpe.
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Entrevista a Joseph García, líder político gibraltareño
Revista Sociedad Global, 25-06-1996
¿Cómo valora las recientes elecciones celebradas en la colonia?
Los resultados de las elecciones tienen que ser respetados como base de la voluntad del
pueblo, porque esto es la esencia de la democracia. La participación del ochenta y ocho por
ciento es un tributo al pueblo de Gibraltar. Había mucha gente harta con la manera en que la
administración socialista había llevado la política interna en los últimos cuatro años. Este
descontento ha condujo a una polarización de las posturas entre los partidarios de deponer a
los socialistas y las personas en contra. Con una situación tal, el centro político se redujo, y
esto explica el resultado electoral del Partido Nacional. El sistema electoral en Gibraltar no es
representativo de cómo el pueblo emite su voto, y esto no ayuda. En Gibraltar tenemos un
sistema colonial muy peculiar, y los electores tienen ocho votos para quince escaños.
¿Qué tipo de partido político es el Partido Nacional?
La ideología del partido es una ideología liberal. Los derechos individuales, los derechos del
pueblo y de las minorías son temas centrales de la filosofía politica del Partido Nacional. De
acuerdo con esta filosofía, el partido cree firmemente en el derecho a la autodeterminación
del pueblo de Gibraltar. Como sabe, Gibraltar es una colonia y debe ser descolonizada. El
punto de partida de mi partido es que sólo el pueblo gibraltareño puede decidir su futuro. Este
concepto del derecho del pueblo es parte vital de la ideología liberal. Ser oposición fuera del
Parlamento nos permite trabajar por Gibraltar y por sus ciudadanos. Nosotros proporcionamos
un servicio a los miembros del pueblo, destacamos artículos en los medios de comunicación, y
buscamos proyectar el punto de vista de Gibraltar internacionalmente. Por ejemplo,
recientemente mandamos una delegación para asistir al 47º Congreso de la Internacional
Liberal en Holanda.
¿Cómo valora la reacción española ante las elecciones celebradas en Gibraltar?
El problema con los sucesivos ministros de Exteriores españoles es que para ellos los
gibraltareños no existen. La gente de Gibraltar quiere una relación cordial con España, pero el
problema es que las autoridades españolas no ven que hay treinta mil personas que viven en
Gibraltar, y que estas personas tienen derechos. La noción de pasar un territorio de un
monarca a otro contra la voluntad de sus habitantes es extraña en esta epoca. Estamos en mil
novecientos noventa y seis, no en mil setecientos cuatro. En mil novecientos ochenta y cuatro
se inició un proceso de negociación entre Gran Bretaña y España sobre Gibraltar. Entre sus
muchas fallos, este foro no reconoce a los gibraltareños como parte de las discusiones. Es como
si la gente de Gibraltar no existiese, cuando la realidad es que ellos deben ser el factor más
importante de la ecuación.
¿Cree que el gobierno recién elegido hará concesiones a España?
No. El nuevo ministro principal ha dicho que no hará concesiones a España en el tema de la
soberanía.
¿Cuál es su opinión política respecto a la reivindicación territorial española?
La petición española es anacrónica, prehistórica, y está fuera de contexto. El hecho es que
Gibraltar es una colonia y debe ser descolonizada de acuerdo con la expresión democrática de
los deseos de sus ciudadanos. Esta es la única solución democrática. Es posible que, según se
vayan enraizando las tradiciones democráticas en España, las autoridades españolas
contemplen el problema de Gibraltar desde un ángulo más democrático. Las actitudes tienen
que cambiar. Es importante recordar que los sucesivos gobiernos españoles, desde la dictadura
del General Franco hasta la actualidad, han utilizado con frecuencia el asunto de Gibraltar
para distraer la atención de los problemas internos. Esto significa que muchas generaciones de
españoles tendrán que cambiar para que esta nueva actitud más democrática alcance los
niveles políticos y oficiales. Hoy es ya el veintiocho por ciento de los españoles el que apoya la
autodeterminación de Gibraltar. Es de esperar que esta cifra siga creciendo.
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Pero en España no se ve a los gibraltareños como una colectividad arraigada y
diferenciada...
Los gibraltareños que hoy viven en el Peñón pueden remontar sus raices hasta hace casi
trescientos años. Cuando los ingleses conquistaron el Peñón de Gibraltar en el año mil
setecientos cuatro, ganaron una fortaleza sin población civil. A medida que pasaba el tiempo,
comerciantes de todo el Mediterráneo llegaron a Gibraltar y se instalaron allí. Había lazos muy
fuertes con lugares como Génova y Malta. Este proceso de inmigración llevó a la formación de
los gibraltareños que conocemos hoy. En otras palabras, de la misma manera que el concepto
de americano o australiano ha surgido a lo largo de los años a causa de la emigración histórica,
lo mismo puede decirse de los gibraltareños. Los gibraltareños han habitado Gibraltar desde
antes de que los Estados Unidos existieran como pais. Así pues, el pueblo de Gibraltar nunca ha
sido español ni inglés. Es un pueblo distinto, con su propia cultura, y su propia evolución
política e histórica, que ha sido siempre distinta y ha estado siempre separada de la española.
La tragedia es que este hecho histórico sea ignorado o desconocido en los círculos oficiales de
Madrid, donde se contempla nuestro hogar nacional como una simple finca en disputa.
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Entrevista a Malela Idjabe, dirigente político de Guinea Ecuatorial en el exilio
Revista Sociedad Global, 17-07-1996
Malela Idjabe es el Secretario General del Partido Liberal Progresista de Guinea
Ecuatorial, exiliado en España. En los últimos meses, Idjabe ha realizado un arriesgado
viaje a su país para estar presente durante la mascarada electoral del régimen de
Obiang. Los liberales ecuatoguineanos desean el mismo apoyo de la Internacional Liberal
que socialistas y democristianos reciben de sus respectivas internacionales.
Usted ha presenciado el proceso electoral ecuatoguineano, boicoteado por la oposición
democrática. ¿Qué destacaría de estas elecciones?
MALELA IDJABE: Fundamentalmente dos cosas. Por un lado, el convencimiento del régimen de
Teodoro Obiang y su entorno en la fortaleza que hasta ahora le ha caracterizado; y, por otro, la
apuesta firme de la oposición democrática por establecer un régimen de libertades en Guinea
Ecuatorial. Todo esto a nivel interior. A nivel exterior es destacable el inmenso
desconocimiento y desinterés de la comunidad internacional. Para el régimen, las elecciones
han supuesto, más que una oportunidad para que el pueblo eligiera libremente a su jefe de
Estado, una nueva demostración de las atrocidades y los atropellos que la dictadura es capaz
de cometer. Sin em-bargo, hay que pensar que estas elecciones más que unas legislativas han
sido un referéndum, y su propio desarrollo ha significado un claro rechazo de la población al
régimen. El voto debió ejercerse de forma pública, sin secreto electoral. En mi país se vota
bajo amenazas. Así, por ejemplo, los estudiantes fueron amenazados con la obtención de sus
certificados, los funcionarios debieron ejercer su voto en el propio puesto de trabajo,
amenazados de despido, etcétera. Esto hace que la celebración de las elecciones, lejos de ser
una fiesta democrática, haya sido una nueva im-posición dictatorial que hace albergar ahora
más deseos si cabe de sustituir esa pantomima por unos comicios reales donde elegir
libremente un parlamento y un presidente democráticos.
P.: ¿Sirve de algo que la comunidad internacional haya condenado las elecciones?
M.I.: Para la oposición democrática es importante porque significa que las denuncias constantemente realizadas están teniendo cierto alcance. Pero, sobre todo, contra un régimen como el
ecuatoguineano lo que hace falta es una mayor firmeza a la hora de adoptar algunas
decisiones. Y no sólo con respecto al gobierno sino también respecto a las firmas extranjeras
que lo financian.
P.: Por cierto que el reciente descubrimiento de petrróleo en su país podría ser un balón
de oxígeno para el régimen.
M.I.: De hecho lo está siendo ya. Para estas pasadas elecciones, el régimen no obtuvo financiación exterior para la campaña del llamado Partido Democrático de Guinea Ecuatorial, del
dictador Obiang, y aparentemente sí de la multinacional petrolífera Mobil. Y Mobil acaba de
comprar un alto porcentaje de acciones de la compañía Shell en Guinea Ecuatorial, convirtiéndose en el socio mayoritario de las empresas con intereses petrolíferos en el país.
P.: Para un dirigente político que ha pasado los últimos años en el exilio, ¿cómo es hoy
Guinea Ecuatorial y qué esperanzas hay de que el pueblo ecuatoguineano apoye un cambio
de régimen?
M.I.: Guinea Ecuatorial es un país cuya sociedad ha avanzado en su cultura política más por influencia de los procesos democráticos —siquiera aparentes— de los países de su entorno que
porque se le haya dado facilidades para desarrollar su propio proceso. En este sentido es
importante el papel de los dirigentes de la oposición democrática, ya que sólo ellos pueden y
deben dotar a la población de aquellos mecanismos de participación que les vienen
históricamente negados.
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P.: Se comenta con frecuencia —al menos en España— que la oposición es tan poco presentable como el propio régimen de Obiang, al menos desde el punto de vista de su lealtad
a los principios democráticos.
M.I.: Esas descalificaciones al conjunto de la oposición no están justificadas, pero la
experiencia que tenemos es que un importante número de personas y partidos que formaron
parte de la ilusión democratizadora del pueblo se han sumado después al régimen a cambio de
peque-ñas prebendas, lo que constituye una de las grandes traiciones por las que ha pasado
Guinea Ecuatorial en sus 28 años de soberanía.
P.: ¿Cómo valora el papel de España en todo esto? ¿No está Madrid apo-yando de hecho la
continuidad del régimen? ¿Y qué espera del nuevo gobierno?
M.I.: Sería difícil no encontrar cierta anuencia por parte de España a la continuidad del régimen. Pero es también verdad que la oposición ha de hacer una autocrítica porque de su
credibilidad dependerá que España tenga mayor o me-nor confianza en un eventual cambio
político en Malabo. Por otro lado, parece claro que en España los compromisos de llevar a cabo
una política de Estado en materia exterior se limitan a la Unión Europea y América Latina. Eso
exige por parte ecuatoguineana un mayor esfuerzo para implicar no sólo a España sino al
conjunto de la Europa democrática a sensibilizarse por los derechos humanos y la democracia
en Guinea Ecuatorial. De cara a Guinea Ecuatorial, no pienso que el PP vaya a representar un
gran cambio frente al PSOE. Es evidente que es una ocasión propicia para entablar una nueva
manera de relacionarse con la oposición, y nuestro partido brinda al nuevo gobierno español el
esfuerzo necesario para llevar a mejor término ese diálogo. No parece que la estrecha relación
entre el Sr. Moto y algunos dirigentes individuales del Partido Popular vaya a traer como
consecuencia un giro del gobierno español hacia un apoyo mayor al Partido del Progreso. Pero
si eso fuera así y supusiera un cambio de régimen en nuestro país, los liberales lo apoyaríamos
aunque como consecuencia salieran beneficiados nuestros rivales democristianos, ya que el
actual momento político requiere ante todo la unión de los demócratas contra Obiang.
P.: La Internacional Demócrata Cristiana ha apoyado consistentemente al Partido del Progreso, de Severo Moto. ¿Se siente usted, co-mo líder del Partido Liberal Progresista,
huérfano de la Internacional Liberal?
M.I.: Huérfano no pero sí necesitado de su protección, de su apoyo po-lítico. La Internacional
Liberal debe comprender que en mi país el pensamiento liberal, contra lo que pueda parecer,
tiene un gran calado. Somos el único país de nuestro entorno donde todas las fuerzas ideológicamente liberales hemos superado los personalismos y nos hemos nucleado en torno a un
gran partido: el PLP. Por un lado los democristianos y por otro los socialistas están divididos en
el seno de la oposición, además de haber sufrido fugas de personas y grupos que se han vendido al régimen.
P.: ¿Qué modelo de Estado y de país quiere su partido? ¿Hacia dónde se dirigiría un
gobierno del PLP?
M.I.: El PLP aspira a alcanzar un sistema plenamente democrático basado en el control mutuo
de los tres poderes del Estado. Exigimos la abolición de la pena de muerte y pedimos un
esfuerzo colectivo para terminar con la violación pasiva de los Derechos Humanos. Es la falta
de formación y de los más elementales bienes y servicios la que causa esa violación pasiva.
¿Cómo vamos a educar en la solidaridad y en la democracia a nuestros niños y jóvenes si ni
siquiera tienen una escuela y una sanidad digna, si no tienen tan siquiera un horizonte de
futuro por el que luchar? Un gobierno liberal se encaminaría también hacia una mayor descentralización. Para un país como el nuestro, una descentralización realizada copiando modelos
podría conducirnos al ejemplo de atomización de Nigeria (es decir, un modelo oficialmente
federal donde se multiplican las administraciones públicas sin dividir realmente el poder). Pero
sí apostaríamos decidi-damente por un marco federal a largo plazo, ya que alcanzarlo requerirá
una transición compleja.
P.: ¿Y qué haría el PLP con Obiang?
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M.I.: Depende de cómo se produjera el cambio en Guinea Ecuatorial. O negociar una residencia
en el exterior o, ante un cambio democrático en las urnas, se le tendría en cuenta como un
dirigente político más, líder de una fuerza política y sin poder alguno en las fuerzas armadas.
Pero creo que con Obiang residiendo en el país la democracia sería más difícil de alcanzar y las
tensiones se agravarían. Sería un poder fáctico muy preocupante. Obiang tiene, en cualquier
caso, responsabilidades penales que compete analizar y en su caso depurar a los tribunales de
justicia, tanto por las violaciones de Derechos Humanos como por el expolio del país.
P.: ¿Qué fortuna personal se le calcula a Obiang y cómo la ha obtenido?
R.: Se habla de unos diez mil millones de pesetas. Desde el año 1979, Obiang ha ido amasando
su for-tuna a través de expropiaciones, haciéndose con los bienes de los españoles expulsados
durante la dictadura anterior de Francisco Macías. También se ha enriquecido a través de la
ayuda internacional, fundamentalmente española, y de la constitución de empresas fantasmas
que le han permitido explotar la madera, el petróleo y la otorgación de licencias pesqueras sin
control alguno. En 1988 se permitió el depósito de residuos nucleares en Annobón a cambio de
dinero que se embolsó Obiang, poniendo en peligro a la población de la isla. Según un informe
de las autoridades francesas, Guinea Ecuatorial es un Estado traficante, que actúa como
puente en el tráfico de drogas y como blanqueador de dinero negro. Un diplomático de la
embajada en Madrid fue expulsado por tráfico de drogas a gran escala, y hoy es ministro de
Obiang.
P.: ¿Qué perspectivas de futuro tiene el PLP?
M.I.: Estamos muy ilusionados con el proyecto de construcción de un gran partido liberal en
Guinea Ecuatorial. Con el esfuerzo de todos lograremos presentar un proyecto sólido a la
sociedad ecuatoguineana. A partir de ahí, esperamos que nuestro pueblo reconozca el esfuerzo
de los liberales y la necesidad de llevar nuestras ideas al parlamento.
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Entrevista a Mohammed Abdelaziz, presidente la República Árabe Saharaui Democrática y
Secretario General del Frente Polisario
Revista Sociedad Global, 17-07-1996
Sr. Presidente: ¿cómo interpreta la RASD el informe de Boutros-Ghali al Consejo de
Seguridad, en el que renuncia a celebrar el referéndum?
MOHAMMED ABDELAZIZ: El Plan de Paz ONU-OUA para el Sáhara Occidental no se presta a
ninguna ambigüedad, tanto más por cuanto ha sido aceptado por las dos partes en conflicto.
Basado en el derecho, su único objetivo es la organización de un referéndum de
autodeterminación libre y sin presiones por medio de una consulta que permita al pueblo
saharaui elegir libremente su destino. Este plan define como base electoral el censo español de
1974 y establece las condiciones del escrutinio. Queda la celebración de este referéndum que
la ONU intenta llevar a cabo desde hace cinco años, y que Marruecos impide. Rabat ha optado
por la obstrucción con actos unilaterales de violación del Plan de Paz. Esto denota su intención
de transformar la consulta en una confirmación del hecho colonial. Marruecos continúa
imponiendo a una MINURSO que peca de impotencia los procesos que él juzga le son favorables,
a la vez que continúa estableciendo las reglas del juego que le garantizarían de ante-mano los
resultados del referéndum. La continua postergación de la celebración del referéndum de
autodeterminación del Pueblo saharaui no puede por menos que afectar a nuestro pueblo, que
se desmoviliza con cada cita inclumplida de la ONU. Por eso esperábamos que de parte de la
ONU hubiera un avance de fondo, un progreso cuantitativo en el reciente informe del
Secretario General de la ONU, una acción que pudiese dar un renovado impulso al Plan de Paz.
P.: Si finalmente no se cumple con la celebración del referéndum, ¿la guerra se reanudará?
M.A.: El Pueblo saharaui, que lucha desde hace más de veinte años por recobrar sus derechos,
es-tá dispuesto tanto para la paz como para la guerra. No puede resignarse indefinidamente a
seguir sufriendo el calvario del exilio y la agresión marroquí, como tampoco está dispuesto a
aceptar la capitulación. Una situación de guerra engendra siempre sufrimientos e hipoteca la
paz y la estabilidad, pero si las posibilidades de una solución por vía pacífica permanecen
bloqueadas, nuestro pueblo estará en la obligación de retomar las armas y resistir a la lógica de
la fuerza, asumiendo así sus responsabilidades ante la situación.
P.: La situación de Argelia, ¿permite soportar de nuevo una guerra entre la RASD y
Marruecos?
M.A.: Profundamente imbuida de justicia y de igualdad, a Argelia le corresponde un rol de
catalizador en el proceso de emancipación de los pueblos. Desempeñó un papel admirable en el
movimiento de descolonización de la mayoría de los países africanos. El conflicto del Sáhara
Occidental se incribe dentro de ese movimiento como último reducto del colonialismo en
Africa. El apoyo argelino a la justa causa del Pueblo saharaui concuerda más que nunca con
estos principios.
P.: Si las circunstancias militares del Ejército saharaui no permiten alcanzar una victoria,
¿Habrá una negociación claudicante con Marruecos o se cumplirá el lema “toda la patria o
el martirio”?
M.A.: La negociación marca una etapa decisiva que permite avanzar y sacar a todo conflicto del
atolladero en que se encuentra. La confianza debe ser restaurada e institucionalizado el
diálogo. Esta sigue siendo la pieza fundamental en la elaboración de una paz definitiva. A la
vez que está dispuesto para la celebración del referéndum y la instauración de un clima
propicio para la paz, nuestro pueblo permanecerá movilizado tanto tiempo como sea preciso
para continuar la lucha hasta recobrar la totalidad de sus derechos.
P.: Una nueva tensión bélica en la zona, ¿qué consecuencias podría tener para el Maghreb?
M.A.: El retorno de las hostilidades al que puede inducir la persistencia de la actitud
obstruccionista de Marruecos, y la impotencia de las Naciones Unidas, es nefasto para la
región, en la medida en que constituye el mayor obstáculo a la edificación del Maghreb árabe.
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La solución justa y definitiva al conflicto del Sáhara Occidental es una condición sine qua non
para la edificación de un Maghreb unido.
P.: Vuelve a rumorearse la delicada salud del rey Hassan II. Su eventual muerte, ¿afectaría
en alguna forma al problema del Sáhara?
M.A.: Una eventual y súbita desaparición de Hassan II afectará directa e indirectamente a las
opciones de orientación política vigentes en ese país desde los años sesenta. Durante los
últimos veinte años, el rey de Marruecos hizo del Sáhara Occidental su pantalla de fondo de
todos los asuntos del país: la más apremiante entre sus prioridades en la planificación, en las
finanzas, lo que creó un serio desequilibrio con pocas o ninguna ventaja para la mayoría de sus
ciudadanos. La continuidad de la política expansionista encuentra su única explicación en un
problema irracional de prestigio. ¿Quién se pretende eterno? y ¿qué será de Marruecos después
de Hassan II? Lo que sí es seguro es que ese país nunca será el mismo, los slogans acerca de la
integridad territorial y las justificaciones a bombo y platillo no pueden llevar indefinidamente
al engaño de todo el mundo. La política belicista será la primera huérfana y la continuidad de
la guerra encontrará poco apoyo, incluso del ejército. Conocimos experiencias apabullantes, en
Africa incluso, en Etiopía, que acabó eligiendo acomodarse a los dictados del siglo, aceptando
la independencia de Eritrea. La cordura nos sugiere servirnos de la lección, porque la solución a
los grandes problemas de Marruecos precisa una sucesión en calma, y estabilidad tras la
desaparición del rey.
P.: ¿La comunidad internacional es culpable del drama del pueblo saharaui? ¿Por qué en
otros casos se aplica con fuerza la legislación internacional y no en el caso del Sáhara?
M.A.: Nuestro mundo sigue marcado por el signo de la intolerancia, de la negación del otro, un
mundo que aún arrastra el estigma del colonialismo que creíamos superado. Un mundo regido
por un acuerdo que no siempre obedece a los principios y valores democráticos, sino el
equilibrio de fuerzas. El ejemplo del Sáhara Occidental es ilustrativo de este orden de cosas.
P.: La llegada del Partido Popular al gobierno, ¿representará un cambio en la línea
española?
M.A.: La política saharaui de los diferentes gobiernos españoles ha sido manchada no por el
lejano pasado de un siglo de relaciones con el pueblo saharaui, sino desgraciadamente por
oscuras circunstancias que rodearon la firma de los acuerdos de Madrid. El problema del Sáhara
Occidental concierne a principios cardinales de la humanidad. La autodeterminación de un
pueblo vecino y la culminación de una descolonización abortada recaen directamente sobre la
entera responsabilidad internacional de ese país. Los vínculos con los países sugieren mayor
perspicacia y más libertad de acción, sobre todo con Marruecos que pretende erigirse como
único y exclusivo partenaire ocultando así las realidades maghrebíes, y sobre todo su continua
pretensión de embarcar a España en su política, incluidas las cuestiones militares, negándole,
sin embargo, un papel de interlocutor en la búsqueda de una solución pacífica en un territorio
que aún conserva su nombre en las Naciones Unidas.
Ante la historia y ante su pueblo, el nuevo gobierno español dispone de bazas y cualidades que
le pueden permitir deshacerse de esta pesada herencia. España puede y está llamada a dotarse
de todo el valor y los buenos sentimientos para llevar a cabo, junto con sus socios de la Unión
Europea, una diplomacia activa y eficaz tendente a dar solución a este conflicto. España debe
tomar iniciativas y merece estar siempre asociada a todo esfuerzo serio en la búsqueda de una
solución del conflicto saharaui.
P.: Por último, Sr. Presidente, ¿cómo está el ánimo de la población refugiada?
M.A.: Está decididá, hoy más que nunca, a afrontar el desafío y retomar las armas, pues lo que
está en juego es nuestro propio destino como pueblo, nuestra misma existencia.
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Reseña del libro "Sobre el deber de la desobediencia civil", de Henry David Thoreau
Revista Sociedad Global, 17-07-1996
Antonio Casado da Rocha nos ofrece una versión nueva del clásico de Thoreau sobre la
desobediencia civil, un texto básico para comprender los orígenes de la ideología liberallibertaria en Norteamérica. Henry David Thoreau defiende la desobediencia civil no ya como
derecho sino incluso como deber ante situaciones de opresión que reducen la dignidad del
individuo. Casi ciento cincuenta años después de su publicación, la obra de Thoreau se revela
como un texto radicalmente actual que, tras haber inspirado a muchos de los pensadores más
progresistas desde su publicación, alcanza su pleno valor en las sociedades desarrolladas del
Occidente actual. En palabras de Martin Luther King, “la no cooperación con el mal es una
obligación moral en la misma medida que lo es la cooperación con el bien. Nadie ha logrado
transmitir esta idea de forma más apasionada ni elocuente que Henry David Thoreau. Como
resultado de sus escritos y de su testimonio personal somos los herederos de un legado de
protesta creativa. Huelga decir que hoy las enseñanzas de Thoreau siguen vivas, es más: están
más vivas que nunca”.
Thoreau nació en 1817 en Concord (Massachusetts) en el seno de una familia pobre pero culta.
Entre sus coetáneos, Thoreau trabó amistad con escritores como Nathaniel Hawthorne y Louisa
May. Su consiguiente contestación de las imposiciones del poder le ocasionó problemas e
incluso una temporada de arresto. El título que nos ocupa (véanse extractos en la sección
“Textos Liberales” de este número de Sociedad Global), es la principal obra de Thoreau. El
autor explora la relación entre el individuo y el Estado a través de conceptos tan innovadores
como la objeción fiscal, la abolición de la esclavitud, el derecho y el deber de resistirse al
gobierno, la apostasía frente a las imposiciones de la iglesia, etc. Thoreau titula muy
significativamente uno de los capítulos “el Estado sólo puede obligarme a obedecer una ley
más alta que yo”, y critica duramente la imposición del concepto de ley por encima del de
justicia. Una lectura sorprendente y refrescante.
— 14 —
Entrevista a Esperanza Aguirre, ministra de Educación y Cultura de España
Perfiles Liberales, 06-02-1997
PREGUNTA. Señora Ministra, ¿Cuál es el modelo de Educación por el que apuesta el actual
Gobierno?
RESPUESTA. Los dos elementos fundamentales que definen el marco general que orienta las
políticas educativas del actual Gobierno son la libertad y la calidad, pero consideradas no de
una forma aislada, sino aceptando y estimulando sus influencias recíprocas, desde la convicción
de que un aumento de la libertad en educación genera un aumento de calidad educativa y que,
a su vez, la calidad educativa incide, de un modo decisivo, en la libertad individual de las
nuevas generaciones.
El mercado puede ser visto, en lo esencial, como un mecanismo que suministra energía a las
organizaciones y a los sistemas; que estimula su mejora porque pone en marcha procedimientos
auto-correctivos. Por razones análogas, la libertad en educación no sólo constituye un fin en si
misma, en la medida que atiende un derecho fundamental de la persona, sino que, además, se
convierte en un instrumento de mejora. De otro lado, unos ciudadanos mejor instruidos serán,
con toda probabilidad, más críticos y más libres.
P.- Hace ahora alrededor de un año de su nombramiento. ¿Cuáles fueron los principales
problemas que encontró en este ministerio, y cómo piensa solucionarlos? ¿Cuáles cree Ud.
que son las innovaciones más vanguardistas del Gobierno del Partido Popular en ma-teria
educativa?
R.- Al tomar posesión de mi cargo me he encontrado con multitud de problemas por resolver,
buena parte de los cuales no resultan independientes de la problemática de la libertad. El
primero de ellos fue, sin duda, la manifestación de más de 80.000 personas del medio rural que
rechazaban el sistema de escolarización previsto por el gobierno anterior. Dicho sistema
suponía el desplazamiento de los alumnos de 12 años de aquellas poblaciones donde no hubiera
Instituto de Educación Secundaria. Respetando, en la medida de lo posible y de lo razonable, la
opción educativa de las familias, actuamos con toda rapidez sobre la red de centros y evitamos
que cerca de 12.000 alumnos tuvieran que desplazarse a esa edad. Para ello, habilitamos a los
centros de Primaria para impartir enseñanzas de primer ciclo de Secundaria.
Desde una perspectiva más general, puedo decirle que me he encontrado con un edificio
legislativo, en lo esencial, acabado por efecto de tres leyes orgánicas y de sus correspondientes
desarrollos, cuyo enfoque político es claramente socialdemócrata. Nuestra estrategia,
esencialmente por razones de una insuficiente mayoría parlamentaria, ha consistido en aceptar
esos marcos normativos y efectuar las modificaciones reglamentarias oportunas con el fin de
hacer de dichas leyes la interpretación más próxima posible al polo liberal.
Un ejemplo de lo anterior lo constituye un nuevo Real Decreto de desarrollo de la Ley Orgánica
del Derecho a la Educación —que fue promulgada en 1985 por el Gobierno socialista— por el
que se amplía la libertad de elección de centro de las familias. Aceptando el gradualismo
reformador popperiano como elemento metodológico, aumentaremos la libertad, por ejemplo,
ampliando las zonas de influencia de los centros, considerando equivalente, a efectos de
admisión, el domicilio laboral de los padres y el domicilio familiar, o permitiendo que los
padres participen en el proceso de elección sin tener que renunciar a la prioridad con respecto
al centro que por su domicilio les corresponda.
P.- ¿Es posible compatibilizar la privatización de la educación con su universalidad? ¿Qué
modelo de privatización cree más acertado?
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R.- En los países de la vieja Europa, la presencia de la educación pública es, en general,
importante. En España la proporción pública/privada es del orden del 70/30%. Pero no tiene
que ser el Estado el que, de forma rígida y a espaldas de las opciones de los ciudadanos,
mantenga esa proporción, sino que ha de ser la demanda, en tanto que efecto conjunto de las
acciones individuales, la que altere la proporción en un sentido o en otro. En cualquier caso
considero que la privatización debe introducirse en el sector público en un sentido blando, esto
es, aplicando a dicho sector los métodos de gestión que se han revelado eficaces en la empresa
privada.
Me estoy refiriendo a la aplicación de esa nueva filosofía de gestión de las organizaciones
conocida como Gestión de Calidad o Calidad Total. Mi Departamento ha iniciado una
experiencia innovadora en ese sentido a través del desarrollo de Planes Anuales de Mejora.
Dichos planes constituyen una herramiento típica de la gestión de calidad con la que se
pretende introducir a los centros públicos en procesos de mejora continua y conseguir así una
mejor preparación para situarse en un contexto más abierto. Cerca de 250 centros públicos
están participando en la experiencia. Además, un plan de formación de los equipos directivos
acelerará ese cambio cultural necesario y les dotará de herramientas modernas de gestión de
las organizaciones.
P.- Idealmente, ¿debe desaparecer a largo plazo el sistema público o siempre habrá una
educación pública junto a la privada? En este último caso, ¿cómo podemos asegurarnos de
su eficacia y de que no se burocratice? y ¿cómo conseguir que la coexistencia de ambos
sistemas no resulte en discriminación?
R.- La coexistencia entre ambos modelos se da incluso en países como Holanda donde, desde
principios de siglo, existe una muy amplia libertad de elección de centro. No obstante, el
llamado movimiento de la libre elección de centro aporta un conjunto de principios —cuyo
elemento central es la libertad de elección— que permiten reducir la burocratización y hacen
más eficaz el sector público de la educación. Junto a la libertad de elección, quizás los más
relevantes sean los siguientes:
*
*
*
*
*
Autonomía de gestión de centros
Evaluación sistemática de los resultados
Transparencia de los centros docentes
Responsabilización
Profesionalización de la función directiva
P.- El sistema español de centros privados concertados podría ser un modelo a seguir en
otros países. ¿Podría explicarnos su funcionamiento?
R.- El sistema español de centros privados concertados pretende asegurar, a un tiempo, el
derecho a la educación y la libertad de enseñanza, garantizando la gratuidad de la educación
obli-gatoria. Existe un procedimiento administrativo que regula el acceso al régimen de
conciertos. Dicho procedimiento toma en consideración el cumplimiento de los requisitos de
instalaciones y de profesorado, que garantice un nivel suficiente de calidad, las necesidades de
escolarización de la zona y, a partir de este año, la demanda social.
Cuando un centro accede a ese régimen económico, el Estado aporta por cada unidad o aula
concertada una cantidad económica —módulo— que consta de tres partes: una de salarios de
personal que se liquida directamente a los profesores (sistema de pago delegado), otra de
gastos diversos y otra de gastos adicionales de personal, como pago de sustituciones,
complemento de dirección, etc.
Nuestro sistema parte, en cierta medida, de una idea de servicio público como estatalización
de la enseñanza. Un procedimiento liberal tendría que aproximarnos más a la fórmula
— 16 —
consistente en que el dinero siga al alumno dentro del margen de maniobra del que se dispone
en función de las circunstancias políticas.
P.- Sra. Ministra: España adolece de una altísima tasa de desempleo. ¿Qué se puede hacer
desde el sistema educativo para atajar este problema, y cómo afectará esto a la
privatización?
R.- En una sociedad del conocimiento en la que la materia gris está desplazando en importancia
a las materias primas, los sectores de la educación y de la formación se revalorizan y adquieren
un indiscutible valor estratégico. Los países han de hacer esfuerzos importantes para gestionar
mejor ese recurso principal que es el saber. La evolución inexorable de las sociedades
avanzadas exige de una educación más eficaz, capaz de conseguir que amplias capas de la
población alcancen competencias cognitivas de suficiente nivel. Pero las sociedades
desarrolladas se caracterizan por la rapidez de sus cambios, de modo que para lograr que sus
sistemas educativos sean eficaces y se acomoden con rapidez a las demandas de los sectores
productivos han de ser flexibles y diversificados. Nosotros creemos que la diversificación de las
enseñanzas desde el segundo ciclo de la secundaria constituye un modo de conseguir un
sistema flexible, adaptable a la variedad de intereses, de capacidades, de competencias y de
ritmos de maduración de los individuos, así como a las demandas plurales del mundo laboral.
No hay en ello ningún atentado al principio de igualdad de oportu-nidades si las diferentes
alternativas de formación general, técnica o profesional por las que el alumno puede optar, son
de calidad equivalente y si se asegura un entramado de itinerarios y de pasarelas que permita a
los alumnos corregir su trayectoria en caso de errores de orientación. El sociólogo y economista
francés Jacques Lesourne utiliza muy oportunamente un símil científico para describir lo que
deberán ser los sistemas educativos modernos. Este analista francés afirma lo siguiente: "habría
que dejar de considerar el sistema educativo en un sentido esctricto como una enorme columna de destilación fraccionada, con una sola entrada en la base y múltiples y definitivas
salidas a diferentes niveles. Hallándose las dificultades suavizadas por la edad, deberían
resultar posibles las entradas a diferentes niveles de la columna en formas diversas y por
definir".
La diversificación, la calidad, la alternancia con el mundo laboral, el desplazamiento de la
lógica de los diplomas a la lógica de las competencias y, desde luego, la liberalización del
sector educativo en los términos que antes he esbozado, constituyen herramientas de
indiscutible valor a la hora de conseguir una mejor adecuación entre sistema educativo y
sistema productivo que tendrá una incidencia apreciable en la reducción del paro juvenil.
P.- Muchas gracias, Sra. Ministra.
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Europa: ¿vuelve la izquierda?
Perfiles Liberales, 18-06-1997
Las elecciones legislativas en el Reino Unido y Francia han tenido como denominador común el
vuelco a favor de los partidos de centroizquierda, tal como ocurriera no hace mucho en
Portugal. En Alemania y en otros países del viejo continente parece avanzar la
socialdemocracia, mientras en España —y pese a no haberse renovado tras su derrota— el
partido de Felipe González sigue casi empatado con los conservadores en cada encuesta de
opinión. Cabe preguntarse si se está produciendo un giro continental hacia el centroizquierda y
cómo afecta esto a los partidos liberales. Por lo pronto, la situación del liberalismo es
radicalmente distinta en los dos países de referencia.
El oasis liberal británico
Muchos liberales españoles solemos referirnos con tristeza a nuestro país como un desierto
liberal donde fracasa todo intento de abrir terceras vías políticas frente a los conservadores de
izquierdas y de derechas. El bipartidismo atípico de nuestro país es aún más larvado que los
que se dan en buena parte del continente, pero España es tan sólo un caso extremo en una
Europa que parece haber decidido simplificar la oferta electoral. Es un bipartidismo cómodo
para el consumidor-elector, útil para los medios de comunicación y para socialistas y
democristianos, pero extremadamente incómodo para la minoría liberal, tan difícil —para
seguir la terminología de moda en Italia— de encuadrar en uno u otro polo.
En este contexto se sigue con escepticismo no exento de una remota esperanza la evolución
electoral de los partidos liberales del entorno europeo occidental, que tal vez sea también
describible como un desierto liberal, si bien menos árido que el que se extiende al Sur de los
Pirineos. Las recientes elecciones británicas han arrojado un resultado no por presumible
menos alentador, en lo que se refiere al avance en escaños de los Liberal Democrats. El
sistema electoral del Reino Unido, uno de los pocos en democracia que resulta ser aún más
injusto y desproporcionado que el español, no ha impedido esta vez que los liberales doblen su
grupo parlamentario. Al hilo de este avance liberal en la única cámara democrática de
Westminster (la otra sigue siendo de corte feudal) cabe hacer una reflexión doble.
Por un lado es preciso destacar una vez más cómo el Reino Unido constituye de alguna manera
un oasis en el desierto liberal, y no por la mayor o menor presencia parlamentaria o fuerza
electoral, que siempre son coyunturales en aquel sistema, sino por la persistencia de un
partido liberal robusto, popular, próximo al ciudadano de a pie, cercano a la juventud,
vanguardista en sus posiciones sobre la reforma del vetusto Estado británico, moderno en su
aproximación a las nuevas fronteras de la libertad y creíble como fuerza política representativa
—no lo olvidemos— de muchos más millones de ciudadanos que la inmensa mayoría de los
partidos liberales del mundo (y tanto ahora como en sus peores momentos electorales).
Por otro lado, es importante valorar cuál habrá de ser la contribución de esta nueva y
reforzada presencia liberal en el Parlamento. La borrachera electoral del New Labour dará
paso probablemente a la toma de conciencia de una mayoría absoluta casi sin precedentes. Es
de esperar que el sistema institucional y la opinión pública británica no permitan a Blair caer
en los graves errores de varios partidos socialdemócratas europeos —especialmente el belga, el
francés, el italiano y, desde luego, el español—: la arrogancia política extrema, el
florecimiento de la corrupción y el clientelismo, y la práctica de una política económica
presuntamente liberal pero aplicada sin orden ni concierto por conversos que aún no dejaron
atrás su impronta socialista.
Será crucial para la reforma del Estado, para la modernización institucional del país y, desde
luego, para los Liberal Democrats, el cumplimiento por parte del ejecutivo de Tony Blair de su
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promesa de democratizar el sistema electoral. Si los laboristas apuestan a futuro procederán,
pese a su enorme mayoría actual, a promover esta reforma que es la única capaz de impedir
dentro de unos años una nueva hegemonía interminable de sus oponentes tories.
La mayor presencia liberal en el Parlamento, la más que cordial relación del partido liderado
por Paddy Ashdown con los nuevos gobernantes y la necesidad laborista de apoyos en
determinados aspectos de su política —y en la persistencia del hundimiento conservador, para
la cual Blair necesitará no perjudicar en exceso a los liberales— auguran una cierta influencia
de los Lib-Dem en la nueva acción de gobierno. Esto debería dejarse sentir especialmente en
los asuntos de política europea, donde el liberalismo británico es con diferencia la voz menos
euroescéptica de las Islas.
El ejecutivo de Tony Blair tiene ante si retos difíciles de encarar: la persistencia en la orgullosa
Inglaterra de condiciones de vida tercermundistas, la anomia social de un pueblo cuya peculiar
psicología juega un papel de primer orden, la necesidad perentoria de dar salida a las
elementales reivindicaciones del nacionalismo moderado escocés y galés —que ni siquiera se
han visto satisfechas a un nivel de autogobierno político como el catalán o el vasco, ni con una
descentralización como la alemana—, la obligación histórica de retomar las negociaciones de
paz para Irlanda del Norte y resolver el problema de la violencia, y, desde luego, la
encrucijada consistente en dar al Reino Unido una ubicación sólida y definitiva en una Europa
que no puede prescindir de él, pero que, más allá de asuntos como la moneda única, tampoco
permitirá eternamente los desplantes de Londres a sus socios del continente. Es de esperar que
las nuevas fuerzas de los Liberal Democrats, el caos reinante en el campo conservador y la
evolución real del laborismo de Blair hagan de su slogan electoral “New Labour, New Britain” el
preludio de un laborismo y una Gran Bretaña cuya novedad sea, precisamente —y con las
connotaciones británicas del término—, ser algo más liberales.
Francia, harta de política
Hasta qué punto ha sido sorprendente o no el resultado de las legislativas francesas es algo
opinable, pero casi todos los observadores coinciden en un diagnóstico del comportamiento
político del francés medio: Francia está harta de su clase política, descree de sus dirigentes, le
aburre el debate de partidos y en el fondo si aún va a votar es porque, total, es gratis y
permite jugar a romper pronósticos y poner nerviosos a los que mandan. La V República corre
el riesgo de dar muy pronto paso a una VI.
Pensar que los franceses han deseado moderar el poder del Presidente conservador obligándole
a cohabitar —verbo exento en francés de sus connotaciones sexuales españolas— con el
renovado PS de Lionel Jospin sería un exceso de optimismo. Los franceses, simplemente, han
utilizado su voto para expresar una vez más su rechazo y su descontento, haciendo blanco de
estos sentimientos a aquel que, tan sólo dos años antes, obtuvo su confianza en las urnas: el
Presidente Chirac.
Jacques Chirac se enfrenta así a la primera cohabitación entre un presidente de centroderecha y un ejecutivo de izquierda. El actual sistema francés, diseñado para moderar en el
parlamento los excesos presidencialistas de la IV República, no delimita suficientemente las
competencias y responsabilidades de cada uno de estos dos poderes. Si François Mitterand fue
capaz —más y mejor que ningún otro presidente— de alcanzar el consenso necesario con sus
oponentes ideológicos, no parece sencillo que el ex-alcalde de París se encuentre capacitado
para una cohabitación duradera. En política las comparaciones son tan odiosas como
inevitables, y en el palacio del Elíseo pesa sobre Chirac la sombra de un antecesor demasiado
cercano y demasiado importante.
Toda la izquierda europea ha saludado el triunfo imposible de Jospin como un gesto decidido
de Francia, de Europa incluso, en contra de los esfuerzos sociales de la integración europea. No
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cabe duda de que las imposiciones y contradicciones de los eurócratas han puesto en peligro el
importante consenso social que —salvo en el Reino Unido y Dinamarca— había llegado a
despertar la unión de Europa. Pero el vuelco electoral francés, como el británico, parece más
un producto circunstancial de la coyuntura política del país que un exponente de todo un
proceso. No hay que rebuscar, por tanto, grandes sutilezas en el comportamiento de los
franceses sino ahondar en el rápido desgaste de la imagen del presidente galo —como
consecuencia de escandalosos incumplimientos electorales—, en el impresionante último error
de Alain Juppé al aconsejar el adelanto electoral y en la lenta pero segura reorganización de
un Partido Socialista que, como en Gran Bretaña o Italia y al contrario que en España y otros
países, ha sabido aprender de sus errores, pactar con su entorno —verdes, alternativos,
centroizquierda y otros—, entonar un sonoro y creíble mea culpa y relegar a los libros de
historia a toda su anterior dirección para renovarse por completo y proponer como candidato a
un hombre gris, sencillo y con aura de honestidad.
Respecto al exiguo y atomizado liberalismo francés, y al contrario que en el Reino Unido, cabe
únicamente constatar de nuevo su escasa calidad intelectual y política —con la honrosa
excepción de Simone Veil— y su incapacidad de desprenderse de sus complejas alianzas para
proponer a la sociedad francesa un opción intermedia que tal vez podría ilusionar a muchos
ciudadanos hartos de un bipartidismo de amalgama que ya resulta en exceso artificial.
Pese a haber alcanzado un solo escaño en la Asamblea, la continua pujanza del Frente
Nacional, sobre todo en la primera vuelta de las elecciones, debe provocar un análisis serio
sobre sus implicaciones. Es una frivolidad irresponsable seguir proclamando que el voto al FN
no es más que un simple castigo al sistema, un voto de protesta sin consecuencias. Son ya
demasiadas las ocasiones en que el partido de Jean-Marie Le Pen se ha alzado con porcentajes
electorales escandalosos en una sociedad democrática y va siendo hora de comprender en
profundidad qué motiva a millones de franceses a votar por esa opción electoral. Desde una
perspectiva liberal no se puede pasar por alto que su contagio al resto de Europa, tan lejano
como en principio pueda parecer, es un riesgo inasumible para nuestras democracias.
Entonces: ¿vuelve la izquierda?
El caso británico y el francés tienen tan poco que ver el uno con el otro como los dos partidos
que han resultado vencedores. Extrapolar al resto de Europa el avance de las nuevas formas de
“socialdemocracia centrista” a la inglesa o de alianza de todos contra la derecha al estilo
francés sería tal vez una temeridad. Pero esto no soslaya el hecho de que, efectivamente, la
rigidez de la ortodoxia conservadora en materia de política económica y social ha podido tener
una cierta influencia en estos resultados.
Es evidente que, tras lo ocurrido en Francia y en el Reino Unido, casi toda la Unión Europea
tiene —en solitario o en coalición— partidos socialdemócratas en su gobierno actual. Se trata
de una socialdemocracia que no guarda relación con su antecesora de los ochenta. El fin de la
guerra fría la ha situado en posiciones mucho más próximas a un centrismo pragmático que
apenas conserva del pasado una cierta sensibilidad social y un grado elevado de burocratismo.
Es de desear que en su indiscutible tranformación haya sabido desprenderse de aquellos
comportamientos que provocaron su hecatombe en Francia, su descrédito en España, crímenes
inimaginables en Bélgica y la crisis de todo el Estado italiano, incluida la fuga al exilio de
Bettino Craxi. Los próximos años nos brindarán una oportunidad única de comprobarlo.
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Confianza y desarrollo
Reseña del libro Confianza, de Francis Fukuyama
Perfiles Liberales, 18-06-1997
La parte inteligente de esa izquierda que se apresuró a satanizar a Francis Fukuyama cuando
publicó su libro “El final de la historia y el último hombre” habrá encontrado tal vez en
“Confianza” algunos motivos para reconciliarse con el polémico profesor estadounidense. Su
tesis es en el fondo de una simplicidad absoluta y de una lógica a prueba de cualquier dogma
ideológico. Lo que hace de “Confianza” un trabajo útil para el diagnóstico de las sociedades es
su capacidad de introducirse en cada concepto y someterlo a todo tipo de análisis y contrastes.
Fukuyama explora con éxito las circunstancias que permiten a una sociedad contar con un
capital social útil y hasta imprescindible en su desarrollo socioeconómico y en su estabilidad
política. La tradición individualista o familista de cada sociedad, la particular percepción del
conjunto social por cada individuo en unas u otras culturas, los condicionantes históricos,
económicos y hasta geográficos que han conformado la esencia de cada una de esas culturas,
son todos ellos factores que Fukuyama reduce hasta lo elemental y aplica con una lógica
aplastante al éxito o fracaso económico actual de cada modelo de sociedad. Como
consecuencia de la existencia o no de ese capital social se comprende en gran medida, y por
encima incluso de los sistemas económicos y políticos, el nivel de desarrollo de las sociedades.
Para Fukuyama, sólo existe un grado elevado de capital social allí donde predomina la
confianza, es decir, allí donde los individuos, en tanto que agentes socioeconómicos, pueden
contar en cada pequeña acción con una respuesta normal, honesta y cooperativa de sus
semejantes.
Ese capital social —y esto es lo novedoso del enfoque de Fukuyama— es un factor más que está
presente en las grandes ecuaciones macroeconómicas, dando a veces al traste con los sesudos
análisis de los más reputados científicos. Proclamar que la sociología y la economía no son
ciencias exactas no es precisamente un planteamiento arriesgado, pero requiere valor y
capacidad de diagnóstico tender este puente entre disciplinas académicas que explica por qué
continúan fallando las grandes recetas económicas.
El libro intenta explicar cómo los modelos de sociedad basados en la familia tienden a resultar
en un menor grado de confianza que aquellos en que este vínculo es menos determinante de
las relaciones sociales. Parte de este análisis, sobre todo cuando se refiere a sociedades latinas
—y particularmente a la italiana— adolece quizá de algunos prejuicios culturales o de simple
falta de comprensión. Pero en líneas generales el autor resulta convincente en su diagnóstico
de las razones por las cuales una sociedades logran crear complejas estructuras empresariales
espontáneas y otras sólo llegan a crear grandes empresas en el seno de la familia o mediante la
intervención del Estado. Aquellas sociedades donde el factor familiar es menos determinante
de la predisposición individual al acuerdo resultan más viables como marco de grandes
proyectos empresariales basados en la confianza. En las sociedades basadas en la familia se da
con mayor frecuencia la necesidad de un Estado fuerte que disponga el marco de las relaciones
que trascienden el núcleo familiar, ya que fuera de éste no existe un nivel suficiente de
confianza. Por contra, las sociedades con mayor nivel de confianza transfamiliar están
capacitadas para autorregularse y generar un tejido asociativo y empresarial que permitan
contar con un Estado menos intervencionista. Es especialmente interesante cómo incluso los
sistemas políticos más decididos a modificar las relaciones sociales se han visto al final
obligados a adaptarse a la cultura de las sociedades a las que pretendían transformar. Tal es la
fuerza arroladora de la cultura sobre la coyuntura.
Si en “Las Oportunidades Vitales”, Ralf Dahrendorf abordaba la necesidad de que exista un
equilibrio entre el nivel de opciones (o libertades) y de vinculaciones (o arraigo) para
conformar sociedades estables y avanzadas, Fukuyama se aproxima a este concepto desde otro
ángulo y concede una importancia mayor a un concepto de confianza que, de alguna manera,
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constituiría un híbrido entre las dos premisas del profesor alemán. En efecto, es la confianza
existente en el seno de una sociedad la que permite una mayor presencia de opciones y a la
vez genera los vínculos interpersonales necesarios para evitar la anomia social. El capital
social, ese cúmulo de pequeñas dosis de confianza que fluye por la sociedad, ejerce de
lubricante en las relaciones políticas, sociales y empresariales y determina las posibilidades de
éxito de todo un país.
El autor de “Confianza” se aventura con frecuencia a juicios sobre las diferentes culturas
analizadas que bien pudieran valerle críticas durísimas por parte de los representantes de cada
una de ellas, pero aporta datos indiscutibles sobre la influencia positiva o negativa de cada una
de las tradiciones culturales, creencias religiosas y formas de organización social y familiar
sobre la capacidad colectiva de generar riqueza. Datos cuyo origen se pierde en la historia pero
que influyen todavía, y mucho más de lo perceptible a simple vista, en las sociedades
analizadas.
Fukuyama se aventura a vislumbrar un futuro en el que las sociedades se aferrarán, pese a la
revolución de las comunicaciones, a aquellos elementos de diferenciación cultural que puedan
preservar. Si ésta pudiera bien ser una reacción inicial comprensible, es difícil creer que pueda
ser duradera. Quizá sea más acertado contemplar a muy largo plazo una humanidad donde la
globalización dilapide poco a poco el capital social para, a más largo plazo aún, comenzar a
desarrollar toda una nueva sociedad global en la que sí resurjan fórmulas espontáneas de
generación de confianza que restituyan de forma natural este factor imprescindible. En todo
caso, sí parece evidente que —moleste a quien moleste— las sociedades irán percibiendo que
sus posibilidades de éxito radican en la persecución de la satisfacción personal por parte de
millones de agentes que, al lograrla, contribuyen tangencialmente al bien común. Ese bien
común redunda a su vez en las posibilidades de cada individuo. Lo interesante de la explicación
de Fukuyama es su demostración palpable de este hecho como consecuencia natural de la
asociación de individuos, y sus variantes en cada tipo de sociedad. Este análisis desmantela
toda creencia cientifista en la posibilidad de generar desde un poder benefactor sistemas que
sustituyan y mejoren ese mecanismo innato de enriquecimiento individual y social basado en la
acción y la responsabilidad de la persona.
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Un alto en el camino
(crónica del congreso anual de la Internacional Liberal)
Perfiles Liberales, 10-01-1998
La Internacional Liberal es, ante todo, una organización humana. Como tal, el anhelo
de trascendencia y el de influir en la realidad forman parte de su naturaleza. Cuando don
Salvador de Madariaga asumió hace medio siglo la responsabilidad y el reto de fundar una
estructura política para los liberales de todo el mundo, el insigne republicano español, exiliado
por el régimen totalitario del general Franco, sin duda deseó de corazón que la Internacional le
trascendiera y que las ideas que le dieron vida influyesen eficazmente en una Humanidad tan
necesitada por entonces de paz y libertad. En la ciudad británica de Oxford, cincuenta años
después, los liberales de los cinco continentes nos reunimos para hacer un alto en el camino,
volver la vista atrás y realizar importantes reflexiones. Reflexiones que se han traducido en un
nuevo y ambicioso manifiesto de la organización. Un texto producto del consenso y de la
aportación democrática de cientos de participantes para una organización que desafía
abiertamente las leyes de la biología porque hoy, a sus cincuenta años, la frescura y la
juventud de su pensamiento le confieren una vigencia máxima.
Los liberales, con frecuencia pesimistas o autocríticos en exceso, no tenemos excusa
para no congratularnos, al menos, por el éxito alcanzado por nuestras ideas. Las ideas de
Madariaga y tantos otros Julios Verne de la política que, recién salidos de la más trágica
contienda mundial, se aventuraron a hablar de derechos civiles, de libertad económica, de
sociedad civil y democracia participativa, de derechos de la mujer, de una paz mundial
gestionada por organizaciones internacionales en detrimento de la soberanía nacional de los
Estados. El deseo de trascendencia e influencia de nuestros fundadores se ha visto
considerablemente cumplido. Hoy, exhausto y vencido por la lógica el consenso
socialdemócrata de la posguerra mundial, los seres humanos nos dirigimos sin duda hacia un
siglo XXI liberal. Un siglo de autodeterminación del individuo y globalización económica pero
también política, social y cultural. Son nuestras ideas las que triunfan aunque las apliquen
otros, a veces desfigurándolas.
En Oxford, los liberales hemos mirado atrás, sí. Teníamos derecho a ello, a estar
orgullosos de nuestro pasado, a dar las gracias a nuestros fundadores, a glosar nuestra historia.
Pero también hemos mirado adelante. Nos preparamos para un siglo en el que nuestra victoria
moral en el terreno de las ideas no puede ser gestionada por los conversos de última hora a un
liberalismo meramente económico. En palabras de Antonio Garrigues, otro liberal español y
digno sucesor de Madariaga, “se es liberal en todo o no se es liberal en nada”. Más de
quinientos dirigentes de partidos y organizaciones liberales de todo el mundo, y entre ellos los
representantes de las juventudes liberales de nuestro planeta encarnadas en la IFLRY, nos
hemos comprometido en Oxford, con nuestro nuevo manifiesto, a ser liberales en todo y hacer
de nuestro mundo un mundo más libre.
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Botswana y Mozambique
Perfiles Liberales, 15-02-1998
El desarrollo de los pueblos del mal llamado Tercer Mundo habrá de basarse en su propio
esfuerzo y en la anulación de las barreras impuestas por el Norte, sobre todo en el terreno
comercial. El eslogan “trade, not aid”, con el que muchos pensadores del Sur han venido
respondiendo a la insultante caridad del Norte, ilustra a la perfección el giro que debe dar el
actual concepto de cooperación al desarrollo. De nada sirven los encomiables esfuerzos de
innumerables cooperantes pertenecientes a todo tipo de organizaciones solidarias si no van
acompañados de decisiones políticas correctas tanto en los países desarrollados como en los
propios países receptores de la cooperación. Estas decisiones deben servir a la estabilidad
política, la anulación de los conflictos armados, la consolidación de Estados de derecho, el
impulso a la educación y la sanidad, el estímulo a la vocación de emprender, la paulatina
generación de igualdad de oportunidades, la lucha contra el oscurantismo religioso, la apertura
plena a la economía mundial y la aplicación de las medidas económicas recomendadas por los
organismos internacionales. Estos organismos, y particularmente el Banco Mundial y el Fondo
Monetario Internacional, han sido objeto durante décadas de una campaña de desprestigio por
parte de la izquierda marxista y postmarxista que, desgraciadamente, ha calado en numerosos
gobernantes de países del Sur. Sin embargo, y con la perspectiva del tiempo transcurrido, es de
justicia reconocer que los países en vías de desarrollo que han seguido el camino trazado por
estos foros internacionales han alcanzado cotas de bienestar muy superiores a las de aquellos
otros que se obstinaron en seguir otras vías. Un claro ejemplo de esto es la disparidad entre los
casos de Botswana y Mozambique.
Se trata de dos países vecinos en el Africa Austral y similares en muchos aspectos. Ambos han
soportado el colonialismo hasta fecha reciente, ambos parten de una situación de subdesarrollo
similar y ambos tienen más de un cuarenta por ciento de menores de quince años, y menos de
un treinta y cinco por ciento de la población total en la fuerza de trabajo. Sin embargo, al
borde del nuevo siglo Botswana y Mozambique presentan situaciones muy distintas. Botswana
está saliendo de la pobreza y salió hace ya bastante tiempo de la miseria extrema. Ha sido el
país con mayor crecimiento económico del mundo (12.4 % anual de 1975 a 1984) y sigue siendo
uno de los mayores (7.1 % de 1985 a 1995), es el segundo país del mundo que mayor
crecimiento experimenta en su sector de servicios, es el séptimo país del mundo con mayor
crecimiento industrial y tiene un superávit equivalente al 8 % de su PIB. Botswana se permite el
lujo (para un país de sus características) de tener una economía que apenas depende de la
agricultura, sector en rápido decrecimiento ante la importante atracción al país de empresas
industriales y de servicios procedentes del mundo desarrollado.
Mozambique, cuyas diferencias con Botswana juegan a su favor (extenso litoral marino,
abundantes recursos naturales, rica vegetación frente a una Botswana casi desértica), se
encuentra al cabo del mismo periodo en una situación prácticamente desesperada: el menor
PIB per capita del mundo (78 dólares USA por mozambiqueño), uno de los menores índices de
poder de compra (tres por ciento del de los Estados Unidos), el tercer mayor déficit por cuenta
corriente del mundo (que representa nada menos que el 28 % de su PIB), una inflación del 54 %
y la segunda mayor deuda externa del planeta (en proporción al PIB). Si los mozambiqueños
quisieran cancelar su deuda externa deberían dedicar a ello cuatro veces y media el total de su
PIB.
¿Qué ha sucedido? ¿Acaso se ha volcado el mundo desarrollado en apoyar a Botswana mientras
condenaba a Mozambique al desastre? Nada de eso. La explicación hay que buscarla
exclusivamente en el comportamiento político y económico de los dos países estudiados, ya
que, contra lo que pudiera parecer por los datos expuestos, Botswana casi no recibe ayuda
exterior alguna y Mozambique está entre los diez mayores receptores de ayuda internacional
(más de mil cien millones de dólares en 1995). Pero, mientras los políticos de Botswana
establecían un sistema de convivencia basado en un rudimentario pero cada vez más sólido
— 24 —
Estado democrático de derecho, los mozambiqueños se embarcaron en una dictadura
comunista. Mientras Botswana seguía las recomendaciones de los organismos internacionales,
Mozambique se rebelaba contra tales “imposiciones”. Mientras Botswana controlaba la
natalidad, Mozambique se despreocupaba irresponsablemente de ella (y todavía hoy presenta
una de las tasas más altas del mundo, con una media de seis hijos por mujer). Mientras
Botswana se las arreglaba para vivir en paz, Mozambique fue el escenario de una guerra civil
permanente. Mientras los sucesivos presidentes Khama y Masire de Botswana se dedicaban
prioritariamente a educar a su población (y es el quinto país del mundo que mayor porcentaje
de su PIB gasta en educación, empatado con Dinamarca), Mozambique presenta todavía una de
las mayores tasas de analfabetismo del mundo porque este hecho nunca estuvo en el centro de
las preocupaciones de Samora Machel o Chissano. Mientras Botswana se preocupaba de las
condiciones de vida de la población, y la mejora de su sanidad incrementaba la esperanza de
vida, la de Mozambique caía año tras año (la ex-colonia portuguesa es el undécimo país del
mundo con mayor mortalidad general, y el decimosexto con mayor mortalidad infantil).
El ejemplo de estos dos países es paradigmático. Sólo se puede alcanzar el desarrollo mediante
la plena liberalización de la economía nacional, abriéndose de par en par al mundo (no sólo en
lo económico sino también en lo social, cultural y político), creando en la ciudadanía una
situación justa de igualdad de oportunidades e incrementando éstas mediante un estímulo
permanente a la educación y la sanidad en un marco de estabilidad política y libertades civiles.
La ayuda exterior al Estado por parte de otros países, de ser necesaria, debe aceptarse con
cuentagotas y aplicarse a estos fines, procurando siempre no incrementar en exceso el
endeudamiento. No sólo Mozambique puede aprender de la impresionante lección de Botswana.
La evolución de este país es una prueba palpable de que el Sur no está condenado
irremisiblemente al fracaso, y de que su desarrollo es posible y no se basa en la mendicidad
internacional sino en el sentido común.
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No a la televisión estatal
Perfiles Liberales, fecha exacta desconocida, primavera de 1998
Un centenar de conocidos artistas e intelectuales publicó recientemente un manifiesto en
algunos periódicos españoles. El texto, recibido con aplausos tanto de la izquierda como de la
derecha de nuestro espectro partidario y mediático, no tenía desperdicio: “Ningún Estado
moderno, y menos los de nuestra Comunidad Europea, ha desatendido la necesidad de disponer
de un servicio público de radio y televisión. Y ello porque en esta época en que las identidades
nacionales se disuelven en mercados económicos, es necesario salvaguardar la cultura y las
propias características de los pueblos (...)”. El manifiesto asegura que “las radiotelevisiones
públicas deben seguir siendo el principal vector de influencia en la sociedad y la principal
correa de transmisión de los valores culturales y democráticos (...)”. A continuación, el
manifiesto hacía un desesperado llamamiento al gobierno y al parlamento a continuar
financiando a la hiperdeficitaria Radiotelevisión Española (RTVE), por encima de cualquier
criterio económico. Para estos adalides de la televisión de Estado, RTVE “ha de ser el
contrapeso necesario a un mercado que ha conducido a una programación dependiente de la
publicidad cuya consecuencia es el panorama de telebasura que hoy contemplamos”.
Nos abstendremos de valorar el carácter servil de muchos de los actores, cantantes e
intelectuales firmantes, acostumbrados a que RTVE les firme con nuestro dinero generosos
contratos que la economía real haría imposibles. Es una muestra típica de corporativismo en la
que un grupo de famosos supuestamente progresistas velan a todas luces por el mantenimiento
de una ubre que lleva décadas amamantándoles.
Por supuesto, los firmantes de este triste canto al intervencionismo informativo y cultural no
tuvieron a bien explicar qué entienden por “servicio público de radiotelevisión” ni en qué se
diferencia del servicio que prestan las cadenas privadas. Tampoco explicaron cuánto dinero
más costaría a cada ciudadano seguir pagando una emisora de televisión cuyo déficit supera ya
los mil millones de dólares. Lo más ofensivo de este manifiesto, tan exportable a la manera de
pensar de buena parte de los defensores de la televisión pública en América Latina y en otras
regiones, es su insolente seguridad de estar en posesión de la verdad absoluta sobre qué es
“telebasura”, como se permiten calificar a la competencia de la emisora pública, y qué no lo
es. Esa iluminación divina con la que se creen agraciados les faculta para inducir a la televisión
pública, o sea, al Estado, a “influir” en la sociedad y promover en ella ciertos valores que, por
supuesto, ellos decidirán. Los argumentos aducidos harían igualmente posible defender el
monopolio público sobre la televisión y hasta sobre la prensa escrita. En España hemos
padecido ambos hasta fechas muy recientes.
El manifiesto aparece en un momento de apasionado debate sobre el futuro de la televisión
digital en España y en Europa. Un debate que ha alcanzado las mayores cotas de estupidez al
considerarse ciertos partidos de fútbol como eventos de “interés social” que deben emitirse
por canales gratuitos y sin codificar, para que todos los ciudadanos tengan acceso a ese
producto de primera necesidad tan imprescindible. ¿Volvemos a la política romana de
garantizar pan y circo al pueblo para que se distraiga y no piense?. En un mercado libre lo justo
es que los programas destinados a un determinado público se financien por el pago directo de
sus usuarios, es decir los televidentes pertenecientes a ese público concreto, y/o por
publicidad, pero nunca por el conjunto de la ciudadanía como si se tratase de un bien esencial
para la vida de esas personas.
La comunicación y la información son actividades libres que todos los ciudadanos y las
organizaciones de éstos (en forma de empresas o de entidades no lucrativas) deben poder
ejercer sin más limitación que la impuesta por la técnica. El Estado debe garantizar el buen uso
del espacio radioeléctrico y la libre competencia, en lugar de hacer con su ruinosa emisora
competencia desleal a las demás. Como mucho, el Estado puede mantener un único y austero
canal destinado a transmitir la señal institucional de los debates parlamentarios y otros actos
— 26 —
oficiales. Ese canal no debe admitir publicidad ni ofrecer programas de entretenimiento. Es
poco más que una versión televisiva del boletín oficial que publica las leyes y los concursos de
licitación.
Si bien es comprensible que nuestra izquierda tradicional, con su vocación de Pigmalión,
abogue fervientemente por una televisión estatal a la medida de sus anhelos de moldear la
sociedad a su gusto, como claramente recoge el manifiesto, no es tan comprensible que el
centro-derecha encarnado en el gobernante Partido Popular —que no pierde ocasión de
definirse como liberal pese a pertenecer, y por lógica, a la Internacional Demócrata Cristiana—
proclame su interés en privatizar el segundo canal de TVE, que es precisamente el que
presenta una oferta cultural poco rentable en términos económicos, manteniendo en manos
públicas el primer canal, es decir, el que tiene aún una gran cuota de pantalla en informativos.
Es decir, el gobierno conservador de Aznar, fiel reflejo de la tradición estatista de la derecha
española, podría firmar el manifiesto comentado en este artículo con sólo cambiar algunas
palabras para que no sonase tan a izquierda. Pero el fondo es el mismo. Parece que en España
la manipulación de los informativos públicos, como la energía, “ni se crea ni se destruye”, sólo
se transforma de signo político según el partido que mande.
Desde una óptica liberal cabe preguntarse quién es el Estado para invadir la función de
informar que corresponde al periodismo organizado en empresas de comunicación. Y quién para
“influir” en la sociedad que lo soporta, cuando se supone que es una herramienta más de ésta y
a su servicio. Los ciudadanos no necesitamos que el Estado nos “influya”: en todo caso
debemos ser nosotros quienes de manera democráticamente eficaz podamos influir de verdad
en el Estado. Cabe preguntarse por qué tenemos que pagar con nuestros impuestos un “servicio
público” que está sobradamente cubierto por la oferta privada. Cabe preguntarse quién sino
esa libre interacción de millones de personas que llamamos mercado está verdaderamente
capacitado para decidir qué programas constituyen una elevada transmisión de valores
positivos y cuáles son basura despreciable. Y cabe esperar que, una vez más, el vertiginoso
desarrollo de la técnica frustre todo intento de perpetuar el control de los medios por parte de
unas pocas manos, sean públicas o privadas. Parece que por fin los ciudadanos contaremos con
una oferta de cientos de canales de televisión grandes y pequeños, independientes y de
grandes cadenas, de derechas y de izquierdas, religiosos y laicos, ultracultos y chabacanos,
generalistas y monotemáticos, y todos ellos producto de la libre asociación entre proveedores y
público cliente, sin más regulación que la destinada a ordenar el uso de las frecuencias y
proteger la intimidad y la honorabilidad de los individuos. Mientras tanto, sigan firmando
manifiestos los voceros del anteayer. Y sigan intentando ponerle puertas al campo.
— 27 —
Los paraísos fiscales
Perfiles Liberales, 08-05-1998
Los centros financieros llamados offshore o “paraísos fiscales” constituyen baluartes de la
libertad económica que operan como importantes válvulas de escape de la economía mundial
frente a la rigidez administrativa y a la insoportable presión fiscal de la mayor parte de los
Estados. Ayudan en muy gran medida al desarrollo del comercio internacional y, aunque resulte
paradójico, son beneficiosos para los grandes países cercanos o incluso vecinos. Si Francia
tolera la especificidad fiscal de Mónaco, Italia la de San Marino o el Reino Unido las de la Isla
de Man y las Islas del Canal es porque esto, lejos de perjudicar la economía del gran Estado
adyacente, resulta a éste útil y hasta imprescindible. Basta, por tanto, de hipocresía. Es una
pena que los países de cultura hispana, empezando por la propia España, desaprovechemos la
oportunidad de crear importantes centros financieros libres de impuestos cerca de nuestros
territorios nacionales. En el caso de España, las ciudades norteafricanas de Ceuta, Melilla y el
archipiélago canario podrían competir internacionalmente por los ingentes capitales que
circulan en el mercado offshore. Pero en lugar de dar pasos en esa línea, el Estado español
parece ser uno de los pocos de nuestro entorno que todavía hacen suya la causa obsoleta de
privar al mundo de este tipo de enclaves. Para ello se lanza absurda y puritanamente toda
suerte de invectivas contra territorios cercanos de cuya existencia podría beneficiarse en gran
medida nuestra economía si se optara por una política hacia ellos similar a la que otros Estados
europeos aplican en sus respectivos casos.
Nuestro Estado es uno de los de su entorno que históricamente, y con cualquier signo político
en el gobierno, más ha logrado transmitir a la ciudadanía una sensación injusta de que todo lo
offshore es necesariamente sucio y delictivo. Esto ha perjudicado sobre todo a los pequeños
inversores, que en nuestro país —muy al contrario de lo que sucede en otros— siempre han visto
la inversión en este tipo de territorios como algo reservado a los grandes financieros, e incluso
como algo arriesgado y lleno de transgresiones. Esta campaña constante de nuestras
autoridades habrá beneficiado seguramente a las arcas públicas, constantemente succionadas
por esas mismas autoridades, pero desde luego no ha beneficiado en absoluto a los ciudadanos
ni a la economía del país. No es una coincidencia que los Estados más tolerantes y menos
empeñados en erradicar sus “paraísos fiscales” vecinos se encuentren entre los más
desarrollados y entre los que mayor índice de libertad económica alcanzan en los rankings
anuales. La existencia de este tipo de territorios tiene un efecto positivo adicional: ayudan a
limitar la voracidad fiscal de los Estados, ya que cuanto menor sea ésta más fácil será que la
gente no se moleste en refugiar su dinero fuera del país. Aunque sólo fuera por esta razón, ya
sería enorme la contribución de este tipo de países y territorios a la causa de la libertad.
La mayoría de los “paraísos fiscales” son Estados y territorios coloniales muy pequeños que
recurren a esta legítima forma de competir por el capital exterior. Una “caza de brujas”
internacional contra estos territorios, además de ser cínica y atacar frontalmente a la
economía mundial, sería un ejercicio de arrogancia intolerable por parte de Estados más
grandes. Competir en lo fiscal es tan legítimo como hacerlo en cualquier otro campo, sobre
todo cuando los impuestos confiscatorios de los grandes Estados brindan esa posibilidad en
bandeja. Además, no todos los centros offshore cuentan con otras fuentes de ingresos, como el
turismo, por lo que la pretensión homogeneizadora en lo fiscal es injustamente atentatoria
contra la propia supervivencia económica de estos enclaves y, por ende, contra la pluralidad y
la diversidad de sujetos de derecho internacional en nuestro mundo. Cada territorio, incluso
dentro de un mismo Estado de tipo federal (como ocurre en los Estados Unidos), debe ser capaz
de competir fiscalmente para atraer empresas, residentes, registro de buques y aeronaves,
etcétera.
El legítimo negocio offshore no puede amparar, sin embargo, el blanqueo de capitales
procedentes del narcotráfico y otras actividades criminales. Pero se confunde
intencionadamente a la opinión pública cuando se mezclan ambas cosas. Si un país o territorio
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cualquiera, ya sea fiscalmente “paradisiaco” o no, se relaja en la persecución de este tipo de
actividades, habrá que criticarle y adoptar medidas contra él por esto, no por su tratamiento
fiscal. Además, las ingentes fortunas derivadas del crimen organizado y de los tráficos ilícitos
no están en las Islas Cayman, Jersey o Liechtenstein, sino en los principales mercados
inmobiliarios y de valores de nuestro mundo.
Los “paraísos fiscales” son hoy en día cada vez más numerosos. Su número y su volumen de
negocio crecen a la misma velocidad con la que disminuye en el mundo entero la aceptación de
los impuestos abusivos, del papel hegemónico del Estado en la economía, de las fronteras en el
campo financiero, del proteccionismo y de tantos otros vestigios de un pasado que no volverá.
El futuro, a muy largo plazo, se parece seguramente más a un enorme “paraíso fiscal” que a
una enorme economía tradicional. Ojalá que estos enclaves de libertad, cuando desaparezcan
como tales, lo hagan por que ya no sean necesarios. Y, mientras tanto, es de justicia que los
liberales rompamos una lanza en su favor y contribuyamos a que se les reconozca su papel y,
sobre todo, a que dejen de ser víctimas de la calumnia interesada.
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Diez años de libertad
Perfiles Liberales, 16-06-1998
No es novedoso afirmar que los institutos liberales latinoamericanos, ya de por sí punteros a
escala mundial por su producción académica, tienen en la persona de Gerardo Bongiovanni y en
la Fundación Libertad uno de sus mayores referentes. Esta fundación, que en la última década
se ha situado por derecho propio entre los centros de estudios más importantes del
subcontinente, decidió celebrar por todo lo alto su décimo cumpleaños. Para ello congregaron
en Buenos Aires y, posteriormente, en Rosario —la ciudad que viera nacer este instituto—, a
más de ochenta ilustres economistas, sociólogos y otros pensadores procedentes de una
veintena larga de países. La figura carismática de Mario Vargas Llosa no constituyó
simplemente un broche de oro para los eventos de la Fundación Libertad, sino un infatigable
aporte al debate a través de su participación en varias de las sesiones programadas. Entre los
restantes invitados, el prestigioso economista francés Jacques Garello, el escritor y político
cubano Carlos Alberto Montaner y “pesos pesados” del liberalismo latinoamericano como Plinio
Apuleyo Mendoza, José Piñera, Hernán Büchi, Domingo Cavallo, Roberto Salinas, Alvaro Vargas
Llosa y un largo etcétera.
Quienes tuvimos la oportunidad de participar en los dos seminarios celebrados —el primero, en
Buenos Aires, sobre el rol de los institutos liberales, y el segundo, ya en Rosario, sobre los
desafíos a la sociedad abierta— no olvidaremos el alto nivel de las discusiones mantenidas
sobre asuntos de tanta importancia para la libertad y para quienes la defendemos por encima
de cualquier otra consideración como son la corrupción, la administración de justicia, la
educación, el empleo, la globalización de la economía, la privatización de los sistemas de
pensiones o el papel de los medios de comunicación.
Institutos tan prestigiosos como la Fundación Atlas, la Heritage Foundation, el Fraser Institute,
el Cato Institute, el Instituto Ludwig von Mises o la Fundación Friedrich Naumann son algunos
de los “think tanks”, como —de manera tan ilustrativa— se les denomina en inglés, que
contribuyeron a un foro descrito por algunos de los participantes como “no un evento: una
cumbre”. El mensaje común, lanzado al mundo a través del enorme interés mostrado por los
medios de comunicación presentes, no puede ser más claro: las ideas liberales están
demostrando su aplicabilidad y su éxito allí donde se han puesto en práctica. La libertad se va
abriendo paso aunque para ello tenga que vencer enormes lastres e inercias, y las sociedades
que deciden viajar a favor de este viento liberal llegan más lejos que las obstinadas, todavía,
en remar contra corriente.
Desde estas páginas de Perfiles Liberales cabe solamente, como justos cronistas de la evolución
de nuestras ideas en el ámbito latinoamericano, dejar constancia del brillante colofón a diez
años de trabajo de una institución enteramente privada que, sin lugar a dudas, ha tenido
mucho que ver en el avance de la libertad en Argentina. Eso y augurar a la Fundación Libertad,
si Gerardo Bongiovanni y su equipo siguen trabajando tanto y tan bien como hasta ahora,
muchos más éxitos en la persecución de nuestros ideales.
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La IL y el TPI
Perfiles Liberales, 24-06-1998
La celebración en estos meses de junio y julio de la Conferencia Internacional de la
ONU sobre la implantación de un Tribunal Penal Internacional (TPI) es una ocasión de
esperanza que los liberales del mundo entero, que hemos venido exigiendo reiteradamente la
constitución de un órgano judicial de ámbito global capaz de acabar con la impunidad de los
criminales de guerra y otros delincuentes de alcance masivo. En el reciente congreso de la
Internacional Liberal (IL), celebrado en Oxford en noviembre de 1997, la esta organización
mundial de partidos políticos liberales reclamó “la urgente fundación de un tribunal al que se
conduzca a los sospechosos de crímenes internacionales”, y pidió a todos los gobiernos que se
unieran “a esta iniciativa especialmente eficaz en el caso de los criminales de guerra”. La IL
forma parte de la Coalición por un Tribunal Penal Internacional, una asociación de más de
seiscientas ONG nacionales e internacionales que aboga por un órgano judicial eficaz e
independiente para este tipo de crímenes. Uno de los grandes problemas que hacen necesaria y
urgente la constitución de este tribunal es la ineficiencia, la corrupción o la simple inoperancia
de los sistemas judiciales de los países que se hallan inmersos en situaciones de conflicto
interno. Mediante la aplicación del principio de subsidiariedad —una de tantas aportaciones
liberales al debate de las ideas, consensuada en la actualidad por el conjunto de las principales
fuerzas políticas en casi todos los países—, se asegura el buen uso de este órgano para que no
se convierta en un mero sustituto de los sistemas judiciales de cada país.
En una reciente comunicación a todos los partidos miembros, el presidente de la IL, el
holandés Frits Bolkestein, llamaba a los líderes liberales de cada país a presionar a sus
gobiernos para que, en la conferencia de Roma, faculten al tribunal internacional para
intervenir de oficio en asuntos como el empleo de las violaciones masivas de mujeres y niños
como elemento de terrorismo bélico, el uso de niños y adolescentes como soldados de
combate, la no materialización de los pagos de reparaciones de guerra a las víctimas y otros de
especial gravedad o trascendencia. Una de las preocupaciones fundamentales del presidente
Bolkestein es la eliminación real de cuantas trabas burocráticas puedan constreñir la labor del
tribunal, por lo que defiende la capacidad del órgano para actuar con o sin la aquiescencia del
Estado en cuestión y, desde luego, sin injerencias de los miembros permanentes del Consejo de
Seguridad de la ONU. Estos países, desgraciadamente, ya han mostrado su intención de contar
con derecho de veto sobre el procesamiento de cada acusado. El órgano, en tal caso, perdería
toda su credibilidad judicial para convertirse en un mero títere de un Consejo de Seguridad
enormemente arbitrario y desacreditado. No parece que la presencia de China y Rusia, o
incluso la de los otros tres Estados miembros permanentes, sea precisamente una garantía de
imparcialidad de un tribunal condicionado a su derecho de veto. Pero más importante aún es
que el ministerio fiscal pueda ejercer su acción en contra de cualquier persona basándose en
información de las víctimas u otras fuentes, frente a la absurda situación reflejada en el
borrador de estatuto del tribunal, que obliga a actuar sólo cuando el Consejo de Seguridad lo
consienta o cuando un Estado miembro presente una querella.
Los liberales apostamos decididamente por la universalidad de los Derechos Humanos.
Ante su violación en países en guerra no cabe sentarse con los brazos cruzados y resignarse a
contemplar el sufrimiento inhumano de millones de personas. Solamente podemos impedir los
grandes crímenes y masacres que se producen en esas situaciones mediante un tribunal justo e
independiente, con plenos poderes y con una fuerza especial a su disposición para la captura
de los culpables. Es decir, hace falta que los Pol Pot y los Karadzic de los próximos conflictos
ssean conscientes de que desde fuera se les observa y que en cualquier momento, tal vez años
después de sus crímenes, pueden ser capturados y presentados ante un tribunal internacional
capaz de hacerles pagar por sus atrocidades. Que ellos sepan que jamás podrán vivir tranquilos
es la mejor vacuna para que millones de personas sí puedan vivir tranquilas. Y, sobre todo,
vivir.
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Ralf Dahrendorf, en Madrid
Perfiles Liberales, 06-10-1998
El eminente economista y sociólogo germano-británico Ralf Dahrendorf visitó Madrid el pasado
día 2 de octubre para recibir de la Fundación Salvador de Madariaga el premio que concede
cada año esta institución, y que lleva el nombre del recordado Joaquín Garrigues Walker, uno
de los ministros que hicieron posible la transición española a la democracia y que sufrió un
accidente mortal en los años setenta. De la presentación de Dahrendorf se ocupó,
curiosamente, un destacadísimo político democristiano, el comisario europeo Marcelino Oreja,
en un acto que contó con la presencia del “todo” Madrid y que fue presentado por otro ilustre
político del conservador Partido Popular, el presidente del Parlamento Europeo José María Gil
Robles. En su intervención, Oreja expuso los principales valores que hacen de Ralf Dahrendorf
uno de los intelectuales esenciales de este fin de siglo.
Dahrendorf parece haber cambiado poco desde que escribiera su obra maestra “Las
oportunidades vitales”. En su brillante intervención, el ex-director de la London School of
Economics volvió a expresar su preocupación por la existencia de instituciones sólidas que
sirvan de marco para la libertad, en un desarrollo de la “constitución de la libertad” de Hayek.
Pero, sobre todo, Dahrendorf sigue viendo y viviendo el liberalismo como algo anterior y
superior a la propia organización social basada en el libre mercado y la democracia política:
“no sabemos cómo terminarán los mercados ni cómo acabarán las actuales instituciones
democráticas, y por ello los liberales debemos mantenernos mentalmente independientes y
políticamente libres para realizar una nueva contribución en el plano de las ideas”. Dahrendorf
percibe esta necesidad de los liberales como consecuencia de un marco de referencia
ideológica que cree superado pero todavía carente de sustituto: el consenso socialdemócrata
del que tanto escribió (véase “El nuevo liberalismo”) dio paso al fin a un nuevo consenso
cuasiliberal que, hoy, está también superado o en vías de superación. Se nos ha terminado
“tanto el neoliberalismo como la neosocialdemocracia” y casi ni siquiera nos hemos enterado.
Para Dahrendorf, todo o casi todo lo básico del liberalismo ya ha sido “asumido” por el
conjunto de la sociedad y por las principales ofertas electorales. Lo novedoso es que algo
parecido sucede con la socialdemocracia, a juzgar por la aproximación a ella de los programas
democristianos y conservadores, y por la paulatina reubicación de muchos socialdemócratas
(Blair, Prodi, Schröder...) en una especie de nuevo centro-derecha. Las distancias se han
acortado tanto (fagocitando a veces a los partidos liberales) que el liberalismo debe situarse
“delante” y avanzar nuevos debates y nuevas vías de solución, y mantenerse cada vez más
vigilante ante los fenómenos que ponen en riesgo sus conquistas básicas.
Ralf Dahrendorf es un Lord curioso, que al recibir esta distinción escogió como título nobiliario
el señorío de un topónimo londinense correspondiente a un antiguo mercado convertido hoy en
zona de prostitución y marginalidad. Un profesor que, desde su escaño liberal en la Cámara de
los Lores, ve poco a poco cómo su sueño de una Europa unida se va haciendo realidad. Para él,
los liberales no defienden la construcción europea porque sean europeístas, sino porque son
internacionalistas y, como tales, entienden que la unidad de Europa es un primer paso y un
ejemplo cabal como zona libre en lo económico, pero también en lo social y político. Ese
cosmopolitanismo liberal tiene su mejor y más raro ejemplo en este soñador que ha servido
como alto cargo en tres gobiernos (el alemán, el británico y el europeo) y que, sin embargo,
continúa prefiriendo su refugio académico de Oxford a la excitación de la política activa.
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Entrevista a Zheliu Zhelev, ex Presidente de Bulgaria
Perfiles Liberales, 11-11-1998
Zheliu Zhelev, líder liberal búlgaro, fue el presidente democrático encargado de conducir
la difícil transición política y económica búlgara.
Sr. Zhelev, ¿Cuáles son en su opinión las características fundamentales de nuestra
transición, iniciada en 1989?
Nuestra transición resultó ser una de las más difíciles y contradictorias de la region,
caracterizada por fuertes altibajos y por una pérdida completa de los primeros cuatro o cinco
años, en los que se desperdició un tiempo valiosísimo para la reforma económica. Los partidos
políticos que alcanzaron el poder a la caída del comunismo en 1989 no estaban preparados para
encontrar soluciones a los problemas de Bulgaria. Por eso la primera etapa de la transición,
especialmente en lo económico, resultó un completo fracaso. En 1997 se estableció por fin un
comité de política monetaria con la firme intención de servir como guía de la política
económica para el conjunto de la clase política búlgara. Espero y deseo que este comité tenga
el éxito que necesitamos para salir de la crisis.
¿Cómo describiría la situación política actual de Bulgaria?
Gracias al comité monetario Bulgaria disfruta por ahora de estabilidad financiera y política.
Pero, desgraciadamente, seguimos sin tener un crecimiento económico aceptable, lo que hace
del nuestro un país frágil donde se puede desencadenar de nuevo una situación de
inestabilidad. Si no se procede velozmente a una profunda reforma económica, y si no se
aceleran las privatizaciones y la restitución de las tierras a sus antiguos propietarios de la
época precomunista, no creo que Bulgaria tenga muchas opciones de salir de la crisis. Todos los
gobiernos que se han sucedido en el poder desde 1989 han ido perdiendo su apoyo popular
porque no fueron capaces de emprender reformas activas en todos los aspectos de la realidad
nacional. Tenían miedo de las consecuencias negativas de las reformas estructurales, y por
desgracia se puede decir lo mismo del actual gabinete, supuestamente reformista.
¿Cuáles son las perspectivas de la nueva Unión Democrática Liberal (UDL) y del liberalismo
en general?
Las ideas liberales no son nada nuevo en Bulgaria. Inmediatamente después de la liberación del
país tras cinco siglos de ocupación turca, en 1878, se constituyó el Partido Liberal, que fue
hegemónico en la vida política del país y que durante veinte años seguidos logró modernizar
Bulgaria. Los liberales en el poder construyeron un Estado moderno, un sistema judicial
avanzado, un ejército adecuado a los tiempos, la red ferroviaria y las principales
infraestructuras. Pero la tradición liberal actual dista mucho de ser suficiente, y la Unión
Democrática Liberal es la fuerza política llamada a reagrupar a los liberales búlgaros en torno a
un proyecto político viable y eficaz. Los principales aspectos de la transición búlgara
demuestran la necesidad de un partido así. La transición desde una sociedad totalitaria a otra
democrática, junto al desmantelamiento de la economía planificada, es en sí mismo un proceso
liberal. El mayor reto de los liberales en un país en plena transición es asegurar el carácter
liberal del proceso. Ahora, cuando se ha demostrado la incapacidad manifiesta de los gobiernos
democristianos y socialdemócratas para sacar al país de la crisis y acelerar las reformas, hay
una necesidad clara de una alternativa liberal. Por tanto, hay un espacio político disponible
para la UDL, y la cuestión es si el partido será ahora capaz de ocuparlo.
¿Cuál es su experiencia en las relaciones con América Latina y cómo percibe Ud. las
transiciones de esos países en relación con el proceso búlgaro?
— 33 —
Sólo tuve una oportunidad de visitar América Latina durante mi mandato, en junio de 1992 con
motivo del Foro Económico Mundial en Brasil. Visité también Argentina, Uruguay y Venezuela.
Es una lástima que, por tratarse de visitas oficiales, no pudiera tener la ocasión de profundizar
en el conocimiento de la vida política de esa parte del mundo. Fui en todo caso el primer jefe
de Estado búlgaro en realizar una visita a América Latina, y creo que para nuestro país se trata
de una región extremadamente interesante, y en algunos aspectos más que la propia Europa.
Tomé para nuestra propia transición algunos ejemplos del proceso latinoamericano, sobre todo
en cuanto al tipo de instituciones construidas en estos países, y muy especialmente en lo
relacionado con los sistemas presidenciales latinoamericanos, que garantizan una importante
estabilidad. Creo sinceramente que hay muchas experiencias de América Latina que son
directamente importables a un país como Bulgaria, sumido en una transición tan larga y
complicada.
— 34 —
Pero, ¿qué le ha pasado a los democristianos?
Perfiles Liberales, 17-11-1998
Del 12 al 15 de noviembre de 1998 se celebró en Madrid la XII Asamblea General de la
Internacional Demócrata Cristiana (IDC). Sí, sólo la decimosegunda a pesar de la larga historia
de esta organización, porque al parecer ellos no son muy dados a celebrar congresos.
Acostumbrado a los congresos de la Internacional Liberal (IL), uno se sorprende al principío por
la gran cantidad de países presentes, por la diversidad geográfica de los participantes y, sobre
todo, por el poder de casi todos los partidos miembros. El que no tiene mayoría absoluta en su
país es miembro importante de la coalición gobernante y, si no, por lo menos es la fuerza
principal de la oposición. Pero un estudio más detallado de la IDC revela las fortísimas
tensiones internas existentes —que amenazan con romper la organización a medio plazo— y
explica, quizá, el buen sentido de los dirigentes democristianos al celebrar tan pocos
congresos, por lo que pueda pasar.
Hoy la IDC, como su homóloga socialista (IS), ya no parece responder a una ideología clara. Es
cierto que en el ámbito internacional las diferencias entre unos partidos y otros pueden ser
importantes incluso dentro de una misma familia ideológica. Así sucede en la IL y así sucedía
originalmente en la IDC y en la IS. Pero las dos “grandes” han extremado hasta tal punto su
pragmatismo en la afiliación de partidos fuertes, con poder (y con dinero), que hoy es muy
discutible su utilidad como foros verdaderamente representativos de familias de partidos
políticos más o menos similares. Es tradicional la crítica a la participación en la IS de los
partidos únicos en torno a los cuales se nuclearon los regímenes dictatoriales de un buen
número de países, sobre todo africanos. Todavía les quedan algunos de aquéllos, para su
vergüenza, junto a fuerzas tan dudosamente democráticas como los socialistas senegaleses, las
milicias drusas libanesas de Walid Jumblatt o los sandinistas del camarada Ortega. Mézclese
bien todo ello con la incomprensible y polivalente “tercera vía” del simpático Blair y aderécese
con el socialismo nostálgico de Jospin y con el ultrapragmatismo “de Estado” de Felipe
González, y voilà, ya tiene Ud. un pastel incomestible pero bien ostentoso. No se atragante.
En la IDC parecía haber, hasta hace unos años, más seriedad y una mayor uniformidad de
pensamiento. Pero no: el pastel democristiano también está en el horno, y promete ser tan
exótico, poderoso e indigesto como el socialista. Parece ser que algunos partidos europeos
como la CDU alemana, obsesionados en su cruzada europea y mundial contra “la izquierda”
(así, en general), convirtieron primero al Grupo Popular del Parlamento Europeo y ahora a la
Internacional en un zoológico donde se da cita la fauna más variopinta. Así, junto a los partidos
democristianos tradicionales (capitalistas “de Estado” e intervencionistas en la economía, con
gran “preocupación social” y muy apegados a la filosofía cristiana), encontramos hoy a partidos
de derecha populista sin ideología alguna (incluso el inefable Berlusconi parece aproximarse
rápidamente a la IDC), o a los tories británicos (nacionalistas de Estado a la antigua usanza,
liberales en la economía pero sólo en ella, moralmente victorianos y ajenos por completo a la
ideología cristiana), o, por qué no, a los socialdemócratas portugueses, que a pesar del nombre
son más o menos liberales y pertenecieron al grupo Liberal, Democrático y Reformista (LDR) de
la cámara estrasburguesa hasta que fueron “captados” por este frente antisocialista en el que
todo vale. Así pues, el pastel está servido, y tan masivo ha sido el ingreso de partidos
discutibles o completamente ajenos a los fundamentos de la IDC, que algunos de los partidos
democristianos originales, en franca minoría, se han refugiado en el llamado Club de Atenas y,
sin abandonar la IDC, celebran por su cuenta todo tipo de reuniones y eventos en lo que bien
podría ser el embrión de la ruptura.
La entrada del Partido Popular español (PP) fue uno de los primeros golpes asestados a los
democristianos convencidos. El PP es un partido amplísimo en el que se dan cita democristianos
como Javier Rupérez, elegido en Madrid nuevo presidente de la IDC, pero también algunos
liberales (en economía) y muchos conservadores en el sentido inglés del término, junto a una
gran mayoría de gentes “de derecha” (o, como ahora les gusta decir, “de centroderecha”),
— 35 —
muchos de ellos apenas reciclados del régimen anterior. Es comprensible que partidos
centristas tan profundamente democristianos como la Unió Democrática de Catalunya o el
Partido Nacionalista Vasco (PNV), cofundador de la IDC, se encuentren cada vez más
incómodos. En la reunión de Madrid, enteramente capitalizada por el PP para mayor gloria de
sus dirigentes, quedó patente el futuro de la IDC: algún tipo de fusión con la Unión
Democrática Internacional, a la que pertenecen sólo los partidos más conservadores del mundo
(entre ellos el llamado Partido Liberal Democrático que gobierna Japón desde la postguerra
mundial). No en vano, ya se acepta la doble afiliación de los partidos a estas dos
internacionales, opción bien aprovechada por el PP español. Y se aproxima también a la IDC el
Partido Republicano estadounidense, pese a la repulsa de los partidos “atenienses”. Pero la
guinda del pastel, en Madrid, fue la feliz llegada a la IDC del Partido Justicialista argentino. Su
representante aprovechó la ocasión para glosar las excelencias del General Perón ante un
auditorio en el que muchos estarían probablemente encantados (“otro partido grande de un
país importante, otro partido de gobierno, eso es lo único que importa”), pero muchos otros
escucharon atónitos sus palabras preguntándose en su fuero interno si estaban sentados en la
organización internacional adecuada. Desde fuera, más que felicitarnos por la permanencia del
sentido común en la IL, deberíamos estar en guardia: la bactería del pragmatismo a cualquier
precio anda suelta y amenaza con encaminarnos a todos hacia un bipartidismo global sin rostro.
— 36 —
Entrevista a Teresa Sandoval, concejal independiente del Ayuntamiento de Barcelona
Perfiles Liberales, junio de 1999
¿Cómo fueron sus comienzos en política?
TS: En 1986 me afilié al partido político Centro Democrático y Social (CDS), el partido liberal
que presidía el ex primer ministro —y después presidente de la Internacional Liberal— Adolfo
Suárez. Mi actividad política anterior siempre se había desarrollado al margen de los partidos,
básicamente en el ámbito de la universidad y en el de las asociaciones civiles. Ingresé en CDS
porque, por primera vez en la joven historia de nuestra democracia, sentí que un partido
político defendía realmente mis ideas liberales. Ha sido mi única militancia de partido y, tras
el colapso político de CDS, siempre me he mantenido como independiente, pese a las
invitaciones y presiones para afiliarme a otras fuerzas políticas.
¿Qué destacaría de su etapa en CDS?
Tengo recuerdos entrañables de aquella fase tan importante que representó CDS para la
consolidación de la democracia. Fue para mí una época de militancia comprometida y sentida
con todo el corazón, pero también un periodo de aprendizaje intensivo, de formación en la
política activa y de reflexión constante sobre mi propio marco de ideas y valores. Lo que soy y
pienso en la actualidad se lo debo sin duda, en muy gran medida, a aquellos años vividos en el
único partido netamente liberal que hemos tenido. Era, tal vez, un partido demasiado
avanzado para su momento, un partido que reclamaba y proponía hace quince años cosas que
hoy son normales pero que entonces sólo representaban la visión de un segmento minoritario
de la población. Quizá fuera ésa una de las razones por las que el partido, tras la retirada de
Adolfo Suárez de la política, sufrió una crisis tan devastadora.
¿Qué partido representa hoy esas ideas liberales?
En su conjunto y plenitud, ninguno. La política catalana está marcada, en todas las corrientes
ideológicas, por la división entre los sectores con más contenido nacionalista y los que, sin
dejar de lado nuestra reivindicación de un autogobierno mucho más avanzado, priorizamos
otras cuestiones. En un entorno político así, se puede decir que los liberales están dispersos y
que hay políticos bastante liberales en varias formaciones políticas pero, sobre todo, hay
algunos políticos liberales que hacemos la gue-rra por nuestra cuenta desde la no militancia en
ningún partido. Es, entre otros, el caso de la mayoría de los antiguos miembros de CDS.
Quienes somos liberales por encima de otras consideraciones, generalmente no nos sentimos
representados por ninguno de los partidos existentes en la actualidad.
¿Ve alguna posibilidad de que los liberales catalanes puedan volver a reunirse en torno a un
nuevo partido propio?
De forma inmediata, no. A largo o muy largo plazo quizá haya más esperanzas. Además, creo
que hoy por hoy es más necesario y realista conseguir pragmáticamente que nuestras ideas
influyan en las instituciones y en la sociedad, y no tanto pensar en costosas operaciones de
marketing político para lanzar un nuevo partido. Si resulta más fácil obtener ese objetivo desde
la condición de independiente, creo que merece la pena seguir esa vía, sobre todo
considerando el grado de desprestigio que aqueja al partido político como institución. La gente
percibe al político independiente como alguien más cercano a su realidad cotidiana, y como
alguien más confiable porque no está sometido a la disciplina ni a los intereses de ningún
partido y puede defender a las claras y sin restricciones las ideas que expuso en campaña.
Y, en su caso, ¿cuáles son esas ideas? ¿Cómo define su liberalismo?
En primer lugar, entiendo la acción política como una función supeditada a los intereses y
deseos del ciudadano, y creo que algunos políticos "de partido" cometen el grave error de
deslizarse poco a poco hacia una situación de defensa corporativa de los intereses de su grupo
por encima de los de la sociedad. Por eso, una vez más, reivindico el papel de los políticos
independientes. Para mí, el liberalismo es la plasmación política y económica de la creencia en
el ser humano y en sus capacidades. Es la ideología de la libertad personal, y de hecho es la
— 37 —
única que se preocupa ante todo por la autodeterminación del individuo frente a cualquier tipo
de colectivismo de derechas o de izquierdas. Por eso se suele clasificar a los liberales en el
centro del espectro político. En mi opinión, la persona es el motor de la sociedad, y sólo
cuando se le garantizan plenamente sus derechos y libertades puede darse un importante
desarrollo social y económico. Todos los demócratas asumen la frase liberal de que la libertad
de cada uno termina donde comienza la de los demás, pero en mi opinión termina donde
comienza la libertad de otro individuo, no la del Estado ni la de ningún colectivo organizado.
Ese matiz es la clave para entender la diferencia esencial entre la simple asunción del marco
de democracia liberal —aceptado en la actualidad por la mayor parte de las demás corrientes
de pensamiento— y la del liberalismo como ideología de la que se derivan actuaciones políticas
concretas.
¿Cómo ve el futuro de Cataluña y la cuestión de su encaje en el marco español?
Cataluña ha cubierto una etapa necesaria en la que ha obtenido el reconocimiento de su
especificidad y ha recuperado sus señas de identidad. Ha sido una lucha de todos los
demócratas catalanes y no sólo de los nacionalistas. Quedan todavía cuestiones pendientes y
elementos de autogobierno por los que sin duda hay que seguir batallando. Uno de los
principales, y sobre todo desde una visión liberal y federalista del marco político español y
europeo, es la obtención de un concierto económico similar al que disfruta el País Vasco, de tal
manera que la política fiscal y las responsabilidades de gestión tributaria sean transferidas
íntegramente al gobierno autónomo. Cataluña es una pieza clave para el futuro común, y
además es una sociedad enormemente solidaria que sin duda seguirá contribuyendo a la
cohesión económica general, pero que desea hacerlo desde la libertad en la gestión de sus
recursos. Pero, al mismo tiempo que expongo esta reivindicación de mayor autogobierno,
sentida por la inmensa mayoría de la sociedad, creo también que es necesario evitar que eso
implique una mayor concentración de poder en el gobierno catalán, y que éste tiene que
asumir íntegramente el principio de subsidiariedad y profundizar mucho en el traspaso de
competencias a las instituciones más cercanas al ciudadano —y por tanto más controlables por
éste—, que son las administraciones locales. Además, es necesario dotar de mayor
responsabilidad individual al ciudadano y combatir el paternalismo gubernamental. Creo en una
sociedad prácticamente autogobernada por la interacción de los ciudadanos, de sus empresas y
de sus asociaciones y organizaciones de cualquier índole, y creo que en una sociedad así el
papel que le queda a los go-biernos —sobre todo a los de ámbito superior al local— es un papel
cada vez menos trascendental.
Usted es la única concejal liberal en una coalición de gobierno local muy compleja, donde
tiene que entenderse a diario tanto con los socialistas como con los nacionalistas de centroderecha. ¿Cómo lo consigue?
Bueno, en todo el mundo los liberales solemos encontrarnos con frecuencia ante situaciones
así. Si hay un rasgo puramente distintivo del liberalismo es la tolerancia, y ésta conlleva una
vocación de diálogo que casi siempre termina por dar frutos. En cualquier caso, y pese a las
diferencias ideológicas, me ha ayudado mucho la muy buena sintonía con los sucesivos alcaldes
socialistas, Pasqual Maragall y Joan Clos, ante las políticas con-cretas a desarrollar en la
ciudad. A diferencia de otros lugares, en Cataluña los socialistas se han centrado mucho en los
últimos años y han asumido algunas propuestas y políticas cercanas al liberalismo o, por lo
menos, al social-liberalismo. En Barcelona, la ausencia de mayorías absolutas y la considerable
fragmentación del mapa político nos han obligado a todos a afinar nuestro sentido de consenso,
ya que de otra manera las consecuencias para la ciudad habrían sido muy negativas.
¿En Barcelona está avanzando la libertad económica?
No es mucho lo que puede hacerse en esa materia desde el go-bierno local, aunque, desde
luego, es una de mis convicciones fundamentales. Creo en la libertad económica como hermana
siamesa de la libertad política: si una de las dos muere, es muy difícile que la otra sobreviva.
Lo mejor que podemos hacer por la empresa es interferir lo mínimo posible y atender sus
necesidades e inquie-tudes. Cataluña, y especialmente la ciudad de Barcelona, tiene una
— 38 —
asentadísima tradición de peque-ña y mediana empresa. Afortu-nadamente, el eterno error de
satanizar el lucro legítimo y el beneficio empresarial han tenido aquí una incidencia muy
inferior al de otras sociedades latinas europeas o americanas. Siempre ha sido una tierra de
gente crea-tiva y emprendedora, muy dada a arriesgarse en la puesta en marcha de negocios
de cualquier tipo y tamaño. Esto ha hecho de Cataluña el principal motor económico español y
ha conferido a las instituciones un respeto y un respaldo a la libertad económica que no
siempre se ven en otros lugares. Desde el gobierno local hemos intentado potenciar los ejes
comerciales y hemos fomentado el surgimiento de una ambiciosa sociedad de capital-riesgo
destinada a apoyar la iniciativa empresarial ciudadana.
¿Cómo imagina usted la ciudad de Barcelona en el proceso de globalización?
Soy muy optimista respecto a las ventajas y oportunidades que la globalización abre a
Barcelona y a la Humanidad en general. Creo que esta ciudad, por su dinamismo y su vocación
emprendedora, está en condiciones de sacar el máximo partido de este proceso imparable que
va a hacer más libre y justo el planeta en que vivimos. Va a ser un mundo de personas, de
ciudadanos individuales, en el que los compartimentos estancos formados por los Estados
nacionales tendrán cada vez menos sentido. Es esencial potenciar la inserción en el proceso y
adaptarse a las nuevas circunstancias, y al mismo tiempo es muy necesario desarrollar las
facetas más retrasadas de la globalización, como son la institucional, la medioambiental y la
jurídica. Un mundo globalizado necesitará un marco de Derecho universal que ya no se basará
en el Estado como único y exclusivo sujeto del mismo, y tendrá que contar con una
administración de Justicia de alcance universal. Para esto es imprescindible avanzar en la
constitución de un sólido Tribunal Penal Internacional, y también acabar con el mito de la no
injerencia en la soberanía de los Estados. La soberanía, en un mundo globalizado compuesto
directamente por las personas, es un lastre arcaico que además ampara con frecuencia la
intolerable sumisión del ser humano a los regímenes atentatorios contra la libertad económica
y los derechos humanos, civiles y políticos.
Entonces, ¿está usted a favor de la intervención en Kosova?
Sí, totalmente. Conozco bien la región balcánica, donde la ciudad de Barcelona mantuvo una
representación humanitaria permanente en Sarajevo durante la guerra. En los peores
momentos del conflicto, la Oficina de la Ciudad de Barcelona en la capital bosnia era
prácticamente la única representación extranjera en Sarajevo, y nuestras visitas como
responsables políticos del gobierno local contribuyeron en lo posible a mejorar las condiciones
de vida de la población civil. La crisis de Kosova está originada por el último —y seguramente el
más grave— atentado de Slobodan Milosevic contra una sociedad entera, tan sólo por su origen
étnico. Es imprescindible acabar de una vez por todas con el régimen autoritario de Milosevic y
con su impunidad para seguir cometiendo las atrocidades genocidas en las que basa su poder.
La globalización tiene también repercusiones sobre las monedas nacionales. En América
Latina hay un importante debate abierto sobre la dolarización, y en Europa acaba de nacer
el euro. ¿Cuál es su visión de estos procesos?
No creo que lleguemos a una moneda global, pero creo que las monedas nacionales se van a ir
eliminando o fusionando hasta llegar a un esquema de cinco o seis grandes monedas basadas en
el respaldo real de las mismas y en la plena convertibilidad. Esto dará más libertad y seguridad
al individuo, al reducir la especulación con divisas y el intervencionismo en la política
monetaria. Para ello hará falta que los correspondientes bancos centrales sean sólidos y
totalmente independientes de los avatares políticos. Creo firmemente en el euro, aunque más
en el concepto que en el desarrollo que se le ha dado. Europa necesitaba unificar sus monedas
como parte de la construcción de un mercado verdaderamente unitario.
¿Qué cree que queda aún por hacer para alcanzar la plena presencia de la mujer en la vida
política?
El problema no es tanto su participación en política, que en casi todo el mundo va siendo un
hecho irreversible, sino su extensión al ámbito de la toma de decisiones en el mundo de la
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empresa y de la sociedad civil. No soy partidaria de los sistemas de cuotas o de discriminación
positiva, que desacreditan a las mujeres. Lo que sí es necesario es incrementar la igualdad de
oportunidades de partida. Así, por ejemplo, en Barcelona hemos desarrollado políticas de
compensación y de establecimiento de servicios pensados para que la mujer profesional o
trabajadora no se vea obligada a elegir entre sus obligaciones familiares y su carrera. Pero el
principal problema es de mentalidad, tanto de los hombres como de las propias mujeres. La
automarginación derivada de las inercias culturales es hoy casi más grave que la discriminación
por parte de los hombres. Creo que la globalización incidirá favorablemente sobre la situación
de la mujer en aquellos países más atrasados en esta cuestión, y creo que una sociedad que
confina a las mujeres a tareas meramente domésticas o de trabajo rudimentario se está
perdiendo la mitad de su potencial económico y cultural, y éste es un triste lujo que ningún
país se podrá permitir en un mundo globalizado y mucho más competitivo que el actual.
¿Cuál es su percepción de América Latina?
Es la tierra de las grandes oportunidades y por fin está empezando a aprovecharlas. Con la
democratización y con la creciente liberalización de estos países se está incrementando la
capacidad de cuatrocientos millones de personas para ser dueñas de su destino. Es una región
llamada a convertirse en las próximas décadas en un pilar fundamental del occidente
desarrollado, por más que todavía pueda percibirse por muchos como una zona sin futuro. Yo
creo en ese futuro y creo que para nosotros es un ámbito de intercambio económico y cultural
de la máxima importancia. Pero es necesario acabar con el paternalismo en nuestra relación
con América Latina y, por otro lado, establecer unas condiciones de verdadero libre comercio
con el subcontinente, ya que ésa —mucho más que toda nuestra cooperación y solidaridad—
será la clave del desarrollo de esos países a través del imprescindible surgimiento de amplias
clases medias. Los catalanes, —quienes, por cierto, nunca fuimos a América Latina a
conquistar, a diferencia de otros pueblos ibéricos— tenemos grandes oportunidades de
colaboración y de enriquecimiento mutuo con la región. Desde el gobierno local de Barcelona
hemos puesot en marcha un importante número de programas de intercambio e información, e
incluso estamos colaborando en la redefinición urbanística de algunas de las principales
capitales.
— 40 —
Kosova y el Derecho internacional
Perfiles Liberales, junio de 1999
Los críticos de la intervención atlántica en Kosova —como también el régimen serbio— se han
echado las manos a la cabeza ante la violación de los principios del Derecho internacional y de
la soberanía de un Estado. Pues bendita violación, y ojalá se produzcan muchas más: las
necesitan los tibetanos, los saharauis, los timoreses orientales, los kurdos y otros muchos
pueblos sometidos a la despótica tiranía del nacionalismo de Estado. Una lectura menos
apasionada de la evolución que está sufriendo en las últimas décadas el Derecho internacional
arroja resultados positivos: ahora ya no vale escudarse en la soberanía nacional para, en
territorio propio, cometer cualquier atrocidad; ahora los dirigentes que violan los Derechos
Humanos saben que pueden verse obligados a responder de sus crímenes, aunque sea años
después y a miles de kilómetros; ahora se va asentando el principio de que las fronteras no son
tan sagradas como por pura conveniencia se las había considerado, y que los Estados no son
entes incuestionables sino meras construcciones humanas sometidas a replanteamiento,
modificación o disolución.
El caso de Kosova ilustra esta situación. Si por algo se debe criticar a la comunidad
internacional no es por su intervención sino por la tardanza y la escasa contundencia de la
misma. Si de algo deben responder Washington y sus aliados no es de haber vulnerado la
soberanía yugoslava, pues ésta no es ilimitada ni autoriza al genocidio, sino de seguir
aferrándose a los viejos principios de un Derecho internacional sobrepasado por la realidad
histórica que vive la Humanidad, y proponer todavía una imposible autonomía de Kosova en el
seno del Estado serbio, en lugar de la independencia de este territorio. A todas luces, la
constitución de un protectorado internacional en Kosova y su ulterior independencia es la única
salida justa, guste o no a los trasnochados nacionalistas que consideran a esa parte del mundo
como cuna de la nación serbia —por cierto, que si hubiera que atender a ese tipo de
consideraciones, tendríamos que cambiar, entonces sí, la mitad de las fronteras del mundo—.
Lo que demuestra la tragedia de Kosova es que ha hecho crisis la concepción del Derecho
internacional basado en los Estados existentes como únicos sujetos del mismo, dueños de una
soberanía ilimitada sobre sus territorios y gentes. La realidad se impone y siempre va un paso
por delante del Derecho (o dos pasos, cuando se trata del internacional). Ahora lo necesario es
establecer un Derecho internacional renovado que contemple sistemas civilizados y
democráticos de fragmentación y fusión entre Estados, y que sustituya el concepto tradicional
de sobe-ranía de los Estados por otro más aproximado al de una limitada autonomía en el
marco de los derechos, libertades y obligaciones comunes a todos los seres humanos de un
planeta incuestionablemente global. La secesión es una aspiración legítima si se produce
democráticamente, y no todos los casos deben ser tan traumáticos como el de Kosova: ahí
está, también, el ejemplo del divorcio pacífico de las repúblicas checa y eslovaca.
— 41 —
Disidentes
(reportaje sobre los disidentes cubanos tras visitarles clandestinamente en la isla)
Perfiles del siglo XXI, junio de 1999
De la mano de los disidentes se conoce una Cuba desesperada en el corto plazo pero con
una inquebrantable fe en el futuro. Es la Cuba no oficial, la Cuba clandestina y limpia, la
Cuba de quienes levantan su voz para expresar abiertamente su rechazo al miedo y a la
intolerancia de un régimen sacado de los libros de Historia.
Uno habría esperado que los disidentes salieran de una puerta secreta camuflada detrás de los
libros, o que le hablaran discretamente al oído y no quisieran acompañarle por la calle, o, en
fin, que tomaran todas las medidas de seguridad y disimulo que forman parte de nuestro acervo
cinematográfico. Nada más lejos de la realidad. Los disidentes cubanos están hartos de
esconderse y, de hecho, ya no ocultan ni sus personas ni sus ideas. Es más, aprovechan cada
ocasión que se les presenta para hablar alto y claro delante de taxistas, camareros y demás
audiencia. No es que se hayan vuelto locos, ni, mucho menos, que deseen regalarle al régimen
la satisfacción de su arresto. Es que no aguantan más la represión civil que se vive en Cuba.
Tras los pasos de María Elena
Osvaldo Alfonso Valdés es quizá el dirigente opositor más “descarado” y militante en su
disidencia pública. Los periodos de detención —el último, hace apenas unos meses, para evitar
su presencia en el juicio contra el Grupo de los Cuatro— no arredran al joven geólogo que,
como la mayoría de los opositores, se ve condenado a no poder ejercer ninguna actividad
laboral. “El régimen pretende así condenarnos a la muerte social, pero la verdad es que nos
deja todo el día libre para hacer política”, afirma en pleno ejercicio del típico humor cubano.
Valdés fundó en 1997 el Partido Liberal Democrático de Cuba (PLDC), sucesor de la conocida
organización disidente Criterio Alternativo, que presidiera María Elena Cruz Varela desde 1991
hasta su encarcelamiento y posterior exilio. El PLDC, según sus dirigentes, tiene estructura y
militancia en diez de las catorce provincias del país aunque, como los demás partidos
opositores, evita tener un censo escrito por obvias razones de seguridad. Estiman tener entre
seiscientos y setecientos activistas —personas que abiertamente rompen con el régimen y se
declaran miembros del partido, asumiendo así la comisión de un delito grave según la
legislación “revolucionaria”— y alrededor de tres mil simpatizantes —que apoyan discretamente
desde la sombra para no poner en riesgo sus empleos, familias e integridad física—. El partido,
como todos los demás a excepción del comunista, no puede celebrar congresos ni reuniones de
más de veinte o treinta personas, y éstas siempre en casas particulares y con cuidado de no
levantar sospechas. En varias ocasiones, la policía les ha obligado a levantar la sesión y
disolverse, bajo serias amenazas de detención.
“Cuba —afirma con vehemencia Valdés— es un país totalitario donde prácticamente se violan
todos los derechos reconocidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Nuestro
objetivo es alcanzar un Estado democrático de Derecho. Como no tenemos medios de
comunicación, el sistema de boca a oído es la clave de nuestra expansión, y nuestros activistas
y simpatizantes actúan como verdaderos apóstoles de esa propagación”. Natural-mente, es
muy difícil para los dirigentes liberales viajar a provincias, y la estructura territorial está
prácticamente prendida con alfileres. “Lo más importante, y en esto colaboramos todas las
fuerzas políticas opositoras, es transmitir a la sociedad el mensaje de que hay una alternativa
al sufrimiento del que casi todos los cubanos se quejan, que esa alternativa es la democracia
(la cual hasta tenemos que explicar, ya que es mucho lo que los cubanos necesitan
“desaprender”), y que dentro de ese marco existen diversas opciones que pueden competir por
el poder y alternarse civilizadamente en el mismo, de la forma que en cada caso decida la
gente con su voto. En esto toda la oposición colabora. Todos explicamos a la ciudadanía que
además de nuestra particular ideología existen las otras, y hasta comentamos los valores
principales de cada una y facilitamos el contacto con sus representantes. Yo me he visto en la
situación de ayudar a una persona a acercarse a los democristianos o de que un simpatizante
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llegara a nosotros enviado por los amigos de la Corriente Socialista Democrática de Cuba, y
todo esto es moneda común aquí, donde los diversos partidos de oposición han aprendido por
necesidad a ser, tal vez, más tolerantes entre sí que en los países normales”.
Para Valdés, el reciente ingreso del PLDC en la Internacional Liberal ha significado un
importante reconocimiento exterior de una organización calificada de “grupúsculo” por la
dictadura. En particular, la relación con los liberales canadienses del primer ministro Jean
Chrétien constituye un marco de posible avance, dadas las excelentes relaciones de ese país
con el régimen y su vocación de jugar un papel activo en la democratización de la isla. Pero,
pese a la buena colaboración entre disidentes y embajadas extranjeras, no todos los contactos
internacionales resultan satisfactorios. Liberales, socialistas y democristianos acuden
infatigablemente al encuentro de cuantos políticos extranjeros pasan por La Habana, pero
algunos de ellos —el dirigente socialista español Joaquín Almunia o los eurodiputados italianos
de izquierda— les ofrecen un trato displicente. Todavía hoy, la revolución cubana sigue siendo
un mito en las mentes de muchos “progresistas” europeos. Sin embargo, los disidentes se topan
constantemente con jóvenes “turistas revolucionarios” que llegan a Cuba a conocer el paraíso
socialista y a los pocos días de estar en la isla se convierten en fervientes aliados de la
oposición a la tiranía castrista.
La Mesa de Reflexión
En los últimos tiempos, la Mesa de Reflexión de la Oposición Moderada (MROM), sucesora en
cierta medida de la plataforma Concilio Cubano, se ha convertido en el punto de encuentro de
los sectores más organizados y viables de la disidencia interna. El apelativo “moderada” no
implica en modo alguno una posición de tibieza o ambigüedad, sino que es la expresión de su
voluntad de adaptar su discurso político a la vocación pacífica y no violenta de alcanzar la
transición. Los mensajes y lenguajes meramente agresivos no han dado resultado y provocan
además el efecto adverso de causar rechazo en grandes sectores de la población que, de otra
manera, podrían ser atraídos hacia los puntos de vista de la oposición. En la MROM se dan cita
junto a los liberales dirigentes socialdemócratas como Manuel Cuesta, secretario general de la
Corriente Socialista Democrática de Cuba, o democristianos como Rafael León, presidente del
partido Proyecto Demócrata Cubano. León se lamenta de que “la oposición moderada siempre
ha estado muy atomizada en Cuba, y esto, naturalmente, ha sido aprovechado por el régimen
para descalificar a toda la oposición como violenta. En la Mesa nos hemos dado a la tarea de
reflexionar sobre cómo involucrar a la sociedad en el esfuerzo político necesario para hacer la
transición”. Es, sin duda, una labor fundamental, ya que la gran mayoría de la población,
aunque maldice el régimen, descree de la política como vía de acabar con él, y la idea misma
de transición es demasiado sofisticada para una buena parte del pueblo cubano. Valdés culpa
parcialmente de esto a los sectores más agresivos de la oposición y del exilio, que han basado
su mensaje “en la protesta y no en la propuesta”, dando al castrismo los argumentos idóneos
para desprestigiar a la oposición.
El gobierno, según León, está preocupado y expectante respecto a la Mesa, y no sabe bien
cómo actuar frente a ella. El pacifismo “a la Ghandi” de quienes la integran y su buena
conexión internacional ponen al régimen en una difícil tesitura. Así, en los últimos tiempos los
disidentes reciben más ladridos pero menos mordiscos de la policía política, aunque esto no les
hace confiarse. “En cualquier momento pueden cambiar de táctica y encerrarnos a todos”,
afirma el presidente del liberal Partido Solidaridad Democrática (PSD), que recuerda bien cómo
su antecesor en el cargo cumplió trece meses de prisión y fue liberado a petición del Papa. En
esas circunstancias, el apoyo exterior, que requiere de una estrecha comunicación, opera como
un importante “seguro de vida”. “La comunidad internacional —afirma con esperanza Manuel
Cuesta, el líder socialista— ya no va a ser tan flexible con el gobierno cubano como antes. Le
va a exigir cambios, aunque sean lentos”.
A la cárcel por pensar
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De hecho, la firme y unánime reacción internacional ha salvado al presidente del Partido Social
Demócrata Cubano, Vladimiro Roca y a sus tres compañeros de presidio de una sentencia
mucho mayor, y podría garantizarles una reducción de condena en el recurso de casación. Roca
fue detenido hace dos años por “propaganda enemiga”, y la acusación fue ascendiendo en la
consideración de la fiscalía hasta el cargo de apología de la sedición, imputado finalmente a los
cuatro disidentes por haber escrito y difundido el manifiesto La patria es de todos (extractado
al término de este dossier) en el que no se hace llamamiento alguno a la insurrección, sino que
se propone simplemente un sistema democrático de gobierno para el país.
Magaly de Ar-mas, la esposa de Vladimiro Roca, se debate entre la angustia y la esperanza, y
vislumbra un final político para el tormento de Roca y de los otros tres sentenciados. “El juicio
—afirma— no se celebró siquiera con las características normales en Cuba, y los cuatro
detenidos están confinados en la cárcel especial de Villa Marista, custodiados por la policía
política. Ni siquiera puedo verme con mi esposo sin la presencia de un oficial”. Pese a todo, la
situación psicológica de los cuatro presos políticos es buena. “Vladimiro siempre me había
dicho que si esto llegaba a suceder, él estaría psicológicamente preparado para afrontar con
dignidad cualquier cosa, y estoy viendo que en efecto es así. Creo que él lo lleva mejor que
yo”, afirma la esposa de Roca.
Cuando, el pasado primero de marzo, se celebró el juicio de opereta a los integrantes del
“Grupo de los Cuatro”, el régimen adoptó medidas excepcionales, entre ellas el arresto
preventivo a ciento setenta disidentes y la prohibición de acceso a la sala a multitud de
diplomáticos y periodistas extranjeros. El nerviosismo de la dictadura ante este caso es
patente, y explica en cierta medida su incapacidad de tomar un camino de mayor represión a
los disidentes que siguen en activo. Cuba jamás había recibido una presión internacional tan
grande como la que se ha producido a favor de Roca y sus compañeros. Las palabras de la fiscal
del caso en alusión al manifiesto La patria es de todos no dejan lugar a dudas sobre el
pensamiento del régimen: “la patria no es de todos sino de quienes la defienden”. Pero ese
pensamiento no se corresponde con la acción del gobierno, que, con su arbitraria ley en la
mano, bien podría lanzar una persecución mucho más intensa contra los disidentes. Si no lo
hace es porque se halla sumido en una profunda confusión y porque hoy La Habana depende
crucialmente de sus socios comerciales extranjeros.
La aberración económica
Esa dependencia del dólar extranjero no se percibe solamente en las grandes cifras
macroeconómicas. El dólar es hoy uno de los referentes de la nueva etapa que atraviesa Cuba.
El billete verde es tan común a los cubanos como a los habitantes de cualquier localidad
estadounidense. El peso casi ha desaparecido de las billeteras y el gobierno cubano se ha visto
obligado a emitir un tipo especial de pesos convertibles con un valor diferente, por lo que hoy
en Cuba circulan tres monedas. El dólar, otrora símbolo del imperialismo yankee dotado de
toda suerte de connotaciones demoniacas, es hoy un medio supervicencia y de esclavitud en
Cuba. De supervivencia, porque el acceso a unos pocos de estos billetes representa en Cuba
cruzar la distancia entre comer o no comer, entre poderse lavar con jabón o no. De esclavitud
porque la masiva entrada de empresas extranjeras en la isla, en lugar de servir para que se
produzca una apertura económica del país, ha traído consigo la conversión de los cubanos en
mano de obra baratísima, que se paga en dólares pero que percibe en pesos la décima parte
del salario. “Los sindicatos de cualquier país normal pondrían el grito en el cielo y se
movilizarían ante estos abusos, pero en este paraíso de los trabajadores resulta que no
tenemos derecho a la libre sindicación, ni a pactar con nuestros patronos el salario, ni siquiera
a elegir nuestro empleo entre la oferta disponible”, dice Pedro Pablo Alvarez, presidente del
clandestino Consejo Unitario de Trabajadores Cubanos.
La aberración económica, con el dólar como única salida y como tótem cultural de la Cuba
finisecular, ha creado figuras curiosas como la del susurrador comercial, que persigue a los
turistas ofreciéndoles cigarros, ron o cualquier otro producto. Ha creado también figuras
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lamentables como la jinetera, que no se prostituye por decisión libre y voluntaria, sino
compelida por la necesidad imperiosa de ver impreso el rostro de Washington. Es diez o doce
veces más lucrativo tener en la familia una prostituta que una doctora, y el propio Castro ha
manifestado en varias ocasiones, con cruel ironía, que “en Cuba tenemos las prostitutas más
cultas del mundo”. La prostitución a precio de saldo, tanto femenina como masculina, es
esencial en los planes económicos del régimen, ya que es uno de los medios más eficaces de
captar dólares del turista. No es de extrañar que en Europa se llenen los vuelos charter
destinados a la isla, y que el sesenta por ciento de los viajeros sean hombres solos. Castro les
alquila por cuatro centavos la carne socialista que no es capaz de alimentar.
Si ayer Cuba vivía de la subvención económica soviética, y durante treinta años el régimen no
se molestó en crear una economía productiva, hoy vive del turista sexual y de los fondos que
mandan los exiliados a sus familiares. Esto último ha creado una nueva faceta de la aberración
económica: en el paraíso igualitario han surgido con fuerza las clases sociales, y de la forma
más injusta y arbitraria. Los cubanos que tienen la suerte de contar con parientes en el exilio
(junto a la minoría que disfruta de la lucrativa existencia de una prostituta en la familia), son
la nueva clase alta. Los desamparados que no reciben fondos del maligno imperio son la nueva
casta intocable. Los parias cubanos pasan hambre y trabajan como esclavos, mientras los
receptores de dólares se ven fuertemente disuadidos de trabajar, porque el salario medio en la
isla no pasa de veinte dólares y ellos, a poco que reciban cada mes, ya tienen como mínimo
cinco o diez veces más. La nomenklatura ya no es, por tanto, el único sector social
privilegiado, pero parece difícil que una sociedad pueda soportar por mucho tiempo una
situación como ésta. Tal vez el régimen no haya calculado bien los efectos a medio y largo
plazo de la dolarización de facto del país y de la avalancha masiva de capitales exteriores, que
hoy sustentan a corto plazo una economía en bancarrota, pero mañana pueden hacer que
estalle el sistema.
Entre tanto, el embargo estadounidense sigue siendo la gran excusa del régimen para justificar
el desabastecimiento y el hambre. Pero la disidencia interior no lo ve así. Unos, como Rafael
León, desean que se retire el embargo para que quede en evidencia el fracaso económico del
sistema comunista. Otros, como Fernando Sánchez,el presidente del PSD —producto de la
fusión de diversas organizaciones opositoras— habían apoyado firmemente el embargo como
medida de combatir al castrismo hasta que comprendieron que el embargo en sí no afecta ni
para bien ni para mal a la situación. Pero, alerta Valdés, tampoco una retirada unilateral del
embargo es conveniente para democratización de la isla, pues Castro podría utilizarla como un
triunfo.
El monopolio de la verdad
“Ya sólo se ve viejos comprando el periódico. Los jóvenes no quieren ni oír hablar de la prensa
oficial. Hoy la información real circula en Cuba a través del medio más primitivo, pero también
el más eficaz: la transmisión oral. Claro que los periodistas independientes también intentamos
que circulen algunos boletines ilegales, pero el ‘boca a oído’ sigue siendo el medio por
excelencia”, afirma Claudia Márquez, la corresponsal de Perfiles Liberales y de otros medios en
Cuba. Claudia envía todos los días su crónica a los medios extranjeros. ¿Cómo? Por teléfono,
dictando a su interlocutor. Y, claro, cada día suele recibir la correspondiente visita de la
policía política. Amablemente, los policías le preguntan por la salud de su hijo de dos años o de
su madre que vive lejos de la capital. La amenaza va siempre implícita, pero a veces también
se hace clara y patente. Como ella, cientos de periodistas en todos los rincones de la isla se
han propuesto hacer llegar al mundo información auténtica de lo que sucede en Cuba. La
importante ONG internacional Periodistas sin Fronteras tiene censados a decenas de periodistas
alternativos, y procura mantener un contacto suficiente como para saber que se encuentran
bien. Como pasa con la oposición política, la prensa independiente está proscrita de iure,
semitolerada de facto (por la presión internacional y por la pura incapacidad del castrismo) y
presente con una fuerza innegable en la sociedad cubana. Pero el régimen no está dispuesto a
ceder en el monopolio de la verdad. Las antenas parabólicas —que los ingeniosos cubanos
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fabrican con cuatro alambres— están prohibidas con la única excepción de los hoteles para
extranjeros, la prensa exterior no se distribuye en la isla y la costosa señal de televisión
emitida desde el exilio no sirve para nada porque es interferida por el régimen. Internet, por
supuesto, está sólo al alcance de ciertos “revolucionarios”. La cuestión es cuánto tiempo más
va a poder Castro mantener al país fuera de la revolución mundial de las telecomunicaciones y
la información, que está llegando ya a los últimos confines del planeta.
El monopolio de la verdad alcanza, por supuesto, a la universidad y al entorno académico. El
decreto-ley 57/80 prohíbe toda actividad docente a quienes no sean adeptos entusiastas de la
secta que manda en Cuba. La categoría de “falta de confiabilidad política” le cierra a uno las
puertas de la mayor parte de los empleos y carreras y le condena a sobrevivir en actividades
mal pagadas y de escasa retribución moral. En 1994, cuando se produjo el éxodo de emigrantes
cubanos desesperados a la base de Guantánamo, el régimen intentó expulsar en medio de la
confusión a los principales disidentes del momento, entre ellos Héctor Maseda, vicepresidente
del PLDC, tal vez para hacer realidad la versión oficial de que en Cuba no hay opositores.
La Cuba de mañana
La Cuba de mañana, del siglo que anuncia su inminente llegada, no puede ser como la de hoy,
y, sencillamente, no lo va a ser. La Cuba de mañana verá a sus ciudadanos entrar y salir
libremente del país, ver y leer lo que quieran, decir y escribir sus ideas, elegir sin trabas a sus
mandatarios y establecer los negocios y empresas que deseen. La Cuba de mañana no es la de
Castro sino la de Valdés, Sánchez, León, Cuesta y tantos otros demócratas cubanos de las más
diversas tendencias, y, sobre todo, es la Cuba del pueblo cubano, de todo el pueblo cubano: el
de dentro y el de fuera, el que hoy es disidente y el que mañana abrazará el nuevo sistema, el
que vive en dólares y el que sobrevive en pesos, el que todavía cree en la revolución y se
sorprende inocentemente de que un sistema perfecto tenga tantos fallos y el que se da cuenta
de que, en realidad, su país estea al borde de la ruina porque, si perseverar es humano,
perseverar en el error también ha de serlo, y el sistema comunista es uno de los mayores
errores de la Historia.
La Cuba de mañana será una Cuba donde los sueños del héroe de la independencia, José Martí,
verán por fin su plasmación en la nueva realidad de un mundo tan global e interrelacionado que
ya no habrá compartimentos estancos a la libertad. Todos seremos libres o todos seremos
cautivos, y la suerte de Cuba no se diferenciará de la que corra el resto del mundo. Los
liberales creemos que el futuro de la Humanidad no será de cautiverio totalitario sino de
libertad personal, y la realidad nos confirma cada día esa tendencia. Cuba no será ajena a la
nueva etapa que va a iniciar el mundo entero.
La Cuba de mañana, que sin lugar a dudas verá la reconciliación de sus hijos y la construcción
de una sociedad civil en la que cada persona será dueña de su destino, está comenzando hoy.
Cuando el sistema comunista, superado en casi todo el resto del mundo, llega también a su
crepúsculo en la Antilla grande, miles de cubanos y cubanas, desde su legítima disidencia,
están trabajando con sus mentes y sus corazones, con sus manos y su inquebrantable voluntad,
para que el nuevo día nazca pacíficamente y el sol de la mañana alumbre un país en libertad.
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Entrevista a Dieter Nohlen, politólogo alemán
Perfiles del siglo XXI, junio de 1999
El profesor alemán Dieter Nohlen, uno de los más reconocidos expertos mundiales en
organización de la democracia y sistemas electorales, expone a los lectores de Perfiles
Liberales su perspectiva sobre la evolución latinoamericana en esta materia. Ante todo,
Nohlen considera que el sistema electoral de cada país debe responder a las
características y a las necesidades del mismo, y que no hay ningún sistema perfecto.
¿Cuáles son, para usted, las actuales tendencias de los sistemas electorales?
Bueno, depende de la definición que uno haga de “sistema electoral”. Si se tiene un concepto
muy amplio, prácticamente sinónimo de “régimen electoral”, que incluye lo organizativo,
entonces sí se puede hablar de una cierta convergencia mundial hacia unos patrones comunes
—y eso se nota por ejemplo en América Latina, cuyos sistemas se van aproximando a los
estándares internacionales—. Pero, si el concepto de “sistema electoral” es más preciso, más
limitado a los aspectos de conversión de votos en escaños, entonces no se observa ninguna
tendencia a la unificación mundial. Esto se debe a que los sistemas electorales siempre están
muy condicionados por la Historia de cada país, por sus sistema de partidos y por las
características de cada sociedad. Dicho ésto, sí se puede observar desde hace unos años una
cierta tendencia hacia un nuevo tipo de sistemas: los sistemas que denomino “combinados” por
ser parcialmente proporcionales y parcialmente mayoritarios (en base a circunscripciones
electorales uninominales). Los mejores ejemplos de esta reciente tendencia son México, Nueva
Zelanda, Japón, Rusia y Europa Oriental; y, con algunas variantes, Bolivia y Venezuela.
El temor a la ingobernabilidad induce frecuentemente a establecer sistemas electorales
que distorsionan la pluralidad política y sobrerrepresentan a los partidos o candidatos más
votados. ¿No es ésto una deformación de la democracia?
Hay que analizar ante todo cuáles son las funciones, los requisitos y los objetivos que la
sociedad impone a su sistema electoral, y en función de ellos se debe determinar el sistema
más adecuado. La representación proporcional es solamente una de las funciones de un sistema
electoral. Es una aspiración legítima de los sistemas, pero éstos también deben tomar en
consideración criterios de efectividad. Hay países donde resulta extremadamente difícil formar
coaliciones y es preciso buscar mayorías suficientes para que un partido pueda gobernar en
solitario. Es un caso frecuente en América Latina.
Claro, es una cuestión cultural. Vemos también casos como los de Holanda o Dinamarca en
los que existe una gran atomización del electorado, y muchas veces ningún partido pasa del
veinticinco o treinta por ciento de los escaños, sin que esto perjudique en absoluto la
gobernabilidad. Además, así se obliga a los partidos a entenderse y se involucra en la
gobernación a mayorías más amplias, mediante la presencia en el gabinete de dos, tres o
hasta cuatro partidos. ¿Es ésto exportable?
Sí, claro que lo es, pero ése no es el problema. Hay que tener en cuenta que los sistemas
parlamentaristas tienen mucha más experiencia en eso que los presidencialistas. En éstos
últimos, se presupone que la estabilidad viene garantizada, en lugar de por ese consenso
necesario en el parlamento, por la figura del presidente, elegido por votación directa y
revestido, por tanto, de una enorme legi-timidad propia. Hay conceptualizaciones distintas de
la democracia: unas hacen mayor hincapié en la confrontación de opciones adversas disponibles
por la sociedad —lo que favorece la alternancia en el poder—, mientras otras ponen el acento
en la capacidad de negociación y consenso entre las fuerzas políticas. En los países que ha
mencionado es posible mantener esa fragmentación porque el concepto de democracia es muy
diferente y está más basado en el consorcio de los electos para juntar responsablemente una
mayoría capaz de gobernar. Una tendencia reciente en los sistemas presidencialistas de
América Latina es la importación y la adaptación de este tipo de mecanismos de consenso: se
puede decir que los sistemas presidencialistas se están “parlamentarizando” en la medida en
que los partidos políticos establecen coaliciones para la presidencia, como es, desde 1985, el
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caso de Bolivia, que así ha resuelto sus problemas de gobernabilidad. Algo similar ocurre en
Chile con la Concertación, en Uruguay con la nueva elección de Sanguinetti, etc. Por lo tanto sí
se pueden introducir elementos del sistema parlamentarista en América Latina, incluso dentro
de los actuales sistemas presidencialistas.
Pero el futuro de la democracia en la región, ¿no pasa en realidad por la sustitución de ese
presidencialismo paternalista, cuasimonárquico e incontrolado por unos sistemas de mayor
reparto del poder, como son los parlamentaristas?
Estos sistemas son una herencia política y constitucional del siglo pasado, cuando los grandes
presidentes desempeñaron una papel clave en la forja de las nuevas naciones. Hoy en día se
está cuestionando el presidencialismo precisamente a causa de los problemas que se dan
cuando el presidente no cuenta con mayoría parlamentaria. Cada vez es más necesario que el
presidente se vea amplia e institucionalmente apoyado, y no sólo por su propio partido. El gran
problema es, en esta región, que para la consolidación de sistemas parlamentaristas eficaces
hace falta un sistema de partidos políticos adecuado y una determinada cultura política de las
élites, y esto no siempre se da. Sí se ve esa tendencia a la que antes me refería, dentro de los
actuales sistemas presidencialistas, pero no está claro que ya sea una base suficiente para un
buen gobierno parlamentario. Hasta el momento no tenemos ni un solo ejemplo de gobierno
parlamentario en América Latina y por eso creo que es necesario recomendar prudencia en las
reformas. El presidencialismo tiene grandes debilidades, pero no hay que olvidar que el
parlamentarismo también las tiene, y que no hay ningún sistema político ideal, sino sistemas
más o menos adecuados a las circunstacias de cada país.
No es nueva la tendencia al voto personalista, pero últimamente tenemos ejemplos
preocupantes de legitimación masiva de personajes como Abdalá Bucaram o Hugo Chávez.
Esa tendencia a votar por un líder carismático e incluso mesiánico, ese culto ciego a la
personalidad, ¿no desvirtúan el sentido original de la democracia, es decir, el voto por unos
programas y unas políticas determinadas, quienquiera que las ejecute? ¿No se está
relegando a las ideas a un oscuro segundo plano frente a los carismas?
Sí, pero atención: el sistema parlamentario podría causar frustración al no recoger
suficientemente esas inquietudes. Sería un gran riesgo introducir sistemas parlamentarios
carentes de una cabeza vi-sible. Así que esto se vuelve también en un argumento en favor del
presidencialismo, que es el sistema que mejor recoge esa tendencia de las sociedades
latinoamericanas a votar por líderes. Lo que se puede observar, y precisamente en Venezuela,
es el desprestigio total de los partidos. ¿Qué le quedó, al final, al votante venezolano? Pues
refugiarse en votar por un hombre que prometía cambiar todo eso, aunque fuera irrealizable.
Sí, pero, ¿qué es primero, la gallina o el huevo? Es decir, ¿Es la cultura política de estos
países la que exige sistemas de presidencialismo carismático o son los sistemas los que han
impuesto esta costumbre?
A mi modo de ver, las instituciones no son capaces de imponerse tanto. Pueden influir, pero no
tienen tanta fuerza sobre la costumbre o la cultura.
Incluso en democracias más avanzadas vemos un cierto hastío del electorado. Cuando Italia
estableció hace unos años este sistema magnífico de referéndum múltiple semestral o
anual, por el cual la gente decidía de forma directa las diez o doce cuestiones más
importantes del momento, la respuesta ciudadana fue de aburrimiento y la participación
terminó por ser mínima.
Lo que pasa es que se puede llegar a cansar al electorado. Vemos, por ejemplo, cómo en los
países federales, donde hay muchos más comicios que en los países centralizados, se produce
también un hastío de los ciudadanos, que se sienten llamados a demasiadas consultas y se
pasan la vida votando para diversos niveles de representación. Y surge entonces el debate
sobre la conveniencia o no de simultanear las consultas.
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En cualquier caso, la democracia, en su actual grado evolutivo, adolece de una importante
falta de control de los electos. Se les elige sin mandato y se les da un cheque en blanco...
Bueno, eso depende mucho del grado de desarrollo democrático y de la cultura política del
país. En América Latina, los parlamentos siempre se han visto relegados a jugar un papel de
segundo y hasta de tercer poder. Y, de todas, formas, también dentro de la región hay grados:
el presidente mexicano siempre ha tenido un poder muy superior al uruguayo o al chileno. En
Uru-guay, el presidente siempre ha dependido mucho más de la correlación de fuerzas en el
parlamento, a pesar de que no hubiera coaliciones gubernamentales. Hay que tener en cuenta
que el latinoamericano medio todavía percibe la política en términos jerárquicos paralelos a la
pirámide social. Y cuando todo lo político se percibe en términos piramidales, no es
socialmente válido cambiar de forma abrupta hacia un sistema más equilibrado y horizontal,
donde el poder está mucho más repartido. La gente aún demanda referentes tangibles. Por eso
el proceso debe ser pausado y a largo plazo, digamos que a treinta años, porque la cultura del
país debe apropiarse de otros marcos de referencia.
¿Cuál es su opinión sobre la reelegibilidad?
En términos generales estoy a favor de la reelección, pero eso depende mucho del caso
concreto del que se trate. Por ejemplo, favorecer la reelección en el Perú actual, donde el
presidente Fujimori ejerce el poder con un criterio absolutamente centralizado y jerárquico, es
equivalente a declarar la invalidez de la democracia. Pero allí donde la demo-cracia funciona
bien, donde hay posibilidad de alternancia, la reelección sirve al ciudadano para premiar o
castigar, para refrendar lo hecho o censurarlo.
Pero por un sólo mandato más...
Sí, claro, por uno más. A mí me gusta mucho, en este terreno, el esquema estadounidense, que
no dota al presidente en ejercicio de una ventaja sobre el aspirante. A medida que en América
Latina crezcan esas oportunidades de que la oposición gane a un presidente en ejercicio, la
reelección limitada podría ser mucho más funcional, ya que favorece la responsabilidad
presidencial. Hasta ahora, y a causa de la no reelegibilidad, los presidentes ejercen su mandato
y se van a casa como si nada, sin tener que rendir cuentas. Pero lo que pasa es que muchos de
estos países aún no están preparados para implementar la reelegibilidad, sobre todo porque
hace falta tener una conciencia clara de que reelección no equivale a continuísmo.
Alguien dijo que lo menos democrático de una democracia son los partidos políticos. En
esta región la frase es muy cierta, a pesar de que los partidos son muy complejos
internamente y, además, enormes en cuanto a su militancia. ¿Qué se puede hacer para
conseguir partidos menos jerárquicos, más transparentes y más democráticos?
Es difícil, porque los sistemas políticos han transitado hacia la democracia pero los partidos no
tanto. Están todavía en transición y buscan su camino ante los nuevos retos. Por desgracia,
cuando hay que operar grandes cambios en el país se piensa siempre en las instituciones, y no
tanto en los agentes de ese cambio, entre los que se encuentran los partidos políticos. Los
partidos son la clave del buen funcionamiento de un sistema político. Sin partidos no hay
democracia. Creo que la única salida es seguir concienciando a la opinión pública sobre la
necesidad de democratizar los partidos. Hay que criticar abiertamente a los partidos cuya
estructura interna no sea democrática. Pero hay que tener cuidado de no destruirlos, porque
sin partidos políticos es imposible organizar bien una democracia representativa. No hay ningún
ejemplo en el mundo de organización democrática y representativa sin partidos políticos. Es
necesario procurar su reforma y no su desprestigio.
En los momentos claves de las transiciones la gente acude en gran número a las urnas, pero
después se enfría y, una vez alcanzada la democracia, parece que los ciudadanos ya no
tienen tanto interés en votar. Se ha hablado de cientos de mecanismos para incentivar el
voto, incluso el voto blanco (representándolo con escaños vacíos), para evitar la
deslegitimación del sistema.
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En mi opinión hay que evitar complicar más todavía la representación, que ya es muy
compleja. Cualquier intento institucional de complicar más las cosas va en contra de la
aceptación generalizada de la democracia como sistema adecuado. Sí, hay muchos inventos
teóricos pensados para mejorar la democracia, pero a fin de cuentas lo esencial es evitar la
frustración de la democracia por un exceso de complejidad. La democracia debe funcionar en
buena sintonía con el ser humano, y éste tiene más debilidades que las propias instituciones
por él creadas. No es que quiera criticar a Dios, pero a veces las instituciones diseñadas por el
hombre son mucho más perfectas que la propia condición humana, y le vienen grandes a sus
destinatarios.
Pero entonces, ¿cómo podemos conseguir que la gente acuda a las urnas y que los
gobiernos estén bien legitimados por la votación?
Bueno, la participación es un indicador importante pero no hay que sobreestimarlo, ni tampoco
hay que interpretar dramáticamente la abstención, como suelen hacer los medios. Estos
siempre interpretan que la abstención significa hastío o falta de credibilidad de toda la clase
política, cuando también es interpretable como confianza en el sistema, que hace a muchos no
movilizarse porque no sienten una necesidad perentoria de actuar directamente en ese
momento político. Democracias muy estables como la suiza o la estadounidense operan desde
hace décadas con índices muy bajos de participación y van a seguir así durante mucho tiempo,
sin que esto implique una deslegitimación social de la democracia. Además no hay una
tendencia generalizada a la baja, sino, en todos los países, altibajos de parti-cipación
electoral, aunque la prensa sólo se haga eco de las cifras de abstención elevadas. Muchas veces
son los analistas los que fallan, no el sistema.
¿Cómo hay que encauzar la representación de las minorías étnicas, por ejemplo de las
poblaciones indígenas de América Latina? Generalmente están infrarrepresentadas. ¿Hay
que generar sistemas electorales complementarios para estas poblaciones o modificar los
sistemas generales para darles mejor cabida sin caer en la creación de ghettos?
Es una cuestión muy difícil y un gran reto de los sistemas electorales. Piense por ejemplo en
Africa Subsahariana, donde no hay país que no tenga una compleja composición étnica. Nigeria
ha fracasado varias veces a la hora de darse un sistema electoral democrático precisamente
por esta cuestión. En general, yo diría que el sistema proporcional debe prevalecer, e incluir
co-rrectamente a estas poblaciones. Cuando surgen partidos étnicos o movimientos que exigen
sistemas particulares de representación, esto es un síntoma de la deficiente integración de
estas minorías en los partidos generales.
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La democracia aparente
Perfiles Liberales, octubre de 1999
En algunos países de América Latina y en buena parte del llamado Tercer Mundo, los regímenes
dictatoriales se han visto sustituidos por democracias tuteladas o vigiladas que distan mucho de
responder al contenido comúnmente aceptado de la “democracia liberal”, pero que imitan con
engañosa maestría su aspecto externo y sus formas. En la mayor parte de los países
desarrollados se ha producido en las últimas décadas una lenta y silenciosa involución
democrática cuyo ingrediente esencial es la abdicación que el ciudadano, por hastío y
desconfianza, ha hecho de su soberanía y de su derecho a la participación social y política. En
ambos grupos de países asistimos al reinado de la democracia aparente. Estas son sus
principales características:
IMPERIO DE LA IMAGEN. En la democracia aparente, la vieja máxima de que “la mujer del César
no sólo debe ser honesta sino también parecerlo” se ha sustituido por una atención exclusiva al
parecer, quedando el ser enteramente desprovisto de importancia. Se trata de sistemas de
democracia teatral (o aún peor, televisiva) en la que los electores son un público cada vez
menos participativo que aplaude (vota) no a los actores (candidatos) que cree más próximos a
su propia forma de pensar, ni siquiera a los que pragmáticamente considera más eficaces, sino
a los que mejor representan su “papel”. El exceso de culto a los liderazgos carismáticos de
unos políticos cada día más paternalistas y megalómanos esconde una preocupante ausencia de
democracia real ya que el debate político de programas, ideas y propuestas así como la
evaluación de los gobernantes en ejercicio quedan desvirtuados y eclipsados.
BIPARTIDISMO. El bipartidismo es un sistema de simplificación de la vida política y del
entendimiento de la sociedad en torno a dos polos a los que se cree capaces de albergar casi
cualquier corriente ideológica estirándose como el chicle. El resultado es una enorme
distorsión del pluralismo existente en la sociedad, que no se ve realmente representado en el
parlamento. Además, el bipartidismo tiene efectos tan perversos como la generación de frentes
nucleados tan sólo en torno a la necesidad de ganar las elecciones, o la excesiva amplitud
ideológica de los partidos políticos, irreconocibles a estas alturas en la mayor parte de los
países. El bipartidismo ha tenido una incidencia especialmente negativa sobre el liberalismo,
incapaz de situarse en uno de los polos pero identificado con ambos dependiendo del asunto
concreto a debate. Esto ha transmitido una imagen oportunista de los liberales. Los clichés más
simples y los prejuicios más absurdos sobre dos conceptos tan obsoletos, ambiguos e ingenuos
como los de “izquierda” y “derecha” han sustituido el contraste de filosofías políticas y el
debate de propuestas programáticas.
PRESIDENCIALISMO. El mismo afán simplificador y —en el caso de América Latina— una
importación asimétrica y deficiente del modelo estadounidense, han desembocado en un
excesivo poder del jefe del Estado. Los parlamentos, deslegitimados y desacreditados ante la
opinión pública, se ven incapaces de controlar al poder ejecutivo. Y en los sistemas no
presidencialistas, por desgracia, la figura del primer ministro o jefe de gobierno va adquiriendo
cada vez más las características de un presidente “fuerte”. En todo el mundo se percibe un
avance del debate sobre los políticos (incluida su vida privada) y un retroceso de la discusión
sobre sus ideas y planteamientos. Los presidentes o jefes de gobierno se encuentran investidos
de un exceso de legitimidad percibida que les lleva en muchos casos (la carne es débil) a
creerse mucho más poderosos, autorizados y capaces de lo que son en realidad. El presidente o
jefe de gobierno ya no es un señor serio y gris que hace su trabajo lo mejor que puede: es una
suerte de “papá de la gente” cesarista, un caudillo electo, un cacique incomprensiblemente
legitimado por la ciudadanía, que ha terminado por asemejarse en su comportamiento más a
los famosos del mundo del espectáculo que a los correctos gestores de políticas públicas (claro
que esa parte de su función se ha visto abdicada en tecnócratas que al final del día son los que
de verdad influyen en la realidad, y que hacen y deshacen a su criterio al margen de la
voluntad ciudadana).
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SUPERFICIALIDAD. ¿La gente está despolitizada porque el sistema es aburrido y poco
participativo, o es al revés? Es muy grande la arrogancia paternalista de los políticos cuando se
ponen de acuerdo (en esto sí suelen alcanzar fácilmente el consenso) para considerar que toda
profundización en la democracia participativa sería contraproducente, que la gente “no está
preparada” para más democracia ya que apenas participa en la actual, etc. Pero tal vez la alta
abstención que se ha instalado en los procesos electorales no sea sólo un síntoma de
aburrimiento sino también de desprecio ante un sistema percibido como de apariencia
democrática y de esencia plutocrática, partitocrática y corporativista. El ciudadano de a pie
termina por despreciar esta democracia de cartón-piedra, este decorado en el que se suceden
acontecimientos que le resultan ajenos y lejanos. Así, la gente sólo participa masivamente en
los momentos de especial relevancia —cuando siente que incluso este mínimo grado de
democracia y de autonomía personal puede estar amenazado—, y se da la paradoja de que las
masas anónimas capaces de luchar a cualquier precio por la democracia se despolitizan tan
pronto como ven sus objetivos formalmente alcanzados, favoreciendo la sustitución de la
dictadura no por una democracia profunda sino por una democracia aparente, ya que la
primera requiere sobre todo un nivel cultural suficiente por parte del ciudadano medio, un
grado elevado de consciencia ciudadana sobre la fragilidad del sistema y sobre su fácil
manipulación, una clara percepción entre las personas de que la política les afecta
cotidianamente y que, por tanto, no pueden simplemente abandonarla en manos de terceros; y
por encima de todo una autoconsciencia y autodeterminación de los individuos que apenas se
da en unas sociedades adormecidas por el colectivismo, aletargadas por ese poderoso
anestésico que utilizan los políticos: satisfacer los estómagos de al menos la mayor parte de sus
súbditos sugiriéndoles que, a cambio, no se metan en política.
Si deseamos curar los males que a nivel global afligen a la democracia, y conjurar el ascenso de
las opciones no democráticas de cualquier signo, sería necesario adoptar medidas acordes con
la realidad de cada país pero destinadas en todos los casos a:
1. Profundizar en la democracia. Acostumbrar a la ciudadanía a decidir de forma directa sobre
las principales cuestiones que le afectan mediante frecuentes consultas múltiples y a elegir
directamente (como en los Estados Unidos) a sus cargos públicos más próximos y a figuras de
control como el ombudsman; democratizar los sistemas electorales para hacer la composición
de las cámaras tan proporcional como sea matemáticamente posible a la voluntad del
electorado; facilitar la presentación de candidaturas y la constitución de partidos políticos;
traducir los votos blancos en escaños vacíos, etc.
2. Dotar a los parlamentos del máximo poder dentro del esquema del Estado. Los parlamentos
representan proporcionalmente la voluntad popular, y son por tanto los foros más indicados
para escoger y cesar, tantas veces como sea necesario, a los políticos encargados de ejercer el
poder ejecutivo. Éste, como su propio nombre indica, debe limitarse a ejecutar la voluntad de
la sociedad, manifestada en unas ocasiones (cuantas más, mejor) de forma directa y en otras
mediante los parlamentarios. En cuanto al jefe de Estado, figura que en realidad no hace
ninguna falta, puede ser un cargo rotatorio como en Suiza o un presidente designado por
consenso en el parlamento y con atribuciones casi exclusivamente protocolarias (sistema
alemán o italiano). Y, desde luego, no debería ser, a estas alturas del siglo XX, una función
hereditaria basada en la supuesta superioridad de una determinada familia y en sistemas de
sucesión que discriminan a la mujer.
3. Profundizar en la formación del elector, en su conocimiento y aprecio de los derechos que le
asisten, en su capacidad de reclamar ante el incumplimiento de los compromisos electorales de
los políticos, en su real consciencia de los acontecimientos políticos y de su papel individual en
ellos como ciudadano soberano, en su relación con los diputados de su circunscripción; así
como favorecer y potenciar la afiliación a los partidos políticos y la plena democracia interna
en su seno.
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4. Someter de verdad a los políticos al imperio de la justicia y dotar a los países de ministerios
fiscales independientes del poder ejecutivo y capaces de hacer temblar a cualquier político
irrespetuoso con la legislación, o deseoso de alterar el orden constitucional para perpetuarse
en el poder, o demasiado aficionado a hacer excepciones al orden jurídico normal, etc.
5. Circunscribir con mayor nitidez el sistema democrático al ámbito de la toma de decisiones
colectivas, desproveyéndole de toda incidencia sobre las decisiones individuales
(particularmente las relativas a cuestiones morales) y revalorizando el papel del ciudadano
como dueño de su propia parcela de actuación y copropietario de las instituciones colectivas.
Es decir, devolver a la persona la plena consciencia de su soberanía, que ha sido usurpada por
los depositarios del poder democrático, y reducir en general el poder del Estado frente a una
sociedad civil fuerte y organizada en numerosas organizaciones lucrativas y no lucrativas de
toda índole.
La democracia aparente es el más sutil —y por lo tanto el peor— enemigo de la democracia
auténtica. Es más difícil de combatir que los regímenes dictatoriales y, desgraciadamente,
responde con frecuencia a los mismos intereses. Su apariencia democrática deslegitima los
ataques de cuantos descreemos de su contenido, que pasamos a ser tachados de idealistas o
radicales. Es de esperar que la globalización de nuestro mundo incida positivamente sobre su
paulatina sustitución por mecanismos democráticos mucho más profundos, eficaces y
vinculantes, sobre todo gracias a la revolución de las comunicaciones, y que la democracia se
ciña sólo a la toma de aquellas decisiones que forzosamente deben ser colectivas, que en
realidad son muy pocas, dejando que en todo lo demás sea la acción espontánea y simultánea
de millones de seres libres y autónomos la que escriba la Historia.
— 53 —
Las 100 medidas de Perfiles para que América Latina alcance el desarrollo
y las libertades en la primera década del siglo XXI
Perfiles del siglo XXI, noviembre de 1999
A.
Un conjunto de valores para el siglo XXI
001.
Reconocer y respetar escrupulosamente la soberanía de la persona y su derecho
inalienable a la autodeterminación individual, es decir, a tomar por sí misma las decisiones que
le afectan.
002.
Abrazar la libertad individual de las personas como norte y guía de la acción política y
de la economía. Toda política pública estará legitimada en la medida en que genere más
libertad para más personas, y será injustificable si reduce la libertad de los seres humanos, por
altos que sean los fines que con tal recorte se pretenda teóricamente alcanzar.
003.
Establecer la responsabilidad como contraparte ineludible de la libertad y como
exigencia de todos hacia cada uno. Hacer del cumplimiento de los compromisos adquiridos un
valor presente con fuerza en unas sociedades que se cimentarán sobre el mérito y el esfuerzo.
004.
Basar la convivencia social en la máxima tolerancia a las diferencias de opinión, estilo
de vida y preferencias en todos los ámbitos de los individuos.
005.
Rehabilitar el ánimo de lucro como motivación digna y legítima de la acción humana,
generadora de creatividad y esfuerzo y, por tanto, de beneficios colaterales para las demás
personas. Revalorizar el trabajo, el ahorro y la inversión productiva frente al enriquecimiento
rápido mediante operaciones irregulares o de alto riesgo especulativo.
006.
Entender la propiedad personal (vida, cuerpo, mente, capacidad creativa, trabajo
físico e intelectual, derechos y bienes materiales o intangibles) como el ámbito inviolable sobre
el que cada ser humano ejerce su soberanía, y, por tanto, como un elemento consustancial a la
dignidad humana.
007.
Eliminar o reducir a su mínima expresión las acciones, conductas y leyes que limitan la
propiedad personal o permiten su expolio por el Estado u otros individuos o grupos, y procurar
la rehabilitación social de la propiedad como pieza fundamental de un código de valores capaz
de generar paz, prosperidad y oportunidades de realización para los hombres y mujeres del
siglo XXI.
B.
Un replanteamiento general de la política
008.
Profundizar en la plena democratización de cada país y reducir simultáneamente el
ámbito de toma de decisiones colectivas en beneficio del ámbito personal de decisión, pasando
del contrato social convencional entre gobernantes y sociedad a un nuevo pacto tripartito que
incluya al individuo.
009.
Eliminar los privilegios administrativos, económicos y jurídicos de los políticos e
incrementar exponencialmente su sometimiento al control ciudadano, principalmente a través
del parlamento, los medios de comunicación y la administración de justicia.
010.
Promover una nueva clase de políticos-gestores que asciendan socialmente en virtud de
la calidad de su trabajo y de su ajuste a las decisiones de la población (directas o a través del
parlamento), acabando de una vez por todas con los liderazgos mesiánicos, los excesos de
carisma, la concentración de poder político en élites reducidas e incontroladas y la política de
gestos y poses.
011.
Limitar el poder de los presidentes y avanzar hacia sistemas parlamentaristas con
presidentes meramente representativos y un gabinete emanado de las cámaras sobre el que
recaiga el poder ejecutivo.
012.
Establecer, sobre todo a nivel local, sistemas de consulta a la ciudadanía frecuentes y
vinculantes sobre las principales decisiones políticas, limitando así la discrecionalidad de los
representantes.
013.
Establecer sistemas vinculantes de iniciativa ciudadana para la legislación y ejecución
política, tendentes a la convocatoria de plebiscitos sobre las materias propuestas.
— 54 —
014.
Facilitar la libre formación y competencia de nuevos partidos, eliminando los requisitos
abusivos para aparecer en la vida política.
015.
Permitir sin restricción alguna la formación de partidos que promuevan cualquier
ideología, sin el filtro previo de ningún organismo autorizador.
016.
Promover la plena democracia interna de los partidos políticos como requisito
indispensable para su existencia legal, lo que implica elecciones internas con todas las
garantías, congresos celebrados por delegados legitimados por los militantes y cuyas decisiones
sean acatadas por los órganos ejecutivos, respeto a los derechos del afiliado y control de las
bases sobre los dirigentes.
017.
Eliminar las trabas legislativas a la afiliación de cualquier ciudadano sin excepción a los
partidos políticos.
018.
Eliminar la financiación estatal de los partidos políticos. Cada opción política debe ser
financiada por sus militantes y por los simpatizantes que crean en ella y decidan apoyarla, no
por el resto de los ciudadanos.
019.
Establecer sistemas electorales fiables, seguros y abiertos a la mayor disponibilidad
posible de opciones de voto para el elector, lo que implica sistemas de listas abiertas y de voto
por preferencia o prioridad.
020.
Reconocer el derecho al voto de todos los residentes, nacionales o no, en todos los
comicios.
021.
Eliminar la obligación de registro previo de los votantes, utilizando como censo
electoral el censo general de ciudadanos y residentes extranjeros.
022.
Eliminar el porcentaje mínimo para la representación de un partido político en el
parlamento, estableciendo sistemas de representación basados en la máxima proporcionalidad
matemáticamente posible.
023.
Eliminar la discriminación territorial en las elecciones haciendo que el voto tenga el
mismo valor en todas las circunscripciones.
024.
Reconocer la máxima autonomía política y económica de cada ámbito político
territorial frente a los superiores, en base al principio de subsidiariedad.
C.
Un nuevo papel para el Estado
025.
Repensar el Estado como un instrumento más de la sociedad y no como la organización
de la misma, y dotarle de un papel realmente subsidiario y no sustitutivo de la acción
espontánea de la ciudadanía.
026.
Reducir a los mínimos imprescindibles las funciones del Estado, su tamaño, su coste y
su intervención en las decisiones de cualquier índole de las personas. Es decir, reducir el
colectivismo en todas sus formas y permitir que impere el orden espontáneo conformado por la
acción simultánea de todos los ciudadanos.
027.
Concentrar las funciones del Estado básicamente en el mantenimiento del orden
público, en una diplomacia basada en la persecución de la paz y la integración económica y
política con el resto del mundo, en la administración de Justicia y en una acción social
estrictamente subsidiaria y dirigida principalmente a la creación de oportunidades, no a la
alienadora igualación de resultados.
028.
Limitar legislativamente el poder discrecional del Estado y exigir del mismo un
cumplimiento eficaz de las misiones que sí le corresponden, para lo que será imprescindible
que abandone todas las tareas que no le son propias, y principalmente la producción de bienes
y la prestación de servicios.
D.
Una economía basada en la libertad de la gente
029.
Proceder a la rápida liberación económica de los ciudadanos, que deben ser los
protagonistas de la economía y no sujetos pasivos y cautivos de la misma.
030.
Deshacerse de todas las empresas públicas sin excepción a través de concursos públicos
limpios y transparentes. En los casos de gran recelo social, como los de las grandes empresas
— 55 —
petroleras nacionales, incluso puede ser una buena opción privatizarlas mediante la entrega a
cada ciudadano de una acción de la empresa.
031.
Liberalizar y desregular todos los sectores, ya que no basta con privatizar las empresas
públicas sino que es necesario crear condiciones de competencia libre y real.
032.
Perseguir el corporativismo y eliminar el carácter de membresía obligatoria y el poder
excesivo de las organizaciones empresariales y sindicales que en algunos países de la región
condicionan la actividad económica y encarecen los bienes y servicios.
033.
Limitar constitucionalmente la capacidad impositiva de las administraciones públicas a
un máximo del diez por ciento de toda base imponible, penándose como confiscatorio cualquier
impuesto más elevado; y tender hacia la proporcionalidad de la carga fiscal frente al sistema
actual de progresividad.
034.
Favorecer la competencia fiscal entre territorios de un mismo país y países de un
mismo bloque económico.
035.
Limitar constitucionalmente la capacidad de endeudamiento de las administraciones
públicas, exigiendo la máxima transparencia y una legitimación especial por mayoría muy
cualificada del parlamento o mediante referéndum.
036.
Sustituir todos los servicios públicos por servicios privados debidamente legislados y
controlados, y cobrar a los ciudadanos por los servicios que siga prestando transitoriamente el
Estado. Los servicios deben pagarlos quienes los usan y no el conjunto de la población.
037.
Eliminar paulatinamente los servicios públicos de sanidad y educación, garantizando el
acceso de toda la población a los servicios privados que elija mediante una política de bonos a
las personas con rentas más bajas para evitar la exclusión social y su confinamiento en servicios
públicos de escaso nivel.
038.
Eliminar las monedas nacionales y sustituirlas por una nueva moneda regional cuyo
valor esté sujeto al de otras monedas más fuertes mediante una caja de conversión, o bien
adoptar el dólar estadounidense u otra moneda fiable, renunciando en todo caso a la política
monetaria.
039.
Permitir que los ciudadanos utilicen libremente en sus transacciones y cuentas
bancarias cualquier moneda que deseen.
040.
Establecer una sólida política de zonas francas y servicios offshore para captar
capitales internacionales.
041.
Eliminar las barreras al libre asentamiento y operación en el país de empresas de
cualquier sector y particularmente de servicios bancarios, financieros y aseguradores de
cualquier nacionalidad.
042.
Fomentar la pequeña y mediana empresa y muy especialmente las cooperativas, que
están integradas por trabajadores-empresarios copartícipes del negocio y sometidos por tanto
una responsabilidad mayor que la de otros trabajadores. En general, rehabilitar y dignificar la
actividad emprendedora y el autoempleo frente al trabajo por cuenta ajena.
043.
Establecer el principio de que cada empresa es responsable única de su gestión, sin que
pueda el Estado rescatar con el dinero de todos a una empresa en dificultades.
044.
Sustituir los sistemas de pensiones basados en la cotización a un fondo colectivo de
reparto por sistemas de capitalización individual de cada trabajador para sí mismo, en
instituciones privadas sometidas a libre competencia, dotando así a los trabajadores de
seguridad y control sobre sus vidas.
045.
Establecer sistemas de capitalización privada obligatoria para el desempleo, para la
educación de los hijos y para otras incidencias, de tal manera que cada persona sea
responsable de sí misma y de los suyos y el Estado sólo deba intervenir subsidiariamente en
casos excepcionales. Tal intervención se realizará prioritariamente mediante la aportación a
los mencionados fondos de las cantidades que el ciudadano no haya podido entregar.
046.
Luchar contra la pobreza y la exclusión social mediante una política de generación de
oportunidades cuyos ejes serán la educación, la eliminación de los costes de la formalidad
mediante una profunda desburocratización y desregulación de la economía y el fomento de la
microempresa a través de una sólida política de microcréditos y exención fiscal.
047.
Sustituir las subvenciones a los productores artísticos y culturales, a las organizaciones
solidarias, a las comunidades religiosas, a los sindicatos, etc. por las aportaciones voluntarias
— 56 —
que reciban y por la comercialización de sus productos y servicios, pudiendo contemplarse en
algunos casos la entrega de bonos a los ciudadanos de rentas más bajas. Por ejemplo, no se
subvencionará un espectáculo sino, de ser necesario, la compra de la entrada de aquellos
ciudadanos realmente incapaces de costeársela, mediante bonos.
048.
Implementar un rápido desarme arancelario unilateral frente al resto del planeta, en
beneficio de los consumidores de la región y de la eliminación de productores que sólo
sobreviven gracias al privilegio arancelario o parasitando las arcas públicas y, por consiguiente,
a la ciudadanía.
049.
Adoptar decisiones políticas tendentes a lograr un incremento sostenido de la inversión
extranjera
050.
Adoptar medidas que hagan posible a todos los ciudadanos acceder al crédito y los
demás servicios financieros, combatiendo la morosidad y estableciendo sistemas eficaces de
justicia que reconduzcan a niveles razonables el riesgo de las entidades de crédito.
051.
Flexibilizar el mercado laboral considerando el trabajo como un bien comerciable en la
economía.
052.
Reducir drásticamente los costes laborales que pesan sobre empleados y empleadores.
053.
Proveer al mercado de un flujo constante de capital humano altamente cualificado, lo
que se logrará mediante la reforma de la educación y, sobre todo inicialmente, mediante una
política de puertas abiertas al asentamiento de ejecutivos y técnicos extranjeros.
054.
Facilitar fiscalmente la vinculación de una parte de los salarios a la productividad y a
los resultados del trabajo.
055.
Eliminar el salario mínimo como instrumento de política pública, pasando a dejar la
fijación del salario en el libre acuerdo de los empleados y empleadores.
056.
Eliminar la contratación pública como mecanismo de generación de empleo, y
sustituirla por el incentivo fiscal a la creación de empleos reales en la economía.
057.
Incentivar fiscalmente la inversión en investigación y desarrollo.
E.
Una política regional y exterior de paz, seguridad e integración.
058.
Implementar una política exterior basada en la rápida inserción en el mundo
globalizado, al objeto de extraer de él los mejores resultados. Para ello será necesario acabar
con el exceso de nacionalismo del que adolecen casi todos los países de la región.
059.
Promover la integración regional desde un entendimiento no excluyente de la misma,
es decir, reduciendo trabas, fronteras y aranceles con los países que se desee pero sin que ello
implique aumentarlos hacia el resto del mundo.
060.
Eliminar los absurdos controles fronterizos y migratorios entre los países
latinoamericanos, de forma similar a como han hecho en Europa los países signatarios del
Tratado de Schengen.
061.
Permitir el libre asentamiento trasnacional de las personas pacíficas y productivas que
lo deseen, recuperando así la mejor tradición de acogida del continente, y basando todos los
derechos y obligaciones de carácter civil, social, jurídico y también político en la residencia y
no en el obsoleto concepto de nacionalidad.
062.
Promover un rápido proceso de desarme multilateral, con el objetivo de constituir la
primera región enteramente desmilitarizada del planeta, eliminando así el peligro de conflicto
y de intervención de las fuerzas armadas en la vida política y en la sociedad civil, y acabando
con una parte elevadísima y absurda del gasto público.
063.
Subordinar de una vez por todas el poder militar a la autoridad civil democrática.
064.
Combatir el imperio desestabilizador del narcotráfico mediante la abolición
multilateral de la prohibición de producción, venta y consumo de sustancias estupefacientes,
restituyendo de paso a los ciudadanos la plena soberanía sobre sus vidas y sus cuerpos.
065.
Eliminar las estériles disputas territoriales que persisten en el subcontinente
latinoamericano mediante la simple consolidación del statu quo actual.
066.
Caminar con rapidez hacia una doble cesión de soberanía de los Estados hacia arriba —a
favor de organismos regionales democráticamente controlados— y sobre todo hacia abajo, en
— 57 —
beneficio de los gobiernos territoriales y municipales más cercanos al ciudadano y por tanto
más controlables por éste, que deben ser los responsables de la recaudación fiscal.
067.
Reducir drásticamente el gasto diplomático y favorecer la representación conjunta de
los países latinoamericanos en el exterior.
068.
Establecer sistemas de extradición automática entre los países de la región, con la
única excepción de aquellos que mantengan regímenes dictatoriales, violaciones de los
Derechos Humanos, pena de muerte, tortura y/o tratos inhumanos y degradantes.
069.
Coordinar la política exterior de los países latinoamericanos.
F.
Una sociedad de personas libres
070.
Promover la emancipación temprana de los jóvenes mediante sistemas de créditos
ventajosos para el alquiler de viviendas y para el estudio en universidades distantes,
contribuyendo así a su responsabilidad, a la asunción de su soberanía personal y a la reducción
del exceso de intervención paternal y familiar en la vida de estas personas.
071.
Favorecer la plena incorporación de la mujer, la juventud y los colectivos marginados a
la actividad laboral, empresarial y política mediante la generación real de igualdad de
oportunidades y no a través de sistemas de cuotas
072.
Establecer un escrupuloso respeto a los colectivos minoritarios y a los estilos de vida
alternativos, a las personas con discapacidad, a las diversas orientaciones sexuales y a las
minorías religiosas, étnicas y lingüísticas, fomentando la tolerancia para con todos estos
grupos.
073.
Eliminar el paternalismo respecto a las comunidades indígenas y permitir tanto su
integración como el mantenimiento de su forma de vida tradicional, siempre en base a la
decisión informada y consciente de cada individuo.
074.
Eliminar todas las imposiciones del Estado a los ciudadanos (servicio militar, servicio
social, obligación de servir como jurado o en mesas electorales, obligación de votar, etc.), con
la única excepción del cumplimiento de las leyes y del pago de impuestos, que deberá limitarse
constitucionalmente.
075.
Reconocer el derecho a que en los trámites con la administración pública se considere
cualquier petición resuelta a favor del ciudadano si aquélla no responde en un plazo
determinado.
076.
Sustituir el modelo educativo actual por centros privados, incentivando sobre todo la
creación de cooperativas y empresas del sector educativo integradas por padres y profesores.
Hacer que cada familia costee la educación de sus hijos y que las familias verdaderamente
incapaces de hacer frente a ese gasto reciban del Estado un bono por el importe medio de
mercado para acudir al centro de su elección.
077.
Proporcionar a todos los niños y adolescentes una educación liberadora, personalizada,
plural, abierta, laica y racionalista, utilitarista y tendente a la mayor objetividad posible,
dirigida a formar seres humanos libres de ataduras y prejuicios, autoconscientes y
responsables, celosos de su soberanía personal y capaces de emplear su autogobierno individual
en beneficio propio y, por tanto, de la sociedad.
078.
Respetar la libertad total y absoluta de los medios de comunicación, con la única
excepción de la calumnia. Permitir la existencia de tantos medios como surjan en la sociedad e
incentivar la separación de información y opinión y los sistemas de participación de los
consumidores de información en los medios.
079.
Abolir los medios de comunicación del Estado, con la única excepción de la gaceta en
la que publique sus leyes, para acabar con la inevitable manipulación progubernamental de
estos medios y para evitar su competencia desleal con las demás empresas de comunicación.
080.
Abolir las costosas y paternalistas campañas del Estado en favor o en contra de ciertas
actitudes, valores o formas de actuar, ya que no corresponde al Estado decirle a la gente lo
que debe hacer sino al revés; y permitir únicamente las campañas de información que resulten
estrictamente necesarias, y que la Administración deberá pagar como un cliente más a las
agencias de publicidad y medios de comunicación empleados para su difusión.
— 58 —
081.
Legalizar la eutanasia activa y pasiva, siempre en función de la voluntad libre e
informada del interesado o de las instrucciones que hubiere dejado para casos de inconsciencia
o enajenación mental, desde el entendimiento de que la vida forma parte de la propiedad
personal de todo ser humano y de que aguantar el sufrimiento extremo no es exigible a nadie.
Regular adecuadamente el derecho a la objeción de conciencia del personal sanitario ante
estos casos.
082.
Legalizar el comercio libre y voluntario con el cuerpo propio y sus derivados, desde la
compraventa de sangre, semen u órganos hasta el alquiler de úteros para la reproducción,
pasando por la prostitución, todo ello al objeto de devolver a las personas la plena soberanía
sobre su organismo y evitar las mafias del tráfico de órganos y fluidos corporales y del
proxenetismo.
083.
Establecer leyes de plazos para la interrupción voluntaria del embarazo, regulando
adecuadamente el derecho a la objeción de conciencia del personal sanitario ante estos casos.
084.
Legalizar el cambio de nombre y apellidos de las personas así como el cambio jurídico
de sexo, sin más restricciones que el oportuno registro público destinado a evitar la evasión de
responsabilidades.
085.
Equiparar los derechos de las parejas de hecho con los de los matrimonios.
086.
Combatir la procreación irresponsable y realizar campañas de esterilización voluntaria
para contener la natalidad.
087.
Favorecer fiscal y políticamente la solidaridad libre de los ciudadanos.
088.
Favorecer la autoorganización de la sociedad, sobre todo en los niveles más bajos de
gestión de los asuntos públicos, dejando en manos de organizaciones ciudadanas privadas
determinadas tareas municipales y estatales, al objeto de reducir el gasto público e involucrar
a la sociedad en su autogestión.
G.
Un marco jurídico de libertad y responsabilidad
089.
Establecer un ordenamiento jurídico basado en el principio máximo de que todo está
permitido excepto si de forma clara y demostrable perjudica directamente a otro, eliminando
por tanto todas las disposiciones que se basan en una vaga teorización sobre lo que es “bueno”
o “malo” para el conjunto de la sociedad.
090.
Establecer un Derecho inteligible por todos los ciudadanos, práctico y sencillo,
incluyendo la propia constitución, que debe limitarse a disponer unas normas generales y una
carta de derechos.
091.
Eliminar el fuero y la legislación castrense, sometiendo a los militares a la justicia
ordinaria.
092.
Eliminar de una vez por todas la pena de muerte, la cadena perpetua y los tratos
vejatorios y degradantes, no sólo del ordenamiento jurídico sino también de la realidad
cotidiana.
093.
Replantear completamente la política penitenciaria, desde sus objetivos a su
desarrollo, de forma que verdaderamente resulte útil a la reinserción social de los condenados
y las cárceles no sean, como ahora, escuelas de delincuencia e insalubres territorios al margen
de la sociedad donde se da todo tipo de abusos sobre los reclusos y entre ellos mismos.
094.
Hacer de las cárceles espacios mucho más abiertos a la interrelación con el resto de la
sociedad y considerar que la pena privativa de libertad sólo limita el espacio físico por el que
puede moverse la persona, por lo que es preciso eliminar todas las “condenas adicionales” que
injustamente acompañan al preso: limitación al aprendizaje, a la producción, al trabajo, a la
relación con la familia y los amigos, a la vida sexual, a la creatividad y a la capacidad
emprendedora, etc. En el marco y con los condicionantes de seguridad propios de una cárcel,
es posible y deseable que los reclusos desarrollen libremente actividades laborales y
empresariales lucrativas, se costeen su estancia y puedan ahorrar e invertir.
095.
Combatir enérgicamente la corrupción judicial y el tráfico de influencias.
096.
Evitar el nombramiento de los jueces y fiscales por el poder ejecutivo, sustituyéndolo
por sistemas de mérito y ascenso en el seno de la carrera jurídica.
— 59 —
097.
Simplificar, abaratar y desburocratizar las exigencias jurídicas relativas a todos los
trámites y transacciones de los ciudadanos.
098.
Crear un clima de confianza y seguridad jurídica haciendo cumplir los contratos, que
son la ley de las partes, y disponiendo de una administración de justicia ágil y eficaz en la
resolución de los contenciosos. Para ello, establecer adicionalmente sistemas de arbitraje
privado y voluntario, siempre sobre cuestiones no penales, que descarguen la administración de
justicia.
099.
Reducir la aportación del presupuesto público a la administración de justicia haciendo
que las partes de cada proceso, y principalmente la parte condenada, se hagan cargo no sólo
de los costes de su acción sino también de los gastos ocasionados a la administración de
justicia, pagándolos el Estado sólo en los casos de personas que realmente no puedan hacerse
cargo de ellos.
100.
Eliminar la obligatoriedad de que los profesionales del derecho deban ser miembros de
colegios profesionales para ejercer su actividad, así como permitir la autorrepresentación de
las personas en juicio.
— 60 —
América Latina necesita una moneda común fuerte
Editorial para Perfiles del siglo XXI, noviembre de 1999
Latinoamérica es más pobre que otras regiones del mundo debido a causas muy diversas, pero a
estas alturas del siglo a casi nadie le quedan dudas de que una de esas razones es el
empecinamiento de los gobiernos latinoamericanos en seguir emitiendo billetes y monedas que
parecen sacados de un juego de Monopoly. Empobrece ese obstinado mantenimiento de
denominaciones nacionales que ni pueden ser cambiadas fuera del país ni mantienen su valor ni
representan para sus usuarios la menor seguridad. Hay varias salidas a esta situación, desde la
creación de un banco central latinoamericano y el establecimiento de una moneda única
común, como ha hecho Europa, hasta el puro y simple manejo de dólares (o, por qué no, euros
o francos suizos), pasando por el patrón plata que algunos estudiosos han propuesto. Pero
cualquiera de esas salidas es mala para los políticos que ostentan el poder en las veinte
capitales latinoamericanas, porque les impediría ejercer la espantosa política monetaria que
tanto les conviene y que tan graves consecuencias ha tenido para la región. Pues precisamente
de eso se trata. De quitarle a los políticos la máquina de hacer billetes ya que se han
demostrado incapaces de manejarla. Y, de paso, de abrir a los ciudadanos de estos países la
posibilidad de tener su dinero y celebrar sus contratos usando cualquier moneda que deseen. Es
un escándalo que a estas alturas uno no pueda, en muchos países de la zona, abrir una cuenta
en otra moneda que no sea la nacional o, como mucho, en dólares. La gente debe ser libre de
emplear en sus transacciones libras, yenes, marcos o gallinas si así lo desea. Y ojalá escojan
libremente una moneda panlatinoamericana o simplemente panamericana que les inspire
confianza y seguridad. Y que los quetzales, lempiras, córdobas, soles, colones, pesos, bolívares
y demás monedas de juguete terminen dignamente en las colecciones numismáticas, como
recuerdo de lo que no debe hacerse.
Clinton y Puerto Rico
Editorial para Perfiles del siglo XXI, noviembre de 1999
El indulto del presidente Clinton a varios independentistas de Puerto Rico, tras haber cumplido
una parte sustancial de sus larguísimas condenas, ha sido acogido con abierta oposición en
diferentes sectores de la comunidad hispana estadounidense y en la propia isla. La mismísima
Primera Dama ha mostrado su recelo frente a esta medida, que sin embargo puede
considerarse como un gran acierto en el camino hacia la definitiva normalización de Puerto
Rico. Los habitantes de la isla se han pronunciado hasta la saciedad en contra de la
independencia que una minoría quiere imponer, pero es necesario sanar las heridas abiertas en
el seno de la sociedad puertorriqueña e incorporar a la minoría secesionista al conjunto de la
sociedad. Cuando los indultados y sus organizaciones guerrilleras optaron por la lucha armada
corrían otros tiempos y el mundo vivía aún los últimos coletazos de la Guerra Fría. Hoy no es
entendible ni justificable el recurso a la violencia como medio de imponer objetivos políticos,
pero tampoco resulta sensato excluir y satanizar a quienes representan una opción
enteramente legítima que, si llegare a obtener el respaldo de la población, sería
perfectamente válida. La única imposición razonable es la libre competencia de todas las
opciones y el sometimiento de todos al dictado soberano de las urnas.
Comprender el caso Pinochet
Editorial para Perfiles del siglo XXI, noviembre de 1999
Es evidente que tensionar las relaciones con España no resuelve el caso Pinochet, pero el
ministro chileno de Relaciones Exteriores, Juan Gabriel Valdés, parece no entender que el
gobierno español no tiene poder alguno, ni voz ni voto, frente a las decisiones de la
Administración de Justicia. A eso se le llama separación de poderes y, por más que sorprenda
en Santiago, es algo que suele ocurrir en los países democráticos. La democracia española
— 61 —
podrá tener todavía muchos fallos e imperfecciones, pero por lo menos no se da el
sometimiento del poder judicial al ejecutivo. Guste o no la actuación procesal de las justicias
española y británica, el gobierno de José María Aznar está atado de pies y manos ante esta o
cualquier otra decisión de los tribunales, y así debe ser. De lo contrario, ¿qué clase de
democracia habría en España? No cabe por lo tanto solución alguna de arbitraje político, y el
rechazo de esta opción no es un capricho de Madrid sino una obligación jurídica que pesa sobre
el gobierno. Si Aznar o Matutes hubieran actuado de otra forma habrían incurrido en delito. Es
un grave error que Chile arremeta contra el ejecutivo español por un asunto sobre el que no
puede actuar, y sólo deteriorará absurdamente las importantes relaciones comerciales y
políticas entre ambos países. Chile es libre de llevar a España ante el Tribunal Internacional de
Justicia, pero el fallo de la alta corte de La Haya, que puede tardar años, difícilmente alterará
el curso de los acontecimientos.
— 62 —
Entrevista a Martín Burt, alcalde de Asunción (Paraguay) y destacado líder político nacional
Perfiles del siglo XXI, noviembre de 1999
El alcalde de la capital paraguaya es una figura ascendente en el nuevo orden político
emergido de los sucesos de marzo y de la reordenación del principal partido opositor, el
PLRA, hoy integrado en un gobierno de unidad nacional que quiere pasar de una vez por
todas las páginas más amargas de la reciente historia del país sudamericano. Si Domingo
Laíno significó durante décadas la resistencia pacífica y hasta heroica frente a la tiranía
de Stroessner, Burt representa la regeneración y la actualización que necesitaban los
demócratas paraguayos.
JP: El mundo se sobresaltó en marzo por los sucesos de Paraguay. ¿Qué pasó exactamente?
MB: En marzo sucedieron dos crisis muy importantes. Primero, el asesinato del vicepresidente
de la república. Después, el juicio político al presidente, que ocasionó manifestaciones masivas
de la ciudadanía contra las que dispararon las fuerzas policiales. El resultado positivo fue que
la población demostró haber perdido por completo el miedo que siempre la había atenazado.
Los jóvenes paraguayos afrontaron las balas y hubo más de noventa heridos y unos ocho
muertos. La sociedad se rebeló contra el brote de autoritarismo y logró vencerlo. Gracias a eso
tenemos hoy un gobierno de unidad nacional frágil pero esperanzador.
Una parte de esa rebelión cívica tuvo su centro en el gobierno municipal que preside...
A la municipalidad de Asunción le cupo el viernes 26 de marzo la responsabilidad proteger el
edificio del parlamento con los medios a nuestro alcance: camiones recolectores de basura,
cargadoras, camiones de bomberos, y vehículos de la policía municipal. Así pudimos parapetar
a los jóvenes que estaban siendo víctimas de los disparos de las fuerzas del general Lino Oviedo
y desviar la columna de tanques que sacó a la calle el sector más reaccionario de las fuerzas
armadas. Pero de verdad no creo tener ningún mérito personal en esto. La ciudadanía fue la
protagonista de aquellos sucesos y desde la municipalidad sólo hicimos lo posible por
protegerla y acompañarla en su camino hacia la conquista de las libertades.
Y, ¿cómo está funcionando el gobierno de unidad nacional?
Por primera vez tenemos un programa de gobierno conjuntamente elaborado por todos los
partidos. Es una experiencia muy nueva pero los paraguayos estamos comprendiendo que
ningún partido podrá sacar adelante al país por sí solo. Se acabó la hegemonía del Partido
Colorado [conservador]. Si se van cumpliendo los acuerdos, creo que tenemos gobierno de
unidad nacional para largo. Esto beneficiará también a la necesaria oxigenación y actualización
del propio Partido Colorado.
¿Qué pasa con Oviedo?
Argentina no quiere extraditarle, ni Uruguay quiere extraditar al general Segovia, que fue el
ministro de Defensa del presidente Cubas [huído del país ante su inminente condena en juicio
político en marzo]. Es una crisis tremenda en nuestras relaciones con estos países socios del
Mercosur, sobre todo por el incumplimiento flagrante que estos Estados hacen de la cláusula
democrática del Tratado de Asunción. Es un acto de enorme arrogancia e insensibilidad ante
los deseos y aspiraciones de un pueblo que ya está harto de impunidad. Estos países están
poniendo en duda la justicia paraguaya.
A la luz de estos problemas, ¿cómo ve el caso Pinochet?
Es una situación muy dramática para el pueblo chileno, para todo el pueblo chileno. Desde la
experiencia paraguaya, creo que los dictadores deben ser conducidos ante la justicia, más allá
de los arreglos internos de los países. Dónde se haga es lo de menos, por que esto nos da una
garantía internacional contra la futura aparición de nuevos dictadores, y eso es fundamental. A
veces es necesario llegar a acuerdos de coexistencia como el que se alcanzó en Chile, pero los
crímenes que se imputa a Pinochet no son contra chilenos, con el debido respeto, sino contra la
Humanidad. “Desaparecer” a la gente no es un crimen local sino un crimen contra la
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Humanidad. Este cerrojo que constituye el fin de la inmunidad y de la impunidad es una señal
muy clara a quienes se planteen actuaciones similares en sus países.
¿Y qué piensa de las situaciones políticas de Cuba y Venezuela?
Castro es un dictador que se ha beneficiado del bloqueo estadounidense, y por lo tanto es más
sensato terminar con ese bloqueo. Yo le pido a Castro que tenga los huevos de permitir la
existencia de un partido liberal cubano, igual que los paraguayos permitimos la existencia de
un partido comunista en nuestro país. A los liberales no tienen que temernos, como nosotros no
les tememos a ellos. Con respecto a Venezuela tengo mucha cautela. En un proceso de tran
profunda reforma política me preocupa la concentración de poder. Los liberales somos
demócratas y creemos en el equilibrio de poderes y en su fragmentación y control mutuo. No
parece que en el entorno de Chávez haya nadie capaz de atreverse a discrepar.
¿Cómo percibe la situación actual del liberalismo en América Latina?
El liberalismo ha derrotado al socialismo y al comunismo. Ahora tenemos un gran desafío
consistente en evitar que se mimeticen como liberales los conservadores que tienen una
política económica más o menos liberal pero que realmente no buscan la expansión de la
igualdad de oportunidades que preconizamos los liberales. Hay muchos conservadores que
prefieren hacerse llamar liberales por conveniencia de imagen, pero a quienes en realidad les
importa tres pepinos la generación de oportunidades para la gente. Los liberales no deseamos
la igualdad de resultados, pero sí la de oportunidades, y éste es un principio que no podemos
dejar de lado. Si creemos en el capitalismo es precisamente porque implica la dispersión del
poder, que es fundamental para controlar, precisamente, al capital. Ser liberal es lo contrario
de ser conservador. El verdadero liberal quiere vivir en un país rico y lleno de oportunidades
para todos, combate la pobreza y desea erradicarla. Por eso es impensable un liberalismo que
no sea reformista y que se conforme con la situación heredada.
El Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA) al que pertenece fue la principal fuerza de
oposición contra la dictadura de Stroessner. ¿Por qué momento atraviesa en la actualidad?
El nuevo presidente del PLRA es el doctor Julio César Franco, que está realizando importantes
cambios en el partido tendentes a una renovación que era muy necesaria tras las décadas de
liderazgo de Domingo Laíno, que dan ahora paso a una etapa nueva. Toca ahora un cambio
generacional que se hizo patente con la derrota sufrida en las últimas elecciones
presidenciales. Además estamos persiguiendo un aggiornamento del liberalismo paraguayo, que
se nos había quedado muy anclado en los valores de la lucha contra la dictadura. Ahora vivimos
afortunadamente en otros tiempos y tenemos que trabajar sobre todo por la elaboración de
propuestas correctas para la gestión de los asuntos públicos y para la reactivación económica.
Estoy convencido de que tras los sucesos de marzo y desde nuestra entrada en el gobierno de
unidad nacional, el PLRA va a estar en una posición fuerte, menos basada en la reivindicación y
más en un buen trabajo de gestión y de alternativa seria y pragmática de gobierno.
¿Esa reactivación implica más libertad económica para los paraguayos?
Sí, y no sólo eso. Implica también terminar con aberraciones como la ley que impide sustituir a
los funcionarios y que hace vitalicio su empleo. El Estado paraguayo ha sido utilizado durante
demasiado tiempo con fines prebendarios por parte del gobierno, convirtiéndose el
funcionariado, en época electoral, en un importante contingente de apoyo al oficialismo.
Además, esto anula el espíritu emprendedor de las personas.
Supongo que ese prebendarismo del Estado paraguayo también ha significado una
protección exagerada a ciertos productores próximos al poder. ¿Qué se puede hacer para
corregir esa situación?
Nuestra reforma tributaria y arancelaria no ha sido completada. Hay muchas fisuras por las
cuales se produce evasión, de la que se benefician esos empresarios que mencionas. La reforma
del Estado que proponemos los liberales pasa por reducir gastos desproporcionados pero
entendibles desde la dinámica de poder que hemos vivido, como es el presupuesto de las
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fuerzas armadas. El gasto ingente en esta partida presupuestaria ha creado toda una casta de
beneficiados dentro de las fuerzas armadas, lo cual ha sido malo para la sociedad y para las
propias fuerzas armadas. En este quinquenio, desde el gobierno de unidad nacional,
pretendemos realizar cambios como éste, que requieren de una gran valentía en nuestro país,
sobre todo porque hay un sector del Partido Colorado que no está dispuesto a modificar un
statu quo del que tanto se ha beneficiado durante décadas. Por otro lado, creemos muy
necesario reducir la presión fiscal y aumentar a la vez la recaudación luchando contra la
evasión. Por ejemplo, no más del 25 % de la gente paga realmente el IVA. Preferiría bajar el
IVA del 10 % actual al 5 % si todo el mundo lo pagara. Los impuestos sólo sirven para recaudar y
no debe agregárseles otros objetivos. Creo que la lucha contra la evasión, al llevar a todos los
ciudadanos a pagar sus impuestos, hará que todos sean también más exigentes respecto a la
reforma del Estado.
¿Qué opinión le merece el debate abierto sobre la dolarización o la implantación de una
moneda regional fuerte, basada en una caja de conversión?
En plena época de integración de las economías es un abuso poder manipular la moneda para
fines locales. Brasil ha castigado a los países vecinos ante la incapacidad de resolver su
problema de déficit fiscal interno. Creo que Mercosur debe implementar legislación
supranacional para evitar este tipo de abusos. Por supuesto que yo no dudaría en sustituír el
guaraní por el dólar o por una moneda regional estable.
¿En qué situación han quedado las fuerzas armadas después de Lino Oviedo?
Las fuerzas armadas pasaron un examen importante durante los sucesos de marzo, y creo que
desde ahora ya no vamos a ver tanques en las calles de Asunción por muchos años. Es necesario
abolir el servicio militar por muchas razones, entre otras por la imposibilidad de llamar a filas a
un contingente de jóvenes tan grande como el nuestro. Cumplen diecisiete años unos cincuenta
mil jóvenes al año y esto propicia la corrupción: se libran quienes pueden encontrar atajos. Es
necesario transformar nuestras fuerzas armadas en un ejército profesional y reducido. Sí creo,
sin embargo, en el servicio civil obligatorio.
¿Por qué?
Como mecanismo de socialización de muchos sectores marginados y rurales, para incorporarlos
realmente al país; y también porque el Estado no alcanza a realizar muchas tareas que son
necesarias y que así podrían resolverse, desde la limpieza de ríos y zonas forestales hasta la
dotación de auxiliares temporales a la educación y la sanidad. Es también un medio de
transmisión de los valores democráticos a los sectores menos integrados de la población. Si
antes se empleaba el servicio militar obligatorio para inculcar valores autoritarios, creo que
ahora podría ser de utilidad el servicio civil para inculcar valores democráticos, de Derechos
Humanos e igualdad de oportunidades.
¿Cuáles son sus planes como alcalde de Asunción?
Nuestro equipo de gobierno tiene públicamente asumido lo que llamamos un “contrato con
Asunción”, y tenemos que cumplirlo. Nuestra evaluación a mitad de legislatura nos indica que
estamos avanzando en ese cumplimiento. Estamos recabando créditos de organismos
internacionales para corregir el pronunciado déficit de infraestructuras de nuestra ciudad.
Queremos que se tenga en cuenta la capitalidad de Asunción y los costes añadidos que ese
hecho implica. Tenemos más de mil hectáreas ocupadas por militares que no pagan
contribución alguna al erario municipal. Tenemos una grave carencia de desagües pluviales que
genera baches en las calles. Y queremos fomentar la participación ciudadana en la cogestión de
la ciudad. Asunción es una ciudad acogedora, tranquila y bonita que invito a todos a visitar.
Camiones de basura contra tanques
(recuadro junto a la entrevista)
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En Asunción a nadie se le va a olvidar durante muchos años cómo una noche de marzo del
último año del siglo XX un joven alcalde decidió que no podía permitirse que los militares
secuestraran una vez más la democracia, que había que impedir por todos los medios que los
ciudadanos fueran ametrallados por los secuaces del fascista general Oviedo. Y el alcalde sacó
a las calles hasta el último vehículo municipal para hacer frente a la columna de tanques y para
servir de cobijo ante los disparos de unas fuerzas armadas que todavía no querían entender su
papel. La comunión fue tal entre los políticos demócratas, los ciudadanos y los funcionarios al
mando de la peculiar y quijotesca flota de camiones de basura y de riego, que el baño de
sangre se minimizó y los carros blindados no pudieron aplastar la explosión cívica de un pueblo
harto de tiranía. Burt es un político de estilo estadounidense y preocupaciones bien paraguayas
que conecta perfectamente con su gente, los asuncenos, y que tiene por delante un futuro
político llamado a llevarle mucho más allá de su impecable gestión como rector de una de las
ciudades con más encanto de Sudamérica. JP.
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Rusia: a la caza y captura del caucasiano
Perfiles del siglo XXI, noviembre de 1999
La reciente oleada de atentados terroristas en Rusia ha venido como anillo al dedo a la élite
cleptocrática del Kremlin. Primero, porque ha servido para que Boris Yeltsin y sus cómplices
distraigan de la atención pública el enorme escándalo de su malversación de los ingentes
créditos entregados a Rusia por el Fondo Monetario Internacional. Y en segundo lugar, porque
ha permitido a los medios oficiales de Moscú y a todo el aparato de comunicación estatal lanzar
una descarnada campaña de difamación contra los pueblos del Cáucaso meridional, a los que se
acusa de pretender la desestabilización de Rusia.
La región caucásica situada entre los mares Negro y Caspio —como también la vasta región de
Asia Central— está poblada desde siempre por grupos étnicos de la más variada composición,
pero ajenos por completo a la lengua, la cultura y la religión predominantes en Rusia. La
pretendida rusificación de estas sociedades se reveló imposible. Los diversos contenciosos y
conflictos abiertos que laten en la zona no responden a un levantamiento oportunista de estos
países contra una Rusia debilitada, como el Kremlin pretende dar a entender. Son naciones que
fueron ocupadas por la fuerza en los últimos siglos al imperio zarista, y que posteriormente se
vieron sometidas, como la propia Rusia, a la tiranía ciega del comunismo soviético. En el marco
de éste, Stalin obligó a millones de personas a trasladarse de unas zonas a otras y creó
artificialmente algunas subrepúblicas dentro de la Federación Rusa y otras directamente
partícipes de la Unión Soviética, mientras deconocía dolosamente la real existencia e
implantación de algunos de los pueblos diferenciados de la zona. Toda la construcción
fronteriza y geopolítica del Cáucaso es el resultado aberrante de un trazado arbitrario y lleno
de errores. La guerra entre Armenia y Azerbaiyán por el enclave del Alto Karabaj, el conflicto
entre Georgia y su territorio de Abjasia, el actual conflicto de Daguestán y el que tarde o
temprano se desatará por las aguas del mar Caspio son exponentes de la triste realidad del
Cáucaso, convertido por Rusia en un auténtico polvorín. La mayor injusticia es también la
mayor fuente de disputas: la negación de la independencia de unos países y el reconocimiento
de la de otros en función tan sólo de su anterior status en la URSS. Los territorios que eran
parte de la Federación Rusa no han logrado emanciparse políticamente, por diferentes que
fueran, mientras los constitutivos de la Unión sí han alcanzado su soberanía, aunque fuesen tan
similares a Rusia como lo es, por ejemplo, Bielorrusia. Por otro lado, la continuidad de algunos
de estos territorios en Rusia es más formal que real, sobre todo en el caso de Chechenia.
En en este orden de cosas, la inestabilidad política y social de Rusia no puede achacarse a los
pérfidos caucasianos deseosos de destruir Moscú a fuerza de bombas. Es indiscutible que
algunos grupos armados de la región pueden haber perpetrado actos violentos en Rusia, pero
las causas últimas de la situación de violencia generalizada en Rusia son causas rusas y tienen
sobre todo relación con el imperio de las mafias y la debilidad del sistema político de Moscú.
Con su xenófoba campaña en contra de los caucasianos, el gobierno ruso puede estar
destapando una caja de Pandora cuyas consecuencias son impredecibles pero preocupantes. La
solución a los problemas del Cáucaso no está en la intervención rusa sino en la definitiva
reordenación territorial de la zona en el marco de una conferencia internacional auspiciada por
la ONU, y en la retirada rusa de territorios que, pese a doscientos años de sometimiento a
Moscú, ni son ni se sienten parte de Rusia.
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Matrimonio, divorcio y uniones libres en el 2000
Diario La Prensa (Guatemala), 23-11-1999
El nuevo siglo verá sin duda una flexibilización del vínculo matrimonial, una tendencia hacia la
consideración individual de los cónyuges a todos los efectos civiles y económicos y una
equiparación con el resto de fórmulas de convivencia humana. De hecho, el matrimonio
tradicional tenderá a evolucionar hacia una institución privada sin efectos jurídicos. Estos, de
persistir, serán mínimos y determinados, no por el matrimonio, sino por la simple inscripción en
los registros de uniones, las cuales pueden ser mediante la fórmula tradicional (un hombre y
una mujer) o mediante cualquier otra fórmula de dos o más personas de cualquier sexo
libremente agrupadas en núcleos afectivos de convivencia.
El matrimonio, sobre todo mientras siga teniendo efectos jurídicos, debe estar a la disposición
no solamente de las parejas heterosexuales sino también de las homosexuales (como ya ocurre
en Dinamarca) y de las uniones polígamas voluntarias, ya sean de un hombre y varias mujeres
(poliginia), a la inversa (poliandria) o de otra manera. La poligamia está amparada por la ley en
unas sociedades pero está prohibida en otras donde la religión mayoritaria tradicional no lo
acepta. Los ciudadanos que por razones religiosas o de cualquier otro tipo desean contraer
libremente matrimonio en régimen polígamo se ven imposibilitados para ello si residen en
países que imponen por ley la moral monógama. Se les condena así a mantener su unión
múltiple de forma clandestina, creándose un agravio comparativo en el tratamiento jurídico
que se da a una de las esposas (o uno de los maridos) frente al resto. Este caso se da con cierta
frecuencia entre los inmigrantes musulmanes en Europa Occidental.
Otra imposición del sistema es el carácter obligatoriamente indefinido de los contratos
matrimoniales. Las partes están en su perfecto derecho de limitar voluntariamente la duración
del contrato y establecer libremente las fórmulas de revisión y continuación del mismo, como
en cualquier otro tipo de contrato entre seres humanos soberanos. Y en el fondo, ¿para qué un
contrato?
En una sociedad moderna y civilizada como la que proponemos los libertarios para el próximo
siglo, y una vez que la mujer se ha incorporado al pleno disfrute de todos sus derechos, no
tiene sentido el régimen de bienes gananciales. Cada individuo, casado o no, tiene un
patrimonio que es producto de la herencia y de su esfuerzo e inteligencia personales. Las
personas que conviven en pareja, lógicamente, suelen compartir muchos bienes materiales,
pero esto debe suceder de forma libre y espontánea, sin intromisión legislativa, y desde luego
no debe tener implicaciones para las partes cuando el vínculo se disuelve. Tal vez el actual
sistema, pensado sobre todo para proteger a la mujer en caso de divorcio, deba mantenerse
como opción habitual durante algún tiempo, hasta que esa igualdad plena de hombres y
mujeres se vea más fortalecida, pero la tendencia debería ser la descrita. Naturalmente, el
régimen de bienes ganaciales puede mantenerse como opción para quienes libremente decidan
unir sus patrimonios, estén o no casados y constituyan o no una pareja u otra forma de unión
afectiva. Es de justicia reconocer que el sistema de gananciales viene provocando multitud de
casos sangrantes de expolio del patrimonio de un cónyuge por parte del otro al disolverse la
unión (generalmente del hombre, pero también muchas veces de la mujer), expolio que va
mucho más allá de la necesaria protección a la parte más débil. Lo normal sería que al llegarse
a un divorcio ninguna parte debiera “compensar” económicamente a la otra porque ambas
dispusieran de su propio patrimonio y medios de subsistencia independientes. Es triste pero a
estas alturas el matrimonio sigue siendo en muchos casos un negocio, y el divorcio también. La
culpa de esta situación la tiene la intromisión del Estado en este campo, al establecer toda una
legislación sobre algo tan íntimo y privado como es la decisión de convivir y de conformar una
familia.
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Resulta increíble que, al borde del nuevo siglo, siga habiendo en muchos países legislaciones,
generalmente de inspiración religiosa, que impiden, limitan, dificultan o encarecen el divorcio.
Esa frase de “lo que Dios ha unido, que no lo separen los hombres” está muy bien para quienes
piensen que no se han unido ellos sino que les ha unido algún dios. Los libertarios, sin
menoscabo del necesario respeto por las creencias religiosas de cada cual, pensamos que es de
la más elemental lógica considerar el matrimonio como un acto libre y voluntario cuya
disolución ha de ser igualmente libre y voluntaria. Y, por supuesto, unilateral: el divorcio no se
“concede”, sino que es un derecho civil inalienable y, como tal, simplemente se ejerce.
Otro problema al que se enfrentan muchas personas a la hora de divorciarse es el del acceso a
sus hijos. En muchos Estados existe una tendencia de los jueces a conceder sistemáticamente
la tutela de los hijos a la madre. Esto ha ocurrido, incluso, en innumerables casos en que la
madre era objetivamente la menos indicada de los dos para ejercer esa función. Es una
tendencia sexista que debe corregirse. Es necesario que, en caso de divorcio, los hijos vivan
habitualmente con su padre o con su madre según resulte más conveniente en base a criterios
científicos y objetivos y, desde luego, en base a la voluntad de los menores a partir de una
cierta edad, y que tengan la relación más normal y frecuente posible con el otro.
También es necesario acabar con la práctica, común en muchas parejas divorciadas, de
convertir en armas el acceso a los hijos y el pago de las pensiones alimenticias. Éstas deben
dejar de ser una carga insoportable para muchos padres y madres divorciados. Sería
conveniente que los padres y madres aportaran desde el nacimiento de sus hijos pequeñas
cotizaciones a un fondo de capitalización privada que, en caso de disolución del vínculo,
asegurasen en todo o en parte esa pensión. Podría ser el mismo fondo que se destinara también
a la futura educación de los hijos, a su sanidad, a la responsabilidad civil subsidiaria por actos
de estos menores y a otros asuntos. Las personas podrían incluso comenzar a cotizar a esos
fondos, voluntarios y desgravables, mucho antes de tener hijos. Esto no puede, sin embargo,
soslayar la responsabilidad que los padres, divorciados o no, tienen con respecto a sus hijos,
porque cuando se producen dejaciones en esa responsabilidad, es el Estado quien se ve
obligado a asumirlas en nombre del resto de la sociedad y en aras de preservar los derechos de
los menores, lo que repercute injustamente en los fondos públicos procedentes de los
impuestos de todos.
Muchos creyentes de diversas religiones oponen una férrea resistencia a la evolución propuesta.
Es una oposición injusta ya que nada les impide a ellos seguir gobernándose por su particular
filosofía y cumplir con los mandatos de sus respectivas organizaciones religiosas. Los libertarios
sólo pedimos, en esto como en todo, que no se obligue a los individuos a regirse por la moral
de la mayoría. Aunque sólo un porcentaje minúsculo de los ciudadanos ejerciera las
posibilidades que acabo de enunciar, ya estaría justificada la reforma legislativa en esta
materia, ya que se estaría liberando a esas personas del “yugo cultural” que les impone la
masa.
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No cabemos en la Tierra
El reto de la superpoblación
Perfiles del siglo XXI, diciembre de 1999
El reciente anuncio por parte de la ONU de que, según sus estadísticas, ha nacido el ser
humano número seis mil millones, es una mala noticia. En sólo doce años hemos pasado de
cinco a seis mil millones de personas en un planeta de recursos limitados. Frenar la
procreación irresponsable se ha convertido, por tanto, en una de las necesidades más urgentes
de la Humanidad.
Si un extraterrestre estudiara la raza humana con los mismos parámetros que nosotros
empleamos para estudiar los microorganismos responsables de nuestras infecciones o las
células que producen cáncer llegaría a la conclusión de que la especie humana es el principal
problema de salud que aflige a la biosfera terráquea. Un problema médico, una especie de
gangrena que afecta ya a la práctica totalidad del planeta azul y que lo ha puesto en fase
terminal. Cuando el pasado día 12 de octubre llegó al mundo, según la ONU, el bebé número
seis mil millones, volví la vista a aquel otro 12 de octubre de hace quinientos siete años. Si
tarda mucho en surgir otro Colón que nos descubra nuevos “territorios” en el espacio exterior,
no sé dónde vamos a meter tanta gente.
La paradoja post-malthusiana de hoy es que el exceso de gente se ha convertido en el principal
problema de la gente. Cada pocas décimas de segundo nace un bebé, y en más del 95 % de los
casos nace extremadamente pobre, frecuentemente enfermo y casi siempre en el seno de una
familia y de un país incapaces de darle lo mínimo necesario. En un porcentaje terriblemente
alto de los casos, el recién nacido no fue deseado por sus padres y concebido por su voluntad,
sino por azar o por error. Cada año la “metástasis humana” produce ochenta millones más de
“células” que, como las termitas, corroemos todo lo que encontramos a nuestro paso
convirtiendo en tierra baldía hasta el ecosistema más privilegiado. Hace apenas doce años
asistimos a la preocupante celebración del nacimiento número cinco mil millones. ¿Se acuerda?
No ha pasado tanto tiempo. ¿Cuándo celebraremos el siete mil? ¿Y el ocho mil? La progresión se
ha tornado geométrica, el ritmo está desquiciado, la Humanidad está desbordando este planeta
por todas partes cuando aún no ha descubierto dónde más podría llegar a vivir. No cabemos.
No cabemos porque los recursos alimenticios y energéticos no son ilimitados, y porque su
sobreexplotación pone en serio riesgo las condiciones ambientales en las que habrán de vivir
los seres humanos de dentro de unas pocas décadas. No cabemos porque la economía mundial
también es incapaz de asimilar semejante torrente de nuevas personas. No cabemos porque,
sin entrar siquiera a valorar desde el punto de vista ético el mito colectivista de “organizar”
una nueva distribución coercitiva de los recursos existentes en la Tierra, tal distribución es
simplemente imposible. No cabemos porque somos demasiados, y por tanto tenemos un deber
inexcusable de detener el crecimiento de nuestra población e invertirlo hasta que alcancemos
cifras razonables que no supongan un peligro para nuestra supervivencia.
Hasta ahora hemos sido incapaces de liberarnos de las ataduras políticas y religiosas que siguen
fomentando la procreación irresponsable y propagando con negligencia criminal la fábula de
que “sí cabríamos si...” Pero todo lo que se quiera añadir tras el condicional es impracticable,
ingenuo o simplemente mentira. Resulta terrible decirlo pero es la pura realidad: cada nuevo
nacimiento es una minúscula amenaza a todos los demás seres humanos —y a todos los demás
seres vivos—. Juntas, todas esas amenazas representan un peligro de incalculable gravedad. Un
peligro que está a la vuelta de la esquina, que resulta ya inminente. Si dentro de diez años
somos ocho mil millones tal vez usted no lo note en su entorno más inmediato, pero otros sí
sufrirán las consecuencias. Si dentro de quince años somos diez mil millones, ni usted ni yo
dejaremos de padecerlas. Hay que parar esto, o esto nos parará a todos.
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De los casi doscientos millones de mujeres que quedan embarazadas cada año, más de la mitad
no lo deseaban. Seiscientas mil mujeres mueren cada año por las condiciones de insalubridad
en las que desarrollan su gestación o por abortos mal practicados. Centenares de millones de
mujeres viven para procrear y, en la más absoluta incultura y miseria, alumbran durante su
vida fértil más de seis hijos. Las personas que nacen por docenas a cada minuto que pasa son
en su inmensa mayoría reos sentenciados por los involuntarios delitos de sus padres —la
pobreza y la ignorancia—, y cumplirán una espantosa sentencia de privaciones hasta que una
muerte seguramente temprana les libere de una existencia indigna de seres humanos.
Pero la irresponsabilidad principal no es la de los padres sino la de los políticos. ¿Cómo se
puede comprender, si no, que México haya triplicado su población en poco más de tres
décadas? ¿No es un abuso que Uganda tenga un índice de fertilidad de más de siete puntos, y
que decenas de países pasen de cinco puntos? El caso más sangrante es el de India, un país que
ha sido capaz de generar cien millones más de personas —casi todas en la más absoluta
miseria— en los últimos seis años. Un país desbordado por completo que se permitió incluso
celebrar con toda la pompa y circunstancia imaginables el nacimiento del indio número mil
millones, como si la misión del país fuera abastecer de gente al mundo. El indio mil millones, si
—como es casi seguro— ha nacido pobre, tendrá que vivir con doscientos dólares al año y mil
cuatrocientas calorías diarias, y su esperanza de vida será casi la mitad que la de Occidente.
Más del sesenta por ciento de la población india carece de las mínimas condiciones sanitarias,
un tercio es completamente analfabeto y cuatrocientos millones viven en situación de miseria
total. al contrario que China, cuyo gobierno lleva décadas adoptando drásticas medidas de
control de la natalidad, los dirigentes de Nueva Delhi merecen la mayor reprobación por su
falta de sensatez en esta materia.
El mundo desarrollado y américa Latina están haciendo lo correcto: ambas regiones han
reducido drásticamente sus tasas de fecundidad, si bien la latinoamericana sigue siendo más
elevada de lo que debería. El problema está básicamente localizado en Asia y en Africa, donde
no es exagerado hablar de altísimos niveles de “procreación criminal” (aquella que trae al
mundo personas ultramiserables condenadas a un sufrimiento insoportable). Algunas voces
critican los llamamientos que se hace desde el “Norte” desarrollado a frenar el crecimiento
demográfico del “Sur” en desarrollo, acusando al primero de no querer “compartir” su riqueza
y de pretender que sean los pobres quienes se sacrifiquen. A veces incluso se ha acusado a
quienes proponen frenar el crecimiento demográfico de racistas, ya que obviamente centran su
preocupación en las zonas que más —y más desordenadamente— crecen, y éstas suelen
coincidir con el llamado “Tercer Mundo”. En realidad, todas esas acusaciones sólo tendrían
fundamento si el mundo desarrollado no hubiera hecho su parte, pero Europa y Norteamérica
han promovido una caída de la natalidad por debajo de la tasa de reposición, lo que incluso ha
envejecido a sus poblaciones hasta niveles nunca vistos, de manera que ¿dónde está el
egoísmo? El factor no calculado ni por Malthus ni por los contrarios a la reducción de la
población es la globalización. En el mundo globalizado es imposible —además de indeseable e
inmoral— contener los flujos migratorios. El problema, por tanto, no afecta sólo a los países
que crecen más, sino a toda la Humanidad. Cuando estalle la bomba demográfica en Asia, la
metralla humana nos alcanzará a todos. Que nadie crea que dentro de unas décadas su entorno
se va a librar de un incremento exponencial de la población: si no es población “propia” será
“importada” ante el hacinamiento y la simple falta de recursos y oportunidades en las zonas de
mayor crecimiento.
Contener la natalidad no es una medida egoísta, y si lo es no importa, puesto que el presunto
“perjudicado” por tal insolidaridad sería un ser no concebido aún. Es una medida urgente de
supervivencia para nuestra especie. Es una medida imprescindible que debería formar parte de
los más altos y amplios consensos de la comunidad internacional. Y no es únicamente una
medida dirigida a evitar el deterioro del nivel de vida global, sino igualmente orientada a
evitar el sufrimiento, la desnutrición y la miseria de personas que, para vivir así, mejor no
hubieran nacido. Es paradójico que los líderes religiosos y conservadores que tanto hablan de la
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dignidad humana cuando se tratan otras cuestiones morales sean los mismos que vociferan
contra el control de la natalidad y las medidas prácticas que conlleva: campañas intensivas de
distribución y formación para el uso de anticonceptivos, incentivos a la esterilización voluntaria
(sobre todo masculina), junto a la exigencia moral, ética y también legal de que la decisión de
procrear se adopte de manera consciente y responsable, en base a unas condiciones
económicas que permitan al nuevo ser humano un mínimo de dignidad y oportunidades. La
única luz de esperanza ante la inminente catástrofe es la ciencia, cuya capacidad de remediar
el problema es plena desde hace décadas, y apenas necesita de la sensatez de los políticos
para su aplicación. De ella depende que la especie humana salga del agujero negro
demográfico, que la bomba poblacional no llegue a estallar y la Humanidad deje de ser
comparable a las termitas y a las células cancerosas para recuperar su coexistencia armónica
con el resto de especies y elementos de la biosfera y cuidar de esta casa redonda y azul, la
única que tenemos, porque sólo así estaremos cuidando de nosotros mismos y de nuestra
supervivencia a largo plazo.
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"Pro mundi beneficio". La retirada norteamericana del Canal de Panamá
Perfiles del siglo XXI, diciembre de 1999
El 31 de diciembre se retiran de la Zona del Canal de Panamá las últimas tropas
estadounidenses y asume el control total del territorio el gobierno de la presidenta
Mireya Moscoso. Es un hecho trascendental para el pequeño país y un reto de gestión con
implicaciones planetarias para el comercio.
El lema del escudo panameño, “pro mundi beneficio”, simboliza la propia razón de ser de un
país que hace un siglo nació para el canal, que ha vivido de y para el canal y que sigue
teniendo en esta formidable obra de ingeniería su principal signo distintivo y su mayor tesoro
económico. Pero el canal no era plenamente suyo. Será al término de este mes de diciembre
cuando el canal sea por fin verdaderamente “de Panamá”. El honor de recibir de Washington
tan valioso bien le cabrá a una mujer, la segunda presidenta en la historia de América Latina.
Mireya Moscoso es una empresaria de éxito, viuda del ex-presidente Arnulfo Arias. Moscoso
ganó la contienda electoral precisamente contra el hijo del mítico general Torrijos, el “hombre
fuerte” panameño que en 1977 logró arrancar al presidente Carter la transferencia de
soberanía con plazo fijo que ahora está a punto de llevarse a efecto.
Para la nueva jefa del Estado panameño, la correcta gestión de esta vía de comunicación
imprescindible en el mundo de hoy será, sin duda, el pilar fundamental de su gestión
presidencial. Y para el resto del planeta los primeros pasos que dé el gobierno panameño en la
gestión del canal serán objeto de atención para confirmar que el canal siga operando “para
beneficio del mundo”. Hasta ahora, la comunidad internacional ha recibido con confianza la
confirmación del traspaso de soberanía, uno de los dos pactados para este mes de diciembre
(el otro es la devolución a China de la colonia portuguesa de Macau). Desde la desaparición
política del general Manuel Antonio Noriega, Panamá está considerado como uno de los países
latinoamericanos más confiables, tanto por su estabilidad política como por su elevado nivel de
desarrollo económico. El mundo cree en la capacidad de los panameños para gestionar
correctamente el canal.
Panamá nunca consideró entregada a los Estados Unidos la soberanía sobre el territorio de la
Zona del Canal, disintiendo de la interpretación que Washington hacía del tratado Hay-Buneau
de 1903. El acuerdo Torrijos-Carter de 7 de septiembre de 1977 restableció la soberanía
panameña sobre la Zona, si bien aplazaba hasta el mes actual la retrocesión de la misma.
Seguramente ni Jimmy Carter ni Omar Torrijos pudieron imaginar cuánto habría de cambiar el
mundo en estos veintidós años. Los panameños que un mes después votaron masivamente a
favor de la ratificación del acuerdo no tenían confianza plena en que llegara a cumplirse. Pero
uno de los factores que impulsaban a los Estados Unidos a mantener no sólo su control del
canal comercial sino también su presencia militar en pleno istmo mesoamericano ha
desaparecido: el peligro de expansión del bloque socialista (Washington mantuvo en la Zona la
polémica escuela de entrenamiento para militares latinoamericanos por la que pasaron algunos
de los más sanguinarios golpistas y miembros de juntas dictatoriales). Otro de los factores, la
inestabilidad política del pequeño país y, en general, de América Latina, también ha cambiado
sustancialmente. El reducido ejército panameño, que se las había arreglado décadas atrás para
ejercer un poder total sobre la política nacional, se ha reducido a los niveles y funciones
propias de la institución castrense, y el clima político del subcontinente es de democracia y
desarrollo económico acelerado.
En este orden de cosas, Panamá está perfectamente capacitado para hacer del canal —y de los
más de cuatro mil millones de dólares en infraestructuras que los Estados Unidos dejan a su
marcha— no sólo una fuente de beneficio para el resto del mundo sino también, y en armonía
con lo primero, una fuente de beneficio para los tres millones de panameños. Sólo queda
desear que el fin de la presencia norteamericana en Panamá no tenga el efecto adverso de
revertir aquellos factores de la estrecha relación entre ambos países que han sido más
— 73 —
beneficiosos para la república latinoamericana: la libertad económica (Panamá es el país más
libre de la región monetaria y fiscalmente) y la confiabilidad internacional como país seguro
para emprender negocios y realizar inversiones estables, con base en la paridad fija del balboa
con el dólar estadounidense.
El primer día del año 2000 va a ser sin duda un día de esperanza para todos, pero seguro que
los panameños tendrán un motivo especial de satisfacción.
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La nación ha muerto. Larga vida a la persona
Revista Perfiles del siglo XXI, diciembre de 1999
La idea de nación está en rápido retroceso frente a la progresiva afirmación del individuo
como sujeto central de derechos y responsabilidades. Uno de los indicios de esta
situación, y a la vez una de sus consecuencias, es la afloración de nacionalismos
postulantes que cuestionan el Estado-nación actual y proponen patrias alternativas al
mismo.
De alguna manera, los Estados-nación han sufrido en las últimas décadas un proceso similar al
que ha afectado a las religiones tradicionales. Iglesias como la católica, la anglicana o la
ortodoxa han perdido millones de fieles en beneficio de las sectas de todo tipo que han surgido
para dar respuesta a inquietudes religiosas no satisfechas por las organizaciones de siempre. De
manera similar, los viejos mitos patrióticos de los Estados jacobinos han perdido muchos
seguidores, y una porción de éstos ha recalado en nuevos nacionalismos con imagen
alternativa, “progresista”, revolucionaria o simplemente contestataria. Si a muchos católicos
“de toda la vida”, para su disgusto, les ha salido un hijo creyente de la secta más estrafalaria,
también muchos patriotas de siempre han visto agravada su úlcera al enterarse de que el niño
(o la niña) milita en una organización nacionalista postulante, de esas que están decididas a
subvertir el orden establecido y recuperar (o a veces semi-inventarse) una identidad nacional
distinta. Si muchas de las patrias-Estado merecen la consideración de ancianas decrépitas, las
patrias reivindicadas por los nacionalismos postulantes son, para sus seguidores, novias jóvenes
y atractivas. Claro está que muchos de los nacionalismos postulantes de este fin de siglo tienen
una larguísima tradición y no sería justo considerarlos como movimientos oportunistas de nuevo
cuño, surgidos solamente ante el bostezo que provocan los Estados-nación. Pero sí puede
afirmarse que una parte nada despreciable de su nueva y entusiasta militancia ha abrazado la
nueva patria empujada inconscientemente por el rechazo a la vieja, un rechazo que no se debe
solamente a la opresión (real o percibida) que sufre la “nación sin Estado” en cuestión.
En realidad se trata de una reacción neonacionalista contra el nacionalismo de Estado,
comparable a la reacción neoespiritual —por ejemplo del movimiento New Age— en contra de
las religiones convencionales. No es poco lo que las patrias postulantes ofrecen a sus
seguidores: una causa por la que luchar, un reto trascendente, toda una visión alternativa de la
Historia, la recuperación o reinvención de una lengua que opera como código exclusivo, una
bandera y unos símbolos nacionales de los que sí pueden sentirse orgullosos, una dosis nada
despreciable de victimismo que opera como factor de cohesión y solidaridad del grupo, unas
organizaciones —políticas, civiles, sindicales o incluso “guerrilleras”— en las que canalizar toda
la adrenalina y el entusiasmo, etcétera. Los nacionalismos postulantes le dan a sus seguidores
una alta y trascendental misión con la que llenar sus vidas, y son tan versátiles que pueden
adaptarse a cualquier corriente política, de manera que encontramos nacionalistas postulantes
en todo el arco ideológico, desde la extrema izquierda hasta la derecha más conservadora.
Pero, para seguir con el símil, de la misma forma que la mayor parte de las “almas” perdidas
por las religiones tradicionales terminan recalando en alguna forma de agnosticismo, aunque no
sea muy militante, también la mayor parte de quienes se alejan del patriotismo convencional
suelen terminar siendo principalmente universalistas, aunque por el camino, y según las
circunstancias etnogeográficas de cada uno, puedan pasar por la lealtad a una patria
postulante, sentimiento que con el tiempo se enfriará y relativizará en muchos casos.
El nacionalismo de Estado ha entrado en crisis porque el propio Estado ha entrado en crisis. La
misión del nacionalismo de Estado, llamado “patriotismo” por sus seguidores, fue agrupar a la
población en torno a unos determinados mitos y valores, como seguro de supervivencia del
Estado y como fórmula de homogeneización en aquellos casos en que las diferencias de
identidad cultural eran grandes o, simplemente, el Estado tenía en su territorio varias naciones
o partes de naciones. Como la sociedad global emergente y la mundialización de la economía —
e incluso de la organización política del planeta— están dejando a los Estados cada día más
— 75 —
vacíos de contenidos, y como los individuos consiguen arrancarles cada vez más poder, el
nacionalismo de Estado ha perdido su hegemonía y tiene que competir con los demás
nacionalismos: los que han logrado sobrevivir en la clandestinidad a la época de gloria del
Estado-nación impuesto sobre sus cabezas por derecho de conquista e incluso los que han
surgido recientemente. No es una competencia fácil, porque el nacionalismo de Estado tiene
un pasado poco presentable y porque la nación que defiende ya no es tan atractiva como
antaño. así pues, el importante resurgimiento de nacionalismos como el catalán o el escocés, o
la creación de nuevas patrias como la Padania, es un fenómeno natural en el contexto de la
lenta muerte de los Estados-nación. Es un indicio, también, de que en este terreno los
individuos no están dispuestos a hacer lo que los agonizantes Estados nacionales desearían.
Puestos a repudiar el Estado de siempre, ¿qué mejor manera de hacerlo que negarle incluso la
vigencia de la patria sobre la que se basa y presentarle abiertamente una patria alternativa,
amenazando de paso aquello que constituye el mayor tabú de los Estados: su “integridad
territorial” y su “soberanía”?
Este proceso es positivo para la sociedad global porque evidencia y afirma el carácter
cuestionable y finito de los Estados actuales, es decir, de los miembros actuales del inoperante
y absurdo club ONU, de los actuales sujetos de Derecho internacional, de los culpables de esa
cartografía de compartimentos estancos y fronteras de colorines que no se corresponde con la
realidad del mundo de hoy. Pero, ¿y si esas patrias alternativas alcanzan sus objetivos y
recurren entonces al nacionalismo de Estado para consolidarse? No es decartable, y de hecho
ha sucedido en algunos casos, pero la verdad es que los múltiples nacionalismos postulantes
que han aflorado por todas partes, si logran sus objetivos en las próximas décadas, tendrán que
construir instituciones estatales o semiestatales que nacerán insertas en la sociedad global y
responderán a una situación histórica muy distinta de la que dio origen a la mayoría de los
miembros del club ONU. Mucha gente se echa las manos a la cabeza ante estos nacionalismos
postulantes y razona de la siguiente manera: “o sea, que ahora que caminamos hacia una
Europa unida (o hacia la integración de cualquier otra zona del mundo), vienen éstos y dicen
que ellos quieren separarse: ¡qué contrasentido!”. Pero, en realidad, una rápida inflación del
número de miembros del club de Estados “soberanos” es lo mejor que puede ocurrir para que
el propio club pierda definitivamente su razón de ser y se haga inaplazable el replanteamiento
de la organización política universal de la Humanidad, una Humanidad que tendrá muchos más
compartimentos, pero mucho menos estancos. Es decir, subestructuras políticas territoriales
mucho más abundantes (y por tanto más naturales, más cercanas al individuo y más manejables
desde una democracia más directa) pero mucho menos poderosas, al estar condicionadas a un
Derecho global efectivo y ejecutable, al ser mucho más responsables ante los individuos, al
tener unas tareas y una influencia mucho menor sobre éstos y al estar sujetas a mecanismos
abiertos, civilizados, democráticos y siempre disponibles de creación, fusión, división y
disolución en base a las circunstancias y a la voluntad ciudadana en cada rincón del planeta y
en cada momento histórico. El derecho de autodeterminación colectiva se va haciendo
incuestionable en el nuevo entorno de democracia global, pero sobre todo avanza la
autodeterminación individual de los seres humanos, que han alcanzado su mayoría de edad y
repudian el exceso de presencia de cualquier patria en sus vidas. En realidad podemos afirmar
que las patrias tal como las hemos entendido hasta hoy están agonizando, y podemos también,
por consiguiente, adelantarnos algunas décadas —pocas— para proclamar: la nación ha muerto,
larga vida a la persona.
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Replantear la comunidad iberoamericana de naciones
Perfiles del siglo XXI, enero de 2000
La cumbre de La Habana, celebrada hace cinco semanas, puso de manifiesto una vez más la
incapacidad de la comunidad iberoamericana para hacer en común algo más que hablar. O los
países que conforman la comunidad sólo tienen en común, en realidad, unas culturas similares
y el patrimonio de las lenguas española y portuguesa —pero no un horizonte similar ni parecidos
propósitos y objetivos—, o el invento éste de las cumbres ha respondido más a un deseo de los
gobernantes de hacerse las correspondientes fotos y a la voluntad típicamente paternalista de
España al vender estas cumbres a su opinión pública como un triunfo de su política exterior,
que mostraría además el papel supuestamente crucial de Madrid en el destino común de esta
veintena de naciones. Pero de estas cumbres ni siquiera está surgiendo el germén de una
auténtica comunidad política. Nos queda mucho para parecernos a la Commonwealth —pese a
la gran heterogeneidad de los miembros de la familia de países emergida de la descolonización
del imperio británico— y mucho más aún para que las decisiones de nuestro dispar conjunto de
Estados tengan alguna repercusión real.
Como muestra un ejemplo: mientras la Commonwealth suspendía los derechos de Pakistán en
su seno y tomaba severas medidas tras el golpe de Estado en ese país, los jefes de Estado y de
gobierno iberoamericanos se disponían a reunirse tranquilamente en La Habana, al tiempo que
el régimen tiránico de Fidel Castro encarcelaba a decenas de disidentes. Al mismo tiempo, dos
países boicoteaban la cumbre no por celebrarse en un país sometido a dictadura, sino por el
procesamiento en España (y en una decena más de países) de otro ex-dictador. Algo no ha
terminado de cuajar en la nueva andadura democrática del subcontinente. ¿Es ésta la
comunidad de naciones que queremos construir? Serían necesarios menos gestos, menos
sonrisas de compromiso, menos abrazos al rey, menos palabrería hueca y más preocupación por
la liberalización económica y por la plena estabilidad democrática que son las únicas llaves que
pueden abrir las puertas del desarrollo en la región. Mientras tanto, en el teatro de las cumbres
se seguirá representando una obra que ya ni divierte, ni emociona ni aporta a quinientos
cincuenta millones de espectadores iberoamericanos la menor esperanza. El inicio del año 2000
debería ser también el comienzo de un entendimiento más pragmático de la cooperación entre
los países ibéricos y latinoamericanos.
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Entrevista a Marc Forné, primer ministro del Principado de Andorra
Perfiles del siglo XXI, enero de 2000
JP: Andorra es uno de los pocos países donde el gobierno es de mayoría absoluta del
Partido Liberal ¿Cómo se explica esto, en contraste con el entorno europeo de su país?
MF: Lo atribuyo al hecho de que Andorra es una sociedad de esencia liberal, con lo cual el
mérito no es de nuestro partido sino del pueblo andorrano. En Andorra el Estado no ha sido un
ente que contara tradicionalmente con una gran presencia en la vida colectiva. De hecho, en
1961 el país contaba con sólo tres funcionarios. Ahora tenemos casi mil seiscientos como
consecuencia del enorme crecimiento que ha experimentado el país y de la afluencia masiva de
turistas, pero el peso del Estado no se deja sentir en la actividad de la gente tanto como en
otros lugares. Y esa es, desde luego, la situación que los liberales andorranos, con el apoyo
popular, estamos decididos a mantener.
¿Tan grande ha sido el crecimiento de Andorra en las últimas décadas?
Cuando yo nací, después de la Segunda Guerra Mundial, nuestro país contaba con unos ocho mil
habitantes, y hoy somos sesenta y siete mil. Es decir, nos hemos multiplicado por nueve en
cincuenta años, cosa que dudo mucho que haya sucedido en ningún otro lugar del mundo. El
factor fundamental que explica este crecimiento es la gran cantidad de ciudadanos extranjeros
que han decidido instalarse entre nosotros. Andorra ha demostrado siempre una gran voluntad
y capacidad de acogida. Hay que recordar cómo durante la Guerra Civil española y durante la
conflagración mundial inmediatamente posterior, la neutralidad andorrana sirvió de refugio
para miles de personas de cualquier bando que salvaron aquí sus vidas y a quienes Andorra les
ofreció un futuro. Entre esas personas estaba mi padre, uno de tantos españoles que hubieron
de exiliarse con el advenimiento del franquismo.
¿Siempre ha sido Andorra un país tan próspero?
Bueno, hasta los años treinta Andorra era realmente un país pobre, olvidado y abandonado,
cuyo único pero fundamental activo era su autoconsciencia nacional, su firme convencimiento
de ser y querer seguir siendo un país independiente. Hay que recordar que los valles de Andorra
existen como unidad política desde el siglo VIII, y que desde el siglo XIII, cuando la
especificidad política andorrana cristalizó en los pareatges —los documentos que originaron
nuestro país— Andorra siempre ha mantenido su peculiar sistema de organización política y su
independencia. Y ya en el siglo XIII se define claramente una identidad nacional propia y
diferenciada de los andorranos, identidad que ha perdurado hasta hoy y que hace de Andorra
una de las naciones más antiguas de Europa. Nuestras fronteras son las mismas desde hace más
de ocho siglos.
Sin embargo, hasta hace unos años Andorra era independiente pero no era Estado. ¿Cómo y
por qué se normalizó la situación juridico-internacional del país?
Ya en los años setenta, nuestro parlamento —tenemos parlamento desde el siglo XV— decidió
que era necesario caminar hacia la normalización de Andorra como Estado internacionalmente
reconocido. Había que pasar de una situación de monarquía semiabsoluta de facto —si bien muy
civilizada en cuanto a los derechos y libertades— a una democracia parlamentaria normal. Se
empezó a trabajar y en 1982 surgió por vez primera la figura del gobierno como tal y se separó
en cierto modo los tres poderes del Estado. Pero en realidad, fue ya en la década de los
noventa cuando Andorra pudo promulgar su constitución, convertirse formalmente en Estado
soberano e ingresar en la ONU y en el Consejo de Europa. Hay que decir que los dos copríncipes
del momento comprendieron bien esta necesidad, y que tanto el apoyo del copríncipe
episcopal como el del copríncipe francés fueron esenciales para la normalización de Andorra,
como también la política de respeto a la voluntad de los andorranos por parte de los gobiernos
francés y español. Mitterrand fue el primer copríncipe francés que tuvo dos mandatos
consecutivos. Esto le permitió durante el primero de ellos darse cuenta de lo que era Andorra
y, durante el segundo, hacer lo necesario para Andorra. Y lo necesario era, desde luego,
— 78 —
facilitar la emancipación política de nuestra sociedad y su cristalización en un Estado moderno
y normal, con un parlamento soberano y representativo del pueblo.
¿Cómo ha quedado definida la jefatura del Estado en este nuevo orden político?
Igual que antes pero con un carácter meramente simbólico y representativo, como en
cualquiera de las demás monarquías parlamentarias europeas. O incluso menos, ya que
nuestros copríncipes no tienen el mando supremo de las fuerzas armadas, como suele suceder
en otras monarquías parlamentarias, por la sencilla razón de que Andorra, afortunadamente,
carece de fuerzas armadas. La mayor prerrogativa que tienen los copríncipes es el
nombramiento de uno de los miembros de los máximos órganos judiciales, y ahí termina su
poder de hecho. Andorra tiene formalmente dos copríncipes que, juntos, forman la figura de
un solo jefe de Estado. Uno de los copríncipes es la persona que sea presidente de Francia,
como sucesor de los derechos históricos de los reyes franceses y antes de los condes de Foix. El
otro copríncipe es quien sea obispo católico de La Seu d’Urgell, una ciudad catalana cercana a
Andorra. Esta gran asimetría entre ambos copríncipes es uno de los factores que han mantenido
nuestra especificidad y nuestra independencia durante ocho siglos. Hoy Andorra tiene
reconocida su condición de país soberano por las Naciones Unidas, el Consejo de Europa, la
Organización de Seguridad y Cooperación en Europa y la OCDE.
El hecho de que uno de los copríncipes sea un obispo católico, ¿no limita la libertad
religiosa del país?
No, en absoluto. La constitución de 1993 tiene unas cláusulas muy parecidas a las que figuran
en el texto español de 1978: se tiene una especial consideración para la Iglesia Católica,
debido a su gran implantación en el país, pero se garantiza la libertad de cultos de todos los
ciudadanos. La única cuestión que suscita la condición religiosa de uno de los copríncipes es
qué pasaría si nuestro parlamento aprobase leyes que su conciencia no le permitiera firmar,
pero este problema está resuelto ya que basta la firma de uno de los copríncipes y la del
presidente del parlamento en sustitución del otro. Así lo hicimos, por ejemplo, cuando
aprobamos nuestra ley de divorcio.
¿Cree usted que Andorra mantendrá por mucho tiempo su peculiar monarquía bicéfala, o
los andorranos optarán por otro sistema de jefatura del Estado?
Pienso que tendrían que pasar cosas muy extrañas para que esto cambiara. El sentimiento de
nuestro pueblo es que debemos nuestra independencia de ocho siglos al hecho diferencial de
ser un copricipado asimétrico, y nuestra monarquía parlamentaria está verdaderamente
arraigada en la cultura de nuestro país. Pero, dicho todo esto, quiero resaltar también que la
constitución andorrana deja en manos del parlamento y de un referéndum nacional la reforma
del propio texto jurídico, incluida la jefatura del Estado, por lo que, si algún día los andorranos
optan por convertirse en república, lo podrán hacer sin mayor problema.
¿Cómo son las relaciones de Andorra con los dos países vecinos?
Excelentes. Con ambos tenemos tratados de amistad y cooperación que cristalizan una relación
de siglos. En particular, las relaciones con España son excepcionales. Hay que tener en cuenta
que en Andorra viven actualmente más de treinta mil españoles, un cifra enorme para un país
tan pequeño como el nuestro. Andorra siempre ha sido una referencia positiva para los
españoles, desde los que han encontrado en nuestro país un entorno excepcional para sus
vacaciones y para la práctica de deportes de invierno hasta los que, durante las épocas más
amargas de la historia reciente de España, encontraron en Andorra un lugar de refugio o
simplemente un lugar donde conseguir productos que escaseaban al otro lado de la frontera.
De la misma manera que Andorra refugió a muchos exiliados republicanos, también sirvió para
paliar el bloqueo internacional que en los años cuarenta hizo que fuera difícil conseguir en
España ciertos alimentos, medicinas y otros productos. Hoy día existe sobre todo una relación
muy estrecha entre Andorra y Cataluña, con la que compartimos una misma lengua y una
cultura similar. Y respecto a Francia, Andorra es también un referente significativo, sobre todo
respecto a la región vecina de Midi Pyrenées, cuyo mayor destino de exportación es Andorra.
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Andorra es uno de los mayores ejemplos mundiales de libertad económica, una libertad
plena que ya quisiéramos en muchos otros países. ¿Continuará intacta esa situación a largo
plazo?
Sí, desde luego. En Andorra hay una gran libertad económica, sobre todo en cuanto a la
cuestión tributaria. Los andorranos y nuestros residentes extranjeros no pagan impuestos
directos y las pocas cargas fiscales de otra índole son reducidísimas. En cualquier caso,
creemos que la base tributaria lógica de un país tan pequeño pero que debe atender las
necesidades de diez millones de visitantes al año es el impuesto indirecto. Así, las personas de
cualquier parte del mundo que vienen a Andorra y se benefician de las ventajas y atractivos de
nuestro país compartirán también con nosotros las inversiones que esto implica.
¿Son muy cuantiosas las inversiones de Andorra para estar al nivel de las expectativas de
los visitantes?
Sí, desde luego. Por ejemplo, este año se ha invertido en pistas de esquí más dinero en Andorra
que en todos los Alpes. Se han abierto doce instalaciones nuevas de esquí, todas de muy alto
nivel. Esto explica que Andorra tenga casi dos millones y medio de tickets diarios de esquí por
año.
Pero llegar hasta Andorra sigue siendo complicado para quienes no disponen de mucho
tiempo.
En los próximos meses entrará en funcionamiento el aeropuerto de la Seu d’Urgell, compartido
con España en igualdad de inversión, y comenzaremos también a operar líneas regulares de
helicóptero desde un nuevo helipuerto andorrano, todo ello para facilitar el acceso a nuestro
país. Además, las comunicaciones internas entre los municipios andorranos se verán facilitadas
por un servicio de transporte muy sofisticado basado en tecnología de monorraíl suspendido,
que recorrerá todo el país impulsado por electricidad para no perjudicar un entorno natural tan
privilegiado como el de Andorra. En este mes de enero estamos abriendo el concurso para la
licitación del transporte público entre Sant Julià de Lòria, Escaldes, Encamp y La Massana,
pasando por nuestra capital, Andorra la Vella. Esperamos que esto descongestione el tráfico y
favorezca el alojamiento de los visitantes en hoteles situados en cualquier punto del país, sin
aglomeración en ciertas zonas del mismo como ocurre ahora.
Y, ¿cómo van las privatizaciones?
Ahora el gran reto de mi gobierno es deshacerse de las empresas parapúblicas que quedan,
básicamente en telefonía y electricidad. Vamos a empezar de inmediato con el sector eléctrico
y a continuación con la telefonía. También necesitamos reformar nuestra legislación para abrir
a los extranjeros la posibilidad de tener el cien por ciento del capital de cualquier sociedad
andorrana, cosa que hasta todavía no es posible. Nuestra renta per cápita está por encima de
la española y casi igualada a la de Francia. Con la apertura total al mundo esperamos
incrementarla considerablemente. Y, en un continente con serios problemas de desempleo, lo
que nos falta en Andorra son personas que vengan a trabajar en determinados sectores.
Estamos seguros de que en los próximos años lograremos que se instalen en Andorra empresas
de producción tecnológica para exportar, lo que requerirá aún más mano de obra cualificada.
¿Cómo se contempla desde un microestado como Andorra la globalización?
Con confianza en nuestras propias capacidades y con la convicción de que tenemos que
abrirnos e interconectarnos más. Nosotros tenemos la peculiaridad de ser frontera exterior y
aduana exterior de la Unión Europea, que nos rodea por todas partes. Somos una especie de
Hong Kong al lado de Europa, dentro de Europa. Podemos recibir todo lo que se fabrique, por
ejemplo, en América Latina, sin que se vea gravado por tasas ni aranceles de los países
europeos de tránsito, y después ponerlo en venta en Andorra con las consiguientes ventajas.
Somos un país abierto al mundo en importación. Somos, en cambio, muy poco exportadores
todavía y a pesar de esto vamos a solicitar el ingreso en la Organización Mundial del Comercio,
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porque somos conscientes de que incrementar nuestras exportaciones y abrirnos más al mundo
como centro de comercio es esencial para el futuro de Andorra.
¿Tienen ustedes una sólida cooperación con los demás microestados europeos?
Hace un par de meses estuve en visita oficial en Liechtenstein y hace un mes nos visitó una
delegación del parlamento monegasco. Ya desde los primeros años noventa Andorra tiene una
cooperación muy estrecha con estos dos principados y con la Serenísima República de San
Marino. Somos todos nosotros países con una historia de entre seis y ocho siglos, formamos
parte de la esencia histórica de Europa y creemos que tenemos un deber de preservar el
inmenso patrimonio cultural e histórico que representan nuestras pequeñas naciones. Nos
mantenemos mutuamente informados y sin duda existe una gran simpatía y muchos intereses
comunes entre unos y otros países. Al mismo tiempo, evitamos conformar un grupo y que se nos
identifique como a un grupo, ya que esto ayudaría a quienes presentan reticencias a la
presencia de nuestros países en los foros internacionales y brindaría argumentos para una
eventual reducción de nuestros cuatro votos a uno compartido.
Pero hay gente que desprecia todo ese acervo histórico y ve a los andorranos, monegascos
o sanmarineses como gente pragmática que simplemente vive en condiciones de privilegio
fiscal.
Quienes piensan así son muy injustos y además no conocen nuestros países. Yo les invitaría a
venir a Andorra y estoy seguro de que una visita les bastaría para entender nuestro país. Somos
un país muy pequeño pero somos un país. Hemos mantenido durante siglos nuestra lengua y un
riquísimo y peculiar conjunto de costumbres y tradiciones que configura una cultura única.
Además, en Andorra somos prósperos ahora, pero hasta los años treinta en este país se pasó
incluso hambre. A un país que ha pasado hambre durante siete siglos no se le puede castigar
por haber alcanzado finalmente la prosperidad, sobre todo cuando nuestro país está dando
trabajo a cuarenta mil extranjeros, que además pasan pronto de empleados a empresarios y
prosperan aquí porque las condiciones de libertad económica de Andorra se lo permiten. Este
país ha recibido mucho de sus vecinos pero también ha sabido ser agradecido y devolver.
Sabemos que dependemos mucho de la prosperidad de toda la zona y por ello participamos en
inversiones regionales, como el aeropuerto hispano-andorrano de la Seu d’Urgell, en el que
ambos países han contribuido con igual aportación.
¿Cómo ve las relaciones de Andorra con América Latina y qué puede ofrecer su país a los
empresarios latinoamericanos?
Andorra ya tiene relaciones diplomáticas con la mayor parte de los países de Latinoamérica, y
son unas relaciones que revisten para mí la mayor importancia. Los latinoamericanos son
nuestros primos del otro lado del Atlántico y desde Andorra tenemos muchas ganas de
establecer con ellos vínculos mucho más estrechos. A los empresarios de la región les diría que
en Andorra tienen las puertas abiertas y que aquí van a encontrar un clima de negocios propicio
para sus inversiones, una sólida estabilidad económica y política en una atmósfera de libertad y
de seguridad, y, además, un pequeño país interesante de conocer, dotado de un medio
ambiente excepcional y capaz de ofrecerles grandes atracciones para sus momentos de ocio.
Andorra se abre desde ya a las iniciativas de capital extranjero. Tenemos nuevas leyes a punto
de promulgarse que sin duda resultarán del interés de la comunidad empresarial, y en Internet
encontrarán fácilmente el Libro Blanco que recoge nuestras propuestas e iniciativas para el
capital extranjero.
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Los albores de una sociedad global
Perfiles del siglo XXI, enero de 2000
Al iniciar el año 2000, la Humanidad se encuentra en los albores de una sociedad global
que aún tardará décadas en materializarse pero cuyos indicios son cada día más sólidos.
Una sociedad que no podrá ser colectivista y cuya eclosión sobre los actuales Estados
constituye la mayor esperanza de libertad individual de cara al futuro.
En los últimos años del siglo XX, una vez terminada la Guerra Fría, la Humanidad ha entrado
paulatinamente y casi sin darse cuenta en los primeros momentos de una etapa nueva y
radicalmente distinta de su devenir histórico. Emerge inexorablemente una civilización
planetaria basada principalmente en la cultura que se ha dado en llamar “occidental” y que, al
mezclarse con la de cada rincón del mundo, está creando por vez primera un individuo humano
“universal” cuyos representantes en cualquier lugar del planeta tienen un denominador común
tan amplio como jamás lo habían tenido sus antepasados, lo cual les condiciona a interactuar
conformando a largo plazo, no sólo una civilización universal, sino una auténtica sociedad
global. Es decir, ahora ya no forma parte de ese denominador común solamente el marco de
valores sobre los que se asienta la coexistencia (civilización), sino también un conjunto amplio
de factores de plasmación práctica de esos valores y una interconexión —ultraterritorial—
enormemente densa e inevitable entre individuos y grupos (sociedad).
Este ser humano universal representa la culminación del formidable proceso evolutivo iniciado
por nuestra especie en el neolítico. El mestizaje intelectual siempre representó un paso
adelante, y la mezcla universal de estilos, tradiciones, pensamientos y sensibilidades alumbra
esa sociedad nueva y planetaria que no va a ser —no podrá ser— una repetición a escala gigante
de las sociedades actuales. El imparable proceso que está en marcha no es tan sólo la fusión y
simplificación de las estructuras políticas como consecuencia de la universalización de la
economía, ni es simplemente la síntesis de las culturas en torno a un modelo cercano al
racionalismo occidental. Hay un proceso simultáneo que acelera los mencionados y que
confiere a la futura sociedad global un rasgo distintivo. Es la emancipación del individuo
humano.
La sociedad global será una comunidad de miles de millones de individuos responsables que
configurarán un sistema espontáneo de aprendizaje, creación, producción, información,
consumo, asignación de recursos y circulación de la riqueza. En suma, un sistema social
escasamente organizado desde institución alguna y, desde luego, no sometido a niguna clase de
planificación, pero capaz de funcionar por sí solo y de generar en circunstancias normales la
armonía, la paz y la riqueza necesarias para su desarrollo.
La sociedad global de individuos, al superar definitivamente el colectivismo y descansar sobre
la responsabilidad personal, está llamada a ser un entorno de libertad sin precedentes en
nuestra memoria histórica, devolviendo a las personas la soberanía que les había sido
arrebatada primero por la minoría que detentaba el poder absoluto o autoritario y después por
la mayoría democrática que sirvió como excusa para seguir despojando al individuo. Por tanto,
lo que hace de la globalización un proceso apasionante no es sólo la unificación política,
económica y sociocultural de las gentes de la Tierra, sino, sobre todo, la esperanza de libertad
personal que ella implica, y que actúa como un poderoso acicate en las regiones del planeta
donde algunos sistemas políticos, organizaciones religiosas e incluso entornos culturales enteros
todavía mantienen a los ciudadanos plenamente sometidos a la condición de súbditos. Es
curioso que los mayores enemigos de la globalización surjan entre los intelectuales de salón de
los países desarrollados, a veces poniendo como excusa al llamado “Sur”, mientras en ese
“Sur” millones de desheredados intuyen acertadamente que la globalidad es su mayor
esperanza de redención y exigen —a sus obsoletos gobiernos y gurús, pero también al resto del
mundo— su porción de universalidad, su ingreso en la postmodernidad y en la sociedad global.
Mientras los intelectuales europeos se preocupan por el “dumping social”, los ciudadanos del
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“Sur” lo que reclaman es libertad para producir y exportar; mientras los primeros temen la
nueva globalidad porque les impide seguir arropados por el cálido e indigno manto “social” del
poder político basado en el expolio fiscal, los segundos desean más que nadie esa misma
globalidad porque es su única esperanza de progreso (y de liberación individual frente a los
políticos, empresarios y sindicalistas que controlan de forma corporativista sus países).
Es tan arriesgado como apasionante hacer futurismo sobre el cómo de esa sociedad global, de
esa nación humana que se abre paso sobre los compartimentos estancos de antaño. Pero se
pueden esbozar algunos rasgos que nos vienen dados por la trayectoria misma que hemos
seguido en las décadas pasadas. Uno de esos rasgos es el confinamiento del poder político a la
esfera de lo colectivo —ámbito éste que se irá restringiendo conforme el individuo recupere
vitalidad, protagonismo y soberanía—. Otro es la superación del nacionalismo de Estado como
consecuencia del derrumbe del concepto de soberanía colectiva, y el paso a una situación de
mucha mayor flexibilidad en la creación y disolución de entes pseudoestatales en función de la
voluntad de cada colectividad territorial y sin que, en el fondo, tenga demasiada importancia
el ordenamiento territorial de un mundo libremente circulable y basado en unos derechos y
responsabilidades de alcance universal. Otro de esos rasgos habrá de ser la separación aséptica
del poder político respecto a dos ámbitos esenciales del autogobierno individual: la moral y la
economía.
El primero de ellos, en gran parte del mundo, ha logrado en los últimos tiempos una
considerable liberación. El segundo ha progresado menos porque los individuos no lo han
sentido tan necesario, a causa del éxito que las ideologías colectivistas moderadas tuvieron
tras el colapso de las ideologías colectivistas radicales (totalitarias). Pero los individuos van
reaccionando poco a poco y el colapso del colectivismo “suave” (socialdemocracia y
democracia cristiana) se producirá en los próximos años o décadas —muchos han visto en el
recurso desesperado a la “Tercera Vía” por parte de los socialistas europeos un indicador
inequívoco de esa tendencia—. En ese momento se hará mayoritario el grupo de individuos que
abandonen las soluciones colectivistas y el consiguiente paternalismo del poder para reclamar,
en cambio, un Estado subsidiario y no sustitutivo del orden espontáneo del mercado. El colapso
de los sistemas de pensiones en Europa podrá influir mucho en la caída definitiva de la venda
que cubre los ojos de los ciudadanos: la venda que les impide darse cuenta de que el Estado
del bienestar se ha convertido en el bienestar del Estado, y que los servicios malos que “da” el
poder con el dinero que nos arrebata estarían mejor gestionados y serían más libres y baratos
para todos si fueran privados y si cada persona se hiciera cargo de su pago directo.
En definitiva, la sociedad global será una sociedad abierta, una sociedad de personas
autodeterminadas cuyo éxito o fracaso no estará organizado por nadie sino que dependerá de
su capacidad, habilidad y esfuerzo, y en cierta medida del azar —ese elemento inevitable que
la fatal arrogancia colectivista siempre ignoró—. No es un ejercicio de optimismo gratuito, sino
la esperanzada visualización de que la trayectoria seguida hasta ahora por la Humanidad
apunta en esa dirección a largo plazo. En este año 2000 iniciamos una nueva visión del
calendario, pero el verdadero cambio de era es el que ya comenzó con la derrota del fascismo
y del comunismo, el que se está consolidando con la revolución de las comunicaciones y con la
lenta agonía del Estado del bienestar, el que liberará a las personas de su sometimiento al
grupo y cambiará la forma en que la Humanidad se organice en adelante. Un cambio que hará a
las personas mucho más libres, es decir, mucho más humanas.
— 83 —
El nombre como propiedad
Perfiles del siglo XXI, enero de 2000
El nombre es una propiedad de las personas, pero las legislaciones de casi todos los
países impiden o restringen severamente el cambio de nombre y apellidos. Los seres
humanos podemos poner nombre a muchas cosas pero es el Estado, el azar o nuestra
familia quien nos denomina a nosotros, sin que la libertad individual se haya abierto aún
suficiente camino en este campo.
El nombre y el apellido de una persona vienen impuestos por sus padres o, en el caso de los
hijos de padres desconocidos, por el Estado o por las instituciones que les recogieron. En casi
todos los países está permitido cambiar de nombre pero no —o muy difícilmente— de apellido.
Y sin embargo, cada persona es muy libre de llamarse como quiera, y de cambiar su nombre
completo cuantas veces desee. Naturalmente, será necesario dejar constancia registral de esos
cambios —en resgistros de consulta restringida a los propios interesados y a la administración
de justicia— para evitar suplantaciones de personalidad, otros delitos y la evasión de
responsabilidades. Si las personas jurídicas pueden cambiar de nombre cuando quieren, con la
sola condición de que el nuevo nombre no esté ya registrado, las personas físicas deberían
tener el mismo derecho.
Habrá quienes argumenten contra lo expuesto que miles de personas “usurparían” entonces
apellidos de especial tradición aristocrática u otros. Bueno, ¿y qué? Tal vez así termine por
desaparecer la desigualdad de oportunidades basada en la consideración consciente o no de las
personas en función de lo que sus apellidos transmiten. En cualquier caso, siempre se puede
delimitar, incluso internacionalmente, el uso de aquellos apellidos —”nobles” o no— cuya
extensión sea suficientemente pequeña y conocida para que sus titulares puedan realmente
verse perjudicados por la aparición de nuevos usuarios. Se limitaría también la aparición de
denominaciones muy similares que pudieran inducir a error, exactamente como se hace con las
marcas comerciales. A fin de cuentas, el nombre y el apellido no son otra cosa que la marca de
la persona. En poco se diferencian los efectos de nuestra acción al denominar cosas de los que
produce nuestra denominación propia o de nuestros descendientes, con la única e injusta
diferencia de que el nombre propio no podemos escogerlo con la misma libertad que el que
damos a nuestra casa, barco o mascota, nuestra empresa, los libros que escribimos o los
productos e inventos que sacamos al mercado. Si una persona puede incluso ponerle nombre a
una estrella o a toda una galaxia que descubre, ¿por qué no puede con idéntica libertad
ponerse nombre a sí mismo?
Los hijos de padres desconocidos deben recibir del Estado o de las instituciones que se ocupen
de ellos un nombre ordinario cualquiera, que en el futuro decidirán mantener o modificar. La
práctica, habitual en algunos países de dar a estos niños apellidos especiales que denotaban su
condición de abandonados es una atrocidad que equivale a señalar a estas personas
evidenciando ante los demás un hecho tan privado como el de las circunstancias de su
nacimiento.
Por otro lado, deben desaparecer las legislaciones que restringen el libre otorgamiento de
nombre a los hijos, por ejemplo obligando al uso de nombres arraigados en la cultura o la
religión del país, o prohibiendo los nombres en lenguas extranjeras o de minorías étnicas. La
única exigencia debe ser que el nombre no resulte, en la sociedad del menor en cuestión,
manifiestamente peyorativo o insultante para el interesado. En las sociedades donde
tradicionalmente se utiliza dos apellidos (el del padre y el de la madre), éstos deberían
disponerse en el orden que los padres establezcan por consenso y, caso de no alcanzarse tal
acuerdo, por sorteo, pero nunca mediante la preferencia legislativa por un orden u otro
(paterno delante como en América Latina y España, o materno delante como en Portugal).
Naturalmente, a partir de una cierta edad —que para este asunto podría ser algo inferior a la
mayoría de edad—, corresponde a la persona en cuestión decidir libremente el orden de sus
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apellidos, la supresión de uno de ellos, la adopción de otro u otros o cualquier otra opción,
modificando su decisión siempre que lo desee mediante una simple visita al correspondiente
registro.
En los países donde la mujer casada adopta tradicionalmente el nombre del marido, ésta
debería ser una opción voluntaria, no obligatoria, y debería corresponder exclusivamente a la
mujer tomar la decisión sobre el particular que estime oportuna, y modificarla cuantas veces
desee. De igual manera, si existe esta opción debe preverse también la contraria: la adopción
del apellido de la esposa por parte de aquellos hombres casados que lo deseen. Y, por
supuesto, las mismas opciones deben facilitarse a las parejas homosexuales y a las uniones
libres de dos o más personas, de la forma que en cada caso escoja libremente cada individuo.
Pese a todas estas exigencias, que tienden esencialmente a crear igualdad de oportunidades
para todas las opciones de convivencia humana, sancionadas o no por la tradición, parece claro
que irá desapareciendo este obsoleto condicionamiento de la denominación de las personas en
función de su vinculación afectiva a otras.
En definitiva, el nombre completo de una persona es propiedad de esa persona y sólo a esa
persona corresponde mantenerlo, modificarlo o cambiarlo por completo. Es una propiedad
importante que afecta a la consideración misma de las personas, que forma parte de lo más
íntimo del ser humano y de su proyección social, y el Estado no está éticamente facultado para
confiscarla promulgando leyes que limitan la libertad individual en esta materia.
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Los saharauis merecen un hogar
Perfiles del siglo XXI, enero de 2000
Uno de los flecos pendientes de la Guerra Fría es también una de las mayores injusticias
del panorama político internacional. El Sáhara Occidental continúa ocupado por
Marruecos y el plan de paz de las Naciones Unidas nunca termina de implementarse en su
totalidad. El referéndum de autodeterminación de los saharauis es hoy un factor
imprescindible para la estabilidad de toda la zona.
Ha transcurrido un cuarto de siglo desde que España abandonara a su suerte la última de sus
colonias. Los ministros de Franco, con el dictador agonizante, firmaron un documento indigno e
ilegal que entregaba el Sáhara Occidental a Marruecos. La ONU jamás consideró válido ese
pacto, y el Tribunal de La Haya lo consideró nulo. Ochenta países —entre ellos varios de
América Latina— han entablado relaciones diplomáticas con la República Arabe Saharaui
Democratica (RASD), el único país árabe que mantiene como lengua oficial el español. El
movimiento guerrillero saharaui, Frente Popular de Liberación de Saguia el-Hamra y Río de Oro
(Frente POLISARIO), que lucha por la independencia del país desde la época colonial, condujo a
gran parte de la población civil saharaui a unos campamentos provisionales en tierra segura, al
otro lado de la frontera argelina, y desde hace más de dos décadas esa provisionalidad se ha
convertido en un elemento cotidiano de las vidas de más de cien mil personas. Mientras, en la
zona de su país ocupada por Marruecos, las torturas y los abusos de los Derechos Humanos son
tan frecuentes como la entrega de tierras a colonos marroquíes cuya misión es ayudar al
régimen de Rabat a marroquinizar el Sáhara.
Desde hace casi una década, Marruecos acepta sobre el papel la celebración de un referéndum
para la autodeterminación del pueblo saharaui, bajo los auspicios de la ONU, pero al mismo
tiempo pone todas las trabas posibles a la consumación de la consulta popular, y pretende
introducir en el censo a decenas de miles de marroquíes que nada tienen que ver con el Sáhara
Occidental. Un nuevo fracaso de las Naciones Unidas en la realización del referéndum podría
conllevar la reanudación de las hostilidades. El reciente éxito de la diplomacia de Kofi Annan
en el caso de Timor Oriental —jurídicamente muy similar al saharaui— ha elevado las
esperanzas de que este contencioso se resuelva de manera democrática y pacífica, pero la
obstinación marroquí y el apoyo internacional al reino alauí —como dique de contención del
fundamentalismo islámico que ha asolado la vecina Argelia— hacen impredecible el resultado
definitivo de esta larguísima partida de ajedrez diplomático.
Entre tanto, la población saharaui refugiada en Tindouf necesita ayuda humanitaria, y la RASD
precisa todo el apoyo social y político posible para mantener su causa en pie. Una causa cuya
justicia es tan grande como el dolor y la angustia de los saharauis.
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Entrevista a Jan Weijers, secretario general de la Internacional Liberal
Perfiles del siglo XXI, febrero de 2000
JP: ¿Cómo ve hoy día la Internacional Liberal?
JW: La veo, ante todo, como una institución que afortunadamente tiene un conjunto sustancial
de partidos políticos fuertes que valoran las relaciones internacionales y que están por tanto
dispuestos a contribuir a nuestra labor no sólo de forma meramente financiera sino también
con su participación política. Ese es sin duda nuestro activo más valioso y creo que no debemos
perderlo de vista, y que debemos continuar haciendo cuanto esté en nuestras manos para que
esos partidos políticos se sientan cómodos en nuestra organización y perciban que su
contribución se emplea adecuadamente. Por otra parte, la Internacional Liberal es también una
fuerza política que a escala mundial está alcanzando un importante apoyo electoral. Desde
luego, ésto depende mucho de cada país, pero recientemente hemos tenido excelentes noticias
de países como Sudáfrica —donde el Partido Democrático se ha convertido en la principal
fuerza de la oposición—, de Bélgica y Luxemburgo donde nuestros compañeros han entrado en
el gobierno, y de muchos otros países donde nuestros partidos miembros siguen gobernando con
éxito (Canadá, los Países Bajos, etc.). América Latina, como sabes, también es terreno
abonado para el liberalismo. Pienso particularmente en países como Honduras y Nicaragua,
donde los liberales están fuertemente asentados en el gobierno, pero no olvido por ello países
como Paraguay donde nuestros compañeros llevan muchas décadas luchando por una sociedad
más libre y mejor. La elección de Martín Burt como alcalde de Asunción ha sido la primera
recompensa electoral que los liberales paraguayos han recibido, y estoy seguro de que los
asuncenos ya han podido ver en Martín un nuevo estilo de gobierno y un enorme compromiso
personal con la libertad y la democracia, particularmente en el marco del intento de golpe de
Estado perpetrado por el general Oviedo hace ahora casi un año. En cualquier caso, nuestra
Internacional también se ve frenada en su trabajo por algunas limitaciones. La principal es lo
exiguo de nuestro presupuesto anual, que apenas supera el cuarto de millón de dólares para
costear nuestra oficina y personal y trabajar además con ochenta y cuatro partidos políticos
repartidos por más de sesenta países. Sin embargo, creo que nos las arreglamos para sacar
mucho partido a esos recursos tan escasos, gracias al apoyo activo de nuestros partidos
miembros. De todas maneras, uno de nuestros objetivos para los próximos años es incrementar
y diversificar nuestros ingresos.
Pero en un mundo como el actual, ¿sigue habiendo un papel para las internacionales
políticas?
Sí, sin duda alguna. En plena era de la globalización, los partidos políticos de cualquier
ideología necesitan más que nunca desarrollar una buena política de relaciones
internacionales. Prácticamente todas las grandes cuestiones políticas tienen hoy una dimensión
internacional: infraestructuras, medio ambiente, economía, política monetaria... En el mundo
actual, todo se ve afectado por lo que hacen los vecinos y las grandes potencias económicas.
Esto lleva a los partidos políticos a ser cada vez más activos en el seno de sus respectivas
internacionales.
El liberalismo es un concepto que implica ideas muy variadas dependiendo de cada país
donde se aplica. ¿Es posible definir un liberalismo global?
El liberalismo descansa firmemente en dos pilares. El primero de ellos es la libertad individual,
que se plasma en todo el acervo de derechos humanos, políticos y civiles. De este pilar se
deriva el derecho del individuo a tomar sus propias decisiones sobre cuantas cuestiones afecten
a su propio futuro, a elegir su gobierno, a decidir dónde vivir, a optar sobre su educación o su
empleo, y también a decidir por sí mismo en cuestiones morales delicadas, como someterse o
no a tratamiento médico. Los liberales creemos que el individuo es capaz de tomar estas
decisiones por sí mismo y tiene un derecho inalienable a tomarlas. El otro pilar del liberalismo
es la libertad económica, que no es simplemente una frase de moda. Los liberales afirmamos
como camino hacia el desarrollo económico la desregulación, la privatización y el comercio
libre a escala global. No es tarea del Estado producir, sino crear y mantener un marco jurídico
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que proteja a la libre empresa, estimule la inversión y la creación de empleo y provea una
política social que actúe como una red de seguridad para quienes, por cualquier razón, se vean
excluidos del proceso productivo. Naturalmente, los partidos liberales de cada país tienen
programas y manifiestos diferentes, así como prioridades políticas muy distintas en función de
los problemas y retos a los que se enfrentan, pero todos ellos se basan en estos dos pilares. Un
partido político que no se base en estas dos columnas ideológicas centrales no puede
considerarse liberal.
Y, ¿qué hay del “neoliberalismo”? ¿Es una palabra útil a los conservadores para esconder su
etiqueta y obtener una un poco mejor, o es simplemente un invento de la izquierda?
Es probablemente ambas cosas y algunas más, pero para mí resulta irrelevante. Yo me
denomino liberal y creo que hay un importante acervo de escritos que explican lo que ello
significa, empezando por los propios manifiestos de la Internacional Liberal. He comprendido
que existe un elevado nivel de temor a la palabra “neoliberal”. Los izquierdistas dotan a esta
palabra de todas las connotaciones negativas y después la emplean indiscriminadamente contra
todos sus adversarios, sean como sean. Los liberales no deberíamos asustarnos demasiado por
ello. Todo partido que explique con claridad sus ideas y propuestas será juzgado por los
electores en base a sus planteamientos, y no a las etiquetas injustas que otros le coloquen.
Nuestros oponentes siempre nos llamarán lo que quieran, y quién sabe cuál será la palabra
descalificadora que pongan de moda mañana. En todo caso, es importante no permanecer
pasivos ante la adjudicación de etiquetas por parte de otros. La clave del éxito de un partido
político radica en su identidad, unidad y presentación. Debemos preocuparnos más de esos tres
elementos que de cómo nos llamen nuestros adversarios.
Cuando se trata de ideologías, parece aplicable la frase aquélla de que “no hay nada nuevo
bajo el sol”. ¿No estará la política real —y la economía real— gobernada en todas partes
simplemente por una especie de mezcla entre los planteamientos socialdemócratas, los
liberales y los de la derecha moderada?
No, no lo creo así. El mundo es un gran lugar y en sus más de doscientos países no existen dos
que tengan el mismo tipo de gobierno. La coalición de gobierno de los Países Bajos es
enormemente distinta de la que gobierna en Francia, y ésta a su vez lo es de la que gobierna
en el Reino Unido, etcétera. A pesar de ello, sí se dan dos importantes procesos en el mundo
actual. El primero, que en las democracias establecidas tienden a desaparecer los extremos,
tanto por las preferencias del electorado como por la acción de los políticos. Hay quienes han
descrito este proceso como una carrera por la conquista del centro político, aunque a mí me
parece una exageración. El otro proceso es el incremento del consenso mundial sobre el marco
de la política económica. Muchos partidos de diversos orígenes ideológicos se dan cuenta hoy
en día de que el mercado es más eficaz que la burocracia pública, de que la alta presión fiscal
desincentiva el desarrollo económico y de que el libre comercio es positivo. Pues bien, este
consenso sobre estos valores económicos existe hoy pero puede desaparecer cualquier día, y
además es un consenso tan vago y amplio que sigue dejando muchos matices de diferenciación.
En todo caso, la existencia de ese consenso no implica ni mucho menos que hoy en día todos
seamos lo mismo. Nos compete a los políticos explicar con la mayor claridad posible cuáles son
las diferencias entre los liberales y las demás corrientes de pensamiento, y cuáles son las
consecuencias, es decir, qué resultados pueden esperar de nuestra acción de gobierno y no de
la de otras fuerzas políticas. Y, claro, lo más importante seguirá siendo cumplir con aquello
que hayamos ofrecido al electorado.
Y en este contexto, ¿cómo ve la llamada “Tercera Vía” de Blair y Schroeder?
Pues en primer lugar hay que deshacer un importante malentendido. Tanto Blair como
Schroeder deben sus respectivas victorias en las urnas al hartazgo frente a los partidos
conservadores, que llevaban demasiado tiempo en el poder y presentaban un aspecto arrogante
y envejecido. Ambos ganaron, no por lo que eran, sino por lo que no eran: porque no eran
políticos viejos afianzados desde años atrás en sus respectivos sillones. Tony Blair consiguió que
el laborismo volviera a ser percibido como una opción real de gobierno, no mediante el
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desarrollo de nuevas ideas, opiniones o políticas concretas, sino mediante el puro y simple
abandono de las políticas que cabía esperar de su partido y la adopción de las opuestas. Así,
abandonó la posición laborista tradicional en contra de los recortes de la Seguridad Social, dejó
de pedir la renacionalización de los ferrocarriles y acabó con la política antiprivatizadora de su
partido, además de deshacerse de la petición laborista de desarme nuclear unilateral. Son
temas a debate en el Reino Unido y Blair ha sabido ser tan elástico en sus opiniones como fuera
preciso para llegar al poder. Pero, claro, Blair tenía que mantener a la “vieja guardia” activa y
satisfecha en el partido. Esta necesidad explica por sí misma el texto de su panfleto La Tercera
Vía: una política para el nuevo milenio, publicado por el think-tank socialista Fabian Society en
Londres. Es un texto completamente vacío de cualquier contenido político. Cada párrafo tiene
la misma estructura que el anterior: “por un lado ocurre esto o aquello, pero por otro lado lo
contrario también sirve, así que seamos abiertos y modernos, y pensemos en nuevas
soluciones”. En definitiva, la llamada “Tercera Vía” ha tenido mucho éxito como juguete
electoral, pero dudo mucho que pueda verse en ella una nueva ideología. Y creo que los
partidos que hablan con delectación sobre esta “corriente” no están pensando en ninguna
solución novedosa sino en un reclamo publicitario que parece útil a la hora de ganar
elecciones.
A causa de todo este revoltijo ideológico, se percibe una tendencia mundial hacia el
bipartidismo. Esto deja en una mala situación a los liberales, al estar más próximos a la
derecha en unas cuestiones y más cercanos a la izquierda en otras...
Bueno, los partidos liberales y sus dirigentes deben pensar sobre su propia identidad y extraer
sus conclusiones, no en función de nuestros oponentes, sino en función de nuestros valores y de
nuestro electorado. A fin de cuentas, ¿qué es un partido liberal? Pues es un partido que cree
ante todo en los derechos del individuo y quiere darle la capacidad de construir su propio
futuro por sí mismo, creando el sistema jurídico adecuado para ello. Los liberales somos gente
que cree en la democracia y las elecciones libres, y en el libre mercado y el comercio libre
como mecanismos superiores de la economía. Eso es lo que somos, simplemente. Por supuesto,
nuestros enemigos políticos robarán algunas de nuestras ideas, como suele ocurrir. No van a ser
tan amables de ver que tenemos una buena idea y dejárnosla para nosotros solos. Por eso
tenemos que enfatizar ante nuestros votantes que si su prioridad es la libertad deben votar por
quienes de veras creen en ella, no por una mala copia presentada por conversos de
conveniencia. Para tener éxito en cualquier partido político y en cualquier lugar del mundo es
preciso tomar las riendas de la definición propia: “esto es lo que somos y esto es lo que
proponemos”, porque si se posiciona uno en función de los demás se les da a ellos la capacidad
de definirle.
Como gran parte de las principales ideas liberales ya están asumidas por los demás
partidos, ¿cómo puede sobrevivir el liberalismo? ¿Tal vez realizando propuestas novedosas
y más radicales, o extremando el liberalismo en ciertas cuestiones?
Si echamos un vistazo a algunos de los partidos liberales con más éxito (Honduras, Nicaragua,
Senegal, Canadá, Países Bajos o Finlandia, por ejemplo), veremos que todos ellos se
convirtieron en fuerzas mayoritarias porque fueron capaces de construir partidos populares, no
extremando sus posiciones. No hay razón para asumir que sólo los partidos socialistas o
conservadores pueden obtener el respaldo masivo de amplias capas de la población. Nada
condena a los partidos liberales a ser pequeñas fuerzas de centro. Es factible tomar las ideas
liberales y construir con ellas una identidad capaz de obtener un amplio respaldo popular.
Solamente hay que ponerse a trabajar, ya que hay que hacer mucha campaña y dar muchas
explicaciones. Al final, confío mucho en los individuos cuando acuden a las urnas: si hacemos
bien nuestro trabajo, lo comprenderán y lo premiarán.
Las internacionales
(recuadro que acompaña a la entrevista)
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Inspiradas en las reuniones internacionales de los partidos socialistas a finales del siglo XIX y en
el primer tercio del siglo XX, las demás corrientes de pensamiento también optaron por
organizarse más allá de las fronteras nacionales. La ruptura de la izquierda en la IV
Internacional impidió, sin embargo, la existencia de una organización internacional de los
partidos comunistas. La conversión de éstos en fuerzas hegemónicas en todo el bloque soviético
hizo innecesaria su organización internacional, y el derrumbe del imperio centrado en Moscú
condujo a muchos de estos partidos a la disolución, a la marginalidad política o a posiciones
próximas a la Internacional Socialista.
Hoy existen en el mundo tres grandes internacionales: la Internacional Socialista (IS), la
Internacional Liberal (IL) y la Internacional Demócrata Cristiana (IDC). Cada una de ellas opera
como federación de los partidos políticos ideológicamente afines, en todo el mundo. La IL
remonta sus precedentes al siglo XIX y a numerosos contactos entre partidos liberales europeos
durante la primera mitad del siglo XX, pero es en 1948 cuando los liberales de numerosos
países, principalmente europeos, deciden organizarse para estrechar las relaciones
internacionales y conjurar el peligro de una nueva guerra mundial. El internacionalismo es
desde entonces uno de los factores determinantes de la IL, y se percibe también en las otras
dos grandes internacionales ideológicas.
El primer presidente de la IL fue el exiliado español Salvador de Madariaga, importante
intelectual y ministro de la II República que se mantuvo refugiado en diversos países durante
todo el franquismo y, ya muy anciano, pudo regresar a España en los años setenta, en plena
transición democrática. De Madariaga y los demás cofundadores de la Internacional Liberal
creyeron en una organización capaz de extender más allá de Europa las ideas liberales. Hoy la
IL, presidida por la eurodiputada belga Annemie Neyts-Uyttenbroek está presente en los cinco
continentes y en más de sesenta países.
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Bienvenidos a Globalia
Perfiles del siglo XXI, febrero de 2000
Bienvenidos a un país nuevo que surge paulatinamente sobre las cenizas políticas de los
Estados actuales: un país que abarca el planeta y nos da a todos una nueva ciudadanía
universal basada en la libertad y la responsabilidad de las personas.
Su nombre no aparece entre los apenas doscientos miembros del selecto club de Estados
soberanos, y si embargo es un “país” —y quizá una “nación”— que se está haciendo cada día
más real. Globalia (o Humania, Cosmópolis o simplemente Tierra) es una nueva politeya que se
está materializando, que está cobrando forma poco a poco y cristalizará en las próximas
décadas reemplazando las construcciones políticas que han marcado los últimos siglos y,
particularmente, el recién terminado. ¿Donde está? En el mundo, abarcando de momento la
totalidad de las tierras emergidas, tal vez pronto parte de los lechos marinos y más adelante
quién sabe. ¿Quiénes son sus ciudadanos? Seis mil millones de individuos humanos. ¿Cuándo se
fundó, quiénes son sus próceres, cuál es su declaración de independencia, cuáles sus símbolos
nacionales? Ahí radica la gran novedad, esto es lo apasionante de Globalia: no hay fechas, no
hay fundadores, no hay himno ni bandera, porque Globalia no responde a la ruptura con las
construcciones políticas preexistentes sino a una transformación social universal tan veloz y
profunda como silenciosa, tan pluricausal e inevitable como pacífica. Globalia no responde a la
decisión de un grupo de colonos en una tierra nueva, ni a la secesión de un grupo étnico frente
a otro, sino a la simultánea y hasta inconsciente acción de millones de personas que saben o
intuyen que la soberanía colectiva se está derrumbando y que los Estados tal como los
conocemos hoy deben dar paso a algo diferente. No es una construcción política emergida por
exclusión (como las anteriores), sino por amalgama, por fusión y síntesis. Globalia existe en el
mundo físico y sobre todo en el virtual, en el ciberespacio que dentro de muy poco será el
ámbito principal de nuestra actividad en casi todos los órdenes. Globalia se afianza cada vez
que los individuos se interrelacionan de mil maneras al margen de los Estados y de las
fronteras, cada vez que las leyes dictadas por los poderes legislativos tradicionales se muestran
obsoletas y son reemplazadas por la generación espontánea de normas simples y asumidas por
las partes (algo muy frecuente en Internet, donde es imposible legislar nada).
¿Moneda? Dólar, euro, yen y tres o cuatro más, y dentro de poco una sola, estable y basada en
valores objetivos al margen de toda política monetaria (oro, plata o quién sabe si uranio).
¿Gobierno? Cuanto menos, mejor, pero también lo habrá: de momento se está produciendo la
espontánea globalización de lo económico, y lo político llegará más tarde pero llegará (como
pasó en la conquista del Oeste norteamericano o del Occidente de Australia...) ¿Idioma? Pues
los mismos que ahora para el ámbito local, cada vez menos importante, pero con dos o tres
lenguas francas (español, árabe, chino...) y una lengua fundamental que será el inglés, como
en la Edad Media sucedía con el latín. ¿Fronteras? Dentro, ninguna. Fuera, las que nos impone
nuestra biosfera, por ahora. ¿Culturas? No hay remedio: se van a diluir, van a tender a
homogeneizarse, se van a ir transformando para adaptarse al nuevo medio, y si muchos se
rasgan las vestiduras alarmados por ello, muchos más son quienes incluso sin darse cuenta
están propiciando este cambio. Ello no implica la destrucción del patrimonio de cada lugar, ni
la sutil invasión de pautas culturales “extranjeras” (ya ho existe lo “extranjero”): implica,
simplemente, la eclosión de una cultura nueva, y los nostálgicos de las culturas y “naciones” de
antaño nada podrán hacer a la larga contra el empuje espontáneo de millones de seres
humanos que reivindican su carta de ciudadanía globaliana, que exigen su porción de
universalidad y, sin saberlo, están poniendo contra las cuerdas a los nacionalistas con o sin
Estado, a los colectivistas y a los nostálgicos de las patrias. Porque Globalia, más que una
nueva patria, es la definitiva superación del concepto de patria y su sustitución por una nueva
realidad basada en el individuo universal.
Globalia gana terreno cada vez que los seres humanos logramos derribar un arancel, una
frontera comercial o una exigencia de visado para viajar. Globalia se afianza cada vez que un
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ciudadano uruguayo compra o vende en Internet a un ciudadano indio, sin impuestos ni trabas
“nacionales”. Globalia va tomando forma cada vez que surge la amistad o el amor entre gentes
de culturas diversas, ya que se basa profundamente en el mestizaje, que siempre ha
enriquecido a nuestra especie.
¿Enemigos? Muchos, desde el colectivismo gubernamental típico de Francia, que impone a los
franceses su “cláusula de exclusión cultural” para “protegerse” de las películas de otros países
hasta Osama bin Laden que pretende brutal pero ingenuamente combatir a Globalia con
talibanizando el mundo; desde las monedas nacionales depauperantes hasta la política
antiinmigratoria del mundo desarrollado; desde los nacionalismos (sobre todo los de Estado)
hasta el integrismo religioso de cualquier índole. Pero todos esos enemigos no pueden torcer el
curso de la Historia, ya que Globalia representa el escalón último de una sintetización iniciada
siglos o milenios atrás, desde que cada tribu salió de su caverna y encontro que había más
tribus y que eran en lo esencial iguales a ellos, y que lo que les unía era más que lo que les
separaba. Es un proceso apasionante que tardará aún varias décadas o que ocupará
enteramente el siglo que estamos iniciando. Pero es imparable. Nuestros nietos o sus hijos
tendrán ya poco de argentinos, candienses, japoneses o españoles, y mucho de ciudadanos de
Globalia.
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Magistral Benegas
Reseña del libro "Las oligarquías reinantes", de Alberto Benegas Lynch
Perfiles del siglo XXI, febrero de 2000
Si un autor latinoamericano ha logrado presentar el pensamiento liberal de una forma tan
profunda como sencilla y transmitir al lector la coherencia y la autoevidencia del sistema de
ideas construido en torno a la libertad humana, ése es Alberto Benegas Lynch (h). En su más
reciente libro, el profesor argentino identifica cuáles son en la actualidad las oligarquías que
detentan de manera ilegítima un poder sustraído tan sutil como injustamente al individuo. En
palabras del prologuista de lujo que acompaña la obra de Benegas, el miembro de la Academie
Française Jean-François Revel, el autor denuncia con acierto el embuste supremo que “sobre
un fondo de corrupción generalizada imputa al liberalismo los efectos que se deben
precisamente a su contrario”. El doloso embuste es asimilar al liberalismo sistemas y
comportamientos que no tienen nada que ver con él, como la cleptocracia rusa, el
corporativismo extremo de ciertos países latinoamericanos o de Indonesia, o el mercantilismo
empobrecedor en el que algunos ven la mano negra del “neoliberalismo”, pero que representa
en realidad lo contrario a un entendimiento liberal del mercado. El profesor Benegas nos
presenta con humor satírico (y con razonamientos que dan significado a la palabra “lógica”)
una visión económica y social de la que se extraen lecciones de gran valor.
— 93 —
Clinton y el secreto bancario
Diario Prensa Libre (Guatemala), 04-02-2000
Parece que al presidente de los Estados Unidos de América no “se le pegó” nada en su reciente
visita a tierras suizas para participar en el Foro Económico Mundial de Davos. Si así hubiera
sido, es decir, si Clinton hubiera aprendido la lección que los suizos pueden impartir mejor que
nadie, con toda probabilidad no habría cometido, a su llegada de Europa, la que pasará a la
Historia como una de sus mayores equivocaciones. Clinton, en su intervención ante el Congreso
estadounidense, culpó de todos los males del mundo al secreto bancario y, consecuentemente,
enunció un conjunto de medidas para acabar con esta práctica que, según él, favorece a los
narcotraficantes.
“Presentaré una nueva legislación más fuerte para ir detrás de los capos y combatirlos donde
más les duele, es decir, en el bolsillo”, declaró Clinton. Me imagino las carcajadas de los
narcotraficantes y demás delincuentes monetarios en sus lujosas guaridas. Combatir el secreto
bancario no es sólo una barbaridad: es además imposible. El secreto bancario no existe para
amparar a los delincuentes, sino a usted y a mí. El banco es nuestro aliado. Es la caja fuerte
que en vez de estar en el salón de nuestra casa, escondida detrás de un cuadro, se encuentra
dos calles más abajo. Guardamos allí nuestro dinero para protegernos de posibles robos.
Irrumpir en el banco exigiendo datos sobre nosotros es propio de un Estado totalitario, igual
que lo sería invadir nuestro salón para buscar detrás de los cuadros la caja fuerte del ejemplo.
El banquero tiene con usted o conmigo una relación de servicio, de proveedor a cliente, y su
papel no puede convertirse por decreto en el de delator al servicio de un voraz ministerio de
hacienda. Si así ocurriera, la fuga de capitales hacia jurisdicciones más libres sería inevitable, y
la ruina de los bancos nacionales, “chivatizados” por la estupidez de los políticos, también. Más
de cincuenta paraísos fiscales de todo el mundo aplaudirían a Clinton muertos de risa y se
prepararían para recibir fortunas aún mayores que las ya resguardadas en ellos.
Los seres humanos tenemos un derecho inalienable a la privacidad, y este derecho incluye que
los demás no sepan cuánto tenemos ni dónde lo guardamos. La inseguridad que reina en
muchos países, incluído el de Clinton, hace del banco un importante apoyo para todos nosotros.
Como tenemos el dinero en el banco, nadie sabe exactamente cuánto tenemos, y podemos
evitar delitos contra nosotros y nuestras familias (robos, secuestros, asaltos, etc.). ¿De verdad
puede alguien imaginar que la información bancaria estuviera a la disposición de cualquier
funcionario público caza-narcos, sin orden judicial de intervención? El Estado de Derecho se
tambalearía. Para perseguir a un minúsculo porcentaje de delincuentes Clinton quiere poner a
millones de sus conciudadanos en una situación de riesgo —incluso físico— y de desamparo
jurídico frente a la maquinaria burocrática del poder ejecutivo, relegando a un papel
insignificante al poder judicial. Este es, en cualquier paíse civilizado, el único que puede
ordenar el levantamiento del secreto bancario (igual que del secreto profesional de un médico
o abogado), y para ello debe haber indicios razonables de delito.
Si Clinton logra que su ley se apruebe, toda transacción que exceda los diez mil dólares será
considerada “sospechosa” y los bancos estarán obligados a reportarla de inmediato al
Departamento del Tesoro... Es decir, comprarse un coche, por ejemplo, dejará de ser un acto
privado entre comprador y vendedor, salvo que ambos acudan al dinero en efectivo o a cuentas
extranjeras. El colmo es que la administración Clinton parece decidida a exigir medidas
similares a los países latinoamericanos.
Si Clinton de verdad quiere acabar con el narcotráfico debería empezar por reconsiderar la
política prohibicionista, que hasta ahora no parece haber tenido ningún resultado positivo, en
lugar de emprender una nueva caza de brujas contra el ciudadano común y corriente. Y debería
recordar que Grand Cayman o la propia Suiza ya no están reservadas a los ricos: hoy, por
fortuna, cualquier ciudadano puede acceder a estos lugares vía Internet y protegerse allí de la
curiosidad del Fisco.
— 94 —
Cuba sigue estrangulada
Diario Prensa Libre (Guatemala), 18-02-2000
Durante varias décadas, hasta el final de la Guerra Fría, nos habíamos resignado a aceptar que
Cuba, simplemente, había caído sin solución al otro lado del muro berlinés extendido por todo
el planeta. Entre Cuba y Latinoamérica se había erigido un telón de acero tan invisible como
eficaz, y la más grande de las Antillas era para unos la avanzadilla del socialismo real en el
continente y para otros la incomprensible y peligrosa excepción al capitalismo hegemónico en
el hemisferio occidental. Esa situación era mala, pero la actual es peor. Hace apenas unos
meses hemos celebrado en todo el planeta el décimo aniversario de la caída del comunismo en
Europa oriental, y ello no parece habernos llevado a hacer nada por el triste fleco caribeño que
aún queda colgando de aquel tapiz corroído. Hace una década, el mundo contemplaba
asombrado cómo en las calles de Varsovia, Praga o Bucarest las “masas”, el “proletariado”, el
“pueblo trabajador” gritaban a los cuatro vientos que querían un país de individuos libres y un
sistema político y económico acorde. La gente se sacudió el yugo comunista, usó la hoz para
cortar las cuerdas que le amarraban a la miseria y el martillo para romper las cadenas del
miedo. Casi nadie miró entonces a La Habana. Cuba habría de caer como una fruta madura, al
cerrarse el grifo financiero moscovita y desaparecer el mercado común socialista (el mayor y
más absurdo artificio económico y comercial de la Historia).
¿Por qué ha continuado Cuba? Hay muchos factores pero destaca fundamentalmente uno: el
apoyo exterior (político y económico) del imperio soviético ha sido perfectamente sustituido
por el apoyo de la Unión Europea, Canadá y ciertos países latinoamericanos. En España, el
interés de unos pocos hoteleros y turoperadores multimillonarios, en complicidad con los
sucesivos gobiernos de González y Aznar, ha llevado a Madrid a no hacer realmente nada por la
libertad en Cuba. En otros casos, como los de algunos países latinoamericanos y nordeuropeos,
pesa todavía mucho la inmensa falacia de que la situación de Cuba no es tan tiránica, que la
culpa es de Washington por mantener el embargo y que si bien es cierto que Castro es un
dictador, no es tan malo como lo fueron otros y además ha dado comida, cultura y salud a su
pueblo “mejor que en otros países de la zona”. Se sigue viendo con cierta simpatía la
“revolución” cubana. Desde miles de kilómetros, es fácil. Los numerosos líderes
socialdemócratas europeos que han simpatizado con Cuba y han intercambiado mil carantoñas
políticas con el comandante han sido los mismos que se han encargado de desmontar
sistemáticamente todo resto de izquierdismo en sus respectivos partidos políticos. Cuba ha
operado como una pequeña válvula de escape, como una concesión a la nostalgia por parte de
quienes tenían clavada en el corazón la espina amarga de haber traicionado su ideología. Si
Canadá no le hubiera construido a Castro el nuevo y flamante aeropuerto de La Habana, si
Europa hubiera hecho causa común con los Estados Unidos en exigir a Castro una apertura
democrática real, en lugar de aportarle el turismo masivo que es hoy su mayor fuente de
ingresos, si México no hubiera tratado al régimen cubano con incomprensible comprensión, en
Cuba habría sido posible forzar desde fuera una transición inteligente, a largo plazo, para
evitar las convulsiones sociales que se vivieron en el Este de Europa. Pero todos estos países
han ayudado a Castro en vez de ayudar a Cuba, y ahora el tiempo se está agotando (incluso por
la incertidumbre sobre el tiempo de vida que le queda al dictador y sobre lo que ocurrirá el día
después de su muerte).
La gente en Cuba está harta. Aunque veamos por televisión a miles de militantes comunistas
participando en actos de masas espeluznantes y coreando consignas propias de Corea del Norte
o de la Revolución Cultural china, muchísimos más son los cubanos decididos a acabar con este
régimen absurdo sacado de los libros de Historia. Y desde fuera, a esos cubanos, a los legítimos
disidentes, no estamos haciendo nada por ayudarles. Tal vez los excesos verbales y la actitud
belicista de ciertos sectores del exilio cubano hayan servido para poner a la opinión pública
mundial más del lado de Castro que del lado opositor, pero las voces que ahora se alzan en
Cuba son las de miles de ciudadanos “de dentro” que están ejerciendo con valentía pero
pacíficamente una encomiable desobediencia civil “a la Gandhi” que día tras día reúne tras de
— 95 —
sí el apoyo de un porcentaje mayor de cubanos. Es sin duda un proceso abierto muy similar a
los de hace una década en el Este de Europa. De Castro depende que el proceso desemboque
en una transición pacífica, como en Hungría, o que termine en un baño de sangre y en la toma
violenta del poder, como en Rumanía.
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Dolarización y soberanía
Diario Prensa Libre (Guatemala), 25-02-2000
Seamos claros: lo que ha demorado durante décadas la unión monetaria de Europa, lo que ha
dejado temporalmente fuera de ella a Gran Bretaña y otros países, y lo que impide el
establecimiento de una unión similar en América Latina (o la pura y simple dolarización de esos
países) es ese viejo, arcaico, trasnochado, obsoleto, vacío, mítico e irracional concepto al que
llamamos “soberanía”. “Soberanía” viene de “soberano”, que es como se denominaba a los
monarcas absolutos. Los presidentes electos en las urnas ya no se dicen soberanos pero
consideran soberano “en nombre de todos” al país, al Estado, a la nación, al pueblo o a
cualquier otro ente colectivo tan grande, general, complejo e inabarcable que, al final, los
verdaderos soberanos siguen siendo los políticos, facultados cada cuatro años por el cheque en
blanco democrático para hacer con esa soberanía su santa y caprichosa voluntad. Podríamos
analizar durante muchas páginas los incontables daños que esta facilidad en el uso estatal de la
soberanía ocasiona a los individuos, pero quiero concentrarme precisamente en la emisión de
moneda sin respaldo, que es uno de los mayores perjuicios “soberanos”.
El Estado necesita mitos, y la emisión de moneda es una de las vías para ello, aunque el papelmoneda que imprimen los modernos próceres sea papel mojado. Un Estado que se precie no
puede dejar de aspirar a tener todo un conjunto de símbolos que lo diferencien de los demás
sujetos de Derecho internacional y dejen claro que el país en cuestión es “independiente”. En
todos los países, los principales símbolos al uso son la bandera (una tela de colores que
misteriosamente recibe besos y saludos), el escudo (ese complicado logotipo que imita con
escaso acierto y nula necesidad los blasones medievales), el pasaporte y demás documentos
que dejan bien claro que fulano “pertenece” a ese país (aunque debería ser al revés), los sellos
del inoperante correo público (que el avance de las empresas de mensajería relegará pronto a
los coleccionistas empeñados en infectarse la lengua) y, cómo no, las monedas y billetes en las
que una serie de importantes señores nombrados a dedo por el gobierno declaran
solemnemente que “el Banco Central pagará al portador la suma de...”, frase acompañada de
cifras sin duda mágicas, porque cada vez tienen más ceros y a la vez menos valor.
Bueno, pues ya está bien de que el Estado haga “patria” a cuenta del valor del dinero que la
gente tiene en sus bolsillos. Y ya está bien de que los gobiernos protejan sus divisas de juguete
(los billetes del “Monopoly” valen hoy seguramente más que algunos billetes de sucres o
bolívares) prohibiendo la apertura de cuentas corrientes en otras monedas, o el pago de
salarios en divisas extranjeras, o la celebración de contratos en francos suizos, dólares
canadienses o coronas noruegas, si así lo desean las partes. ¿Qué pretenden, que la gente
vuelva a acudir al trueque de mercancías, al pago en especie y a esconder dinero “fuerte” (o
sea, extranjero) bajo el colchón? Eso es lo que puede acontecer muy pronto en buena parte de
América Latina, de Europa Oriental y de otras regiones emergentes si los gobiernos no se
atreven de una vez a “dolarizar”. Para ello se puede implantar el dólar como moneda nacional
y exigir a Washington que comparta el “señoriaje”, o hacer lo mismo respecto a otra moneda
fuerte (euro, libra esterlina, yen o franco suizo), o se puede establecer cajas de conversión, o
incluso acudir rigurosamente al patrón oro. Lo que no se puede hacer es anteponer la obsoleta
soberanía del Estado (la de las banderas y los escudos y los pasaportes y los sellos) a la única
soberanía que importa: la de las personas, que tienen un derecho incuestionable a que su
dinero no se vea sujeto a pérdidas constantes de valor por los intereses de la “patria”.
Dolarizar es urgente.
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Elián, Cuba y el exilio
Columna en to2.com (México), 29-02-2000
Miami, Norteamérica, los cubanos del mundo entero y hasta la Humanidad se han dividido en
dos bandos que tiran firmemente de los brazos de un niño de seis años, como si en ello les
fuera la vida. El clima de campaña electoral que se vive en los Estados Unidos contribuye, y
mucho, a esta situación. Siempre que se habla de Cuba saltan las pasiones a favor y en contra
del régimen de Fidel Castro, pero en este caso debería primar el derecho individual e
inalienable del interesado. El problema es que el interesado es menor de edad y alguien tendrá
que hablar por él. ¿Puede hacerlo el padre, firmemente condicionado por la obediencia que
debe al régimen que no sólo ejerce sobre él el mismo control que sobre los demás cubanos,
sino que además no puede permitirse una derrota política en el caso Elián? ¿Pueden los
familiares de Miami entregar al niño para su retorno a Cuba contraviniendo la voluntad de la
madre que dio la vida precisamente para que su hijo no creciera en la isla? Lo normal es que la
tutela sobre un menor corresponda en primera instancia a aquel de sus progenitores que
sobreviva al otro, y así lo contempla la legislación estadounidense, pero, ¿qué le espera a Elián
en Cuba? ¿Ser paseado como un trofeo por las huestes del castrismo? ¿Vivir sin libertad como el
resto de los cubanos, pero con la obligación de dar ejemplo como niño-héroe de la revolución?
Cualquiera que sea la decisión final, toda esta aventura afectará —afecta ya— al bienestar
psicológico del niño. Pero parece que un segundo cambio traumático en menos de un año
(cambio de vida, de adultos de referencia y de compañeros de juegos) no es la mejor terapia.
La única ecuación correcta para salir de esta compleja situación, la única fórmula en la que
todos ganarían, sería que el padre de Elián con su nueva esposa y familia permanecieran en los
Estados Unidos, y que el poderoso lobby cubano de Florida les encontrase puestos de trabajo.
Ganaría Elían, que podría mantener su actual marco de referencia recuperando a su padre,
ganaría el padre al recuperar a su hijo y ganaría la familia de Miami al cumplir la voluntad de la
madre de Elián. Sólo perdería el viejo tirano que manda en Cuba.
— 98 —
Ingeniería genética
Editorial para Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000
La reciente clonación de dos simios en Estados Unidos y la obtención mediante técnicas de
ingeniería genética de un ejemplar vivo de rata han vuelto a abrir la caja de Pandora de las
más disparatadas protestas. Los sectores más reaccionarios de varias religiones se han aliado
una vez más con la extrema izquierda y ciertos sectores ecologistas para condenar los avances
en esta importante área del saber. En España, la extinción de una especie autóctona de cabra
salvaje al morir su último ejemplar ha permitido albergar esperanzas de “resurrección” de la
raza desaparecida mediante la creación futura de nuevos ejemplares con el material genético
extraído a los últimos individuos vivos. En Gran Bretaña, los investigadores que crearon a Dolly
anuncian nuevos experimentos, mientras Federico Mayor, al término de su mandato como
director general de Unesco, hacía un llamamiento tan ingenuo como absurdo a frenar toda
experimentación con material genético humano. La Humanidad teme las pesadillas que
pudieran derivarse del abuso de la ingeniería genética con ADN humano, pero en su miedo a
tales consecuencias parece olvidar dos datos fundamentales: que los beneficios de tales
técnicas pueden acabar con el sufrimiento de millones de personas y que el futuro ya está aquí
y de nada sirve “prohibirlo”. Las arengas y las normativas contra la ingeniería genética humana
equivalen a poner puertas al campo. Lo que necesitamos, y de forma urgente, es determinar
qué usos, técnicas, terapias y actos científicos son lícitos y cuáles no, en lugar de proscribir
inquisitorialmente el conjunto de posibilidades que se abren ante nosotros. Hasta ahora, los
políticos de cualquier signo, unánimes en su condena ciega y global a estas nuevas
oportunidades, han fundamentado su posición en un entendimiento colectivista del genoma
humano, pero tan válida y legítima como esa visión, si no más, es la perspectiva individualista
de que el material genético de cada ser humano le pertenece en exclusiva, de la misma forma
que le pertenece su cuerpo y su propia vida, y por tanto es libre de expermientar con él o
permitir que otros lo hagan. Cuando, de aquí a poco tiempo, una persona cifre sus esperanzas
de curación en una terapia derivada de la experimentación con su material genético, o en la
generación de órganos de repuesto en un cuerpo clonado sin mente, ningún político estará
legitimado para impedirlo, y cualquier ley que lo intente chocará con la realidad. Tal vez
quienes hoy vociferan contra la investigación y la experimentación genéticas en humanos se
beneficien dentro de unos años del fracaso de sus proclamas y del éxito de esta nueva y
apasionante vía hacia la mejora y el alargamiento de la vida humana.
Mares “de nadie”, peligro para todos
Editorial para Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000
Varios vertidos de ingentes cantidades de petróleo en diferentes mares, y particularmente el
desastre ecológico producido por la rotura de un oleoducto en aguas brasileñas, han reavivado
el debate sobre la protección del medio ambiente marino. Las soluciones propuestas por las
principales organizaciones ecologistas parecen dejar de lado el factor principal que hace de los
mares y océanos regiones de impunidad en las que todo vale y nadie se ve obligado a responder
de sus actos: la falta de derechos de propiedad sobre el mar y sus elementos. En un extenso
artículo publicado en Perfiles (núm. 77, diciembre de 1999), el jurista peruano Enrique Ghersi
alertaba sobre la rápida progresión que terminará convirtiendo a los mares en una inmensa
cloaca si continuan siendo “de nadie”. Los medios técnicos de los que disponemos hoy en día
hacen posible delimitar zonas tanto de la superficie como del lecho marino, e incluso bancos
de peces, nódulos de manganeso y otras fuentes de riqueza. La asignación de derechos sobre el
mar es tal vez la única solución viable a largo plazo para impedir la definitiva destrucción de
los ecosistemas marinos y la conversión del setenta por ciento de nuestro planeta en un
basurero irrecuperable, lo que equivaldría a provocar el suicidio de nuestra especie. Solamente
si cada zona o elemento marino tiene un dueño individual o colectivo que se preocupa de su
mantenimiento cabe esperar que se incremente el rigor en las condiciones de tránsito de las
sustancias peligrosas. Cuando algo no tiene dueño, nadie lo protege. Por otra parte, los
— 99 —
vertidos recientes ponen de manifiesto una vez más la urgencia en sustituir los combustibles
fósiles por energías renovables cuya producción no resulte nociva para nuestra biosfera.
La lección de Ecuador
Editorial para Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000
Una de las principales lecciones que podemos extraer del rocambolesco golpe de Estado sufrido
hace algo más de un mes por el presidente ecuatoriano Jamil Mahuad es que los militares aún
tienen demasiado poder en América Latina. Desde hace una década y media, y con algunas
excepciones como la de Paraguay, parecía que en la región los militares se habían sometido
definitivamente al poder civil y que habían quedado atrás los tiempos en que su poder fáctico
se dejaba notar a diario en el curso de los acontecimientos políticos. Los hechos de Ecuador
nos llaman la atención para no ser tan optimistas. En casi toda América Latina las fuerzas
armadas distan mucho de haberse confinado a los cuarteles. Si hay una zona del mundo donde
los ejércitos son escasamente necesarios y donde bastaría que cada país tuviera un puñado de
unidades de élite, esa zona es la latinoamericana, y sin embargo los ejércitos de la región son
enormes, cuentan con obsoletos sistemas de servicio militar obligatorio, mueven ingentes
cantidades de dinero y disponen de un poder en la sombra que les convierte en indeseables
tutores de la andadura democrática emprendida por estos países. Lo que ha pasado en Ecuador
podría ocurrir en cualquier momento en muchos de los demás países del subcontinente.
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El caso Pinochet como precedente
Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000
El procesamiento del exdictador chileno, con independencia de su final, sienta un
precedente de gran importancia para el futuro. La impunidad de los mandatarios parece
estar tocando a su fin como consecuencia de la globalización. Las soberanías nacionales
ya no son un bunker, ni las fronteras limitan la acción de la justicia.
El caso Pinochet ha representado un peldaño más en la larga escalera que nos lleva hacia una
globalización que ni podrá ser ni será meramente económica. Con todas sus incidencias, errores
y aciertos, el caso nos demuestra que hoy las fronteras y las soberanías se han diluido incluso
para los jefes de Estado pasados o actuales. Los ciudadanos de cualquier parte del mundo ya se
creen con derecho a intervenir judicialmente en cualquier otra parte del mundo, porque esas
fronteras y esas soberanías han perdido importancia frente a otros conceptos y valores que van
adquiriendo fuerza universal. Aunque la praxis política ha impuesto al gobierno británico y,
especialmente, al español la toma de decisiones que difícilmente encajan con la independencia
judicial, el caso deja un precedente de incuestionable valor para los próximos años y décadas,
y evidencia la pugna entre el agonizante Estado nacional, representado en esta ocasión por los
gobiernos de Chile, España y Gran Bretaña, y la nueva sociedad global emergente,
representada por el juez Garzón, por una decena de procesamientos benditamente
extraterritoriales que socavan con decisión las obsoletas soberanías nacionales y por el clamor
de millones de personas que no aceptan que el destino de un exdictador manchado de sangre
corresponda sólo a los ciudadanos concretos del país en cuestión.
Si Pinochet se libra de la cárcel sólo por viejo o por enfermo, pero no porque su procesamiento
no fuera legítimo, el precedente es fantástico: que no se atreva Milosevic, Castro, Saddam o
Gaddafi a poner el pie fuera de su país, convertido en cárcel no sólo para sus víctimas sino
también, ahora, para el verdugo. Por otra parte, habría que recordar que muchas personas en
iguales condiciones de salud o vejez son juzgadas cada año, en todo el mundo. Por ejemplo, se
cuenta por decenas los casos de ancianos nazis identificados por la Fundación Wiesenthal en
todo el mundo, capturados por el Mossad o extraditados y llevados a Israel para su
procesamiento, sin que nadie se rasgue las vestiduras por ello.
Muchos juristas han expresado un temor legítimo a que el caso Pinochet abra las puertas a un
incremento exponencial de los procesamientos trasnacionales de antiguos altos cargos políticos
en regímenes no democráticos. Si tal inflación judicial trasnacional llega a producirse, servirá
en realidad para obligar a los políticos a arbitrar de una vez por todas mecanismos judiciales de
ámbito superior al nacional. La jurisdicción universal en lo relativo a los crímenes contra la
dignidad humana podrá residenciarse en un nuevo estamento judicial multilateral, pero no
puede simplemente retirarse de los tribunales nacionales sin buscársele otro acomodo, quizá
más correcto.
Muchas organizaciones cívicas de tod el mundo, y especialmente la Internacional Liberal, llevan
ya muchos años reclamando un autentico tribunal penal internacional, con la exigencia
importantísima de que esta alta corte no se vea sometida al veto de los Estados, ni sus jueces
sean nombrados por los respectivos poderes ejecutivos. Los Estados que con mayor firmeza se
oponen a esta opción son precisamente los que más temen que un tribunal así pueda
incomodarles en el futuro al poner en evidencia el déficit democrático o humanitario de sus
respectivos regímenes. La palabra más utilizada en todo el mundo por quienes rechazan la
trasnacionalidad de la justicia es “injerencia”. Pues bien, la injerencia en defensa de la
dignidad humana y de los derechos básicos de la persona no sólo es legítima sino que constituye
un deber. Hay una soberanía mucho más importante que la de las patrias: la soberanía de las
personas, cuya autodeterminación individual es superior en rango a cualquier entendimiento
colectivista de la justicia. Injerirse es, en estos casos, mucho más civilizado que respetar
soberanías nacionales ejercidas con desprecio de derechos elementales, como, en este caso, el
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derecho que asiste a las víctimas del régimen militar chileno. Lo que los Estados no admiten, y
lo que ha puesto en una situación embarazosa a Madrid y Londres, es que la acción de
injerencia no haya sido ejercida por el poder ejecutivo, como en Kosova o Bosnia o como en la
Guerra del Golfo, sino por el poder judicial en actuación totalmente independiente y sin
pararse a pensar en los intereses políticos de España o del Reino Unido. Es una bofetada sin
manos de la ciudadanía, de los demandantes, de las asociaciones defensoras de los Derechos
Humanos y de los propios jueces al poder ejecutivo, que se cree el único con capacidad de
actuar en el terreno internacional pero que debe acostumbrarse a que eso ya no es así. Uno de
los factores que conformaban al Estado como sujeto de Derecho internacional era la unicidad
de su voz en el contexto internacional, voz que era inequívocamente expresada por el poder
ejecutivo, con exclusividad. Ese entendimiento del marco de las relaciones internacionales
también se ha visto dañado por el caso Pinochet, afortunadamente. Hoy los agentes de las
relaciones internacionales son muchos más y mucho más complejos que los Estados nacionales
representados por sus poderes ejecutivos.
Desde el punto de vista simbólico, las pasiones que el caso Pinochet ha levantado son
incomprensibles fuera de Chile (donde, naturalmente, es lógico que la emoción ciegue a los
seguidores y detractores del general). A Pinochet no se le ha procesado por su particular
ideología, sino por haber permitido y ordenado crímenes espeluznantes. Quienes en todo el
mundo defendemos la economía de libre mercado tenemos en Chile un ejemplo excepcional de
una política económica correcta que ha llevado al país andino a un crecimiento espectacular y
a una enorme mejora del nivel de vida de su población, y no tenemos reparos en admitir que
buena parte de esos logros se deben a ministros de la etapa militar, pero ello no justifica las
matanzas de oponentes políticos, ni las torturas ni los juicios sumarísimos ni cuantas
atrocidades se cometieron en el mismo periodo. Permitir que todo ello quede impune es un
lujo que tal vez Chile quiera permitirse, incluso mayoritariamente, pero que el mundo no
puede consentir. Si tiranos como Stalin, Franco, Ceausescu o Duvalier quedaron impunes —ojalá
en aquellos momentos pudiera haberles procesado un juez chileno—, nuestra generación está
en condiciones de decir “basta” y cambiar el futuro. El caso Pinochet sólo ha sido el principio.
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El Tercer Sector: la privatización de la solidaridad
Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000
Uso autorizado al Correo de la Unesco y otros medios
El Tercer Sector —o sector privado no lucrativo—, conformado por asociaciones,
fundaciones y organizaciones solidarias de todo tipo, se ha convertido en los últimos
tiempos en un eje importantísimo de nuestras sociedades, recuperando terreno frente al
Estado y estableciendo un marco de trabajo que está cambiando por completo la forma
de entender la acción social. En este trabajo se analizan las claves del fenómeno y se
apuntan las consecuencias futuras de esta nueva organización social.
Uno de los fenómenos sociales más importantes del último tercio del siglo XX es, también, uno
de los que quizá hemos sido menos conscientes hasta fechas muy cercanas, tal vez por tratarse
de un proceso evolutivo pacífico y ajeno a todo sobresalto. Me refiero a la instauración del
Tercer Sector como un elemento clave de la economía y de la política, cuya fuerza social es
tan importante y determinante hoy día como la de cualquiera de los otros poderes.
La expresión “Tercer Sector” hace referencia al amplio conjunto de agentes activos en la
economía que se caracterizan por actuar sin fines de lucro. Desde las fundaciones culturales
hasta las organizaciones no gubernamentales (ONG) que llevan asistencia sanitaria o educativa
a los más necesitados, el Tercer Sector representa hoy un segmento importantísimo de la
economía tanto en los países desarrollados como en buena parte de los países del Sur. Su
nombre parte de la consideración del público y del privado lucrativo como los otros dos
“sectores” de la economía, y la principal consecuencia de esta denominación es no encuadrar a
estas organizaciones en ninguna de las dos categorías. Sin embargo, el Tercer Sector está
estrechamente vinculado a los otros dos y, dependiendo de la cultura económica del país, se
verá más próximo a las agencias gubernamentales o a la empresa privada.
La primera reflexión que cabe realizar sobre el auge sin precedentes del Tercer Sector es que
ya no se trata de una válvula de escape para las conciencias, económicamente insignificante.
Es en la actualidad un sector de la economía que mueve billones en todo el mundo y que
responde a parámetros de gestión diferentes de los del sector público y distintos también de
los puramente empresariales. Los economistas no suelen contemplar en sus análisis los millones
de horas trabajadas de forma voluntaria y sin retribución económica, los servicios prestados
por estas entidades, o el volumen de dinero y bienes materiales que emplea, pero cuando lo
hacen se dan cuenta de inmediato de que el tejido asociativo, en todas sus variantes, se ha
convertido en un eje fundamental de nuestras sociedades. Sólo en España hay más de un millón
y medio de personas que trabajan en el Tercer Sector, y alrededor de un millón más que
realiza trabajo voluntario (no remunerado) en organizaciones solidarias de toda índole. En Gran
Bretaña, el país europeo donde más se ha enraizado el sector no lucrativo, son casi tres
millones de personas las que desarrollan su vida laboral o profesional en estas organizaciones.
En América Latina, y particularmente en México y Uruguay, la solidaridad está generando un
importante conglomerado de organizaciones ciudadanas no lucrativas que cada día
representan, en conjunto, un porcentaje más elevado de la actividad y de la ocupación. Pero el
origen principal del Tercer Sector hay que buscarlo en los Estados Unidos, donde la sociedad
siempre ha sido consciente de las necesidades sociales y ha sabido autogestionarlas al margen
del Estado. En ese país las cifras económicas que acompañan al funcionamiento del Tercer
Sector son astronómicas y rivalizan con los presupuestos públicos y con las grandes operaciones
bursátiles.
El excedente, clave de la solidaridad
Es una constante histórica que las sociedades que generan mayor bienestar y, por tanto, mayor
excedente económico, producen siempre mayores niveles de solidaridad y hacen posible que
una parte sustancial de sus miembros se dedique a labores humanitarias en favor de los más
necesitados. Naturalmente, la solidaridad ha existido siempre como sentimiento humano, y
— 103 —
siempre ha habido organizaciones que se encargaban de canalizarla, generalmente en el
entorno religioso. Pero la creación masiva de riqueza en los países desarrollados, junto a la
relativización liberal de las religiones y el cuestionamiento del Estado, ha permitido la
emersión de todo un movimiento cívico de autoorganización, dedicado a combatir las
situaciones de miseria —primero en el país y después internacionalmente— o, simplemente, a
organizar de manera privada la asistencia social en miles de casos y situaciones. Así, por
ejemplo, cuando nace un niño con síndrome de Down, los padres ya no están a expensas de la
bondad del Estado, sino que recibirán el apoyo de las asociaciones privadas de afectados por
este problema, las cuales contarán con fondos destinados a aquellas familias que no puedan
hacer frente a los costosos tratamientos, y en cuyo seno se les brindará asistencia y asesoría
con una dedicación y una eficacia muy superiores a las que un frío ministerio de sanidad
pudiera proveer. Este ejemplo es extrapolable a todas y cada una de las situaciones de acción
social nacional y de solidaridad internacional. Médicos sin Fronteras —flamante premio Nobel
de la Paz— siempre atenderá mejor a las víctimas de un conflicto armado que cualquier
agencia de la ONU; Ayuda en Acción, presente en casi todo el planeta, canaliza la solidaridad
Norte-Sur mejor que cualquier programa intergubernamental de asistencia; los voluntarios de
cualquier pequeña ONG de un barrio marginal atenderán mejor a las víctimas de la droga en la
zona que los funcionarios al servicio de los poderes públicos, etcétera.
Es cierto que en los últimos años se está produciendo en muchos países un enorme boom de la
solidaridad que puede desvirtuar la cabal comprensión del fenómeno a largo plazo, pero todos
los factores parecen indicar que no estamos ante una moda pasajera sino ante un proceso
histórico de devolución del poder estatal a la ciudadanía, por exigencia de ésta. Es como si
millones de personas estuvieran gritando “¡inepto!” al ministro de asuntos sociales o al propio
Estado, y se pusieran a continuación a gestionar por sí mismos la solidaridad, en lo que a todas
luces constituye una gran privatización silenciosa cuyas consecuencias futuras son
probablemente más destacables que las de otras privatizaciones más convencionales. Pero el
proceso es, en psicología social, prácticamente el mismo si contemplamos al ser humano en su
faceta —rara vez analizada— de consumidor de solidaridad, que ya no quiere seguir sujeto al
monopolio estatal en este terreno, como en tantos otros, y prefiere escoger la causa que más
le sensibiliza, la organización que a su juicio la defiende mejor y la contribución que quiere
realizar. Un estudio alemán demostró hace unos meses que la solidaridad espontánea genera
más recursos económicos que la “solidaridad forzosa” vía impuestos.
Una transformación liberal
Es curioso que la mayor parte de los voluntarios y dirigentes de las organizaciones no lucrativas
procedan de la derecha confesional o de la izquierda tradicional, porque en realidad están
siendo artífices, tal vez inconscientes, de una gran transformación liberal. La creación de
tejido asociativo en un país es la más eficaz de las vacunas contra el exceso de poder estatal, y
también contra la concentración oligopólica. Los miembros activos de las ONG son agentes de
un cambio profundo que tiende a resituar el centro de poder en la base de la sociedad y que
desenmascara al Estado al quitarle una de las excusas principales en las que ha venido basando
su abuso de autoridad y sus excesos recaudadores. Si la gente rechaza por mediocre, politizada
y burocrática la “protección social” pública y acude en cambio a instituciones sociales y
solidarias privadas, ¿qué razón de ser tiene el mantenimiento a largo plazo del Estado del
bienestar? Y si las mismas personas que hacen lo posible por evadir impuestos, dado que los
perciben como dinero tirado a un pozo sin fondo, contribuyen desinteresadamente con su
dinero e incluso con su trabajo voluntario a cientos de organizaciones privadas de la más
diversa índole, ¿qué sentido tiene mantener unas elevadas partidas de ingresos fiscales para
política social? En este campo termina por producirse una reflexión ciudadana bien liberal:
“deje mi dinero en mi bolsillo, que ya sabré yo en qué ser solidario y cómo hacer más eficaz mi
contribución”. La libertad ha llegado también al ámbito de lo humanitario. Cuando se produjo
la tragedia del huracán Mitch en Centroamérica, la solidaridad privada de los españoles a
través de cientos de ONG superó con creces la ayuda oficial del propio gobierno español a los
de Honduras y Nicaragua, porque la gente no se fiaba del uso que se le fuera a dar a ese dinero
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por parte de los políticos. Este fenómeno se ha repetido en multitud de países desarrollados o
en vías de desarrollo: la gente no confía en los políticos ni en los funcionarios como gestores de
la solidaridad. Y, como el crecimiento del Tercer Sector es exponencial, sus instituciones de
coordinación empiezan a tener un fuerte poder de interlocución frente a los gobiernos y
comienzan también a representar un partner importante para el mundo de la empresa.
Marketing con causa
Tanto es así, que la novedad más importante de los últimos años en el entorno de la
comunicación empresarial es el marketing con causa. Cada vez son más las empresas que
entran en simbiosis de intereses con una o varias organizaciones solidarias y contribuyen
material o económicamente, comunicando de manera de conjunta a la ciudadanía los
resultados alcanzados. Esto va mucho más allá de la simple mejora de la imagen de una marca
o empresa: se está produciendo una implicación real de las empresas, sus accionistas y
trabajadores en el apoyo a las causas sociales y solidarias más variadas. En muchas empresas,
los empleados votan la causa a la que quieren apoyar y participan activamente en el apoyo de
la empresa a la ONG encargada del proyecto en cuestión. Las empresas contribuyen al trabajo
de las organizaciones no lucrativas con dinero, con productos de su stock, con horas de sus
empleados, con espacio de almacenamiento, con la prestación gratuita o a precio reducido de
sus servicios y de mil formas más. Ha pasado la etapa en que los empresarios veían a los
dirigentes de ONG como cándidos e ingenuos filántropos que no aportaban nada tangible a la
sociedad, y en que los dirigentes de ONG percibían a los empresarios como personas frías e
insensibles a cualquier necesidad social. En la actualidad, las cada vez más numerosas
publicaciones especializadas en el Tercer Sector cuentan por cientos de miles las acciones
conjuntas entre organizaciones no lucrativas y empresas, en cualquier sector de actividad, en
cualquier país y desde las acciones más simples y baratas hasta las más complejas y costosas:
“si usted se abona a nuestro servicio de telefonía celular, estará contribuyendo a que la ONG
equis combata tal enfermedad en tal país”, “por cada dólar que gaste en tal cadena de
hoteles, ésta destinará cinco centavos a la ONG que trabaja para resolver la situación de la
gente sin hogar”, “entregue al auxiliar de vuelo las monedas que le han sobrado de su estancia
en el país de origen, y la compañía aérea las destinará a proyectos de educación infantil en ese
país”, “compre en estos grandes almacenes, que cada año donan cien mil dólares para los niños
de la calle”, etcétera.
Hay quienes, desde la inoperante pureza ideológica izquierdista, tachan al marketing con causa
de ser una forma de prostitución de la solidaridad en favor de los intereses comerciales, como
si los intereses comerciales fueran algo perverso y no fueran, precisamente, los artífices del
excedente de riqueza que hace posible en cualquier sociedad la existencia de solidaridad. Estos
nuevos puritanos prefieren ignorar que la simbiosis entre el sector privado y el Tercer Sector
está haciendo posible la solución o paliación de millones de situaciones desatendidas por los
glorificados poderes públicos, cuya incapacidad en lo social es similar a la que demuestran en
la producción de bienes y servicios y en la gestión de empresas y servicios públicos. La sociedad
civil está recuperando terreno antes conquistado por el Estado, está siendo capaz de
organizarse autónomamente y está demostrando que la acción libre y voluntaria de cada
colectivo en favor de su causa e intereses constituye frecuentemente un medio más eficaz de
cambio social que la acción política de los poderes públicos.
Conscientes, en el fondo, de esta realidad, muchos pensadores y políticos de la derecha más
conservadora y de la izquierda estatista desconfían del firme avance del Tercer Sector, por más
que todos ellos se deshagan en apoyo moral y elogios de todo tipo a la abnegada y valiosa labor
de las ONG y a sus diversas causas. Unos y otros prefieren un mayor control de la evolución
social por parte del aparato de poder nucleado en torno al Estado, aunque tengan visiones
diferentes sobre el papel de éste. La espontaneidad, la frescura y la incontrolabilidad del
Tercer Sector asustan a los políticos, que suelen acudir a la subvención económica —con cargo
a nuestros impuestos, claro— como medio de domesticar a estas organizaciones. Algunas
entidades del Tercer Sector, como la Cruz Roja, han sufrido históricamente una
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“gubernamentalización” jurídica y por vía del privilegio legislativo que ha cuestionado
gravemente su carácter independiente. En muchos países, el gobierno procura atraerse el
sumiso favor de las ONG mediante subsidios de todo tipo, pero estas organizaciones están
pasando poco a poco de “pedir” al gobierno de turno a proponer a las empresas acciones
conjuntas útiles a ambas partes, con creciente aceptación entre los empresarios. El marketing
con causa es tan sólo un indicio de una nueva organización privada de la sociedad en la que la
implicación social de las empresas y la profesionalización de las entidades no lucrativas
sustituirán al Estado del bienestar.
La solidaridad es voluntaria
Una de las claves del éxito de las organizaciones sin fines de lucro es que representan una
fórmula libre y voluntaria de canalizar la solidaridad, frente a la forma obligatoria y ajena al
control del donante que representa la acción social del Estado. La solidaridad o es voluntaria o
no es solidaridad sino simple coerción. La gente no quiere que el Estado le quite su dinero para
financiar macroproyectos burocratizados de asistencia, pero siente una solidaridad natural que
le lleva a entregar dinero, tiempo o bienes materiales a las organizaciones solidarias privadas.
Quiere elegir la causa y el tipo de organización en función de múltiples y muy personales
criterios. Por ello es esencial para el buen funcionamiento de todo este nuevo sistema de
acción social incrementar la desgravación fiscal de estas contribuciones al tiempo que se
reduce la carga fiscal de la acción social estatal sobre los hombros del ciudadano. Es decir, hay
que incentivar y facilitar fiscal y jurídicamente la solidaridad libre de las personas, en lugar de
exigirla por la vía impositiva. Al mismo tiempo, es necesario controlar suficientemente la no
vulneración de la ausencia de ánimo de lucro por parte de estas organizaciones, ya que de lo
contrario podrían darse situaciones de competencia desleal con las empresas.
Es necesario un Tercer Sector que juegue un papel central en el crecimiento económico y en el
bienestar y el funcionamiento de la sociedad. Para ello, las entidades del sector necesitan ser
independientes por completo del favor económico de los poderes públicos y privados. La mejor
vía de generar independencia y poder social para estas organizaciones es su autofinanciación,
con plena desgravación fiscal de las aportaciones. Si —por poner un ejemplo— una potente
organización de defensa de los derechos de la mujer es capaz de financiarse en gran medida
por las cuotas de sus miembros y por la venta de sus productos y servicios, y sólo recurre en un
porcentaje menor al apoyo económico de empresas y del Estado, estará alcanzando un alto
nivel de autosuficiencia que le permitirá desarrollar su misión sin condicionantes externos. Hay
que aclarar que el carácter no lucrativo de estas entidades no les impide vender sus servicios,
sino repartir dividendos, ya que el carácter de socio no es mercantil. Pero en varios países
latinoamericanos y europeos los Estados han malacostumbrado a las cúpulas de muchas de
estas organizaciones dándoles subvenciones económicas millonarias que, desde luego, rara vez
eran políticamente gratuitas. Es muy de lamentar que algunas organizaciones prestadoras de
servicios importantes para la sociedad se hayan visto obligadas a cerrar cuando la evolución de
la economía ha ido reduciendo las subvenciones públicas que tan generosas habían llegado a
ser. Tal era, en ese punto, su grado de dependencia del dinero público y su absoluta falta de
capacidad e imaginación para procurarse otras fuentes de financiación. Y sin embargo, muchas
de estas entidades alardeaban de su condición “no gubernamental”, sin entenderla
desacreditada por una financiación eminentemente pública. No olvidemos que el término “no
gubernamental” es un anglicismo mal traducido de su origen estadounidense: se trataba
originalmente, en realidad, de organizaciones “no estatales”: agencias que prestaban
desinteresadamente servicios pero que no dependían en modo alguno, no del gobierno de
turno, sino del Estado (en inglés americano, government). ¿A qué ha quedado reducido ese
carácter “no estatal”, y a quién ha beneficiado la colonización de las ONG por el Estado?
Afortunadamente, el proceso se ha invertido por completo.
La imprescindible privatización de buena parte de los servicios públicos y de la asistencia social
tiene en el Tercer Sector un destinatario idóneo que presenta, junto a niveles de
profesionalidad crecientes —y ya muy elevados en algunos casos—, un entendimiento de los
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diversos servicios basado en la vocación solidaria y no en la comercial (por cierto que tan digna
es una como la otra, simplemente cada una tiene unas particularidades y unas ventajas y
desventajas propias).
Conclusión
El auge del Tercer Sector es un fenómeno esencialmente liberal que supone una gran
privatización silenciosa en el ámbito de la solidaridad, al devolver a la ciudadanía ámbitos de
actuación que le habían sido confiscados por el Estado paternalista. El Tercer Sector ya se ha
consolidado como un eje fundamental de la moderna organización de las sociedades, y su
simbiosis con el sector privado lucrativo hace cada vez menos necesaria la acción del Estado en
lo relativo con las causas defendidas y las necesidades atendidas por las organizaciones
solidarias privadas. El Estado debe reconocer esta realidad y actuar en consecuencia
reduciendo paulatinamente su papel como gestor de acción social, pero velando por la correcta
atención privada de esas necesidades por el Tercer Sector y facilitando fiscal y
legislativamente su tarea. El fenómeno social que representa el auge del Tercer Sector tiene
mucho que ver con la aplicación a la solidaridad y a la acción social del “orden espontáneo”
que identificó Hayek, frente a las pretensiones de organización centralizada de los políticos en
este campo.
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El integrismo islámico en América Latina
Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000
Los poderosos y oscuros tentáculos del integrismo islámico han llegado a una tierra que a
simple vista pudiera parecer inmune a sus intenciones: América Latina. ¿Qué se proponen
los grupos islamistas más fanáticos y violentos al asentarse en el subcontinente
latinoamericano?
El nombre de Mohamed Yusef Abdalá seguramente no dirá nada a los lectores paraguayos de
esta revista, pero debería. Desde Ciudad del Este y a las órdenes directas del jefe de la facción
chiíta libanesa, este veterano activista del integrismo islámico está organizando células de una
nueva red latinoamericana que aparentemente ya cuenta con presencia en Argentina, Brasil,
Colombia, Venezuela, Panamá, Bolivia y Ecuador. Según informaciones de varias agencias de
prensa, respondidas con un molesto “sin comentarios” por los portavoces gubernamentales de
los países afectados, cientos de empresarios de origen árabe e iraní en toda América Latina
estarían siendo extorsionados y algunos estarían colaborando espontáneamente con Abdalá en
la organización de grupos armados cuyas intenciones y ámbito de operación no están nada
claros.
Al mismo tiempo, en Colombia se está confirmando con nuevas pruebas la involucración de Irán
en el entrenamiento de algunos comandos terroristas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias
de Colombia (FARC) y, simultáneamente, se producía la detención en Bogotá del líder de la
facción terrorista egipcia Yamaa Islamiya, presuntamente responsable de un sangriento
atentado en Luxor unos meses atrás. Entre los documentos incautados al dirigente integrista
egipcio por la policía colombiana se han encontrado pruebas de su alianza con el magnate saudí
Osama bin Laden. Al parecer, ambos grupos estaban colaborando en la preparación de un
atentado contra la embajada estadounidense en Asunción.
El Mossad israelí ha denunciado la presencia en Ciudad del Este de uno de los más temibles
ingenieros de explosivos a sueldo del millonario saudí: Imad Mughnieh, apodado el “ingeniero
de la muerte” tras sus atentados en Beirut. Mughnieh, que vivía en Teherán protegido por el
régimen iraní, habría llegado a Paraguay para supervisar el atentado y asegurar la correcta
colocación y manejo de los explosivos, ante la impericia de los jóvenes musulmanes reclutados
entre las familias mixtas árabe-latinoamericanas.
En Brasil se estrecha el cerco contra el religioso egipcio Taghi el-Din, vinculado por el FBI
estadounidense con el frustrado ataque a las Torres Gemelas de Nueva York. Al parecer estaba
preparando estructuras clandestinas de adiestramiento para un comando terrorista formado por
mercenarios procedentes de varios países latinoamericanos y destinado, a su vez, a ayudar a
diversos grupos guerrilleros indigenistas en algunos países de América Central y del Sur. Parece
cada vez más clara la alianza entre el integrismo islámico y las bandas armadas de extrema
izquierda en América Latina, y se confirma la presencia constante de asesores militares iraníes
en las zonas colombianas bajo control de la guerrilla, donde Irán está haciendo inversiones a
fondo perdido de millones de dólares. Las autoridades estadounidenses no ocultan su
preocupación por el papel de Cuba en esta extraña alianza.
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Las patrias decaen
Reseña del libro "Los límites del patriotismo", de Martha Nussbaum
Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000
Martha Nussbaum recoge en este volumen un conjunto de textos de diversos autores en torno al
dilema de patriotismo o cosmopolitanismo. La autora, pese a apostar decididamente por la
sustitución del primero por el segundo, presenta en el libro algunos de los mejores argumentos
tanto favorables como críticos al cosmopolitanismo. Desde Amartya Sen hasta Michael Walzer,
una quincena de intelectuales de todo el mundo reflexionan con Nussbaum acerca del concepto
de patria en un mundo cada día más interrelacionado, y sobre su necesidad o prescindibilidad a
la hora de construir el marco político en el que habrá de cimentarse la sociedad futura.
Sustituir los valores emocionales de nación, que dan sentido a la pertenencia grupal, por
valores ideológicos como la ciudadanía, la democracia o la universalidad, parece una empresa
imposible pero, al mismo tiempo, son cada vez más fuertes los factores que relativizan la
importancia de lo nacional en la vida de las personas. Por otra parte, la demolición de muchas
viejas identidades nacionales se está haciendo con una herramienta tan incoherente como es su
sustitución por nuevas patrias sacadas del baúl de los recuerdos. Pero, ¿es realmente posible
descartar el sentimiento patriótico y construir marcos sociopolíticos basados sólo en los
principios y conceptos ideológicos de la democracia liberal o del marco que la suceda? Este
apasionante debate cuenta con contribuciones de gran interés en la compilación de Nussbaum.
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Cuba estudia el liberalismo
Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000
En un país normal, fundar un centro de estudios sobre cualquier corriente ideológica sería algo
al alcance de cualquier grupo interesado en ello. Como Cuba no es aún, desgraciadamente, un
país normal, la experiencia de este pequeño y clandestino Centro Cubano de Estudios sobre el
Liberalismo es mucho más que una anécdota, y sus promotores merecen todo el apoyo moral y
material que podamos brindarles desde el exterior.
Se cumple dentro de poco un año desde que viera la luz uno de los proyectos más arriesgados
de la disidencia interna cubana: la puesta en marcha de un centro de estudios sobre el
pensamiento liberal, que se reúne periódica y abiertamente, con conocimiento de la dictadura
que no autoriza oficialmente su existencia. Esta situación de clandestinidad pública supone una
afrenta al régimen, que en cualquier momento podría irrumpir en una sesión del centro de
estudios y, con su injusta ley en la mano, detener a cuantas personas encontrase ejerciendo
una actividad tan subversiva como es pensar y aprender. Hasta ahora, el centro ha podido
funcionar vigilado pero sin excesivo hostigamiento de un régimen que una vez más demuestra
no saber cómo afrontar un hecho hoy incuestionable: que en Cuba hay personas que disienten,
que no apoyan el sistema político vigente y que desean una transición pacífica hacia la
democracia.
Los objetivos que se trazó hace un año el Centro Cubano de Estudios sobre el Liberalismo eran
dos: “facilitar, a partir de las concepciones que nos caracterizan, nuestra inserción en el
mundo actual” y “considerando la experiencia histórica cubana y la evolución del liberalismo
en el mundo, estructurar las ideas económicas, filosóficas y políticas en un sistema coherente”.
Dice el documento fundacional del Centro que “la búsqueda de un camino de libertad, del
ejercicio de las ideas democráticas y de la promoción de la participación en la propiedad y en
la vida política de la sociedad, requiere del análisis y de la síntesis de un conjunto de valores
que se han acumulado a través de la historia de la Humanidad. En último término, el
liberalismo se confunde con el proceso de evolución de la civilización, y nuestra institución
pretende, a partir de sus modestas posibilidades, contribuir en el acercamiento de este proceso
a la realidad que vivimos”.
Siendo el liberalismo, con diferencia, la ideología mejor implantada en el seno de la disidencia
interna cubana, este Centro es un importante bastión de libertad cuyo papel a la hora de
preparar la transición política de la isla será muy importante. El elevadísimo nivel intelectual
de sus integrantes y los méritos de la causa democrática en la isla hacen del apoyo a esta
institución un deber de solidaridad.
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Humanizar la Justicia
Diario Prensa Libre (Guatemala), 17-03-2000
Publicado también en Perfiles del siglo XXI
La administración de justicia ha terminado por convertirse en un coto cerrado al ciudadano
medio, en una especie de club privado de los profesionales del Derecho, donde está mal vista
la intrusión de los ajenos. Como todo grupo sectario y excluyente, cuenta con sus ritos
iniciáticos, tiene una formación específica destinada a complicar las cosas dejando offside al
ciudadano normal y emplea un alambicado y barroco dialecto propio cuyo fin es conducente a
los anteriores: dejar boquiabiertos e indefensos a los demás. Pero a jueces, notarios y
abogados no les bastan estas armas para vencer toda tentativa ciudadana de intervenir
directamente en la administración de justicia. Para mayor seguridad, ahí están los colegios
profesionales de abogados, notarios y otros profesionales del Derecho, esas cárceles de la
profesión destinadas a asegurar los intereses de los antiguos, perjudicar a los osados jovencitos
que quieren ejercer y vampirizar a la sociedad con miles de obligaciones, tasas y pagos
diversos.
“Pleitos tengas y los ganes”, dice un antiguo refrán castellano, pero en la mayor parte de las
sociedades latinas, incluida la que parió semejante frase, ganar o perder un pleito se ha
convertido en una pura y simple lotería. Además, transcurre tanto tiempo desde el inicio de un
procedimiento hasta la ejecución de la correspondiente sentencia, que verdaderamente
padecemos una justicia artificial, deshumanizada y sometida al azar y a la voluntad de jueces y
magistrados caprichosos, burocratizados, carentes de incentivos y saturados de trabajo, cuyas
decisiones terminan por responder en gran medida a sus estados de ánimo, a lecturas
superficiales del sumario o a toda suerte de factores ajenos al pleito.
Humanizar la justicia es tarea difícil, pero he aquí un breve decálogo con algunas recetas
sencillas pero revolucionarias, cuyo efecto sería inmediato:
1. Que el Estado abandone cientos de funciones que no le corresponden y que hace mal y
destine más esfuerzos y recursos a “arreglar” de una vez por todas la que sí es una de sus
tareas básicas: la administración de justicia.
2. Que se quite poder y exclusividad a los colegios de abogados, notarios y otros profesionales
del Derecho, convirtiéndolos en meras asociaciones profesionales sin prerrogativas normativas
de ninguna clase y sin obligatoriedad de la membresía.
3. Que se relegue a los libros de Historia y de lingüística todas las fórmulas y modismos
procesales obsoletos y que sólo sirven para dificultar la comprensión del ciudadano sobre lo
que pasa en el pleito.
4. Que se legalice los servicios de arbitraje privado para pequeñas disputas civiles y pleitos
menores de carácter no penal, siempre bajo previo sometimiento contractual de las partes
antes del incidente en cuestión, para así descargar a la justicia oficial de miles de pequeños
casos.
5. Que de una vez por todas se legalicen las drogas, descargando a la justicia de otros miles de
pequeños casos de hurto, posesión o pequeña venta de estupefacientes (y liberando de paso la
conciencia y el cuerpo de la gente).
6. Que se dé al procesado la opción de elegir un juicio con jurado o con tribunal de jueces, ya
que ambos sistemas tienen pros y contras; y que los jurados estén siempre compuestos por
ciudadanos de alto nivel intelectual y con profesiones útiles a la decisión que deben adoptar.
De paso, hay que regular la objeción de conciencia a la participación en jurado.
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7. Que se elimine todo nombramiento político en la carrera judicial y se haga del ministerio
fiscal [procuraduría] un poder independiente del ejecutivo.
8. Que la administración de justicia se autofinancie, pagando las partes todos los costes
operativos (parte proporcional del salario del juez y de los funcionarios, parte correspondiente
de electricidad, uso de salas, etc.), ya que quienes nunca acuden a la justicia ni son
reclamados por ella no deben pagarla vía impuestos. Naturalmente, quienes no puedan pagar
deberán recibir un crédito público a restituir en caso de venir a mejor fortuna, ya que nadie
debe verse privado de este derecho fundamental.
9. Que se reduzca al mínimo posible los actos en los que se exige legalmente la presencia de
notario u otro fedatario público, y que éste cobre una cantidad fija por horas y no una inmoral
proporción parasitaria del negocio o trámite de las partes.
10. Que se permita a las personas, si demuestran un cociente intelectual suficiente y unos
conocimientos básicos de Derecho, defenderse y acusar directamente y sin mediación de
abogado, al menos en juicios orales sencillos. Esos conocimientos básicos deberían formar
parte de la educación secundaria, porque el Derecho es demasiado importante para dejarlo
solamente en manos de los abogados.
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Estado y derecho de propiedad
Diario Prensa Libre (Guatemala), 31-03-2000
La aspiración humana de poseer pertenece a lo más profundo de nuestra naturaleza. No
debemos condenarla ni entristecernos por su existencia, ya que ése y no otro ha sido siempre el
motor que ha hecho progresar a la Humanidad. Es un grave error proscribir el derecho de
propiedad, como han intentado algunos régimenes, o abominar de él y asociarlo al egoísmo y la
falta de solidaridad, como han venido haciendo casi todas las organizaciones religiosas —y
particularmente la Iglesia Católica— que, sin embargo, nunca se han mostrado muy proclives a
aplicarse a sí mismas tales enseñanzas. Hay que rehabilitar el ánimo de lucro comoLos que
teorizan sobre la “función social de la riqueza” abrazan este eufemismo para buscar toda
suerte de limitaciones al ejercicio del derecho de propiedad, desconociendo que, por su propia
esencia, toda riqueza juega espontáneamente un papel en el desarrollo de la sociedad. De
todos los mecanismos de opresión al alcance del poder político, la privación del más elemental
derecho de propiedad es sin duda el mecanismo más eficaz. Las sociedades en las cuales la
propiedad privada ha sido abolida no sólo se han convertido en auténticas cárceles donde la
libertad humana es insignificante, sino que se han precipitado rápidamente hacia el
estancamiento económico. Pero el efecto más angustioso de la ausencia de propiedad privada
es que hace casi imposible la rebelión ciudadana frente a los caprichos del sistema,
transformando a las personas en clientes cautivos del poder.
Hay que recordar que la propiedad incluye la vida, el cuerpo, las ideas, la propia imagen, los
derechos humanos y civiles de cada individuo y, por último, el dinero y los bienes materiales.
Desde ese entendimiento, la constante y omnipresente intervención de los Estados para regular
cómo podemos emplear todas estas propiedades y cómo no podemos es un atentado contra la
libertad, y revela la existencia de una sutil pero profunda fricción en el actual estadio
organizativo de nuestra especie: una fricción entre individuo y Estado que constituye un
contencioso irresuelto del que de vez en cuando saltan chispas que reflejan con mayor o menor
crudeza esa tensión. Cuando el Estado se arroga la capacidad de disponer de la propiedad de la
gente, cuando se autolegitima como censor de qué o cuánto puede poseer una persona, o de
cómo debe ejercer su libertad sobre lo poseído, se produce la invasión y la limitación de un
derecho humano básico.
El Estado es el brazo armado, implacable e imponderable de un poder constituido por una
oligarquía (si el país es una dictadura) o por la mayoría configurada por los medios (si es
democrático), y la situación es por supuesto muy distinta en cada uno de estos dos casos, pero
en ninguno de ellos está legitimado el Estado para ocupar el espacio de decisión del ser
humano individual. Ese espacio de decisión incluye la libertad, que no es un concepto vago sino
la potestad de usar e intercambiar la propiedad, entendida en el sentido amplio antes
mencionado. Si la propiedad es el objeto sobre el que ejercemos nuestra libertad, la regulación
estatal de la propiedad (y la confiscación impositiva o por otras vías), por democrático que sea
el Estado, es una medida extrema que limita la libertad. Si el siglo XX ha sido el del
crecimiento desmedido de los Estados y de su influencia en el ciudadano, esto da una idea de
hasta qué punto hemos perdido libertad y propiedad —dos conceptos indisociables—, y explica
el aumento de la presión sufrida por las personas, justificando que cada vez salten más de esas
chispas. Una chispa importante son los paraísos fiscales. Otra es la insumisión al servicio militar
obligatorio. Otras muchas saltan ante cada injusta merma de la propiedad-libertad por parte
del Estado.
El servicio militar obligatorio es una clara violación del derecho a la propiedad del cuerpo, del
derecho al trabajo libre, del derecho a escoger la actividad, del tiempo propio, etc. Los
impuestos son otra violación directa del derecho de propiedad. Al proclamar esto, no reivindico
la por desgracia imposible abolición total de los impuestos: tan sólo pido que se tenga muy
seriamente en cuenta su carácter atentatorio contra un derecho tan fundamental, y que se
reduzcan, por tanto, al mínimo posible y se justifique suficientemente su necesidad. Vulnerar
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el derecho de propiedad de una persona para evitar que otra muera de hambre es lícito como
última opción, si no hay otra fórmula disponible. Vulnerar ese derecho para pagar los
innumerables gastos superfluos del Estado, en cambio, es una aberración a la que debemos
oponernos con todas nuestras fuerzas.
Así, la resolución del conflicto Estado-individuo por la propiedad debe pasar necesariamente
por una premisa de prioridad que dé a la persona la plena y exclusiva potestad de uso y
tenencia de lo que es suyo, y que arbitre casos excepcionales únicamente ante situaciones
verdaderamente extraordinarias. Pero esto implica repensar de arriba a abajo el Estado, su
papel social, su monopolio de ciertas prerrogativas, su carácter exclusivo y diferenciado de
otros agentes presentes en la sociedad, su potestad normativa única... implica en realidad
avanzar hacia una sociedad humana mucho más horizontal y libre. Las masas no lo permitirán
nunca, porque la mayoría de los individuos prefieren el actual statu quo. Optan por un poco
menos de libertad a cambio de cierta protección, y están dispuestos a ver algo mermada su
propiedad (en el mismo sentido amplio) a cambio de esa falsa seguridad. Están en su derecho,
sin duda, pero, ¿es legítimo que nos impongan esa misma decisión a quienes disentimos de su
parecer? Ellos creen que sí, y desde su democracia absolutista legitiman a su Estado para
imponer, confiscar, regular y ordenar, relegando la voluntad individual a una segunda
prioridad. Otros —los que todavía guardamos unas pocas fuerzas para resistirnos a ser súbditos
del Estado— creemos que no, y desde nuestra democracia libertaria, más profunda y radical
pero circunscrita a la sola toma de las decisiones no individualizables, no pedimos a los
primeros la adopción de nuestra postura sino que nos permitan mantener la nuestra, fuera de
su sistema. ¿Es mucho pedir? Sí, porque resquebrajaríamos el actual Estado sustituyéndolo por
otro completamente distinto, y nada volvería a ser como antes. Porque habría triunfado
plenamente el derecho de propiedad, es decir, la libertad humana. Con los miedos,
incertidumbres y azares que conlleva.
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El peligro Haider
Perfiles del siglo XXI, abril de 2000
Si existen dos corrientes de pensamiento directamente confrontadas, radicalmente opuestas
una a la otra, esas dos corrientes son el liberalismo y totalitarismo de extrema derecha. El
liberalismo es cosmopolita y universalista, y considera iguales en Derechos a todos los seres
humanos sin atender a consideraciones como la raza o etnia, el sexo u otras de carácter
personal, porque el liberalismo es individualista. La extrema derecha es fundamentalmente
colectivista y construye su cosmovisión sobre el mito excluyente de una patria idealizada en la
que no caben los diferentes. El Partido de la Libertad de Austria (FPÖ por sus siglas en alemán)
era hace años un partido liberal normal y corriente, reconocido por la Internacional Liberal
como uno más de sus miembros. Cuando Jörg Haider, un joven millonario hijo de padre nazi y
secretamente simpatizante con la extrema derecha, ingresó en el partido y comezó a escalar
puestos en el mismo, ya tenía trazado un plan que en este momento está viendo su plasmación
definitiva en la realidad. El plan era hacerse con el partido, neutralizar a los auténticos
liberales, cambiar poco a poco, sutilmente, las propuestas políticas de esta formación y
terminar haciendo del FPÖ un partido de extrema derecha cada día menos camuflado. Este
plan garantizaba a Haider la paulatina transformación de parte de la militancia y de los cuadros
del partido “ocupado”, lo que respondía a una estrategia mucho más inteligente y exitosa que
la transparente constitución de un partido nuevo y abiertamente fascista.
Hace ya más de una década que el FPÖ fue desenmascarado por sus socios liberales de otros
países, lo que le costó la expulsión de la Internacional Liberal. Fueron los liberales de otros
países quienes primero dieron la voz de alarma y advirtieron a Europa del peligro austriaco,
encontrando sólo la ironía y las acusaciones de exageración por parte de los políticos austriacos
y europeos. Ninguno de los otros partidos políticos austriacos está exento de culpa en relación
con el avance del FPÖ. Tanto los socialdemócratas como los democristianos llevan años
haciendo el juego al partido de Haider, negociando posibles acuerdos con él. Y, sobre todo, el
mantenimiento durante décadas de una “gran coalición” entre dos partidos normalmente
antagónicos dejó abierto el camino para que Haider se convirtiera fácilmente en líder de la
oposición. Los verdaderos liberales huyeron ya hace años del FPÖ, donde habían sido
marginalizados, y constituyeron el Foro Liberal, que ha cosechado un discreto éxito electoral y
cuenta con un pequeño grupo parlamentario.
Haider es un heredero ideológico directo del régimen que provocó el Holocausto. Ha defendido
en numerosas ocasiones a las SS, la temible fuerza policial del Tercer Reich. En las filas del
FPÖ, muchos dirigentes principales se han mostrado abiertamente antisemitas, y el propio
Haider ha expresado su repugnancia hacia los inmigrantes extranjeros.
La formación de un gobierno de coalición entre Haider y los conservadores “normales” de su
país ha motivado la expulsión de estos del Partido Popular Europeo al que pertenecían. El cerco
sobre Haider debe implicar un absoluto aislamiento europeo e internacional de Viena, de donde
ya se han retirado los embajadores de Estados Unidos e Israel. El primer ministro portugués
Antonio Guterres, como presidente de turno de la Unión Europea, ha suspendido toda la
colaboración política con Austria, que podría llegar a ser expulsada de la UE si el FPÖ consigue
dentro del gabinete la adopción de medidas abiertamente xenófobas. Y mientras tanto, las
encuestas se disparan a favor del líder neofascista, que ha sabido explotar el victimismo. Lo
que suceda en Austria no será solamente responsabilidad de los austriacos. Los socios
comunitarios de Austria y el mundo entero deben impedir que el totalitarismo se cierna de
nuevo sobre un país clave del centro de Europa.
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Las cárceles del siglo XXI
Perfiles del siglo XXI, abril de 2000
Las cárceles del siglo XXI deberían ser sustancialmente distintas de las actuales. La
dignidad y seguridad del recluso no es un requisito que sólo a él le incumba, ya que de la
experiencia en prisión dependerá la futura conducta del recluso una vez liberado, y, por
ende, la seguridad de todos. Las cárceles pueden ser pequeñas ciudades en las que se
trabaje, se produzca y se dé a los presos la posibilidad real de reinsertarse.
La pena privativa de libertad debe tener por objeto la reinserción social y cultural del
condenado. Esto es algo imposible en el actual panorama carcelario, tanto en los países
desarrollados como, especialmente, en los que se encuentran en vías de desarrollo. Varios
factores hacen que esto sea así. En primer lugar, la convivencia forzada del preso con otros que
tal vez no sean la mejor compañía para el logro de los fines expuestos, sin que suela respetarse
el derecho inalienable que todo preso tiene al aislamiento voluntario —selectivo o total— de
sus compañeros de cautiverio. En segundo lugar, las “condenas adicionales” que vienen
incluidas injustamente en la de privación de libertad: condena a una escasa relación con la
familia y al consiguiente deterioro de los vínculos entre los miembros de la familia, condena
absurda a la separación del sexo opuesto (con independencia de la orientación sexual del
recluso), condena a la ociosidad destructiva y a la frustración de todos los proyectos del
recluso (aunque muchos serían ejecutables en o desde la penitenciaría), condena a la
inseguridad física y sexual (adicción forzada a drogas, violación y otros abusos sexuales,
agresiones de reclusos y funcionarios violentos, transmisión de enfermedades graves), condena
a un ambiente incómodo e insalubre, etc. Los centros penitenciarios deberían estar mucho más
abiertos a su interrelación con el resto de la sociedad, acabando con su terrible carácter de
ghetto, de basurero humano donde se hacina a quienes no queremos ver cerca de nosotros, en
lugar de hacer lo posible para que dejen de ser un peligro y pasen a convertirse de nuevo en
ciudadanos capaces de vivir su vida sin constituir un peligro.
El cumplimiento de penas debería realizarse de modo conjunto por los hombres y las mujeres
en centros mixtos. Al mismo tiempo, el arresto domiciliario, en la medida de su aplicabilidad,
es una buena forma de evitar (al menos en personas condenadas por delitos leves) el deterioro
moral del ser humano en la penitenciaría. Por otro lado, salvo en los casos de incomunicación
ordenada por la autoridad judicial, el preso debe tener una libertad plena de comunicarse con
el exterior y disponer para ello, en la medida de sus posibilidades económicas, de los medios
técnicos existentes, ya que la condena le priva tan sólo de la libertad de movimientos físicos.
Es exigible, en todo caso, una mayor observancia de los derechos del recluso y un respeto
verdadero a su dignidad humana. En particular, las cárceles suelen ser el escenario de
mercados negros cautivos, donde sólo los reclusos poderosos por el miedo que despiertan en los
demás por su alianza con funcionarios corruptos tienen acceso a mercancías legales o no,
imponiendo a los otros su compra a precios astronómicos, generalmente por encima del 500 %
de su coste en la calle.
En la cárcel es necesario fomentar no solamente actividades culturales y formativas, que desde
luego son imprescincibles para la reinserción, sino también labores productivas y
empresariales. Una prisión es un grupo humano capaz de trabajar, emprender y producir. Es
conveniente apoyar desde la dirección del centro la libre decisión de grupos de presos de poner
en marcha pequeñas cooperativas —o sociedades mercantiles convencionales— que sean viables
en el espacio disponible y con los condicionantes de seguridad de la prisión, y que permitan a
estas personas ganar dinero, crear empleo y prosperidad en el seno de la cárcel, escapar de la
ociosidad y mantener el hábito de trabajo, además de interrelacionar a los reclusos con
proveedores y clientes de fuera, estableciendo contactos que facilitarán la reinserción laboral
y profesional al término de la condena y que mantendrán a estas personas relacionadas con el
mundo exterior.
— 116 —
La ociosidad y la mezcla de reclusos con grados diversos de degradación ética hace de las
cárceles actuales centros de igualación a la baja de la calidad humana de sus internos, y
auténticas universidades del crimen, de las que siempre o casi siempre se sale peor de como se
entró.
Las prisiones, como casi todos los entes gestionados por el Estado, pueden ser privatizadas, si
bien será necesaria una estricta vigilancia pública de la gestión. El criterio de éxito o fracaso
de las empresas gestoras será, naturalmente, el grado de reinserción real de sus reclusos en la
sociedad, mediante una evaluación a largo plazo tras su salida de cada centro. Pública o
privada, cada prisión alberga una comunidad reclusa que debería constituir una pequeña
“ciudad” capaz de autofinanciarse, siquiera parcialmente, con el trabajo y la imaginación de
sus miembros, en lugar de vivir (y mal) de nuestros impuestos. Los grupos políticos de
izquierda, y muchas de las organizaciones no gubernamentales que trabajan por la reinserción
del preso, suelen desconfiar de las opciones propuestas. Cometen un grave error si creen que la
improductividad es un estadio en el que no se degrada más aún el preso, por mucho que la
llenen con actividades culturales o académicas. Lo que realmente necesita aprender el recluso
es cómo opera la economía real y cuál puede ser su papel en ella. Necesita aprender a
establecer relaciones profesionales, laborales o comerciales basadas en la confianza y en el
cumplimiento de lo pactado. Necesita saberse necesario y para ello el mejor indicador es el
puramente económico: producir bienes o servicios y verse remunerado por gente que los
compra porque le son útiles. La sociedad asume un riesgo cada vez que “estaciona” a un
delincuente en la cárcel y le suelta años después a una sociedad hostil que no está preparada
para recibirle (ni él para reintegrarse a la misma).
Es realmente urgente ponerse manos a la obra para exigir a los políticos un replanteamiento
total de la pena privativa de libertad, de sus objetivos, de los casos en que debe aplicarse, de
las condiciones en que se cumple y de la transición de retorno a la libertad. Es una exigencia
necesaria por solidaridad con quienes se ven en la espantosa situación de vivir presos, pero,
sobre todo, por el propio interés de todos los demás, de los que estamos “fuera”. Por nuestra
seguridad y por el bien de todos, hay que repensar las cárceles del siglo XXI.
— 117 —
El sexo irrumpe en Wall Street
Perfiles del siglo XXI, abril de 2000
La salida a bolsa de las principales multinaciones del erotismo pasó desapercibida entre
el gran público, pero la subida espectacular de sus acciones está atrayendo la atención de
inversores y analistas financieros de todo el mundo. Las red chips están de moda en un
mundo donde el puritanismo ha quedado obsoleto y el ocio sexual tiene una enorme
demanda.
Uno de los más recientes sectores que han empezado a cotizar en la bolsa podrá haber pasado
desapercibido entre la opinión pública general, pero no a los ojos de los grandes inversores y
especuladores bursátiles, a quienes normalmente no se les escapa ningún detalle sobre las
operaciones más lucrativas que pasan por los mercados de valores. En los últimos años, las
bolsas nos han acostumbrado a dejar de pensar en ellas como terreno exclusivo de grandes
corporaciones industriales, bancarias o proveedoras de comunicaciones. El record histórico de
capitalización en la bolsa de Madrid lo tiene, créanlo o no, la pequeña multinacional española
Telepizza, cuya cotización subió más de un novecientos por ciento en apenas un año. Junto a
las empresas de teleservicio, en las bolsas de medio mundo han entrado durante toda la
década de los noventa compañías de la más diversa índole, mucho más pequeñas de lo que
antes era exigible para ingresar en el mercado de valores y mucho más diversas y originales. En
varios países europeos ha tenido un eco importantísimo el acceso a bolsa de algunos de los más
importantes equipos de fútbol, y uno de los sectores en mayor expansión en todo el mundo
occidental desarrollado es precisamente el ocio. El excedente producido por un ciclo
particularmente largo de bonanza económica tiene su principal destino en el ocio de todo tipo.
¿De todo tipo? Al parecer sí, incluso sexual.
Una de las grandes transformaciones que nos lega el siglo XX es la llamada “revolución sexual”
que, en las últimas tres décadas, ha cambiado por completo la manera de entender el sexo. Si
la relación sexual sigue siendo ante todo un medio de expresar la afectividad en el seno de la
pareja humana, dos de sus otras funciones han sufrido fuertes cambios. La primera es la
función reproductiva, que ahora se ve condicionada a la voluntad soberana de las personas. La
segunda es la función de ocio, que ha pasado de ser una “perversión” marginal, propia de
minorías tachadas de inmorales, a convertirse en un medio generalizado de diversión
(participativa o como espectáculo), exento ya de los estigmas de épocas más puritanas. La
convicción de que entre adultos y sin coerción todo vale se ha extendido por Occidente y hoy
forma parte del consenso ideológico mayoritario. Ello implica, naturalmente, la aparición de
toda una industria del ocio sexual que hoy vende ochenta mil millones de dólares al año en
todo el mundo y en la que destacan algunas empresas de enorme solidez y rentabilidad. Son las
blue chips del farolillo rojo, o las red chips, para abreviar.
Una de las principales es la empresa alemana Beate Uhse AG, que salió a bolsa en mayo de
1999, año en el que su beneficio experimentó un incremento de más del ciento treinta por
ciento, superando los doce millones de marcos después de impuestos, para una facturación de
más de doscientos millones de marcos. Las acciones de esta empresa en la Bolsa de Frankfurt
se vendieron como pasteles a la puerta de una escuela, y el capital invertido en ellas ha
crecido en casi un cien por ciento desde entonces (en menos de un año). Beate Uhse AG, con
un millar de empleados, ha comprado varias distribuidoras internacionales de este tipo de
productos, y además de producir vídeos eróticos y servicios online fabrica y comercializa
mundialmente toda suerte de “juguetes” para adultos.
Pero la red chip por excelencia es la multinacional Private, de origen sueco y con sede
actualmente en Barcelona. Private está presente en NASDAQ bajo el anagrama PRVT, y en la
Berliner Freiverkehr bajo las siglas PMG, además de la bolsa londinense. Private Media Group
Inc., fue fundada en 1965 por el fotógrafo sueco Berth Milton Sr., cuyo hijo preside
actualmente esta multinacional, considerada como el mayor gigante del sector. Si Milton padre
— 118 —
tuvo serios problemas con las autoridades de varios países por su atrevimiento al publicar
fotografías tomadas durante el acto sexual, y sólo con un enorme tesón logró sacar adelante su
empresa, Milton hijo ha sabido beneficiarse de la nueva etapa de aceptación social de la
pornografía, y hace ya años que hizo de Private, ante todo, una empresa bien gestionada y
altamente rentable. Las acciones de Private en el NASDAQ crecieron un 90 % entre el segundo y
el tercer trimestre de 1999. La revista Forbes, que se hizo eco del crecimiento imparable del
imperio de los Milton, considera que “nadie está mejor posicionado que Private para
rentabilizar esta nueva situación” (de normalización social del uso de productos de
entretenimiento erótico). A principios de mayo de 1999, Private había emitido más de ocho
millones de acciones, con una capitalización de mercado de casi un 170 %. Las ventas netas de
la compañía en 1999 superaron los veinticinco millones de dólares, con un beneficio después de
impuestos del 24.2 %. Además de producir un sinnúmero de publicaciones periódicas y
ocasionales, cientos de vídeos al año y toda suerte de gadgets, Private atrae hacia sus diversos
servicios en Internet más de cincuenta millones de visitas al mes.
¿Qué significa todo esto? Principalmente dos cosas: que la revolución sexual es irreversible y la
industria pornográfica aporta al público una forma de ocio cuya demanda crece
exponencialmente; y que el mercado demuestra una vez más su capacidad de adaptarse
automáticamente a la evolución de la sociedad. El boom bursátil de las grandes red chips es un
signo de los tiempos, y aunque todavía escandalice a algunos ayatollahs de nuestros países, a
estas acciones todavía les queda mucho recorrido porque esta industria tiene ante sí un
presente y un futuro muy prometedores. Es una área más de la vida humana en la que se va
imponiendo la privatización de la moralidad, que pasa a ser un código de conducta elaborado
por cada persona para sí misma, y no una imposición social. En efecto, mientras no exista
coerción ni se abuse de niños, deficientes psíquicos ni animales, todo vale. Y lo que vale
funciona bien en bolsa. ¿Veremos a Cicciolina, la famosa ex actriz porno y ex diputada al
parlamento italiano, presidir una sesión de la Bolsa de Milán?
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Que Clinton bese a Castro
Agencia AIPE, Miami, 23-04-2000
En las bodas españolas es frecuente oír a los asistentes jalear a los novios con gritos de "que se
besen, que se besen". Después de la salvaje irrupción de los Rambos de Clinton y Janet Reno en
casa de los González para llevarse por la fuerza a un niño de seis años, sólo falta que el
inquilino de la Casa Blanca acuda a La Habana para entregárselo personalmente a Fidel Castro
y fundirse con él en un cariñoso abrazo, besándole como los dirigentes comunistas de Europa
Oriental solían besar Khruschev o Breznev. El presidente estadounidense y su ministra de
Justicia han rizado el rizo de la arrogancia estatal frente a una familia de ciudadanos
estadounidenses que en todo momento han actuado con la ley en la mano para evitar que Elián
González fuera entregado a un padre a todas luces sujeto a los designios del régimen comunista
de Cuba, en flagrante vulneración de los deseos de la madre (que dio su vida precisamente
para que el niño creciera lejos de la isla-prisión del Caribe).
En la actuación brutal y desesperada de los agentes al mando de Reno no ha pesado el interés
del niño sino la arrogancia política de un gobierno que se sentía ridiculizado por una humilde
familia de cubanoamericanos. El padre podía haber acudido a visitar e incluso a recoger a su
hijo en cualquier momento sin necesidad de que nadie rompiera puertas ni encañonara a
ciudadanos inocentes, pero se lo impedía la estricta presión que sobre él ejerce el régimen
cubano, y tal vez un grado nada despreciable de endoctrinamiento ideológico, similar a la
programación psicológica de las sectas psicodestructivas. Ese régimen ha ganado una batalla
crucial de esta guerra mediática por la custodia del niño balsero, y ahora tiene una medalla
más que ponerse y un nuevo motivo de orgullo en su resistencia fanática contra el
"imperialismo yanqui". Ahora falta ver si el gobierno Clinton, que tanto celo ha puesto en que
se cumpliera la decisión que retiraba la tutela provisional sobre Elián a su tío, pondrá el mismo
empeño en que se cumpla también la resolución judicial que impide al niño salir de los Estados
Unidos. Si no es así, la memoria de su madre habrá quedado mancillada; el Estado de Derecho
norteamericano, prostituído; una familia cubana que un día creyó encontrar en la Florida la
libertad, dolorosamente desengañada; y la repugnante dictadura de Fidel Castro, fortalecida.
Washington le ha dado una bofetada a cientos de miles de ciudadanos de origen cubano y a su
influyente lobby. Que no espere el vicepresidente Gore apoyo alguno de esa comunidad en su
carrera hacia la Casa Blanca. Sabíamos que Clinton había sustituido los valores y principios
tradicionales de su país —libertad de intercambio, igualdad de derechos y Justicia imparcial—
por una preocupante alianza con sus amigos neosocialdemócratas de la Tercera Vía, Tony Blair
y Gerhard Schroeder. Ahora sabemos que sus veleidades izquierdistas van más allá, hasta el
punto de simpatizar con el peor tirano que queda en el continente americano y darle balones
de oxígeno como éste en pleno año 2000. Mala noticia para cuantos aún creen en la democracia
y la libertad.
— 120 —
Kosova, una año después
Columna en to2.com (México), 28-04-2000
Un año después del conflicto bélico entre todo el mundo civilizado y Slobodan Milosevic, sigue
inalterada la inconducente obsesión occidental por mantener artificialmente unidos en un solo
Estado los restos de la Yugoslavia de Tito. Ya desde la época monárquica previa al largo
mandato del mariscal, Yugoslavia es un país artificial inventado a la imagen y semejanza de
Serbia, y su única razón de ser es funcionar como parapeto del expansionismo de Belgrado, que
incluso hoy pone en riesgo a toda la problemática región de los Balcanes.
La campaña aérea occidental salvó hace un año a los albaneses de Kosova (con terminación en
“a”, que es como denomina a su país la población albanokosovar) del exterminio decretado por
Slobodan Milosevic, pero no logró expulsar del poder al autócrata serbio, quien, no lo
olvidemos, llegó a la presidencia mediante unas elecciones claramente fraudulentas, según la
delegación internacional de observadores electorales que encabezó Felipe González. La
incapacidad de Occidente ha quedado de manifiesto: imponemos el dominio kosovar de la
provincia pero exigimos la imposible convivencia de la minoría serbia con la mayoría albanesa;
proclamamos nuestra victoria sobre Belgrado pero no nos atrevemos a disolver la farsa
yugoslava en sus tres elementos naturales (Montenegro, Serbia y Kosova); apoyamos a la
disidencia democrática serbia y al gobierno pro-occidental del presidente montenegrino Milo
Djukanovic, pero no logramos imponer en la región las resoluciones de los organismos
internacionales ni llevar ante el tribunal especial de La Haya a los genocidas serbios de este
conflicto y del anterior (Bosnia). Algo falla en la política occidental hacia los Balcanes.
En aras de la definitiva incorporación de los serbios al mundo democrático —y de la justa y
urgente emancipación política de Montenegro y Kosova— los tibios y pusilánimes estrategas de
Bruselas y Washington deberían reconocer el fracaso de su política y promover una declaración
internacional de fragmentación de Yugoslavia y, en Serbia, la retirada temporal de su soberanía
al objeto de convocar elecciones libres bajo supervisión internacional y deponer por fin, en las
urnas, al último dictador comunista de Europa, Slobodan Milosevic.
— 121 —
El interés general no existe
Diario Prensa Libre (Guatemala), 28-04-2000
(Publicado también en Perfiles del siglo XXI y otros medios)
Uno de los abusos más frecuentes de los políticos es justificar las restricciones a la libertad de
las personas en aras del “bien común”, el “bienestar social” o el “interés general”. La
justificación parte de dos premisas falsas. La primera, que el interés —y aun el derecho—
individual vulnerado es de un valor menor que el supuesto interés colectivo a preservar. La
segunda, que el cuerpo colectivo teóricamente defendido a expensas del individuo es “más” o
incluso distinto de la suma de sus integrantes. Los políticos colectivistas —casi todos— se
amparan en estas dos premisas para santificar la represión del individuo. Aunque la “derecha”
y la “izquierda” —términos carentes hoy de valor científico— emplean diferentes lenguajes y
persiguen fines aparentemente opuestos, el efecto es el mismo: se antepone a la voluntad y a
los derechos de una persona concreta este vago concepto, y se recorta su autogobierno. Y, si
protesta, se le tendrá por mal ciudadano, egoísta e insolidario.
La mayoría recibe una educación colectivista que le lleva a internalizar una especie de
hipocresía filosocial. Esa hipocresía, derivada de la exaltación del altruísmo y del sacrificio por
los demás (conceptos impuestos como medio de control social por las principales religiones e
ideologías políticas), lleva a las personas a aguantarse cuando se recorta moderadamente su
libertad en aras de “todos”. Muchos recortes moderados suman uno intolerable. El miedo a la
libertad y a su contraparte de responsabilidad coadyuva a esa abdicación del interés propio y a
ocultar la persecución del beneficio propio, al entenderse como un objetivo inmoral o menos
elevado que la abnegada lucha por el bien “común”. De esta fuente de autorrepresión altruísta
emanan fluídos altamente tóxicos para una sociedad libre: el corporativismo, el estatalismo, la
culpabilización de quienes alcanzan el éxito —sobre todo económico— y el igualitarismo
alienador: la reducción de las personas a la condición de ovejas de un inmenso rebaño cuyos
pastores, los políticos, nos dan paz, seguridad, una ilusión de libertad y algunas migajas del
producto de nuestro propio esfuerzo a cambio de que renunciemos en mayor o menor grado a
nuestra legítima ambición, parte esencial de nuestra condición humana que queda atrofiada
por esta presión exterior. Hacen de nosotros dóciles siervos del poder colectivista a cambio de
un plato de lentejas. La ambición de los políticos sólo puede verse satisfecha mediante el
ejercicio de poder sobre las vidas de las demás personas, y cuantas más, mejor. El choque
directo de intereses entre el político y el individuo resaltaría la inmoralidad de casi todas las
imposiciones del primero sobre el segundo. Por ello los políticos han inventado este cándido
concepto del interés general, que les sirve como escudo ante el rechazo natural de los
individuos frente al despojo de su libertad.
¿Quiere todo esto decir que la libertad individual no tiene límites éticamente aceptables, y que
todo recorte de la misma es inmoral? No, pero casi. Sólo hay un recorte aceptable: el
estrictamente necesario para preservar la libertad de otro. Sólo debería exigirse a cada ser
humano que no realizara ningún acto directamente perjudicial para otro. Y ese perjuicio no
puede determinarlo a su capricho la oligarquía política. El daño que llegue a justificar una
medida tan extrema, tan excepcional y traumática, tan grave y contundente como es la
limitación de la libertad de alguien tiene que ser un daño claro y verdadero, bastante objetivo
y directo, y de cierta entidad. No basta el manido recurso al ambiguo “interés general”. No se
puede jugar frívolamente con la libertad de las personas. La sociedad no es otra cosa que la
suma de quienes la integran y, por tanto, ese bien común supuestamente diferenciado del
heterogéneo y contradictorio conjunto de intereses de los diversos ciudadanos es una patraña
destinada a atarnos de pies y manos. El interés general no existe.
— 122 —
Paraísos fiscales: refugios de libertad
Perfiles del siglo XXI, mayo de 2000
El siglo XX pasará a la Historia como el siglo del máximo protagonismo del Estado. Los Estadosnación compactos, con pretensión de uniformidad etnocultural y con vocación de
compartimentos estancos tuvieron su mayor auge en la primera mitad del siglo. Su glorificación
condujo al totalitarismo y, después de la terrible conflagración bélica de los años cuarenta,
mantuvieron su vigencia durante cuatro décadas más a causa de la Guerra Fría. Sólo el abrupto
e inesperado final de ésta —y de la correspondiente situación de bipolaridad— ha hecho posible
que asistamos ahora a un considerable cuestionamiento del exceso de Estado, y pueda el
ciudadano individual recuperar poco a poco fragmentos de la soberanía que, de forma tan sutil
como implacable, le había ido arrebatando la insaciable maquinaria estatal. Casi todas las
voces coinciden en señalar que, si efectivamente el siglo XX fue una centuria marcada por la
hegemonía social, cultural, política y económica de los Estados, el nuevo siglo será el de la
máxima devolución de poder a la persona. Un indicio fundamental de esta tendencia podemos
encontrarlo en el auge imparable de la resistencia ciudadana a las hasta ahora numerosas y
frecuentemente dolorosas imposiciones del Estado en todos los órdenes de la vida. Esta
resistencia, que constituye una auténtica rebelión silenciosa de las generaciones finiseculares
contra el poder, ha tenido una multiplicidad de expresiones, desde la temprana revolución
sexual de los años sesenta hasta la espiritual de los setenta y la moral de los ochenta, desde el
movimiento mundial contra el servicio militar hasta la presión social en favor de la soberanía
individual respecto a cuestiones como el aborto, la eutanasia o el consumo de estupefacientes,
y desde el cuestionamiento de muchos elementos del Estado-providencia hasta la
generalización y popularización de los paraísos fiscales y otras fórmulas de protección frente a
la fiscalidad. En todos los casos expuestos, la persona ha reivindicado su libertad y el ámbito en
el cual ésta se ejerce, es decir, su propiedad (la propiedad de su vida, de su cuerpo, de sus
decisiones, de su trabajo y de su patrimonio). Esta reivindicación choca frontalmente con la
autopercepción de los Estados, herederos directos del Antiguo Régimen, que se han civilizado y
democratizado en su relación con las masas, pero no tanto en su relación directa con el
individuo —relación que constituye la gran asignatura pendiente de nuestra organización
sociopolítica actual—.
El sheriff de Nottingham
El Estado tal como hoy todavía lo conocemos, pese a ser consciente de una acelerada
deslegitimación por parte de las personas —a la cual, naturalmente, se resiste—, se percibe a sí
mismo como el dueño último de cuantos recursos de toda índole se encuentran en su territorio,
siendo los ciudadanos una especie de pseudopropietarios a quienes en cualquier momento se
puede expropiar si es necesario (antes en nombre de la “patria” o del rey, ahora en función del
“interés general” o de la sociedad). Esta condición de dueño último de todo y de todos, de
señor absoluto de vidas y haciendas, se denomina “soberanía” y explica la arrogancia con la
que los estados se han adueñado de todo tipo de bienes, desde el cuerpo y el trabajo de los
seres humanos obligados a trabajar gratis para él (como soldados o en cualquier otra actividad)
hasta tierras para construir autopistas, y, explica también el crecimiento desmedido de la
presión fiscal a lo largo del siglo, que en algunos países occidentales ha alcanzado más del
ochenta por ciento de los ingresos laborales de una persona o de los beneficios de la actividad
empresarial, en lo que contituye una auténtica nulificación del autogobierno personal y una
infantilización casi total de los seres humanos, con la administración pública como paternal
tutor de todos los ciudadanos.
Este nuevo “sheriff de Nottingham”, como el malvado personaje de la novela Robin Hood, está
siempre al acecho para quitarle a la gente lo que es suyo. Ha moderado sus maneras y ha
convencido a la mayoría de la conveniencia de sus impuestos, deslumbrando a las masas con
todo tipo de infraestructuras y sistemas de “protección” social (logros, ambos, que la gente
habría alcanzado por sí misma y en mejores condiciones mediante esa espontánea organización
— 123 —
social que llamamos mercado). Pero la base del sistema sigue siendo la expropiación, y por
montos mucho mayores en el siglo XX que los antiguos diezmos.
El Estado enseña los dientes a cualquiera que cuestione su soberanía, porque es plenamente
consciente de que sin este atributo tan cuestionable y obsoleto —al menos en su formulación
presente y con sus actuales contenidos—, se tambalearía y daría paso a una situación de
máxima libertad en la que los soberanos serían directamente los individuos, y las escasas
funciones a desempeñar por entes colectivos no justificarían un Estado como el actual sino uno
cien veces más pequeño y limitado. Esto asusta a millones de personas con un interés directo o
indirecto en la continuidad del statu quo, desde los empresarios mercantilistas que viven de la
protección estatal frente a sus competidores extranjeros hasta los líderes sindicales, desde los
enormes regimientos de funcionarios públicos hasta la clase política en pleno, sea cual sea el
partido de cada uno de sus representantes.
Todos estos sectores representan una coalición formidable, invencible por el ciudadano solo en
una confrontación directa con semejante monstruo. Pero David está ganando a Goliat
escapando del sistema, refugiándose en las oportunidades de afirmación de la soberanía
individual que hoy permiten las nuevas tecnologías y la popularización de los transportes y las
comunicaciones. ¿El Estado le sustrae su derecho a consumir marihuana? Vaya usted a
Amsterdam. ¿Le impide abortar? Cruce la frontera o vuele al país más cercano con una
legislación más liberal al respecto. ¿Le perjudica la debilidad de la moneda estatal? Protéjase
cambiando su dinero a una moneda fuerte. ¿Le está robando a través de unos impuestos
confiscatorios? Acuda a un paraíso fiscal. La globalización y la tecnologización de nuestra vida
cotidiana son, por lo menos hasta ahora, las grandes aliadas de la persona individual en su
heroica resistencia frente al megaestado. Lo que no han conseguido los partidos políticos
liberales o libertarios, ni los economistas “austriacos” ni el ejemplo de los grandes éxitos del
sistema de pensiones chileno o de la revolución económica neozelandesa, lo están logrando los
vuelos asequibles, las conexiones a Internet y, en definitiva, la abolición de las distancias en
nuestro mundo.
Refugios de libertad
La presión fiscal, la política arancelaria y las diversas formas de intromisión del Estado en los
asuntos de la gente son las causas principales, si no únicas, de que en el mundo existan hoy
más de cincuenta paraísos fiscales. Es una constante histórica que allí donde alguien intenta
limitar la libertad humana, otro se ingenia un sistema para preservarla. No se trata de lugares
gobernados por perversos políticos locales decididos a minar la “base fiscal” de los países
“normales”, ni de jurisdicciones corrompidas por el dinero de malvados millonarios. Se trata de
países y colonias que de forma absolutamente ética y legítima ofrecen a la gente un respiro,
una válvula de escape frente a la persecución, es decir, un refugio. De ahí viene su nombre
original en inglés: “tax havens” (refugios fiscales), mal traducido al español como “paraísos”.
Aunque la palabra “paraísos” es bastante ajustada a la realidad, en contraposición con el
infierno fiscal que representa la Hacienda pública de las jurisdicciones ordinarias, creo que el
nombre original, “refugios”, da una idea más precisa de lo que acontece en esos lugares. La
gente se refugia, se asila. Y si siente esa necesidad es porque en sus lugares de origen ocurre
algo injusto. Nadie se tomaría las molestias —y hasta los riesgos— de refugiarse en
Liechtenstein o en las Bermudas si en su país se le cobrara unos impuestos de un cinco o diez
por ciento, si montar una compañía en los países “normales” fuera cuestión de horas y costara
cien dólares, si la actividad empresarial o la simple gestión de los ahorros no fuera una carrera
de obstáculos en la que uno percibe siempre en la nuca el aliento amenazador de esos perros
de presa humanos: los inspectores de Hacienda.
Cuando una ley es injusta, la gente se resiste a cumplirla. Así, miles de jóvenes en todo el
mundo se han resistido a cumplir el servicio militar —y muchos han ido a prisión por ello— y las
sociedades generalmente les han dado la razón, hasta el punto de que este intolerable abuso
estatal sobre la vida, el tiempo, el cuerpo y el trabajo de las personas ha quedado socialmente
— 124 —
deslegitimado y está siendo abolido país tras país. Pues bien, aunque tenga un estigma social a
veces insoportable —fomentado por la propaganda estatal pagada con los impuestos de la
misma gente a la que se dirige—, el hecho de refugiarse en un paraíso fiscal no dista mucho
conceptualmente, mutatis mutandis, de la insumisión a otro supuesto deber como es éste de
prestar servicio armado al país.
Una palabra viene de inmediato a la mente cuando se discute la justificación moral de las
obligaciones de toda índole que el Estado impone a las personas: “solidaridad”. La conclusión a
la que el mundo está llegando tras las últimas décadas de rebelión individual en diferentes
campos es que la solidaridad es una gran cualidad humana indisociable de la voluntad. Se
puede incentivar pero no imponer, y suele aflorar por sí sola en cuantía suficiente —como
demuestra el auge de las ONG— si se permite la actuación libre de la conciencia humana, en
vez de organizarla desde un poder superior y paternal. La solidaridad es demasiado importante
para dejarla en manos de los burócratas, y la gente empieza a darse cuenta de ello. La
solidaridad forzada no es solidaridad sino abuso y expolio, y si se puede justificar en algún caso
sería en muy contadas y excepcionales ocasiones, jamás como un mecanismo sistemático,
articulado y planificado desde el poder político. ¿Es insolidario el emigrante que se lleva su
capacidad intelectual y física a otro país porque las condiciones laborales creadas por la
legislación corporativista y mercantilista le hacen imposible encontrar empleo? ¿Es insolidario
el joven que se niega a perder un año de su vida —o su vida entera— en el servicio militar a esa
entelequia que llaman “patria”? ¿Es insolidario quien refugia su dinero fuera de las fronteras
nacionales, harto de que el “Gran Hermano” le succione su patrimonio para alimentar un
sistema caduco e ineficaz? Insolidarios son quienes, ante cualquiera de estas situaciones,
criminalizan al individuo en lugar de replantearse el sistema.
El auge de lo offshore
La palabra inglesa “offshore” (“más allá de la costa”) se emplea como sinónimo eufemístico de
“paraíso fiscal”, ante la criminalización social a la que estas jurisdicciones han sido sometidas
por los medios de propaganda estatales. El sector financiero offshore representa hoy, según los
expertos, entre el diez y el quince por ciento de la riqueza mundial, cuando en 1994 no pasaba
del cinco por ciento. El crecimiento es tan rápido que al término de la década de 2000 bien
podría estar refugiado en estos lugares más de la mitad del capital mundial. Hasta hace unos
años, los paraísos fiscales se consideraban como países y territorios reservados a grandes
empresas y, sobre todo, a fortunas personales enormes. Pero la elevada presión fiscal del
mundo desarrollado, que se ha reducido algo pero que sigue estando muy por encima de la
medida esperada por la gente, junto a la simplificación y el abaratamiento de los viajes y las
telecomunicaciones, ha hecho de lo offshore un entorno tentador y al alcance de cualquiera.
Tener una cuenta cifrada o una sociedad exenta de impuestos ya no es un lujo, y en muchos
casos es una necesidad.
¿Quién y cómo puede beneficiarse de los paraísos fiscales? En primer lugar son un refugio ideal
para las personas que han ido ahorrando durante años y que o bien viven en países donde se les
obliga a tener sus cuentas personales en una moneda nacional insegura (caso de varios países
latinoamericanos) o bien han generado parte de su ahorro “en negro”, es decir, fuera del
control estatal. En lugar de tener cantidades importantes debajo de la cama o perdiendo valor
en las caja de seguridad de un banco, ese dinero puede hacerse productivo realizando
cualquier clase de inversión bursátil o simplemente manteniéndolo en una cuenta remunerada
en un paraíso fiscal. Cualquier suma a partir de unos pocos miles de dólares justifica el recurso
a estos territorios. Además, en los bancos offshore se puede uno beneficiar de la ausencia de
control de cambios y del uso exclusivo de monedas fuertes. Las cuentas bancarias normalmente
admiten fondos en varias monedas, por lo que se puede diversificar cómodamente el capital
teniendo en la misma cuenta una parte en dólares, otra en yenes y otra en francos suizos, por
ejemplo. Las tarjetas de crédito emitidas por estos bancos se pueden utilizar en el país de
residencia del interesado, y a veces sin dejar rastro. Y, por supuesto, estos bancos están
obligados por ley a no suministrar información a las haciendas de los países “normales”, cosa
— 125 —
que tampoco hace el propio gobierno del paraíso fiscal. Las cuentas se abren con enorme
facilidad y las comisiones bancarias no son, por lo general, mucho más elevadas de lo habitual.
Además de miles de bancos dedicados en exclusiva al negocio offshore, la mayoría de los
principales bancos de cada país tienen bien organizada su estructura exterior y ofrecen a sus
clientes todo tipo de facilidades para realizar y controlar sus depósitos, muchas veces sin
siquiera desplazarse al paraíso fiscal en cuestión.
Empresarialmente, los paraísos fiscales constituyen en la actualidad una pieza clave del
comercio internacional. En ellos se puede constituir una empresa en cuestión de horas, sin que
se inmiscuya en ello la administración y por unas cantidades asequibles a cualquier bolsillo.
Cada vez son más los profesionales independientes que cobran a sus clientes en el extranjero
mediante este tipo de sociedades, cuyo precio no suele superar los mil quinientos dólares como
mucho. Evitar la doble imposición, aliviar la carga fiscal que soportan y mantener el secreto de
algunas operaciones comerciales son los principales motivos por los que las empresas acuden a
un paraíso fiscal. No hay una sola multinacional que no tenga una sofisticada estructura
offshore, y el tamaño de las compañías usuarias de estos territorios se ha reducido hasta
alcanzar a muchas pequeñas y medianas empresas. Una de las ventajas del paraíso fiscal frente
a la jurisdicción convencional es que la identidad de los verdaderos propietarios y
administradores puede protegerse mediante figuras jurídicas que impiden a los Estados acceder
a esa información. La extrema seriedad y confidencialidad de los despachos de abogados y del
sector bancario son la clave del éxito de estos territorios, por lo que en la práctica totalidad de
los casos uno puede estar tranquilo respecto a la seguridad de sus datos, de su identidad y de
su patrimonio.
Los latinos y la hipocresía anti-offshore
Llama la atención la gran diferencia de percepción sobre los paraísos fiscales por parte de
anglosajones y latinos. Los primeros, desde hace décadas, suelen considerar a estos territorios
como lugares normales y corrientes, necesarios en el comercio internacional. No tienen una
impresión especialmente buena ni mala sobre lo offshore. Los segundos, sin embargo, han
sucumbido a la satanización de los paraísos fiscales por parte de los gobiernos de sus países y
de una legión de periodistas mojigatos, cuyo puritanismo en esta materia alcanza cotas
cercanas a la estupidez. En una revista española se ha llegado a proponer el cierre de la
frontera de la Unión Europea con los centros offshore vecinos. También en América Latina se
suele tener una visión muy negativa de estos lugares. La tradición cultural estatista y la moral
pacata heredada de la Península Ibérica tienen mucho que ver con esta situación, si bien se
percibe en la actualidad una rápida apertura de miras que poco a poco va rehabilitando
socialmente el uso de paraísos fiscales. En el caso de España, sería muy conveniente favorecer
la constitución de centros offshore pujantes en Ceuta, Melilla y tal vez Canarias, al objeto de
competir eficazmente con el resto del mundo. También va siendo hora de dejar de satanizar a
Gibraltar y Andorra.
En todo el mundo, los Estados convencionales han reaccionado de dos formas
ante el espectacular incremento del sector financiero offshore. Por una parte, han lanzado
toda suerte de campañas de propaganda destinadas a deslegitimar y desprestigiar a los paraísos
fiscales, presentándolos ante la opinión pública como nidos de terroristas, narcotraficantes y
millonarios egoístas. Por otro, han intentado ponerle puertas al campo, legislando
innumerables normas destinadas a dificultar el acceso de los ciudadanos a estos lugares y a
asustar a la gente respecto a la utilización de un paraíso fiscal. Pero la realidad se impone y de
nada le han servido a los Estados ni sus legislaciones liberticidas ni su hipocresía. Esta última
tiene su mayor expresión en la tolerancia de facto de casi todos los grandes Estados frente a
aquellos pequeños paraísos fiscales con los que comparten un mismo entorno geográfico y de
idioma (Italia sobre San Marino, Francia respecto a Mónaco, Alemania con Luxemburgo, Gran
Bretaña respecto a las islas de Man, Jersey y Guernsey, España frente a Andorra, Estados
Unidos sobre Bermudas y Grand Cayman, etc.). Esa tolerancia se debe a la presión de la
— 126 —
comunidad financiera de cada país, y a la preferencia de las haciendas públicas por mantener
esas fortunas cerca, de forma que reviertan de una u otra manera en el país.
Los paraísos fiscales, salvo Suiza, suelen ser países minúsculos. Unos son antiguos y respetados
microestados europeos. Otros son pequeñas islas del Caribe o del Pacífico sin muchos más
recursos que el turismo y el sector offshore. Muchos son todavía países colonizados cuya escasa
extensión y población les mantienen aún bajo depedencia política de la metrópoli, pero con
una plena autonomía económica y fiscal. Todos ellos compiten entre sí por el aluvión de dinero
que cada año huye de las economías ordinarias, es decir, de los infiernos fiscales, hacia el
sector offshore. Son en la práctica totalidad de los casos territorios democráticos y con un
correcto manejo de la economía doméstica. Algunos han logrado generar un elevadísimo nivel
de vida para sus ciudadanos y residentes extranjeros. Sin embargo, no faltan voces puritanas
que exigen la anulación de sus “privilegios” y hasta la anexión a los países grandes cercanos, en
el colmo de la arrogancia. Es lo que sucedió hace poco en Alemania, cuando se descubrió que
el partido democristiano CDU tenía cuentas en Liechtenstein y hubo quienes se permitieron
incluso reclamar la anulación de este pequeño país centroeuropeo.
La OCDE intentó en 1998 y 1999 organizar a sus Estados miembros en una especie de cruzada
contra el sector offshore, pero los mismos países que tanto vociferan contra los paraísos
fiscales encontraron mil y un impedimentos para coordinarse. Tampoco las alarmistas
conclusiones de la comisión Ruding del Parlamento Europeo motivaron acción alguna por parte
de los Quince. En definitiva, la hipocresía no sirve cuando la realidad se impone, y la
propaganda anti-offshore no es ni creíble ni eficaz. El dinero es de la gente y la gente quiere
ser libre.
Dónde se lava de verdad el dinero sucio
En muchos países asistimos a una sorprendente campaña de confusión que pretende asociar a
los paraísos fiscales con el lavado de dinero procedente del narcotráfico, del tráfico de armas y
de otras actividades ilegales. ¿Son los paraísos fiscales, como los denominó un diario argentino,
una forma más sofisticada de la “cueva de Alí Babá”? En el caso del narcotráfico, el debate es
indisociable de otro que también constituye una cuestión clave de nuestro tiempo: la necesidad
de liberalizar el consumo y comercio de drogas, como medio de acabar con los imperios
mafiosos del narcotráfico, proteger al consumidor y devolver a la gente su libertad. Pero en
cualquier caso, muchos ciudadanos han aceptado el insistente argumento que culpa a los
paraísos fiscales como centros de lavado. La gran mayoría de los territorios offshore tienen
regulaciones extremadamente estrictas en contra del lavado de dinero procedente de
actividades ilegales. Muchos de ellos —incluyendo a todos los prestigiosos, donde está la gran
mayoría del capital offshore— son signatarios de toda suerte de tratados internacionales y han
adoptado leyes durísimas al respecto, generalmente mucho más contundentes que las de los
países “normales”, precisamente para sacudirse esta injusta imagen de “lavadoras”.
Las grandes fortunas del terrorismo, del cartel de Cali o de los oscuros comerciantes en armas
no están en Mónaco, Gibraltar o Grand Cayman sino allí donde no levantan sospechas: en las
bolsas de Frankfurt, Londres o Nueva York y, sobre todo, en infinidad de propiedades
inmobiliarias y empresas de comercio minorista y hostelería (muchas veces mediante cadenas
de franquicias), justificando así elevadas inversiones que dan convenientes pérdidas durante
años. Miles de testaferros y prestanombres de todo tipo firman las oportunas actas de
constitución, cuentas bancarias, etcétera. Usted puede llegar a cualquier banco de un país
“normal” y depositar cien mil dólares sin que nadie le pregunte de dónde lo ha sacado, pero
intente hacer lo mismo en un paraíso fiscal y se encontrará con un amable “no, gracias”. Que
los bancos offshore no den cuenta a ninguna Hacienda sobre el origen de sus depósitos no
quiere decir que ellos mismos no adopten los controles oportunos. Y cuando no lo hacen
pierden sus licencias, como ocurrió hace más de una década con el famoso escándalo del Bank
of Credit and Commerce International. Muchos clientes “primerizos” se sorprenden y hasta se
asustan al ver cómo el banco mueve cielo y tierra para confirmar la información por ellos
— 127 —
suministrada sobre su empresa, fuentes de ingresos, etcétera. Para cualquier depósito de
cierta cuantía, es necesario demostrar el origen correcto del dinero, además de ofrecer
referencias de bancos y abogados situados en el país de residencia. Esto no vulnera la
confidencialidad ni la seguridad del cliente, pero deja tranquilos a los banqueros y abogados
del paraíso fiscal. Además, los gobiernos de estos territorios no informan a ningún otro país,
pero sí se informan ellos, porque son los primeros interesados en mantener su reputación y en
evitar problemas con sus poderosos vecinos.
Un futuro “paradisiaco”
Los paraísos fiscales no son un mal sino un síntoma. La enfermedad que señalan es el
prepotente soberanismo fiscal de los países frente a sus ciudadanos, la glorificación del Estado
y la continua amenaza de éste a la propiedad de las personas y de las empresas. Esa y no otra
es la dolencia, y la medicina que la combate se llama libertad económica. La globalización está
suministrando a los individuos amplias dosis de ese medicamento milagroso. En el Occidente
desarrollado hemos conquistado la libertad política, y América Latina se ha incorporado a ella
tarde pero bien. Falta la libertad económica, y por ahora sólo los paraísos fiscales nos la
proporcionan, mientras nuestros Estados nos la niegan. Además, aquéllos nos ayudan a forzar a
éstos para que nos la reconozcan de una vez. La tendencia apunta hacia un mundo donde el
sheriff de Nottingham terminará recibiendo un sonoro y humillante corte de mangas y, en vista
de no tener nada que recaudar por haber refugiado todos los aldeanos su dinero en el bosque
offshore de Sherwood, bien custodiado por Robin Hood y sus amigos, se irá a casa con los
bolsillos vacíos y dejará en paz, por fin, a las antiguas víctimas de su vampirismo convertidas
ya en ex-súbditos económicamente libres.
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Entrevista a Alvaro Vargas Llosa
Perfiles del siglo XXI, mayo de 2000
El conocido periodista y escritor peruano defiende un liberalismo coherente y critica la
manera en que se han llevado a cabo las reformas latinoamericanas en la última década,
que han girado en torno a la privatización pero no han conllevado una auténtica voluntad
de liberalizar las economías y abrirlas al mundo, para no hablar de su escasa incidencia
en otras áreas, como la que él considera la gran asignatura pendiente en la región:
establecer una administración de Justicia imparcial, eficaz y despolitizada.
JP: ¿Cuáles son tus proyectos actuales?
AVLL: Tengo mi “cuartel general” en España desde hace cinco meses, aunque en realidad estoy
viajando constantemente a América Latina, que es mi área de interés principal. Estoy
escribiendo y dando conferencias, y tengo algunos proyectos editoriales para los próximos
meses en relación con una revista literaria latinoamericana.
Debes odiar la pregunta, pero es imposible no hacértela: ¿no es muy difícil ser escritor
siendo hijo de Mario Vargas Llosa?
No, creo que no, porque mi perspectiva sobre él es distinta a la de los demás. Para mí es mi
padre y así es como le veo, no como un escritor famoso sino como mi padre. La identidad de
una persona se va desarrollando en esos años cruciales de la infancia y de la adolescencia en
función de una relación con su padre que no contempla fundamentalmente su proyección
pública sino su faceta más íntima y privada. El ha manejado con mucha inteligencia este
asunto, y siempre nos incentivó mucho a la lectura. Siempre fue muy liberal en la manera de
educar a sus hijos, pero tomó una única decisión autoritaria que le aplaudo: nos impuso dos
horas diarias de lectura bajo pena de severo castigo, y nunca se lo agradeceré bastante. De
semejante imposición sólo se podía salir con un odio a cuanto tuviera que ver con Guttemberg
o, por el contrario, con una auténtica pasión por las letras, como fue mi caso. Es un privilegio
tener “en casa” (téoricamente hablando, porque nunca estamos en el mismo sitio) a una
persona con la que puedes cotejar permanentemente tus ideas acerca de qué escribir,
intercambiar manuscritos, etcétera. Por ejemplo, acabamos de realizar un diálogo para el
diario La Vanguardia de Barcelona sobre nuestros respectivos libros. Y vivimos todo eso con
entera naturalidad.
¿Te sientes principalmente escritor o periodista?
Básicamente periodista, aunque es una palabra que está mal vista. Cuando me invitan a
participar en un evento siempre me preguntan cómo quiero ser presentado, y me dicen que eso
de “periodista” seguramente no me parecerá bastante. Yo les digo que por supuesto lo es.
Algunos de los más grandes escritores del siglo XX han sido periodistas, desde Azorín hasta
Ortega y Gasset. Publicaron sus mejores libros como colecciones de artículos aparecidos en
diarios. Yo estoy cultivando últimamente un género, el de no ficción, donde se entrecruzan
muchos otros, entre ellos el periodístico. Este género le da al escritor elementos
imprescindibles. Por ejemplo, el último trabajo de mi padre, La fiesta del chivo, tiene una
sólida base de investigación que le ha llevado tres años, aunque es un libro de ficción. Yo
estudié Historia y he ejercido el periodismo desde los quince años. Mis libros tienen una
vocación analítica y reflexiva que quizá los sitúen más allá del periodismo, si somos muy
puristas en las definiciones.
¿Camina la literatura hacia una mezcla de la ficción y la no ficción?
Sí, estoy convencido de ello. Vamos hacia un género híbrido, ecléctico. Truman Capote hablaba
de la “novela de no ficción” como género vanguardista, y lo cultivó sobre todo en su libro A
sangre fría. El otro día cayó en mis manos un libro de Tom Wolfe, que hoy se ha convertido en
un autor de best-sellers y ya no se le toma tan en serio, pero que ha escrito magníficos
artículos dentro la corriente del new journalism estadounidense, siempre defendiendo una tesis
muy provocadora: cómo el periodismo está reemplazando a la literatura, y especialmente a la
— 129 —
novela, que está en total decadencia. El periodismo de alto nivel, que emplea técnicas de la
novela como el diálogo o el monólogo interior, pero en clave periodística. Todo esto lo decía
Wolfe hace treinta años y es increíble la precisión con la que describe lo que está pasando hoy.
Hoy vas a cualquier librería y encuentras multitud de libros a los que uno ya no sabe donde
catalogar porque tienen elementos del ensayo, del reportaje, de la novela y hasta de la poesía
en una misma obra.
Has hecho radio y televisión y has dirigido un diario tan importante como el Miami Herald.
¿Qué destacarías de tu experiencia periodística?
No sé si atreverme a responder. En el Miami Herald aprendí mucho y vi lo mejor y lo peor del
capitalismo al estilo norteamericano. Lo mejor no tengo ni que contártelo, estamos entre
liberales. Pero vi también la tiranía de las minorías, la desnaturalización del capitalismo, su
burocratización, la hipocresía intelectual más enorme en personas cuya única preocupación era
la cotización bursátil de la empresa pero que alardeaban del típico discurso socialdemócrata
tan a la moda. Fue fascinante entrar en ese mundo, sobre todo en una ciudad clave para el
futuro inmediato de los Estados Unidos, donde se produce el encuentro entre las dos grandes
culturas del país, la anglosajona y la latina, cuya conexión no está resuelta.
Y, ¿lo está la conexión entre América Latina y España?
Pues no del todo. España tiene en estos momentos una prioridad que es Europa, y eso es
perfectamente comprensible. No sería justo culpar a España de eso. Es un país que durante
décadas se sintió acomplejado frente a sus vecinos del Norte, y que hoy día ha superado esos
complejos y está realizando su afán de estar a la par con esos países. Creo que España tiene la
economía más dinámica de Europa y si terminara de hacer las reformas liberales pendientes se
pondría a la vanguardia del continente. ¿Cómo vamos a echarle en cara todo eso a España? Sin
embargo, creo que es una mutilación de lo que significa España en términos históricos y
culturales ningunear a América Latina, como ha ocurrido. Salvo por unos cuantos bancos y
grandes empresas, hemos estado muy ninguneados por España en estos últimos años. Esto es
una interesante contradicción porque desde la perspectiva española la gran obsesión era la
presencia estadounidense en la región y su influencia. Pues si se quiere evitar esa influencia, lo
que habría que hacer es competir con los Estados Unidos por el corazón de América Latina, de
un modo mucho más audaz. No se puede denunciar constantemente la presencia hegemónica
de Washington y después no hacer nada y dedicarse solamente a cuidar la presencia y el papel
que se ejerce en otros lugares.
Esto se ha visto en el caso de Cuba, donde la posición española ha sido la de tolerar al
régimen y llevarse bien con él para estar bien colocados de cara a la transición y ganarle la
influencia a los estadounidenses. Algo totalmente aberrante, ¿no es así?
Claro, y con la hipocresía de muchos políticos españoles de criticar la “explotación”
norteamericana de nuestros países y tolerar al mismo tiempo un régimen laboral en Cuba que
es prácticamente una nueva forma de trata de esclavos, donde el régimen vende a las
empresas extranjeras el trabajo de sus ciudadanos, cobrando en dólares y pagándoles a ellos
cantidades muy inferiores y en pesos cubanos devaluados. Eso es absolutamente inmoral y si
alguna empresa lo aplicara en España habría un conflicto de orden público, pero se admite
respecto a Cuba. Lo admiten incluso los sindicatos españoles, tan solidarios con el régimen de
La Habana. Ha habido una auténtica abdicación española de su labor en América Latina, se ha
tirado la toalla dejando vía libre a Estados Unidos con una especie de resignación y tristeza.
Pero ahora la globalización nos va a llevar a tener que trabajar, no por países, sino por
grupos de idioma, con lo cual España y América Latina van a estar unificadas quieran o no,
por ejemplo en Internet.
Sí, esa es la realidad social y cultural que se va imponiendo, pero choca con las políticas de
Estado. Por ejemplo, en España se está restringiendo la inmigración. A mí me parece bien que
los Estados no subvencionen la inmigración, pero es absurdo que un país que apenas tiene un 1
% de población extranjera se tome la inmigración como un problema grave y cierre sus puertas
— 130 —
a gente tan similar como son los latinoamericanos. Una economía dinámica y libre es capaz de
generar suficiente demanda de empleo para necesitar incluso trabajadores extranjeros.
Recuerdo que hace unos años todos los gobernadores estadounidenses andaban preocupados
por cómo frenar la inmigración y ahora prácticamente la alientan. Ni siquiera en California hay
presiones para detener la entrada de inmigrantes mediante leyes discriminatorias. Se crea
tanto empleo que a nadie le importa si el inmigrante compite o no con el local por un puesto
de trabajo. La economía liberal es la mejor forma de abordar el debate sobre la inmigración.
¿Cómo ves el debate sobre la dolarización?
Estuve hace poco en Ecuador, unos meses antes del “semigolpe” de Estado, y fue precisamente
para hablar sobre la dolarización. Defendí, más que la dolarización, la libertad de usar la
moneda que cada uno quiera. Creo que con la dolarización habrá un manejo monetario y fiscal
mucho mejor del actual, y me parece que es un buen paso para Ecuador, y que sería bueno
para otros países. Es una forma de quitarle a los políticos un poder discrecional muy grande, y
eso es bueno.
¿Eres optimista respecto al camino que ha tomado América Latina?
No, no mucho. Estoy terminando un informe —que me ha pedido la Sociedad Mont Pèlerin para
la reunión de noviembre en Chile— sobre las reformas en América Latina durante los noventa, y
tal vez este trabajo sea el embrión de un próximo libro. Mi mayor preocupación es que la
naturaleza de esas reformas no ha sido liberal, aunque lo parezca. Sin duda se ha producido
una transferencia de responsabilidades del Estado a la sociedad civil, y la palabra que mejor
describe lo que ha pasado es “privatización”, pero privatizar una economía no significa
necesariamente abrirla a la competencia. Una economía privada no es necesariamente una
economía libre, y lo que ha pasado en América Latina es que hemos privatizado sin liberalizar,
pasando de los monopolios públicos a los privados. Lo curioso es que los artífices de esto sean
encima acusados de ser demasiado liberales, y que se culpe de los males de esta situación al
liberalismo. Tampoco se ha emprendido la importantísima reforma de la Justicia, que ha sido la
gran ausente de esta década y es sin duda la principal asignatura pendiente. Es una reforma
que no suele reclamarse desde las primeras páginas de los diarios y que poca gente ve como
algo urgente, pero yo tengo el convencimiento absoluto de que es una institución fundamental
para que una economía de mercado funcione. Sin seguridad jurídica no se puede generar
confianza en una economía. Debería ser una prioridad absoluta establecer una administración
de Justicia enteramente independiente de los políticos y del dinero que tengan quienes acuden
a ella o son reclamados por ella.
Y a nivel global, ¿qué pasa con el liberalismo?
Se enfrenta a un gran problema hoy en día. Cuenta con un gran crédito: el que le da la
realidad, la evolución del mundo que todos estamos viendo. Hay una sociedad que ha
desbordado felizmente a sus intelectuales. Pero hay que ser francos: existe el peligro de un
retroceso porque se ha creado en la ciudadanía la idea de que el falso liberalismo de la
privatización sin liberalización, de la reforma a medias, era el verdadero liberalismo. Eso hace
que se asocie injustamente al liberalismo los fracasos ocurridos por no haberse adoptado de
verdad medidas liberales. Tenemos un reto muy difícil, que es el de desmarcarnos de ese falso
liberalismo, y digo que es muy difícil porque los adversarios del liberalismo manejan muy bien
el lenguaje político. Pero esa es la gran tarea de los liberales en la actualidad: explicar que el
capitalismo de Estado, el corporativismo, los oligopolios privados cercanos al poder político o
el capitalismo de mafias al estilo ruso o asiático no tienen nada que ver con lo que defendemos
los liberales, que el liberalismo es otra cosa y que no es justo culparle de males que no ha
podido ocasionar, sencillamente porque apenas se ha puesto en práctica. Ayer estuve en la
presentación de un libro escrito por un gran intelectual de izquierdas y él ponía como ejemplos
del fracaso del capitalismo nada menos que a Rusia y a Thailandia. Como ves, el reto es
inmenso. En cierta medida es culpa nuestra porque cuando defendíamos sobre todos los demás
elementos del liberalismo la economía de mercado —y era necesario porque estaba circunscrita
a muy pocos países— nunca imaginamos que en algunos sitios podría aplicarse sola, sin el resto
— 131 —
del pensamiento liberal y manipulándose como se ha hecho. Sobre el Sudeste asiático
cometimos el error de magnificar lo que en esos países había de economía liberal, obviando lo
mucho que también había de iliberal en esas economías y, desde luego, en su política. Hay que
explicar los buenos ejemplos: Nueva Zelanda, sobre todo. Y hay que recordar que allí fueron
los laboristas quienes emprendieron la reforma liberal. Roger Douglas lo explicó de forma muy
sencilla. Dijo que hubo en Nueva Zelanda dos razones por las que fueron capaces de hacer la
revolución liberal: la simultaneidad de las reformas en todos los terrenos y la voluntad
clarísima de acabar con el privilegio. Y acabaron con el privilegio liberalizando de verdad,
mientras en América Latina las privatizaciones convertían al consumidor en rehén de
determinadas empresas y a veces hasta subían los precios por encima de los del monopolio
público anterior. La capacidad de chantaje y corrupción de ciertos grupos económicos sobre el
Estado ha incidido en las reformas y hace que no pueda hablarse de una auténtica reforma
liberal, ni mucho menos.
Liberal en todo
(recuadro adjunto a la entrevista)
Cuando tanta gente se denomina liberal sólo por su visión de la economía, dejando de lado los
otros aspectos esenciales del liberalismo, y cuando muchos más se adjudican la misma etiqueta
sin tener en realidad nada de liberales, resulta muy reconfortante hablar con Alvaro Vargas
Llosa. El periodista y escritor peruano aúna la preocupación por la libertad humana en lo
económico y en lo político, y lo hace desde la mejor tradición del auténtico liberalismo, ése
que resulta tan difícil de encontrar en la actualidad. En sus escritos, tanto en solitario como en
la privilegiada compañía de Carlos Alberto Montaner y Plinio Apuleyo Mendoza, se encuentra
con seguridad uno de los mayores aportes intelectuales a la América Latina del nuevo siglo.
Viajero incansable fascinado por el mundo árabe, Alvaro Vargas Llosa es la personificación de
una nueva generación de latinoamericanos globales cuyo empeño en transformar la realidad de
sus países en beneficio de las personas no merece simples elogios sino colaboración y militancia
por la causa de la libertad. JP.
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Zimbabwe, África y Occidente
Columna en to2.com (México), 12-05-2000
Los actuales incidentes de Zimbabwe muestran con espantosa certeza cómo Occidente se ha
equivocado durante demasiado tiempo en Africa. La política de las diferentes administraciones
coloniales fue pésima, peor aún la forma en que se descolonizó y aún más nefasta la manera en
que se han venido conduciendo desde entonces las relaciones con los nuevos Estados africanos.
En el Zimbabwe de Robert Mugabe se ve, mejor que en ningún otro país del Africa
subsahariana, el fracaso de la pretensión europea de fraguar sobre sus antiguos esquemas (y
sobre sus antiguas e irreales fronteras) coloniales unos Estados basados en los grandes
principios de la Europa contemporánea. La peor de las equivocaciones occidentales ha sido no
exigir a los dirigentes con los que se aliaba un mínimo de sentido común, de civilidad o incluso
de humanidad. Durante casi tres décadas, desde la oleada de independencias africanas hasta la
caída del comunismo, se pretendió justificar el exceso de pragmatismo occidental como una
necesidad para frenar la expansión soviética en el tablero de juego geopolítico. Pero desde
hace diez años las reglas del juego han cambiado para todos y, si bien es verdad que alguna
tibia democratización y una cierta mejora de los Derechos Humanos han alcanzado al
Continente Negro, no es menos cierto que se ha confiado demasiado en el supuesto reciclaje
democrático de los mismos líderes de siempre.
Mugabe no quiere abandonar el poder y está dispuesto a llevar a su país a la guerra civil si es
necesario. Si para mantener el control de Harare tiene que sacrificar a la numerosa población
blanca del país (más del 5 %), cuya contribución al bienestar general ha llevado a este país a
ser uno de los más avanzados de la zona, a Mugabe no le temblará la mano. Ya ha permitido el
saqueo de decenas de casas y haciendas de ciudadanos zimbabwanos con el único pretexto del
color blanco de su piel. Londres prepara la evacuación masiva de los blancos ante la explosión
de violencia racista fomentada por Mugabe. El efecto de contagio que pueda darse en los
países cercanos causa honda preocupación y puede sumir a buena parte del continente en un
pozo de pobreza y aislamiento aún mayor. La vecina Botswana, uno de los países de todo el
mundo que mayor crecimiento económico anual han experimentado en las últimas décadas, no
puede permitirse ese contagio, que ahuyentaría las prósperas inversiones exteriores. Para la
cada día menos estable Sudáfrica de Thabo Mbeki, el efecto dominó de Zimbabwe podría ser
devastador. Es muy urgente frenar a Mugabe y restaurar la legalidad y los derechos civiles y
humanos de todos, blancos y negros, afectos al gobierno y militantes de la sufrida oposición. En
Zimbabwe, Africa y Occidente se juegan mucho más que unas hectáreas de cultivo o unos
derechos de propiedad.
— 133 —
Entrevista a Plinio Apuleyo Mendoza, escritor colombiano
Perfiles del siglo XXI, junio de 2000
¿Por qué Roma?
Hacía ya algún tiempo que tenía planes de instalarme en Roma, donde había actuado como
embajador de Colombia años atrás, pero cuando sufrí en Bogotá el intento de atentado por
paquete-bomba decidí permanecer en el país para que nadie pensara que me iba por temor.
Habría sido un pésimo ejemplo para los demás periodistas, y por tanto me quedé allí seis meses
más. Así pues ya tenía el proyecto de cambiar mi residencia a Europa, sobre todo por la fatiga
de mi país, por estar predicando en el desierto. Y Roma es una buena elección para un escritor,
es una ciudad acogedora, humana, incluso con un aire provinciano pese a ser una gran capital.
Es una ciudad muy distinta a las otras que conozco.
Y, ¿cómo se vive bajo amenaza, sabiendo que hay un montón de fanáticos deseando su
muerte?
Pues en mi última etapa en Colombia llegué a tener cinco o seis guardaespaldas, tenía que
suprimir toda actividad rutinaria, no tener casi intimidad. Es como vivir en guerra. Llega un
momento en que uno asume toda esa anormalidad en su vida cotidiana, porque si no lo hiciera
no podría soportarlo psicológicamente.
¿Es esa la situación en la que vive cualquier colombiano comprometido con la democracia?
Amenazados estamos todos. Nuestra guerrilla es muy plural y abarca corrientes de todo tipo,
desde el castrismo hasta el comunismo ortodoxo de la vieja época o la revolución al estilo
chino. Pero todos coinciden en considerar directamente como enemigo a cualquiera que
adquiera un protagonismo por sus opiniones en contra de lo que ellos proclaman. Como
periodista he estado en casi todas las zonas candentes, he hecho reportajes sobre el conflicto y
he mostrado la situación de desamparo en que se encuentran frente a la guerrilla tanto la
población civil como incluso el ejército, alertando a veces sobre situaciones concretas y
provocando el reforzamiento de ciertas áreas que los guerrilleros daban por ganadas. Y, claro,
todo eso le convierte a uno en objetivo de la guerrilla, en enemigo número uno de estas
bandas. Y lo mismo sucede respecto a los narcotraficantes. Cuando uno sale constantemente
en los principales medios del país denunciando sus actividades y la falta de recursos para
combatir este problema, cuando apuesta abiertamente por la extradición de narcotraficantes
para que sean juzgados donde haya garantías de que no quedarán impunes, etcétera, también
termina por estar en su punto de mira. Y todo esto, más que otra sensación, lo que produce es
fatiga.
Desde fuera de Colombia es difícil comprender realmente lo que allí sucede. ¿Cuál es su
explicación?
Las estadísticas dejan muy claro que la guerrilla no es popular en absoluto, y nunca ha pasado
del cinco por ciento de apoyo. Y donde menos apoyo tiene es en sus áreas de influencia. Su
apoyo principal son los sectores de extrema izquierda urbana, infiltrados en las universidades y
en la judicatura. Ha quedado el estereotipo de una guerrilla romántica, como de los años del
Che Guevara, y persiste ese mito, pero la realidad de mi país es que los grupos guerrilleros no
se imponen por la fuerza de las ideas sino por su capacidad de intimidar y aterrorizar a la
sociedad, y sobre todo a los más débiles. Y tal es la fuerza de sus convicciones ideológicas que
no dudan en aplicar la coacción violenta como medio para alcanzar sus propósitos. Como dice
Jean-François Rével, la ideología es una doble dispensa: una dispensa moral porque permite
hacer cualquier barbaridad sin sentir culpa y una dispensa intelectual porque permite sustituir
el análisis concreto y empírico por preconcepciones y prejuicios basados en una visión general
e idealizada de la realidad.
Pero, ¿cuál es la lógica económica de la guerrilla, quién la sostiene?
La subversión, que es algo mucho más complejo que la guerrilla —ésta sería tan sólo el brazo
armado de aquélla—, tiene diversas formas de financiación que perpetúan su poder y la
— 134 —
convierten en la guerrilla más rica del mundo, con unos ingresos anuales de más de mil
millones de dólares. La principal fuente de financiación es el impuesto que cobra en sus zonas
de influencia a los cultivadores de droga y a los narcotraficantes que la compran. Esto
representa más o menos el 50 % de los ingresos de la guerrilla. Aunque haya choques entre
guerrilla y narcotraficantes, y aunque éstos financien a algunos grupos paramilitares que
actúan contra la guerrilla, lo cierto es que en muchos casos también se da una intensa
cooperación entre ambos, y se ve, por ejemplo, cómo las guerrillas protegen los laboratorios
clandestinos de procesamiento de la hoja de coca y los aeropuertos secretos que utilizan los
narcos. Esa es la situación del Sur del país. En el Norte, de donde proceden los narcos, éstos
compran tierras, haciendas y ranchos con el dinero generado, y es ahí donde si se enfrentan
con las guerrillas, que atacan sus propiedades igual que las de cualquier otro. Por eso fuera de
Colombia se percibe a la guerrilla y el narcotráfico como dos fuerzas antagónicas, pero eso no
se corresponde con la realidad. La otra fuente importante de ingresos de la subversión es lo
que en Colombia se llama la “vacuna”, es decir, el dinero que los empresarios y hacendados
deben pagar periódicamente a la guerrilla para evitar ser víctimas de secuestro o robo. Y como
el narcotraficante ya pagó en el Sur su impuesto a la guerrilla por comprar la droga, en el
Norte no quiere pagar la extorsión y suele financiar, en cambio, a los grupos paramilitares. Y
por último, la tercera fuente de ingresos es el secuestro. El 70 % de los secuestros de todo el
mundo se producen en Colombia —estamos hablando de doscientos secuestros por mes—, y esto
deja también ingresos millonarios a la subversión. Así pues, las guerrillas colombianas, que
antaño vivieron de las aportaciones económicas del bloque comunista y particularmente de
Cuba, tienen hoy un poder económico inmenso y hasta se dice que contribuyen a financiar al
régimen de La Habana. Y es una guerrilla que ha sido hábil a la hora de transmitir a la sociedad
una sensación de profundo cansancio y la creencia de que no hay más solución que promover la
claudicación política de las instituciones nacional y la negociación de las condiciones políticas
para el abandono de las armas.
Y si se legalizara la droga, ¿no se daría un golpe de muerte tanto al narcotráfico como a la
guerrilla, ya que ambos grupos viven sobre todo de este negocio?
Sí, claro. Yo personalmente pienso que no hay otra salida. No es ideal —nada lo es—, y tiene
muchos riesgos y mucho peligro, pero a medida que analizo el problema me doy cuenta de que
hace mucho más daño esa lucha frontal pero estéril a través de la prohibición que el problema
mismo. Ya se sabe que el tabaco es nocivo, y a través de campañas se ha reducido
considerablemente el tabaquismo. Ahora prohibamos el tabaco y ya verá usted el resultado:
precios enormes, delitos asociados con el consumo y el comercio, incremento del consumo,
etcétera. Es lo que pasó con la prohibición del alcohol durante la Ley Seca. Pero, claro, un país
débil y productor como Colombia no puede proponer eso. El debate tiene que darse en los
países consumidores y de ahí tiene que surgir la presión para legalizar la droga. El día que se
legalice la droga se acabará el poder inmenso de los narcotraficantes y se reducirá
considerablemente la criminalidad, además de poner en serios aprietos a las guerrillas que
controlan las regiones productoras. Sería una solución múltiple a los problemas de Colombia.
Pero si a un presidente colombiano se le ocurre proponer eso en los foros internacionales
estamos perdidos, porque se le considerará como un títere de los narcos o algo así, al mismo
tiempo que éstos pondrán precio a su cabeza.
Y, ¿no sería bueno para Colombia permitir la extradición de narcos a otros países para ser
juzgados, y además permitir una intervención temporal de ejércitos extranjeros para
reducir a los narcos y a la guerrilla?
Sí, é incluso hay un porcentaje muye elevado de la opinión pública a favor, pero es muy
utópico. Desde la caída del muro de Berlín la subversión comunista ya no se considera en
Washington como un problema real para los Estados Unidos, y por tanto, incluso si el gobierno
colombiano diera su aprobación, hoy sería muy difícil conseguir que ese país destinase recursos
tan enormes a solucionarnos nuestro problema, que ya no ven como suyo. Ya no estamos en la
época en que nuestros militares recibían apoyo logístico y formativo de los Estados Unidos. Y
además hay todo un conjunto de ONG con opiniones muy marcadas por su sesgo ideológico que
— 135 —
influyen fuertemente en la opinión pública internacional debilitando aún más las posiciones del
Estado colombiano y reforzando las de la guerrilla e, indirectamente, las del narcotráfico. No
creo que los Estados Unidos estén dispuestos en la actualidad a meterse en un problema así.
Pesa mucho, también, la mala conciencia de los antiguos izquierdistas norteamericanos,
reciclados hoy en la administración Clinton y en poderosas ONG internacionales. Es lo que yo
llamo “trajes nuevos” del marxismo de siempre. Y esto provoca contradicciones como que a
Colombia se le ofrezca dinero para luchar contra los narcotraficantes con la condición de que
no se aplique a la lucha contra los “rebeldes políticos”, como si no hubiera una enorme
conexión entre los narcos y las guerrillas. Esta política estadounidense es de una ceguera
tremenda en relación con lo que sucede en Colombia.
¿Cómo percibe la evolución del resto de América Latina?
Ha habido apertura, ha habido reformas liberales importantes, se ha roto dogmas como el
desarrollo “hacia dentro”, autárquico de la CEPAL, se ha combatido el dirigismo económico y
se ha aceptado la realidad de que la economía está globalizada, por lo que poco a poco se está
demoliendo las barreras aduaneras y se está privatizando (a veces bien y a veces mal) los
antiguos monopolios públicos. Se ha avanzado, pero a medias. Lo que no se ha modificado
suficientemente es la estructura del Estado. Falta seguridad jurídica y sigue habiendo una
cultura estatista que es muy difícil cambiar. por ejemplo, cuando en Venezuela fracasó
estrepitosamente la alternancia de dos partidos profundamente colectivistas —uno de derecha
y otro de izquierda pero ambos muy estatistas—, la gente, ¿a quién le entregó el poder? Pues
precisamente a un militar demagogo, populista y ex golpista que prometía salvar al país
interviniendo aún más. Es tristísimo cómo en América Latina seguimos siendo presa fácil del
mito paternalista del caudillo bueno y salvador que con mano firme corregirá los problemas y
establecerá él sólo la justicia y el orden. Y todavía falta cambiar la mentalidad económica para
abandonar el capitalismo mercantilista que padecemos, basado en la figura del empresario
teóricamente privado e independiente pero que en realidad debe su fortuna a su habilidad en
la relación con el poder político o a su capacidad de apostar por el candidato ganador para
que, una vez investido, proteja su negocio frente a sus competidores nacionales y
especialmente frente a los exteriores. En la región hemos conocido unos mercados
absolutamente cautivos, hasta en sectores como el cervecero. Y esto ocurre porque el Estado
tiene demasiado poder discrecional y dispensa libremente privilegios y prebendas a quienes son
próximos al gobierno de turno. Entre nosotros la riqueza siempre ha tenido ese mal origen, esa
tara. Nunca ha sido una riqueza ganada a pulso por empresarios arriesgados a fuerza de mucho
trabajo y buenas ideas, sino que es una riqueza “cabildeada”, obtenida mediante la capacidad
de arrimarse al poder político. Esto ya está cambiando y le debemos ese cambio a la apertura
hacia el exterior, ya que en una economía globalizada esas estructuras de privilegio no pueden
mantenerse porque hay que competir con el resto del mundo.
Usted acaba de publicar "Aquellos tiempos con Gabo", un libro de memorias en el que nos
describe a su amigo García Márquez a través de cientos de pequeñas anécdotas. ¿Es posible
mantener una buena amistad con una diferencia ideológica tan grande?
Estuvimos de acuerdo incluso en política durante mucho tiempo, e incluso juntos fuimos
expulsados de Cuba en una ocasión. Hemos llegado a la conclusión de que sí es posible
mantener una profunda amistad y tener un pensamiento político completamente opuesto.
Incluso lo tomamos a broma.
Plinio Apuleyo, en Roma
(recuadro adjunto a la entrevista)
Plinio Apuleyo Mendoza no sólo tiene nombre de escritor romano sino también una pasión por
la civitas latina que, por desgracia, resulta muy difícil de desarrollar en una Colombia sometida
al imperio de la violencia. A dos pasos de la Fontana di Trevi y de la Piazza di Spagna vive y
escribe una de las grandes figuras de la intelectualidad latinoamericana contemporánea. Sus
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libros en solitario y los dos grandes bestsellers escritos “a tres manos” junto a Carlos Alberto
Montaner y Alvaro Vargas Llosa hacen de él uno de los autores actuales más prestigiosos del
continente, encuadrado en esa minoría cada vez mayor de pensadores que han logrado
sacudirse los mitos y clichés de una región sumida durante décadas en el más exacerbado
colectivismo. Sus palabras escritas o habladas anuncian y a la vez reclaman una América Latina
futura que sólo podrá ser más libre. JP.
— 137 —
¿Choque de civilizaciones?
Hacia un mundo occidental
Perfiles del siglo XXI, junio de 2000
El mundo no camina hacia una intensificiación de los diferendos entre civilizaciones, ni
hacia la eventual desembocadura de tal fricción en un conflicto abierto entre éstas.
Camina hacia la fusión de las civilizaciones actuales en una nueva y global que estará
muy fuertemente basada en aquella de sus predecesoras que mayor libertad y bienestar
ha dado a las personas: la occidental.
En buena parte del mundo actual, una de las reivindicaciones más insistentes de la izquierda
tradicional y de la derecha nacionalista y confesional es que la globalización —que perciben
como algo inevitable— se lleve a cabo de una forma pactada y no como un proceso “impuesto”
por los Estados Unidos a Europa o Latinoamérica, ni por los países desarrollados a los demás.
Esta exigencia tiene su ámbito principal en el comercio, pero no por secundarias son menos
conflictivas sus manifestaciones en terrenos como la política internacional, la administración
global de Justicia, la sociedad de la información y las comunicaciones o, muy especialmente, el
ámbito transversal y sensible de la cultura. Esta petición de que los términos y condiciones del
surgimiento de la aldea global sean producto de una negociación en igualdad de condiciones
entre el Norte y el Sur —y, de modo más general, entre las diferentes culturas y civilizaciones—
obedece, aparentemente, a un fin que casi todo el mundo entiende noble y defendible: evitar
la desnaturalización de las culturas periféricas a la hegemonía de Occidente y su eventual
desaparición, así como mantener en cada país los centros de decisión principales sobre aquellos
factores que configuran cotidianamente la esencia misma de las respectivas sociedades y
naciones.
Neopatriotismo
Esta especie de reticencia a medias respecto a la globalización buscar obtener provecho de ella
ya que no puede impedirla, pero incluye una considerable obsesión por mantener resortes de
poder y espacios de negociación sobre sus alcances y consecuencias. La idea del “choque de
civilizaciones” que con tanto éxito editorial y mediático propusiera hace unos años Samuel P.
Huntington cobra nueva vida en la expresión consciente o en el sustrato ideológico de cuantos
desconfían del formidable proceso globalizador en el que se ha embarcado la Humanidad.
Incluso los países occidentales y desarrollados que buscan ser protagonistas importantes de la
globalización se “preparan” para ella reforzando su colectivismo identitario y cerrando en vano
ciertas puertas al mundo, como la cultural y la migratoria, al tiempo que entreabren otras,
como la del comercio y la de Internet. Así, por ejemplo, la Unión Europea a instancias de París
impone la llamada “cláusula de exclusión cultural” al libre comercio, por la que los Estados
miembros se reservan la prerrogativa de intervenir en todo lo cultural (y especialmente en la
cultura de masas, como el cine) para evitar una temida “colonización” de otros pueblos,
notablemente el estadounidense. Y en todo el mundo desarrollado, aunque más en Europa, el
nacionalismo de Estado, transmutado en una suerte de neopatriotismo cívico y democrático,
experimenta un avance como no se conocía desde el periodo de Entreguerras, fomentado con
todos los medios económicos y comunicacionales de los diversos Estados en flagrante
contradicción con el universalismo que también proclaman. Incluso se promueve abiertamente
esta especie de patriotismo “bueno” (integrador, civilizado, bondadoso) frente al nacionalismo
“malo” (excluyente, rupturista y arrogante) que se adjudica a los demás (sobre todo a los que
no forman parte de la misma alianza geopolítica o a los que postulan una nación no reconocida,
desgajándola del país “establecido”). Parece como si los actuales centros de poder político
entendieran la globalización como una carrera a cuya meta hay que llegar “preparados”,
reforzados y sobrelegitimados, puesto que las nuevas reglas del juego supondrán un desgaste
de ese poder.
Una de las paradojas de esta situación es que los Estados alientan el mito nacional identitario,
si bien teñido de liberalidad y democracia, pero se alarman cuando, dando un paso más allá,
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las sociedades redescubren su diferencia con el “otro” y caen en la xenofobia. En efecto, es
difícil alcanzar el punto justo de equilibrio para exaltar lo propio y convencer a la opinión
pública de lo importante y “mejor” que es su país, su idioma o su cultura sin provocar al menor
descuido reacciones de rechazo al inmigrante, al diferente, al elemento cultural exterior,
etcétera. Mucho más razonable habría sido que, desde hace años, los gobiernos hubieran
procurado desactivar paulatinamente lo nacional desmontando mito por mito y cliché por
cliché, preparando a sus sociedades para su inmersión en lo mundial. Pero, obviamente, esto
habría implicado un considerable recorte del poder y la influencia sociales de los Estados y de
sus gobernantes en la ciudadanía.
Civilizaciones
Para saber si de verdad se está produciendo ese choque de civilizaciones que justifique en
Occidente las reticencias ante la globalización de izquierdistas convencionales y nacionalistas
de derecha y, en muchas de las sociedades no occidentales, el abierto enfrentamiento del
Estado al proceso mundializador, hay que preguntarse primero si quedan civilizaciones
diferenciadas, y si seguirá vigente ese concepto dentro de veinte o cincuenta años.
Actualizando la lógica de Huntington, un rápido vistazo al mundo nos llevaría a considerar al
menos un bloque islámico, otro chino y un tercero occidental. Este último, el más heterogéneo,
incluiría todo el continente americano, Europa, el Pacífico Sur y países sueltos en otras áreas,
como Israel, Sudáfrica e incluso Taiwán (donde el peso de lo occidental ha superado
definitivamente al de las raíces chinas). Rusia se debate entre su incorporación definitiva a
este bloque, desactivándose así una nueva y peligrosa bipolaridad, o su alineamiento con los
enemigos de Occidente en la recreación de un nuevo bloque. China busca un equilibrio —
insostenible a largo plazo— entre su adscripción a Occidente en lo económico y su autarquía en
todo lo demás. Y el bloque islámico sueña con su propia cohesión y con asegurarse una
“extraglobalidad” suficiente para mantener intacto su marco religioso-cultural, pero despierta
cada mañana.
Guste o no, la situación a fecha de hoy es que el abrupto final de la bipolaridad soviéticoestadounidense no ha dado lugar a un mundo multipolar en el que compitan diferentes
civilizaciones dotadas de cuerpos ideológicos y culturales propios, asumidos y antagónicos, sino
que ha herido —tal vez de muerte— esa posibilidad y ha asentado una unipolaridad que
burdamente se adjudica a Washington y que en realidad compete al conjunto del mundo
occidental, ya que una de sus consecuencias ha sido una mayor horizontalidad en el seno de
este grupo (al desaparecer la amenaza ideológica y militar que obligaba a ampararse
incondicionalmente en el liderazgo norteamericano). Esa unipolaridad, en apenas una década —
pero una década que ha coincidido con el crucial boom de las comunicaciones— ha dado el tiro
de gracia a la existencia real en nuestra especie de civilizaciones separadas entre sí. Como
mucho, quedan aún los flecos de esas civilizaciones, y la velocidad y la fuerza con la que se
diluyen en algo nuevo, eminentemente occidental, hacen inviable toda estrategia opuesta,
incluso mediante el uso de la represión violenta. En términos históricos, tienen los días
contados la revolución islamista de Irán, el comunismo chino (por no hablar del cubano) y el
autarquismo nacionalista vigente aún en mayor o menor grado en Rusia, Iraq, Libia, Birmania,
Sudán o Korea del Norte (y soñado aún, entre otros, por sectores importantes de la izquierda
latinoamericana o de cierta derecha nacionalista europea). La dilución de estos sistemas de
organización social y política, al liberar al individuo respecto a sus élites locales, contribuye a
su vez a la síntesis de las civilizaciones precedentes en una civilización global humana. Por lo
tanto, si bien es cierto que quedan puntos de fricción aislados —el conflicto de Oriente Medio,
la tensión entre inmigrantes y autóctonos en Europa Occidental, etcétera, (resulta algo
esclarecedor el concepto de “guerras de fractura” de Huntington)—, hablar en la actualidad de
un auténtico choque de civilizaciones es tan atractivo como distorsionador. La idea misma de
choque incluye un matiz de similitud de fuerzas que dista mucho de la realidad, y si se está
produciendo algún choque es el voluntario, por el magnetismo que la nueva civilización global
basada en los valores occidentales ejerce sobre los individuos del resto del planeta, que se
lanzan a ella como las partículas de hierro a un imán cercano.
— 139 —
El auténtico choque
El conflicto es de otra índole, aunque los diversos enemigos de la globalización nos lo
presenten como un choque entre diferentes civilizaciones que haría de aquélla un proceso
forzado contra natura y hasta impracticable. Es un conflicto entre los individuos y el poder
político, religioso y cultural. Este conflicto se da en todo el planeta, pero con una intensidad
cientos de veces superior en las culturas no occidentales. No choca la civilización china ni la
islámica con la occidental —de origen básicamente europeo—, sino que el conflicto se da en el
seno de las dos primeras, y también de la rusa y otras, y es un conflicto cultural entre los
individuos, instintivamente atraídos por lo occidental, y las jerarquías amparadas aún en el
colectivismo y el corporativismo revestidos de los mitos culturales locales y ayudados por las
restricciones religiosas de cada lugar. La preservación de la cultura propia, amenazada por el
perverso Occidente, es el argumento de quienes detentan en esos países el poder para
continuar invadiendo el espacio de libertad individual. La fricción se da en esos países cuando
los individuos rechazan esa preservación forzada y reivindican la evolución hacia los
parámetros culturales occidentales, que se perciben como modernos y generadores de
bienestar y libertad, frente a la tradición local, vista como obsoleta y emprobrecedora.
La gente del mundo no occidental se identifica con su país, su idioma y su literatura, su religión
(relativizada) y su marco ideológico, sus trajes típicos y su gastronomía, y tal vez, a grandes
rasgos, hasta con su sistema político iliberal, pero anhela mucho más el comfort de Occidente,
el bienestar y los avances tecnológicos de Occidente, la liberalidad de costumbres y las
oportunidades individuales de Occidente. Por eso cuando puede huye hacia Occidente o,
cuando menos, importa a su vida elementos de occidentalidad que asustan a los férreos
guardianes de esa ortodoxia cultural tan lucrativa (en dinero y en poder) para quienes se
encuentran en la cúspide de la pirámide social. Por eso, para mantener la cultura local y sus
rígidos y arcaicos códigos de valores y conducta, tan alienantes para el individuo, esos Estados
se ven obligados a aplicar toda suerte de medidas represivas que en Occidente no son
necesarias. El conflicto de esos países, culturas, religiones y regímenes no es con Occidente —
sería entonces una guerra abierta— sino con sus propios ciudadanos.
Tenemos ejemplos a millares de ese conflicto. Los Estados más cerrados del mundo, los más
impermeables a la globalización occidentalizadora, son los más temerosos de los efectos
inmediatos que tendría sobre sus sociedades una mínima flexibilización de su intransigencia.
Tienen muy presente el ejemplo de la Unión Soviética y sus satélites. Si semejante coloso pudo
venirse abajo tras unos pocos años de perestroika y glasnost, qué les sucedería a ellos. Esta es
la reflexión de los Milosevic, Gaddafi y Castro del mundo actual, convencidos de que sólo les
queda la huída hacia adelante y, tal vez, la alianza entre sí y con China y Rusia, alianza que
remotamente podría llegar a concitar, en diversas capas, una aproximación suficiente de
países, “principalmente árabes y asiáticos” (Huntington), como para recuperar algún grado de
bipolaridad y “salvarse” de la apisonadora occidental. Pero es un escenario casi de ciencia
ficción. El bloque socialista se mantenía unido por un completo sistema de valores y por un
sistema económico coherente dentro de su locura, y su colapso se produjo precisamente
cuando ambos sistemas hicieron crisis. La amalgama de “civilizaciones” antioccidentales
tendría una difícil base común. Se trata de culturas y regímenes con valores tan diversos y
marcos políticos y económicos tan dispares que cuesta creer que logren organizarse en un
frente planetario contra la cosmovisión occidental y plasmar su alternativa en el terreno
práctico de las finanzas y la política internacional, especialmente si tenemos en cuenta la
velocidad con la que habrían de hacerlo, la resistencia, a veces muy considerable, de sus
propios individuos y la pujanza sin precedentes históricos de la civilización occidental-global,
que ya comienza a permear hasta las sociedades más aisladas. Esa pujanza convierte en
imprescindibles las relaciones económicas de cada uno de los territorios no occidentales con
Occidente, y hace aún más remota la posibilidad de organizar un marco de intereses
alternativo. Si la autarquía nacional era casi inviable hace veinte o treinta años, hoy ni siquiera
es posible la regional o la de un eventual bloque integrado por decenas de países unidos por un
— 140 —
modelo de futuro alternativo al occidental-global. Simplemente, las cuentas no salen y el
desnivel de ese bloque respecto a Occidente sería mucho mayor que el que existía entre los dos
grandes bloques de la Guerra Fría, que fue una de las causas principales del desmoronamiento
del bloque soviético, hace ya una década.
La tesis principal de Huntington es que los conflictos del futuro estarán más determinados por
los factores culturales que por los económicos o ideológicos, y de ahí deriva toda su visión —
que tanto ha asustado a muchos— de un mundo pluripolar dividido en las civilizaciones árabe,
china y occidental, sin descartar el papel global de países como Rusia, India o Turquía. Pero
ese mundo de nuevas “placas tectónicas” es inviable (y ni siquiera lo expuso él con semejante
crudeza, sino quienes han aprovechado sus tesis para cuestionar la globalización). En realidad,
Huntington tiene razón al decir que los conflictos del mañana serán culturales. Meramente
culturales, añadiría yo, ya que los conflictos ideológicos y económicos han quedado superados
por muchas décadas con el derrumbe del bloque socialista y la vertiginosa occidentalización del
mundo, y no se vislumbran en el horizonte sistemas teóricos en economía ni construcciones
ideológicas que puedan siquiera plantear conflicto alguno al esquema democrático-capitalista
vencedor de la Guerra Fría. E incluso esos conflictos culturales irán perdiendo vigor e
importancia al homogeneizarse cada vez más aspectos de la vida cotidiana de las personas en
todo el mundo en torno a unos valores, pautas y parámetros comunes.
La supremacía de Occidente
Así pues, no chocan las civilizaciones sino que emerge arrolladora una nueva civilización global
nucleada en torno a los valores occidentales, y que se caracteriza por atraer con fuerza a los
individuos tanto de su propio territorio como de los demás, produciendo, eso sí, un choque
entre éstos últimos y sus respectivos sistemas políticos y religiosos. Esa civilización global es
cada día, cada segundo, más real y tangible. A cada momento que pasa, el nuevo orden global
se implanta un poco más a expensas de los viejos órdenes locales y regionales. No es nada
nuevo. A lo largo de la Historia humana las civilizaciones se han ido imponiendo unas a otras.
Su capacidad de crear bienestar, su tecnología o su fuerza militar las han encumbrado. El
surgimiento de otras mejor dotadas u organizadas las ha relegado y, eventualmente, las ha
hecho desaparecer. Más que chocar unas con otras, lo que generalmente ha sucedido es que los
días de gloria de unas han sido a la vez causa y consecuencia de la decadencia de otras, como
si estuviera vigente una especie de ley universal de compensación (concepto éste que no es
precisamente occidental).
La nueva —y futura— civilización global-occidental avanza más convenciendo que venciendo.
Son millones de asiáticos los que han optado por vestirse con traje y corbata; no les ha
obligado nadie. Son millones de africanos los que, al término del colonialismo, han optado por
mantener en vigor los idiomas coloniales; no se les han impuesto desde Europa. Son millones de
indígenas en todo el mundo los que a diario, sorprendiendo a las bienintencionadas ONG que
quieren “protegerlos” de lo occidental, reivindican precisamente su derecho a las comodidades
y avances de Occidente. Son millones de chinos los que encuentran en la nueva economía
pseudocapitalista un respiro y un incentivo para trabajar y crear, y empiezan a cuestionarse un
sistema político que no les da en los demás aspectos de la vida las mismas libertades. Son
millones de iraníes y cubanos los que fabrican con cuatro alambres antenas parabólicas para
ver la CNN, arriesgando sus vidas por tener al menos una ventana al deseado Occidente que sus
regímenes les niegan. Son, en definitiva, los ciudadanos del mundo, de todo el mundo, quienes
están propiciando el ansiado advenimiento de una civilización global que sin duda tiene un
fortísimo componente occidental, pero que lo supera y refunda en una cultura nueva de
alcance planetario.
A Occidente le toca no tomarse con vanidad este proceso y superar su etnocentrismo con altura
de miras, porque la sociedad global no va a ser occidental sino universal, y lo que tendrá de
occidental no serán necesariamente sus gestores, sino simplemente el cúmulo de valores que
han llevado a Occidente a la supremacía económica y sociopolítica: la libertad de mercado, los
— 141 —
derechos civiles, la separación de poderes, la movilidad social y la posibilidad de que las
personas opten constantemente en sus vidas (lo que constituye un sistema de progreso social
mucho más eficaz y veloz que la planificación de un rey, un dios o un Estado). En El choque de
civilizaciones de Huntington, el catedrático estadounidense reclamaba, para asegurar la paz
global, un orden mundial basado en las civilizaciones. Es una conclusión viable desde la óptica
de la Guerra Fría y desde el temor a su reaparición, pero este mundo de compartimentos
estancos parte de una hoy ineficaz visión organicista de la política y aun de la geopolítica:
¿quiénes serían los representantes de cada “civilización” en un orden así, y cuáles los
mecanismos de control, o debemos legitimar y considerar en pie de igualdad a los sistemas
políticos y sociales que oprimen la individualidad de sus súbditos, cuando éstos nos están
pidiendo a gritos que les liberemos de tan arcaicos yugos? El orden correcto para evitar toda
potencialidad de una guerra global es un orden basado en los individuos humanos, en los
derechos y anhelos de los ciudadanos del mundo que configuran de forma directa la sociedad
global, a despecho de los viejos Estados, naciones y civilizaciones y del peso de cada cultura
local y de los misticismos heredados de las generaciones precedentes. No se trata de tirar a la
basura el acervo cultural de cada comunidad, ni mucho menos, ni de condenar a las personas a
una alienadora uniformidad (al contrario, caminamos hacia la mayor pluralidad social y cultural
de la Historia); se trata de relativizar, privatizar e individualizar esas raíces y hacerlas
compatibles con el nuevo mundo que surge. Y de hecho no hay que “hacerlo”, ni menos aún
imponerlo: es lo que va ocurriendo de forma natural, porque es lo que reclama de manera
consciente o no la población de la Tierra, los integrantes de una civilización global llamada
Humanidad cuya espina dorsal es lo que antes, en la pre-postmodernidad (con perdón)
denominábamos Occidente. Un Occidente condenado a morir como tal en el parto de esa
fascinante civilización global que le sucederá.
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Los cuerpos diplomáticos
Perfiles del siglo XXI, junio de 2000
En la era de las comunicaciones, poca o nula es la necesidad de mantener cientos de
costosas embajadas llenas de funcionarios especializados en el arte de organizar
recepciones.
La palabra “diplomático” evoca elegantes recepciones, impecables trajes de etiqueta y toda
suerte de bandas de colores, condecoraciones de museo, privilegios e inmunidades diversas,
banderines en los cochazos con matrícula especial, gente refinada que se encuentra en la
ópera y es capaz de hablarse durante horas en cualquier idioma sin decir nada importante.
Nuestros más caros funcionarios, que nos cuestan un ojo de la cara, cumplen hoy en día, en el
noventa por ciento de los casos, un papel francamente prescindible. Sólo el peso de la inercia y
el férreo corporativismo de la carrera explican la injustificable continuidad en cualquier
remota capital de cientos de embajadas y otras misiones, muchas de ellas de países pobres que
hacen un esfuerzo digno de mejor causa para guardar unas apariencias que de todas formas
nadie les cree. Imagine que cada país tuviera embajada abierta en cada capital y una media de
un consulado más, y que cada una de estas oficinas tuviera como media cuatro empleados. El
resultado: más de trescientos mil smokings. Por supuesto, la cifra real es muy inferior,
aproximadamente un tercio, ya que muchos pequeños países apenas tienen unas cuantas
legaciones abiertas. Pero persiste la pregunta incómoda —para estos funcionarios— de qué
utilidad puede tener para Uruguay, Costa Rica o Perú tener en Sofía, Katmandú o Nairobi un
primer secretario o un agregado de quiénsabequé, o al mismísimo señor embajador en su lujosa
mansión. ¿No hay teléfonos? ¿No hay Internet? ¿No se pasan el día viajando los ministros de
relaciones exteriores?
Es probable que la embajada de Francia en Londres, la de Argentina en Santiago o la de
cualquier país latinoamericano en Washington o Bruselas, sean justificables —reduciéndolas
considerablemente—, y también resulta todavía útil la función consular, ya que atiende
directamente trámites y problemas de los ciudadanos (y sin embargo se suele marginar en
dinero y status a los cónsules, que son los únicos que de verdad hacen algo útil en una
embajada). Pero el elevado gasto inmobiliario y suntuario, el exceso de personal —o,
realmente, el exceso de funciones superfluas— la globalización y la revolución de las
comunicaciones hacen como mínimo cuestionable la conveniencia de mantener esta forma de
presencia exterior. El funcionario responsable de las relaciones de un Estado con otro podría
vivir en su casa y trabajar en el ministerio, viajando de vez en cuando al país o zona objeto de
su trabajo. Hoy en día, cuando de verdad “pasa algo” entre dos países, son los altos
funcionarios de los respectivos ministerios los que hablan por videoconferencia y si es necesario
se reúnen, y los embajadores no pintan mucho en todo esto. Cada vez más, son intelectuales
próximos al poder o veteranos diplomáticos de carrera a los que se envía al otro extremo del
mundo simplemente para hacer un papel de meras relaciones públicas, de simple
representación en eventos varios. Las relaciones internacionales cada vez competen menos a
los poderes ejecutivos que nombran embajadores, y cada vez se ejercen de forma más directa
por parte de los ciudadanos, sus empresas y ONG, las universidades y los gobiernos
infraestatales (cada día hay más oficinas pseudodiplomáticas de representación de regiones,
provincias y hasta municipios en las grandes capitales y centros de poder, muchas veces
costeadas por las empresas interesadas en tener un lobby permanente en esos lugares). Y en
cuanto a la asistencia consular, es de sentido común agruparla en oficinas comunes de la Unión
Europea, Mercosur y demás alianzas regionales.
La diplomacia está siendo sustituida por la política directa de capital a capital, y las embajadas
van quedando relegadas a organizadoras de recepciones en los respectivos días nacionales, que
ya casi ocupan el año entero, compitiendo por las atenciones brindadas por cada una a los
funcionarios de las demás. Y mientras los cuerpos diplomáticos se llenan de canapés, el Cuerpo
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Diplomático languidece en su belle époque, en su 1880, en su novela de Scott Fitzgerald... ¿Por
cuánto tiempo más?
— 144 —
Revisemos el contrato social
Diario Prensa Libre (Guatemala), 16-06-2000
Las sociedades más avanzadas del planeta basan su convivencia en un concepto que significó un
avance radical en los derechos de las personas y aportó prosperidad y riqueza, pero que hoy
podría estar agotado por su abuso. Ese concepto era el contrato social entre gobernantes y
gobernados. Su objetivo era muy noble: obligar al poder político a someterse a la voluntad de
los ciudadanos. Cuando se promulgó, durante la revolución liberal francesa (1789) la primera
declaración de derechos, ésta se tituló "del Hombre y del Ciudadano, pero siglo y medio
después, el texto que la sucedió en la ONU prefirió emplear el adjetivo “humanos”, y este
matiz que puede parecer intrascendente dice mucho sobre lo que la Humanidad ha perdido (o a
lo que ha renunciado) para alcanzar mayores cotas de bienestar material: parte de la libertad
de los individuos.
La declaración de 1948 contaba ya con más artículos, y muchos de los derechos “humanos” (no
tanto “del humano”, de cada ser humano) implicaban una visión colectivista del concepto
mismo de derecho. El constitucionalismo moderno se encargaría de aplicar al ámbito nacional
lo que la declaración había consagrado a nivel universal. Así, se mezclaron interesadamente las
cosas y se incluyó entre los derechos “humanos” supuestos derechos de ejercicio
necesariamente colectivo que, sutilmente, limitaban algunos de los otros derechos
(individuales) también incluidos. Como no se establecieron jerarquías de derechos ni
prioridades entre los mismos, quedaba a la libre interpretación de cada Estado, sistema o
gobierno primar unos derechos sobre otros. Y quedó tan confusa la situación que se facilitó a
los colectivistas de izquierda y de derecha la reivindicación de derechos colectivos en
detrimento de los individuales.
El contrato social era un pacto que limitaba la acción del poder y aseguraba al ciudadano una
parcela de privacidad y un ámbito personal inviolable, pero la evolución política del concepto,
en plena época de surgimiento del socialismo, ha hecho del contrato social una limitante de los
ciudadanos en beneficio de la masa (o en realidad de quienes la guían, seducen o manipulan).
¿Hay que denunciar el contrato social, hay que romperlo? ¿Habría, ante esa necesidad, alguna
posibilidad de éxito sin destruir lo ya conquistado por el ciudadano, sin provocar revoluciones
ni enfrentamientos sociales? El contrato social iba bien encaminado, y su evolución lógica
habría sido reconocer como parte igual —si no superior— al individuo: pasar de un contrato
entre el Estado y “la gente” a un contrato trilateral entre estos dos elementos y la persona.
“Trilateralizar” el contrato social reconociendo que cada individuo tiene derecho al menos a un
mínimo margen de maniobra en su relación con el poder, y que lo que la masa desea de aquél
puede no coincidir con lo que cada individuo quiere, sería, probablemente, alcanzar el sistema
social más justo y libre de la Historia.
Parafraseando a Marx, habría que decirle a los “individuos del mundo”, no que se unan (ya
sabemos las funestas consecuencias que la unión de muchos de ellos suele tener sobre cada uno
de ellos mismos y de los demás) sino que actúen individualmente, saliendo a la calle y
rompiendo públicamente el contrato actual mediante la insumisión pacífica a las principales
obligaciones impuestas a la persona por ese pacto ajeno, para obligar así a una renegociación
en clave tripartita. De hecho, es lo que poco a poco está ocurriendo, y las consecuencias
podrían ser maravillosas.
— 145 —
La libertad es justa por sí misma
Diario Prensa Libre (Guatemala), 23-06-2000
La izquierda política y determinados sectores de la derecha más confesional han logrado
instalar en la conciencia colectiva de este planeta la noción de que la libertad pura es injusta
porque de ella se derivan resultados distintos dependiendo de la suerte, el mérito, la
inteligencia o la laboriosidad de cada ser humano. A cambio, proponen su noción de justicia, a
la que acompañan con el adjetivo "social", como si la justicia necesitara apellidos. Así han
logrado predisponer a grandes masas de seres humanos contra la libertad, que por un lado
buscan para sí mismos pero por otro entienden nociva para el conjunto de la sociedad, al
menos en dosis altas. De esa triste ética hemos pasado a la estética "políticamente correcta" de
matizar la idea misma de libertad individual con un inmenso "sí pero".
La libertad es una condición necesaria aunque no suficiente para que cada persona alcance la
felicidad a través del bienestar material. La invocación recogida en el texto constitucional
estadounidense al derecho que asiste a todos para perseguir por sus medios la felicidad es,
probablemente, la síntesis más precisa del significado de la libertad y, sobre todo, de su
elevada eticidad. Es una aspiración plenamente vigente en un mundo anclado todavía en los
clichés socialistas o religiosos que maldicen como egoísta e insolidaria esa persecución de la
felicidad personal, que tiene su expresión más corriente en el ánimo de lucro económico.
Quienes condenan el lucro y sermonean sobre las virtudes superiores del altruismo ignoran (o
quieren ignorar) que la persecución del beneficio propio, si se desarrolla por medios honestos,
hace más por la sociedad que cualquier labor desinteresada. Esto se debe a que para
conquistar el lucro las personas deben inventar, crear, emprender, emplear a otros o comerciar
con ellos en beneficio mutuo, y todas estas actividades implican beneficios colaterales a otros
individuos y al conjunto de la sociedad. Esos beneficios colaterales, si se contabilizan, son
generalmente superiores a cualquier acción altruista (es decir, en favor del alter, del otro y no
de uno mismo).
Por lo tanto, resulta más injusta cualquier limitación de la libertad individual, por
bienintencionada que sea, que los desajustes que sin duda se dan también en una situación de
libertad plena. Cuando el Estado se mete a decidir qué o cuánta libertad es "justo" otorgarle a
la gente se revela como un poder opresivo que pervierte la justicia para limitar a su capricho el
derecho natural, superior e inalienable que todas las personas tenemos a la libertad. No hay
que matizarla ni corregirla, ni habría poder en la Tierra capaz de hacerlo adecuadamente: la
libertad en sí misma es justa.
— 146 —
Entrevista a Armando Añel, disidente cubano
Perfiles del siglo XXI, julio de 2000
El joven escritor y periodista independiente cubano aporta a Perfiles su visión sobre la
labor que desempeñan en la isla los reporteros alternativos. Desde la ilegalidad y
jugándose la cárcel cada mañana, Añel y otros muchos informadores cuentan al mundo
que existe otra Cuba, que sí es posible la esperanza y que además, no todos los
periodistas del país son marionetas del régimen comunista.
JP: ¿Cuál es tu experiencia como periodista independiente en Cuba?
AA: En primer lugar, el mero ejercicio de la profesión implica estar fuera de la ley. El Estado
cubano no permite ningún tipo de disidencia y su control sobre la información que llega a los
ciudadanos aspira a ser total. Así pues, la labor del informador alternativo es bien complicada,
al margen del la legalidad y, hasta cierto punto, al margen incluso de la sociedad, ya que ésta
tiene tanto temor al aparato represivo del Estado que resulta a veces difícil sostener con la
gente una relación similar a la que los periodistas de cualquier otro país mantienen con los
ciudadanos. En muchas ocasiones he comprobado como los ciudadanos normales tiene miedo de
hacer declaraciones, de informar a los periodistas independientes sobre lo que ocurre o incluso
de dejarse ver junto a uno de nosotros, por más que puedan ser personas demócratas y
opuestas al régimen. En Cuba el temor es un factor fundamental en la conducta del ciudadano.
Por otro lado, la policía política nos tiene constantemente en jaque: intervención de los
teléfonos, registros, pérdida de empleo, arresto domiciliario ante la inminencia de hechos
noticiables, etcétera. Cada vez que va a haber una actividad de los grupos disidentes, es decir,
de la oposición interna al régimen, lo habitual es que se detenga temporalmente a los
periodistas independientes, para evitar que la noticia se difunda en el país y fuera de la isla.
Hace poco un periodista de Pinar del Río recibió una sentecia de un año y medio de prisión por
repartir juguetes entre los niños pobres de su barrio, acusado de incitar a la desobediencia.
Cabe imaginar, entonces, las penas que aguardan a quienes son procesados por ejercer una
actividad tan elemental —constitutiva de un derecho humano fundamental pero proscrita en
Cuba— como es escribir lo que uno piensa y reportar lo que uno ve.
¿Cómo defines la labor principal que trata de desarrollar el periodista independiente
cubano?
Es una tarea muy diversa. No sólo reportamos los asuntos relacionados con la disidencia
interna, aunque tratamos de darlos a conocer porque somos conscientes de que nuestra voz es
la única que informará sobre ellos. También procuramos informar sobre las grandes cuestiones
sociales del momento, desde la particular visión de cada uno de nosotros, que puede coincidir
o no con la de los medios oficiales y con la de cada uno de los otros colegas independientes.
Tratamos de divulgar la verdad de lo que ocurre en Cuba, pero el gobierno pone cuantos
obstáculos están a su alcance para evitar que los ciudadanos tengan acceso a nuestra
información. El periodismo independiente muchas veces tiene un efecto de carambola: nuestra
información sale del país, es reproducida en medios del exilio y llega a la población cubana a
través de la mejor o peor que cada uno de esos medios tiene, en cada momento, en el país. No
creo que nuestra información alcance ni al uno por ciento de la población de la isla, por
desgracia. Pero creemos que también es importante informar a la diáspora cubana, y lo
hacemos a través de varias agencias cubanas que publican en Internet desde Miami. Un último
dato de importancia sobre los periodistas independientes es la gran variedad de puntos de
vista, corrientes de pensamiento y tendencias políticas que se dan entre ellos y, al mismo
tiempo, la decisión muy mayoritaria de no militar, en cambio, en ninguno de los partidos
políticos clandestinos ni tomar posición en favor de una u otra tendencia, precisamente para
evitar el cuestionamiento de la característica que más apreciamos —sobre todo en
contraposición con los medios oficiales—, que es nuestra independencia profesional y personal.
Sin embargo el régimen nos mete a todos en el mismo saco. El periodista independiente trata
de mantener una posición de observador, intenta ser neutral dentro de lo posible, pero para el
régimen somos simplemente traidores y agentes al servicio de una potencia extranjera. Está
— 147 —
expresamente prohibido —en virtud de la llamada “ley mordaza”— la emisión y recepción de
informaciones relacionadas con una amplísima lista de asuntos que se considera vitales para la
seguridad nacional, y que incluyen prácticamente todo lo imaginable.
¿Han intentado detenerte?
Sufrí un intento de arresto domiciliario pero ese día no estaba en casa. Preveía que iban a
detenerme y pasé la noche fuera. Los periodistas llegaron de madrugada a buscarme y mi
familia les dijo que no estaba. No les creyeron y montaron guardia delante de la casa hasta el
medio día, cuando había terminado el hecho del que yo iba a reportar.
¿Crees que la comunidad internacional responde correctamente a las informaciones que
emiten desde Cuba los periodistas independientes?
Creo que desgraciadamente el régimen ha logrado transmitir la idea de que el exilio cubano es
el malo de la película y de que nosotros, tanto los periodistas independientes como los
disidentes políticos de la isla, no somos más que un apéndice de Miami. Lo cierto es que
publicamos esencialmente en los medios del exilio de Miami, entre otras cosas porque son el
principal cauce a través del cual podemos difundir nuestra información. Pero por alguna razón,
que desde Cuba no alcanzamos a comprender, el mundo parece haber dado la espalda a los
demócratas cubanos. Hay demasiado mito, pero un mito bien construido, en torno al dictador y
a su supuesta revolución. El propio caso de Elián González demuestra cuán parcializada está la
visión exterior del régimen: en Cuba hay cientos de niños separados de su padre o de su madre
por decisión política del régimen, que sistemáticamente retira la tutela a aquel progenitor que
menor confianza política le merece, por encima de los criterios normales. Y sin embargo el
régimen ha sido capaz de construir toda una película en torno a Elián González y ha conseguido
que la mayoría de la opinión pública, incluso la estadounidense, le dé la razón. La inteligencia
y la capacidad propagandística del régimen son por desgracia muy considerables.
¿Cómo se percibe desde Cuba al exilio de Miami y al resto de la diáspora?
No se puede generalizar, pero el exilio cubano tiene generalmente una imagen radical, en
parte por su propia mala gestión de sus relaciones públicas y en parte por la propaganda del
régimen y de sus aliados en la izquierda europea e internacional. Hay ciertos sectores
realmente radicales del exilio cubano que, pese a tener razón y a ser justificables sus opiniones
y aun sus acciones, no siempre han actuado con la frialdad y el sentido común que mejor
habrían servido a la causa de la democracia en Cuba. No hay que olvidar que estamos
enfrentándonos a un dictador taimado y con muchos recursos como actor. Castro es un maestro
de la intriga y, por desgracia, es un comunicador muy eficaz. Lo más inteligente es combatirle
con el máximo de diplomacia y sutileza, con una buena acción de lobby y con racionalidad, no
con alardes ni con actos puramente emotivos.
Si tuvieras la oportunidad periodística de entrevistar a Castro, ¿qué es lo primero que le
preguntarías?
Daría igual porque él no contesta ninguna pregunta que no le interese responder, y estoy
seguro de que mi pregunta le resultaría demasiado incómoda.
¿Qué hay de realidad en esas grandes “realizaciones” de la revolución cubana, que tanto
vende en América Latina y Europa la izquierda más dura como modelo a seguir?
En cuanto a la educación, es cierto que el régimen ha hecho un importante esfuerzo educativo,
pero son intolerables las condiciones de ausencia de libertad en las que se ejerce la labor
docente y en las que se recibe la formación. La educación, ya desde la enseñanza primaria, es
el ámbito prioritario de endoctrinamiento político del régimen y de selección y cooptación de
los alumnos más capaces, que sistemáticamente sufren un bombardeo ideológico y a quienes de
facto se obliga a formar parte de las juventudes comunistas y de otras organizaciones “de
base”. Además, aunque el régimen dé en algunos casos una buena formación técnica, al salir
de las universidades no puede uno buscar empleo libremente sino que se le asigna a un puesto
u otro, a una empresa pública u otra, en función de las necesidades del sistema, y a veces se
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utiliza las mejores condiciones de vida que da un determinado puesto para premiar, no a los
estudiantes más aventajados, sino a aquellos que más han internalizado la doctrina comunista.
En cuanto a la sanidad, los niveles de higiene son desoladores y los hospitales dan tanto miedo
como asco por sus condiciones, y las medicinas escasean y son mercancía principalísima en el
inmenso mercado negro que ha aflorado en la isla. La mejor si no la única manera de conseguir
las medicinas más necesarias es mediante la corrupción. No es infrecuente encontrar en la
compraventa clandestina de medicamentos productos donados por las bienintencionadas ONG
europeas que creen estar ayudando al pueblo cubano. Castro se ha dedicado a formar miles y
miles de médicos que ahora sobran, que no han recibido un reciclaje oportuno y se han
quedado desfasados y que terminan trabajando en otras cosas.
¿Cómo ves la evolución del régimen, si es que puede hablarse de tal cosa?
El régimen cubano ha tenido mucha suerte. Le han servido en bandeja de plata muchas cosas, y
no es la menor de ellas la forma repentina en que se produjo la caída del comunismo en Europa
oriental, lo que le dio tiempo para asimilar los problemas allí ocurridos y poner parches a sus
propias grietas. Castro también ha tenido la suerte de caer bien a la izquierda, incluso a la
moderada, de Europa y América Latina, lo que le ha ayudado a paliar o anular el bloqueo
estadounidense. Y además ha tenido la suerte, provocada por él mismo, de gobernar a una
población apática y harta, a la que ya casi le da igual qué pase porque no confía en recuperar
las riendas de su destino. El sistema económico es autodestructivo, y sólo subsistía gracias al
subsidio soviético. Terminado éste, el régimen vive hoy sólo de dos grandes fuentes de ingreso:
el turismo y las remesas que envían los exiliados a sus familiares en la isla.
Por las grandes manifestaciones populares que vemos en la televisión, se diría que el
régimen cuenta con un apoyo social considerable.
Pero en la mayor parte de los casos no se trata de un ejercicio libre del derecho de
manifestación. Gran parte de los presentes son estudiantes —sometidos a una evaluación
política que es tan determinante de su destino como la académica— o vecinos llevados por el
Comité de Defensa de la Revolución (CDR) de su barrio. En cuanto a los estudiantes, la
presencia en estos actos de masas cuenta como asistencia a clase, y se pasa lista. Algo similar
ocurre en las empresas. Los CDR, presentes en cada cuadra de cada ciudad, ejercen sobre los
individuos una presión y una vigilancia avasalladoras, y la mayor parte de los cubanos opta por
obedecer dócilmente. Negarse a participar en los actos políticos convocados es significarse
como disidente, con todas las consecuencias que ello implica, y que pueden resumirse en la
muerte civil de la persona, que pasa a convertirse en un paria. A la gente no le gusta verse
constantemente señalada con el dedo y excluida de las conversaciones y planes de sus vecinos
y hasta de sus familiares, ni ser objeto de constantes insultos y amenazas, ni sencillamente ser
el “raro”, el “distinto” del lugar. Así que participa en lo que le digan.
Y ante todo esto, ¿cuál es la esperanza del cubano?
La única esperanza del cubano, sobre todo del joven, es salir del país. La gente menos formada
se va en cualquier cosa capaz de navegar hasta la Florida, y la gente con alto nivel de estudios
espera la oportunidad de hacer un postgrado fuera y no regresar. Un amigo mío, de quien todos
en su círculo más íntimo sabíamos que detestaba el régimen comunista, pasó tres años como
jefe del núcleo del partido en su centro de estudios, incluso organizando actos de masas y
ofreciendo una imagen de comunista convencido, sólo para conseguir que el sistema confiara
en él y le permitiera hacer un postgrado en Europa, del cual por supuesto no regresó. Pero se
encargó de dejarnos clara su verdadera ideología a unos pocos antes de salir. Esta es la
espantosa doble moral a la que uno está condenado en Cuba si no opta por romper
públicamente con el régimen.
El decoro necesario
(recuadro adjunto a la entrevista)
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El joven escritor y periodista independiente cubano aporta a Perfiles su visión sobre la labor
que desempeñan en la isla los reporteros alternativos. Desde la ilegalidad y jugándose la cárcel
cada mañana, Añel y otros muchos informadores cuentan al mundo que existe otra Cuba, que sí
es posible la esperanza y que además, no todos los periodistas del país son marionetas del
régimen comunista.
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Europa versus Glbalización
Perfiles del siglo XXI, julio de 2000
Europa no puede seguir construyendo su futuro en base a los parámetros diseñados en los
años cuarenta y cincuenta por los fundadores de la Unión. La globalización obliga a
replantear la Europa-fortaleza y abrir el Viejo Continente al mundo.
Al término de la Segunda Guerra Mundial, el sueño de una Europa unida pasó de ser un anhelo
irrealizable a convertirse en una necesidad. Aterrorizados ante la remota posibilidad de una
nueva conflagración y conscientes de que la devastación del continente era imposible de
superar con esfuerzos aislados, aquellos europeos felizmente situados al Norte de los Pirineos y
al Oeste del “Telón de Acero” se dieron a la tarea de edificar una Europa pacífica y próspera
mediante la paulatina eliminación de las barreras comerciales, políticas y de tránsito entre los
diversos Estados. La lógica de la construcción europea apuntaba hacia un futuro a largo plazo
en el que el continente entero se habría transformado en una suerte de “Estados Unidos
Europeos”. En las últimas dos décadas, las sucesivas incorporaciones de Grecia y los Estados
ibéricos, y después de Austria, Suecia y Finlandia hasta completar la actual Europa “de los
Quince” auguraban el buen término del sueño europeo, al que contribuían numerosos avances
en la “globalización a pequeña escala”, dentro de los límites de la Unión. Uno de estos avances
ha tenido especial significado para el ciudadano de a pie: la casi total eliminación de los
controles fronterizos y aduaneros entre parte de los países de la UE (los signatarios del tratado
de libre tránsito que lleva el nombre de la pequeña villa luxemburguesa de Schengen). Otro de
esos avances será importantísimo y tan sólo se ve oscurecido por la pésima gestión de que
adolece: la introducción de una moneda común. Así pues, todo parecía indicar hasta hace muy
poco que la visión de los padres fundadores de la UE estaba a punto de hacerse realidad.
Sin embargo, un fenómeno de proporciones históricas y de alcance universal hace necesario
replantearse en nuestros días lo acertado o no del camino que hemos emprendido los europeos,
su factibilidad ante las nuevas reglas del juego internacional y, en su caso, las correcciones que
serán necesarias en el rumbo de la nave europea para evitar su deriva y su eventual naufragio.
Ese fenómeno es la globalización, de la que Europa fue tímida precursora pero de la cual puede
ahora quedar rezagada.
Por una parte, la globalización abunda en la necesidad de unificar más aún las economías de
los países miembros de la UE, superando a ritmo de vértigo los cientos o miles de excepciones y
periodos de transición que aún existen en su seno. Por otro lado, la globalización exige de
Europa una verdadera y urgente apertura incondicional al resto del mundo, lo que crea nuevas
oportunidades pero asusta a los políticos y a muchos grupos de interés colectivistas que
perciben tal apertura, y no sin razón, como una amenaza al modelo de economía intervenida y
de política social estatalizada que durante décadas ha formado parte del consenso ideológico
continental.
Lo que evidencia la globalización, apoyada en la “nueva economía” de la información y las
comunicaciones, es que las alianzas regionales ya no son suficientes. Si los fundadores de la UE
tuvieron el buen sentido de comprender que las autarquías nacionales ya no eran posibles en
los años cuarenta y cincuenta, nuestros actuales mandatarios, en Bruselas y en las otras
catorce capitales, deberían ser capaces de reconocer que hoy tampoco es viable la autarquía
de nuestro pequeño continente en el marco de un planeta que crece a un ritmo frenético.
América Latina, que es la mejor prueba del rezago europeo, bien podría superar en bienestar y
progreso económico al Viejo Continente en no más de tres décadas, si se mantienen constantes
su vigor y nuestra indolencia.
El europeo tiende a considerar su sistema sociopolítico como el más avanzado y justo del
planeta, frente al “capitalismo salvaje” de los Estados Unidos y la pobreza del resto del
mundo. Esa fatal arrogancia funcionó durante la Guerra Fría. La Europa occidental basada en lo
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que Dahrendorf denominó “el consenso socialdemócrata” creía ser una alternativa al
totalitarismo de nuestros vecinos del Este y al “ultraliberalismo” que, enormemente
distorsionado, se percibía al otro lado del Atlántico. Europa lleva demasiado tiempo
permitiéndose dar al mundo lecciones de humanitarismo, de solidaridad, de bienestar social,
de cómo organizar la democracia. El mundo ya no compra ese mensaje. Lo rechaza y le dice a
Bruselas que se deje de cuentos y que acepte el reto de la globalización. Hoy los europeos
empiezan a comprender que su lento —lentísimo— proceso de globalización regional se ha visto
de pronto superado por una globalización mundial mucho más acelerada y pragmática. Y
entonces, ¿qué hacemos? Hemos estado construyendo una Europa-fortaleza con la ingenua
intención de crear dentro una especie de remanso de paz y desarrollo frente a un mundo
exterior que entendíamos salvaje e inhumano. Pues bien, los muros que hemos alzado ya no
son impermeables frente a la inmigración ni frente a los productos y servicios exteriores, y no
hay nada que hacer al respecto. Y además el mundo exterior ha cambiado mucho y para bien.
Las voces de derecha y de izquierda que exigen fortalecer aún más esos muros nos instan al
suicidio colectivo.
Empieza a no estar tan claro que la mejor opción para un país europeo sea pertenecer a este
club, a menos que sus reglas de juego cambien sustancialmente y deje de ser tan sectario
respecto al resto del mundo. Algunos países de Europa oriental que llaman desesperadamente a
las puertas blindadas de la UE harían mejor en integrarse directamente a la economía mundial
y emprender una revolución “a la neozelandesa” que sin duda les colocaría a corto plazo en
una situación inmejorable para entrar donde sí les interesa de verdad: en la EFTA, en la OCDE y
en la nueva OTAN. Y los que estamos dentro tenemos dos opciones: o exigimos de Bruselas un
giro de muchos grados en el timón de la nave o tal vez sería mejor abandonarla antes de que la
colisión sea inminente. A veces no se comprende en el continente la reticente posición
británica, pero ahí están resultados como la impresionante subida sostenida de la libra
esterlina frente a un euro pésimamente gestionado por los eurócratas bruselenses y cuya
debilidad empieza a angustiar al ciudadano común de la Eurozona.
Hoy, quienes siempre hemos sido europeístas y hemos abogado por pisar el acelerador de la
construcción europea, tenemos que ser capaces de comprender que no podemos seguir
construyendo la misma casa, ajenos a lo que pasa en el resto de la ciudad. Europa debe
abrirse. La elección no puede ser entre más Europa o más mundo, entre Europa y la
globalización. Y en último extremo, si ésa termina por ser la disyuntiva, habrá que elegir la
total apertura al mundo globalizado.
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Sectas destructivas: la destrucción del individuo
Perfiles del siglo XXI, julio de 2000
En la época de mayor libertad y bienestar de las personas individuales, muchas de ellas
caen fácilmente en las garras de las sectas destructivas, que las esclavizan y
despersonalizan con técnicas psicológicas espeluznantes. Algo falla en el modelo de
sociedad occidental: hemos alcanzado o estamos alcanzando la libertad, pero parece que
hemos olvidado preparar a los ciudadanos para vivir en ella.
La dinámica social que se ha desarrollado en Occidente a lo largo del último siglo ha sido muy
positiva para la gran mayoría de los individuos. Junto a la importantísima liberación y
equiparación sociojuríduca de la mujer, se han dado procesos de gran impacto como la
reducción del núcleo familiar a los integrantes de la pareja y los descendientes directos, la
revolución sexual, la más temprana y radical emancipación personal del joven (pese,
paradójicamente, a continuar en algunos países habitando físicamente en la casa de los padres
por motivos todavía no suficientemente estudiados) y otros cambios que han ido configurando
unas sociedades donde se han diluído casi por entero las complejas estructuras jerárquicas del
pasado y se ha alcanzado un grado considerable de horizontalidad y movilidad en las relaciones
sociales. En términos generales, el proceso de “destrucción creativa” que ha dado lugar a las
sociedades occidentales presentes ha sido positivo para el individuo humano, por cuanto le ha
conferido un espacio de actuación y unas cotas de poder sobre sí mismo jamás soñadas. Si ya
en 1930 Ortega y Gasset se maravillaba en La rebelión de las masas por los estándares de
libertad y de satisfacción material alcanzados por el “hombre medio”, hoy no daría crédito al
contemplar al ciudadano común de Occidente.
Una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo es resolver la incógnita de por qué estos
niveles de libertad y autosuficiencia personales, masivamente usados por todos e
inconscientemente sometidos a presiones de toda la sociedad para su incremento (y
reclamados desesperadamente por las personas que viven en sociedades no occidentales, con
independencia de su bienestar material) generan sin embargo el desprecio y el rechazo,
muchas veces ostentoso, de sectores organizados de la sociedad que apelan al sentimiento de
una considerable minoría insatisfecha con la situación descrita (y no por verse excluída, sino
“desde dentro”). Nunca antes un horizonte de posibilidades individuales tan inabarcable había
provocado un repudio tan feroz por parte de una heterogénea coalición de fuerzas opuestas a
este presente y al modelo de futuro que presienten. La desazón de estos segmentos sociales y
su permanente e implacable abominación de la clase de sociedad que estamos construyendo,
pese a reconocerla a regañadientes como la más avanzada de la Historia, tiene efectos muy
diversos sobre la población. Por un lado, de ese sentimiento se ha derivado el auge de la
solidaridad privada a través del movimiento de organizaciones no gubernamentales, como
forma constructiva de rechazo que, en el fondo, demuestra que la individualización de la
sociedad es perfectamente compatible con los mejores sentimientos humanitarios, y que la
colectivización y la estatalización del hecho solidario, además de ser ineficaces, habían
adormecido los buenos sentimientos que generan ayuda espontánea y voluntaria entre las
personas. Por otro lado, el mismo sentimiento de rechazo sistemático al modelo social
occidental ha dado pie —o al menos ha favorecido— el refuerzo de fenómenos claramente
nocivos para la armonía social y extremadamente peligrosos para los individuos víctimas, como
es el caso de la proliferación de sectas destructivas y la adicción de millones de personas en
todo el mundo a estas organizaciones.
Sectas destructivas
A lo largo de la historia siempre ha habido sectas, y, pese a sus connotaciones negativas, la
palabra “secta” sólo implica, etimológicamente, la existencia de un grupo de seguidores de una
idea o persona. Una segunda acepción, la que considera a la secta específicamente como grupo
que se escinde de otro mayor, tampoco confiere a estas organizaciones un carácter pernicioso.
Unirse con otros para seguir un conjunto de ideas o el pensamiento de una determinada
— 153 —
persona, aun cuando ello implique abandonar un grupo de origen más amplio, es algo
perfectamente legítimo. Más aún, a lo largo de la Historia nuestra especie ha ido progresando
gracias, entre otros factores, a la capacidad de escisión, de ruptura y de refundación de
individuos y grupos de toda índole, tanto en el terreno espiritual como en cualquier otro. De
hecho, cuando en el contexto del fenómeno que nos ocupa se emplea la palabra “secta”, con
frecuencia se corre el riesgo de ser malinterpretados como intolerantes que no admiten el
derecho inalienable de otros a escoger un camino alternativo y minoritario, rompiendo con las
organizaciones mayoritarias o las costumbres más extendidas. Mucho más adecuado sería
referirse a las entidades de las que trata este artículo como “organizaciones psicodestructivas”
o “psicoadictivas”, si bien esta etiqueta tan sólo haría referencia a uno de los aspectos nocivos
de estas estructuras: el estrictamente individual y psicológico. Por ello el término más
frecuente es el de “sectas destructivas”, ideado en 1982 por el escritor catalán Pepe
Rodríguez, considerado como uno de los mayores expertos mundiales en este fenómeno y autor
de numerosos libros sobre la materia. La categorización como “sectas destructivas” (que hoy es
el término más empleado a nivel mundial, con la traducción literal al francés y la traslación al
inglés como “harmful cults”) disipa —o debería disipar— cualquier duda sobre el carácter de las
organizaciones a las que vamos a referirnos, quedando claro que se las desea combatir por su
carácter pernicioso para el individuo (en varias dimensiones) y para la sociedad, no por el
hecho legítimo de ser “sectas”.
Se considera como sectas destructivas a un amplio abanico de organizaciones de toda índole.
La mayoría de ellas tienen la apariencia externa de sectas, es decir, de escisiones de una
organización religiosa mayor. Por eso el nombre se ha extendido a grupos nocivos de toda
clase, muchos de los cuales presentan formas externas tan diversas y tan ajenas al nombre
original como centros de rehabilitación de toxicómanos, organizaciones ufológicas,
asociaciones filosóficas, cursos de artes marciales, yoga o meditación, supuestas logias
masónicas y órdenes secretas u ocultistas y hasta extraños partidos políticos sin intereses
electorales pero empleados como gancho de captación. Lo que todas tienen en común es el
empleo de técnicas psicológicas para condicionar la voluntad de sus adeptos, llegando a anular
por completo su capacidad crítica para “trasvencer” en lugar de convencer a estas personas.
Las sectas destructivas llegan a generar una adicción psicológica comparable a la de las drogas
y provocan una sumisión tal del individuo que resulta después fácil hacer que éste, de forma
acrítica y con la consciencia alterada, realice cuantos actos legales o no convengan a los
dirigentes de la organización.
Las sectas destructivas casi invariablemente responden a una estructura en la que un líder
carismático, que frecuentemente se cree su papel, ejerce una atracción natural suficiente.
Este gurú está en la cúspide de la jerarquía sólo de forma aparente, pues quienes de verdad
gobiernan la organización son las personas situadas en el escalafón inmediatamente inferior o
incluso entre bastidores. Debajo de ellos, una compleja estructura piramidal da a los adeptos
la impresión de que hay espacio en la secta para la promoción personal, y generalmente
pasarán por una cadena interminable de niveles y escalafones, sin jamás llegar a posiciones de
responsabilidad real más que en el área del proselitismo. Dependiendo de la clase de
organización, los adeptos serán utilizados para la comisión de delitos o actos terroristas, o
simplemente se les utilizará para cubrir las necesidades de cualquier clase de los dirigentes. En
cualquier caso, la entrega paulatina o total del patrimonio propio y la explotación del adepto
mediante el trabajo “voluntario” en la organización (generalmente produciendo bienes que la
secta vende a través de su conglomerado de empresas) es, junto al desarraigo del nucleo
familiar, de la pareja y de las amistades anteriores, un elemento común a la mayoría de estas
organizaciones.
Factores de riesgo
Una definición muy extendida en los Estados Unidos afirma que las personas más captables por
una secta destructiva son aquellas que se creen invulnerables a este tipo de organizaciones.
Mucha gente tiende a pensar, erróneamente, que un elevado nivel cultural dificulta la
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captación sectaria. Estas entidades no conquistan a sus adeptos con argumentos racionales,
como cualquier otra organización humana, sino a través de la emotividad. Cualquier persona
culta o no que atraviese un mal momento emocional es susceptible de ser reclutada por
adeptos de una de estas organizaciones. La enorme pluralidad de formas externas hará más
fácil la captación por una u otra secta, dependiendo de los intereses y gustos del individuo en
cuestión, pero el factor determinante de su progresiva aproximación a la organización siempre
será la adicción psicológica y emocional que, por diversos medios, irán generando las personas
encargadas del proselitismo y, a través suyo, las jerarquías superiores y la secta como tal. Hay
adeptos completa e irremediablemente adictos a la secta que hablan cinco idiomas o tienen
tres carreras universitarias, y que desarrollan sin embargo un comportamiento cien por cien
acorde a los intereses e instrucciones de la organización.
La aproximación inicial se hace de muchas maneras, desde la organización de conferencias
sobre temas de interés general hasta el reclutamiento callejero con cualquier excusa (recogida
de firmas, etc.), y desde la impartición, a veces gratuita, de cursos de “superación personal”
hasta la realización “sin compromiso” de tests de personalidad. Tras el bombardeo de
afectividad, cuando la persona ya ha bajado la guardia y confía ciegamente en esas personas
tan encantadoras, en esos nuevos amigos que le aportan un mundo nuevo y mucho mejor que el
real, comienza la sucesión de retiros, convivencias, ashrams o cualquier otro tipo de
experiencias de varios días en lugares alejados de la sociedad. Allí, fuera del entorno social
normal y con la dieta y los horarios de sueño controlados por la organización, se desarrollan
técnicas de persuasión coercitiva (“lavado de cerebro”) que varían en intensidad y efectividad
dependiendo de cada organización, y que en los casos de las sectas destructivas más conocidas
llegan a la total anulación de la voluntad y la capacidad crítica de las víctimas. Esta violación
psíquica, que sustituye el raciocinio por la obediencia ciega e introduce en el subconsciente
elementos de temor al líder y de anulación de los deseos y necesidades personales, es muchas
veces irreversible y, en otros casos, sólo se sale de ella mediante una compleja y larga terapia,
pero siempre dejando secuelas de por vida. En cualquier caso, se calcula que más del noventa
y cinco por ciento de las personas enganchadas por una de las sectas destructivas más
perniciosas no logran salir jamás de ella.
Qué se puede hacer
Desde el punto de vista individual la mejor —si no la única— medida que se puede tomar es
informarse bien antes de ingresar en cualquier organización del tipo que sea, y sobre todo en
las que tienen algo que ver con la espiritualidad. No hace falta caer en actitudes paranoicas
pero no está de más tener en cuenta los rasgos principales de las organizaciones
psicodestructivas, resumidos en un cuadro aparte. Ante la duda, lo mejor que se puede hacer
es contactar con alguna de las asociaciones que combaten este problema. En el caso de que un
hijo u otro familiar sea víctima de una de estas organizaciones, la única solución es ponerse en
manos de las asociaciones mencionadas y actuar con presteza, ya que el problema sólo se
puede resolver sin excesiva dificultad en la etapa previa a la aplicación de las “terapias”
psicológicas más destructivas. En esa fase previa aún se puede someter a la persona a un
razonamiento suficiente y aportarle información, así como presentarle a ex-adeptos que
lograron salir de la organización. En la fase siguiente, cabe decir que en la mayor parte de los
casos, por desgracia, el único remedio posible es sacar a la persona de la organización por la
fuerza y forzarla a someterse a un tratamiento de “desprogramación” (escogiendo muy bien a
los psicólogos y otros asesores, ya que a veces es peor el remedio que la enfermedad). Se han
dado muchos casos de personas que, en un punto concreto del proceso de desprogramación,
“ven la luz” de pronto y “vuelven”, dándose cuenta de golpe de todo lo que han hecho en la
secta (desde casarse o prostituírse hasta robar o matar para la organización).
El problema de este remedio es que, tratándose de adultos, es completamente ilegal. Y para
que un juez incapacite transitoriamente a una persona y dicte un auto de internamiento en una
clínica psiquiátrica al objeto de tratarla, la persona en cuestión tendría que haberse sometido
antes, voluntariamente, a las oportunas pruebas periciales de psiquiatría forense. En este
— 155 —
terreno chocan las lógicas garantías legales que son exigibles a un Estado de Derecho con la
muy particular problemática del sectarismo destructivo, y en ningún país se han articulado
soluciones reales. Además, es frecuente que estas organizaciones se lleven a sus adeptos a
comunas alejadas de la sociedad y estrechamente vigiladas, muchas veces en países en vías de
desarrollo manifiestamente incapaces de velar por los Derechos Humanos de los adeptos, o
suficientemente corruptos como para mirar a otro lado. En una de esas comunidades, en
Guyana, se produjo el espantoso suicidio colectivo de más de mil adeptos del reverendo Jones
en 1978, y la lista interminable continúa con casos similares en Japón, Suiza y América Latina
hasta Waco y, recientemente, Uganda.
Desde el punto de vista social y jurídico no es mucho lo que se puede hacer. Múltiples
comisiones parlamentarias y ministeriales llevan décadas analizando este fenómeno y
declarándose impotentes para resolver el problema. Por otro lado, es tan grande la infiltración
en el Estado de algunas de estas organizaciones —las más conocidas por usted y que no
podemos ni mencionar porque se querellarían de inmediato contra este autor y esta revista—, y
es tal su poder económico (varias de ellas incluso se cuentan entre las cien mayores fortunas
del planeta), que hasta ahora sólo se está procurando poner parches y combatir más los efectos
del problema que el problema en sí.
Libertad religiosa y libertad individual
Es de crucial importancia que se comprenda que la lucha contra las sectas destructivas está
muy lejos del debate sobre la libertad religiosa. No se cuestiona ninguna confesión ni creencia,
ninguna filosofía religiosa ni a ninguna organización humana, por extraña que resulte. Muchas
organizaciones que a priori pueden parecer sectas peligrosas resultan ser tan raras como
inofensivas. Lo que se combate es la sistemática aplicación de técnicas psicológicas destinadas
a someter y manipular a las personas para los fines de organizaciones mafiosas, muchas de ellas
perfectamente identificadas. El problema no es la secta sino el sectarismo inducido por ella en
los adeptos: la sectadependencia y sus consecuencias individuales y sociales. De hecho, la
programación sectaria es entre otras cosas una vulneración del derecho a la libertad religiosa,
de manera similar a como la violación es un atentado a la libertad sexual.
El raciocinio, junto a la autoconsciencia, la propiedad y la soberanía personal son ingredientes
fundamentales de la libertad que nos hace humanos. Sin la libertad individual basada en la
capacidad de razonar y optar, sólo se es humano biológicamente. A un estado así es, en mayor
o menor medida (dependiendo de cada secta destructiva y de las características de cada
individuo), al que quedan reducidas las personas adictas a una organización de este tipo. La
persona “robotizada” actúa de manera aconsciente, acrítica, automatizada. Su pérdida de
dominio sobre sí mismo es una de las más terribles formas de esclavitud del mundo actual, una
esclavitud que ni siquiera es percibida por sus víctimas, por grandes que les resulten los
sufrimientos que de ella se derivan. De la adicción física a las drogas se es consciente y por
tanto se puede intentar salir acudiendo a una clínica de desintoxicación. De la adicción a una
secta destructiva generalmente no se sale, salvo que alguien, a veces infringiendo la ley “le
saque”.
El fenómeno sectario ha crecido tanto, y sus organizaciones multinacionales más peligrosas han
alcanzado tales cotas de poder, que verdaderamente se puede considerar hoy al sectarismo
destructivo como una de las principales amenazas a la libertad individual en todo el mundo. En
realidad, las sectas destructivas son la cara visible de un mal más profundo, la punta de un
iceberg que navega directamente hacia el casco del buque en el que se ha embarcado la
Humanidad postmoderna. La gran paradoja es que en la época de mayor conocimiento técnico
de la Historia, cuando las sociedades más avanzadas por su bienestar material y su libertad
personal se han sacudido la superstición y cuando las creencias y la espiritualidad se han
circunscrito al ámbito privado de cada persona, surjan millones de hombres y mujeres que
quieren menos saber y más creer, que anhelan la vuelta al misticismo (si bien a un misticismo
nuevo y más atractivo que aquel otro tan aburrido que aportaban las religiones convencionales)
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y que necesitan desesperadamente experimentar con su espiritualidad y su conciencia igual
que en los setenta se deseaba experimentar con los psicotrópicos y los alucinógenos. Son
personas psicológicamente huérfanas que navegan de grupo en grupo y a las que es fácil atraer
hacia cualquier comunidad alternativa a la sociedad general, donde no se encuentran a gusto.
Buscan un dios, un padre y una familia, y están dispuestos a pagar con su libertad, sin saber
que más adelante será casi imposible dar marcha atrás. Quienes se aprovechan sin escrúpulos
de esa situación y se enriquecen a costa de la brutal despersonalización de sus seguidores se
cuentan entre los peores criminales de nuestro tiempo.
Contra el fenómeno sectario de poco sirven las medidas a poteriori. Es necesario emprender
campañas de información, mantener observatorios sociales sobre esta problemática —como el
abierto hace un par de años en Bélgica— y, sobre todo, incidir durante la educación primaria y
secundaria en aquellos aspectos cuya dejación facilita la vulnerabilidad a las sectas
destructivas. No basta con darle a las personas más libertad que jamás en el pasado: hay que
prepararlas para vivir esa libertad y vencer el miedo que muchos le tienen (por a su
contraparte de responsabilidad). Hay que ocuparse más en el proceso educativo de los aspectos
emocionales y psicológicos, tan desatendidos, e integrar más a la familia directa en la
educación. Es fundamental “psicologizar” mucho más la educación: no basta con que una vez
por curso se haga a los niños un test o se programe una charla con el psicólogo del centro. Y a
partir de una cierta edad deberían ser partes importantes de la formación de los adolescentes
los conocimientos sobre la propia mente, la emotividad y la afectividad, las relaciones sociales,
familiares y de pareja y una aproximación sana y neutral a la espiritualidad, lejos de los
dogmas religiosos del pasado. Si no, los “efectos secundarios” de nuestra apasionante
civilización —occidental-global, racional-positivista, individualista y libre— seguirán haciendo
de una significativa minoría víctimas idóneas, y las psicomafias seguirán creciendo y
acumulando un poder fáctico que, de no corregirse la tendencia, pudiera llegar a afectar a la
libertad de todos.
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El sentido de las constituciones
Perfiles del siglo XXI, julio de 2000
Las constituciones surgieron para imponerle a los gobernantes unas limitaciones a su
poder. Hoy, sin embargo, las constituciones se emplean más para limitar al individuo que
al Estado.
En las últimas décadas, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el número de
constituciones vigentes en todo el planeta se ha incrementado al mismo ritmo vertiginoso al
que decrecía su vigencia. Otra cifra ha experimentado un fuerte crecimiento: el número de
artículos y, más vagamente, la cantidad de derechos reconocidos por toda Carta Magna que se
precie. El colapso del colonialismo dio lugar en varias tandas a la emersión de más de cien
nuevos Estados que, claro, necesitaban sus respectivas constituciones. El final de la Guerra Fría
hizo que muchas de las constituciones post-independencia debieran ser revisadas, al mismo
tiempo que toda Europa oriental y Asia central emprendían el camino hacia la democracia
dotándose, como hicieran quince años antes Portugal y España, de nuevas constituciones.
Precisamente el texto español de 1978 se ha tomado como base o ingrediente importante para
las numerosas reformas constitucionales que también ha emprendido América Latina. Mientras
todo esto ocurre, el marco constitucional de las democracias más sólidas del planeta apenas ha
experimentado cambios, y la no-constitución británica sigue amparando el desarrollo de un
sistema democrático envidiado por muchos países, basado en el parlamentarismo “de
Westminster”. Por su parte, los Estados Unidos mantienen vigente su primera y única carta
fundamental, apenas reformada por unas enmiendas que, sin duda, adquieren hoy una especial
relevancia.
Si, como casi todos los estudiosos de la materia afirman, se está produciendo una considerable
convergencia entre los textos constitucionales de todo el mundo democrático, a largo plazo es
fácil vislumbrar una “globalización constitucional” que puede afectar profundamente a la
organización política de la Humanidad. Incluso sin planteamientos de gobierno mundial, puede
alcanzarse una uniformidad constitucional tan amplia que —unida a la paulatina pérdida de
valor del concepto de nación y a la difuminación de las fronteras jurídicas, comerciales y
culturales— termine por hacer muy similares si no idénticos los efectos prácticos de lo
constitucional sobre la actividad de la gente. Si esto es así, si caminamos hacia un
constitucionalismo global y homogéneo, no está demás reflexionar sobre las características
idóneas de ese marco, en contraposición a las que presentan hoy nuestras constituciones,
incluso las más “avanzadas”.
En este sentido, lo primero que llama la atención es cómo el paso de los dos últimos siglos y,
sobre todo, el transcurso de las últimas décadas han logrado desvirtuar la esencia de lo
constitucional. Las constituciones surgieron —y de ahí su carácter de “norma fundamental del
Estado”— como una imposición de los ciudadanos al poder real o republicano, como un
estrecho cerco dentro del cual debía necesariamente desarrollarse la acción política. La
constitución era una carta (“magna”) que los notables del país (primero por su extracción
social pero después por su legitimación popular) obligaban al poder político a firmar. Lo
esencial era que el tour-de-force entre gobernados y gobernantes se resolvía en un punto de
consenso que garantizaba a los primeros el no abuso de poder por parte de los segundos. La
constitución era un escudo del individuo frente al poderoso.
Hoy, sin embargo, en casi todo el mundo los Estados se han adueñado de lo constitucional y han
terminado por convertir la ley máxima en una limitante, no de las prerrogativas del sistema
político, sino de las libertades del individuo. Si inicialmente se empleo el texto constitucional
para recoger unas pocas libertades esenciales para el ser humano y dejar bien claro que en
ellas jamás podría interferir el Estado, hoy se ha llegado a tal inflación de los “derechos”
recogidos en ellas que, de facto, se le ha dado la vuelta a la situación y lo no recogido en las
constituciones parece no estar amparado por legitimidad alguna. En la evolución del
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constitucionalismo latinoamericanno (con textos de hasta doscientos artículos) se percibe muy
claramente este fenómeno, aunque en realidad afecta al planeta entero. Antes se decía al
gobierno que sólo podía hacer lo que la constitución autorizaba. Ahora más bien se le da al
ciudadano una larga lista de derechos, pero el Estado nunca ha tenido tanto poder en la
sociedad como en la segunda mitad del siglo XX. Además, el fallido consenso socialdemócrata
impuesto en Europa occidental en la segunda postguerra mundial ha llegado a idealizar el
Estado y a imponer al individuo las consecuencias de unos presuntos “derechos colectivos” que
en la mayoría de los casos son simplemente una grave contradicción en términos (“derecho” y
“colectivo” son nociones que muy pocas veces casan, aunque los socialistas lo vean de otra
manera). La recolección de decenas o cientos de esos derechos “del pueblo” o “de la sociedad”
y su plasmación en las constituciones ha violentado en ámbito de soberanía del individuo, causa
original de la existencia misma de los textos constitucionales, y ha permitido la sistemática
invasión y nulificación de los derechos naturales y positivos de la persona humana en aras del
colectivismo.
Se ha pretendido garantizar como derechos “sociales” nociones como el trabajo. Lo que es un
derecho inalienable es la acción positiva de trabajar y aun la búsqueda de empleo, pero no el
empleo como tal. Y sin embargo este tipo de razonamiento, aplicado a decenas de asuntos más
(de la sanidad a la educación, etcétera) ha permitido, “porque lo dice la constitución”,
promulgar leyes que limitan la libertad de las personas. En palabras del escritor colombiano
Plinio Apuleyo Mendoza, se ha recogido con tanto detalle y profusión los derechos de los
colombianos —derechos que, por supuesto, el Estado es incapaz de garantizar— que más habría
valido reducir todo a un único artículo: “los colombianos tienen derecho a la felicidad”.
Sería tal vez un interesante experimento darle la vuelta a las constituciones. Exigir desde la
ciudadanía textos que no nos confieran derecho alguno ya que, a fin de cuentas, nuestros
derechos naturales son nuestros por nacimiento y por nuestra propia condición humana, no
porque lo diga ninguna constitución. Pero lo importante del experimento sería que en las
constituciones no se incluyera una declaración de nuestros derechos —o se redujera a los
derechos individuales esenciales— y en cambio se introdujera una declaración de los
“derechos” del Estado, limitando sus prerrogativas a las expresamente reconocidas por la ley
de leyes. Así, por ejemplo, los ciudadanos de todo el mundo podrían evitar abusos estatales
como la leva de personas para nutrir el ejército mediante el abominable servicio militar
obligatorio, ya que es de suponer que tal prerrogativa no estaría expresamente concedida por
los individuos al Estado vía constitución. Igualmente se podría limitar el cobro de impuestos a
un porcentaje máximo, etcétera. Alcanzaríamos un tipo de organización constitucional de la
sociedad mucho más horizontal y libre, basado en el derecho real del individuo a su soberanía
personal.
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Tras los pasos de Ayn Rand
Perfiles del siglo XXI, julio de 2000
La organización depositaria del legado filosófico y político de Ayn Rand es, a la vez, uno de los
think-tanks más importantes de los Estados Unidos. La fundadora de la corriente de
pensamiento conocida como objetivismo —e inspiradora de muchas de las ideas liberallibertarias de hoy— tiene en el Ayn Rand Institute (ARI) un digno organismo continuador de la
obra por ella iniciada.
Ayn Rand nació en San Petersburgo en 1905 y a la edad de seis años aprendió sola a leer y
escribir. Desde ese momento desarrolló una pasión por las letras y por el pensamiento que
habría de acompañarle hasta su muerte en 1982. En 1925 Rand logró salir de la Unión Soviética
y trasladarse a los Estados Unidos, donde residiría el resto de su vida.
La razón y su superioridad sobre el misticismo constituyeron las piedras angulares de su visión
de la vida y del mundo, una visión que nadie como ella supo plasmar en palabras y cuya fuerza
arrolladora ha cambiado la vida de miles de lectores y seguidores en todo el mundo. Ayn Rand
escribió numerosas obras, pero se considera a The Fountainhead y Atlas Shrugged como las
piezas clave de su pensamiento. La publicación de sus principales obras llevó a Ayn Rand a
recorrer de arriba a abajo los Estados Unidos presentando sus libros, extremadamente
provocadores para la mentalidad colectivista de los años cincuenta y sesenta. Hábil polemista y
con una honestidad intelectual a prueba de bombas, Rand alcanzó rápidamente una enorme
popularidad entre quienes comprendieron su mensaje, y una considerable aversión entre
cuantos entendieron —con razón— su pensamiento como una amenaza al statu quo místico y
colectivista del momento.
El Ayn Rand Institute no se ocupa sólo de mantener el acervo histórico de la genial pensadora
rusoamericana, sino que promueve la filosofía objetivista a través de toda suerte de
publicaciones, incluida la revista Impact, y mediante una importante red de clubes de opinión
en las universidades. El ARI imparte cursos avanzados de filosofía objetivista, ofrece becas de
investigación y promueve en medios académicos e intelectuales el pensamiento derivado de los
escritos de Rand.
La filosofía de Ayn Rand, más viva que nunca (de hecho ella se adelantó al menos cinco
décadas a su tiempo), ayuda al advenimiento de una nueva era en la que el individuo sea
soberano frente a cualquier supuesto poder superior, ya sea éste físico (el pueblo, la masa) o
místico (cualquier dios). El ARI nos abre las puertas de una revolución del pensamiento cuyas
consecuencias serán globales.
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La OCDE ataca de nuevo
Diario Prensa Libre (Guatemala), 21-07-2000
La OCDE ataca de nuevo. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (el
foro que agrupa a una treintena de países desarrollados en todo el mundo) acaba de lanzar una
nueva ofensiva internacional contra los paraísos fiscales. Mezclando intencionadamente
problemas distintos, la OCDE acusa a los centros offshore de minar la base fiscal de los países
“normales” y servir como guarida para los capitales malhabidos, además de ayudar a
limpiarlos. Las dos últimas acusaciones merecen aclaración y, en caso de tener algo de ciertas,
requieren la inmediata adopción de medidas de seguridad y control más firmes por parte de los
países y territorios coloniales de baja fiscalidad. La primera de las acusaciones (que es, en
realidad, la que preocupa a la OCDE) debería llevar a los paraísos fiscales a pronunciar un
rotundo “sí, ¿y qué?” y a los clientes, a mostrarle sonrientes el dedo corazón al Estado y no
volver a pagar un solo impuesto.
La fiscalidad reducida, simbólica o inexistente de unos territorios (cada día más) es la
consecuencia directa de la fiscalidad elevada, confiscatoria y expropiadora que aplican los
países que ahora emprenden esta nueva cruzada anti-offshore, condenada al fracaso igual que
las anteriores. La OCDE no se limita a “matar al mensajero” atacando a las Islas Cayman,
Andorra, Gibraltar o Bermudas, sino que incluso arremete contra los regímenes fiscales
ligeramente más benignos que se dan en zonas específicas de los propios países miembros,
como es el caso del País Vasco. La pretensión uniformadora en lo fiscal no es solamente un
atentado contra la libertad de cada país o territorio de decidir democráticamente qué régimen
aplicar a sus propios residentes y a quienes allí quieran afincarse. Es, sobre todo, un ataque
frontal al derecho que asiste a toda persona de escoger el marco jurídico más conveniente para
sus negocios y transacciones entre una multiplicidad de opciones.
Seguramente a la OCDE, como a la Unión Europea y al FMI les gustaría alcanzar una fiscalidad
universal homogénea y “armonizada” en función del país más recaudador. Así todos seríamos,
como los escandinavos, esclavos fiscales de unos Estados sobredimensionados y asfixiantes en
su paternalismo. No lo van a conseguir. El reciente informe de la OCDE más pareció el último
coletazo de un dinosaurio agonizante que un intento serio de acabar con los paraísos fiscales
(en los cuales, como es lógico, ya está refugiada más de la sexta parte del capital mundial,
cifra que crece a un ritmo galopante).
Los ciudadanos cuentan con la revolución de las telecomunicaciones como firme aliada frente a
los burócratas de la OCDE y de los demás organismos internacionales empobrecedores.
Conéctese a Internet, abra una cuenta en cualquier paraíso fiscal y ya está usted fuera del
alcance de Hacienda, ese perro de presa enviado contra usted por un Estado que le cree
súbdito. ¿Cómo pretenden impedir de verdad el auge del sector offshore? Es simplemente
imposible porque las medidas de represión y espionaje que tendrían que implementar serían
insoportables y la gente no las aceptaría.
Las coléricas amenazas de la OCDE son dignas de desprecio —por su vocación iliberal y
antiindividuo— pero merecen sobre todo una sonora carcajada por su anticuada e inviable
pretensión de volver a convertir a los individuos soberanos en esclavos del ministro de
Hacienda, ese pobre demonio venido a menos que regenta un infierno fiscal al que cada día le
van quedando menos víctimas.
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Izquierda, derecha y liberalismo
Diario Prensa Libre (Guatemala), 14-07-2000
Al economista y pensador austriaco Friedrich A. von Hayek le debemos sin duda muchas cosas,
pero tal vez la más importante sea su desmantelamiento del concepto maniqueo de izquierdas
y derechas en política, y su sustitución por el de colectivismo versus individualismo. Mucho
ganaría el debate público sobre la política y la economía si se dejase de contemplar cada idea,
decisión, candidato o partido a la luz de su teórico posicionamiento en esa escala irreal y
caprichosa que desmontó Hayek. Hoy día, ¿en qué se diferencia la izquierda de la derecha? ¿No
encontramos frecuentemente posturas políticas antagónicas dentro de la izquierda y dentro de
la derecha? Como mínimo, sería esclarecedor situar las ideas en un plano y no en una escala
lineal.
El plano tiene un eje horizontal de izquierda a derecha según la escala convencional, pero
tiene también un eje vertical en cuyo extremo superior se encuentra el mayor grado de
individualismo y de respeto por la acción directa de cada persona, mientras en el extremo
inferior se da el mayor intervencionismo colectivista. El resultado es como una revelación:
encontramos en la parte baja de este "mapa" ideológico, recorriendo toda su longitud, a las
ideologías que más han dañado al ser humano, desde el fascismo y el nazismo hasta el
comunismo. Un poco más arriba, pero todavía muy por debajo de la media, se encuentran
intervencionistas "duros" como la Falange española o el peronismo (auténtico) argentino. Hacia
la zona media de la tabla, todo el recorrido de izquierda a derecha está ocupado por los
intervencionistas democráticos (los que justifican su invasión del ámbito personal de decisiones
en el mito de la legitimación popular), es decir, ciertos grupos de "nueva izquierda", los
socialdemócratas, algunos ecologistas, los "centristas", los democristianos y los conservadores.
Pero a partir de ahí, si seguimos subiendo en el mapa y aproximándonos por tanto a las cotas
de mayor aprecio a la libertad individual de cada ser humano y, por ende, a la menor
injerencia del poder en la vida de la gente, sólo encontramos a los diversos tipos de liberales y,
más arriba aún, a los libertarios o "anarcocapitalistas".
La conclusión principal que uno extrae de esta representación política en el plano es que queda
desnuda la escasa relevancia del eje horizontal, y el vertical adquiere de golpe una enorme
trascendencia. El eje vertical, es decir, la escala individualismo-colectivismo (que también
podría denominarse libertad-represión o persona-masa) es actualmente el sistema más correcto
para determinar la posición de un proyecto de ley, de un político o de una decisión. Y una de
las consecuencias principales de esta escala es que aniquila el ataque frecuente a los liberales
y libertarios respecto a nuestro supuesto "oportunismo" al estar "en la derecha para unas cosas
y en la izquierda para otras": pasa a ser evidente que estamos, para todas las cosas,
inequívocamente del lado superior, del lado del individuo y su libertad personal, y que eso,
naturalmente, nos lleva a tomar posiciones en economía que a la "izquierda" le parecen de
"derechas" y posiciones en cuanto a los Derechos Humanos y civiles y las libertades públicas que
causan el efecto contrario.
Otra de estas consecuencias es que también pasa a ser evidente que la extrema derecha y la
extrema izquierda son en realidad muy similares, y que los intervencionistas democráticos
también son muy parecidos, llámense socialistas o conservadores, democristianos o
socialdemócratas: todos apuestan por un Estado paternalista facultado para meter la mano en
los bolsillos de sus "hijos" los ciudadanos y sacar de ahí los fondos que, con su demostrada
incapacidad, insiste en seguir "redistribuyendo". Es un Estado, además, que se cree en la
obligación de imponer a la sociedad una determinada moral, ya sea el mito solidario de los
socialdemócratas o la moral católica de los conservadores. Sólo en la parte superior del "mapa"
encontramos un refugio para el ser humano individual, para la persona entendida como fin en sí
misma y no como hormiga de un hormiguero que la supera y aliena. Sólo en la profunda
asunción de la libertad como norte y guía de la política y de la economía, con todas sus
consecuencias, está el camino hacia el progreso, el camino que nos aleja irreversiblemente del
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colectivismo "duro" de izquierdas y derechas (Stalin, Hitler, Franco, Castro) y del colectivismo
"blando" de izquierdas y derechas (Jospin, Aznar, Zedillo, Schroeder)... el camino hacia la
emancipación de las personas mediante el ejercicio pleno de su soberanía.
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Oriente Medio necesita prosperidad
Editorial para Perfiles del siglo XXI, agosto de 2000
La clave de la solución a la compleja encrucijada de Oriente Medio no es otra que la
prosperidad económica de los países de la zona. Si pensamos en la región no como un polvorín,
frecuente motivo de toda suerte de dolores de cabeza para el resto de nuestro planeta, sino
basándonos estrictamente en las cualidades objetivas de la región, apreciaremos que tiene
todas las condiciones para convertirse en uno de los mayores polos de desarrollo del mundo. En
una zona relativamente pequeña se concentran recursos vitales, la capacidad de innovación y
desarrollo de los tenaces israelíes, el capital humano de los Estados árabes vecinos (y muy en
especial la de libaneses y palestinos), la enorme capacidad de inversión económica de los
grandes poderes financieros árabes y judíos, la proximidad a la Europa en creciente unificación
y al resto del mundo árabe, y una sólida base para la agricultura, el turismo y la industria. Las
distancias entre Tel Aviv, Beirut, Damasco y Ammán son despreciables, y la complementariedad
entre las economías de la región es enorme. Cada uno tiene aquello de lo que carecen los
demás. Sólo el profundo enfrentamiento entre culturas, ideologías y religiones explica el caos
en el que se halla sumida la zona. El mayor esfuerzo de Occidente debería ir encaminado a
forzar la apertura de la economía siria y a evitar que la nueva economía palestina esté
controlada por el aparato estatal de la Autoridad Nacional Palestina, así como a crear las
condiciones idóneas para que Israel comercie con sus vecinos y salga de su forzado aislamiento
regional. El comercio puede obrar el milagro de la paz, pero para ello hay que ayudar a estos
países a tender puentes económicos y a vencer los clichés y prejuicios culturales que cada uno
de ellos tiene respecto a la relación con los demás. Del profundo intercambio comercial
surgirán las demás formas de intercambio (humano, cultural) que diluirán la tensión ya harán
de esa tierra, por fin y para todos, una tierra de promisión. La retirada israelí del Libano, el
posible acuerdo sirio-israelí sobre los Altos del Golán y la consolidación del Estado palestino son
pasos positivos en ese camino, pero lo más importante sería que los militares se detengan, los
políticos callen y la sociedad civil hable. La dimensión económica puede ser la llave de ese
proceso.
Cuba-Estados Unidos: qué hacer
Editorial para Perfiles del siglo XXI, agosto de 2000
El caso Elián tan sólo ha sido el último capítulo, y el más evidente, de un proceso que lleva
años en marcha: el del agotamiento de la solidaridad estadounidense con los exiliados y
disidentes del castrismo. Es un proceso sospechosamente coincidente con la pérdida de
importancia de Cuba como amenaza real a la seguridad de los Estados Unidos y como
propagadora eficaz del difunto sistema comunista al resto de América Latina. Cada día son más
las voces que reclaman de Washington una flexibilización de su política hacia el régimen de
Fidel Castro, con argumentos como “también tuvimos embajada en tal o cual país dictatorial,
incluso con el Vietnam en guerra contra los Estados Unidos” o “¿no comerciamos y mantenemos
una espléndida relación con China?”. El inmoral pragmatismo de estos argumentos contrasta
con la ideología de quienes los propagan, que suelen ser personas y diarios que ostentan y
pregonan su solidaridad y su humanitarismo. Cuba no va a cambiar por sí sola, muera o no
Castro. Cuba necesita hoy, más que nunca, la ayuda de los demócratas de todo el mundo (sí,
también la ayuda de los demócratas de izquierda si quieren desprenderse de una vez por todas
de su merecida etiqueta de cómplices con aquellas dictaduras que sí les gustan o les
convienen). Los Estados Unidos, por su peso en la economía y en la geopolítica mundial y por su
vecindad con Cuba, tienen un papel que jugar en el futuro de la isla, y ni pueden renunciar a
ese papel ni pueden sustituírlo por una rendición más o menos camuflada o edulcorada. Ni lo
merece Cuba ni lo merece el mundo. Sería insoportable para todos, y devastador para la ya
maltrecha dignidad de Washington, que los Estados Unidos levantaran el bloqueo
unilateralmente y sin asegurar como contrapartida el inicio de una transición de verdad. Sería
una infamia abandonar a su suerte a los miles de cubanos expoliados por el régimen. Sería una
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temeridad darle un nuevo balón de oxígeno a castro para dejar bien asentado su régimen más
allá de su muerte. Sería un desastre ético que el peor tirano que queda en ejercicio en todo el
hemisferio occidental se saliera con la suya. Ni los Estados Unidos ni el mundo occidental y
global que estamos construyendo pueden permitir algo así. Se equivocan algunos sectores del
exilio cubano cuando ven detrás de la actual política de Washington una conspiración para
apoyar a Castro. Es peor: es pura desidia, es dejadez, es frustración por su fracaso de décadas
en el combate a Castro, es un encogimiento de hombros de los estrategas de la Casa Blanca:
“de todas manera, qué más da, si Cuba ya no es un peligro inmediato”. El lobby cubano tal vez
tenga que mejorar su marketing, su comunicación y su imagen. Pero los Estados Unidos no
deben dar la espalda a la causa de la democracia en Cuba.
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El contrato social y el individuo
Perfiles del siglo XXI, agosto de 2000
El contrato social entre gobernantes y gobernantes adolece de la ausencia de una tercera
parte fundamental: la persona. La sofisticación de nuestras sociedades y nuestra entrada
en la era del individuo hacen necesario replantearse el contrato.
Las sociedades más democráticas y avanzadas del planeta basan su marco de convivencia en un
concepto que en su momento significó un avance radical en los derechos de las personas y que
aportó prosperidad y riqueza a los pueblos que lo asumieron, pero que hoy podría estar
francamente agotado a consecuencia de su abuso. Ese concepto era el contrato social entre
gobernantes y gobernados. El objetivo perseguido era muy noble, y en gran medida se alcanzó.
Se trataba de obligar al poder político a someterse a la voluntad de los ciudadanos.
Cuando se promulgó, en el transcurso de la revolución —originalmente liberal e individualista—
de Francia (1789) la primera declaración de derechos, ésta se tituló “del Hombre y del
Ciudadano” (hoy, lógicamente, habría sido “de la persona” para incluir a la mujer), pero siglo y
medio después, el texto que la sucedió en la ONU prefirió emplear el adjetivo “humanos”, y
este matiz que puede parecer intrascendente dice mucho sobre lo que la Humanidad ha
perdido (o a lo que ha renunciado) para alcanzar mayores cotas de bienestar material: parte de
la libertad de los individuos. La declaración de 1948 contaba ya con más artículos, y muchos de
los derechos “humanos” (no tanto “del humano”, de cada ser humano) implicaban una visión
colectivista del concepto mismo de derecho. El constitucionalismo moderno se encargaría en
esa misma época y en las décadas posteriores de aplicar al ámbito nacional lo que la
declaración había consagrado a nivel universal. Así, se mezclaron interesadamente las cosas y
se incluyó entre los derechos “humanos” supuestos derechos de ejercicio necesariamente
colectivo que, sutilmente, limitaban algunos de los otros derechos (individuales) también
incluidos. Como no se establecieron jerarquías de derechos ni prioridades entre los mismos,
quedaba a la libre interpretación de cada Estado, sistema político, partido o gobierno primar
unos derechos sobre otros. Y, claro, quedaba tan confusa la situación que se facilitaba a los
colectivistas de izquierda y de derecha la reivindicación de derechos colectivos en detrimento
de los derechos individuales.
El contrato social era un pacto que limitaba la acción del poder y aseguraba al ciudadano una
parcela de privacidad y un ámbito personal inviolable. La evolución política del concepto, en
unos siglos que se caracterizaron por el surgimiento del socialismo y la idealización de las
masas, ha hecho que hoy se pueda considerar al contrato social como una limitante tanto del
Estado (pero menos) como de los ciudadanos individuales (mucho más) en beneficio de la masa,
gran beneficiada del actual orden constitucional en casi todo el mundo (o en realidad de
quienes la guían, seducen o manipulan).
¿Hay que denunciar el contrato social, hay que romperlo? ¿Habría, ante esa necesidad, alguna
posibilidad de éxito, sin destruir lo ya conquistado por el ciudadano, sin provocar revoluciones
ni enfrentamientos sociales? El contrato social iba bien encaminado, y su evolución lógica, su
paso adelante, su perfeccionamiento para unas sociedades postindustriales basadas en la
libertad, habría sido sofisticarlo y reconocer como parte igual —si no superior— al individuo:
pasar de un contrato entre el Estado y “la gente” a un contrato trilateral entre estos dos
elementos y la persona, ya que parece impensable, dada la naturaleza humana, alcanzar una
situación en la que el elemento masa no esté presente de una u otra forma en las relaciones de
cada persona con el poder.
“Trilateralizar” el contrato social reconociendo que cada individuo tiene derecho al menos a un
mínimo margen de maniobra en su relación con el poder, y que lo que la masa (sus
representantes) desea de aquél puede no coincidir con lo que cada individuo quiere, sería,
probablemente, alcanzar el sistema social más justo y libre de la Historia. Pero es casi
— 166 —
imposible. La tendencia de millones de personas a unirse para exigir al Estado, ingenuamente,
que haga aquello que más le gusta hacer al Estado (someter a los individuos) es una tendencia
tan fuerte que deja escaso lugar para la disidencia individual. Quien discrepe de cláusulas
concretas de ese contrato social que le aplican por el mero hecho de haber nacido, pero que
jamás tuvo la oportunidad de negociar y firmar, siempre será considerado un raro, un
insolidario o un demente.
Y sin embargo, es también razonable pensar que caminamos hacia un mundo de individuos
interconectados de forma horizontal por unas tecnologías capaces de minimizar la importancia
de la parte gubernamental del contrato, casi sustituyéndolo por un nuevo modelo de contrato
entre individuos. Si la masa se atomiza y el Estado se diluye, los múltiples contratos privados,
tácitos o escritos, entre dos o más seres humanos cobraran una importancia máxima y tenderán
a reemplazar en ciertos aspectos a aquel contrato social de la etapa anterior a la
postmodernidad (frontera entre el pasado histórico que se remonta a nuestros orígenes como
especie y que terminó abruptamente en el siglo XX y el hoy en el que ya estamos inmersos). Tal
vez el agotamiento del contrato social no sea tanto una causa como una consecuencia de la
emersión del individuo como ente autónomo, cuya soberanía se va asentando cada día (y que
cada minuto cuenta con nuevas armas y herramientas para defenderla frenta a la masa y frente
al Estado).
En cualquier caso, persiste la ilegitimidad de origen del contrato social en tanto que pacto
impuesto por la fuerza a la persona, y ésa es una de las mayores contradicciones de nuestras
democracias. Una contradicción irresuelta que cobra nueva importancia al abrirse ante
nosotros la era del individuo. Una contradicción que representa un fallo estructural básico en el
edificio político de las sociedades más avanzadas. Una contradicción que sólo se tiende a
resolver cuando se minimizan las exigencias de ese pacto entre masa y Estado sobre cada uno
de nosotros, cuando nuestra libertad se ve limitada tan sólo por la frontera ética y práctica de
la libertad ajena, cuando sólo nos vemos obligados a actuar colectivamente ante aquellas
decisiones que sólo pueden tomarse en conjunto, e impera en todo lo demás nuestra libertad y
nuestra responsabilidad: cuando la masa que nos oprime se diluye y se transforma en el foro al
que acudimos para decidir democráticamente las escasísimas cosas que, por su implicación
directa para todos, no podemos decidir por nuestra cuenta. Y entonces, sí, le ordenamos a
unos (pocos, si es posible) de entre nosotros que ejecuten esas decisiones tomadas. Esos pocos
son el Estado y en realidad no deberíamos tener con ellos ningún contrato: están a nuestro
servicio y lo que deben recibir son simplemente nuestras órdenes, y cumplirlas a rajatabla,
rápido y con el menor gasto posible. Pero sin que el Estado ni el foro aludido pueden arrogarse
el derecho a tomar ni ejecutar decisiones que invadan el ámbito de la decisión individual,
porque nos estarían sometiendo una vez más. Ahora, parafraseando a Marx, habría que decirle
a los “individuos del mundo”, no que se unan (ya sabemos las funestas consecuencias que la
unión de muchos de ellos suele tener sobre cada uno de ellos y de los demás) sino que actúen
individualmente pero a la vez saliendo a la calle y rompiendo públicamente el contrato
mediante la insumisión pacífica a las principales obligaciones impuestas a la persona por ese
contrato ajeno. De hecho, es lo que poco a poco está ocurriendo. las consecuencias podrían ser
maravillosas.
— 167 —
La Sociedad Mont Pèlerin
Perfiles del siglo XXI, agosto de 2000
La Mont Pèlerin Society es el think-tank liberal más prestigioso y conocido. Fundada el 10 de
abril de 1947 en el monte suizo que lleva su nombre, cerca de Montreux, la entidad se
constituyó en respuesta al llamamiento efectuado por uno de los más grandes pensadores de
todos los tiempos, el profesor Friedrich A. von Hayek. Treinta y seis académicos de diferentes
disciplinas, pero con un claro predominio de la economía, decidieron constituir un foro de
discusión y debate que sirviera la objetivo de la libertad, en unos tiempos difíciles y a sólo dos
años del final de la II Guerra Mundial. Europa y el mundo entero habían sucumbido a las más
diversas ideologías colectivistas, desde los totalitarismos de extrema derecha y de extrema
izquierda hasta la socialdemocracia estatalista que habría de dominar la escena política
occidental durante las décadas siguientes. Se dejaba sentir la apuesta firme por la libertad
individual, y muy especialmente en su dimensión económica.
“Los valores centrales de la civilización están en peligro. En vastas regiones de la Tierra las
condiciones esenciales de la dignidad humana y de su libertad ya han desaparecido. En otras,
se encuentran seriamente amenazadas por las actuales tendencias políticas”, comenzaba el
manifiesto adoptado por los presentes en la histórica reunión fundacional. Al inicio del siglo
XXI, es admirable cómo la Humanidad ha logrado despojarse poco a poco de buena parte del
colectivismo y del estatalismo denunciado por los fundadores de la Sociedad, aunque sin duda
estamos todavía lejos de alcanzar la libertad individual plena que dé al ser humano el
autogobierno que merece. No es despreciable la contribución que la propia Sociedad Mont
Pèlerin ha efectuado durante estas décadas para evidenciar la inviabilidad y la extrema
injusticia de las políticas colectivistas.
Desde 1947 se han celebrado más de treinta reuniones plenarias, y el número de miembros ha
sobrepasado las quinientas personas, todas ellas representativas de las más altas esferas
académicas y sociales. Entre los sucesivos presidentes de la Sociedad se cuentan premios Nobel
como Gary Becker y Milton Friedman, así como intelectuales de reconocido prestigio como el
actual presidente, el uruguayo Ramón Díaz, primer latinoamericano en alcanzar la más alta
magistratura de la Mont Pèlerin.
La Sociedad Mont Pèlerin es una organización digna de mayor estudio y aproximación por
cuantos creen en la persona humana como ser libre y soberano.
— 168 —
San Vladimir Putin
Diario Prensa Libre (Guatemala), 18-08-2000
Mientras un centenar y medio de familias rusas vivían con angustia la no-operación de norescate del submarino Kursk, el robot que gobierna el Kremlin tardó seis días en reaccionar e
interrumpir sus vacaciones. En cualquier democracia normal una insensibilidad tan enorme le
habría costado al presidente un descrédito y una impopularidad insoportables, y tal vez la
necesidad de dimitir. Naturalmente, ni Rusia es una democracia normal ni el presidente Putin
es un demócrata (ni normal ni anormal). El antiguo dirigente del KGB representa lo más
inquietante de la Rusia eterna, esa nación arrogante cuyo complejo de inferioridad le produce
una terrible obsesión por sostener un pulso con Occidente (pulso del que Occidente ya está
aburrido). Ese pulso, esa necesidad imperiosa que siente Rusia de ser distante y distinta de
Occidente, de serle ajena y competir con él, tuvo durante décadas su bandera en el sistema
ideológico y político comunista. Caído éste, Rusia necesita de nuevo un sistema de ideas, mitos
y creencias alternativo al ideario peligrosamente liberal que viene de fuera. Y acude entonces,
dónde si no, a la Iglesia Ortodoxa. El ortodoxismo ruso ultraconservador e hipernacionalista —
creen Putin y los suyos— servirá para cohesionar al pueblo y devolverle el orgullo nacional
justamente perdido. Mientras, el gélido presidente "de todas las Rusias" lleva a cabo el
exterminio sistemático de la nación chechena, como ejemplo de lo que puede pasarle a
cualquiera de los otros pueblos asiáticos ocupados por Rusia si deciden liberarse del yugo de
Moscú. Y todavía le queda tiempo a Putin para hacerse amigo de gentes tan recomendables
como los dirigentes de Corea del Norte o la China comunista.
Tal vez su sueño sea reeditar la Guerra Fría, con una Rusia ortodoxa y poderosa al frente de los
países antioccidentales del mundo, todos ellos grandes democracias... Iraq, Libia, Cuba,
Birmania, quizá los integristas islámicos. Todo sea por resituar a Moscú como centro, Norte y
guía de una facción de la Humanidad, aunque sea la menos libre y una de las más pobres.
Mientras, ¿qué importa si se ahogan unos cuantos soldados? ¿No eran acaso servidores del
glorioso Estado ruso? ¿No ha enviado Moscú a una muerte segura a miles de soldados más en
Afganistán y en Chechenia? ¿Por qué debería Putin cancelar sus vacaciones, si jamás lo habrían
hecho por tan insignificante motivo sus grandes antecesores, desde Nicolás II, perdón, San
Nicolás II, hasta el camarada Stalin? Mantente firme, Vladimir. Piensa que no importa si
alimentas o no a tu gente, si los rusos se mueren o no de pura pobreza. Lo que importa es que
logres darle a Rusia un papel de superpotencia, aunque sea en tus sueños. Así, algún día, un
patriarca ortodoxo con unas barbas blancas hasta la cintura te declarará santo, como al zar
sanguinario de principios del siglo XX. Nadie recordará que dejaste morir a la tripulación del
Kursk porque serás venerado como San Vladimir Putin por esa eterna madre Rusia que parece
decidida a no aprender jamás las lecciones de la Historia.
— 169 —
Libertad, justicia y desigualdades
Diario prensa Libre (Guatemala), 25-08-2000
La justicia es el argumento tradicional de las ideologías contrarias al imperio irrestricto de la
libertad humana. Detrás de su solemne estatua se cobijan aquellos que recelan de la soberanía
del individuo. En su nombre se legisla contra la persona y a favor de la masa. Pero, ¿de qué
justicia hablan quienes la oponen a la libertad? Para ellos, ya sean socialistas, nacionalistas o
democristianos, comunistas, fascistas o teólogos de la liberación, las desigualdades sociales son
un ejemplo de que la libertad, y sobre todo la económica, es un caos perverso del cual siempre
salen heridos los más débiles. La pobreza es, por tanto, simplemente el resultado lógico de la
libertad y, por tanto, hay que regular, supervisar, limitar y constreñir la libertad. Y hasta
desprestigiarla, si hace falta, con el descalificativo de "libertinaje". Dependiendo de la
ideología de cada uno de estos colectivistas, esa merma de la libertad individual será enorme o
simplemente grande, y los medios empleados serán brutales o tan sólo agresivos. Algo ha
fallado en la construcción social del mundo presente si son tantos los que descreen de la
libertad y la culpan de todos los males.
Cabe recordar qué es la justicia y cómo interactúa con el concepto de libertad. Simplificando
mucho, la justicia es la situación en la que ninguna persona sufre invasión de su libertad ni
ataque a su propiedad por parte de otro. El concepto de justicia no implica necesariamente
bienestar ni un determinado nivel de ingresos o riqueza, ya que todo esto corresponde a cada
ser humano conquistarlo mediante el esfuerzo, la habilidad y la creatividad de la que le haya
dotado la naturaleza. Una sociedad en la que una cúpula de supuestos sabios planifica los
ingresos y bienes de cada uno, confisca la propiedad de algunos y regala cosas a otros u
organiza a la gente procurando igualar sus vidas no es una sociedad más justa: es tan sólo una
sociedad menos libre. Como han demostrado los sucesivos intentos totalitarios de crear
sociedades así desde las ideologías de izquierda, de derecha o ultrarreligiosas, el resultado es
siempre la ausencia de libertad, que termina por matar, precisamente, la justicia. La
imposición forzada de circunstancias y procesos que merman el orden espontáneo existente en
libertad es un camino seguro hacia la pérdida de ésta y, lejos de garantizar una grado mayor de
justicia, la hace imposible al aniquilar su condición necesaria (que no suficiente), que es
precisamente la libertad.
Los pobres no son una consecuencia directa de la libertad de los ricos, sino un producto de la
falta de libertad real del conjunto de individuos que conforman una sociedad. En una sociedad
realmente libre, el grado de pobreza o riqueza de cada uno no parte de la división de la
sociedad en compartimentos estancos, porque se da una gran movilidad social, y depende en
cambio de las decisiones libres que cada uno va tomando a lo largo de su vida: qué decide
estudiar, en qué sector decide trabajar o emprender, con quiénes se asocia, a quién escucha,
cuánto se esfuerza, etcétera, y de factores externos como el azar. La libertad, es cierto, no
genera automáticamente justicia, pero el grado de justicia que se da en condiciones de
libertad es siempre superior al que puede establecer cualquier "ingeniero social" liberticida.
— 170 —
El patrimonio genético es de todos, no de los Estados
Editorial para Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2000
La polvareda mediática que se ha levantado con el hallazgo, ya casi completo, de las claves
que permiten traducir el genoma humano es comprensible por la importancia que tiene para la
Humanidad. Lo que no es justificable es el pesimismo en el que casi todos los editorialistas se
han dejado caer, respecto al uso futuro de este conocimiento. Ya desde antes de que se
produjera el avance, eran muy mayoritarias las voces que de una u otra manera alertaban
sobre los peligros de la ingeniería genética y proponían mil y un mecanismos para limitar,
regular y restringir el uso de esta ciencia por parte de las corporaciones privadas, tratando de
dejar en manos de los poderes políticos nacionales y de las agencias internacionales cualquier
decisión al respecto.
El colectivismo siempre ha recelado de los avances científicos y, ante uno de tal magnitud, es
lógico que los políticos, mayoritariamente inspirados por ideologías paternalistas e
intervencionistas, como la socialdemócrata y la democristiana, quieran reservarse todo el
poder. Pero esto, una vez más, es ponerle puertas al campo. Lo que la ciencia descubra se
usará, y generalmente se usará bien. El mal uso —que no es exclusivo de las empresas privadas,
sino predominantemente público— también ocurrirá, por desgracia. Contra esto se puede
luchar pero no al precio de frustrar las expectativas de bienestar que la traducción del genoma
ha despertado en la comunidad científica y en la ciudadanía.
Las empresas de biotecnología tienen derecho a investigar y a aplicar libremente sus
descubrimientos para darle a las personas mas libertad de optar y para producir fármacos
capaces de paliar enfermedades que antes se consideraba incurables. Los políticos y periodistas
nos alertan sobre los riesgos que corre la Humanidad ante el descubrimiento, y nos dicen que el
genoma “es de todos” (queriendo decir que las empresas deberían quedar al margen y las
sabias comisiones de expertos estatales deberían ser los únicos organismos con poder de usar el
genoma). Pues, en efecto, es genoma es de todos (es decir, de cada uno), y nadie debería
arrogarse su monopolio, lo que también incluye a los Estados. Que la información fluya y que
las personas, organizadas en empresas, la empleen sin temor en beneficio de la Humanidad.
— 171 —
Un liberalismo para el siglo XXI
Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2000
El liberalismo avanza y se consolida mientras los liberales organizados en partidos cada
vez pesan menos en la política de sus países. ¿Cuáles son las claves de esta paradoja?
¿Qué han hecho mal los liberales? El siglo que comienza va a necesitar un replanteamiento
del liberalismo para que recupere su posición a la vanguardia de las ideas y en sintonía
con las nuevas demandas de los individuos.
Con mucha frecuencia, cuando los liberales de cualquier tendencia se confrontan con la
cuestión del alcance y la influencia del liberalismo en nuestros días, la respuesta queda en el
aire por falta de consenso y, sobre todo, porque la mayoría de ellos son incapaces de ofrecer
una opinión firme. Son tiempos extremadamente contradictorios, en los que unos datos
parecen apuntar hacia un triunfo espectacular de las ideas liberales mientras otras pistas
hablan de una humanidad que camina hacia “algo” que, pese a su mayor o menor apariencia
liberal, presenta fuertes puntos de contradicción con este sistema de ideas —y numerosos
factores de riesgo que hacen temer una futura involución hacia el sometimiento de las
personas—. En lo único que parece haber consenso es en la gran debilidad, cuando no en la
abierta caducidad social y política, de la mayoría de los partidos liberales actuales. Parece
evidente que el triunfo del liberalismo —si puede hablarse de tal cosa— no está siendo ni va a
ser gestionado por los liberales. O, al menos, no por los políticos liberales.
Los partidos liberales
Es un hecho que la etiqueta “liberal” ha sido usurpada y violada sin piedad por políticos de las
más diversas tendencias, desde los conservadores japoneses y australianos hasta los
socialdemócratas norteamericanos y colombianos, y desde la extrema derecha rusa y austriaca
hasta partidos oportunistas de cualquier signo. Además, entre los partidos reconocibles como
liberales existe una disparidad de planteamientos y objetivos tan grande que a veces cuesta
entenderlos como una gran familia ideológica mundial. La Internacional Liberal es una
institución ante cuya historia e ideales hay que descubrirse, pero que alberga hoy una
colección de partidos miembros tan heterogénea como carente, salvo algunas excepciones, de
peso político en sus países.
Tal vez uno de los grandes errores que han dado pie a esta situación sea el exceso de
pragmatismo que se ha extendido desde la Segunda Guerra Mundial entre los políticos liberales.
Sabedores de que el liberalismo es casi siempre un movimiento minoritario, y de que, por
tanto, sólo mediante complejas alianzas puede imprimirse algo del mismo a la política de cada
país, los políticos liberales se han entregado a todo tipo de coaliciones, unas veces con éxito y
otras sin él, en un intento frecuentemente burdo de hacerse un lugar al sol del poder (o en un
ejercicio ingenuo de generosidad democrática). Hoy los partidos liberales son en casi todas
partes fuerzas políticas menores que, desde su escasa presencia parlamentaria o a veces desde
la extraparlamentariedad, concitan el apoyo electoral de minorías matemáticamente
irrelevantes.
En su desesperación por sobrevivir políticamente, los partidos liberales han perdido o
relativizado, en casi todos los países, su identidad y sus principios, y se han convertido en
grupos claramente identificables con los otros partidos de centroderecha o de centroizquierda,
en función de la política de alianzas que creen más conveniente en cada caso. El problema es
que los liberales llegan a depender tanto de sus socios de coalición —y tienen tanto terror a
abandonar las respectivas alianzas— que terminan por verse como simples adláteres de un
partido mayor al que, por la debilidad liberal, en realidad cada día le aportan menos (hasta
que pasan a ser prescindibles y entonces o son absorbidos o desaparecen). Incluso en los pocos
países donde un partido de origen liberal ha logrado convertirse en una de las dos fuerzas
políticas principales y desempeñar frecuentemente el gobierno, poco le queda ya de su
liberalismo original, al verse obligado a ocupar un espacio ideológico más amplio y vago por
— 172 —
motivos electorales (como ejemplo podría citarse al partido canadiense, hoy prácticamente
asimilable a la socialdemocracia europea). Son admirables los numerosos partidos liberales que
se mantienen firmes en sus convicciones y apuestan por presentarse claramente ante el
electorado con propuestas y señas de identidad exclusivas, pero su relevancia política real
suele ser casi nula.
Es un fenómeno común de América Latina y de toda Europa: los liberales pierden peso a un
ritmo infernal o se ven asimilados en partidos o coaliciones frentistas donde las ideas liberales
pronto se verán reducidas a un papel exiguo al lado de otras corrientes de pensamiento mucho
mejor defendidas por sus representantes. Y por desgracia no es un problema nuevo que en los
partidos liberales recalen, mucho más que en las otras fuerzas políticas, personas sin ideas
definidas o en busca de una calculada ambigüedad que les permita saltar luego hacia la
izquierda o la derecha según convenga, o necesitados de ocultar un pasado no democrático,
etc. Así, la mayoría de los ciudadanos ven al partido liberal como un lugar de tránsito o como
el cajón de sastre donde cabe cualquiera. Como suele situarse en el centro del espectro
político (según esa manida y caduca escala de izquierdas y derechas) y como algunas ideas
liberales parecen similares a las conservadoras y otras a las socialistas, la mayoría ve en el
partido liberal un grupo oportunista cuyo único interés es medrar y hacerse con escaños y
cargos políticos, pactando para ello con quien sea y vendiendo su alma al diablo si es preciso.
Así, entre la disparidad de significados que hoy se adjudica a la palabra “liberal” y el papel
prácticamente conservador o socialdemócrata de los partidos llamados liberales, en la calle se
va olvidando el liberalismo como filosofía política y, si acaso, se escucha hablar de él —
generalmente mal— como receta económica, muchas veces con el absurdo prefijo “neo-” y
como clave de todos los males (sobre todo los de las economías en desarrollo).
Ante este desolador panorama cabe preguntarse si los partidos políticos liberales son en la
actualidad una buena herramienta para trabajar por el liberalismo, y si mantienen aún
suficientes ideas liberales en sus programas y, sobre todo, en su acción política de co-gobierno
o de oposición. En pocos casos la respuesta a estas preguntas es afirmativa. Casi todos los
políticos supuestamente liberales han cedido tanto que difícilmente se les puede reconocer en
la actualidad como tales. Mucha culpa de esto la tiene también la tendencia a la simplificación
bipartidista y a trazar en el centro del espectro político una línea infranqueable respecto a la
cual hay que posicionarse obligatoriamente a uno de sus lados. Si esta tendencia, fomentada
por los grandes partidos y por los medios, es perjudicial para todos, en el caso de los liberales
resulta simplemente letal, ya que nosotros, para ser coherentes con nuestros principios,
estaremos a un lado u otro de la línea según éstos nos dicten para cada tema a debate.
Fracaso político, éxito intelectual
Si el propósito de la política es llegar al poder y ejecutar desde él las ideas propias, el
liberalismo políticamente organizado ha cosechado en casi todo el planeta, en las últimas
décadas, un estrepitoso fracaso que contrasta con el éxito del pensamiento liberal en abrirse
paso por otras vías. En Nueva Zelanda los socialistas han llevado a cabo un revolución liberal
sin precedentes en la historia. En algunos países latinoamericanos (notablemente Chile),
infames dictaduras represivas que ningún liberal sancionaría han sorprendido al mundo
aplicando con éxito políticas liberales puras sobre algunas materias. En México el PRI (¡el PRI!)
ha permitido que el país evolucione, bajo Salinas de Gortari y Zedillo, desde la “dictadura
perfecta” —y desde el sistema de organización social más corporativista desde el fascismo
italiano— hacia el liberalismo económico y la plena democracia política, asumiendo como
precio la pérdida del poder ocupado durante siete décadas. En la intervencionista Europa
continental el amplio consenso de los grandes partidos socialdemócratas y conservadores ha ido
evolucionando poco a poco hacia el liberalismo (aunque desde luego le falta todavía mucho
recorrido) al mismo ritmo al que los partidos liberales desaparecían del mapa o se veían
reducidos a meros comparsas. En este último cuarto del siglo XX, la mayoría de los
intelectuales liberales han despreciado o han contemplado con tristeza los esfuerzos de los
pequeños partidos liberales, cifrando en cambio sus esperanzas en el tímido “liberalismo” (para
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algunos temas, como la liberalización de la economía) de los grandes estadistas conservadores
y hasta socialdemócratas, desde Margaret Thatcher hasta Tony Blair, desde Felipe González
hasta José María Aznar.
Los liberales se han refugiado en los institutos académicos, en los think-tanks y la publicación
de artículos, o en la influencia entre bastidores sobre políticos de cualquier partido. Hoy
parece más viable hacer política liberal desde fuera del sistema de partidos que desde uno de
ellos aunque, claro, no es así como se obtienen escaños ni responsabilidades de gobierno.
Muchos liberales se cuestionan para qué luchar por conseguir a cualquier precio un escaño o un
cargo político, cuando el principal precio que hay que pagar es precisamente dejar atrás las
ideas liberales más impopulares y contentarse con una aplicación lights del liberalismo en el
marco de programas de gobierno ajenos.
El éxito intelectual del liberalismo como fórmula política y económica es indiscutible. No se ha
extendido aún a todo el planeta a causa de los intereses de las élites locales que detentan el
poder en cada uno de los países sometidos aún a sistemas colectivistas de cualquier signo. Esas
élites ven con terror la globalización económica, la individualización política y moral y la
revolución comunicativa, que ponen en serios aprietos su poder actual y le imprimen una fecha
de caducidad temprana. En Occidente el liberalismo ha avanzado desde la época totalitaria de
mediados del siglo XX y se ha ido imponiendo ejecutado por otros. En la mayor parte de los
casos, políticos de izquierda y derecha han descubierto de pronto el pensamiento liberal,
generalmente al confrontarse con la responsabilidad real de gobernar, y lo han asumido con
timidez, haciendo toda suerte de piruetas intelectuales y semánticas para incorporarlo a su
ideología previa. La democracia cristiana y el socialismo están en rápido retroceso intelectual
frente al empuje de las ideas de libertad individual, reducción del Estado y descolectivización
de la sociedad, pero como los partidos democristianos y socialistas son muy poderosos y tienen
una gran base popular, ese retroceso no está resultando, como cabría esperar, en la pérdida de
peso electoral de estos partidos y en el auge de sus competidores liberales, sino en la
transmutación de los primeros, que cada vez se van haciendo algo más liberales (o al menos lo
intentan o así lo presentan) mientras los genuinos herederos del liberalismo pesan cada día
menos en la política de sus países. La reflexión de muchos, incluso liberales, es “para qué un
partido liberal puro si el partido A o B es suficientemente liberal y tiene muchas más
probabilidades de conquistar el poder”. El voto útil genera bipartidismo y éste aniquila a los
liberales o les fuerza a incorporarse a otros partidos. Al mismo tiempo, mucha gente opina que
la práctica totalidad de las grandes ideas liberales ya ha sido incorporada al marco democrático
común, y que por lo tanto los partidos liberales no aportan nada especial, nada que no esté ya
conseguido. Si para conservadores y socialistas a veces es difícil diferenciarse de sus rivales sin
salirse del marco democrático, más difícil aún lo es para los liberales (y además son mucho más
débiles para hacer oír su mensaje).
Un futuro para el liberalismo
Hoy los liberales debemos confrontarnos con cuestiones esenciales para el futuro de nuestras
ideas. ¿Es la situación descrita satisfactoria o habría que redoblar los esfuerzos para que, por
cualquier medio, nuestras ideas se vean implementadas? En este caso, ¿sirve aún la vía de los
partidos políticos? Si sirve, ¿hay que reavivar los viejos partidos liberales, es mejor empezar de
cero un nuevo tipo de partidos liberales más acordes con los tiempos, o bien debemos
conformarnos con entrar en los otros partidos y promover desde dentro de ellos el liberalismo?
Y, si la vía de la política de partidos es descartable, ¿qué mecanismos alternativos son más
eficaces y cómo podemos ponerlos en funcionamiento y evaluar su éxito?
Para mí la solución a todas estas preguntas debe pasar por un replanteamiento (o sea,
exactamente, plantearnos de nuevo) qué pensamos: cuáles son nuestras ideas y qué
consecuencias deseamos que tengan sobre las personas y la sociedad. Este replanteamiento es
necesario porque muchos intuimos que el viejo liberalismo de los partidos liberales
convencionales se nos ha quedado anticuado, además de sufrir todos los otros males que antes
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he mencionado. Así pues, a la necesidad estratégica de diferenciarnos de los demás tenemos
que sumar la necesidad —mucho más importante— de repensar nuestras ideas, ver hasta qué
punto están alcanzados nuestros objetivos y trazar objetivos nuevos para el siglo que comienza.
El liberalismo no puede seguir mirándose el ombligo, rememorando viejas conquistas ni
conformándose con el mero papel —casi institucional— de corpus central de las democracias
occidentales. No puede seguir siendo para las grandes masas la aburrida ideología de la
corrección ni permitir que la gente lo contemple como una tendencia más dentro de eso que,
ajenos al riesgo de generalizar, denominan “la derecha”. Lo contrario de ser liberal es ser
conservador (strictu sensu), y viceversa, pero durante demasiado tiempo y en demasiados
lugares los liberales se han limitado a “conservar” el statu quo y a hacer una política
conformista. No se ha visto a los liberales, ni remotamente, como inspirados por una misión
esencial que trasciende al sistema vigente, sino como guardianes grises del mismo, como
burócratas de la política más complaciente y conformista. Y sin embargo, no debería ser difícil
para los liberales volver a sus orígenes combativos y aplicar su energía a una lucha
trascendente que es cada día más sentida por millones de personas en todo el mundo: la pugna
por la libertad y la responsabilidad individuales y el consiguiente desmantelamiento del
colectivismo en todas sus vertientes. Lo interesante es que, al contrario de sus antecesores, los
liberales de hoy no tendrían que luchar por ideas extrañas a su tiempo ni generadoras de un
rechazo firme y hasta brutal por parte de la sociedad o de elementos organizados en su seno,
sino que las ideas liberales, incluso las más radicales, están en la cresta de la ola y
sintonizarían perfectamente con los anhelos y aspiraciones de un porcentaje considerable de la
ciudadanía —un porcentaje impensable en épocas anteriores— si fuéramos capaces de
expresarlas y explicarlas bien. Más que ninguna otra corriente de pensamiento, los liberales
estamos en línea con la nueva economía y, en general, con el nuevo mundo que se abre ante la
Humanidad. Deberíamos ser capaces de aprovechar esa sintonía y, revolucionando nuestras
propias ideas para recorrer de golpe las décadas que hemos estado dormidos, presentar un
conjunto de ideas fácilmente traducible en programas y en medidas concretas.
Aggiornamento y liberalismo libertario
Tomemos prestada la palabra aggiornamento del debate que se da en el seno de la Iglesia
Católica sobre la actualización de su doctrina. Aunque no estemos tan enorme y
desesperadamente necesitados de actualización como lo está el catolicismo, lo cierto es que
durante las últimas décadas se ha echado en falta una mayor evolución de nuestro ideario, y
esto se percibe especialmente en el terreno político.
Puestos a la tarea de aggiornare el liberalismo, nuestro futuro no está ni a la “derecha” ni a la
“izquierda” sino delante, y “delante” significa unas veces a un lado y otras al otro, pero
siempre más cerca del individuo, más modernos, menos intervencionistas, más decididos a
derrocar el colectivismo, mucho menos conformistas. Tengamos en cuenta que el
aggiornamento de las otras ideologías (véase la Tercera Vía de Tony Blair o el “centro
reformista” de José María Aznar) consiste en importar elementos del liberalismo y “robarnos”
ideas. Para nosotros, por tanto, debería ser muy sencillo: nuestro aggiornamento consiste en
recuperar nuestras señas de identidad originales desprendiéndonos de cuantas concesiones
hemos tenido que hacer a nuestra izquierda y a nuestra derecha, y en seguir hacia adelante la
trayectoria marcada por nuestra evolución histórica, pero avanzando deprisa todo el camino
que no hemos recorrido en estas décadas de letargo, para llegar a un liberalismo puro y fuerte,
claramente distante del sucedáneo liberal que intentan hacernos tragar los conversos de última
hora al travestir sus viejos partidos. Nuestra actualización pasa por ser, sencillamente, mucho
más liberales y mucho más directos, francos, abiertos y honestos a la hora de exponer nuestras
ideas tal y como son.
Si así lo hacemos, con seguridad incorporaremos mucho del discurso libertario. Los libertarios
son una corriente de pensamiento originada en el liberalismo norteamericano, que abandonó la
etiqueta “liberal” cuando ésta comenzó a emplearse allí para referirse a los socialdemócratas y
otros intervencionistas. El libertarismo tiene grandes partidarios y detractores entre los
— 175 —
liberales del resto del mundo. Es cierto que algunas de sus propuestas pueden resultar
descabelladas, pero también es verdad que, en términos generales, el libertarismo representa
el único intento serio de actualizar el liberalismo y, en el terreno práctico, de recuperar
jovialidad, frescura e impulso político. Un liberalismo que avance sobre su propia trayectoria y
se atreva a incorporar las principales ideas “hiperliberales” surgidas del libertarismo será
mucho más acorde con su época y mucho más viable como fuerza política, porque se
diferenciará claramente de todos sus competidores. Será, indiscutiblemente, la corriente
ideológica del individuo (como lo ha venido siendo hasta ahora pero con mucho más coraje,
empuje y convicción), y al presentarse ante todos con esta clara misión individualista y
anticolectivista se hará perceptible y evidente que en realidad al liberalismo, a este nuevo
liberalismo del siglo XXI, le separa un abismo de todo lo demás que existe en el terreno de las
ideas. A un lado estarán los colectivistas, ya procedan de la izquierda o de la derecha
(términos hoy superados) y al otro, los liberales libertarios que velan por el individuo y
anteponen la libertad personal a cualquier otro objetivo, lo que les llevará —si hay alguien que
a estas alturas todavía nos quiera circunscribir en esa escala de izquierdas y derechas— a ser
“izquierdistas” radicales cuando se trate de defender a capa y espada la no injerencia del
Estado en la moral de las personas o los derechos individuales frente a los tabúes de la
bioética, o la abolición del servicio militar y la pena de muerte, o el desmantelamiento del
nacionalismo de Estado; y a ser muy “de derechas” cuando se trate de luchar por la plena
libertad económica, por la rehabilitación del lucro como motivo digno y legítimo de la acción
humana, por la plena libertad de horarios y la máxima flexibilidad en la contratación, por el
respeto estricto a la propiedad, por los impuestos proporcionales frente a los progresivos o
contra la presión fiscal.
Si los liberales tenemos el valor de caminar por esta senda, de presentarnos ante la sociedad
sin máscaras y decir lo que pensamos, un número suficiente de personas nos seguirá y nos
brindará su apoyo, ya sea en política o por otras vías. Esto lo han entendido bien los principales
think-tanks, sobre todo en los Estados Unidos. Falta que lo entiendan los políticos liberales en
todo el mundo. Tocan a su fin los tiempos de ese liberalismo moderado hasta el aburrimiento,
conformista hasta la negligencia y estratégicamente colocado ante cada decisión en torno a esa
calculada y artificiosa entelequia que llaman el “centro”. Es comprensible que nuestros
antecesores pusieran el acento en instaurar y proteger unos mínimos de democracia y Derechos
Humanos y civiles, porque esa era la prioridad lógica en su tiempo. Hoy no. Hoy ya no estamos
en una época de confrontación armada de las ideologías ni tenemos frente a nosotros enemigos
totalitarios dispuestos a aniquilar incluso la modesta libertad existente. Por tanto basta ya de
entreguismo intelectual: hoy tenemos que pasar página y continuar nuestra misión en vez de
seguir cumpliendo la de nuestros abuelos. Y nuestra misión es alcanzar unas cotas de libertad
personal muy superiores para todos reduciendo el Estado a su mínima expresión, afirmando la
soberanía y la autodeterminación de cada ser humano y profundizando en la democracia plena
para la toma de las decisiones necesariamente colectivas.
Se abre ante todos una nueva etapa en la que tenemos mucho que decir, pero en la que sólo se
nos escuchará si lo decimos con convicción, con diferenciación respecto a todos y en muchos
casos desde fuera del consenso generalizado. En el plano intelectual muchos liberales ya lo
están haciendo. Aplicarlo a la política y, especialmente, a la política de partidos es la gran
asignatura pendiente. Tenemos que desaprender todo el maquiavelismo de la vieja
partitocracia, todo ese pactismo que nos ha llevado a demasiadas concesiones respecto a
puntos claves de nuestra filosofía. Pienso que aún es posible trabajar por esta especie de
liberalismo puro y fuertemente libertario desde la política de partidos, aunque tal vez sea
necesario refundar de arriba a abajo la mayoría de los partidos liberales o, sencillamente,
fundar partidos nuevos que no nazcan viciados por los errores del pasado.
— 176 —
Por la libertad de horarios comerciales
Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2000
¿Quién es el Estado para decirle a usted cuándo vender o comprar, cuándo cerrar su
negocio o cerrar obligatoriamente? ¿Quiénes son sus competidores para aliarse contra
usted y exigir al gobierno que limite su horario? En beneficio de los consumidores, el libre
comercio debe ser realmente libre.
Domingo, cuatro de la madrugada. Usted quiere venderme una mesa. Yo quiero comprársela. Si
durante la transacción no armamos un escándalo que despierte a los vecinos, ¿hay alguien que
tenga derecho a impedirlo? Objetivamente, no. Pero hay al menos tres grupos de personas que
intentarán interponerse entre usted y yo y mandarnos a dormir. Uno de esos grupos son las
asociaciones de comerciantes, que además le insultarán a usted y le acusarán de estropearles
(a ellos, que están durmiendo) sus respectivos negocios. Otro es el grupo de trabajadores
organizados en esas asociaciones que se creen con más derechos que una asociación normal,
denominadas “sindicatos”. Pero el tercero es el determinante. Se trata del Estado, nuestro
benévolo y sabio padre que sigue tratándonos a usted, a mí y a todos los demás como a niños. Y
papá Estado apoya a aquél de sus hijos que más llora, grita o patalea. Como mis homólogos (los
consumidores) no gritan suficiente y los de usted (los empresarios) chillan corporativamente en
contra de que uno de ellos, usted, sea libre, el resultado es que el Estado termina legislando
una serie de prohibiciones arbitrarias y liberticidas que limitan nuestra legítima compraventa.
Yo me quedo sin mi mesa hasta el lunes, si es que el lunes puedo encontrar un momento libre
para ir a comprarla. Y usted se queda sin una venta segura: la del nicho de mercado que
prefiere comprar de noche o en domingo. Ningún argumento del Estado justificará este abuso
basándose en el bien de los participantes en la transacción. Todas sus excusas serán cantos al
bien común y odas al interés general, al orden público (que no hemos roto) y a la igualdad de
oportunidades (como si estuviéramos usted y yo impidiendo a otros comprar o vender al mismo
tiempo). He aquí otro ejemplo perfecto de una norma estatal merecedora de estupor e
incumplimiento.
Nada importa que el vendedor sea una gran cadena de establecimientos con gran superficie de
exposición. En primer lugar, debería imperar el derecho del consumidor (todos lo somos, luego
somos mayoría). En segundo lugar, no es cierto que la apertura de grandes establecimientos
perjudique a los pequeños. Si así fuera, hace tiempo que éstos habrían desaparecido. Si el
Estado quiere favorecer de verdad a las tiendas pequeñas, y de paso atacar el desempleo y la
dependencia económica de los jóvenes respecto a sus familias (que genera irresponsabilidad y
falta de libertad entre los jóvenes), lo que debería hacer es permitir la contratación por días y
horas sueltas. Así cualquier pequeña tienda podría abrir en cualquier horario sin que los
trabajadores habituales se vieran “explotados”.
En España hemos llegado al absurdo de que unos productos se vendan cualquier día u hora y
otros no, según la presión ejercida por las asociaciones y colegios de cada sector, y así los
grandes almacenes abren los domingos “parte” de su superficie comercial. También hay
establecimientos pequeños, los bares de copas, sometidos a horarios de cierre absurdamente
tempranos, impuestos por la moral conservadora de algunos alcaldes.
El Estado no tiene derecho a decirnos cuándo comerciar. Mientras no perjudiquemos
directamente a nadie, nuestra libertad de comercio es inviolable y nadie tiene derecho a
recortarla. Si los políticos asumieran este principio todos saldríamos ganando.
— 177 —
El futuro de las drogas
Diario prensa Libre (Guatemala), 01-09-2000
Las nuevas drogas, las llamadas “drogas de diseño”, son sintéticas y no precisan del cultivo de
especies vegetales. Los materiales necesarios para su síntesis son cada vez más corrientes y
están, por tanto, al alcance del pequeño productor-distribuidor y casi al del consumidor final.
Los aparatos necesarios para producir estas píldoras se están simplificando a un ritmo
acelerado y los conocimientos científicos y técnicos que requiere el proceso pronto serán
asequibles a cualquiera que haya superado la educación primaria. Ya no van a ser necesarias
grandes plantaciones de coca, cannabis o amapola en remotos países desestabilizados por los
imperios del narcotráfico. Como en tantos otros sectores de la economía, se está produciendo
una vertiginosa desconcentración de los centros neurálgicos del negocio, cuya simplificación
incide directamente en su crecimiento. Dentro de unos pocos años, ya no se hablará de tal o
cual cartel o banda del narco, porque serán quizá millones los pequeños productores
independientes dedicados a la venta directa. Además, las nuevas drogas de diseño se están
sofisticando tanto que su detección se hace cada vez más difícil y sus efectos nocivos —que
todavía son muy graves— están reduciéndose a buen ritmo.
Esta evolución hará de la lucha futura contra las drogas una batalla aún más perdida que la
actual y, a la vez, contribuirá a extender más aún entre la opinión pública la teoría liberallibertaria de que los Estados deben renunciar a esta absurda guerra en aras de la libertad
individual y, también, de la seguridad del consumidor. No es exagerado aventurar que en unos
veinte o treinta años la cocaína y la heroína hayan caído en desuso, la marihuana sea legal
aunque pasada de moda y las futuras drogas de diseño —con adictividad reducida y efectos
secundarios aceptables y sólo visibles a muy largo plazo— se vendan tranquilamente en los
supermercados y comiencen a fabricarse en casa con pequeños electrodomésticos similares a
nuestros actuales robots de cocina. Es decir, el ocio en forma de evasión sensorial (con todas
sus buenas y malas consecuencias) en el futuro no se pagará con la vida ni con el terrible
deterioro físico que hoy vemos en los adictos, ni se comprará a precios de escándalo que
producen la ruina económica del consumidor y, después, su actividad delictiva para procurarse
fondos con los que costear su adicción. Nos dirigimos hacia una dulcificación de las condiciones
en las que se produce el consumo de drogas, de sus efectos individuales y de sus implicaciones
sociales.
Si estamos caminando hacia un futuro así en materia de drogas, los gobiernos deberían facilitar
ese proceso, ya que puede ser la manera más efectiva de destruir los imperios delictivos del
narcotráfico actual, combatir la inseguridad ciudadana, anular el estigma social del drogadicto,
sustituir las drogas actuales por otras mucho menos nocivas y asequibles a cualquier
consumidor y devolver a la gente su libertad plena de decisión.
— 178 —
Finanzas globales: más libertad para todos
Diario Prensa Libre (Guatemala), 08-09-2000
Una de las grandes maravillas de la actual revolución tecnológica es que, con inmediatez y a
bajo coste, Ud. puede contratar un seguro en otro país, abrir una cuenta en cualquier remota y
conveniente isla o trasladar fondos de un sitio a otro a la velocidad del rayo. Esto afecta por
igual a empresarios, trabajadores cualificados y profesionales independientes. La
internacionalidad ya no es patrimonio de los grandes magnates, y está al alcance de cualquier
pequeño emprendedor. Puede usted concebir un producto en un país, producirlo en otro,
distribuírlo desde un tercero y ofrecer el servicio al cliente desde un cuarto mientras maneja
los aspectos bancarios desde un quinto. O puede usted hacer todo eso en Internet y tener su
centro de operaciones en su computadora portátil, por lo que los empresarios se han hecho
itinerantes y las empresas ya no tienen nacionalidad.
En efecto, ¿De “dónde” es hoy una empresa? ¿De donde tiene su oficina física? Pero si muchas
veces ya no es necesaria, y además los principales gestores pueden trabajar desde sus casas,
tal vez situadas en países distintos. ¿De donde atiende el teléfono la secretaria? Pues todas las
empresas serán irlandesas porque ese país se ha especializado en la gestión de sofisticados
centros de telecomunicaciones que dan servicio de atención a clientes en decenas de países e
idiomas. ¿De donde está registrada? Estará registrada en un país diferente de aquel desde el
cual opera, o en varias jurisdicciones dependiendo de la conveniencia práctica de cada
legislación. ¿De donde paga los impuestos? O sea, todas serán de Grand Cayman, Panamá o
Gibraltar porque gracias a las nuevas tecnologías las fronteras fiscales ya no son un obstáculo y
los impuestos han dejado de pesar como una losa sobre la creación de riqueza. ¿De donde nació
su presidente, de la nacionalidad del mayor accionista, de donde van de vacaciones los
empleados...?
La globalización financiera está haciendo más por la unidad de nuestra especie, por la
igualación a largo plazo de su nivel de bienestar y, por tanto, por la paz mundial, que cualquier
bienintencionado organismo político compuesto por Estados. Naturalmente, no todas las
empresas pueden aún aprovechar al cien por ciento las opciones de internacionalidad
expuestas, ya que esto depende todavía en gran medida del tipo de servicio ofrecido, pero
cada día crece el porcentaje de las que sí pueden y lo hacen, sobre todo entre las dot-coms. Si
sus finanzas son globales usted ya casi no es súbdito económico del país donde vive. Le seguirán
cobrando el IVA de las cosas físicas que compre, aunque muchas ya las podrá encargar al otro
extremo del mundo y recibirlas libres de impuestos, pero en cualquier caso sus ahorros e
inversiones escaparán del control del Gran Hermano orwelliano. Es un proceso irreversible e
histórico.
— 179 —
Progresistas y reaccionarios
Diario Prensa Libre (Guatemala), 15-09-2000
Si conservadores son aquellos que ante todo desean conservar el statu quo, que son reacios a
cualquier cambio y recelan del cariz que va tomando la situación, hoy la izquierda se ha vuelto
conservadora. Fue la izquierda quien acuñó términos tan simplistas e injustos como
"progresista" (ellos) y "reaccionario" (todos los demás), ya que los izquierdistas se percibían a sí
mismos como la vanguardia de una evolución histórica que era necesario acelerar pero que, en
cualquier caso, iba en la dirección que creían correcta. Según su visión lineal y unívoca de la
Historia, alcanzar el paraíso socialista era sólo cuestión de tiempo, y la izquierda política se
encargaría de recortar la espera. Pero, desde la caída del Telón de Acero y la consiguiente
revelación del secreto a voces que escondía, la izquierda se ha vuelto pesimista y, por tanto,
conservadora. Desconfía ahora del rumbo que está tomando la Historia y quiere al menos
conservar sus cuatro o cinco "conquistas" históricas. Le irrita pensar que Fukuyama tenga razón
y haya llegado el final ideológico de la Historia, al menos desde su interpretación marxiana.
En el mundo desarrollado, los éxitos del nuevo capitalismo popular estriban en hacer a todos
propietarios, no en eliminar la propiedad como pretendía la izquierda. En los países en
desarrollo, la gente quiere más integración económica con el resto del mundo, no economías
dirigidas que busquen ingenuamente una autarquía imposible. En ambos mundos, la izquierda
ha sido ampliamente repudiada por la gente común y corriente, por las clases trabajadoras que
fueron su feudo electoral y por los intelectuales que creyó siempre fieles. ¿Dónde está hoy el
progresismo? ¿Quiénes son hoy los reaccionarios? Las algaradas anticapitalistas se suceden ante
cada cumbre internacional de cualquier tipo, siempre promovidas por esa nueva izquierda
global que es una mezcla de sindicatos representativos del 1% de los trabajadores, mini-ONG
representativas de sus fundadores y tres amigos, y partidos políticos que ya no saben qué
quieren representar. Allí queman banderas, caretas de los gobernantes y cualquier otra cosa
inflamable que les sirva de tótem. El arte dramático siempre se le ha dado muy bien a la
izquierda. Cualquier día construirán una inmensa arroba de cartón y la incendiarán ante la sede
de la ONU o del Banco Mundial, y esa será la puesta en escena perfecta de su talante
reaccionario y conservador, frente al progresismo de los millones de personas que construyen
día a día una sociedad global futura basada en el individuo, sus derechos y su bienestar, y
firmemente apuntalada por la revolución tecnológica y comunicacional. ¿Progresistas?
¿Reaccionarios? Los papeles han cambiado sin que los actores se dieran cuenta, pero el público
es mucho más listo.
— 180 —
Estado, moral y economía
Diario Prensa Libre (Guatemala), 22-09-2000
Una de las mayores conquistas civiles frente al poder político fue separar Estado y religión. Los
grandes Estados laicos o, cuando menos, tolerantes en lo religioso, construyeron grandes
imperios comerciales y coloniales mientras antiguos imperios como el español se derrumbaban
debido, en gran medida, a la influencia destructiva de las jerarquías religiosas. La
relativización de lo religioso y su fuerte pérdida de importancia en las relaciones comerciales y
en la política acompañaron a la construcción de Estados modernos y democráticos que dieron a
sus ciudadanos las mayores cotas de libertad y desarrollo alcanzadas hasta entonces. Sin
embargo, esos Estados creyeron parte de su función arbitral intervenir en la economía para
asegurar ciertos fines en la misma. Este gran error llevó a la cristalización de macroestados
decididos a injerirse hasta en los más pequeños resquicios de la actividad económica de las
personas para regular y, sobre todo, para recaudar dinero con el que poner en práctica sus
planes, frecuentemente fallidos, y pagar millones de sueldos a funcionarios, políticos y otros
empleados nuestros que no necesitamos y que ahora queremos despedir.
Esa fase de la Historia del mundo desarrollado pasó, y en América Latina y otras regiones no
llegó a su mayor expresión, por lo que esos países lo tienen ahora mucho más fácil para pasar a
la siguiente etapa, ya que es mucho menos lo que deben desmontar. Por eso América Latina,
en particular, superará probablemente a Europa en las próximas décadas. En todo caso, lo
evidente en todo el planeta es que existe un clamor ciudadano por la separación de Estado y
economía, que será un paso de gigante en la liberación del individuo como ya sucedió con la
separación de Estado y religión o Estado y moral. La batalla de los individuos es ahora por la
economía, por arrebatarle al Estado su autoridad en ese terreno y residenciarla, atomizada, en
todos y cada uno de los ciudadanos. Separar Estado y economía es asegurarnos de que el Estado
recupere su importante papel como árbitro, renunciando definitivamente a ser juez y parte.
Separar Estado y economía es dejar el dinero en los bolsillos de la gente y reducir la política
social a la atención de la reducida minoría incapaz de salir adelante sola, no a la prestación
indiscriminada de servicios a todo el mundo. Separar Estado y economía es avanzar un peldaño
de sustancial importancia en el camino hacia la libertad humana.
— 181 —
Gotov je
Diario Prensa Libre (Guatemala), 29-09-2000
"Gotov je" significa algo así como "estás acabado" y también "márchate". Incluso puede
interpretarse como "suicídate". Es, ahora más que nunca, el grito indignado de la gente
decente de Serbia contra Slobodan Milosevic. El tirano que todavía manda en Belgrado
representa una amenaza para la paz en toda Europa. Es una metáfora de la Guerra Fría que nos
persigue diez años después de su abrupto final. Es un fleco pendiente del totalitarismo
comunista que, como el de Castro y Zemin, insiste en recordarnos que tal vez no sea cierta ni
duradera la pax americana en la que nos hemos instalado tras la caída del Muro de Berlín. La
persistencia de Milosevic parece querer decirnos que aún es posible un mundo dividido en
bloques, que a Occidente le restan aún suficientes enemigos y a la libertad individual todavía
le quedan grandes detractores.
Como ha señalado el dirigente del exilio cubano Carlos Alberto Montaner, lo excepcional de
este periodo que vive la Humanidad es la unipolaridad. A la sombra de esta situación de bloque
único, los hombres y mujeres del planeta Tierra nos hemos acostumbrado, tal vez demasiado
pronto, a vivir con esperanza, a dedicarnos a nuestros asuntos particulares sin temor a los
titulares de los informativos. Milosevic necesita tiempo, no ya para celebrar una segunda vuelta
electoral que será una gran payasada al estilo Fujimori, sino para preparar su escape hacia el
cómodo abrigo de Bielorrusia o algún otro país dispuesto a acogerle. No faltará algún poderoso
amigo eslavo, camarada de otros tiempos, que dé cobijo al prófugo de una Serbia en
bancarrota económica y moral. Poco probable parece, por desgracia, que Milosevic y sus
cómplices den con sus huesos en el tribunal establecido en La Haya para juzgar los crímenes de
las guerras por él iniciadas.
Hoy los Fujimori, los Milosevic y los Castro saben que nunca van a estar del todo seguros. Tal
vez no vayan a la cárcel, pero tampoco dormirán tranquilos el resto de su vida. Pesa mucho el
caso Pinochet. Cualquier juez "loco" puede lanzar una orden de captura desde el país más
insospechado. Cualquier ministro del Interior la cumplirá de inmediato para no quedar ante el
mundo como desalmado o cómplice. Se acabó la soberanía nacional como guarida de
delincuentes. Es un resultado favorable de la globalización. "Lo ideal sería juzgarle aquí", me
dicen unos opositores serbios. No estoy tan seguro. La estética de la intervención humanitaria
llegando al último rincón de la tierra me parece más necesaria para todos nosotros que la
propia catarsis nacional de un pueblo, el serbio, que no puede llamarse ahora a engaño ni
considerarse inocente de haber apoyado a Milosevic. Hitler no habría sido nada sin la pasividad
culpable de la mayoría de la sociedad alemana. Milosevic no ha sido un extraterrestre que
aterrizó en Belgrado, sino un producto de la sociedad serbia. Hay que romper pacíficamente y
en las urnas los restos de la mentira yugoslava. Montenegro y Kosova deben acceder a su plena
emancipación política y adquirir el carácter de sujetos de Derecho internacional, es decir, su
soberanía nacional. Y Serbia, sin Yugoslavia, debe recapacitar y ocupar el lugar que le
corresponde en Occidente. Para eso, lo primero, es acabar por fin con Milosevic. Slobodan,
gotov je.
— 182 —
Igualdad, justicia y libertad
Perfiles del siglo XXI, octubre de 2000
La justicia es una noble aspiración de los seres humanos, pero no se conquista por decreto
ni restringiendo la libertad soberana de las personas.
La justicia es el argumento tradicional de las ideologías contrarias al imperio irrestricto de la
libertad humana. Detrás de la solemne estatua de la justicia se esconden aquellos que recelan
de la soberanía del individuo. En su nombre se legisla contra la persona y a favor de la masa.
Pero, ¿de qué justicia hablan quienes la oponen a la libertad? Para ellos, ya sean socialistas,
nacionalistas o democristianos, comunistas, fascistas o teólogos de la liberación, las
desigualdades sociales son un ejemplo de que la libertad, y sobre todo la económica, es un
caos perverso del cual siempre salen heridos los más débiles. La pobreza es, por tanto,
simplemente el resultado lógico de la libertad y, por tanto, hay que regular, supervisar, limitar
y constreñir la libertad. Y hasta desprestigiarla, si hace falta, con el descalificativo de
“libertinaje”. Dependiendo de la ideología de cada uno de estos colectivistas, esa merma de la
libertad individual será enorme o simplemente grande, y los medios empleados serán brutales o
tan sólo agresivos. Algo ha fallado en la construcción social del mundo presente si son tantos
los que descreen de la libertad y la culpan de todos los males.
Cabe recordar qué es la justicia y cómo interactúa con el concepto de libertad. Simplificando
mucho, la justicia es la situación en la que ninguna persona sufre invasión de su libertad ni
ataque a su propiedad por parte de otro. El concepto de justicia no implica necesariamente
bienestar ni un determinado nivel de ingresos o riqueza, ya que todo esto corresponde a cada
ser humano conquistarlo mediante el esfuerzo, la habilidad y la creatividad de la que le haya
dotado la naturaleza. Una sociedad en la que una cúpula de supuestos sabios planifica los
ingresos y bienes de cada uno, confisca la propiedad de algunos y regala cosas a otros u
organiza a la gente procurando igualar sus vidas no es una sociedad más justa: es tan sólo una
sociedad menos libre. Como han demostrado los sucesivos intentos totalitarios de crear
sociedades así desde las ideologías de izquierda, de derecha o ultrarreligiosas, el resultado es
siempre la ausencia de libertad, que termina por matar, precisamente, la justicia.
La imposición forzada de circunstancias y procesos que merman el orden espontáneo existente
en libertad es un camino seguro hacia la pérdida de ésta y, lejos de garantizar una grado mayor
de justicia, la hace imposible al aniquilar su condición necesaria (que no suficiente), que es
precisamente la libertad. Los pobres no son una consecuencia directa de la libertad de los
ricos, sino un producto de la falta de libertad real del conjunto de individuos que conforman
una sociedad. En una sociedad realmente libre, el grado de pobreza o riqueza de cada uno no
parte de la división de la sociedad en compartimentos estancos, porque se da una gran
movilidad social, y depende en cambio de las decisiones libres que cada uno va tomando a lo
largo de su vida: qué decide estudiar, en qué sector decide trabajar o emprender, con quiénes
se asocia, a quién escucha, cuánto se esfuerza, etcétera, y de factores externos como el azar.
La libertad, es cierto, no genera automáticamente justicia, pero el grado de justicia que se da
en condiciones de libertad es siempre superior al que puede establecer cualquier “ingeniero
social” liberticida.
— 183 —
Estado y medios de comunicación
Perfiles del siglo XXI, octubre de 2000
El Estado ha asentado su dominio sobre las personas, entre otros mecanismos, en el
monopolio o al menos en una amplio control de los medios de comunicación. Hoy no se
justifica la persistencia de emisoras públicas de radio y televisión.
El Estado está para hacer lo que nosotros, los ciudadanos, le digamos; no para decirnos a
nosotros lo que tenemos que hacer. Cuando se invierte este principio, los ciudadanos se
convierten en súbditos y los poderes públicos pasan de ser nuestro sirviente a ser nuestro tutor,
cosa que ningún ser humano libre de espíritu y consciente de sí mismo debería aceptar jamás.
Los medios de comunicación públicos y la concesión de frecuencias de radio y televisión o
licencias de prensa constituyen uno de los sistemas que el Estado emplea para revertir ese
principio. En ellos tuvo un aliado imprescindible el totalitarismo de cualquier signo durante el
siglo XX, y gracias a ellos sobrevivió durante décadas el amable colectivismo democrático de
socialdemócratas y democristianos que hoy toca también a su fin.
Los medios de comunicación convencionales tienen la gran ventaja —para quienes los
dominan— de establecer una comunicación radial y unívoca, alcanzando un impacto sobre
multitud de personas a la vez pero de forma directa en cada una, sin posibilidad de agrupación
crítica de destinatarios; y transportando mensajes incontestados o sólo contestados al nivel
privado de cada destinatario, sin que su reacción tenga la menor trascendencia. En casi todos
los países del mundo el Estado tiene tras de sí una Historia de control mediático por la que
algún día debería pasársele factura. Al término de la II Guerra Mundial, apenas en los Estados
Unidos y dos o tres países más se podía hablar de una plurialidad mediática suficiente, de una
muy laxa o inexistente capacidad estatal de controlar a los medios y de una escasísima
presencia de medios de comunicación de titularidad estatal. Medio siglo después, en casi todo
el mundo occidental se ha ido liberalizando poco a poco el sector, pero no hemos alcanzado, ni
mucho menos, un marco mediático enteramente libre.
En la mayoría de los países occidentales sigue existiendo una o más emisoras de radio y, sobre
todo, de televisión públicas. Estas emisoras con frecuencia realizan una competencia desleal
injustamente amparada por las leyes especiales que las regulan. En ocasiones admiten incluso
publicidad y compiten con las emisoras privadas en la emisión de programas de
entretenimiento, echando por tierra la justificación socialdemócrata de que estas emisoras son
necesarias para aportar programas culturales de alto nivel que no serían rentables en el sector
privado. En algunos casos especialmente escandalosos, el Estado permite situaciones de
quiebra técnica y endeudamientos por cifras astronómicas por parte de estas emisoras
públicas, cosa que, desde luego, no pueden permitirse los medios normales que responden a un
consejo de administración y a unos accionistas. Uno de los cometidos de estas emisoras
públicas es hacer justamente lo que jamás debería permitirse que hiciera el Estado: informar.
Una sociedad libre y abierta es capaz de generar periodistas que, agrupados en sociedades
mercantiles de cualquier índole (incluidas las cooperativas) ofrezcan a la gente información. El
Estado, que en un amplio porcentaje de casos es precisamente el objeto de la noticia, no
puede ser considerado seriamente como una institución capacitada para ejercer esta labor. Si
bien ningún medio es realmente imparcial, los medios públicos son, incluso en las democracias
más avanzadas, simples instrumentos al servicio del poder político.
Pero más preocupante que la persistencia de emisoras de radio y televisión públicas
(enteramente desacreditadas, por lo general) es la obligación de las empresas privadas de
someterse a rígidas regulaciones y a la solicitud de licencias para emitir. Este mecanismo
asegura al poder político y a los garantes de los “grandes consensos de Estado” que ningún
medio de cierta importancia “caerá” en manos de quienes defiendan tesis o propuestas
frontalmente contrarias a las consensuadas por los grandes políticos y los principales poderes
fácticos. La excusa suele ser que las ondas están limitadas y no se puede conceder más allá de
— 184 —
unas pocas frecuencias. Todo el mundo sabe que esto es mentira, y que basta ir a Nueva York o
Buenos Aires para captar decenas de canales mediante la antena convencional y sin contrato de
cable. Cuando en los países europeos se limita a tres o cuatro el número de canales que emiten
en abierto es, simplemente, para proteger injustamente el negocio de esas empresas, que a
cambio de sus grandes beneficios se aprestan a no distanciarse mucho, sobre todo en sus
programas informativos, de esos “grandes consensos”.
Afortunadamente, desde 1994 hay un factor mundial que está a punto de destruir este estado
de cosas. Se trata de Internet. El auge benditamente descontrolado de la red, su biunivocidad y
su carácter, precisamente, de relación en retícula y no radial, hacen de Internet un serio
enemigo del control mediático estatal (o por parte de cualquier otro agente). En unos años,
cualquiera podrá emitir radio, televisión, simple texto o cualquier otro conjunto de datos, con
la seguridad de llegar a millones de personas. Desaparece la inmoral concesión de frecuencias
por parte del señor ministro del ramo. Desaparecen las fronteras nacionales y los ámbitos
territoriales en el mundo de la comunicación. Desaparecen los Estados como competencia
desleal, y desaparecerá la absurda e injusta financiación de esas emisoras politizadas con cargo
a nuestros impuestos. La comunicación se vuelve horizontal, multipolar, simultánea, popular,
desjerarquizada y absolutamente ajena a los intereses de los Estados. Esto es algo
radicalmente nuevo. Se abre ante nosotros una etapa apasionante de la Historia humana.
— 185 —
La libertad en una isla desierta
Perfiles del siglo XXI, octubre de 2000
¿Qué pasaría si a una isla desierta enviásemos a quinientas personas sin establecer
ningún orden, gobierno ni leyes? El paraíso sería efímero: pronto surgirían la religión, la
política, el Estado, los tributos...
Imagine, caro lector, una isla desierta a la que se envía quinientos individuos para vivir en ella.
Van a estar incomunicados del resto del planeta, que, a efectos prácticos, deja de existir para
ellos. Se les manda allí con la memoria borrada, sin instrucciones ni órdenes de ninguna clase,
sin jerarquías, líderes ni dirigentes y sin más medios de supervivencia que sus propias manos y
el entorno natural de la isla. ¿Qué sucederá? Muy probablemente habrá una discreta minoría
que no cabrá en sí de gozo al saberse y sentirse libre, con todos los riesgos que ello entraña.
Estas personas, llamémosles individuos "A", se dispondrán de inmediato a construirse sus
propias casas, a recolectar frutos para sí mismos y para comerciar con otros, a cazar o pescar.
La gran mayoría de los individuos "A" vivirán su vida en paz, serán espontáneamente solidarios
con quienes necesiten ayuda y, en general, se dedicarán a emprender las actividades y
negocios que crean más eficaces para alcanzar un mayor bienestar. Naturalmente, de su
creatividad, esfuerzo y suerte se derivarán a largo plazo situaciones de mayor o menor riqueza
material. Pero al paraíso han llegado también, y no en pequeña proporción, los individuos "B".
Estos son hombres y mujeres recelosos de su propia autonomía y necesitados de normas, orden
y disciplina, gobierno y liderazgo, una administración de justicia superior y un poder
incuestionable, porque, careciendo de todo esto, se volverán holgazanes o cimentarán su
bienestar en el hurto y el pillaje, que siempre es un camino más corto que el emprendido por
los individuos "A".
Y es entonces cuando hace su aparición la pequeña minoría que acabará adueñándose de la isla
y reprimiendo tanto a los "A" como a los "B". Son los individuos "C", que tienen un sexto sentido
natural para detectar y explotar el miedo de los "B" a la libertad. Así, les asustarán respecto a
un supuesto dios que habita en el volcán de la isla e inventarán toda suerte de ritos, hechizos y
conjuros para aplacar su ira, inventando la religión en la isla y viviendo del temor de sus
convecinos. Y, también, comenzarán a imponer leyes y normas a los "B" y, sobre todo, a sus
odiados "A". Respaldarán su prepotencia legisladora en la fuerza o en la legitimidad popular,
según el grado de refinamiento de los "C" insulares, pero en cualquier caso habrán dado lugar al
gobierno en la isla. Y poco a poco, los "B" serán felices siervos protegidos por ese gran invento
de los "C", el Estado; y los "A" serán sometidos y forzados a tributar y a regirse por normas que
invaden su libertad personal.
Ahora extrapolemos la situación de la isla, mutatis mutandis, al planeta Tierra. No hay una sola
isla sino algo más de doscientas (los Estados soberanos de nuestro mundo). En unos la situación
de los "A" es mucho mejor que en otros, pero en todos sin excepción los "A" no somos
plenamente libres. Es una cruel contradicción que los individuos humanos, necesitados en
múltiples maneras de su relación con otros individuos humanos, tengan sin embargo en el
conjunto de miembros de su propia especie su mayor fuente de opresión. Cada cierto tiempo,
en algún lugar del mundo, un individuo "A" logra romper las cadenas del colectivismo, como
para recordar a todos los libres de espíritu que la guerra no está perdida y que vale la pena
vivir para luchar por la libertad.
— 186 —
El Fraser Institute de Vancouver
Perfiles del siglo XXI, octubre de 2000
Desde hace algo más de un cuarto de siglo, la ciudad canadiense de Vancouver acoge una de las
más prestigiosas instituciones académicas de tendencia liberal-liberartaria. El Fraser Institute
se fundó en 1974 para promover en Canadá las ideas de la libertad económica y los valores de
la economía de mercado. Comenzó como una institución muy modesta y fue creciendo hasta
ser hoy en día el think-tank más importante de Canadá, con más de dos mil quinientos afiliados
(individuales y corporativos) en Canadá y una decena de países más. Como corresponde a una
institución de esta tendencia ideológica, el Fraser rehúye toda financiación estatal y se nutre
sola y exclusivamente de las contribuciones de sus miembros y de los beneficios que le produce
la venta de sus libros y otros materiales.
Más de trescientos cincuenta intelectuales de una veintena de países, incluyendo a seis premios
Nobel, se cuentan entre los autores que han escrito para el Instituto, cuyos libros se han
traducido a nueve idiomas y se distribuyen actualmente en más de cincuenta países. La oferta
de publicaciones periódicas en papel y online del Fraser Institute es tan grande como la
demanda internacional hacia este prestigioso centro de concepción intelectual.
Pero tal vez el Fraser sea especialmente conocido a escala global como uno de los principales
impulsores de la Red por la Libertad Económica, que agrupa a instituciones similares en todo el
mundo y publica cada año el reconocido Indice de la Libertad Económica, un estudio científico
que recoge el grado de libertad económica existente en cada país y su avance o retroceso
respecto al año anterior. Las consecuencias de la publicación de este ranking anual se han
dejado sentir en la acción política de dirigentes de todo el mundo, y el Indice constituye en la
actualidad uno de los instrumentos de trabajo más serios y eficaces tanto de los activistas en
favor de la libertad económica como de los estudiosos de esta materia y otros académicos.
Gracias al Fraser Institute y a cientos de pequeños y grandes institutos liberales como éste,
nuestro mundo es cada día un poco más libre.
— 187 —
La fortuna global
(reseña del libro homónimo, de Ian Vásquez)
Perfiles del siglo XXI, octubre de 2000
Después de que dos guerras mundiales, la Gran Depresión y los diversos experimentos con el
socialismo interrumpieran la evolución del orden económico liberal surgido en el siglo XIX, la
economía mundial ha recobrado desde hace unos años el nivel de globalidad que previamente
ya le había caracterizado. El genial novelista peruano Mario Vargas Llosa afirma en el primero
de los ensayos recogidos en Global Fortune que “es el liberalismo, más que cualquier otra
doctrina, el que simboliza el avance extraordinario de la libertad a lo largo de la Historia de la
civilización humana”. En esta compilación de textos sobre la libertad económica —coordinada
por el director del proyecto sobre libertad económica global del Cato Institute, Ian Vásquez—,
expertos de cuatro continentes examinan el torbellino financiero que ha acompañado el
retorno de la Humanidad a la economía global y reaccionan frente a los argumentos de los
críticos de la globalización, que la acusan de traer inestabilidad y pobreza.
Los autores exploran también el papel del Fondo Monetario Internacional, demuestran cómo la
injerencia estatal en el mundo de la empresa ha generado masivamente inversiones nefastas en
varios países, y muestran su preocupación por el reducido alcance de las reformas emprendidas
en Rusia. La noción, aún hoy ampliamente extendida en el mundo, de que de alguna manera el
capitalismo ha fallado, es muy de lamentar porque, en realidad, el bienestar de la Humanidad
está directamente condicionado a la suerte que corra el propio capitalismo. Como expone
Vargas Llosa, “hemos de celebrar las conquistas del liberalismo con serenidad y alegría, pero
sin dormirnos en los laureles, porque más importante es emprender lo mucho que aún nos
queda por hacer”. Una vez más, el más prestigioso think-tank liberal-libertario estadounidense
aporta al debate de las ideas una obra maestra del pensamiento moderno, en este caso gracias
a la excelente labor de uno de sus mejores y más prestigiosos académicos, el peruano Ian
Vásquez.
— 188 —
Negligencia médica
Perfiles del siglo XXI, noviembre de 2000
En España se ha suscitado en los últimos meses una controversia que, en mayor o menor
medida, afecta en realidad a todos los países. Cuando la principal asociación de pacientes y los
principales grupos de víctimas de negligencia médica decidieron publicar en Internet un listado
de los médicos sentenciados por este motivo, el poderoso lobby de los galenos demostró su
fuerza y los corporativistas colegios médicos pusieron el grito en el cielo. Los movimientos
ciudadanos tan sólo iban a publicar el listado de médicos condenados por los tribunales en
sentencia firme e inapelable, una vez agotadas todas las vías de recurso jurídico, pero incluso
la Agencia de Protección de Datos salió en defensa de los médicos negligentes e impidió a las
asociaciones publicar la relación.
En un Estado de Derecho, ¿no son públicas las sentencias de la Justicia? Entonces, ¿qué derecho
tiene el poder ejecutivo a impedir su publicación una y tantas veces como se desee y en
cualquier soporte existente? Los pacientes tienen derecho a saber qué médicos han sido
procesados y finalmente condenados por casos de negligencia que le han costado la vida o
graves problemas de salud a pacientes anteriores. Hay que acabar con la dictadura de los
médicos en los hospitales, que deja a los pacientes y sus familias a merced de decisiones
muchas veces tomadas bajo presión o a la ligera. Si el paciente lo desea, las intervenciones
quirúrgicas deben grabarse en vídeo.
El derecho a contar con una segunda opinión debe ser ejecutable por todos los pacientes antes
de someterse al tratamiento indicado por el primer médico. Y los profesionales que incurran en
negligencia y sean condenados por ello tienen derecho, si no han sido inhabilitados para el
ejercicio de la profesión, a seguir ejerciéndola pero no a ocultar esa circunstancia. El paciente
es un consumidor más, con la diferencia de que el servicio-producto que consume es de una
importancia vital, muy superior, desde luego, al supuesto derecho de un médico a que no se
conozcan sus antecedentes. Luz, ventilación y transparencia es lo que se necesita en el
ejercicio de la medicina.
— 189 —
El derecho a fumar
Perfiles del siglo XXI, noviembre de 2000
Nada menos que “Fight Ordinances and Restrictions to Control and Eliminate Smoking” es lo
que significan las siglas FORCES, pero el obvio propósito es formar en inglés la palabra
“fuerzas”, por que de eso se trata, de unir nuestras fuerzas contra la brutal campaña antitabaco que se extiende ya como una epidemia por el mundo entero. Basándose en estudios
científicos de más que dudosa seriedad, al tabaco se le ha llegado a culpar de todos los males.
En los Estados Unidos hay grupos de presión que exigen al gobierno la retirada automática de la
custodia sobre sus hijos a los padres y madres que fuman. Al fumador se le ha expulsado de su
oficina, de los aviones y trenes y en algunos casos hasta de su hogar. Desde hace varios años,
FORCES está devolviendo el golpe. El movimiento ciudadano que preside Raymond Sasso se ha
extendido ya a Canadá e Italia y, poco a poco, está cosechando éxitos de importancia. Desde
sus páginas web, donde se ofrece interesante información y cientos de documentos y estudios,
FORCES se presenta ante todo como un lobby a favor de la libertad. Y, en efecto, los activistas
pro-libertad de fumar alegan con razón que si permitimos al Estado injerirse en el estilo de
vida y en los hábitos de consumo de las personas, podemos llegar a la esclavitud total.
Comienzan por atacar al tabaco, pero mañana nos dirán que no comamos tal o cual tipo de
grasas, o dulces, o se reeditará —y a escala mundial— la Ley Seca.
Los fumadores, desde el 1 de enero de este año, han contribuido a la economía mundial con
más de doscientos veinticinco mil millones de dólares, pero más de ciento noventa mil millones
fueron a parar a los Estados, y eso considerando sólo los impuestos especiales directos al
tabaco. Hay una enorme hipocresía en la campaña internacional contra el tabaco. Nadie dice
que fumar sea lo mejor para nuestra salud, y nadie puede llamarse a engaño si un consumo
excesivo del tabaco le produce a largo plazo problemas de salud. Pero fumar es una decisión
libre y, si se consume moderadamente, el tabaco es un placer escasamente perjudicial. Lo sea
o no, la decisión es de cada uno de nosotros, no de ningún juez, legislador ni presidente.
Sumarse a FORCES (por ejemplo ayudando con las traducciones a otros idiomas para el website
o abriendo capítulos nacionales del movimiento) es una forma de preservar la libertad
individual en una época en la que existe una formidable coalición de intereses contra ella.
— 190 —
Embriones instrumentales
Editorial para Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2000
Hace unas semanas levantó gran polémica la decisión de una pareja estadounidense que
decidió tener un bebé con el propósito (adicional a su voluntad de tener un nuevo hijo) de
emplear materia orgánica del mismo para salvar a su niña de cinco años, que habría muerto
con toda seguridad si su nuevo hermano no hubiera nacido para poder prestarle las células que
han salvado su vida. La niña se salvó, el bebé también está en perfecto estado y la estrategia
diseñada por los médicos —que implicó la selección del embrión más adecuado para el caso—
ha sido un gran éxito. Sin embargo, las principales organizaciones religiosas, incluida la Iglesia
Católica, y cientos de moralistas de diversa índole han puesto el grito en el cielo.
Acusan a la pareja de Colorado de haber engendrado un hijo meramente instrumental,
valoración que resulta muy grave porque sería necesario estar en la mente de esas personas
para saber si en conciencia querían tener un nuevo hijo por el hecho en sí de tenerlo, además
de la motivación de salvar la vida de su otra hija. Además, esta otra motivación también es
perfectamente legítima y es una prueba del amor de estas personas hacia su hija. ¿Quién tiene
derecho a meterse en una decisión tan íntima y privada como la de esta pareja? ¿Con qué
derecho determinadas organizaciones se creen investidas de legitimidad para dictar normas en
materia de moral?
Quienes tanto se preocupan, aparentemente, por la moral y la dignidad humana, ¿habrían
dejado morir a la niña para no tener que proceder a una “inmoral” selección de embriones? Son
los mismos moralistas tan “humanitarios” que no les tiembla la mano al condenar a los
enfermos terminales a un sufrimiento horrible y a veces larguísimo para no “cometer”
eutanasia. Son los mismos apóstoles de la bioética —de una bioética a la medida de su
conservadora estrechez mental— que no dudan en condenar a niñas y adolescentes a una
maternidad no deseada antes que dejarlas abortar, incluso en caso de violación; los mismos
que no aceptan el alquiler de úteros para que una pareja estéril pueda tener hijos; los mismos
que se escandalizan ante cada nuevo avance de la genética.
Basta de tener miedo al futuro. El futuro está a la vuelta de la esquina y nada logramos
asustándonos de él. Lo necesario es comprender las nuevas posibilidades que nos ofrece la
ciencia y aprovecharlas en beneficio de la salud, el confort y el bienestar físico y mental de las
personas. Las iglesias se escandalizan de todos los avances que nos aproximan al control
biotecnológico sobre nuestra propia especie y las demás, y sobre la vida. Es lógico, ya que esta
evolución imparable deja a la figura de Dios con muy pocas tareas, y a sus intérpretes y
representantes virtualmente desempleados. Los nuevos Torquemadas preguntan al viento qué
pasará si cunde el ejemplo de Colorado y la gente empieza a producir embriones no ya para
salvar a sus hijos sino a sí mismos. Una vez más funciona la lógica hipócrita del altruismo que
tanto daño ha hecho a nuestras sociedades: si la selección de embriones se hace en pro de otro
(máxime si ese otro es una niñita indefensa) el pecado es menor que si se hiciera para uno
mismo. ¿Por qué? Misterios de la enrevesada, acomplejada y pacata moralidad que se nos
quiere imponer desde los púlpitos, las cátedras y cierta prensa.
El uso instrumental de embriones es hoy por hoy inmejorable y frecuentemente insustituíble
como medio de asegurarnos células y tejidos capaces de revertir patologías gravísimas y salvar
vidas humanas. ¿"Jugando a Dios"? (Conferencia Episcopal dixit). Pues quizá. ¿Y qué? Jugando a
Dios hemos logrado volar, viajar a la Luna, curar la lepra o comunicarnos de un extremo a otro
del planeta. En cualquier caso urge encontrar la solución científica que permita producir
embriones sin actividad cerebral, es decir, sin pensamiento y, para los creyentes, “sin alma”.
De ellos podrá obtenerse libremente el material biológico de repuesto que las personas
necesiten. Su forma humana no hará humanos a estos embriones al carecer de aquello que nos
diferencia de los animales: el pensamiento, la voluntad y la autoconsciencia. No habrá
entonces reparo moral para hacerlos nacer y crecer para cumplir mejor sus funciones de fuente
— 191 —
de repuestos. La actual evolución de esta ciencia permite vislumbrar a muy largo plazo incluso
la opción de transferir la persona de su viejo y deteriorado cuerpo a un cuerpo nuevo, joven y
sano, clonado de sí mismo. Sin necesidad de llegar ese extremo, la ciencia está produciendo un
cambio revolucionario que llegará a prolongar exponencialmente la longevidad de los seres
humanos y a aumentar la calidad de su vida. Quienes se oponen furiosamente a esto están en
su perfecto derecho de no aprovechar las nuevas oportunidades, pero no tienen el más
pequeño derecho a obstaculizar su uso por parte de los demás. La moral es privada.
— 192 —
La gran farsa yugoslava
Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2000
¿Nos creemos a Kostunica? ¿Aplaudimos la coreografía pseudorrevolucionaria del pasado
octubre en las calles de Belgrado? ¿O exigimos de una vez un poco de carácter y sentido
común a los estrategas de la política exterior occidental?
El mundo parece haberse tragado la tragicomedia en dos actos que nos ha presentado Serbia.
Como por arte de magia, desaparece el régimen de Milosevic (el malo) y llega al poder,
aclamado por las masas enfervorecidas y en clima de revolución popular, el nuevo presidente
Kostunica (el bueno). Todos aplauden y algunos se aprestan a retirar sanciones. Todos procuran
no recordar que Milosevic sigue vivo, activo y poderoso. Todos prefieren mirar a otro lado
cuando se les confronta con la realidad:
1. Vojislav Kostunica no representa ni remotamente una opción de gobierno realmente
democrática y, sobre todo, es el líder de una facción extremadamente nacionalista que no hará
grandes concesiones a Occidente y que no moderará un ápice las pretensiones territoriales
serbias sobre Montenegro y Kosova. Gran parte de los votantes de Kostunica le han apoyado por
considerar a Milosevic demasiado débil en su nacionalismo serbio o simplemente ineficaz, y el
nuevo presidente sabe que debe su puesto, más que a los escasísimos demócratas serbios, a los
sectores ultras situados más allá del propio Milosevic.
2. Visto con la perspectiva de las semanas transcurridas, los acontecimientos del 5 y 6 de
octubre en Belgrado parecen claramente orquestados desde el poder, tal vez tras un acuerdo
previo entre los dos presidentes.
3. Indicio de ésto último es el resultado final, en el que se otorga a la madre Rusia el papel de
mediadora indispensable y guía política de los sectores “enfrentados” en Serbia. Milosevic
queda libre, impune y líder. Su partido controla el parlamento y será un freno a cualquier
veleidad pro-occidental de Kostunica, además de servir de garantía frente a la orden de busca
y captura internacional que pesa contra el ex-presidente yugoslavo, uno de los mayores
criminales de guerra desde Hitler.
4. La presidencia federal es un órgano que, sin Milosevic, apenas tendrá poder frente a las
presidencias de las dos repúblicas miembros, y Milosevic podría volver a ser presidente de la
República de Serbia. El maquiavelismo de esta jugada es propio de este prestidigitador
sanguinario, que jamás habría abandonado el poder voluntariamente: antes se habría suicidado
tal como le pedía la población al grito de “gotov je”.
No han pasado ni tres años desde que Vojislav Kostunica se dedicara a imponer el orden serbio
en Kosova. Todos deberíamos recordar las fotografías espeluznantes del hoy presidente
“patrullando” la provincia albanesa con traje de camuflaje y metralleta al hombro. Si los dos
políticos y sus respectivos partidos han presentado una coherente y emocionante puesta en
escena, la verdad es que hay que descubrirse ante su habilidad. Si realmente no estaban de
acuerdo, tampoco es mucho lo que cambia. Amparado en Rusia y en una Grecia cuya indigna
posición sobre Serbia habría de merecerle una fuerte llamada de atención de la Unión Europea,
el régimen de Belgrado ha operado un cambio cosmético destinado a salir de la bancarrota y
recibir fondos de reconstrucción. ¿Qué da a cambio? Nada. No transige en permitir la
emancipación política de Kosova, que es la única solución viable a largo plazo para evitar la
vuelta del conflicto armado al territorio. No transige en considerar a Montenegro como lo que
es: un socio en pie de igualdad dentro de una federación legítimamente desmontable de
manera unilateral. No acepta insertarse de verdad en Occidente, que sólo le interesa por su
dinero pero de quien recela políticamente. Y no acepta entregar a la justicia internacional
(“tribunal político al servicio de los Estados Unidos”) a Milosevic y los demás criminales
buscados.
— 193 —
Cada dólar que dé Occidente a Serbia será un dólar arrojado al pozo sin fondo de un Estado que
domina más del setenta por ciento de la economía, ya que Yugoslavia es el Estado de Europa
Oriental que menos ha avanzado en las reformas. Y muchos centavos de ese dólar terminarán
en bolsillos corruptos. No es Occidente quien debe mover ficha en su partida de ajedrez con
Belgrado: le toca todavía a Kostunica. Tiene que abrir de par en par las puertas de la economía
serbia, tiene que renunciar al mantenimiento de su federación con Montenegro por vías
militares y reconocer el derecho de la pequeña república costera a abandonar la federación si
lo desea, tiene que cambiar por completo su discurso sobre Kosova y, pese a lo difícil que sería
venderlo en Serbia, tiene que permitir que Milosevic y sus secuaces sean juzgados.
Hoy Serbia no es comparable con los demás países de Europa Oriental cuando nacieron a la
democracia hace una década. Como mucho sería comparable a la Rumanía de Ion Iliescu que
durante unos años vivió del cuento democrático cuando en realidad el régimen era muy
continuísta y las reformas tardaron seis años en comenzar. Kostunica, como mucho, será un
Iliescu, un hombre de pretransición. Las verdaderas reformas vendrán detrás de él, cuando el
imperio de Milosevic en la sombra haya terminado por fin.
Una vez más es patética la debilidad de carácter de Occidente. Se hizo una guerra en Kosova
para nada, como antes en el Golfo Pérsico. Nos da demasiado miedo Rusia. La comunidad
internacional debe arbitrar mecanismos jurídicos que permitan, en casos como éste, intervenir
en un Estado para derrocar un régimen ilegítimo que resulta hostil a sus vecinos. Y, también,
para amparar internacionalmente la secesión de territorios con una amplísima mayoría
sometida a represión y exterminio, como en el caso de Kosova, un país claramente albanés que
no pinta nada como provincia de Serbia.
Si por lo menos el melodrama serbio hubiera servido para que Occidente aprendiera la lección,
habría valido la pena dejarnos engañar, pero la farsa yugoslava tan sólo ha sido un teatral
cierre en falso del problema, sin aprendizaje alguno para los timoratos responsables de la
política exterior occidental. Nos han tomado el pelo.
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Manifiesto por la autodeterminación del individuo
Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2000
1. Consideraciones éticas y filosóficas
1.1. Como la persona no existe antes de su concepción por otros dos seres humanos, es obvio
que la decisión inicial de vivir en el mundo le es ajena e impuesta por la voluntad de otros o,
en muchos casos, casi por azar. Además, durante un largo periodo de infancia y adolescencia el
individuo no está capacitado para ratificar esa decisión ni imponer condiciones a la misma. Las
personas nacemos por decisión de otros seres humanos y en un determinado entorno físico,
familiar y social, y dotadas de unas características genéticas concretas. Obviamente hay toda
una parte de ese marco que jamás podremos cambiar, pero decidir sobre la parte modificable
del mismo nos compete en exclusiva. No hay voluntad ajena —ni de otro individuo ni de la
colectividad, ni impuesta por la tradición ni por las creencias místicas predominantes— que
merezca una consideración moral más alta que la voluntad propia, ni hay, por tanto,
restricción alguna al ejercicio de la libertad humana que cuente con una legitimidad natural y
objetiva. Las restricciones a la libertad humana individual basan su legitimidad en el derecho
de los otros individuos, lo que constituye una base eminentemente pragmática de la que se
derivan condicionantes a la libertad individual que son también pragmáticos —no naturales ni
objetivos sino meramente prácticos para la coexistencia de las personas—. El entorno humano,
que sin duda nos brinda muchos elementos positivos y hasta imprescindibles, se ocupa también
de cercenar nuestra libertad mucho más allá de las limitaciones físicas y biológicas naturales.
Dependiendo del azar, el ser humano nace y se desarrolla en un entorno humano con mayores o
menores restricciones a su individualidad, y millones de personas jamás llegan a ser
conscientes de su soberanía, de su derecho a la misma ni de la enorme invasión de ésta que
padecen. Pero el individuo humano es un ser inteligente y capaz de autogobernarse. El derecho
a hacerlo es natural, fundamental e inviolable, y su rango moral es superior a cualquier
imposición pragmática de otros seres humanos y al consenso que los demás alcancen para
organizar su vida en común.
1.2. A partir del momento en que la persona alcanza un desarrollo intelectual suficiente,
momento que podemos establecer hacia el final de la adolescencia, está en su derecho de
reconsiderar y modificar todo aquello relativo a sí mismo y a su vida que de él depende,
incluido el propio hecho de existir. Esto le faculta para tomar y cambiar en adelante cuantas
decisiones desee sobre su persona, su cuerpo y demás propiedades, su mente y su aceptación o
rechazo de cualquier valor, su nombre, su relación con los demás y su forma y estilo de vida.
No tomar decisión alguna, como hace gran parte de la población, es también una decisión,
aunque con frecuencia no sea consciente. Es decir, quienes por su voluntad o por simple
inconsciencia, por inercia cultural o por desidia se dejan llevar por el statu quo en el que
nacieron y fueron educados están también ejerciendo una opción.
1.3. La fuente de todos los derechos que asisten al individuo y que le sitúan por encima de
cualquier imposición grupal parte del entendimiento del ser humano como un fin en sí mismo,
como un ser cuya propia felicidad y realización constituye su misión primordial, aun cuando
decida libremente ejecutarla mediante el servicio a los demás. Durante siglos se nos ha
enseñado desde las más diversas filosofías e ideologías —desde el cristianismo y el judaísmo
hasta el islam, desde el fascismo a la socialdemocracia y desde el comunismo hasta el
conservadurismo— que la persona vive en función de la comunidad a la que “pertenece”, que
el sacrificio por los demás es casi una exigencia moral, que perseguir la propia satisfacción es
egoísta e insolidario. Ha llegado el momento de recuperar para el individuo —para todos los
individuos— la legítima afirmación de su persona y, por consiguiente, de su acción en beneficio
propio como algo éticamente correcto. La filosofía del “altruísmo”, es decir, de la afirmación
del “otro” (alter) ha sido impuesta desde la escuela hasta el asilo y desde los púlpitos de la
iglesia, las tribunas de la política, la alienadora acción del Estado, la paternal institución de la
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familia o las más diversas organizaciones humanas, pero siempre con el objeto consciente o no
y a veces incluso bienintencionado de someter al individuo.
2. La ilegitimidad de origen de todo poder sobre el individuo
2.1. Como consecuencia directa del origen involuntario de la vida propia, y con base en las
consideraciones antes expuestas, toda forma de limitación del poder de la persona sobre sí, su
vida y sus decisiones adolece de una profunda ilegitimidad de origen. Aunque todas las demás
personas de la Tierra estuvieran plenamente de acuerdo en imponer a un individuo tales
limitaciones, seguiría siendo de superior rango el derecho natural de ese individuo a no
acatarlas, en tanto el desacato no perjudicara de forma directa y demostrable a terceros.
Como las personas somos en gran medida seres gregarios que necesitamos la relación con
nuestros semejantes para llevar una vida soportable, es necesario establecer ciertas normas de
convivencia, pero es a la vez necesario tener presente que tales normas se dictan por
conveniencia práctica y que en ningún caso pueden sustituir ni superar en importancia al
derecho natural del individuo.
2.2. Las citadas normas, por más que se llamen “generales” o “universales” afectan a los seres
humanos que optan por convivir con los demás en un determinado entorno social: aquel en
cuyo ámbito rigen tales normas. Pero es igualmente lícito alejarse y vivir fuera de esas normas,
asumiendo las consecuencias de soledad que ello pueda conllevar, o reunirse con otros
individuos y, al margen de la mayoría, pactar con ellos una convivencia basada en otras normas
más acordes con los deseos e intereses de los integrantes. La dificultad de hacerlo en el mundo
globalizado actual y el alcance territorial —éticamente cuestionable— de la jurisdicción de los
Estados sobre la práctica totalidad del planeta limitan de facto estas opciones pero no
menoscaban el derecho natural a ejercerlas que asiste a todo ser humano.
2.3. Como consecuencia de lo expuesto, todo conjunto de normas y reglas de convivencia es de
aceptación voluntaria, por más que la no aceptación implique la exclusión de un grupo o
sociedad y pueda conllevar la inmoral expulsión del territorio correspondiente o el dramático
confinamiento en prisión. Una vez más, acatar irreflexivamente normas que limitan el
autogobierno personal es también ejercer una opción: tal vez la más cómoda para la mayoría
pero también la más dolorosa y humillante para algunos.
3. Cuando la democracia se convierte en excusa
3.1. Conforme las sociedades humanas se fueron haciendo más complejas y sofisticadas,
surgieron formas de gobierno colectivo que pretendieron alcanzar un orden social justo,
pacífico y seguro. Pero posteriormente, durante una gran parte de la Historia humana, esas
construcciones derivaron en diversas formas de tiranía que sometieron y someten aún al
individuo, en muchas partes del mundo, a niveles insoportables de destrucción de su
autogobierno y hasta de su identidad. Desde las revoluciones francesa y americana, y desde la
contribución intelectual del Siglo de las Luces, en el mundo occidental se ha venido
produciendo una lenta devolución parcial del poder a la persona, y un reconocimiento aún más
lento y parcial de su derecho natural, garantizado en algunas declaraciones y en muchas
constituciones. Al borde del año 2000, esa devolución ha permitido a millones de personas
conquistar unas cotas de autogobierno con escasos precedentes en los milenios anteriores, pero
esas cotas, incluso en esta parte del mundo, siguen siendo francamente insuficientes.
3.2. Paradójicamente, ese proceso de tímido reconocimiento del derecho natural del ser
humano a su autogobierno ha discurrido en paralelo con un crecimiento también sin
precedentes de las estructuras políticas de organización colectiva, cuyo alcance ha terminado
por invadir nuevas áreas del autogobierno individual. Se ha consagrado así libertades largo
tiempo anheladas, pero al precio de perder otras o de vivir en una permanente tutela que, en
muchos casos, resulta insidiosa. En su camino hacia la libertad, una Humanidad temerosa y
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débil ha optado por conquistarla a fuerza de decretos y burocracia, Estado y policía, poder casi
irrestricto para los gobernantes a cambio de un trato benévolo de éstos y de la implantación de
sistemas de legitimación democrática que sin duda son un avance frente al autoritarismo, pero
que han servido para glorificar el entendimiento colectivista de la sociedad y del ejercicio del
poder y, por ello, para seguir invadiendo el ámbito de decisión de la persona.
3.3. Es decir, la democracia y el Estado de Derecho constituyen un paso de gigante de la
Humanidad en la gestión de lo común, pero no es justo que paguemos por ello un mayor
colectivismo ni tengamos que conformarnos con que, con la excusa de la democracia, se nos
arrebaten aún parcelas importantes de nuestro autogobierno individual que, como antes se
expuso, es anterior y superior a la propia democracia y a cualquier otra fórmula de
organización social.
4. El individuo y el contrato social
4.1. Mucho se ha escrito sobre el contrato social entre gobernados y gobernantes, con
frecuencia para ensalzar las virtudes de un sistema más teórico que práctico, y que parece casi
diseñado para tranquilizar a las personas o incluso para ocultarles la usurpación de su
autogobierno. Si continuamos separando claramente el ámbito colectivo del individual, no hay
duda de que en el primero es muy deseable que se dé realmente un contrato así: que los
gobernantes estén de veras maniatados por la voluntad popular a la hora de ejercer el poder.
No en vano, las constituciones surgieron, mucho más que como una norma suprema de
organización social, como una legítima imposición de la gente a los reyes y, después, a los
mandatarios republicanos. Y habría que añadir que es una lástima que se haya perdido, en
muchos países, ese claro entendimiento de la esencia de las constituciones. Ahora se emplea
más la frase mágica “es que la Constitución dice que...” para limitar la acción individual y
grupal que para limitar al gobierno.
4.2. Pero en cualquier caso, ese contrato social entre gobernantes y gobernados, ¿dónde deja
al individuo? Habría que replantearlo como un contrato tripartito porque la suma de las
voluntades de miles o millones de gobernados no resuelve por sí sola la relación de cada
individuo con el poder. En otras palabras, la plena legitimación de los gobernantes y de su
acción no depende sólo de la aceptación mayoritaria sino también de la aceptación individual,
caso por caso, cuando se trata de decisiones que afectan directa o especialmente a una
persona. No basta que el poder cuente con el respaldo “de todos” o “de la mayoría”, sino
también con el de cada uno en lo que a ese uno afecta. Organizar esto es sin duda complejo
pero, en muchos aspectos concretos, podría y debería intentarse mucho más de lo que
habitualmente se hace.
4.3. En virtud del contrato social se nos ha enseñado a aceptar sin rechistar lo que el poder nos
ordena o prohíbe, porque quienes lo ostentan actúan “en nuestro nombre”, están “legitimados
en las urnas” o responden a la voluntad de la mayoría. Siempre es más elegante que la
imposición se nos justifique así en lugar de venirnos dictada por un tirano, pero ninguna de
esas excusas es éticamente válida para limitar nuestra libertad, aunque pueda ser necesaria
para el grupo por razones, una vez más, de pura conveniencia organizativa.
4.4. Un nuevo entendimiento tripartito del contrato social debería incluir al individuo como
una de las partes del mismo, al menos en pie de igualdad con las otras dos, reconocer que la
soberanía reside en las personas y no en conceptos vagos y difusos como “la nación” o “el
pueblo” y establecer claramente los casos en los que el individuo la delega en el grupo, cuándo
y cómo puede negarse a delegarla (por ejemplo, pero no exclusivamente, en los casos de
objeción de conciencia), cómo se diferencia la relación del poder con la sociedad y con cada
uno de sus miembros, y cómo y con qué consecuencias puede el individuo rescindir
unilateralmente el contrato (por ejemplo mediante la renuncia a la ciudadanía, con la pérdida
de sus derechos y obligaciones, y el eventual apartamiento voluntario de la sociedad para vivir
— 197 —
solo o con otros en un entorno diferenciado o su salida del territorio correspondiente). Cabe
abundar en el hecho de que, si la “patria” y sus consecuencias sobre el individuo le vienen
impuestas a éste y no son resultado de su libre decisión, su sustitución por otra y la apatridia
son opciones personales de incuestionable legitimidad.
5. La soberanía
5.1. Cuando se hace recaer la soberanía en el grupo —un grupo, además, tan amplio que nos
abarca a todos—, en realidad se nos está sustrayendo una porción considerable de la misma. La
soberanía no le pertenece a un ambiguo “todos nosostros” sino a cada uno de nosotros. El
grupo (“patria”, clase social, pueblo, sociedad, nación o como se le quiera denominar) no es
otra cosa que la suma de sus integrantes, ni más ni menos. No es un ente diferenciado ni
interpretable desde una visión organicista ni corporativista, no tiene vida propia ni por tanto
una voluntad que pueda esgrimirse como argumento para limitar la del individuo, no es sujeto
de derechos diferentes de los que asisten a sus miembros ni tiene, desde luego, derechos de
ninguna clase sobre éstos —antes al contrario, son los partícipes del grupo quienes están
individualmente dotados de sus respectivas cuotas de derechos sobre el mismo, ejercibles en
relación con todas aquellas decisiones que necesariamente hayan de tomarse de manera
colectiva al trascender de manera objetiva el alcance, siempre prioritario, de la soberanía
personal—. Las personas, en gran parte del mundo, hemos conseguido a duras penas arrancarle
la soberanía a los monarcas que esgrimían su supuesto derecho divino y a toda clase de tiranos
que empleaban cualquier otra excusa para usurparla. Pero poco arreglamos si, una vez
reconquistada, la delegamos con tanta generosidad en una nueva clase de gobernantes más
simpáticos y “legitimados” pero igualmente dispuestos a emplearla en beneficio de su proyecto
de sociedad, casi siempre colectivista y limitador de nuestra libertad, o de su entendimiento
del Estado, cuando no en beneficio propio.
5.2. La soberanía nos pertenece. Si optamos por vivir en una sociedad somos dueños de la
millonésima parte que nos corresponda de la soberanía colectiva (no estaría de más darle a
cada persona un título, una especie de acción, para que se visualizara mejor este hecho),
aparte de seguir siendo, principalmente, dueños exclusivos y únicos de nuestra soberanía
personal. Respecto a ambas debemos ser extremadamente vigilantes, ya que de lo contrario
nos las arrebatarán sin que nos demos cuenta. Respecto a la primera, es decir, a nuestra
porción de soberanía común, deberíamos ser capaces de ejercerla muchas más veces, con
mucha mayor efectividad y no sólo para escoger a nuestros gobernantes sino para ordenarles en
la mayor cantidad posible de casos lo que deben hacer. Pero al mismo tiempo se debe impedir
a todos ejercer esa porción de soberanía colectiva para mandar a los gobernantes acciones que
atenten contra la soberanía individual de otros, ya que ésta, igual que la nuestra, es más
elevada. Y sin embargo, éso es precisamente lo que sucede de manera constante en muchos
ámbitos, y particularmente en el de la política: grupos de interés de la más diversa naturaleza
coordinan sus porciones de soberanía colectiva para imponer limitaciones a la soberanía
individual de otros.
5.3. La soberanía individual nos faculta para hacer absolutamente cuanto deseemos, con la
única pero fundamental excepción de aquellas cosas que verdadera y demostrablemente
perjudiquen a otro. “Hacer”, en este contexto, incluye por supuesto “no hacer”. Este principio
básico está formalmente reconocido por casi todas las instituciones democráticas, pero se ve
sistemáticamente vulnerado y reducido en aras de un difuso “interés general” que encubre con
frecuencia el interés particular de sus diversos intérpretes en el campo de las ideas o en el de
la política. Intérpretes que no tienen empacho ni rubor en limitar nuestra soberanía para
favorecer, no el objetivo restablecimiento de la soberanía vulnerada de otro, sino aquellos
intereses que a su criterio o a su capricho coinciden con los del grupo o la mayoría de sus
miembros. La libertad de cada uno no termina donde empieza ese discutible eufemismo que en
realidad sirve como excusa para que las élites interpretadoras hagan y deshagan a su antojo,
sino que termina donde realmente comienza la inalienable soberanía individual de otro, pero
— 198 —
de “otro” con nombre y apellidos. Las consecuencias fundamentales de la soberanía individual
son nuestro indiscutible autogobierno y nuestra plena potestad sobre nuestra propiedad.
6. Persona y propiedad
6.1. La persona nace con algunas propiedades: el proceso biológico que llamamos “vida”, el
cuerpo y sus órganos y productos, la opción reproductiva, la mente y la capacidad de pensar e
idear, la fuerza y la capacidad de transformar la materia. Con el paso del tiempo adquiere
otras propiedades, como los conocimientos, la experiencia, la habilidad, la capacidad de
trabajar y los objetos, títulos y derechos que obtiene por diferentes medios: a cambio de su
trabajo intelectual o físico, por regalo, por azar, por usucapión legítima, por su habilidad en la
adquisición y enajenación de otras propiedades u otras formas de interacción con otros
individuos, etcétera. La propiedad es indisociable de la condición soberana de la persona: es la
faceta tangible del carácter humano y no meramente animal de la persona. Es el ámbito sobre
el que ejercemos nuestro autogobierno. Cuando una persona trabaja o piensa, vende o compra,
fuma o decide ponerse en huelga de hambre, hace o recibe un regalo, dona sangre o se suicida,
está afectando su propiedad en diferentes grados y en ejercicio de su soberanía, sin la cual no
tendría más que una existencia alienada, meramente biológica y similar a la de los animales.
Cuando se priva a una persona de su propiedad bienhabida se hace añicos su soberanía y se la
reduce a la condición de esclava, porque sin propiedad casi no hay persona.
6.2. Es lamentable pero lógico, por tanto, que el entorno social colectivista procure por
diferentes medios, a través de los gobernantes, limitar nuestra propiedad, sustraernos una
parte o condicionar el uso que hagamos de ella. Las personas no se ven expropiadas solamente
cuando el Estado les quita sus tierras para construir infraestructuras “en interés general” o
cuando se les impone tributos, sino también cuando se les obliga a tomar las armas para
lanzarse a una guerra, o cuando se les fuerza a prestar un servicio social o militar, o a trabajar
gratis o a donar contra su voluntad un órgano o producto corporal, o a tener o no tener hijos, o
a votar si no desean hacerlo, o a participar involuntariamente en un jurado o en una mesa
electoral, etcétera. Es decir, las limitaciones a la propiedad impuestas por los gobernantes y
demás intérpretes del “interés general”, con la sorprendente y suicida anuencia de la mayoría,
son muchas, muy diversas y de consecuencias y alcance muy variados.
6.3. Ante esto, el ser humano está en su perfecto derecho natural de defenderse y protegerse,
y, llegado el caso, de abandonar un entorno que considere insoportable por el expolio excesivo
de su propiedad, en sentido amplio. Conscientemente o no, millones de personas se esconden o
huyen de los entornos sociales que limitan la propiedad o hacen difícil obtenerla. Es la suerte
que corren tanto los emigrantes (que buscan rentabilizar mejor el uso de propiedades como su
inteligencia y su trabajo) como quienes protegen su dinero en un paraíso fiscal ante la
depredación de Hacienda, tanto las muchachas que escapan de países donde se practica la
terrible ablación del clítoris como los insumisos que huyen del servicio militar, tanto los
exiliados de regímenes represivos como las mujeres que se ven forzadas a abortar fuera de su
país, tanto los ciudadanos que se fingen enfermos para no participar en un jurado como los
consumidores de cannabis que vuelan hasta Amsterdam para comprarlo sin dar con sus huesos
en la cárcel. En definitiva, libertad y propiedad son dos caras de una misma moneda: la
soberanía personal que nos corresponde a todos y sin la cual perdemos nuestra dignidad
humana.
7. Individualismo no es egoísmo
7.1. La exigencia que algunos seres humanos hacemos de nuestra soberanía personal puede
denominarse individualista, pero no tacharse de egoísta. La persona individualista, si basa su
individualismo en las consideraciones éticas anteriormente expuestas, no puede dejar de
considerar que comparte el planeta con otros seis mil millones de individuos a los que debe y
necesita reconocer una soberanía personal idéntica a la que reclama para sí. La mayor parte de
— 199 —
las personas son naturalmente solidarias y expresan ese sentimiento de muy diversas maneras.
Un entendimiento individualista de la solidaridad faculta a cada persona para ejercerla o no, y
para hacerlo de manera directa o indirecta, así como para decidir libremente la magnitud del
esfuerzo a realizar y el destino de su acción humanitaria. La acción solidaria, como las demás
acciones del individuo, es eminentemente privada y carece de sustento moral cuando se realiza
bajo coacción o imposición de otra persona o de la mayoría, llegando entonces a convertirse en
expropiación y a mermar la soberanía individual y, por tanto, la dignidad humana.
7.2. Aunque a los individualistas se nos tache frecuentemente de insolidarios, los colectivistas,
en su afán igualitarista, suelen serlo en mayor medida. El individuo autoconsciente, como
valora enormemente su soberanía personal, suele ser mucho más respetuoso de la soberanía de
los demás que los colectivistas. La mayoría de los individualistas creen en la solidaridad tanto
como puedan hacerlo los colectivistas, con la única pero fundamental diferencia de que no
están dispuestos a imponerla coactivamente a quienes no se sientan solidarios. La solidaridad
espontánea y voluntaria es una forma más, y muy digna, de ejercer el derecho al autogobierno
individual, y en particular al uso de la propiedad (dinero entregado, tiempo dedicado a atender
desinteresadamente a otros, sangre donada o trabajo voluntario realizado, etcétera). Pero la
solidaridad forzada no es tal solidaridad sino un expolio inmoral que aliena a quien lo sufre y
rebaja a quien lo ejerce, pues está violando brutalmente la soberanía personal de otro.
7.3. Además, el ser humano es especialmente útil a los demás cuando actúa en beneficio
propio, porque para conquistar su bienestar y su felicidad necesariamente debe crear,
inventar, trabajar, invertir o actuar de otras muchas formas, todas las cuales aportan algo a los
demás seres humanos. Por lo tanto, la actividad humana en persecución de los intereses
propios debe considerarse como beneficiosa y no tacharse de egoísta, como hace la moral
colectivista. Es necesario rehabilitar el lucro como motivación legítima y moralmente correcta
de los actos humanos. Por alto que sea el mérito de la acción abnegada de quien se dedica
solamente a los demás, no es mayor que el de quien se esfuerza en conquistar metas para sí, y,
si analizamos todo lo que el segundo contribuye a la sociedad impulsado por esas metas, es
muy probable que su aportación resulte más útil al grupo que la del primero.
8. Los colectivistas y los políticos
8.1. Los colectivistas, con o sin consciencia de ello, buscan en las instituciones comunes que
para su provecho han establecido no sólo la legítima protección de la soberanía personal que
les pertenece, sino también la ilegítima merma de la soberanía de otros al objeto de
beneficiarse a sí mismos o a su particular entendimiento de cómo debe funcionar la sociedad.
Recurren entonces a los políticos, que, como necesitan la mayor cantidad posible de apoyo
popular y como saben que la gran mayoría de las personas son colectivistas, compiten entre sí
para ofrecer a las masas lo que éstas quieran, aun cuando para ello deban desposeer al
individuo de una parte sustancial del autogobierno que le corresponde como expresión de su
inalienable soberanía. Millones de seres humanos escogen una u otra opción política
colectivista en función de lo que les “ofrece”, sin darse cuenta de que, cualquiera que sea el
ofrecimiento, sólo se podrá cumplir a expensas de la expropiación masiva a la ciudadanía y de
una merma considerable de la soberanía personal de todos —no sólo de los “ricos”—, incluidos
los votantes de la opción elegida.
8.2. Todas las ideologías colectivistas de izquierda y de derecha, desde el fascismo al
comunismo y desde la democracia cristiana a la socialdemocracia, han sometido (en grados
distintos) al individuo y han impuesto, por la fuerza de las armas o por la fuerza de los votos,
sistemas que anulan o reducen la soberanía personal y, notablemente, el derecho de propiedad
(en el sentido amplio antes expuesto). Incluso entre los representantes de la ideología menos
colectivista que ha existido, el liberalismo [clásico], se ha dado con excesiva frecuencia la
convicción de que sólo desposeyendo “un poco” a los individuos de su autogobierno es
pragmáticamente ejecutable asegurar la máxima libertad “posible” para todos. La inmensa
— 200 —
mayoría de los políticos discuten cómo usar el poder, no cómo devolvérselo a las personas;
cómo usar el dinero recaudado coactivamente, no cómo retornárselo a sus legítimos dueños. La
actividad política no tendría atractivo para ellos si no implicara la conquista del poder sobre la
gente, por muy elevados que sean los valores que quieran imponer con ese poder. Una vez que
lo obtienen, no dudan en combatir por diversos medios a los individuos que se resisten a
entregarles parte de su soberanía o de su propiedad, individuos que terminan por verse
descalificados por los medios de comunicación al servicio del colectivismo estatal y oprimidos
por leyes que contravienen de forma expresa el derecho natural y por tanto superior de las
personas a su autodeterminación.
8.3. Naturalmente, el grado de alienación del individuo varía enormemente de una sociedad a
otra, pero en todas se dan unos patrones comunes de sometimiento que parten de la idea
extendida de que el “bien común” y el “interés general” están por encima de los intereses y
bienes particulares —que no se dudará en tomar, por la fuerza si es preciso— y de los derechos
del individuo —que no se dudará en pisotear legislativamente—. Así surgen limitaciones de la
soberanía personal como los impedimentos a la libertad de tránsito y asentamiento en función
de las fronteras territoriales que imponen los dos centenares de Estados que se han repartido
el planeta, o como el servicio militar o social gratuito, o el pago de impuestos o la prohibición
de consumir ciertas sustancias o de conducirse por normas morales distintas de las
mayoritarias, por sólo poner algunos ejemplos cotidianos de la escandalosa invasión de nuestra
soberanía.
9. La lenta muerte del colectivismo
9.1. El estado de cosas denunciado sigue vigente pero, desde hace unas décadas, sufre una
contestación sin precedentes por parte de individuos, minoritarios todavía frente a la masa
colectivista pero cada día más numerosos, que, muchas veces de forma inconsciente, están
modificando esta situación. La postmodernidad ha traído consigo una revalorización del
autogobierno personal que tal vez sea la clave del divorcio que se da en muchas sociedades
humanas entre un sector grande y heterogéneo de la población y muchas de las instituciones y
convenciones derivadas del contrato social heredado del pasado. Un indicio de ese divorcio es
el que arrojan frecuentemente los bajos índices de participación electoral. Otro es la
beligerancia con que los jóvenes se oponen al servicio militar obligatorio, que va siendo abolido
país tras país. Otro más es la reacción airada de la ciudadanía cuando, a estas alturas, el
Estado pretende imponer la moral mayoritaria —sea cual sea— a los individuos. Hay muchos
más, desde el derrumbamiento del nacionalismo de Estado hasta la negativa de muchas parejas
a firmar un contrato público de matrimonio para vivir en común, desde la multiplicación de los
paraísos fiscales y otros medios de protección de la propiedad frente al Estado colectivista
hasta el incremento exponencial del trabajo por cuenta propia y del teletrabajo desde el
hogar. El colectivismo muere lentamente y el mundo, primero el occidental y después, gracias
a la globalización, también el resto del planeta, se encaminan a largo plazo hacia una sociedad
universal de individuos mucho más autogobernados de lo que han podido estarlo desde hace
siglos o milenios. La revolución de las comunicaciones es uno de los factores que hacen posible
esta nueva situación, al limitar o eliminar muchas de las trabas que los poderes públicos
imponían a la circulación de información, al comercio y a las demás formas de relación entre
personas.
9.2. En este orden de cosas, existen una perceptible fricción entre el incremento vertiginoso de
la soberanía individual de millones de personas y el temor arracional que esa situación
despierta en millones de personas consciente o inconscientemente colectivistas —temor
incentivado además por miles de políticos y otros intérpretes del “bien común” que perciben el
rápido declive de su poder—. Las voces que se alzan (desde cualquier punto del espectro
ideológico) en contra de la globalización, o que se duelen de la acelerada pérdida de capacidad
coercitiva de los Estados, están en realidad denunciando el avance de la soberanía individual.
Su temor no es otro que el eterno miedo a la libertad, y es un temor fundado, ya que libertad
— 201 —
implica responsabilidad y ésta obliga a razonar, tomar decisiones y asumir sus consecuencias.
La batalla que subyace es la batalla entre razón y misticismo, entre la valiente interpretación
del ser humano como un ente soberano, capaz y autosuficiente —y como un fin en sí mismo— y
su entendimiento opuesto: como un ser inferior que se asusta de su propia inteligencia y
prefiere sustituirla por el misticismo, por sus dioses y, en lo político y social, por el liderazgo
paternal de otros que piensen por él y que asuman por él las consecuencias. En efecto, no
tendremos a quién idolatrar ni demonizar si nosotros somos nuestros únicos dueños, si nosotros
somos los responsables de lo bueno y malo que nos sucede, si nosotros razonamos y decidimos
con todas las consecuencias, si en definitiva somos libres y no tenemos “ni Dios, ni patria, ni
fueros ni rey” sino una consciencia plena de nuestra maravillosa condición de seres racionales,
únicos y autoposeídos. Es el desafío de nuestra era: ser libres, ser soberanos, es decir, ser
plenamente humanos. Quienes no quieran aceptar el reto, sean mayoría o no, están en su
derecho de no hacerlo, pero no de imponer a nadie más las consecuencias filosóficas y políticas
de su miedo a la libertad: su misticismo, que deriva en la sustitución del uso de la inteligencia
por el de toda suerte de creencias volitivas sin un ápice de racionalidad; y su colectivismo, que
deriva en la triste abdicación de su soberanía en la masa a cambio de protección... su
adopción, en los dos ámbitos, de un comportamiento similar al de las avestruces: sustraerse a
la realidad y a la responsabilidad, entrando en simbiosis con los aprovechados que se valen de
esa extendida debilidad para convertirse en líderes e intérpretes de unos seres humanos
escasamente dignos de tal nombre porque han renunciado, al menos parcialmente, a aquello
que les hace diferentes de las demás especies.
— 202 —
Entrevista a Lorenzo Bernaldo de Quirós, economista español
Perfiles del siglo XXI, enero de 2001
JP: Tras cuatro años de gobierno del Partido Popular (conservador) y recién convalidada su
mayoría en las urnas para un mandato más, ¿cómo percibe la situación de la economía
española?
LBQ: En los últimos años se ha producido en España un enorme proceso de transformación.
Desde 1996 somos el país de nuestro entorno europeo con la mayor tasa de crecimiento y con la
caída más pronunciada del desempleo, y todo esto no se debe a la casualidad, sobre todo si
tenemos en cuenta que nos hemos encontrado con un ciclo económico que en el resto de
Europa era de bajo crecimiento. Creo que las causas de este éxito económico son, por un lado,
la política de estabilidad macroeconómica practicada por el Gobierno, que se ha traducido en
una drástica reducción del déficit público –del 7 % del PIB en 1996 al superávit previsto para
2001– y, por otro lado, la intensísima liberalización de los mercados en sectores como la
energía, las telecomunicaciones y otros. En los sectores que se han ido liberalizando han caído
los precios y ha aumentado la oferta, contribuyendo decisivamente al crecimiento del PIB.
Adicionalmente, la acumulación de retoques parciales al mercado laboral entre 1994 y 1997 ha
generado una flexibilidad del mismo y, en consecuencia, la economía española ha creado
mucho más empleo que en periodos anteriores. De 1985 a 1991 por cada punto de crecimiento
del PIB se creaba medio punto de empleo mientras en estos últimos años por cada punto de
crecimiento del PIB se produce un crecimiento del 1.2 % del empleo. Finalmente, creo que
también ha contribuído a la bonanza de nuestra economía el cambio de expectativas que han
producido las medidas adoptadas, es decir, el clima de libertad económica que se ha generado.
Somos la economía más dinámica de la Unión Europea junto a Irlanda y disfrutamos de una
economía sustancialmente más libre y abierta que la del resto de los países de la UE. Hemos
llegado a remodelar nuestra economía de manera que hoy podemos decir que se encuentra
mucho más próxima al modelo anglosajón de corte británico o estadounidense que al modelo
continental europeo, que se caracteriza por una economía muy regulada, un elevado gasto
público y altos impuestos.
Pese a ello, ¿no falta aún una mayor reforma fiscal? ¿No son todavía muy elevados los tipos
del IRPF y el impuesto de sociedades?
El actual gobierno ha aplicado una gran reducción del Impuesto sobre la Renta de las Personas
Físicas (IRPF), cuyo tipo marginal ha caído del 56 % al 48 %. La carga fiscal media soportada por
los españoles se ha reducido en un 11 %, y los ciudadanos de ingreso más bajo pagan un 30 %
menos que antes. Es decir, podemos hablar de que ya se ha producido un cambio radical
respecto a los ingresos personales. Esto se ha traducido en un aumento de la recaudación fiscal
(el caso español ilustra cómo unos impuestos más bajos provocan mayor recaudación al
incentivar el trabajo formal y disuadir de la evasión). Esto también ha incidido positivamente
en el ahorro. Dicho todo esto, es verdad que seguimos teniendo un tipo marginal del IRPF
demasiado elevado y que el impuesto de sociedades, que era uno de los más bajos de la UE,
está ahora en la media europea, y por tanto es necesario profundizar en la reforma fiscal.
Muchos esperábamos del Partido Popular una política económica más reformista, sobre
todo en cuanto a un tema fundamental: el sistema de pensiones. Pero el gobierno Aznar
parece no moverse del Pacto de Toledo (acuerdo de todos los partidos para mantener el
sistema público de pensiones).
El Partido Popular está convencido de que perdió las elecciones de 1993 porque los socialistas
lograron transmitir la impresión de que una victoria de Aznar implicaría la reducción de las
pensiones. Por tanto es un asunto muy sensible. Es cierto que el sistema de pensiones español
es insostenible a largo plazo y que arrojará déficits crecientes como consecuencia de la bomba
de relojería demográfica (España es el país con menor natalidad del mundo). El Círculo de
Empresarios y los economistas liberales del país apostamos por el paso a un sistema de
pensiones basado en la capitalización individual. El Círculo de Empresarios realizó hace tres
años un informe en ese sentido, redactado por José Piñera, en el que se demostraba
— 203 —
clarísimamente que esa transición era posible y que no producía un desajuste fiscal
importante. En una situación como la actual, de coyuntura económica muy favorable y con alto
crecimiento del empleo, el sistema de pensiones está teniendo superávit, pero entendemos
que ésa es una situación temporal. En el futuro tendremos un fuerte incremento de los
individuos que requieren pensiones y ello hace necesario pasar a un sistema de capitalización
personal que permita solidificar el sistema de pensiones español, dotando además a la
economía de una enorme estabilidad ya que los trabajadores se convierten en accionistas de
las principales empresas del país a través de los fondos de pensiones. Es una asignatura
pendiente y es una batalla que hay que afrontar, pero de momento no parece que el Gobierno
esté dispuesto a hacerlo.
Continuamente escuchamos que España tiene una presión fiscal baja en comparación con
sus socios de la UE, pero un refrán español dice "mal de muchos, consuelo de tontos". ¿No
deberíamos contrastarnos más con otras latitudes?
Es totalmente cierto. Europa es un continente de altos impuestos. España debe profundizar en
la reforma fiscal reduciendo el impuesto sobre la renta y eliminando el impuesto sobre el
patrimonio y sobre las sucesiones (impuestos ideológicos que apenas tienen efectos
recaudatorios y desincentivan el ahorro y la inversión). Europa no es el ejemplo a seguir en
política fiscal: es el ejemplo del que hay que huír.
¿Es posible hacer esa reforma desde dentro de la UE?
Sí, resistiéndose a los intentos de armonización fiscal francoalemanes. Franceses y alemanes
no tienen la capacidad de hacer una reforma fiscal en profundidad y entonces intentan
exportar al conjunto de la UE un sistema fiscal ineficiente que lesiona la creación de riqueza y
desincentiva el trabajo, el ahorro y la inversión. Una batalla fundamental es frenar ese proceso
de armonización fiscal que consolidaría un statu quo que constituye una de las lacras de la
economía europea al ser lesivo para el crecimiento económico y para el bienestar de los
individuos.
¿Hacia dónde camina la UE?
Nadie lo sabe. Su tentación es cerrarse al no estar dispuesta a reformarse (es obvio que la
economía europea no puede competir en una economía global abierta). Pero ese cierre plantea
problemas. Si se produce la ampliación hacia el Este todas las políticas de armonización, de
elevado gasto público y transferencia de rentas van a ser insostenibles. Por tanto la apertura
de la UE se convierte en un freno que evidencia la necesidad de revisar en profundidad el
sistema económico y social comunitario.
¿Qué ha pasado con el euro?
Hay variables a corto y a largo plazo que determinan su debilidad. A corto plazo, el
extraordinario dinamismo de la economía estadounidense y sus tipos de interés más elevado
que atraen las inversiones hacia su moneda. A largo plazo, el euro está reflejando una
economía que es estructuralmente mucho más débil que la norteamericana. Esto no quiere
decir que el euro vaya a mantenerse siempre en un tipo de cambio tan depreciado frente al
dólar, pero la apreciación del dólar frente al euro se mantendrá de manera estable.
¿No habría sido más interesante para España mantenerse fuera del euro, como Gran
Bretaña?
No tuvimos opción. España ha tenido una fortísima tradición de indisciplina macroeconómica,
con tasas de inflación altas y déficits públicos elevados. No había una percepción en los
mercados financieros de que fuera del euro España pudiera alcanzar esa disciplina
macroeconómica. Fuera del euro lo habríamos pasado peor. Dentro no nos ha ido demasiado
mal, pero debemos vigilar que la unión monetaria no se convierta en un corsé que ahogue
nuestro desarrollo.
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¿Deberíamos caminar a largo plazo hacia una moneda universal o una dolarización de
Europa?
Creo que en Europa no es necesaria la dolarización. Lo que necesitamos es que el Banco
Central Europeo practique una política monetaria coherente con el objetivo de mantener una
tasa de inflación baja. El tipo de cambio con el dólar debe ser flexible y reflejar en todo
momento la percepción de los mercados sobre su fortaleza o debilidad.
¿Por qué cree que la mayoría de la población se opone siempre a las medidas
liberalizadoras?
Porque hay un gran miedo a la libertad y porque las reformas nunca pueden partir de un
consenso previo. La gente tiende a ser conservadora del statu quo. La gente sólo apoya las
reformas después de que se han introducido y sus beneficios han llegado a hacerse evidentes.
Es erróneo buscar el consenso para hacer la reforma, porque es ésta la que genera aquél y no
al revés. Las reformas han de ser rápidas y firmes. Las reformas suaves y progresivas mantienen
todos los defectos de la situación anterior sin arrojar los beneficios de la situación futura, por
lo que suelen generar una fuerte oposición. Esto lo hemos visto muy claramente en varios
países de América Latina donde se produjeron privatizaciones no acompañadas de auténticos
procesos de liberalización, lo que hizo que la opinión pública no percibiera ningún beneficio.
¿Cómo percibe la economía latinoamericana?
Se produjeron cambios y avances sustanciales durante la década de los noventa pero hay ahora
una fatiga reformista que ha dejado los procesos a medias. Se produjo una estabilización
macroeconómica y una privatización de las grandes empresas públicas pero no se hizo la
segunda parte de la agenda, que es liberalizar los mercados. Mientras eso no se complete el
futuro del continente será incierto, sobre todo cuando empiezan a reaparecer fenómenos
populistas que, al no haberse producido aún el beneficio de las reformas a la población,
capitalizan el descontento y pueden sumir a estos países nuevamente en etapas que creíamos
superadas. La situación económica de América Latina es mejor que hace veinte años pero es
peor que hace cinco. No avanzar es retroceder y provocar el descrédito de estos países en los
mercados internacionales, lo que puede ser muy grave. Ha faltado capitalismo popular, es
decir, transferencia de propiedad hacia el ciudadano medio, y ha faltado desde luego una
liberalización verdadera de la mayor parte de los sectores. Transformar los monopolios públicos
en oligopolios privados no es liberalizar la economía sino transferir intactos los privilegios de
unas manos a otras. América Latina puede jugar en la primera división de la economía mundial,
y de hecho ya estuvo a punto de hacerlo. Pero cualquier involución populista tanto en lo
político como en lo económico puede ser letal. Es una región que no puede permitirse volver
atrás y que sólo saldrá adelante si logra caminar con resolución hacia el capitalismo
democrático: garantía de los derechos de propiedad, mercados abiertos, economías libres y
competitivas y disciplina económica.
— 205 —
Europa: los ricos se van
Perfiles del siglo XXI, enero de 2001
Antes la gente con éxito económico utilizaba los paraísos fiscales para depositar e invertir
parte de su dinero. Ahora estas personas se están yendo a vivir físicamente en estos territorios
fiscalmente ventajosos. El nivel insoportablemente alto de los impuestos resulta incompatible
con la era de la movilidad y las comunicaciones, así que la gente se va. Veamos algunos datos.
La demanda de permisos de residencia (ya sea pasiva o simulando un empleo directivo) en los
principales paraísos fiscales europeos ha crecido en casi un mil por ciento desde 1993. En
Francia se cuenta por decenas de miles a las personas que están vendiendo todas o parte de sus
propiedades y se están marchando a vivir a países cercanos, principalmente Suiza y Gran
Bretaña (que no es un paraíso fiscal pero es mucho más flexible y abierta, sobre todo de cara a
los residentes extranjeros). En Escandinavia, región que padece la presión fiscal más elevada
del mundo, cae a un ritmo vertiginoso el porcentaje de residentes gravados con el tipo máximo
del impuesto sobre la renta porque, sencillamente, se van, y se ha extendido un chiste muy
ilustrativo: si a usted le va bien vivirá en tal barrio, si le va muy bien en tal otro, si le va
excelente se trasladará a tal zona residencial, pero si de verdad le van las cosas
excepcionalmente tendrá que trasladarse a Gibraltar o a Zürich...
Naturalmente, esta tendencia al éxodo de las personas con éxito financiero es aún muy
incipiente. No se puede hablar todavía de una desbandada generalizada ni de una huída masiva
desde los infiernos tributarios hacia los pequeños y comfortables países fiscalmente libres. Pero
el dato debería motivar una seria reflexión por parte de los políticos y, sobre todo, por parte
de los ideólogos que sustentan las políticas públicas convencionales. Hoy las videoconferencias,
la gestión vía Internet y otras herramientas propias de nuestro tiempo hacen viable residir en
cualquier paraíso fiscal y seguir supervisando perfectamente los negocios situados en el
infierno fiscal abandonado. Hoy, como son millones las personas que viajan constantemente,
resulta imposible controlar de verdad la residencia o no de una persona en su país de origen o
en el país donde tiene sus negocios. Además hay muchas industrias que se han sofisticado de
tal manera que ya no necesitan grandes extensiones de terreno, de manera que hay procesos
productivos perfectamente realizables en un pequeño territorio.
No es de extrañar que la gente adinerada haga fila ante las oficinas de inmigración de países
como Mónaco, Andorra, Liechtenstein o la propia Suiza. Con un elevado nivel de vida, nada le
faltará allí a quien decida instalarse. Tendrá muy cerca su país de origen pero vivirá fuera del
alcance de quienes están decididos a expoliarle sus bienes y confiscarle el producto de su
esfuerzo. ¿Quieren que la gente vuelva, y que los capitales retornen? Pues bajen los impuestos
a un porcentaje razonable. Cobrarle a cualquier ejecutivo medio-alto la mitad o más de lo que
gana es, sencillamente, un robo. Cobrarle a una empresa un tercio de su beneficio es una
barbaridad antieconómica. Mientras los ciegos políticos ávidos de recaudar el dinero ajeno no
aprendan la lección, la gente con éxito seguirá condenada a un éxodo que perjudica sobre todo
al país del que huye, ya que pierde la capacidad de trabajo y la calidad empresarial de estas
personas. Estamos echando de nuestros países a quienes más pueden hacer por ellos.
— 206 —
¿Comunismo zarista o zarismo comunista?
Perfiles del siglo XXI, enero de 2001
Rusia, en un alarde de sincretismo histórico sin precedentes, ha recuperado el himno
soviético y el águila de los zares. Pero detrás de los símbolos subyace un régimen
preocupante que no se resigna a su papel actual en el mundo.
“¡Oh, partido de Lenin, fuerza de nuestro pueblo, condúcenos al triunfo del comunismo!”, “En
la victoria del inmortal ideal comunista contemplamos el futuro de nuestra patria, y al ondear
su bandera roja le rendimos nuestro humilde homenaje”. Estas “perlas” proceden del himno
soviético de Aleksandrov que acaba de ser restaurado por la Duma como himno nacional de
Rusia. El parlamento ha restaurado la música, y Putin dice que lo acepta pero que exige una
nueva letra más acorde con los tiempos actuales. Ya veremos si la coalición de comunistas y
ultranacionalistas admite ese cambio. Lo lamentable es que sólo cincuenta y nueve diputados,
los más prooccidentales, votaron en contra de la restauración. En el mismo acto, Rusia
recuperó también como símbolo nacional el águila bicéfala perdida desde que en 1917 cayera
la monarquía de los Romanov a manos de los insurgentes comunistas.
Curiosa y explosiva mezcla: comunismo y zarismo. ¿Qué tienen en común dos periodos
aparentemente tan opuestos de la Historia rusa para que sus símbolos conciten el apoyo
parlamentario de los representantes del pueblo y un gran consenso en la opinión pública?
Grandeza. Lo que tienen en común es la grandeza que los rusos hoy ven ausente de sus
instituciones. Les da igual ser un imperio zarista o estalinista, pero los rusos hoy necesitan
desesperadamente sentirse otra vez imperio, aunque sea (como antes) sacrificando en gran
medida el bienestar y las libertades. La grandeza estatal no da de comer a los hambrientos
pero les distrae de su apetito llenándoles la cabeza de gloria, y eso lo saben hacer muy bien los
Estados, el ruso incluído. ¿Queréis gloria? Pues ahí va el himno, el águila y lo que haga falta.
Rusia no se resigna al final abrupto e irreversible de su papel de superpotencia. Putin en La
Habana ha hablado de esto con Castro, como antes lo hiciera con sus homólogos de China y
Korea del Norte o con otros tantos dirigentes de países “opuestos a la unipolaridad”. En
realidad el fin de la Guerra Fría no sustituyó bipolaridad por unipolaridad sino que eliminó tales
polos, lo que resulta inmejorable para el desarrollo de la paz y las libertades en todo el mundo.
La nueva clase dirigente que se está configurando en Moscú debería preocuparnos en serio
porque si en algo está unida es en el anhelo de reconquistar una posición de liderazgo mundial
a cualquier precio, incluso sacrificando su incipiente democracia o aliándose con los regímenes
más repugnantes de la Tierra.
Putin es más peligroso que Yeltsin porque sí tiene un control real del país y tiene muy claro lo
que quiere hacer con él, y no es precisamente abrirlo al mundo y promover una reconstrucción
económica basada en la espontánea interacción económica dentro y hacia fuera de su
mercado. Se trata, más bien, de una especie de pseudocapitalismo de Estado profundamente
mercantilista y basado en una perversa alianza entre las nuevas mafias que han conquistado el
poder económico y un aparato estatal que sigue pesando como una terrible losa sobre las
opciones de progreso económico del país.
Tal vez los nuevos símbolos de Rusia, en su absurda combinación, sirvan para engañar e
ilusionar al pueblo ruso, pero no logran esconder un régimen que no acaba de sacudirse el
pasado y que, peor aún, parece tentado de reeditarlo. Moscú puede volver a darle un buen
susto a Occidente en cualquier momento.
— 207 —
¿Legalizar la prostitución?
Perfiles del siglo XXI, enero de 2001
La prostitución sigue siendo ilegal en la mayoría de los países, pese a tratarse de un
intercambio comercial más entre individuos adultos. El coste de la marginación e
ilegalidad de esta profesión es muy elevado, y la plena regularización del oficio sería
mucho más acorde con los tiempos actuales.
El cuerpo humano vivo es una propiedad —de hecho es la principal propiedad— de la persona
que habita en él. Esta, por lo tanto, puede libremente darle cualquier uso comercial si lo
desea. De hecho así lo hacen cuantas personas realizan un trabajo eminentemente físico. ¿Qué
diferencia hay entre el uso de los brazos por parte de un trabajador que carga cajas en un
almacén y el uso de los órganos genitales por parte de una persona que ejerce la prostitución?
Solamente se diferencian en cuanto a la parte del cuerpo empleada comercialmente. A partir
de ahí, son estrictamente morales, y por ello individuales y no imponibles a otros, todas las
consideraciones sobre qué partes del cuerpo son admisibles como herramienta de trabajo y
cuáles no lo son. Prostituírse no es otra cosa que alquilar el propio cuerpo a una o más personas
con el objetivo de provocarles placer sexual. Ese acuerdo privado entre individuos adultos
podrá gustar o no a los demás, pero a estas alturas de la Historia parece evidente que nadie es
quién para oponerse, y que la prohibición del oficio es anacrónica e injustificada.
Las únicas condiciones para el ejercicio de esta profesión deben ser, por tanto, la mayoría de
edad, la plenitud de facultades mentales y la toma verdaderamente libre de la decisión de
ejercer el oficio. Dadas estas circunstancias, la prostitución, con independencia del sexo y de
la orientación sexual de quien la ejerza y de sus clientes, debería contemplarse en el nuevo
siglo como una profesión más y someterse a las normas ordinarias, incluídas las de tipo fiscal y
las regulaciones sanitarias que resulten precisas. Es hipócrita e injusta la situación de vacío
legal en la que la derecha (por prejuicios morales de origen religioso) y la izquierda (por
prejuicios ideológicos) han dejado a esta profesión, tan digna y respetable como cualquier
otra. Es un vacío legal que deja indefensos a los consumidores y sobre todo a las personas que
ejercen la prostitución. Hay que recordar que existen personas que ejercen la prostitución no
por su libre voluntad sino obligados por proxenetas o por situaciones de drogadicción y miseria.
Si bien la intermediación de agentes comerciales es tan lícita como en cualquier otro sector, el
proxenetismo mafioso (bajo coacción de las personas prostituídas) debe perseguirse, así como
la prostitución de menores y de discapacitados psíquicos.
Tras el hito irreversible marcado por la revolución sexual de los años sesenta y setenta en
Occidente, es muy probable que a lo largo del siglo que ahora iniciamos terminen por
desaparecer los prejuicios contra esta actividad comercial. Sólo así se acabará con la
marginación de las personas afectadas, se podrá desarticular las mafias que las explotan, se
asegurará la no propagación de epidemias por el ejercicio incontrolado de la profesión, se
defenderá los derechos de los consumidores como en cualquier otro sector y se dignificará
socialmente a quienes trabajan en el oficio, que es el más antiguo del mundo pero también,
injustamente, el más vilipendiado.
A años luz del resto del mundo, la sociedad más liberal del planeta, la holandesa, lleva décadas
inspirando en estos principios su política sobre la prostitución, con resultados
espectacularmente positivos tanto para las personas que ejercen la profesión como para los
consumidores y, sobre todo, para el bienestar social colectivo. Separar prostitución de
delincuencia y normalizar la profesión fuera de los circuitos del hampa ha sido el mayor logro
de la política holandesa de tolerancia y respeto a la libertad individual en este terreno. Ojalá
las sociedades latinas, tan colonizadas por el moralismo más intolerante desde hace siglos,
puedan desprenderse de sus prejuicios y seguir los pasos de Holanda en materia de
prostitución.
— 208 —
¿Tan difícil es organizar unas elecciones?
(sobre el caótico recuento de votos en las elecciones estadounidenses)
Perfiles del siglo XXI, enero de 2001
Organizar la democracia es relativamente sencillo. Tan sólo hace falta una firme decisión
de trasladar con exactitud la plural voluntad popular a las instituciones. Sin embargo, las
elecciones estadounidenses han demostrado que a veces prima el formalismo burocrático
de los jueces sobre la voluntad de los electores.
Se censa a los electores de un barrio. Van a votar. Se cuentan los votos en público y se escribe
un acta con los resultados. Se envía a la junta electoral donde se computan los datos junto a
los de todos los demás barrios. Ya tenemos diputado, presidente o lo que estemos eligiendo. Es
un proceso al alcance de cualquier país, hasta el más pobre y atrasado, pero parece que en los
Estados Unidos no sirve. ¿Tan difícil es?
La recientes elecciones presidenciales estadounidenses y el subsiguiente culebrón de cinco
semanas han dado pie a todo tipo de burlas y escarnio por parte de los enemigos del sistema
democrático, desde Fidel Castro a algunos líderes de extrema derecha, pero, pese a todas sus
deficiencias, la democracia estadounidense sigue siendo preferible a la mayor parte de los
regímenes del planeta. Hay, sin embargo, algunos resultados del proceso que abren
importantes debates y plantean serios problemas para el futuro. Los estadounidenses deberían
reflexionar muy seriamente sobre lo sucedido y atreverse a operar reformas en su sistema
político, jurídico y electoral para dotar a las futuras elecciones de mayor seguridad e
incuestionabilidad.
La primera víctima de estas elecciones es, afortunadamente, el presidencialismo. No deja de
ser absurdo que un hombre, no importa cual, haya adquirido un poder tan inmenso como el que
ostenta la presidencia de los Estados Unidos por unos cientos de votos. La monarquía,
desaparecida o jibarizada en Europa, ha encontrado refugio en el continente americano, donde
los presidentes son dioses elegidos para unos años y ante quienes apenas un débil parlamento
(que recuerda las asambleas de notables del Antiguo Régimen) puede oponer cierta resistencia.
El Poder, con mayúscula, no debe quedar en manos de un único individuo que cuenta con un
escaso cincuenta por ciento de los votos, sino en un órgano compuesto por varios individuos de
tal forma que todas las tendencias y sensibilidades estén recogidas. Es decir, lo importante no
debería ser quién ostenta la jefatura del Estado (cargo hoy día irrelevante) sino quiénes
(necesariamente plural) representan la voluntad colectiva. Ya escogerán éstos, si hace falta, a
un señor que reciba a los presidentes extranjeros y pronuncie el discurso navideño a la nación,
como se hace en Italia o Alemania. Lo que importa es que el poder esté repartido entre todos
los representantes del pueblo, en lugar de quedar íntegramente adjudicado a aquél que
obtenga unos pocos votos más que el contrario.
En segundo lugar, incluso en un sistema presidencialista (o incluso con mayor lógica en un
sistema así), los votos que deberían contar son los votos populares. La esencia del
presidencialismo es precisamente la supuesta elección directa de los ciudadanos a un único
señor a quien se le otorga todo el poder. El colegio de electores vulnera ese principio,
discrimina a los votantes de un estado frente a los de otro en función de un criterio de
asignación de cuota arbitrario y, nuevamente, parece más una reminiscencia de los sistemas
medievales de elección del soberano por parte de los notables.
En tercer lugar, incluso si se mantiene el colegio, lo normal es que la elección del mismo sea
proporcional a los votos de la gente. Si en Florida cada uno de los dos grandes candidatos
obtuvo los mismos votos, voto arriba o voto abajo, lo sensato es que ese estado designe la
mitad de sus compromisarios para cada candidato. La adjudicación del total de mandatarios a
uno de los candidatos apenas tenga un voto más que el otro es antimatemática y antijurídica, y
— 209 —
vulnera de nuevo el principio esencial de todo sistema democrático: la fiel y precisa
representación de la voluntad popular en los órganos donde se residencia el poder colectivo.
En cuarto lugar, el proceso de recuentos, impugnaciones y decisiones en los tribunales ha sido
igualmente incapaz de generar legitimidad para el candidato finalmente nombrado vencedor
por los jueces ni de crear seguridad en el sistema. La tremenda importancia de los medios de
comunicación en los Estados Unidos ha desvirtuado la esencia del proceso decisorio de la
nación, y el anticuado rango de prioridades vigente ha hecho que pesaran más las fechas
límites para los sucesivos cierres de plazos del proceso que el objetivo último y primordial de
todo contencioso electoral, que no puede ser otro que el de determinar con precisión qué han
votado los ciudadanos y obrar en consecuencia.
El proceso electoral estadounidense quedó totalmente desacreditado cuando los jueces,
claramente politizados en favor de uno y otro bando dependiendo de cada tribunal, se
convirtieron en decisores en sustitución de la voluntad popular, y cuando además aplicaron la
ley —todos ellos— con criterios burocráticos y formalistas que terminaron por sembrar toda
clase de dudas sobre su imparcialidad y sobre la propia calidad jurídica de sus decisiones.
Llegados a ese punto sólo la repetición de las elecciones en Florida —con escrutinio manual
como en todo el mundo o con máquinas modernas y fiables—, o incluso la repetición a nivel
nacional, habrían sido salidas justas y limpias para ambos candidatos y habrían podido legitimar
de veras al inquilino de la Casa Blanca. En vez de esa posibilidad, que casi nadie se planteó y
las encuestas desaconsejaron, se ha preferido optar por una presidencia deslegitimada y un
país dividido. La democracia más poderosa del mundo no está exenta de errores y tal vez uno
de ellos sea su obstinación en no reformar ni un ápice su sistema político y electoral,
mitificado, para adaptarlo a los tiempos actuales.
— 210 —
Ucrania al borde del colapso
Perfiles del siglo XXI, febrero de 2001
Ucrania, uno de los páises claves en el tablero de juego de Europa Oriental, atraviesa una
extraña crisis de la que, si Occidente no está atento a la partida, puede resultar un
definitivo condicionamiento del enorme país a los intereses inconfesables del Kremlin.
El segundo país más grande de Europa, después de Rusia, con una población de más de
cincuenta millones de habitantes, atraviesa la crisis más grave desde el desmantelamiento de
la Unión Soviética. La muerte en extrañas circunstancias de un periodista podría haber sido
ordenada por el presidente Leonid Kuchma y algunos de sus hombres más cercanos si las
grabaciones que han salido a la luz resultan ser auténticas. En las misma grabaciones, y en un
lenguaje muy vulgar, el presidente y sus asesores habrían comentado varias operaciones
financieras claramente ilegales y relacionadas con algunos sectores de la mafia. Sean reales o
no las cintas, el caso deja ver una extrema tensión entre al menos tres sectores: las fuerzas
prorusas que intentan devolver a Kiev a la órbita del Kremlin, las fuerzas prooccidentales que
quieren mantener el camino de reformas y anclar definitivamente el país en la vía de la Unión
Europea y la OTAN, y las organizaciones mafiosas cuyo objetivo primordial es mantener la
situación de inestabilidad de la que se lucran.
Ucrania es demasiado importante y cercana para que Occidente no intervenga. Es una pieza
clave y enorme del complejo rompecabezas de la ex-URSS. Para Rusia es esencial por muchos
motivos, desde la similitud cultural y lingüística hasta la salida al mar Negro, pasando por la
obsesión rusa de crearse una especie de colchón de países “aliados” a su alrededor —obsesión
heredada de la teoría de los países de contención, hoy enteramente obsoleta—. Una Ucrania rerusificada desestabilizaría aún más a la pequeña república vecina de Moldavia al alentar aún
más la secesión de la autoproclamada república de Transdniestria. Por otro lado, si bien la
economía ucraniana ha crecido a un ritmo espectacular (más del 6 % en 2000), conteniendo la
inflación y renegociando con éxito su deuda externa, las reformas en el terreno de la
democracia y los Derechos Humanos dejan mucho que desear, así como la libertad de prensa,
en un país donde la práctica totalidad de los medios son sospechosamente dóciles frente al
gobierno.
Es fundamental para el futuro inmediato de la región clarificar lo sucedido en Ucrania, y es más
importante aún evitar cualquier intento de golpe o de intriga palaciega para hacer recaer la
herencia política de un Kuchma políticamente moribundo sobre los hombres de Putin en Kiev,
cada vez más numerosos y organizados. La esperanza occidental podría cifrarse en el primer
ministro, Viktor Yushchenko. La explosión civil de Ucrania o su sometimiento a la sospechosa
estrategia geopolítica del Kremlin podría tener efectos comparables en la política regional a los
que tuvo sobre el medio ambiente la famosa fuga radioactiva en la ucraniana central nuclear
de Chernóbil, hace ya quince largos años.
— 211 —
Entrevista a José Antonio López Arranz, alcalde de Segovia
Perfiles del siglo XXI, marzo de 2001
JP: ¿Qué pasa con el CDS? ¿Hay perspectivas de que pueda recuperarse su partido?
JALA: Los pocos que quedamos en este partido estamos en él por convicción y por ideas, y por
lo tanto consideramos nuestra labor importantísima para el futuro del liberalismo español.
Mantener enarbolada la bandera de este histórico partido ya es un triunfo, porque se ha
certificado demasiadas veces su defunción pero sigue habiendo militantes en todo el país que
creen en las ideas de CDS y no están dispuestos a dejar morir este partido. Creo que los
miembros de CDS que tenemos cargos municipales estamos dando un ejemplo tolerancia y de
honestidad en la gestión, y estoy convencido de que poco a poco iremos recuperando el terreno
perdido y resituaremos a nuestro partido en la política de alcance nacional. Llevo veinte años
en esta lucha y creo que esta llama debe perdurar a cualquier precio, porque tarde o temprano
se producirá una inflexión y el electorado volverá a reclamar un partido alternativo a esas dos
grandes maquinarias simétricas y casi intercambiables que son hoy los partidos socialista y
popular [conservador]. Gran parte de los votantes de cada uno de esos partidos le vota sin
convicción y nada más para que no gane el otro. Hay entre dos y cinco millones de votos
centristas y liberales que están dispersos en otros partidos, votándoles por puro pragmatismo y
sin esperanza. Es necesario un partido que sea capaz de recuperar la confianza de esos
electores, y creo que CDS puede volver a ser ese partido. CDS se hundió porque los dirigentes
decidieron hundirlo en 1991, pero las bases se resistieron a disolverse, y la mejor prueba de
que lograron su propósito es que hoy seguimos aquí y pese a la modestia de nuestra fuerza
política contamos cientos de concejales y alcaldes, y mi alcaldía de la ciudad de Segovia. Una
de mis mayores satisfacciones es ver cómo el haber alcanzado este cargo ha servido de
estímulo y aliento para compañeros liberales de todo el país, que vuelven a ver cierta luz al
final del túnel y dejan a un lado el pesimismo para reconstruir nuestro partido con ilusión
renovada.
¿No sería mejor refundar el partido, cambiar de nombre y siglas, presentar algo nuevo a la
ciudadanía?
No, no creo que sea una cuestión de siglas. Lo fundamental es la filosofía, el ideario. Y
tenemos una forma de pensar y de hacer que es distinta, que no cabe en los dos grandes
partidos. Además somos un partido con un acervo y una trayectoria que no podemos tirar a la
basura. Los actuales dirigentes y militantes de CDS somos los depositarios de unos valores y una
institución que merecen respeto y, por débiles que seamos hoy, no debemos tirar la toalla:
estaríamos dándole la razón a aquella cúpula que quiso suicidarnos a todos. Aunque sea una
posición nostálgica, tenemos el deber de, como mínimo, mantener vivo CDS hasta que podamos
pasarle el testigo a una generación nueva, porque las malas rachas nunca son eternas y nuestro
partido es más necesario que nunca.
En las últimas elecciones generales, hace un año, CDS presentó como candidato al exbanquero procesado Mario Conde, una figura muy controvertida. ¿No fue una operación
demasiado arriesgada y difícil de explicar al electorado?
En el partido hay opiniones para todos los gustos. Desde luego el resultado no fue bueno —ahí
están los resultados electorales—, pero yo defendí desde el primer momento esta decisión de la
presidenta nacional de CDS, María Teresa Gómez-Limón, y del conjunto de la dirección
nacional, decisión que fue ampliamente ratificada en una convención nacional del partido.
Políticamente era importante un despertar, aunque fuera violento. Era necesario volver a
aparecer en los medios, casi a cualquier precio. Fue una aparición oportuna, por más que no
fuera una operación electoral de éxito. Mario Conde es una persona que se enfrentó al
establishment político y que por ello, no me cabe duda, fue perseguido y hundido, básicamente
por los mismos sectores políticos, financieros y mediáticos que intentaron hundir al CDS. En
este país, en política se puede tirar al abismo a una persona sin la menor consideración, y esto
es lo que le ocurrió a Mario Conde. Sigo apostando por este hombre, creo en su honestidad,
estoy seguro de que hicimos bien admitiéndole en nuestro partido y, pese al riesgo de la
— 212 —
operación y los pésimos resultados electorales, no me arrepiento de que CDS haya asociado su
nombre al de Mario Conde. Si nos hemos mantenido en momentos peores, estoy seguro de que
saldremos adelante.
¿Será el próximo candidato presidencial de CDS?
Quizá sea ya un poco mayor para eso, pero sin duda tendré la fuerza necesaria para apoyar
decididamente a un candidato más joven. Mi partido siempre puede contar conmigo para eso.
Es usted el único alcalde de una capital que no cobra. ¿Por qué?
Porque creo en una forma de hacer política que no implica vivir de ella ni cobrar sueldo alguno
del dinero público. Quiero demostrar, y de hecho estoy demostrando, que es posible gobernar
una ciudad como Segovia y seguir ejerciendo la profesión, en mi caso la medicina, y vivir de
ella y no del erario público. No creo que cunda el ejemplo entre mis colegas de los demás
partidos, pero me parece importante demostrar esto, que incomoda a mucha gente. Ya en mi
anterior etapa de alcalde de Segovia, en los años setenta, hice lo mismo. Cuando entró mi
sucesor las cosas cambiaron. El concepto de "dedicación exclusiva" es un pretexto para cobrar,
y creo que la política es una noble dedicación a los asuntos públicos, no una actividad lucrativa
ni un negocio.
Y la opinión pública segoviana, ¿qué opina de esto?
Lamentable pero comprensiblemente, la opinión pública se ha formado una opinión pésima de
la ética de los políticos, y por tanto hay muchos que simplemente no se creen mi decisión y lo
toman como una posición meramente estética, afirmando incluso que seguramente cobro algo
a escondidas. Es muy difícil luchar contra la imagen de corrupción y deshonestidad que tienen
los políticos por el hecho de serlo. Sin embargo, muchos de mis conciudadanos sí aprecian este
gesto, que apenas representa una mínima diferencia en los presupuestos públicos pero que,
como todo gesto, tiene sobre todo un valor simbólico, el de decir claramente que nosotros, los
liberales, la gente de CDS, somos diferentes.
¿Cuál es el principal problema de su ciudad?
El gobierno anterior disparó el gasto público y promovió expropiaciones mal hechas que están
siendo sistemáticamente revertidas por los tribunales. Por otro lado, el cuarenta por ciento del
presupuesto se gasta en sueldos de funcionarios. Esa política de inflar las administraciones
públicas llenándolas de funcionarios para pagar así favores es una barbaridad, e induce a la
descapitalización de las instituciones y a la mala gestión. Nosotros estamos tratando de
corregir todo esto. Mi prioridad es reducir la carga económica que el municipio representa para
sus ciudadanos. Al mismo tiempo, es increíble que el plan de ordenación municipal vigente es
el mismo que había dejado hecho en mi anterior mandato, más de una década atrás: los
gobiernos posteriores no modificaron nada y por tanto quedó obsoleto, así que ahora lo
estamos actualizando.
¿Qué puede ofrecer Segovia a los visitantes e inversores?
Segovia es un tesoro monumental del que sus habitantes estamos muy orgullosos. Por ser una
ciudad considerada patrimonio de la Humanidad por la Unesco, sobre mi alcaldía pesa la grave
responsabilidad de conservar un legado de veinte siglos que se abarca el famoso acueducto
romano y cientos de edificios y monumentos de un valor incalculable. Es una tarea difícil
debido a la escasa colaboración de las demás instituciones, y porque es frecuente que los
intereses de las empresas constructoras choquen con el objetivo de preservar intacto nuestro
patrimonio cultural. El principal problema es que la autonomía municipal sigue siendo una
entelequia y aún nos faltan las competencias y los recursos que necesitaríamos para hacernos
cargo con eficacia de esta labor tan importante. Me gustaría aprovechar las páginas
electrónicas de Perfiles para invitar a todos los lectores a visitar nuestra ciudad, y estoy seguro
de que disfrutarán de la hospitalidad y la belleza de Segovia.
— 213 —
Tras la capucha del subcomandante Marcos
Perfiles del siglo XXI, abril de 2001
El Zapatour ha pasado como un siniestro carnaval guerrillero por medio México hasta
llegar a la capital. Allí, el ídolo Marcos, ridículamente encapuchado aunque todo el mundo
sepa ya quién es, ha representado su enésima función ante los ojos del mundo. Hay que
reconocer que los mexicanos tienen paciencia...
¡Qué puesta en escena! ¡Qué interpretación! ¡Cuántos figurantes haciendo bulto en torno a los
actores principales del drama! (¿o era comedia?) ¡Qué gran resonancia mediática en todo el
mundo! Y qué pena, que en América Latina sigan teniendo tanto éxito estas representaciones,
estos autos sacramentales, este tosco teatrucho callejero, sobreactuado y simplón, creíble sólo
para los espectadores más incultos e ignorantes.
Marcos, el gran Marcos, el nuevo héroe-mito de la izquierda global, reunió unos autobuses e
hizo su entrada triunfal en la capital del país al que lleva demasiados años condenando a la
violencia y a una ficticia pero efectiva tensión interétnica. Este prestidigitador que ha
cambiado el sombrero de copa por su propia capucha es un hábil hipnotizador, sobre todo para
los jóvenes izquierdistas del mundo desarrollado, que han hecho de él un nuevo Che Guevara,
aunque aquél, por lo menos, no escondía su cara. Por cierto, ¿no se cocerá de calor el insigne
guerrillero debajo de tanta lana? En México se llama “lana” también al dinero, y entonces
reitero, corregida, la pregunta: ¿no le escocerá al insigne guerrillero tanta “lana”? (se sabe que
el EZLN cuenta con una considerable fortuna, producto de fuentes tan honradas como la
extorsión, ciertos chantajes, aportes de las guerrillas colombianas y, se dice, hasta de algunos
sectores del narco). Marcos tal vez intuyó, cuando abandonó su vida anterior, que además de
hacer la revolución podía hacer fortuna si era un poco hábil. Y, desde luego, lo es.
Pero la habilidad y la listeza que caracterizan al personaje no son incompatibles con el
endiosamiento, el narcisismo y la megalomanía. Y Marcos parece propenso a caer en estos
vicios. Sin legitimidad alguna, sin que nadie le haya votado, sin contar con el respaldo de un
solo elector —indio o no—, Marcos se propone doblegar al parlamento mexicano y exige hablar
en su tribuna. ¿En representación de quién? ¿Cómo se atreve a exigir algo así sin el refrendo de
las urnas y amenazando con reanudar la lucha armada? Como su idolatrado Zapata, debe de
creer que como funcionan las instituciones es por la fuerza, con una buena guarnición rodeando
el edificio...
Sin duda, la situación de las diversas minorías indígenas de México es en general peor que la
del resto de la población. Eso implica la necesidad de hacer efectivos los derechos individuales
de estas personas, y sobre todo de facilitarles una educación integradora que les permita ser
tan libres e independientes como cualquier otro ciudadano. Los indígenas tienen derechos y
deberes: los mismos que tiene cualquier mexicano, ni uno solo más y ni uno solo menos. Las
leyes especiales y los tratamientos diferenciados en lo jurídico y en lo económico son un mal
arreglo para este tipo de situaciones de marginalidad. Marcos no exige para “sus” indios lo que
debería exigir: respeto individual, igualdad ante la ley, oportunidades... exige prácticamente
la creación de un Estado paralelo en el que él, que ni siquiera es uno de ellos, pueda reinar a
sus anchas. Su modelo ideal sería un territorio a su disposición, como el que Pastrana, el
ingenuo presidente de Colombia, ha puesto a disposición de la guerrilla marxista de su país,
fuertemente conectada con el fundamentalismo islámico y el terrorismo internacional.
Se está pasando. Marcos se está pasando o se ha pasado ya hace tiempo de todo límite
razonable y asumible. Su carnavalada en el Zócalo de la Ciudad de México, rodeado de la viuda
de Mitterrand y de tantos otros “intelectuales” de la progresía europea, es ya mucho más de lo
que ese país puede soportar sin secuelas. O Fox toma medidas para evitar lo que a todas luces
constituye una subversión abierta, o México se arrepentirá durante muchos años de haber
encumbrado a este líder sin cara pero con una cara dura digna del más experimentado
— 214 —
farsante. Y otro que debería tomar cartas en el asunto es el Papa, porque todos los estudios
arrojan un dato muy revelador: igual que ETA y el IRA, el EZLN está plagado de curas desde su
mismo origen, y el papel de la Iglesia Católica en las zonas de influencia del zapatismo es muy
relevante. ¿Acaso ahora la labor pastoral se ejerce metralleta en mano?
México es uno de los países con mayor futuro no sólo de América Latina sino del conjunto de
naciones en vías de desarrollo. Liberarse de siete décadas de priísmo putrefacto no ha sido
suficiente: hace falta liberarse también de todo el arcaico pseudomarxismo heredado de la
revolución de 1911. Es esa herencia la que ha mantenido enormes injusticias y desigualdades,
pero es también esa misma herencia la que permite fenómenos como este desfasado
“marquismo” que el mundo contempla como si viera una película histórica.
Que Marcos se presente a cara descubierta ante el electorado, a ver cuántos de “sus” indígenas
le votan. Pero que no se atreva a exigir desde la clandestinidad, a imponer desde su arrogancia
estalinista, a hablar de paz y de Derechos Humanos cuando mantiene un ejército oculto en la
selva. Le guste o no, México ha cambiado y él ya no tiene enfrente a un gobierno podrido y
temeroso de su imagen internacional, dispuesto por tanto a pactar a escondidas acuerdos que
eviten una sublevación en toda regla. Fox y el Congreso mexicano, limpia y ampliamente
elegidos por el pueblo en comicios celebrados con entera normalidad y transparencia, tienen
todo el derecho y toda la legitimidad para acabar con las patrañas de este vendedor de humo
y, aplicando las leyes, someterle a la acción de la Justicia y barrerle para siempre de los
medios y de los libros de Historia. Debería estar agradecido de que no lo hayan hecho aún, pero
debería contener su soberbia y comprender que auque él siga representando el mismo
personaje desde hace quince años, el escenario es ahora radicalmente distinto. Y el público
también.
— 215 —
Ancianidad y pobreza
Perfiles del siglo XXI, abril de 2001
Es inmoral que nuestros ancianos sean el segmento más pobre de la sociedad después de
toda una vida de trabajo. La explicación es clara: el sistema público de pensiones ha
empobrecido al grupo etáneo que, por pura lógica, debería ser el más adinerado en
cualquier sociedad.
La Humanidad ha llegado a aceptar ancianidad y pobreza como sinónimos, o al menos como un
binomio natural. Tenemos a nuestro alrededor toda clase de iconos que así nos lo presentan,
desde las tarjetas doradas y otros sistemas que permiten a los mayores de sesenta años viajar
más barato o comprar las entradas del cine a mitad de precio, hasta la política social típica de
los Estados paternalistas y socialdemócratas de Europa (vacaciones pagadas para los jubilados,
reducción en el precio de las medicinas, etcétera). Los gobiernos se cuidan de crear cientos de
residencias para ancianos pero, como cada vez hay más de ellos por la inversión de la pirámide
poblacional, se va agudizando el problema de dónde alojar a estas personas. Los elevados
costes de atención a aquellos ancianos que padecen enfermedades crónicas o incurables es una
preocupación adicional de nuestros políticos. En Occidente (o al menos en Europa), ya
sorprende oír hablar de un viejo adinerado. Nuestros mayores son, por definición, gente
económicamente débil que requiere la solidaridad de todos nosotros y, sobre todo, la caritativa
intervención de los poderes públicos.
Esto no tiene sentido. Por pura lógica los ancianos deberían constituir el segmento demográfico
más rico de cualquier sociedad, puesto que llevan toda una vida trabajando y reinvirtiendo el
excedente de su ingreso. Los ancianos deberían ser quienes prestaran condescendientemente
algún dinero a los “jovencitos” de cuarenta o cincuenta años, en vez de sentirse como
parásitos al depender de la buena voluntad de las generaciones posteriores y de su ayuda tanto
directa como por vía estatal.
¿Cómo se explica esta situación? Es legítimo culpar de ello, al menos parcialmente, a los
sistemas públicos de pensiones basados en el reparto entre los actuales pensionistas del dinero
contribuído por los trabajadores en activo. Este sistema injusto, vigente en toda la Unión
Europea, en los Estados Unidos y en buena parte del resto del mundo, merece ser reestudiado y
sustituído por un sistema diferente, similar al chileno, que puede ser o no privado en cuanto a
la gestión de los fondos, pero lo importante es que se base estrictamente en la capitalización
individual de cada ciudadano. Los resultados se dejarán sentir en muchos campos, siempre
generando mayor riqueza e incluso mayor dispersión social de la misma, pero, sobre todo, se
notará en un incremento exponencial del poder económico de nuestros mayores.
El cambio es radical. Cualquier persona normal llegará a vieja con bastante dinero si durante
tres o cuatro décadas trabajó y cotizó para sí mismo y los suyos, no para que el Estado se
gastara su dinero en cubrir compromisos anteriores con otros. Esa persona, mediante el sistema
de previsión por la vía de la capitalización individual, tendrá dinero suficiente para pasar la
última etapa de su vida de manera agradable, con todas sus necesidades cubiertas, al igual que
los gastos especiales derivados de su edad y estado de salud.
Los sistemas públicos de pensiones por reparto, altamente ideologizados e ineficaces, llevan
demasiado tiempo condenando a la gente a reducir de golpe a la mitad su ingreso mensual al
jubilarse. Lo lógico es que cada persona tenga en la vejez un nivel de vida acorde con el que
mantuvo durante su vida laboral, ya que habrá ahorrado en proporción a ese nivel. Un político
socialista español decía hace unos años que lo “maravilloso” del sistema público era
precisamente su capacidad de “igualar” en la vejez a todos los ciudadanos. En efecto: todos
igual de pobres, ganando trescientos dólares al mes y teniendo que malvivir con esa miseria en
países desarrollados donde todo cuesta un ojo de la cara...
— 216 —
La correcta gestión del ahorro de cada trabajador durante su vida laboral es la única manera
de asegurarle en la vejez una vida digna e independiente. Nuestros mayores son ricos en
vivencias, en recuerdos y en sabiduría, pero también lo serían en dinero si el Estado no se lo
hubiera ido robando poco a poco, y si el sistema de previsión para la vejez se hubiera basado
en el sentido común.
— 217 —
Una banca para el siglo XXI
Perfiles del siglo XXI, abril de 2001
El corporativismo de la gran banca, amparado por el Estado a causa de la connivencia de
intereses entre los políticos y los grandes banqueros, perjudica seriamente al consumidor
al crear un sector bancario oligopólico donde se hace difícil encontrar auténtica
concurrencia y donde la sociedad se convierte en un dócil mercado cautivo.
En su origen —que aún nos alcanza, distorsionado, en algunas películas del género Western— la
banca comercial era un negocio más. Cualquier persona o grupo de personas podía fundar sin
excesivas trabas una empresa destinada a custodiar el dinero de la gente y a ofrecer servicios
financieros de cualquier tipo. Durante el siglo XX este negocio, que juega hoy una papel de
extrema importancia en las vidas de los ciudadanos, se fue aristocratizando cada vez más hasta
quedar reducido, en la mayoría de los países, a un club de como mucho quince o veinte
grandes bancos que representan la práctica totalidad del sector. La carrera de fusiones fue
concentrando en pocas empresas de banca un negocio que no debería ser diferente de
cualquier otro.
Nada tenemos los liberales contra el desarrollo espontáneo, sin intervención estatal, de
monopolios de cualquier tipo, ya que sabemos que siempre serán coyunturales y que en
cualquier momento podrán surgir competidores. En palabras del gran escritor argentino Alberto
Benegas Lynch (h), el problema surge cuando tales posiciones monopólicas (u oligopólicas) se
alcanzan mediante “la cópula hedionda con el poder”. La frase no puede ser más acertada si se
aplica a las relaciones banca-Estado en la mayoría de los países y desde los años treinta en
adelante. Esas relaciones han sido una orgía continua de favores recíprocos hechos a costa del
ciudadano. Fue escandalosa la nacionalización de la banca durante algunos periodos en países
como Francia o México, o el “rescate” de bancos en apuros con cargo a las arcas públicas en el
país azteca y en tantos otros, pero más escandalosa es la relación de privilegio existente entre
las principales entidades bancarias de cada país y los sucesivos gobiernos del mismo. Mediante
esas relaciones se ha encarecido el precio del dinero al cerrarse o limitarse la competencia de
entidades bancarias más pequeñas y ágiles o bien de bancos extranjeros (un caso terrible fue,
en los noventa, la intervención del Banesto en España y la defenestración social de su
presidente, Mario Conde, para evitar la inminente entrada en el país de la Banca Morgan a
través de la entidad presidida por Conde).
Amparados en leyes favorables a sus intereses, los grandes bancos dictan oligopólicamente los
precios de sus servicios a sabiendas de que es prácticamente imposible que alguien represente
una seria competencia. Décima arriba o abajo, todos ofrecen lo mismo, ya hablemos de
créditos hipotecarios, planes de ahorro o cuentas remuneradas.
La solución es Fernández. Cuando cualquier Luis Fernández o Pedro Pérez o usted o yo podamos
abrir un banco, el sector se atomizará y entrarán en él la luz y la ventilación que necesita. No
abogo, naturalmente, por que se relajen los controles sobre la actividad bancaria y se facilite
así el fraude masivo o el surgimiento de entidades de crédito insolventes que pongan en riesgo
el ahorro de la gente. Lo que defiendo es que los coeficientes de caja y otros requisitos para
ser banco se reduzcan a niveles que permitan a cualquiera, si cumple con las exigencias
razonables de seguridad y confiabilidad, montar un banco. Que en la esquina no tengamos
necesariamente una sucursal de uno de los mismos veinte bancos de siempre, sino que pueda
ser una oficina, tal vez la única o una de las apenas tres o cuatro sedes del banco Fernández,
García o Martínez. Y que estos ratones puedan competir con los elefantes de siempre y ofrecer,
dentro de lo razonable y contando con el respaldo financiero que la ley exija, productos
financieros ventajosos para sus clientes.
La dictadura de la gran banca y la imposibilidad de hecho de abrir nuevos bancos sin terminar
fagocitados por uno grande o eliminados por medios espurios, siempre con la anuencia del
— 218 —
poder político, es uno de los grandes lastres que pesan sobre la economía. La solución a este
problema consiste en desregular, legislar sin favoritismo y permitir que el pequeño banco
independiente del barrio tenga, al menos, opción a existir. Internet y, en general, la revolución
de las comunicaciones, jugarán un papel positivo en este proceso, ya que cada vez será más
fácil prestar servicios financieros en línea, si es necesario desde fuera de los países donde rigen
estas obsoletas regulaciones favoritistas.
— 219 —
Todos somos empresarios
Perfiles del siglo XXI, mayo de 2001
Las fronteras entre patrones y obreros se difuminan a gran velocidad. Hoy, los
trabajadores están tomando conciencia de que, en realidad, no son otra cosa que
empresarios que venden trabajo.
Lo que no acaban de comprender los sindicatos, ni el clero, ni algunas ONG, ni los partidos de
izquierda, ni siquiera las organizaciones empresariales, es que todos somos empresarios. Si
usted fabrica mesas y las vende a varias tiendas, usted es un empresario, pero si fabrica las
mesas en el taller de otro, resulta que ya no es usted empresario sino “trabajador”. Si usted
tiene su propio taller de mesas, compra los materiales y las construye, es empresario. Si va a
un taller ajeno, le proporcionan el material y usted aporta su fuerza e inteligencia, entonces es
“trabajador”. La diferencia entre ambas nociones pudo tener algún sentido en plena revolución
industrial, pero no tiene ninguno en la post-revolución informática y comunicacional. Por eso
las fronteras del “empleo” se difuminan a pasos agigantados.
Si tengo un taller de mesas, debo contar con otras empresas, es decir, con proveedores. Unas
empresas me aportarán la electricidad que necesito para que funcione mi maquinaria, otras me
traerán la madera y los tornillos. Otras me aportarán el capital humano, ya sean empresas de
colocación, “head-hunters” o los propios obreros contratados de manera directa. Todas esas
empresas son empresas, incluídos los obreros. ¿Qué es un trabajador? Es un empresario que
provee trabajo, y la empresa es su cliente. Nada importa que lo haga para varias empresas
clientes o para una sola, que cobre por horas sueltas o por meses, que realice sus tareas en su
casa o en el local de la empresa. El trabajador es, por encima de cualquier otra cosa, un
empresario más, tan empresario como el dueño de la fábrica de mesas. Por eso es tan
importante que uno se prepare bien para venderse a sí mismo en el mercado laboral, y por eso
su autoventa apenas se diferencia del marketing necesario para vender cualquier otro
producto.
En las próximas décadas tenderá a hacerse mucho más nítida esta realidad, y eso será positivo
para todos. Al desvanecerse las fronteras entre las nociones, hoy obsoletas, de patrón y obrero,
se reducirá la conflictividad laboral. El impresionante incremento del teletrabajo desde el
hogar, incentivado por las nuevas comunicaciones, hará más evidente aún que todos, sin
excepción, somos empresarios.
— 220 —
¿Amos o esclavos? El futuro tecnológico de la humanidad
Perfiles del siglo XXI, junio de 2001
La tecnología ha sido hasta ahora la gran aliada de los seres humanos en su lucha por
desembarazarse de las ataduras coletivistas. ¿Seguirá siéndolo o estaremos asistiendo
simplemente a un cambio de amo? El cambio cultural de nuestras sociedades ya se ve
afectado en muy gran medida por la influencia de lo tecnológico. La Humanidad debe
seguir llevando las riendas de la tecnología, o los términos podrían invertirse a largo
plazo.
Aventurarse en un ejercicio futurista siempre ha sido arriesgado y pocas veces ha reportado a
tan intrépidos autores la satisfacción de ver acertadas sus predicciones. En nuestra era de
aceleración —acaso terminal— de la Historia tal como la conocíamos, es aún más temerario
lanzar pronósticos, y es probable que la mayor parte de las secuencias de datos que hoy
elevamos a la categoría de tendencias queden mañana desmentidas para nuestro ridículo y
para el solaz de la generación siguiente. De igual manera, es muy probable que las visiones del
futuro que hoy propongamos se vean frontalmente cuestionadas y radicalmente modificadas
como consecuencia, no de cambios en las tendencias sociales o culturales, sino de innovaciones
tecnológicas aún insospechadas y capaces de alterar el curso de la evolución cultural y social.
Internet, la telefonía móvil al alcance de todos o la atomización y personalización de la oferta
televisiva son apenas tres de los principales ejemplos de cómo en apenas una década la
tecnología ha modificado las culturas y las sociedades humanas.
Este dato es quizá uno de los más importantes que debemos tener en cuenta al escudriñar el
futuro: la tecnología ejerce y seguirá ejerciendo, más que nunca en la Historia, un claro
dominio sobre la evolución cultural y sobre los patrones de conducta social de las personas.
Durante toda la Historia, la evolución de las sociedades humanas había venido dictando el
desarrollo de las tecnologías, avanzando éstas siempre en función de las prioridades de
aquellas, y los nuevos avances tecnológicos sólo afectaban a muy largo plazo y en una medida
muy asimilable, a su vez, a la cultura de las sociedades respectivas. Hoy es cuando menos
cuestionable que esto siga siendo así. La multiplicidad de avances tecnológicos y la ebullición
de las grandes áreas fronterizas de la ciencia permite afirmar que en el mundo actual la
tecnología reina sobre las sociedades a las que se aplica, afectando fuerte y rápidamente su
evolución y siendo, más que ningún otro factor, el impulsor del cambio cultural. Ya no es tanto
la sociedad la que exige determinadas innovaciones tecnológicas relacionadas con su particular
evolución cultural, sino que la tecnología se ha desprendido de todo control y arroja
constantemente sobre las sociedades humanas innovaciones a las que éstas no se resisten —
porque objetivamente aportan mayor comodidad y facilidad en nuestras tareas—, pero que
provocan a muy corto plazo y de forma enteramente autónoma cambios sustanciales en la
cultura, en la vertebración de las sociedades y en la forma y estilo de vida de sus integrantes.
Otra forma de presentar este cambio de polaridad en el binomio cultura-tecnología —y quizá
sea una visión más optimista o más benévola con la Humanidad— es la que sostienen los
numerosos autores que hacen de la tecnología un factor más de la cultura y que, pese a
reconocer el crecimiento exponencial de su peso dentro de ésta, no le conceden la capacidad
de afectarla en lo esencial. Pero entonces, ¿no han operado en las culturas occidentales los
tres ejemplos antes mencionados —Internet, telefonía móvil y televisión a la carta— unas
transformaciones inmediatas, incontroladas, inobjetables e irreversibles? O la tecnología es un
factor exterior a la cultura que la afecta y determina en muy gran medida, o, si es parte de
ésta, cabe afirmar que se ha convertido prácticamente en su eje, en su columna vertebral, y
que esa parte va camino de devenir, si no el todo, el “casi todo”.
Hoy por hoy, todo parece indicar que los constantes avances tecnológicos contribuyen
sustancialmente a la libertad del individuo, pero lo hacen, sobre todo, en un ámbito específico
de esa libertad: su autonomía frente a los demás individuos y frente a toda organización
— 221 —
colectiva de la vida. Los efectos inmediatos de las más recientes tecnologías implementadas en
nuestras sociedades ya se están dejando sentir, por ejemplo, en el cambio sustancial del modo
y la intensidad de las comunicaciones —cada vez más ejecutadas mediante la tecnología, en
sustitución del contacto personal—. Esto es aplicable incluso a las comunicaciones íntimas, y
también a la búsqueda de nuevas amistades o incluso de pareja ocasional o permanente. El
abismo cultural que separa a las generaciones adolescentes y jóvenes actuales frente a la de
quienes hoy tienen cuarenta años o más es, también a causa de la revolución tecnológica,
enorme y, en muchos casos individuales, insuperable. Parece que caminemos hacia unas
sociedades compuestas por individuos relativamente aislados y muy dependientes de la
tecnología, no sólo (como siempre había ocurrido) para la ejecución de sus tareas
profesionales, sino también para realizarse humanamente, para dar salida a su afectividad,
para comunicarse con otros, para salir, en definitiva, del aislamiento provocado por la misma
tecnología que les permite aliviarlo, pero a través del cauce previsto por ella.
Lo escrito hasta ahora podría interpretarse como una crítica amarga al camino que hemos
emprendido, pero no pretende ser más que una llamada de atención sobre el nuevo paradigma
cultural, alertando sobre algunos de sus aspectos preocupantes pero sin realizar una valoración
global. Corresponderá sobre todo a las generaciones futuras hacer esa valoración. Señalaré, no
obstante, que en la medida en que la tecnología arrolladora responda a una pluralidad de
intereses diversos y hasta contrapuestos, en la medida en que se rija sólo por el orden
espontáneo de unas sociedades libres, nada me parece objetable en esta nueva era, que
parece a todas luces el resultado lógico de la andadura iniciada por la Humanidad milenios
atrás. También es cierto que el cautiverio —consciente o no— al que podría llegar a verse
sometida la Humanidad si el control de la tecnología se concentrase o coordinase no tendría,
tampoco, precedentes en nuestra Historia, y que probablemente sería definitivo.
Desde que la curva de nuestra evolución científica y tecnológica se convirtió prácticamente en
una vertical, los seres humanos somos más libres frente a nuestros antiguos amos: el Estado
paternalista, las sociedades colectivistas, el oscurantismo religioso, la familia patriarcal,
etcétera. Los hombres y mujeres del último cuarto del siglo XX hemos aprovechado los efectos
de la tecnología sobre la cultura, nos hemos agarrado a ellos como a un clavo ardiendo para
liberarnos. La tecnología ha liberado a la mujer del miedo a quedar embarazada, y esto ha
provocado la liberación sexual frente a los dogmas del pasado, pero, sobre todo, ha permitido
la auténtica inserción de las mujeres en el mundo laboral. La tecnología ha liberado a millones
de profesionales de la necesidad de acudir a trabajar en oficinas —y este proceso va a sufrir un
empujón aún mayor en los próximos años—, concediendo una libertad sin precedentes a esta
nueva casta de teletrabajadores. La tecnología ha puesto las comunicaciones y los viajes al
alcance de toda la clase media y gran parte de la baja, ofreciéndoles, también en este campo,
una libertad jamás soñada antes. Lo inquietante es que la curva pueda, impulsada por la fuerte
inercia que trae consigo, seguir su camino más allá de la vertical, es decir, retroceder. Hasta
ahora, más tecnología equivale a más libertad. Si la curva comienza a cerrarse, más tecnología
podría empezar a significar menos libertad. La discusión está abierta sobre si ya ha comenzado
a cerrarse, si lo hará en breve o si podemos ser optimistas porque nunca lo hará.
La revolución tecnológica actual y la inminente revolución biotecnológica tienen la capacidad
de modificar la esencia misma de lo humano, y sin duda lo harán. Por un lado, debería
reconfortarnos la idea de que tales avances multiplicarán la calidad y el tiempo de vida de las
personas, y que la Humanidad tal vez se encuentre a pocas décadas de alcanzar la clave de su
cuasi-inmortalidad al dominar plenamente el mecanismo de envejecimiento y de renovación
celular, así como por las técnicas de clonación. Asimismo, podemos estar muy próximos a la
generación de energía constante, limpia y sin apenas coste. La energía y las comunicaciones
probablemente estarán al alcance de cualquiera y con carácter ilimitado. Pero por otro lado,
no es difícil vislumbrar una convergencia entre lo biológico y lo tecnológico que modificará
paulatinamente al ser humano, tal vez hasta dar pie, con el tiempo, a una impredecible y
vertiginosa transformación “postbiológica” de nuestra especie.
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Si la tecnología no avanza aún más deprisa no es por su falta de capacidad para ello, sino por
nuestra falta de capacidad de asimilarla. Ese tiempo de asimilación humana de la tecnología
será en el futuro el que determine la velocidad del cambio cultural. No parece, en cualquier
caso, que vaya a ser más lento que el de las últimas décadas. Si en algo existe consenso es en
que estamos asistiendo al final definitivo de una era y al inicio de otra. Los seres humanos
deberán hacerse acreedores de su propio futuro controlando la tecnología para generar libertad
y autorrealización, o de lo contrario la tecnología desbordará a largo plazo el marco de la
Humanidad que la creó y llegará a ejercer un poder independiente sobre ella.
— 223 —
Venezuela, vía libre hacia el totalitarismo
Editorial para Perfiles del siglo XXI, junio de 2001
Parece ser que Hugo Chávez ha aprendido muy bien la lección. Tiene en Fidel Castro un mentor
habilidoso y dado a ejercer ciertos magisterios, además de que él mismo disfruta a conciencia
esa suerte de terrorismo de Estado (caribeño) que paulatinamente está redecorando el
sistema. Los acontecimientos ocurridos hace pocos días en la Universidad Central de Venezuela
recuerdan a aquellos que protagonizó en La Habana, a principios de los sesenta, la turba
indignada y “espontánea” que desmantelaba asociaciones de prensa, estaciones de radio y
demás actividades independientes. Aunque quizá ahora todo sea más chapucero. Hay una
memoria histórica de por medio, y las bombas lacrimógenas y cohetones que contra las
autoridades universitarias lanzaron estudiantes y empleados allegados al presidente no son,
precisamente, de fabricación casera. Al menos aún navega algún que otro islote autónomo en
el agitado mar de la “revolución bolivariana”. El ataque tuvo como detonante una decisión
judicial que ordenaba a los ocupantes desalojar las oficinas que mantienen tomadas desde
marzo en demanda de cambios estructurales en esa casa de estudios. Y ya se sabe de qué clase
de “cambios estructurales” se está hablando. La violencia fue dirigida por un pequeño grupo de
estudiantes y miembros de la Asociación de Empleados Administrativos que aspiran a que la
universidad siga los derroteros de la llamada revolución pacífica de Chávez: se intenta sustituir
a la actual dirigencia universitaria y transformar la bases administrativas, académicas y legales
del recinto. “No puede ser que un grupo reducido de estudiantes, con el apoyo de algunos altos
funcionarios del ejecutivo nacional, pretendan imponer un pensamiento único y desconocer los
derechos de los demás”, declaró el rector Giuseppe Giannetto, indicando que la mayoría de la
comunidad universitaria de “rechazaba la violencia como instrumento para impulsar cambios”.
Así las cosas, la socorrida vía de responder a la violencia por medio de la violencia ya está a la
orden del día en Caracas y otras zonas del país centroamericano. Por supuesto que hay gato
encerrado en todo esto. El aprendiz de dictador que es Chávez continúa aceitando el engranaje
de su maquinaria intervencionista, la misma que desde hace varias décadas funciona
impecablemente en Cuba. Como también dijo Giannetto, el apoyo que los estudiantes rebeldes
han recibido de miembros del ejecutivo, y aun del propio presidente, demuestra que existe “un
plan gubernamental para justificar una intervención en la universidad y apoderarse de ella bajo
el argumento de que la violencia se ha desbordado”. Demasiado paralelismo entre ambos
procesos (las “revoluciones” bolivariana y cubana), aun cuando el escenario histórico y político
no sea ni remotamente similar.
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Revisar el thatcherismo
Perfiles del siglo XXI, junio de 2001
Es moneda corriente escuchar a determinados representantes del liberalismo libertario
norteamericano presentar a Margaret Thatcher como adalid de las políticas liberales. Un
análisis más profundo de su época de gobierno deja claro que Thatcher apenas
implementó ciertas políticas económicas liberales, pero en ningún caso promovió una
política liberal integral ni auspició un avance global de las libertades.
Margaret Thatcher, la primera mujer que alcanzó la jefatura de gobierno en el Reino Unido,
marcó una época de la política europea. Para la izquierda británica y continental, Thatcher
inauguró un “neoliberalismo” ajeno a toda sensibilidad social y basado únicamente en el
beneficio económico a cualquier precio. Para los conservadores europeos y, especialmente,
para los norteamericanos, la primera ministra restauró el orden, combatió eficazmente a los
sindicatos que amenazaban con acaparar un poder excesivo en el país y fue capaz de mantener
un statu quo social y económico amenazado. Y para algunos argentinos, dos décadas después,
Thatcher sigue representando la frustración y la impotencia de la guerra de las Malvinas, cuyos
villanos mejor harían en buscar entre la casta militar que en aquel tiempo detentaba el poder
en Buenos Aires.
Los liberales se hallan divididos en torno al periodo Thatcher. En el Reino Unido, el partido
Liberal Democrats, que es marcadamente social-liberal, jamás apoyó a la llamada “dama de
hierro”. Los pocos liberales auténticos de ese partido sí le reconocen méritos económicos, pero
creen que fue excesivo el precio que se pagó durante su mandato por algunos logros en el
ámbito de la libertad económica: el gran aumento del desempleo, la ruptura del consenso
laboral y la centralización del poder en manos del gobierno, con una fuerte reducción de la
autonomía municipal.
En Gran Bretaña la libertad económica no ha alcanzado un fuerte apoyo popular porque su
imagen siempre se ha visto asociada con la de políticos y partidos vinculados al más rancio
tradicionalismo, es decir, a aquello que rechaza la juventud y amplias capas del resto de la
población. Thatcher es venerada por muchos liberales y libertarios de Norteamérica y del resto
del mundo, que alaban su política económica. Sin embargo, no está nada claro que las
libertades, en un sentido más amplio, avanzaran durante el periodo Thatcher. El Estado se
tornó más poderoso en ámbitos como la educación y la vivienda. El federalismo, esencial en un
Estado plurinacional lleno de tensiones interculturales, fue descartado por los gobiernos de
Margaret Thatcher, que tensionaron más de lo habitual la situación de Irlanda del Norte
dejando a su sucesor, John Major, una difícil herencia en el problema del Ulster. La
intervención estatal en la cultura y las artes fue considerable, como también el peso del
gobierno en la BBC.
Thatcher, lejos de representar un ideal de gobierno liberal, representa el primer intento serio
de un partido conservador por adoptar las recetas económicas liberales. Pero éstas, sacadas del
contexto de un programa íntegramente liberal en todo lo demás, y aplicadas además por
políticos tradicionalistas y nacionalistas centrípetos, difícilmente dan como resultado un
avance global de la libertad. Thatcher acertó en la privatización de las principales empresas
públicas, especialmente en el caso de British Airways, y también fue un éxito su concepto de
capitalismo popular, es decir, de hacer a la mayor cantidad posible de ciudadanos propietarios
de su vivienda y accionistas de grandes empresas británicas. Pero su época y su filosofía fueron
conservadoras, no liberales ni libertarias. Sería muy de desear que los liberales radicales de
Norteamérica dejaran de presentar el thatcherismo, desde su cómoda lejanía, como un
ejemplo de gobierno liberal. Esto daña a quienes fuera de los Estados Unidos apoyamos el
liberalismo libertario. Los liberales consecuentes con sus ideas no pueden anteponer el
liberalismo económico a los objetivos liberales en los demás campos (ni tampoco al revés).
Decir que Thatcher era liberal simplemente porque privatizó empresas y redujo los impuestos
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es tan absurdo como considerar liberales a los líderes de izquierda que sin duda han importado
también aspectos del pensamiento liberal tales como el laicismo o la privatización de la moral.
Los conservadores son conservadores, no liberales. Sólo aplican determinados aspectos de la
economía liberal y combaten el resto de las ideas liberales. Thatcher no fue una excepción.
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Un peligro llamado José Bové
Perfiles del siglo XXI, junio de 2001
El nuevo líder de la izquierda anti-globalización, famoso por su afición a quemar
hamburgueserías, representa un movimiento ideológicamente confuso y sin una alternativa
clara al sistema democrático y capitalista, pero decidido a acabar con él de todas formas, y
violentamente si es necesario.
José Bové se ha convertido en poco tiempo en uno de los héroes de esa nueva y vieja, difusa y
confusa izquierda global que va conquistando poco a poco el corazón de las generaciones
jóvenes de Occidente. A este paso rivalizará muy pronto con ídolos como el autoproclamado
subcomandante Marcos o hasta con dioses del Olimpo marxista como Fidel Castro. Será por
tanto interesante saber qué tiene que decir este prócer del izquierdismo francés, habrá que
escuchar atentamente sus ideas, aunque sea para rebatirlas. Es de esperar que su visión del
mundo, se comparta o no, sea producto de un hondo contraste de doctrinas y de una no menos
profunda sabiduría económica y política.
Pues no se haga ilusiones, amigo lector. Este mesías galo con aspecto de Astérix no es
precisamente un pensador y, desde luego, no se distingue ni por su oratoria ni por la
originalidad de sus ideas. Es, en todo caso, un hombre de acción. El problema es qué clase de
acción. Bové saltó a la fama y trepó al pedestal de las glorias izquierdistas quemando un
McDonald’s. Este modesto agricultor un día (aciago) se puso a pensar y su razonamiento no
llegó muy lejos: sólo le alcanzó para concebir que la culpa de todos los problemas del agro
francés la tenía nada menos que la conocida cadena de hamburgueserías. Para cierta izquierda,
quemar un McDonald’s es un acto heroico que da derecho a ponerse de golpe un montón de
medallas. Es la misma izquierda que ocupa propiedades ajenas "en desuso" o destroza las
ciudades en las que se celebran cumbres políticas o económicas. Pero no se les había ocurrido
quemar un McDonald’s. He ahí la originalidad de Bové. Voilà su aportación a la Historia del
izquierdismo. Y, claro, Bové fue inmediatamente entronizado. Igual que en Colombia a
cualquiera que lleve corbata se le llama doctor, o en México licenciado, los izquierdistas de la
nueva hornada, ante la sequía de profetas marxistas de nivel, están dispuestos a convertir en
líder a cualquier indocumentado que vaya por el mundo quemando restaurantes de comida
rápida. De la noche a la mañana, Bové se convirtió en un tótem andante, fue paseado, exhibido
y conferenciado por toda Europa y después por el resto del mundo, actuando como "plato
fuerte" del Foro Social de Porto Alegre (Brasil), el evento "alternativo" al foro económico anual
de Davos (Suiza), y honrando después con su progresista presencia a la ciudad de Québec,
donde se celebró la Cumbre de las Américas.
Como el hombre no es muy culto pero sí tiene la astucia propia de la gente del campo, parece
que ha sabido aprovechar la situación y ya no vive del campo, sino, como no podía ser menos,
de alguna que otra oenegé, una de las cuales responde al pacífico y humanista nombre de Attac
(ataque). ¿Doctrina de Attac? Por ahora, afirman que van a "atacar" la isla de Jersey y el
Principado de Andorra cortando las vías de acceso, infiltrando gente para provocar desmanes
en esos lugares, etcétera. Forma parte de su campaña contra el capital internacional,
aparentemente representado en estos territorios de baja fiscalidad. Y mientras Bové canta a la
solidaridad con los pobres, exige que se adopten medidas proteccionistas frente a los productos
agrícolas extraeuropeos.
"Con esta izquierda, los liberales podemos estar tranquilos", pensarán muchos. Pues eso
pensaban los demócratas al inicio del nazismo y del estalinismo. Bové tiene para miles de
jóvenes franceses y de todo el mundo el atractivo de lo transgresor. Al socialista Lionel Jospin
y a su colega alemán Schroeder les resulta útil la existencia de este tipo de izquierda, y
probablemente la ayudan por debajo de la mesa, porque así ellos quedan como centristas
— 227 —
moderados y pueden seguir defendiendo la continuidad del llamado Estado del bienestar, que
en realidad se ha convertido en el bienestar del Estado.
Hace sólo diez años que cayó el espantoso régimen comunista que había devastado media
Europa y deshumanizado a sus gentes, y ya asistimos al resurgimiento, todavía tímido pero
preocupante, de organizaciones izquierdistas decididas a construir regímenes similares a base
de cócteles Molotov. Bové es mucho más que un simple cretino: es un peligro porque
representa el regreso a las cavernas del estalinismo.
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Entrevista a Vinicio Cerezo, ex presidente de Guatemala
Perfiles del siglo XXI, julio de 2001
JP: ¿Cómo ve usted la situación política actual de Guatemala?
VC: El presidente ganó de forma aplastante porque fue capaz de capitalizar el desencanto del
electorado respecto al gobierno anterior, castigado por una mala privatización de las
telecomunicaciones. Creo que es un error que el presidente y su propio partido no hayan sido
capaces de coordinar su acción, ya que el presidente no es el líder nato de su partido y
además, para consolidar su poder, ha nucleado en torno a si mismo una alianza compleja de
sectores ideológicamente muy diversos. No hay objetivos claros porque la disparidad de
criterios en el entorno presidencial es enorme. El ministro de finanzas es firme partidario de la
liberalización económica mientras otros altos dirigentes se oponen con fuerza. Todo esto ha
creado incertidumbre y eso perjudica el desarrollo del país.
Como vicepresidente de la Organización Demócrata Cristiana de América (ODCA) para la
región centroamericana, ¿cómo percibe la globalización?
Como un fenómeno inexorable que se producirá estemos a favor o estemos en contra, por lo
cual es preciso prepararse para obtener el máximo beneficio para todos. Como todo fenómeno
económico, tiene factores positivos y negativos. Si un país comprende que este proceso es una
oportunidad, como está haciendo por ejemplo México, se le puede sacar grandes frutos. Para
ello hay que ponerse al día en la eficiencia, la calidad y la capacidad productiva. Esto implica
también no insistir necesariamente en productos tradicionales. Por ejemplo, el café, sector en
el que hay tal exceso de oferta que los precios terminan por caer a niveles imposibles. La
globalización es útil y como nosotros los democristianos tenemos principios y voluntad de
ayudar a la población, tenemos que aprender a navegar en estas aguas para lograrlo.
¿Qué hay de esa famosa entelequia de la integración centroamericana?
Es una respuesta de conjunto a la globalización, basada en la creencia de que juntos podremos
competir mejor en la economía mundial. El proceso se ha frenado mucho en los últimos años
debido, fundamentalmente, a un problema de falta de liderazgo. Se han creado las
instituciones adecuadas pero no se les ha dotado de contenido ni se les ha dado poder real. El
Parlamento Centroamericano está trabajando en esa dirección pero falta un impulso político
más fuerte.
Ustedes los democristianos, ¿cómo perciben el debate sobre la dolarización? Y en concreto,
¿qué hará Guatemala al respecto, tras el ejemplo salvadoreño?
La dolarización ya es un hecho, porque todo el mundo calcula sus costes, sus precios y su
ahorro en dólares. Pero creo que debemos ir paso a paso para no crear una presión excesiva en
nuestras reservas monetarias, en nuestro mercado ni en nuestra capacidad de adquisición de
productos por la capacidad de exportación que tenemos. Lo que hemos hecho en Guatemala es
dar un paso: autorizar plenamente el dólar para que la gente pueda manejarlo libremente e ir
sincerando así la economía. Y entonces, viendo cómo se vaya comportando la economía,
seguiremos adelante en función de su evolución. En Guatemala, desde la flotación del quetzal
se ha venido produciendo sistemáticamente un aumento especulativo de los precios que ha
llegado a situar al país como uno de los más caros de América Latina. Además tenemos algunoa
aranceles muy altos y esto también influye en los precios. La falta de orientación clara del
gobierno actual complica aún más las cosas, ya que las formas de pensar contradictorias en su
seno se reflejan en políticas opuestas y cambiantes.
Guatemala y Centroamérica, ¿pueden considerarse definitivamente pacificadas?
Por lo menos en Guatemala, sí. Yo no creo que haya interés por parte de nadie en volver atrás.
La guerrilla está perfectamente integrada en la vida política nacional y el ejército ha
evolucionado mucho. Las guerras necesitan apoyos ideológicos, políticos y logísticos, y creo que
hoy no se encuentran tales apoyos, afortunadamente. Lo que sí puede ocurrir es que los narcos
financien grupos armados pseudoguerrilleros para sus propios fines. Todavía no ha ocurrido
— 229 —
pero tenemos informes que alertan sobre esta posibilidad. Parece que algunos narcos
mexicanos estarían tratando de introducir armas y dinero para bandas criminales
guatemaltecas, sin que estén muy claros aún cuáles son los objetivos concretos.
¿Qué le parece el intento de la premio Nobel Rigoberta Menchú de instar el procesamiento
de los antiguos dirigentes militares guatemaltecos en la Audiencia Nacional española?
Creo que el revanchismo no conduce a nada. Si observamos la transición española vemos que
no hubo tal ajuste de cuentas. Lo importante es llevar al país a un Estado de Derecho, y dentro
de éste, una vez bien consolidado, se podrá reclamar la acción de la justicia. Pero, mientras el
Estado de Derecho aún está en fase de construcción, este tipo de actuaciones sólo logran
debilitarlo y retrasarlo.
¿Qué opinión tiene usted sobre el liberalismo?
Bueno, los planteamientos liberales en nuestra Historia reciente surgen como una necesidad
frente a un exagerado estatismo. Lo que hubo fue una falta de comprensión del fenómeno y de
preparación para el mismo. No se adaptaron las decisiones a las necesidades de cada país: o se
adoptaba la receta liberal entera o no se adoptaba. Como la realidad nos imponía adoptarla,
hubo que hacerlo sin más y esto provocó desajustes y problemas. Desde mi punto de vista como
democristiano, el liberalismo tiene elementos muy respetables, y creo que en lo básico
estamos de acuerdo. Creo, sin embargo, que muchos liberales ideologizan la economía y
entonces les pasa a veces lo mismo que a los marxistas. Para mí la economía es simplemente
un instrumento y, entonces no veo porque tengo que renunciar a buenas decisiones vengan de
donde vengan. Konrad Adenauer dijo que una de las grandes aspiraciones de los democristianos
era tener el Estado más débil de la Historia, y el individuo más fuerte.
Un buen ejemplo de cooperación entre las diversas ideologías democráticas es la lucha por
la democracia en Cuba. Usted participa activamente en la búsqueda de un proceso de
apertura.
Sí. Veo con mucha preocupación a Cuba. Creo que el sistema actual debe ser sustituido por
una democracia normal donde la gente escoja a sus gobernantes. Al mismo tiempo, no coincidir
con el gobierno cubano no implica el no reconocimiento de algunos de sus logros sociales. Creo
que están metidos en un círculo vicioso. Mientras Castro piense que sin él se puede mantener el
sistema incólume, no vamos a ninguna parte. Otro problema es que una parte del exilio cubano
optó por la violencia o el radicalismo, justificando la bunkerización del gobierno. Pero las
condiciones mundiales empiezan a imponer una apertura. Creo que las tres grandes
internacionales ideológicas deben apoyar juntas al exilio democrático y a la oposición pacífica
en la isla.
— 230 —
El temible Grupo de Shanghai
Editorial para Perfiles del siglo XXI, julio de 2001
Kazajstán, Kirguizistán, Tayikistán y Uzbekistán, junto a China y Rusia, han decidido plantarle
cara a la creciente influencia de EEUU en Asia Central. Ese es uno de los objetivos no
declarados de esta especie de coalición bautizada (luego de cinco años de anónima andadura)
con el nombre de Organización de Shanghai para la Cooperación (SCO). No está muy claro de
qué clase de cooperación se trata, aunque las naciones miembros continúen transmitiendo un
mensaje que parece aprendido de memoria: los “seis buenos vecinos” —en palabras del
mandatario chino Jiang Zemin— lucharán contra la militancia étnica y religiosa y promoverán el
comercio y las inversiones en una zona cuyas reservas petrolíferas son de la mayor importancia.
Por lo pronto, que los ministros de defensa del grupo firmaran un comunicado en el que hacen
patente su respaldo al Tratado de Misiles Antibalísticos de 1972, no deja lugar a demasiadas
dudas. El Tratado ABM es “una piedra angular de la estabilidad global y una condición
importante para promover el proceso de reducción de armas” expresa el texto. Pasando por
alto el hecho de que países como Rusia o China, contumaces violadores de los Derechos
Humanos, hablen desenfadadamente de estabilidad o reducción de armas, hay que aceptar que
semejante declaración dirige sus baterías contra los planes de defensa antimisiles preconizados
por George. W Bush. La crítica no supone un desafío, más bien una amenaza velada. Sin
embargo, habría que ver hasta qué punto estos amagos de oposición a la hegemonía
estadounidense cuajan en un bloque militar y políticamente cohesionado, capaz de hacer
contrapeso más allá de la retórica al uso. Uno tiene la impresión, tras examinar eventos
ligeramente similares, que en este ajedrez post-Guerra Fría quien procura distraer es el bando
en desventaja. Con pieza menos y posición inferior, no parece de recibo ofrecer tablas.
— 231 —
Justicia y colectivismo
Perfiles del siglo XXI, agosto de 2001
El colectivismo ha dañado muchas cosas, pero tal vez la que peor parada ha salido de su
hegemonía durante la segunda mitad del siglo XX haya sido la justicia, arrogante e
ilícitamente sustituída por el concepto subalterno de “justicia social”. Urge restituir a la
justicia su estricta misión de proteger la libertad y, consiguientemente, la propiedad.
A lo largo del siglo veinte se produjo en Occidente una involución respecto a los ideales de
justicia que habían quedado consolidados como consecuencia de las revoluciones francesa y
americana de fines del siglo XVIII. Es cierto que durante el diecinueve europeo y
latinoamericano sólo en algunos lugares llegaron a ponerse plenamente en práctica esos
ideales, pero, ejecutados o no, representaban la aspiración colectiva de la gran mayoría de las
sociedades. A lo largo del siglo XX se consiguió plasmar esos ideales de justicia generados por el
liberalismo clásico del Siglo de las Luces, pero paulatinamente se vieron distorsionados al
agregárseles conceptos y matices derivados del auge extremo del colectivismo de izquierdas y
de derechas.
Ese colectivismo tuvo su expresión más feroz en la tiranía comunista y fascista de los años
veinte y treinta pero, tras la Segunda Guerra Mundial, lejos de desaparecer se humanizó, se
civilizó y permaneció entre nosotros durante medio siglo. Lo hizo mediante ideologías como la
socialdemócrata y la democristiana, cuyo colectivismo “lights” logró resituar el centro político
entre ambas y convertir a los escasos liberales (con excepciones como la británica) en una
corriente exterior, generalmente posicionada por ellos a la derecha de ese gran bipartidismo
de postguerra. Muchos partidos liberales hubieron de reaccionar ante ese orden de cosas y,
para no perder aún más fuerza electoral, vendieron parcialmente su alma y terminaron
aceptando ese nuevo consenso “socialdemócrata” (Dahrendorf) junto a los partidos socialistas
democráticos, los demócratas cristianos y hasta los conservadores. En todo caso, el liberalismo
quedó reducido a un nicho de mercado escaso, principalmente nutrido por algunos disidentes
de la opinión mayoritaria en los sectores intelectuales y empresariales.
Así, las diferencias entre los dos grandes partidos que gobernaron alternativamente casi todo el
mundo occidental durante esas décadas se fueron reduciendo hasta niveles increíbles, mientras
su imagen y su marketing terminaban por constituir prácticamente su único factor de
diferenciación. El humanismo cristiano de los partidos de centro-derecha y el socialismo
altamente descafeinado del centro-izquierda se turnaron una y otra vez en la administración
del consenso postbélico. Ninguno cambió nada sustancial que hubiera hecho el otro. La
democracia se hizo cada vez más aparente y los ciudadanos aceptaron este nuevo marco
porque acertó en proporcionarles tranquilidad y cierto desarrollo, aunque dirigido. Pero
pagaron a cambio un precio que ahora se revela insoportable: la merma considerable de su
libertad a causa del paternalismo oprobioso de los Estados, la injerencia ofensiva de las
administraciones públicas hasta en los últimos rincones de privacidad del individuo y la
distorsión de los ideales de justicia.
Tal vez haya pasado más desapercibida, pero la distorsión de esos ideales es hoy la herencia
más pesada que nos dejó el consenso socialdemócrata —consenso que hoy se encuentra ya en
fase de derribo por parte de la realidad: globalización económica y revolución tecnólogica—. La
justicia, hasta las primeras décadas del siglo XX, ni necesitaba apellidos ni era un concepto
excesivamente complejo. Dado que todos los seres humanos eran libres, tras su emancipación
en el 1789 francés y norteamericano, y puesto que la propiedad es el ámbito natural sobre el
que las personas ejercen su libertad, la justicia consistía en evitar todo acto lesivo de esa
propiedad, que ya no era del Rey-Estado sino de cada una de las personas, pobres o ricas,
cultas o no, que vivían en el país. Naturalmente, ese concepto de propiedad incluía la propia
vida y el cuerpo, los derechos fundamentales de cada ser humano, el trabajo, etcétera. El
cambio radical que introdujeron los colectivistas fue que esa popiedad ya no era tan libre, que
— 232 —
los ciudadanos eran autónomos pero no independientes, que su propiedad estaba, al menos en
parte, “al servicio” de la colectividad. Se comenzó a teorizar sobre la “función social de la
riqueza”, concepto que terminó por recogerse en tratados, constituciones y mítines como el
summum de la democracia y del progresismo.
El ideal de justicia pasó a incluir componentes que desvirtuaban su esencia, ya que ahora se
consideraba lícito que, de forma ordenada y legislada, se retirase propiedad de unos para
satisfacer necesidades de otros. Naturalmente, eso confería un poder casi ilimitado al gestor
de tales compensaciones. El Rey-Estado había vuelto, y su poder se situaba por encima del bien
y del mal. Ahora era lícito legislar impuestos de hasta el ochenta por ciento (como llegó a
ocurrir en el “paraíso” socialdemócrata de Olof Palme), o aplicar contra el más elemental
sentido del Derecho conceptos como la progresividad fiscal; ahora el Rey-Estado podía
perpetuar robos a la propiedad más íntima (el tiempo y hasta la vida) de las personas como
era, por ejemplo, el obsoleto servicio militar; ahora el Rey-Estado había vuelto a tomar el
control de las cosas. Se recortó sustancialmente libertades como el tránsito fronterizo de
personas, bienes y capitales. Se impuso cuotas y límites a la importación y hasta a la
exportación, a la inmigración y a la tenencia de moneda extranjera, y se dictó cientos de
prohibiciones sobre qué consumir o cómo vivir. El Rey-Estado se hizo empresario, asistente
social, médico, profesor o proveedor de cultura mediante un programa inmenso de actividades
que le convirtieron en la maquinaria más poderosa y costosa de la Historia. Torpe como todo
elefante, el Estado tenía también la capacidad de aplastar de los paquidermos. El Rey-Estado
era un híbrido de Lenin y Mussolini pero había aprendido modales y había renunciado a parte de
sus objetivos a cambio de asegurarse los demás, porque había comprendido que la mejor forma
de someter a sus súbditos era dándoles —a cambio de su libertad— seguridad, pan y circo, no
represión y propaganda.
La justicia salió malherida cuando parió a su hija bastarda, la llamada justicia social, producto
de la violación a que fue sometida por el colectivismo. La justicia social es a la justicia lo que
la música militar es a la música. Hoy existen cientos de normas y regulaciones —no sólo en
economía— que no están inspiradas en la justicia y hasta son contrarias a ésta, pero que
persisten porque están bendecidas con el marchamo de lo políticamente correcto y tienen fines
“sociales”.
La rápida disolución del consenso socialdemócrata aún no permite vislumbrar la evolución del
ideal de justicia en las mentes de nuestros sucesores ni en los textos legales por los que se
regirán, pero es un hecho constatado que la Historia se escribe en zigzag. Cabe esperar que el
péndulo resitúe a la justicia estrictamente como mecanismo de protección de la libertad y la
propiedad de las personas. No necesitamos más ingenieros sociales que la manipulen para
usarla como una herramienta más al servicio de sus fines, sean cuales sean y por elevados que
ellos los consideren.
— 233 —
El turismo de clases
Perfiles del siglo XXI, agosto de 2001
La nueva izquierda ha descubierto que, aunque no le guste la globalización, sí le gusta
viajar por el globo rompiendo cosas. La televisión les encumbra y su momento de gloria se
produce durante la inauguración del evento o la cumbre de turno, cuando ellos campan a
sus anchas por la ciudad víctima sin dejar intacta una sola cabina de teléfonos. Así es
como los globalófobos globalizan la violencia callejera.
Por si hacía falta un indicador más de la baja forma ética en que se encuentra la izquierda
política de Occidente, ahora parece haber sustituido la lucha de clases por el turismo de
clases. Veamos en qué consiste.
Usted es un joven estudiante alemán, francés u holandés con “pocos” recursos (pocos para la
elevada media de su país), pero le gustaría conocer otros lugares. Sueña con ir a ciudades tan
pintorescas como Seattle, Niza, Quebec o Gotemburgo pero no tiene dinero o prefiere
gastárselo en otros menesteres. Muy bien, no se preocupe. ¿Ve usted aquellos carteles llenos
de mensajes radicales y pretendidamente libertarios? Sí, hombre, aquellos que están llenos de
símbolos con mucha flechas y estrellas: están por toda la Facultad. Pues bien: contacte con el
comité, célula o como quiera que se llamen sus autores. Así estará entrando en la élite de la
nueva extrema izquierda que resurge una década después del derrumbe del comunismo. Estos
nuevos izquierdistas probablemente no se denominarán comunistas porque saben que la
palabra tiene mala prensa y pone los pelos de punta a más de uno. Además intentarán
presentarse como partidarios de grandes cotas de libertad, pero si uno escarba en su confuso y
escasamente revelado programa verá que está lleno de colectivismo por todas partes. Son los
mismos perros estalinistas con nuevos collares.
¿Ya se ha introducido en ese selecto círculo? Pues hágalo, o se perderá el próximo viaje.
Veamos el menú: a ver dónde se celebra la próxima reunión del Banco Mundial o del G-8, de la
OEA o de la Unión Europea... Estos grupos reciben misteriosamente fondos suficientes para
organizarse y llegar a cualquier lugar del mundo, cada vez mejor provistos de bates de béisbol,
artefactos explosivos y otras muestras de ecopacifismo noviolento. Tal vez a usted no le
interese mucho el programa de actividades lúdicas que ha preparado el compañero
turoperador, pero no hay más remedio que participar en él. Es lo único que le exigen a cambio
de viajar gratis y ver mundo: romperlo un poco.
Ah, pero, ¿no lo sabía? Es que en eso consiste el programa de actividades: romper farolas,
quemar papeleras y banderas (sobre todo estadounidenses, que arden mejor) y lanzar cócteles
Molotov contra la policía y los intereses del imperialismo yanqui y de las multinacionales, o
sea, el MacDonald’s de la esquina o una tienda de Calvin Klein, por ejemplo. Así, al correr
delante (o detrás) de los agentes de policía de medio mundo, además de viajar tendrá un
subidón de adrenalina que en su aburrido país de origen no habría podido conseguir tan
fácilmente. Y encima será un héroe para todo un sector de neoizquierdistas descerebrados.
Una herida es una medalla que podrá lucir en todo tipo de eventos del grupúsculo, cuando
vuelva a casa. Un casco de policía o el escudo de plástico de un antidisturbios será un bonito
trofeo en el local de la organización. Y sus padres le verán orgullosos por la tele, porque los
medios, incomprensiblemente, se obstinan en conceder tanta importancia a estas algaradas
callejeras antiglobalización como a la propia sesión del organismo reunido.
"¿Ve usted a mi hijo, vecino? Es aquel de allí, el que está destrozando bellamente ese coche
verde fabricado por una pérfida multinacional globalizante. Todo un idealista. ¿Violencia? Pero
hombre, no está usted al día: esto se llama internacionalismo solidario. Ellos luchan contra la
globalización y por un mundo mejor". Ya, claro.
— 234 —
Mientras tanto, millones de personas con menos suerte que estos niñatos sobreviven en todo el
mundo subdesarrollado y en Europa oriental esperando que la globalización por fin les alcance,
que es la única forma de igualar su nivel de renta al de los países desarrollados. Pero, claro,
eso solamente ocurrirá si estos jóvenes turistas revolucionarios de los países ricos, con el
estómago bastante lleno y el cráneo bastante vacío, fracasan en su propósito de "salvarles" del
desarrollo.
— 235 —
Superar el consenso socialdemócrata
Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2001
La zona del continente europeo situada al Oeste del muro de Berlín fue el caldo de cultivo
de un colectivismo bajo en calorías que durante medio siglo construyó un tipo de Estado
paquidérmico y hoy obsoleto. Al confrontarse la globalización con los restos de ese
sistema, Europa Occidental no sabe cómo reaccionar. Si los europeos no quieren perder el
tren de la Historia, la única salida es pasar página y dar por concluido el consenso
socialdemócrata.
La izquierda no triunfó en Europa del Este sino en Europa Occidental. En el Este del continente,
la izquierda totalitaria simplemente mantuvo por la fuerza unas dictaduras empobrecedoras
que se derrumbaron cuando su economía ficticia y arbitraria se tornó insostenible, y cuando el
contraste con Occidente —imposible de esconder debido al incipiente auge de las
comunicaciones— alcanzó magnitudes escandalosas. Donde de verdad la izquierda marxiana
logró buena parte de sus objetivos fue, en realidad, en la Europa Occidental de postguerra —y
paralelamente, aunque con grandes diferencias, en América Latina y gran parte del Tercer
Mundo—.
Desde mediados de los años cuarenta hasta bien entrada la década de los ochenta, Europa
Occidental vivió inmersa en un sistema que, con ligeras variaciones en cada país, se construyó
sobre un esquema compartido por las principales fuerzas políticas, principalmente
democristianos y socialdemócratas. Ese esquema, que Ralf Dahrendorf denominó “consenso
socialdemócrata” fue en realidad el cénit de una izquierda “lights” que, tras los horrores de la
conflagración bélica, optó por moderarse y asumir la democracia liberal para irla
transformando poco a poco en algo diferente. La izquierda dura no comprendió esta estrategia
y frecuentemente acusó a los socialdemócratas de haberse vendido al sistema de democracia
representativa y economía capitalista, cuando en realidad se apoderaron astutamente de ese
sistema y lo pulieron conforme a sus intereses. Así, la democracia dejó de ser exclusivamente
un sistema de organización del Estado o una forma de resolver la toma de decisiones colectivas
mediante estamentos de representación popular en los diferentes niveles territoriales de un
país. La izquierda eurooccidental logró ir incorporando al concepto de democracia su noción de
justicia social y su idea de una redistribución permanente de la riqueza por parte del poder
político. Llegó un momento en que, a los ojos del ciudadano común, la palabra “democracia”
terminó por definir todo un sofisticado sistema estatal destinado a garantizar un mínimo nivel
de vida de la población. Simultáneamente, la injerencia estatal en la economía creció y la
presión fiscal se disparó hasta extremos de caricatura (por encima de las tres cuartas partes
del ingreso en algunos países del Norte de Europa). La intromisión del Estado en la vida privada
de las personas —una intromisión generalmente discreta y bienintencionada, pero intromisión
al cabo— aumentó y, para muchos individuos pertenecientes a la —por desgracia minoritaria—
categoría de los europeos amantes de la libertad por encima de todo, llegó a ser difícil de
soportar.
Como alternativa ideológica y política a esta forma ligera de socialismo, la derecha
democrática de Europa Occidental debería haber reaccionado volviéndose anticolectivista y
portando el estandarte del retorno a valores como la libertad individual, la
autorresponsabilidad y la limitación del poder estatal. Descartar esos valores había sido el
imperdonable error de la generación anterior, y Europa lo había pagado con el auge de Hitler,
Stalin y una galaxia de émulos de ambos. Sin embargo, horrorizados por el Holocausto y los
demás crímenes del totalitarismo de derechas, y huyendo desesperadamente de toda etiqueta
que pudiera —aun injustamente— asociarles a éste, los partidos demócrata-cristianos y
conservadores europeos, e incluso muchos liberales, siguieron el ritmo que marcaban los
socialistas demócraticos. Personajes como Olof Palme o Willy Brandt alcanzaron así no
solamente una lógica influencia en el socialismo democrático europeo, sino también en la
trayectoria de la democracia cristiana, la gran fuerza política no marxiana del continente.
— 236 —
Todo giró durante decenios en torno a los socialistas democráticos: ellos marcaron el paso y en
gran medida el rumbo del conjunto de las fuerzas políticas democráticas. Ellos decidieron
dónde se situaba el centro, y las demás fuerzas políticas se situaron conforme al centro
inventado por los socialdemócratas, lo que dio origen a la acertada denominación de “consenso
socialdemócrata”. Desde el gobierno o desde la oposición, reinaron en Europa colonizando las
mentes de sus oponentes. Uno podía atacar al partido socialdemócrata, pero no tanto a sus
ideas y menos aún a la intención de éstas, que siempre se daba por buena: los objetivos de la
izquierda democrática eran siempre loables, y tan sólo se alcanzaba a cuestionar sus métodos o
sus propuestas concretas, pero rara vez su finalidad. Era posible oponerse a la paulatina
colectivización socialdemócrata, pero no demasiado, o se vería uno rápidamente tachado de
antidemócrata y hasta de fascista. Los socialdemócratas se apoderaron del concepto de
democracia y lo retocaron a su gusto. Los demás simplemente hicieron lo posible por adaptarse
al concepto tal como se había modificado, sin atreverse a impugnar su metamorfosis.
La derecha democrática se resignó a competir por parecer (o ser) más “social” que la propia
izquierda. La democracia cristiana de Europa Occidental, por miedo a alejarse demasiado de su
rival y perder el favor del electorado, cayó en la tentación de exacerbar los factores
colectivistas de su propia base filósofica —el humanismo cristiano— y terminó por mimetizar los
planteamientos de los socialdemócratas hasta tal punto que en muchas ocasiones resultaba
difícil distinguir a unos de otros, y hasta prosperaron largos gobiernos de coalición entre ambos
rivales teóricos en Holanda, Italia y hasta Alemania, donde la “Gran Coalición” ilustró
perfectamente este proceso. Esa falta de diferenciación entre izquierda y derecha
democráticas continúa vigente hoy en casi toda Europa Occidental. Es un consenso forzado que
ahoga a muchos librepensadores y desacredita intelectualmente al conjunto del sistema
político. En toda Europa, son tantos los “grandes” temas “de Estado” ampliamente
consensuados y pactados por esos dos grandes partidos que queda escaso margen a la
innovación y a la crítica.
Entre tanto los pequeños y débiles partidos liberales hicieron toda suerte de equilibrios para
estar siempre en el ambiguo espacio político de centro, que ya estaba ocupado por la
intersección de socialdemócratas y liberales. Casi nunca superaron el diez o doce por ciento
del apoyo electoral. Sólo algunos pensadores liberales independientes como Friedrich A. von
Hayek —o, en cierta medida, Karl Popper— cuestionaron el consenso socialdemócrata, pero
incomprensiblemente no se vieron respaldados ni siquiera por los partidos liberales, y su voz
siempre tuvo más eco al otro lado del Atlántico. El tibio y gris liberalismo político europeo fue
languideciendo hasta ocupar en la actualidad una posición débil en casi todos los países del
Norte de Europa, y prácticamente nula en el sur del continente. Ya en los ochenta y noventa,
el bipartidismo se generalizó más aún y aniquiló a muchos de los partidos liberales, mientras,
paradójicamente, las ideas liberales iban siendo rescatadas poco a poco por los gobernantes,
asumidas a medias por los democristianos y socialdemócratas y aplicadas —parcialmente y
mal— en sus programas.
Lo que sí comenzó a erosionar los esquemas del consenso socialdemócrata fue la irrupción de
Ronald Reagan y Margaret Thatcher y su política económica, mucho más liberal que la
propuesta por los partidos liberales —aunque lamentablemente acompañada de un
conservadurismo rancio y moralista en los demás aspectos de su programa—. El éxito de esa
nueva economía perturbó a los defensores del consenso socialdemócrata, que se apresuraron a
inventar un término despectivo para ella: “neoliberal”. La caída del muro de Berlín hirió aún
más gravemente este aplastante consenso, pero diez años después de que se fundiera el Telón
de Acero, aún se mantiene vigente la férrea combinación ideológica de democristianos y
socialdemócratas (es decir, del noventa por ciento de los cargos electos de Europa). Esta
vigencia se percibe hoy, por ejemplo, en la política europea sobre Cuba, en su cruzada contra
los paraísos fiscales, en su actitud ambigua e ingenua frente a los planes geopolíticos de Putin y
en su desconfianza del escudo antimisiles de Bush (y su desprecio general a los Estados Unidos:
los mismos Estados Unidos que primero salvaron a los europeos occidentales de Hitler, después
— 237 —
de Stalin en Yalta y a continuación reconstruyeron el continente con la mayor transferencia de
capital y tecnología de la Historia, el Plan Marshall). Es una combinación de ideas que sitúa el
centro político entre el colectivismo “humanista” de la derecha y el colectivismo “solidario” de
la izquierda, expulsando en la práctica a los liberales (verdaderos) del sistema de ideas
hegemónico. La gran preocupación de ambos grupos por pactar siempre las grandes cuestiones
“de Estado” deja fuera del juego político a todos los demás, lo que les hace invisibles ante el
electorado. Ese círculo vicioso ha hecho de las democracias europeas occidentales unos
sistemas políticos bastante aburridos donde ya hace tiempo que urge la aparición de ideas
nuevas que agiten una vida política anquilosada y paquidérmica.
Europa Occidental jugó durante la Guerra Fría a presentarse como el gran líder moral del
mundo frente al capitalismo —“despiadado”— de los norteamericanos y el comunismo
dictatorial de los soviéticos. A los europeos les encanta creerse el centro del mundo civilizado,
de la cultura y las artes, de los Derechos Humanos y la solidaridad con los más necesitados.
Aunque no lo perciben así, los europeos han retenido parte de su antiguo sentimiento de
superioridad colonialista, transformado ahora en una arrogancia que ya no es militar ni política
sino ideológica. Pero deberían analizar si su ayuda paternalista al desarrollo del Tercer Mundo
ha surtido efectos o los países teóricamente ayudados han chocado una y otra vez contra el
muro proteccionista del bunker europeo. Europa Occidental debería reflexionar sobre cuál
habría sido el destino de sus vecinos del Este si durante la interminable Guerra Fría París,
Bonn, Roma o Bruselas hubieran optado un poco menos por la cobarde equidistancia entre
Washington y Moscú, y un poco más por ayudar a esos países a salir de la órbita soviética. Los
cantos a la distensión probablemente prolongaron la agonía de los europeos orientales. Europa
Occidental tendrá que revisar en algún momento su política económica de las últimas décadas,
que no resiste un simple contraste con la de Norteamérica o incluso con la de regiones como el
Sudeste de Asia (gracias al enorme, consciente y admirable sacrificio de toda una generación
de asiáticos sudorientales para alcanzar los actuales niveles de desarrollo). En realidad, es muy
probable que el consenso socialdemócrata no hubiera sobrevivido si su alternativa evidente
hubiera sido el liberalismo (clásico) de los Estados Unidos: sobrevivió porque se contrastaba
cotidianamente con Europa Oriental.
Hoy la nave europea corre el riesgo de hundirse si no suelta el pesado lastre derivado del
consenso socialdemócrata: el intervencionismo asfixiante del llamado Estado del bienestar, que
pudo funcionar en cierta medida mientras las economías estaban separadas en compartimentos
estancos por esas líneas imaginarias que se denominaban fronteras nacionales y que hoy no
sirven para nada. Europa tendría que reconocer que el consenso socialdemócrata está agotado
y, en consecuencia, pasar página. Pasar página significa renunciar definitivamente a su típica
pseudoplanificación económica y reducir considerablemente el intervencionismo estatal y la
presión fiscal. Pasar página significa promover la unidad de acción con el resto de Occidente
para globalizar la democracia y la economía de libre mercado extendiéndolas a todos los
rincones del planeta —liberando a millones de seres humanos de regímenes totalitarios y
teocráticos que son un insulto a la dignidad humana—, y mantener la firmeza necesaria para
conjurar el peligro de una nueva bipolaridad. Pasar página significa revisar la trayectoria del
continente desde los cuarenta, compararla con la de Norteamérica y tener la humildad y la
valentía de corregir el rumbo. Significa, en suma, curarse de una vez de los complejos de la
Segunda Guerra Mundial y, tras haber derrotado el colectivismo totalitario de izquierda y
derecha, comprender que también es necesario vencer su versión descafeinada porque en
realidad todas las formas de colectivismo son nocivas. Para ello hay que superar de una vez por
todas el consenso socialdemócrata.
— 238 —
¡Viva el dinero!
Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2001
Cuántas veces habremos oído frases hechas y refranes destinados a restarle importancia al
dinero. En cuántas ocasiones, desde nuestra más tierna infancia, habremos escuchado que el
apego al dinero es algo feo y ruin, que quienes se esfuerzan en acumularlo son mala gente y
pasan por la vida sin amor, muriendo tristes y solos. Desde los albores de nuestro proceso de
socialización se nos enseña a despreciar la riqueza material y a situarla en un lugar muy
secundario de nuestra tabla de prioridades. Se nos enseña a compartir lo que tenemos, pero en
cambio no se nos induce a entender como una tarea elevada y digna la obtención y
acumulación de aquello que habremos de compartir. Pues bien, tal vez haya llegado la hora de
proclamar alto y claro algunas obviedades largo tiempo silenciadas por la corrección política
esa horrible censura ideológica de hoy, como que el dinero es importante, que tenerlo es
bueno, que quienes lo acumulan obtienen seguridad y comodidades que les hacen felices, o que
vivir en la pobreza es mucho peor que vivir con lujo y placer.
La culpa es en gran medida de nuestra tradición judeocristiana, exacerbada en los países que
no tuvieron la suerte de vivir la Reforma luterana ni la útil influencia del calvinismo. En efecto,
la retahíla de estupideces contra el dinero es común a todas las culturas occidentales y a
muchas otras, pero en los países de influencia católica bate todos los records. En gran parte,
esta tradición se ha mantenido por inercia. Pero también en gran medida ha perdurado porque
cumplía (cumple) una indigna finalidad de control social. Mientras los pobres obtengan
constantemente el premio de consolación de ser los buenos de la película, y mientras los ricos
vean moralmente condenada su posición, perdurará el statu quo de una sociedad mercantilista
con una economía cerrada en la que una reducida élite empresarial tendrá un inmenso
mercado cautivo y escasa competencia. Y para colmo, la izquierda política y sindical lleva un
siglo y medio afianzando el sistema al convencer a la gente de que la propiedad y la riqueza no
son legítimas y deben desaparecer. Los izquierdistas convergen así con el pensamiento
conservador derivado de nuestra tradición religiosa, y por eso hay tantos curas de izquierdas. Y
también por eso es lógico que en los países de tradición católica en el sur de Europa y en
América Latina haya prendido el colectivismo socialista bastante más que en el mundo
anglosajón.
El mensaje liberador hacia nuestros pobres habría debido ser: haceos ricos. O, para insertarlo
en nuestra herencia religiosa: creced y multiplicad... vuestros billetes. Millones de pobres en
Norteamérica optaron por esa vía en lugar de las propuestas por el clero y la izquierda. Y
prosperaron, y, cuando menos, obtuvieron una vida mucho mejor que la de sus homólogos
latinos. Ese es el camino. No sirve resignarse a vivir en un valle de lágrimas en espera de una
supuesta vida mejor después de la muerte, sino luchar por superarse y, copiando a quienes
mayor éxito han alcanzado, poner en práctica las tres virtudes más útiles del ser humano:
emprender, emprender y emprender. Al emprender crearemos riqueza directamente para
nosotros, e indirectamente para muchos más. Y ese afán de lucrarse no sólo es legítimo y
digno, sino que es bueno para la comunidad en realidad hacen más por la sociedad diez hábiles
empresarios con ganas de hacerse ricos que cien oenegés políticamente correctas y llenas de
bondadosos e idealistas incompetentes.
Señoras y señores de los países latinos: les han engañado. Huyan de la estafa. No es verdad lo
que les han contado: el dinero es bueno, y tenerlo es maravilloso. Tenerle apego es bastante
conveniente, y atesorarlo es una muy buena idea. Acumularlo y gastarlo con estudiada
dosificación es bastante sensato porque siempre pueden venir malos tiempos. No se dejen
tomar más el pelo: la riqueza está francamente bien y la pobreza, en cambio, es un asco. Así
que ya saben: huyan de la pobreza mediante su ingenio y esfuerzo. No se crean nada de lo que
les cuenten quienes predican que hay que resignarse a ser pobres o que ustedes vivirán mejor
después de muertos: eso es un burdo camelo, aunque salga de la boca de un venerable anciano
— 239 —
con sotana negra. El dinero no da automáticamente la felicidad, pero les aseguro que no
tenerlo sí suele hacerle a uno bastante infeliz. Además ustedes ya lo saben, de manera que no
entiendo cómo es que aún les siguen engañando. De una buena vez, seamos sensatos, ¿no
creen? Reivindiquémoslo con orgullo y, apartando nuestra oprobiosa tradición moral y cultural,
gritemos por fin: ¡viva el dinero!.
— 240 —
Una solución definitiva para los albaneses de Kosova y Macedonia
Editorial para Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2001
Los esfuerzos de la comunidad internacional, incluida la teatral “cosecha” de armas de la OTAN
[en la foto, soldados españoles de la OTAN en Macedonia] sólo sirven para evidenciar el abismo
de una intervención política y militar condenada desde el principio a fracasar. Los males de
Macedonia proceden de dos cierres en falso consecutivos: el del conflicto de Bosnia y el del
conflicto de Kosova. En ambos casos, la pusilánime postura de Occidente ha sido defender a
capa y espada la no creación de nuevos Estados, entendiendo como mal menor la secesión de
las repúblicas yugoslavas pero sin tolerar secesiones que no se basaran en la antigua
configuración del mapa federal yugoslavo. El carácter sacrosanto de las fronteras ha sido la
otra obsesión de Occidente. Ambas exigencias han hecho que ni en Bosnia ni en Kosova ni en
Macedonia se alcancen soluciones definitivas. Obligar a convivir a pueblos tan diferentes entre
sí es una vía segura hacia la reproducción de los conflictos una y otra vez. La paz en Bosnia
habría sido mejor gestionada si se hubiera dividido la artificiosa ex-república en tres zonas
(croata, musulmana y serbia) en función de la implantación natural de las respectivas
comunidades. El trasvase de población habría sido mínimo y las tres etnias habrían sentido la
tranquilidad de contar con un Estado propio y seguro, conjurando futuras luchas por el dominio
del Estado común. En Kosova, una de las pocas zonas étnicamente homogéneas de los Balcanes,
no tenía sentido imponer la yugoslavidad de un territorio totalmente albanés, pero una vez más
pudo más el terror occidental a rediseñar los mapas para adecuarlos a la realidad.
La ficción de una Kosova yugoslava con un noventa y tres por ciento de albaneses tarde o
temprano provocará nuevos conflictos y dramas humanos que hubieran podido evitarse con un
poco de valentía e imaginación de la comunidad internacional. Y ante esa sucesión de malas
decisiones (no olvidemos también la escasa voluntad occidental de apoyar a Montenegro), el
caso macedonio aparece como el más irresoluble de todos, dada la complejísima composición
étnica de la república. Los eslavos de Macedonia, tan próximos a las tesis serbias, no pueden
aspirar a la hegemonía política y cultural de un país en el que sólo son la mayor minoría.
Macedonia sólo tiene sentido como república federal que dote amplísima autonomía a sus
diferentes comunidades, según una fórmula “a la belga”. De lo contrario, tal vez sea más
seguro y razonable dividir el país por comarcas o municipios para evitar una guerra civil
abierta.
En cualquier caso, lo que queda pendiente de solución definitiva es el clamor de la etnia
albanesa por un futuro justo que le compense del pasado de oprobio que durante décadas le
impuso la comunidad eslava. Albania es el país más pobre de Europa, con parámetros
económicos y sociales propios de Africa, y por consiguiente es incapaz de servir como eje
agutinador de una política de apoyo para los albaneses de más allá de sus fronteras, que
generalmente tienen un nivel de vida muy superior, a pesar de los conflictos respectivos. Lo
que es necesario es forzar a los eslavos de Serbia, Macedonia e incluso Montenegro, así como a
la implacable Grecia, a admitir de una vez por todas que grandes áreas de más allá de Albania
son etnoculturalmente albanesas, y que eso requiere una solución política definitiva.
— 241 —
Estamos en guerra
(reacción al ataque terrorista del 11-S en los Estados Unidos)
Perfiles del siglo XXI, octubre de 2001
El 11 de septiembre las gentes de Occidente, desde América Latina a Japón y desde
Europa a Nueva Zelanda, entramos en guerra. El brutal ataque a los Estados Unidos
inauguró un nuevo tipo de conflagración y un nuevo tipo de enemigo. La civilización
occidental, que representa el más elevado estadio de la evolución humana, debe luchar en
todos los frentes para prevalecer sobre el terror y el oscurantismo. Nuestro enemigo ha
demostrado estar dispuesto a morir y matar con fanática crueldad. Por nuestra libertad y
supervivencia, estamos en guerra.
Hace unas semanas la civilización occidental sufrió impotente la primera agresión a gran escala
por parte de un enemigo al que no habíamos concedido la importancia que ahora demuestra
tener. Ese enemigo nos había declarado hace tiempo la guerra, pero nosotros nos habíamos
reído de su retórica. Desde el 11 de septiembre ya no hay duda: Occidente está en guerra, y se
trata de una contienda diseñada por nuestros enemigos de tal manera que no haya vencedores
y vencidos, sino supervivientes y caídos. La lucha es a muerte, pero la muerte en juego no es
sólo la de miles de soldados o, como ha quedado patente, la de miles de ciudadanos civiles. Se
trata de la muerte de toda nuestra cultura, de nuestra organización económica y política, de
nuestras libertades, valores y creencias, de nuestra forma de vivir y relacionarnos.
Quien nos ha declarado la guerra no desea nuestra derrota, ni siquiera nuestra humillación,
sino nuestro simple exterminio. Ante un enemigo así sólo podemos responder con una
estrategia de eliminación simétrica a la suya, pero no para eliminar seres humanos sino para
hacer que desaparezca la corriente ideológica que ha hecho posible este episodio de brutalidad
sin límites. Como Bush expuso ante el Congreso de su país, el objetivo es conseguir que el
ultraislamismo pase a la Historia como una ideología descartada por la Humanidad, igual que
antes sucedió con el nazismo y el comunismo. Sólo podremos vivir seguros cuando hayamos
logrado plenamente ese objetivo.
El misticismo llevado a sus últimas consecuencias ha alumbrado un movimiento fanático cuya
extrema irracionalidad en los objetivos no le impide, desde luego, desarrollar una estrategia
racional, unas tácticas eficaces y una tecnología sofisticada para alcanzarlos. Como una
inmensa hidra, este nuevo y terrible enemigo nos acecha con mil cabezas desde las esquinas de
nuestras ciudades, valiéndose para ello de las libertades que ansía destruir. Mitad ejército
guerrillero y mitad secta psicodestructiva, el ultraislamismo ha renunciado a todos los
principios humanistas del islam para recorrer una espiral de muerte y desolación incompatible
con las enseñanzas del profeta y las suras del Corán.
Nada en la religión musulmana justifica el recurso a la brutal violencia contra los inocentes,
sean o no musulmanes. Al contrario, los más respetados teólogos musulmanes están viviendo
con horror, desde hace años, esta involución fanática cuya manipulación de los preceptos del
islam representa hoy la mayor amenaza a la religión de Mahoma. Desde las culturas no
islámicas deberíamos reconocer que cualquier religión es susceptible de ser tergiversada y
adulterada hasta hacerla amparar crímenes espantosos. Los capítulos más oscuros de nuestra
Historia se escribieron cuando el fundamentalismo cristiano quemó brujas, torturó herejes o se
impuso a sangre y fuego sobre otras culturas. Los avances científicos y tecnológicos no son
necesariamente una vacuna contra ese tipo de fundamentalismo ciego. La única vacuna es el
relativismo racionalista, que desde el Siglo de las Luces constituye uno de los pilares de la
civilización occidental y el principal ingrediente de su vertiginosa evolución frente a la quietud
de las demás culturas. Sólo matizadas por el relativismo y la racionalidad son aceptables las
religiones: sin él se convierten en una amenaza muy peligrosa.
— 242 —
En muchos países de mayoría musulmana se dan unas condiciones sociales, económicas y
políticas que constituyen el caldo de cultivo ideal para la propagación del fanatismo
ultraislamista. Esas condiciones son la pobreza y la extrema ignorancia —generadas ambas por
unas economías mal planificadas y peor dirigidas por unos Estados ferozmente
intervencionistas— la ausencia de expectativas personales, la falta de ósmosis cultural entre
esas sociedades y el resto del mundo como consecuencia del control estatal de los medios de
comunicación y la persistencia de regímenes autoritarios fuertemente represivos que
mantienen en el poder a una oligarquía corrupta. En nuestra estrategia para ganar esta guerra
debemos hacer lo posible por transformar esa atmósfera hasta que se torne irrespirable para el
bacilo fundamentalista. Sin complejos ni excusas, tenemos que occidentalizar esos países a
cualquier precio y extender en esas sociedades un entendimiento relativista, racionalista,
individualista y pluralista del hecho religioso.
Es más necesario que nunca llevar la globalización económica a todos los rincones del mundo, y
muy en especial a aquellos que son susceptibles de albergar procesos de fundamentalismo
religioso violento. Los enemigos de la globalización la culpan de provocar como reacción
“defensiva” el surgimiento de grupos armados de ideología ultrarreligiosa. La realidad es la
contraria: estos grupos pueden brotar y pervivir debido a que la globalización todavía no ha
alcanzado de lleno a las sociedades en cuestión. Es prácticamente impensable que estos grupos
pudieran surgir y captar su trágica clientela en el mundo desarrollado, en plena revolución de
las comunicaciones y con un nivel medio o alto de bienestar económico, sea cual sea la religión
predominante. Las probabilidades de que un muchacho belga se convierta en terrorista suicida
son infinitamente inferiores a las de que esto suceda en Argelia o Afganistán, pero si Argelia o
Afganistán se globalizan las probabilidades serán igual de escasas, porque la globalización
habrá elevado el nivel de vida, habrá secularizado la sociedad y habrá dado al muchacho
oportunidades, formación e información, derechos y libertades y un futuro mucho más
esperanzador. No debemos olvidar que el nazismo y el comunismo soviético surgieron en
sociedades empobrecidas y desesperanzadas que se aferraron a esas doctrinas como a una tabla
de salvación. La Historia siempre se repite. Habremos conjurado definitivamente el peligro
cuando la reacción de la inmensa mayoría de los musulmanes frente al ultraislamista sea un
rechazo tan radical como el que hoy siente la inmensa mayoría de los alemanes, italianos o
polacos respecto al nazismo, el fascismo o el comunismo. Conseguirlo no será nada fácil, pero
nos va en ello el futuro como especie.
Es necesario vencer por cualquier medio —aplicando para ello la presión que resulte necesaria—
las barreras que aún se oponen a la plena incorporación de las sociedades de riesgo al mundo
global. Si para ello es preciso alterar la estructura política autoritaria de esos países y forzar
cambios sustanciales, tal intervención preventiva siempre será menos dramática que la
destinada a extirpar, años después, el quiste terrorista. Nos encontraremos con grandes
mayorías de población que anhelan entrar en Occidente o, dicho de otra forma, que ansían que
la globalización occidental llegue hasta sus países. Es una enorme falacia —repetida estos días
hasta la saciedad por la izquierda— que estemos ante un choque de civilizaciones: estamos
ante el choque de la emergente civilización global con una pequeña minoría oligárquica
constituida por las élites que detentan el poder en ciertos países. Esas élites mantienen a sus
pueblos fuera del proceso globalizador para no perder el control y los privilegios actuales. La
gran mayoría de los sudaneses, iraníes, afganos o sirios intuye que su mejor futuro está en la
modernidad, la libertad y el progreso que representa Occidente. Por ello quienes pueden se
van a Occidente.
Hoy nos encontramos en el umbral de una guerra de la que sabemos poco. No sabemos cuál
será su duración ni sus efectos sobre nuestro mundo. No sabemos cómo será la posguerra, ni
cuál será el grado de sacrificio que demandará de nosotros. No es, por tanto, el momento de
purgar las responsabilidades respecto a cómo hemos llegado a esta situación. Pero sí
deberíamos extraer algunas lecciones de lo sucedido. La primera es que, si los “ingenieros
sociales” siempre son un peligro, lo que podríamos llamar “ingenieros internacionales” también
— 243 —
lo son. Durante demasiado tiempo, los burócratas estrategas de Washington, Londres y Bruselas
han jugado ese papel. Se apoyó a Saddam Hussein contra Jomeini y después a Irán contra Iraq;
se sostuvo a los fundamentalistas frente al régimen argelino, pero después se apoyó el golpe de
Estado militar cuando aquéllos ganaron las elecciones; se alimentó el peor fanatismo
ultraislamista contra la expansión soviética en Asia Central, y ahora no se sabe cómo
contrarrestar el fenómeno Bin Laden. La única estrategia capaz de eliminar horizontes de
conflicto es forzar la interdependencia económica global, obligar a la apertura de las
sociedades y sus mercados, y exigir un conjunto de libertades individuales, sobre todo
económicas.
Por otro lado, la política exterior estadounidense siempre ha caminado en un peligroso zig-zag,
entre el aislacionismo y el exceso de intervencionismo. La unipolaridad que disfrutamos desde
el fin de la Guerra Fría es el periodo más próspero y tranquilo que ha conocido la Humanidad
en el último siglo, y debemos preservarla. Para ello los Estados Unidos deben ser conscientes
de su papel. No pueden desentenderse de sus responsabilidades porque serán los primeros en
sufrir las consecuencias. El 11 de septiembre los norteamericanos tuvieron por primera vez la
sensación de no ser una finca cerrada y bien vigilada donde nada puede ocurrir. Se dieron
cuenta de golpe de que los asuntos de “ahí fuera” son de la mayor relevancia para el ciudadano
estadounidense medio. Comprendieron al fin que ya no hay fronteras y que ni siquiera dos
grandes océanos sirven como colchón frente a los conflictos del mundo. Los Estados Unidos
deben ejercer un liderazgo sensato y dialogante, en el que las voces de los países amigos y
aliados tengan realmente el eco que merecen.
Con toda seguridad, este análisis ha pesado en la conducción de la crisis por parte de la
administración Bush. Washington ha sentido en este dramático mes de septiembre la
vulnerabilidad a la que Europa lleva décadas enfrentándose. Ojalá comprenda ahora que
ciertos problemas requieren soluciones muy meditadas y ampliamente consensuadas con los
países que comparten unos valores comunes. Uno de los efectos obvios e inevitables de la
globalización es que hoy los grandes problemas también son globales, desde el efecto
invernadero hasta las caídas bursátiles y desde las epidemias hasta Osama bin Laden. La
respuesta sólo será eficaz si es igualmente global.
Es el momento de solidarizarnos con los Estados Unidos y de unirnos para combatir el
terrorismo internacional. Al hacerlo, debemos ser vigilantes para que esta lucha legítima no
ampare recortes de las libertades civiles. A los gobernantes les corresponde diseñar una
compleja estrategia multidisciplinar que ataque por numerosos frentes a un enemigo
escurridizo y omnipresente. Pero a todos nosotros, a los ciudadanos de Occidente, nos toca
reflexionar y ser conscientes de lo que nos estamos jugando. Hemos sido demasiado ingenuos
pero, sobre todo, hemos exacerbado a veces nuestra autocrítica hasta olvidar que en realidad
la civilización occidental representa, con todos sus muchos defectos y sus enormes carencias,
el estadio más avanzado de la evolución humana. Ninguna otra civilización ha garantizado a las
personas unas cotas tan altas de bienestar. La receta es dejar que el orden espontáneo surja de
la interacción autónoma de los individuos. Ese sencillo principio se llama libertad y es la clave
del mundo occidental. Hoy se encuentra más amenazado que nunca antes. Por eso las gentes
de Occidente, desde América Latina hasta Japón y desde Europa a Nueva Zelanda, estamos en
guerra: no para vengarnos por la terrible salvajada del día 11 de septiembre, sino para evitar
que nos arrebaten la libertad.
— 244 —
Un marco jurídico para la guerra antiterrorista
Perfiles del siglo XXI, octubre de 2001
Después del ataque del 11 de septiembre, es preciso que Occidente lidere la construcción
de un sistema jurídico global destinado a evitar que, bajo el pretexto de la soberanía
nacional, se pueda amparar organizaciones criminales como la que ha protagonizado este
brutal acto de barbarie. El Derecho mundial debe basarse en un mínimo común
denominador de valores y principios consensuados, y debe contar con una fuerza capaz de
asegurar su supremacía.
Uno de los efectos del ataque terrorista perpetrado el pasado día 11 contra los Estados Unidos
de América ha sido poner de relieve nuevamente la total inoperancia de la Organización de las
Naciones Unidas. Su secretario general, el buen burócrata ghanés Kofi Annan, tardó días en
afrontar el problema, probablemente porque no sabía qué decir o, simplemente, porque a
nadie le interesaba su opinión. La ONU, una vez más, no sirve para nada ante los graves
problemas del mundo.
El Derecho es un marco de comportamiento obligado del que se dotan los pueblos, pero sólo es
efectivo si va acompañado de medios de fuerza capaces de imponerlo. Por eso hablar de
Derecho internacional es hablar de una entelequia. Hay principios generales y hay normas más
o menos aceptadas, así como resoluciones emitidas por diversos organismos internacionales,
pero sin una administración de justicia global y sin unas fuerzas de seguridad igualmente
globales, el Derecho internacional es papel mojado.
Durante décadas nos hemos esforzado en engañarnos respecto a esta realidad, y sólo
recientemente hemos empezado a reclamar tribunales penales internacionales y otros
mecanismos efectivos de apoyo a un marco jurídico civilizado a nivel global. La tragedia del 11
de septiembre debería hacernos reflexionar sobre el marco jurídico del mundo, así como sobre
la necesidad de establecer un sistema de seguridad global y de justicia universal basado en los
valores y principios que constituyen el mínimo común denominador de las sociedades humanas.
Obviamente, el principio que sale peor parado en esta reflexión es el de no injerencia. Se trata
de un principio anacrónico que hoy no puede esgrimirse para mantener la impunidad de
dirigentes tiránicos o de regímenes que amparan el terrorismo internacional. Si en un plato de
la balanza está la libertad y seguridad de los seres humanos individuales en todo el planeta y
en el otro plato está la independencia de ciertos Estados o la no intervención en su proceso de
designación y sustitución de gobernantes, creo que a ningún ciudadano occidental en su sano
juicio le cabrán dudas sobre cuál de los platos debe pesar más.
El horror del 11 de septiembre autoriza y legitima la congelación de la soberanía de aquellos
países que representan una amenaza para la seguridad y la libertad globales. De paso, se trata
también de devolver esa soberanía a los ciudadanos de esos países, arrebatándosela a los
regímenes corruptos que la han usurpado.
La grave amenaza que tenemos pendiendo sobre nuestras cabezas es, en definitiva, la
sustitución del Derecho humano por una versión colérica y fanática de un supuesto Derecho
divino. En esta hora de incertidumbre y temor, Occidente debe liderar y ganar a cualquier
precio la guerra contra el terrorismo, y para ello debe establecer un marco jurídico mundial de
cordura y libertades en el que no haya lugar para la existencia de guaridas criminales bajo el
pretexto de la no injerencia. Si caminamos hacia un mundo económicamente global, es
razonable pensar que los sistemas jurídicos deban también fusionarse y organizarse a escala
global. Y la fuerza necesaria para mantenerlos en pie, también.
— 245 —
Lukashenko: una victoria amañada
Editorial para Perfiles del siglo XXI, octubre de 2001
Otra vez Alexandr Lukashenko. El recuento de los votos emitidos en las últimas elecciones
bielorrusas —calificadas de irreprochables por la presidenta de la comisión electoral, Lidia
Yermóshina— dan como vencedor al actual mandatario, a quien separó de su más cercano
perseguidor, el sindicalista Vladímir Gonchárik, nada menos que alrededor del 75 % del
electorado. Lukashenko se apresuró a dar por buena su victoria, calificándola con uno de esos
adjetivos dulces, casi primorosos, que exudan ciertos políticos cuando son elegidos. Dice el
vencedor que su triunfo ha sido “elegante”. Nada de eso. Como en la antigua URSS, el régimen
recurre a métodos coercitivos para asegurar su continuidad en el poder. Cierra imprentas,
confisca ordenadores, grava con abusivos impuestos a aquellas redacciones que se atreven a
disentir. Las instituciones bielorrusas, creadas a la medida de los intereses gubernamentales,
son un reflejo y una consecuencia de la constitución autoritaria aprobada en 1996. Las
irregularidades denunciadas por la debilitada oposición y la Organización de Seguridad y
Cooperación en Europa (OSCE) incluyen la existencia de más votos emitidos que votantes en
varios colegios de Minsk, o la expulsión de observadores, que fueron amenazados por el
régimen. Las urnas estuvieron disponibles, y fuera del control de los observadores, durante
cinco días, durante los cuales se estima votó un 15 % por ciento del electorado, según los
conservadores cálculos oficiales. Con la prensa controlada, Lukashenko se dispone ahora a
agenciarse el apoyo económico ruso —ganancia altamente probable—, algo que podría
estabilizar durante algún tiempo su deficiente gestión. Cinco años más de gobierno para un
hombre que ha demostrado con creces su vocación totalitaria.
— 246 —
0.7 %: el ejemplo de Andorra
Perfiles del siglo XXI, noviembre de 2001
El reciente anuncio del gobierno andorrano debe haber caído como una bomba en los
departamentos de ayuda internacional de Francia o España. El pequeño y montañoso país
de los Pirineos va a destinar el 0.7 % de su PIB a cooperación con el Tercer Mundo. ¿Cómo
es posible que un país virtualmente libre de impuestos pueda ser mucho más solidario que
sus grandes vecinos? La clave es la libertad económica.
El pasado 27 de agosto, el primer ministro de Andorra, el liberal Marc Forné, anunció que su
gobierno va a aumentar su ayuda al desarrollo del Tercer Mundo hasta alcanzar el porcentaje
solicitado por la ONU: el 0.7 % del PIB. Muy pocos países desarrollados destinan
(porcentualmente) tanto dinero a la ayuda internacional, y Andorra está muy por encima de sus
dos vecinos, España y Francia, en el ranking de países más solidarios. Según Unicef, Andorra es
el país que más contribuye per cápita a esta agencia internacional que se ocupa de la infancia.
Este y otros indicadores permiten situar a Andorra como el país más solidario de Europa y quizá
del mundo, siempre en proporción a su población.
Todo esto no tendría nada de especial si no fuera porque Andorra es un país prácticamente
libre de toda presión fiscal. No hay impuestos directos sobre los beneficios de las empresas ni
sobre los salarios de los trabajadores. No hay IVA. Los impuestos locales por la compraventa de
inmuebles son muy bajos y el arancel de entrada de mercancías extranjeras es del 4 %. El
secreto bancario es plenamente fiable. El Estado se financia sobre todo por el impuesto sobre
hidrocarburos (más bajo que en los países vecinos) y otros reducidos impuestos indirectos.
Todos estos elementos han hecho que Andorra se vea fuertemente criticada como paraíso fiscal
por los enemigos de la libertad económica.
Pero la reflexión es evidente: el Estado andorrano, cobrando poquísimo dinero en impuestos (y
siempre indirectos) se puede permitir unos servicios públicos de lujo para sus habitantes (entre
los que no hay ni un solo pobre desde hace décadas) y encima le sobra dinero para ser
enormemente generoso en su ayuda exterior. Pues entonces está claro que algo falla en los
infiernos fiscales y sí funciona en los países como Andorra.
La prosperidad de Andorra, como la de Liechtenstein o Jersey, resulta incómoda a los
defensores del obsoleto sistema de alta fiscalidad vigente en casi toda Europa. En el continente
americano, lo mismo sucede con las Bahamas, las islas Cayman o incluso Panamá, cuyos niveles
de vida son muy superiores a los del contexto regional en el que se encuentran, y ello es
debido a su acertada política fiscal.
Un política fiscal respetuosa con los ciudadanos, firmemente comprometida a no cobrar
impuestos directos y a mantener los indirectos en los níveles mínimos, es una receta segura
hacia el éxito económico, al atraer capital del mundo entero que huye del inmoral expolio al
que se le somete en otros lugares, y al asegurar a los ciudadanos propios una libertad
económica que será la clave de su éxito y bienestar individual y colectivo.
Andorra es un país muy pequeño, pero a veces conviene no desdeñar a los países pequeños.
Durante siglos fue un país bastante pobre donde se llegó a pasar hambre, pero desde que los
andorranos adoptaron el marco económico correcto su prosperidad rivaliza con la de la
mismísima Suiza. Su experiencia puede ser una lección para los más grandes. Exportar el
modelo andorrano es factible. Tan sólo habría que copiarlo a proporción y aplicarlo a países
grandes. De alguna manera, es lo que ha hecho por ejemplo Nueva Zelanda, y es algo al
alcance de cualquier país, por grande y populoso que sea. Sólo hace falta valor y
determinación. Los resultados serían espectaculares.
— 247 —
Rusia tras el 11 de septiembre
Perfiles del siglo XXI, noviembre de 2001
El ataque terrorista del 11-S ha producido un profundo cambio de orientación
geoestratégica y política en Rusia. De alguna manera, la actual situación ha llevado a
Moscú a acelerar su proceso de integración en Occidente. El desmantelamiento de varias
instalaciones militares rusas en Cuba y Vietnam es un claro indicio de que el gobierno de
Vladimir Putin desea colocar a Rusia en situación de acceder a un lugar destacado en la
comunidad occidental, no frente a ella.
Rusia acaba de anunciar el desmantelamiento de su centro de espionaje electrónico en Cuba,
dirigido durante décadas contra los Estados Unidos. El presidente Putin ha declarado también
que cerrará de inmediato la base de Cam Ranh, en Vietnam. Moscú parece haberse decidido
por fin a replegar sus fuerzas en el exterior, salvo las que protegen su frontera meridional en
varias repúblicas ex soviéticas de Asia Central.
Algo que Occidente todavía no está analizando con suficiente dedicación es cómo el ataque
terrorista del 11-S contra los Estados Unidos ha afectado a la médula misma de la rivalidad
Occidente-Rusia, hasta el punto de que podría finalmente desaparecer. Putin está levantando
también las resistencias que Rusia siempre había mostrado frente a la ampliación de la OTAN
hacia el Este para incluir a países como Rumanía, Bulgaria o las repúblicas bálticas. Incluso es
ahora posible vislumbrar a largo plazo una integración de Rusia en el seno de una OTAN
transformada y adaptada a la nueva realidad. En otras palabras, la brutal masacre de Osama
bin Laden puede haber tenido el efecto indeseado de poner punto final al epílogo de la Guerra
Fría.
También la opinión pública (y la opinión publicada) de Rusia empieza a comprender que el
aislacionismo de la era Yeltsin fue un grave error y solamente resultó útil a las mafias que se
apoderaron de la economía postsoviética. Si Rusia debe escoger entre ser una parte
fundamental y necesaria de Occidente o mantener unas veleidades de superpotencia que ya
nadie se cree, los rusos comienzan a comprender que la primera opción es la más adecuada a
las necesidades e intereses de su país. La reacción popular y oficial ante el 11-S ha sido
inesperadamente ejemplar en Rusia.
Pero si esa nueva Rusia solidaria con (y eventualmente integrante de) Occidente quiere de
verdad recorrer el camino que parece haber emprendido, es esencial recordarle que deberá
hacer grandes cambios, entre ellos reconocer la pluralidad etnocultural de Rusia y flexibilizar
su política respecto a la emancipación de naciones absurdamente incluidas en sus fronteras por
los zares o por Stalin. Es en caso de Chechenia y de otros pueblos no rusos que no pudieron
acceder a la independencia cuando se desmembró la URSS simplemente porque el reparto
arbitrario dentro de ésta les situó como territorios autónomos de la Federación Rusa y no como
repúblicas constitutivas de la Unión.
Si Moscú hace un gran esfuerzo de comprensión hacia esa realidad, y si es sincero el cambio de
orientación que Putin está imprimiendo a su política exterior y de defensa tras el 11-S, es más
viable que nunca pensar en una plena normalización de Rusia como parte de Occidente.
— 248 —
La civilización del Derecho
Perfiles del siglo XXI, noviembre de 2001
Lo que distancia a Occidente de los ultraislamistas es el Derecho. Un marco de Derecho
humano basado en valores universales de respeto al individuo e impregnado de un fuerte
relativismo cívico constituye la base de una cultura capaz de aportar bienestar y
progreso. Enfrente tenemos un Derecho dictado por los autoproclamados intérpretes de
Dios y basado en la literalidad de un libro sagrado del siglo octavo.
Tras el 11-S no paran de salir a los medios de comunicación “progresistas” vociferantes que
pontifican sobre el supuesto choque de civilizaciones que según ellos ha provocado la expansión
del fanatismo religioso y del terrorismo internacional. A cuantos han osado proclamar la
superioridad (no racial sino puramente económica y política) de la civilización occidental,
como la escritora italiana Oriana Fallaci, estos “progresistas” de salón les increpan por una
actitud tan poco políticamente correcta y les vienen a replicar, mutatis mutandis, que la
civilización occidental es “igual” que, por ejemplo, la basada el islamismo, y que no debemos
creer que la nuestra es superior en ningún sentido. La contradicción es pavorosa cuando esos
mismos “progresistas” se horrorizaban hace unos meses, y con razón, por la voladura de los
budas de Bamiyán por parte de los talibán, o por la trágica situación de la mujer afgana.
Nuestra civilización, si es que se puede hablar a estas alturas de un mundo dividido en varias
civilizaciones (en realidad somos una especie que tiene una pluralidad de culturas cada vez
más convergentes hacia un marco de valores común), se caracteriza sobre todo por un
elemento diferenciador: el Derecho. Nuestro Derecho presenta grandes variaciones en cada
ordenamiento jurídico pero cuenta con unos principios similares en todo Occidente. Es un
Derecho, tanto el derivado del ius romano como el emergido de la Common Law inglesa, que se
antepone a todo entendimiento religioso de la polis y deja las creencias y sus respectivas
consecuencias ético-morales en la esfera privada de la libre decisión de los individuos sobre su
forma de vida.
En este sentido, no es en absoluto disparatado considerar que nuestro Derecho es superior a
otros, como el imperante en los países más fervientemente islamistas. Cuando el Derecho se
basa en un libro sagrado, en las revelaciones de Dios a un profeta del siglo octavo, las
consecuencias no pueden ser peores. ¿Se imaginan que Occidente basara sus leyes actuales en
el tenor literal del Antiguo Testamento, como proponen los cuatro o cinco iluminados que
propugnan el fundamentalismo cristiano o el judaísmo ultraortodoxo? Nuestro Derecho es
superior porque superó la religión, porque tuvimos un Siglo de las Luces y fuimos
desembarazándonos poco a poco de toda influencia mística y arracional sobre lo jurídico.
Donde no hay un Derecho cívico sino uno religioso, donde no hay leyes seguras decididas por
parlamentos elegidos por el pueblo sino fatwas dictadas por "sabios" que sólo se saben el
Corán, donde no hay una justicia de los hombres sino una simple interpretación, cada día más
alocada, de la voluntad divina, la cultura resultante (o la “civilización”, si así se prefiere)
necesariamente ha de ser inferior en sus consecuencias sociales y económicas, en el bienestar
de la gente y en su relación con el resto de la Humanidad.
Occidente debe liberar a millones de musulmanes de los excesos de su religión, como se liberó
a si mismo siglos atrás de los excesos del cristianismo. “Civilización” viene de “civitas”, de la
cultura de lo común basada en el derecho de los integrantes, de la polis griega en definitiva. El
problema, entonces, no es el choque violento de dos formas de civilización, sino la simple
ausencia de civilización en uno de los campos. Hay que rescatar de esa deriva suicida a los
pueblos que han caído en ella. Tienen que descubrir los valores del civismo y del civilismo, o,
en definitiva, del Derecho humano. Y eso puede ser compatible con una religiosidad
circunscrita al ámbito íntimo de cada ser humano. Pero, para ello, es imprescindible inyectar
— 249 —
en esas culturas fuertes dosis de relativismo y un marco de Derecho acorde con la modernidad
(o con la postmodernidad) de nuestra era.
— 250 —
Imponer la libertad individual
Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2001
Occidente debe imponer en el mundo la libertad del individuo como principio supremo al
que deben supeditarse todos los demás valores. Primero, porque tenemos la obligación
ética de liberar a millones de seres humanos sometidos a regímenes autoritarios y
teocráticos. Segundo, porque está en juego nuestra propia libertad. O imponemos la
libertad global o nos impondrán su ausencia global.
Hace años me llamó la atención un chiste publicado en una revista de izquierdas. Se veía la
típica caricatura del Tío Sam (con su sombrero de copa y su frac confeccionado con las barras y
estrellas de la bandera estadounidense) diciendo con arrogancia a Cuba “vas a ser libre quieras
o no”. A mí no me hizo ninguna gracia. Estaba claro que para muchos izquierdistas la libertad
consistía únicamente en la autodeterminación colectiva del pueblo en cuestión, y que ésta
debía ser, además, interpretada y ejecutada en exclusiva por el Estado. La libertad de cada
individuo era prácticamente una aberración, un vicio reaccionario, un capricho burgués
enteramente fuera de lugar.
Durante décadas, esa visión de la libertad colectiva y de la libertad individual fue
predominante entre los intelectuales de izquierda. Con diversos matices y grados, los
“progresistas” de todo tipo ensalzaban una especie de libertad colectiva abstracta y
fuertemente subordinada a otros valores, como la justicia social, al tiempo que
menospreciaban o directamente rechazaban la soberanía individual. Hoy, cuando asistimos al
más brutal ataque terrorista de los enemigos de la libertad individual humana, muchos de esos
intelectuales de izquierda siguen sin modificar su punto de vista, por más que ellos habrían de
estar entre las víctimas si Occidente llegara a sucumbir.
Desde que el Siglo de las Luces parió la civilización occidental moderna, y desde que ésta
alcanzó su madurez, los enemigos que ha tenido que combatir han sido externos e internos,
han sido muy diversos por su procedencia geográfica, y han sido teóricamente muy distintos en
cuanto a su ideología. Lo cierto es que todos, sin excepción, han tenido un denominador
común: el objeto de su odio y su desprecio siempre ha sido la libertad individual, y contra ella
han dirigido sus ataques más feroces y sus estrategias más sutiles. Desde los sectores más
conservadores de la Iglesia Católica hasta el nazismo, desde el comunismo soviético hasta el
fascismo italiano, desde el socialismo “lights” a la europea hasta el ultraislamismo, todos los
enemigos de la sociedad abierta han comprendido cabalmente que el centro de su campaña
debía ser la libertad personal, que la destrucción del autogobierno individual era su objetivo
natural.
Ese odio visceral a la libertad individual tiene una explicación muy sencilla, en el fondo. La
libertad es subversiva en sí misma. Su existencia en un país crea anhelos en los países vecinos y
esos anhelos pueden desencadenar reacciones populares de desacato al poder autoritario. Por
eso en Irán o Cuba se prohíbe incluso ver televisión por satélite: la contemplación de la
libertad genera ansias de libertad incompatibles con todo régimen iliberal. Las corrientes
migratorias siempre van de los países menos libres a los más libres, porque además,
lógicamente, acostumbran a ser los más ricos. Los enemigos de la libertad saben que ésta es la
única fuerza capaz de generar bienestar y progreso para la sociedad, pero aún así la mantienen
a raya porque de lo contrario peligra su control del poder y, con éste, sus privilegios.
Es obvio, pues, que si el objetivo de nuestros enemigos es imponernos su ausencia de libertad,
el nuestro debe ser imponerles a ellos la libertad generalizada. Es decir, liberar a sus súbditos
del poder autoritario de estas élites y hacerles partícipes de la libertad que nosotros
disfrutamos. O, como decía el chiste al que hice referencia al principio, hacerles libres
“quieran o no”. En realidad la gente sí quiere, y es la reducida élite que monopoliza el poder la
que se opone. Basta, por tanto, de hipocresía y de delicados llamamientos a no intervenir en el
— 251 —
seno de otras sociedades. Hay que intervenir para liberar a los individuos. Hay que imponer a
esas nefastas élites la libertad: no ya la nuestra (que también) sino sobre todo la de sus propios
ciudadanos. Y si no es posible, habrá que derrocar y sustituir a esas élites.
Quienes se horrorizan ante este tipo de posiciones (y son muchos, y se creen muy demócratas y
muy progresistas) son los herederos directos de quienes en los años treinta no querían
intervenir frente a Hitler o Stalin por consideraciones muy similares. Al final hubo que hacer
una terrible guerra contra Hitler, sufrir un espantoso Holocausto y permitir que el estalinismo
oprimiera o asesinara a millones de personas durante cinco décadas. La Historia es tan reciente
como remota parece ser su evidente lección cuando quienes tienen que aprenderla son
nuestros intelectuales de Occidente, tan xenófilos como llenos de prejuicios contra nuestra
propia cultura.
— 252 —
Entrevista a Paulina Arpasi, diputada y líder indígenista peruana
Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2001
Usted es la primera mujer indígena elegida como diputada al Congreso peruano. ¿Cómo ha
llegado a esa institución?
Principalmente debo agradecérselo al presidente Alejandro Toledo, que me brindó la
oportunidad de presentar mi candidatura en el seno de su partido, Perú Posible. Como sabe, en
Perú hemos tenido que desembarazarnos de una terrible dictadura que durante diez años ha
corrompido la política y los medios de comunicación. Los indígenas, tanto amazónicos como
"campesinos" [pueblos indígenas de alta montaña] somos uno de los sectores de la población
peruana que con mayor dureza sufrió las consecuencias de la dictadura, y naturalmente es
lógico que estuviéramos en la primera línea de combate frente al fujimorismo. Creo que esa
firmeza de los pueblos indígenas ante el dictador fue muy valorada por Toledo como candidato,
y comprendió que debíamos unir nuestros esfuerzos y que los pueblos indígenas necesitaban
una voz en el legislativo. Yo era Secretaria General de la Confederación Campesina [indígena]
del Perú, una institución con más de medio siglo de vida y presencia en todo el país, y desde
esa función pasé a la política de partido para apoyar el esfuerzo de renovación nacional que
encarna el presidente Toledo.
¿Por qué antes no hubo presencia indígena femenina, y muy escasa masculina, en el
parlamento de un país con ocho millones de indígenas?
Los diversos partidos políticos siempre se han limitado a acudir a nuestros pueblos en plena
precampaña electoral para asegurarse nuestros votos prometiendo cosas que nunca se cumplían
o, incluso peor, chantajeando a nuestra gente con el típico argumento de que si el resultado de
las urnas en esa zona era adverso vendrían a destruir nuestras escasas infraestructuras. El voto
del engaño y el voto del miedo es lo más cercano a una democracia que hemos conocido. Pero
ya está bien, esto se acabó. Llevamos así más de quinientos años y no puede continuar. Hace
apenas sesenta días que hemos asumido el gobierno de la república y ya empieza a notarse el
inicio de una nueva etapa. La población indígena del Perú, y desde luego la mujer indígena, no
van a dejar pasar la oportunidad que esa etapa representa. Le cuento una anécdota: toda la
prensa escribió que al poco tiempo de ser diputada yo dejaría mi atuendo, el atuendo propio
de mi pueblo, para vestir al estilo criollo. Sin embargo, creo que no sólo es necesario que los
indígenas sepan que tienen a una representante en el Congreso de Lima, también es muy
importante que el Congreso de Lima sepa que tiene dentro una representante de los indígenas.
Ni cambiará mi atuendo ni mi reivindicación constante de los derechos de los pueblos indígenas
peruanos.
Usted es diputada por la circunscripción de Puno. ¿Quiénes fueron sus contendientes?
De los cinco electos por mi circunscripción fui la más votada (el sistema es mixto de votación a
la lista y a la persona). Salimos tres diputados de Perú Posible y dos de la oposición.
¿Cuáles son las principales necesidades de los pueblos indígenas peruanos?
En realidad todo puede resumirse en una gran necesidad: respeto y consideración a nuestras
personas y a nuestras sociedades. Respeto a nuestra cultura. Es algo que jamás hemos tenido
garantizado en nuestro propio país. Ahora el presidente ha firmado un convenio de los países
andinos en esa línea. A mí me ha pedido que lidere desde el parlamento una completa
renovación del modo de considerar a los pueblos indígenas por parte del Estado peruano. Por
ello he asumido la presidencia de la Comisión Parlamentaria de Asuntos Indígenas. Entre otras
ideas, en mi plan de trabajo está la creación de una pequeña célula cotidiana formada por la
primera dama (que está muy sensibilizada sobre nuestros problemas), la ministra de la Mujer y
yo misma, al objeto de ir tomando iniciativas concretas constantemente, sin por ello dejar de
lado el trabajo más profundo y a largo plazo que debe hacerse en el Congreso. Estamos
exigiendo una educación plenamente bilingüe, pero no basta el bilingüismo: necesitamos la
interculturalidad. Y también estoy revisando todo lo concerniente a la educación que la
población criolla recibe respecto a los pueblos indígenas, porque creo que es fundamental
— 253 —
inculcar esa actitud de respeto a todos los niños peruanos desde la escuela. El cambio que hay
que hacer es enorme después de Fujimori, y en el área de políticas sobre los pueblos indígenas
es aún mayor porque el anterior gobierno nos dejó de lado por completo.
Ser indígena y mujer es doblemente difícil, ¿verdad?
Sí, desde luego. Afortunadamente la capacitación de nuestros pueblos por parte de las ONG
internacionales (que agradecemos infinitamente) no sólo está liberando al indígena frente a la
sociedad envolvente, sino que también está liberando a la mujer indígena dentro de su propia
sociedad. El machismo sigue siendo fuerte, pero se nota un avance rápido y cada día son más
las mujeres indígenas activas en la política o en la pequeña industria local. Hacer que se
cumplan las leyes de igualdad de la mujer es una tarea importantísima en las comunidades
indígenas, sobre todo en cuanto a la educación de las niñas en igualdad de condiciones con los
niños.
¿Cómo han aceptado su presencia los demás parlamentarios?
Por delante me sonríen, pero por detrás a algunos les duele mi presencia, o les avergüenza
verme allí con mi atuendo indígena. Represento una parte del país que no quieren ver, pero
van a tener que verla les guste o no, con todas sus virtudes y con todos sus defectos, porque
somos una gran parte de la población del país y no podemos seguir excluidos de la política
peruana. Hay muchos diputados tanto de la oposición como de mi bancada que sí me tratan con
especial cariño y me ayudan en todo lo que pueden. Sobre todo al principio, que me sentía muy
perdida en aquella institución completamente nueva para mí y tan compleja. La oposición
sobre todo es muy escéptica sobre mí y mi capacidad de hacer algo serio por los indígenas
peruanos, pero espero demostrarles que se equivocan, aunque al principio cometa errores.
Nadie ha nacido sabiendo. Lo que me está ayudando mucho es comprobar que muchas mujeres
criollas de Lima me paran por la calle para saludarme y darme ánimo. Nunca imaginé que esto
pudiera ocurrir.
— 254 —
Responder al 11-S dentro de la ley
Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2001
El brutal ataque del 11-S debe saldarse en los tribunales de verdad, no en oscuros
consejos de guerra, opacos a la prensa y carentes de las mínimas garantías procesales.
Porque Occidente no es como sus enemigos, no podemos permitir juicios sumarísimos que
atentan contra el concepto mismo de justicia tal como lo hemos heredado tras siglos de
tradición jurídica occidental.
Confieso mi espanto ante las últimas declaraciones del presidente de los Estados Unidos. Sus
palabras me han horrorizado como jurista, como liberal y como ciudadano de Occidente. Bush
dice que someterá a los terroristas que capture en Afganistán (y supongo que también a los
dirigentes del régimen depuesto) nada menos que a “consejos de guerra”.
La explicación es muy sencilla. En un juicio normal hay prensa; en un oscuro consejo de guerra
celebrado en una remota base militar o a bordo de un portaaviones, la información que el
mundo reciba será cien por cien controlada por el gobierno norteamericano. En un juicio
normal hay pruebas; en un consejo de guerra supuestamente también, pero la práctica nos
enseña que este tipo de procesos suele adolecer de una fuerte predeterminación. En un juicio
normal las garantías jurídicas y los plazos de todo tipo pueden hacer muy largo el proceso; en
los consejos de guerra de Bush probablemente no habrá garantías jurídicas ni defensa digna de
tal nombre, por lo que el presidente podrá colgar o fusilar rápidamente a unos cuantos
encausados y “vengar” así a la sociedad norteamericana herida por la barbaridad del 11-S. No
parece una acción digna del país más avanzado de Occidente.
Más parece que Bush busque la revancha y no la justicia, la rápida oferta de carnaza a una
sociedad ávida de castigo, y no el profundo esclarecimiento de lo ocurrido y de las
responsabilidades precisas de cada individuo. Más parece que el presidente de los Estados
Unidos haya abdicado de su papel de faro de la civilidad occidental, del Estado de Derecho y de
la auténtica y objetivable Justicia para tornarse en el burdo sheriff de un pueblo de Texas que
le “da su merecido” a los malos de la película, de forma tosca y sin reparar en sutilezas ni
matices, aunque por el camino caiga algún inocente o no se repartan las culpas y las penas
conforme a hechos demostrados y con la proporcionalidad jurídica debida.
El mundo, y en particular Occidente, ha expresado por una vez un torrente de solidaridad con
los Estados Unidos, victimizados por el peor ataque terrorista de la Historia humana. Es de
justicia que así sea, y que la solidaridad con la nación norteamericana sea tan generosa como
sin duda merece. Pero ese mismo mundo, y en particular ese mismo Occidente, no aceptarán
consejos de guerra, juicios sumarísimos ni otras farsas por el estilo en sustitución de la justicia
normal y ordinaria, cuyo imperio es una pieza fundamental del sistema de valores atacado por
los terroristas. Si Bush cumple su amenaza de celebrar esta clase de procesos pseudojudiciales,
los enemigos de Occidente brindarán con champán (sin alcohol, supongo) porque habrán
logrado uno de sus objetivos. Y Bush habrá perdido mucha de la legitimidad que adquirió con su
serena y correcta actuación en los días y semanas posteriores al 11-S.
Es de esperar que los aliados occidentales de Bush le disuadan de esa barbaridad, porque saciar
la legítima sed de justicia con el agua salobre de unos turbios juicios militares sólo cerrará en
falso el problema. La justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música...
— 255 —
Impuestos versus Derecho
Perfiles del siglo XXI, enero de 2002
El Derecho tal como lo entendemos en Occidente es un marco normativo basado en la voluntad
autónoma de las personas. Nuestra más arraigada norma natural es que las personas son
independientes y están legitimadas para actuar, en persecución de sus propios intereses, sin
más trabas que las estrictamente necesarias para evitar el perjuicio de otro. Sobre esta idea
simple pero revolucionaria se fue construyendo todo el entramado jurídico que, con las
diferencias aplicables en cada caso, alimenta el Derecho en todos los países de Occidente.
Nuestro sistema de ideas legitima, por tanto, el acto de impedir a la gente hacer determinadas
cosas (para evitar el daño a otra persona), pero no el acto de obligar a las personas a hacer
otras cosas. La libertad puede recortarse por el único y supremo motivo de no invadir la
libertad de otro, pero no puede condicionarse mediante la obligación de emprender acciones
determinadas desde el Poder.
Vemos muchos ejemplos de esta profunda convicción. El más claro de ellos es el rechazo social
masivo a obligaciones especialmente difíciles, como la de prestar servicio militar. Las
sociedades desarrolladas han ido obligando a sus respectivos gobiernos, país tras país, a
eliminar esa obligación, que la gente no consideraba legítima. Y con razón: en aras del no
perjuicio a otro se puede limitar la acción de un individuo, no obligarle a emprender acciones.
Otros casos ilustrativos son la resistencia de los ciudadanos a participar por fuerza en mesas de
votación o jurados, o su rechazo al voto obligatorio en los países donde existe, o el rechazo de
los médicos a practicar acciones contrarias a su conciencia personal. En general, la mayoría
respeta y legitima la resistencia de los individuos a cumplir obligaciones activas impuestas por
el Estado, aunque esa misma mayoría considera lícito impedir acciones individuales nocivas
para otro.
¿Cómo cuadra en este marco la obligación tributaria? Francamente mal. La obligación de pagar
impuestos es en sí misma una contradicción antijurídica y contraria a los fundamentos del
Derecho occidental, aunque desde el principio se ha insertado con fuerza en el mismo y ha
perdurado hasta hoy, cada vez más enquistada. Cuando el Estado obliga a una persona a
entregar parte de sus bienes bajo amenaza de ir a la cárcel si se resiste, se desmorona todo
nuestro edificio jurídico. Ya no se está impidiendo a esa persona hacer determinada cosa que
daña a otro, sino que se le está obligando a emprender cierta acción: la de llevar parte de sus
bienes y darlos al gobierno de turno para que los gaste en tal o cual cosa. Por extensión, esa
persona está realizando cientos de acciones y actividades cotidianas (su trabajo, su ahorro y su
inversión) para el Estado, no para sí mismo. Dependiendo del país, el individuo estará
trabajando para el Estado desde el 1 de enero hasta equis fecha del año (la fecha que los
ingleses calculan y llaman “Tax Freedom Day”), si consideramos el porcentaje de sus ingresos
totales que irá a parar de una u otra forma a las arcas públicas. Puede sonar muy duro, pero
ésta es una forma moderna, sofisticada y sutil de esclavitud parcial de las personas.
Si la obligación de tributar es (como toda obligación activa y positiva sobre las personas)
esencialmente antijurídica, peor aún es el cómo. En muy pocos lugares se trata de una
obligación repartida a partes iguales entre la ciudadanía. En general, los pensadores de origen
marxiano han logrado imponer en todo Occidente un sistema tributario que ni siquiera es
proporcional a los ingresos de la gente, sino manifiestamente arbitrario en función de la
denominada “progresividad”. Es decir, paga más quien más tiene, pero no en proporción a
“cuánto más” tiene, sino mediante una tabla arbitraria de intervalos de tributación que le hará
pagar, no ya más dinero, sino mayor porcentaje. Esto puede ser muy acorde con la llamada
justicia “social” que algunos promueven, pero desde luego es por completo opuesto a la
justicia sin apellidos, es decir, a la Justicia con mayúsculas.
— 256 —
Así pues, la obligación de tributar es una aberración jurídica, como lo son todas las
obligaciones de hacer lo que sea, ya que la base filosófica del Derecho admite solamente el
impedimento de ciertas acciones, no la ejecución forzada de otras. Y además la tributación se
ha organizado en casi todas partes de forma aún menos jurídica al no obedecer a la
proporcionalidad, que es un principio jurídico básico, sino a criterios “sociales” muy alejados
del Derecho. En estas circunstancias, resistirse pacíficamente a la obligación tributaria o
esconder parte de los bienes propios en un “paraíso fiscal” para protegerse de la depredación
estatal, podrá ser formalmente ilegal según las normas del país en cuestión, pero sin duda es
un acto éticamente legítimo y cargado de razón jurídica.
— 257 —
Una mirada liberal al futuro
Perfiles del siglo XXI, febrero de 2002
En los medios y en los libros, el noventa por ciento de las opiniones publicadas están
basadas en los valores y creencias de la izquierda marxiana o de las ideologías
conservadoras inspiradas por las religiones convencionales. Ambos grupos son muy
críticos con el rumbo que está tomando la Humanidad, y ambos comparten en gran
medida los dogmas del “pensamiento único inverso”. Quizá una mirada liberal al futuro
deba partir de un análisis bastante simple: si a nuestros adversarios les horroriza el
porvenir, ¿no será que éste se asemeja más a nuestro modelo que al de ellos?
Casi todos los autores de “no ficción” se esfuerzan desde hace años en comprender el futuro
que le espera a nuestra especie. Nos hablan siempre del fin de muchas cosas y del comienzo de
otras que intentan explicar o por lo menos enunciar. Nos hablan de grandes cambios en todo:
en el medio ambiente, en el mundo del trabajo, en la organización política y económica, en la
forma y el fondo de las relaciones humanas. Unos pronostican un mundo más libre y otros, la
mayoría, se muestran abrumadoramente pesimistas ante el cariz que está tomando la realidad.
Todos coinciden en que la Humanidad de dentro de veinte, cincuenta o cien años será
completamente diferente, y algunos no le dan mucho más tiempo de supervivencia.
Desde que la eliminación total de la vida humana sobre la Tierra entró en la esfera de lo
posible, el catastrofismo más descarnado es un elemento recurrente en las artes y las letras,
en el entretenimiento y en todas las intuiciones del futuro que presentan los más variados
pensadores. Su discurso gira sobre la capacidad y la voluntad de esta civilización universal en
formación para conjurar ese peligro o, por el contrario, sobre la futilidad de nuestra resistencia
a un caos irreversible. Casi todos los elementos del rápido proceso de transformación en que
nos hallamos inmersos se consideran conducentes a una futura hecatombe de grandes
proporciones, capaz incluso de hacernos desaparecer.
La geometría de nuestra evolución es la espiral, y en las últimas cuatro o cinco décadas los
seres humanos hemos tomado conciencia de ello. El vértigo que la acompaña asusta a muchos y
condiciona nuestra visión del futuro. La incógnita que cada cual despeja a su manera es qué
hay al final de la espiral. Casi todos temen que al término de la escalera de caracol haya un
abismo, o que simplemente no estemos genética ni culturalmente dotados para soportar un
giro tan intenso, una revolución que ya provoca críticas acervas y alimenta un difuso y confuso
movimiento de oposición, incapaz, sin embargo, de plantear alternativas concretas y viables.
En pocas décadas, la especie humana habrá alcanzado un nivel de conocimientos científicos y
tecnológicos que muchos creen incompatible con el retraso o la involución filosófica y moral
que perciben. Las voces mayoritarias en el debate son, por un lado, las de la izquierda
postmarxiana y, por otro, las de abierta o discreta inspiración en las religiones tradicionales,
principalmente en las abrahámicas. Entre ambos campos representan tal vez el noventa por
ciento de las opiniones publicadas, aunque es discutible que alcancen un porcentaje
mayoritario en el conjunto de la sociedad, al menos en Occidente. Por motivos diferentes y con
argumentos y terminología distinta, ambas corrientes vierten un enorme pesimismo sobre el
nuevo rumbo de la Humanidad y promueven desesperadamente un golpe de timón que,
sencillamente, no parece posible. Las escasas opiniones que discrepan del consenso pesimista y
creen asumible (o incluso generalmente positiva) la nueva realidad humana suelen ser
ferozmente denostadas.
En el pensamiento mayoritario, que es el contrario al supuesto “pensamiento único” (el cual,
como resulta evidente, ni es único ni siquiera concita demasiado apoyo), uno de los
ingredientes básicos es el sentimiento de orfandad. Los intelectuales de izquierda han visto
derrumbarse en unos años el castillo de naipes construido durante un siglo y medio, desde que
una corriente del liberalismo clásico se tornó colectivista y surgieron las primeras formas
— 258 —
modernas de socialismo, abriendo un abanico de opciones ideológicas que el siglo XX ha ido
probando y desestimando una tras otra. Por su lado, los pensadores de influencia religiosa
comprueban que la realidad y la revolución científica hacen cada vez menos viable el recurso a
la divinidad y a los códigos de valores impuestos por las religiones reveladas. Ambos sectores
temen y desprecian el auge del individuo humano autosuficiente frente a la comunidad, que
entienden seriamente amenazada. Junto a motivaciones más elevadas, no hay que descartar el
peso que puede tener en la opinión de estos sectores el temor, incluso inconsciente, de que la
autodeterminación de los individuos reste poder a los “ingenieros sociales” de una u otra
ideología, que sólo pueden ejercer de Pigmalión en el marco de comunidades humanas dirigidas
por un aparato estatal fuertemente determinante de la sociedad, como las que hemos conocido
hasta ahora. Tal vez los hombres y mujeres de este mundo hayamos llegado por fin al momento
emancipador en el que podamos prescindir de todos los “ingenieros sociales” y expulsarles de
nuestra organización social mostrándoles sin recato el dedo corazón.
La mayor crítica que puede realizarse al pensamiento generalizado, al “pensamiento único
inverso”, es que no se ha detenido suficientemente a buscar en la transformación en curso el
nacimiento de nuevas fórmulas de organización comunitaria o de una emergente estructura de
valores. Sin embargo, se intuyen esas fórmulas novedosas de interrelación (véase por ejemplo
Internet) y se vislumbra una construcción ética nueva que se va abriendo paso (y si se va
abriendo paso es porque millones de personas lo van asumiendo, por más que horrorice a los
“pensadores únicos inversos”). En muchos casos, los pensadores representativos de los dos
grandes universos teóricos antes mencionados, el postmarxiano y el humanista de inspiración
religiosa (remota o inmediata), se han limitado a contemplar con horror y asco los efectos
objetiva o subjetivamente perversos del proceso y, sin ahondar más, se han aprestado a un
contraataque intelectual tan encarnizado como previsiblemente fútil. No le han dado al nuevo
rumbo ni el beneficio de la duda, ni un margen de confianza, ni “cien días” de gestión: se han
lanzado a su cuello con pasión digna de mejor causa, protagonizando una pataleta tan
llamativa como estéril. Su reflexión se limita a considerar que, como pulveriza algunas de sus
más asentadas creencias, el proceso es en si mismo perverso y si la especie humana no lo
invierte se aboca a la extinción o, como mínimo, a padecer toda suerte de calamidades. No son
capaces de cuestionar si aquellas creencias tan asentadas serían erróneas, ni tampoco quieren
admitir que, aunque el noventa por ciento de los intelectuales compartan esa visión,
probablemente el mismo porcentaje de los ciudadanos avanza en la dirección opuesta y no
precisamente asumiendo con fatalismo la revolución en marcha, sino subiendo decididamente
la escalera de caracol. En realidad, apenas una exigua minoría fuertemente ideologizada
comparte la visión de estos intelectuales, en algunos casos incluso haciendo uso de formas
violentas de oposición al proceso: cuando los “ingenieros sociales” pierden el poder estatal,
que es el oxígeno que necesitan para vivir, recurren con frecuencia al cóctel Molotov para
reinstaurar su hegemonía.
El progreso científico y tecnológico está produciendo sin duda cambios radicales en la vida de
las personas, pero hasta ahora son mínimas las expresiones de descontento por parte del
ciudadano de a pie. Al contrario, la gente común se apresta a aprovechar cada nueva opción
que se le ofrece para mejorar su comfort, incrementar su seguridad, adquirir mayores
conocimientos e información o preservar su salud. Al mismo tiempo, el individualismo ha
ganado la partida al colectivismo. Muchas veces, los mismos ciudadanos que comparten el
discurso intelectual del “pensamiento único inverso” son los primeros en aprovechar la libertad
personal sin precedentes que les brinda la nueva realidad.
La espiral existe y en uno o dos giros más habrá transformado por completo a la Humanidad.
Las comunicaciones al alcance de todos harán que el conocimiento y la información fluyan de
manera enteramente libre, generando una sociedad incontrolable por las élites políticointelectuales, por los “ingenieros sociales”. Los avances en la medicina alargarán
considerablemente la vida humana y mejorarán la calidad de vida en la vejez, revolucionando
por tanto el entendimiento del trabajo, del ocio y de la jubilación, y obligando a individualizar
— 259 —
los sistemas de pensiones y basarlos en la justa capitalización del ahorro de cada trabajador.
La revolución biotecnológica en ciernes cambiará por completo nuestra forma de relacionarnos
con el entorno natural y producirá sin duda, a largo plazo, modificaciones en nuestra propia
especie. La terrible amenaza de superpoblación se atenuará por el pleno dominio humano de la
biotecnología, tanto en la producción fácil y masiva de alimentos como en la mejora del
control de la natalidad (y su definitiva implantación frente a las creencias religiosas y las
tradiciones que hasta ahora lo han dificultado). El deterioro del medio ambiente se verá
compensado por la capacidad tecnológica humana en la producción y sustitución de los recursos
naturales amenazados, así como por el desarrollo de formas de energía y producción menos
nocivas. La globalización de la economía igualará paulatinamente los niveles de vida de la
población mundial (este hecho es tan absolutamente evidente que parece mentira que su
negación se haya convertido en el principal argumento de los movimientos antiglobalización).
Al mismo tiempo, la globalización económica inducirá una globalización consiguiente de los
valores, lo que armonizará las relaciones entre culturas diversas reduciendo el riesgo de
tensiones y haciendo posible el establecimiento de códigos éticos y sistemas de organización
política y de administración de justicia universales. Es sólo cuestión de tiempo.
Lo que más asusta a los enemigos de este proceso es, en el fondo, la atomización del poder
político y de otro poder mucho más etéreo y menos tangible, pero importantísimo: el poder de
generar e impulsar marcos de valores ético-morales, un poder que antes estaba residenciado en
las cúpulas políticas, religiosas e intelectuales y ahora pasa a ser patrimonio del público y a
gestionarse por éste de forma directa y pluridireccional.
Es legítimo temer que un mundo global pueda caer en una dictadura global, pero todos los
cambios previsibles antes mencionados parecen indicar lo contrario: unos niveles de libertad
personal y de calidad de vida superiores incluso a los que se dan actualmente en Occidente, y
su lenta (demasiado lenta, sin duda) pero irreversible extensión hasta alcanzar a todas las
personas en todo el mundo. El código de valores de ese nuevo mundo ya está emergiendo y,
pese a los intelectuales colectivistas, cada día tiene más seguidores. Es un código que hace del
individuo dueño único de si mismo, liberándole de las ataduras místicas e ideológicas de antaño
y, cierto, también de la mayoría de las ataduras sociales. El hombre y la mujer de mañana no
serán súbditos de la colectividad ni estarán obligados a regirse por otros principios morales que
los que ellos mismos escojan dentro de una gran pluralidad de estilos de vida y opciones
personales a su disposición, siempre con la única limitante de no actuar de forma directa y
demostrable en perjuicio de otro. La autosoberanía plena y la libertad irrestricta de
intercambio y relación están llamadas a conformar una sociedad de personas conscientes. La
contrapartida de los mayores niveles jamás alcanzados de libertad personal será la plena
responsabilidad de cada individuo sobre sí mismo, sobre sus decisiones y sobre las
consecuencias de las mismas. La desaparición del paternalismo estatal y la evidente pérdida de
sentido del misticismo de todo tipo terminarán de situar a la racionalidad en el centro del
comportamiento humano. La solidaridad recuperará su esencia voluntaria al deshacerse de la
usurpación estatal.
No es un panorama que aliente una explosión de optimismo porque el cuadro presentado
seguramente aterroriza a muchos, pero es un marco que desde luego está bien lejos de las
negras perspectivas a las que nos tiene acostumbrados la mayoría de los opinadores actuales.
Es simplemente una nueva realidad. La espiral continuará, y es de sentido común pensar que
tendrá que ir acompasándose al ritmo de la capacidad humana de asunción de sus
consecuencias. No será un torbellino arrollador sino una corriente rápida pero navegable. Los
miedos de los agoreros y su oposición visceral son un fenómeno normal: el ser humano es de
naturaleza temerosa y conservadora del statu quo. Muchas veces los más convencidos
progresistas, los que se creen a la vanguardia de la modernidad, se revelan en el fondo como
los más fervientes defensores de un modelo caducado que la realidad está descartando y
sustituyendo. Pero no hay marcha atrás y la resistencia es, por tanto, inútil y perniciosa: el
camino inteligente es avanzar por la espiral a la mayor velocidad para comprender el mundo de
— 260 —
mañana, adaptarse desde hoy y extraer lo mejor del mismo. El futuro es imparable y la especie
humana tiene que seguir ascendiendo peldaño a peldaño por la escalera de caracol de su propio
destino. Cualesquiera que sean las consecuencias.
— 261 —
El suicidio de Argentina
Editorial en Perfiles del siglo XXI, febrero de 2002
Si a cualquier ciudadano de un país democrático normal se le dice que el jefe del Estado (el
quinto en un mes), cuyos poderes constitucionales son de por sí inmensos y además ha recibido
más poder aún del parlamento, resulta ser el principal opositor del presidente electo en las
urnas, y que a pesar de tan cuestionable legitimidad se dispone a completar el mandato del
presidente elegido en su día (en vez de convocar de inmediato elecciones), y que además está
tomando medidas de extrema importancia que afectan directamente a la propiedad de la
gente, probablemente ese ciudadano pensaría que se trata de una broma o que en el país se ha
producido un golpe de Estado encubierto. Si además se le informara de que la gente no puede
retirar su dinero y éste, en todo caso, está perdiendo su valor a un ritmo frenético, y que el
gobierno obliga a la gente a celebrar sus contratos en esa denominación monetaria en caída
libre, el ciudadano no podría sino escapar del país con sus pocas o muchas pertenencias.
La clase política argentina, tanto radical como peronista, es la culpable única de la situación
de caos que vive el país. El débil gobierno del débil De la Rúa, su irresponsable dimisión en el
peor momento, la terrible herencia menemista de un déficit fiscal insoportable y un
endeudamiento externo descontrolado, la puñalada de Cavallo a la confianza interna y externa
en la economía nacional al sembrar las primeras dudas sobre la paridad peso-dólar, el
repugnante "corralito" que constituye un atentado intolerable a la propiedad privada, el
pasteleo parlamentario para escoger presidente tras presidente (incluso del partido contrario al
que ganó en su día la elección presidencial) en vez de llamar a las urnas a la población, las
constantes declaraciones incendiarias de Duhalde y de sus ministros, la culpabilización de las
empresas extranjeras que habían apostado por la Argentina, la caza de brujas contra quienes
han tratado de refugiar su dinero en el exterior, el populismo nauseabundo del nuevo gobierno
(incluyendo la vomitiva coronación de una nueva Evita), y sobre todo el error inmenso y sin
retorno de flotar el peso y hacer caso a las recetas fallidas del FMI... La lista de errores es
interminable, y el resultado es la pura y simple destrucción de las instituciones, de la
democracia y del Estado de Derecho en la Argentina, junto al súbito y brutal empobrecimiento
del país y de sus ciudadanos.
Cabe preguntarse cuál será el siguiente paso. ¿Una vuelta a los tiempos de los gobiernos de
facto, si la situación se hace aún más volátil? ¿Una revolución incontrolada que sitúe al país en
manos de un Hugo Chávez a la argentina? En el plano económico el futuro ya ha llegado: los
argentinos ya llevan perdido más del cincuenta por ciento del valor de su dinero. Los
argentinos huyen buscando en su árbol genealógico un abuelo italiano, un bisabuelo español, un
pasaporte para escapar del desastre. Los argentinos ya no creen en su país. El resto del mundo
tampoco. Esto es lo que ha conseguido la clase política radical y peronista, en una conjura de
necios, en una alianza de torpes y corruptos, en una coalición de arrogantes imbéciles que está
suicidando al país y ha hundido en la miseria a sus gentes. La Historia habrá de pasarles
factura.
La "justicia" de Guantánamo
Editorial en Perfiles del siglo XXI, febrero de 2002
Donald Rumsfeld afirmó en la CNN que el trato que reciben los presos afganos en la base
militar de Guantánamo es "mejor que el que ellos daban a sus prisioneros". Al basarse en
semejantes parámetros de comparación, el secretario de Defensa pone al Estado
norteamericano a la altura del régimen talibán derrocado. Los terroristas de Al-Qaeda son
sanguinarios criminales que merecen toda la dureza de la Justicia humana. Lo que no merecen
(y tampoco los ciudadanos de Occidente merecemos ver cómo ocurre) es un juicio de opereta
en una base militar alquilada a Cuba. El motivo de trasladar a estos presos a Guantánamo es
obvio: evitar que les ampare la ley estadounidense, que se aplicaría en territorio de ese país y,
— 262 —
también, en naves o aeronaves de los Estados Unidos situadas en aguas o espacio aéreo
internacionales. Por eso Bush ni siquiera les va a someter a un consejo de guerra a bordo de un
portaaviones, sino a pseudojuicios celebrados en un territorio de ambigua soberanía cedido por
Cuba a principios del siglo pasado. Desde Perfiles del siglo XXI siempre hemos expresado
nuestro horror por lo ocurrido y nuestra solidaridad con las víctimas del 11 de septiembre, y
hemos apoyado con firmeza la campaña militar antiterrorista desplegada por Washington en
respuesta al sanguinario ataque. Sin embargo, el presidente Bush nos ha decepcionado al negar
a los presos los derechos fundamentales que recoge la Convención de Ginebra, y al evitar que
comparezcan ante la justicia con luz, prensa y ventilación. Y con las garantías procesales que
todo encausado debe tener. La farsa de Guantánamo, las jaulas para animales donde se ha
confinado a los presos, las más que probables torturas y la plena indefensión jurídica de estas
personas son hechos indignos de los Estados Unidos de América y sólo consiguen que el apoyo
mundial a la causa de Washington se vaya debilitando ante un comportamiento tan ajeno a la
cultura, la tradición y los principios de Occidente.
— 263 —
Los límites de la religión
Perfiles del siglo XXI, febrero de 2002
Tras el 11-S, el mundo entero se ha dado a la tarea de repensar las relaciones entre
sociedad civil y confesiones religiosas. Creer en cualquier religión revelada, en cualquier
libro sagrado o en la santidad de cualquier líder religioso y de sus designios es, sin duda, un
derecho. Pero como todo derecho, sólo puede ejercerse dentro de unos parámetros
racionales que lo hagan inocuo para los demás. La religión (cualquiera) debe someterse a la
civilidad, o de lo contrario deviene una amenaza grave que merece ser erradicada.
La aconfesionalidad de las instituciones políticas es una conquista liberal de enorme
importancia. Por un lado, impide el poder fáctico de las jerarquías religiosas sobre el Estado y
los diversos partidos. Por otro lado, privatiza la religión y la expulsa del ámbito de la "res
publica", lo que es fundamental si se pretende erigir un Estado justo que sirva a todos sus
ciudadanos, sean o no creyentes de una u otra opción religiosa. Por último, permite a las
diferentes confesiones religiosas actuar y desenvolverse en la sociedad amparadas por iguales
derechos y deberes.
En Europa occidental, en general, se ha logrado asentar el principio de aconfesionalidad. Está
garantizado por las constituciones, aunque algunas (como la española) contengan
lamentablemente una ambigüedad calculada para poder interpretar que la Iglesia Católica
tiene un papel de mayor relevancia que las demás organizaciones religiosas.
En América Latina, en general, se ampara la libertad de cultos pero es obvio el privilegio de la
Iglesia Católica, y no se reconoce en igual grado el derecho del no creyente. Casi todas las
constituciones del subcontinente comienzan con la frase "invocando a Dios..."
En Europa oriental se ha pasado de la proscripción a la alianza de los nuevos dirigentes con las
iglesias predominantes. Putin ha cometido este año la imprudente arbitrariedad de asistir este
año a la principal misa ortodoxa de Navidad, y no a título personal sino en representación
formal del Estado y anunciándolo a bombo y platillo en los medios de comunicación.
Parece que sólo en Norteamérica se da una exquisita igualdad de todas las confesiones grandes
o pequeñas, y una auténtica separación de todas ellas respecto al Estado. Incluso así, los
derechos del no creyente siguen siendo inferiores a los del creyente, cualquiera que sea su
opción confesional, y el recurso constante a la divinidad en los discursos políticos parece obviar
el hecho de que millones de norteamericanos son no creyentes.
Naturalmente, el caso más grave es el de los países musulmanes. En los más abiertos se da
simplemente un apoyo claro y directo del Estado al islam. En los más totalitarios, la propia ley
se basa en la literalidad del corán y las demás religiones están prohibidas. Las cárceles de Irán
están llenas de bahais, cristianos y zoroastrianos. Las prisiones de todo el mundo musulmán
están repletas de personas que no han perjudicado a nadie pero han hecho algo que no le ha
gustado al ayatolah de turno o que contraviene los preceptos del libro sagrado. Se siguen
cortando manos, se continúan practicando las espantosas ablaciones del clítoris a los trece
años y se mata a pedradas a miles de mujeres. En mayor o menor medida dependiendo de cada
país, el islam constituye hoy una de las religiones más abiertamente contrarias a la prevalencia
de los Derechos Humanos.
Tras los acontecimientos del 11-S, el mundo debería hacer una serena reflexión sobre hasta
qué punto puede permitirse la religión en estado puro. El sentimiento religioso es un elemento
presente en la conciencia de muchos ciudadanos, y están en su derecho de satisfacerlo solos o
bien en el seno de cualquier organización religiosa, ya sea antigua o nueva, monoteísta o
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politeísta. Lo que no tienen derecho a hacer es imponer su cosmovisión a los demás, ni desde
el poder ni desde la mayoría social.
¿Es permisible la arracionalidad religiosa en plena revolución científico-técnica? Cada uno es
muy libre de creer lo que quiera, pero la objetividad de lo evidente y de lo contrastable debe
prevalecer, y en ella debe basarse la actuación de las instituciones públicas. Al mismo tiempo,
el fanatismo religioso, es decir, la religiosidad excluyente, ultraproselitista, alienadora de la
soberanía personal y justificadora de la violencia contra el infiel, debe ser erradicada sin
contemplaciones, porque nos va en ello la supervivencia de la civilización humana
contemporánea.
La religiosidad y las diversas religiones son permisibles sólo dentro de unos parámetros civiles
de racionalidad y de sentido común, de aceptación pluralista de las demás religiones y de la
comunidad no creyente, y de respeto al ordenamiento laico de la sociedad y del Estado. Esos
parámetros han de estar por encima de cualquier sentimiento religioso y de sus consecuencias,
porque la alternativa es la religión en estado puro: la religión de los caballeros cruzados y su
rastro de terror, la religión de las guerras que sumieron a Europa en la destrucción y el
fanatismo durante siglos, la religión de los Bin Laden musulmanes y de los Bin Laden cristianos,
hinduístas o judíos, que también existen. Como el tabaco y las bebidas alcohólicas, los libros
religiosos y las puertas de los templos deberían llevar un mensaje público instando a consumir
con moderación y avisando de los peligros del exceso.
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WC gratis, WC de pago
Perfiles del siglo XXI, febrero de 2002
Hasta los cuartos de baño ha llegado la revolución marxista. En Francia, donde se suele
cobrar el uso de los aseos, se levantan voces que culpan a esta política (tachada de
"neoliberal") por la suciedad de las calles de los centros urbanos. Veamos cómo, en clave de
humor, también el sentido común liberal puede ganar la elevada batalla ideológica que se
libra hoy día en los retretes de la vieja Europa.
"La suciedad y el mal olor del centro de París se deben a las políticas neoliberales..."
Semejante discurso captó de inmediato mi atención, así que pedí al garçon que subiera el
volumen de la tele. Me hallaba en una brasserie del Barrio Latino, hace unas semanas. "Como
en todas partes hay que pagar para ir al baño, el resultado es que nuestras calles se convierten
en improvisados retretes donde los ciudadanos más desfavorecidos se ven obligados a hacer
aguas menores e incluso mayores, reducidos por el capitalismo salvaje a la condición de perros
callejeros".
Casi se me atragantó el croissant por la carcajada, y he de decir que mi risa cayó bastante mal
entre los ciudadanos galos congregados en aquel local, ya que todos seguían con visible
asentimiento y honda preocupación social las palabras del imbécil de turno (al parecer se
trataba del líder juvenil de un partido de izquierda). "Y no sólo la mayoría de los grandes
almacenes y supermercados exigen pagar por ir al baño: es una vergüenza que las diversas
administraciones públicas obliguen a pagar en las estaciones de tren y metro, en los
aeropuertos y hasta en las casetas públicas que han instalado por toda la ciudad, ya que
funcionan con monedas". Salí del restaurante con el estómago lleno, la vejiga vacía y una
sonrisa en la boca. Los izquierdistas no servirán para gobernar un país, pero hay que
reconocerles una vis cómica y un talento para el humor dignos de elogio.
Cuando usted utiliza el aseo, el cuarto de baño, el excusado, el sanitario, la toilette, el
closet, el WC, el innombrable o como quiera que lo llamen en su país (hay un lugar de América
Latina donde recatadamente lo denominan "el gabinete", palabra de honor), está consumiendo
un servicio. Está empleando un espacio que tiene un coste de alquiler y de amortización del
mobiliario, está gastando agua y electricidad, productos de limpieza y mano de obra para su
aseo, jabón de manos tras el uso (doy por supuesta, amigo lector, tan recomendable
costumbre) y toallas, así como una fracción del coste de mantenimiento técnico. Hay dos
formas de cubrir ese coste: o lo paga usted (pago por uso, económicamente asimilable al pago
por evento de las emisoras de televisión por cable, aunque menos placentero) o bien lo
pagamos entre "todos". Ese "todos" será el conjunto de consumidores del supermercado o gran
almacén, o bien el conjunto de los ciudadanos si el retrete en cuestión pertenece a una
instalación pública.
París, como otras grandes ciudades, tiene algunas zonas céntricas cuya concentración de ácido
úrico en la atmósfera resulta ciertamente inadecuada para la capital mundial de la perfumería.
De igual manera, la presencia abundante de tan desagradable materia en las calles,
acompañada de otras aún más perceptibles, sabe Dios si de origen animal o humano, hace que
circular por las nobles villas del Viejo Continente sea, mutatis mutandis, como esquivar las
minas en los arrabales de Kabul. Pero este ingrato panorama, tan contrario a la higiene más
elemental, se debe a dos grandes motivos y ninguno de ellos es el hecho de que, en efecto, en
las toilettes francesas casi siempre haya que pagar: por un lado, la gestión pública de la
limpieza urbana es pésima. Por otro, las calles de Europa están convirtiéndose poco a poco,
más que en un lugar de tránsito, compras y paseo para los ciudadanos, en el hábitat
permanente de miles de nuevos conciudadanos procedentes de países donde impera una
cultura de uso de la vía pública muy diferente de la europea. No creo xenófobo ni insolidario
constatar la realidad de que no más del diez por ciento de la materia orgánica tan
— 266 —
generosamente esparcida por nuestras calles es en la actualidad de producción nacional, ya
que nuestros principales fabricantes (borrachos, indigentes y niños consentidos) han sido
ampliamente superados en número por estos nuevos productores, cuyas manufacturas compiten
con éxito en hedor y abundancia.
Pero el francés medio, como el ciudadano normal de cualquier país civilizado, no contiene sus
necesidades (sólidas o líquidas) por ahorrarse unos pocos céntimos de euro cuya trascendencia
para cualquier economía doméstica es insignificante. ¡Ni siquiera para los escoceses, famosos
por su asombrosa capacidad de conservar el dinero en los bolsillos de su kilt, constituirían unos
pocos peniques barrera alguna entre ellos y las blancas curvas del aparato sanitario! La clave es
que los ciudadanos cuidan más los recintos de cualquier tipo cuando han pagado por entrar, y
el cobro directo permite recaudar lo suficiente para mantener impecables las instalaciones.
El pago por depositar en lugar apropiado los residuos orgánicos de nuestros cuerpos mortales
no es una cruel maldad del capitalismo "salvaje" (salvajes son, más bien, los que depositan
tales inmundicias en la vía pública). Es simplemente, un cobro por un servicio, y los servicios
nunca son gratuitos. Cuando el exaltado izquierdista pide la gratuidad de un servicio, ya sea
hablar por teléfono, ir al baño o viajar en metro, está exigiendo en realidad que entre todos
paguemos el servicio sin importar si lo usamos mucho, poco o nada. A eso llama la izquierda
"justicia social" y la defiende, generalmente, mediante la exquisita diplomacia del cóctel
Molotov.
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Moldavia: ¿el próximo conflicto?
Perfiles del siglo XXI, febrero de 2002
Los últimos acontecimientos de Moldavia permiten augurar un futuro incierto a este
pequeño país del Este de Europa, tensionado hasta límites insoportables por su poderosa
minoría rusa, que, con el apoyo del gobierno comunista de Vladimir Voronin, pretende
evitar la occidentalización del país. La gran mayoría de la población, de etnia y lengua
rumanas, parece decidida a derrocar el régimen de Voronin y salir definitivamente de la
órbita del Kremlin.
Hasta la Segunda Guerra Mundial, la hoy República de Moldavia formaba parte de Rumanía. Sus
habitantes eran étnicamente rumanos y compartían con el resto de ese país su lengua, derivada
del latín, y el conjunto de la cultura rumana. Los acuerdos de Yalta reconfiguraron la geografía
política del Este europeo al antojo de Stalin, que construyó su imperio gracias a los titubeos y
vacilaciones de Occidente. En ese contexto, Rumanía fue uno de los países que peor suerte
corrieron. Por un lado, una sociedad absolutamente contraria al comunismo, que había
esperado con ansia su liberación por parte de las tropas estadounidenses y su integración en la
Europa de postguerra, se vio de la noche a la mañana entregada a Stalin por Occidente y
convertida en una república socialista satélite de Moscú. En Rumanía todavía se oye echar a los
norteamericanos la culpa de todos los males, pero es por haberse olvidado de liberar también
el país de los Cárpatos, igual que hicieron con Grecia, Italia o Francia. Y por otro lado, a
Rumanía se le extirpó arbitrariamente un trozo de su territorio y en él se creó de la nada la
República de Moldavia, que fue una de las integrantes de la URSS.
Pronto comenzaría la rusificación forzada del territorio. Como a los Estados bálticos (Letonia,
Estonia y Lituania), igualmente anexionados a la URSS, a Moldavia se le impuso la lengua rusa.
En su territorio se introdujo a colonos rusos que se establecieron por todo el país. Pese a que
Rumanía formaba parte del mismo bloque político-ideológico, Moscú se preocupó de cortar los
vínculos entre ambos países. Incluso se llegó a la barbaridad de imponer el uso del alfabeto
cirílico en la escritura en lengua rumana.
Tras el desmembramiento de la antigua Unión Soviética, Moldavia emergió a una independencia
llena de titubeos. La antigua cúpula comunista, aliada con la minoría rusa, permitió la secesión
de facto del territorio situado al este del río Dniester, donde los rusos proclamaron la república
de Transdnistria. Al mismo tiempo, sofocaron, con frecuencia violentamente, las aspiraciones
mayoritarias de la población, ansiosa de preservar su cultura rumana e incluso de reintegrarse
a Rumanía. En este contexto es de elogiar la política de respeto a la Moldavia independiente
que ha venido caracterizando las actuaciones de los sucesivos gobiernos rumanos.
Moldavia es uno de los últimos bastiones del comunismo soviético. El partido gobernante
(probablemente mediante fraude electoral en los comicios de 2001) ni siquiera se ha molestado
en suprimir el nombre “comunista” de su denominación oficial (caso único en todo el Este
europeo). El presidente Vladimir Voronin, miembro de la poderosa minoría eslava, emula a su
homólogo bielorruso Lukashenko y compite con éste por el favor preferencial de Moscú. El
servilismo de Voronin hacia el Kremlin llega a extremos de ridículo, mientras su país rivaliza
con Albania por el título de nación más pobre de Europa, y miles de jóvenes huyen a la vecina
Rumanía.
Los últimos acontecimientos demuestran la grave tensión a la que los comunistas han sometido
a la sociedad moldava. Las revueltas de los últimos días y las impresionantes manifestaciones
de hasta cien mil personas por las calles de la capital, Chisinau, marcan el fin del silencio de un
pueblo harto de imposiciones. Los eslóganes coreados por las masas son suficientemente
elocuentes por sí mismos: “queremos ser parte de Europa”, “abajo los comunistas”, “no nos
obligarán a hablar ruso”... La respuesta de la comunidad rusófona no se ha dejado esperar:
exige del régimen comunista la represión de los manifestantes, y no parece ajena a actos de
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terrorismo como el perpetrado hace unos días al incendiar la sede de una institución académica
de la lengua rumana. Pero Voronin ya ha tenido que dar marcha atrás en sus planes de obligar a
aprender ruso en las escuelas.
Los partidos de oposición, principalmente el liberal de Mircea Rusu y el democristiano de Iurie
Rosca, cuentan con el apoyo evidente y explícito de la gran mayoría de la población. Voronin
debe dimitir y permitir que un gobierno interino convoque elecciones libres y transparentes.
Occidente debe actuar en favor de la democracia y ayudar a acabar con el último régimen
comunista de la región y, de paso, con el intolerable apartheid eslavo en Moldavia. La
alternativa es un conflicto que puede estallar en cualquier momento y cuya
internacionalización será muy difícil de evitar.
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Monetarismo y globalización
Perfiles del siglo XXI, marzo de 2002
El monetarismo era una herramienta económica muy apreciada por los gobernantes,
porque era fácil de usar y, pese a lo injusto de sus consecuencias, lograba generalmente
los resultados macroeconómicos cortoplacistas del político que lo ponía en práctica. Hoy,
sin embargo, la globalización lo hace inviable y quienes insisten en utilizarlo condenan a
sus pueblos a un sufrimiento extremo. A la vista está el caso argentino.
De un tiempo a esta parte, numerosos gobernantes en todo el mundo han visto con amargura
cómo sus medidas monetaristas se volvían en contra de los objetivos perseguidos o,
simplemente, resultaban inconducentes. Una tradición intervencionista de décadas llevaba a
estos políticos, de diferente signo ideológico, a pensar que el control del valor de la moneda, y
aún de la magnitud del circulante, era la herramienta precisa con la que los ministerios de
economía y los bancos centrales, sometidos al dictado del gobierno de turno, podían incidir de
manera directa y mecánica en el rumbo de la economía. El más reciente y trágico de estos
inmensos errores de percepción ha sido el cometido por los presidentes radicales y peronistas
argentinos, desde De la Rúa hasta Duhalde.
El error, aunque injustificable, es comprensible en políticos latinoamericanos convencionales,
ajenos a una visión global y libre de la economía a escala planetaria. Es un error normal en
personas de cierta edad que llevan toda su vida haciendo política desde una visión
todopoderosa del Estado.
Lo que se le ha escapado a estos gobernantes es el cambio vertiginoso de la economía mundial
en las últimas décadas y aun en los últimos diez o quince años. Ese cambio, caracterizado por
una profunda e irreversible interconexión económica transfronteriza (eso que llamamos
globalización de la economía) hace que hoy los efectos de cualquier medida monetarista sean
completamente diferentes (a veces incluso contrarios) a los efectos de esa misma medida hace
quince o treinta años. Lo estamos viendo en Argentina y en medio mundo.
Las medidas monetaristas, por más que son enteramente cuestionables, tenían cierta lógica en
una economía cerrada al mundo, en la que el comercio exterior no alcanzaba una magnitud
importante y donde los ciudadanos no se veían directamente afectados, o no en una medida
excesiva, por el poder de compra exterior de la moneda nacional. Hoy prácticamente no
existen economías así. El efecto de aplicar fuertes medidas monetaristas en economías
bastante abiertas (caso argentino) es impulsar un cierre violento de esas economías al
intercambio exterior, con consecuencias directas y muy duras sobre el ciudadano.
En el caso argentino, los ciudadanos apenas han comenzado a padecer las consecuencias de la
pesificación y de la devaluación. Da miedo pensar en los resultados a largo plazo. La
globalización es incompatible con el monetarismo, que sólo tiene efectividad en economías
aisladas.
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La economía de Star Trek
Perfiles del siglo XXI, marzo de 2002
El futuro que nos presentan los grandes guionistas de Hollywood adolece de una
importante ausencia: la economía. Poco se nos dice sobre la economía, pero lo que se
deduce da miedo. Parece como si el futuro que nos espera se caracterizara por un regreso
al colectivismo y a la organización estatal de las relaciones económicas. A Star Trek le
falta el mercado.
¿No le ha llamado nunca la atención, amigo lector, el tratamiento de la economía futura en el
cine de ciencia ficción? De todos es sabido que Hollywood no es precisamente un bastión del
liberalismo económico, sino generalmente lo contrario. Pero cuando las grandes productoras
cinematográficas abordan el futuro de la especie humana, casi siempre esquivan la economía.
Su imaginación es fértil a la hora de diseñar todo tipo de naves y dotarlas de la capacidad de
viajar más deprisa que la luz (cosa que escapa del género futurista para aproximarse más a la
magia de Harry Potter). Los guionistas diseñan toda suerte de conspiraciones y diversas formas
de organización política. También logran hacer verosímil la más variada colección de inventos y
adelantos tecnológicos. Y hasta al mundo de la moda han hecho constantes aportaciones, si
bien casi todas ellas han terminado inspirando pijamas para niños. Nos han presentado a
grandes héroes y villanos, y toda suerte de tramas. Pero, ¿y el dinero? ¿Y el intercambio?
En el mejor (o peor) de los casos, cuando se toca de refilón el tema de la economía es
simplemente para desdeñarlo. En un episodio de Star Trek, el capitán Picard le dice (con una
sonrisa candorosa y condescendiente) a una persona del siglo XX que en su época futura y
maravillosa el dinero ya no es necesario, y agrega algo así como que cada uno tiene su papel
que ejercer, dejando implícito que también recibe lo que necesita. ¿De quién? ¿De dónde? Y,
¿quién paga el Enterprise, que parece bastante caro? Si sumergirse en el futuro “à la
Hollywood” es en general un fascinante pasatiempo, cuando uno intenta imaginarse la
organización económica y social de ese futuro, entra de lleno en el género de terror, porque lo
que se deduce de los escasos datos aportados por los guionistas es una auténtica pesadilla
colectivista.
Parece como si los creadores del futuro audiovisual simplemente se hubieran inspirado en el
Mundo feliz de Huxley, o incluso en el 1984 de Orwell, y los hubieran edulcorado. Todos los
protagonistas de este género suelen ser integrantes de estructuras político-militares
extremadamente jerarquizadas, aunque se lleven muy bien entre ellos. Poco se sabe de la
sociedad civil, de la gente normal de la Tierra. Algo más se sabe de las demás especies, y
todas, tanto las buenas como las malas, parecen vivir del aire. La economía tal como la
conocemos no tiene lugar. La producción de bienes y servicios no parece realizarse en el marco
de la libre actividad y con el fin de obtener un beneficio. La riqueza o pobreza, cuando se
menciona, depende exclusivamente de las circunstancias políticas y bélicas.
Todo esto importa porque de alguna manera, en el subconsciente del homo videns de principios
del siglo XXI, se ha logrado crear la idea de que la economía libre es simplemente un estadio
algo caduco de la escala evolutiva, que será rápidamente desechado y sustituido por una
organización más perfecta, por una maquinaria más exacta. Como si el mayor mérito de la
libertad económica no fuera, precisamente, su carácter espontáneo y no organizado. El futuro
económico que nos presenta Hollywood se parece demasiado al pasado que todavía nos
atormenta: a unas sociedades humanas regidas por ingenieros sociales bienintencionados (o no)
dispuestos a darnos y quitarnos conforme a su percepción de nuestras necesidades. El
colectivismo, felizmente derrotado en la realidad de nuestros días, parece haberse refugiado
en el futuro audiovisual, donde nos aguarda maquillado y expectante, dispuesto a someternos
con su espada de luz. Qué suerte que el futuro, en realidad, no se diseñe en Hollywood.
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La revolución de la longevidad
Perfiles del siglo XXI, abril de 2002
Los indicios llevan tiempo entre nosotros y auguran el rápido estallido de una revolución
de imparables consecuencias: la de la longevidad humana, cuyas consecuencias se harán
sentir en todos los aspectos de la vida individual y social, desde la familia a la economía,
desde el mundo laboral a la política. La longevidad generalizada será un avance
maravilloso, pero también planteará retos difíciles de afrontar.
Tanto en los países desarrollados como en los que se encuentran en vías de desarrollo (y
principalmente en los de América Latina), la tendencia demográfica de las últimas décadas no
deja lugar a dudas respecto a la existencia de un proceso revolucionario de alargamiento de la
vida humana. No suele reconocerse suficientemente hasta qué punto este dato contradice, y
profundamente, las previsiones catastrofistas de las corrientes ideológicas que desconfían del
progreso.
En cualquier caso, el aumento de la longevidad en nuestras sociedades es un indicador que
corrobora la tendencia hacia el desarrollo y el bienestar individual. No parece demasiado
lejano el día en que los seres humanos puedan alcanzar los ciento treinta años de vida en
buenas condiciones de salud. Más aún, la tendencia científica y tecnológica actual hace posible
vislumbrar a muy largo plazo un futuro en el que casi todas las causas naturales de muerte
desaparecerán. Si el fenómeno bioquímico que denominamos “vida” tiene como objetivos
intrínsecos tanto su propio alargamiento individual, generación tras generación, como su
perpetuación mediante la concepción de nueva vida, no parece descartable que la inteligencia
sea, en realidad, uno de los medios de los que se sirve para crear condiciones cada vez mejores
para alcanzar ambos objetivos. Pero ése es otro debate.
Por lo pronto, las previsiones de las Naciones Unidas son de casi doblar la duración media de la
vida humana a escala mundial, de los sesenta y seis años actuales a casi ciento veinte hacia la
mitad del siglo recién comenzado. Un recién nacido en cualquier lugar del mundo tiene hoy el
doble de probabilidades que en 1920 de conocer vivos al menos a dos de sus abuelos. Y es
cierto que en los países desarrollados los mayores de sesenta y cinco años representan un
porcentaje muy superior al que les corresponde en el resto del mundo, pero pese a ello dos
tercios de los ancianos del mundo viven en los países en vías de desarrollo, y se calcula que en
2025 ya sean el 80 %. Muchos demógrafos prevén que al final del siglo XXI habrá un porcentaje
nunca antes soñado de personas vivas que nacieron en las últimas decadas del siglo XX. El
fuerte crecimiento de la longevidad plantea horizontes y retos que es necesario analizar desde
una perspectiva liberal.
Longevidad y explosión demográfica
El crecimiento de la longevidad acentúa la inversión de la pirámide poblacional en los países
desarrollados, donde la natalidad está suficientemente contenida. Así, estas sociedades han
alcanzado una forma espontánea de autocontrol sobre su crecimiento. Sin embargo, a escala
mundial, este nuevo escenario de mayor población anciana (y presente por más tiempo), se
agrega al terrible descontrol de la natalidad, el cual genera desde hace décadas un estallido
demográfico que constituye hoy una de las más serias amenazas al bienestar e incluso a la
misma supervivencia de nuestra especie. La procreación irresponsable genera millones de
nuevas víctimas de la pobreza. El boom de la longevidad no está presente en las sociedades
más deprimidas, como las de Africa subsahariana, pero sí avanza, y cada vez con más fuerza,
en muchos países de desarrollo medio-bajo, como los latinoamericanos. El reto que se plantea
a estas sociedades es cómo hacer lugar a un número excesivo de nuevos ciudadanos cuando
además cada vez es menor (afortunadamente) su compensación por la desaparición de los
antiguos.
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Tratar abiertamente los problemas demográficos es siempre una tarea difícil, ya que se corre
el riesgo de ser malinterpretado y denostado. Como no es “políticamente correcto”, la mayoría
prefiere ponerse la venda sobre los ojos ante la explosión poblacional. Pero no por ello deja de
ser urgente encontrar soluciones (preferiblemente no impuestas, sino basadas en la
responsabilidad y el sentido común) que detengan el crecimiento exponencial de la
Humanidad, porque el espacio y los recursos de que disponemos son ciertamente limitados.
Una medida polémica pero muy necesaria es incentivar la esterilización voluntaria de aquellas
personas que ya tienen uno o dos hijos y no son objetivamente capaces de alimentar y cuidar a
más. No es poca la culpa que algunas organizaciones religiosas tienen de este fenómeno, al
proscribir socialmente el uso de métodos contraceptivos. Si como liberales creemos que la
contrapartida necesaria de la libertad es la responsabilidad, debemos combatir con firmeza la
procreación irresponsable.
No podemos esquivar frívolamente el problema demográfico. El mundo que hereden nuestros
tataranietos podrá ser más o menos vivible o ser, por el contrario, una pesadilla en la que
veinte o treinta mil millones de individuos malvivan en una Tierra saturada en todos los
aspectos. Y, en vista del boom de la longevidad, no es descartable que puedan recriminarnos
personalmente.
Longevidad, sociedad y política
La presencia de un elevado porcentaje de ancianos es un gran reto para cualquier sociedad. La
presencia de esas personas durante muchas décadas y en condiciones físicas mucho mejores
será un reto aún mayor. La Humanidad va a tener que aprender a establecer roles sociales para
estas personas. El cambio cultural que deberá producirse será tan revolucionario como la
propia expansión de la longevidad. Las personas de entre setenta y cien años, o más, estarán
aún en la primera etapa de su vejez, serán ciudadanos conscientes y activos en todos los
órdenes de la sociedad. Ellos exigirán (y de ellos se esperará) un rol social importante: las
partidas de dominó o petanca como actividad principal se retrasarán veinte o treinta años.
También la familia se verá afectada por la persistencia de más ancianos, durante más tiempo y
por más generaciones simultáneas. Dejará de ser una rareza alcanzar los cuarenta años o más
con abuelos vivos, y tal vez con bisabuelos. Tal vez los bisabuelos ocupen o compartan en el
futuro el rol actual de los abuelos en relación con los niños de la familia, porque los abuelos
serán personas activas sin tanto tiempo libre: no serán “ancianos” con las connotaciones de
inactividad actuales. Las relaciones afectivas y de responsabilidad familiar sobre el cuidado de
estas personas se harán más complejas.
En algunos países europeos ya es una realidad el fenómeno político que pronto se extenderá
también en América Latina: el peso electoral de los ancianos va a crecer de manera
extraordinaria, y en la medida en que sus condiciones de salud irán mejorando cada vez más,
no hay duda de que su participación política será cada vez más importante, sobre todo si un
buen estado físico y mental coincide con una considerable ociosidad en el plano laboral. Más
allá de una incidencia directa de esta situación sobre asuntos como la política social destinada
a los ancianos, parece evidente que este nuevo escenario conllevará difíciles procesos de
adaptación en el interior de los partidos políticos y otros movimientos sociales. El relevo
generacional puede llegar a retrasarse de forma tan exponencial como el propio crecimiento de
la longevidad, lo que acarreará tensiones y dará lugar a nuevas formas de organización.
Y también el ámbito de la medicina se verá afectado por una fuerte demanda del segmento de
población anciana, tanto en la investigación, que habrá de mejorar radicalmente las
condiciones de vida, como en la atención.
Longevidad y economía
Pero donde más ha de sentirse el alargamiento generalizado de la vida humana es en el terreno
económico. Por un lado, ese fenómeno provocará una profunda revisión del mundo laboral. Por
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otro, será el detonante de una profunda reforma del sistema de pensiones y, probablemente,
del cuestionamientos y la fuerte corrección o la simple eliminación del resto de áreas del
Estado-providencia.
La nueva longevidad hace aún más inviables los esfuerzos socialdemócratas por organizar un
reparto arbitrario del trabajo y acortar las edades de retiro. La jubilación a los sesenta y cinco
años tiene sentido cuando la expectativa es vivir a lo sumo ochenta y cinco o noventa. Si la
media de vida pasa a ser de ciento diez a ciento veinticinco, y las condiciones físicas y
psíquicas son buenas hasta los noventa o cien, jubilar a la gente a los sesenta y cinco años o
menos será una barbaridad. Estaríamos obligando a las personas más productivas y expertas a
abandonar su ocupación a la mitad de su vida.
Hay voces que anuncian una época terrible para los jóvenes, ya que al retrasarse el relevo
generacional en el ámbito laboral, lo tendrán más difícil para alcanzar puestos de cierto nivel.
En realidad, esa mayor dificultad habría de compensarse por la menor cantidad de jóvenes en
concurrencia (al dominarse por fin la sobrenatalidad) y por el alargamiento, también, del
periodo formativo.
Las pensiones basadas en el sistema de reparto son simplemente imposibles ante la perspectiva
de un crecimiento generalizado de la longevidad. Simultáneamente, si la vida económicamente
activa se alarga pero los años de vida post-retiro son aproximadamente los mismos que hoy día,
el resultado es que las personas tendrán mejores oportunidades de ahorrar y capitalizar a lo
largo de su vida profesional unos fondos suficientes para la vejez. Además, la extensión de la
vida total ampliará la horquilla de edades adecuadas para el retiro, tal vez hasta diferencias de
unos diez o doce años entre los más madrugadores y los últimos en jubilarse. El rígido sistema
de reparto no está pensado para adaptarse al ingreso voluntario de los pensionistas en función
de sus preferencias. El rápido incremento de la longevidad es, por todo ello, un factor más,
pero cada día más importante, a la hora de replantear el futuro del sistema de pensiones y
optar por la promoción e incentivo del ahorro privado para la vejez en lugar de la ruinosa
caridad estatal, que ha convertido a nuestros ancianos en el segmento etáneo económicamente
más débil de la sociedad, cuando en realidad, tras toda una vida generando ingresos, lo
razonable sería que los ancianos fueran normalmente el grupo más rico de un país.
Además de afectar al mundo laboral y al sistema de pensiones, la longevidad dejará sentir sus
efectos sobre amplios y diversos sectores de la economía. Por ejemplo, en los países
desarrollados ya se está produciendo un gran boom del sector de cuidados a personas mayores,
y los estudiantes de atención gerontológica tienen empleo asegurado nada más salir de la
facultad, tal es la demanda existente. Otro sector en rápido ascenso es el de las residencias
para la vejez, que poco a poco se están transformando desde los terribles “asilos” donde se
estacionaba y olvidaba a los viejos hasta un concepto nuevo de domicilio apetecible para la
etapa final de la vejez, mientras las nuevas tecnologías y profesiones alargan la etapa previa,
la de permanencia del anciano en su casa, asistido por personal especializado que acude a
diario a atenderle. También en la economía financiera se notarán cambios, principalmente en
la industria aseguradora y en los créditos hipotecarios. Éste último campo es particularmente
interesante, ya que en la actualidad los créditos para la compra de una vivienda no suelen
pasar de treinta y cinco o como mucho cuarenta años de plazo de amortización, mientras que
una esperanza de vida generalizada en el entorno de los ciento veinte años (con un
alargamiento proporcional de la vida laboral) permitirá establecer hipotecas a cincuenta,
sesenta o hasta setenta años. El resultado práctico es que la gente podrá vivir en casas más
caras al disponer de más tiempo para pagarlas.
Reflexión final
La Humanidad se encamina hacia uno de los grandes cambios de su Historia, que constituye de
hecho un paso evolutivo de gran importancia. La extensión de la vida humana y la mejora
sustancial de sus condiciones en la última etapa de la misma es una conquista inminente de
— 274 —
nuestra especie, una especie cuyo devenir depende cada vez más de su propia inteligencia y
cada vez menos del medio e incluso de las propias condiciones básicas de nuestra biología. Si
nuestro futuro depende crecientemente de nuestra inteligencia, resulta imprescindible el
llamamiento al sentido común en muchos aspectos, desde la contención de la natalidad hasta
la reforma del sistema de pensiones. Sólo así podremos afrontar el reto de la longevidad, y
hacer que una vida larga en nuestro atormentado planeta sea algo deseable para nosotros y
para nuestros descendientes.
— 275 —
Por una economía solidaria
Perfiles del siglo XXI, abril de 2002
Si por solidario entendemos un sistema económico en el que cada uno de sus integrantes
vive para producir servicios o productos deseados por los demás ciudadanos, y donde el
mayor o menor éxito económico individual depende de la capacidad de producir mayor
valor y bienestar para los demás, no cabe duda de que el capitalismo es la clave de una
economía solidaria.
En todo el mundo se expresa una y otra vez un importante clamor popular por una economía al
servicio de las personas, una economía capaz de generar bienestar para la mayor cantidad
posible de personas y reducir la exclusión social hasta su eliminación, una economía solidaria.
En una economía solidaria, cada persona cooperaría con su esfuerzo a la mejora de las
condiciones de vida y trabajo de sus conciudadanos y se vería justamente retribuida en
proporción al bienestar generado a los demás.
La Historia nos demuestra que hay únicamente dos formas de intentarlo. La primera, que se ha
ensayado en multitud de ocasiones, es establecer un poder político que intervenga en la
economía para reprimir unas actividades e incentivar otras, controlar sectores considerados
como estratégicos, asumir la función empresarial en determinadas áreas, monopolizar la
emisión de moneda y dictar el valor de cambio de la misma, cobrar porcentajes de impuestos
que exceden con mucho de los históricos diezmos y ofrecer indiscriminadamente, con ese
dinero, diversos servicios gratuitos, y controlar el comercio exterior amparándose en las
fronteras nacionales. Ese camino, con ligeras variaciones y diferentes hilos argumentales, se ha
emprendido desde el nacionalismo conservador y mercantilista, desde el totalitarismo de
extrema derecha, desde el consenso socialdemócrata de la Europa occidental de postguerra,
desde el comunismo de corte soviético, chino o albanés, desde el socialismo autogestionario a
la yugoslava o al estilo tercermundista y “no alineado”, desde el autoritarismo de la España de
Franco, desde el extraño híbrido peronista y desde cientos de estrategias, ángulos, puntos de
vista, variaciones o versiones más. Los resultados han sido desiguales, desde el fracaso más
estrepitoso hasta el logro moderado de ciertos objetivos, en un contexto histórico muy
determinado y siempre dentro de la dinámica del Estado-nación compacto y económicamente
semiaislado.
Hay otro camino, que pocas veces se ha puesto parcialmente en práctica y jamás se ha
emprendido en su totalidad. Es el camino que elimina todos los apriorismos del primero y
traslada la soberanía económica total a las personas, desde el convencimiento de que éstas,
libre y espontáneamente, establecerán un orden económico más adecuado. Allí donde se ha
dado mayor libertad a los individuos, éstos han respondido invariablemente construyendo
economías sólidas cuyo desarrollo y bienestar colectivo ha sido mayor que el de las economías
intervenidas. Si el sistema capitalista no ha alcanzado plenamente sus objetivos y como
consecuencia de ello se han producido situaciones de marginalidad y desamparo, ello se ha
debido fundamentalmente a que no se le ha permitido desarrollarse plenamente. El capitalismo
es un caballo fuerte y va avanzando, pero tira de un carro pesadísimo llamado Estado, y un
cochero incompetente que se dice ministro de economía (como si la economía necesitara un
ministro) le frena constantemente con riendas como la presión fiscal, el proteccionismo o la
política monetaria. Es muy injusto culpar al caballo de no ir más deprisa, es decir, culpar a la
economía capitalista de no haber generado suficiente bienestar o de que éste no haya
alcanzado a la práctica totalidad de la población.
¿Queremos una economía solidaria? Liberemos al capitalismo de sus ataduras. El capitalismo es
el sistema solidario en el que cada persona vive de producir productos o servicios para las
demás personas (el trabajo, por cierto, es un servicio más) y dependiendo del valor que genere
ganará más o menos. Todos deseamos una economía solidaria, pero pocos comprenden que ésta
sólo puede existir si se da una condición indispensable: una libertad económica tan plena e
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irrestricta como sea posible. El otro camino, el de la intervención, ni siquiera es posible en el
actual estadio de creciente globalización de la economía, y en cualquier caso está tan
demostrada su incapacidad que parece mentira que sigan surgiendo desde todas las ideologías
voces que aún lo proponen. El ingeniero social y económico que, rodeado de sesudos expertos,
“gobernaba” la economía, hace tiempo que fracasó, aunque sus aterrorizados seguidores se
esfuercen en hacerle volver. Su papel no lo ha recogido nadie, sino que lo hemos recogido
todos, atomizado. Hemos alcanzado nuestra mayoría de edad económica. Ahora, construyamos
una sociedad global basada en el concepto solidario por excelencia e intrínseco a la naturaleza
humana: el intercambio voluntario.
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La apatridia como derecho
Perfiles del siglo XXI, abril de 2002
En los últimos años se han alzado muchas voces en favor del reconocimiento del derecho de
apatridia, que es la contrapartida obvia al derecho (recogido por las Naciones Unidas en la
Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948) a tener una
nacionalidad. El concepto es novedoso y parte de una lógica jurídica impecable: el principio
liberal de dualidad en el ejercicio de los derechos. Según ese principio, todo derecho incluye la
soberanía del individuo para ejercerlo en cualquiera de las dos direcciones. Así, por ejemplo,
el derecho de un trabajador a secundar una huelga es tan defendible como el derecho a no
hacerlo. El derecho básico y elemental a la vida incluye desde esta óptica el derecho a morir si
se desea, o a disponer un “testamento vital” vinculante para médicos y familiares respecto a
las condiciones en las que el enfermo desea ser desconectado. El derecho al voto incluye la
opción de no votar (aunque en algunos países persiste una norma ilegítima que obliga a la
gente a acudir a las urnas). El derecho a la reproducción incluye el derecho a la contracepción.
Y un larguísimo etcétera, en el que, con perdón por el trabalenguas, cada derecho se puede
ejercer ejerciéndolo o no ejerciéndolo: es decir, aprovechando las posibilidades que el derecho
ofrece o no haciéndolo.
El texto de 1948 recoge en su artículo decimoquinto, enfatizándolo solemnemente como si
fuera algo necesario y deseado por todos, nuestro derecho fundamental e inalienable a una
nacionalidad, a una “patria”. Es decir, nuestro derecho a someternos a un Estado. Más que un
derecho es una obligación de la que muy pocos escapan, porque generalmente heredamos la
“patria” de nuestros padres y abuelos, aquella por la que seguramente alguno de nuestros
antepasados fue tan imbécil de morir en alguna guerra, aquella que se nos inculca desde
pequeños en la escuela, cuya bandera supuestamente deberíamos honrar y cuyo himno habría
de hacernos temblar de emoción. Este “derecho” es un regalo envenenado, ya que la inmensa
mayoría de los individuos humanos no pueden elegir nacionalidad. Se nace portugués,
mexicano, japonés o tanzano. Sólo un porcentaje estadísticamente despreciable cambia de
nacionalidad a lo largo de su vida.
Hoy en día el concepto realmente importante a la hora de determinar derechos y obligaciones
particulares debería ser la residencia, no la nacionalidad. La residencia debería comportar
todos los derechos, incluidos los políticos de sufragio activo y pasivo, mientras la nacionalidad
debería desaparecer o fundirse con la residencia en un concepto nuevo que incluyera la
adscripción voluntaria. En otras palabras, un español, iraní o argentino que vaya a vivir por
ejemplo a Portugal no debería tener diferencia alguna en cuanto a sus derechos y obligaciones
respecto a un portugués, o al revés. Esto es factible y de hecho ya casi ocurre así entre los
ciudadanos de países miembros de la Unión Europea. Pero sigue primando el concepto de
nacionalidad y de sujeción a una “patria” original, un concepto radicalmente contrario a la
libertad humana. Si las “patrias” no tuvieran un mercado cautivo (su propia población) y
tuvieran que competir por tener ciudadanos, probablemente no quedarían regímenes
dictatoriales en el mundo.
Éticamente, no deja de resultar injusto que una persona, por el hecho de haber nacido en unas
determinadas coordenadas de latitud y longitud, se vea obligada a ser súbdito de un
determinado país y le deba lealtad, a veces con la obligación de defenderlo en un penoso
servicio militar y casi siempre con la de contribuir fiscalmente al sostenimiento de su Estado.
La crisis aguda en la que está entrando el Estado-nación (y el concepto de soberanía nacional)
resalta esta injusticia y nos hace vislumbrar un futuro en el que la nacionalidad se flexibilice
hasta desaparecer.
Entre tanto, cabe regresar a las consideraciones iniciales y reivindicar, al menos sobre el plano
teórico, la legítima opción de ejercer ese supuesto “derecho” a la nacionalidad escogiendo no
tener ninguna. La apatridia es una opción humana fraternal por la que uno se adelanta años o
— 278 —
décadas al mundo futuro, a la sociedad global de hombres y mujeres considerados por si
mismos y no etiquetados con una bandera. La apatridia escenifica el momento histórico en que
la persona se libera de la última tutela y alcanza su plena mayoría de edad e independencia. La
apatridia es un derecho tan fundamental e inalienable como cualquiera de los recogidos en la
famosa declaración de 1948.
— 279 —
Venezuela a golpes
Editorial para Perfiles del siglo XXI, mayo de 2002
Para los demócratas, para los liberales, para cuantos creemos en un orden social y político
basado en el libre ejercicio de la soberanía individual en el marco de instituciones colectivas
consensuadas, un golpe de Estado es necesariamente una tragedia. Indica que algo ha fallado,
que se ha producido una fractura social profunda, que un sector de la sociedad y de la élite
política o militar se arroga el derecho de imponerse a la mayoría o bien que quienes ejercían el
poder anterior estaban usándolo de una forma inaceptable. Los liberales estamos
acostumbrados a desconfiar de los golpistas y a dar la razón sistemáticamente al gobernante
depuesto, sobre todo si había sido elegido en las urnas. Sin embargo, en la turbiedad de un
golpe de Estado es necesario detenerse a esclarecer las cosas antes de ofrecer un veredicto
que fácilmente puede resultar errado. Dadas las condiciones oportunas, cualquier liberal y
cualquier demócrata habría apoyado un golpe de Estado contra Hitler, elegido en las urnas.
Cuando un gobernante democráticamente elegido aprovecha su mayoría electoral para
gobernar contra los individuos y perpetuarse en el poder modificando las instituciones y hasta
la constitución nacional al objeto de extender su poder más allá de lo razonable y de lo
democrático, ese gobernante es indigno de seguir ejerciendo el poder que le fue conferido por
la sociedad. Si además desoye insistentemente el clamor popular cuando empieza a serle
adverso, y se permite recortar las libertades públicas y transformar sutil pero sistemáticamente
su partido político en una especie de partido único y su gobierno legal en el embrión de un
Estado autoritario, la medida extrema del golpe de Estado puede llegar a ser justificable en la
medida en que exista un consenso social e institucional suficiente e implique elecciones
inmediatas para legitimar o no al nuevo poder.
El único culpable de lo sucedido en Venezuela ha sido Hugo Chávez. A ningún demócrata le
gustó el golpe de Estado, pero a veces lo que no gusta puede ser lo que conviene. Venezuela y
el mundo se quitaron un gran peso de encima cuando los teletipos arrojaron la noticia nada
sorprendente del golpe de Estado. Una sombra de tristeza y fatalismo se cierne sobre el país
sudamericano desde que el golpe fracasó y Chávez regresó fortalecido a la presidencia. Lo
sucedido es extraño y se tardará en averiguar qué pasó en realidad. Es difícil aventurar si
Carmona habría conducido al país a un proceso electoral rápido, a una legitimación
democrática de la expulsión de Chávez. Es arriesgado cantar las alabanzas del embrión
abortado que sin duda esperanzó a millones de venezolanos. Pero el fracaso del golpe de
Estado nos deja con un Hugo Chávez aferrado al sillón presidencial, capaz de convocar y
“ganar“ cualquier día un nuevo referéndum que profundice en la transformación de la
maltrecha democracia venezolana en una farsa al estilo cubano y le entronice a él, a sus ideas
y al Movimiento V República en un poder perpetuo. No nos engañemos: Chávez no es un
demócrata. Sus alianzas exteriores son extremadamente preocupantes. Su noviazgo con la
extrema izquierda totalitaria, desde Cuba hasta las FARC y desde Corea del Norte a Saddam
Hussein, es una amenaza para la democracia latinoamericana. Su modelo de Estado, además de
manchar el honorable nombre del Libertador, constituye un extraño híbrido entre la
democracia liberal y el totalitarismo, y con seguridad es sólo el primer paso de un plan
destinado a convertir Venezuela en un régimen socialista autoritario.
Chávez ha vuelto al poder pero Venezuela sigue herida y rota, y las grandes masas silenciosas
que sienten la frustración de su regreso continuarán exigiendo democracia y reclamando el fin
del chavismo y la normalización del país. Ante esa realidad, el presidente sólo puede irse o
convertirse plenamente en dictador. El personaje no da para más. Ni su inmensa incultura ni su
ridícula afectación ni su grotesco populismo ni su psicología cuartelera le permiten una tercera
salida. Y no parece probable que se vaya por su propio pie. Venezuela vive su hora más amarga
y el resto de América Latina y del mundo mira hacia Caracas con tristeza y simpatía. El
diagnóstico es claro, el pronóstico es de extrema gravedad. La extirpación del tumor ha
fracasado y el cáncer se extiende. Venezuela está en coma y este payaso vulgar con boina roja
parece dispuesto a dejarla morir.
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Entrevista a José Rizo, vicepresidente de Nicaragua
Perfiles del siglo XXI, mayo de 2002
¿Cómo describiría la elección presidencial del 4 de noviembre pasado, en la que Enrique
Bolaños asumió la presidencia de la República de Nicaragua y usted la vicepresidencia?
Las condiciones de Nicaragua no son las idóneas a la hora de organizar unos comicios, sobre
todo debido a los problemas técnicos que se encuentran en la confección de los censos
electorales y a la propia historia reciente del país. Pese a todo, el 4 de noviembre acudió a las
urnas el 90 % del padrón electoral, lo que constituye un resultado excepcional. Hubo mutilados
que acudieron a votar en silla de ruedas, hubo ciudadanos que hicieron cola durante horas bajo
la lluvia o soportaron el sol inclemente de otras regiones del país para poder ejercer su
derecho al voto. Los analistas auguraban una amplia abstención pero apenas tuvimos un 10 % y
esto dice mucho en favor del espíritu civil del pueblo nicaragüense. Nuestra oferta electoral se
vio respaldada por casi el 55 % de la sociedad tanto en la elección de presidente y
vicepresidente como en el parlamento, donde obtuvimos la mayoría absoluta de los escaños.
¿Cómo analiza el Partido Liberal Constitucionalista este magnífico resultado?
Ha sido una victoria para nuestro partido y para el liberalismo, pero no deja de entristecernos
el golpe contundente sufrido por los partidos liberales en el resto de Centroamérica y
particularmente en la vecina Honduras.
¿Ganaron los liberales o perdieron los sandinistas debido al horror que todavía despiertan
en gran parte de la sociedad nicaragüense?
Evidentemente no podemos negar importancia al fantasma de las atrocidades que cometió el
Frente Sandinista, así como de su corrución y mal gobierno. Ese fantasma está presente en las
conciencias de los nicaragüenses y no me cabe duda de que influyó decisivamente. Pero no me
cabe duda, tampoco, de que las elecciones las ganó el Partido Liberal Constitucionalista por
mérito propio. Ganar con tal margen de respaldo una elección presidencial que estaba tan
equilibrada fue un éxito ganado a pulso.
No es un secreto que el anterior gobierno nicaragüense, también liberal y encabezado por
Arnoldo Alemán, se grangeó un fuerte desprestigio. ¿Cómo ha resuelto el Partido Liberal
Constitucionalista ese grave problema de imagen?
No hay duda de que en política todo lo que afecta a un dirigente afecta al conjunto de su
partido. Pesan acusaciones contra varios altos cargos del gobierno anterior, incluido el
expresidente, y yo sostengo que aunque no es bueno olvidar la Historia tampoco podemos estar
siempre mirando hacia atrás. Lo importante es que viendo hacia adelante podemos decir que
somos un gobierno totalmente diferente y con un estilo de gobernar completamente distinto a
todos los anteriores, incluido el de nuestros compañeros de partido de la etapa anterior. Tanto
el presidente Bolaños como yo queremos ser recordados algún día como estadistas y no como
meros dirigentes condicionados por otras circunstancias.
Sobre Alemán pesan graves acusaciones y creo que incluso una querella interpuesta por la
Procuraduría General de la República...
En efecto, ha habido ya una imputación firme al expresidente, y como en la actualidad preside
la Asamblea Nacional la Justicia procederá a solicitar su desaforamiento para en su caso poder
procesarle. No creo que como vicepresidente yo deba hacer comentario alguno sobre las
decisiones judiciales. Ni condeno ni aplaudo la acción de los jueces, sino que simplemente me
toca, como a cualquier ciudadano, respetarla.
¿Cuál es la posición de su gobierno sobre la dolarización, a la luz de la experiencia
salvadoreña y de las tendencias que parecen indicar la adopción de esta medida en
Guatemala?
— 281 —
Estaremos a la expectativa. La decisión es muy compleja y no es una receta universal. Hay que
estudiar con mucho detenimiento la situación de cada país. Nosotros queremos extraer
conclusiones de las experiencias de otros países antes de decidirnos por uno u otro camino.
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Capitalismo popular
Perfiles del siglo XXI, mayo de 2002
La tergiversación constante del capitalismo por parte de los intelectuales colectivistas es
un serio lastre para las capas más necesitadas de la población, que son precisamente
aquellas que más pueden aprovechar de un capitalismo auténtico. Fomentar el
capitalismo popular es una manera de establecer una mayor equidad social y conjurar el
fantasma del intervencionismo.
La izquierda y los sindicatos se equivocan cuando acusan al capitalismo de perjudicar a las
capas más deprimidas de la población e incluso a las amplias capas medias. El capitalismo
popular no es un invento de la señora Thatcher, aunque ella le adjudicara definitivamente este
nombre. Si los esfuerzos de la izquierda por destruir el capitalismo se destinaran a
comprenderlo y utilizarlo en beneficio de las clases populares, las cosas serían muy distintas...
Claro que entonces la izquierda dejaría de ser necesaria. Este pequeño “pentálogo” ilustra
cómo el capitalismo es un sistema económico especialmente útil al progreso de eso que, con
escaso rigor sociológico, se ha dado en denominar “clase baja”.
1. Acciones populares. Thatcher no inventó la rueda pero sí indicó el camino: convertir a los
ciudadanos en inversores en bolsa es beneficioso para la economía y para ellos. En los periodos
de escasa capitalización bursátil, al menos mantendrán su ahorro. En los ciclos “altos” ganarán
un sobresueldo considerable. El reparto directo de acciones entre la población puede ser
también un buen medio de privatizar algunas empresas especialmente difíciles, como las
petroleras. Por otro lado, la participación de los trabajadores en el accionariado de las
empresas donde trabajan contribuye a restar conflictividad laboral y a incentivar su trabajo. En
línea con lo anteriormente expuesto, la bolsa ha experimentado una fuerte popularización en
la década de los noventa, sobre todo mediante el auge de los fondos de inversión. Sería muy
importante enseñar a invertir en bolsa en los últimos cursos de la educación general, y debería
ser asignatura obligada en los primeros cursos de cualquier carrera universitaria.
2. Pensiones populares. Es fundamental atacar y derribar los sistemas de pensiones basados en
el reparto arbitrario del fondo público de pensiones. Quizá no haya otra medida más alentadora
del capitalismo popular que la individualización de las pensiones. Cuando el trabajador sabe
que está cotizando para sí mismo, y que lo que va pagando cada mes le será devuelto con los
correspondientes intereses al término de su vida laboral, su productividad aumenta porque
tiene confianza en el futuro. Además, los fondos de pensiones privados, muchas veces
gestionados por empresas donde tienen participación los propios trabajadores y sus
organizaciones, se convierten en un motor principalísimo de la economía.
3. Cooperativismo. En los últimos años se vive un retorno al cooperativismo, superados los
errores de gestión derivados de una visión exageradamente laboralista de las empresas
cooperativas. La condición mixta de trabajador y empresario contribuye a la satisfacción de los
integrantes y a su asimilación del capitalismo.
4. Más ahorro, más seguros, menos impuestos. Si el modelo paternalista se sustituye por uno de
menor presión fiscal sobre los ingresos medios y bajos, se puede exigir unos pequeños niveles
de ahorro obligatorio combinado con pólizas de seguro que cubran de manera profesional
eventualidades que hoy están mal atendidas por el Estado, desde la educación de los futuros
hijos hasta el posible desempleo, pasando por una eventual responsabilidad civil o los gastos
médicos. El Estado siempre puede ocuparse de atender mediante vouchers a los individuos
excluidos del sistema, para que no tengan un servicio público de segunda sino que acudan al
servicio privado de su preferencia, igual que cualquier otra persona. De esta manera, la gran
mayoría de los ciudadanos se sentirá en control de su salud, de su asistencia jurídica, de su
cobertura en caso de desempleo, de la educación de sus hijos, etcétera. Y además el
— 283 —
ciudadano se acostumbrará a dejar de mirar hacia el Estado omnipresente cada vez que
necesite algo.
5. Una cultura de responsabilidad. Inculcar a los ciudadanos, desde la infancia, el respeto a la
propiedad ajena, el valor inmenso de su propia libertad y la de los demás, y su fuerte
contrapartida de responsabilidad, es la mejor forma de combatir el colectivismo. En la
educación actual se echa en falta la economía. Si desde los once o doce años los niños se
familiarizan con Hayek, Von Mises, Rothbard... ningún político podrá convencerles a los veinte
o veinticinco años de que un Estado bodadoso y paternal haría las cosas mejor que la gente.
Los adolescentes deben salir de la secundaria sabiendo economía, conociendo bien el
funcionamiento del capitalismo, sabiendo gestionar una pequeña actividad económica, siendo
capaces de hacer una contabilidad... Deben salir de la secundaria incentivados a emprender, a
ganar dinero, a triunfar por medios lícitos en vez de recurrir a las vías fáciles: la delincuencia o
el Estado.
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El presidencialismo, una perversión de la democracia
Perfiles del siglo XXI, mayo de 2002
En los parlamentos se dan cita los representantes de toda la sociedad, con todas las
sensibilidades y diferencias, con todas las visiones y todos los argumentos. De su trabajo
surge el Derecho, y el poder ejecutivo, como su propio nombre indica, debe limitarse a
ejecutar cuanto el parlamento ordene. El presidencialismo es una perversión de la
democracia que la debilita y corrompe.
El Derecho se basa en fuentes muy diversas. La herencia jurídica clásica, principalmente la de
la antigua Roma es una de ellas. La costumbre es otra. Pero en las sociedades modernas y
democráticas, la base del Derecho viene determinada por los textos legales redactados en los
parlamentos elegidos por la población. Es el parlamento, por lo tanto, el centro neurálgico del
poder. Lo que el parlamento decida habrá de ser aplicado en la sociedad por las fuerzas de
seguridad policial, y su incumplimiento será castigado por el sistema judicial. El brazo
ejecutivo del poder, es decir, el gobierno, existe simplemente para dictar órdenes que hagan
que la realidad discurra por el cauce diseñado por las leyes aprobadas en el parlamento. En
otras palabras, lo importante es el parlamento, y las demás instancias del poder están
sometidas a éste.
Esto tiene su lógica: el parlamento es un órgano en el que cientos de personas representan las
diferentes sensibilidades y puntos de vista del conjunto de la sociedad. Generalmente hay una
segunda cámara donde están representados los estados, provincias o regiones y de esta manera
se produce un equilibrio entre los intereses ideológicos y los territoriales. El parlamento no es
una burocracia superflua que sirve para dar sello legal a las decisiones del ejecutivo; antes al
contrario, el parlamento es “la” representación de la nación, y decide lo que debe hacer el
ejecutivo.
En mayor o menor medida, todo esto está profundamente trastocado y desequilibrado en
América Latina por culpa de un mal endémico que afecta a la región entera: el
presidencialismo. El presidencialismo emana de la tradición caudillista precolombina,
combinada con la cultura de poder omnímodo de los señores coloniales y criollos. El
presidencialismo ha condenado a los parlamentos, es decir, a la representación plural y
matemática de la sociedad, a un segundo plano. Así, los parlamentos latinoamericanos se han
convertido en teatros grises donde se representa un drama absurdo en el que el presidente,
casi un Dios, impone a la sociedad sus ideas. El presidente-césar ha prostituido la democracia y
ha falseado la representación popular. La democracia, en un sistema presidencialista, es un
falaz espejismo.
Se puede argumentar que también el presidente está elegido por el pueblo. Lo que pasa es que
al ser una sola persona no puede representar al conjunto de la nación. Es un grave error darle a
un solo individuo tanto poder. País tras país, vemos con América Latina lleva décadas
entronizando a caudillos, coronando a megalómanos y dándoles luz verde para que hagan lo
que quieran con el poder, esperando en cada ocasión que este presidente sí acabe con los
problemas del país... Cifrando todas las esperanzas en un solo tipo, el cual, no es de extrañar,
termina creyéndose un emperador. Las viejas monarquías europeas hoy son meramente
decorativas, pero el sistema monárquico en estado puro persiste en América Latina, aunque se
trate de una monarquía electiva y no hereditaria.
El futuro de América Latina pasa, entre otras muchas cosas, por despojarse de una vez por
todas del maldito presidencialismo que tanto daño le ha hecho y someter al poder ejecutivo al
escrutinio y la fiscalización de unos parlamentos fortalecidos y transparentes.
— 285 —
Francia o el nacionalismo extremo
Perfiles del siglo XXI, junio de 2002
Francia está políticamente enferma, y muy grave. Más de un tercio de los franceses han
votado a opciones totalitarias de extrema derecha y de extrema izquierda. Los partidos
convencionales no representan el sentir de un sector amplísimo que anhela cambios
profundos y termina abrazando opciones extremistas si no encuentra otras. El problema
de Francia es el nacionalismo intervencionista y estatista, alentado durante décadas por
los partidos “normales” hasta que se les ha ido de las manos.
El acorazado Jospin se ha ido a pique. Y con él la llamada "izquierda plural" francesa, que se
viera a sí misma como instrumento correctivo de los males del capitalismo y la globalización,
como vengadora de la celebérrima derrota sufrida por el igualitarismo en la última década. Y
con él el Partido Comunista galo, especie de cadáver no-exquisito abandonado a su suerte por
sus sepultureros: la clase obrera. Y con él el estamento político todo, que de tanto ir a la
fuente se ha quedado sin cántaro. Desde ya sufre una sed abrasadora.
Luego de conocer su victoria (no puede llamársele de otra manera) en la primera vuelta de las
presidenciales galas, un ultra-nacionalista, xenófobo y anti-globalizador Jean-María Le Pen,
exultante ante el hallazgo de su autodefinición ("hombre libre socialmente a la izquierda,
económicamente a la derecha y más que nunca nacional de Francia"), hizo un llamamiento "a
todos aquellos que creen en la Francia eterna, a los obreros de todas las industrias arruinadas
por el euromundialismo de Maastricht, a los agricultores con pensiones de miseria, a las
víctimas de la inseguridad en los barrios, pueblos y ciudades", al tiempo que se les ofrecía
quimérico, patético pero categórico: "No tengáis miedo de soñar vosotros los pequeños, los
excluidos". Una retórica que, salvando las distancias, muy bien habrían podido blandir la
trotskista Laguiller, el "republicano" Chevénement o el comunista Hue, pero también Jospin y
hasta el propio Chirac.
Al nacionalismo francés, tanto como a su izquierda, le ha llegado la hora de la definitiva
radicalización o el decisivo hundimiento luego de jugar durante décadas al gato y al ratón con
EE UU y la globalización. La suma de los votos obtenidos en las primeras presidenciales por los
extremistas Le Pen, Megret y Boutin rebasó el 20 %, mientras que la de los trotskistas Laguiller,
Besancenot y Gluckstein, más el comunista Hue, rondó el 15: un 35 % de los franceses votó
opciones totalitarias. Ante semejante cuadro, en un país que, por añadidura, acoge a cinco
millones de musulmanes y dos millones de inmigrantes (legales e ilegales), el futuro pinta gris
con pespuntes negros.
Hace ya más de una década que la formación política más votada por el proletariado galo es el
Frente Nacional de Le Pen, quien ha fustigado sin misericordia los (a su modo de ver) tres
gérmenes fundamentales que padece el cuerpo nacional: la inseguridad ciudadana, la
inmigración y el desempleo. Para erradicarlos, el vencedor de Jospin agitó la fórmula mágica
de un nacionalismo a ultranza, sin comprender que esa misma patriotería llevará al país al
desastre. La burocratización de la vida francesa, su estatismo, la obsesión de sus principales
políticos por demonizar el American Way of Life y a lo que consideran su primogénito, la
mundialización (en fin, el liberalismo), les ha jugado una mala pasada. Son estas visiones y
estrategias (no la inmigración, la globalización o el "neoliberalismo"), las responsables de que
el Estado de Derecho corra hoy serio peligro en Francia. Si la nación abriera su mercado
laboral, descentralizara aún más su economía, y su gobierno dejara de perseguir y/o gravar la
iniciativa individual, habría menos desempleo y, en consecuencia, menos xenofobia. Los
inmigrantes, en lugar de recurrir al robo con violencia, acudirían al trabajo con urgencia.
Contra el "neoliberalismo salvaje" que tanto ha descalificado, Francia ha arrojado un
nacionalismo salvaje que no sólo es patrimonio de Jean-Marie Le Pen o de la ultraderecha, sino
de casi toda la clase política del país. Sin embargo, el "destino manifiesto" francés está
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condenado a estrellarse contra los muros de una aldea global regentada por el sincretismo
cultural y la libre empresa: los resultados de las primeras presidenciales así lo insinúan.
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Entrevista a Martín Endje-Ngonde, líder político ecuatoguineano en el exilio
Perfiles del siglo XXI, julio de 2002
Junto con Cuba, Guinea Ecuatorial es el otro país de idioma español donde no existen
libertades civiles, donde los Derechos Humanos son una triste esperanza y donde un
régimen despótico persiste desde hace décadas causando un terrible sufrimiento a los
ciudadanos y provocando el exilio de muchos de ellos. Con un nivel de vida más bajo que
en la etapa colonial, culminada con la retirada de España en 1968, el país africano se
sitúa hoy en los últimos puestos del continente, en relación con todos los indicadores
principales. Guinea Ecuatorial es el cortijo privado de uno de los más crueles e incultos
déspotas que quedan en el mundo, Teodoro Obiang. Su máximo oponente liberal es
Martín-Endje Ngonde, el líder de UDENA en el exilio.
¿Su partido, Unión Democrática Nacional (UDENA) existe en la cladestinidad o sólo en el
exilio?
En el interior, es decir, en nuestro país, lógicamente nos mantenemos en la clandestinidad, ya
que los cauces que el régimen de Todoro Obiang ha habilitado para la participación política de
la oposición han demostrado ser cauces falsos, destinados tan sólo a conferirle a la dictadura
una apariencia de democracia. Nosotros estamos completamente fuera de la comedia de
Obiang y nos negamos a hacerle el juego. En el exilio, principalmente en los países vecinos y en
la ex-metrópoli, España, sí podemos organizarnos libremente y de hecho formamos parte de
diversas plataformas e instituciones, como la Internacional Liberal. Respetamos a otros
partidos ecuatoguineanos que apenas existen en el exilio, pero creemos que es esencial la
conexión directa y permanente con el interior. De hecho, es en el país donde debe hacerse la
política del país, y desde el exilio sólo podemos apoyar y obtener apoyos de todo tipo de países
y fuerzas políticas amigas.
A grandes rasgos, ¿cuál es la situación política actual de Guinea Ecuatorial?
El proceso está completamente estancado porque Obiang ha pasado de la total negativa a
establecer instituciones democráticas, que caracterizó la primera etapa de su régimen, a una
sofisticada confusión y multiplicación de pseudoinstituciones enteramente manipuladas, lo que
incluye elecciones fraudulentas y hasta un par de pseudopartidos de supuesta oposición que,
obviamente, viven del régimen. Otro grave problema al que nos enfrentamos es que la diáspora
ecuatoguineana parece haber perdido parte de su impulso en la tarea de apoyo a la democracia
en el país. Muchos se van integrando en sus países de acogida y han perdido la esperanza de
que algún día nuestro país pueda recuperarse. No se les puede culpar porque son ya muchos
años de dictadura, pero esa desmovilización en el exterior tiene efectos nocivos en el interior.
Cuando en Nigeria, Zimbabwe u otros países africanos ocurre algo mucho más suave que lo
que pasa cada día en Guinea Ecuatorial, los medios de comunicación se hacen eco de ello.
¿Qué pasa con Guinea Ecuatorial, que es como si no existiera?
Somos un país muy pequeño y la única excolonia española en Africa Subsahariana. Esto facilita
nuestro aislamiento y olvido, y la perpetuación del régimen de Obiang. Además, Guinea
Ecuatorial ha pasado en unos años de ser un país insignificante a ser un país con petróleo, por
lo que los grandes intereses petroleros, aliados con el régimen, ejercen también una discreta
presión para que no se hable de nuestro páis.
¿El dinero del petróleo está llegando a la población en alguna medida?
No, en absoluto. Obiang, su familia y su entorno directo se embolsan, incluso en sus cuentas
privadas, la millonada que genera la explotación petrolera. Por eso es hoy uno de los hombres
más ricos de Africa, tal vez el más rico. La Mobil Oil y la Elf se han quedado con la concesión
del petróleo sin exigir al régimen ningún cambio no ya político, sino ni siquiera en cuanto a la
transparencia del negocio en sí. Con frecuencia el dinero del petróleo no entra ni en el país. La
Mobil Oil, por presión del gobierno estadounidense, le exige a Obiang que al menos construya
algunas infraestructuras para cubrir el expediente. Los franceses ni siquiera eso.
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¿Por qué ha habido siempre tanta división y enfrentamiento entre los partidos del exilio?
Es cierto, el exilio ecuatoguineano da pena por su enorme división. A veces esto se ha debido a
personalismos, a veces incluso a las diversas alianzas con partidos políticos españoles, de los
que cada partido ecuatoguineano esperaba obtener algún apoyo. Desde UDENA tenemos una
mano tendida a todos los partidos demócratas, sobre todo a los que tienen presencia en el
interior, al objeto de coordinarnos y organizar mejor nuestra labor común en pro de la
democracia en el país, y es una mano tendida sin condiciones ni apriorismos.
¿Los ecuatoguineanos se sienten parte de la comunidad hispanoparlante mundial, se
sienten vinculados a América Latina y a España?
Mucho, de hecho mucho más de lo que nos sentimos vinculados a los países de nuestro entorno.
Ser un islote de lengua y cultura españolas en medio del Africa Ecuatorial nos llena de orgullo,
es nuestro rasgo distintivo. Sentimos, sin embargo, que no se nos conoce ni se nos valora
suficientemente en América Latina e incluso en España. Los latinoamericanos e incluso los
españoles más jóvenes prácticamente ni siquiera han oído hablar de nuestro país, pese a los
lazos culturales y lingüísticos que nos unen, y esto es una lástima. Gran parte de la culpa es,
desde luego, de más de tres décadas de aislamiento por parte del régimen totalitario de
Macías, primero, y después de Obiang. Por ejemplo en la Internacional Liberal nosotros siempre
nos relacionamos principalmente con los partidos latinoamericanos, ya que encontramos
muchos más puntos en común que con los amigos africanos, y además por el idioma.
¿Es viable el liberalismo en una futura Guinea Ecuatorial democrática?
Es sin duda la corriente de pensamiento que mejor se adapta al considerable individualismo de
nuestra cultura. El liberalismo es una necesidad en Guinea Ecuatorial y en otros países
africanos. Es mucho el camino que tenemos que recuperar tras décadas de estancamiento, y
sólo con una sólida economía de mercado y las instituciones de un auténtico Estado de Derecho
podremos recorrerlo.
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La izquierda y los pobres
Perfiles del siglo XXI, julio de 2002
El rancio moralismo de la izquierda es fundamentalmente contrario a la existencia de los
ricos, en vez de preocuparse principalmente de eliminar la pobreza. La izquierda, cegada
por la envidia social, no alcanza a comprender que es posible y deseable acabar con los
pobres elevando su nivel de vida, no acabar con los ricos, quienes además cumplen una
importante función social de acicate.
Lo que de verdad le molesta a la izquierda no es que haya pobres, sino que haya ricos. No le
ofende el que la gente pase hambre, mientras todos la pasen por igual. No le entristece que los
niños tengan poca ropa, en la medida en que todos tengan igual de poca. Ese era el modelo
soviético, felizmente fracasado. A la izquierda, heredera moderna del moralismo religioso de
antaño, lo que le molesta es que uno, o dos, o veinticuatro, no pasen hambre e incluso coman
caviar, renueven cada mes su ropero o posean una casa más grande y comfortable que la
media. Poco le importa a la izquierda que esos bienes hayan sido adquiridos por medios lícitos:
su simple tenencia le asquea. La izquierda jamás ha comprendido que sus odiados ricos
cumplen una importante función social.
La existencia de riqueza es un acicate para que los individuos despiertos y emprendedores se
lancen a conquistarla por medios lícitos, y, al hacerlo, generen a su vez más riqueza y
bienestar para toda la población. La existencia de personas ricas cumple parecida función, ya
que invita a las personas a emularlos, a querer ser como ellos, y por tanto a trabajar,
emprender, invertir, dar trabajo, usar el cerebro y los músculos en beneficio de otros
(empleadores o clientes) a cambio de su dinero, hasta llegar a ser ricos. Las muchas trabas que
se pone en las sociedades latinoamericanas y europeas a esta trayectoria hacen que parezca
inalcanzable, mientras en Norteamérica se cuenta por cientos de miles a los individuos que,
empezando con casi nada, han llegado a ser ricos.
La izquierda haría bien en preocuparse solamente de que no haya pobres, y entonces se daría
cuenta de que para ese fin (alcanzable, como demuestran unos treinta países del mundo) es
imprescindible la existencia de ricos. El problema no es la desigualdad económica sino el
mantenimiento de amplias capas de la población por debajo de los niveles de bienestar que en
la actualidad consideramos como mínimos de dignidad. La solución no es un megaestado
colectivista que le quite por la fuerza su dinero a las personas productivas para establecer
programas burocratizados de caridad pública. La solución es liberar a esas personas mediante
la educación y mediante sistemas absolutamente flexibles de autoempleo y microempresa,
eliminando burocracias que les resultan ininteligibles e impuestos y tasas que no pueden pagar.
Los pobres pueden ser nuestros mejores empresarios y nuestros más eficaces trabajadores
autónomos.
Solamente hay que dejar de mirarles con ese rancio paternalismo moralista de los curas y de
los comunistas, y ayudarles de verdad a emanciparse, sin darles un trato de favor, pero
respetándoles y abriendo nuestros esquemas y sistemas a su verdadera integración.
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Creación versus reparto de la riqueza
Perfiles del siglo XXI, julio de 2002
La riqueza se crea, y su creación es ilimitada. El socialismo parte de la premisa falsa de
que la riqueza es en gran medida finita, y que por lo tanto el Estado debe repartirla para
asegurarse de que todos accedan al menos a una parte digna de la misma. En realidad, la
pobreza se alivia y eventualmente se elimina generando infatigablemente riqueza y
poniendo a todos en disposición de crearla para sí, ya que de esa manera generan
también, tangencialmente, riqueza para los demás.
En las sociedades que hemos padecido la aplicación real y práctica del socialismo, con o “sin
rostro humano” (o en ambas presentaciones, como es el caso de Hungría), resulta aún más
extraña la pertinaz resistencia del ideal socialista a desaparecer de nuestro subconsciente
colectivo. Prueba de ello es la reciente victoria electoral de los socialdemócratas húngaros y,
mucho peor aún, el retorno de varios partidos comunistas al poder en los últimos años, como es
el caso de Rumanía y de Moldavia (donde hasta tienen la poca vergüenza de seguir llamándose
Partido Comunista). El mecanismo que le da a esta ideología tanta influencia social y,
eventualmente, le permite acceder por las urnas al poder que otrora sólo mantenía por la
fuerza, consiste en generar entre la ciudadanía la falsa sensación de que la riqueza es finita y
de que, por ende, sólo les beneficiará personalmente un gobierno decidido a tomarla de
quienes tienen más y repartirla entre quienes tienen menos. Como la riqueza es una constante,
quienes tienen más son directamente responsables de que otros tengan menos y es necesario
que el poder político intervenga para modificar esa situación.
La premisa sobre la que se asienta esta visión y todo el edificio ideológico socialista es,
simplemente, falsa. La riqueza no es finita. La riqueza no es una constante fija sino una
magnitud permanentemente creciente, que crece más o menos deprisa en función de la
coyuntura. La riqueza se crea, y el único límite a la creación de riqueza es el que disponen las
limitaciones humanas. La pobreza se alivia mejor y más rápido ayudando a generar riqueza
nueva que expropiando y repartiendo la riqueza preexistente. Además, todo acto de
expropiación (fiscal o de cualquier otra naturaleza) limita las posibilidades de generación
espontánea de riqueza en la sociedad.
Por definición, la riqueza no es estática. Esté en pocas o en muchas manos, la riqueza no está
quieta: siempre está invertida o colocada en productos financieros que no solamente generan
beneficios al poseedor de la riqueza sino, tangencialmente, al conjunto de la sociedad. Si usted
tiene diez millones de dólares y los invierte en un fondo de inversión propuesto por su banco,
no sólo se beneficia usted, ya que el banco usará su dinero para conceder cientos de créditos y
para invertir en numerosas actividades productivas generadoras de empleo y de consumo. El
capitalismo funciona basándose en el beneficio tangencial que todos producimos a los demás
por el mero hecho de ser económicamente activos. Y cuanta mayor riqueza tengamos,
normalmente más activos seremos (o lo será nuestro dinero) y, por tanto, mayor riqueza
adicional generaremos tangencialmente en la sociedad. Por ello poner trabas a la generación (e
incluso a la acumulación) de riqueza es un grave error basado en la miopía redistributiva del
pensamiento socialista. Cuando el estado interviene la economía, paraliza en gran medida a los
ciudadanos en su actividad económica y elimina así, de un plumazo, millones de operaciones
que por supuesto son generadoras de beneficio directo para sus ejecutores pero que son, sobre
todo, creadoras de un importantísimo beneficio tangencial para otros y para el conjunto de la
sociedad.
Durante décadas, las sociedades del Este de Europa dejamos la creación de riqueza en manos
de la pesada maquinaria burocrática de los Estados. Por ello crecimos mucho menos que los
países capitalistas. Partíamos de la base de que el Estado generaba una riqueza cuantificable y
distribuíble mediante complejos criterios de ingeniería social destinados a asegurar la justicia
del reparto. Corrupción aparte, esa utopía era simplemente inviable y los hechos lo
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demostraron cuando el conjunto de economías socialistas colapsó. La riqueza, en realidad, se
genera mejor y más deprisa cuando es el ciudadano individual quien la produce, ya sea
mediante el alquiler de su trabajo a una empresa, ya sea mediante su actividad profesional
independiente como trabajador autónomo, ya sea asociándose con otros para juntar su capital
y emprender una actividad productiva. Además, el boom del sector servicios hipercompetitivo,
pilar fundamental del bienestar y del comfort de la gente en el mundo actual, habría sido
imposible mediante la ejecución estatal de esos servicios, ya que si el Estado es mal productor
de bienes, suele ser todavía peor gestor de servicios.
Una de las claves “naturales” de la economía es que la riqueza, al contrario que la energía, sí
se crea y sí se destruye. Basta echar una ojeada a un país devastado por la guerra para ver que
la riqueza es destructible, y basta volver la mirada al “milagro” japonés o coreano para darse
cuenta de que la riqueza es creable. ¿Cómo se destruye? Tomando decisiones económicas
erradas. ¿Cómo se crea? Tomando las correctas. La incansable divulgación y propagación de
esta irrefutable verdad económica es esencial para que la gente abandone las viejas utopías
del reparto y exija en cambio plena libertad y nulas trabas para crear riqueza para sí mismos,
que es como, además de ganarse la vida, ayudarán a que también los demás se la ganen. Lo
maravillosamente ético del capitalismo, por más que la izquierda no lo quiera reconocer, es
precisamente que uno prospera en la medida en que ayuda tangencialmente a prosperar a los
demás, ofreciéndoles productos y servicios buenos y baratos, creando empleo y autoempleo,
aportando directa o indirectamente capital a otras tareas.
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Los himnos nacionales
Perfiles del siglo XXI, agosto de 2002
Los himnos nacionales latinoamericanos nos dicen mucho sobre la Historia e incluso sobre
el presente de sus respectivos países. Más que en otras zonas del planeta, en América
Latina se recurre al patriotismo delirante, a las proclamas guerreras y a la afirmación
frente al extranjero. El análisis de los textos no deja lugar a dudas, pero sí a la reflexión
sobre el ser y el sentir de las repúblicas latinoamericanas.
Escuchando los himnos nacionales latinoamericanos, a cualquier hombre o mujer de bien, a
cualquier persona liberal, internacionalista, cosmopolita o simplemente pacífica se le corta la
digestión. Es delirante la exaltación de las bellezas naturales del territorio nacional (que
siempre se pretende más lindo que cualquier otro lugar del mundo), de las virtudes de sus
gentes (que aparecen como santos y héroes), del etéreo concepto de patria (ese disfraz místico
de la mucho más prosaica idea de Estado) y de un ardor guerrero que pone los pelos de punta.
Los poemas son en general de una pomposidad y grandilocuencia insufribles, llenos de rimas
consonantes no exentas de algún que otro ripio. La palabra “cursi” se queda corta para
describirlos.
Cuando Napoleón definió la música como “el menos desagradable de los ruidos” quedó claro
que no había tenido la oportunidad de escuchar la mayoría de los himnos latinoamericanos. La
música suele ser de lo más recargada y a veces estridente. Siempre contiene unos agudos
exagerados, y no pueden faltar los compases destinados a provocar el trance de los corazones
más patriotas, en lo que me permito denominar Orgasmo Musical Nacionalista (OMN). No hay
casi ningún himno latinoamericano que no parezca un trozo de una ópera de Rossini, aunque
con una calidad musical francamente inferior. Se supone que hemos de escucharlos erguidos y
cariacontecidos, con la mano en el corazón y la mirada solemne. Para ello, en algunos países,
nos obligan a escucharlos a todas horas en la radio, en la televisión, en los eventos deportivos y
hasta en las escuelas, torturando a los pobres niños que deben aprenderse unas letras infames
que probablemente nunca entonarán correctamente ni mucho menos comprenderán.
Una de las letras más agresivas y belicosas es la del himno mexicano, vulgarmente conocido
como el “Masiosare”, por el uso del ya arcaico futuro de subjuntivo en la frase “mas si osare un
extraño enemigo...” En este texto se considera sagrado el nombre del país, se grita decenas de
veces “¡guerra, guerra sin tregua!”, se llama a los ciudadanos a las armas y se les considera
soldados que el cielo dio a la patria (no se les pregunta su opinión al respecto, claro). El OMN
mexicano llega con la frase “y retiemble en sus centros la tierra al sonoro rugir del cañón”.
Como si no retemblara bastante con la considerable actividad sísmica del país.
Un poco más al sur, el OMN guatemalteco se alcanza (con error de sintaxis incluido) al
proclamar que “si mañana tu suelo sagrado lo amenaza invasión extranjera, libre al viento tu
hermosa bandera a vencer o a morir llamará”. Eso de morir por las patrias parece ser una
constante, tal vez por lo difícil que resulta vivir por ellas. Así, el país que creíamos campeón
del pacifismo centroamericano, Costa Rica, no se arredra ante los demás y nos advierte muy
seriamente de que “cuando alguno pretenda tu gloria manchar, verás a tu pueblo valiente y
viril, la tosca herramienta en arma trocar”. ¿Pensarán atacar con martillos y tuercas? Y lo de
viril, adjudicado al pueblo entero, ¿en qué situación deja a las mujeres “ticas”? Pero también
los cubanos tienen su versión tropical del ardor guerrero: “no temáis una muerte gloriosa, que
morir por la patria es vivir”.
Está claro: lo de “morir por la patria” debe de ser el clímax absoluto del OMN, porque el himno
dominicano glorifica “al pueblo que, intrépido y fuerte, a la guerra a morir se lanzó”, y el
patriota guaraní grita “¡paraguayos, república o muerte!” También quienes cantan el himno
boliviano juran “morir antes que ver humillado de la patria el augusto pendón”. Sus vecinos
brasileños proclaman que “un hijo de la patria no huye de la lucha, ni teme la propia muerte”.
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Más al sur, los argentinos cantan “coronados de gloria vivamos, o juremos con gloria morir”,
mientras el patriota chileno experimenta su OMN con esta orgullosa proclama: “si pretende el
cañón extranjero nuestros pueblos osado invadir, desnudemos al punto el acero y sepamos
vencer o morir”. Lo que pasa es que morir, en realidad, es un mal menor: “serán muchos,
Honduras, tus muertos, ¡pero todos caerán con honor!”. Ah, bueno, si es con honor, pues que
se mueran, ¿no?
Y no han de faltar, por ejemplo en el himno peruano, nobles sentimientos de venganza:
“nuestros brazos, hasta hoy desarmados, estén siempre cebando el cañón, que algún día las
playas de Iberia sentirán de su estruendo el terror”. Los turistas ya están avisados: deberían
escoger otras playas en lugar de las españolas, que parecen estar al borde de una cruel
invasión. Pero los ecos de la venganza peruana resuenan incluso en el himno del lejano
Uruguay: “al estruendo que en torno resuena de Atahualpa la tumba se abrió, y batiendo
señudo las palmas, su esqueleto, ¡venganza! gritó”. Cuesta imaginarse nada menos que al
esqueleto del noble inca Atahualpa acompañando con un rítmico batir de palmas sin carne la
feroz venganza antieuropea de una nación étnica y culturalmente europea, como es la
uruguaya. El patriota ecuatoriano, en cambio, no necesita aventurarse a conquistar Europa ni
invocar a antiguos reyes prehispánicos. Le basta, para llegar felizmente al OMN, la esencia
misma de la glorificación patriótica, resumida en este mantra reiterativo: “¡Salve, oh patria,
mil veces! ¡Oh patria! ¡gloria a ti! ¡gloria a ti!” (etcétera). Precisamente la gloria es otra de las
obsesiones comunes a todos los himnos, y también el de Nicaragua pide que “nada empañe tu
gloria inmortal”.
Pero no todo es guerra, aunque sí gloria: el himno colombiano, lleno de sofisticadas y
cultísimas alusiones mitológicas (que seguramente le suenan a chino a los mismos ciudadanos
que lo interpretan con ojos llorosos), nos informa de que “no es completa gloria vencer en la
batalla, que al brazo que combate lo anima la verdad”, y acto seguido se propone instaurar
altos principios: “la independencia sola al gran clamor no acalla: si el sol alumbra a todos,
justicia es libertad”. Toda una profecía, como la de los vecinos venezolanos: “gritemos con
brio, muera la opresión”.
En casi todos los himnos hay otra oportunidad para el OMN en las estrofas que anuncian el
descubrimiento feliz de que la patria es en realidad el mismísimo jardín del Edén, el paraíso
terrenal. Los panameños, por ejemplo, entonan “en tu suelo cubierto de flores (...) solo reina
el amor fraternal”. Pues no se pueden quejar, los panameños. Uno se imagina a millones de
personas haciendo fila ante los consulados panameños para obtener un permiso de emigración a
ese reino de felicidad instalado en el istmo. Pero Puerto Rico llega al éxtasis nada menos que
con el descubridor, afirmando que “cuando a sus playas llegó Colón, exclamó lleno de
admiración, ¡Oh!” Buen eslogan para fomentar el turismo: “oh”. Colón era un genio.
Por último, hay un país del otro extremo del mundo que compartió mucho con América Latina
durante los siglos de opresión española. No es de extrañar, por lo tanto, que el himno filipino
(1899) sea un compendio de todo lo anterior: “tierra de dichas, de sol y de amores, en tu
regazo dulce es vivir; es una gloria para tus hijos, cuando te ofenden, por ti morir”, es decir,
paraíso patrio, gloria y muerte, los tres elementos que jalonan, en los países emancipados del
colonialismo español, el discutible arte de redactar himnos nacionales.
Sin duda el estilo de la metrópoli, España, tuvo mucho que ver en el camino de sangre y azúcar
que tomó la creatividad de los redactores latinoamericanos. No en vano, la independencia
latinoamericana fue cosa de criollos. Aunque el himno español es anterior y responde a otro
estilo musical (y además, afortunadamente, carece de texto), las canciones patrióticas del
siglo XIX español no se alejan demasiado del mismo patrón, en una época en que no sólo los
insurgentes latinoamericanos luchaban contra la insoportable tiranía de la corona española,
sino también muchos españoles. No es aventurado pensar que, si los guerrilleros liberales del
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siglo XIX hubieran logrado derrocar el régimen borbónico, España habría tenido una historia
contemporánea mucho mejor, pero padecería hoy un himno igual de espantoso.
Todos estos himnos dicen mucho de la Historia latinoamericana, de los cimientos temblorosos
sobre los que hubo de construírse todo el edificio de las nuevas repúblicas. Por supuesto,
América Latina no es la única región del mundo donde los himnos nacionales exaltan lo
patriótico (para eso están, por desgracia), pero llama la atención la virulencia y la beligerancia
especiales con que lo hacen. Son todos estos himnos (y los tics culturales que les acompañan en
el subconsciente colectivo de las sociedades latinoamericanas) herederos directos de la
traumática Revolución Francesa, como el gorro frigio de algunas banderas y muchos símbolos
de los escudos. Si hubiera que encontrar fuera de América Latina un himno idéntico a los
latinoamericanos, hallaríamos casi exclusivamente La Marsellesa, llena, cómo no, de sangre,
muerte y gloria.
Las repúblicas latinoamericanas tuvieron la mala suerte de ser alumbradas por la Historia en
pleno auge del nacionalismo romántico, una de las ideologías más dañinas que ha alumbrado la
estupidez humana, y causante original de muchos de los totalitarismos de izquierda y derecha
que vinieron después. La noción misma de patria es el germen de todas las enfermedades
colectivistas, desde el fascismo al estalinismo.
Los vientos de universalismo y globalización que ahora soplan tendrán que producir en algún
momento un replanteamiento de los símbolos que acompañan a la política, no sólo en
Latinoamérica sino en todo el planeta. Tal vez entonces estas canciones incendiarias dejen de
entonarse con rango oficial, y el simbolismo de unas nuevas estructuras políticas globales
proclame valores de paz, no cantos de batalla, y afirme a nuestra especie, a la Humanidad
entera, y no a las patrias cada día más obsoletas que aún la dividen.
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Comunismo: ¿punto final?
Perfiles del siglo XXI, agosto de 2002
Parece como si el mundo intelectual hubiera decidido aplicarle al comunismo una especie
de ley de punto final. Han pasado doce años nada más desde la caída del muro de Berlín y
ya hace tiempo que cesaron las críticas y dejó de sonar el recuento de víctimas y la
acusación a los culpables. Las ideas tienen consecuencias, y la idea comunista ha tenido
entre sus espantosas consecuencias cien millones de muertos. No puede haber punto final.
Resulta sorprendente la capacidad de olvido, disculpa o abierto perdón de la izquierda, e
incluso de la izquierda moderada y democrática, frente a las atrocidades del comunismo. Es
alucinante su presteza a la hora de correr un tupido velo, o un telón metálico, sobre la sangre
de cien millones de víctimas del comunismo. Produce sonrojo y vergüenza ajena que los líderes
del socialismo actual, maquillados con los cosméticos de la “Tercera Vía”, sean tan indulgentes
con los tiranos comunistas que aún quedan por el mundo y se nieguen a considerar al
comunismo en sí como uno de los peores azotes sufridos por la Humanidad, causante de una
espantosa y continua cadena de genocidios desde 1917 hasta su desmoronamiento, y, en
algunos desafortunados países, hasta hoy.
El presidente Bush, cuando acudió al Capitolio tras los incidentes del 11-S, consideró necesario
para el bien de la Humanidad que la ideología política de inspiración religiosa que había hecho
posible aquella espantosa tragedia quedara “relegada al archivo de las ideologías fracasadas
surgidas a lo largo de la Historia”. Ese es, de hecho, el destino más adecuado para el
ultraislamismo de Mohammed Atta y sus secuaces. Pero revisemos ese archivo de ideologías
fracasadas y nos daremos cuenta de que, lógicamente, están en él el nazismo alemán, el
fascismo italiano o el falangismo español. ¿Donde está el comunismo, en sus diversas variantes?
La izquierda moderada le ha pagado viejas deudas haciendo todo lo posible por sacarlo de ahí y
colocarlo en una especie de purgatorio, nunca en el mismo infierno de Hitler o Mussolini. Las
ochocientas páginas del documentadísimo “Libro negro del comunismo” irritan desde hace años
a la izquierda, que prefiere mirar hacia otro lado.
El razonamiento de nuestros izquierdistas de hoy es que el comunismo jamás persiguió causar
el dolor que luego conocimos, que sus ideales eran tan puros y nobles que, aunque le salieran
mal las cosas, los daños colaterales que causó no le hacen acreedor de un trato igual al del
totalitarismo de extrema derecha. Así, criminales tan siniestros como Lenin, Stalin, Jaruzelski,
Mao, Pol Pot, Hoxha, Ceausescu y tantos otros, que jamás temblaron en firmar miles de
órdenes de asesinato, que condujeron a sus países a la pobreza extrema y aplicaron una
represión patológica del ser humano, quedan como simples hombres de bien que erraron en su
forma de hacer las cosas, que como mucho cometieron algunos excesos reprobables, pero que
de ninguna manera merecen ser enterrados en el mismo panteón histórico que acoge los restos
repugnantes de Hitler. Y los pocos izquierdistas que condenan a esos tiranos dejan bien clara la
diferencia entre todos aquellos dictadores y el auténtico comunismo, como si tal cosa fuera
posible. A nadie se le ocurriría decir que el nazismo no es perverso en sí, pero Hitler cometió el
crimen de desvirtuarlo y aplicarlo a su criterio y para sus fines, y sin embargo eso es lo que
continuamente oímos en relación con el comunismo.
Es muy peligroso que, apenas doce años después de la caída del comunismo en Europa, la clase
académica mundial no haya extraído las consecuencias históricas que debería. No se ha sacado
la lección última que nos brindó el resquebrajamiento del muro de Berlín: que toda forma de
Estado hipercolectivista deviene totalitaria y conduce a la anulación de la persona, al
despotismo de una “nomenklatura elitista”, a la corrupción y la podredumbre ética más
absolutas, al hambre y a la represión de la diferencia (étnica, política, religiosa, cultural,
social o de cualquier otro tipo). La Humanidad no puede seguir corriendo el riesgo de la
amnesia sobre el comunismo, porque los errores que uno no procesa para asimilarlos como
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tales terminan por repetirse. Es necesario decirlo una y otra vez, escribirlo con letras de fuego
en la Historia de nuestra especie: el comunismo es una ideología intrínsecamente generadora
de crimen, como lo fue el nacionalsocialismo y como lo es el ultraislamismo.
Es muy importante seguir recordando a los seis millones de muertos del Holocausto, pero no
estaría de más recordar también a los cien millones de muertos del comunismo. Es necesario
recordar Auschwitz para que jamás se repita, pero parece que nadie se acuerda de la Lubianka
de Moscú, como si no importara que se repitiera. Hoy es una ofensa y en algunos países incluso
es delito llevar una esvástica, pero la hoz y el martillo siguen formando parte de la puesta en
escena de muchos actos de la izquierda. No podemos permitirnos el lujo de no equiparar
crímenes equivalentes, no podemos condenar las deportaciones a los campos de exterminio
nazis y olvidar las deportaciones de grupos étnicos enteros (como los tártaros de Crimea) a los
campos de exterminio de Siberia. No podemos condenar el antisemitismo nazi y olvidar que la
URSS confinó a sus judíos en un inmenso gulag con pretensiones de región autónoma, situado en
el fin del mundo, donde una gran parte murió de hambre y frío. No podemos horrorizarnos
antes la ocupación nazi de una parte de Europa, que duró unos años, y mostrarnos indiferentes
ante la ocupación soviética de otra parte de Europa, que duró varias décadas.
¿Seguirá escupiendo Hollywood películas sobre el horror de la Alemania nazi y no producirá ni
siquiera una que retrate con idéntica repulsión la espantosa sociedad estalinista? ¿Cuándo
vamos a escuchar un proceso histórico, académico y moral contra el colectivismo de extrema
izquierda, contra el comunismo y sus derivados? ¿Cuándo se van a decidir los intelectuales a
deshacerse de los estúpidos prejuicios que aún les amordazan y a abrirle juicio oral al
comunismo? ¿Cuándo va a formar parte esencial del consenso político generalizado en nuestras
sociedades la repulsa frontal e inapelable a la idea misma de comunismo, como generadora de
muerte y horror, igual que repudiamos por idéntica razón la idea de nazismo? ¿Cuándo va a
darse cuenta la Humanidad de que el terrible y criminal error es el colectivismo en sí,
cualquiera que sea su posición en la cuestionable escala de derecha e izquierda, cualesquiera
que sean sus supuestas intenciones, sea cual sea su estética o su palabrería?
La izquierda siempre se ha opuesto a las leyes de “punto final” y de “obediencia debida”, y
hace muy bien. Ni un solo crimen de un tirano de derechas debe quedar impune. Ni una sola
“caravana de la muerte” debe ser olvidada u ocultada, ni un solo general de una junta golpista
debe salir airoso, ni un solo torturador de Videla o Stroessner debe quedar impune. Las
víctimas del totalitarismo de extrema derecha merecen que se haga justicia, y no importa
cuánto tiempo haya transcurrido desde los crímenes, ni es excusable perdonarles por
condicionantes políticos como la viabilidad de la transición política del país. Pero los partidos
de izquierda no tendrán el más remoto derecho a exigir todo eso mientras no griten con
idéntica pasión que también quieren ver en la cárcel a los antiguos guardianes del “gulag”
soviético, a los torturadores de la Securitate rumana y de la Stasi alemana oriental, que
Milosevic está merecidamente encarcelado y que igual destino debería corresponderle a los
exdictadores comunistas que hoy viven tan tranquilos y hasta cobran una pensión de jubilación,
que fue tan inmoral el exilio impune y dorado de Honecker como el de Duvalier; y que cada
muerto del castrismo o del régimen norcoreano vale exactamente igual que un muerto de
Videla o de Pinochet.
Los demócratas, y en particular los liberales, no estamos dispuestos a dejar impune a ningún
criminal, y en eso nos diferenciamos de la mayor parte de la derecha y de la izquierda. Pero
más allá de las responsabilidades personales que hay que dilucidar, son las ideologías
“criminógenas” (un término acuñado por Jean-François Revel) las que deben desaparecer del
ámbito de lo viable, las que deben enseñarse en las escuelas como terribles desastres del
pasado que debemos esforzarnos en no repetir jamás. Los niños de hoy deberían aprender a
rechazar con temor y asco tanto la esvástica como la hoz y el martillo, porque ambas
representan por igual lo peor del alma humana. Las ideas tienen consecuencias y dejar en pie
— 297 —
una idea generadora de crimen es, también, un crimen. Frente al comunismo no puede haber
un “punto final”, ni jurídico ni político ni, mucho menos, intelectual.
— 298 —
Paraguay se une al rugido antiliberal latinoamericano
Editorial para Perfiles del siglo XXI, agosto de 2002
La época de las grandes reformas económicas latinoamericanas, o por lo menos la época en que
eran bien vistas, en que la gente las entendía como algo necesario, parece haber llegado a su
fin. La alternativa más popular es una edición pretendidamente novedosa del estatalismo de
siempre. En México, ¿qué ha hecho Fox hasta ahora por la libertad económica? Puesto en
perspectiva histórica, empieza a parecer más liberalizador Zedillo que el actual presidente. No
sólo no se atreve con PEMEX, sino que la transformación económica del país azteca se ha
acompasado al ritmo que parecen marcar las nuevas tendencias latinoamericanas: un ritmo
insufriblemente lento. De Venezuela es mejor no hablar porque, si hay alguna reforma
económica en marcha, consiste en intensificar la succión de la ubre petrolera y en expropiar a
la gente o empujarla a la única alternativa que les queda: llevarse su dinero a cualquier segura
isla holandesa o británica del Caribe.
En los países centroamericanos no se puede hablar de cambio sino, como siempre, de viejas
ideas de integración que no llegan nunca a buen puerto porque las veinte familias de la
oligarquía industrial y agrícola de cada uno de esos países jamás lo permitirán. En Perú, el
furioso clamor contra las privatizaciones le ha costado un serio disgusto al hasta entonces
popular presidente Toledo. En Brasil las encuestas vaticinan un giro a la (cuasi) extrema
izquierda. En Chile se empieza a cuestionar el legado de prosperidad, desarrollo y estabilidad
económica de las últimas décadas de gobiernos tanto autoritarios como democráticos que (con
independencia de la impune brutalidad de los primeros en otras materias) habían hecho del
país una economía modélica cuyo ejemplo trascendía la propia región latinoamericana y
alumbraba al mundo entero. El necesario proceso de dolarización parece haberse quedado
reducido a Ecuador y El Salvador. Argentina está en bancarrota y todas las medidas que unos y
otros políticos promueven en Buenos Aires, todas sin excepción, son tendentes a mayor
endeudamiento exterior e interior, al pleno control (o descontrol) de la reinstalada y
empobrecedora moneda argentina por parte del impresentable banco nacional, a fronteras más
cerradas, a mayor presión fiscal, al control (estilo Gestapo) de las transacciones hacia el
exterior, y, en suma, a la re-estatalización del país, receta tan añorada por peronistas y
radicales, que de seguro conducirá a la Argentina a un desastre de proporciones aún mayores.
El último país en unirse al clamor antiliberal ha sido Paraguay, país donde teóricamente
cogobierna un partido liberal, el cual —en el momento de escribir estas líneas— parece ahora
directamente vinculado nada menos que con el posible regreso del repugnante militar golpista
Lino Oviedo, a quien los sedicentes liberales ayudarían no sólo a volver y a quedar impune, sino
a... ¡alcanzar la presidencia del país! Las gentes salieron a las calles a mediados de julio y
protagonizaron cruentos disturbios contra las medidas económicas tímidamente liberales del
presidente Macchi, pero el partido que orquestó esas algaradas, junto a la UNACE de Oviedo,
fue precisamente el histórico PLRA (o al menos el sector del vicepresidente Franco), que
mucho debe de haber cambiado desde los tiempos de Domingo Laíno. El PLRA tiene una larga y
dignísima historia de resistencia al stronismo y siempre contó con el respeto y la admiración de
los liberales del resto del mundo, pero con frecuencia se ha situado en posiciones que más que
liberales parecían socialistas. Ahora parece aliarse con un militar de extrema derecha,
conocido narcotraficante, para promover disturbios contra las medidas económicas liberales
emprendidas por sus propios socios de gobierno. Ni siquiera en términos del realismo mágico
latinoamericano puede llegar a entenderse este lío. La confusión, ingrediente habitual de la
política paraguaya, oculta una vez más la realidad del turbio proceso de involución en el que se
ha sumido por enésima vez el país guaraní, pero, en cualquier caso, lo que se está cociendo en
Asunción no parece que vaya a ser un guiso democrático ni liberal.
América Latina había emprendido con cierta resolución, en los noventa, el camino de la
libertad económica, de las fronteras abiertas a bienes, servicios, personas y capitales, el
camino de la estabilidad monetaria y presupuestaria, el camino del desarrollo. Era un camino
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donde no había sitio para golpistas como Oviedo o Chávez, ni para reformas constitucionales
antidemocráticas como las emprendidas por éste último. Era un camino en el que poco a poco
lo militar desaparecía de la escena política, los débiles parlamentos y tribunales empezaban a
fortalecerse, los presidentes se tornaban menos caudillos y más gestores, y los actos de
violencia callejera con pretensiones de subvertir el orden constitucional habían pasado a la
Historia. Hoy no podemos estar seguros de que esa siga siendo la tendencia. Más parece que,
dando la espalda a la globalización imparable del resto del planeta, los latinoamericanos han
optado una vez más por representar ese incomprensible drama que tanto éxito de crítica y
público tiene en el subcontinente: el suicidio político y económico colectivo. Y con un realismo
espeluznante.
La crisis del islote Perejil
Editorial para Perfiles del siglo XXI, agosto de 2002
Como recordaba hace unos días el diario británico The Guardian, ningún país de Europa
Occidental había sufrido ocupación extranjera desde la Segunda Guerra Mundial, hasta que, en
pleno mes de julio de 2002 y en vísperas de su fastuosa boda, el reyezuelo de Marruecos envió
un ridículo comando de diez o doce gendarmes a tomar un islote español de menos de un
kilómetro cuadrado, recuperado días después por las Fuerzas Armadas españolas. La isla de
Perejil, deshabitada, no tiene ningún interés geopolítico, energético, marino ni de ninguna
naturaleza para España. Para Marruecos, objetivamente, tampoco. El régimen feudal de Rabat
atraviesa una crisis mayor de lo que a simple vista puede parecer. Las minorías étnicas del
Norte están cada vez mejor organizadas y plantean retos cada día más importantes a la
supuesta unidad nacional del reino alauí. El monarca, pretendidamente moderno y
occidentalizante, no ha emprendido todavía ninguna de las medidas que de él esperaba la
comunidad internacional. La prensa sigue sin ser libre, aunque cada vez sea más mordaz. Hay
un parlamento electo, pero no tiene poder. Manda el rey. El problema del Sáhara se ha
enquistado y las hostilidades pueden recomenzar en cualquier momento. La economía está a
punto de colapsar y la única salida para millones de jóvenes marroquíes es una desesperada
emigración ilegal a España u otros países de la Unión Europea. El Estado marroquí,
aparentemente cómplice del narcotráfico y del lavado de dinero negro, “exporta” ingentes
cantidades de droga de las plantaciones de Ketama. El integrismo islámico es todavía
subterráneo, para cada vez se deja sentir con mayor fuerza. Los disidentes del régimen van a la
cárcel y el señor medieval de Rabat se permite conceder grandes amnistías y rebajar las penas
impuestas por los jueces con motivo de su boda.
Como todos los tiranos, Mohamed VI, en vez de dar a su pueblo libertad y desarrollo, le da un
arcaico patriotismo en forma de ceremonias megalómanas y de incidentes exteriores. En
octubre retiró a su embajador en Madrid. Ahora ha ocupado por la fuerza, durante unos días,
suelo español. Fomentar el odio a España (su segundo socio comercial, de quien recibe además
una ingente ayuda económica y militar) y reivindicar delirantemente la entrega de las dos
ciudades españolas (Ceuta y Melilla) de la costa africana: ésa es la receta de Mohamed VI para
contrarrestar el hambre y la frustración de su pueblo. No es un remedio nuevo, aunque suele
ser eficaz. Lo aplicó Galtieri respecto a las Malvinas. Lo usó Franco durante cuarenta años
respecto a Gibraltar. Lo aprovechó en 1975 el padre de Mohamed, Hassán II, invadiendo un
Sáhara Occidental que España abandonó a su triste suerte, condenando a la muerte o al exilio a
más de cien mil saharauis. En ninguno de esos juegos entre Estados parece contar demasiado la
opinión de los sufridos habitantes de los territorios en disputa.
Ni Marruecos puede seguir así ni España (ni Europa) pueden permitírselo. Hay que reaccionar
enérgicamente. La UE no puede mantener un acuerdo de asociación con un país que invade su
territorio y pisotea su soberanía. Durante demasiado tiempo se ha temido disgustar a uno de
los pocos aliados de Occidente en el mundo árabe. Marruecos era, supuestamente, el país
árabe más pro-occidental, casi el único que mantenía relaciones con Israel y permitía una
— 300 —
economía pseudocapitalista, el régimen que se llevaba bien con Francia y con los Estados
Unidos... Había que perdonarle, por tanto, algunos excesos y rabietas. De esa gran farsa se ha
valido siempre Marruecos para perpetrar todo tipo de fechorías. Bueno, pues ya basta. Ni un
euro más, ni una concesión política más. No basta con recuperar militarmente la isla (eso era
simplemente una exigencia de la dignidad), sino que es necesario frenar esto en seco, no por
ira sino por la necesidad de generar seguridad a largo plazo. En esta línea debería desarrollarse
desde ahora la política española y europea hacia el régimen de Rabat, tras el acuerdo suscrito
hace unos días entre los ministros Mohammed Benaissa y Ana de Palacio.
— 301 —
El consumo como ideal
Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2002
El consumo es un indicador de máxima importancia no sólo para el análisis económico sino
también para determinar la situación social, política y cultural de una sociedad. La
civilización occidental de consumo es el más alto estadio alcanzado por la humanidad.
Extenderla al resto del mundo es la tarea de la globalización económica en marcha.
La medida del progreso de las sociedades humanas es el consumo de los individuos que las
componen. A lo largo de la Historia, los pueblos más hábiles (ya fuera en el comercio, en la
industria o en la guerra) generaban altos niveles cuantitativos y cualitativos de consumo para
su élite, y niveles de consumo aceptables para el resto de la población. Esos niveles de
consumo del resto de la población eran más elevados que en las otras sociedades conocidas por
los individuos en cuestión, y garantizaban un mínimo satisfactorio de bienestar en relación a las
aspiraciones del contexto social e histórico respectivo. Además, esos niveles de consumo de la
gran mayoría eran crecientes: al progresar el país o el imperio, los ciudadanos mejoraban su
consumo porque en el interior se daba un clima económico propicio a la producción y el
intercambio de bienes y servicios, mientras que, hacia el exterior, el comercio con otros
pueblos florecía. Contra la creencia popular, las guerras nunca fueron un negocio (o sólo lo
fueron para unos pocos): nada resultó más devastador para el consumo que los conflictos
violentos internos o externos.
El consumo, hoy día, sigue siendo la única medida válida del desarrollo. Donde el consumo es
bajo, invariablemente encontramos sociedades aquejadas de graves problemas. Donde hay una
situación política estable y una economía libre el consumo alcanza niveles elevados, se
extiende poco a poco al conjunto de la población y confiere a ésta comodidad, bienestar,
seguridad y placer: las cuatro consecuencias del consumo. Ningún sistema colectivista o
totalitario ha logrado generar altos niveles de consumo para el conjunto de la población. Sólo
la democracia política y el capitalismo económico, combinados, han permitido el boom del
consumo.
El capitalismo convierte a cada individuo en servidor de los demás: uno progresa socialmente
(es decir, adquiere mayores oportunidades de consumo) en la medida en que es capaz de
producir directa o indirectamente bienes, trabajo o servicios que interesan a otro. Cuando el
ser humano ha cubierto sus necesidades básicas de consumo (comida, ropa, medicamentos,
etc.) pasa a consumir productos ornamentales, cultura y arte, viajes y servicios de toda índole.
Esta sociedad de consumo, satanizada por la izquierda marxista y por el conservadurismo de
inspiración religiosa, es en realidad el más elevado estadio de la civilización conocido hasta
ahora, ya que eleva a sus más altas cotas el bienestar, la comodidad, la seguridad y el placer
de los seres humanos.
Entendiendo el consumo se comprenden mejor las aparentes contradicciones de la libertad
económica. El contrato de un jugador de fútbol por valor de millones de dólares es legítimo
porque está respaldado por millones de consumidores que acudirán a los estadios, le verán por
televisión o escogerán los productos que él anuncie. Los honorarios astronómicos de un
conocido tenor son justítimos: representan, simplemente, la cantidad y el poder de compra de
los consumidores finales de su arte. El precio enorme de un cuadro subastado en Sotheby’s es
correcto: está proporcionado al grado de deseo del consumidor que lo compra, o bien a sus
legítimas expectativas de vendérselo después a otro consumidor. En la economía libre no existe
la arbitrariedad ni el abuso, y por excesivas que puedan parecer algunas transacciones
económicas, si son libres y voluntarias, si no medió coacción, siempre están respaldadas por el
consumo de alguien.
Cuando, por otro lado, vemos con horror cómo un campesino del Sudeste asiático gana un par
de dólares por día, lo que estamos contemplando no es sino el fallo estrepitoso de esa
— 302 —
sociedad, que al no generar riqueza no es capaz de abrirle a ese campesino las oportunidades
del consumo. probablemente su formación ha sido escasa o nula, lo que le impide producir
bienes o servicios que otros deseen consumir. Además, es probable que él (o el dueño de la
explotación agraria) esté gestionando mal el terreno y no produzca el tipo de frutos (o la
calidad) que otros quieren consumir. Es posible que no haya analizado bien los costes y su fruto
sea demasiado caro para el consumidor. Y, desde luego, es muy probable que la intervención
del Estado esté arruinando por muy diversas vías las posibilidades de ese campesino de
prosperar. Países como los cinco “dragones” asiáticos entendieron bien que el secreto del
desarrollo era el consumo. Hoy, el ciudadano medio de esos países consume tanto o más que el
occidental. Tiene, por tanto, comodidad, bienestar, seguridad y placer. ¿Hay objetivo más
alto? Y, ¿existe acaso una forma mejor o más rápida de alcanzarlo que el libre mercado?
La globalización es, simplemente, un proceso de eliminación de las barreras obsoletas que
impiden la extensión mundial de esa sociedad de consumo. Entre esas barreras a abolir se
encuentran conceptos como la patria, mecanismos de control social como las religiones
autoritarias o el excesivo tradicionalismo cultural, frenos como la sobrerregulación económica
y la presión fiscal. Al pensar en el desarrollo del Tercer Mundo o de América Latina, el objetivo
debería ser que el ciudadano medio de cualquiera de esos países pudiera, en circunstancias
normales, alcanzar niveles de bienestar, comodidad, seguridad y placer similares a las del
ciudadano medio de Suiza o Nueva Zelanda. Es decir, abrirle las puertas del consumo. El
consumo de ese ciudadano “obligará” a otros muchos a producir lo que él quiera consumir, es
decir, generará inversión y puestos de trabajo que a su vez elevarán las opciones de consumo
de otros miles de personas. Siempre se ha visto al consumo como una consecuencia del
desarrollo, cuando en realidad es tanto consecuencia como causa.
El consumo es el gran indicador, no sólo económico sino social y hasta cultural. El consumo nos
permite determinar el grado de realización de individuos, grupos y pueblos. Incluye la
alimentación, el vestir, la salud, la educación, la protección de los derechos y propiedades así
como de la integridad física. Incluye la obtención y uso de cuanto nos resulta necesario,
conveniente o simplemente placentero. Durante los periodos de alto y creciente consumo, la
humanidad ha impulsado las ciencias, la tecnología y las artes precisamente para satisfacer ese
consumo, alcanzando la excelencia, el refinamiento y la sofisticación en todos los campos. Han
sido periodos prolongados de paz. La insatisfacción del consumo, en cambio, ha provocado
guerras y otras tragedias. La clave de un futuro armonioso y pacífico de la Humanidad es la
extensión y mejora del consumo, un ideal tan alto como práctico.
— 303 —
A un año del 11-S
Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2002
Ha pasado un año del horror del 11-S, y el estado de la guerra antiterrorista no puede ser
más incierto, sobre todo en su aspecto jurídico. La guerra se ganará o perderá en el
terreno de la legitimidad. El bochornoso espectáculo de la reclusión antijurídica y el
procesamiento sin garantías de Guantánamo restan legitimidad, como también la posición
de Washington frente al tribunal penal internacional.
Ha transcurrido un año desde el 11-S, la fecha que nos marcó a todos el amargo comienzo real
de un incierto siglo XXI. La guerra que entonces empezó parece estar siendo pobre en batallas
y más pobre aún en resultados. El aspecto jurídico de la confrontación ha caído casi en el
olvido. Sin embargo, esta nueva forma de guerra se habrá de ganar o perder en el terreno de la
justicia o, cuando menos, en el de la legitimidad.
Una primera respuesta jurídica al 11-S fue la intervención en Afganistán. La legitimidad de una
intervención militar por encima de la soberanía de un Estado es un principio reciente y todavía
no está plenamente consensuado, sobre todo por los pensadores de izquierda que temen una
injerencia excesiva de las potencias occidentales en el resto del mundo. El desastre del 11 de
septiembre de 2001 refuerza, sin embargo, la plena legitimidad jurídica de este tipo de
intervenciones, no sólo como un acto de legítima defensa sino en prevención de tragedias
futuras. La soberanía de los Estados no puede blandirse como escudo que proteja a quienes
pretenden usar los países como santuarios desde los que perpetrar crímenes contra la
Humanidad. La legitimidad del nuevo gobierno afgano está, cuando menos, suficientemente
asentada por la Loya Jirga si tenemos en cuenta el contexto nacional y regional. En cualquier
caso responde a una legitimación superior a la del régimen depuesto. Y la propia acción militar
angloamericana en el territorio afgano contó con la legitimidad de un amplio respaldo
internacional.
Donde no están tan claras las cosas es en los otros escenarios de la guerra, los cuales, una vez
eliminado el régimen talibán, son esenciales. El primero de esos escenarios es la base
estadounidense de Guantánamo. En ella, la ausencia de mecanismos jurídicos normales
ensombrece (o simplemente diluye) la legitimidad de la acción antiterrorista de Washington.
Cualquier ser humano, incluyendo a los más perversos asesinos, merece un juicio justo y
transparente, asistencia letrada y un trato humanitario en prisión. La elección misma de una
base militar en territorio ajeno a la soberanía de los Estados Unidos hacía presagiar que
ninguna de las garantías jurídicas más elementales iba a cumplirse, y el tiempo está dando la
razón a esos presagios. Es muy triste que una gran democracia como la estadounidense caiga
tan bajo como para ofrecer el espectáculo antijurídico de Guantánamo.
El otro frente en el que Estados Unidos está fallando es el establecimiento de un sistema
universal de justicia que legitime en el futuro los procesos contra el terrorismo internacional y
los crímenes contra la Humanidad. El miedo obsesivo a que un sistema así pueda volverse
contra ciudadanos estadounidenses no justifica la inaceptable renuncia de Estados Unidos a
firmar el tratado sobre la Corte Penal Internacional. Más aún, en los últimos meses Washington
está coaccionando a decenas de países para firmen acuerdos bilaterales de exención que dejen
a los ciudadanos estadounidenses impunes ante cualquier acusación de graves delitos juzgables
por la Corte. ¿Con qué autoridad moral pueden los Estados Unidos perseguir el terrorismo
internacional si se niegan a someterse, como cualquier otro país, a la disciplina de un sistema
de justicia global? La ampliación de las jurisdicciones nacionales para conocer y juzgar delitos
externos de especial gravedad es una vía de solución transitoria, pero no puede sustituir lo que
hoy es una necesidad imperiosa: dotar a un mundoeconómica y políticamente globalizado de
una justicia también global.
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Es indiscutible la legitimidad “de origen” que asiste a Washington en la guerra contra las
ideologías criminógenas que amenazan la paz y la libertad en el mundo. Todos nos jugamos
mucho en esa guerra y nuestro apoyo a los Estados Unidos debe ser firme. Pero, al mismo
tiempo, el país norteamericano debe generar y mantener una legitimidad “de ejercicio”
suficiente y continuada, o el apoyo mundial a su causa se irá debilitando y, al final, Washington
se quedará solo en su empeño. Cuando cumplimos un año del horror del 11-S, debemos darle a
las víctimas mucho más que una sonada venganza: debemos darles una visión inteligente del
futuro que, por la vía de la legitimación global de la justicia, haga imposible un nuevo 11-S.
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Entrevista a Artur Mas, nuevo líder de Convergència i Unió
Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2002
Suceder a un dirigente tan carismático como Jordi Pujol es probablemente un reto
complejo. ¿Cómo lo afronta? Y, ¿cómo se presentan las próximas elecciones al Parlamento
de Cataluña?
El presidente Jordi Pujol ha liderado una excelente etapa y ha marcado un hito en la historia y
la política de Cataluña. Es un referente indiscutible para mí al igual que para muchos
catalanes. Sin embargo ahora el reto no es tanto sucederle a él como tener un proyecto de
futuro para Cataluña y España que cuente con la confianza de los ciudadanos. Pujol y yo
formamos parte del mismo equipo pero lo que nos va a diferenciar será el estilo de hacer
política, de plantear los objetivos nacionales. A nivel personal me siento preparado para
encabezar la candidatura de Convergencia i Unió a la Generalitat de Catalunya [gobierno
catalán] y afronto esta responsabilidad con serenidad y optimismo. Por lo que a las elecciones
se refiere, hoy, nuestra prioridad es gobernar para conseguir el proyecto de país que queremos
y esta acción de gobierno va a ser nuestra mejor carta de presentación en los próximos
comicios autonómicos.
¿Cuáles son los grandes retos de la Cataluña de hoy y cómo piensa afrontarlos desde el
gobierno catalán?
En el ámbito político Cataluña tiene dos grandes retos: trabajar para la Europa de las regiones,
para que estas puedan tener un papel más decisivo y, en el marco español, conseguir más
autogobierno, eso es, más capacidad de decisión propia ante el Estado. En el campo
económico, Cataluña debe reforzar su tejido empresarial —basado en la pequeña y la mediana
empresa— para hacerlo competitivo en un mercado globalizado y a la vez, debe promocionar
políticas que conviertan el país en un eje de atracción para empresas multinacionales e incluso
que le permitan ser el centro logístico del sur de Europa. Las políticas sociales son también
imprescindibles y hoy deben perseguir distintos objetivos como la sostenibilidad del Estado del
bienestar, la integración de la inmigración o la conciliación de la vida laboral y familiar.
Cataluña como nación histórica es otro de nuestros grandes retos y en este sentido, apostamos
por la defensa de la lengua y de la cultura catalanas. Nuestro proyecto de país, sin embargo,
incluye muchos más ámbitos de actuación como pueden ser la formación de los trabajadores, la
de los estudiantes —en la cual queremos dar especial relieve al inglés—, el desarrollo de las
infraestructuras… Para que Cataluña siga siendo un país de referencia es necesario que
trabajemos en todos los ámbitos posibles.
¿Es posible alcanzar mayores cotas de autogobierno dentro del sistema autonómico vigente
en el Estado Español? ¿O hace falta un nuevo marco político federal que cancele la política
de “café para todos” de los años sesenta?
La Constitución Española reconoce un nivel más alto de autogobierno del que hoy tiene
Cataluña como comunidad autónoma del Estado. La relectura de las cláusulas competenciales
de la Constitución y del Estatuto de Autonomía Catalán es el punto de partida de nuestra
propuesta porque desde el gobierno de Convergencia i Unió entendemos que, de acuerdo con la
propia Constitución española, hay margen para poder aplicar una política más favorable y
abierta a nuestras demandas. La condición para conseguirlo, es que se haga una interpretación
más claramente autonomista de la propia Constitución. Y esto es posible ya que el propio
Tribunal Constitucional se ha pronunciado en distintas ocasiones en este sentido. No se trata de
modificar la Constitución, sencillamente pedimos al gobierno central que traspase a nuestra
comunidad autónoma [gobierno territorial] las competencias que el actual marco jurídico
español reconoce que nos corresponden.
¿Cómo ve usted la problemática del País Vasco y cómo se explica que en la sociedad
catalana se haya conjurado ese peligro y en la vasca no?
El País Vasco tiene un grave problema de encaje dentro del Estado español y cuenta con un
enemigo difícil de superar: el terrorismo. La solución al conflicto vasco solo puede pasar por la
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vía política porque la violencia nunca justifica los objetivos y si en este conflicto lo lograra,
sería un ejemplo muy peligroso para la estabilidad social. En Cataluña, sin embargo, este riesgo
no existe por razones históricas y políticas pero también porque la sociedad catalana es
pacífica por naturaleza y a lo largo de la historia ha demostrado que su espíritu apuesta por la
negociación y no por la confrontación. Con las actuales circunstancias políticas y sociales, el
peligro de generar grupos terroristas catalanes, hoy por hoy no existe.
Desde hace unos años se habla de agotamiento del sistema europeo del Estado del
bienestar, caracterizado por altísimos impuestos y un Estado paternalista. ¿Coincide usted
en la necesidad de sustituirlo por otro modelo político y económico?
Más que agotado, el problema del actual estado del bienestar es que debe asumir los profundos
cambios económicos y sociales que se producen. Hoy, al Estado se le plantean nuevos retos
producidos, por ejemplo, por la evolución demográfica lo que le obliga a dar respuesta a
cuestiones tan dispares como actuales como pueden ser el envejecimiento de la población o la
llegada masiva de inmigrantes. Esta situación exige revisar ciertas políticas como las de
financiación del estado del bienestar, lo que no significa, sin embargo, que debamos defender
la abolición total de los impuestos ciudadanos. Eso sería un grave error, una irresponsabilidad.
El Estado debe disponer de fuentes de ingresos para hacer frente a los servicios públicos que
ofrece y el ciudadano debe implicarse, en mayor o menor medida, en esta organización del
estado del bienestar.
¿Cómo puede hoy en día reducirse la presión fiscal y, en general, aumentar la libertad
económica de las personas y de las empresas?
Estamos en un momento de cambio, en muchos sentidos, respecto al papel del Estado en
nuestra sociedad. Por lo que se refiere a los impuestos, una disminución de la tributación
directa —del Impuesto de la Renta para las Personas Físicas, del Impuesto de Sociedades y del
Impuesto de Actividades Económicas— permitiría al empresario poder asumir mayores riesgos
empresariales y al mismo tiempo una mayor libertad económica. Y eso sería muy positivo para
la economía del país. El Estado por su parte tiene la necesidad de mantener el gasto social, una
necesidad que se puede instrumentar mediante los impuestos indirectos. Además, existe la
tributación medioambiental que debe permitir financiación adicional, al tiempo que colabora a
mantener el equilibrio en la utilización de los recursos naturales.
Desde el gobierno catalán. ¿Cómo percibe América Latina? Y, ¿hasta qué punto le interesa
intensificar los vínculos entre Cataluña y el mundo latinoamericano?
Latinoamérica ha figurado siempre entre las prioridades de nuestra política exterior. Los
intensos lazos históricos entre Cataluña y Latinoamérica se han actualizado con la
consolidación de nuestras relaciones políticas, comerciales y de cooperación al desarrollo. La
presencia económica catalana en Latinoamérica se sitúa a la cabeza del comercio exterior
español y representa la parte fundamental de las inversiones de pequeñas y medianas
empresas. En el ámbito de la cooperación al desarrollo, Cataluña ha destinado a América
Latina el 47 % de la asignación total de la partida de Ayudas al tercer Mundo de los últimos
siete años. Desde mediados de los noventa, la Generalitat de Catalunya ha apostado con
firmeza por la apertura de nuevos horizontes en la proyección exterior catalana velando muy
especialmente por sus vínculos históricos con América Latina, participando activamente en las
líneas establecidas desde la Unión Europea y subrayando la importancia de la cooperación a
nivel regional.
— 307 —
Racionalismo y fe
Perfiles del siglo XXI, octubre de 2002
Teóricamente vivimos en una etapa de alto conocimiento científico y de gran desarrollo y
bienestar tecnológico, una etapa de pluralismo en el mundo de las ideas y de convivencia
de formas diferentes de pensar y sentir. A los occidentales se nos puede acabar muy
pronto este sueño idílico. La pesadilla puede llegar por el reavivamiento de la fe
extrema, pura, en grandes zonas del planeta. Y, por desgracia, Occidente tampoco está
libre de que pueda darse esa amenaza en sus propias filas, incluso como reacción frente
al fanatismo ajeno.
La fe es un sistema de creencia arracional, es decir, no basado en el raciocinio. Quienes la
poseen están convencidos de ciertas cosas que para ellos resultan evidentes pese a carecer de
toda demostración o demostrabilidad. Los fieles (es decir, los que tienen fe) saben que su Dios
existe, que es el único existente, que envió a tal profeta o a su propio hijo a la Tierra para
revelar esta o aquella verdad a los hombres, o que después de la vida conocida hay un
determinado tipo de vida aunque el cuerpo esté muerto. Y saben todo eso sin que les haya sido
probado, sin que nadie les haya presentado (ni ellos hayan desvelado por sí mismos) la cadena
de certidumbres que construye cada una de las realidades sabidas. Conforme avanza el
conocimiento científico, las organizaciones administradoras de las diferentes formas de fe se
repliegan y lanzan al mercado nuevas interpretaciones para cuadrar el círculo imposible y
hacer que sus respectivas creencias tengan alguna posibilidad de sobrevivir frente a la
evidencia. Así, por ejemplo, sucedió cuando Charles Darwin probó irrefutablemente la
evolución biológica acabando de golpe con los mitos fundacionales que las diversas religiones
habían desarrollado para la explicar la existencia humana. La reacción de las religiones fue, en
general, aceptar gradualmente la teoría de Darwin y reinterpretar aquellos mitos como una
explicación primitiva pero basada en la auténtica presencia y voluntad consciente de un
creador divino a lo largo de todo el proceso evolutivo.
Procesos similares han acompañado a todos los grandes avances científicos de los últimos
siglos, desde el descubrimiento de la hemodinámica hasta el desarrollo de la previsión
meteorológica o las teorías sobre el origen del Universo. A todo se le termina encontrando una
explicación compatible con la fe, aunque ésta se vea cada vez más arrinconada y reducida a su
esencia más elemental. Como descubrió la fundadora de la corriente de filosofía objetivista,
Ayn Rand, la fe es un “modo de saber” que se lleva bastante mal con la realidad, por lo cual,
en realidad, no es un modo de saber. Sin embargo, el dogmatismo que caracteriza a ese “modo
de saber” le permite no tener que demostrar las cosas que afirma, y es por ello que siempre
encuentra maneras de justificarse ante los nuevos descubrimientos y teorías, adaptándose
como un camaleón.
Paradójicamente, a ese “modo de saber” se le manifiesta desde todos los sectores de la
opinión, religiosos o no, un inmenso respeto que a mí me sorprende y me asusta. Me parece
muy triste que a principios del siglo XXI —cuando el progreso científico y tecnológico alcanza
cotas que hace pocos años no habríamos imaginado— se siga silenciando la obviedad de que la
fe no es un sistema de conocimiento válido. Y más lamentable aún es que, constantemente y
desde las más diversas tribunas, se ponga la fe en pie de igualdad con el conocimiento racional,
incorporándola incluso al currículo educativo de nuestros menores. Mucho más allá de la
propaganda pro-fe de las principales religiones, en los últimos años han surgido a miles los
“nuevos movimientos espirituales”, las sectas de todo tipo, los astrólogos y charlatanes de
cualquier clase. Es como si la Humanidad se resistiera, contra viento y marea, a unas certezas
que intuye áridas.
Los seres humanos somos un tipo especial de animales. Especial, porque hasta la fecha no se
conoce ninguna otra especie actual ni pasada que se haya acercado ni remotamente a la
humana en cuanto al desarrollo del proceso denominado “inteligencia”. Hay diversas teorías
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sobre el origen y el objeto de la inteligencia, y desde luego no faltan creyentes que ven ella un
don divino. Sin embargo, con el actual conocimiento de la evolución de las especies, es
bastante coherente pensar que la inteligencia, el caminar erguidos y el lenguaje se
desarrollaron como cualquier otro elemento característico de cualquier especie: para
adaptarse al medio, a lo largo de un proceso de milenios. Podría no haber sucedido, o haberle
ocurrido a otra especie.
Afortunadamente, nos pasó a nosotros. Es una lástima que con frecuencia no seamos
conscientes del infinito valor que esto tiene, y de lo honrados que deberíamos sentirnos por el
privilegio de la razón. La capacidad humana de deducir racionalmente y construir su
conocimiento en base a especulaciones lógicas y a su validación experimental es la única
característica que nos diferencia radicalmente de cualquier otra especie. La maravillosa
experiencia del conocimiento solamente es posible por la vía del raciocinio, herramienta
suprema de nuestra psique. Obviamente es un mecanismo limitado, pero, ¡cuánto más elevada
es cualquier especulación racional sobre la muerte, la divinidad o cualquier otro asunto
incognoscible que la simple asunción de una realidad impuesta por otras personas e
internalizada sin raciocinio! La persistencia (e incluso la recurrente y cíclica reanimación) de
las diversas formas de fe representa una amenaza para la especie humana. No me refiero a lo
que la gran mayoría de los occidentales llaman fe, y que no pasa de ser una mezcla entre
conjetura y aprendizaje, algo íntimo y no demasiado fuerte; sino a la fe pura, a esa fe
profunda que en Occidente sólo posee una minoría muy pequeña (aunque a veces poderosa y
organizada), pero que en otras partes del mundo es enfermedad de masas.
Casi todas las grandes confrontaciones entre humanos han tenido de una u otra manera una
fuerte inspiración en formas diversas de fe. La fe, por definición, es ajena al convencimiento.
Quienes la poseen no han sido convencidos. Convencer a alguien consiste en proporcionarle
datos irrefutables y demostrables una y otra vez, recorriendo con él toda la cadena de
verdades parciales comprobadas y comprobables, andando y desandando el camino hasta
disipar toda duda razonable. La fe, en cambio, no se adquiere por convencimiento. Se instala,
generalmente, por mecanismos de fuerza psicológica y social, en los que juega un gran papel la
dinámica de grupo. Y para que esa instalación forzosa de un sistema de creencias llegue a
producirse es imprescindible el control absoluto de las personas por parte de un Estado o
institución que elimine la discrepancia y que establezca, sobre todo, sistemas de
culpabilización del disidente y, por tanto, de miedo a no creer. Por eso en Occidente las
diferentes formas convencionales de fe están —todas— en horas bajas, y por eso las sectas
psicodestructivas, ejerciendo un espantoso control total sobre sus adeptos, logran inyectar en
ellos la fe de una manera mucho más eficaz que las religiones convencionales, que están
sometidas a la ley común y en la actualidad ya no pueden emplear técnicas de persuasión
coercitiva (“lavado de cerebro”) ni usar a su conveniencia los medios de comunicación, el
sistema educativo ni la potestad legislativa.
Muy pocas personas tienen una auténtica fe como consecuencia de un proceso interior vivido
por sí mismas. Esas personas sin duda sufren algún tipo de experiencia psíquica anormal,
adjetivada como “mística” por sus defensores. Son una pequeñísima minoría. La gran mayoría
de las personas con fe han sido inducidas a tenerla por otros, generalmente sus padres o
educadores, desde la infancia (o, en la edad adulta, a raíz de un hecho trágico de cuyo
recuerdo se refugian en la fe). El mecanismo psicológico de la fe es comparable al de un virus
que se autodefiende: lo más inculcado (y lo primero que se inculca) en el fiel es un espantoso
sentido de culpa en caso de abandonar o traicionar su fe. Si lo hace, Dios le castigará con toda
suerte de males y, además, será una mala persona y un bicho raro en su comunidad. Esto en
Occidente no importa demasiado, pero en algunas sociedades es determinante. Lo peor de la fe
es esa durísima coraza, ese implacable sistema de trampas en las vías de salida.
Así, el fiel generalmente no se cree, en su fuero interno, la mayor parte de los dogmas que le
han sido inculcados, pero se siente culpable por no ser suficientemente buen creyente, por no
— 309 —
tener una dosis bastante alta de fe. Esto le lleva a hacer lo posible por autoconvencerse de las
creencias que supuestamente debería tener y entonces llega su tragedia interior, porque, como
hemos visto anteriormente, la fe no se basa en el razonamiento sino en una forma de
introducción de las creencias que deja de lado el mecanismo de convencimiento, de raciocinio,
de aceptación inteligente de verdades en base a su evidencia. Algunos fieles logran a duras
penas autoimponerse las creencias respectivas, pero la gran mayoría vive en secreto un
continuado drama en el que su sentimiento de culpa choca con su incapacidad de creer cosas
que su sentido común no admite (desde la virginidad de una madre o la divinidad de un hombre
hasta la reencarnación, la existencia de un paraíso postmortem con miles de bellas huríes para
cada hombre o el sostenimiento de la Tierra sobre el caparazón de una gran tortuga cósmica).
Por ello los creyentes casi siempre ruegan a sus dioses que les ayuden a creer más, a no dudar
(pese a que la duda es nuestro mejor método para distinguir entre verdadero y falso), a ser
mejores fieles. Y por ello en casi todas las lenguas la palabra “fiel” tiene también el sentido de
“leal”. Los fieles han de ser leales a su fe, por inverosímil que ésta les parezca total o
parcialmente.
La libertad religiosa es un derecho incuestionable del individuo, pero lo malo es que se
convierte, simultáneamente, en la libertad que disfrutan algunas organizaciones poderosas
para someter a los ciudadanos a ese proceso de sustitución de su razón humana por creencias
inducidas al margen del convencimiento, y de hacérselo, preferiblemente, durante la infancia.
“Dejadme durante unos meses a un niño que no sea mayor de ocho años, y después ya podéis
hacer con él lo que queráis”, dijo san Ignacio de Loyola, y tenía razón. Lo peor del virus fe es
que probablemente el propio san Ignacio estaría seguro de estar haciendo lo correcto al
manipular y endoctrinar al niño, puesto que para el fiel todo vale: “finis coronat opus” el fin
justifica los medios. Está seguro de actuar bien, sí, pero lo está por una vía ajena al
convencimiento racional, ajena por tanto al hecho diferencial “inteligencia” que nos convierte
en humanos. Es un tipo de “seguridad” cuya existencia es extremadamente arriesgada para
todos. Es el tipo de seguridad que probablemente sintió el reverendo Jones cuando provocó el
suicidio colectivo de miles de sus fieles en la ciudadela que había construido en Guyana, en
1978. Es, quizá, la seguridad de Osama bin Laden, o la de los inquisidores que firmaban
sentencias de hoguera para las “brujas” y los herejes. Y podemos encontrar miles de ejemplos
así, desde los orígenes de la Humanidad hasta ayer por la tarde, tanto entre los seguidores de
la fe mayoritaria como en los movimientos disidentes, tanto en Occidente como en las demás
culturas y civilizaciones.
La fe en estado puro, como un virus vivo, se retroalimenta, se justifica a sí misma hasta en sus
más absurdos delirios y, de la misma manera que puede promover altos ideales y
comportamientos maravillosamente humanos y solidarios, es capaz de amparar cualquier
crimen, promoviendo especialmente su propia propagación forzada y el exterminio de los
infieles que se resisten a sumarse al grupo.
En un mundo atomizado en cientos de países y culturas, y caracterizado por un pobre
desarrollo de los transportes y las comunicaciones, ninguna fe consiguió jamás un dominio
global. Pero en un mundo globalizado y bien comunicado, ¿podría una forma especialmente
virulenta y mutante de fe llegar a hacerse con el control global? Horroriza imaginar un futuro
así: la Humanidad se estaría suicidando, tiraría por la borda su evolución cultural, volvería a
quemar la Biblioteca de Alejandría y a dinamitar los budas de Bamiyán, pues ésas son
normalmente las consecuencias últimas de la fe en estado puro.
En las sociedades occidentales de hoy, el peligro de la fe, aunque no deja de ser alarmante y
viste cada vez ropajes diferentes, parece estar suficientemente conjurado por el racionalismo
que triunfó en los conflictos intelectuales de los últimos tres siglos. El Siglo de las Luces arrojó
como resultado principal la definitiva sustitución de la fe por la razón, al menos entre la gente
culta y, desde luego, en el ámbito de las instituciones y relaciones sociales y políticas.
Afortunadamente, la Ilustración nos dio, si no una vacuna, ni siquiera un antídoto contra la fe,
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sí al menos una sustancia capaz de neutralizarla y mantenerla en niveles tolerables: el
relativismo. La fe, contenida en una sociedad relativista, pluralista e individualista, resulta
más o menos soportable: como mucho alcanza a sacarnos dinero por la vía de los impuestos
para mantener sus jerarquías y edificios (el Estado, claro está, suele colaborar con las
organizaciones que propagan las principales formas de fe, ya que le interesa esa alianza).
Por ello a los occidentales nos resulta impensable, inimaginable, que alguien pueda secuestrar
un avión y estrellarlo contra las Torres Gemelas yendo él mismo dentro. Pero los cruzados
medievales europeos emprendían acciones similares movidos por una fe tan ciega y peligrosa
como la que llevó a Mohammed Atta a cometer el peor atentado de la Historia. Atta no era de
otro planeta, ni su acción es explicable por su origen etnocultural, ni por la pobreza de su
pueblo, ni por una causa política. Es explicable por el altísimo nivel de fe que padecía el sujeto
en cuestión. La fe libera los sentimientos más puros —buenos y malos—, que se asocian a ella
con mayor facilidad que al conocimiento racional. Cuando son sentimientos nocivos, el cóctel
resulta explosivo. La utilización de los fieles es fácil y confiere un poder inmenso a quienes
saben manipularlos.
Si una lección debemos aprender del 11-S es que la fe auténtica, la fe en estado puro, es decir,
la creencia sin fisuras en una verdad absoluta, incorporada por medios ajenos al conocimiento
racional, es un gran peligro. Un peligro que la Humanidad debe conjurar si quiere sobrevivir al
futurible de su autodestrucción. Cada ser humano está dotado de la mayor y mejor arma contra
ese peligro. Es la materia gris de su cerebro, en la que se produce constantemente, no un
“milagro” sino algo mucho mejor: el fenómeno natural y perfectamente explicable que
llamamos inteligencia. Usémosla por fin. Venzamos los miedos primigenios que desde lo más
íntimo de nuestra psique nos angustian y nos empujan a refugiarnos en las fáciles certidumbres
que proporciona lo arracional, la fe. Sólo entonces seremos totalmente humanos y libres, pues
habremos eliminado la amenaza de las diversas verdades incontrastadas capaces de llevarnos al
desastre. No en vano dice un conocido libro religioso que “la verdad os hará libres”. Los fieles
de cualquier fe, si se detuvieran de verdad a pensar en esa frase, la tacharían y prohibirían de
inmediato.
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Los límites de la democracia
Perfiles del siglo XXI, octubre de 2002
La democracia tiene —y debe tener— límites. El principal es la libertad individual de cada
ser humano. Como sistema de toma de decisiones, la democracia es el mejor conocido, y
debemos profundizar en él y hacerlo cada vez más directo y menos basado en
representantes intermedios entre nosotros y la decisión a tomar. Pero ahí termina. No
puede servir de excusa para recortar la inalienable soberanía de la persona.
Cuando se exalta la democracia como si fuera un sistema perfecto e ideal se le hace un flaco
favor. La democracia es una respuesta parcial —la mejor que hemos sabido darle hasta ahora—
a la pregunta de quién debe tener el poder político y cómo debe usarlo. Es un grandísimo paso
adelante frente a otros sistemas. No es, desde luego, la solución automática a nuestros
problemas. Esto se pone de manifiesto cuando (como ha sucedido en algunos países africanos,
latinoamericanos o de Europa del Este), la gente cree que al llegar la democracia ésta traerá
automáticamente bienestar económico y prosperidad.
La democracia es simplemente un sistema bastante adecuado de toma de las decisiones
colectivas. Si se entiende así y no se le exige más, es muy útil en el ámbito de la empresa
(entre los accionistas de una sociedad mercantil), en el gobierno de las organizaciones sin fines
de lucro y, cómo no, en la elección de gobernantes para un país.
Pero no se suele entender sólo como un sistema de toma de decisiones colectivas. Los diversos
grupos de presión organizados en una sociedad (desde ecologistas hasta empresarios del sector
azucarero, desde organizaciones juveniles hasta sindicatos metalúrgicos, desde moralistas
católicos hasta minorías sexuales o étnicas) intentan que la democracia haga más cosas:
proteger a un grupo de empresas frente a la competencia extranjera, regular ciertos derechos,
prohibir o autorizar ciertas cosas, intervenir en la economía para financiar tal o cual proyecto,
subvencionar a un tipo u otro de ciudadanos o empresas, etcétera.
Cuando los políticos, para alcanzar el poder o mantenerse en el mismo, sucumben a estas
presiones, la democracia se convierte en un sistema de represión del individuo por parte de
una constelación de intereses grupales organizados en el Estado. Surgen entonces la
sobrerregulación, la presión fiscal y otras formas de merma de la libertad del ciudadano.
Además, los políticos alcanzan tanto poder que dejan de representar a sus electores y pasan a
decidir por ellos y darles órdenes.
En una democracia auténtica (como puede demostrarse a pequeña escala, si tomamos una
sociedad hipotética de sólo mil personas), los gobernantes reciben continuas órdenes de sus
representados y deben limitarse a ejecutarlas. Su opinión no cuenta: son nuestros
administradores y nosotros les decimos lo que deben hacer. ¡Qué lejos de la realidad de
nuestras democracias! Y sin embargo, las actuales tecnologías permiten procesos constantes e
instantáneos de ratificación o censura por parte de la ciudadanía, así como de cese de cargos
públicos y elección de sustitutos. La sociedad podría autogobernarse telemáticamente sin que
un partido o coalición tuviera poder alguno. El parlamento podría estar en todas partes, y todos
seríamos diputados desde nuestros ordenadores. Sería una democracia de representación
directa y mandato constantemente revisado, frente a las actuales democracias de cheque en
blanco por cuatro años.
Otro problema importante es hasta dónde puede llegar la democracia. Si la mayoría lo desea,
¿puede el Estado matar? ¿Puede discriminar a determinadas personas? ¿Puede imponer a los
ciudadanos una elevada carga tributaria? ¿Puede obligarles a prestar servicio armado?
¿Puede...? No, no puede. La democracia es un sistema de toma de decisiones y, como tal, debe
estar sometida a principios superiores, entre los que la soberanía del individuo es el primero y
principal. Cuando con el pretexto de la democracia se invade esa soberanía, estamos ante una
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democracia absolutista que resulta, para muchos individuos, tan abusiva y cruel como la peor
dictadura.
Ni las masas ni sus representantes tienen derecho a imponerle al individuo obligación ni
prohibición alguna, en tanto no perjudique a otro. Sin embargo, la democracia puede
degenerar fácilmente en la dictadura de todos sobre cada uno. Para evitarlo es necesario estar
en guardia, exigir una democracia cada vez más directa (ahora que el desarrollo telemático nos
lo permite) y menos basada en los representantes que interpretan a su gusto nuestra voluntad.
Y, sobre todo, dejar meridianamente claro que la democracia es muy importante pero está
siempre un peldaño por debajo de la libertad humana en nuestra escala de valores.
— 313 —
La violencia doméstica y la Iglesia Católica
Editorial para Perfiles del siglo XXI, octubre de 2002
En gran parte del mundo católico, y particularmente en América Latina, el problema de la
violencia doméstica (generalmente la ejercida por el hombre contra la esposa y los hijos) es
grave y ya viene de antiguo. En muchos casos va asociado al alcoholismo y, casi siempre, a la
incultura. Sea como sea, las sociedades modernas deben sentirse escandalizadas ante este tipo
de comportamientos, que es necesario prevenir, combatir y, llegado el caso, castigar
severamente. En varios países se han discutido o aprobado normas y leyes que intentan aliviar
la situación de las víctimas e impedir, al menos, la repetición de este tipo de abusos. Se cuenta
por decenas y a veces por cientos a las mujeres y menores que cada año han perdido la vida a
manos de sus propios maridos y padres en cada país. En este orden de cosas, no puede dejar de
sorprender e irritar la posición adoptada por la Conferencia Episcopal española, posición similar
a la que ya habían manifestado otras conferencias episcopales de países hispanohablantes. El
secretario y portavoz de la Conferencia Episcopal española, el obispo auxiliar de Toledo Juan
José Asenjo, afirmó a mediados de septiembre que el Derecho Canónico no establece como
causa de nulidad de un matrimonio los malos tratos.
El Derecho Canónico, como todo cuerpo jurídico, es interpretable y reformable, y debe serlo
para acompañar la evolución de las comunidades sobre las que pretende aplicarse. Que en
pleno siglo XXI la Iglesia Católica pretenda obligar a las víctimas a convivir con sus verdugos,
arriesgando su integridad física y psicológica y su propia vida es, sencillamente, una espantosa
aberración. “el tema de los malos tratos es un asunto sobrevenido a la celebración del
matrimonio y no está contemplado por la doctrina de la Iglesia como causa de nulidad del
sacramento”, se permitió declarar este obispo-robot, representando probablemente el sentir
de miles de curas y obispos católicos. Estos, como por culpa del celibato (una práctica no
impuesta por Jesucristo ni por la Biblia sino por un concilio de obispos celebrado siglos más
tarde) son absolutamente ignorantes de cuanto implica la convivencia de pareja, se limitan a
recordar friamente que el matrimonio es irreversible, cosa que ya casi nadie les acepta,
incluyendo a millones de católicos. Una vez más se pone de manifiesto que la religión más
extendida en nuestros países está cada día más alejada de la realidad de nuestras sociedades, y
que su jerarquía está dispuesta al suicidio colectivo de seguir separándose más y más del
pueblo, obstinada en imponer normas y prejuicios que hoy están más que superados. Pero la
Iglesia Católica debería reflexionar sobre el daño que hace a miles de mujeres creyentes que,
para no incurrir en las faltas y pecados de un eventual divorcio, deben aceptar cada día
humillaciones, golpes, violaciones, insultos y toda clase de vejaciones a las que ningún ser
humano debería estar expuesto. La unión de las personas en un núcleo de convivencia es por su
propia naturaleza voluntaria, y la salida es, también por naturaleza, unilateral.
— 314 —
El lujo es necesario
Perfiles del siglo XXI, noviembre de 2002
(Publicado con pseduónimo)
Constantemente nos encontramos con posicionamientos ideológicos contrarios al lujo y
favorables a gravar los artículos lujosos con impuestos increíblemente altos. Sin embargo,
es hora de romper una lanza a favor del lujo. Si la gente se detuviera a reflexionar sobre el
importantísimo rol social que desempeña el lujo, probablemente se agotaría el discurso
anti-lujo de los sectores izquierdistas y religiosos.
¿Verdad que suena frívolo el título de este artículo? Pues a mí me parece una verdad como un
templo. Habrá más de un “progresista” que hasta se horrorice al leerlo. ¿Cómo va a ser el lujo
una necesidad, cómo asignarle cualquier connotación positiva? Aunque parece laica, nuestra
izquierda es de un moralismo insufrible. Cuesta distinguir al “progre” actual de los ascetas
religiosos del pasado, al menos en su discurso. Y, como les sucedía a aquéllos, nuestro
izquierdista de hoy odia por encima de todas las cosas el lujo.
Sin embargo, el lujo desempeña un papel social de gran importancia. Por un lado, sirve para
marcar las sucesivas fronteras del éxito. Y es importante que esas fronteras sean visibles, que
el éxito tenga consecuencias evidentes. De lo contrario, ¿para qué esforzarse en tener éxito? Y
si las personas no se esfuerzan en tener éxito, se reduce a niveles mínimos su aporte de
imaginación, creatividad, trabajo o capital. El ansia de lujo es, pues, un importante acicate
que conduce a las personas a producir, trabajar, crear, generar empleo, etcétera.
Por otro lado, el lujo es un factor de gran importancia en el desarrollo técnico de nuestras
sociedades. En muchos sectores, lo que hoy es lujo mañana será un bien al alcance de
cualquiera. La minoría que compra artículos de lujo contribuye grandemente al bien común, ya
que asume el costo de investigación y comparte incluso el riesgo de inversión, al apostar muy
precozmente por productos o servicios caros y de futuro a veces incierto, preparando el
terreno para su posterior popularización y generalización.
El lujo, por tanto, es solidario. Quienes compraron un carísimo aparato de vídeo en los años
setenta se beneficiaron del comfort y del entretenimiento que aquel cacharro rudimentario les
proporcionó, pero además pagaron un buen dinero que ayudó a la industria a amortizar sus
ingentes inversiones e ir desarrollando vídeos cada vez más baratos y eficaces, de manera que
unos años después el ciudadano común pudo tener un vídeo mucho mejor que aquél, y a un
precio perfectamente asumible. Esto mismo sucedió, por ejemplo, con los teléfonos celulares,
los lavaplatos, el airbag en los coches, las vacaciones en el extranjero y miles de productos y
servicios más. Los izquierdistas que tanto odian el lujo deberían reflexionar sobre esto, porque
de alguna manera coincide mucho con su visión de la justicia social: de hecho, “pagan más
quienes más tienen”, y además lo hacen en un momento previo.
Cuando un producto o servicio deja de ser considerado “de lujo” y pasa a ser un capricho, una
herramienta o incluso una necesidad al alcance de cualquiera, hay que recordar que aquellos
que lo pagaron como “lujo” han hecho posible que hoy todos nos beneficiemos de ello.
Es por tanto una estupidez gravar el lujo con impuestos especiales. Si no existieran esos
impuestos, cada vez más gente podría acceder al lujo, lo que en muchos casos redundaría en
mayor éxito de ciertas líneas de investigación y desarrollo, y de industrias como la joyería y
otras, que también contribuyen a la sociedad generando puestos de trabajo. El impuesto
especial al lujo es un impuesto subjetivo (¿quién y con qué criterios decide qué es lujoso y qué
no lo es?) y además es meramente ideológico, pues se basa en el tabú pseudorreligioso de que
el lujo es malo. Esta moralina envidiosa debería merecer nuestra réplica alta y clara: el lujo es
bueno y, en una sociedad sana y libre, cumple un papel destacable en su avance y genera
efectos beneficiosos para el conjunto de la población.
— 315 —
Entrevista a Antoni M. Julià, experto en planificación fiscal internacional
Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2002
En América Latina está muy extendida la creencia de que guardar una parte del dinero
fuera del país es cosa de ricos insolidarios o incluso de mafiosos. Sin embargo, cada vez
más gente acude al sector financiero offshore. ¿Cómo se explica este fenómeno?
Es un fenómeno mundial, aunque en América Latina tal vez se dé con una intensidad algo
mayor. La gente corriente, que siempre es más inteligente que sus gobernantes, parece tener
bien presente aquello que dijo Adam Smith: “no guardes todo tu dinero en el país donde vives
porque puede suceder algo, y usualmente sucede”. Cuando algunas monedas nacionales son
comparables al dinero del Monopoly y no garantizan el mantenimiento del valor, cuando los
políticos alteran ese valor a su criterio, cuando un presidente puede impunemente ordenar
medidas como el “corralito” o cuando la presión fiscal y las consiguientes medidas de represión
resultan insoportables, es normal que la gente acuda a los países offshore. Creo que en todos
nuestros países está extendido el juego infantil del “escondite”, en el que un niño se esconde y
los demás deben encontrarlo, pero puede salvarse tocando un árbol o una pared que se
considera la “casa”. Pues bien, ya de adultos, los centros financieros offshore son como esa
“casa” del juego: son el refugio donde uno sabe que su dinero está a buen recaudo, que no
perderá su valor y que estará siempre a salvo de miradas indiscretas (tanto del Estado como de
los delincuentes), y que además no estará nunca sujeto a los impuestos confiscatorios que el
político de turno decida exigir.
Sin embargo, muchos ciudadanos perciben a los paraísos fiscales como la cueva de Alí Babá,
como la guarida de los narcos o de otros delincuentes.
Es cierto, esa imagen está desgraciadamente extendida, aunque se asocia más a unos países
offshore que a otros. Pero esa percepción es injusta y obedece a la campaña mediática
incesante por parte de algunos gobiernos (en especial de algunos de Europa occidental). Para
empezar, la expresión “paraísos fiscales” es incorrecta. La expresión inglesa original es “tax
havens”, no “tax heavens”, y por lo tanto significa literalmente “refugios fiscales”, lo que da
una idea mucho más precisa de la realidad. La gente acude a Grand Cayman, a Panamá o a
Bahamas, por poner unos ejemplos conocidos, para refugiarse, y si necesitan refugiarse es
porque existe una persecución, porque algo no está bien. De todas maneras, quienes acusan a
los centros financieros offshore de ser “paraísos” fiscales se hacen un flaco favor, porque
entonces habrá que convenir que los otros países, los países “normales” son en realidad
“infiernos” fiscales donde el ciudadano común está permanentemente condenado a soportar
unos elevadísimos niveles de confiscación tributaria.
Pero, ¿no es verdad que el dinero de la droga y de otros crímenes se aprovecha de los
centros offshore?
Si un criminal conduce temerariamente y va expulsando de la carretera a los demás,
provocando accidentes, ¿debemos condenar a la carretera, debemos prohibir la carretera? ¿O
tal vez la marca de coche utilizada? Hace ya años que los controles financieros y bancarios de
los países offshore son más estrictos que los de los países normales. Prácticamente no hay una
jurisdicción offshore que no cuente con una unidad policial antiblanqueo, y el secreto bancario
no ampara los capitales sospechosos de proceder de este tipo de actividades ilícitas. Además,
como consecuencia del ataque terrorista del 11-S muchos de estos países han adoptado nueva
legislación y mucho más estricta aún. Algunos incluso han impulsado acuerdos internacionales
para perseguir mejor el delito, como es el caso del brillante tratado que acaban de firmar
Liechtenstein y los Estados Unidos. Es imposible llegar a un banco offshore con una maleta
llena de dinero y depositarla sin más. Es necesario demostrar el origen lícito de ese dinero. El
dinero de la droga y de otras actividades ilegales probablemente esté colocado en las grandes
bolsas de valores y, sobre todo, en propiedad inmobiliaria en las grandes ciudades del mundo.
No se puede descartar que algunos mafiosos utilicen empresas offshore o consigan engañar a
algún banco offshore para sus propósitos, pero estoy convencido de que, por cada centavo que
estas mafias tengan en un país offshore, poseen muchos dólares en los países “normales”.
— 316 —
Pero, ¿por qué, entonces, esa campaña generalizada anti-offshore?
El modelo económico de los grandes países europeos y latinoamericanos es un modelo iliberal
originado tras la Gran Depresión y consolidado después de la Segunda Guerra Mundial. Es un
modelo de altísima recaudación fiscal y fuerte presencia del Estado en la economía, y ese
modelo sólo era manejable en economías relativamente cerradas, o abiertas selectivamente y
por bloques. Hoy ese modelo ya no es sostenible, por dos motivos. Primero, porque la
globalización de la economía relega a los Estados a su auténtico papel: el de árbitros y no el de
jugadores. Segundo, porque la revolución de las telecomunicaciones ha puesto lo internacional
al alcance de cualquiera. Los Estados hiperrecaudadores están asustados ante la rápida
recuperación de soberanía por parte de sus súbditos. Estos ya no dependen tanto como antes
de las decisiones políticas que adopten sus respectivos gobiernos porque, sencillamente, tienen
a su disposición todas las posibilidades que ofrecen los demás países, tanto “normales” como
de baja fiscalidad. ¿Cómo va a mantener Finlandia la presión fiscal más alta del mundo, por
encima del 70 %, si sus empresarios apenas necesitan conectarse a Internet o tomar el ferry a
Estonia para eliminar una parte considerable de sus impuestos? La armonización fiscal es un
mito incluso dentro de bloques como el Mercosur o la Unión Europea. Pero los Estados de
inspiración socialdemócrata, como lo son todos los grandes Estados europeos y algunos de los
principales países latinoamericanos, hacen esfuerzos desesperados por mantener ese modelo,
que confiere a la clase política un poder enorme. En su camino se interponen los países de
escasa o nula fiscalidad, y contra ellos se ha lanzado una auténtica cruzada: no hay más que
ver la campaña desatada por la OCDE, un mero organismo de estudios económicos que ha
pretendido sin éxito erigirse en una especie de policía financiera global, actuando como
“martillo de herejes” (los “herejes” que apuestan por la libertad económica y el derecho a la
privacidad financiera).
Entonces, ¿hay motivos para estar preocupados por el futuro del sector financiero offshore?
¿Los paraísos fiscales tienen los días contados?
No, no. Ni mucho menos. La campaña de la OCDE y de algunos gobiernos es un ejemplo clásico
de actuación de cara a la galería. La hipocresía y la doble moral caracterizan el discurso de
esos países, ya que sus élites políticas y económicas son las primeras interesadas en el
mantenimiento del statu quo. Además, incluso si esos países realmente decidieran adoptar
medidas anti-offshore, ¿qué podrían hacer? ¿Prohibir Internet? ¿Prohibir a la gente viajar al
extranjero? ¿Prohibir el uso de dinero en efectivo? ¿Prohibir el comercio exterior? Las medidas
que habría que tomar para acabar con los llamados paraísos fiscales serían comparables a un
régimen totalitario de alcance global, con una Gestapo financiera que es, sencillamente,
inviable. La revista International Investor ha calculado que el 64 % del dinero del mundo
transitó por un paraíso fiscal a lo largo del año 2000. Y se cree que entre el 15 % y el 20 % de la
riqueza mundial está en el sector offshore. El sector offshore es una pieza clave de la economía
mundial. Por más ruido que hagan algunos, la libertad económica está siendo conquistada y los
países de baja fiscalidad son un gran aliado de la gente en esa lucha por su emancipación
financiera frente a los Estados convencionales.
Desde un punto de vista democrático, ¿no sería cuestionable la evasión de las obligaciones
tributarias por parte de algunas empresas, que además estarían compitiendo con ventaja
frente a las que sí pagan?
Es que no se trata de evadir impuestos, desde luego. Una de las consecuencias de la campaña
anti-offshore es que mucha gente ha terminado por percibir a los llamados paraísos fiscales
como destino del dinero evadido de la obligación tributaria. En primer lugar, creo que entre
liberales está de más justificar la necesidad de reducir la carga tributaria y refugiar parte de la
poca o mucha fortuna personal o corporativa en países seguros. En segundo lugar, es necesario
explicar y aclarar que la inmensa mayoría del dinero que termina en un “paraíso fiscal” no ha
escapado de la Hacienda de otro país, sino que se ha generado directamente en ese “paraíso
fiscal” o en otro país, de forma legal. Es lo que se llama planificación fiscal internacional, o en
inglés “taxplanning”.
— 317 —
¿En que consiste el “taxplanning”?
Hoy en día existen más de doscientas veinte legislaciones fiscales diferentes. Por otro lado, la
complejidad del comercio internacional hace que desde el origen hasta el destino de un
producto (o incluso de un servicio) éste transite por varias empresas y países. El “taxplanning”
simplemente estudia la ruta más adecuada para que el principal beneficio de la operación
comercial se produzca en territorios de baja fiscalidad y esté sometido jurídicamente a una
tributación muy escasa. Es así de sencillo (y de lícito).
Pero, entonces es una herramienta disponible solamente para las empresas que compran o
venden en el exterior...
No, cada vez menos. Hoy en día la economía está tan globalizada y los mecanismos de
“taxplanning” son tan diversos que casi cualquier negocio puede beneficiarse de una ingeniería
adecuada a sus necesidades. Y la reducción de su impacto fiscal viene a ser de entre el 50 % y
el 90 %.
Entonces, ¿por qué no está extendido el “taxplanning” en los países de raíz latina?
En realidad sí lo está. Además contamos con países latinoamericanos como Panamá o Uruguay
que tienen legislaciones interesantes para diseñar determinadas estrategias. El problema en los
países latinos, a ambos lados del Atlántico, es que tradicionalmente sólo las grandes
corporaciones utilizan el “taxplanning”, y además con mucho sigilo. En países como Estados
Unidos o Gran Bretaña, la planificación fiscal internacional es un elemento ordinario de la
actividad empresarial, y sus proveedores se anuncian en la prensa como cualquier otra empresa
de servicios. En los países latinos, tal vez por las características de nuestra cultura y por el
enorme poder intimidatorio de las Haciendas públicas, el “taxplanning” se lleva a cabo con
gran discreción, pese a ser enteramente legal. Ahora la batalla es extenderlo a las empresas
medianas y hacer así que la mayor parte de la comunidad empresarial pueda beneficiarse de
esta herramienta y minimizar su pago de impuestos. Otro problema es que en los países latinos
está muy extendido el uso de medios irregulares para reducir la declaración de impuestos. Yo
creo que es un gran error y un riesgo innecesario, que es mejor declarar el beneficio y pagar lo
que corresponda, pero, eso sí, después de haber diseñado y ejecutado una estrategia sensata
de “taxplanning” que haya situado legalmente fuera del país la generación de una parte
sustancial del beneficio.
Pero la mayor parte de los países “normales” han adoptado leyes anti-paraíso y entonces es
una temeridad hacer que los bienes comerciados pasen por empresas offshore.
Es que ése era el mecanismo empleado hace quince o veinte años, pero ya no se utiliza. Hoy
día se aprovechan las legislaciones de algunos países “onshore” (es decir, “normales”), los
tratados de doble imposición y otros mecanismos, y el “paraíso fiscal” solamente aparece al
final del esquema, como destino final del beneficio. La empresas que utilizan servicios de
“taxplanning” no incorporan a su contabilidad facturas de países offshore, sino de países
“normales”. Después hay un tránsito del beneficio entre esos países “normales” intermediarios
y los centros financieros offshore donde el cliente refugiará su dinero. El “taxplanning” es un
esfuerzo por cumplir estrictamente la legislación de todos los países intervinientes: nada más
se organiza la operativa comercial de forma que esas legislaciones jueguen a nuestro favor, en
lugar de comerciar directamente y llevarnos después la desagradable sorpresa de que hemos
generado el beneficio en un país de alta tributación, y que por tanto tendremos que pagar una
fortuna a Hacienda.
Usted está considerado como uno de los grandes expertos europeos en materia de
“taxplanning” y otros servicios offshore. ¿Qué ventajas puede ofrecer a los empresarios
latinoamericanos?
América Latina es, aunque con grandes diferencias de un país a otro, una región en la que
resulta especialmente necesario el refugio exterior de capitales y, desde luego, el uso de
estrategias de “taxplanning” en la actividad empresarial. Cuando fundé Gabinet de Consulting
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Internacional, hace ahora doce años, me propuse adaptar el conjunto de servicios offshore, y
especialmente la planificación fiscal internacional, a la mentalidad y a las necesidades
especiales del cliente latino, tanto en Europa meridional como en el continente americano. Es
una mentalidad de negocio distinta de la germánica o de la anglosajona, y algunas veces es más
complicado que el empresario latino llegue a comprender las estrategias trazadas. Sin
embargo, la progresión de crecimiento de Gabinet de Consulting Internacional es geométrica, y
creo que esto responde a una tendencia general del sector. Es como si los empresarios latinos
estuvieran despertando de un prolongado letargo tributario y comenzaran a darse cuenta de
que están desperdiciando la oportunidad de reducir legalmente sus impuestos hasta cifras muy
asumibles. Tenemos varios clientes en la región latinoamericana.
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El Estado y su pompa
Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2002
La sumisión de los ciudadanos al Estado tiene un firme apoyo en la pompa estatal. Los
tratamientos, la ornamentación, las formas y las maneras que rodean al Estado y a sus
representantes son una arcaica herencia de los tiempos en que el poder político estaba
divinizado, y contribuyen en gran medida a que la gente común sienta un temor
reverencial al Estado que le resulta muy útil a éste. Nada fastidia más a los políticos que
reírse de la falsa y abultada pomposidad que les rodea.
“Pomposo” es uno de los adjetivos que mejor acompañan a la palabra “Estado”. No hay Estado
que no sea pomposo, no hay gobierno ni gobernante que no se apresure a revestirse de
majestad y gloria. Hasta el último alcalde de la más pequeña aldea ya se cree superior en
rango al resto de sus semejantes. Un presidente español dijo una vez que tenía una fórmula
infalible para convertir a un hombre serio e inteligente en un perfecto idiota: nombrarle
ministro. En efecto, los nuevos ministros se regocijaban de tal manera en los oropeles, la
decoración, la importancia social y el tratamiento derivados de su cargo que uno de ellos llegó
a decir públicamente que “un ministro es un bien de Estado” para justificar el haber dejado en
tierra a varios pasajeros de un vuelo lleno al objeto de tomarlo él y su séquito. Ese estúpido
ministro me recuerda la excelente parodia de Cantinflas: dos embajadores poniéndose
medallas mutuamente, hasta el absurdo.
¿De dónde viene la pompa del Estado? Contra la visión de la sociedad que presentan los
alumnos de Karl Marx, la economía no lo es todo. La motivación principal de la acción humana
(al igual que sucede en las principales especies de primates) es el reconocimiento de los
demás. El ansia de dinero no implica un anhelo exclusivamente de bienestar, comodidad y
placer, sino que es, también, una forma de obtener bienes y servicios que obliguen a los demás
a reconocernos, admirarnos, admitirnos en su club o someterse socialmente a nosotros. Es así
de absurdo, pero es inevitable. Los seres humanos tienen el ansia de reconocimiento marcado a
fuego en su ADN, y para conseguirlo son capaces de las decisiones más arriesgadas,
contraproducentes o antieconómicas. Cualquier héroe patriótico o mártir religioso es un
ejemplo de ello. Muchas personas matarían o morirían por dinero, pero son muchas más las
que, llegado el caso, lo harían por reconocimiento, incluso póstumo.
Cuando el Estado tomó forma como organización de la sociedad, se encargó ante todo de dejar
claras dos cosas: que sólo él tiene el monopolio de la violencia legítima y de la administración
de justicia, y que él está, en rango, muy por encima de todos los individuos y grupos. Esta
última exigencia no es gratuita ni responde solamente al afán de reconocimiento de los
gobernantes del momento, sino que es una necesidad del Estado. Si el Estado es venerado
como la institución más importante de la sociedad, se legitima para tomar y usar a su criterio
cotas