Juan Pina
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Juan Pina
Juan Pina Selección de artículos y entrevistas (1996-2008) — 2 — La presente selección incluye artículos publicados por Juan Pina en diversos medios de comunicación, ya sea con su nombre, con pseudónimo o sin firma (editoriales, reseñas, etc.), así como entrevistas, ensayos y otros textos. Aparece solamente el medio donde se publicó originalmente cada contenido, no los que en cada caso hayan solicitado posteriormente permiso de reproducción. Esta selección permite comprender la evolución ideológica del autor a lo largo de los años. — 3 — — 4 — Paraguay: entre el golpe de Estado y el estado de golpe Artículo para Europa Sur, 29-04-1996 Hotel Guaraní (Asunción), noche del 9 de mayo de 1993. Numerosas personalidades paraguayas, el Cuerpo Diplomático entero y los dirigentes de las delegaciones extranjeras de observadores electorales (el ex-Presidente Jimmy Carter y otros muchos, entre ellos este autor) seguimos el escrutinio desde el céntrico hotel asunceno, convertido en centro de datos. La embajadora española, Asunción Ansorena, confirmando por enésima vez en el transcurso del proceso electoral que no se entera de nada de lo que sucede a su alrededor, nos informa de que cree que ganará el Encuentro Nacional (que quedó tercero y a gran distancia). La delegación de eurodiputados perfila el borrador de su comunicado a los medios paraguayos: los representantes socialistas, siguiendo seguramente instrucciones de Javier Solana, quieren dar por buena a toda costa la consulta, mientras yo pido a Raúl Morodo que les haga esperar hasta más entrada la noche. En la calle los ánimos están muy tensos, lo que obliga a redoblar las medidas de seguridad en los accesos al hotel. Las patotas (grupos de provocadores callejeros) del Partido Colorado celebran/imponen su victoria con menos del 0’5 % del voto escrutado. La noche anterior, en plena jornada de reflexión, la Junta Electoral Central ha decidido crear más de ochenta mesas nuevas. Ya unos días antes, en violación flagrante de la recién estrenada Constitución de 1992, se había prohíbido la entrada en el país a los ciudadanos con puestos de trabajo en Argentina y Brasil, que habrían votado masivamente a la oposición. Los observadores nos negamos a respetar el fraude sistemático en los comicios. De pronto, la enorme sala del hotel queda en silencio y todos contemplamos con asombro los monitores de televisión. En ellos suena el himno nacional y se lee un escueto texto: “Mensaje del General Lino César Oviedo”. Todos temimos un golpe de Estado, ante los insistentes rumores de una gran victoria liberal que habría llevado a Domingo Laino, el histórico líder de la oposición a la dictadura de Stroessner, a una más que merecida presidencia de la República. El centroizquierdista Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA) contaba con el apoyo de todas las demás fuerzas históricas de oposición, desde los comunistas a la democracia cristiana. Cuando por fin aparece el jefe del ejército, cargado de galones y medallas, se limita a informar a la nación de que ha estudiado la coyuntura política y ha resuelto “aceptar el resultado de las urnas”, por lo que da su enhorabuena al Partido Colorado por su victoria. Todavía no había datos oficiales. Tras el mensaje, los paraguayos demócratas, demasiado acostumbrados a estas cosas, tenían cara de tristeza y resignación, mientras los extranjeros no podíamos contener la indignación y la rabia ante tanta prepotencia. Lino Oviedo, llamado en Paraguay el “jinete bonsai” (por su escasa estatura, proporcional, al parecer, a sus principios democráticos) es un brillante militar formado en la academia alemana. Dos días antes de las elecciones, el embajador alemán me comentó que la gente exageraba sobre Oviedo. “No hay peligro, nosotros le conocemos bien, lo que le pasa es que es muy militar, con todo lo que ello implica en América Latina”. Y tanto. Las eleciones se celebraron con una columna de tanques, oficialmente en maniobras, camino de Asunción. No es despreciable el porcentaje de ciudadanos que votaron al Partido Colorado por miedo a que una victoria de la oposición motivara al Ejército a tomar el poder. Jimmy Carter, afortunadamente, se anticipó a los Eurodiputados (condicionando de paso su declaración final, mucho más cauta de lo que habría gustado en Madrid) y declaró que el proceso electoral había sido turbio, se habían registrado numerosos casos de fraude y la votación no se había celebrado en condiciones de libertad y secreto aunque, con todo, no podía hablarse tampoco de un fraude total. Al día siguiente llegó a la capital una observadora húngara de mi delegación que había sido brutalmente agredida por los colorados al denunciar la ausencia de papeletas de los demás partidos en un lejano colegio electoral del Chaco, la inmensa zona semidesértica que ocupa la mitad del país. Mi delegación acreditó, con apenas treinta observadores dispersos por todo Paraguay, varios cientos de casos de fraude: voto de — 5 — muertos, ausencia de papeletas liberales, voto doble o múltiple, maquillación de las actas en las sedes coloradas antes de enviarlas a Asunción, y, por supuesto, condicionamiento del voto por parte de piquetes colorados. Los resultados oficiales llevaron al multimillonario y ultracatólico candidato colorado, Juan Carlos Wasmosy, al Palacio de los López, pero con una importante limitación a su presidencia: la suma de los escaños del PLRA y del Encuentro Nacional de Guillermo Caballero Vargas (partido formado por sectores yuppies del coloradismo capitalino convertidos a la democracia y apoyados discretamente por los socialistas europeos) dejaba en minoría a las bancadas (grupos parlamentarios) coloradas tanto en el Senado como en la Cámara de Diputados. Además, varios de los principales departamentos (provincias) del país quedaron en manos de gobernadores liberales, incluyendo el Departamento Central, donde vive la cuarta parte de la población. Desde aquellas históricas elecciones de 1993, Wasmosy ha ensayado una política de diálogo que en gran medida ha dado resultado al sentar las bases, al menos, de una vida política menos crispada. La oposición, por su parte, tuvo la serenidad y el sentido de Estado de aceptar los resultados electorales, claramente amañados, confiando en que ello favoreciera un desmantelamiento del aparato de poder militar y económico (muchos dicen que vinculado con el narcotráfico) heredado por el impopular Lino Oviedo del régimen de Alfredo Stroessner. Wasmosy ha procurado dar juego a la oposición, consensuar las grandes líneas de su mandato y rodearse de los sectores menos nostálgicos del Partido Colorado. Este orden de cosas, que ha hecho posible uno de los periodos más tranquilos y productivos de la reciente historia paraguaya, se rompió el pasado 23 de abril cuando Wasmosy firmó el cese de Oviedo en su cargo de comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Según fuentes liberales, las relaciones entre ambos se habían deteriorado a consecuencia de algunos turbios asuntos de negocios comunes y, por otro lado, las inminentes elecciones internas en el Partido Colorado, enormemente fragmentado, les habían colocado en posiciones encontradas. Oviedo acuarteló a la caballería y logró que la mayor parte de la artillería y la infantería le secundaran. Las exiguas fuerzas aéreas y la policía apoyaron al Presidente, que contó en todo momento con el apoyo unánime del parlamento, reunido en sesión de urgencia. La calle (incluyendo a la mayor parte del coloradismo), la iglesia católica, los sindicatos, la patronal y todas las cancillerías estaban también de parte de Wasmosy. Estados Unidos amenazó incluso con enviar tropas en apoyo del Gobierno paraguayo. Es incomprensible por tanto que Wasmosy, al parecer con mediación argentina, negociara nombrar a Oviedo Ministro de Defensa, hecho que posteriormente no se ha producido ante la enorme presión social e internacional. Wasmosy ha perdido en minutos el mayor capital de apoyo popular con el que había llegado a contar, y ha tenido que escuchar a sus propios compañeros colorados gritar bajo su ventana “Wasmosy, cobarde, el pueblo está que arde” y otras consignas que evidencian la discreta imaginación publicitaria del paraguayo medio. Oviedo, con el perdón dudosamente legal de Wasmosy, no se enfrentará a los cargos de sedición que le corresponden. La oposición ha anunciado que pondrá en marcha el mecanismo constitucional de juicio político al Presidente. Este, a su vez, arremete ahora —con gran dureza verbal exenta de consecuencias prácticas— contra Oviedo, quizá para paliar su imagen de cobardía. El Noriega del Chaco afirma que pretende dedicarse a partir de ahora a la política, aunque muchos se preguntan si habrá caído en la cuenta de que para ello necesitará seguidores, y que, si los consigue, no podrá tratarles como a sus subordinados en el ejército. Quien durante años ha mantenido a su pueblo a las puertas de un golpe de Estado parece haber perdido su última opción de llevar a su país hacia atrás en el túnel del tiempo. Los paraguayos y cuantos adoramos ese país sencillo y encantador nos preguntamos ahora si estos incidentes llegarán a servirle (igual que el 23-F a España), como vacuna contra futuros golpes. Pero, en el actual concierto internacional, el peligro que los militares representan en Paraguay —y en buena parte de América Latina— es, más que la amenaza real de un golpe de Estado viable, su excesivo poder fáctico y su acendrada cultura de desprecio a la autoridad civil, que provocan en la sociedad una angustiosa sensación de tutela, un permanente estado de golpe. — 6 — Entrevista a Joseph García, líder político gibraltareño Revista Sociedad Global, 25-06-1996 ¿Cómo valora las recientes elecciones celebradas en la colonia? Los resultados de las elecciones tienen que ser respetados como base de la voluntad del pueblo, porque esto es la esencia de la democracia. La participación del ochenta y ocho por ciento es un tributo al pueblo de Gibraltar. Había mucha gente harta con la manera en que la administración socialista había llevado la política interna en los últimos cuatro años. Este descontento ha condujo a una polarización de las posturas entre los partidarios de deponer a los socialistas y las personas en contra. Con una situación tal, el centro político se redujo, y esto explica el resultado electoral del Partido Nacional. El sistema electoral en Gibraltar no es representativo de cómo el pueblo emite su voto, y esto no ayuda. En Gibraltar tenemos un sistema colonial muy peculiar, y los electores tienen ocho votos para quince escaños. ¿Qué tipo de partido político es el Partido Nacional? La ideología del partido es una ideología liberal. Los derechos individuales, los derechos del pueblo y de las minorías son temas centrales de la filosofía politica del Partido Nacional. De acuerdo con esta filosofía, el partido cree firmemente en el derecho a la autodeterminación del pueblo de Gibraltar. Como sabe, Gibraltar es una colonia y debe ser descolonizada. El punto de partida de mi partido es que sólo el pueblo gibraltareño puede decidir su futuro. Este concepto del derecho del pueblo es parte vital de la ideología liberal. Ser oposición fuera del Parlamento nos permite trabajar por Gibraltar y por sus ciudadanos. Nosotros proporcionamos un servicio a los miembros del pueblo, destacamos artículos en los medios de comunicación, y buscamos proyectar el punto de vista de Gibraltar internacionalmente. Por ejemplo, recientemente mandamos una delegación para asistir al 47º Congreso de la Internacional Liberal en Holanda. ¿Cómo valora la reacción española ante las elecciones celebradas en Gibraltar? El problema con los sucesivos ministros de Exteriores españoles es que para ellos los gibraltareños no existen. La gente de Gibraltar quiere una relación cordial con España, pero el problema es que las autoridades españolas no ven que hay treinta mil personas que viven en Gibraltar, y que estas personas tienen derechos. La noción de pasar un territorio de un monarca a otro contra la voluntad de sus habitantes es extraña en esta epoca. Estamos en mil novecientos noventa y seis, no en mil setecientos cuatro. En mil novecientos ochenta y cuatro se inició un proceso de negociación entre Gran Bretaña y España sobre Gibraltar. Entre sus muchas fallos, este foro no reconoce a los gibraltareños como parte de las discusiones. Es como si la gente de Gibraltar no existiese, cuando la realidad es que ellos deben ser el factor más importante de la ecuación. ¿Cree que el gobierno recién elegido hará concesiones a España? No. El nuevo ministro principal ha dicho que no hará concesiones a España en el tema de la soberanía. ¿Cuál es su opinión política respecto a la reivindicación territorial española? La petición española es anacrónica, prehistórica, y está fuera de contexto. El hecho es que Gibraltar es una colonia y debe ser descolonizada de acuerdo con la expresión democrática de los deseos de sus ciudadanos. Esta es la única solución democrática. Es posible que, según se vayan enraizando las tradiciones democráticas en España, las autoridades españolas contemplen el problema de Gibraltar desde un ángulo más democrático. Las actitudes tienen que cambiar. Es importante recordar que los sucesivos gobiernos españoles, desde la dictadura del General Franco hasta la actualidad, han utilizado con frecuencia el asunto de Gibraltar para distraer la atención de los problemas internos. Esto significa que muchas generaciones de españoles tendrán que cambiar para que esta nueva actitud más democrática alcance los niveles políticos y oficiales. Hoy es ya el veintiocho por ciento de los españoles el que apoya la autodeterminación de Gibraltar. Es de esperar que esta cifra siga creciendo. — 7 — Pero en España no se ve a los gibraltareños como una colectividad arraigada y diferenciada... Los gibraltareños que hoy viven en el Peñón pueden remontar sus raices hasta hace casi trescientos años. Cuando los ingleses conquistaron el Peñón de Gibraltar en el año mil setecientos cuatro, ganaron una fortaleza sin población civil. A medida que pasaba el tiempo, comerciantes de todo el Mediterráneo llegaron a Gibraltar y se instalaron allí. Había lazos muy fuertes con lugares como Génova y Malta. Este proceso de inmigración llevó a la formación de los gibraltareños que conocemos hoy. En otras palabras, de la misma manera que el concepto de americano o australiano ha surgido a lo largo de los años a causa de la emigración histórica, lo mismo puede decirse de los gibraltareños. Los gibraltareños han habitado Gibraltar desde antes de que los Estados Unidos existieran como pais. Así pues, el pueblo de Gibraltar nunca ha sido español ni inglés. Es un pueblo distinto, con su propia cultura, y su propia evolución política e histórica, que ha sido siempre distinta y ha estado siempre separada de la española. La tragedia es que este hecho histórico sea ignorado o desconocido en los círculos oficiales de Madrid, donde se contempla nuestro hogar nacional como una simple finca en disputa. — 8 — Entrevista a Malela Idjabe, dirigente político de Guinea Ecuatorial en el exilio Revista Sociedad Global, 17-07-1996 Malela Idjabe es el Secretario General del Partido Liberal Progresista de Guinea Ecuatorial, exiliado en España. En los últimos meses, Idjabe ha realizado un arriesgado viaje a su país para estar presente durante la mascarada electoral del régimen de Obiang. Los liberales ecuatoguineanos desean el mismo apoyo de la Internacional Liberal que socialistas y democristianos reciben de sus respectivas internacionales. Usted ha presenciado el proceso electoral ecuatoguineano, boicoteado por la oposición democrática. ¿Qué destacaría de estas elecciones? MALELA IDJABE: Fundamentalmente dos cosas. Por un lado, el convencimiento del régimen de Teodoro Obiang y su entorno en la fortaleza que hasta ahora le ha caracterizado; y, por otro, la apuesta firme de la oposición democrática por establecer un régimen de libertades en Guinea Ecuatorial. Todo esto a nivel interior. A nivel exterior es destacable el inmenso desconocimiento y desinterés de la comunidad internacional. Para el régimen, las elecciones han supuesto, más que una oportunidad para que el pueblo eligiera libremente a su jefe de Estado, una nueva demostración de las atrocidades y los atropellos que la dictadura es capaz de cometer. Sin em-bargo, hay que pensar que estas elecciones más que unas legislativas han sido un referéndum, y su propio desarrollo ha significado un claro rechazo de la población al régimen. El voto debió ejercerse de forma pública, sin secreto electoral. En mi país se vota bajo amenazas. Así, por ejemplo, los estudiantes fueron amenazados con la obtención de sus certificados, los funcionarios debieron ejercer su voto en el propio puesto de trabajo, amenazados de despido, etcétera. Esto hace que la celebración de las elecciones, lejos de ser una fiesta democrática, haya sido una nueva im-posición dictatorial que hace albergar ahora más deseos si cabe de sustituir esa pantomima por unos comicios reales donde elegir libremente un parlamento y un presidente democráticos. P.: ¿Sirve de algo que la comunidad internacional haya condenado las elecciones? M.I.: Para la oposición democrática es importante porque significa que las denuncias constantemente realizadas están teniendo cierto alcance. Pero, sobre todo, contra un régimen como el ecuatoguineano lo que hace falta es una mayor firmeza a la hora de adoptar algunas decisiones. Y no sólo con respecto al gobierno sino también respecto a las firmas extranjeras que lo financian. P.: Por cierto que el reciente descubrimiento de petrróleo en su país podría ser un balón de oxígeno para el régimen. M.I.: De hecho lo está siendo ya. Para estas pasadas elecciones, el régimen no obtuvo financiación exterior para la campaña del llamado Partido Democrático de Guinea Ecuatorial, del dictador Obiang, y aparentemente sí de la multinacional petrolífera Mobil. Y Mobil acaba de comprar un alto porcentaje de acciones de la compañía Shell en Guinea Ecuatorial, convirtiéndose en el socio mayoritario de las empresas con intereses petrolíferos en el país. P.: Para un dirigente político que ha pasado los últimos años en el exilio, ¿cómo es hoy Guinea Ecuatorial y qué esperanzas hay de que el pueblo ecuatoguineano apoye un cambio de régimen? M.I.: Guinea Ecuatorial es un país cuya sociedad ha avanzado en su cultura política más por influencia de los procesos democráticos —siquiera aparentes— de los países de su entorno que porque se le haya dado facilidades para desarrollar su propio proceso. En este sentido es importante el papel de los dirigentes de la oposición democrática, ya que sólo ellos pueden y deben dotar a la población de aquellos mecanismos de participación que les vienen históricamente negados. — 9 — P.: Se comenta con frecuencia —al menos en España— que la oposición es tan poco presentable como el propio régimen de Obiang, al menos desde el punto de vista de su lealtad a los principios democráticos. M.I.: Esas descalificaciones al conjunto de la oposición no están justificadas, pero la experiencia que tenemos es que un importante número de personas y partidos que formaron parte de la ilusión democratizadora del pueblo se han sumado después al régimen a cambio de peque-ñas prebendas, lo que constituye una de las grandes traiciones por las que ha pasado Guinea Ecuatorial en sus 28 años de soberanía. P.: ¿Cómo valora el papel de España en todo esto? ¿No está Madrid apo-yando de hecho la continuidad del régimen? ¿Y qué espera del nuevo gobierno? M.I.: Sería difícil no encontrar cierta anuencia por parte de España a la continuidad del régimen. Pero es también verdad que la oposición ha de hacer una autocrítica porque de su credibilidad dependerá que España tenga mayor o me-nor confianza en un eventual cambio político en Malabo. Por otro lado, parece claro que en España los compromisos de llevar a cabo una política de Estado en materia exterior se limitan a la Unión Europea y América Latina. Eso exige por parte ecuatoguineana un mayor esfuerzo para implicar no sólo a España sino al conjunto de la Europa democrática a sensibilizarse por los derechos humanos y la democracia en Guinea Ecuatorial. De cara a Guinea Ecuatorial, no pienso que el PP vaya a representar un gran cambio frente al PSOE. Es evidente que es una ocasión propicia para entablar una nueva manera de relacionarse con la oposición, y nuestro partido brinda al nuevo gobierno español el esfuerzo necesario para llevar a mejor término ese diálogo. No parece que la estrecha relación entre el Sr. Moto y algunos dirigentes individuales del Partido Popular vaya a traer como consecuencia un giro del gobierno español hacia un apoyo mayor al Partido del Progreso. Pero si eso fuera así y supusiera un cambio de régimen en nuestro país, los liberales lo apoyaríamos aunque como consecuencia salieran beneficiados nuestros rivales democristianos, ya que el actual momento político requiere ante todo la unión de los demócratas contra Obiang. P.: La Internacional Demócrata Cristiana ha apoyado consistentemente al Partido del Progreso, de Severo Moto. ¿Se siente usted, co-mo líder del Partido Liberal Progresista, huérfano de la Internacional Liberal? M.I.: Huérfano no pero sí necesitado de su protección, de su apoyo po-lítico. La Internacional Liberal debe comprender que en mi país el pensamiento liberal, contra lo que pueda parecer, tiene un gran calado. Somos el único país de nuestro entorno donde todas las fuerzas ideológicamente liberales hemos superado los personalismos y nos hemos nucleado en torno a un gran partido: el PLP. Por un lado los democristianos y por otro los socialistas están divididos en el seno de la oposición, además de haber sufrido fugas de personas y grupos que se han vendido al régimen. P.: ¿Qué modelo de Estado y de país quiere su partido? ¿Hacia dónde se dirigiría un gobierno del PLP? M.I.: El PLP aspira a alcanzar un sistema plenamente democrático basado en el control mutuo de los tres poderes del Estado. Exigimos la abolición de la pena de muerte y pedimos un esfuerzo colectivo para terminar con la violación pasiva de los Derechos Humanos. Es la falta de formación y de los más elementales bienes y servicios la que causa esa violación pasiva. ¿Cómo vamos a educar en la solidaridad y en la democracia a nuestros niños y jóvenes si ni siquiera tienen una escuela y una sanidad digna, si no tienen tan siquiera un horizonte de futuro por el que luchar? Un gobierno liberal se encaminaría también hacia una mayor descentralización. Para un país como el nuestro, una descentralización realizada copiando modelos podría conducirnos al ejemplo de atomización de Nigeria (es decir, un modelo oficialmente federal donde se multiplican las administraciones públicas sin dividir realmente el poder). Pero sí apostaríamos decidi-damente por un marco federal a largo plazo, ya que alcanzarlo requerirá una transición compleja. P.: ¿Y qué haría el PLP con Obiang? — 10 — M.I.: Depende de cómo se produjera el cambio en Guinea Ecuatorial. O negociar una residencia en el exterior o, ante un cambio democrático en las urnas, se le tendría en cuenta como un dirigente político más, líder de una fuerza política y sin poder alguno en las fuerzas armadas. Pero creo que con Obiang residiendo en el país la democracia sería más difícil de alcanzar y las tensiones se agravarían. Sería un poder fáctico muy preocupante. Obiang tiene, en cualquier caso, responsabilidades penales que compete analizar y en su caso depurar a los tribunales de justicia, tanto por las violaciones de Derechos Humanos como por el expolio del país. P.: ¿Qué fortuna personal se le calcula a Obiang y cómo la ha obtenido? R.: Se habla de unos diez mil millones de pesetas. Desde el año 1979, Obiang ha ido amasando su for-tuna a través de expropiaciones, haciéndose con los bienes de los españoles expulsados durante la dictadura anterior de Francisco Macías. También se ha enriquecido a través de la ayuda internacional, fundamentalmente española, y de la constitución de empresas fantasmas que le han permitido explotar la madera, el petróleo y la otorgación de licencias pesqueras sin control alguno. En 1988 se permitió el depósito de residuos nucleares en Annobón a cambio de dinero que se embolsó Obiang, poniendo en peligro a la población de la isla. Según un informe de las autoridades francesas, Guinea Ecuatorial es un Estado traficante, que actúa como puente en el tráfico de drogas y como blanqueador de dinero negro. Un diplomático de la embajada en Madrid fue expulsado por tráfico de drogas a gran escala, y hoy es ministro de Obiang. P.: ¿Qué perspectivas de futuro tiene el PLP? M.I.: Estamos muy ilusionados con el proyecto de construcción de un gran partido liberal en Guinea Ecuatorial. Con el esfuerzo de todos lograremos presentar un proyecto sólido a la sociedad ecuatoguineana. A partir de ahí, esperamos que nuestro pueblo reconozca el esfuerzo de los liberales y la necesidad de llevar nuestras ideas al parlamento. — 11 — Entrevista a Mohammed Abdelaziz, presidente la República Árabe Saharaui Democrática y Secretario General del Frente Polisario Revista Sociedad Global, 17-07-1996 Sr. Presidente: ¿cómo interpreta la RASD el informe de Boutros-Ghali al Consejo de Seguridad, en el que renuncia a celebrar el referéndum? MOHAMMED ABDELAZIZ: El Plan de Paz ONU-OUA para el Sáhara Occidental no se presta a ninguna ambigüedad, tanto más por cuanto ha sido aceptado por las dos partes en conflicto. Basado en el derecho, su único objetivo es la organización de un referéndum de autodeterminación libre y sin presiones por medio de una consulta que permita al pueblo saharaui elegir libremente su destino. Este plan define como base electoral el censo español de 1974 y establece las condiciones del escrutinio. Queda la celebración de este referéndum que la ONU intenta llevar a cabo desde hace cinco años, y que Marruecos impide. Rabat ha optado por la obstrucción con actos unilaterales de violación del Plan de Paz. Esto denota su intención de transformar la consulta en una confirmación del hecho colonial. Marruecos continúa imponiendo a una MINURSO que peca de impotencia los procesos que él juzga le son favorables, a la vez que continúa estableciendo las reglas del juego que le garantizarían de ante-mano los resultados del referéndum. La continua postergación de la celebración del referéndum de autodeterminación del Pueblo saharaui no puede por menos que afectar a nuestro pueblo, que se desmoviliza con cada cita inclumplida de la ONU. Por eso esperábamos que de parte de la ONU hubiera un avance de fondo, un progreso cuantitativo en el reciente informe del Secretario General de la ONU, una acción que pudiese dar un renovado impulso al Plan de Paz. P.: Si finalmente no se cumple con la celebración del referéndum, ¿la guerra se reanudará? M.A.: El Pueblo saharaui, que lucha desde hace más de veinte años por recobrar sus derechos, es-tá dispuesto tanto para la paz como para la guerra. No puede resignarse indefinidamente a seguir sufriendo el calvario del exilio y la agresión marroquí, como tampoco está dispuesto a aceptar la capitulación. Una situación de guerra engendra siempre sufrimientos e hipoteca la paz y la estabilidad, pero si las posibilidades de una solución por vía pacífica permanecen bloqueadas, nuestro pueblo estará en la obligación de retomar las armas y resistir a la lógica de la fuerza, asumiendo así sus responsabilidades ante la situación. P.: La situación de Argelia, ¿permite soportar de nuevo una guerra entre la RASD y Marruecos? M.A.: Profundamente imbuida de justicia y de igualdad, a Argelia le corresponde un rol de catalizador en el proceso de emancipación de los pueblos. Desempeñó un papel admirable en el movimiento de descolonización de la mayoría de los países africanos. El conflicto del Sáhara Occidental se incribe dentro de ese movimiento como último reducto del colonialismo en Africa. El apoyo argelino a la justa causa del Pueblo saharaui concuerda más que nunca con estos principios. P.: Si las circunstancias militares del Ejército saharaui no permiten alcanzar una victoria, ¿Habrá una negociación claudicante con Marruecos o se cumplirá el lema “toda la patria o el martirio”? M.A.: La negociación marca una etapa decisiva que permite avanzar y sacar a todo conflicto del atolladero en que se encuentra. La confianza debe ser restaurada e institucionalizado el diálogo. Esta sigue siendo la pieza fundamental en la elaboración de una paz definitiva. A la vez que está dispuesto para la celebración del referéndum y la instauración de un clima propicio para la paz, nuestro pueblo permanecerá movilizado tanto tiempo como sea preciso para continuar la lucha hasta recobrar la totalidad de sus derechos. P.: Una nueva tensión bélica en la zona, ¿qué consecuencias podría tener para el Maghreb? M.A.: El retorno de las hostilidades al que puede inducir la persistencia de la actitud obstruccionista de Marruecos, y la impotencia de las Naciones Unidas, es nefasto para la región, en la medida en que constituye el mayor obstáculo a la edificación del Maghreb árabe. — 12 — La solución justa y definitiva al conflicto del Sáhara Occidental es una condición sine qua non para la edificación de un Maghreb unido. P.: Vuelve a rumorearse la delicada salud del rey Hassan II. Su eventual muerte, ¿afectaría en alguna forma al problema del Sáhara? M.A.: Una eventual y súbita desaparición de Hassan II afectará directa e indirectamente a las opciones de orientación política vigentes en ese país desde los años sesenta. Durante los últimos veinte años, el rey de Marruecos hizo del Sáhara Occidental su pantalla de fondo de todos los asuntos del país: la más apremiante entre sus prioridades en la planificación, en las finanzas, lo que creó un serio desequilibrio con pocas o ninguna ventaja para la mayoría de sus ciudadanos. La continuidad de la política expansionista encuentra su única explicación en un problema irracional de prestigio. ¿Quién se pretende eterno? y ¿qué será de Marruecos después de Hassan II? Lo que sí es seguro es que ese país nunca será el mismo, los slogans acerca de la integridad territorial y las justificaciones a bombo y platillo no pueden llevar indefinidamente al engaño de todo el mundo. La política belicista será la primera huérfana y la continuidad de la guerra encontrará poco apoyo, incluso del ejército. Conocimos experiencias apabullantes, en Africa incluso, en Etiopía, que acabó eligiendo acomodarse a los dictados del siglo, aceptando la independencia de Eritrea. La cordura nos sugiere servirnos de la lección, porque la solución a los grandes problemas de Marruecos precisa una sucesión en calma, y estabilidad tras la desaparición del rey. P.: ¿La comunidad internacional es culpable del drama del pueblo saharaui? ¿Por qué en otros casos se aplica con fuerza la legislación internacional y no en el caso del Sáhara? M.A.: Nuestro mundo sigue marcado por el signo de la intolerancia, de la negación del otro, un mundo que aún arrastra el estigma del colonialismo que creíamos superado. Un mundo regido por un acuerdo que no siempre obedece a los principios y valores democráticos, sino el equilibrio de fuerzas. El ejemplo del Sáhara Occidental es ilustrativo de este orden de cosas. P.: La llegada del Partido Popular al gobierno, ¿representará un cambio en la línea española? M.A.: La política saharaui de los diferentes gobiernos españoles ha sido manchada no por el lejano pasado de un siglo de relaciones con el pueblo saharaui, sino desgraciadamente por oscuras circunstancias que rodearon la firma de los acuerdos de Madrid. El problema del Sáhara Occidental concierne a principios cardinales de la humanidad. La autodeterminación de un pueblo vecino y la culminación de una descolonización abortada recaen directamente sobre la entera responsabilidad internacional de ese país. Los vínculos con los países sugieren mayor perspicacia y más libertad de acción, sobre todo con Marruecos que pretende erigirse como único y exclusivo partenaire ocultando así las realidades maghrebíes, y sobre todo su continua pretensión de embarcar a España en su política, incluidas las cuestiones militares, negándole, sin embargo, un papel de interlocutor en la búsqueda de una solución pacífica en un territorio que aún conserva su nombre en las Naciones Unidas. Ante la historia y ante su pueblo, el nuevo gobierno español dispone de bazas y cualidades que le pueden permitir deshacerse de esta pesada herencia. España puede y está llamada a dotarse de todo el valor y los buenos sentimientos para llevar a cabo, junto con sus socios de la Unión Europea, una diplomacia activa y eficaz tendente a dar solución a este conflicto. España debe tomar iniciativas y merece estar siempre asociada a todo esfuerzo serio en la búsqueda de una solución del conflicto saharaui. P.: Por último, Sr. Presidente, ¿cómo está el ánimo de la población refugiada? M.A.: Está decididá, hoy más que nunca, a afrontar el desafío y retomar las armas, pues lo que está en juego es nuestro propio destino como pueblo, nuestra misma existencia. — 13 — Reseña del libro "Sobre el deber de la desobediencia civil", de Henry David Thoreau Revista Sociedad Global, 17-07-1996 Antonio Casado da Rocha nos ofrece una versión nueva del clásico de Thoreau sobre la desobediencia civil, un texto básico para comprender los orígenes de la ideología liberallibertaria en Norteamérica. Henry David Thoreau defiende la desobediencia civil no ya como derecho sino incluso como deber ante situaciones de opresión que reducen la dignidad del individuo. Casi ciento cincuenta años después de su publicación, la obra de Thoreau se revela como un texto radicalmente actual que, tras haber inspirado a muchos de los pensadores más progresistas desde su publicación, alcanza su pleno valor en las sociedades desarrolladas del Occidente actual. En palabras de Martin Luther King, “la no cooperación con el mal es una obligación moral en la misma medida que lo es la cooperación con el bien. Nadie ha logrado transmitir esta idea de forma más apasionada ni elocuente que Henry David Thoreau. Como resultado de sus escritos y de su testimonio personal somos los herederos de un legado de protesta creativa. Huelga decir que hoy las enseñanzas de Thoreau siguen vivas, es más: están más vivas que nunca”. Thoreau nació en 1817 en Concord (Massachusetts) en el seno de una familia pobre pero culta. Entre sus coetáneos, Thoreau trabó amistad con escritores como Nathaniel Hawthorne y Louisa May. Su consiguiente contestación de las imposiciones del poder le ocasionó problemas e incluso una temporada de arresto. El título que nos ocupa (véanse extractos en la sección “Textos Liberales” de este número de Sociedad Global), es la principal obra de Thoreau. El autor explora la relación entre el individuo y el Estado a través de conceptos tan innovadores como la objeción fiscal, la abolición de la esclavitud, el derecho y el deber de resistirse al gobierno, la apostasía frente a las imposiciones de la iglesia, etc. Thoreau titula muy significativamente uno de los capítulos “el Estado sólo puede obligarme a obedecer una ley más alta que yo”, y critica duramente la imposición del concepto de ley por encima del de justicia. Una lectura sorprendente y refrescante. — 14 — Entrevista a Esperanza Aguirre, ministra de Educación y Cultura de España Perfiles Liberales, 06-02-1997 PREGUNTA. Señora Ministra, ¿Cuál es el modelo de Educación por el que apuesta el actual Gobierno? RESPUESTA. Los dos elementos fundamentales que definen el marco general que orienta las políticas educativas del actual Gobierno son la libertad y la calidad, pero consideradas no de una forma aislada, sino aceptando y estimulando sus influencias recíprocas, desde la convicción de que un aumento de la libertad en educación genera un aumento de calidad educativa y que, a su vez, la calidad educativa incide, de un modo decisivo, en la libertad individual de las nuevas generaciones. El mercado puede ser visto, en lo esencial, como un mecanismo que suministra energía a las organizaciones y a los sistemas; que estimula su mejora porque pone en marcha procedimientos auto-correctivos. Por razones análogas, la libertad en educación no sólo constituye un fin en si misma, en la medida que atiende un derecho fundamental de la persona, sino que, además, se convierte en un instrumento de mejora. De otro lado, unos ciudadanos mejor instruidos serán, con toda probabilidad, más críticos y más libres. P.- Hace ahora alrededor de un año de su nombramiento. ¿Cuáles fueron los principales problemas que encontró en este ministerio, y cómo piensa solucionarlos? ¿Cuáles cree Ud. que son las innovaciones más vanguardistas del Gobierno del Partido Popular en ma-teria educativa? R.- Al tomar posesión de mi cargo me he encontrado con multitud de problemas por resolver, buena parte de los cuales no resultan independientes de la problemática de la libertad. El primero de ellos fue, sin duda, la manifestación de más de 80.000 personas del medio rural que rechazaban el sistema de escolarización previsto por el gobierno anterior. Dicho sistema suponía el desplazamiento de los alumnos de 12 años de aquellas poblaciones donde no hubiera Instituto de Educación Secundaria. Respetando, en la medida de lo posible y de lo razonable, la opción educativa de las familias, actuamos con toda rapidez sobre la red de centros y evitamos que cerca de 12.000 alumnos tuvieran que desplazarse a esa edad. Para ello, habilitamos a los centros de Primaria para impartir enseñanzas de primer ciclo de Secundaria. Desde una perspectiva más general, puedo decirle que me he encontrado con un edificio legislativo, en lo esencial, acabado por efecto de tres leyes orgánicas y de sus correspondientes desarrollos, cuyo enfoque político es claramente socialdemócrata. Nuestra estrategia, esencialmente por razones de una insuficiente mayoría parlamentaria, ha consistido en aceptar esos marcos normativos y efectuar las modificaciones reglamentarias oportunas con el fin de hacer de dichas leyes la interpretación más próxima posible al polo liberal. Un ejemplo de lo anterior lo constituye un nuevo Real Decreto de desarrollo de la Ley Orgánica del Derecho a la Educación —que fue promulgada en 1985 por el Gobierno socialista— por el que se amplía la libertad de elección de centro de las familias. Aceptando el gradualismo reformador popperiano como elemento metodológico, aumentaremos la libertad, por ejemplo, ampliando las zonas de influencia de los centros, considerando equivalente, a efectos de admisión, el domicilio laboral de los padres y el domicilio familiar, o permitiendo que los padres participen en el proceso de elección sin tener que renunciar a la prioridad con respecto al centro que por su domicilio les corresponda. P.- ¿Es posible compatibilizar la privatización de la educación con su universalidad? ¿Qué modelo de privatización cree más acertado? — 15 — R.- En los países de la vieja Europa, la presencia de la educación pública es, en general, importante. En España la proporción pública/privada es del orden del 70/30%. Pero no tiene que ser el Estado el que, de forma rígida y a espaldas de las opciones de los ciudadanos, mantenga esa proporción, sino que ha de ser la demanda, en tanto que efecto conjunto de las acciones individuales, la que altere la proporción en un sentido o en otro. En cualquier caso considero que la privatización debe introducirse en el sector público en un sentido blando, esto es, aplicando a dicho sector los métodos de gestión que se han revelado eficaces en la empresa privada. Me estoy refiriendo a la aplicación de esa nueva filosofía de gestión de las organizaciones conocida como Gestión de Calidad o Calidad Total. Mi Departamento ha iniciado una experiencia innovadora en ese sentido a través del desarrollo de Planes Anuales de Mejora. Dichos planes constituyen una herramiento típica de la gestión de calidad con la que se pretende introducir a los centros públicos en procesos de mejora continua y conseguir así una mejor preparación para situarse en un contexto más abierto. Cerca de 250 centros públicos están participando en la experiencia. Además, un plan de formación de los equipos directivos acelerará ese cambio cultural necesario y les dotará de herramientas modernas de gestión de las organizaciones. P.- Idealmente, ¿debe desaparecer a largo plazo el sistema público o siempre habrá una educación pública junto a la privada? En este último caso, ¿cómo podemos asegurarnos de su eficacia y de que no se burocratice? y ¿cómo conseguir que la coexistencia de ambos sistemas no resulte en discriminación? R.- La coexistencia entre ambos modelos se da incluso en países como Holanda donde, desde principios de siglo, existe una muy amplia libertad de elección de centro. No obstante, el llamado movimiento de la libre elección de centro aporta un conjunto de principios —cuyo elemento central es la libertad de elección— que permiten reducir la burocratización y hacen más eficaz el sector público de la educación. Junto a la libertad de elección, quizás los más relevantes sean los siguientes: * * * * * Autonomía de gestión de centros Evaluación sistemática de los resultados Transparencia de los centros docentes Responsabilización Profesionalización de la función directiva P.- El sistema español de centros privados concertados podría ser un modelo a seguir en otros países. ¿Podría explicarnos su funcionamiento? R.- El sistema español de centros privados concertados pretende asegurar, a un tiempo, el derecho a la educación y la libertad de enseñanza, garantizando la gratuidad de la educación obli-gatoria. Existe un procedimiento administrativo que regula el acceso al régimen de conciertos. Dicho procedimiento toma en consideración el cumplimiento de los requisitos de instalaciones y de profesorado, que garantice un nivel suficiente de calidad, las necesidades de escolarización de la zona y, a partir de este año, la demanda social. Cuando un centro accede a ese régimen económico, el Estado aporta por cada unidad o aula concertada una cantidad económica —módulo— que consta de tres partes: una de salarios de personal que se liquida directamente a los profesores (sistema de pago delegado), otra de gastos diversos y otra de gastos adicionales de personal, como pago de sustituciones, complemento de dirección, etc. Nuestro sistema parte, en cierta medida, de una idea de servicio público como estatalización de la enseñanza. Un procedimiento liberal tendría que aproximarnos más a la fórmula — 16 — consistente en que el dinero siga al alumno dentro del margen de maniobra del que se dispone en función de las circunstancias políticas. P.- Sra. Ministra: España adolece de una altísima tasa de desempleo. ¿Qué se puede hacer desde el sistema educativo para atajar este problema, y cómo afectará esto a la privatización? R.- En una sociedad del conocimiento en la que la materia gris está desplazando en importancia a las materias primas, los sectores de la educación y de la formación se revalorizan y adquieren un indiscutible valor estratégico. Los países han de hacer esfuerzos importantes para gestionar mejor ese recurso principal que es el saber. La evolución inexorable de las sociedades avanzadas exige de una educación más eficaz, capaz de conseguir que amplias capas de la población alcancen competencias cognitivas de suficiente nivel. Pero las sociedades desarrolladas se caracterizan por la rapidez de sus cambios, de modo que para lograr que sus sistemas educativos sean eficaces y se acomoden con rapidez a las demandas de los sectores productivos han de ser flexibles y diversificados. Nosotros creemos que la diversificación de las enseñanzas desde el segundo ciclo de la secundaria constituye un modo de conseguir un sistema flexible, adaptable a la variedad de intereses, de capacidades, de competencias y de ritmos de maduración de los individuos, así como a las demandas plurales del mundo laboral. No hay en ello ningún atentado al principio de igualdad de oportu-nidades si las diferentes alternativas de formación general, técnica o profesional por las que el alumno puede optar, son de calidad equivalente y si se asegura un entramado de itinerarios y de pasarelas que permita a los alumnos corregir su trayectoria en caso de errores de orientación. El sociólogo y economista francés Jacques Lesourne utiliza muy oportunamente un símil científico para describir lo que deberán ser los sistemas educativos modernos. Este analista francés afirma lo siguiente: "habría que dejar de considerar el sistema educativo en un sentido esctricto como una enorme columna de destilación fraccionada, con una sola entrada en la base y múltiples y definitivas salidas a diferentes niveles. Hallándose las dificultades suavizadas por la edad, deberían resultar posibles las entradas a diferentes niveles de la columna en formas diversas y por definir". La diversificación, la calidad, la alternancia con el mundo laboral, el desplazamiento de la lógica de los diplomas a la lógica de las competencias y, desde luego, la liberalización del sector educativo en los términos que antes he esbozado, constituyen herramientas de indiscutible valor a la hora de conseguir una mejor adecuación entre sistema educativo y sistema productivo que tendrá una incidencia apreciable en la reducción del paro juvenil. P.- Muchas gracias, Sra. Ministra. — 17 — Europa: ¿vuelve la izquierda? Perfiles Liberales, 18-06-1997 Las elecciones legislativas en el Reino Unido y Francia han tenido como denominador común el vuelco a favor de los partidos de centroizquierda, tal como ocurriera no hace mucho en Portugal. En Alemania y en otros países del viejo continente parece avanzar la socialdemocracia, mientras en España —y pese a no haberse renovado tras su derrota— el partido de Felipe González sigue casi empatado con los conservadores en cada encuesta de opinión. Cabe preguntarse si se está produciendo un giro continental hacia el centroizquierda y cómo afecta esto a los partidos liberales. Por lo pronto, la situación del liberalismo es radicalmente distinta en los dos países de referencia. El oasis liberal británico Muchos liberales españoles solemos referirnos con tristeza a nuestro país como un desierto liberal donde fracasa todo intento de abrir terceras vías políticas frente a los conservadores de izquierdas y de derechas. El bipartidismo atípico de nuestro país es aún más larvado que los que se dan en buena parte del continente, pero España es tan sólo un caso extremo en una Europa que parece haber decidido simplificar la oferta electoral. Es un bipartidismo cómodo para el consumidor-elector, útil para los medios de comunicación y para socialistas y democristianos, pero extremadamente incómodo para la minoría liberal, tan difícil —para seguir la terminología de moda en Italia— de encuadrar en uno u otro polo. En este contexto se sigue con escepticismo no exento de una remota esperanza la evolución electoral de los partidos liberales del entorno europeo occidental, que tal vez sea también describible como un desierto liberal, si bien menos árido que el que se extiende al Sur de los Pirineos. Las recientes elecciones británicas han arrojado un resultado no por presumible menos alentador, en lo que se refiere al avance en escaños de los Liberal Democrats. El sistema electoral del Reino Unido, uno de los pocos en democracia que resulta ser aún más injusto y desproporcionado que el español, no ha impedido esta vez que los liberales doblen su grupo parlamentario. Al hilo de este avance liberal en la única cámara democrática de Westminster (la otra sigue siendo de corte feudal) cabe hacer una reflexión doble. Por un lado es preciso destacar una vez más cómo el Reino Unido constituye de alguna manera un oasis en el desierto liberal, y no por la mayor o menor presencia parlamentaria o fuerza electoral, que siempre son coyunturales en aquel sistema, sino por la persistencia de un partido liberal robusto, popular, próximo al ciudadano de a pie, cercano a la juventud, vanguardista en sus posiciones sobre la reforma del vetusto Estado británico, moderno en su aproximación a las nuevas fronteras de la libertad y creíble como fuerza política representativa —no lo olvidemos— de muchos más millones de ciudadanos que la inmensa mayoría de los partidos liberales del mundo (y tanto ahora como en sus peores momentos electorales). Por otro lado, es importante valorar cuál habrá de ser la contribución de esta nueva y reforzada presencia liberal en el Parlamento. La borrachera electoral del New Labour dará paso probablemente a la toma de conciencia de una mayoría absoluta casi sin precedentes. Es de esperar que el sistema institucional y la opinión pública británica no permitan a Blair caer en los graves errores de varios partidos socialdemócratas europeos —especialmente el belga, el francés, el italiano y, desde luego, el español—: la arrogancia política extrema, el florecimiento de la corrupción y el clientelismo, y la práctica de una política económica presuntamente liberal pero aplicada sin orden ni concierto por conversos que aún no dejaron atrás su impronta socialista. Será crucial para la reforma del Estado, para la modernización institucional del país y, desde luego, para los Liberal Democrats, el cumplimiento por parte del ejecutivo de Tony Blair de su — 18 — promesa de democratizar el sistema electoral. Si los laboristas apuestan a futuro procederán, pese a su enorme mayoría actual, a promover esta reforma que es la única capaz de impedir dentro de unos años una nueva hegemonía interminable de sus oponentes tories. La mayor presencia liberal en el Parlamento, la más que cordial relación del partido liderado por Paddy Ashdown con los nuevos gobernantes y la necesidad laborista de apoyos en determinados aspectos de su política —y en la persistencia del hundimiento conservador, para la cual Blair necesitará no perjudicar en exceso a los liberales— auguran una cierta influencia de los Lib-Dem en la nueva acción de gobierno. Esto debería dejarse sentir especialmente en los asuntos de política europea, donde el liberalismo británico es con diferencia la voz menos euroescéptica de las Islas. El ejecutivo de Tony Blair tiene ante si retos difíciles de encarar: la persistencia en la orgullosa Inglaterra de condiciones de vida tercermundistas, la anomia social de un pueblo cuya peculiar psicología juega un papel de primer orden, la necesidad perentoria de dar salida a las elementales reivindicaciones del nacionalismo moderado escocés y galés —que ni siquiera se han visto satisfechas a un nivel de autogobierno político como el catalán o el vasco, ni con una descentralización como la alemana—, la obligación histórica de retomar las negociaciones de paz para Irlanda del Norte y resolver el problema de la violencia, y, desde luego, la encrucijada consistente en dar al Reino Unido una ubicación sólida y definitiva en una Europa que no puede prescindir de él, pero que, más allá de asuntos como la moneda única, tampoco permitirá eternamente los desplantes de Londres a sus socios del continente. Es de esperar que las nuevas fuerzas de los Liberal Democrats, el caos reinante en el campo conservador y la evolución real del laborismo de Blair hagan de su slogan electoral “New Labour, New Britain” el preludio de un laborismo y una Gran Bretaña cuya novedad sea, precisamente —y con las connotaciones británicas del término—, ser algo más liberales. Francia, harta de política Hasta qué punto ha sido sorprendente o no el resultado de las legislativas francesas es algo opinable, pero casi todos los observadores coinciden en un diagnóstico del comportamiento político del francés medio: Francia está harta de su clase política, descree de sus dirigentes, le aburre el debate de partidos y en el fondo si aún va a votar es porque, total, es gratis y permite jugar a romper pronósticos y poner nerviosos a los que mandan. La V República corre el riesgo de dar muy pronto paso a una VI. Pensar que los franceses han deseado moderar el poder del Presidente conservador obligándole a cohabitar —verbo exento en francés de sus connotaciones sexuales españolas— con el renovado PS de Lionel Jospin sería un exceso de optimismo. Los franceses, simplemente, han utilizado su voto para expresar una vez más su rechazo y su descontento, haciendo blanco de estos sentimientos a aquel que, tan sólo dos años antes, obtuvo su confianza en las urnas: el Presidente Chirac. Jacques Chirac se enfrenta así a la primera cohabitación entre un presidente de centroderecha y un ejecutivo de izquierda. El actual sistema francés, diseñado para moderar en el parlamento los excesos presidencialistas de la IV República, no delimita suficientemente las competencias y responsabilidades de cada uno de estos dos poderes. Si François Mitterand fue capaz —más y mejor que ningún otro presidente— de alcanzar el consenso necesario con sus oponentes ideológicos, no parece sencillo que el ex-alcalde de París se encuentre capacitado para una cohabitación duradera. En política las comparaciones son tan odiosas como inevitables, y en el palacio del Elíseo pesa sobre Chirac la sombra de un antecesor demasiado cercano y demasiado importante. Toda la izquierda europea ha saludado el triunfo imposible de Jospin como un gesto decidido de Francia, de Europa incluso, en contra de los esfuerzos sociales de la integración europea. No — 19 — cabe duda de que las imposiciones y contradicciones de los eurócratas han puesto en peligro el importante consenso social que —salvo en el Reino Unido y Dinamarca— había llegado a despertar la unión de Europa. Pero el vuelco electoral francés, como el británico, parece más un producto circunstancial de la coyuntura política del país que un exponente de todo un proceso. No hay que rebuscar, por tanto, grandes sutilezas en el comportamiento de los franceses sino ahondar en el rápido desgaste de la imagen del presidente galo —como consecuencia de escandalosos incumplimientos electorales—, en el impresionante último error de Alain Juppé al aconsejar el adelanto electoral y en la lenta pero segura reorganización de un Partido Socialista que, como en Gran Bretaña o Italia y al contrario que en España y otros países, ha sabido aprender de sus errores, pactar con su entorno —verdes, alternativos, centroizquierda y otros—, entonar un sonoro y creíble mea culpa y relegar a los libros de historia a toda su anterior dirección para renovarse por completo y proponer como candidato a un hombre gris, sencillo y con aura de honestidad. Respecto al exiguo y atomizado liberalismo francés, y al contrario que en el Reino Unido, cabe únicamente constatar de nuevo su escasa calidad intelectual y política —con la honrosa excepción de Simone Veil— y su incapacidad de desprenderse de sus complejas alianzas para proponer a la sociedad francesa un opción intermedia que tal vez podría ilusionar a muchos ciudadanos hartos de un bipartidismo de amalgama que ya resulta en exceso artificial. Pese a haber alcanzado un solo escaño en la Asamblea, la continua pujanza del Frente Nacional, sobre todo en la primera vuelta de las elecciones, debe provocar un análisis serio sobre sus implicaciones. Es una frivolidad irresponsable seguir proclamando que el voto al FN no es más que un simple castigo al sistema, un voto de protesta sin consecuencias. Son ya demasiadas las ocasiones en que el partido de Jean-Marie Le Pen se ha alzado con porcentajes electorales escandalosos en una sociedad democrática y va siendo hora de comprender en profundidad qué motiva a millones de franceses a votar por esa opción electoral. Desde una perspectiva liberal no se puede pasar por alto que su contagio al resto de Europa, tan lejano como en principio pueda parecer, es un riesgo inasumible para nuestras democracias. Entonces: ¿vuelve la izquierda? El caso británico y el francés tienen tan poco que ver el uno con el otro como los dos partidos que han resultado vencedores. Extrapolar al resto de Europa el avance de las nuevas formas de “socialdemocracia centrista” a la inglesa o de alianza de todos contra la derecha al estilo francés sería tal vez una temeridad. Pero esto no soslaya el hecho de que, efectivamente, la rigidez de la ortodoxia conservadora en materia de política económica y social ha podido tener una cierta influencia en estos resultados. Es evidente que, tras lo ocurrido en Francia y en el Reino Unido, casi toda la Unión Europea tiene —en solitario o en coalición— partidos socialdemócratas en su gobierno actual. Se trata de una socialdemocracia que no guarda relación con su antecesora de los ochenta. El fin de la guerra fría la ha situado en posiciones mucho más próximas a un centrismo pragmático que apenas conserva del pasado una cierta sensibilidad social y un grado elevado de burocratismo. Es de desear que en su indiscutible tranformación haya sabido desprenderse de aquellos comportamientos que provocaron su hecatombe en Francia, su descrédito en España, crímenes inimaginables en Bélgica y la crisis de todo el Estado italiano, incluida la fuga al exilio de Bettino Craxi. Los próximos años nos brindarán una oportunidad única de comprobarlo. — 20 — Confianza y desarrollo Reseña del libro Confianza, de Francis Fukuyama Perfiles Liberales, 18-06-1997 La parte inteligente de esa izquierda que se apresuró a satanizar a Francis Fukuyama cuando publicó su libro “El final de la historia y el último hombre” habrá encontrado tal vez en “Confianza” algunos motivos para reconciliarse con el polémico profesor estadounidense. Su tesis es en el fondo de una simplicidad absoluta y de una lógica a prueba de cualquier dogma ideológico. Lo que hace de “Confianza” un trabajo útil para el diagnóstico de las sociedades es su capacidad de introducirse en cada concepto y someterlo a todo tipo de análisis y contrastes. Fukuyama explora con éxito las circunstancias que permiten a una sociedad contar con un capital social útil y hasta imprescindible en su desarrollo socioeconómico y en su estabilidad política. La tradición individualista o familista de cada sociedad, la particular percepción del conjunto social por cada individuo en unas u otras culturas, los condicionantes históricos, económicos y hasta geográficos que han conformado la esencia de cada una de esas culturas, son todos ellos factores que Fukuyama reduce hasta lo elemental y aplica con una lógica aplastante al éxito o fracaso económico actual de cada modelo de sociedad. Como consecuencia de la existencia o no de ese capital social se comprende en gran medida, y por encima incluso de los sistemas económicos y políticos, el nivel de desarrollo de las sociedades. Para Fukuyama, sólo existe un grado elevado de capital social allí donde predomina la confianza, es decir, allí donde los individuos, en tanto que agentes socioeconómicos, pueden contar en cada pequeña acción con una respuesta normal, honesta y cooperativa de sus semejantes. Ese capital social —y esto es lo novedoso del enfoque de Fukuyama— es un factor más que está presente en las grandes ecuaciones macroeconómicas, dando a veces al traste con los sesudos análisis de los más reputados científicos. Proclamar que la sociología y la economía no son ciencias exactas no es precisamente un planteamiento arriesgado, pero requiere valor y capacidad de diagnóstico tender este puente entre disciplinas académicas que explica por qué continúan fallando las grandes recetas económicas. El libro intenta explicar cómo los modelos de sociedad basados en la familia tienden a resultar en un menor grado de confianza que aquellos en que este vínculo es menos determinante de las relaciones sociales. Parte de este análisis, sobre todo cuando se refiere a sociedades latinas —y particularmente a la italiana— adolece quizá de algunos prejuicios culturales o de simple falta de comprensión. Pero en líneas generales el autor resulta convincente en su diagnóstico de las razones por las cuales una sociedades logran crear complejas estructuras empresariales espontáneas y otras sólo llegan a crear grandes empresas en el seno de la familia o mediante la intervención del Estado. Aquellas sociedades donde el factor familiar es menos determinante de la predisposición individual al acuerdo resultan más viables como marco de grandes proyectos empresariales basados en la confianza. En las sociedades basadas en la familia se da con mayor frecuencia la necesidad de un Estado fuerte que disponga el marco de las relaciones que trascienden el núcleo familiar, ya que fuera de éste no existe un nivel suficiente de confianza. Por contra, las sociedades con mayor nivel de confianza transfamiliar están capacitadas para autorregularse y generar un tejido asociativo y empresarial que permitan contar con un Estado menos intervencionista. Es especialmente interesante cómo incluso los sistemas políticos más decididos a modificar las relaciones sociales se han visto al final obligados a adaptarse a la cultura de las sociedades a las que pretendían transformar. Tal es la fuerza arroladora de la cultura sobre la coyuntura. Si en “Las Oportunidades Vitales”, Ralf Dahrendorf abordaba la necesidad de que exista un equilibrio entre el nivel de opciones (o libertades) y de vinculaciones (o arraigo) para conformar sociedades estables y avanzadas, Fukuyama se aproxima a este concepto desde otro ángulo y concede una importancia mayor a un concepto de confianza que, de alguna manera, — 21 — constituiría un híbrido entre las dos premisas del profesor alemán. En efecto, es la confianza existente en el seno de una sociedad la que permite una mayor presencia de opciones y a la vez genera los vínculos interpersonales necesarios para evitar la anomia social. El capital social, ese cúmulo de pequeñas dosis de confianza que fluye por la sociedad, ejerce de lubricante en las relaciones políticas, sociales y empresariales y determina las posibilidades de éxito de todo un país. El autor de “Confianza” se aventura con frecuencia a juicios sobre las diferentes culturas analizadas que bien pudieran valerle críticas durísimas por parte de los representantes de cada una de ellas, pero aporta datos indiscutibles sobre la influencia positiva o negativa de cada una de las tradiciones culturales, creencias religiosas y formas de organización social y familiar sobre la capacidad colectiva de generar riqueza. Datos cuyo origen se pierde en la historia pero que influyen todavía, y mucho más de lo perceptible a simple vista, en las sociedades analizadas. Fukuyama se aventura a vislumbrar un futuro en el que las sociedades se aferrarán, pese a la revolución de las comunicaciones, a aquellos elementos de diferenciación cultural que puedan preservar. Si ésta pudiera bien ser una reacción inicial comprensible, es difícil creer que pueda ser duradera. Quizá sea más acertado contemplar a muy largo plazo una humanidad donde la globalización dilapide poco a poco el capital social para, a más largo plazo aún, comenzar a desarrollar toda una nueva sociedad global en la que sí resurjan fórmulas espontáneas de generación de confianza que restituyan de forma natural este factor imprescindible. En todo caso, sí parece evidente que —moleste a quien moleste— las sociedades irán percibiendo que sus posibilidades de éxito radican en la persecución de la satisfacción personal por parte de millones de agentes que, al lograrla, contribuyen tangencialmente al bien común. Ese bien común redunda a su vez en las posibilidades de cada individuo. Lo interesante de la explicación de Fukuyama es su demostración palpable de este hecho como consecuencia natural de la asociación de individuos, y sus variantes en cada tipo de sociedad. Este análisis desmantela toda creencia cientifista en la posibilidad de generar desde un poder benefactor sistemas que sustituyan y mejoren ese mecanismo innato de enriquecimiento individual y social basado en la acción y la responsabilidad de la persona. — 22 — Un alto en el camino (crónica del congreso anual de la Internacional Liberal) Perfiles Liberales, 10-01-1998 La Internacional Liberal es, ante todo, una organización humana. Como tal, el anhelo de trascendencia y el de influir en la realidad forman parte de su naturaleza. Cuando don Salvador de Madariaga asumió hace medio siglo la responsabilidad y el reto de fundar una estructura política para los liberales de todo el mundo, el insigne republicano español, exiliado por el régimen totalitario del general Franco, sin duda deseó de corazón que la Internacional le trascendiera y que las ideas que le dieron vida influyesen eficazmente en una Humanidad tan necesitada por entonces de paz y libertad. En la ciudad británica de Oxford, cincuenta años después, los liberales de los cinco continentes nos reunimos para hacer un alto en el camino, volver la vista atrás y realizar importantes reflexiones. Reflexiones que se han traducido en un nuevo y ambicioso manifiesto de la organización. Un texto producto del consenso y de la aportación democrática de cientos de participantes para una organización que desafía abiertamente las leyes de la biología porque hoy, a sus cincuenta años, la frescura y la juventud de su pensamiento le confieren una vigencia máxima. Los liberales, con frecuencia pesimistas o autocríticos en exceso, no tenemos excusa para no congratularnos, al menos, por el éxito alcanzado por nuestras ideas. Las ideas de Madariaga y tantos otros Julios Verne de la política que, recién salidos de la más trágica contienda mundial, se aventuraron a hablar de derechos civiles, de libertad económica, de sociedad civil y democracia participativa, de derechos de la mujer, de una paz mundial gestionada por organizaciones internacionales en detrimento de la soberanía nacional de los Estados. El deseo de trascendencia e influencia de nuestros fundadores se ha visto considerablemente cumplido. Hoy, exhausto y vencido por la lógica el consenso socialdemócrata de la posguerra mundial, los seres humanos nos dirigimos sin duda hacia un siglo XXI liberal. Un siglo de autodeterminación del individuo y globalización económica pero también política, social y cultural. Son nuestras ideas las que triunfan aunque las apliquen otros, a veces desfigurándolas. En Oxford, los liberales hemos mirado atrás, sí. Teníamos derecho a ello, a estar orgullosos de nuestro pasado, a dar las gracias a nuestros fundadores, a glosar nuestra historia. Pero también hemos mirado adelante. Nos preparamos para un siglo en el que nuestra victoria moral en el terreno de las ideas no puede ser gestionada por los conversos de última hora a un liberalismo meramente económico. En palabras de Antonio Garrigues, otro liberal español y digno sucesor de Madariaga, “se es liberal en todo o no se es liberal en nada”. Más de quinientos dirigentes de partidos y organizaciones liberales de todo el mundo, y entre ellos los representantes de las juventudes liberales de nuestro planeta encarnadas en la IFLRY, nos hemos comprometido en Oxford, con nuestro nuevo manifiesto, a ser liberales en todo y hacer de nuestro mundo un mundo más libre. — 23 — Botswana y Mozambique Perfiles Liberales, 15-02-1998 El desarrollo de los pueblos del mal llamado Tercer Mundo habrá de basarse en su propio esfuerzo y en la anulación de las barreras impuestas por el Norte, sobre todo en el terreno comercial. El eslogan “trade, not aid”, con el que muchos pensadores del Sur han venido respondiendo a la insultante caridad del Norte, ilustra a la perfección el giro que debe dar el actual concepto de cooperación al desarrollo. De nada sirven los encomiables esfuerzos de innumerables cooperantes pertenecientes a todo tipo de organizaciones solidarias si no van acompañados de decisiones políticas correctas tanto en los países desarrollados como en los propios países receptores de la cooperación. Estas decisiones deben servir a la estabilidad política, la anulación de los conflictos armados, la consolidación de Estados de derecho, el impulso a la educación y la sanidad, el estímulo a la vocación de emprender, la paulatina generación de igualdad de oportunidades, la lucha contra el oscurantismo religioso, la apertura plena a la economía mundial y la aplicación de las medidas económicas recomendadas por los organismos internacionales. Estos organismos, y particularmente el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, han sido objeto durante décadas de una campaña de desprestigio por parte de la izquierda marxista y postmarxista que, desgraciadamente, ha calado en numerosos gobernantes de países del Sur. Sin embargo, y con la perspectiva del tiempo transcurrido, es de justicia reconocer que los países en vías de desarrollo que han seguido el camino trazado por estos foros internacionales han alcanzado cotas de bienestar muy superiores a las de aquellos otros que se obstinaron en seguir otras vías. Un claro ejemplo de esto es la disparidad entre los casos de Botswana y Mozambique. Se trata de dos países vecinos en el Africa Austral y similares en muchos aspectos. Ambos han soportado el colonialismo hasta fecha reciente, ambos parten de una situación de subdesarrollo similar y ambos tienen más de un cuarenta por ciento de menores de quince años, y menos de un treinta y cinco por ciento de la población total en la fuerza de trabajo. Sin embargo, al borde del nuevo siglo Botswana y Mozambique presentan situaciones muy distintas. Botswana está saliendo de la pobreza y salió hace ya bastante tiempo de la miseria extrema. Ha sido el país con mayor crecimiento económico del mundo (12.4 % anual de 1975 a 1984) y sigue siendo uno de los mayores (7.1 % de 1985 a 1995), es el segundo país del mundo que mayor crecimiento experimenta en su sector de servicios, es el séptimo país del mundo con mayor crecimiento industrial y tiene un superávit equivalente al 8 % de su PIB. Botswana se permite el lujo (para un país de sus características) de tener una economía que apenas depende de la agricultura, sector en rápido decrecimiento ante la importante atracción al país de empresas industriales y de servicios procedentes del mundo desarrollado. Mozambique, cuyas diferencias con Botswana juegan a su favor (extenso litoral marino, abundantes recursos naturales, rica vegetación frente a una Botswana casi desértica), se encuentra al cabo del mismo periodo en una situación prácticamente desesperada: el menor PIB per capita del mundo (78 dólares USA por mozambiqueño), uno de los menores índices de poder de compra (tres por ciento del de los Estados Unidos), el tercer mayor déficit por cuenta corriente del mundo (que representa nada menos que el 28 % de su PIB), una inflación del 54 % y la segunda mayor deuda externa del planeta (en proporción al PIB). Si los mozambiqueños quisieran cancelar su deuda externa deberían dedicar a ello cuatro veces y media el total de su PIB. ¿Qué ha sucedido? ¿Acaso se ha volcado el mundo desarrollado en apoyar a Botswana mientras condenaba a Mozambique al desastre? Nada de eso. La explicación hay que buscarla exclusivamente en el comportamiento político y económico de los dos países estudiados, ya que, contra lo que pudiera parecer por los datos expuestos, Botswana casi no recibe ayuda exterior alguna y Mozambique está entre los diez mayores receptores de ayuda internacional (más de mil cien millones de dólares en 1995). Pero, mientras los políticos de Botswana establecían un sistema de convivencia basado en un rudimentario pero cada vez más sólido — 24 — Estado democrático de derecho, los mozambiqueños se embarcaron en una dictadura comunista. Mientras Botswana seguía las recomendaciones de los organismos internacionales, Mozambique se rebelaba contra tales “imposiciones”. Mientras Botswana controlaba la natalidad, Mozambique se despreocupaba irresponsablemente de ella (y todavía hoy presenta una de las tasas más altas del mundo, con una media de seis hijos por mujer). Mientras Botswana se las arreglaba para vivir en paz, Mozambique fue el escenario de una guerra civil permanente. Mientras los sucesivos presidentes Khama y Masire de Botswana se dedicaban prioritariamente a educar a su población (y es el quinto país del mundo que mayor porcentaje de su PIB gasta en educación, empatado con Dinamarca), Mozambique presenta todavía una de las mayores tasas de analfabetismo del mundo porque este hecho nunca estuvo en el centro de las preocupaciones de Samora Machel o Chissano. Mientras Botswana se preocupaba de las condiciones de vida de la población, y la mejora de su sanidad incrementaba la esperanza de vida, la de Mozambique caía año tras año (la ex-colonia portuguesa es el undécimo país del mundo con mayor mortalidad general, y el decimosexto con mayor mortalidad infantil). El ejemplo de estos dos países es paradigmático. Sólo se puede alcanzar el desarrollo mediante la plena liberalización de la economía nacional, abriéndose de par en par al mundo (no sólo en lo económico sino también en lo social, cultural y político), creando en la ciudadanía una situación justa de igualdad de oportunidades e incrementando éstas mediante un estímulo permanente a la educación y la sanidad en un marco de estabilidad política y libertades civiles. La ayuda exterior al Estado por parte de otros países, de ser necesaria, debe aceptarse con cuentagotas y aplicarse a estos fines, procurando siempre no incrementar en exceso el endeudamiento. No sólo Mozambique puede aprender de la impresionante lección de Botswana. La evolución de este país es una prueba palpable de que el Sur no está condenado irremisiblemente al fracaso, y de que su desarrollo es posible y no se basa en la mendicidad internacional sino en el sentido común. — 25 — No a la televisión estatal Perfiles Liberales, fecha exacta desconocida, primavera de 1998 Un centenar de conocidos artistas e intelectuales publicó recientemente un manifiesto en algunos periódicos españoles. El texto, recibido con aplausos tanto de la izquierda como de la derecha de nuestro espectro partidario y mediático, no tenía desperdicio: “Ningún Estado moderno, y menos los de nuestra Comunidad Europea, ha desatendido la necesidad de disponer de un servicio público de radio y televisión. Y ello porque en esta época en que las identidades nacionales se disuelven en mercados económicos, es necesario salvaguardar la cultura y las propias características de los pueblos (...)”. El manifiesto asegura que “las radiotelevisiones públicas deben seguir siendo el principal vector de influencia en la sociedad y la principal correa de transmisión de los valores culturales y democráticos (...)”. A continuación, el manifiesto hacía un desesperado llamamiento al gobierno y al parlamento a continuar financiando a la hiperdeficitaria Radiotelevisión Española (RTVE), por encima de cualquier criterio económico. Para estos adalides de la televisión de Estado, RTVE “ha de ser el contrapeso necesario a un mercado que ha conducido a una programación dependiente de la publicidad cuya consecuencia es el panorama de telebasura que hoy contemplamos”. Nos abstendremos de valorar el carácter servil de muchos de los actores, cantantes e intelectuales firmantes, acostumbrados a que RTVE les firme con nuestro dinero generosos contratos que la economía real haría imposibles. Es una muestra típica de corporativismo en la que un grupo de famosos supuestamente progresistas velan a todas luces por el mantenimiento de una ubre que lleva décadas amamantándoles. Por supuesto, los firmantes de este triste canto al intervencionismo informativo y cultural no tuvieron a bien explicar qué entienden por “servicio público de radiotelevisión” ni en qué se diferencia del servicio que prestan las cadenas privadas. Tampoco explicaron cuánto dinero más costaría a cada ciudadano seguir pagando una emisora de televisión cuyo déficit supera ya los mil millones de dólares. Lo más ofensivo de este manifiesto, tan exportable a la manera de pensar de buena parte de los defensores de la televisión pública en América Latina y en otras regiones, es su insolente seguridad de estar en posesión de la verdad absoluta sobre qué es “telebasura”, como se permiten calificar a la competencia de la emisora pública, y qué no lo es. Esa iluminación divina con la que se creen agraciados les faculta para inducir a la televisión pública, o sea, al Estado, a “influir” en la sociedad y promover en ella ciertos valores que, por supuesto, ellos decidirán. Los argumentos aducidos harían igualmente posible defender el monopolio público sobre la televisión y hasta sobre la prensa escrita. En España hemos padecido ambos hasta fechas muy recientes. El manifiesto aparece en un momento de apasionado debate sobre el futuro de la televisión digital en España y en Europa. Un debate que ha alcanzado las mayores cotas de estupidez al considerarse ciertos partidos de fútbol como eventos de “interés social” que deben emitirse por canales gratuitos y sin codificar, para que todos los ciudadanos tengan acceso a ese producto de primera necesidad tan imprescindible. ¿Volvemos a la política romana de garantizar pan y circo al pueblo para que se distraiga y no piense?. En un mercado libre lo justo es que los programas destinados a un determinado público se financien por el pago directo de sus usuarios, es decir los televidentes pertenecientes a ese público concreto, y/o por publicidad, pero nunca por el conjunto de la ciudadanía como si se tratase de un bien esencial para la vida de esas personas. La comunicación y la información son actividades libres que todos los ciudadanos y las organizaciones de éstos (en forma de empresas o de entidades no lucrativas) deben poder ejercer sin más limitación que la impuesta por la técnica. El Estado debe garantizar el buen uso del espacio radioeléctrico y la libre competencia, en lugar de hacer con su ruinosa emisora competencia desleal a las demás. Como mucho, el Estado puede mantener un único y austero canal destinado a transmitir la señal institucional de los debates parlamentarios y otros actos — 26 — oficiales. Ese canal no debe admitir publicidad ni ofrecer programas de entretenimiento. Es poco más que una versión televisiva del boletín oficial que publica las leyes y los concursos de licitación. Si bien es comprensible que nuestra izquierda tradicional, con su vocación de Pigmalión, abogue fervientemente por una televisión estatal a la medida de sus anhelos de moldear la sociedad a su gusto, como claramente recoge el manifiesto, no es tan comprensible que el centro-derecha encarnado en el gobernante Partido Popular —que no pierde ocasión de definirse como liberal pese a pertenecer, y por lógica, a la Internacional Demócrata Cristiana— proclame su interés en privatizar el segundo canal de TVE, que es precisamente el que presenta una oferta cultural poco rentable en términos económicos, manteniendo en manos públicas el primer canal, es decir, el que tiene aún una gran cuota de pantalla en informativos. Es decir, el gobierno conservador de Aznar, fiel reflejo de la tradición estatista de la derecha española, podría firmar el manifiesto comentado en este artículo con sólo cambiar algunas palabras para que no sonase tan a izquierda. Pero el fondo es el mismo. Parece que en España la manipulación de los informativos públicos, como la energía, “ni se crea ni se destruye”, sólo se transforma de signo político según el partido que mande. Desde una óptica liberal cabe preguntarse quién es el Estado para invadir la función de informar que corresponde al periodismo organizado en empresas de comunicación. Y quién para “influir” en la sociedad que lo soporta, cuando se supone que es una herramienta más de ésta y a su servicio. Los ciudadanos no necesitamos que el Estado nos “influya”: en todo caso debemos ser nosotros quienes de manera democráticamente eficaz podamos influir de verdad en el Estado. Cabe preguntarse por qué tenemos que pagar con nuestros impuestos un “servicio público” que está sobradamente cubierto por la oferta privada. Cabe preguntarse quién sino esa libre interacción de millones de personas que llamamos mercado está verdaderamente capacitado para decidir qué programas constituyen una elevada transmisión de valores positivos y cuáles son basura despreciable. Y cabe esperar que, una vez más, el vertiginoso desarrollo de la técnica frustre todo intento de perpetuar el control de los medios por parte de unas pocas manos, sean públicas o privadas. Parece que por fin los ciudadanos contaremos con una oferta de cientos de canales de televisión grandes y pequeños, independientes y de grandes cadenas, de derechas y de izquierdas, religiosos y laicos, ultracultos y chabacanos, generalistas y monotemáticos, y todos ellos producto de la libre asociación entre proveedores y público cliente, sin más regulación que la destinada a ordenar el uso de las frecuencias y proteger la intimidad y la honorabilidad de los individuos. Mientras tanto, sigan firmando manifiestos los voceros del anteayer. Y sigan intentando ponerle puertas al campo. — 27 — Los paraísos fiscales Perfiles Liberales, 08-05-1998 Los centros financieros llamados offshore o “paraísos fiscales” constituyen baluartes de la libertad económica que operan como importantes válvulas de escape de la economía mundial frente a la rigidez administrativa y a la insoportable presión fiscal de la mayor parte de los Estados. Ayudan en muy gran medida al desarrollo del comercio internacional y, aunque resulte paradójico, son beneficiosos para los grandes países cercanos o incluso vecinos. Si Francia tolera la especificidad fiscal de Mónaco, Italia la de San Marino o el Reino Unido las de la Isla de Man y las Islas del Canal es porque esto, lejos de perjudicar la economía del gran Estado adyacente, resulta a éste útil y hasta imprescindible. Basta, por tanto, de hipocresía. Es una pena que los países de cultura hispana, empezando por la propia España, desaprovechemos la oportunidad de crear importantes centros financieros libres de impuestos cerca de nuestros territorios nacionales. En el caso de España, las ciudades norteafricanas de Ceuta, Melilla y el archipiélago canario podrían competir internacionalmente por los ingentes capitales que circulan en el mercado offshore. Pero en lugar de dar pasos en esa línea, el Estado español parece ser uno de los pocos de nuestro entorno que todavía hacen suya la causa obsoleta de privar al mundo de este tipo de enclaves. Para ello se lanza absurda y puritanamente toda suerte de invectivas contra territorios cercanos de cuya existencia podría beneficiarse en gran medida nuestra economía si se optara por una política hacia ellos similar a la que otros Estados europeos aplican en sus respectivos casos. Nuestro Estado es uno de los de su entorno que históricamente, y con cualquier signo político en el gobierno, más ha logrado transmitir a la ciudadanía una sensación injusta de que todo lo offshore es necesariamente sucio y delictivo. Esto ha perjudicado sobre todo a los pequeños inversores, que en nuestro país —muy al contrario de lo que sucede en otros— siempre han visto la inversión en este tipo de territorios como algo reservado a los grandes financieros, e incluso como algo arriesgado y lleno de transgresiones. Esta campaña constante de nuestras autoridades habrá beneficiado seguramente a las arcas públicas, constantemente succionadas por esas mismas autoridades, pero desde luego no ha beneficiado en absoluto a los ciudadanos ni a la economía del país. No es una coincidencia que los Estados más tolerantes y menos empeñados en erradicar sus “paraísos fiscales” vecinos se encuentren entre los más desarrollados y entre los que mayor índice de libertad económica alcanzan en los rankings anuales. La existencia de este tipo de territorios tiene un efecto positivo adicional: ayudan a limitar la voracidad fiscal de los Estados, ya que cuanto menor sea ésta más fácil será que la gente no se moleste en refugiar su dinero fuera del país. Aunque sólo fuera por esta razón, ya sería enorme la contribución de este tipo de países y territorios a la causa de la libertad. La mayoría de los “paraísos fiscales” son Estados y territorios coloniales muy pequeños que recurren a esta legítima forma de competir por el capital exterior. Una “caza de brujas” internacional contra estos territorios, además de ser cínica y atacar frontalmente a la economía mundial, sería un ejercicio de arrogancia intolerable por parte de Estados más grandes. Competir en lo fiscal es tan legítimo como hacerlo en cualquier otro campo, sobre todo cuando los impuestos confiscatorios de los grandes Estados brindan esa posibilidad en bandeja. Además, no todos los centros offshore cuentan con otras fuentes de ingresos, como el turismo, por lo que la pretensión homogeneizadora en lo fiscal es injustamente atentatoria contra la propia supervivencia económica de estos enclaves y, por ende, contra la pluralidad y la diversidad de sujetos de derecho internacional en nuestro mundo. Cada territorio, incluso dentro de un mismo Estado de tipo federal (como ocurre en los Estados Unidos), debe ser capaz de competir fiscalmente para atraer empresas, residentes, registro de buques y aeronaves, etcétera. El legítimo negocio offshore no puede amparar, sin embargo, el blanqueo de capitales procedentes del narcotráfico y otras actividades criminales. Pero se confunde intencionadamente a la opinión pública cuando se mezclan ambas cosas. Si un país o territorio — 28 — cualquiera, ya sea fiscalmente “paradisiaco” o no, se relaja en la persecución de este tipo de actividades, habrá que criticarle y adoptar medidas contra él por esto, no por su tratamiento fiscal. Además, las ingentes fortunas derivadas del crimen organizado y de los tráficos ilícitos no están en las Islas Cayman, Jersey o Liechtenstein, sino en los principales mercados inmobiliarios y de valores de nuestro mundo. Los “paraísos fiscales” son hoy en día cada vez más numerosos. Su número y su volumen de negocio crecen a la misma velocidad con la que disminuye en el mundo entero la aceptación de los impuestos abusivos, del papel hegemónico del Estado en la economía, de las fronteras en el campo financiero, del proteccionismo y de tantos otros vestigios de un pasado que no volverá. El futuro, a muy largo plazo, se parece seguramente más a un enorme “paraíso fiscal” que a una enorme economía tradicional. Ojalá que estos enclaves de libertad, cuando desaparezcan como tales, lo hagan por que ya no sean necesarios. Y, mientras tanto, es de justicia que los liberales rompamos una lanza en su favor y contribuyamos a que se les reconozca su papel y, sobre todo, a que dejen de ser víctimas de la calumnia interesada. — 29 — Diez años de libertad Perfiles Liberales, 16-06-1998 No es novedoso afirmar que los institutos liberales latinoamericanos, ya de por sí punteros a escala mundial por su producción académica, tienen en la persona de Gerardo Bongiovanni y en la Fundación Libertad uno de sus mayores referentes. Esta fundación, que en la última década se ha situado por derecho propio entre los centros de estudios más importantes del subcontinente, decidió celebrar por todo lo alto su décimo cumpleaños. Para ello congregaron en Buenos Aires y, posteriormente, en Rosario —la ciudad que viera nacer este instituto—, a más de ochenta ilustres economistas, sociólogos y otros pensadores procedentes de una veintena larga de países. La figura carismática de Mario Vargas Llosa no constituyó simplemente un broche de oro para los eventos de la Fundación Libertad, sino un infatigable aporte al debate a través de su participación en varias de las sesiones programadas. Entre los restantes invitados, el prestigioso economista francés Jacques Garello, el escritor y político cubano Carlos Alberto Montaner y “pesos pesados” del liberalismo latinoamericano como Plinio Apuleyo Mendoza, José Piñera, Hernán Büchi, Domingo Cavallo, Roberto Salinas, Alvaro Vargas Llosa y un largo etcétera. Quienes tuvimos la oportunidad de participar en los dos seminarios celebrados —el primero, en Buenos Aires, sobre el rol de los institutos liberales, y el segundo, ya en Rosario, sobre los desafíos a la sociedad abierta— no olvidaremos el alto nivel de las discusiones mantenidas sobre asuntos de tanta importancia para la libertad y para quienes la defendemos por encima de cualquier otra consideración como son la corrupción, la administración de justicia, la educación, el empleo, la globalización de la economía, la privatización de los sistemas de pensiones o el papel de los medios de comunicación. Institutos tan prestigiosos como la Fundación Atlas, la Heritage Foundation, el Fraser Institute, el Cato Institute, el Instituto Ludwig von Mises o la Fundación Friedrich Naumann son algunos de los “think tanks”, como —de manera tan ilustrativa— se les denomina en inglés, que contribuyeron a un foro descrito por algunos de los participantes como “no un evento: una cumbre”. El mensaje común, lanzado al mundo a través del enorme interés mostrado por los medios de comunicación presentes, no puede ser más claro: las ideas liberales están demostrando su aplicabilidad y su éxito allí donde se han puesto en práctica. La libertad se va abriendo paso aunque para ello tenga que vencer enormes lastres e inercias, y las sociedades que deciden viajar a favor de este viento liberal llegan más lejos que las obstinadas, todavía, en remar contra corriente. Desde estas páginas de Perfiles Liberales cabe solamente, como justos cronistas de la evolución de nuestras ideas en el ámbito latinoamericano, dejar constancia del brillante colofón a diez años de trabajo de una institución enteramente privada que, sin lugar a dudas, ha tenido mucho que ver en el avance de la libertad en Argentina. Eso y augurar a la Fundación Libertad, si Gerardo Bongiovanni y su equipo siguen trabajando tanto y tan bien como hasta ahora, muchos más éxitos en la persecución de nuestros ideales. — 30 — La IL y el TPI Perfiles Liberales, 24-06-1998 La celebración en estos meses de junio y julio de la Conferencia Internacional de la ONU sobre la implantación de un Tribunal Penal Internacional (TPI) es una ocasión de esperanza que los liberales del mundo entero, que hemos venido exigiendo reiteradamente la constitución de un órgano judicial de ámbito global capaz de acabar con la impunidad de los criminales de guerra y otros delincuentes de alcance masivo. En el reciente congreso de la Internacional Liberal (IL), celebrado en Oxford en noviembre de 1997, la esta organización mundial de partidos políticos liberales reclamó “la urgente fundación de un tribunal al que se conduzca a los sospechosos de crímenes internacionales”, y pidió a todos los gobiernos que se unieran “a esta iniciativa especialmente eficaz en el caso de los criminales de guerra”. La IL forma parte de la Coalición por un Tribunal Penal Internacional, una asociación de más de seiscientas ONG nacionales e internacionales que aboga por un órgano judicial eficaz e independiente para este tipo de crímenes. Uno de los grandes problemas que hacen necesaria y urgente la constitución de este tribunal es la ineficiencia, la corrupción o la simple inoperancia de los sistemas judiciales de los países que se hallan inmersos en situaciones de conflicto interno. Mediante la aplicación del principio de subsidiariedad —una de tantas aportaciones liberales al debate de las ideas, consensuada en la actualidad por el conjunto de las principales fuerzas políticas en casi todos los países—, se asegura el buen uso de este órgano para que no se convierta en un mero sustituto de los sistemas judiciales de cada país. En una reciente comunicación a todos los partidos miembros, el presidente de la IL, el holandés Frits Bolkestein, llamaba a los líderes liberales de cada país a presionar a sus gobiernos para que, en la conferencia de Roma, faculten al tribunal internacional para intervenir de oficio en asuntos como el empleo de las violaciones masivas de mujeres y niños como elemento de terrorismo bélico, el uso de niños y adolescentes como soldados de combate, la no materialización de los pagos de reparaciones de guerra a las víctimas y otros de especial gravedad o trascendencia. Una de las preocupaciones fundamentales del presidente Bolkestein es la eliminación real de cuantas trabas burocráticas puedan constreñir la labor del tribunal, por lo que defiende la capacidad del órgano para actuar con o sin la aquiescencia del Estado en cuestión y, desde luego, sin injerencias de los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU. Estos países, desgraciadamente, ya han mostrado su intención de contar con derecho de veto sobre el procesamiento de cada acusado. El órgano, en tal caso, perdería toda su credibilidad judicial para convertirse en un mero títere de un Consejo de Seguridad enormemente arbitrario y desacreditado. No parece que la presencia de China y Rusia, o incluso la de los otros tres Estados miembros permanentes, sea precisamente una garantía de imparcialidad de un tribunal condicionado a su derecho de veto. Pero más importante aún es que el ministerio fiscal pueda ejercer su acción en contra de cualquier persona basándose en información de las víctimas u otras fuentes, frente a la absurda situación reflejada en el borrador de estatuto del tribunal, que obliga a actuar sólo cuando el Consejo de Seguridad lo consienta o cuando un Estado miembro presente una querella. Los liberales apostamos decididamente por la universalidad de los Derechos Humanos. Ante su violación en países en guerra no cabe sentarse con los brazos cruzados y resignarse a contemplar el sufrimiento inhumano de millones de personas. Solamente podemos impedir los grandes crímenes y masacres que se producen en esas situaciones mediante un tribunal justo e independiente, con plenos poderes y con una fuerza especial a su disposición para la captura de los culpables. Es decir, hace falta que los Pol Pot y los Karadzic de los próximos conflictos ssean conscientes de que desde fuera se les observa y que en cualquier momento, tal vez años después de sus crímenes, pueden ser capturados y presentados ante un tribunal internacional capaz de hacerles pagar por sus atrocidades. Que ellos sepan que jamás podrán vivir tranquilos es la mejor vacuna para que millones de personas sí puedan vivir tranquilas. Y, sobre todo, vivir. — 31 — Ralf Dahrendorf, en Madrid Perfiles Liberales, 06-10-1998 El eminente economista y sociólogo germano-británico Ralf Dahrendorf visitó Madrid el pasado día 2 de octubre para recibir de la Fundación Salvador de Madariaga el premio que concede cada año esta institución, y que lleva el nombre del recordado Joaquín Garrigues Walker, uno de los ministros que hicieron posible la transición española a la democracia y que sufrió un accidente mortal en los años setenta. De la presentación de Dahrendorf se ocupó, curiosamente, un destacadísimo político democristiano, el comisario europeo Marcelino Oreja, en un acto que contó con la presencia del “todo” Madrid y que fue presentado por otro ilustre político del conservador Partido Popular, el presidente del Parlamento Europeo José María Gil Robles. En su intervención, Oreja expuso los principales valores que hacen de Ralf Dahrendorf uno de los intelectuales esenciales de este fin de siglo. Dahrendorf parece haber cambiado poco desde que escribiera su obra maestra “Las oportunidades vitales”. En su brillante intervención, el ex-director de la London School of Economics volvió a expresar su preocupación por la existencia de instituciones sólidas que sirvan de marco para la libertad, en un desarrollo de la “constitución de la libertad” de Hayek. Pero, sobre todo, Dahrendorf sigue viendo y viviendo el liberalismo como algo anterior y superior a la propia organización social basada en el libre mercado y la democracia política: “no sabemos cómo terminarán los mercados ni cómo acabarán las actuales instituciones democráticas, y por ello los liberales debemos mantenernos mentalmente independientes y políticamente libres para realizar una nueva contribución en el plano de las ideas”. Dahrendorf percibe esta necesidad de los liberales como consecuencia de un marco de referencia ideológica que cree superado pero todavía carente de sustituto: el consenso socialdemócrata del que tanto escribió (véase “El nuevo liberalismo”) dio paso al fin a un nuevo consenso cuasiliberal que, hoy, está también superado o en vías de superación. Se nos ha terminado “tanto el neoliberalismo como la neosocialdemocracia” y casi ni siquiera nos hemos enterado. Para Dahrendorf, todo o casi todo lo básico del liberalismo ya ha sido “asumido” por el conjunto de la sociedad y por las principales ofertas electorales. Lo novedoso es que algo parecido sucede con la socialdemocracia, a juzgar por la aproximación a ella de los programas democristianos y conservadores, y por la paulatina reubicación de muchos socialdemócratas (Blair, Prodi, Schröder...) en una especie de nuevo centro-derecha. Las distancias se han acortado tanto (fagocitando a veces a los partidos liberales) que el liberalismo debe situarse “delante” y avanzar nuevos debates y nuevas vías de solución, y mantenerse cada vez más vigilante ante los fenómenos que ponen en riesgo sus conquistas básicas. Ralf Dahrendorf es un Lord curioso, que al recibir esta distinción escogió como título nobiliario el señorío de un topónimo londinense correspondiente a un antiguo mercado convertido hoy en zona de prostitución y marginalidad. Un profesor que, desde su escaño liberal en la Cámara de los Lores, ve poco a poco cómo su sueño de una Europa unida se va haciendo realidad. Para él, los liberales no defienden la construcción europea porque sean europeístas, sino porque son internacionalistas y, como tales, entienden que la unidad de Europa es un primer paso y un ejemplo cabal como zona libre en lo económico, pero también en lo social y político. Ese cosmopolitanismo liberal tiene su mejor y más raro ejemplo en este soñador que ha servido como alto cargo en tres gobiernos (el alemán, el británico y el europeo) y que, sin embargo, continúa prefiriendo su refugio académico de Oxford a la excitación de la política activa. — 32 — Entrevista a Zheliu Zhelev, ex Presidente de Bulgaria Perfiles Liberales, 11-11-1998 Zheliu Zhelev, líder liberal búlgaro, fue el presidente democrático encargado de conducir la difícil transición política y económica búlgara. Sr. Zhelev, ¿Cuáles son en su opinión las características fundamentales de nuestra transición, iniciada en 1989? Nuestra transición resultó ser una de las más difíciles y contradictorias de la region, caracterizada por fuertes altibajos y por una pérdida completa de los primeros cuatro o cinco años, en los que se desperdició un tiempo valiosísimo para la reforma económica. Los partidos políticos que alcanzaron el poder a la caída del comunismo en 1989 no estaban preparados para encontrar soluciones a los problemas de Bulgaria. Por eso la primera etapa de la transición, especialmente en lo económico, resultó un completo fracaso. En 1997 se estableció por fin un comité de política monetaria con la firme intención de servir como guía de la política económica para el conjunto de la clase política búlgara. Espero y deseo que este comité tenga el éxito que necesitamos para salir de la crisis. ¿Cómo describiría la situación política actual de Bulgaria? Gracias al comité monetario Bulgaria disfruta por ahora de estabilidad financiera y política. Pero, desgraciadamente, seguimos sin tener un crecimiento económico aceptable, lo que hace del nuestro un país frágil donde se puede desencadenar de nuevo una situación de inestabilidad. Si no se procede velozmente a una profunda reforma económica, y si no se aceleran las privatizaciones y la restitución de las tierras a sus antiguos propietarios de la época precomunista, no creo que Bulgaria tenga muchas opciones de salir de la crisis. Todos los gobiernos que se han sucedido en el poder desde 1989 han ido perdiendo su apoyo popular porque no fueron capaces de emprender reformas activas en todos los aspectos de la realidad nacional. Tenían miedo de las consecuencias negativas de las reformas estructurales, y por desgracia se puede decir lo mismo del actual gabinete, supuestamente reformista. ¿Cuáles son las perspectivas de la nueva Unión Democrática Liberal (UDL) y del liberalismo en general? Las ideas liberales no son nada nuevo en Bulgaria. Inmediatamente después de la liberación del país tras cinco siglos de ocupación turca, en 1878, se constituyó el Partido Liberal, que fue hegemónico en la vida política del país y que durante veinte años seguidos logró modernizar Bulgaria. Los liberales en el poder construyeron un Estado moderno, un sistema judicial avanzado, un ejército adecuado a los tiempos, la red ferroviaria y las principales infraestructuras. Pero la tradición liberal actual dista mucho de ser suficiente, y la Unión Democrática Liberal es la fuerza política llamada a reagrupar a los liberales búlgaros en torno a un proyecto político viable y eficaz. Los principales aspectos de la transición búlgara demuestran la necesidad de un partido así. La transición desde una sociedad totalitaria a otra democrática, junto al desmantelamiento de la economía planificada, es en sí mismo un proceso liberal. El mayor reto de los liberales en un país en plena transición es asegurar el carácter liberal del proceso. Ahora, cuando se ha demostrado la incapacidad manifiesta de los gobiernos democristianos y socialdemócratas para sacar al país de la crisis y acelerar las reformas, hay una necesidad clara de una alternativa liberal. Por tanto, hay un espacio político disponible para la UDL, y la cuestión es si el partido será ahora capaz de ocuparlo. ¿Cuál es su experiencia en las relaciones con América Latina y cómo percibe Ud. las transiciones de esos países en relación con el proceso búlgaro? — 33 — Sólo tuve una oportunidad de visitar América Latina durante mi mandato, en junio de 1992 con motivo del Foro Económico Mundial en Brasil. Visité también Argentina, Uruguay y Venezuela. Es una lástima que, por tratarse de visitas oficiales, no pudiera tener la ocasión de profundizar en el conocimiento de la vida política de esa parte del mundo. Fui en todo caso el primer jefe de Estado búlgaro en realizar una visita a América Latina, y creo que para nuestro país se trata de una región extremadamente interesante, y en algunos aspectos más que la propia Europa. Tomé para nuestra propia transición algunos ejemplos del proceso latinoamericano, sobre todo en cuanto al tipo de instituciones construidas en estos países, y muy especialmente en lo relacionado con los sistemas presidenciales latinoamericanos, que garantizan una importante estabilidad. Creo sinceramente que hay muchas experiencias de América Latina que son directamente importables a un país como Bulgaria, sumido en una transición tan larga y complicada. — 34 — Pero, ¿qué le ha pasado a los democristianos? Perfiles Liberales, 17-11-1998 Del 12 al 15 de noviembre de 1998 se celebró en Madrid la XII Asamblea General de la Internacional Demócrata Cristiana (IDC). Sí, sólo la decimosegunda a pesar de la larga historia de esta organización, porque al parecer ellos no son muy dados a celebrar congresos. Acostumbrado a los congresos de la Internacional Liberal (IL), uno se sorprende al principío por la gran cantidad de países presentes, por la diversidad geográfica de los participantes y, sobre todo, por el poder de casi todos los partidos miembros. El que no tiene mayoría absoluta en su país es miembro importante de la coalición gobernante y, si no, por lo menos es la fuerza principal de la oposición. Pero un estudio más detallado de la IDC revela las fortísimas tensiones internas existentes —que amenazan con romper la organización a medio plazo— y explica, quizá, el buen sentido de los dirigentes democristianos al celebrar tan pocos congresos, por lo que pueda pasar. Hoy la IDC, como su homóloga socialista (IS), ya no parece responder a una ideología clara. Es cierto que en el ámbito internacional las diferencias entre unos partidos y otros pueden ser importantes incluso dentro de una misma familia ideológica. Así sucede en la IL y así sucedía originalmente en la IDC y en la IS. Pero las dos “grandes” han extremado hasta tal punto su pragmatismo en la afiliación de partidos fuertes, con poder (y con dinero), que hoy es muy discutible su utilidad como foros verdaderamente representativos de familias de partidos políticos más o menos similares. Es tradicional la crítica a la participación en la IS de los partidos únicos en torno a los cuales se nuclearon los regímenes dictatoriales de un buen número de países, sobre todo africanos. Todavía les quedan algunos de aquéllos, para su vergüenza, junto a fuerzas tan dudosamente democráticas como los socialistas senegaleses, las milicias drusas libanesas de Walid Jumblatt o los sandinistas del camarada Ortega. Mézclese bien todo ello con la incomprensible y polivalente “tercera vía” del simpático Blair y aderécese con el socialismo nostálgico de Jospin y con el ultrapragmatismo “de Estado” de Felipe González, y voilà, ya tiene Ud. un pastel incomestible pero bien ostentoso. No se atragante. En la IDC parecía haber, hasta hace unos años, más seriedad y una mayor uniformidad de pensamiento. Pero no: el pastel democristiano también está en el horno, y promete ser tan exótico, poderoso e indigesto como el socialista. Parece ser que algunos partidos europeos como la CDU alemana, obsesionados en su cruzada europea y mundial contra “la izquierda” (así, en general), convirtieron primero al Grupo Popular del Parlamento Europeo y ahora a la Internacional en un zoológico donde se da cita la fauna más variopinta. Así, junto a los partidos democristianos tradicionales (capitalistas “de Estado” e intervencionistas en la economía, con gran “preocupación social” y muy apegados a la filosofía cristiana), encontramos hoy a partidos de derecha populista sin ideología alguna (incluso el inefable Berlusconi parece aproximarse rápidamente a la IDC), o a los tories británicos (nacionalistas de Estado a la antigua usanza, liberales en la economía pero sólo en ella, moralmente victorianos y ajenos por completo a la ideología cristiana), o, por qué no, a los socialdemócratas portugueses, que a pesar del nombre son más o menos liberales y pertenecieron al grupo Liberal, Democrático y Reformista (LDR) de la cámara estrasburguesa hasta que fueron “captados” por este frente antisocialista en el que todo vale. Así pues, el pastel está servido, y tan masivo ha sido el ingreso de partidos discutibles o completamente ajenos a los fundamentos de la IDC, que algunos de los partidos democristianos originales, en franca minoría, se han refugiado en el llamado Club de Atenas y, sin abandonar la IDC, celebran por su cuenta todo tipo de reuniones y eventos en lo que bien podría ser el embrión de la ruptura. La entrada del Partido Popular español (PP) fue uno de los primeros golpes asestados a los democristianos convencidos. El PP es un partido amplísimo en el que se dan cita democristianos como Javier Rupérez, elegido en Madrid nuevo presidente de la IDC, pero también algunos liberales (en economía) y muchos conservadores en el sentido inglés del término, junto a una gran mayoría de gentes “de derecha” (o, como ahora les gusta decir, “de centroderecha”), — 35 — muchos de ellos apenas reciclados del régimen anterior. Es comprensible que partidos centristas tan profundamente democristianos como la Unió Democrática de Catalunya o el Partido Nacionalista Vasco (PNV), cofundador de la IDC, se encuentren cada vez más incómodos. En la reunión de Madrid, enteramente capitalizada por el PP para mayor gloria de sus dirigentes, quedó patente el futuro de la IDC: algún tipo de fusión con la Unión Democrática Internacional, a la que pertenecen sólo los partidos más conservadores del mundo (entre ellos el llamado Partido Liberal Democrático que gobierna Japón desde la postguerra mundial). No en vano, ya se acepta la doble afiliación de los partidos a estas dos internacionales, opción bien aprovechada por el PP español. Y se aproxima también a la IDC el Partido Republicano estadounidense, pese a la repulsa de los partidos “atenienses”. Pero la guinda del pastel, en Madrid, fue la feliz llegada a la IDC del Partido Justicialista argentino. Su representante aprovechó la ocasión para glosar las excelencias del General Perón ante un auditorio en el que muchos estarían probablemente encantados (“otro partido grande de un país importante, otro partido de gobierno, eso es lo único que importa”), pero muchos otros escucharon atónitos sus palabras preguntándose en su fuero interno si estaban sentados en la organización internacional adecuada. Desde fuera, más que felicitarnos por la permanencia del sentido común en la IL, deberíamos estar en guardia: la bactería del pragmatismo a cualquier precio anda suelta y amenaza con encaminarnos a todos hacia un bipartidismo global sin rostro. — 36 — Entrevista a Teresa Sandoval, concejal independiente del Ayuntamiento de Barcelona Perfiles Liberales, junio de 1999 ¿Cómo fueron sus comienzos en política? TS: En 1986 me afilié al partido político Centro Democrático y Social (CDS), el partido liberal que presidía el ex primer ministro —y después presidente de la Internacional Liberal— Adolfo Suárez. Mi actividad política anterior siempre se había desarrollado al margen de los partidos, básicamente en el ámbito de la universidad y en el de las asociaciones civiles. Ingresé en CDS porque, por primera vez en la joven historia de nuestra democracia, sentí que un partido político defendía realmente mis ideas liberales. Ha sido mi única militancia de partido y, tras el colapso político de CDS, siempre me he mantenido como independiente, pese a las invitaciones y presiones para afiliarme a otras fuerzas políticas. ¿Qué destacaría de su etapa en CDS? Tengo recuerdos entrañables de aquella fase tan importante que representó CDS para la consolidación de la democracia. Fue para mí una época de militancia comprometida y sentida con todo el corazón, pero también un periodo de aprendizaje intensivo, de formación en la política activa y de reflexión constante sobre mi propio marco de ideas y valores. Lo que soy y pienso en la actualidad se lo debo sin duda, en muy gran medida, a aquellos años vividos en el único partido netamente liberal que hemos tenido. Era, tal vez, un partido demasiado avanzado para su momento, un partido que reclamaba y proponía hace quince años cosas que hoy son normales pero que entonces sólo representaban la visión de un segmento minoritario de la población. Quizá fuera ésa una de las razones por las que el partido, tras la retirada de Adolfo Suárez de la política, sufrió una crisis tan devastadora. ¿Qué partido representa hoy esas ideas liberales? En su conjunto y plenitud, ninguno. La política catalana está marcada, en todas las corrientes ideológicas, por la división entre los sectores con más contenido nacionalista y los que, sin dejar de lado nuestra reivindicación de un autogobierno mucho más avanzado, priorizamos otras cuestiones. En un entorno político así, se puede decir que los liberales están dispersos y que hay políticos bastante liberales en varias formaciones políticas pero, sobre todo, hay algunos políticos liberales que hacemos la gue-rra por nuestra cuenta desde la no militancia en ningún partido. Es, entre otros, el caso de la mayoría de los antiguos miembros de CDS. Quienes somos liberales por encima de otras consideraciones, generalmente no nos sentimos representados por ninguno de los partidos existentes en la actualidad. ¿Ve alguna posibilidad de que los liberales catalanes puedan volver a reunirse en torno a un nuevo partido propio? De forma inmediata, no. A largo o muy largo plazo quizá haya más esperanzas. Además, creo que hoy por hoy es más necesario y realista conseguir pragmáticamente que nuestras ideas influyan en las instituciones y en la sociedad, y no tanto pensar en costosas operaciones de marketing político para lanzar un nuevo partido. Si resulta más fácil obtener ese objetivo desde la condición de independiente, creo que merece la pena seguir esa vía, sobre todo considerando el grado de desprestigio que aqueja al partido político como institución. La gente percibe al político independiente como alguien más cercano a su realidad cotidiana, y como alguien más confiable porque no está sometido a la disciplina ni a los intereses de ningún partido y puede defender a las claras y sin restricciones las ideas que expuso en campaña. Y, en su caso, ¿cuáles son esas ideas? ¿Cómo define su liberalismo? En primer lugar, entiendo la acción política como una función supeditada a los intereses y deseos del ciudadano, y creo que algunos políticos "de partido" cometen el grave error de deslizarse poco a poco hacia una situación de defensa corporativa de los intereses de su grupo por encima de los de la sociedad. Por eso, una vez más, reivindico el papel de los políticos independientes. Para mí, el liberalismo es la plasmación política y económica de la creencia en el ser humano y en sus capacidades. Es la ideología de la libertad personal, y de hecho es la — 37 — única que se preocupa ante todo por la autodeterminación del individuo frente a cualquier tipo de colectivismo de derechas o de izquierdas. Por eso se suele clasificar a los liberales en el centro del espectro político. En mi opinión, la persona es el motor de la sociedad, y sólo cuando se le garantizan plenamente sus derechos y libertades puede darse un importante desarrollo social y económico. Todos los demócratas asumen la frase liberal de que la libertad de cada uno termina donde comienza la de los demás, pero en mi opinión termina donde comienza la libertad de otro individuo, no la del Estado ni la de ningún colectivo organizado. Ese matiz es la clave para entender la diferencia esencial entre la simple asunción del marco de democracia liberal —aceptado en la actualidad por la mayor parte de las demás corrientes de pensamiento— y la del liberalismo como ideología de la que se derivan actuaciones políticas concretas. ¿Cómo ve el futuro de Cataluña y la cuestión de su encaje en el marco español? Cataluña ha cubierto una etapa necesaria en la que ha obtenido el reconocimiento de su especificidad y ha recuperado sus señas de identidad. Ha sido una lucha de todos los demócratas catalanes y no sólo de los nacionalistas. Quedan todavía cuestiones pendientes y elementos de autogobierno por los que sin duda hay que seguir batallando. Uno de los principales, y sobre todo desde una visión liberal y federalista del marco político español y europeo, es la obtención de un concierto económico similar al que disfruta el País Vasco, de tal manera que la política fiscal y las responsabilidades de gestión tributaria sean transferidas íntegramente al gobierno autónomo. Cataluña es una pieza clave para el futuro común, y además es una sociedad enormemente solidaria que sin duda seguirá contribuyendo a la cohesión económica general, pero que desea hacerlo desde la libertad en la gestión de sus recursos. Pero, al mismo tiempo que expongo esta reivindicación de mayor autogobierno, sentida por la inmensa mayoría de la sociedad, creo también que es necesario evitar que eso implique una mayor concentración de poder en el gobierno catalán, y que éste tiene que asumir íntegramente el principio de subsidiariedad y profundizar mucho en el traspaso de competencias a las instituciones más cercanas al ciudadano —y por tanto más controlables por éste—, que son las administraciones locales. Además, es necesario dotar de mayor responsabilidad individual al ciudadano y combatir el paternalismo gubernamental. Creo en una sociedad prácticamente autogobernada por la interacción de los ciudadanos, de sus empresas y de sus asociaciones y organizaciones de cualquier índole, y creo que en una sociedad así el papel que le queda a los go-biernos —sobre todo a los de ámbito superior al local— es un papel cada vez menos trascendental. Usted es la única concejal liberal en una coalición de gobierno local muy compleja, donde tiene que entenderse a diario tanto con los socialistas como con los nacionalistas de centroderecha. ¿Cómo lo consigue? Bueno, en todo el mundo los liberales solemos encontrarnos con frecuencia ante situaciones así. Si hay un rasgo puramente distintivo del liberalismo es la tolerancia, y ésta conlleva una vocación de diálogo que casi siempre termina por dar frutos. En cualquier caso, y pese a las diferencias ideológicas, me ha ayudado mucho la muy buena sintonía con los sucesivos alcaldes socialistas, Pasqual Maragall y Joan Clos, ante las políticas con-cretas a desarrollar en la ciudad. A diferencia de otros lugares, en Cataluña los socialistas se han centrado mucho en los últimos años y han asumido algunas propuestas y políticas cercanas al liberalismo o, por lo menos, al social-liberalismo. En Barcelona, la ausencia de mayorías absolutas y la considerable fragmentación del mapa político nos han obligado a todos a afinar nuestro sentido de consenso, ya que de otra manera las consecuencias para la ciudad habrían sido muy negativas. ¿En Barcelona está avanzando la libertad económica? No es mucho lo que puede hacerse en esa materia desde el go-bierno local, aunque, desde luego, es una de mis convicciones fundamentales. Creo en la libertad económica como hermana siamesa de la libertad política: si una de las dos muere, es muy difícile que la otra sobreviva. Lo mejor que podemos hacer por la empresa es interferir lo mínimo posible y atender sus necesidades e inquie-tudes. Cataluña, y especialmente la ciudad de Barcelona, tiene una — 38 — asentadísima tradición de peque-ña y mediana empresa. Afortu-nadamente, el eterno error de satanizar el lucro legítimo y el beneficio empresarial han tenido aquí una incidencia muy inferior al de otras sociedades latinas europeas o americanas. Siempre ha sido una tierra de gente crea-tiva y emprendedora, muy dada a arriesgarse en la puesta en marcha de negocios de cualquier tipo y tamaño. Esto ha hecho de Cataluña el principal motor económico español y ha conferido a las instituciones un respeto y un respaldo a la libertad económica que no siempre se ven en otros lugares. Desde el gobierno local hemos intentado potenciar los ejes comerciales y hemos fomentado el surgimiento de una ambiciosa sociedad de capital-riesgo destinada a apoyar la iniciativa empresarial ciudadana. ¿Cómo imagina usted la ciudad de Barcelona en el proceso de globalización? Soy muy optimista respecto a las ventajas y oportunidades que la globalización abre a Barcelona y a la Humanidad en general. Creo que esta ciudad, por su dinamismo y su vocación emprendedora, está en condiciones de sacar el máximo partido de este proceso imparable que va a hacer más libre y justo el planeta en que vivimos. Va a ser un mundo de personas, de ciudadanos individuales, en el que los compartimentos estancos formados por los Estados nacionales tendrán cada vez menos sentido. Es esencial potenciar la inserción en el proceso y adaptarse a las nuevas circunstancias, y al mismo tiempo es muy necesario desarrollar las facetas más retrasadas de la globalización, como son la institucional, la medioambiental y la jurídica. Un mundo globalizado necesitará un marco de Derecho universal que ya no se basará en el Estado como único y exclusivo sujeto del mismo, y tendrá que contar con una administración de Justicia de alcance universal. Para esto es imprescindible avanzar en la constitución de un sólido Tribunal Penal Internacional, y también acabar con el mito de la no injerencia en la soberanía de los Estados. La soberanía, en un mundo globalizado compuesto directamente por las personas, es un lastre arcaico que además ampara con frecuencia la intolerable sumisión del ser humano a los regímenes atentatorios contra la libertad económica y los derechos humanos, civiles y políticos. Entonces, ¿está usted a favor de la intervención en Kosova? Sí, totalmente. Conozco bien la región balcánica, donde la ciudad de Barcelona mantuvo una representación humanitaria permanente en Sarajevo durante la guerra. En los peores momentos del conflicto, la Oficina de la Ciudad de Barcelona en la capital bosnia era prácticamente la única representación extranjera en Sarajevo, y nuestras visitas como responsables políticos del gobierno local contribuyeron en lo posible a mejorar las condiciones de vida de la población civil. La crisis de Kosova está originada por el último —y seguramente el más grave— atentado de Slobodan Milosevic contra una sociedad entera, tan sólo por su origen étnico. Es imprescindible acabar de una vez por todas con el régimen autoritario de Milosevic y con su impunidad para seguir cometiendo las atrocidades genocidas en las que basa su poder. La globalización tiene también repercusiones sobre las monedas nacionales. En América Latina hay un importante debate abierto sobre la dolarización, y en Europa acaba de nacer el euro. ¿Cuál es su visión de estos procesos? No creo que lleguemos a una moneda global, pero creo que las monedas nacionales se van a ir eliminando o fusionando hasta llegar a un esquema de cinco o seis grandes monedas basadas en el respaldo real de las mismas y en la plena convertibilidad. Esto dará más libertad y seguridad al individuo, al reducir la especulación con divisas y el intervencionismo en la política monetaria. Para ello hará falta que los correspondientes bancos centrales sean sólidos y totalmente independientes de los avatares políticos. Creo firmemente en el euro, aunque más en el concepto que en el desarrollo que se le ha dado. Europa necesitaba unificar sus monedas como parte de la construcción de un mercado verdaderamente unitario. ¿Qué cree que queda aún por hacer para alcanzar la plena presencia de la mujer en la vida política? El problema no es tanto su participación en política, que en casi todo el mundo va siendo un hecho irreversible, sino su extensión al ámbito de la toma de decisiones en el mundo de la — 39 — empresa y de la sociedad civil. No soy partidaria de los sistemas de cuotas o de discriminación positiva, que desacreditan a las mujeres. Lo que sí es necesario es incrementar la igualdad de oportunidades de partida. Así, por ejemplo, en Barcelona hemos desarrollado políticas de compensación y de establecimiento de servicios pensados para que la mujer profesional o trabajadora no se vea obligada a elegir entre sus obligaciones familiares y su carrera. Pero el principal problema es de mentalidad, tanto de los hombres como de las propias mujeres. La automarginación derivada de las inercias culturales es hoy casi más grave que la discriminación por parte de los hombres. Creo que la globalización incidirá favorablemente sobre la situación de la mujer en aquellos países más atrasados en esta cuestión, y creo que una sociedad que confina a las mujeres a tareas meramente domésticas o de trabajo rudimentario se está perdiendo la mitad de su potencial económico y cultural, y éste es un triste lujo que ningún país se podrá permitir en un mundo globalizado y mucho más competitivo que el actual. ¿Cuál es su percepción de América Latina? Es la tierra de las grandes oportunidades y por fin está empezando a aprovecharlas. Con la democratización y con la creciente liberalización de estos países se está incrementando la capacidad de cuatrocientos millones de personas para ser dueñas de su destino. Es una región llamada a convertirse en las próximas décadas en un pilar fundamental del occidente desarrollado, por más que todavía pueda percibirse por muchos como una zona sin futuro. Yo creo en ese futuro y creo que para nosotros es un ámbito de intercambio económico y cultural de la máxima importancia. Pero es necesario acabar con el paternalismo en nuestra relación con América Latina y, por otro lado, establecer unas condiciones de verdadero libre comercio con el subcontinente, ya que ésa —mucho más que toda nuestra cooperación y solidaridad— será la clave del desarrollo de esos países a través del imprescindible surgimiento de amplias clases medias. Los catalanes, —quienes, por cierto, nunca fuimos a América Latina a conquistar, a diferencia de otros pueblos ibéricos— tenemos grandes oportunidades de colaboración y de enriquecimiento mutuo con la región. Desde el gobierno local de Barcelona hemos puesot en marcha un importante número de programas de intercambio e información, e incluso estamos colaborando en la redefinición urbanística de algunas de las principales capitales. — 40 — Kosova y el Derecho internacional Perfiles Liberales, junio de 1999 Los críticos de la intervención atlántica en Kosova —como también el régimen serbio— se han echado las manos a la cabeza ante la violación de los principios del Derecho internacional y de la soberanía de un Estado. Pues bendita violación, y ojalá se produzcan muchas más: las necesitan los tibetanos, los saharauis, los timoreses orientales, los kurdos y otros muchos pueblos sometidos a la despótica tiranía del nacionalismo de Estado. Una lectura menos apasionada de la evolución que está sufriendo en las últimas décadas el Derecho internacional arroja resultados positivos: ahora ya no vale escudarse en la soberanía nacional para, en territorio propio, cometer cualquier atrocidad; ahora los dirigentes que violan los Derechos Humanos saben que pueden verse obligados a responder de sus crímenes, aunque sea años después y a miles de kilómetros; ahora se va asentando el principio de que las fronteras no son tan sagradas como por pura conveniencia se las había considerado, y que los Estados no son entes incuestionables sino meras construcciones humanas sometidas a replanteamiento, modificación o disolución. El caso de Kosova ilustra esta situación. Si por algo se debe criticar a la comunidad internacional no es por su intervención sino por la tardanza y la escasa contundencia de la misma. Si de algo deben responder Washington y sus aliados no es de haber vulnerado la soberanía yugoslava, pues ésta no es ilimitada ni autoriza al genocidio, sino de seguir aferrándose a los viejos principios de un Derecho internacional sobrepasado por la realidad histórica que vive la Humanidad, y proponer todavía una imposible autonomía de Kosova en el seno del Estado serbio, en lugar de la independencia de este territorio. A todas luces, la constitución de un protectorado internacional en Kosova y su ulterior independencia es la única salida justa, guste o no a los trasnochados nacionalistas que consideran a esa parte del mundo como cuna de la nación serbia —por cierto, que si hubiera que atender a ese tipo de consideraciones, tendríamos que cambiar, entonces sí, la mitad de las fronteras del mundo—. Lo que demuestra la tragedia de Kosova es que ha hecho crisis la concepción del Derecho internacional basado en los Estados existentes como únicos sujetos del mismo, dueños de una soberanía ilimitada sobre sus territorios y gentes. La realidad se impone y siempre va un paso por delante del Derecho (o dos pasos, cuando se trata del internacional). Ahora lo necesario es establecer un Derecho internacional renovado que contemple sistemas civilizados y democráticos de fragmentación y fusión entre Estados, y que sustituya el concepto tradicional de sobe-ranía de los Estados por otro más aproximado al de una limitada autonomía en el marco de los derechos, libertades y obligaciones comunes a todos los seres humanos de un planeta incuestionablemente global. La secesión es una aspiración legítima si se produce democráticamente, y no todos los casos deben ser tan traumáticos como el de Kosova: ahí está, también, el ejemplo del divorcio pacífico de las repúblicas checa y eslovaca. — 41 — Disidentes (reportaje sobre los disidentes cubanos tras visitarles clandestinamente en la isla) Perfiles del siglo XXI, junio de 1999 De la mano de los disidentes se conoce una Cuba desesperada en el corto plazo pero con una inquebrantable fe en el futuro. Es la Cuba no oficial, la Cuba clandestina y limpia, la Cuba de quienes levantan su voz para expresar abiertamente su rechazo al miedo y a la intolerancia de un régimen sacado de los libros de Historia. Uno habría esperado que los disidentes salieran de una puerta secreta camuflada detrás de los libros, o que le hablaran discretamente al oído y no quisieran acompañarle por la calle, o, en fin, que tomaran todas las medidas de seguridad y disimulo que forman parte de nuestro acervo cinematográfico. Nada más lejos de la realidad. Los disidentes cubanos están hartos de esconderse y, de hecho, ya no ocultan ni sus personas ni sus ideas. Es más, aprovechan cada ocasión que se les presenta para hablar alto y claro delante de taxistas, camareros y demás audiencia. No es que se hayan vuelto locos, ni, mucho menos, que deseen regalarle al régimen la satisfacción de su arresto. Es que no aguantan más la represión civil que se vive en Cuba. Tras los pasos de María Elena Osvaldo Alfonso Valdés es quizá el dirigente opositor más “descarado” y militante en su disidencia pública. Los periodos de detención —el último, hace apenas unos meses, para evitar su presencia en el juicio contra el Grupo de los Cuatro— no arredran al joven geólogo que, como la mayoría de los opositores, se ve condenado a no poder ejercer ninguna actividad laboral. “El régimen pretende así condenarnos a la muerte social, pero la verdad es que nos deja todo el día libre para hacer política”, afirma en pleno ejercicio del típico humor cubano. Valdés fundó en 1997 el Partido Liberal Democrático de Cuba (PLDC), sucesor de la conocida organización disidente Criterio Alternativo, que presidiera María Elena Cruz Varela desde 1991 hasta su encarcelamiento y posterior exilio. El PLDC, según sus dirigentes, tiene estructura y militancia en diez de las catorce provincias del país aunque, como los demás partidos opositores, evita tener un censo escrito por obvias razones de seguridad. Estiman tener entre seiscientos y setecientos activistas —personas que abiertamente rompen con el régimen y se declaran miembros del partido, asumiendo así la comisión de un delito grave según la legislación “revolucionaria”— y alrededor de tres mil simpatizantes —que apoyan discretamente desde la sombra para no poner en riesgo sus empleos, familias e integridad física—. El partido, como todos los demás a excepción del comunista, no puede celebrar congresos ni reuniones de más de veinte o treinta personas, y éstas siempre en casas particulares y con cuidado de no levantar sospechas. En varias ocasiones, la policía les ha obligado a levantar la sesión y disolverse, bajo serias amenazas de detención. “Cuba —afirma con vehemencia Valdés— es un país totalitario donde prácticamente se violan todos los derechos reconocidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Nuestro objetivo es alcanzar un Estado democrático de Derecho. Como no tenemos medios de comunicación, el sistema de boca a oído es la clave de nuestra expansión, y nuestros activistas y simpatizantes actúan como verdaderos apóstoles de esa propagación”. Natural-mente, es muy difícil para los dirigentes liberales viajar a provincias, y la estructura territorial está prácticamente prendida con alfileres. “Lo más importante, y en esto colaboramos todas las fuerzas políticas opositoras, es transmitir a la sociedad el mensaje de que hay una alternativa al sufrimiento del que casi todos los cubanos se quejan, que esa alternativa es la democracia (la cual hasta tenemos que explicar, ya que es mucho lo que los cubanos necesitan “desaprender”), y que dentro de ese marco existen diversas opciones que pueden competir por el poder y alternarse civilizadamente en el mismo, de la forma que en cada caso decida la gente con su voto. En esto toda la oposición colabora. Todos explicamos a la ciudadanía que además de nuestra particular ideología existen las otras, y hasta comentamos los valores principales de cada una y facilitamos el contacto con sus representantes. Yo me he visto en la situación de ayudar a una persona a acercarse a los democristianos o de que un simpatizante — 42 — llegara a nosotros enviado por los amigos de la Corriente Socialista Democrática de Cuba, y todo esto es moneda común aquí, donde los diversos partidos de oposición han aprendido por necesidad a ser, tal vez, más tolerantes entre sí que en los países normales”. Para Valdés, el reciente ingreso del PLDC en la Internacional Liberal ha significado un importante reconocimiento exterior de una organización calificada de “grupúsculo” por la dictadura. En particular, la relación con los liberales canadienses del primer ministro Jean Chrétien constituye un marco de posible avance, dadas las excelentes relaciones de ese país con el régimen y su vocación de jugar un papel activo en la democratización de la isla. Pero, pese a la buena colaboración entre disidentes y embajadas extranjeras, no todos los contactos internacionales resultan satisfactorios. Liberales, socialistas y democristianos acuden infatigablemente al encuentro de cuantos políticos extranjeros pasan por La Habana, pero algunos de ellos —el dirigente socialista español Joaquín Almunia o los eurodiputados italianos de izquierda— les ofrecen un trato displicente. Todavía hoy, la revolución cubana sigue siendo un mito en las mentes de muchos “progresistas” europeos. Sin embargo, los disidentes se topan constantemente con jóvenes “turistas revolucionarios” que llegan a Cuba a conocer el paraíso socialista y a los pocos días de estar en la isla se convierten en fervientes aliados de la oposición a la tiranía castrista. La Mesa de Reflexión En los últimos tiempos, la Mesa de Reflexión de la Oposición Moderada (MROM), sucesora en cierta medida de la plataforma Concilio Cubano, se ha convertido en el punto de encuentro de los sectores más organizados y viables de la disidencia interna. El apelativo “moderada” no implica en modo alguno una posición de tibieza o ambigüedad, sino que es la expresión de su voluntad de adaptar su discurso político a la vocación pacífica y no violenta de alcanzar la transición. Los mensajes y lenguajes meramente agresivos no han dado resultado y provocan además el efecto adverso de causar rechazo en grandes sectores de la población que, de otra manera, podrían ser atraídos hacia los puntos de vista de la oposición. En la MROM se dan cita junto a los liberales dirigentes socialdemócratas como Manuel Cuesta, secretario general de la Corriente Socialista Democrática de Cuba, o democristianos como Rafael León, presidente del partido Proyecto Demócrata Cubano. León se lamenta de que “la oposición moderada siempre ha estado muy atomizada en Cuba, y esto, naturalmente, ha sido aprovechado por el régimen para descalificar a toda la oposición como violenta. En la Mesa nos hemos dado a la tarea de reflexionar sobre cómo involucrar a la sociedad en el esfuerzo político necesario para hacer la transición”. Es, sin duda, una labor fundamental, ya que la gran mayoría de la población, aunque maldice el régimen, descree de la política como vía de acabar con él, y la idea misma de transición es demasiado sofisticada para una buena parte del pueblo cubano. Valdés culpa parcialmente de esto a los sectores más agresivos de la oposición y del exilio, que han basado su mensaje “en la protesta y no en la propuesta”, dando al castrismo los argumentos idóneos para desprestigiar a la oposición. El gobierno, según León, está preocupado y expectante respecto a la Mesa, y no sabe bien cómo actuar frente a ella. El pacifismo “a la Ghandi” de quienes la integran y su buena conexión internacional ponen al régimen en una difícil tesitura. Así, en los últimos tiempos los disidentes reciben más ladridos pero menos mordiscos de la policía política, aunque esto no les hace confiarse. “En cualquier momento pueden cambiar de táctica y encerrarnos a todos”, afirma el presidente del liberal Partido Solidaridad Democrática (PSD), que recuerda bien cómo su antecesor en el cargo cumplió trece meses de prisión y fue liberado a petición del Papa. En esas circunstancias, el apoyo exterior, que requiere de una estrecha comunicación, opera como un importante “seguro de vida”. “La comunidad internacional —afirma con esperanza Manuel Cuesta, el líder socialista— ya no va a ser tan flexible con el gobierno cubano como antes. Le va a exigir cambios, aunque sean lentos”. A la cárcel por pensar — 43 — De hecho, la firme y unánime reacción internacional ha salvado al presidente del Partido Social Demócrata Cubano, Vladimiro Roca y a sus tres compañeros de presidio de una sentencia mucho mayor, y podría garantizarles una reducción de condena en el recurso de casación. Roca fue detenido hace dos años por “propaganda enemiga”, y la acusación fue ascendiendo en la consideración de la fiscalía hasta el cargo de apología de la sedición, imputado finalmente a los cuatro disidentes por haber escrito y difundido el manifiesto La patria es de todos (extractado al término de este dossier) en el que no se hace llamamiento alguno a la insurrección, sino que se propone simplemente un sistema democrático de gobierno para el país. Magaly de Ar-mas, la esposa de Vladimiro Roca, se debate entre la angustia y la esperanza, y vislumbra un final político para el tormento de Roca y de los otros tres sentenciados. “El juicio —afirma— no se celebró siquiera con las características normales en Cuba, y los cuatro detenidos están confinados en la cárcel especial de Villa Marista, custodiados por la policía política. Ni siquiera puedo verme con mi esposo sin la presencia de un oficial”. Pese a todo, la situación psicológica de los cuatro presos políticos es buena. “Vladimiro siempre me había dicho que si esto llegaba a suceder, él estaría psicológicamente preparado para afrontar con dignidad cualquier cosa, y estoy viendo que en efecto es así. Creo que él lo lleva mejor que yo”, afirma la esposa de Roca. Cuando, el pasado primero de marzo, se celebró el juicio de opereta a los integrantes del “Grupo de los Cuatro”, el régimen adoptó medidas excepcionales, entre ellas el arresto preventivo a ciento setenta disidentes y la prohibición de acceso a la sala a multitud de diplomáticos y periodistas extranjeros. El nerviosismo de la dictadura ante este caso es patente, y explica en cierta medida su incapacidad de tomar un camino de mayor represión a los disidentes que siguen en activo. Cuba jamás había recibido una presión internacional tan grande como la que se ha producido a favor de Roca y sus compañeros. Las palabras de la fiscal del caso en alusión al manifiesto La patria es de todos no dejan lugar a dudas sobre el pensamiento del régimen: “la patria no es de todos sino de quienes la defienden”. Pero ese pensamiento no se corresponde con la acción del gobierno, que, con su arbitraria ley en la mano, bien podría lanzar una persecución mucho más intensa contra los disidentes. Si no lo hace es porque se halla sumido en una profunda confusión y porque hoy La Habana depende crucialmente de sus socios comerciales extranjeros. La aberración económica Esa dependencia del dólar extranjero no se percibe solamente en las grandes cifras macroeconómicas. El dólar es hoy uno de los referentes de la nueva etapa que atraviesa Cuba. El billete verde es tan común a los cubanos como a los habitantes de cualquier localidad estadounidense. El peso casi ha desaparecido de las billeteras y el gobierno cubano se ha visto obligado a emitir un tipo especial de pesos convertibles con un valor diferente, por lo que hoy en Cuba circulan tres monedas. El dólar, otrora símbolo del imperialismo yankee dotado de toda suerte de connotaciones demoniacas, es hoy un medio supervicencia y de esclavitud en Cuba. De supervivencia, porque el acceso a unos pocos de estos billetes representa en Cuba cruzar la distancia entre comer o no comer, entre poderse lavar con jabón o no. De esclavitud porque la masiva entrada de empresas extranjeras en la isla, en lugar de servir para que se produzca una apertura económica del país, ha traído consigo la conversión de los cubanos en mano de obra baratísima, que se paga en dólares pero que percibe en pesos la décima parte del salario. “Los sindicatos de cualquier país normal pondrían el grito en el cielo y se movilizarían ante estos abusos, pero en este paraíso de los trabajadores resulta que no tenemos derecho a la libre sindicación, ni a pactar con nuestros patronos el salario, ni siquiera a elegir nuestro empleo entre la oferta disponible”, dice Pedro Pablo Alvarez, presidente del clandestino Consejo Unitario de Trabajadores Cubanos. La aberración económica, con el dólar como única salida y como tótem cultural de la Cuba finisecular, ha creado figuras curiosas como la del susurrador comercial, que persigue a los turistas ofreciéndoles cigarros, ron o cualquier otro producto. Ha creado también figuras — 44 — lamentables como la jinetera, que no se prostituye por decisión libre y voluntaria, sino compelida por la necesidad imperiosa de ver impreso el rostro de Washington. Es diez o doce veces más lucrativo tener en la familia una prostituta que una doctora, y el propio Castro ha manifestado en varias ocasiones, con cruel ironía, que “en Cuba tenemos las prostitutas más cultas del mundo”. La prostitución a precio de saldo, tanto femenina como masculina, es esencial en los planes económicos del régimen, ya que es uno de los medios más eficaces de captar dólares del turista. No es de extrañar que en Europa se llenen los vuelos charter destinados a la isla, y que el sesenta por ciento de los viajeros sean hombres solos. Castro les alquila por cuatro centavos la carne socialista que no es capaz de alimentar. Si ayer Cuba vivía de la subvención económica soviética, y durante treinta años el régimen no se molestó en crear una economía productiva, hoy vive del turista sexual y de los fondos que mandan los exiliados a sus familiares. Esto último ha creado una nueva faceta de la aberración económica: en el paraíso igualitario han surgido con fuerza las clases sociales, y de la forma más injusta y arbitraria. Los cubanos que tienen la suerte de contar con parientes en el exilio (junto a la minoría que disfruta de la lucrativa existencia de una prostituta en la familia), son la nueva clase alta. Los desamparados que no reciben fondos del maligno imperio son la nueva casta intocable. Los parias cubanos pasan hambre y trabajan como esclavos, mientras los receptores de dólares se ven fuertemente disuadidos de trabajar, porque el salario medio en la isla no pasa de veinte dólares y ellos, a poco que reciban cada mes, ya tienen como mínimo cinco o diez veces más. La nomenklatura ya no es, por tanto, el único sector social privilegiado, pero parece difícil que una sociedad pueda soportar por mucho tiempo una situación como ésta. Tal vez el régimen no haya calculado bien los efectos a medio y largo plazo de la dolarización de facto del país y de la avalancha masiva de capitales exteriores, que hoy sustentan a corto plazo una economía en bancarrota, pero mañana pueden hacer que estalle el sistema. Entre tanto, el embargo estadounidense sigue siendo la gran excusa del régimen para justificar el desabastecimiento y el hambre. Pero la disidencia interior no lo ve así. Unos, como Rafael León, desean que se retire el embargo para que quede en evidencia el fracaso económico del sistema comunista. Otros, como Fernando Sánchez,el presidente del PSD —producto de la fusión de diversas organizaciones opositoras— habían apoyado firmemente el embargo como medida de combatir al castrismo hasta que comprendieron que el embargo en sí no afecta ni para bien ni para mal a la situación. Pero, alerta Valdés, tampoco una retirada unilateral del embargo es conveniente para democratización de la isla, pues Castro podría utilizarla como un triunfo. El monopolio de la verdad “Ya sólo se ve viejos comprando el periódico. Los jóvenes no quieren ni oír hablar de la prensa oficial. Hoy la información real circula en Cuba a través del medio más primitivo, pero también el más eficaz: la transmisión oral. Claro que los periodistas independientes también intentamos que circulen algunos boletines ilegales, pero el ‘boca a oído’ sigue siendo el medio por excelencia”, afirma Claudia Márquez, la corresponsal de Perfiles Liberales y de otros medios en Cuba. Claudia envía todos los días su crónica a los medios extranjeros. ¿Cómo? Por teléfono, dictando a su interlocutor. Y, claro, cada día suele recibir la correspondiente visita de la policía política. Amablemente, los policías le preguntan por la salud de su hijo de dos años o de su madre que vive lejos de la capital. La amenaza va siempre implícita, pero a veces también se hace clara y patente. Como ella, cientos de periodistas en todos los rincones de la isla se han propuesto hacer llegar al mundo información auténtica de lo que sucede en Cuba. La importante ONG internacional Periodistas sin Fronteras tiene censados a decenas de periodistas alternativos, y procura mantener un contacto suficiente como para saber que se encuentran bien. Como pasa con la oposición política, la prensa independiente está proscrita de iure, semitolerada de facto (por la presión internacional y por la pura incapacidad del castrismo) y presente con una fuerza innegable en la sociedad cubana. Pero el régimen no está dispuesto a ceder en el monopolio de la verdad. Las antenas parabólicas —que los ingeniosos cubanos — 45 — fabrican con cuatro alambres— están prohibidas con la única excepción de los hoteles para extranjeros, la prensa exterior no se distribuye en la isla y la costosa señal de televisión emitida desde el exilio no sirve para nada porque es interferida por el régimen. Internet, por supuesto, está sólo al alcance de ciertos “revolucionarios”. La cuestión es cuánto tiempo más va a poder Castro mantener al país fuera de la revolución mundial de las telecomunicaciones y la información, que está llegando ya a los últimos confines del planeta. El monopolio de la verdad alcanza, por supuesto, a la universidad y al entorno académico. El decreto-ley 57/80 prohíbe toda actividad docente a quienes no sean adeptos entusiastas de la secta que manda en Cuba. La categoría de “falta de confiabilidad política” le cierra a uno las puertas de la mayor parte de los empleos y carreras y le condena a sobrevivir en actividades mal pagadas y de escasa retribución moral. En 1994, cuando se produjo el éxodo de emigrantes cubanos desesperados a la base de Guantánamo, el régimen intentó expulsar en medio de la confusión a los principales disidentes del momento, entre ellos Héctor Maseda, vicepresidente del PLDC, tal vez para hacer realidad la versión oficial de que en Cuba no hay opositores. La Cuba de mañana La Cuba de mañana, del siglo que anuncia su inminente llegada, no puede ser como la de hoy, y, sencillamente, no lo va a ser. La Cuba de mañana verá a sus ciudadanos entrar y salir libremente del país, ver y leer lo que quieran, decir y escribir sus ideas, elegir sin trabas a sus mandatarios y establecer los negocios y empresas que deseen. La Cuba de mañana no es la de Castro sino la de Valdés, Sánchez, León, Cuesta y tantos otros demócratas cubanos de las más diversas tendencias, y, sobre todo, es la Cuba del pueblo cubano, de todo el pueblo cubano: el de dentro y el de fuera, el que hoy es disidente y el que mañana abrazará el nuevo sistema, el que vive en dólares y el que sobrevive en pesos, el que todavía cree en la revolución y se sorprende inocentemente de que un sistema perfecto tenga tantos fallos y el que se da cuenta de que, en realidad, su país estea al borde de la ruina porque, si perseverar es humano, perseverar en el error también ha de serlo, y el sistema comunista es uno de los mayores errores de la Historia. La Cuba de mañana será una Cuba donde los sueños del héroe de la independencia, José Martí, verán por fin su plasmación en la nueva realidad de un mundo tan global e interrelacionado que ya no habrá compartimentos estancos a la libertad. Todos seremos libres o todos seremos cautivos, y la suerte de Cuba no se diferenciará de la que corra el resto del mundo. Los liberales creemos que el futuro de la Humanidad no será de cautiverio totalitario sino de libertad personal, y la realidad nos confirma cada día esa tendencia. Cuba no será ajena a la nueva etapa que va a iniciar el mundo entero. La Cuba de mañana, que sin lugar a dudas verá la reconciliación de sus hijos y la construcción de una sociedad civil en la que cada persona será dueña de su destino, está comenzando hoy. Cuando el sistema comunista, superado en casi todo el resto del mundo, llega también a su crepúsculo en la Antilla grande, miles de cubanos y cubanas, desde su legítima disidencia, están trabajando con sus mentes y sus corazones, con sus manos y su inquebrantable voluntad, para que el nuevo día nazca pacíficamente y el sol de la mañana alumbre un país en libertad. — 46 — Entrevista a Dieter Nohlen, politólogo alemán Perfiles del siglo XXI, junio de 1999 El profesor alemán Dieter Nohlen, uno de los más reconocidos expertos mundiales en organización de la democracia y sistemas electorales, expone a los lectores de Perfiles Liberales su perspectiva sobre la evolución latinoamericana en esta materia. Ante todo, Nohlen considera que el sistema electoral de cada país debe responder a las características y a las necesidades del mismo, y que no hay ningún sistema perfecto. ¿Cuáles son, para usted, las actuales tendencias de los sistemas electorales? Bueno, depende de la definición que uno haga de “sistema electoral”. Si se tiene un concepto muy amplio, prácticamente sinónimo de “régimen electoral”, que incluye lo organizativo, entonces sí se puede hablar de una cierta convergencia mundial hacia unos patrones comunes —y eso se nota por ejemplo en América Latina, cuyos sistemas se van aproximando a los estándares internacionales—. Pero, si el concepto de “sistema electoral” es más preciso, más limitado a los aspectos de conversión de votos en escaños, entonces no se observa ninguna tendencia a la unificación mundial. Esto se debe a que los sistemas electorales siempre están muy condicionados por la Historia de cada país, por sus sistema de partidos y por las características de cada sociedad. Dicho ésto, sí se puede observar desde hace unos años una cierta tendencia hacia un nuevo tipo de sistemas: los sistemas que denomino “combinados” por ser parcialmente proporcionales y parcialmente mayoritarios (en base a circunscripciones electorales uninominales). Los mejores ejemplos de esta reciente tendencia son México, Nueva Zelanda, Japón, Rusia y Europa Oriental; y, con algunas variantes, Bolivia y Venezuela. El temor a la ingobernabilidad induce frecuentemente a establecer sistemas electorales que distorsionan la pluralidad política y sobrerrepresentan a los partidos o candidatos más votados. ¿No es ésto una deformación de la democracia? Hay que analizar ante todo cuáles son las funciones, los requisitos y los objetivos que la sociedad impone a su sistema electoral, y en función de ellos se debe determinar el sistema más adecuado. La representación proporcional es solamente una de las funciones de un sistema electoral. Es una aspiración legítima de los sistemas, pero éstos también deben tomar en consideración criterios de efectividad. Hay países donde resulta extremadamente difícil formar coaliciones y es preciso buscar mayorías suficientes para que un partido pueda gobernar en solitario. Es un caso frecuente en América Latina. Claro, es una cuestión cultural. Vemos también casos como los de Holanda o Dinamarca en los que existe una gran atomización del electorado, y muchas veces ningún partido pasa del veinticinco o treinta por ciento de los escaños, sin que esto perjudique en absoluto la gobernabilidad. Además, así se obliga a los partidos a entenderse y se involucra en la gobernación a mayorías más amplias, mediante la presencia en el gabinete de dos, tres o hasta cuatro partidos. ¿Es ésto exportable? Sí, claro que lo es, pero ése no es el problema. Hay que tener en cuenta que los sistemas parlamentaristas tienen mucha más experiencia en eso que los presidencialistas. En éstos últimos, se presupone que la estabilidad viene garantizada, en lugar de por ese consenso necesario en el parlamento, por la figura del presidente, elegido por votación directa y revestido, por tanto, de una enorme legi-timidad propia. Hay conceptualizaciones distintas de la democracia: unas hacen mayor hincapié en la confrontación de opciones adversas disponibles por la sociedad —lo que favorece la alternancia en el poder—, mientras otras ponen el acento en la capacidad de negociación y consenso entre las fuerzas políticas. En los países que ha mencionado es posible mantener esa fragmentación porque el concepto de democracia es muy diferente y está más basado en el consorcio de los electos para juntar responsablemente una mayoría capaz de gobernar. Una tendencia reciente en los sistemas presidencialistas de América Latina es la importación y la adaptación de este tipo de mecanismos de consenso: se puede decir que los sistemas presidencialistas se están “parlamentarizando” en la medida en que los partidos políticos establecen coaliciones para la presidencia, como es, desde 1985, el — 47 — caso de Bolivia, que así ha resuelto sus problemas de gobernabilidad. Algo similar ocurre en Chile con la Concertación, en Uruguay con la nueva elección de Sanguinetti, etc. Por lo tanto sí se pueden introducir elementos del sistema parlamentarista en América Latina, incluso dentro de los actuales sistemas presidencialistas. Pero el futuro de la democracia en la región, ¿no pasa en realidad por la sustitución de ese presidencialismo paternalista, cuasimonárquico e incontrolado por unos sistemas de mayor reparto del poder, como son los parlamentaristas? Estos sistemas son una herencia política y constitucional del siglo pasado, cuando los grandes presidentes desempeñaron una papel clave en la forja de las nuevas naciones. Hoy en día se está cuestionando el presidencialismo precisamente a causa de los problemas que se dan cuando el presidente no cuenta con mayoría parlamentaria. Cada vez es más necesario que el presidente se vea amplia e institucionalmente apoyado, y no sólo por su propio partido. El gran problema es, en esta región, que para la consolidación de sistemas parlamentaristas eficaces hace falta un sistema de partidos políticos adecuado y una determinada cultura política de las élites, y esto no siempre se da. Sí se ve esa tendencia a la que antes me refería, dentro de los actuales sistemas presidencialistas, pero no está claro que ya sea una base suficiente para un buen gobierno parlamentario. Hasta el momento no tenemos ni un solo ejemplo de gobierno parlamentario en América Latina y por eso creo que es necesario recomendar prudencia en las reformas. El presidencialismo tiene grandes debilidades, pero no hay que olvidar que el parlamentarismo también las tiene, y que no hay ningún sistema político ideal, sino sistemas más o menos adecuados a las circunstacias de cada país. No es nueva la tendencia al voto personalista, pero últimamente tenemos ejemplos preocupantes de legitimación masiva de personajes como Abdalá Bucaram o Hugo Chávez. Esa tendencia a votar por un líder carismático e incluso mesiánico, ese culto ciego a la personalidad, ¿no desvirtúan el sentido original de la democracia, es decir, el voto por unos programas y unas políticas determinadas, quienquiera que las ejecute? ¿No se está relegando a las ideas a un oscuro segundo plano frente a los carismas? Sí, pero atención: el sistema parlamentario podría causar frustración al no recoger suficientemente esas inquietudes. Sería un gran riesgo introducir sistemas parlamentarios carentes de una cabeza vi-sible. Así que esto se vuelve también en un argumento en favor del presidencialismo, que es el sistema que mejor recoge esa tendencia de las sociedades latinoamericanas a votar por líderes. Lo que se puede observar, y precisamente en Venezuela, es el desprestigio total de los partidos. ¿Qué le quedó, al final, al votante venezolano? Pues refugiarse en votar por un hombre que prometía cambiar todo eso, aunque fuera irrealizable. Sí, pero, ¿qué es primero, la gallina o el huevo? Es decir, ¿Es la cultura política de estos países la que exige sistemas de presidencialismo carismático o son los sistemas los que han impuesto esta costumbre? A mi modo de ver, las instituciones no son capaces de imponerse tanto. Pueden influir, pero no tienen tanta fuerza sobre la costumbre o la cultura. Incluso en democracias más avanzadas vemos un cierto hastío del electorado. Cuando Italia estableció hace unos años este sistema magnífico de referéndum múltiple semestral o anual, por el cual la gente decidía de forma directa las diez o doce cuestiones más importantes del momento, la respuesta ciudadana fue de aburrimiento y la participación terminó por ser mínima. Lo que pasa es que se puede llegar a cansar al electorado. Vemos, por ejemplo, cómo en los países federales, donde hay muchos más comicios que en los países centralizados, se produce también un hastío de los ciudadanos, que se sienten llamados a demasiadas consultas y se pasan la vida votando para diversos niveles de representación. Y surge entonces el debate sobre la conveniencia o no de simultanear las consultas. — 48 — En cualquier caso, la democracia, en su actual grado evolutivo, adolece de una importante falta de control de los electos. Se les elige sin mandato y se les da un cheque en blanco... Bueno, eso depende mucho del grado de desarrollo democrático y de la cultura política del país. En América Latina, los parlamentos siempre se han visto relegados a jugar un papel de segundo y hasta de tercer poder. Y, de todas, formas, también dentro de la región hay grados: el presidente mexicano siempre ha tenido un poder muy superior al uruguayo o al chileno. En Uru-guay, el presidente siempre ha dependido mucho más de la correlación de fuerzas en el parlamento, a pesar de que no hubiera coaliciones gubernamentales. Hay que tener en cuenta que el latinoamericano medio todavía percibe la política en términos jerárquicos paralelos a la pirámide social. Y cuando todo lo político se percibe en términos piramidales, no es socialmente válido cambiar de forma abrupta hacia un sistema más equilibrado y horizontal, donde el poder está mucho más repartido. La gente aún demanda referentes tangibles. Por eso el proceso debe ser pausado y a largo plazo, digamos que a treinta años, porque la cultura del país debe apropiarse de otros marcos de referencia. ¿Cuál es su opinión sobre la reelegibilidad? En términos generales estoy a favor de la reelección, pero eso depende mucho del caso concreto del que se trate. Por ejemplo, favorecer la reelección en el Perú actual, donde el presidente Fujimori ejerce el poder con un criterio absolutamente centralizado y jerárquico, es equivalente a declarar la invalidez de la democracia. Pero allí donde la demo-cracia funciona bien, donde hay posibilidad de alternancia, la reelección sirve al ciudadano para premiar o castigar, para refrendar lo hecho o censurarlo. Pero por un sólo mandato más... Sí, claro, por uno más. A mí me gusta mucho, en este terreno, el esquema estadounidense, que no dota al presidente en ejercicio de una ventaja sobre el aspirante. A medida que en América Latina crezcan esas oportunidades de que la oposición gane a un presidente en ejercicio, la reelección limitada podría ser mucho más funcional, ya que favorece la responsabilidad presidencial. Hasta ahora, y a causa de la no reelegibilidad, los presidentes ejercen su mandato y se van a casa como si nada, sin tener que rendir cuentas. Pero lo que pasa es que muchos de estos países aún no están preparados para implementar la reelegibilidad, sobre todo porque hace falta tener una conciencia clara de que reelección no equivale a continuísmo. Alguien dijo que lo menos democrático de una democracia son los partidos políticos. En esta región la frase es muy cierta, a pesar de que los partidos son muy complejos internamente y, además, enormes en cuanto a su militancia. ¿Qué se puede hacer para conseguir partidos menos jerárquicos, más transparentes y más democráticos? Es difícil, porque los sistemas políticos han transitado hacia la democracia pero los partidos no tanto. Están todavía en transición y buscan su camino ante los nuevos retos. Por desgracia, cuando hay que operar grandes cambios en el país se piensa siempre en las instituciones, y no tanto en los agentes de ese cambio, entre los que se encuentran los partidos políticos. Los partidos son la clave del buen funcionamiento de un sistema político. Sin partidos no hay democracia. Creo que la única salida es seguir concienciando a la opinión pública sobre la necesidad de democratizar los partidos. Hay que criticar abiertamente a los partidos cuya estructura interna no sea democrática. Pero hay que tener cuidado de no destruirlos, porque sin partidos políticos es imposible organizar bien una democracia representativa. No hay ningún ejemplo en el mundo de organización democrática y representativa sin partidos políticos. Es necesario procurar su reforma y no su desprestigio. En los momentos claves de las transiciones la gente acude en gran número a las urnas, pero después se enfría y, una vez alcanzada la democracia, parece que los ciudadanos ya no tienen tanto interés en votar. Se ha hablado de cientos de mecanismos para incentivar el voto, incluso el voto blanco (representándolo con escaños vacíos), para evitar la deslegitimación del sistema. — 49 — En mi opinión hay que evitar complicar más todavía la representación, que ya es muy compleja. Cualquier intento institucional de complicar más las cosas va en contra de la aceptación generalizada de la democracia como sistema adecuado. Sí, hay muchos inventos teóricos pensados para mejorar la democracia, pero a fin de cuentas lo esencial es evitar la frustración de la democracia por un exceso de complejidad. La democracia debe funcionar en buena sintonía con el ser humano, y éste tiene más debilidades que las propias instituciones por él creadas. No es que quiera criticar a Dios, pero a veces las instituciones diseñadas por el hombre son mucho más perfectas que la propia condición humana, y le vienen grandes a sus destinatarios. Pero entonces, ¿cómo podemos conseguir que la gente acuda a las urnas y que los gobiernos estén bien legitimados por la votación? Bueno, la participación es un indicador importante pero no hay que sobreestimarlo, ni tampoco hay que interpretar dramáticamente la abstención, como suelen hacer los medios. Estos siempre interpretan que la abstención significa hastío o falta de credibilidad de toda la clase política, cuando también es interpretable como confianza en el sistema, que hace a muchos no movilizarse porque no sienten una necesidad perentoria de actuar directamente en ese momento político. Democracias muy estables como la suiza o la estadounidense operan desde hace décadas con índices muy bajos de participación y van a seguir así durante mucho tiempo, sin que esto implique una deslegitimación social de la democracia. Además no hay una tendencia generalizada a la baja, sino, en todos los países, altibajos de parti-cipación electoral, aunque la prensa sólo se haga eco de las cifras de abstención elevadas. Muchas veces son los analistas los que fallan, no el sistema. ¿Cómo hay que encauzar la representación de las minorías étnicas, por ejemplo de las poblaciones indígenas de América Latina? Generalmente están infrarrepresentadas. ¿Hay que generar sistemas electorales complementarios para estas poblaciones o modificar los sistemas generales para darles mejor cabida sin caer en la creación de ghettos? Es una cuestión muy difícil y un gran reto de los sistemas electorales. Piense por ejemplo en Africa Subsahariana, donde no hay país que no tenga una compleja composición étnica. Nigeria ha fracasado varias veces a la hora de darse un sistema electoral democrático precisamente por esta cuestión. En general, yo diría que el sistema proporcional debe prevalecer, e incluir co-rrectamente a estas poblaciones. Cuando surgen partidos étnicos o movimientos que exigen sistemas particulares de representación, esto es un síntoma de la deficiente integración de estas minorías en los partidos generales. — 50 — La democracia aparente Perfiles Liberales, octubre de 1999 En algunos países de América Latina y en buena parte del llamado Tercer Mundo, los regímenes dictatoriales se han visto sustituidos por democracias tuteladas o vigiladas que distan mucho de responder al contenido comúnmente aceptado de la “democracia liberal”, pero que imitan con engañosa maestría su aspecto externo y sus formas. En la mayor parte de los países desarrollados se ha producido en las últimas décadas una lenta y silenciosa involución democrática cuyo ingrediente esencial es la abdicación que el ciudadano, por hastío y desconfianza, ha hecho de su soberanía y de su derecho a la participación social y política. En ambos grupos de países asistimos al reinado de la democracia aparente. Estas son sus principales características: IMPERIO DE LA IMAGEN. En la democracia aparente, la vieja máxima de que “la mujer del César no sólo debe ser honesta sino también parecerlo” se ha sustituido por una atención exclusiva al parecer, quedando el ser enteramente desprovisto de importancia. Se trata de sistemas de democracia teatral (o aún peor, televisiva) en la que los electores son un público cada vez menos participativo que aplaude (vota) no a los actores (candidatos) que cree más próximos a su propia forma de pensar, ni siquiera a los que pragmáticamente considera más eficaces, sino a los que mejor representan su “papel”. El exceso de culto a los liderazgos carismáticos de unos políticos cada día más paternalistas y megalómanos esconde una preocupante ausencia de democracia real ya que el debate político de programas, ideas y propuestas así como la evaluación de los gobernantes en ejercicio quedan desvirtuados y eclipsados. BIPARTIDISMO. El bipartidismo es un sistema de simplificación de la vida política y del entendimiento de la sociedad en torno a dos polos a los que se cree capaces de albergar casi cualquier corriente ideológica estirándose como el chicle. El resultado es una enorme distorsión del pluralismo existente en la sociedad, que no se ve realmente representado en el parlamento. Además, el bipartidismo tiene efectos tan perversos como la generación de frentes nucleados tan sólo en torno a la necesidad de ganar las elecciones, o la excesiva amplitud ideológica de los partidos políticos, irreconocibles a estas alturas en la mayor parte de los países. El bipartidismo ha tenido una incidencia especialmente negativa sobre el liberalismo, incapaz de situarse en uno de los polos pero identificado con ambos dependiendo del asunto concreto a debate. Esto ha transmitido una imagen oportunista de los liberales. Los clichés más simples y los prejuicios más absurdos sobre dos conceptos tan obsoletos, ambiguos e ingenuos como los de “izquierda” y “derecha” han sustituido el contraste de filosofías políticas y el debate de propuestas programáticas. PRESIDENCIALISMO. El mismo afán simplificador y —en el caso de América Latina— una importación asimétrica y deficiente del modelo estadounidense, han desembocado en un excesivo poder del jefe del Estado. Los parlamentos, deslegitimados y desacreditados ante la opinión pública, se ven incapaces de controlar al poder ejecutivo. Y en los sistemas no presidencialistas, por desgracia, la figura del primer ministro o jefe de gobierno va adquiriendo cada vez más las características de un presidente “fuerte”. En todo el mundo se percibe un avance del debate sobre los políticos (incluida su vida privada) y un retroceso de la discusión sobre sus ideas y planteamientos. Los presidentes o jefes de gobierno se encuentran investidos de un exceso de legitimidad percibida que les lleva en muchos casos (la carne es débil) a creerse mucho más poderosos, autorizados y capaces de lo que son en realidad. El presidente o jefe de gobierno ya no es un señor serio y gris que hace su trabajo lo mejor que puede: es una suerte de “papá de la gente” cesarista, un caudillo electo, un cacique incomprensiblemente legitimado por la ciudadanía, que ha terminado por asemejarse en su comportamiento más a los famosos del mundo del espectáculo que a los correctos gestores de políticas públicas (claro que esa parte de su función se ha visto abdicada en tecnócratas que al final del día son los que de verdad influyen en la realidad, y que hacen y deshacen a su criterio al margen de la voluntad ciudadana). — 51 — SUPERFICIALIDAD. ¿La gente está despolitizada porque el sistema es aburrido y poco participativo, o es al revés? Es muy grande la arrogancia paternalista de los políticos cuando se ponen de acuerdo (en esto sí suelen alcanzar fácilmente el consenso) para considerar que toda profundización en la democracia participativa sería contraproducente, que la gente “no está preparada” para más democracia ya que apenas participa en la actual, etc. Pero tal vez la alta abstención que se ha instalado en los procesos electorales no sea sólo un síntoma de aburrimiento sino también de desprecio ante un sistema percibido como de apariencia democrática y de esencia plutocrática, partitocrática y corporativista. El ciudadano de a pie termina por despreciar esta democracia de cartón-piedra, este decorado en el que se suceden acontecimientos que le resultan ajenos y lejanos. Así, la gente sólo participa masivamente en los momentos de especial relevancia —cuando siente que incluso este mínimo grado de democracia y de autonomía personal puede estar amenazado—, y se da la paradoja de que las masas anónimas capaces de luchar a cualquier precio por la democracia se despolitizan tan pronto como ven sus objetivos formalmente alcanzados, favoreciendo la sustitución de la dictadura no por una democracia profunda sino por una democracia aparente, ya que la primera requiere sobre todo un nivel cultural suficiente por parte del ciudadano medio, un grado elevado de consciencia ciudadana sobre la fragilidad del sistema y sobre su fácil manipulación, una clara percepción entre las personas de que la política les afecta cotidianamente y que, por tanto, no pueden simplemente abandonarla en manos de terceros; y por encima de todo una autoconsciencia y autodeterminación de los individuos que apenas se da en unas sociedades adormecidas por el colectivismo, aletargadas por ese poderoso anestésico que utilizan los políticos: satisfacer los estómagos de al menos la mayor parte de sus súbditos sugiriéndoles que, a cambio, no se metan en política. Si deseamos curar los males que a nivel global afligen a la democracia, y conjurar el ascenso de las opciones no democráticas de cualquier signo, sería necesario adoptar medidas acordes con la realidad de cada país pero destinadas en todos los casos a: 1. Profundizar en la democracia. Acostumbrar a la ciudadanía a decidir de forma directa sobre las principales cuestiones que le afectan mediante frecuentes consultas múltiples y a elegir directamente (como en los Estados Unidos) a sus cargos públicos más próximos y a figuras de control como el ombudsman; democratizar los sistemas electorales para hacer la composición de las cámaras tan proporcional como sea matemáticamente posible a la voluntad del electorado; facilitar la presentación de candidaturas y la constitución de partidos políticos; traducir los votos blancos en escaños vacíos, etc. 2. Dotar a los parlamentos del máximo poder dentro del esquema del Estado. Los parlamentos representan proporcionalmente la voluntad popular, y son por tanto los foros más indicados para escoger y cesar, tantas veces como sea necesario, a los políticos encargados de ejercer el poder ejecutivo. Éste, como su propio nombre indica, debe limitarse a ejecutar la voluntad de la sociedad, manifestada en unas ocasiones (cuantas más, mejor) de forma directa y en otras mediante los parlamentarios. En cuanto al jefe de Estado, figura que en realidad no hace ninguna falta, puede ser un cargo rotatorio como en Suiza o un presidente designado por consenso en el parlamento y con atribuciones casi exclusivamente protocolarias (sistema alemán o italiano). Y, desde luego, no debería ser, a estas alturas del siglo XX, una función hereditaria basada en la supuesta superioridad de una determinada familia y en sistemas de sucesión que discriminan a la mujer. 3. Profundizar en la formación del elector, en su conocimiento y aprecio de los derechos que le asisten, en su capacidad de reclamar ante el incumplimiento de los compromisos electorales de los políticos, en su real consciencia de los acontecimientos políticos y de su papel individual en ellos como ciudadano soberano, en su relación con los diputados de su circunscripción; así como favorecer y potenciar la afiliación a los partidos políticos y la plena democracia interna en su seno. — 52 — 4. Someter de verdad a los políticos al imperio de la justicia y dotar a los países de ministerios fiscales independientes del poder ejecutivo y capaces de hacer temblar a cualquier político irrespetuoso con la legislación, o deseoso de alterar el orden constitucional para perpetuarse en el poder, o demasiado aficionado a hacer excepciones al orden jurídico normal, etc. 5. Circunscribir con mayor nitidez el sistema democrático al ámbito de la toma de decisiones colectivas, desproveyéndole de toda incidencia sobre las decisiones individuales (particularmente las relativas a cuestiones morales) y revalorizando el papel del ciudadano como dueño de su propia parcela de actuación y copropietario de las instituciones colectivas. Es decir, devolver a la persona la plena consciencia de su soberanía, que ha sido usurpada por los depositarios del poder democrático, y reducir en general el poder del Estado frente a una sociedad civil fuerte y organizada en numerosas organizaciones lucrativas y no lucrativas de toda índole. La democracia aparente es el más sutil —y por lo tanto el peor— enemigo de la democracia auténtica. Es más difícil de combatir que los regímenes dictatoriales y, desgraciadamente, responde con frecuencia a los mismos intereses. Su apariencia democrática deslegitima los ataques de cuantos descreemos de su contenido, que pasamos a ser tachados de idealistas o radicales. Es de esperar que la globalización de nuestro mundo incida positivamente sobre su paulatina sustitución por mecanismos democráticos mucho más profundos, eficaces y vinculantes, sobre todo gracias a la revolución de las comunicaciones, y que la democracia se ciña sólo a la toma de aquellas decisiones que forzosamente deben ser colectivas, que en realidad son muy pocas, dejando que en todo lo demás sea la acción espontánea y simultánea de millones de seres libres y autónomos la que escriba la Historia. — 53 — Las 100 medidas de Perfiles para que América Latina alcance el desarrollo y las libertades en la primera década del siglo XXI Perfiles del siglo XXI, noviembre de 1999 A. Un conjunto de valores para el siglo XXI 001. Reconocer y respetar escrupulosamente la soberanía de la persona y su derecho inalienable a la autodeterminación individual, es decir, a tomar por sí misma las decisiones que le afectan. 002. Abrazar la libertad individual de las personas como norte y guía de la acción política y de la economía. Toda política pública estará legitimada en la medida en que genere más libertad para más personas, y será injustificable si reduce la libertad de los seres humanos, por altos que sean los fines que con tal recorte se pretenda teóricamente alcanzar. 003. Establecer la responsabilidad como contraparte ineludible de la libertad y como exigencia de todos hacia cada uno. Hacer del cumplimiento de los compromisos adquiridos un valor presente con fuerza en unas sociedades que se cimentarán sobre el mérito y el esfuerzo. 004. Basar la convivencia social en la máxima tolerancia a las diferencias de opinión, estilo de vida y preferencias en todos los ámbitos de los individuos. 005. Rehabilitar el ánimo de lucro como motivación digna y legítima de la acción humana, generadora de creatividad y esfuerzo y, por tanto, de beneficios colaterales para las demás personas. Revalorizar el trabajo, el ahorro y la inversión productiva frente al enriquecimiento rápido mediante operaciones irregulares o de alto riesgo especulativo. 006. Entender la propiedad personal (vida, cuerpo, mente, capacidad creativa, trabajo físico e intelectual, derechos y bienes materiales o intangibles) como el ámbito inviolable sobre el que cada ser humano ejerce su soberanía, y, por tanto, como un elemento consustancial a la dignidad humana. 007. Eliminar o reducir a su mínima expresión las acciones, conductas y leyes que limitan la propiedad personal o permiten su expolio por el Estado u otros individuos o grupos, y procurar la rehabilitación social de la propiedad como pieza fundamental de un código de valores capaz de generar paz, prosperidad y oportunidades de realización para los hombres y mujeres del siglo XXI. B. Un replanteamiento general de la política 008. Profundizar en la plena democratización de cada país y reducir simultáneamente el ámbito de toma de decisiones colectivas en beneficio del ámbito personal de decisión, pasando del contrato social convencional entre gobernantes y sociedad a un nuevo pacto tripartito que incluya al individuo. 009. Eliminar los privilegios administrativos, económicos y jurídicos de los políticos e incrementar exponencialmente su sometimiento al control ciudadano, principalmente a través del parlamento, los medios de comunicación y la administración de justicia. 010. Promover una nueva clase de políticos-gestores que asciendan socialmente en virtud de la calidad de su trabajo y de su ajuste a las decisiones de la población (directas o a través del parlamento), acabando de una vez por todas con los liderazgos mesiánicos, los excesos de carisma, la concentración de poder político en élites reducidas e incontroladas y la política de gestos y poses. 011. Limitar el poder de los presidentes y avanzar hacia sistemas parlamentaristas con presidentes meramente representativos y un gabinete emanado de las cámaras sobre el que recaiga el poder ejecutivo. 012. Establecer, sobre todo a nivel local, sistemas de consulta a la ciudadanía frecuentes y vinculantes sobre las principales decisiones políticas, limitando así la discrecionalidad de los representantes. 013. Establecer sistemas vinculantes de iniciativa ciudadana para la legislación y ejecución política, tendentes a la convocatoria de plebiscitos sobre las materias propuestas. — 54 — 014. Facilitar la libre formación y competencia de nuevos partidos, eliminando los requisitos abusivos para aparecer en la vida política. 015. Permitir sin restricción alguna la formación de partidos que promuevan cualquier ideología, sin el filtro previo de ningún organismo autorizador. 016. Promover la plena democracia interna de los partidos políticos como requisito indispensable para su existencia legal, lo que implica elecciones internas con todas las garantías, congresos celebrados por delegados legitimados por los militantes y cuyas decisiones sean acatadas por los órganos ejecutivos, respeto a los derechos del afiliado y control de las bases sobre los dirigentes. 017. Eliminar las trabas legislativas a la afiliación de cualquier ciudadano sin excepción a los partidos políticos. 018. Eliminar la financiación estatal de los partidos políticos. Cada opción política debe ser financiada por sus militantes y por los simpatizantes que crean en ella y decidan apoyarla, no por el resto de los ciudadanos. 019. Establecer sistemas electorales fiables, seguros y abiertos a la mayor disponibilidad posible de opciones de voto para el elector, lo que implica sistemas de listas abiertas y de voto por preferencia o prioridad. 020. Reconocer el derecho al voto de todos los residentes, nacionales o no, en todos los comicios. 021. Eliminar la obligación de registro previo de los votantes, utilizando como censo electoral el censo general de ciudadanos y residentes extranjeros. 022. Eliminar el porcentaje mínimo para la representación de un partido político en el parlamento, estableciendo sistemas de representación basados en la máxima proporcionalidad matemáticamente posible. 023. Eliminar la discriminación territorial en las elecciones haciendo que el voto tenga el mismo valor en todas las circunscripciones. 024. Reconocer la máxima autonomía política y económica de cada ámbito político territorial frente a los superiores, en base al principio de subsidiariedad. C. Un nuevo papel para el Estado 025. Repensar el Estado como un instrumento más de la sociedad y no como la organización de la misma, y dotarle de un papel realmente subsidiario y no sustitutivo de la acción espontánea de la ciudadanía. 026. Reducir a los mínimos imprescindibles las funciones del Estado, su tamaño, su coste y su intervención en las decisiones de cualquier índole de las personas. Es decir, reducir el colectivismo en todas sus formas y permitir que impere el orden espontáneo conformado por la acción simultánea de todos los ciudadanos. 027. Concentrar las funciones del Estado básicamente en el mantenimiento del orden público, en una diplomacia basada en la persecución de la paz y la integración económica y política con el resto del mundo, en la administración de Justicia y en una acción social estrictamente subsidiaria y dirigida principalmente a la creación de oportunidades, no a la alienadora igualación de resultados. 028. Limitar legislativamente el poder discrecional del Estado y exigir del mismo un cumplimiento eficaz de las misiones que sí le corresponden, para lo que será imprescindible que abandone todas las tareas que no le son propias, y principalmente la producción de bienes y la prestación de servicios. D. Una economía basada en la libertad de la gente 029. Proceder a la rápida liberación económica de los ciudadanos, que deben ser los protagonistas de la economía y no sujetos pasivos y cautivos de la misma. 030. Deshacerse de todas las empresas públicas sin excepción a través de concursos públicos limpios y transparentes. En los casos de gran recelo social, como los de las grandes empresas — 55 — petroleras nacionales, incluso puede ser una buena opción privatizarlas mediante la entrega a cada ciudadano de una acción de la empresa. 031. Liberalizar y desregular todos los sectores, ya que no basta con privatizar las empresas públicas sino que es necesario crear condiciones de competencia libre y real. 032. Perseguir el corporativismo y eliminar el carácter de membresía obligatoria y el poder excesivo de las organizaciones empresariales y sindicales que en algunos países de la región condicionan la actividad económica y encarecen los bienes y servicios. 033. Limitar constitucionalmente la capacidad impositiva de las administraciones públicas a un máximo del diez por ciento de toda base imponible, penándose como confiscatorio cualquier impuesto más elevado; y tender hacia la proporcionalidad de la carga fiscal frente al sistema actual de progresividad. 034. Favorecer la competencia fiscal entre territorios de un mismo país y países de un mismo bloque económico. 035. Limitar constitucionalmente la capacidad de endeudamiento de las administraciones públicas, exigiendo la máxima transparencia y una legitimación especial por mayoría muy cualificada del parlamento o mediante referéndum. 036. Sustituir todos los servicios públicos por servicios privados debidamente legislados y controlados, y cobrar a los ciudadanos por los servicios que siga prestando transitoriamente el Estado. Los servicios deben pagarlos quienes los usan y no el conjunto de la población. 037. Eliminar paulatinamente los servicios públicos de sanidad y educación, garantizando el acceso de toda la población a los servicios privados que elija mediante una política de bonos a las personas con rentas más bajas para evitar la exclusión social y su confinamiento en servicios públicos de escaso nivel. 038. Eliminar las monedas nacionales y sustituirlas por una nueva moneda regional cuyo valor esté sujeto al de otras monedas más fuertes mediante una caja de conversión, o bien adoptar el dólar estadounidense u otra moneda fiable, renunciando en todo caso a la política monetaria. 039. Permitir que los ciudadanos utilicen libremente en sus transacciones y cuentas bancarias cualquier moneda que deseen. 040. Establecer una sólida política de zonas francas y servicios offshore para captar capitales internacionales. 041. Eliminar las barreras al libre asentamiento y operación en el país de empresas de cualquier sector y particularmente de servicios bancarios, financieros y aseguradores de cualquier nacionalidad. 042. Fomentar la pequeña y mediana empresa y muy especialmente las cooperativas, que están integradas por trabajadores-empresarios copartícipes del negocio y sometidos por tanto una responsabilidad mayor que la de otros trabajadores. En general, rehabilitar y dignificar la actividad emprendedora y el autoempleo frente al trabajo por cuenta ajena. 043. Establecer el principio de que cada empresa es responsable única de su gestión, sin que pueda el Estado rescatar con el dinero de todos a una empresa en dificultades. 044. Sustituir los sistemas de pensiones basados en la cotización a un fondo colectivo de reparto por sistemas de capitalización individual de cada trabajador para sí mismo, en instituciones privadas sometidas a libre competencia, dotando así a los trabajadores de seguridad y control sobre sus vidas. 045. Establecer sistemas de capitalización privada obligatoria para el desempleo, para la educación de los hijos y para otras incidencias, de tal manera que cada persona sea responsable de sí misma y de los suyos y el Estado sólo deba intervenir subsidiariamente en casos excepcionales. Tal intervención se realizará prioritariamente mediante la aportación a los mencionados fondos de las cantidades que el ciudadano no haya podido entregar. 046. Luchar contra la pobreza y la exclusión social mediante una política de generación de oportunidades cuyos ejes serán la educación, la eliminación de los costes de la formalidad mediante una profunda desburocratización y desregulación de la economía y el fomento de la microempresa a través de una sólida política de microcréditos y exención fiscal. 047. Sustituir las subvenciones a los productores artísticos y culturales, a las organizaciones solidarias, a las comunidades religiosas, a los sindicatos, etc. por las aportaciones voluntarias — 56 — que reciban y por la comercialización de sus productos y servicios, pudiendo contemplarse en algunos casos la entrega de bonos a los ciudadanos de rentas más bajas. Por ejemplo, no se subvencionará un espectáculo sino, de ser necesario, la compra de la entrada de aquellos ciudadanos realmente incapaces de costeársela, mediante bonos. 048. Implementar un rápido desarme arancelario unilateral frente al resto del planeta, en beneficio de los consumidores de la región y de la eliminación de productores que sólo sobreviven gracias al privilegio arancelario o parasitando las arcas públicas y, por consiguiente, a la ciudadanía. 049. Adoptar decisiones políticas tendentes a lograr un incremento sostenido de la inversión extranjera 050. Adoptar medidas que hagan posible a todos los ciudadanos acceder al crédito y los demás servicios financieros, combatiendo la morosidad y estableciendo sistemas eficaces de justicia que reconduzcan a niveles razonables el riesgo de las entidades de crédito. 051. Flexibilizar el mercado laboral considerando el trabajo como un bien comerciable en la economía. 052. Reducir drásticamente los costes laborales que pesan sobre empleados y empleadores. 053. Proveer al mercado de un flujo constante de capital humano altamente cualificado, lo que se logrará mediante la reforma de la educación y, sobre todo inicialmente, mediante una política de puertas abiertas al asentamiento de ejecutivos y técnicos extranjeros. 054. Facilitar fiscalmente la vinculación de una parte de los salarios a la productividad y a los resultados del trabajo. 055. Eliminar el salario mínimo como instrumento de política pública, pasando a dejar la fijación del salario en el libre acuerdo de los empleados y empleadores. 056. Eliminar la contratación pública como mecanismo de generación de empleo, y sustituirla por el incentivo fiscal a la creación de empleos reales en la economía. 057. Incentivar fiscalmente la inversión en investigación y desarrollo. E. Una política regional y exterior de paz, seguridad e integración. 058. Implementar una política exterior basada en la rápida inserción en el mundo globalizado, al objeto de extraer de él los mejores resultados. Para ello será necesario acabar con el exceso de nacionalismo del que adolecen casi todos los países de la región. 059. Promover la integración regional desde un entendimiento no excluyente de la misma, es decir, reduciendo trabas, fronteras y aranceles con los países que se desee pero sin que ello implique aumentarlos hacia el resto del mundo. 060. Eliminar los absurdos controles fronterizos y migratorios entre los países latinoamericanos, de forma similar a como han hecho en Europa los países signatarios del Tratado de Schengen. 061. Permitir el libre asentamiento trasnacional de las personas pacíficas y productivas que lo deseen, recuperando así la mejor tradición de acogida del continente, y basando todos los derechos y obligaciones de carácter civil, social, jurídico y también político en la residencia y no en el obsoleto concepto de nacionalidad. 062. Promover un rápido proceso de desarme multilateral, con el objetivo de constituir la primera región enteramente desmilitarizada del planeta, eliminando así el peligro de conflicto y de intervención de las fuerzas armadas en la vida política y en la sociedad civil, y acabando con una parte elevadísima y absurda del gasto público. 063. Subordinar de una vez por todas el poder militar a la autoridad civil democrática. 064. Combatir el imperio desestabilizador del narcotráfico mediante la abolición multilateral de la prohibición de producción, venta y consumo de sustancias estupefacientes, restituyendo de paso a los ciudadanos la plena soberanía sobre sus vidas y sus cuerpos. 065. Eliminar las estériles disputas territoriales que persisten en el subcontinente latinoamericano mediante la simple consolidación del statu quo actual. 066. Caminar con rapidez hacia una doble cesión de soberanía de los Estados hacia arriba —a favor de organismos regionales democráticamente controlados— y sobre todo hacia abajo, en — 57 — beneficio de los gobiernos territoriales y municipales más cercanos al ciudadano y por tanto más controlables por éste, que deben ser los responsables de la recaudación fiscal. 067. Reducir drásticamente el gasto diplomático y favorecer la representación conjunta de los países latinoamericanos en el exterior. 068. Establecer sistemas de extradición automática entre los países de la región, con la única excepción de aquellos que mantengan regímenes dictatoriales, violaciones de los Derechos Humanos, pena de muerte, tortura y/o tratos inhumanos y degradantes. 069. Coordinar la política exterior de los países latinoamericanos. F. Una sociedad de personas libres 070. Promover la emancipación temprana de los jóvenes mediante sistemas de créditos ventajosos para el alquiler de viviendas y para el estudio en universidades distantes, contribuyendo así a su responsabilidad, a la asunción de su soberanía personal y a la reducción del exceso de intervención paternal y familiar en la vida de estas personas. 071. Favorecer la plena incorporación de la mujer, la juventud y los colectivos marginados a la actividad laboral, empresarial y política mediante la generación real de igualdad de oportunidades y no a través de sistemas de cuotas 072. Establecer un escrupuloso respeto a los colectivos minoritarios y a los estilos de vida alternativos, a las personas con discapacidad, a las diversas orientaciones sexuales y a las minorías religiosas, étnicas y lingüísticas, fomentando la tolerancia para con todos estos grupos. 073. Eliminar el paternalismo respecto a las comunidades indígenas y permitir tanto su integración como el mantenimiento de su forma de vida tradicional, siempre en base a la decisión informada y consciente de cada individuo. 074. Eliminar todas las imposiciones del Estado a los ciudadanos (servicio militar, servicio social, obligación de servir como jurado o en mesas electorales, obligación de votar, etc.), con la única excepción del cumplimiento de las leyes y del pago de impuestos, que deberá limitarse constitucionalmente. 075. Reconocer el derecho a que en los trámites con la administración pública se considere cualquier petición resuelta a favor del ciudadano si aquélla no responde en un plazo determinado. 076. Sustituir el modelo educativo actual por centros privados, incentivando sobre todo la creación de cooperativas y empresas del sector educativo integradas por padres y profesores. Hacer que cada familia costee la educación de sus hijos y que las familias verdaderamente incapaces de hacer frente a ese gasto reciban del Estado un bono por el importe medio de mercado para acudir al centro de su elección. 077. Proporcionar a todos los niños y adolescentes una educación liberadora, personalizada, plural, abierta, laica y racionalista, utilitarista y tendente a la mayor objetividad posible, dirigida a formar seres humanos libres de ataduras y prejuicios, autoconscientes y responsables, celosos de su soberanía personal y capaces de emplear su autogobierno individual en beneficio propio y, por tanto, de la sociedad. 078. Respetar la libertad total y absoluta de los medios de comunicación, con la única excepción de la calumnia. Permitir la existencia de tantos medios como surjan en la sociedad e incentivar la separación de información y opinión y los sistemas de participación de los consumidores de información en los medios. 079. Abolir los medios de comunicación del Estado, con la única excepción de la gaceta en la que publique sus leyes, para acabar con la inevitable manipulación progubernamental de estos medios y para evitar su competencia desleal con las demás empresas de comunicación. 080. Abolir las costosas y paternalistas campañas del Estado en favor o en contra de ciertas actitudes, valores o formas de actuar, ya que no corresponde al Estado decirle a la gente lo que debe hacer sino al revés; y permitir únicamente las campañas de información que resulten estrictamente necesarias, y que la Administración deberá pagar como un cliente más a las agencias de publicidad y medios de comunicación empleados para su difusión. — 58 — 081. Legalizar la eutanasia activa y pasiva, siempre en función de la voluntad libre e informada del interesado o de las instrucciones que hubiere dejado para casos de inconsciencia o enajenación mental, desde el entendimiento de que la vida forma parte de la propiedad personal de todo ser humano y de que aguantar el sufrimiento extremo no es exigible a nadie. Regular adecuadamente el derecho a la objeción de conciencia del personal sanitario ante estos casos. 082. Legalizar el comercio libre y voluntario con el cuerpo propio y sus derivados, desde la compraventa de sangre, semen u órganos hasta el alquiler de úteros para la reproducción, pasando por la prostitución, todo ello al objeto de devolver a las personas la plena soberanía sobre su organismo y evitar las mafias del tráfico de órganos y fluidos corporales y del proxenetismo. 083. Establecer leyes de plazos para la interrupción voluntaria del embarazo, regulando adecuadamente el derecho a la objeción de conciencia del personal sanitario ante estos casos. 084. Legalizar el cambio de nombre y apellidos de las personas así como el cambio jurídico de sexo, sin más restricciones que el oportuno registro público destinado a evitar la evasión de responsabilidades. 085. Equiparar los derechos de las parejas de hecho con los de los matrimonios. 086. Combatir la procreación irresponsable y realizar campañas de esterilización voluntaria para contener la natalidad. 087. Favorecer fiscal y políticamente la solidaridad libre de los ciudadanos. 088. Favorecer la autoorganización de la sociedad, sobre todo en los niveles más bajos de gestión de los asuntos públicos, dejando en manos de organizaciones ciudadanas privadas determinadas tareas municipales y estatales, al objeto de reducir el gasto público e involucrar a la sociedad en su autogestión. G. Un marco jurídico de libertad y responsabilidad 089. Establecer un ordenamiento jurídico basado en el principio máximo de que todo está permitido excepto si de forma clara y demostrable perjudica directamente a otro, eliminando por tanto todas las disposiciones que se basan en una vaga teorización sobre lo que es “bueno” o “malo” para el conjunto de la sociedad. 090. Establecer un Derecho inteligible por todos los ciudadanos, práctico y sencillo, incluyendo la propia constitución, que debe limitarse a disponer unas normas generales y una carta de derechos. 091. Eliminar el fuero y la legislación castrense, sometiendo a los militares a la justicia ordinaria. 092. Eliminar de una vez por todas la pena de muerte, la cadena perpetua y los tratos vejatorios y degradantes, no sólo del ordenamiento jurídico sino también de la realidad cotidiana. 093. Replantear completamente la política penitenciaria, desde sus objetivos a su desarrollo, de forma que verdaderamente resulte útil a la reinserción social de los condenados y las cárceles no sean, como ahora, escuelas de delincuencia e insalubres territorios al margen de la sociedad donde se da todo tipo de abusos sobre los reclusos y entre ellos mismos. 094. Hacer de las cárceles espacios mucho más abiertos a la interrelación con el resto de la sociedad y considerar que la pena privativa de libertad sólo limita el espacio físico por el que puede moverse la persona, por lo que es preciso eliminar todas las “condenas adicionales” que injustamente acompañan al preso: limitación al aprendizaje, a la producción, al trabajo, a la relación con la familia y los amigos, a la vida sexual, a la creatividad y a la capacidad emprendedora, etc. En el marco y con los condicionantes de seguridad propios de una cárcel, es posible y deseable que los reclusos desarrollen libremente actividades laborales y empresariales lucrativas, se costeen su estancia y puedan ahorrar e invertir. 095. Combatir enérgicamente la corrupción judicial y el tráfico de influencias. 096. Evitar el nombramiento de los jueces y fiscales por el poder ejecutivo, sustituyéndolo por sistemas de mérito y ascenso en el seno de la carrera jurídica. — 59 — 097. Simplificar, abaratar y desburocratizar las exigencias jurídicas relativas a todos los trámites y transacciones de los ciudadanos. 098. Crear un clima de confianza y seguridad jurídica haciendo cumplir los contratos, que son la ley de las partes, y disponiendo de una administración de justicia ágil y eficaz en la resolución de los contenciosos. Para ello, establecer adicionalmente sistemas de arbitraje privado y voluntario, siempre sobre cuestiones no penales, que descarguen la administración de justicia. 099. Reducir la aportación del presupuesto público a la administración de justicia haciendo que las partes de cada proceso, y principalmente la parte condenada, se hagan cargo no sólo de los costes de su acción sino también de los gastos ocasionados a la administración de justicia, pagándolos el Estado sólo en los casos de personas que realmente no puedan hacerse cargo de ellos. 100. Eliminar la obligatoriedad de que los profesionales del derecho deban ser miembros de colegios profesionales para ejercer su actividad, así como permitir la autorrepresentación de las personas en juicio. — 60 — América Latina necesita una moneda común fuerte Editorial para Perfiles del siglo XXI, noviembre de 1999 Latinoamérica es más pobre que otras regiones del mundo debido a causas muy diversas, pero a estas alturas del siglo a casi nadie le quedan dudas de que una de esas razones es el empecinamiento de los gobiernos latinoamericanos en seguir emitiendo billetes y monedas que parecen sacados de un juego de Monopoly. Empobrece ese obstinado mantenimiento de denominaciones nacionales que ni pueden ser cambiadas fuera del país ni mantienen su valor ni representan para sus usuarios la menor seguridad. Hay varias salidas a esta situación, desde la creación de un banco central latinoamericano y el establecimiento de una moneda única común, como ha hecho Europa, hasta el puro y simple manejo de dólares (o, por qué no, euros o francos suizos), pasando por el patrón plata que algunos estudiosos han propuesto. Pero cualquiera de esas salidas es mala para los políticos que ostentan el poder en las veinte capitales latinoamericanas, porque les impediría ejercer la espantosa política monetaria que tanto les conviene y que tan graves consecuencias ha tenido para la región. Pues precisamente de eso se trata. De quitarle a los políticos la máquina de hacer billetes ya que se han demostrado incapaces de manejarla. Y, de paso, de abrir a los ciudadanos de estos países la posibilidad de tener su dinero y celebrar sus contratos usando cualquier moneda que deseen. Es un escándalo que a estas alturas uno no pueda, en muchos países de la zona, abrir una cuenta en otra moneda que no sea la nacional o, como mucho, en dólares. La gente debe ser libre de emplear en sus transacciones libras, yenes, marcos o gallinas si así lo desea. Y ojalá escojan libremente una moneda panlatinoamericana o simplemente panamericana que les inspire confianza y seguridad. Y que los quetzales, lempiras, córdobas, soles, colones, pesos, bolívares y demás monedas de juguete terminen dignamente en las colecciones numismáticas, como recuerdo de lo que no debe hacerse. Clinton y Puerto Rico Editorial para Perfiles del siglo XXI, noviembre de 1999 El indulto del presidente Clinton a varios independentistas de Puerto Rico, tras haber cumplido una parte sustancial de sus larguísimas condenas, ha sido acogido con abierta oposición en diferentes sectores de la comunidad hispana estadounidense y en la propia isla. La mismísima Primera Dama ha mostrado su recelo frente a esta medida, que sin embargo puede considerarse como un gran acierto en el camino hacia la definitiva normalización de Puerto Rico. Los habitantes de la isla se han pronunciado hasta la saciedad en contra de la independencia que una minoría quiere imponer, pero es necesario sanar las heridas abiertas en el seno de la sociedad puertorriqueña e incorporar a la minoría secesionista al conjunto de la sociedad. Cuando los indultados y sus organizaciones guerrilleras optaron por la lucha armada corrían otros tiempos y el mundo vivía aún los últimos coletazos de la Guerra Fría. Hoy no es entendible ni justificable el recurso a la violencia como medio de imponer objetivos políticos, pero tampoco resulta sensato excluir y satanizar a quienes representan una opción enteramente legítima que, si llegare a obtener el respaldo de la población, sería perfectamente válida. La única imposición razonable es la libre competencia de todas las opciones y el sometimiento de todos al dictado soberano de las urnas. Comprender el caso Pinochet Editorial para Perfiles del siglo XXI, noviembre de 1999 Es evidente que tensionar las relaciones con España no resuelve el caso Pinochet, pero el ministro chileno de Relaciones Exteriores, Juan Gabriel Valdés, parece no entender que el gobierno español no tiene poder alguno, ni voz ni voto, frente a las decisiones de la Administración de Justicia. A eso se le llama separación de poderes y, por más que sorprenda en Santiago, es algo que suele ocurrir en los países democráticos. La democracia española — 61 — podrá tener todavía muchos fallos e imperfecciones, pero por lo menos no se da el sometimiento del poder judicial al ejecutivo. Guste o no la actuación procesal de las justicias española y británica, el gobierno de José María Aznar está atado de pies y manos ante esta o cualquier otra decisión de los tribunales, y así debe ser. De lo contrario, ¿qué clase de democracia habría en España? No cabe por lo tanto solución alguna de arbitraje político, y el rechazo de esta opción no es un capricho de Madrid sino una obligación jurídica que pesa sobre el gobierno. Si Aznar o Matutes hubieran actuado de otra forma habrían incurrido en delito. Es un grave error que Chile arremeta contra el ejecutivo español por un asunto sobre el que no puede actuar, y sólo deteriorará absurdamente las importantes relaciones comerciales y políticas entre ambos países. Chile es libre de llevar a España ante el Tribunal Internacional de Justicia, pero el fallo de la alta corte de La Haya, que puede tardar años, difícilmente alterará el curso de los acontecimientos. — 62 — Entrevista a Martín Burt, alcalde de Asunción (Paraguay) y destacado líder político nacional Perfiles del siglo XXI, noviembre de 1999 El alcalde de la capital paraguaya es una figura ascendente en el nuevo orden político emergido de los sucesos de marzo y de la reordenación del principal partido opositor, el PLRA, hoy integrado en un gobierno de unidad nacional que quiere pasar de una vez por todas las páginas más amargas de la reciente historia del país sudamericano. Si Domingo Laíno significó durante décadas la resistencia pacífica y hasta heroica frente a la tiranía de Stroessner, Burt representa la regeneración y la actualización que necesitaban los demócratas paraguayos. JP: El mundo se sobresaltó en marzo por los sucesos de Paraguay. ¿Qué pasó exactamente? MB: En marzo sucedieron dos crisis muy importantes. Primero, el asesinato del vicepresidente de la república. Después, el juicio político al presidente, que ocasionó manifestaciones masivas de la ciudadanía contra las que dispararon las fuerzas policiales. El resultado positivo fue que la población demostró haber perdido por completo el miedo que siempre la había atenazado. Los jóvenes paraguayos afrontaron las balas y hubo más de noventa heridos y unos ocho muertos. La sociedad se rebeló contra el brote de autoritarismo y logró vencerlo. Gracias a eso tenemos hoy un gobierno de unidad nacional frágil pero esperanzador. Una parte de esa rebelión cívica tuvo su centro en el gobierno municipal que preside... A la municipalidad de Asunción le cupo el viernes 26 de marzo la responsabilidad proteger el edificio del parlamento con los medios a nuestro alcance: camiones recolectores de basura, cargadoras, camiones de bomberos, y vehículos de la policía municipal. Así pudimos parapetar a los jóvenes que estaban siendo víctimas de los disparos de las fuerzas del general Lino Oviedo y desviar la columna de tanques que sacó a la calle el sector más reaccionario de las fuerzas armadas. Pero de verdad no creo tener ningún mérito personal en esto. La ciudadanía fue la protagonista de aquellos sucesos y desde la municipalidad sólo hicimos lo posible por protegerla y acompañarla en su camino hacia la conquista de las libertades. Y, ¿cómo está funcionando el gobierno de unidad nacional? Por primera vez tenemos un programa de gobierno conjuntamente elaborado por todos los partidos. Es una experiencia muy nueva pero los paraguayos estamos comprendiendo que ningún partido podrá sacar adelante al país por sí solo. Se acabó la hegemonía del Partido Colorado [conservador]. Si se van cumpliendo los acuerdos, creo que tenemos gobierno de unidad nacional para largo. Esto beneficiará también a la necesaria oxigenación y actualización del propio Partido Colorado. ¿Qué pasa con Oviedo? Argentina no quiere extraditarle, ni Uruguay quiere extraditar al general Segovia, que fue el ministro de Defensa del presidente Cubas [huído del país ante su inminente condena en juicio político en marzo]. Es una crisis tremenda en nuestras relaciones con estos países socios del Mercosur, sobre todo por el incumplimiento flagrante que estos Estados hacen de la cláusula democrática del Tratado de Asunción. Es un acto de enorme arrogancia e insensibilidad ante los deseos y aspiraciones de un pueblo que ya está harto de impunidad. Estos países están poniendo en duda la justicia paraguaya. A la luz de estos problemas, ¿cómo ve el caso Pinochet? Es una situación muy dramática para el pueblo chileno, para todo el pueblo chileno. Desde la experiencia paraguaya, creo que los dictadores deben ser conducidos ante la justicia, más allá de los arreglos internos de los países. Dónde se haga es lo de menos, por que esto nos da una garantía internacional contra la futura aparición de nuevos dictadores, y eso es fundamental. A veces es necesario llegar a acuerdos de coexistencia como el que se alcanzó en Chile, pero los crímenes que se imputa a Pinochet no son contra chilenos, con el debido respeto, sino contra la Humanidad. “Desaparecer” a la gente no es un crimen local sino un crimen contra la — 63 — Humanidad. Este cerrojo que constituye el fin de la inmunidad y de la impunidad es una señal muy clara a quienes se planteen actuaciones similares en sus países. ¿Y qué piensa de las situaciones políticas de Cuba y Venezuela? Castro es un dictador que se ha beneficiado del bloqueo estadounidense, y por lo tanto es más sensato terminar con ese bloqueo. Yo le pido a Castro que tenga los huevos de permitir la existencia de un partido liberal cubano, igual que los paraguayos permitimos la existencia de un partido comunista en nuestro país. A los liberales no tienen que temernos, como nosotros no les tememos a ellos. Con respecto a Venezuela tengo mucha cautela. En un proceso de tran profunda reforma política me preocupa la concentración de poder. Los liberales somos demócratas y creemos en el equilibrio de poderes y en su fragmentación y control mutuo. No parece que en el entorno de Chávez haya nadie capaz de atreverse a discrepar. ¿Cómo percibe la situación actual del liberalismo en América Latina? El liberalismo ha derrotado al socialismo y al comunismo. Ahora tenemos un gran desafío consistente en evitar que se mimeticen como liberales los conservadores que tienen una política económica más o menos liberal pero que realmente no buscan la expansión de la igualdad de oportunidades que preconizamos los liberales. Hay muchos conservadores que prefieren hacerse llamar liberales por conveniencia de imagen, pero a quienes en realidad les importa tres pepinos la generación de oportunidades para la gente. Los liberales no deseamos la igualdad de resultados, pero sí la de oportunidades, y éste es un principio que no podemos dejar de lado. Si creemos en el capitalismo es precisamente porque implica la dispersión del poder, que es fundamental para controlar, precisamente, al capital. Ser liberal es lo contrario de ser conservador. El verdadero liberal quiere vivir en un país rico y lleno de oportunidades para todos, combate la pobreza y desea erradicarla. Por eso es impensable un liberalismo que no sea reformista y que se conforme con la situación heredada. El Partido Liberal Radical Auténtico (PLRA) al que pertenece fue la principal fuerza de oposición contra la dictadura de Stroessner. ¿Por qué momento atraviesa en la actualidad? El nuevo presidente del PLRA es el doctor Julio César Franco, que está realizando importantes cambios en el partido tendentes a una renovación que era muy necesaria tras las décadas de liderazgo de Domingo Laíno, que dan ahora paso a una etapa nueva. Toca ahora un cambio generacional que se hizo patente con la derrota sufrida en las últimas elecciones presidenciales. Además estamos persiguiendo un aggiornamento del liberalismo paraguayo, que se nos había quedado muy anclado en los valores de la lucha contra la dictadura. Ahora vivimos afortunadamente en otros tiempos y tenemos que trabajar sobre todo por la elaboración de propuestas correctas para la gestión de los asuntos públicos y para la reactivación económica. Estoy convencido de que tras los sucesos de marzo y desde nuestra entrada en el gobierno de unidad nacional, el PLRA va a estar en una posición fuerte, menos basada en la reivindicación y más en un buen trabajo de gestión y de alternativa seria y pragmática de gobierno. ¿Esa reactivación implica más libertad económica para los paraguayos? Sí, y no sólo eso. Implica también terminar con aberraciones como la ley que impide sustituir a los funcionarios y que hace vitalicio su empleo. El Estado paraguayo ha sido utilizado durante demasiado tiempo con fines prebendarios por parte del gobierno, convirtiéndose el funcionariado, en época electoral, en un importante contingente de apoyo al oficialismo. Además, esto anula el espíritu emprendedor de las personas. Supongo que ese prebendarismo del Estado paraguayo también ha significado una protección exagerada a ciertos productores próximos al poder. ¿Qué se puede hacer para corregir esa situación? Nuestra reforma tributaria y arancelaria no ha sido completada. Hay muchas fisuras por las cuales se produce evasión, de la que se benefician esos empresarios que mencionas. La reforma del Estado que proponemos los liberales pasa por reducir gastos desproporcionados pero entendibles desde la dinámica de poder que hemos vivido, como es el presupuesto de las — 64 — fuerzas armadas. El gasto ingente en esta partida presupuestaria ha creado toda una casta de beneficiados dentro de las fuerzas armadas, lo cual ha sido malo para la sociedad y para las propias fuerzas armadas. En este quinquenio, desde el gobierno de unidad nacional, pretendemos realizar cambios como éste, que requieren de una gran valentía en nuestro país, sobre todo porque hay un sector del Partido Colorado que no está dispuesto a modificar un statu quo del que tanto se ha beneficiado durante décadas. Por otro lado, creemos muy necesario reducir la presión fiscal y aumentar a la vez la recaudación luchando contra la evasión. Por ejemplo, no más del 25 % de la gente paga realmente el IVA. Preferiría bajar el IVA del 10 % actual al 5 % si todo el mundo lo pagara. Los impuestos sólo sirven para recaudar y no debe agregárseles otros objetivos. Creo que la lucha contra la evasión, al llevar a todos los ciudadanos a pagar sus impuestos, hará que todos sean también más exigentes respecto a la reforma del Estado. ¿Qué opinión le merece el debate abierto sobre la dolarización o la implantación de una moneda regional fuerte, basada en una caja de conversión? En plena época de integración de las economías es un abuso poder manipular la moneda para fines locales. Brasil ha castigado a los países vecinos ante la incapacidad de resolver su problema de déficit fiscal interno. Creo que Mercosur debe implementar legislación supranacional para evitar este tipo de abusos. Por supuesto que yo no dudaría en sustituír el guaraní por el dólar o por una moneda regional estable. ¿En qué situación han quedado las fuerzas armadas después de Lino Oviedo? Las fuerzas armadas pasaron un examen importante durante los sucesos de marzo, y creo que desde ahora ya no vamos a ver tanques en las calles de Asunción por muchos años. Es necesario abolir el servicio militar por muchas razones, entre otras por la imposibilidad de llamar a filas a un contingente de jóvenes tan grande como el nuestro. Cumplen diecisiete años unos cincuenta mil jóvenes al año y esto propicia la corrupción: se libran quienes pueden encontrar atajos. Es necesario transformar nuestras fuerzas armadas en un ejército profesional y reducido. Sí creo, sin embargo, en el servicio civil obligatorio. ¿Por qué? Como mecanismo de socialización de muchos sectores marginados y rurales, para incorporarlos realmente al país; y también porque el Estado no alcanza a realizar muchas tareas que son necesarias y que así podrían resolverse, desde la limpieza de ríos y zonas forestales hasta la dotación de auxiliares temporales a la educación y la sanidad. Es también un medio de transmisión de los valores democráticos a los sectores menos integrados de la población. Si antes se empleaba el servicio militar obligatorio para inculcar valores autoritarios, creo que ahora podría ser de utilidad el servicio civil para inculcar valores democráticos, de Derechos Humanos e igualdad de oportunidades. ¿Cuáles son sus planes como alcalde de Asunción? Nuestro equipo de gobierno tiene públicamente asumido lo que llamamos un “contrato con Asunción”, y tenemos que cumplirlo. Nuestra evaluación a mitad de legislatura nos indica que estamos avanzando en ese cumplimiento. Estamos recabando créditos de organismos internacionales para corregir el pronunciado déficit de infraestructuras de nuestra ciudad. Queremos que se tenga en cuenta la capitalidad de Asunción y los costes añadidos que ese hecho implica. Tenemos más de mil hectáreas ocupadas por militares que no pagan contribución alguna al erario municipal. Tenemos una grave carencia de desagües pluviales que genera baches en las calles. Y queremos fomentar la participación ciudadana en la cogestión de la ciudad. Asunción es una ciudad acogedora, tranquila y bonita que invito a todos a visitar. Camiones de basura contra tanques (recuadro junto a la entrevista) — 65 — En Asunción a nadie se le va a olvidar durante muchos años cómo una noche de marzo del último año del siglo XX un joven alcalde decidió que no podía permitirse que los militares secuestraran una vez más la democracia, que había que impedir por todos los medios que los ciudadanos fueran ametrallados por los secuaces del fascista general Oviedo. Y el alcalde sacó a las calles hasta el último vehículo municipal para hacer frente a la columna de tanques y para servir de cobijo ante los disparos de unas fuerzas armadas que todavía no querían entender su papel. La comunión fue tal entre los políticos demócratas, los ciudadanos y los funcionarios al mando de la peculiar y quijotesca flota de camiones de basura y de riego, que el baño de sangre se minimizó y los carros blindados no pudieron aplastar la explosión cívica de un pueblo harto de tiranía. Burt es un político de estilo estadounidense y preocupaciones bien paraguayas que conecta perfectamente con su gente, los asuncenos, y que tiene por delante un futuro político llamado a llevarle mucho más allá de su impecable gestión como rector de una de las ciudades con más encanto de Sudamérica. JP. — 66 — Rusia: a la caza y captura del caucasiano Perfiles del siglo XXI, noviembre de 1999 La reciente oleada de atentados terroristas en Rusia ha venido como anillo al dedo a la élite cleptocrática del Kremlin. Primero, porque ha servido para que Boris Yeltsin y sus cómplices distraigan de la atención pública el enorme escándalo de su malversación de los ingentes créditos entregados a Rusia por el Fondo Monetario Internacional. Y en segundo lugar, porque ha permitido a los medios oficiales de Moscú y a todo el aparato de comunicación estatal lanzar una descarnada campaña de difamación contra los pueblos del Cáucaso meridional, a los que se acusa de pretender la desestabilización de Rusia. La región caucásica situada entre los mares Negro y Caspio —como también la vasta región de Asia Central— está poblada desde siempre por grupos étnicos de la más variada composición, pero ajenos por completo a la lengua, la cultura y la religión predominantes en Rusia. La pretendida rusificación de estas sociedades se reveló imposible. Los diversos contenciosos y conflictos abiertos que laten en la zona no responden a un levantamiento oportunista de estos países contra una Rusia debilitada, como el Kremlin pretende dar a entender. Son naciones que fueron ocupadas por la fuerza en los últimos siglos al imperio zarista, y que posteriormente se vieron sometidas, como la propia Rusia, a la tiranía ciega del comunismo soviético. En el marco de éste, Stalin obligó a millones de personas a trasladarse de unas zonas a otras y creó artificialmente algunas subrepúblicas dentro de la Federación Rusa y otras directamente partícipes de la Unión Soviética, mientras deconocía dolosamente la real existencia e implantación de algunos de los pueblos diferenciados de la zona. Toda la construcción fronteriza y geopolítica del Cáucaso es el resultado aberrante de un trazado arbitrario y lleno de errores. La guerra entre Armenia y Azerbaiyán por el enclave del Alto Karabaj, el conflicto entre Georgia y su territorio de Abjasia, el actual conflicto de Daguestán y el que tarde o temprano se desatará por las aguas del mar Caspio son exponentes de la triste realidad del Cáucaso, convertido por Rusia en un auténtico polvorín. La mayor injusticia es también la mayor fuente de disputas: la negación de la independencia de unos países y el reconocimiento de la de otros en función tan sólo de su anterior status en la URSS. Los territorios que eran parte de la Federación Rusa no han logrado emanciparse políticamente, por diferentes que fueran, mientras los constitutivos de la Unión sí han alcanzado su soberanía, aunque fuesen tan similares a Rusia como lo es, por ejemplo, Bielorrusia. Por otro lado, la continuidad de algunos de estos territorios en Rusia es más formal que real, sobre todo en el caso de Chechenia. En en este orden de cosas, la inestabilidad política y social de Rusia no puede achacarse a los pérfidos caucasianos deseosos de destruir Moscú a fuerza de bombas. Es indiscutible que algunos grupos armados de la región pueden haber perpetrado actos violentos en Rusia, pero las causas últimas de la situación de violencia generalizada en Rusia son causas rusas y tienen sobre todo relación con el imperio de las mafias y la debilidad del sistema político de Moscú. Con su xenófoba campaña en contra de los caucasianos, el gobierno ruso puede estar destapando una caja de Pandora cuyas consecuencias son impredecibles pero preocupantes. La solución a los problemas del Cáucaso no está en la intervención rusa sino en la definitiva reordenación territorial de la zona en el marco de una conferencia internacional auspiciada por la ONU, y en la retirada rusa de territorios que, pese a doscientos años de sometimiento a Moscú, ni son ni se sienten parte de Rusia. — 67 — Matrimonio, divorcio y uniones libres en el 2000 Diario La Prensa (Guatemala), 23-11-1999 El nuevo siglo verá sin duda una flexibilización del vínculo matrimonial, una tendencia hacia la consideración individual de los cónyuges a todos los efectos civiles y económicos y una equiparación con el resto de fórmulas de convivencia humana. De hecho, el matrimonio tradicional tenderá a evolucionar hacia una institución privada sin efectos jurídicos. Estos, de persistir, serán mínimos y determinados, no por el matrimonio, sino por la simple inscripción en los registros de uniones, las cuales pueden ser mediante la fórmula tradicional (un hombre y una mujer) o mediante cualquier otra fórmula de dos o más personas de cualquier sexo libremente agrupadas en núcleos afectivos de convivencia. El matrimonio, sobre todo mientras siga teniendo efectos jurídicos, debe estar a la disposición no solamente de las parejas heterosexuales sino también de las homosexuales (como ya ocurre en Dinamarca) y de las uniones polígamas voluntarias, ya sean de un hombre y varias mujeres (poliginia), a la inversa (poliandria) o de otra manera. La poligamia está amparada por la ley en unas sociedades pero está prohibida en otras donde la religión mayoritaria tradicional no lo acepta. Los ciudadanos que por razones religiosas o de cualquier otro tipo desean contraer libremente matrimonio en régimen polígamo se ven imposibilitados para ello si residen en países que imponen por ley la moral monógama. Se les condena así a mantener su unión múltiple de forma clandestina, creándose un agravio comparativo en el tratamiento jurídico que se da a una de las esposas (o uno de los maridos) frente al resto. Este caso se da con cierta frecuencia entre los inmigrantes musulmanes en Europa Occidental. Otra imposición del sistema es el carácter obligatoriamente indefinido de los contratos matrimoniales. Las partes están en su perfecto derecho de limitar voluntariamente la duración del contrato y establecer libremente las fórmulas de revisión y continuación del mismo, como en cualquier otro tipo de contrato entre seres humanos soberanos. Y en el fondo, ¿para qué un contrato? En una sociedad moderna y civilizada como la que proponemos los libertarios para el próximo siglo, y una vez que la mujer se ha incorporado al pleno disfrute de todos sus derechos, no tiene sentido el régimen de bienes gananciales. Cada individuo, casado o no, tiene un patrimonio que es producto de la herencia y de su esfuerzo e inteligencia personales. Las personas que conviven en pareja, lógicamente, suelen compartir muchos bienes materiales, pero esto debe suceder de forma libre y espontánea, sin intromisión legislativa, y desde luego no debe tener implicaciones para las partes cuando el vínculo se disuelve. Tal vez el actual sistema, pensado sobre todo para proteger a la mujer en caso de divorcio, deba mantenerse como opción habitual durante algún tiempo, hasta que esa igualdad plena de hombres y mujeres se vea más fortalecida, pero la tendencia debería ser la descrita. Naturalmente, el régimen de bienes ganaciales puede mantenerse como opción para quienes libremente decidan unir sus patrimonios, estén o no casados y constituyan o no una pareja u otra forma de unión afectiva. Es de justicia reconocer que el sistema de gananciales viene provocando multitud de casos sangrantes de expolio del patrimonio de un cónyuge por parte del otro al disolverse la unión (generalmente del hombre, pero también muchas veces de la mujer), expolio que va mucho más allá de la necesaria protección a la parte más débil. Lo normal sería que al llegarse a un divorcio ninguna parte debiera “compensar” económicamente a la otra porque ambas dispusieran de su propio patrimonio y medios de subsistencia independientes. Es triste pero a estas alturas el matrimonio sigue siendo en muchos casos un negocio, y el divorcio también. La culpa de esta situación la tiene la intromisión del Estado en este campo, al establecer toda una legislación sobre algo tan íntimo y privado como es la decisión de convivir y de conformar una familia. — 68 — Resulta increíble que, al borde del nuevo siglo, siga habiendo en muchos países legislaciones, generalmente de inspiración religiosa, que impiden, limitan, dificultan o encarecen el divorcio. Esa frase de “lo que Dios ha unido, que no lo separen los hombres” está muy bien para quienes piensen que no se han unido ellos sino que les ha unido algún dios. Los libertarios, sin menoscabo del necesario respeto por las creencias religiosas de cada cual, pensamos que es de la más elemental lógica considerar el matrimonio como un acto libre y voluntario cuya disolución ha de ser igualmente libre y voluntaria. Y, por supuesto, unilateral: el divorcio no se “concede”, sino que es un derecho civil inalienable y, como tal, simplemente se ejerce. Otro problema al que se enfrentan muchas personas a la hora de divorciarse es el del acceso a sus hijos. En muchos Estados existe una tendencia de los jueces a conceder sistemáticamente la tutela de los hijos a la madre. Esto ha ocurrido, incluso, en innumerables casos en que la madre era objetivamente la menos indicada de los dos para ejercer esa función. Es una tendencia sexista que debe corregirse. Es necesario que, en caso de divorcio, los hijos vivan habitualmente con su padre o con su madre según resulte más conveniente en base a criterios científicos y objetivos y, desde luego, en base a la voluntad de los menores a partir de una cierta edad, y que tengan la relación más normal y frecuente posible con el otro. También es necesario acabar con la práctica, común en muchas parejas divorciadas, de convertir en armas el acceso a los hijos y el pago de las pensiones alimenticias. Éstas deben dejar de ser una carga insoportable para muchos padres y madres divorciados. Sería conveniente que los padres y madres aportaran desde el nacimiento de sus hijos pequeñas cotizaciones a un fondo de capitalización privada que, en caso de disolución del vínculo, asegurasen en todo o en parte esa pensión. Podría ser el mismo fondo que se destinara también a la futura educación de los hijos, a su sanidad, a la responsabilidad civil subsidiaria por actos de estos menores y a otros asuntos. Las personas podrían incluso comenzar a cotizar a esos fondos, voluntarios y desgravables, mucho antes de tener hijos. Esto no puede, sin embargo, soslayar la responsabilidad que los padres, divorciados o no, tienen con respecto a sus hijos, porque cuando se producen dejaciones en esa responsabilidad, es el Estado quien se ve obligado a asumirlas en nombre del resto de la sociedad y en aras de preservar los derechos de los menores, lo que repercute injustamente en los fondos públicos procedentes de los impuestos de todos. Muchos creyentes de diversas religiones oponen una férrea resistencia a la evolución propuesta. Es una oposición injusta ya que nada les impide a ellos seguir gobernándose por su particular filosofía y cumplir con los mandatos de sus respectivas organizaciones religiosas. Los libertarios sólo pedimos, en esto como en todo, que no se obligue a los individuos a regirse por la moral de la mayoría. Aunque sólo un porcentaje minúsculo de los ciudadanos ejerciera las posibilidades que acabo de enunciar, ya estaría justificada la reforma legislativa en esta materia, ya que se estaría liberando a esas personas del “yugo cultural” que les impone la masa. — 69 — No cabemos en la Tierra El reto de la superpoblación Perfiles del siglo XXI, diciembre de 1999 El reciente anuncio por parte de la ONU de que, según sus estadísticas, ha nacido el ser humano número seis mil millones, es una mala noticia. En sólo doce años hemos pasado de cinco a seis mil millones de personas en un planeta de recursos limitados. Frenar la procreación irresponsable se ha convertido, por tanto, en una de las necesidades más urgentes de la Humanidad. Si un extraterrestre estudiara la raza humana con los mismos parámetros que nosotros empleamos para estudiar los microorganismos responsables de nuestras infecciones o las células que producen cáncer llegaría a la conclusión de que la especie humana es el principal problema de salud que aflige a la biosfera terráquea. Un problema médico, una especie de gangrena que afecta ya a la práctica totalidad del planeta azul y que lo ha puesto en fase terminal. Cuando el pasado día 12 de octubre llegó al mundo, según la ONU, el bebé número seis mil millones, volví la vista a aquel otro 12 de octubre de hace quinientos siete años. Si tarda mucho en surgir otro Colón que nos descubra nuevos “territorios” en el espacio exterior, no sé dónde vamos a meter tanta gente. La paradoja post-malthusiana de hoy es que el exceso de gente se ha convertido en el principal problema de la gente. Cada pocas décimas de segundo nace un bebé, y en más del 95 % de los casos nace extremadamente pobre, frecuentemente enfermo y casi siempre en el seno de una familia y de un país incapaces de darle lo mínimo necesario. En un porcentaje terriblemente alto de los casos, el recién nacido no fue deseado por sus padres y concebido por su voluntad, sino por azar o por error. Cada año la “metástasis humana” produce ochenta millones más de “células” que, como las termitas, corroemos todo lo que encontramos a nuestro paso convirtiendo en tierra baldía hasta el ecosistema más privilegiado. Hace apenas doce años asistimos a la preocupante celebración del nacimiento número cinco mil millones. ¿Se acuerda? No ha pasado tanto tiempo. ¿Cuándo celebraremos el siete mil? ¿Y el ocho mil? La progresión se ha tornado geométrica, el ritmo está desquiciado, la Humanidad está desbordando este planeta por todas partes cuando aún no ha descubierto dónde más podría llegar a vivir. No cabemos. No cabemos porque los recursos alimenticios y energéticos no son ilimitados, y porque su sobreexplotación pone en serio riesgo las condiciones ambientales en las que habrán de vivir los seres humanos de dentro de unas pocas décadas. No cabemos porque la economía mundial también es incapaz de asimilar semejante torrente de nuevas personas. No cabemos porque, sin entrar siquiera a valorar desde el punto de vista ético el mito colectivista de “organizar” una nueva distribución coercitiva de los recursos existentes en la Tierra, tal distribución es simplemente imposible. No cabemos porque somos demasiados, y por tanto tenemos un deber inexcusable de detener el crecimiento de nuestra población e invertirlo hasta que alcancemos cifras razonables que no supongan un peligro para nuestra supervivencia. Hasta ahora hemos sido incapaces de liberarnos de las ataduras políticas y religiosas que siguen fomentando la procreación irresponsable y propagando con negligencia criminal la fábula de que “sí cabríamos si...” Pero todo lo que se quiera añadir tras el condicional es impracticable, ingenuo o simplemente mentira. Resulta terrible decirlo pero es la pura realidad: cada nuevo nacimiento es una minúscula amenaza a todos los demás seres humanos —y a todos los demás seres vivos—. Juntas, todas esas amenazas representan un peligro de incalculable gravedad. Un peligro que está a la vuelta de la esquina, que resulta ya inminente. Si dentro de diez años somos ocho mil millones tal vez usted no lo note en su entorno más inmediato, pero otros sí sufrirán las consecuencias. Si dentro de quince años somos diez mil millones, ni usted ni yo dejaremos de padecerlas. Hay que parar esto, o esto nos parará a todos. — 70 — De los casi doscientos millones de mujeres que quedan embarazadas cada año, más de la mitad no lo deseaban. Seiscientas mil mujeres mueren cada año por las condiciones de insalubridad en las que desarrollan su gestación o por abortos mal practicados. Centenares de millones de mujeres viven para procrear y, en la más absoluta incultura y miseria, alumbran durante su vida fértil más de seis hijos. Las personas que nacen por docenas a cada minuto que pasa son en su inmensa mayoría reos sentenciados por los involuntarios delitos de sus padres —la pobreza y la ignorancia—, y cumplirán una espantosa sentencia de privaciones hasta que una muerte seguramente temprana les libere de una existencia indigna de seres humanos. Pero la irresponsabilidad principal no es la de los padres sino la de los políticos. ¿Cómo se puede comprender, si no, que México haya triplicado su población en poco más de tres décadas? ¿No es un abuso que Uganda tenga un índice de fertilidad de más de siete puntos, y que decenas de países pasen de cinco puntos? El caso más sangrante es el de India, un país que ha sido capaz de generar cien millones más de personas —casi todas en la más absoluta miseria— en los últimos seis años. Un país desbordado por completo que se permitió incluso celebrar con toda la pompa y circunstancia imaginables el nacimiento del indio número mil millones, como si la misión del país fuera abastecer de gente al mundo. El indio mil millones, si —como es casi seguro— ha nacido pobre, tendrá que vivir con doscientos dólares al año y mil cuatrocientas calorías diarias, y su esperanza de vida será casi la mitad que la de Occidente. Más del sesenta por ciento de la población india carece de las mínimas condiciones sanitarias, un tercio es completamente analfabeto y cuatrocientos millones viven en situación de miseria total. al contrario que China, cuyo gobierno lleva décadas adoptando drásticas medidas de control de la natalidad, los dirigentes de Nueva Delhi merecen la mayor reprobación por su falta de sensatez en esta materia. El mundo desarrollado y américa Latina están haciendo lo correcto: ambas regiones han reducido drásticamente sus tasas de fecundidad, si bien la latinoamericana sigue siendo más elevada de lo que debería. El problema está básicamente localizado en Asia y en Africa, donde no es exagerado hablar de altísimos niveles de “procreación criminal” (aquella que trae al mundo personas ultramiserables condenadas a un sufrimiento insoportable). Algunas voces critican los llamamientos que se hace desde el “Norte” desarrollado a frenar el crecimiento demográfico del “Sur” en desarrollo, acusando al primero de no querer “compartir” su riqueza y de pretender que sean los pobres quienes se sacrifiquen. A veces incluso se ha acusado a quienes proponen frenar el crecimiento demográfico de racistas, ya que obviamente centran su preocupación en las zonas que más —y más desordenadamente— crecen, y éstas suelen coincidir con el llamado “Tercer Mundo”. En realidad, todas esas acusaciones sólo tendrían fundamento si el mundo desarrollado no hubiera hecho su parte, pero Europa y Norteamérica han promovido una caída de la natalidad por debajo de la tasa de reposición, lo que incluso ha envejecido a sus poblaciones hasta niveles nunca vistos, de manera que ¿dónde está el egoísmo? El factor no calculado ni por Malthus ni por los contrarios a la reducción de la población es la globalización. En el mundo globalizado es imposible —además de indeseable e inmoral— contener los flujos migratorios. El problema, por tanto, no afecta sólo a los países que crecen más, sino a toda la Humanidad. Cuando estalle la bomba demográfica en Asia, la metralla humana nos alcanzará a todos. Que nadie crea que dentro de unas décadas su entorno se va a librar de un incremento exponencial de la población: si no es población “propia” será “importada” ante el hacinamiento y la simple falta de recursos y oportunidades en las zonas de mayor crecimiento. Contener la natalidad no es una medida egoísta, y si lo es no importa, puesto que el presunto “perjudicado” por tal insolidaridad sería un ser no concebido aún. Es una medida urgente de supervivencia para nuestra especie. Es una medida imprescindible que debería formar parte de los más altos y amplios consensos de la comunidad internacional. Y no es únicamente una medida dirigida a evitar el deterioro del nivel de vida global, sino igualmente orientada a evitar el sufrimiento, la desnutrición y la miseria de personas que, para vivir así, mejor no hubieran nacido. Es paradójico que los líderes religiosos y conservadores que tanto hablan de la — 71 — dignidad humana cuando se tratan otras cuestiones morales sean los mismos que vociferan contra el control de la natalidad y las medidas prácticas que conlleva: campañas intensivas de distribución y formación para el uso de anticonceptivos, incentivos a la esterilización voluntaria (sobre todo masculina), junto a la exigencia moral, ética y también legal de que la decisión de procrear se adopte de manera consciente y responsable, en base a unas condiciones económicas que permitan al nuevo ser humano un mínimo de dignidad y oportunidades. La única luz de esperanza ante la inminente catástrofe es la ciencia, cuya capacidad de remediar el problema es plena desde hace décadas, y apenas necesita de la sensatez de los políticos para su aplicación. De ella depende que la especie humana salga del agujero negro demográfico, que la bomba poblacional no llegue a estallar y la Humanidad deje de ser comparable a las termitas y a las células cancerosas para recuperar su coexistencia armónica con el resto de especies y elementos de la biosfera y cuidar de esta casa redonda y azul, la única que tenemos, porque sólo así estaremos cuidando de nosotros mismos y de nuestra supervivencia a largo plazo. — 72 — "Pro mundi beneficio". La retirada norteamericana del Canal de Panamá Perfiles del siglo XXI, diciembre de 1999 El 31 de diciembre se retiran de la Zona del Canal de Panamá las últimas tropas estadounidenses y asume el control total del territorio el gobierno de la presidenta Mireya Moscoso. Es un hecho trascendental para el pequeño país y un reto de gestión con implicaciones planetarias para el comercio. El lema del escudo panameño, “pro mundi beneficio”, simboliza la propia razón de ser de un país que hace un siglo nació para el canal, que ha vivido de y para el canal y que sigue teniendo en esta formidable obra de ingeniería su principal signo distintivo y su mayor tesoro económico. Pero el canal no era plenamente suyo. Será al término de este mes de diciembre cuando el canal sea por fin verdaderamente “de Panamá”. El honor de recibir de Washington tan valioso bien le cabrá a una mujer, la segunda presidenta en la historia de América Latina. Mireya Moscoso es una empresaria de éxito, viuda del ex-presidente Arnulfo Arias. Moscoso ganó la contienda electoral precisamente contra el hijo del mítico general Torrijos, el “hombre fuerte” panameño que en 1977 logró arrancar al presidente Carter la transferencia de soberanía con plazo fijo que ahora está a punto de llevarse a efecto. Para la nueva jefa del Estado panameño, la correcta gestión de esta vía de comunicación imprescindible en el mundo de hoy será, sin duda, el pilar fundamental de su gestión presidencial. Y para el resto del planeta los primeros pasos que dé el gobierno panameño en la gestión del canal serán objeto de atención para confirmar que el canal siga operando “para beneficio del mundo”. Hasta ahora, la comunidad internacional ha recibido con confianza la confirmación del traspaso de soberanía, uno de los dos pactados para este mes de diciembre (el otro es la devolución a China de la colonia portuguesa de Macau). Desde la desaparición política del general Manuel Antonio Noriega, Panamá está considerado como uno de los países latinoamericanos más confiables, tanto por su estabilidad política como por su elevado nivel de desarrollo económico. El mundo cree en la capacidad de los panameños para gestionar correctamente el canal. Panamá nunca consideró entregada a los Estados Unidos la soberanía sobre el territorio de la Zona del Canal, disintiendo de la interpretación que Washington hacía del tratado Hay-Buneau de 1903. El acuerdo Torrijos-Carter de 7 de septiembre de 1977 restableció la soberanía panameña sobre la Zona, si bien aplazaba hasta el mes actual la retrocesión de la misma. Seguramente ni Jimmy Carter ni Omar Torrijos pudieron imaginar cuánto habría de cambiar el mundo en estos veintidós años. Los panameños que un mes después votaron masivamente a favor de la ratificación del acuerdo no tenían confianza plena en que llegara a cumplirse. Pero uno de los factores que impulsaban a los Estados Unidos a mantener no sólo su control del canal comercial sino también su presencia militar en pleno istmo mesoamericano ha desaparecido: el peligro de expansión del bloque socialista (Washington mantuvo en la Zona la polémica escuela de entrenamiento para militares latinoamericanos por la que pasaron algunos de los más sanguinarios golpistas y miembros de juntas dictatoriales). Otro de los factores, la inestabilidad política del pequeño país y, en general, de América Latina, también ha cambiado sustancialmente. El reducido ejército panameño, que se las había arreglado décadas atrás para ejercer un poder total sobre la política nacional, se ha reducido a los niveles y funciones propias de la institución castrense, y el clima político del subcontinente es de democracia y desarrollo económico acelerado. En este orden de cosas, Panamá está perfectamente capacitado para hacer del canal —y de los más de cuatro mil millones de dólares en infraestructuras que los Estados Unidos dejan a su marcha— no sólo una fuente de beneficio para el resto del mundo sino también, y en armonía con lo primero, una fuente de beneficio para los tres millones de panameños. Sólo queda desear que el fin de la presencia norteamericana en Panamá no tenga el efecto adverso de revertir aquellos factores de la estrecha relación entre ambos países que han sido más — 73 — beneficiosos para la república latinoamericana: la libertad económica (Panamá es el país más libre de la región monetaria y fiscalmente) y la confiabilidad internacional como país seguro para emprender negocios y realizar inversiones estables, con base en la paridad fija del balboa con el dólar estadounidense. El primer día del año 2000 va a ser sin duda un día de esperanza para todos, pero seguro que los panameños tendrán un motivo especial de satisfacción. — 74 — La nación ha muerto. Larga vida a la persona Revista Perfiles del siglo XXI, diciembre de 1999 La idea de nación está en rápido retroceso frente a la progresiva afirmación del individuo como sujeto central de derechos y responsabilidades. Uno de los indicios de esta situación, y a la vez una de sus consecuencias, es la afloración de nacionalismos postulantes que cuestionan el Estado-nación actual y proponen patrias alternativas al mismo. De alguna manera, los Estados-nación han sufrido en las últimas décadas un proceso similar al que ha afectado a las religiones tradicionales. Iglesias como la católica, la anglicana o la ortodoxa han perdido millones de fieles en beneficio de las sectas de todo tipo que han surgido para dar respuesta a inquietudes religiosas no satisfechas por las organizaciones de siempre. De manera similar, los viejos mitos patrióticos de los Estados jacobinos han perdido muchos seguidores, y una porción de éstos ha recalado en nuevos nacionalismos con imagen alternativa, “progresista”, revolucionaria o simplemente contestataria. Si a muchos católicos “de toda la vida”, para su disgusto, les ha salido un hijo creyente de la secta más estrafalaria, también muchos patriotas de siempre han visto agravada su úlcera al enterarse de que el niño (o la niña) milita en una organización nacionalista postulante, de esas que están decididas a subvertir el orden establecido y recuperar (o a veces semi-inventarse) una identidad nacional distinta. Si muchas de las patrias-Estado merecen la consideración de ancianas decrépitas, las patrias reivindicadas por los nacionalismos postulantes son, para sus seguidores, novias jóvenes y atractivas. Claro está que muchos de los nacionalismos postulantes de este fin de siglo tienen una larguísima tradición y no sería justo considerarlos como movimientos oportunistas de nuevo cuño, surgidos solamente ante el bostezo que provocan los Estados-nación. Pero sí puede afirmarse que una parte nada despreciable de su nueva y entusiasta militancia ha abrazado la nueva patria empujada inconscientemente por el rechazo a la vieja, un rechazo que no se debe solamente a la opresión (real o percibida) que sufre la “nación sin Estado” en cuestión. En realidad se trata de una reacción neonacionalista contra el nacionalismo de Estado, comparable a la reacción neoespiritual —por ejemplo del movimiento New Age— en contra de las religiones convencionales. No es poco lo que las patrias postulantes ofrecen a sus seguidores: una causa por la que luchar, un reto trascendente, toda una visión alternativa de la Historia, la recuperación o reinvención de una lengua que opera como código exclusivo, una bandera y unos símbolos nacionales de los que sí pueden sentirse orgullosos, una dosis nada despreciable de victimismo que opera como factor de cohesión y solidaridad del grupo, unas organizaciones —políticas, civiles, sindicales o incluso “guerrilleras”— en las que canalizar toda la adrenalina y el entusiasmo, etcétera. Los nacionalismos postulantes le dan a sus seguidores una alta y trascendental misión con la que llenar sus vidas, y son tan versátiles que pueden adaptarse a cualquier corriente política, de manera que encontramos nacionalistas postulantes en todo el arco ideológico, desde la extrema izquierda hasta la derecha más conservadora. Pero, para seguir con el símil, de la misma forma que la mayor parte de las “almas” perdidas por las religiones tradicionales terminan recalando en alguna forma de agnosticismo, aunque no sea muy militante, también la mayor parte de quienes se alejan del patriotismo convencional suelen terminar siendo principalmente universalistas, aunque por el camino, y según las circunstancias etnogeográficas de cada uno, puedan pasar por la lealtad a una patria postulante, sentimiento que con el tiempo se enfriará y relativizará en muchos casos. El nacionalismo de Estado ha entrado en crisis porque el propio Estado ha entrado en crisis. La misión del nacionalismo de Estado, llamado “patriotismo” por sus seguidores, fue agrupar a la población en torno a unos determinados mitos y valores, como seguro de supervivencia del Estado y como fórmula de homogeneización en aquellos casos en que las diferencias de identidad cultural eran grandes o, simplemente, el Estado tenía en su territorio varias naciones o partes de naciones. Como la sociedad global emergente y la mundialización de la economía — e incluso de la organización política del planeta— están dejando a los Estados cada día más — 75 — vacíos de contenidos, y como los individuos consiguen arrancarles cada vez más poder, el nacionalismo de Estado ha perdido su hegemonía y tiene que competir con los demás nacionalismos: los que han logrado sobrevivir en la clandestinidad a la época de gloria del Estado-nación impuesto sobre sus cabezas por derecho de conquista e incluso los que han surgido recientemente. No es una competencia fácil, porque el nacionalismo de Estado tiene un pasado poco presentable y porque la nación que defiende ya no es tan atractiva como antaño. así pues, el importante resurgimiento de nacionalismos como el catalán o el escocés, o la creación de nuevas patrias como la Padania, es un fenómeno natural en el contexto de la lenta muerte de los Estados-nación. Es un indicio, también, de que en este terreno los individuos no están dispuestos a hacer lo que los agonizantes Estados nacionales desearían. Puestos a repudiar el Estado de siempre, ¿qué mejor manera de hacerlo que negarle incluso la vigencia de la patria sobre la que se basa y presentarle abiertamente una patria alternativa, amenazando de paso aquello que constituye el mayor tabú de los Estados: su “integridad territorial” y su “soberanía”? Este proceso es positivo para la sociedad global porque evidencia y afirma el carácter cuestionable y finito de los Estados actuales, es decir, de los miembros actuales del inoperante y absurdo club ONU, de los actuales sujetos de Derecho internacional, de los culpables de esa cartografía de compartimentos estancos y fronteras de colorines que no se corresponde con la realidad del mundo de hoy. Pero, ¿y si esas patrias alternativas alcanzan sus objetivos y recurren entonces al nacionalismo de Estado para consolidarse? No es decartable, y de hecho ha sucedido en algunos casos, pero la verdad es que los múltiples nacionalismos postulantes que han aflorado por todas partes, si logran sus objetivos en las próximas décadas, tendrán que construir instituciones estatales o semiestatales que nacerán insertas en la sociedad global y responderán a una situación histórica muy distinta de la que dio origen a la mayoría de los miembros del club ONU. Mucha gente se echa las manos a la cabeza ante estos nacionalismos postulantes y razona de la siguiente manera: “o sea, que ahora que caminamos hacia una Europa unida (o hacia la integración de cualquier otra zona del mundo), vienen éstos y dicen que ellos quieren separarse: ¡qué contrasentido!”. Pero, en realidad, una rápida inflación del número de miembros del club de Estados “soberanos” es lo mejor que puede ocurrir para que el propio club pierda definitivamente su razón de ser y se haga inaplazable el replanteamiento de la organización política universal de la Humanidad, una Humanidad que tendrá muchos más compartimentos, pero mucho menos estancos. Es decir, subestructuras políticas territoriales mucho más abundantes (y por tanto más naturales, más cercanas al individuo y más manejables desde una democracia más directa) pero mucho menos poderosas, al estar condicionadas a un Derecho global efectivo y ejecutable, al ser mucho más responsables ante los individuos, al tener unas tareas y una influencia mucho menor sobre éstos y al estar sujetas a mecanismos abiertos, civilizados, democráticos y siempre disponibles de creación, fusión, división y disolución en base a las circunstancias y a la voluntad ciudadana en cada rincón del planeta y en cada momento histórico. El derecho de autodeterminación colectiva se va haciendo incuestionable en el nuevo entorno de democracia global, pero sobre todo avanza la autodeterminación individual de los seres humanos, que han alcanzado su mayoría de edad y repudian el exceso de presencia de cualquier patria en sus vidas. En realidad podemos afirmar que las patrias tal como las hemos entendido hasta hoy están agonizando, y podemos también, por consiguiente, adelantarnos algunas décadas —pocas— para proclamar: la nación ha muerto, larga vida a la persona. — 76 — Replantear la comunidad iberoamericana de naciones Perfiles del siglo XXI, enero de 2000 La cumbre de La Habana, celebrada hace cinco semanas, puso de manifiesto una vez más la incapacidad de la comunidad iberoamericana para hacer en común algo más que hablar. O los países que conforman la comunidad sólo tienen en común, en realidad, unas culturas similares y el patrimonio de las lenguas española y portuguesa —pero no un horizonte similar ni parecidos propósitos y objetivos—, o el invento éste de las cumbres ha respondido más a un deseo de los gobernantes de hacerse las correspondientes fotos y a la voluntad típicamente paternalista de España al vender estas cumbres a su opinión pública como un triunfo de su política exterior, que mostraría además el papel supuestamente crucial de Madrid en el destino común de esta veintena de naciones. Pero de estas cumbres ni siquiera está surgiendo el germén de una auténtica comunidad política. Nos queda mucho para parecernos a la Commonwealth —pese a la gran heterogeneidad de los miembros de la familia de países emergida de la descolonización del imperio británico— y mucho más aún para que las decisiones de nuestro dispar conjunto de Estados tengan alguna repercusión real. Como muestra un ejemplo: mientras la Commonwealth suspendía los derechos de Pakistán en su seno y tomaba severas medidas tras el golpe de Estado en ese país, los jefes de Estado y de gobierno iberoamericanos se disponían a reunirse tranquilamente en La Habana, al tiempo que el régimen tiránico de Fidel Castro encarcelaba a decenas de disidentes. Al mismo tiempo, dos países boicoteaban la cumbre no por celebrarse en un país sometido a dictadura, sino por el procesamiento en España (y en una decena más de países) de otro ex-dictador. Algo no ha terminado de cuajar en la nueva andadura democrática del subcontinente. ¿Es ésta la comunidad de naciones que queremos construir? Serían necesarios menos gestos, menos sonrisas de compromiso, menos abrazos al rey, menos palabrería hueca y más preocupación por la liberalización económica y por la plena estabilidad democrática que son las únicas llaves que pueden abrir las puertas del desarrollo en la región. Mientras tanto, en el teatro de las cumbres se seguirá representando una obra que ya ni divierte, ni emociona ni aporta a quinientos cincuenta millones de espectadores iberoamericanos la menor esperanza. El inicio del año 2000 debería ser también el comienzo de un entendimiento más pragmático de la cooperación entre los países ibéricos y latinoamericanos. — 77 — Entrevista a Marc Forné, primer ministro del Principado de Andorra Perfiles del siglo XXI, enero de 2000 JP: Andorra es uno de los pocos países donde el gobierno es de mayoría absoluta del Partido Liberal ¿Cómo se explica esto, en contraste con el entorno europeo de su país? MF: Lo atribuyo al hecho de que Andorra es una sociedad de esencia liberal, con lo cual el mérito no es de nuestro partido sino del pueblo andorrano. En Andorra el Estado no ha sido un ente que contara tradicionalmente con una gran presencia en la vida colectiva. De hecho, en 1961 el país contaba con sólo tres funcionarios. Ahora tenemos casi mil seiscientos como consecuencia del enorme crecimiento que ha experimentado el país y de la afluencia masiva de turistas, pero el peso del Estado no se deja sentir en la actividad de la gente tanto como en otros lugares. Y esa es, desde luego, la situación que los liberales andorranos, con el apoyo popular, estamos decididos a mantener. ¿Tan grande ha sido el crecimiento de Andorra en las últimas décadas? Cuando yo nací, después de la Segunda Guerra Mundial, nuestro país contaba con unos ocho mil habitantes, y hoy somos sesenta y siete mil. Es decir, nos hemos multiplicado por nueve en cincuenta años, cosa que dudo mucho que haya sucedido en ningún otro lugar del mundo. El factor fundamental que explica este crecimiento es la gran cantidad de ciudadanos extranjeros que han decidido instalarse entre nosotros. Andorra ha demostrado siempre una gran voluntad y capacidad de acogida. Hay que recordar cómo durante la Guerra Civil española y durante la conflagración mundial inmediatamente posterior, la neutralidad andorrana sirvió de refugio para miles de personas de cualquier bando que salvaron aquí sus vidas y a quienes Andorra les ofreció un futuro. Entre esas personas estaba mi padre, uno de tantos españoles que hubieron de exiliarse con el advenimiento del franquismo. ¿Siempre ha sido Andorra un país tan próspero? Bueno, hasta los años treinta Andorra era realmente un país pobre, olvidado y abandonado, cuyo único pero fundamental activo era su autoconsciencia nacional, su firme convencimiento de ser y querer seguir siendo un país independiente. Hay que recordar que los valles de Andorra existen como unidad política desde el siglo VIII, y que desde el siglo XIII, cuando la especificidad política andorrana cristalizó en los pareatges —los documentos que originaron nuestro país— Andorra siempre ha mantenido su peculiar sistema de organización política y su independencia. Y ya en el siglo XIII se define claramente una identidad nacional propia y diferenciada de los andorranos, identidad que ha perdurado hasta hoy y que hace de Andorra una de las naciones más antiguas de Europa. Nuestras fronteras son las mismas desde hace más de ocho siglos. Sin embargo, hasta hace unos años Andorra era independiente pero no era Estado. ¿Cómo y por qué se normalizó la situación juridico-internacional del país? Ya en los años setenta, nuestro parlamento —tenemos parlamento desde el siglo XV— decidió que era necesario caminar hacia la normalización de Andorra como Estado internacionalmente reconocido. Había que pasar de una situación de monarquía semiabsoluta de facto —si bien muy civilizada en cuanto a los derechos y libertades— a una democracia parlamentaria normal. Se empezó a trabajar y en 1982 surgió por vez primera la figura del gobierno como tal y se separó en cierto modo los tres poderes del Estado. Pero en realidad, fue ya en la década de los noventa cuando Andorra pudo promulgar su constitución, convertirse formalmente en Estado soberano e ingresar en la ONU y en el Consejo de Europa. Hay que decir que los dos copríncipes del momento comprendieron bien esta necesidad, y que tanto el apoyo del copríncipe episcopal como el del copríncipe francés fueron esenciales para la normalización de Andorra, como también la política de respeto a la voluntad de los andorranos por parte de los gobiernos francés y español. Mitterrand fue el primer copríncipe francés que tuvo dos mandatos consecutivos. Esto le permitió durante el primero de ellos darse cuenta de lo que era Andorra y, durante el segundo, hacer lo necesario para Andorra. Y lo necesario era, desde luego, — 78 — facilitar la emancipación política de nuestra sociedad y su cristalización en un Estado moderno y normal, con un parlamento soberano y representativo del pueblo. ¿Cómo ha quedado definida la jefatura del Estado en este nuevo orden político? Igual que antes pero con un carácter meramente simbólico y representativo, como en cualquiera de las demás monarquías parlamentarias europeas. O incluso menos, ya que nuestros copríncipes no tienen el mando supremo de las fuerzas armadas, como suele suceder en otras monarquías parlamentarias, por la sencilla razón de que Andorra, afortunadamente, carece de fuerzas armadas. La mayor prerrogativa que tienen los copríncipes es el nombramiento de uno de los miembros de los máximos órganos judiciales, y ahí termina su poder de hecho. Andorra tiene formalmente dos copríncipes que, juntos, forman la figura de un solo jefe de Estado. Uno de los copríncipes es la persona que sea presidente de Francia, como sucesor de los derechos históricos de los reyes franceses y antes de los condes de Foix. El otro copríncipe es quien sea obispo católico de La Seu d’Urgell, una ciudad catalana cercana a Andorra. Esta gran asimetría entre ambos copríncipes es uno de los factores que han mantenido nuestra especificidad y nuestra independencia durante ocho siglos. Hoy Andorra tiene reconocida su condición de país soberano por las Naciones Unidas, el Consejo de Europa, la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa y la OCDE. El hecho de que uno de los copríncipes sea un obispo católico, ¿no limita la libertad religiosa del país? No, en absoluto. La constitución de 1993 tiene unas cláusulas muy parecidas a las que figuran en el texto español de 1978: se tiene una especial consideración para la Iglesia Católica, debido a su gran implantación en el país, pero se garantiza la libertad de cultos de todos los ciudadanos. La única cuestión que suscita la condición religiosa de uno de los copríncipes es qué pasaría si nuestro parlamento aprobase leyes que su conciencia no le permitiera firmar, pero este problema está resuelto ya que basta la firma de uno de los copríncipes y la del presidente del parlamento en sustitución del otro. Así lo hicimos, por ejemplo, cuando aprobamos nuestra ley de divorcio. ¿Cree usted que Andorra mantendrá por mucho tiempo su peculiar monarquía bicéfala, o los andorranos optarán por otro sistema de jefatura del Estado? Pienso que tendrían que pasar cosas muy extrañas para que esto cambiara. El sentimiento de nuestro pueblo es que debemos nuestra independencia de ocho siglos al hecho diferencial de ser un copricipado asimétrico, y nuestra monarquía parlamentaria está verdaderamente arraigada en la cultura de nuestro país. Pero, dicho todo esto, quiero resaltar también que la constitución andorrana deja en manos del parlamento y de un referéndum nacional la reforma del propio texto jurídico, incluida la jefatura del Estado, por lo que, si algún día los andorranos optan por convertirse en república, lo podrán hacer sin mayor problema. ¿Cómo son las relaciones de Andorra con los dos países vecinos? Excelentes. Con ambos tenemos tratados de amistad y cooperación que cristalizan una relación de siglos. En particular, las relaciones con España son excepcionales. Hay que tener en cuenta que en Andorra viven actualmente más de treinta mil españoles, un cifra enorme para un país tan pequeño como el nuestro. Andorra siempre ha sido una referencia positiva para los españoles, desde los que han encontrado en nuestro país un entorno excepcional para sus vacaciones y para la práctica de deportes de invierno hasta los que, durante las épocas más amargas de la historia reciente de España, encontraron en Andorra un lugar de refugio o simplemente un lugar donde conseguir productos que escaseaban al otro lado de la frontera. De la misma manera que Andorra refugió a muchos exiliados republicanos, también sirvió para paliar el bloqueo internacional que en los años cuarenta hizo que fuera difícil conseguir en España ciertos alimentos, medicinas y otros productos. Hoy día existe sobre todo una relación muy estrecha entre Andorra y Cataluña, con la que compartimos una misma lengua y una cultura similar. Y respecto a Francia, Andorra es también un referente significativo, sobre todo respecto a la región vecina de Midi Pyrenées, cuyo mayor destino de exportación es Andorra. — 79 — Andorra es uno de los mayores ejemplos mundiales de libertad económica, una libertad plena que ya quisiéramos en muchos otros países. ¿Continuará intacta esa situación a largo plazo? Sí, desde luego. En Andorra hay una gran libertad económica, sobre todo en cuanto a la cuestión tributaria. Los andorranos y nuestros residentes extranjeros no pagan impuestos directos y las pocas cargas fiscales de otra índole son reducidísimas. En cualquier caso, creemos que la base tributaria lógica de un país tan pequeño pero que debe atender las necesidades de diez millones de visitantes al año es el impuesto indirecto. Así, las personas de cualquier parte del mundo que vienen a Andorra y se benefician de las ventajas y atractivos de nuestro país compartirán también con nosotros las inversiones que esto implica. ¿Son muy cuantiosas las inversiones de Andorra para estar al nivel de las expectativas de los visitantes? Sí, desde luego. Por ejemplo, este año se ha invertido en pistas de esquí más dinero en Andorra que en todos los Alpes. Se han abierto doce instalaciones nuevas de esquí, todas de muy alto nivel. Esto explica que Andorra tenga casi dos millones y medio de tickets diarios de esquí por año. Pero llegar hasta Andorra sigue siendo complicado para quienes no disponen de mucho tiempo. En los próximos meses entrará en funcionamiento el aeropuerto de la Seu d’Urgell, compartido con España en igualdad de inversión, y comenzaremos también a operar líneas regulares de helicóptero desde un nuevo helipuerto andorrano, todo ello para facilitar el acceso a nuestro país. Además, las comunicaciones internas entre los municipios andorranos se verán facilitadas por un servicio de transporte muy sofisticado basado en tecnología de monorraíl suspendido, que recorrerá todo el país impulsado por electricidad para no perjudicar un entorno natural tan privilegiado como el de Andorra. En este mes de enero estamos abriendo el concurso para la licitación del transporte público entre Sant Julià de Lòria, Escaldes, Encamp y La Massana, pasando por nuestra capital, Andorra la Vella. Esperamos que esto descongestione el tráfico y favorezca el alojamiento de los visitantes en hoteles situados en cualquier punto del país, sin aglomeración en ciertas zonas del mismo como ocurre ahora. Y, ¿cómo van las privatizaciones? Ahora el gran reto de mi gobierno es deshacerse de las empresas parapúblicas que quedan, básicamente en telefonía y electricidad. Vamos a empezar de inmediato con el sector eléctrico y a continuación con la telefonía. También necesitamos reformar nuestra legislación para abrir a los extranjeros la posibilidad de tener el cien por ciento del capital de cualquier sociedad andorrana, cosa que hasta todavía no es posible. Nuestra renta per cápita está por encima de la española y casi igualada a la de Francia. Con la apertura total al mundo esperamos incrementarla considerablemente. Y, en un continente con serios problemas de desempleo, lo que nos falta en Andorra son personas que vengan a trabajar en determinados sectores. Estamos seguros de que en los próximos años lograremos que se instalen en Andorra empresas de producción tecnológica para exportar, lo que requerirá aún más mano de obra cualificada. ¿Cómo se contempla desde un microestado como Andorra la globalización? Con confianza en nuestras propias capacidades y con la convicción de que tenemos que abrirnos e interconectarnos más. Nosotros tenemos la peculiaridad de ser frontera exterior y aduana exterior de la Unión Europea, que nos rodea por todas partes. Somos una especie de Hong Kong al lado de Europa, dentro de Europa. Podemos recibir todo lo que se fabrique, por ejemplo, en América Latina, sin que se vea gravado por tasas ni aranceles de los países europeos de tránsito, y después ponerlo en venta en Andorra con las consiguientes ventajas. Somos un país abierto al mundo en importación. Somos, en cambio, muy poco exportadores todavía y a pesar de esto vamos a solicitar el ingreso en la Organización Mundial del Comercio, — 80 — porque somos conscientes de que incrementar nuestras exportaciones y abrirnos más al mundo como centro de comercio es esencial para el futuro de Andorra. ¿Tienen ustedes una sólida cooperación con los demás microestados europeos? Hace un par de meses estuve en visita oficial en Liechtenstein y hace un mes nos visitó una delegación del parlamento monegasco. Ya desde los primeros años noventa Andorra tiene una cooperación muy estrecha con estos dos principados y con la Serenísima República de San Marino. Somos todos nosotros países con una historia de entre seis y ocho siglos, formamos parte de la esencia histórica de Europa y creemos que tenemos un deber de preservar el inmenso patrimonio cultural e histórico que representan nuestras pequeñas naciones. Nos mantenemos mutuamente informados y sin duda existe una gran simpatía y muchos intereses comunes entre unos y otros países. Al mismo tiempo, evitamos conformar un grupo y que se nos identifique como a un grupo, ya que esto ayudaría a quienes presentan reticencias a la presencia de nuestros países en los foros internacionales y brindaría argumentos para una eventual reducción de nuestros cuatro votos a uno compartido. Pero hay gente que desprecia todo ese acervo histórico y ve a los andorranos, monegascos o sanmarineses como gente pragmática que simplemente vive en condiciones de privilegio fiscal. Quienes piensan así son muy injustos y además no conocen nuestros países. Yo les invitaría a venir a Andorra y estoy seguro de que una visita les bastaría para entender nuestro país. Somos un país muy pequeño pero somos un país. Hemos mantenido durante siglos nuestra lengua y un riquísimo y peculiar conjunto de costumbres y tradiciones que configura una cultura única. Además, en Andorra somos prósperos ahora, pero hasta los años treinta en este país se pasó incluso hambre. A un país que ha pasado hambre durante siete siglos no se le puede castigar por haber alcanzado finalmente la prosperidad, sobre todo cuando nuestro país está dando trabajo a cuarenta mil extranjeros, que además pasan pronto de empleados a empresarios y prosperan aquí porque las condiciones de libertad económica de Andorra se lo permiten. Este país ha recibido mucho de sus vecinos pero también ha sabido ser agradecido y devolver. Sabemos que dependemos mucho de la prosperidad de toda la zona y por ello participamos en inversiones regionales, como el aeropuerto hispano-andorrano de la Seu d’Urgell, en el que ambos países han contribuido con igual aportación. ¿Cómo ve las relaciones de Andorra con América Latina y qué puede ofrecer su país a los empresarios latinoamericanos? Andorra ya tiene relaciones diplomáticas con la mayor parte de los países de Latinoamérica, y son unas relaciones que revisten para mí la mayor importancia. Los latinoamericanos son nuestros primos del otro lado del Atlántico y desde Andorra tenemos muchas ganas de establecer con ellos vínculos mucho más estrechos. A los empresarios de la región les diría que en Andorra tienen las puertas abiertas y que aquí van a encontrar un clima de negocios propicio para sus inversiones, una sólida estabilidad económica y política en una atmósfera de libertad y de seguridad, y, además, un pequeño país interesante de conocer, dotado de un medio ambiente excepcional y capaz de ofrecerles grandes atracciones para sus momentos de ocio. Andorra se abre desde ya a las iniciativas de capital extranjero. Tenemos nuevas leyes a punto de promulgarse que sin duda resultarán del interés de la comunidad empresarial, y en Internet encontrarán fácilmente el Libro Blanco que recoge nuestras propuestas e iniciativas para el capital extranjero. — 81 — Los albores de una sociedad global Perfiles del siglo XXI, enero de 2000 Al iniciar el año 2000, la Humanidad se encuentra en los albores de una sociedad global que aún tardará décadas en materializarse pero cuyos indicios son cada día más sólidos. Una sociedad que no podrá ser colectivista y cuya eclosión sobre los actuales Estados constituye la mayor esperanza de libertad individual de cara al futuro. En los últimos años del siglo XX, una vez terminada la Guerra Fría, la Humanidad ha entrado paulatinamente y casi sin darse cuenta en los primeros momentos de una etapa nueva y radicalmente distinta de su devenir histórico. Emerge inexorablemente una civilización planetaria basada principalmente en la cultura que se ha dado en llamar “occidental” y que, al mezclarse con la de cada rincón del mundo, está creando por vez primera un individuo humano “universal” cuyos representantes en cualquier lugar del planeta tienen un denominador común tan amplio como jamás lo habían tenido sus antepasados, lo cual les condiciona a interactuar conformando a largo plazo, no sólo una civilización universal, sino una auténtica sociedad global. Es decir, ahora ya no forma parte de ese denominador común solamente el marco de valores sobre los que se asienta la coexistencia (civilización), sino también un conjunto amplio de factores de plasmación práctica de esos valores y una interconexión —ultraterritorial— enormemente densa e inevitable entre individuos y grupos (sociedad). Este ser humano universal representa la culminación del formidable proceso evolutivo iniciado por nuestra especie en el neolítico. El mestizaje intelectual siempre representó un paso adelante, y la mezcla universal de estilos, tradiciones, pensamientos y sensibilidades alumbra esa sociedad nueva y planetaria que no va a ser —no podrá ser— una repetición a escala gigante de las sociedades actuales. El imparable proceso que está en marcha no es tan sólo la fusión y simplificación de las estructuras políticas como consecuencia de la universalización de la economía, ni es simplemente la síntesis de las culturas en torno a un modelo cercano al racionalismo occidental. Hay un proceso simultáneo que acelera los mencionados y que confiere a la futura sociedad global un rasgo distintivo. Es la emancipación del individuo humano. La sociedad global será una comunidad de miles de millones de individuos responsables que configurarán un sistema espontáneo de aprendizaje, creación, producción, información, consumo, asignación de recursos y circulación de la riqueza. En suma, un sistema social escasamente organizado desde institución alguna y, desde luego, no sometido a niguna clase de planificación, pero capaz de funcionar por sí solo y de generar en circunstancias normales la armonía, la paz y la riqueza necesarias para su desarrollo. La sociedad global de individuos, al superar definitivamente el colectivismo y descansar sobre la responsabilidad personal, está llamada a ser un entorno de libertad sin precedentes en nuestra memoria histórica, devolviendo a las personas la soberanía que les había sido arrebatada primero por la minoría que detentaba el poder absoluto o autoritario y después por la mayoría democrática que sirvió como excusa para seguir despojando al individuo. Por tanto, lo que hace de la globalización un proceso apasionante no es sólo la unificación política, económica y sociocultural de las gentes de la Tierra, sino, sobre todo, la esperanza de libertad personal que ella implica, y que actúa como un poderoso acicate en las regiones del planeta donde algunos sistemas políticos, organizaciones religiosas e incluso entornos culturales enteros todavía mantienen a los ciudadanos plenamente sometidos a la condición de súbditos. Es curioso que los mayores enemigos de la globalización surjan entre los intelectuales de salón de los países desarrollados, a veces poniendo como excusa al llamado “Sur”, mientras en ese “Sur” millones de desheredados intuyen acertadamente que la globalidad es su mayor esperanza de redención y exigen —a sus obsoletos gobiernos y gurús, pero también al resto del mundo— su porción de universalidad, su ingreso en la postmodernidad y en la sociedad global. Mientras los intelectuales europeos se preocupan por el “dumping social”, los ciudadanos del — 82 — “Sur” lo que reclaman es libertad para producir y exportar; mientras los primeros temen la nueva globalidad porque les impide seguir arropados por el cálido e indigno manto “social” del poder político basado en el expolio fiscal, los segundos desean más que nadie esa misma globalidad porque es su única esperanza de progreso (y de liberación individual frente a los políticos, empresarios y sindicalistas que controlan de forma corporativista sus países). Es tan arriesgado como apasionante hacer futurismo sobre el cómo de esa sociedad global, de esa nación humana que se abre paso sobre los compartimentos estancos de antaño. Pero se pueden esbozar algunos rasgos que nos vienen dados por la trayectoria misma que hemos seguido en las décadas pasadas. Uno de esos rasgos es el confinamiento del poder político a la esfera de lo colectivo —ámbito éste que se irá restringiendo conforme el individuo recupere vitalidad, protagonismo y soberanía—. Otro es la superación del nacionalismo de Estado como consecuencia del derrumbe del concepto de soberanía colectiva, y el paso a una situación de mucha mayor flexibilidad en la creación y disolución de entes pseudoestatales en función de la voluntad de cada colectividad territorial y sin que, en el fondo, tenga demasiada importancia el ordenamiento territorial de un mundo libremente circulable y basado en unos derechos y responsabilidades de alcance universal. Otro de esos rasgos habrá de ser la separación aséptica del poder político respecto a dos ámbitos esenciales del autogobierno individual: la moral y la economía. El primero de ellos, en gran parte del mundo, ha logrado en los últimos tiempos una considerable liberación. El segundo ha progresado menos porque los individuos no lo han sentido tan necesario, a causa del éxito que las ideologías colectivistas moderadas tuvieron tras el colapso de las ideologías colectivistas radicales (totalitarias). Pero los individuos van reaccionando poco a poco y el colapso del colectivismo “suave” (socialdemocracia y democracia cristiana) se producirá en los próximos años o décadas —muchos han visto en el recurso desesperado a la “Tercera Vía” por parte de los socialistas europeos un indicador inequívoco de esa tendencia—. En ese momento se hará mayoritario el grupo de individuos que abandonen las soluciones colectivistas y el consiguiente paternalismo del poder para reclamar, en cambio, un Estado subsidiario y no sustitutivo del orden espontáneo del mercado. El colapso de los sistemas de pensiones en Europa podrá influir mucho en la caída definitiva de la venda que cubre los ojos de los ciudadanos: la venda que les impide darse cuenta de que el Estado del bienestar se ha convertido en el bienestar del Estado, y que los servicios malos que “da” el poder con el dinero que nos arrebata estarían mejor gestionados y serían más libres y baratos para todos si fueran privados y si cada persona se hiciera cargo de su pago directo. En definitiva, la sociedad global será una sociedad abierta, una sociedad de personas autodeterminadas cuyo éxito o fracaso no estará organizado por nadie sino que dependerá de su capacidad, habilidad y esfuerzo, y en cierta medida del azar —ese elemento inevitable que la fatal arrogancia colectivista siempre ignoró—. No es un ejercicio de optimismo gratuito, sino la esperanzada visualización de que la trayectoria seguida hasta ahora por la Humanidad apunta en esa dirección a largo plazo. En este año 2000 iniciamos una nueva visión del calendario, pero el verdadero cambio de era es el que ya comenzó con la derrota del fascismo y del comunismo, el que se está consolidando con la revolución de las comunicaciones y con la lenta agonía del Estado del bienestar, el que liberará a las personas de su sometimiento al grupo y cambiará la forma en que la Humanidad se organice en adelante. Un cambio que hará a las personas mucho más libres, es decir, mucho más humanas. — 83 — El nombre como propiedad Perfiles del siglo XXI, enero de 2000 El nombre es una propiedad de las personas, pero las legislaciones de casi todos los países impiden o restringen severamente el cambio de nombre y apellidos. Los seres humanos podemos poner nombre a muchas cosas pero es el Estado, el azar o nuestra familia quien nos denomina a nosotros, sin que la libertad individual se haya abierto aún suficiente camino en este campo. El nombre y el apellido de una persona vienen impuestos por sus padres o, en el caso de los hijos de padres desconocidos, por el Estado o por las instituciones que les recogieron. En casi todos los países está permitido cambiar de nombre pero no —o muy difícilmente— de apellido. Y sin embargo, cada persona es muy libre de llamarse como quiera, y de cambiar su nombre completo cuantas veces desee. Naturalmente, será necesario dejar constancia registral de esos cambios —en resgistros de consulta restringida a los propios interesados y a la administración de justicia— para evitar suplantaciones de personalidad, otros delitos y la evasión de responsabilidades. Si las personas jurídicas pueden cambiar de nombre cuando quieren, con la sola condición de que el nuevo nombre no esté ya registrado, las personas físicas deberían tener el mismo derecho. Habrá quienes argumenten contra lo expuesto que miles de personas “usurparían” entonces apellidos de especial tradición aristocrática u otros. Bueno, ¿y qué? Tal vez así termine por desaparecer la desigualdad de oportunidades basada en la consideración consciente o no de las personas en función de lo que sus apellidos transmiten. En cualquier caso, siempre se puede delimitar, incluso internacionalmente, el uso de aquellos apellidos —”nobles” o no— cuya extensión sea suficientemente pequeña y conocida para que sus titulares puedan realmente verse perjudicados por la aparición de nuevos usuarios. Se limitaría también la aparición de denominaciones muy similares que pudieran inducir a error, exactamente como se hace con las marcas comerciales. A fin de cuentas, el nombre y el apellido no son otra cosa que la marca de la persona. En poco se diferencian los efectos de nuestra acción al denominar cosas de los que produce nuestra denominación propia o de nuestros descendientes, con la única e injusta diferencia de que el nombre propio no podemos escogerlo con la misma libertad que el que damos a nuestra casa, barco o mascota, nuestra empresa, los libros que escribimos o los productos e inventos que sacamos al mercado. Si una persona puede incluso ponerle nombre a una estrella o a toda una galaxia que descubre, ¿por qué no puede con idéntica libertad ponerse nombre a sí mismo? Los hijos de padres desconocidos deben recibir del Estado o de las instituciones que se ocupen de ellos un nombre ordinario cualquiera, que en el futuro decidirán mantener o modificar. La práctica, habitual en algunos países de dar a estos niños apellidos especiales que denotaban su condición de abandonados es una atrocidad que equivale a señalar a estas personas evidenciando ante los demás un hecho tan privado como el de las circunstancias de su nacimiento. Por otro lado, deben desaparecer las legislaciones que restringen el libre otorgamiento de nombre a los hijos, por ejemplo obligando al uso de nombres arraigados en la cultura o la religión del país, o prohibiendo los nombres en lenguas extranjeras o de minorías étnicas. La única exigencia debe ser que el nombre no resulte, en la sociedad del menor en cuestión, manifiestamente peyorativo o insultante para el interesado. En las sociedades donde tradicionalmente se utiliza dos apellidos (el del padre y el de la madre), éstos deberían disponerse en el orden que los padres establezcan por consenso y, caso de no alcanzarse tal acuerdo, por sorteo, pero nunca mediante la preferencia legislativa por un orden u otro (paterno delante como en América Latina y España, o materno delante como en Portugal). Naturalmente, a partir de una cierta edad —que para este asunto podría ser algo inferior a la mayoría de edad—, corresponde a la persona en cuestión decidir libremente el orden de sus — 84 — apellidos, la supresión de uno de ellos, la adopción de otro u otros o cualquier otra opción, modificando su decisión siempre que lo desee mediante una simple visita al correspondiente registro. En los países donde la mujer casada adopta tradicionalmente el nombre del marido, ésta debería ser una opción voluntaria, no obligatoria, y debería corresponder exclusivamente a la mujer tomar la decisión sobre el particular que estime oportuna, y modificarla cuantas veces desee. De igual manera, si existe esta opción debe preverse también la contraria: la adopción del apellido de la esposa por parte de aquellos hombres casados que lo deseen. Y, por supuesto, las mismas opciones deben facilitarse a las parejas homosexuales y a las uniones libres de dos o más personas, de la forma que en cada caso escoja libremente cada individuo. Pese a todas estas exigencias, que tienden esencialmente a crear igualdad de oportunidades para todas las opciones de convivencia humana, sancionadas o no por la tradición, parece claro que irá desapareciendo este obsoleto condicionamiento de la denominación de las personas en función de su vinculación afectiva a otras. En definitiva, el nombre completo de una persona es propiedad de esa persona y sólo a esa persona corresponde mantenerlo, modificarlo o cambiarlo por completo. Es una propiedad importante que afecta a la consideración misma de las personas, que forma parte de lo más íntimo del ser humano y de su proyección social, y el Estado no está éticamente facultado para confiscarla promulgando leyes que limitan la libertad individual en esta materia. — 85 — Los saharauis merecen un hogar Perfiles del siglo XXI, enero de 2000 Uno de los flecos pendientes de la Guerra Fría es también una de las mayores injusticias del panorama político internacional. El Sáhara Occidental continúa ocupado por Marruecos y el plan de paz de las Naciones Unidas nunca termina de implementarse en su totalidad. El referéndum de autodeterminación de los saharauis es hoy un factor imprescindible para la estabilidad de toda la zona. Ha transcurrido un cuarto de siglo desde que España abandonara a su suerte la última de sus colonias. Los ministros de Franco, con el dictador agonizante, firmaron un documento indigno e ilegal que entregaba el Sáhara Occidental a Marruecos. La ONU jamás consideró válido ese pacto, y el Tribunal de La Haya lo consideró nulo. Ochenta países —entre ellos varios de América Latina— han entablado relaciones diplomáticas con la República Arabe Saharaui Democratica (RASD), el único país árabe que mantiene como lengua oficial el español. El movimiento guerrillero saharaui, Frente Popular de Liberación de Saguia el-Hamra y Río de Oro (Frente POLISARIO), que lucha por la independencia del país desde la época colonial, condujo a gran parte de la población civil saharaui a unos campamentos provisionales en tierra segura, al otro lado de la frontera argelina, y desde hace más de dos décadas esa provisionalidad se ha convertido en un elemento cotidiano de las vidas de más de cien mil personas. Mientras, en la zona de su país ocupada por Marruecos, las torturas y los abusos de los Derechos Humanos son tan frecuentes como la entrega de tierras a colonos marroquíes cuya misión es ayudar al régimen de Rabat a marroquinizar el Sáhara. Desde hace casi una década, Marruecos acepta sobre el papel la celebración de un referéndum para la autodeterminación del pueblo saharaui, bajo los auspicios de la ONU, pero al mismo tiempo pone todas las trabas posibles a la consumación de la consulta popular, y pretende introducir en el censo a decenas de miles de marroquíes que nada tienen que ver con el Sáhara Occidental. Un nuevo fracaso de las Naciones Unidas en la realización del referéndum podría conllevar la reanudación de las hostilidades. El reciente éxito de la diplomacia de Kofi Annan en el caso de Timor Oriental —jurídicamente muy similar al saharaui— ha elevado las esperanzas de que este contencioso se resuelva de manera democrática y pacífica, pero la obstinación marroquí y el apoyo internacional al reino alauí —como dique de contención del fundamentalismo islámico que ha asolado la vecina Argelia— hacen impredecible el resultado definitivo de esta larguísima partida de ajedrez diplomático. Entre tanto, la población saharaui refugiada en Tindouf necesita ayuda humanitaria, y la RASD precisa todo el apoyo social y político posible para mantener su causa en pie. Una causa cuya justicia es tan grande como el dolor y la angustia de los saharauis. — 86 — Entrevista a Jan Weijers, secretario general de la Internacional Liberal Perfiles del siglo XXI, febrero de 2000 JP: ¿Cómo ve hoy día la Internacional Liberal? JW: La veo, ante todo, como una institución que afortunadamente tiene un conjunto sustancial de partidos políticos fuertes que valoran las relaciones internacionales y que están por tanto dispuestos a contribuir a nuestra labor no sólo de forma meramente financiera sino también con su participación política. Ese es sin duda nuestro activo más valioso y creo que no debemos perderlo de vista, y que debemos continuar haciendo cuanto esté en nuestras manos para que esos partidos políticos se sientan cómodos en nuestra organización y perciban que su contribución se emplea adecuadamente. Por otra parte, la Internacional Liberal es también una fuerza política que a escala mundial está alcanzando un importante apoyo electoral. Desde luego, ésto depende mucho de cada país, pero recientemente hemos tenido excelentes noticias de países como Sudáfrica —donde el Partido Democrático se ha convertido en la principal fuerza de la oposición—, de Bélgica y Luxemburgo donde nuestros compañeros han entrado en el gobierno, y de muchos otros países donde nuestros partidos miembros siguen gobernando con éxito (Canadá, los Países Bajos, etc.). América Latina, como sabes, también es terreno abonado para el liberalismo. Pienso particularmente en países como Honduras y Nicaragua, donde los liberales están fuertemente asentados en el gobierno, pero no olvido por ello países como Paraguay donde nuestros compañeros llevan muchas décadas luchando por una sociedad más libre y mejor. La elección de Martín Burt como alcalde de Asunción ha sido la primera recompensa electoral que los liberales paraguayos han recibido, y estoy seguro de que los asuncenos ya han podido ver en Martín un nuevo estilo de gobierno y un enorme compromiso personal con la libertad y la democracia, particularmente en el marco del intento de golpe de Estado perpetrado por el general Oviedo hace ahora casi un año. En cualquier caso, nuestra Internacional también se ve frenada en su trabajo por algunas limitaciones. La principal es lo exiguo de nuestro presupuesto anual, que apenas supera el cuarto de millón de dólares para costear nuestra oficina y personal y trabajar además con ochenta y cuatro partidos políticos repartidos por más de sesenta países. Sin embargo, creo que nos las arreglamos para sacar mucho partido a esos recursos tan escasos, gracias al apoyo activo de nuestros partidos miembros. De todas maneras, uno de nuestros objetivos para los próximos años es incrementar y diversificar nuestros ingresos. Pero en un mundo como el actual, ¿sigue habiendo un papel para las internacionales políticas? Sí, sin duda alguna. En plena era de la globalización, los partidos políticos de cualquier ideología necesitan más que nunca desarrollar una buena política de relaciones internacionales. Prácticamente todas las grandes cuestiones políticas tienen hoy una dimensión internacional: infraestructuras, medio ambiente, economía, política monetaria... En el mundo actual, todo se ve afectado por lo que hacen los vecinos y las grandes potencias económicas. Esto lleva a los partidos políticos a ser cada vez más activos en el seno de sus respectivas internacionales. El liberalismo es un concepto que implica ideas muy variadas dependiendo de cada país donde se aplica. ¿Es posible definir un liberalismo global? El liberalismo descansa firmemente en dos pilares. El primero de ellos es la libertad individual, que se plasma en todo el acervo de derechos humanos, políticos y civiles. De este pilar se deriva el derecho del individuo a tomar sus propias decisiones sobre cuantas cuestiones afecten a su propio futuro, a elegir su gobierno, a decidir dónde vivir, a optar sobre su educación o su empleo, y también a decidir por sí mismo en cuestiones morales delicadas, como someterse o no a tratamiento médico. Los liberales creemos que el individuo es capaz de tomar estas decisiones por sí mismo y tiene un derecho inalienable a tomarlas. El otro pilar del liberalismo es la libertad económica, que no es simplemente una frase de moda. Los liberales afirmamos como camino hacia el desarrollo económico la desregulación, la privatización y el comercio libre a escala global. No es tarea del Estado producir, sino crear y mantener un marco jurídico — 87 — que proteja a la libre empresa, estimule la inversión y la creación de empleo y provea una política social que actúe como una red de seguridad para quienes, por cualquier razón, se vean excluidos del proceso productivo. Naturalmente, los partidos liberales de cada país tienen programas y manifiestos diferentes, así como prioridades políticas muy distintas en función de los problemas y retos a los que se enfrentan, pero todos ellos se basan en estos dos pilares. Un partido político que no se base en estas dos columnas ideológicas centrales no puede considerarse liberal. Y, ¿qué hay del “neoliberalismo”? ¿Es una palabra útil a los conservadores para esconder su etiqueta y obtener una un poco mejor, o es simplemente un invento de la izquierda? Es probablemente ambas cosas y algunas más, pero para mí resulta irrelevante. Yo me denomino liberal y creo que hay un importante acervo de escritos que explican lo que ello significa, empezando por los propios manifiestos de la Internacional Liberal. He comprendido que existe un elevado nivel de temor a la palabra “neoliberal”. Los izquierdistas dotan a esta palabra de todas las connotaciones negativas y después la emplean indiscriminadamente contra todos sus adversarios, sean como sean. Los liberales no deberíamos asustarnos demasiado por ello. Todo partido que explique con claridad sus ideas y propuestas será juzgado por los electores en base a sus planteamientos, y no a las etiquetas injustas que otros le coloquen. Nuestros oponentes siempre nos llamarán lo que quieran, y quién sabe cuál será la palabra descalificadora que pongan de moda mañana. En todo caso, es importante no permanecer pasivos ante la adjudicación de etiquetas por parte de otros. La clave del éxito de un partido político radica en su identidad, unidad y presentación. Debemos preocuparnos más de esos tres elementos que de cómo nos llamen nuestros adversarios. Cuando se trata de ideologías, parece aplicable la frase aquélla de que “no hay nada nuevo bajo el sol”. ¿No estará la política real —y la economía real— gobernada en todas partes simplemente por una especie de mezcla entre los planteamientos socialdemócratas, los liberales y los de la derecha moderada? No, no lo creo así. El mundo es un gran lugar y en sus más de doscientos países no existen dos que tengan el mismo tipo de gobierno. La coalición de gobierno de los Países Bajos es enormemente distinta de la que gobierna en Francia, y ésta a su vez lo es de la que gobierna en el Reino Unido, etcétera. A pesar de ello, sí se dan dos importantes procesos en el mundo actual. El primero, que en las democracias establecidas tienden a desaparecer los extremos, tanto por las preferencias del electorado como por la acción de los políticos. Hay quienes han descrito este proceso como una carrera por la conquista del centro político, aunque a mí me parece una exageración. El otro proceso es el incremento del consenso mundial sobre el marco de la política económica. Muchos partidos de diversos orígenes ideológicos se dan cuenta hoy en día de que el mercado es más eficaz que la burocracia pública, de que la alta presión fiscal desincentiva el desarrollo económico y de que el libre comercio es positivo. Pues bien, este consenso sobre estos valores económicos existe hoy pero puede desaparecer cualquier día, y además es un consenso tan vago y amplio que sigue dejando muchos matices de diferenciación. En todo caso, la existencia de ese consenso no implica ni mucho menos que hoy en día todos seamos lo mismo. Nos compete a los políticos explicar con la mayor claridad posible cuáles son las diferencias entre los liberales y las demás corrientes de pensamiento, y cuáles son las consecuencias, es decir, qué resultados pueden esperar de nuestra acción de gobierno y no de la de otras fuerzas políticas. Y, claro, lo más importante seguirá siendo cumplir con aquello que hayamos ofrecido al electorado. Y en este contexto, ¿cómo ve la llamada “Tercera Vía” de Blair y Schroeder? Pues en primer lugar hay que deshacer un importante malentendido. Tanto Blair como Schroeder deben sus respectivas victorias en las urnas al hartazgo frente a los partidos conservadores, que llevaban demasiado tiempo en el poder y presentaban un aspecto arrogante y envejecido. Ambos ganaron, no por lo que eran, sino por lo que no eran: porque no eran políticos viejos afianzados desde años atrás en sus respectivos sillones. Tony Blair consiguió que el laborismo volviera a ser percibido como una opción real de gobierno, no mediante el — 88 — desarrollo de nuevas ideas, opiniones o políticas concretas, sino mediante el puro y simple abandono de las políticas que cabía esperar de su partido y la adopción de las opuestas. Así, abandonó la posición laborista tradicional en contra de los recortes de la Seguridad Social, dejó de pedir la renacionalización de los ferrocarriles y acabó con la política antiprivatizadora de su partido, además de deshacerse de la petición laborista de desarme nuclear unilateral. Son temas a debate en el Reino Unido y Blair ha sabido ser tan elástico en sus opiniones como fuera preciso para llegar al poder. Pero, claro, Blair tenía que mantener a la “vieja guardia” activa y satisfecha en el partido. Esta necesidad explica por sí misma el texto de su panfleto La Tercera Vía: una política para el nuevo milenio, publicado por el think-tank socialista Fabian Society en Londres. Es un texto completamente vacío de cualquier contenido político. Cada párrafo tiene la misma estructura que el anterior: “por un lado ocurre esto o aquello, pero por otro lado lo contrario también sirve, así que seamos abiertos y modernos, y pensemos en nuevas soluciones”. En definitiva, la llamada “Tercera Vía” ha tenido mucho éxito como juguete electoral, pero dudo mucho que pueda verse en ella una nueva ideología. Y creo que los partidos que hablan con delectación sobre esta “corriente” no están pensando en ninguna solución novedosa sino en un reclamo publicitario que parece útil a la hora de ganar elecciones. A causa de todo este revoltijo ideológico, se percibe una tendencia mundial hacia el bipartidismo. Esto deja en una mala situación a los liberales, al estar más próximos a la derecha en unas cuestiones y más cercanos a la izquierda en otras... Bueno, los partidos liberales y sus dirigentes deben pensar sobre su propia identidad y extraer sus conclusiones, no en función de nuestros oponentes, sino en función de nuestros valores y de nuestro electorado. A fin de cuentas, ¿qué es un partido liberal? Pues es un partido que cree ante todo en los derechos del individuo y quiere darle la capacidad de construir su propio futuro por sí mismo, creando el sistema jurídico adecuado para ello. Los liberales somos gente que cree en la democracia y las elecciones libres, y en el libre mercado y el comercio libre como mecanismos superiores de la economía. Eso es lo que somos, simplemente. Por supuesto, nuestros enemigos políticos robarán algunas de nuestras ideas, como suele ocurrir. No van a ser tan amables de ver que tenemos una buena idea y dejárnosla para nosotros solos. Por eso tenemos que enfatizar ante nuestros votantes que si su prioridad es la libertad deben votar por quienes de veras creen en ella, no por una mala copia presentada por conversos de conveniencia. Para tener éxito en cualquier partido político y en cualquier lugar del mundo es preciso tomar las riendas de la definición propia: “esto es lo que somos y esto es lo que proponemos”, porque si se posiciona uno en función de los demás se les da a ellos la capacidad de definirle. Como gran parte de las principales ideas liberales ya están asumidas por los demás partidos, ¿cómo puede sobrevivir el liberalismo? ¿Tal vez realizando propuestas novedosas y más radicales, o extremando el liberalismo en ciertas cuestiones? Si echamos un vistazo a algunos de los partidos liberales con más éxito (Honduras, Nicaragua, Senegal, Canadá, Países Bajos o Finlandia, por ejemplo), veremos que todos ellos se convirtieron en fuerzas mayoritarias porque fueron capaces de construir partidos populares, no extremando sus posiciones. No hay razón para asumir que sólo los partidos socialistas o conservadores pueden obtener el respaldo masivo de amplias capas de la población. Nada condena a los partidos liberales a ser pequeñas fuerzas de centro. Es factible tomar las ideas liberales y construir con ellas una identidad capaz de obtener un amplio respaldo popular. Solamente hay que ponerse a trabajar, ya que hay que hacer mucha campaña y dar muchas explicaciones. Al final, confío mucho en los individuos cuando acuden a las urnas: si hacemos bien nuestro trabajo, lo comprenderán y lo premiarán. Las internacionales (recuadro que acompaña a la entrevista) — 89 — Inspiradas en las reuniones internacionales de los partidos socialistas a finales del siglo XIX y en el primer tercio del siglo XX, las demás corrientes de pensamiento también optaron por organizarse más allá de las fronteras nacionales. La ruptura de la izquierda en la IV Internacional impidió, sin embargo, la existencia de una organización internacional de los partidos comunistas. La conversión de éstos en fuerzas hegemónicas en todo el bloque soviético hizo innecesaria su organización internacional, y el derrumbe del imperio centrado en Moscú condujo a muchos de estos partidos a la disolución, a la marginalidad política o a posiciones próximas a la Internacional Socialista. Hoy existen en el mundo tres grandes internacionales: la Internacional Socialista (IS), la Internacional Liberal (IL) y la Internacional Demócrata Cristiana (IDC). Cada una de ellas opera como federación de los partidos políticos ideológicamente afines, en todo el mundo. La IL remonta sus precedentes al siglo XIX y a numerosos contactos entre partidos liberales europeos durante la primera mitad del siglo XX, pero es en 1948 cuando los liberales de numerosos países, principalmente europeos, deciden organizarse para estrechar las relaciones internacionales y conjurar el peligro de una nueva guerra mundial. El internacionalismo es desde entonces uno de los factores determinantes de la IL, y se percibe también en las otras dos grandes internacionales ideológicas. El primer presidente de la IL fue el exiliado español Salvador de Madariaga, importante intelectual y ministro de la II República que se mantuvo refugiado en diversos países durante todo el franquismo y, ya muy anciano, pudo regresar a España en los años setenta, en plena transición democrática. De Madariaga y los demás cofundadores de la Internacional Liberal creyeron en una organización capaz de extender más allá de Europa las ideas liberales. Hoy la IL, presidida por la eurodiputada belga Annemie Neyts-Uyttenbroek está presente en los cinco continentes y en más de sesenta países. — 90 — Bienvenidos a Globalia Perfiles del siglo XXI, febrero de 2000 Bienvenidos a un país nuevo que surge paulatinamente sobre las cenizas políticas de los Estados actuales: un país que abarca el planeta y nos da a todos una nueva ciudadanía universal basada en la libertad y la responsabilidad de las personas. Su nombre no aparece entre los apenas doscientos miembros del selecto club de Estados soberanos, y si embargo es un “país” —y quizá una “nación”— que se está haciendo cada día más real. Globalia (o Humania, Cosmópolis o simplemente Tierra) es una nueva politeya que se está materializando, que está cobrando forma poco a poco y cristalizará en las próximas décadas reemplazando las construcciones políticas que han marcado los últimos siglos y, particularmente, el recién terminado. ¿Donde está? En el mundo, abarcando de momento la totalidad de las tierras emergidas, tal vez pronto parte de los lechos marinos y más adelante quién sabe. ¿Quiénes son sus ciudadanos? Seis mil millones de individuos humanos. ¿Cuándo se fundó, quiénes son sus próceres, cuál es su declaración de independencia, cuáles sus símbolos nacionales? Ahí radica la gran novedad, esto es lo apasionante de Globalia: no hay fechas, no hay fundadores, no hay himno ni bandera, porque Globalia no responde a la ruptura con las construcciones políticas preexistentes sino a una transformación social universal tan veloz y profunda como silenciosa, tan pluricausal e inevitable como pacífica. Globalia no responde a la decisión de un grupo de colonos en una tierra nueva, ni a la secesión de un grupo étnico frente a otro, sino a la simultánea y hasta inconsciente acción de millones de personas que saben o intuyen que la soberanía colectiva se está derrumbando y que los Estados tal como los conocemos hoy deben dar paso a algo diferente. No es una construcción política emergida por exclusión (como las anteriores), sino por amalgama, por fusión y síntesis. Globalia existe en el mundo físico y sobre todo en el virtual, en el ciberespacio que dentro de muy poco será el ámbito principal de nuestra actividad en casi todos los órdenes. Globalia se afianza cada vez que los individuos se interrelacionan de mil maneras al margen de los Estados y de las fronteras, cada vez que las leyes dictadas por los poderes legislativos tradicionales se muestran obsoletas y son reemplazadas por la generación espontánea de normas simples y asumidas por las partes (algo muy frecuente en Internet, donde es imposible legislar nada). ¿Moneda? Dólar, euro, yen y tres o cuatro más, y dentro de poco una sola, estable y basada en valores objetivos al margen de toda política monetaria (oro, plata o quién sabe si uranio). ¿Gobierno? Cuanto menos, mejor, pero también lo habrá: de momento se está produciendo la espontánea globalización de lo económico, y lo político llegará más tarde pero llegará (como pasó en la conquista del Oeste norteamericano o del Occidente de Australia...) ¿Idioma? Pues los mismos que ahora para el ámbito local, cada vez menos importante, pero con dos o tres lenguas francas (español, árabe, chino...) y una lengua fundamental que será el inglés, como en la Edad Media sucedía con el latín. ¿Fronteras? Dentro, ninguna. Fuera, las que nos impone nuestra biosfera, por ahora. ¿Culturas? No hay remedio: se van a diluir, van a tender a homogeneizarse, se van a ir transformando para adaptarse al nuevo medio, y si muchos se rasgan las vestiduras alarmados por ello, muchos más son quienes incluso sin darse cuenta están propiciando este cambio. Ello no implica la destrucción del patrimonio de cada lugar, ni la sutil invasión de pautas culturales “extranjeras” (ya ho existe lo “extranjero”): implica, simplemente, la eclosión de una cultura nueva, y los nostálgicos de las culturas y “naciones” de antaño nada podrán hacer a la larga contra el empuje espontáneo de millones de seres humanos que reivindican su carta de ciudadanía globaliana, que exigen su porción de universalidad y, sin saberlo, están poniendo contra las cuerdas a los nacionalistas con o sin Estado, a los colectivistas y a los nostálgicos de las patrias. Porque Globalia, más que una nueva patria, es la definitiva superación del concepto de patria y su sustitución por una nueva realidad basada en el individuo universal. Globalia gana terreno cada vez que los seres humanos logramos derribar un arancel, una frontera comercial o una exigencia de visado para viajar. Globalia se afianza cada vez que un — 91 — ciudadano uruguayo compra o vende en Internet a un ciudadano indio, sin impuestos ni trabas “nacionales”. Globalia va tomando forma cada vez que surge la amistad o el amor entre gentes de culturas diversas, ya que se basa profundamente en el mestizaje, que siempre ha enriquecido a nuestra especie. ¿Enemigos? Muchos, desde el colectivismo gubernamental típico de Francia, que impone a los franceses su “cláusula de exclusión cultural” para “protegerse” de las películas de otros países hasta Osama bin Laden que pretende brutal pero ingenuamente combatir a Globalia con talibanizando el mundo; desde las monedas nacionales depauperantes hasta la política antiinmigratoria del mundo desarrollado; desde los nacionalismos (sobre todo los de Estado) hasta el integrismo religioso de cualquier índole. Pero todos esos enemigos no pueden torcer el curso de la Historia, ya que Globalia representa el escalón último de una sintetización iniciada siglos o milenios atrás, desde que cada tribu salió de su caverna y encontro que había más tribus y que eran en lo esencial iguales a ellos, y que lo que les unía era más que lo que les separaba. Es un proceso apasionante que tardará aún varias décadas o que ocupará enteramente el siglo que estamos iniciando. Pero es imparable. Nuestros nietos o sus hijos tendrán ya poco de argentinos, candienses, japoneses o españoles, y mucho de ciudadanos de Globalia. — 92 — Magistral Benegas Reseña del libro "Las oligarquías reinantes", de Alberto Benegas Lynch Perfiles del siglo XXI, febrero de 2000 Si un autor latinoamericano ha logrado presentar el pensamiento liberal de una forma tan profunda como sencilla y transmitir al lector la coherencia y la autoevidencia del sistema de ideas construido en torno a la libertad humana, ése es Alberto Benegas Lynch (h). En su más reciente libro, el profesor argentino identifica cuáles son en la actualidad las oligarquías que detentan de manera ilegítima un poder sustraído tan sutil como injustamente al individuo. En palabras del prologuista de lujo que acompaña la obra de Benegas, el miembro de la Academie Française Jean-François Revel, el autor denuncia con acierto el embuste supremo que “sobre un fondo de corrupción generalizada imputa al liberalismo los efectos que se deben precisamente a su contrario”. El doloso embuste es asimilar al liberalismo sistemas y comportamientos que no tienen nada que ver con él, como la cleptocracia rusa, el corporativismo extremo de ciertos países latinoamericanos o de Indonesia, o el mercantilismo empobrecedor en el que algunos ven la mano negra del “neoliberalismo”, pero que representa en realidad lo contrario a un entendimiento liberal del mercado. El profesor Benegas nos presenta con humor satírico (y con razonamientos que dan significado a la palabra “lógica”) una visión económica y social de la que se extraen lecciones de gran valor. — 93 — Clinton y el secreto bancario Diario Prensa Libre (Guatemala), 04-02-2000 Parece que al presidente de los Estados Unidos de América no “se le pegó” nada en su reciente visita a tierras suizas para participar en el Foro Económico Mundial de Davos. Si así hubiera sido, es decir, si Clinton hubiera aprendido la lección que los suizos pueden impartir mejor que nadie, con toda probabilidad no habría cometido, a su llegada de Europa, la que pasará a la Historia como una de sus mayores equivocaciones. Clinton, en su intervención ante el Congreso estadounidense, culpó de todos los males del mundo al secreto bancario y, consecuentemente, enunció un conjunto de medidas para acabar con esta práctica que, según él, favorece a los narcotraficantes. “Presentaré una nueva legislación más fuerte para ir detrás de los capos y combatirlos donde más les duele, es decir, en el bolsillo”, declaró Clinton. Me imagino las carcajadas de los narcotraficantes y demás delincuentes monetarios en sus lujosas guaridas. Combatir el secreto bancario no es sólo una barbaridad: es además imposible. El secreto bancario no existe para amparar a los delincuentes, sino a usted y a mí. El banco es nuestro aliado. Es la caja fuerte que en vez de estar en el salón de nuestra casa, escondida detrás de un cuadro, se encuentra dos calles más abajo. Guardamos allí nuestro dinero para protegernos de posibles robos. Irrumpir en el banco exigiendo datos sobre nosotros es propio de un Estado totalitario, igual que lo sería invadir nuestro salón para buscar detrás de los cuadros la caja fuerte del ejemplo. El banquero tiene con usted o conmigo una relación de servicio, de proveedor a cliente, y su papel no puede convertirse por decreto en el de delator al servicio de un voraz ministerio de hacienda. Si así ocurriera, la fuga de capitales hacia jurisdicciones más libres sería inevitable, y la ruina de los bancos nacionales, “chivatizados” por la estupidez de los políticos, también. Más de cincuenta paraísos fiscales de todo el mundo aplaudirían a Clinton muertos de risa y se prepararían para recibir fortunas aún mayores que las ya resguardadas en ellos. Los seres humanos tenemos un derecho inalienable a la privacidad, y este derecho incluye que los demás no sepan cuánto tenemos ni dónde lo guardamos. La inseguridad que reina en muchos países, incluído el de Clinton, hace del banco un importante apoyo para todos nosotros. Como tenemos el dinero en el banco, nadie sabe exactamente cuánto tenemos, y podemos evitar delitos contra nosotros y nuestras familias (robos, secuestros, asaltos, etc.). ¿De verdad puede alguien imaginar que la información bancaria estuviera a la disposición de cualquier funcionario público caza-narcos, sin orden judicial de intervención? El Estado de Derecho se tambalearía. Para perseguir a un minúsculo porcentaje de delincuentes Clinton quiere poner a millones de sus conciudadanos en una situación de riesgo —incluso físico— y de desamparo jurídico frente a la maquinaria burocrática del poder ejecutivo, relegando a un papel insignificante al poder judicial. Este es, en cualquier paíse civilizado, el único que puede ordenar el levantamiento del secreto bancario (igual que del secreto profesional de un médico o abogado), y para ello debe haber indicios razonables de delito. Si Clinton logra que su ley se apruebe, toda transacción que exceda los diez mil dólares será considerada “sospechosa” y los bancos estarán obligados a reportarla de inmediato al Departamento del Tesoro... Es decir, comprarse un coche, por ejemplo, dejará de ser un acto privado entre comprador y vendedor, salvo que ambos acudan al dinero en efectivo o a cuentas extranjeras. El colmo es que la administración Clinton parece decidida a exigir medidas similares a los países latinoamericanos. Si Clinton de verdad quiere acabar con el narcotráfico debería empezar por reconsiderar la política prohibicionista, que hasta ahora no parece haber tenido ningún resultado positivo, en lugar de emprender una nueva caza de brujas contra el ciudadano común y corriente. Y debería recordar que Grand Cayman o la propia Suiza ya no están reservadas a los ricos: hoy, por fortuna, cualquier ciudadano puede acceder a estos lugares vía Internet y protegerse allí de la curiosidad del Fisco. — 94 — Cuba sigue estrangulada Diario Prensa Libre (Guatemala), 18-02-2000 Durante varias décadas, hasta el final de la Guerra Fría, nos habíamos resignado a aceptar que Cuba, simplemente, había caído sin solución al otro lado del muro berlinés extendido por todo el planeta. Entre Cuba y Latinoamérica se había erigido un telón de acero tan invisible como eficaz, y la más grande de las Antillas era para unos la avanzadilla del socialismo real en el continente y para otros la incomprensible y peligrosa excepción al capitalismo hegemónico en el hemisferio occidental. Esa situación era mala, pero la actual es peor. Hace apenas unos meses hemos celebrado en todo el planeta el décimo aniversario de la caída del comunismo en Europa oriental, y ello no parece habernos llevado a hacer nada por el triste fleco caribeño que aún queda colgando de aquel tapiz corroído. Hace una década, el mundo contemplaba asombrado cómo en las calles de Varsovia, Praga o Bucarest las “masas”, el “proletariado”, el “pueblo trabajador” gritaban a los cuatro vientos que querían un país de individuos libres y un sistema político y económico acorde. La gente se sacudió el yugo comunista, usó la hoz para cortar las cuerdas que le amarraban a la miseria y el martillo para romper las cadenas del miedo. Casi nadie miró entonces a La Habana. Cuba habría de caer como una fruta madura, al cerrarse el grifo financiero moscovita y desaparecer el mercado común socialista (el mayor y más absurdo artificio económico y comercial de la Historia). ¿Por qué ha continuado Cuba? Hay muchos factores pero destaca fundamentalmente uno: el apoyo exterior (político y económico) del imperio soviético ha sido perfectamente sustituido por el apoyo de la Unión Europea, Canadá y ciertos países latinoamericanos. En España, el interés de unos pocos hoteleros y turoperadores multimillonarios, en complicidad con los sucesivos gobiernos de González y Aznar, ha llevado a Madrid a no hacer realmente nada por la libertad en Cuba. En otros casos, como los de algunos países latinoamericanos y nordeuropeos, pesa todavía mucho la inmensa falacia de que la situación de Cuba no es tan tiránica, que la culpa es de Washington por mantener el embargo y que si bien es cierto que Castro es un dictador, no es tan malo como lo fueron otros y además ha dado comida, cultura y salud a su pueblo “mejor que en otros países de la zona”. Se sigue viendo con cierta simpatía la “revolución” cubana. Desde miles de kilómetros, es fácil. Los numerosos líderes socialdemócratas europeos que han simpatizado con Cuba y han intercambiado mil carantoñas políticas con el comandante han sido los mismos que se han encargado de desmontar sistemáticamente todo resto de izquierdismo en sus respectivos partidos políticos. Cuba ha operado como una pequeña válvula de escape, como una concesión a la nostalgia por parte de quienes tenían clavada en el corazón la espina amarga de haber traicionado su ideología. Si Canadá no le hubiera construido a Castro el nuevo y flamante aeropuerto de La Habana, si Europa hubiera hecho causa común con los Estados Unidos en exigir a Castro una apertura democrática real, en lugar de aportarle el turismo masivo que es hoy su mayor fuente de ingresos, si México no hubiera tratado al régimen cubano con incomprensible comprensión, en Cuba habría sido posible forzar desde fuera una transición inteligente, a largo plazo, para evitar las convulsiones sociales que se vivieron en el Este de Europa. Pero todos estos países han ayudado a Castro en vez de ayudar a Cuba, y ahora el tiempo se está agotando (incluso por la incertidumbre sobre el tiempo de vida que le queda al dictador y sobre lo que ocurrirá el día después de su muerte). La gente en Cuba está harta. Aunque veamos por televisión a miles de militantes comunistas participando en actos de masas espeluznantes y coreando consignas propias de Corea del Norte o de la Revolución Cultural china, muchísimos más son los cubanos decididos a acabar con este régimen absurdo sacado de los libros de Historia. Y desde fuera, a esos cubanos, a los legítimos disidentes, no estamos haciendo nada por ayudarles. Tal vez los excesos verbales y la actitud belicista de ciertos sectores del exilio cubano hayan servido para poner a la opinión pública mundial más del lado de Castro que del lado opositor, pero las voces que ahora se alzan en Cuba son las de miles de ciudadanos “de dentro” que están ejerciendo con valentía pero pacíficamente una encomiable desobediencia civil “a la Gandhi” que día tras día reúne tras de — 95 — sí el apoyo de un porcentaje mayor de cubanos. Es sin duda un proceso abierto muy similar a los de hace una década en el Este de Europa. De Castro depende que el proceso desemboque en una transición pacífica, como en Hungría, o que termine en un baño de sangre y en la toma violenta del poder, como en Rumanía. — 96 — Dolarización y soberanía Diario Prensa Libre (Guatemala), 25-02-2000 Seamos claros: lo que ha demorado durante décadas la unión monetaria de Europa, lo que ha dejado temporalmente fuera de ella a Gran Bretaña y otros países, y lo que impide el establecimiento de una unión similar en América Latina (o la pura y simple dolarización de esos países) es ese viejo, arcaico, trasnochado, obsoleto, vacío, mítico e irracional concepto al que llamamos “soberanía”. “Soberanía” viene de “soberano”, que es como se denominaba a los monarcas absolutos. Los presidentes electos en las urnas ya no se dicen soberanos pero consideran soberano “en nombre de todos” al país, al Estado, a la nación, al pueblo o a cualquier otro ente colectivo tan grande, general, complejo e inabarcable que, al final, los verdaderos soberanos siguen siendo los políticos, facultados cada cuatro años por el cheque en blanco democrático para hacer con esa soberanía su santa y caprichosa voluntad. Podríamos analizar durante muchas páginas los incontables daños que esta facilidad en el uso estatal de la soberanía ocasiona a los individuos, pero quiero concentrarme precisamente en la emisión de moneda sin respaldo, que es uno de los mayores perjuicios “soberanos”. El Estado necesita mitos, y la emisión de moneda es una de las vías para ello, aunque el papelmoneda que imprimen los modernos próceres sea papel mojado. Un Estado que se precie no puede dejar de aspirar a tener todo un conjunto de símbolos que lo diferencien de los demás sujetos de Derecho internacional y dejen claro que el país en cuestión es “independiente”. En todos los países, los principales símbolos al uso son la bandera (una tela de colores que misteriosamente recibe besos y saludos), el escudo (ese complicado logotipo que imita con escaso acierto y nula necesidad los blasones medievales), el pasaporte y demás documentos que dejan bien claro que fulano “pertenece” a ese país (aunque debería ser al revés), los sellos del inoperante correo público (que el avance de las empresas de mensajería relegará pronto a los coleccionistas empeñados en infectarse la lengua) y, cómo no, las monedas y billetes en las que una serie de importantes señores nombrados a dedo por el gobierno declaran solemnemente que “el Banco Central pagará al portador la suma de...”, frase acompañada de cifras sin duda mágicas, porque cada vez tienen más ceros y a la vez menos valor. Bueno, pues ya está bien de que el Estado haga “patria” a cuenta del valor del dinero que la gente tiene en sus bolsillos. Y ya está bien de que los gobiernos protejan sus divisas de juguete (los billetes del “Monopoly” valen hoy seguramente más que algunos billetes de sucres o bolívares) prohibiendo la apertura de cuentas corrientes en otras monedas, o el pago de salarios en divisas extranjeras, o la celebración de contratos en francos suizos, dólares canadienses o coronas noruegas, si así lo desean las partes. ¿Qué pretenden, que la gente vuelva a acudir al trueque de mercancías, al pago en especie y a esconder dinero “fuerte” (o sea, extranjero) bajo el colchón? Eso es lo que puede acontecer muy pronto en buena parte de América Latina, de Europa Oriental y de otras regiones emergentes si los gobiernos no se atreven de una vez a “dolarizar”. Para ello se puede implantar el dólar como moneda nacional y exigir a Washington que comparta el “señoriaje”, o hacer lo mismo respecto a otra moneda fuerte (euro, libra esterlina, yen o franco suizo), o se puede establecer cajas de conversión, o incluso acudir rigurosamente al patrón oro. Lo que no se puede hacer es anteponer la obsoleta soberanía del Estado (la de las banderas y los escudos y los pasaportes y los sellos) a la única soberanía que importa: la de las personas, que tienen un derecho incuestionable a que su dinero no se vea sujeto a pérdidas constantes de valor por los intereses de la “patria”. Dolarizar es urgente. — 97 — Elián, Cuba y el exilio Columna en to2.com (México), 29-02-2000 Miami, Norteamérica, los cubanos del mundo entero y hasta la Humanidad se han dividido en dos bandos que tiran firmemente de los brazos de un niño de seis años, como si en ello les fuera la vida. El clima de campaña electoral que se vive en los Estados Unidos contribuye, y mucho, a esta situación. Siempre que se habla de Cuba saltan las pasiones a favor y en contra del régimen de Fidel Castro, pero en este caso debería primar el derecho individual e inalienable del interesado. El problema es que el interesado es menor de edad y alguien tendrá que hablar por él. ¿Puede hacerlo el padre, firmemente condicionado por la obediencia que debe al régimen que no sólo ejerce sobre él el mismo control que sobre los demás cubanos, sino que además no puede permitirse una derrota política en el caso Elián? ¿Pueden los familiares de Miami entregar al niño para su retorno a Cuba contraviniendo la voluntad de la madre que dio la vida precisamente para que su hijo no creciera en la isla? Lo normal es que la tutela sobre un menor corresponda en primera instancia a aquel de sus progenitores que sobreviva al otro, y así lo contempla la legislación estadounidense, pero, ¿qué le espera a Elián en Cuba? ¿Ser paseado como un trofeo por las huestes del castrismo? ¿Vivir sin libertad como el resto de los cubanos, pero con la obligación de dar ejemplo como niño-héroe de la revolución? Cualquiera que sea la decisión final, toda esta aventura afectará —afecta ya— al bienestar psicológico del niño. Pero parece que un segundo cambio traumático en menos de un año (cambio de vida, de adultos de referencia y de compañeros de juegos) no es la mejor terapia. La única ecuación correcta para salir de esta compleja situación, la única fórmula en la que todos ganarían, sería que el padre de Elián con su nueva esposa y familia permanecieran en los Estados Unidos, y que el poderoso lobby cubano de Florida les encontrase puestos de trabajo. Ganaría Elían, que podría mantener su actual marco de referencia recuperando a su padre, ganaría el padre al recuperar a su hijo y ganaría la familia de Miami al cumplir la voluntad de la madre de Elián. Sólo perdería el viejo tirano que manda en Cuba. — 98 — Ingeniería genética Editorial para Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000 La reciente clonación de dos simios en Estados Unidos y la obtención mediante técnicas de ingeniería genética de un ejemplar vivo de rata han vuelto a abrir la caja de Pandora de las más disparatadas protestas. Los sectores más reaccionarios de varias religiones se han aliado una vez más con la extrema izquierda y ciertos sectores ecologistas para condenar los avances en esta importante área del saber. En España, la extinción de una especie autóctona de cabra salvaje al morir su último ejemplar ha permitido albergar esperanzas de “resurrección” de la raza desaparecida mediante la creación futura de nuevos ejemplares con el material genético extraído a los últimos individuos vivos. En Gran Bretaña, los investigadores que crearon a Dolly anuncian nuevos experimentos, mientras Federico Mayor, al término de su mandato como director general de Unesco, hacía un llamamiento tan ingenuo como absurdo a frenar toda experimentación con material genético humano. La Humanidad teme las pesadillas que pudieran derivarse del abuso de la ingeniería genética con ADN humano, pero en su miedo a tales consecuencias parece olvidar dos datos fundamentales: que los beneficios de tales técnicas pueden acabar con el sufrimiento de millones de personas y que el futuro ya está aquí y de nada sirve “prohibirlo”. Las arengas y las normativas contra la ingeniería genética humana equivalen a poner puertas al campo. Lo que necesitamos, y de forma urgente, es determinar qué usos, técnicas, terapias y actos científicos son lícitos y cuáles no, en lugar de proscribir inquisitorialmente el conjunto de posibilidades que se abren ante nosotros. Hasta ahora, los políticos de cualquier signo, unánimes en su condena ciega y global a estas nuevas oportunidades, han fundamentado su posición en un entendimiento colectivista del genoma humano, pero tan válida y legítima como esa visión, si no más, es la perspectiva individualista de que el material genético de cada ser humano le pertenece en exclusiva, de la misma forma que le pertenece su cuerpo y su propia vida, y por tanto es libre de expermientar con él o permitir que otros lo hagan. Cuando, de aquí a poco tiempo, una persona cifre sus esperanzas de curación en una terapia derivada de la experimentación con su material genético, o en la generación de órganos de repuesto en un cuerpo clonado sin mente, ningún político estará legitimado para impedirlo, y cualquier ley que lo intente chocará con la realidad. Tal vez quienes hoy vociferan contra la investigación y la experimentación genéticas en humanos se beneficien dentro de unos años del fracaso de sus proclamas y del éxito de esta nueva y apasionante vía hacia la mejora y el alargamiento de la vida humana. Mares “de nadie”, peligro para todos Editorial para Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000 Varios vertidos de ingentes cantidades de petróleo en diferentes mares, y particularmente el desastre ecológico producido por la rotura de un oleoducto en aguas brasileñas, han reavivado el debate sobre la protección del medio ambiente marino. Las soluciones propuestas por las principales organizaciones ecologistas parecen dejar de lado el factor principal que hace de los mares y océanos regiones de impunidad en las que todo vale y nadie se ve obligado a responder de sus actos: la falta de derechos de propiedad sobre el mar y sus elementos. En un extenso artículo publicado en Perfiles (núm. 77, diciembre de 1999), el jurista peruano Enrique Ghersi alertaba sobre la rápida progresión que terminará convirtiendo a los mares en una inmensa cloaca si continuan siendo “de nadie”. Los medios técnicos de los que disponemos hoy en día hacen posible delimitar zonas tanto de la superficie como del lecho marino, e incluso bancos de peces, nódulos de manganeso y otras fuentes de riqueza. La asignación de derechos sobre el mar es tal vez la única solución viable a largo plazo para impedir la definitiva destrucción de los ecosistemas marinos y la conversión del setenta por ciento de nuestro planeta en un basurero irrecuperable, lo que equivaldría a provocar el suicidio de nuestra especie. Solamente si cada zona o elemento marino tiene un dueño individual o colectivo que se preocupa de su mantenimiento cabe esperar que se incremente el rigor en las condiciones de tránsito de las sustancias peligrosas. Cuando algo no tiene dueño, nadie lo protege. Por otra parte, los — 99 — vertidos recientes ponen de manifiesto una vez más la urgencia en sustituir los combustibles fósiles por energías renovables cuya producción no resulte nociva para nuestra biosfera. La lección de Ecuador Editorial para Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000 Una de las principales lecciones que podemos extraer del rocambolesco golpe de Estado sufrido hace algo más de un mes por el presidente ecuatoriano Jamil Mahuad es que los militares aún tienen demasiado poder en América Latina. Desde hace una década y media, y con algunas excepciones como la de Paraguay, parecía que en la región los militares se habían sometido definitivamente al poder civil y que habían quedado atrás los tiempos en que su poder fáctico se dejaba notar a diario en el curso de los acontecimientos políticos. Los hechos de Ecuador nos llaman la atención para no ser tan optimistas. En casi toda América Latina las fuerzas armadas distan mucho de haberse confinado a los cuarteles. Si hay una zona del mundo donde los ejércitos son escasamente necesarios y donde bastaría que cada país tuviera un puñado de unidades de élite, esa zona es la latinoamericana, y sin embargo los ejércitos de la región son enormes, cuentan con obsoletos sistemas de servicio militar obligatorio, mueven ingentes cantidades de dinero y disponen de un poder en la sombra que les convierte en indeseables tutores de la andadura democrática emprendida por estos países. Lo que ha pasado en Ecuador podría ocurrir en cualquier momento en muchos de los demás países del subcontinente. — 100 — El caso Pinochet como precedente Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000 El procesamiento del exdictador chileno, con independencia de su final, sienta un precedente de gran importancia para el futuro. La impunidad de los mandatarios parece estar tocando a su fin como consecuencia de la globalización. Las soberanías nacionales ya no son un bunker, ni las fronteras limitan la acción de la justicia. El caso Pinochet ha representado un peldaño más en la larga escalera que nos lleva hacia una globalización que ni podrá ser ni será meramente económica. Con todas sus incidencias, errores y aciertos, el caso nos demuestra que hoy las fronteras y las soberanías se han diluido incluso para los jefes de Estado pasados o actuales. Los ciudadanos de cualquier parte del mundo ya se creen con derecho a intervenir judicialmente en cualquier otra parte del mundo, porque esas fronteras y esas soberanías han perdido importancia frente a otros conceptos y valores que van adquiriendo fuerza universal. Aunque la praxis política ha impuesto al gobierno británico y, especialmente, al español la toma de decisiones que difícilmente encajan con la independencia judicial, el caso deja un precedente de incuestionable valor para los próximos años y décadas, y evidencia la pugna entre el agonizante Estado nacional, representado en esta ocasión por los gobiernos de Chile, España y Gran Bretaña, y la nueva sociedad global emergente, representada por el juez Garzón, por una decena de procesamientos benditamente extraterritoriales que socavan con decisión las obsoletas soberanías nacionales y por el clamor de millones de personas que no aceptan que el destino de un exdictador manchado de sangre corresponda sólo a los ciudadanos concretos del país en cuestión. Si Pinochet se libra de la cárcel sólo por viejo o por enfermo, pero no porque su procesamiento no fuera legítimo, el precedente es fantástico: que no se atreva Milosevic, Castro, Saddam o Gaddafi a poner el pie fuera de su país, convertido en cárcel no sólo para sus víctimas sino también, ahora, para el verdugo. Por otra parte, habría que recordar que muchas personas en iguales condiciones de salud o vejez son juzgadas cada año, en todo el mundo. Por ejemplo, se cuenta por decenas los casos de ancianos nazis identificados por la Fundación Wiesenthal en todo el mundo, capturados por el Mossad o extraditados y llevados a Israel para su procesamiento, sin que nadie se rasgue las vestiduras por ello. Muchos juristas han expresado un temor legítimo a que el caso Pinochet abra las puertas a un incremento exponencial de los procesamientos trasnacionales de antiguos altos cargos políticos en regímenes no democráticos. Si tal inflación judicial trasnacional llega a producirse, servirá en realidad para obligar a los políticos a arbitrar de una vez por todas mecanismos judiciales de ámbito superior al nacional. La jurisdicción universal en lo relativo a los crímenes contra la dignidad humana podrá residenciarse en un nuevo estamento judicial multilateral, pero no puede simplemente retirarse de los tribunales nacionales sin buscársele otro acomodo, quizá más correcto. Muchas organizaciones cívicas de tod el mundo, y especialmente la Internacional Liberal, llevan ya muchos años reclamando un autentico tribunal penal internacional, con la exigencia importantísima de que esta alta corte no se vea sometida al veto de los Estados, ni sus jueces sean nombrados por los respectivos poderes ejecutivos. Los Estados que con mayor firmeza se oponen a esta opción son precisamente los que más temen que un tribunal así pueda incomodarles en el futuro al poner en evidencia el déficit democrático o humanitario de sus respectivos regímenes. La palabra más utilizada en todo el mundo por quienes rechazan la trasnacionalidad de la justicia es “injerencia”. Pues bien, la injerencia en defensa de la dignidad humana y de los derechos básicos de la persona no sólo es legítima sino que constituye un deber. Hay una soberanía mucho más importante que la de las patrias: la soberanía de las personas, cuya autodeterminación individual es superior en rango a cualquier entendimiento colectivista de la justicia. Injerirse es, en estos casos, mucho más civilizado que respetar soberanías nacionales ejercidas con desprecio de derechos elementales, como, en este caso, el — 101 — derecho que asiste a las víctimas del régimen militar chileno. Lo que los Estados no admiten, y lo que ha puesto en una situación embarazosa a Madrid y Londres, es que la acción de injerencia no haya sido ejercida por el poder ejecutivo, como en Kosova o Bosnia o como en la Guerra del Golfo, sino por el poder judicial en actuación totalmente independiente y sin pararse a pensar en los intereses políticos de España o del Reino Unido. Es una bofetada sin manos de la ciudadanía, de los demandantes, de las asociaciones defensoras de los Derechos Humanos y de los propios jueces al poder ejecutivo, que se cree el único con capacidad de actuar en el terreno internacional pero que debe acostumbrarse a que eso ya no es así. Uno de los factores que conformaban al Estado como sujeto de Derecho internacional era la unicidad de su voz en el contexto internacional, voz que era inequívocamente expresada por el poder ejecutivo, con exclusividad. Ese entendimiento del marco de las relaciones internacionales también se ha visto dañado por el caso Pinochet, afortunadamente. Hoy los agentes de las relaciones internacionales son muchos más y mucho más complejos que los Estados nacionales representados por sus poderes ejecutivos. Desde el punto de vista simbólico, las pasiones que el caso Pinochet ha levantado son incomprensibles fuera de Chile (donde, naturalmente, es lógico que la emoción ciegue a los seguidores y detractores del general). A Pinochet no se le ha procesado por su particular ideología, sino por haber permitido y ordenado crímenes espeluznantes. Quienes en todo el mundo defendemos la economía de libre mercado tenemos en Chile un ejemplo excepcional de una política económica correcta que ha llevado al país andino a un crecimiento espectacular y a una enorme mejora del nivel de vida de su población, y no tenemos reparos en admitir que buena parte de esos logros se deben a ministros de la etapa militar, pero ello no justifica las matanzas de oponentes políticos, ni las torturas ni los juicios sumarísimos ni cuantas atrocidades se cometieron en el mismo periodo. Permitir que todo ello quede impune es un lujo que tal vez Chile quiera permitirse, incluso mayoritariamente, pero que el mundo no puede consentir. Si tiranos como Stalin, Franco, Ceausescu o Duvalier quedaron impunes —ojalá en aquellos momentos pudiera haberles procesado un juez chileno—, nuestra generación está en condiciones de decir “basta” y cambiar el futuro. El caso Pinochet sólo ha sido el principio. — 102 — El Tercer Sector: la privatización de la solidaridad Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000 Uso autorizado al Correo de la Unesco y otros medios El Tercer Sector —o sector privado no lucrativo—, conformado por asociaciones, fundaciones y organizaciones solidarias de todo tipo, se ha convertido en los últimos tiempos en un eje importantísimo de nuestras sociedades, recuperando terreno frente al Estado y estableciendo un marco de trabajo que está cambiando por completo la forma de entender la acción social. En este trabajo se analizan las claves del fenómeno y se apuntan las consecuencias futuras de esta nueva organización social. Uno de los fenómenos sociales más importantes del último tercio del siglo XX es, también, uno de los que quizá hemos sido menos conscientes hasta fechas muy cercanas, tal vez por tratarse de un proceso evolutivo pacífico y ajeno a todo sobresalto. Me refiero a la instauración del Tercer Sector como un elemento clave de la economía y de la política, cuya fuerza social es tan importante y determinante hoy día como la de cualquiera de los otros poderes. La expresión “Tercer Sector” hace referencia al amplio conjunto de agentes activos en la economía que se caracterizan por actuar sin fines de lucro. Desde las fundaciones culturales hasta las organizaciones no gubernamentales (ONG) que llevan asistencia sanitaria o educativa a los más necesitados, el Tercer Sector representa hoy un segmento importantísimo de la economía tanto en los países desarrollados como en buena parte de los países del Sur. Su nombre parte de la consideración del público y del privado lucrativo como los otros dos “sectores” de la economía, y la principal consecuencia de esta denominación es no encuadrar a estas organizaciones en ninguna de las dos categorías. Sin embargo, el Tercer Sector está estrechamente vinculado a los otros dos y, dependiendo de la cultura económica del país, se verá más próximo a las agencias gubernamentales o a la empresa privada. La primera reflexión que cabe realizar sobre el auge sin precedentes del Tercer Sector es que ya no se trata de una válvula de escape para las conciencias, económicamente insignificante. Es en la actualidad un sector de la economía que mueve billones en todo el mundo y que responde a parámetros de gestión diferentes de los del sector público y distintos también de los puramente empresariales. Los economistas no suelen contemplar en sus análisis los millones de horas trabajadas de forma voluntaria y sin retribución económica, los servicios prestados por estas entidades, o el volumen de dinero y bienes materiales que emplea, pero cuando lo hacen se dan cuenta de inmediato de que el tejido asociativo, en todas sus variantes, se ha convertido en un eje fundamental de nuestras sociedades. Sólo en España hay más de un millón y medio de personas que trabajan en el Tercer Sector, y alrededor de un millón más que realiza trabajo voluntario (no remunerado) en organizaciones solidarias de toda índole. En Gran Bretaña, el país europeo donde más se ha enraizado el sector no lucrativo, son casi tres millones de personas las que desarrollan su vida laboral o profesional en estas organizaciones. En América Latina, y particularmente en México y Uruguay, la solidaridad está generando un importante conglomerado de organizaciones ciudadanas no lucrativas que cada día representan, en conjunto, un porcentaje más elevado de la actividad y de la ocupación. Pero el origen principal del Tercer Sector hay que buscarlo en los Estados Unidos, donde la sociedad siempre ha sido consciente de las necesidades sociales y ha sabido autogestionarlas al margen del Estado. En ese país las cifras económicas que acompañan al funcionamiento del Tercer Sector son astronómicas y rivalizan con los presupuestos públicos y con las grandes operaciones bursátiles. El excedente, clave de la solidaridad Es una constante histórica que las sociedades que generan mayor bienestar y, por tanto, mayor excedente económico, producen siempre mayores niveles de solidaridad y hacen posible que una parte sustancial de sus miembros se dedique a labores humanitarias en favor de los más necesitados. Naturalmente, la solidaridad ha existido siempre como sentimiento humano, y — 103 — siempre ha habido organizaciones que se encargaban de canalizarla, generalmente en el entorno religioso. Pero la creación masiva de riqueza en los países desarrollados, junto a la relativización liberal de las religiones y el cuestionamiento del Estado, ha permitido la emersión de todo un movimiento cívico de autoorganización, dedicado a combatir las situaciones de miseria —primero en el país y después internacionalmente— o, simplemente, a organizar de manera privada la asistencia social en miles de casos y situaciones. Así, por ejemplo, cuando nace un niño con síndrome de Down, los padres ya no están a expensas de la bondad del Estado, sino que recibirán el apoyo de las asociaciones privadas de afectados por este problema, las cuales contarán con fondos destinados a aquellas familias que no puedan hacer frente a los costosos tratamientos, y en cuyo seno se les brindará asistencia y asesoría con una dedicación y una eficacia muy superiores a las que un frío ministerio de sanidad pudiera proveer. Este ejemplo es extrapolable a todas y cada una de las situaciones de acción social nacional y de solidaridad internacional. Médicos sin Fronteras —flamante premio Nobel de la Paz— siempre atenderá mejor a las víctimas de un conflicto armado que cualquier agencia de la ONU; Ayuda en Acción, presente en casi todo el planeta, canaliza la solidaridad Norte-Sur mejor que cualquier programa intergubernamental de asistencia; los voluntarios de cualquier pequeña ONG de un barrio marginal atenderán mejor a las víctimas de la droga en la zona que los funcionarios al servicio de los poderes públicos, etcétera. Es cierto que en los últimos años se está produciendo en muchos países un enorme boom de la solidaridad que puede desvirtuar la cabal comprensión del fenómeno a largo plazo, pero todos los factores parecen indicar que no estamos ante una moda pasajera sino ante un proceso histórico de devolución del poder estatal a la ciudadanía, por exigencia de ésta. Es como si millones de personas estuvieran gritando “¡inepto!” al ministro de asuntos sociales o al propio Estado, y se pusieran a continuación a gestionar por sí mismos la solidaridad, en lo que a todas luces constituye una gran privatización silenciosa cuyas consecuencias futuras son probablemente más destacables que las de otras privatizaciones más convencionales. Pero el proceso es, en psicología social, prácticamente el mismo si contemplamos al ser humano en su faceta —rara vez analizada— de consumidor de solidaridad, que ya no quiere seguir sujeto al monopolio estatal en este terreno, como en tantos otros, y prefiere escoger la causa que más le sensibiliza, la organización que a su juicio la defiende mejor y la contribución que quiere realizar. Un estudio alemán demostró hace unos meses que la solidaridad espontánea genera más recursos económicos que la “solidaridad forzosa” vía impuestos. Una transformación liberal Es curioso que la mayor parte de los voluntarios y dirigentes de las organizaciones no lucrativas procedan de la derecha confesional o de la izquierda tradicional, porque en realidad están siendo artífices, tal vez inconscientes, de una gran transformación liberal. La creación de tejido asociativo en un país es la más eficaz de las vacunas contra el exceso de poder estatal, y también contra la concentración oligopólica. Los miembros activos de las ONG son agentes de un cambio profundo que tiende a resituar el centro de poder en la base de la sociedad y que desenmascara al Estado al quitarle una de las excusas principales en las que ha venido basando su abuso de autoridad y sus excesos recaudadores. Si la gente rechaza por mediocre, politizada y burocrática la “protección social” pública y acude en cambio a instituciones sociales y solidarias privadas, ¿qué razón de ser tiene el mantenimiento a largo plazo del Estado del bienestar? Y si las mismas personas que hacen lo posible por evadir impuestos, dado que los perciben como dinero tirado a un pozo sin fondo, contribuyen desinteresadamente con su dinero e incluso con su trabajo voluntario a cientos de organizaciones privadas de la más diversa índole, ¿qué sentido tiene mantener unas elevadas partidas de ingresos fiscales para política social? En este campo termina por producirse una reflexión ciudadana bien liberal: “deje mi dinero en mi bolsillo, que ya sabré yo en qué ser solidario y cómo hacer más eficaz mi contribución”. La libertad ha llegado también al ámbito de lo humanitario. Cuando se produjo la tragedia del huracán Mitch en Centroamérica, la solidaridad privada de los españoles a través de cientos de ONG superó con creces la ayuda oficial del propio gobierno español a los de Honduras y Nicaragua, porque la gente no se fiaba del uso que se le fuera a dar a ese dinero — 104 — por parte de los políticos. Este fenómeno se ha repetido en multitud de países desarrollados o en vías de desarrollo: la gente no confía en los políticos ni en los funcionarios como gestores de la solidaridad. Y, como el crecimiento del Tercer Sector es exponencial, sus instituciones de coordinación empiezan a tener un fuerte poder de interlocución frente a los gobiernos y comienzan también a representar un partner importante para el mundo de la empresa. Marketing con causa Tanto es así, que la novedad más importante de los últimos años en el entorno de la comunicación empresarial es el marketing con causa. Cada vez son más las empresas que entran en simbiosis de intereses con una o varias organizaciones solidarias y contribuyen material o económicamente, comunicando de manera de conjunta a la ciudadanía los resultados alcanzados. Esto va mucho más allá de la simple mejora de la imagen de una marca o empresa: se está produciendo una implicación real de las empresas, sus accionistas y trabajadores en el apoyo a las causas sociales y solidarias más variadas. En muchas empresas, los empleados votan la causa a la que quieren apoyar y participan activamente en el apoyo de la empresa a la ONG encargada del proyecto en cuestión. Las empresas contribuyen al trabajo de las organizaciones no lucrativas con dinero, con productos de su stock, con horas de sus empleados, con espacio de almacenamiento, con la prestación gratuita o a precio reducido de sus servicios y de mil formas más. Ha pasado la etapa en que los empresarios veían a los dirigentes de ONG como cándidos e ingenuos filántropos que no aportaban nada tangible a la sociedad, y en que los dirigentes de ONG percibían a los empresarios como personas frías e insensibles a cualquier necesidad social. En la actualidad, las cada vez más numerosas publicaciones especializadas en el Tercer Sector cuentan por cientos de miles las acciones conjuntas entre organizaciones no lucrativas y empresas, en cualquier sector de actividad, en cualquier país y desde las acciones más simples y baratas hasta las más complejas y costosas: “si usted se abona a nuestro servicio de telefonía celular, estará contribuyendo a que la ONG equis combata tal enfermedad en tal país”, “por cada dólar que gaste en tal cadena de hoteles, ésta destinará cinco centavos a la ONG que trabaja para resolver la situación de la gente sin hogar”, “entregue al auxiliar de vuelo las monedas que le han sobrado de su estancia en el país de origen, y la compañía aérea las destinará a proyectos de educación infantil en ese país”, “compre en estos grandes almacenes, que cada año donan cien mil dólares para los niños de la calle”, etcétera. Hay quienes, desde la inoperante pureza ideológica izquierdista, tachan al marketing con causa de ser una forma de prostitución de la solidaridad en favor de los intereses comerciales, como si los intereses comerciales fueran algo perverso y no fueran, precisamente, los artífices del excedente de riqueza que hace posible en cualquier sociedad la existencia de solidaridad. Estos nuevos puritanos prefieren ignorar que la simbiosis entre el sector privado y el Tercer Sector está haciendo posible la solución o paliación de millones de situaciones desatendidas por los glorificados poderes públicos, cuya incapacidad en lo social es similar a la que demuestran en la producción de bienes y servicios y en la gestión de empresas y servicios públicos. La sociedad civil está recuperando terreno antes conquistado por el Estado, está siendo capaz de organizarse autónomamente y está demostrando que la acción libre y voluntaria de cada colectivo en favor de su causa e intereses constituye frecuentemente un medio más eficaz de cambio social que la acción política de los poderes públicos. Conscientes, en el fondo, de esta realidad, muchos pensadores y políticos de la derecha más conservadora y de la izquierda estatista desconfían del firme avance del Tercer Sector, por más que todos ellos se deshagan en apoyo moral y elogios de todo tipo a la abnegada y valiosa labor de las ONG y a sus diversas causas. Unos y otros prefieren un mayor control de la evolución social por parte del aparato de poder nucleado en torno al Estado, aunque tengan visiones diferentes sobre el papel de éste. La espontaneidad, la frescura y la incontrolabilidad del Tercer Sector asustan a los políticos, que suelen acudir a la subvención económica —con cargo a nuestros impuestos, claro— como medio de domesticar a estas organizaciones. Algunas entidades del Tercer Sector, como la Cruz Roja, han sufrido históricamente una — 105 — “gubernamentalización” jurídica y por vía del privilegio legislativo que ha cuestionado gravemente su carácter independiente. En muchos países, el gobierno procura atraerse el sumiso favor de las ONG mediante subsidios de todo tipo, pero estas organizaciones están pasando poco a poco de “pedir” al gobierno de turno a proponer a las empresas acciones conjuntas útiles a ambas partes, con creciente aceptación entre los empresarios. El marketing con causa es tan sólo un indicio de una nueva organización privada de la sociedad en la que la implicación social de las empresas y la profesionalización de las entidades no lucrativas sustituirán al Estado del bienestar. La solidaridad es voluntaria Una de las claves del éxito de las organizaciones sin fines de lucro es que representan una fórmula libre y voluntaria de canalizar la solidaridad, frente a la forma obligatoria y ajena al control del donante que representa la acción social del Estado. La solidaridad o es voluntaria o no es solidaridad sino simple coerción. La gente no quiere que el Estado le quite su dinero para financiar macroproyectos burocratizados de asistencia, pero siente una solidaridad natural que le lleva a entregar dinero, tiempo o bienes materiales a las organizaciones solidarias privadas. Quiere elegir la causa y el tipo de organización en función de múltiples y muy personales criterios. Por ello es esencial para el buen funcionamiento de todo este nuevo sistema de acción social incrementar la desgravación fiscal de estas contribuciones al tiempo que se reduce la carga fiscal de la acción social estatal sobre los hombros del ciudadano. Es decir, hay que incentivar y facilitar fiscal y jurídicamente la solidaridad libre de las personas, en lugar de exigirla por la vía impositiva. Al mismo tiempo, es necesario controlar suficientemente la no vulneración de la ausencia de ánimo de lucro por parte de estas organizaciones, ya que de lo contrario podrían darse situaciones de competencia desleal con las empresas. Es necesario un Tercer Sector que juegue un papel central en el crecimiento económico y en el bienestar y el funcionamiento de la sociedad. Para ello, las entidades del sector necesitan ser independientes por completo del favor económico de los poderes públicos y privados. La mejor vía de generar independencia y poder social para estas organizaciones es su autofinanciación, con plena desgravación fiscal de las aportaciones. Si —por poner un ejemplo— una potente organización de defensa de los derechos de la mujer es capaz de financiarse en gran medida por las cuotas de sus miembros y por la venta de sus productos y servicios, y sólo recurre en un porcentaje menor al apoyo económico de empresas y del Estado, estará alcanzando un alto nivel de autosuficiencia que le permitirá desarrollar su misión sin condicionantes externos. Hay que aclarar que el carácter no lucrativo de estas entidades no les impide vender sus servicios, sino repartir dividendos, ya que el carácter de socio no es mercantil. Pero en varios países latinoamericanos y europeos los Estados han malacostumbrado a las cúpulas de muchas de estas organizaciones dándoles subvenciones económicas millonarias que, desde luego, rara vez eran políticamente gratuitas. Es muy de lamentar que algunas organizaciones prestadoras de servicios importantes para la sociedad se hayan visto obligadas a cerrar cuando la evolución de la economía ha ido reduciendo las subvenciones públicas que tan generosas habían llegado a ser. Tal era, en ese punto, su grado de dependencia del dinero público y su absoluta falta de capacidad e imaginación para procurarse otras fuentes de financiación. Y sin embargo, muchas de estas entidades alardeaban de su condición “no gubernamental”, sin entenderla desacreditada por una financiación eminentemente pública. No olvidemos que el término “no gubernamental” es un anglicismo mal traducido de su origen estadounidense: se trataba originalmente, en realidad, de organizaciones “no estatales”: agencias que prestaban desinteresadamente servicios pero que no dependían en modo alguno, no del gobierno de turno, sino del Estado (en inglés americano, government). ¿A qué ha quedado reducido ese carácter “no estatal”, y a quién ha beneficiado la colonización de las ONG por el Estado? Afortunadamente, el proceso se ha invertido por completo. La imprescindible privatización de buena parte de los servicios públicos y de la asistencia social tiene en el Tercer Sector un destinatario idóneo que presenta, junto a niveles de profesionalidad crecientes —y ya muy elevados en algunos casos—, un entendimiento de los — 106 — diversos servicios basado en la vocación solidaria y no en la comercial (por cierto que tan digna es una como la otra, simplemente cada una tiene unas particularidades y unas ventajas y desventajas propias). Conclusión El auge del Tercer Sector es un fenómeno esencialmente liberal que supone una gran privatización silenciosa en el ámbito de la solidaridad, al devolver a la ciudadanía ámbitos de actuación que le habían sido confiscados por el Estado paternalista. El Tercer Sector ya se ha consolidado como un eje fundamental de la moderna organización de las sociedades, y su simbiosis con el sector privado lucrativo hace cada vez menos necesaria la acción del Estado en lo relativo con las causas defendidas y las necesidades atendidas por las organizaciones solidarias privadas. El Estado debe reconocer esta realidad y actuar en consecuencia reduciendo paulatinamente su papel como gestor de acción social, pero velando por la correcta atención privada de esas necesidades por el Tercer Sector y facilitando fiscal y legislativamente su tarea. El fenómeno social que representa el auge del Tercer Sector tiene mucho que ver con la aplicación a la solidaridad y a la acción social del “orden espontáneo” que identificó Hayek, frente a las pretensiones de organización centralizada de los políticos en este campo. — 107 — El integrismo islámico en América Latina Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000 Los poderosos y oscuros tentáculos del integrismo islámico han llegado a una tierra que a simple vista pudiera parecer inmune a sus intenciones: América Latina. ¿Qué se proponen los grupos islamistas más fanáticos y violentos al asentarse en el subcontinente latinoamericano? El nombre de Mohamed Yusef Abdalá seguramente no dirá nada a los lectores paraguayos de esta revista, pero debería. Desde Ciudad del Este y a las órdenes directas del jefe de la facción chiíta libanesa, este veterano activista del integrismo islámico está organizando células de una nueva red latinoamericana que aparentemente ya cuenta con presencia en Argentina, Brasil, Colombia, Venezuela, Panamá, Bolivia y Ecuador. Según informaciones de varias agencias de prensa, respondidas con un molesto “sin comentarios” por los portavoces gubernamentales de los países afectados, cientos de empresarios de origen árabe e iraní en toda América Latina estarían siendo extorsionados y algunos estarían colaborando espontáneamente con Abdalá en la organización de grupos armados cuyas intenciones y ámbito de operación no están nada claros. Al mismo tiempo, en Colombia se está confirmando con nuevas pruebas la involucración de Irán en el entrenamiento de algunos comandos terroristas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y, simultáneamente, se producía la detención en Bogotá del líder de la facción terrorista egipcia Yamaa Islamiya, presuntamente responsable de un sangriento atentado en Luxor unos meses atrás. Entre los documentos incautados al dirigente integrista egipcio por la policía colombiana se han encontrado pruebas de su alianza con el magnate saudí Osama bin Laden. Al parecer, ambos grupos estaban colaborando en la preparación de un atentado contra la embajada estadounidense en Asunción. El Mossad israelí ha denunciado la presencia en Ciudad del Este de uno de los más temibles ingenieros de explosivos a sueldo del millonario saudí: Imad Mughnieh, apodado el “ingeniero de la muerte” tras sus atentados en Beirut. Mughnieh, que vivía en Teherán protegido por el régimen iraní, habría llegado a Paraguay para supervisar el atentado y asegurar la correcta colocación y manejo de los explosivos, ante la impericia de los jóvenes musulmanes reclutados entre las familias mixtas árabe-latinoamericanas. En Brasil se estrecha el cerco contra el religioso egipcio Taghi el-Din, vinculado por el FBI estadounidense con el frustrado ataque a las Torres Gemelas de Nueva York. Al parecer estaba preparando estructuras clandestinas de adiestramiento para un comando terrorista formado por mercenarios procedentes de varios países latinoamericanos y destinado, a su vez, a ayudar a diversos grupos guerrilleros indigenistas en algunos países de América Central y del Sur. Parece cada vez más clara la alianza entre el integrismo islámico y las bandas armadas de extrema izquierda en América Latina, y se confirma la presencia constante de asesores militares iraníes en las zonas colombianas bajo control de la guerrilla, donde Irán está haciendo inversiones a fondo perdido de millones de dólares. Las autoridades estadounidenses no ocultan su preocupación por el papel de Cuba en esta extraña alianza. — 108 — Las patrias decaen Reseña del libro "Los límites del patriotismo", de Martha Nussbaum Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000 Martha Nussbaum recoge en este volumen un conjunto de textos de diversos autores en torno al dilema de patriotismo o cosmopolitanismo. La autora, pese a apostar decididamente por la sustitución del primero por el segundo, presenta en el libro algunos de los mejores argumentos tanto favorables como críticos al cosmopolitanismo. Desde Amartya Sen hasta Michael Walzer, una quincena de intelectuales de todo el mundo reflexionan con Nussbaum acerca del concepto de patria en un mundo cada día más interrelacionado, y sobre su necesidad o prescindibilidad a la hora de construir el marco político en el que habrá de cimentarse la sociedad futura. Sustituir los valores emocionales de nación, que dan sentido a la pertenencia grupal, por valores ideológicos como la ciudadanía, la democracia o la universalidad, parece una empresa imposible pero, al mismo tiempo, son cada vez más fuertes los factores que relativizan la importancia de lo nacional en la vida de las personas. Por otra parte, la demolición de muchas viejas identidades nacionales se está haciendo con una herramienta tan incoherente como es su sustitución por nuevas patrias sacadas del baúl de los recuerdos. Pero, ¿es realmente posible descartar el sentimiento patriótico y construir marcos sociopolíticos basados sólo en los principios y conceptos ideológicos de la democracia liberal o del marco que la suceda? Este apasionante debate cuenta con contribuciones de gran interés en la compilación de Nussbaum. — 109 — Cuba estudia el liberalismo Perfiles del siglo XXI, marzo de 2000 En un país normal, fundar un centro de estudios sobre cualquier corriente ideológica sería algo al alcance de cualquier grupo interesado en ello. Como Cuba no es aún, desgraciadamente, un país normal, la experiencia de este pequeño y clandestino Centro Cubano de Estudios sobre el Liberalismo es mucho más que una anécdota, y sus promotores merecen todo el apoyo moral y material que podamos brindarles desde el exterior. Se cumple dentro de poco un año desde que viera la luz uno de los proyectos más arriesgados de la disidencia interna cubana: la puesta en marcha de un centro de estudios sobre el pensamiento liberal, que se reúne periódica y abiertamente, con conocimiento de la dictadura que no autoriza oficialmente su existencia. Esta situación de clandestinidad pública supone una afrenta al régimen, que en cualquier momento podría irrumpir en una sesión del centro de estudios y, con su injusta ley en la mano, detener a cuantas personas encontrase ejerciendo una actividad tan subversiva como es pensar y aprender. Hasta ahora, el centro ha podido funcionar vigilado pero sin excesivo hostigamiento de un régimen que una vez más demuestra no saber cómo afrontar un hecho hoy incuestionable: que en Cuba hay personas que disienten, que no apoyan el sistema político vigente y que desean una transición pacífica hacia la democracia. Los objetivos que se trazó hace un año el Centro Cubano de Estudios sobre el Liberalismo eran dos: “facilitar, a partir de las concepciones que nos caracterizan, nuestra inserción en el mundo actual” y “considerando la experiencia histórica cubana y la evolución del liberalismo en el mundo, estructurar las ideas económicas, filosóficas y políticas en un sistema coherente”. Dice el documento fundacional del Centro que “la búsqueda de un camino de libertad, del ejercicio de las ideas democráticas y de la promoción de la participación en la propiedad y en la vida política de la sociedad, requiere del análisis y de la síntesis de un conjunto de valores que se han acumulado a través de la historia de la Humanidad. En último término, el liberalismo se confunde con el proceso de evolución de la civilización, y nuestra institución pretende, a partir de sus modestas posibilidades, contribuir en el acercamiento de este proceso a la realidad que vivimos”. Siendo el liberalismo, con diferencia, la ideología mejor implantada en el seno de la disidencia interna cubana, este Centro es un importante bastión de libertad cuyo papel a la hora de preparar la transición política de la isla será muy importante. El elevadísimo nivel intelectual de sus integrantes y los méritos de la causa democrática en la isla hacen del apoyo a esta institución un deber de solidaridad. — 110 — Humanizar la Justicia Diario Prensa Libre (Guatemala), 17-03-2000 Publicado también en Perfiles del siglo XXI La administración de justicia ha terminado por convertirse en un coto cerrado al ciudadano medio, en una especie de club privado de los profesionales del Derecho, donde está mal vista la intrusión de los ajenos. Como todo grupo sectario y excluyente, cuenta con sus ritos iniciáticos, tiene una formación específica destinada a complicar las cosas dejando offside al ciudadano normal y emplea un alambicado y barroco dialecto propio cuyo fin es conducente a los anteriores: dejar boquiabiertos e indefensos a los demás. Pero a jueces, notarios y abogados no les bastan estas armas para vencer toda tentativa ciudadana de intervenir directamente en la administración de justicia. Para mayor seguridad, ahí están los colegios profesionales de abogados, notarios y otros profesionales del Derecho, esas cárceles de la profesión destinadas a asegurar los intereses de los antiguos, perjudicar a los osados jovencitos que quieren ejercer y vampirizar a la sociedad con miles de obligaciones, tasas y pagos diversos. “Pleitos tengas y los ganes”, dice un antiguo refrán castellano, pero en la mayor parte de las sociedades latinas, incluida la que parió semejante frase, ganar o perder un pleito se ha convertido en una pura y simple lotería. Además, transcurre tanto tiempo desde el inicio de un procedimiento hasta la ejecución de la correspondiente sentencia, que verdaderamente padecemos una justicia artificial, deshumanizada y sometida al azar y a la voluntad de jueces y magistrados caprichosos, burocratizados, carentes de incentivos y saturados de trabajo, cuyas decisiones terminan por responder en gran medida a sus estados de ánimo, a lecturas superficiales del sumario o a toda suerte de factores ajenos al pleito. Humanizar la justicia es tarea difícil, pero he aquí un breve decálogo con algunas recetas sencillas pero revolucionarias, cuyo efecto sería inmediato: 1. Que el Estado abandone cientos de funciones que no le corresponden y que hace mal y destine más esfuerzos y recursos a “arreglar” de una vez por todas la que sí es una de sus tareas básicas: la administración de justicia. 2. Que se quite poder y exclusividad a los colegios de abogados, notarios y otros profesionales del Derecho, convirtiéndolos en meras asociaciones profesionales sin prerrogativas normativas de ninguna clase y sin obligatoriedad de la membresía. 3. Que se relegue a los libros de Historia y de lingüística todas las fórmulas y modismos procesales obsoletos y que sólo sirven para dificultar la comprensión del ciudadano sobre lo que pasa en el pleito. 4. Que se legalice los servicios de arbitraje privado para pequeñas disputas civiles y pleitos menores de carácter no penal, siempre bajo previo sometimiento contractual de las partes antes del incidente en cuestión, para así descargar a la justicia oficial de miles de pequeños casos. 5. Que de una vez por todas se legalicen las drogas, descargando a la justicia de otros miles de pequeños casos de hurto, posesión o pequeña venta de estupefacientes (y liberando de paso la conciencia y el cuerpo de la gente). 6. Que se dé al procesado la opción de elegir un juicio con jurado o con tribunal de jueces, ya que ambos sistemas tienen pros y contras; y que los jurados estén siempre compuestos por ciudadanos de alto nivel intelectual y con profesiones útiles a la decisión que deben adoptar. De paso, hay que regular la objeción de conciencia a la participación en jurado. — 111 — 7. Que se elimine todo nombramiento político en la carrera judicial y se haga del ministerio fiscal [procuraduría] un poder independiente del ejecutivo. 8. Que la administración de justicia se autofinancie, pagando las partes todos los costes operativos (parte proporcional del salario del juez y de los funcionarios, parte correspondiente de electricidad, uso de salas, etc.), ya que quienes nunca acuden a la justicia ni son reclamados por ella no deben pagarla vía impuestos. Naturalmente, quienes no puedan pagar deberán recibir un crédito público a restituir en caso de venir a mejor fortuna, ya que nadie debe verse privado de este derecho fundamental. 9. Que se reduzca al mínimo posible los actos en los que se exige legalmente la presencia de notario u otro fedatario público, y que éste cobre una cantidad fija por horas y no una inmoral proporción parasitaria del negocio o trámite de las partes. 10. Que se permita a las personas, si demuestran un cociente intelectual suficiente y unos conocimientos básicos de Derecho, defenderse y acusar directamente y sin mediación de abogado, al menos en juicios orales sencillos. Esos conocimientos básicos deberían formar parte de la educación secundaria, porque el Derecho es demasiado importante para dejarlo solamente en manos de los abogados. — 112 — Estado y derecho de propiedad Diario Prensa Libre (Guatemala), 31-03-2000 La aspiración humana de poseer pertenece a lo más profundo de nuestra naturaleza. No debemos condenarla ni entristecernos por su existencia, ya que ése y no otro ha sido siempre el motor que ha hecho progresar a la Humanidad. Es un grave error proscribir el derecho de propiedad, como han intentado algunos régimenes, o abominar de él y asociarlo al egoísmo y la falta de solidaridad, como han venido haciendo casi todas las organizaciones religiosas —y particularmente la Iglesia Católica— que, sin embargo, nunca se han mostrado muy proclives a aplicarse a sí mismas tales enseñanzas. Hay que rehabilitar el ánimo de lucro comoLos que teorizan sobre la “función social de la riqueza” abrazan este eufemismo para buscar toda suerte de limitaciones al ejercicio del derecho de propiedad, desconociendo que, por su propia esencia, toda riqueza juega espontáneamente un papel en el desarrollo de la sociedad. De todos los mecanismos de opresión al alcance del poder político, la privación del más elemental derecho de propiedad es sin duda el mecanismo más eficaz. Las sociedades en las cuales la propiedad privada ha sido abolida no sólo se han convertido en auténticas cárceles donde la libertad humana es insignificante, sino que se han precipitado rápidamente hacia el estancamiento económico. Pero el efecto más angustioso de la ausencia de propiedad privada es que hace casi imposible la rebelión ciudadana frente a los caprichos del sistema, transformando a las personas en clientes cautivos del poder. Hay que recordar que la propiedad incluye la vida, el cuerpo, las ideas, la propia imagen, los derechos humanos y civiles de cada individuo y, por último, el dinero y los bienes materiales. Desde ese entendimiento, la constante y omnipresente intervención de los Estados para regular cómo podemos emplear todas estas propiedades y cómo no podemos es un atentado contra la libertad, y revela la existencia de una sutil pero profunda fricción en el actual estadio organizativo de nuestra especie: una fricción entre individuo y Estado que constituye un contencioso irresuelto del que de vez en cuando saltan chispas que reflejan con mayor o menor crudeza esa tensión. Cuando el Estado se arroga la capacidad de disponer de la propiedad de la gente, cuando se autolegitima como censor de qué o cuánto puede poseer una persona, o de cómo debe ejercer su libertad sobre lo poseído, se produce la invasión y la limitación de un derecho humano básico. El Estado es el brazo armado, implacable e imponderable de un poder constituido por una oligarquía (si el país es una dictadura) o por la mayoría configurada por los medios (si es democrático), y la situación es por supuesto muy distinta en cada uno de estos dos casos, pero en ninguno de ellos está legitimado el Estado para ocupar el espacio de decisión del ser humano individual. Ese espacio de decisión incluye la libertad, que no es un concepto vago sino la potestad de usar e intercambiar la propiedad, entendida en el sentido amplio antes mencionado. Si la propiedad es el objeto sobre el que ejercemos nuestra libertad, la regulación estatal de la propiedad (y la confiscación impositiva o por otras vías), por democrático que sea el Estado, es una medida extrema que limita la libertad. Si el siglo XX ha sido el del crecimiento desmedido de los Estados y de su influencia en el ciudadano, esto da una idea de hasta qué punto hemos perdido libertad y propiedad —dos conceptos indisociables—, y explica el aumento de la presión sufrida por las personas, justificando que cada vez salten más de esas chispas. Una chispa importante son los paraísos fiscales. Otra es la insumisión al servicio militar obligatorio. Otras muchas saltan ante cada injusta merma de la propiedad-libertad por parte del Estado. El servicio militar obligatorio es una clara violación del derecho a la propiedad del cuerpo, del derecho al trabajo libre, del derecho a escoger la actividad, del tiempo propio, etc. Los impuestos son otra violación directa del derecho de propiedad. Al proclamar esto, no reivindico la por desgracia imposible abolición total de los impuestos: tan sólo pido que se tenga muy seriamente en cuenta su carácter atentatorio contra un derecho tan fundamental, y que se reduzcan, por tanto, al mínimo posible y se justifique suficientemente su necesidad. Vulnerar — 113 — el derecho de propiedad de una persona para evitar que otra muera de hambre es lícito como última opción, si no hay otra fórmula disponible. Vulnerar ese derecho para pagar los innumerables gastos superfluos del Estado, en cambio, es una aberración a la que debemos oponernos con todas nuestras fuerzas. Así, la resolución del conflicto Estado-individuo por la propiedad debe pasar necesariamente por una premisa de prioridad que dé a la persona la plena y exclusiva potestad de uso y tenencia de lo que es suyo, y que arbitre casos excepcionales únicamente ante situaciones verdaderamente extraordinarias. Pero esto implica repensar de arriba a abajo el Estado, su papel social, su monopolio de ciertas prerrogativas, su carácter exclusivo y diferenciado de otros agentes presentes en la sociedad, su potestad normativa única... implica en realidad avanzar hacia una sociedad humana mucho más horizontal y libre. Las masas no lo permitirán nunca, porque la mayoría de los individuos prefieren el actual statu quo. Optan por un poco menos de libertad a cambio de cierta protección, y están dispuestos a ver algo mermada su propiedad (en el mismo sentido amplio) a cambio de esa falsa seguridad. Están en su derecho, sin duda, pero, ¿es legítimo que nos impongan esa misma decisión a quienes disentimos de su parecer? Ellos creen que sí, y desde su democracia absolutista legitiman a su Estado para imponer, confiscar, regular y ordenar, relegando la voluntad individual a una segunda prioridad. Otros —los que todavía guardamos unas pocas fuerzas para resistirnos a ser súbditos del Estado— creemos que no, y desde nuestra democracia libertaria, más profunda y radical pero circunscrita a la sola toma de las decisiones no individualizables, no pedimos a los primeros la adopción de nuestra postura sino que nos permitan mantener la nuestra, fuera de su sistema. ¿Es mucho pedir? Sí, porque resquebrajaríamos el actual Estado sustituyéndolo por otro completamente distinto, y nada volvería a ser como antes. Porque habría triunfado plenamente el derecho de propiedad, es decir, la libertad humana. Con los miedos, incertidumbres y azares que conlleva. — 114 — El peligro Haider Perfiles del siglo XXI, abril de 2000 Si existen dos corrientes de pensamiento directamente confrontadas, radicalmente opuestas una a la otra, esas dos corrientes son el liberalismo y totalitarismo de extrema derecha. El liberalismo es cosmopolita y universalista, y considera iguales en Derechos a todos los seres humanos sin atender a consideraciones como la raza o etnia, el sexo u otras de carácter personal, porque el liberalismo es individualista. La extrema derecha es fundamentalmente colectivista y construye su cosmovisión sobre el mito excluyente de una patria idealizada en la que no caben los diferentes. El Partido de la Libertad de Austria (FPÖ por sus siglas en alemán) era hace años un partido liberal normal y corriente, reconocido por la Internacional Liberal como uno más de sus miembros. Cuando Jörg Haider, un joven millonario hijo de padre nazi y secretamente simpatizante con la extrema derecha, ingresó en el partido y comezó a escalar puestos en el mismo, ya tenía trazado un plan que en este momento está viendo su plasmación definitiva en la realidad. El plan era hacerse con el partido, neutralizar a los auténticos liberales, cambiar poco a poco, sutilmente, las propuestas políticas de esta formación y terminar haciendo del FPÖ un partido de extrema derecha cada día menos camuflado. Este plan garantizaba a Haider la paulatina transformación de parte de la militancia y de los cuadros del partido “ocupado”, lo que respondía a una estrategia mucho más inteligente y exitosa que la transparente constitución de un partido nuevo y abiertamente fascista. Hace ya más de una década que el FPÖ fue desenmascarado por sus socios liberales de otros países, lo que le costó la expulsión de la Internacional Liberal. Fueron los liberales de otros países quienes primero dieron la voz de alarma y advirtieron a Europa del peligro austriaco, encontrando sólo la ironía y las acusaciones de exageración por parte de los políticos austriacos y europeos. Ninguno de los otros partidos políticos austriacos está exento de culpa en relación con el avance del FPÖ. Tanto los socialdemócratas como los democristianos llevan años haciendo el juego al partido de Haider, negociando posibles acuerdos con él. Y, sobre todo, el mantenimiento durante décadas de una “gran coalición” entre dos partidos normalmente antagónicos dejó abierto el camino para que Haider se convirtiera fácilmente en líder de la oposición. Los verdaderos liberales huyeron ya hace años del FPÖ, donde habían sido marginalizados, y constituyeron el Foro Liberal, que ha cosechado un discreto éxito electoral y cuenta con un pequeño grupo parlamentario. Haider es un heredero ideológico directo del régimen que provocó el Holocausto. Ha defendido en numerosas ocasiones a las SS, la temible fuerza policial del Tercer Reich. En las filas del FPÖ, muchos dirigentes principales se han mostrado abiertamente antisemitas, y el propio Haider ha expresado su repugnancia hacia los inmigrantes extranjeros. La formación de un gobierno de coalición entre Haider y los conservadores “normales” de su país ha motivado la expulsión de estos del Partido Popular Europeo al que pertenecían. El cerco sobre Haider debe implicar un absoluto aislamiento europeo e internacional de Viena, de donde ya se han retirado los embajadores de Estados Unidos e Israel. El primer ministro portugués Antonio Guterres, como presidente de turno de la Unión Europea, ha suspendido toda la colaboración política con Austria, que podría llegar a ser expulsada de la UE si el FPÖ consigue dentro del gabinete la adopción de medidas abiertamente xenófobas. Y mientras tanto, las encuestas se disparan a favor del líder neofascista, que ha sabido explotar el victimismo. Lo que suceda en Austria no será solamente responsabilidad de los austriacos. Los socios comunitarios de Austria y el mundo entero deben impedir que el totalitarismo se cierna de nuevo sobre un país clave del centro de Europa. — 115 — Las cárceles del siglo XXI Perfiles del siglo XXI, abril de 2000 Las cárceles del siglo XXI deberían ser sustancialmente distintas de las actuales. La dignidad y seguridad del recluso no es un requisito que sólo a él le incumba, ya que de la experiencia en prisión dependerá la futura conducta del recluso una vez liberado, y, por ende, la seguridad de todos. Las cárceles pueden ser pequeñas ciudades en las que se trabaje, se produzca y se dé a los presos la posibilidad real de reinsertarse. La pena privativa de libertad debe tener por objeto la reinserción social y cultural del condenado. Esto es algo imposible en el actual panorama carcelario, tanto en los países desarrollados como, especialmente, en los que se encuentran en vías de desarrollo. Varios factores hacen que esto sea así. En primer lugar, la convivencia forzada del preso con otros que tal vez no sean la mejor compañía para el logro de los fines expuestos, sin que suela respetarse el derecho inalienable que todo preso tiene al aislamiento voluntario —selectivo o total— de sus compañeros de cautiverio. En segundo lugar, las “condenas adicionales” que vienen incluidas injustamente en la de privación de libertad: condena a una escasa relación con la familia y al consiguiente deterioro de los vínculos entre los miembros de la familia, condena absurda a la separación del sexo opuesto (con independencia de la orientación sexual del recluso), condena a la ociosidad destructiva y a la frustración de todos los proyectos del recluso (aunque muchos serían ejecutables en o desde la penitenciaría), condena a la inseguridad física y sexual (adicción forzada a drogas, violación y otros abusos sexuales, agresiones de reclusos y funcionarios violentos, transmisión de enfermedades graves), condena a un ambiente incómodo e insalubre, etc. Los centros penitenciarios deberían estar mucho más abiertos a su interrelación con el resto de la sociedad, acabando con su terrible carácter de ghetto, de basurero humano donde se hacina a quienes no queremos ver cerca de nosotros, en lugar de hacer lo posible para que dejen de ser un peligro y pasen a convertirse de nuevo en ciudadanos capaces de vivir su vida sin constituir un peligro. El cumplimiento de penas debería realizarse de modo conjunto por los hombres y las mujeres en centros mixtos. Al mismo tiempo, el arresto domiciliario, en la medida de su aplicabilidad, es una buena forma de evitar (al menos en personas condenadas por delitos leves) el deterioro moral del ser humano en la penitenciaría. Por otro lado, salvo en los casos de incomunicación ordenada por la autoridad judicial, el preso debe tener una libertad plena de comunicarse con el exterior y disponer para ello, en la medida de sus posibilidades económicas, de los medios técnicos existentes, ya que la condena le priva tan sólo de la libertad de movimientos físicos. Es exigible, en todo caso, una mayor observancia de los derechos del recluso y un respeto verdadero a su dignidad humana. En particular, las cárceles suelen ser el escenario de mercados negros cautivos, donde sólo los reclusos poderosos por el miedo que despiertan en los demás por su alianza con funcionarios corruptos tienen acceso a mercancías legales o no, imponiendo a los otros su compra a precios astronómicos, generalmente por encima del 500 % de su coste en la calle. En la cárcel es necesario fomentar no solamente actividades culturales y formativas, que desde luego son imprescincibles para la reinserción, sino también labores productivas y empresariales. Una prisión es un grupo humano capaz de trabajar, emprender y producir. Es conveniente apoyar desde la dirección del centro la libre decisión de grupos de presos de poner en marcha pequeñas cooperativas —o sociedades mercantiles convencionales— que sean viables en el espacio disponible y con los condicionantes de seguridad de la prisión, y que permitan a estas personas ganar dinero, crear empleo y prosperidad en el seno de la cárcel, escapar de la ociosidad y mantener el hábito de trabajo, además de interrelacionar a los reclusos con proveedores y clientes de fuera, estableciendo contactos que facilitarán la reinserción laboral y profesional al término de la condena y que mantendrán a estas personas relacionadas con el mundo exterior. — 116 — La ociosidad y la mezcla de reclusos con grados diversos de degradación ética hace de las cárceles actuales centros de igualación a la baja de la calidad humana de sus internos, y auténticas universidades del crimen, de las que siempre o casi siempre se sale peor de como se entró. Las prisiones, como casi todos los entes gestionados por el Estado, pueden ser privatizadas, si bien será necesaria una estricta vigilancia pública de la gestión. El criterio de éxito o fracaso de las empresas gestoras será, naturalmente, el grado de reinserción real de sus reclusos en la sociedad, mediante una evaluación a largo plazo tras su salida de cada centro. Pública o privada, cada prisión alberga una comunidad reclusa que debería constituir una pequeña “ciudad” capaz de autofinanciarse, siquiera parcialmente, con el trabajo y la imaginación de sus miembros, en lugar de vivir (y mal) de nuestros impuestos. Los grupos políticos de izquierda, y muchas de las organizaciones no gubernamentales que trabajan por la reinserción del preso, suelen desconfiar de las opciones propuestas. Cometen un grave error si creen que la improductividad es un estadio en el que no se degrada más aún el preso, por mucho que la llenen con actividades culturales o académicas. Lo que realmente necesita aprender el recluso es cómo opera la economía real y cuál puede ser su papel en ella. Necesita aprender a establecer relaciones profesionales, laborales o comerciales basadas en la confianza y en el cumplimiento de lo pactado. Necesita saberse necesario y para ello el mejor indicador es el puramente económico: producir bienes o servicios y verse remunerado por gente que los compra porque le son útiles. La sociedad asume un riesgo cada vez que “estaciona” a un delincuente en la cárcel y le suelta años después a una sociedad hostil que no está preparada para recibirle (ni él para reintegrarse a la misma). Es realmente urgente ponerse manos a la obra para exigir a los políticos un replanteamiento total de la pena privativa de libertad, de sus objetivos, de los casos en que debe aplicarse, de las condiciones en que se cumple y de la transición de retorno a la libertad. Es una exigencia necesaria por solidaridad con quienes se ven en la espantosa situación de vivir presos, pero, sobre todo, por el propio interés de todos los demás, de los que estamos “fuera”. Por nuestra seguridad y por el bien de todos, hay que repensar las cárceles del siglo XXI. — 117 — El sexo irrumpe en Wall Street Perfiles del siglo XXI, abril de 2000 La salida a bolsa de las principales multinaciones del erotismo pasó desapercibida entre el gran público, pero la subida espectacular de sus acciones está atrayendo la atención de inversores y analistas financieros de todo el mundo. Las red chips están de moda en un mundo donde el puritanismo ha quedado obsoleto y el ocio sexual tiene una enorme demanda. Uno de los más recientes sectores que han empezado a cotizar en la bolsa podrá haber pasado desapercibido entre la opinión pública general, pero no a los ojos de los grandes inversores y especuladores bursátiles, a quienes normalmente no se les escapa ningún detalle sobre las operaciones más lucrativas que pasan por los mercados de valores. En los últimos años, las bolsas nos han acostumbrado a dejar de pensar en ellas como terreno exclusivo de grandes corporaciones industriales, bancarias o proveedoras de comunicaciones. El record histórico de capitalización en la bolsa de Madrid lo tiene, créanlo o no, la pequeña multinacional española Telepizza, cuya cotización subió más de un novecientos por ciento en apenas un año. Junto a las empresas de teleservicio, en las bolsas de medio mundo han entrado durante toda la década de los noventa compañías de la más diversa índole, mucho más pequeñas de lo que antes era exigible para ingresar en el mercado de valores y mucho más diversas y originales. En varios países europeos ha tenido un eco importantísimo el acceso a bolsa de algunos de los más importantes equipos de fútbol, y uno de los sectores en mayor expansión en todo el mundo occidental desarrollado es precisamente el ocio. El excedente producido por un ciclo particularmente largo de bonanza económica tiene su principal destino en el ocio de todo tipo. ¿De todo tipo? Al parecer sí, incluso sexual. Una de las grandes transformaciones que nos lega el siglo XX es la llamada “revolución sexual” que, en las últimas tres décadas, ha cambiado por completo la manera de entender el sexo. Si la relación sexual sigue siendo ante todo un medio de expresar la afectividad en el seno de la pareja humana, dos de sus otras funciones han sufrido fuertes cambios. La primera es la función reproductiva, que ahora se ve condicionada a la voluntad soberana de las personas. La segunda es la función de ocio, que ha pasado de ser una “perversión” marginal, propia de minorías tachadas de inmorales, a convertirse en un medio generalizado de diversión (participativa o como espectáculo), exento ya de los estigmas de épocas más puritanas. La convicción de que entre adultos y sin coerción todo vale se ha extendido por Occidente y hoy forma parte del consenso ideológico mayoritario. Ello implica, naturalmente, la aparición de toda una industria del ocio sexual que hoy vende ochenta mil millones de dólares al año en todo el mundo y en la que destacan algunas empresas de enorme solidez y rentabilidad. Son las blue chips del farolillo rojo, o las red chips, para abreviar. Una de las principales es la empresa alemana Beate Uhse AG, que salió a bolsa en mayo de 1999, año en el que su beneficio experimentó un incremento de más del ciento treinta por ciento, superando los doce millones de marcos después de impuestos, para una facturación de más de doscientos millones de marcos. Las acciones de esta empresa en la Bolsa de Frankfurt se vendieron como pasteles a la puerta de una escuela, y el capital invertido en ellas ha crecido en casi un cien por ciento desde entonces (en menos de un año). Beate Uhse AG, con un millar de empleados, ha comprado varias distribuidoras internacionales de este tipo de productos, y además de producir vídeos eróticos y servicios online fabrica y comercializa mundialmente toda suerte de “juguetes” para adultos. Pero la red chip por excelencia es la multinacional Private, de origen sueco y con sede actualmente en Barcelona. Private está presente en NASDAQ bajo el anagrama PRVT, y en la Berliner Freiverkehr bajo las siglas PMG, además de la bolsa londinense. Private Media Group Inc., fue fundada en 1965 por el fotógrafo sueco Berth Milton Sr., cuyo hijo preside actualmente esta multinacional, considerada como el mayor gigante del sector. Si Milton padre — 118 — tuvo serios problemas con las autoridades de varios países por su atrevimiento al publicar fotografías tomadas durante el acto sexual, y sólo con un enorme tesón logró sacar adelante su empresa, Milton hijo ha sabido beneficiarse de la nueva etapa de aceptación social de la pornografía, y hace ya años que hizo de Private, ante todo, una empresa bien gestionada y altamente rentable. Las acciones de Private en el NASDAQ crecieron un 90 % entre el segundo y el tercer trimestre de 1999. La revista Forbes, que se hizo eco del crecimiento imparable del imperio de los Milton, considera que “nadie está mejor posicionado que Private para rentabilizar esta nueva situación” (de normalización social del uso de productos de entretenimiento erótico). A principios de mayo de 1999, Private había emitido más de ocho millones de acciones, con una capitalización de mercado de casi un 170 %. Las ventas netas de la compañía en 1999 superaron los veinticinco millones de dólares, con un beneficio después de impuestos del 24.2 %. Además de producir un sinnúmero de publicaciones periódicas y ocasionales, cientos de vídeos al año y toda suerte de gadgets, Private atrae hacia sus diversos servicios en Internet más de cincuenta millones de visitas al mes. ¿Qué significa todo esto? Principalmente dos cosas: que la revolución sexual es irreversible y la industria pornográfica aporta al público una forma de ocio cuya demanda crece exponencialmente; y que el mercado demuestra una vez más su capacidad de adaptarse automáticamente a la evolución de la sociedad. El boom bursátil de las grandes red chips es un signo de los tiempos, y aunque todavía escandalice a algunos ayatollahs de nuestros países, a estas acciones todavía les queda mucho recorrido porque esta industria tiene ante sí un presente y un futuro muy prometedores. Es una área más de la vida humana en la que se va imponiendo la privatización de la moralidad, que pasa a ser un código de conducta elaborado por cada persona para sí misma, y no una imposición social. En efecto, mientras no exista coerción ni se abuse de niños, deficientes psíquicos ni animales, todo vale. Y lo que vale funciona bien en bolsa. ¿Veremos a Cicciolina, la famosa ex actriz porno y ex diputada al parlamento italiano, presidir una sesión de la Bolsa de Milán? — 119 — Que Clinton bese a Castro Agencia AIPE, Miami, 23-04-2000 En las bodas españolas es frecuente oír a los asistentes jalear a los novios con gritos de "que se besen, que se besen". Después de la salvaje irrupción de los Rambos de Clinton y Janet Reno en casa de los González para llevarse por la fuerza a un niño de seis años, sólo falta que el inquilino de la Casa Blanca acuda a La Habana para entregárselo personalmente a Fidel Castro y fundirse con él en un cariñoso abrazo, besándole como los dirigentes comunistas de Europa Oriental solían besar Khruschev o Breznev. El presidente estadounidense y su ministra de Justicia han rizado el rizo de la arrogancia estatal frente a una familia de ciudadanos estadounidenses que en todo momento han actuado con la ley en la mano para evitar que Elián González fuera entregado a un padre a todas luces sujeto a los designios del régimen comunista de Cuba, en flagrante vulneración de los deseos de la madre (que dio su vida precisamente para que el niño creciera lejos de la isla-prisión del Caribe). En la actuación brutal y desesperada de los agentes al mando de Reno no ha pesado el interés del niño sino la arrogancia política de un gobierno que se sentía ridiculizado por una humilde familia de cubanoamericanos. El padre podía haber acudido a visitar e incluso a recoger a su hijo en cualquier momento sin necesidad de que nadie rompiera puertas ni encañonara a ciudadanos inocentes, pero se lo impedía la estricta presión que sobre él ejerce el régimen cubano, y tal vez un grado nada despreciable de endoctrinamiento ideológico, similar a la programación psicológica de las sectas psicodestructivas. Ese régimen ha ganado una batalla crucial de esta guerra mediática por la custodia del niño balsero, y ahora tiene una medalla más que ponerse y un nuevo motivo de orgullo en su resistencia fanática contra el "imperialismo yanqui". Ahora falta ver si el gobierno Clinton, que tanto celo ha puesto en que se cumpliera la decisión que retiraba la tutela provisional sobre Elián a su tío, pondrá el mismo empeño en que se cumpla también la resolución judicial que impide al niño salir de los Estados Unidos. Si no es así, la memoria de su madre habrá quedado mancillada; el Estado de Derecho norteamericano, prostituído; una familia cubana que un día creyó encontrar en la Florida la libertad, dolorosamente desengañada; y la repugnante dictadura de Fidel Castro, fortalecida. Washington le ha dado una bofetada a cientos de miles de ciudadanos de origen cubano y a su influyente lobby. Que no espere el vicepresidente Gore apoyo alguno de esa comunidad en su carrera hacia la Casa Blanca. Sabíamos que Clinton había sustituido los valores y principios tradicionales de su país —libertad de intercambio, igualdad de derechos y Justicia imparcial— por una preocupante alianza con sus amigos neosocialdemócratas de la Tercera Vía, Tony Blair y Gerhard Schroeder. Ahora sabemos que sus veleidades izquierdistas van más allá, hasta el punto de simpatizar con el peor tirano que queda en el continente americano y darle balones de oxígeno como éste en pleno año 2000. Mala noticia para cuantos aún creen en la democracia y la libertad. — 120 — Kosova, una año después Columna en to2.com (México), 28-04-2000 Un año después del conflicto bélico entre todo el mundo civilizado y Slobodan Milosevic, sigue inalterada la inconducente obsesión occidental por mantener artificialmente unidos en un solo Estado los restos de la Yugoslavia de Tito. Ya desde la época monárquica previa al largo mandato del mariscal, Yugoslavia es un país artificial inventado a la imagen y semejanza de Serbia, y su única razón de ser es funcionar como parapeto del expansionismo de Belgrado, que incluso hoy pone en riesgo a toda la problemática región de los Balcanes. La campaña aérea occidental salvó hace un año a los albaneses de Kosova (con terminación en “a”, que es como denomina a su país la población albanokosovar) del exterminio decretado por Slobodan Milosevic, pero no logró expulsar del poder al autócrata serbio, quien, no lo olvidemos, llegó a la presidencia mediante unas elecciones claramente fraudulentas, según la delegación internacional de observadores electorales que encabezó Felipe González. La incapacidad de Occidente ha quedado de manifiesto: imponemos el dominio kosovar de la provincia pero exigimos la imposible convivencia de la minoría serbia con la mayoría albanesa; proclamamos nuestra victoria sobre Belgrado pero no nos atrevemos a disolver la farsa yugoslava en sus tres elementos naturales (Montenegro, Serbia y Kosova); apoyamos a la disidencia democrática serbia y al gobierno pro-occidental del presidente montenegrino Milo Djukanovic, pero no logramos imponer en la región las resoluciones de los organismos internacionales ni llevar ante el tribunal especial de La Haya a los genocidas serbios de este conflicto y del anterior (Bosnia). Algo falla en la política occidental hacia los Balcanes. En aras de la definitiva incorporación de los serbios al mundo democrático —y de la justa y urgente emancipación política de Montenegro y Kosova— los tibios y pusilánimes estrategas de Bruselas y Washington deberían reconocer el fracaso de su política y promover una declaración internacional de fragmentación de Yugoslavia y, en Serbia, la retirada temporal de su soberanía al objeto de convocar elecciones libres bajo supervisión internacional y deponer por fin, en las urnas, al último dictador comunista de Europa, Slobodan Milosevic. — 121 — El interés general no existe Diario Prensa Libre (Guatemala), 28-04-2000 (Publicado también en Perfiles del siglo XXI y otros medios) Uno de los abusos más frecuentes de los políticos es justificar las restricciones a la libertad de las personas en aras del “bien común”, el “bienestar social” o el “interés general”. La justificación parte de dos premisas falsas. La primera, que el interés —y aun el derecho— individual vulnerado es de un valor menor que el supuesto interés colectivo a preservar. La segunda, que el cuerpo colectivo teóricamente defendido a expensas del individuo es “más” o incluso distinto de la suma de sus integrantes. Los políticos colectivistas —casi todos— se amparan en estas dos premisas para santificar la represión del individuo. Aunque la “derecha” y la “izquierda” —términos carentes hoy de valor científico— emplean diferentes lenguajes y persiguen fines aparentemente opuestos, el efecto es el mismo: se antepone a la voluntad y a los derechos de una persona concreta este vago concepto, y se recorta su autogobierno. Y, si protesta, se le tendrá por mal ciudadano, egoísta e insolidario. La mayoría recibe una educación colectivista que le lleva a internalizar una especie de hipocresía filosocial. Esa hipocresía, derivada de la exaltación del altruísmo y del sacrificio por los demás (conceptos impuestos como medio de control social por las principales religiones e ideologías políticas), lleva a las personas a aguantarse cuando se recorta moderadamente su libertad en aras de “todos”. Muchos recortes moderados suman uno intolerable. El miedo a la libertad y a su contraparte de responsabilidad coadyuva a esa abdicación del interés propio y a ocultar la persecución del beneficio propio, al entenderse como un objetivo inmoral o menos elevado que la abnegada lucha por el bien “común”. De esta fuente de autorrepresión altruísta emanan fluídos altamente tóxicos para una sociedad libre: el corporativismo, el estatalismo, la culpabilización de quienes alcanzan el éxito —sobre todo económico— y el igualitarismo alienador: la reducción de las personas a la condición de ovejas de un inmenso rebaño cuyos pastores, los políticos, nos dan paz, seguridad, una ilusión de libertad y algunas migajas del producto de nuestro propio esfuerzo a cambio de que renunciemos en mayor o menor grado a nuestra legítima ambición, parte esencial de nuestra condición humana que queda atrofiada por esta presión exterior. Hacen de nosotros dóciles siervos del poder colectivista a cambio de un plato de lentejas. La ambición de los políticos sólo puede verse satisfecha mediante el ejercicio de poder sobre las vidas de las demás personas, y cuantas más, mejor. El choque directo de intereses entre el político y el individuo resaltaría la inmoralidad de casi todas las imposiciones del primero sobre el segundo. Por ello los políticos han inventado este cándido concepto del interés general, que les sirve como escudo ante el rechazo natural de los individuos frente al despojo de su libertad. ¿Quiere todo esto decir que la libertad individual no tiene límites éticamente aceptables, y que todo recorte de la misma es inmoral? No, pero casi. Sólo hay un recorte aceptable: el estrictamente necesario para preservar la libertad de otro. Sólo debería exigirse a cada ser humano que no realizara ningún acto directamente perjudicial para otro. Y ese perjuicio no puede determinarlo a su capricho la oligarquía política. El daño que llegue a justificar una medida tan extrema, tan excepcional y traumática, tan grave y contundente como es la limitación de la libertad de alguien tiene que ser un daño claro y verdadero, bastante objetivo y directo, y de cierta entidad. No basta el manido recurso al ambiguo “interés general”. No se puede jugar frívolamente con la libertad de las personas. La sociedad no es otra cosa que la suma de quienes la integran y, por tanto, ese bien común supuestamente diferenciado del heterogéneo y contradictorio conjunto de intereses de los diversos ciudadanos es una patraña destinada a atarnos de pies y manos. El interés general no existe. — 122 — Paraísos fiscales: refugios de libertad Perfiles del siglo XXI, mayo de 2000 El siglo XX pasará a la Historia como el siglo del máximo protagonismo del Estado. Los Estadosnación compactos, con pretensión de uniformidad etnocultural y con vocación de compartimentos estancos tuvieron su mayor auge en la primera mitad del siglo. Su glorificación condujo al totalitarismo y, después de la terrible conflagración bélica de los años cuarenta, mantuvieron su vigencia durante cuatro décadas más a causa de la Guerra Fría. Sólo el abrupto e inesperado final de ésta —y de la correspondiente situación de bipolaridad— ha hecho posible que asistamos ahora a un considerable cuestionamiento del exceso de Estado, y pueda el ciudadano individual recuperar poco a poco fragmentos de la soberanía que, de forma tan sutil como implacable, le había ido arrebatando la insaciable maquinaria estatal. Casi todas las voces coinciden en señalar que, si efectivamente el siglo XX fue una centuria marcada por la hegemonía social, cultural, política y económica de los Estados, el nuevo siglo será el de la máxima devolución de poder a la persona. Un indicio fundamental de esta tendencia podemos encontrarlo en el auge imparable de la resistencia ciudadana a las hasta ahora numerosas y frecuentemente dolorosas imposiciones del Estado en todos los órdenes de la vida. Esta resistencia, que constituye una auténtica rebelión silenciosa de las generaciones finiseculares contra el poder, ha tenido una multiplicidad de expresiones, desde la temprana revolución sexual de los años sesenta hasta la espiritual de los setenta y la moral de los ochenta, desde el movimiento mundial contra el servicio militar hasta la presión social en favor de la soberanía individual respecto a cuestiones como el aborto, la eutanasia o el consumo de estupefacientes, y desde el cuestionamiento de muchos elementos del Estado-providencia hasta la generalización y popularización de los paraísos fiscales y otras fórmulas de protección frente a la fiscalidad. En todos los casos expuestos, la persona ha reivindicado su libertad y el ámbito en el cual ésta se ejerce, es decir, su propiedad (la propiedad de su vida, de su cuerpo, de sus decisiones, de su trabajo y de su patrimonio). Esta reivindicación choca frontalmente con la autopercepción de los Estados, herederos directos del Antiguo Régimen, que se han civilizado y democratizado en su relación con las masas, pero no tanto en su relación directa con el individuo —relación que constituye la gran asignatura pendiente de nuestra organización sociopolítica actual—. El sheriff de Nottingham El Estado tal como hoy todavía lo conocemos, pese a ser consciente de una acelerada deslegitimación por parte de las personas —a la cual, naturalmente, se resiste—, se percibe a sí mismo como el dueño último de cuantos recursos de toda índole se encuentran en su territorio, siendo los ciudadanos una especie de pseudopropietarios a quienes en cualquier momento se puede expropiar si es necesario (antes en nombre de la “patria” o del rey, ahora en función del “interés general” o de la sociedad). Esta condición de dueño último de todo y de todos, de señor absoluto de vidas y haciendas, se denomina “soberanía” y explica la arrogancia con la que los estados se han adueñado de todo tipo de bienes, desde el cuerpo y el trabajo de los seres humanos obligados a trabajar gratis para él (como soldados o en cualquier otra actividad) hasta tierras para construir autopistas, y, explica también el crecimiento desmedido de la presión fiscal a lo largo del siglo, que en algunos países occidentales ha alcanzado más del ochenta por ciento de los ingresos laborales de una persona o de los beneficios de la actividad empresarial, en lo que contituye una auténtica nulificación del autogobierno personal y una infantilización casi total de los seres humanos, con la administración pública como paternal tutor de todos los ciudadanos. Este nuevo “sheriff de Nottingham”, como el malvado personaje de la novela Robin Hood, está siempre al acecho para quitarle a la gente lo que es suyo. Ha moderado sus maneras y ha convencido a la mayoría de la conveniencia de sus impuestos, deslumbrando a las masas con todo tipo de infraestructuras y sistemas de “protección” social (logros, ambos, que la gente habría alcanzado por sí misma y en mejores condiciones mediante esa espontánea organización — 123 — social que llamamos mercado). Pero la base del sistema sigue siendo la expropiación, y por montos mucho mayores en el siglo XX que los antiguos diezmos. El Estado enseña los dientes a cualquiera que cuestione su soberanía, porque es plenamente consciente de que sin este atributo tan cuestionable y obsoleto —al menos en su formulación presente y con sus actuales contenidos—, se tambalearía y daría paso a una situación de máxima libertad en la que los soberanos serían directamente los individuos, y las escasas funciones a desempeñar por entes colectivos no justificarían un Estado como el actual sino uno cien veces más pequeño y limitado. Esto asusta a millones de personas con un interés directo o indirecto en la continuidad del statu quo, desde los empresarios mercantilistas que viven de la protección estatal frente a sus competidores extranjeros hasta los líderes sindicales, desde los enormes regimientos de funcionarios públicos hasta la clase política en pleno, sea cual sea el partido de cada uno de sus representantes. Todos estos sectores representan una coalición formidable, invencible por el ciudadano solo en una confrontación directa con semejante monstruo. Pero David está ganando a Goliat escapando del sistema, refugiándose en las oportunidades de afirmación de la soberanía individual que hoy permiten las nuevas tecnologías y la popularización de los transportes y las comunicaciones. ¿El Estado le sustrae su derecho a consumir marihuana? Vaya usted a Amsterdam. ¿Le impide abortar? Cruce la frontera o vuele al país más cercano con una legislación más liberal al respecto. ¿Le perjudica la debilidad de la moneda estatal? Protéjase cambiando su dinero a una moneda fuerte. ¿Le está robando a través de unos impuestos confiscatorios? Acuda a un paraíso fiscal. La globalización y la tecnologización de nuestra vida cotidiana son, por lo menos hasta ahora, las grandes aliadas de la persona individual en su heroica resistencia frente al megaestado. Lo que no han conseguido los partidos políticos liberales o libertarios, ni los economistas “austriacos” ni el ejemplo de los grandes éxitos del sistema de pensiones chileno o de la revolución económica neozelandesa, lo están logrando los vuelos asequibles, las conexiones a Internet y, en definitiva, la abolición de las distancias en nuestro mundo. Refugios de libertad La presión fiscal, la política arancelaria y las diversas formas de intromisión del Estado en los asuntos de la gente son las causas principales, si no únicas, de que en el mundo existan hoy más de cincuenta paraísos fiscales. Es una constante histórica que allí donde alguien intenta limitar la libertad humana, otro se ingenia un sistema para preservarla. No se trata de lugares gobernados por perversos políticos locales decididos a minar la “base fiscal” de los países “normales”, ni de jurisdicciones corrompidas por el dinero de malvados millonarios. Se trata de países y colonias que de forma absolutamente ética y legítima ofrecen a la gente un respiro, una válvula de escape frente a la persecución, es decir, un refugio. De ahí viene su nombre original en inglés: “tax havens” (refugios fiscales), mal traducido al español como “paraísos”. Aunque la palabra “paraísos” es bastante ajustada a la realidad, en contraposición con el infierno fiscal que representa la Hacienda pública de las jurisdicciones ordinarias, creo que el nombre original, “refugios”, da una idea más precisa de lo que acontece en esos lugares. La gente se refugia, se asila. Y si siente esa necesidad es porque en sus lugares de origen ocurre algo injusto. Nadie se tomaría las molestias —y hasta los riesgos— de refugiarse en Liechtenstein o en las Bermudas si en su país se le cobrara unos impuestos de un cinco o diez por ciento, si montar una compañía en los países “normales” fuera cuestión de horas y costara cien dólares, si la actividad empresarial o la simple gestión de los ahorros no fuera una carrera de obstáculos en la que uno percibe siempre en la nuca el aliento amenazador de esos perros de presa humanos: los inspectores de Hacienda. Cuando una ley es injusta, la gente se resiste a cumplirla. Así, miles de jóvenes en todo el mundo se han resistido a cumplir el servicio militar —y muchos han ido a prisión por ello— y las sociedades generalmente les han dado la razón, hasta el punto de que este intolerable abuso estatal sobre la vida, el tiempo, el cuerpo y el trabajo de las personas ha quedado socialmente — 124 — deslegitimado y está siendo abolido país tras país. Pues bien, aunque tenga un estigma social a veces insoportable —fomentado por la propaganda estatal pagada con los impuestos de la misma gente a la que se dirige—, el hecho de refugiarse en un paraíso fiscal no dista mucho conceptualmente, mutatis mutandis, de la insumisión a otro supuesto deber como es éste de prestar servicio armado al país. Una palabra viene de inmediato a la mente cuando se discute la justificación moral de las obligaciones de toda índole que el Estado impone a las personas: “solidaridad”. La conclusión a la que el mundo está llegando tras las últimas décadas de rebelión individual en diferentes campos es que la solidaridad es una gran cualidad humana indisociable de la voluntad. Se puede incentivar pero no imponer, y suele aflorar por sí sola en cuantía suficiente —como demuestra el auge de las ONG— si se permite la actuación libre de la conciencia humana, en vez de organizarla desde un poder superior y paternal. La solidaridad es demasiado importante para dejarla en manos de los burócratas, y la gente empieza a darse cuenta de ello. La solidaridad forzada no es solidaridad sino abuso y expolio, y si se puede justificar en algún caso sería en muy contadas y excepcionales ocasiones, jamás como un mecanismo sistemático, articulado y planificado desde el poder político. ¿Es insolidario el emigrante que se lleva su capacidad intelectual y física a otro país porque las condiciones laborales creadas por la legislación corporativista y mercantilista le hacen imposible encontrar empleo? ¿Es insolidario el joven que se niega a perder un año de su vida —o su vida entera— en el servicio militar a esa entelequia que llaman “patria”? ¿Es insolidario quien refugia su dinero fuera de las fronteras nacionales, harto de que el “Gran Hermano” le succione su patrimonio para alimentar un sistema caduco e ineficaz? Insolidarios son quienes, ante cualquiera de estas situaciones, criminalizan al individuo en lugar de replantearse el sistema. El auge de lo offshore La palabra inglesa “offshore” (“más allá de la costa”) se emplea como sinónimo eufemístico de “paraíso fiscal”, ante la criminalización social a la que estas jurisdicciones han sido sometidas por los medios de propaganda estatales. El sector financiero offshore representa hoy, según los expertos, entre el diez y el quince por ciento de la riqueza mundial, cuando en 1994 no pasaba del cinco por ciento. El crecimiento es tan rápido que al término de la década de 2000 bien podría estar refugiado en estos lugares más de la mitad del capital mundial. Hasta hace unos años, los paraísos fiscales se consideraban como países y territorios reservados a grandes empresas y, sobre todo, a fortunas personales enormes. Pero la elevada presión fiscal del mundo desarrollado, que se ha reducido algo pero que sigue estando muy por encima de la medida esperada por la gente, junto a la simplificación y el abaratamiento de los viajes y las telecomunicaciones, ha hecho de lo offshore un entorno tentador y al alcance de cualquiera. Tener una cuenta cifrada o una sociedad exenta de impuestos ya no es un lujo, y en muchos casos es una necesidad. ¿Quién y cómo puede beneficiarse de los paraísos fiscales? En primer lugar son un refugio ideal para las personas que han ido ahorrando durante años y que o bien viven en países donde se les obliga a tener sus cuentas personales en una moneda nacional insegura (caso de varios países latinoamericanos) o bien han generado parte de su ahorro “en negro”, es decir, fuera del control estatal. En lugar de tener cantidades importantes debajo de la cama o perdiendo valor en las caja de seguridad de un banco, ese dinero puede hacerse productivo realizando cualquier clase de inversión bursátil o simplemente manteniéndolo en una cuenta remunerada en un paraíso fiscal. Cualquier suma a partir de unos pocos miles de dólares justifica el recurso a estos territorios. Además, en los bancos offshore se puede uno beneficiar de la ausencia de control de cambios y del uso exclusivo de monedas fuertes. Las cuentas bancarias normalmente admiten fondos en varias monedas, por lo que se puede diversificar cómodamente el capital teniendo en la misma cuenta una parte en dólares, otra en yenes y otra en francos suizos, por ejemplo. Las tarjetas de crédito emitidas por estos bancos se pueden utilizar en el país de residencia del interesado, y a veces sin dejar rastro. Y, por supuesto, estos bancos están obligados por ley a no suministrar información a las haciendas de los países “normales”, cosa — 125 — que tampoco hace el propio gobierno del paraíso fiscal. Las cuentas se abren con enorme facilidad y las comisiones bancarias no son, por lo general, mucho más elevadas de lo habitual. Además de miles de bancos dedicados en exclusiva al negocio offshore, la mayoría de los principales bancos de cada país tienen bien organizada su estructura exterior y ofrecen a sus clientes todo tipo de facilidades para realizar y controlar sus depósitos, muchas veces sin siquiera desplazarse al paraíso fiscal en cuestión. Empresarialmente, los paraísos fiscales constituyen en la actualidad una pieza clave del comercio internacional. En ellos se puede constituir una empresa en cuestión de horas, sin que se inmiscuya en ello la administración y por unas cantidades asequibles a cualquier bolsillo. Cada vez son más los profesionales independientes que cobran a sus clientes en el extranjero mediante este tipo de sociedades, cuyo precio no suele superar los mil quinientos dólares como mucho. Evitar la doble imposición, aliviar la carga fiscal que soportan y mantener el secreto de algunas operaciones comerciales son los principales motivos por los que las empresas acuden a un paraíso fiscal. No hay una sola multinacional que no tenga una sofisticada estructura offshore, y el tamaño de las compañías usuarias de estos territorios se ha reducido hasta alcanzar a muchas pequeñas y medianas empresas. Una de las ventajas del paraíso fiscal frente a la jurisdicción convencional es que la identidad de los verdaderos propietarios y administradores puede protegerse mediante figuras jurídicas que impiden a los Estados acceder a esa información. La extrema seriedad y confidencialidad de los despachos de abogados y del sector bancario son la clave del éxito de estos territorios, por lo que en la práctica totalidad de los casos uno puede estar tranquilo respecto a la seguridad de sus datos, de su identidad y de su patrimonio. Los latinos y la hipocresía anti-offshore Llama la atención la gran diferencia de percepción sobre los paraísos fiscales por parte de anglosajones y latinos. Los primeros, desde hace décadas, suelen considerar a estos territorios como lugares normales y corrientes, necesarios en el comercio internacional. No tienen una impresión especialmente buena ni mala sobre lo offshore. Los segundos, sin embargo, han sucumbido a la satanización de los paraísos fiscales por parte de los gobiernos de sus países y de una legión de periodistas mojigatos, cuyo puritanismo en esta materia alcanza cotas cercanas a la estupidez. En una revista española se ha llegado a proponer el cierre de la frontera de la Unión Europea con los centros offshore vecinos. También en América Latina se suele tener una visión muy negativa de estos lugares. La tradición cultural estatista y la moral pacata heredada de la Península Ibérica tienen mucho que ver con esta situación, si bien se percibe en la actualidad una rápida apertura de miras que poco a poco va rehabilitando socialmente el uso de paraísos fiscales. En el caso de España, sería muy conveniente favorecer la constitución de centros offshore pujantes en Ceuta, Melilla y tal vez Canarias, al objeto de competir eficazmente con el resto del mundo. También va siendo hora de dejar de satanizar a Gibraltar y Andorra. En todo el mundo, los Estados convencionales han reaccionado de dos formas ante el espectacular incremento del sector financiero offshore. Por una parte, han lanzado toda suerte de campañas de propaganda destinadas a deslegitimar y desprestigiar a los paraísos fiscales, presentándolos ante la opinión pública como nidos de terroristas, narcotraficantes y millonarios egoístas. Por otro, han intentado ponerle puertas al campo, legislando innumerables normas destinadas a dificultar el acceso de los ciudadanos a estos lugares y a asustar a la gente respecto a la utilización de un paraíso fiscal. Pero la realidad se impone y de nada le han servido a los Estados ni sus legislaciones liberticidas ni su hipocresía. Esta última tiene su mayor expresión en la tolerancia de facto de casi todos los grandes Estados frente a aquellos pequeños paraísos fiscales con los que comparten un mismo entorno geográfico y de idioma (Italia sobre San Marino, Francia respecto a Mónaco, Alemania con Luxemburgo, Gran Bretaña respecto a las islas de Man, Jersey y Guernsey, España frente a Andorra, Estados Unidos sobre Bermudas y Grand Cayman, etc.). Esa tolerancia se debe a la presión de la — 126 — comunidad financiera de cada país, y a la preferencia de las haciendas públicas por mantener esas fortunas cerca, de forma que reviertan de una u otra manera en el país. Los paraísos fiscales, salvo Suiza, suelen ser países minúsculos. Unos son antiguos y respetados microestados europeos. Otros son pequeñas islas del Caribe o del Pacífico sin muchos más recursos que el turismo y el sector offshore. Muchos son todavía países colonizados cuya escasa extensión y población les mantienen aún bajo depedencia política de la metrópoli, pero con una plena autonomía económica y fiscal. Todos ellos compiten entre sí por el aluvión de dinero que cada año huye de las economías ordinarias, es decir, de los infiernos fiscales, hacia el sector offshore. Son en la práctica totalidad de los casos territorios democráticos y con un correcto manejo de la economía doméstica. Algunos han logrado generar un elevadísimo nivel de vida para sus ciudadanos y residentes extranjeros. Sin embargo, no faltan voces puritanas que exigen la anulación de sus “privilegios” y hasta la anexión a los países grandes cercanos, en el colmo de la arrogancia. Es lo que sucedió hace poco en Alemania, cuando se descubrió que el partido democristiano CDU tenía cuentas en Liechtenstein y hubo quienes se permitieron incluso reclamar la anulación de este pequeño país centroeuropeo. La OCDE intentó en 1998 y 1999 organizar a sus Estados miembros en una especie de cruzada contra el sector offshore, pero los mismos países que tanto vociferan contra los paraísos fiscales encontraron mil y un impedimentos para coordinarse. Tampoco las alarmistas conclusiones de la comisión Ruding del Parlamento Europeo motivaron acción alguna por parte de los Quince. En definitiva, la hipocresía no sirve cuando la realidad se impone, y la propaganda anti-offshore no es ni creíble ni eficaz. El dinero es de la gente y la gente quiere ser libre. Dónde se lava de verdad el dinero sucio En muchos países asistimos a una sorprendente campaña de confusión que pretende asociar a los paraísos fiscales con el lavado de dinero procedente del narcotráfico, del tráfico de armas y de otras actividades ilegales. ¿Son los paraísos fiscales, como los denominó un diario argentino, una forma más sofisticada de la “cueva de Alí Babá”? En el caso del narcotráfico, el debate es indisociable de otro que también constituye una cuestión clave de nuestro tiempo: la necesidad de liberalizar el consumo y comercio de drogas, como medio de acabar con los imperios mafiosos del narcotráfico, proteger al consumidor y devolver a la gente su libertad. Pero en cualquier caso, muchos ciudadanos han aceptado el insistente argumento que culpa a los paraísos fiscales como centros de lavado. La gran mayoría de los territorios offshore tienen regulaciones extremadamente estrictas en contra del lavado de dinero procedente de actividades ilegales. Muchos de ellos —incluyendo a todos los prestigiosos, donde está la gran mayoría del capital offshore— son signatarios de toda suerte de tratados internacionales y han adoptado leyes durísimas al respecto, generalmente mucho más contundentes que las de los países “normales”, precisamente para sacudirse esta injusta imagen de “lavadoras”. Las grandes fortunas del terrorismo, del cartel de Cali o de los oscuros comerciantes en armas no están en Mónaco, Gibraltar o Grand Cayman sino allí donde no levantan sospechas: en las bolsas de Frankfurt, Londres o Nueva York y, sobre todo, en infinidad de propiedades inmobiliarias y empresas de comercio minorista y hostelería (muchas veces mediante cadenas de franquicias), justificando así elevadas inversiones que dan convenientes pérdidas durante años. Miles de testaferros y prestanombres de todo tipo firman las oportunas actas de constitución, cuentas bancarias, etcétera. Usted puede llegar a cualquier banco de un país “normal” y depositar cien mil dólares sin que nadie le pregunte de dónde lo ha sacado, pero intente hacer lo mismo en un paraíso fiscal y se encontrará con un amable “no, gracias”. Que los bancos offshore no den cuenta a ninguna Hacienda sobre el origen de sus depósitos no quiere decir que ellos mismos no adopten los controles oportunos. Y cuando no lo hacen pierden sus licencias, como ocurrió hace más de una década con el famoso escándalo del Bank of Credit and Commerce International. Muchos clientes “primerizos” se sorprenden y hasta se asustan al ver cómo el banco mueve cielo y tierra para confirmar la información por ellos — 127 — suministrada sobre su empresa, fuentes de ingresos, etcétera. Para cualquier depósito de cierta cuantía, es necesario demostrar el origen correcto del dinero, además de ofrecer referencias de bancos y abogados situados en el país de residencia. Esto no vulnera la confidencialidad ni la seguridad del cliente, pero deja tranquilos a los banqueros y abogados del paraíso fiscal. Además, los gobiernos de estos territorios no informan a ningún otro país, pero sí se informan ellos, porque son los primeros interesados en mantener su reputación y en evitar problemas con sus poderosos vecinos. Un futuro “paradisiaco” Los paraísos fiscales no son un mal sino un síntoma. La enfermedad que señalan es el prepotente soberanismo fiscal de los países frente a sus ciudadanos, la glorificación del Estado y la continua amenaza de éste a la propiedad de las personas y de las empresas. Esa y no otra es la dolencia, y la medicina que la combate se llama libertad económica. La globalización está suministrando a los individuos amplias dosis de ese medicamento milagroso. En el Occidente desarrollado hemos conquistado la libertad política, y América Latina se ha incorporado a ella tarde pero bien. Falta la libertad económica, y por ahora sólo los paraísos fiscales nos la proporcionan, mientras nuestros Estados nos la niegan. Además, aquéllos nos ayudan a forzar a éstos para que nos la reconozcan de una vez. La tendencia apunta hacia un mundo donde el sheriff de Nottingham terminará recibiendo un sonoro y humillante corte de mangas y, en vista de no tener nada que recaudar por haber refugiado todos los aldeanos su dinero en el bosque offshore de Sherwood, bien custodiado por Robin Hood y sus amigos, se irá a casa con los bolsillos vacíos y dejará en paz, por fin, a las antiguas víctimas de su vampirismo convertidas ya en ex-súbditos económicamente libres. — 128 — Entrevista a Alvaro Vargas Llosa Perfiles del siglo XXI, mayo de 2000 El conocido periodista y escritor peruano defiende un liberalismo coherente y critica la manera en que se han llevado a cabo las reformas latinoamericanas en la última década, que han girado en torno a la privatización pero no han conllevado una auténtica voluntad de liberalizar las economías y abrirlas al mundo, para no hablar de su escasa incidencia en otras áreas, como la que él considera la gran asignatura pendiente en la región: establecer una administración de Justicia imparcial, eficaz y despolitizada. JP: ¿Cuáles son tus proyectos actuales? AVLL: Tengo mi “cuartel general” en España desde hace cinco meses, aunque en realidad estoy viajando constantemente a América Latina, que es mi área de interés principal. Estoy escribiendo y dando conferencias, y tengo algunos proyectos editoriales para los próximos meses en relación con una revista literaria latinoamericana. Debes odiar la pregunta, pero es imposible no hacértela: ¿no es muy difícil ser escritor siendo hijo de Mario Vargas Llosa? No, creo que no, porque mi perspectiva sobre él es distinta a la de los demás. Para mí es mi padre y así es como le veo, no como un escritor famoso sino como mi padre. La identidad de una persona se va desarrollando en esos años cruciales de la infancia y de la adolescencia en función de una relación con su padre que no contempla fundamentalmente su proyección pública sino su faceta más íntima y privada. El ha manejado con mucha inteligencia este asunto, y siempre nos incentivó mucho a la lectura. Siempre fue muy liberal en la manera de educar a sus hijos, pero tomó una única decisión autoritaria que le aplaudo: nos impuso dos horas diarias de lectura bajo pena de severo castigo, y nunca se lo agradeceré bastante. De semejante imposición sólo se podía salir con un odio a cuanto tuviera que ver con Guttemberg o, por el contrario, con una auténtica pasión por las letras, como fue mi caso. Es un privilegio tener “en casa” (téoricamente hablando, porque nunca estamos en el mismo sitio) a una persona con la que puedes cotejar permanentemente tus ideas acerca de qué escribir, intercambiar manuscritos, etcétera. Por ejemplo, acabamos de realizar un diálogo para el diario La Vanguardia de Barcelona sobre nuestros respectivos libros. Y vivimos todo eso con entera naturalidad. ¿Te sientes principalmente escritor o periodista? Básicamente periodista, aunque es una palabra que está mal vista. Cuando me invitan a participar en un evento siempre me preguntan cómo quiero ser presentado, y me dicen que eso de “periodista” seguramente no me parecerá bastante. Yo les digo que por supuesto lo es. Algunos de los más grandes escritores del siglo XX han sido periodistas, desde Azorín hasta Ortega y Gasset. Publicaron sus mejores libros como colecciones de artículos aparecidos en diarios. Yo estoy cultivando últimamente un género, el de no ficción, donde se entrecruzan muchos otros, entre ellos el periodístico. Este género le da al escritor elementos imprescindibles. Por ejemplo, el último trabajo de mi padre, La fiesta del chivo, tiene una sólida base de investigación que le ha llevado tres años, aunque es un libro de ficción. Yo estudié Historia y he ejercido el periodismo desde los quince años. Mis libros tienen una vocación analítica y reflexiva que quizá los sitúen más allá del periodismo, si somos muy puristas en las definiciones. ¿Camina la literatura hacia una mezcla de la ficción y la no ficción? Sí, estoy convencido de ello. Vamos hacia un género híbrido, ecléctico. Truman Capote hablaba de la “novela de no ficción” como género vanguardista, y lo cultivó sobre todo en su libro A sangre fría. El otro día cayó en mis manos un libro de Tom Wolfe, que hoy se ha convertido en un autor de best-sellers y ya no se le toma tan en serio, pero que ha escrito magníficos artículos dentro la corriente del new journalism estadounidense, siempre defendiendo una tesis muy provocadora: cómo el periodismo está reemplazando a la literatura, y especialmente a la — 129 — novela, que está en total decadencia. El periodismo de alto nivel, que emplea técnicas de la novela como el diálogo o el monólogo interior, pero en clave periodística. Todo esto lo decía Wolfe hace treinta años y es increíble la precisión con la que describe lo que está pasando hoy. Hoy vas a cualquier librería y encuentras multitud de libros a los que uno ya no sabe donde catalogar porque tienen elementos del ensayo, del reportaje, de la novela y hasta de la poesía en una misma obra. Has hecho radio y televisión y has dirigido un diario tan importante como el Miami Herald. ¿Qué destacarías de tu experiencia periodística? No sé si atreverme a responder. En el Miami Herald aprendí mucho y vi lo mejor y lo peor del capitalismo al estilo norteamericano. Lo mejor no tengo ni que contártelo, estamos entre liberales. Pero vi también la tiranía de las minorías, la desnaturalización del capitalismo, su burocratización, la hipocresía intelectual más enorme en personas cuya única preocupación era la cotización bursátil de la empresa pero que alardeaban del típico discurso socialdemócrata tan a la moda. Fue fascinante entrar en ese mundo, sobre todo en una ciudad clave para el futuro inmediato de los Estados Unidos, donde se produce el encuentro entre las dos grandes culturas del país, la anglosajona y la latina, cuya conexión no está resuelta. Y, ¿lo está la conexión entre América Latina y España? Pues no del todo. España tiene en estos momentos una prioridad que es Europa, y eso es perfectamente comprensible. No sería justo culpar a España de eso. Es un país que durante décadas se sintió acomplejado frente a sus vecinos del Norte, y que hoy día ha superado esos complejos y está realizando su afán de estar a la par con esos países. Creo que España tiene la economía más dinámica de Europa y si terminara de hacer las reformas liberales pendientes se pondría a la vanguardia del continente. ¿Cómo vamos a echarle en cara todo eso a España? Sin embargo, creo que es una mutilación de lo que significa España en términos históricos y culturales ningunear a América Latina, como ha ocurrido. Salvo por unos cuantos bancos y grandes empresas, hemos estado muy ninguneados por España en estos últimos años. Esto es una interesante contradicción porque desde la perspectiva española la gran obsesión era la presencia estadounidense en la región y su influencia. Pues si se quiere evitar esa influencia, lo que habría que hacer es competir con los Estados Unidos por el corazón de América Latina, de un modo mucho más audaz. No se puede denunciar constantemente la presencia hegemónica de Washington y después no hacer nada y dedicarse solamente a cuidar la presencia y el papel que se ejerce en otros lugares. Esto se ha visto en el caso de Cuba, donde la posición española ha sido la de tolerar al régimen y llevarse bien con él para estar bien colocados de cara a la transición y ganarle la influencia a los estadounidenses. Algo totalmente aberrante, ¿no es así? Claro, y con la hipocresía de muchos políticos españoles de criticar la “explotación” norteamericana de nuestros países y tolerar al mismo tiempo un régimen laboral en Cuba que es prácticamente una nueva forma de trata de esclavos, donde el régimen vende a las empresas extranjeras el trabajo de sus ciudadanos, cobrando en dólares y pagándoles a ellos cantidades muy inferiores y en pesos cubanos devaluados. Eso es absolutamente inmoral y si alguna empresa lo aplicara en España habría un conflicto de orden público, pero se admite respecto a Cuba. Lo admiten incluso los sindicatos españoles, tan solidarios con el régimen de La Habana. Ha habido una auténtica abdicación española de su labor en América Latina, se ha tirado la toalla dejando vía libre a Estados Unidos con una especie de resignación y tristeza. Pero ahora la globalización nos va a llevar a tener que trabajar, no por países, sino por grupos de idioma, con lo cual España y América Latina van a estar unificadas quieran o no, por ejemplo en Internet. Sí, esa es la realidad social y cultural que se va imponiendo, pero choca con las políticas de Estado. Por ejemplo, en España se está restringiendo la inmigración. A mí me parece bien que los Estados no subvencionen la inmigración, pero es absurdo que un país que apenas tiene un 1 % de población extranjera se tome la inmigración como un problema grave y cierre sus puertas — 130 — a gente tan similar como son los latinoamericanos. Una economía dinámica y libre es capaz de generar suficiente demanda de empleo para necesitar incluso trabajadores extranjeros. Recuerdo que hace unos años todos los gobernadores estadounidenses andaban preocupados por cómo frenar la inmigración y ahora prácticamente la alientan. Ni siquiera en California hay presiones para detener la entrada de inmigrantes mediante leyes discriminatorias. Se crea tanto empleo que a nadie le importa si el inmigrante compite o no con el local por un puesto de trabajo. La economía liberal es la mejor forma de abordar el debate sobre la inmigración. ¿Cómo ves el debate sobre la dolarización? Estuve hace poco en Ecuador, unos meses antes del “semigolpe” de Estado, y fue precisamente para hablar sobre la dolarización. Defendí, más que la dolarización, la libertad de usar la moneda que cada uno quiera. Creo que con la dolarización habrá un manejo monetario y fiscal mucho mejor del actual, y me parece que es un buen paso para Ecuador, y que sería bueno para otros países. Es una forma de quitarle a los políticos un poder discrecional muy grande, y eso es bueno. ¿Eres optimista respecto al camino que ha tomado América Latina? No, no mucho. Estoy terminando un informe —que me ha pedido la Sociedad Mont Pèlerin para la reunión de noviembre en Chile— sobre las reformas en América Latina durante los noventa, y tal vez este trabajo sea el embrión de un próximo libro. Mi mayor preocupación es que la naturaleza de esas reformas no ha sido liberal, aunque lo parezca. Sin duda se ha producido una transferencia de responsabilidades del Estado a la sociedad civil, y la palabra que mejor describe lo que ha pasado es “privatización”, pero privatizar una economía no significa necesariamente abrirla a la competencia. Una economía privada no es necesariamente una economía libre, y lo que ha pasado en América Latina es que hemos privatizado sin liberalizar, pasando de los monopolios públicos a los privados. Lo curioso es que los artífices de esto sean encima acusados de ser demasiado liberales, y que se culpe de los males de esta situación al liberalismo. Tampoco se ha emprendido la importantísima reforma de la Justicia, que ha sido la gran ausente de esta década y es sin duda la principal asignatura pendiente. Es una reforma que no suele reclamarse desde las primeras páginas de los diarios y que poca gente ve como algo urgente, pero yo tengo el convencimiento absoluto de que es una institución fundamental para que una economía de mercado funcione. Sin seguridad jurídica no se puede generar confianza en una economía. Debería ser una prioridad absoluta establecer una administración de Justicia enteramente independiente de los políticos y del dinero que tengan quienes acuden a ella o son reclamados por ella. Y a nivel global, ¿qué pasa con el liberalismo? Se enfrenta a un gran problema hoy en día. Cuenta con un gran crédito: el que le da la realidad, la evolución del mundo que todos estamos viendo. Hay una sociedad que ha desbordado felizmente a sus intelectuales. Pero hay que ser francos: existe el peligro de un retroceso porque se ha creado en la ciudadanía la idea de que el falso liberalismo de la privatización sin liberalización, de la reforma a medias, era el verdadero liberalismo. Eso hace que se asocie injustamente al liberalismo los fracasos ocurridos por no haberse adoptado de verdad medidas liberales. Tenemos un reto muy difícil, que es el de desmarcarnos de ese falso liberalismo, y digo que es muy difícil porque los adversarios del liberalismo manejan muy bien el lenguaje político. Pero esa es la gran tarea de los liberales en la actualidad: explicar que el capitalismo de Estado, el corporativismo, los oligopolios privados cercanos al poder político o el capitalismo de mafias al estilo ruso o asiático no tienen nada que ver con lo que defendemos los liberales, que el liberalismo es otra cosa y que no es justo culparle de males que no ha podido ocasionar, sencillamente porque apenas se ha puesto en práctica. Ayer estuve en la presentación de un libro escrito por un gran intelectual de izquierdas y él ponía como ejemplos del fracaso del capitalismo nada menos que a Rusia y a Thailandia. Como ves, el reto es inmenso. En cierta medida es culpa nuestra porque cuando defendíamos sobre todos los demás elementos del liberalismo la economía de mercado —y era necesario porque estaba circunscrita a muy pocos países— nunca imaginamos que en algunos sitios podría aplicarse sola, sin el resto — 131 — del pensamiento liberal y manipulándose como se ha hecho. Sobre el Sudeste asiático cometimos el error de magnificar lo que en esos países había de economía liberal, obviando lo mucho que también había de iliberal en esas economías y, desde luego, en su política. Hay que explicar los buenos ejemplos: Nueva Zelanda, sobre todo. Y hay que recordar que allí fueron los laboristas quienes emprendieron la reforma liberal. Roger Douglas lo explicó de forma muy sencilla. Dijo que hubo en Nueva Zelanda dos razones por las que fueron capaces de hacer la revolución liberal: la simultaneidad de las reformas en todos los terrenos y la voluntad clarísima de acabar con el privilegio. Y acabaron con el privilegio liberalizando de verdad, mientras en América Latina las privatizaciones convertían al consumidor en rehén de determinadas empresas y a veces hasta subían los precios por encima de los del monopolio público anterior. La capacidad de chantaje y corrupción de ciertos grupos económicos sobre el Estado ha incidido en las reformas y hace que no pueda hablarse de una auténtica reforma liberal, ni mucho menos. Liberal en todo (recuadro adjunto a la entrevista) Cuando tanta gente se denomina liberal sólo por su visión de la economía, dejando de lado los otros aspectos esenciales del liberalismo, y cuando muchos más se adjudican la misma etiqueta sin tener en realidad nada de liberales, resulta muy reconfortante hablar con Alvaro Vargas Llosa. El periodista y escritor peruano aúna la preocupación por la libertad humana en lo económico y en lo político, y lo hace desde la mejor tradición del auténtico liberalismo, ése que resulta tan difícil de encontrar en la actualidad. En sus escritos, tanto en solitario como en la privilegiada compañía de Carlos Alberto Montaner y Plinio Apuleyo Mendoza, se encuentra con seguridad uno de los mayores aportes intelectuales a la América Latina del nuevo siglo. Viajero incansable fascinado por el mundo árabe, Alvaro Vargas Llosa es la personificación de una nueva generación de latinoamericanos globales cuyo empeño en transformar la realidad de sus países en beneficio de las personas no merece simples elogios sino colaboración y militancia por la causa de la libertad. JP. — 132 — Zimbabwe, África y Occidente Columna en to2.com (México), 12-05-2000 Los actuales incidentes de Zimbabwe muestran con espantosa certeza cómo Occidente se ha equivocado durante demasiado tiempo en Africa. La política de las diferentes administraciones coloniales fue pésima, peor aún la forma en que se descolonizó y aún más nefasta la manera en que se han venido conduciendo desde entonces las relaciones con los nuevos Estados africanos. En el Zimbabwe de Robert Mugabe se ve, mejor que en ningún otro país del Africa subsahariana, el fracaso de la pretensión europea de fraguar sobre sus antiguos esquemas (y sobre sus antiguas e irreales fronteras) coloniales unos Estados basados en los grandes principios de la Europa contemporánea. La peor de las equivocaciones occidentales ha sido no exigir a los dirigentes con los que se aliaba un mínimo de sentido común, de civilidad o incluso de humanidad. Durante casi tres décadas, desde la oleada de independencias africanas hasta la caída del comunismo, se pretendió justificar el exceso de pragmatismo occidental como una necesidad para frenar la expansión soviética en el tablero de juego geopolítico. Pero desde hace diez años las reglas del juego han cambiado para todos y, si bien es verdad que alguna tibia democratización y una cierta mejora de los Derechos Humanos han alcanzado al Continente Negro, no es menos cierto que se ha confiado demasiado en el supuesto reciclaje democrático de los mismos líderes de siempre. Mugabe no quiere abandonar el poder y está dispuesto a llevar a su país a la guerra civil si es necesario. Si para mantener el control de Harare tiene que sacrificar a la numerosa población blanca del país (más del 5 %), cuya contribución al bienestar general ha llevado a este país a ser uno de los más avanzados de la zona, a Mugabe no le temblará la mano. Ya ha permitido el saqueo de decenas de casas y haciendas de ciudadanos zimbabwanos con el único pretexto del color blanco de su piel. Londres prepara la evacuación masiva de los blancos ante la explosión de violencia racista fomentada por Mugabe. El efecto de contagio que pueda darse en los países cercanos causa honda preocupación y puede sumir a buena parte del continente en un pozo de pobreza y aislamiento aún mayor. La vecina Botswana, uno de los países de todo el mundo que mayor crecimiento económico anual han experimentado en las últimas décadas, no puede permitirse ese contagio, que ahuyentaría las prósperas inversiones exteriores. Para la cada día menos estable Sudáfrica de Thabo Mbeki, el efecto dominó de Zimbabwe podría ser devastador. Es muy urgente frenar a Mugabe y restaurar la legalidad y los derechos civiles y humanos de todos, blancos y negros, afectos al gobierno y militantes de la sufrida oposición. En Zimbabwe, Africa y Occidente se juegan mucho más que unas hectáreas de cultivo o unos derechos de propiedad. — 133 — Entrevista a Plinio Apuleyo Mendoza, escritor colombiano Perfiles del siglo XXI, junio de 2000 ¿Por qué Roma? Hacía ya algún tiempo que tenía planes de instalarme en Roma, donde había actuado como embajador de Colombia años atrás, pero cuando sufrí en Bogotá el intento de atentado por paquete-bomba decidí permanecer en el país para que nadie pensara que me iba por temor. Habría sido un pésimo ejemplo para los demás periodistas, y por tanto me quedé allí seis meses más. Así pues ya tenía el proyecto de cambiar mi residencia a Europa, sobre todo por la fatiga de mi país, por estar predicando en el desierto. Y Roma es una buena elección para un escritor, es una ciudad acogedora, humana, incluso con un aire provinciano pese a ser una gran capital. Es una ciudad muy distinta a las otras que conozco. Y, ¿cómo se vive bajo amenaza, sabiendo que hay un montón de fanáticos deseando su muerte? Pues en mi última etapa en Colombia llegué a tener cinco o seis guardaespaldas, tenía que suprimir toda actividad rutinaria, no tener casi intimidad. Es como vivir en guerra. Llega un momento en que uno asume toda esa anormalidad en su vida cotidiana, porque si no lo hiciera no podría soportarlo psicológicamente. ¿Es esa la situación en la que vive cualquier colombiano comprometido con la democracia? Amenazados estamos todos. Nuestra guerrilla es muy plural y abarca corrientes de todo tipo, desde el castrismo hasta el comunismo ortodoxo de la vieja época o la revolución al estilo chino. Pero todos coinciden en considerar directamente como enemigo a cualquiera que adquiera un protagonismo por sus opiniones en contra de lo que ellos proclaman. Como periodista he estado en casi todas las zonas candentes, he hecho reportajes sobre el conflicto y he mostrado la situación de desamparo en que se encuentran frente a la guerrilla tanto la población civil como incluso el ejército, alertando a veces sobre situaciones concretas y provocando el reforzamiento de ciertas áreas que los guerrilleros daban por ganadas. Y, claro, todo eso le convierte a uno en objetivo de la guerrilla, en enemigo número uno de estas bandas. Y lo mismo sucede respecto a los narcotraficantes. Cuando uno sale constantemente en los principales medios del país denunciando sus actividades y la falta de recursos para combatir este problema, cuando apuesta abiertamente por la extradición de narcotraficantes para que sean juzgados donde haya garantías de que no quedarán impunes, etcétera, también termina por estar en su punto de mira. Y todo esto, más que otra sensación, lo que produce es fatiga. Desde fuera de Colombia es difícil comprender realmente lo que allí sucede. ¿Cuál es su explicación? Las estadísticas dejan muy claro que la guerrilla no es popular en absoluto, y nunca ha pasado del cinco por ciento de apoyo. Y donde menos apoyo tiene es en sus áreas de influencia. Su apoyo principal son los sectores de extrema izquierda urbana, infiltrados en las universidades y en la judicatura. Ha quedado el estereotipo de una guerrilla romántica, como de los años del Che Guevara, y persiste ese mito, pero la realidad de mi país es que los grupos guerrilleros no se imponen por la fuerza de las ideas sino por su capacidad de intimidar y aterrorizar a la sociedad, y sobre todo a los más débiles. Y tal es la fuerza de sus convicciones ideológicas que no dudan en aplicar la coacción violenta como medio para alcanzar sus propósitos. Como dice Jean-François Rével, la ideología es una doble dispensa: una dispensa moral porque permite hacer cualquier barbaridad sin sentir culpa y una dispensa intelectual porque permite sustituir el análisis concreto y empírico por preconcepciones y prejuicios basados en una visión general e idealizada de la realidad. Pero, ¿cuál es la lógica económica de la guerrilla, quién la sostiene? La subversión, que es algo mucho más complejo que la guerrilla —ésta sería tan sólo el brazo armado de aquélla—, tiene diversas formas de financiación que perpetúan su poder y la — 134 — convierten en la guerrilla más rica del mundo, con unos ingresos anuales de más de mil millones de dólares. La principal fuente de financiación es el impuesto que cobra en sus zonas de influencia a los cultivadores de droga y a los narcotraficantes que la compran. Esto representa más o menos el 50 % de los ingresos de la guerrilla. Aunque haya choques entre guerrilla y narcotraficantes, y aunque éstos financien a algunos grupos paramilitares que actúan contra la guerrilla, lo cierto es que en muchos casos también se da una intensa cooperación entre ambos, y se ve, por ejemplo, cómo las guerrillas protegen los laboratorios clandestinos de procesamiento de la hoja de coca y los aeropuertos secretos que utilizan los narcos. Esa es la situación del Sur del país. En el Norte, de donde proceden los narcos, éstos compran tierras, haciendas y ranchos con el dinero generado, y es ahí donde si se enfrentan con las guerrillas, que atacan sus propiedades igual que las de cualquier otro. Por eso fuera de Colombia se percibe a la guerrilla y el narcotráfico como dos fuerzas antagónicas, pero eso no se corresponde con la realidad. La otra fuente importante de ingresos de la subversión es lo que en Colombia se llama la “vacuna”, es decir, el dinero que los empresarios y hacendados deben pagar periódicamente a la guerrilla para evitar ser víctimas de secuestro o robo. Y como el narcotraficante ya pagó en el Sur su impuesto a la guerrilla por comprar la droga, en el Norte no quiere pagar la extorsión y suele financiar, en cambio, a los grupos paramilitares. Y por último, la tercera fuente de ingresos es el secuestro. El 70 % de los secuestros de todo el mundo se producen en Colombia —estamos hablando de doscientos secuestros por mes—, y esto deja también ingresos millonarios a la subversión. Así pues, las guerrillas colombianas, que antaño vivieron de las aportaciones económicas del bloque comunista y particularmente de Cuba, tienen hoy un poder económico inmenso y hasta se dice que contribuyen a financiar al régimen de La Habana. Y es una guerrilla que ha sido hábil a la hora de transmitir a la sociedad una sensación de profundo cansancio y la creencia de que no hay más solución que promover la claudicación política de las instituciones nacional y la negociación de las condiciones políticas para el abandono de las armas. Y si se legalizara la droga, ¿no se daría un golpe de muerte tanto al narcotráfico como a la guerrilla, ya que ambos grupos viven sobre todo de este negocio? Sí, claro. Yo personalmente pienso que no hay otra salida. No es ideal —nada lo es—, y tiene muchos riesgos y mucho peligro, pero a medida que analizo el problema me doy cuenta de que hace mucho más daño esa lucha frontal pero estéril a través de la prohibición que el problema mismo. Ya se sabe que el tabaco es nocivo, y a través de campañas se ha reducido considerablemente el tabaquismo. Ahora prohibamos el tabaco y ya verá usted el resultado: precios enormes, delitos asociados con el consumo y el comercio, incremento del consumo, etcétera. Es lo que pasó con la prohibición del alcohol durante la Ley Seca. Pero, claro, un país débil y productor como Colombia no puede proponer eso. El debate tiene que darse en los países consumidores y de ahí tiene que surgir la presión para legalizar la droga. El día que se legalice la droga se acabará el poder inmenso de los narcotraficantes y se reducirá considerablemente la criminalidad, además de poner en serios aprietos a las guerrillas que controlan las regiones productoras. Sería una solución múltiple a los problemas de Colombia. Pero si a un presidente colombiano se le ocurre proponer eso en los foros internacionales estamos perdidos, porque se le considerará como un títere de los narcos o algo así, al mismo tiempo que éstos pondrán precio a su cabeza. Y, ¿no sería bueno para Colombia permitir la extradición de narcos a otros países para ser juzgados, y además permitir una intervención temporal de ejércitos extranjeros para reducir a los narcos y a la guerrilla? Sí, é incluso hay un porcentaje muye elevado de la opinión pública a favor, pero es muy utópico. Desde la caída del muro de Berlín la subversión comunista ya no se considera en Washington como un problema real para los Estados Unidos, y por tanto, incluso si el gobierno colombiano diera su aprobación, hoy sería muy difícil conseguir que ese país destinase recursos tan enormes a solucionarnos nuestro problema, que ya no ven como suyo. Ya no estamos en la época en que nuestros militares recibían apoyo logístico y formativo de los Estados Unidos. Y además hay todo un conjunto de ONG con opiniones muy marcadas por su sesgo ideológico que — 135 — influyen fuertemente en la opinión pública internacional debilitando aún más las posiciones del Estado colombiano y reforzando las de la guerrilla e, indirectamente, las del narcotráfico. No creo que los Estados Unidos estén dispuestos en la actualidad a meterse en un problema así. Pesa mucho, también, la mala conciencia de los antiguos izquierdistas norteamericanos, reciclados hoy en la administración Clinton y en poderosas ONG internacionales. Es lo que yo llamo “trajes nuevos” del marxismo de siempre. Y esto provoca contradicciones como que a Colombia se le ofrezca dinero para luchar contra los narcotraficantes con la condición de que no se aplique a la lucha contra los “rebeldes políticos”, como si no hubiera una enorme conexión entre los narcos y las guerrillas. Esta política estadounidense es de una ceguera tremenda en relación con lo que sucede en Colombia. ¿Cómo percibe la evolución del resto de América Latina? Ha habido apertura, ha habido reformas liberales importantes, se ha roto dogmas como el desarrollo “hacia dentro”, autárquico de la CEPAL, se ha combatido el dirigismo económico y se ha aceptado la realidad de que la economía está globalizada, por lo que poco a poco se está demoliendo las barreras aduaneras y se está privatizando (a veces bien y a veces mal) los antiguos monopolios públicos. Se ha avanzado, pero a medias. Lo que no se ha modificado suficientemente es la estructura del Estado. Falta seguridad jurídica y sigue habiendo una cultura estatista que es muy difícil cambiar. por ejemplo, cuando en Venezuela fracasó estrepitosamente la alternancia de dos partidos profundamente colectivistas —uno de derecha y otro de izquierda pero ambos muy estatistas—, la gente, ¿a quién le entregó el poder? Pues precisamente a un militar demagogo, populista y ex golpista que prometía salvar al país interviniendo aún más. Es tristísimo cómo en América Latina seguimos siendo presa fácil del mito paternalista del caudillo bueno y salvador que con mano firme corregirá los problemas y establecerá él sólo la justicia y el orden. Y todavía falta cambiar la mentalidad económica para abandonar el capitalismo mercantilista que padecemos, basado en la figura del empresario teóricamente privado e independiente pero que en realidad debe su fortuna a su habilidad en la relación con el poder político o a su capacidad de apostar por el candidato ganador para que, una vez investido, proteja su negocio frente a sus competidores nacionales y especialmente frente a los exteriores. En la región hemos conocido unos mercados absolutamente cautivos, hasta en sectores como el cervecero. Y esto ocurre porque el Estado tiene demasiado poder discrecional y dispensa libremente privilegios y prebendas a quienes son próximos al gobierno de turno. Entre nosotros la riqueza siempre ha tenido ese mal origen, esa tara. Nunca ha sido una riqueza ganada a pulso por empresarios arriesgados a fuerza de mucho trabajo y buenas ideas, sino que es una riqueza “cabildeada”, obtenida mediante la capacidad de arrimarse al poder político. Esto ya está cambiando y le debemos ese cambio a la apertura hacia el exterior, ya que en una economía globalizada esas estructuras de privilegio no pueden mantenerse porque hay que competir con el resto del mundo. Usted acaba de publicar "Aquellos tiempos con Gabo", un libro de memorias en el que nos describe a su amigo García Márquez a través de cientos de pequeñas anécdotas. ¿Es posible mantener una buena amistad con una diferencia ideológica tan grande? Estuvimos de acuerdo incluso en política durante mucho tiempo, e incluso juntos fuimos expulsados de Cuba en una ocasión. Hemos llegado a la conclusión de que sí es posible mantener una profunda amistad y tener un pensamiento político completamente opuesto. Incluso lo tomamos a broma. Plinio Apuleyo, en Roma (recuadro adjunto a la entrevista) Plinio Apuleyo Mendoza no sólo tiene nombre de escritor romano sino también una pasión por la civitas latina que, por desgracia, resulta muy difícil de desarrollar en una Colombia sometida al imperio de la violencia. A dos pasos de la Fontana di Trevi y de la Piazza di Spagna vive y escribe una de las grandes figuras de la intelectualidad latinoamericana contemporánea. Sus — 136 — libros en solitario y los dos grandes bestsellers escritos “a tres manos” junto a Carlos Alberto Montaner y Alvaro Vargas Llosa hacen de él uno de los autores actuales más prestigiosos del continente, encuadrado en esa minoría cada vez mayor de pensadores que han logrado sacudirse los mitos y clichés de una región sumida durante décadas en el más exacerbado colectivismo. Sus palabras escritas o habladas anuncian y a la vez reclaman una América Latina futura que sólo podrá ser más libre. JP. — 137 — ¿Choque de civilizaciones? Hacia un mundo occidental Perfiles del siglo XXI, junio de 2000 El mundo no camina hacia una intensificiación de los diferendos entre civilizaciones, ni hacia la eventual desembocadura de tal fricción en un conflicto abierto entre éstas. Camina hacia la fusión de las civilizaciones actuales en una nueva y global que estará muy fuertemente basada en aquella de sus predecesoras que mayor libertad y bienestar ha dado a las personas: la occidental. En buena parte del mundo actual, una de las reivindicaciones más insistentes de la izquierda tradicional y de la derecha nacionalista y confesional es que la globalización —que perciben como algo inevitable— se lleve a cabo de una forma pactada y no como un proceso “impuesto” por los Estados Unidos a Europa o Latinoamérica, ni por los países desarrollados a los demás. Esta exigencia tiene su ámbito principal en el comercio, pero no por secundarias son menos conflictivas sus manifestaciones en terrenos como la política internacional, la administración global de Justicia, la sociedad de la información y las comunicaciones o, muy especialmente, el ámbito transversal y sensible de la cultura. Esta petición de que los términos y condiciones del surgimiento de la aldea global sean producto de una negociación en igualdad de condiciones entre el Norte y el Sur —y, de modo más general, entre las diferentes culturas y civilizaciones— obedece, aparentemente, a un fin que casi todo el mundo entiende noble y defendible: evitar la desnaturalización de las culturas periféricas a la hegemonía de Occidente y su eventual desaparición, así como mantener en cada país los centros de decisión principales sobre aquellos factores que configuran cotidianamente la esencia misma de las respectivas sociedades y naciones. Neopatriotismo Esta especie de reticencia a medias respecto a la globalización buscar obtener provecho de ella ya que no puede impedirla, pero incluye una considerable obsesión por mantener resortes de poder y espacios de negociación sobre sus alcances y consecuencias. La idea del “choque de civilizaciones” que con tanto éxito editorial y mediático propusiera hace unos años Samuel P. Huntington cobra nueva vida en la expresión consciente o en el sustrato ideológico de cuantos desconfían del formidable proceso globalizador en el que se ha embarcado la Humanidad. Incluso los países occidentales y desarrollados que buscan ser protagonistas importantes de la globalización se “preparan” para ella reforzando su colectivismo identitario y cerrando en vano ciertas puertas al mundo, como la cultural y la migratoria, al tiempo que entreabren otras, como la del comercio y la de Internet. Así, por ejemplo, la Unión Europea a instancias de París impone la llamada “cláusula de exclusión cultural” al libre comercio, por la que los Estados miembros se reservan la prerrogativa de intervenir en todo lo cultural (y especialmente en la cultura de masas, como el cine) para evitar una temida “colonización” de otros pueblos, notablemente el estadounidense. Y en todo el mundo desarrollado, aunque más en Europa, el nacionalismo de Estado, transmutado en una suerte de neopatriotismo cívico y democrático, experimenta un avance como no se conocía desde el periodo de Entreguerras, fomentado con todos los medios económicos y comunicacionales de los diversos Estados en flagrante contradicción con el universalismo que también proclaman. Incluso se promueve abiertamente esta especie de patriotismo “bueno” (integrador, civilizado, bondadoso) frente al nacionalismo “malo” (excluyente, rupturista y arrogante) que se adjudica a los demás (sobre todo a los que no forman parte de la misma alianza geopolítica o a los que postulan una nación no reconocida, desgajándola del país “establecido”). Parece como si los actuales centros de poder político entendieran la globalización como una carrera a cuya meta hay que llegar “preparados”, reforzados y sobrelegitimados, puesto que las nuevas reglas del juego supondrán un desgaste de ese poder. Una de las paradojas de esta situación es que los Estados alientan el mito nacional identitario, si bien teñido de liberalidad y democracia, pero se alarman cuando, dando un paso más allá, — 138 — las sociedades redescubren su diferencia con el “otro” y caen en la xenofobia. En efecto, es difícil alcanzar el punto justo de equilibrio para exaltar lo propio y convencer a la opinión pública de lo importante y “mejor” que es su país, su idioma o su cultura sin provocar al menor descuido reacciones de rechazo al inmigrante, al diferente, al elemento cultural exterior, etcétera. Mucho más razonable habría sido que, desde hace años, los gobiernos hubieran procurado desactivar paulatinamente lo nacional desmontando mito por mito y cliché por cliché, preparando a sus sociedades para su inmersión en lo mundial. Pero, obviamente, esto habría implicado un considerable recorte del poder y la influencia sociales de los Estados y de sus gobernantes en la ciudadanía. Civilizaciones Para saber si de verdad se está produciendo ese choque de civilizaciones que justifique en Occidente las reticencias ante la globalización de izquierdistas convencionales y nacionalistas de derecha y, en muchas de las sociedades no occidentales, el abierto enfrentamiento del Estado al proceso mundializador, hay que preguntarse primero si quedan civilizaciones diferenciadas, y si seguirá vigente ese concepto dentro de veinte o cincuenta años. Actualizando la lógica de Huntington, un rápido vistazo al mundo nos llevaría a considerar al menos un bloque islámico, otro chino y un tercero occidental. Este último, el más heterogéneo, incluiría todo el continente americano, Europa, el Pacífico Sur y países sueltos en otras áreas, como Israel, Sudáfrica e incluso Taiwán (donde el peso de lo occidental ha superado definitivamente al de las raíces chinas). Rusia se debate entre su incorporación definitiva a este bloque, desactivándose así una nueva y peligrosa bipolaridad, o su alineamiento con los enemigos de Occidente en la recreación de un nuevo bloque. China busca un equilibrio — insostenible a largo plazo— entre su adscripción a Occidente en lo económico y su autarquía en todo lo demás. Y el bloque islámico sueña con su propia cohesión y con asegurarse una “extraglobalidad” suficiente para mantener intacto su marco religioso-cultural, pero despierta cada mañana. Guste o no, la situación a fecha de hoy es que el abrupto final de la bipolaridad soviéticoestadounidense no ha dado lugar a un mundo multipolar en el que compitan diferentes civilizaciones dotadas de cuerpos ideológicos y culturales propios, asumidos y antagónicos, sino que ha herido —tal vez de muerte— esa posibilidad y ha asentado una unipolaridad que burdamente se adjudica a Washington y que en realidad compete al conjunto del mundo occidental, ya que una de sus consecuencias ha sido una mayor horizontalidad en el seno de este grupo (al desaparecer la amenaza ideológica y militar que obligaba a ampararse incondicionalmente en el liderazgo norteamericano). Esa unipolaridad, en apenas una década — pero una década que ha coincidido con el crucial boom de las comunicaciones— ha dado el tiro de gracia a la existencia real en nuestra especie de civilizaciones separadas entre sí. Como mucho, quedan aún los flecos de esas civilizaciones, y la velocidad y la fuerza con la que se diluyen en algo nuevo, eminentemente occidental, hacen inviable toda estrategia opuesta, incluso mediante el uso de la represión violenta. En términos históricos, tienen los días contados la revolución islamista de Irán, el comunismo chino (por no hablar del cubano) y el autarquismo nacionalista vigente aún en mayor o menor grado en Rusia, Iraq, Libia, Birmania, Sudán o Korea del Norte (y soñado aún, entre otros, por sectores importantes de la izquierda latinoamericana o de cierta derecha nacionalista europea). La dilución de estos sistemas de organización social y política, al liberar al individuo respecto a sus élites locales, contribuye a su vez a la síntesis de las civilizaciones precedentes en una civilización global humana. Por lo tanto, si bien es cierto que quedan puntos de fricción aislados —el conflicto de Oriente Medio, la tensión entre inmigrantes y autóctonos en Europa Occidental, etcétera, (resulta algo esclarecedor el concepto de “guerras de fractura” de Huntington)—, hablar en la actualidad de un auténtico choque de civilizaciones es tan atractivo como distorsionador. La idea misma de choque incluye un matiz de similitud de fuerzas que dista mucho de la realidad, y si se está produciendo algún choque es el voluntario, por el magnetismo que la nueva civilización global basada en los valores occidentales ejerce sobre los individuos del resto del planeta, que se lanzan a ella como las partículas de hierro a un imán cercano. — 139 — El auténtico choque El conflicto es de otra índole, aunque los diversos enemigos de la globalización nos lo presenten como un choque entre diferentes civilizaciones que haría de aquélla un proceso forzado contra natura y hasta impracticable. Es un conflicto entre los individuos y el poder político, religioso y cultural. Este conflicto se da en todo el planeta, pero con una intensidad cientos de veces superior en las culturas no occidentales. No choca la civilización china ni la islámica con la occidental —de origen básicamente europeo—, sino que el conflicto se da en el seno de las dos primeras, y también de la rusa y otras, y es un conflicto cultural entre los individuos, instintivamente atraídos por lo occidental, y las jerarquías amparadas aún en el colectivismo y el corporativismo revestidos de los mitos culturales locales y ayudados por las restricciones religiosas de cada lugar. La preservación de la cultura propia, amenazada por el perverso Occidente, es el argumento de quienes detentan en esos países el poder para continuar invadiendo el espacio de libertad individual. La fricción se da en esos países cuando los individuos rechazan esa preservación forzada y reivindican la evolución hacia los parámetros culturales occidentales, que se perciben como modernos y generadores de bienestar y libertad, frente a la tradición local, vista como obsoleta y emprobrecedora. La gente del mundo no occidental se identifica con su país, su idioma y su literatura, su religión (relativizada) y su marco ideológico, sus trajes típicos y su gastronomía, y tal vez, a grandes rasgos, hasta con su sistema político iliberal, pero anhela mucho más el comfort de Occidente, el bienestar y los avances tecnológicos de Occidente, la liberalidad de costumbres y las oportunidades individuales de Occidente. Por eso cuando puede huye hacia Occidente o, cuando menos, importa a su vida elementos de occidentalidad que asustan a los férreos guardianes de esa ortodoxia cultural tan lucrativa (en dinero y en poder) para quienes se encuentran en la cúspide de la pirámide social. Por eso, para mantener la cultura local y sus rígidos y arcaicos códigos de valores y conducta, tan alienantes para el individuo, esos Estados se ven obligados a aplicar toda suerte de medidas represivas que en Occidente no son necesarias. El conflicto de esos países, culturas, religiones y regímenes no es con Occidente — sería entonces una guerra abierta— sino con sus propios ciudadanos. Tenemos ejemplos a millares de ese conflicto. Los Estados más cerrados del mundo, los más impermeables a la globalización occidentalizadora, son los más temerosos de los efectos inmediatos que tendría sobre sus sociedades una mínima flexibilización de su intransigencia. Tienen muy presente el ejemplo de la Unión Soviética y sus satélites. Si semejante coloso pudo venirse abajo tras unos pocos años de perestroika y glasnost, qué les sucedería a ellos. Esta es la reflexión de los Milosevic, Gaddafi y Castro del mundo actual, convencidos de que sólo les queda la huída hacia adelante y, tal vez, la alianza entre sí y con China y Rusia, alianza que remotamente podría llegar a concitar, en diversas capas, una aproximación suficiente de países, “principalmente árabes y asiáticos” (Huntington), como para recuperar algún grado de bipolaridad y “salvarse” de la apisonadora occidental. Pero es un escenario casi de ciencia ficción. El bloque socialista se mantenía unido por un completo sistema de valores y por un sistema económico coherente dentro de su locura, y su colapso se produjo precisamente cuando ambos sistemas hicieron crisis. La amalgama de “civilizaciones” antioccidentales tendría una difícil base común. Se trata de culturas y regímenes con valores tan diversos y marcos políticos y económicos tan dispares que cuesta creer que logren organizarse en un frente planetario contra la cosmovisión occidental y plasmar su alternativa en el terreno práctico de las finanzas y la política internacional, especialmente si tenemos en cuenta la velocidad con la que habrían de hacerlo, la resistencia, a veces muy considerable, de sus propios individuos y la pujanza sin precedentes históricos de la civilización occidental-global, que ya comienza a permear hasta las sociedades más aisladas. Esa pujanza convierte en imprescindibles las relaciones económicas de cada uno de los territorios no occidentales con Occidente, y hace aún más remota la posibilidad de organizar un marco de intereses alternativo. Si la autarquía nacional era casi inviable hace veinte o treinta años, hoy ni siquiera es posible la regional o la de un eventual bloque integrado por decenas de países unidos por un — 140 — modelo de futuro alternativo al occidental-global. Simplemente, las cuentas no salen y el desnivel de ese bloque respecto a Occidente sería mucho mayor que el que existía entre los dos grandes bloques de la Guerra Fría, que fue una de las causas principales del desmoronamiento del bloque soviético, hace ya una década. La tesis principal de Huntington es que los conflictos del futuro estarán más determinados por los factores culturales que por los económicos o ideológicos, y de ahí deriva toda su visión — que tanto ha asustado a muchos— de un mundo pluripolar dividido en las civilizaciones árabe, china y occidental, sin descartar el papel global de países como Rusia, India o Turquía. Pero ese mundo de nuevas “placas tectónicas” es inviable (y ni siquiera lo expuso él con semejante crudeza, sino quienes han aprovechado sus tesis para cuestionar la globalización). En realidad, Huntington tiene razón al decir que los conflictos del mañana serán culturales. Meramente culturales, añadiría yo, ya que los conflictos ideológicos y económicos han quedado superados por muchas décadas con el derrumbe del bloque socialista y la vertiginosa occidentalización del mundo, y no se vislumbran en el horizonte sistemas teóricos en economía ni construcciones ideológicas que puedan siquiera plantear conflicto alguno al esquema democrático-capitalista vencedor de la Guerra Fría. E incluso esos conflictos culturales irán perdiendo vigor e importancia al homogeneizarse cada vez más aspectos de la vida cotidiana de las personas en todo el mundo en torno a unos valores, pautas y parámetros comunes. La supremacía de Occidente Así pues, no chocan las civilizaciones sino que emerge arrolladora una nueva civilización global nucleada en torno a los valores occidentales, y que se caracteriza por atraer con fuerza a los individuos tanto de su propio territorio como de los demás, produciendo, eso sí, un choque entre éstos últimos y sus respectivos sistemas políticos y religiosos. Esa civilización global es cada día, cada segundo, más real y tangible. A cada momento que pasa, el nuevo orden global se implanta un poco más a expensas de los viejos órdenes locales y regionales. No es nada nuevo. A lo largo de la Historia humana las civilizaciones se han ido imponiendo unas a otras. Su capacidad de crear bienestar, su tecnología o su fuerza militar las han encumbrado. El surgimiento de otras mejor dotadas u organizadas las ha relegado y, eventualmente, las ha hecho desaparecer. Más que chocar unas con otras, lo que generalmente ha sucedido es que los días de gloria de unas han sido a la vez causa y consecuencia de la decadencia de otras, como si estuviera vigente una especie de ley universal de compensación (concepto éste que no es precisamente occidental). La nueva —y futura— civilización global-occidental avanza más convenciendo que venciendo. Son millones de asiáticos los que han optado por vestirse con traje y corbata; no les ha obligado nadie. Son millones de africanos los que, al término del colonialismo, han optado por mantener en vigor los idiomas coloniales; no se les han impuesto desde Europa. Son millones de indígenas en todo el mundo los que a diario, sorprendiendo a las bienintencionadas ONG que quieren “protegerlos” de lo occidental, reivindican precisamente su derecho a las comodidades y avances de Occidente. Son millones de chinos los que encuentran en la nueva economía pseudocapitalista un respiro y un incentivo para trabajar y crear, y empiezan a cuestionarse un sistema político que no les da en los demás aspectos de la vida las mismas libertades. Son millones de iraníes y cubanos los que fabrican con cuatro alambres antenas parabólicas para ver la CNN, arriesgando sus vidas por tener al menos una ventana al deseado Occidente que sus regímenes les niegan. Son, en definitiva, los ciudadanos del mundo, de todo el mundo, quienes están propiciando el ansiado advenimiento de una civilización global que sin duda tiene un fortísimo componente occidental, pero que lo supera y refunda en una cultura nueva de alcance planetario. A Occidente le toca no tomarse con vanidad este proceso y superar su etnocentrismo con altura de miras, porque la sociedad global no va a ser occidental sino universal, y lo que tendrá de occidental no serán necesariamente sus gestores, sino simplemente el cúmulo de valores que han llevado a Occidente a la supremacía económica y sociopolítica: la libertad de mercado, los — 141 — derechos civiles, la separación de poderes, la movilidad social y la posibilidad de que las personas opten constantemente en sus vidas (lo que constituye un sistema de progreso social mucho más eficaz y veloz que la planificación de un rey, un dios o un Estado). En El choque de civilizaciones de Huntington, el catedrático estadounidense reclamaba, para asegurar la paz global, un orden mundial basado en las civilizaciones. Es una conclusión viable desde la óptica de la Guerra Fría y desde el temor a su reaparición, pero este mundo de compartimentos estancos parte de una hoy ineficaz visión organicista de la política y aun de la geopolítica: ¿quiénes serían los representantes de cada “civilización” en un orden así, y cuáles los mecanismos de control, o debemos legitimar y considerar en pie de igualdad a los sistemas políticos y sociales que oprimen la individualidad de sus súbditos, cuando éstos nos están pidiendo a gritos que les liberemos de tan arcaicos yugos? El orden correcto para evitar toda potencialidad de una guerra global es un orden basado en los individuos humanos, en los derechos y anhelos de los ciudadanos del mundo que configuran de forma directa la sociedad global, a despecho de los viejos Estados, naciones y civilizaciones y del peso de cada cultura local y de los misticismos heredados de las generaciones precedentes. No se trata de tirar a la basura el acervo cultural de cada comunidad, ni mucho menos, ni de condenar a las personas a una alienadora uniformidad (al contrario, caminamos hacia la mayor pluralidad social y cultural de la Historia); se trata de relativizar, privatizar e individualizar esas raíces y hacerlas compatibles con el nuevo mundo que surge. Y de hecho no hay que “hacerlo”, ni menos aún imponerlo: es lo que va ocurriendo de forma natural, porque es lo que reclama de manera consciente o no la población de la Tierra, los integrantes de una civilización global llamada Humanidad cuya espina dorsal es lo que antes, en la pre-postmodernidad (con perdón) denominábamos Occidente. Un Occidente condenado a morir como tal en el parto de esa fascinante civilización global que le sucederá. — 142 — Los cuerpos diplomáticos Perfiles del siglo XXI, junio de 2000 En la era de las comunicaciones, poca o nula es la necesidad de mantener cientos de costosas embajadas llenas de funcionarios especializados en el arte de organizar recepciones. La palabra “diplomático” evoca elegantes recepciones, impecables trajes de etiqueta y toda suerte de bandas de colores, condecoraciones de museo, privilegios e inmunidades diversas, banderines en los cochazos con matrícula especial, gente refinada que se encuentra en la ópera y es capaz de hablarse durante horas en cualquier idioma sin decir nada importante. Nuestros más caros funcionarios, que nos cuestan un ojo de la cara, cumplen hoy en día, en el noventa por ciento de los casos, un papel francamente prescindible. Sólo el peso de la inercia y el férreo corporativismo de la carrera explican la injustificable continuidad en cualquier remota capital de cientos de embajadas y otras misiones, muchas de ellas de países pobres que hacen un esfuerzo digno de mejor causa para guardar unas apariencias que de todas formas nadie les cree. Imagine que cada país tuviera embajada abierta en cada capital y una media de un consulado más, y que cada una de estas oficinas tuviera como media cuatro empleados. El resultado: más de trescientos mil smokings. Por supuesto, la cifra real es muy inferior, aproximadamente un tercio, ya que muchos pequeños países apenas tienen unas cuantas legaciones abiertas. Pero persiste la pregunta incómoda —para estos funcionarios— de qué utilidad puede tener para Uruguay, Costa Rica o Perú tener en Sofía, Katmandú o Nairobi un primer secretario o un agregado de quiénsabequé, o al mismísimo señor embajador en su lujosa mansión. ¿No hay teléfonos? ¿No hay Internet? ¿No se pasan el día viajando los ministros de relaciones exteriores? Es probable que la embajada de Francia en Londres, la de Argentina en Santiago o la de cualquier país latinoamericano en Washington o Bruselas, sean justificables —reduciéndolas considerablemente—, y también resulta todavía útil la función consular, ya que atiende directamente trámites y problemas de los ciudadanos (y sin embargo se suele marginar en dinero y status a los cónsules, que son los únicos que de verdad hacen algo útil en una embajada). Pero el elevado gasto inmobiliario y suntuario, el exceso de personal —o, realmente, el exceso de funciones superfluas— la globalización y la revolución de las comunicaciones hacen como mínimo cuestionable la conveniencia de mantener esta forma de presencia exterior. El funcionario responsable de las relaciones de un Estado con otro podría vivir en su casa y trabajar en el ministerio, viajando de vez en cuando al país o zona objeto de su trabajo. Hoy en día, cuando de verdad “pasa algo” entre dos países, son los altos funcionarios de los respectivos ministerios los que hablan por videoconferencia y si es necesario se reúnen, y los embajadores no pintan mucho en todo esto. Cada vez más, son intelectuales próximos al poder o veteranos diplomáticos de carrera a los que se envía al otro extremo del mundo simplemente para hacer un papel de meras relaciones públicas, de simple representación en eventos varios. Las relaciones internacionales cada vez competen menos a los poderes ejecutivos que nombran embajadores, y cada vez se ejercen de forma más directa por parte de los ciudadanos, sus empresas y ONG, las universidades y los gobiernos infraestatales (cada día hay más oficinas pseudodiplomáticas de representación de regiones, provincias y hasta municipios en las grandes capitales y centros de poder, muchas veces costeadas por las empresas interesadas en tener un lobby permanente en esos lugares). Y en cuanto a la asistencia consular, es de sentido común agruparla en oficinas comunes de la Unión Europea, Mercosur y demás alianzas regionales. La diplomacia está siendo sustituida por la política directa de capital a capital, y las embajadas van quedando relegadas a organizadoras de recepciones en los respectivos días nacionales, que ya casi ocupan el año entero, compitiendo por las atenciones brindadas por cada una a los funcionarios de las demás. Y mientras los cuerpos diplomáticos se llenan de canapés, el Cuerpo — 143 — Diplomático languidece en su belle époque, en su 1880, en su novela de Scott Fitzgerald... ¿Por cuánto tiempo más? — 144 — Revisemos el contrato social Diario Prensa Libre (Guatemala), 16-06-2000 Las sociedades más avanzadas del planeta basan su convivencia en un concepto que significó un avance radical en los derechos de las personas y aportó prosperidad y riqueza, pero que hoy podría estar agotado por su abuso. Ese concepto era el contrato social entre gobernantes y gobernados. Su objetivo era muy noble: obligar al poder político a someterse a la voluntad de los ciudadanos. Cuando se promulgó, durante la revolución liberal francesa (1789) la primera declaración de derechos, ésta se tituló "del Hombre y del Ciudadano, pero siglo y medio después, el texto que la sucedió en la ONU prefirió emplear el adjetivo “humanos”, y este matiz que puede parecer intrascendente dice mucho sobre lo que la Humanidad ha perdido (o a lo que ha renunciado) para alcanzar mayores cotas de bienestar material: parte de la libertad de los individuos. La declaración de 1948 contaba ya con más artículos, y muchos de los derechos “humanos” (no tanto “del humano”, de cada ser humano) implicaban una visión colectivista del concepto mismo de derecho. El constitucionalismo moderno se encargaría de aplicar al ámbito nacional lo que la declaración había consagrado a nivel universal. Así, se mezclaron interesadamente las cosas y se incluyó entre los derechos “humanos” supuestos derechos de ejercicio necesariamente colectivo que, sutilmente, limitaban algunos de los otros derechos (individuales) también incluidos. Como no se establecieron jerarquías de derechos ni prioridades entre los mismos, quedaba a la libre interpretación de cada Estado, sistema o gobierno primar unos derechos sobre otros. Y quedó tan confusa la situación que se facilitó a los colectivistas de izquierda y de derecha la reivindicación de derechos colectivos en detrimento de los individuales. El contrato social era un pacto que limitaba la acción del poder y aseguraba al ciudadano una parcela de privacidad y un ámbito personal inviolable, pero la evolución política del concepto, en plena época de surgimiento del socialismo, ha hecho del contrato social una limitante de los ciudadanos en beneficio de la masa (o en realidad de quienes la guían, seducen o manipulan). ¿Hay que denunciar el contrato social, hay que romperlo? ¿Habría, ante esa necesidad, alguna posibilidad de éxito sin destruir lo ya conquistado por el ciudadano, sin provocar revoluciones ni enfrentamientos sociales? El contrato social iba bien encaminado, y su evolución lógica habría sido reconocer como parte igual —si no superior— al individuo: pasar de un contrato entre el Estado y “la gente” a un contrato trilateral entre estos dos elementos y la persona. “Trilateralizar” el contrato social reconociendo que cada individuo tiene derecho al menos a un mínimo margen de maniobra en su relación con el poder, y que lo que la masa desea de aquél puede no coincidir con lo que cada individuo quiere, sería, probablemente, alcanzar el sistema social más justo y libre de la Historia. Parafraseando a Marx, habría que decirle a los “individuos del mundo”, no que se unan (ya sabemos las funestas consecuencias que la unión de muchos de ellos suele tener sobre cada uno de ellos mismos y de los demás) sino que actúen individualmente, saliendo a la calle y rompiendo públicamente el contrato actual mediante la insumisión pacífica a las principales obligaciones impuestas a la persona por ese pacto ajeno, para obligar así a una renegociación en clave tripartita. De hecho, es lo que poco a poco está ocurriendo, y las consecuencias podrían ser maravillosas. — 145 — La libertad es justa por sí misma Diario Prensa Libre (Guatemala), 23-06-2000 La izquierda política y determinados sectores de la derecha más confesional han logrado instalar en la conciencia colectiva de este planeta la noción de que la libertad pura es injusta porque de ella se derivan resultados distintos dependiendo de la suerte, el mérito, la inteligencia o la laboriosidad de cada ser humano. A cambio, proponen su noción de justicia, a la que acompañan con el adjetivo "social", como si la justicia necesitara apellidos. Así han logrado predisponer a grandes masas de seres humanos contra la libertad, que por un lado buscan para sí mismos pero por otro entienden nociva para el conjunto de la sociedad, al menos en dosis altas. De esa triste ética hemos pasado a la estética "políticamente correcta" de matizar la idea misma de libertad individual con un inmenso "sí pero". La libertad es una condición necesaria aunque no suficiente para que cada persona alcance la felicidad a través del bienestar material. La invocación recogida en el texto constitucional estadounidense al derecho que asiste a todos para perseguir por sus medios la felicidad es, probablemente, la síntesis más precisa del significado de la libertad y, sobre todo, de su elevada eticidad. Es una aspiración plenamente vigente en un mundo anclado todavía en los clichés socialistas o religiosos que maldicen como egoísta e insolidaria esa persecución de la felicidad personal, que tiene su expresión más corriente en el ánimo de lucro económico. Quienes condenan el lucro y sermonean sobre las virtudes superiores del altruismo ignoran (o quieren ignorar) que la persecución del beneficio propio, si se desarrolla por medios honestos, hace más por la sociedad que cualquier labor desinteresada. Esto se debe a que para conquistar el lucro las personas deben inventar, crear, emprender, emplear a otros o comerciar con ellos en beneficio mutuo, y todas estas actividades implican beneficios colaterales a otros individuos y al conjunto de la sociedad. Esos beneficios colaterales, si se contabilizan, son generalmente superiores a cualquier acción altruista (es decir, en favor del alter, del otro y no de uno mismo). Por lo tanto, resulta más injusta cualquier limitación de la libertad individual, por bienintencionada que sea, que los desajustes que sin duda se dan también en una situación de libertad plena. Cuando el Estado se mete a decidir qué o cuánta libertad es "justo" otorgarle a la gente se revela como un poder opresivo que pervierte la justicia para limitar a su capricho el derecho natural, superior e inalienable que todas las personas tenemos a la libertad. No hay que matizarla ni corregirla, ni habría poder en la Tierra capaz de hacerlo adecuadamente: la libertad en sí misma es justa. — 146 — Entrevista a Armando Añel, disidente cubano Perfiles del siglo XXI, julio de 2000 El joven escritor y periodista independiente cubano aporta a Perfiles su visión sobre la labor que desempeñan en la isla los reporteros alternativos. Desde la ilegalidad y jugándose la cárcel cada mañana, Añel y otros muchos informadores cuentan al mundo que existe otra Cuba, que sí es posible la esperanza y que además, no todos los periodistas del país son marionetas del régimen comunista. JP: ¿Cuál es tu experiencia como periodista independiente en Cuba? AA: En primer lugar, el mero ejercicio de la profesión implica estar fuera de la ley. El Estado cubano no permite ningún tipo de disidencia y su control sobre la información que llega a los ciudadanos aspira a ser total. Así pues, la labor del informador alternativo es bien complicada, al margen del la legalidad y, hasta cierto punto, al margen incluso de la sociedad, ya que ésta tiene tanto temor al aparato represivo del Estado que resulta a veces difícil sostener con la gente una relación similar a la que los periodistas de cualquier otro país mantienen con los ciudadanos. En muchas ocasiones he comprobado como los ciudadanos normales tiene miedo de hacer declaraciones, de informar a los periodistas independientes sobre lo que ocurre o incluso de dejarse ver junto a uno de nosotros, por más que puedan ser personas demócratas y opuestas al régimen. En Cuba el temor es un factor fundamental en la conducta del ciudadano. Por otro lado, la policía política nos tiene constantemente en jaque: intervención de los teléfonos, registros, pérdida de empleo, arresto domiciliario ante la inminencia de hechos noticiables, etcétera. Cada vez que va a haber una actividad de los grupos disidentes, es decir, de la oposición interna al régimen, lo habitual es que se detenga temporalmente a los periodistas independientes, para evitar que la noticia se difunda en el país y fuera de la isla. Hace poco un periodista de Pinar del Río recibió una sentecia de un año y medio de prisión por repartir juguetes entre los niños pobres de su barrio, acusado de incitar a la desobediencia. Cabe imaginar, entonces, las penas que aguardan a quienes son procesados por ejercer una actividad tan elemental —constitutiva de un derecho humano fundamental pero proscrita en Cuba— como es escribir lo que uno piensa y reportar lo que uno ve. ¿Cómo defines la labor principal que trata de desarrollar el periodista independiente cubano? Es una tarea muy diversa. No sólo reportamos los asuntos relacionados con la disidencia interna, aunque tratamos de darlos a conocer porque somos conscientes de que nuestra voz es la única que informará sobre ellos. También procuramos informar sobre las grandes cuestiones sociales del momento, desde la particular visión de cada uno de nosotros, que puede coincidir o no con la de los medios oficiales y con la de cada uno de los otros colegas independientes. Tratamos de divulgar la verdad de lo que ocurre en Cuba, pero el gobierno pone cuantos obstáculos están a su alcance para evitar que los ciudadanos tengan acceso a nuestra información. El periodismo independiente muchas veces tiene un efecto de carambola: nuestra información sale del país, es reproducida en medios del exilio y llega a la población cubana a través de la mejor o peor que cada uno de esos medios tiene, en cada momento, en el país. No creo que nuestra información alcance ni al uno por ciento de la población de la isla, por desgracia. Pero creemos que también es importante informar a la diáspora cubana, y lo hacemos a través de varias agencias cubanas que publican en Internet desde Miami. Un último dato de importancia sobre los periodistas independientes es la gran variedad de puntos de vista, corrientes de pensamiento y tendencias políticas que se dan entre ellos y, al mismo tiempo, la decisión muy mayoritaria de no militar, en cambio, en ninguno de los partidos políticos clandestinos ni tomar posición en favor de una u otra tendencia, precisamente para evitar el cuestionamiento de la característica que más apreciamos —sobre todo en contraposición con los medios oficiales—, que es nuestra independencia profesional y personal. Sin embargo el régimen nos mete a todos en el mismo saco. El periodista independiente trata de mantener una posición de observador, intenta ser neutral dentro de lo posible, pero para el régimen somos simplemente traidores y agentes al servicio de una potencia extranjera. Está — 147 — expresamente prohibido —en virtud de la llamada “ley mordaza”— la emisión y recepción de informaciones relacionadas con una amplísima lista de asuntos que se considera vitales para la seguridad nacional, y que incluyen prácticamente todo lo imaginable. ¿Han intentado detenerte? Sufrí un intento de arresto domiciliario pero ese día no estaba en casa. Preveía que iban a detenerme y pasé la noche fuera. Los periodistas llegaron de madrugada a buscarme y mi familia les dijo que no estaba. No les creyeron y montaron guardia delante de la casa hasta el medio día, cuando había terminado el hecho del que yo iba a reportar. ¿Crees que la comunidad internacional responde correctamente a las informaciones que emiten desde Cuba los periodistas independientes? Creo que desgraciadamente el régimen ha logrado transmitir la idea de que el exilio cubano es el malo de la película y de que nosotros, tanto los periodistas independientes como los disidentes políticos de la isla, no somos más que un apéndice de Miami. Lo cierto es que publicamos esencialmente en los medios del exilio de Miami, entre otras cosas porque son el principal cauce a través del cual podemos difundir nuestra información. Pero por alguna razón, que desde Cuba no alcanzamos a comprender, el mundo parece haber dado la espalda a los demócratas cubanos. Hay demasiado mito, pero un mito bien construido, en torno al dictador y a su supuesta revolución. El propio caso de Elián González demuestra cuán parcializada está la visión exterior del régimen: en Cuba hay cientos de niños separados de su padre o de su madre por decisión política del régimen, que sistemáticamente retira la tutela a aquel progenitor que menor confianza política le merece, por encima de los criterios normales. Y sin embargo el régimen ha sido capaz de construir toda una película en torno a Elián González y ha conseguido que la mayoría de la opinión pública, incluso la estadounidense, le dé la razón. La inteligencia y la capacidad propagandística del régimen son por desgracia muy considerables. ¿Cómo se percibe desde Cuba al exilio de Miami y al resto de la diáspora? No se puede generalizar, pero el exilio cubano tiene generalmente una imagen radical, en parte por su propia mala gestión de sus relaciones públicas y en parte por la propaganda del régimen y de sus aliados en la izquierda europea e internacional. Hay ciertos sectores realmente radicales del exilio cubano que, pese a tener razón y a ser justificables sus opiniones y aun sus acciones, no siempre han actuado con la frialdad y el sentido común que mejor habrían servido a la causa de la democracia en Cuba. No hay que olvidar que estamos enfrentándonos a un dictador taimado y con muchos recursos como actor. Castro es un maestro de la intriga y, por desgracia, es un comunicador muy eficaz. Lo más inteligente es combatirle con el máximo de diplomacia y sutileza, con una buena acción de lobby y con racionalidad, no con alardes ni con actos puramente emotivos. Si tuvieras la oportunidad periodística de entrevistar a Castro, ¿qué es lo primero que le preguntarías? Daría igual porque él no contesta ninguna pregunta que no le interese responder, y estoy seguro de que mi pregunta le resultaría demasiado incómoda. ¿Qué hay de realidad en esas grandes “realizaciones” de la revolución cubana, que tanto vende en América Latina y Europa la izquierda más dura como modelo a seguir? En cuanto a la educación, es cierto que el régimen ha hecho un importante esfuerzo educativo, pero son intolerables las condiciones de ausencia de libertad en las que se ejerce la labor docente y en las que se recibe la formación. La educación, ya desde la enseñanza primaria, es el ámbito prioritario de endoctrinamiento político del régimen y de selección y cooptación de los alumnos más capaces, que sistemáticamente sufren un bombardeo ideológico y a quienes de facto se obliga a formar parte de las juventudes comunistas y de otras organizaciones “de base”. Además, aunque el régimen dé en algunos casos una buena formación técnica, al salir de las universidades no puede uno buscar empleo libremente sino que se le asigna a un puesto u otro, a una empresa pública u otra, en función de las necesidades del sistema, y a veces se — 148 — utiliza las mejores condiciones de vida que da un determinado puesto para premiar, no a los estudiantes más aventajados, sino a aquellos que más han internalizado la doctrina comunista. En cuanto a la sanidad, los niveles de higiene son desoladores y los hospitales dan tanto miedo como asco por sus condiciones, y las medicinas escasean y son mercancía principalísima en el inmenso mercado negro que ha aflorado en la isla. La mejor si no la única manera de conseguir las medicinas más necesarias es mediante la corrupción. No es infrecuente encontrar en la compraventa clandestina de medicamentos productos donados por las bienintencionadas ONG europeas que creen estar ayudando al pueblo cubano. Castro se ha dedicado a formar miles y miles de médicos que ahora sobran, que no han recibido un reciclaje oportuno y se han quedado desfasados y que terminan trabajando en otras cosas. ¿Cómo ves la evolución del régimen, si es que puede hablarse de tal cosa? El régimen cubano ha tenido mucha suerte. Le han servido en bandeja de plata muchas cosas, y no es la menor de ellas la forma repentina en que se produjo la caída del comunismo en Europa oriental, lo que le dio tiempo para asimilar los problemas allí ocurridos y poner parches a sus propias grietas. Castro también ha tenido la suerte de caer bien a la izquierda, incluso a la moderada, de Europa y América Latina, lo que le ha ayudado a paliar o anular el bloqueo estadounidense. Y además ha tenido la suerte, provocada por él mismo, de gobernar a una población apática y harta, a la que ya casi le da igual qué pase porque no confía en recuperar las riendas de su destino. El sistema económico es autodestructivo, y sólo subsistía gracias al subsidio soviético. Terminado éste, el régimen vive hoy sólo de dos grandes fuentes de ingreso: el turismo y las remesas que envían los exiliados a sus familiares en la isla. Por las grandes manifestaciones populares que vemos en la televisión, se diría que el régimen cuenta con un apoyo social considerable. Pero en la mayor parte de los casos no se trata de un ejercicio libre del derecho de manifestación. Gran parte de los presentes son estudiantes —sometidos a una evaluación política que es tan determinante de su destino como la académica— o vecinos llevados por el Comité de Defensa de la Revolución (CDR) de su barrio. En cuanto a los estudiantes, la presencia en estos actos de masas cuenta como asistencia a clase, y se pasa lista. Algo similar ocurre en las empresas. Los CDR, presentes en cada cuadra de cada ciudad, ejercen sobre los individuos una presión y una vigilancia avasalladoras, y la mayor parte de los cubanos opta por obedecer dócilmente. Negarse a participar en los actos políticos convocados es significarse como disidente, con todas las consecuencias que ello implica, y que pueden resumirse en la muerte civil de la persona, que pasa a convertirse en un paria. A la gente no le gusta verse constantemente señalada con el dedo y excluida de las conversaciones y planes de sus vecinos y hasta de sus familiares, ni ser objeto de constantes insultos y amenazas, ni sencillamente ser el “raro”, el “distinto” del lugar. Así que participa en lo que le digan. Y ante todo esto, ¿cuál es la esperanza del cubano? La única esperanza del cubano, sobre todo del joven, es salir del país. La gente menos formada se va en cualquier cosa capaz de navegar hasta la Florida, y la gente con alto nivel de estudios espera la oportunidad de hacer un postgrado fuera y no regresar. Un amigo mío, de quien todos en su círculo más íntimo sabíamos que detestaba el régimen comunista, pasó tres años como jefe del núcleo del partido en su centro de estudios, incluso organizando actos de masas y ofreciendo una imagen de comunista convencido, sólo para conseguir que el sistema confiara en él y le permitiera hacer un postgrado en Europa, del cual por supuesto no regresó. Pero se encargó de dejarnos clara su verdadera ideología a unos pocos antes de salir. Esta es la espantosa doble moral a la que uno está condenado en Cuba si no opta por romper públicamente con el régimen. El decoro necesario (recuadro adjunto a la entrevista) — 149 — El joven escritor y periodista independiente cubano aporta a Perfiles su visión sobre la labor que desempeñan en la isla los reporteros alternativos. Desde la ilegalidad y jugándose la cárcel cada mañana, Añel y otros muchos informadores cuentan al mundo que existe otra Cuba, que sí es posible la esperanza y que además, no todos los periodistas del país son marionetas del régimen comunista. — 150 — Europa versus Glbalización Perfiles del siglo XXI, julio de 2000 Europa no puede seguir construyendo su futuro en base a los parámetros diseñados en los años cuarenta y cincuenta por los fundadores de la Unión. La globalización obliga a replantear la Europa-fortaleza y abrir el Viejo Continente al mundo. Al término de la Segunda Guerra Mundial, el sueño de una Europa unida pasó de ser un anhelo irrealizable a convertirse en una necesidad. Aterrorizados ante la remota posibilidad de una nueva conflagración y conscientes de que la devastación del continente era imposible de superar con esfuerzos aislados, aquellos europeos felizmente situados al Norte de los Pirineos y al Oeste del “Telón de Acero” se dieron a la tarea de edificar una Europa pacífica y próspera mediante la paulatina eliminación de las barreras comerciales, políticas y de tránsito entre los diversos Estados. La lógica de la construcción europea apuntaba hacia un futuro a largo plazo en el que el continente entero se habría transformado en una suerte de “Estados Unidos Europeos”. En las últimas dos décadas, las sucesivas incorporaciones de Grecia y los Estados ibéricos, y después de Austria, Suecia y Finlandia hasta completar la actual Europa “de los Quince” auguraban el buen término del sueño europeo, al que contribuían numerosos avances en la “globalización a pequeña escala”, dentro de los límites de la Unión. Uno de estos avances ha tenido especial significado para el ciudadano de a pie: la casi total eliminación de los controles fronterizos y aduaneros entre parte de los países de la UE (los signatarios del tratado de libre tránsito que lleva el nombre de la pequeña villa luxemburguesa de Schengen). Otro de esos avances será importantísimo y tan sólo se ve oscurecido por la pésima gestión de que adolece: la introducción de una moneda común. Así pues, todo parecía indicar hasta hace muy poco que la visión de los padres fundadores de la UE estaba a punto de hacerse realidad. Sin embargo, un fenómeno de proporciones históricas y de alcance universal hace necesario replantearse en nuestros días lo acertado o no del camino que hemos emprendido los europeos, su factibilidad ante las nuevas reglas del juego internacional y, en su caso, las correcciones que serán necesarias en el rumbo de la nave europea para evitar su deriva y su eventual naufragio. Ese fenómeno es la globalización, de la que Europa fue tímida precursora pero de la cual puede ahora quedar rezagada. Por una parte, la globalización abunda en la necesidad de unificar más aún las economías de los países miembros de la UE, superando a ritmo de vértigo los cientos o miles de excepciones y periodos de transición que aún existen en su seno. Por otro lado, la globalización exige de Europa una verdadera y urgente apertura incondicional al resto del mundo, lo que crea nuevas oportunidades pero asusta a los políticos y a muchos grupos de interés colectivistas que perciben tal apertura, y no sin razón, como una amenaza al modelo de economía intervenida y de política social estatalizada que durante décadas ha formado parte del consenso ideológico continental. Lo que evidencia la globalización, apoyada en la “nueva economía” de la información y las comunicaciones, es que las alianzas regionales ya no son suficientes. Si los fundadores de la UE tuvieron el buen sentido de comprender que las autarquías nacionales ya no eran posibles en los años cuarenta y cincuenta, nuestros actuales mandatarios, en Bruselas y en las otras catorce capitales, deberían ser capaces de reconocer que hoy tampoco es viable la autarquía de nuestro pequeño continente en el marco de un planeta que crece a un ritmo frenético. América Latina, que es la mejor prueba del rezago europeo, bien podría superar en bienestar y progreso económico al Viejo Continente en no más de tres décadas, si se mantienen constantes su vigor y nuestra indolencia. El europeo tiende a considerar su sistema sociopolítico como el más avanzado y justo del planeta, frente al “capitalismo salvaje” de los Estados Unidos y la pobreza del resto del mundo. Esa fatal arrogancia funcionó durante la Guerra Fría. La Europa occidental basada en lo — 151 — que Dahrendorf denominó “el consenso socialdemócrata” creía ser una alternativa al totalitarismo de nuestros vecinos del Este y al “ultraliberalismo” que, enormemente distorsionado, se percibía al otro lado del Atlántico. Europa lleva demasiado tiempo permitiéndose dar al mundo lecciones de humanitarismo, de solidaridad, de bienestar social, de cómo organizar la democracia. El mundo ya no compra ese mensaje. Lo rechaza y le dice a Bruselas que se deje de cuentos y que acepte el reto de la globalización. Hoy los europeos empiezan a comprender que su lento —lentísimo— proceso de globalización regional se ha visto de pronto superado por una globalización mundial mucho más acelerada y pragmática. Y entonces, ¿qué hacemos? Hemos estado construyendo una Europa-fortaleza con la ingenua intención de crear dentro una especie de remanso de paz y desarrollo frente a un mundo exterior que entendíamos salvaje e inhumano. Pues bien, los muros que hemos alzado ya no son impermeables frente a la inmigración ni frente a los productos y servicios exteriores, y no hay nada que hacer al respecto. Y además el mundo exterior ha cambiado mucho y para bien. Las voces de derecha y de izquierda que exigen fortalecer aún más esos muros nos instan al suicidio colectivo. Empieza a no estar tan claro que la mejor opción para un país europeo sea pertenecer a este club, a menos que sus reglas de juego cambien sustancialmente y deje de ser tan sectario respecto al resto del mundo. Algunos países de Europa oriental que llaman desesperadamente a las puertas blindadas de la UE harían mejor en integrarse directamente a la economía mundial y emprender una revolución “a la neozelandesa” que sin duda les colocaría a corto plazo en una situación inmejorable para entrar donde sí les interesa de verdad: en la EFTA, en la OCDE y en la nueva OTAN. Y los que estamos dentro tenemos dos opciones: o exigimos de Bruselas un giro de muchos grados en el timón de la nave o tal vez sería mejor abandonarla antes de que la colisión sea inminente. A veces no se comprende en el continente la reticente posición británica, pero ahí están resultados como la impresionante subida sostenida de la libra esterlina frente a un euro pésimamente gestionado por los eurócratas bruselenses y cuya debilidad empieza a angustiar al ciudadano común de la Eurozona. Hoy, quienes siempre hemos sido europeístas y hemos abogado por pisar el acelerador de la construcción europea, tenemos que ser capaces de comprender que no podemos seguir construyendo la misma casa, ajenos a lo que pasa en el resto de la ciudad. Europa debe abrirse. La elección no puede ser entre más Europa o más mundo, entre Europa y la globalización. Y en último extremo, si ésa termina por ser la disyuntiva, habrá que elegir la total apertura al mundo globalizado. — 152 — Sectas destructivas: la destrucción del individuo Perfiles del siglo XXI, julio de 2000 En la época de mayor libertad y bienestar de las personas individuales, muchas de ellas caen fácilmente en las garras de las sectas destructivas, que las esclavizan y despersonalizan con técnicas psicológicas espeluznantes. Algo falla en el modelo de sociedad occidental: hemos alcanzado o estamos alcanzando la libertad, pero parece que hemos olvidado preparar a los ciudadanos para vivir en ella. La dinámica social que se ha desarrollado en Occidente a lo largo del último siglo ha sido muy positiva para la gran mayoría de los individuos. Junto a la importantísima liberación y equiparación sociojuríduca de la mujer, se han dado procesos de gran impacto como la reducción del núcleo familiar a los integrantes de la pareja y los descendientes directos, la revolución sexual, la más temprana y radical emancipación personal del joven (pese, paradójicamente, a continuar en algunos países habitando físicamente en la casa de los padres por motivos todavía no suficientemente estudiados) y otros cambios que han ido configurando unas sociedades donde se han diluído casi por entero las complejas estructuras jerárquicas del pasado y se ha alcanzado un grado considerable de horizontalidad y movilidad en las relaciones sociales. En términos generales, el proceso de “destrucción creativa” que ha dado lugar a las sociedades occidentales presentes ha sido positivo para el individuo humano, por cuanto le ha conferido un espacio de actuación y unas cotas de poder sobre sí mismo jamás soñadas. Si ya en 1930 Ortega y Gasset se maravillaba en La rebelión de las masas por los estándares de libertad y de satisfacción material alcanzados por el “hombre medio”, hoy no daría crédito al contemplar al ciudadano común de Occidente. Una de las grandes cuestiones de nuestro tiempo es resolver la incógnita de por qué estos niveles de libertad y autosuficiencia personales, masivamente usados por todos e inconscientemente sometidos a presiones de toda la sociedad para su incremento (y reclamados desesperadamente por las personas que viven en sociedades no occidentales, con independencia de su bienestar material) generan sin embargo el desprecio y el rechazo, muchas veces ostentoso, de sectores organizados de la sociedad que apelan al sentimiento de una considerable minoría insatisfecha con la situación descrita (y no por verse excluída, sino “desde dentro”). Nunca antes un horizonte de posibilidades individuales tan inabarcable había provocado un repudio tan feroz por parte de una heterogénea coalición de fuerzas opuestas a este presente y al modelo de futuro que presienten. La desazón de estos segmentos sociales y su permanente e implacable abominación de la clase de sociedad que estamos construyendo, pese a reconocerla a regañadientes como la más avanzada de la Historia, tiene efectos muy diversos sobre la población. Por un lado, de ese sentimiento se ha derivado el auge de la solidaridad privada a través del movimiento de organizaciones no gubernamentales, como forma constructiva de rechazo que, en el fondo, demuestra que la individualización de la sociedad es perfectamente compatible con los mejores sentimientos humanitarios, y que la colectivización y la estatalización del hecho solidario, además de ser ineficaces, habían adormecido los buenos sentimientos que generan ayuda espontánea y voluntaria entre las personas. Por otro lado, el mismo sentimiento de rechazo sistemático al modelo social occidental ha dado pie —o al menos ha favorecido— el refuerzo de fenómenos claramente nocivos para la armonía social y extremadamente peligrosos para los individuos víctimas, como es el caso de la proliferación de sectas destructivas y la adicción de millones de personas en todo el mundo a estas organizaciones. Sectas destructivas A lo largo de la historia siempre ha habido sectas, y, pese a sus connotaciones negativas, la palabra “secta” sólo implica, etimológicamente, la existencia de un grupo de seguidores de una idea o persona. Una segunda acepción, la que considera a la secta específicamente como grupo que se escinde de otro mayor, tampoco confiere a estas organizaciones un carácter pernicioso. Unirse con otros para seguir un conjunto de ideas o el pensamiento de una determinada — 153 — persona, aun cuando ello implique abandonar un grupo de origen más amplio, es algo perfectamente legítimo. Más aún, a lo largo de la Historia nuestra especie ha ido progresando gracias, entre otros factores, a la capacidad de escisión, de ruptura y de refundación de individuos y grupos de toda índole, tanto en el terreno espiritual como en cualquier otro. De hecho, cuando en el contexto del fenómeno que nos ocupa se emplea la palabra “secta”, con frecuencia se corre el riesgo de ser malinterpretados como intolerantes que no admiten el derecho inalienable de otros a escoger un camino alternativo y minoritario, rompiendo con las organizaciones mayoritarias o las costumbres más extendidas. Mucho más adecuado sería referirse a las entidades de las que trata este artículo como “organizaciones psicodestructivas” o “psicoadictivas”, si bien esta etiqueta tan sólo haría referencia a uno de los aspectos nocivos de estas estructuras: el estrictamente individual y psicológico. Por ello el término más frecuente es el de “sectas destructivas”, ideado en 1982 por el escritor catalán Pepe Rodríguez, considerado como uno de los mayores expertos mundiales en este fenómeno y autor de numerosos libros sobre la materia. La categorización como “sectas destructivas” (que hoy es el término más empleado a nivel mundial, con la traducción literal al francés y la traslación al inglés como “harmful cults”) disipa —o debería disipar— cualquier duda sobre el carácter de las organizaciones a las que vamos a referirnos, quedando claro que se las desea combatir por su carácter pernicioso para el individuo (en varias dimensiones) y para la sociedad, no por el hecho legítimo de ser “sectas”. Se considera como sectas destructivas a un amplio abanico de organizaciones de toda índole. La mayoría de ellas tienen la apariencia externa de sectas, es decir, de escisiones de una organización religiosa mayor. Por eso el nombre se ha extendido a grupos nocivos de toda clase, muchos de los cuales presentan formas externas tan diversas y tan ajenas al nombre original como centros de rehabilitación de toxicómanos, organizaciones ufológicas, asociaciones filosóficas, cursos de artes marciales, yoga o meditación, supuestas logias masónicas y órdenes secretas u ocultistas y hasta extraños partidos políticos sin intereses electorales pero empleados como gancho de captación. Lo que todas tienen en común es el empleo de técnicas psicológicas para condicionar la voluntad de sus adeptos, llegando a anular por completo su capacidad crítica para “trasvencer” en lugar de convencer a estas personas. Las sectas destructivas llegan a generar una adicción psicológica comparable a la de las drogas y provocan una sumisión tal del individuo que resulta después fácil hacer que éste, de forma acrítica y con la consciencia alterada, realice cuantos actos legales o no convengan a los dirigentes de la organización. Las sectas destructivas casi invariablemente responden a una estructura en la que un líder carismático, que frecuentemente se cree su papel, ejerce una atracción natural suficiente. Este gurú está en la cúspide de la jerarquía sólo de forma aparente, pues quienes de verdad gobiernan la organización son las personas situadas en el escalafón inmediatamente inferior o incluso entre bastidores. Debajo de ellos, una compleja estructura piramidal da a los adeptos la impresión de que hay espacio en la secta para la promoción personal, y generalmente pasarán por una cadena interminable de niveles y escalafones, sin jamás llegar a posiciones de responsabilidad real más que en el área del proselitismo. Dependiendo de la clase de organización, los adeptos serán utilizados para la comisión de delitos o actos terroristas, o simplemente se les utilizará para cubrir las necesidades de cualquier clase de los dirigentes. En cualquier caso, la entrega paulatina o total del patrimonio propio y la explotación del adepto mediante el trabajo “voluntario” en la organización (generalmente produciendo bienes que la secta vende a través de su conglomerado de empresas) es, junto al desarraigo del nucleo familiar, de la pareja y de las amistades anteriores, un elemento común a la mayoría de estas organizaciones. Factores de riesgo Una definición muy extendida en los Estados Unidos afirma que las personas más captables por una secta destructiva son aquellas que se creen invulnerables a este tipo de organizaciones. Mucha gente tiende a pensar, erróneamente, que un elevado nivel cultural dificulta la — 154 — captación sectaria. Estas entidades no conquistan a sus adeptos con argumentos racionales, como cualquier otra organización humana, sino a través de la emotividad. Cualquier persona culta o no que atraviese un mal momento emocional es susceptible de ser reclutada por adeptos de una de estas organizaciones. La enorme pluralidad de formas externas hará más fácil la captación por una u otra secta, dependiendo de los intereses y gustos del individuo en cuestión, pero el factor determinante de su progresiva aproximación a la organización siempre será la adicción psicológica y emocional que, por diversos medios, irán generando las personas encargadas del proselitismo y, a través suyo, las jerarquías superiores y la secta como tal. Hay adeptos completa e irremediablemente adictos a la secta que hablan cinco idiomas o tienen tres carreras universitarias, y que desarrollan sin embargo un comportamiento cien por cien acorde a los intereses e instrucciones de la organización. La aproximación inicial se hace de muchas maneras, desde la organización de conferencias sobre temas de interés general hasta el reclutamiento callejero con cualquier excusa (recogida de firmas, etc.), y desde la impartición, a veces gratuita, de cursos de “superación personal” hasta la realización “sin compromiso” de tests de personalidad. Tras el bombardeo de afectividad, cuando la persona ya ha bajado la guardia y confía ciegamente en esas personas tan encantadoras, en esos nuevos amigos que le aportan un mundo nuevo y mucho mejor que el real, comienza la sucesión de retiros, convivencias, ashrams o cualquier otro tipo de experiencias de varios días en lugares alejados de la sociedad. Allí, fuera del entorno social normal y con la dieta y los horarios de sueño controlados por la organización, se desarrollan técnicas de persuasión coercitiva (“lavado de cerebro”) que varían en intensidad y efectividad dependiendo de cada organización, y que en los casos de las sectas destructivas más conocidas llegan a la total anulación de la voluntad y la capacidad crítica de las víctimas. Esta violación psíquica, que sustituye el raciocinio por la obediencia ciega e introduce en el subconsciente elementos de temor al líder y de anulación de los deseos y necesidades personales, es muchas veces irreversible y, en otros casos, sólo se sale de ella mediante una compleja y larga terapia, pero siempre dejando secuelas de por vida. En cualquier caso, se calcula que más del noventa y cinco por ciento de las personas enganchadas por una de las sectas destructivas más perniciosas no logran salir jamás de ella. Qué se puede hacer Desde el punto de vista individual la mejor —si no la única— medida que se puede tomar es informarse bien antes de ingresar en cualquier organización del tipo que sea, y sobre todo en las que tienen algo que ver con la espiritualidad. No hace falta caer en actitudes paranoicas pero no está de más tener en cuenta los rasgos principales de las organizaciones psicodestructivas, resumidos en un cuadro aparte. Ante la duda, lo mejor que se puede hacer es contactar con alguna de las asociaciones que combaten este problema. En el caso de que un hijo u otro familiar sea víctima de una de estas organizaciones, la única solución es ponerse en manos de las asociaciones mencionadas y actuar con presteza, ya que el problema sólo se puede resolver sin excesiva dificultad en la etapa previa a la aplicación de las “terapias” psicológicas más destructivas. En esa fase previa aún se puede someter a la persona a un razonamiento suficiente y aportarle información, así como presentarle a ex-adeptos que lograron salir de la organización. En la fase siguiente, cabe decir que en la mayor parte de los casos, por desgracia, el único remedio posible es sacar a la persona de la organización por la fuerza y forzarla a someterse a un tratamiento de “desprogramación” (escogiendo muy bien a los psicólogos y otros asesores, ya que a veces es peor el remedio que la enfermedad). Se han dado muchos casos de personas que, en un punto concreto del proceso de desprogramación, “ven la luz” de pronto y “vuelven”, dándose cuenta de golpe de todo lo que han hecho en la secta (desde casarse o prostituírse hasta robar o matar para la organización). El problema de este remedio es que, tratándose de adultos, es completamente ilegal. Y para que un juez incapacite transitoriamente a una persona y dicte un auto de internamiento en una clínica psiquiátrica al objeto de tratarla, la persona en cuestión tendría que haberse sometido antes, voluntariamente, a las oportunas pruebas periciales de psiquiatría forense. En este — 155 — terreno chocan las lógicas garantías legales que son exigibles a un Estado de Derecho con la muy particular problemática del sectarismo destructivo, y en ningún país se han articulado soluciones reales. Además, es frecuente que estas organizaciones se lleven a sus adeptos a comunas alejadas de la sociedad y estrechamente vigiladas, muchas veces en países en vías de desarrollo manifiestamente incapaces de velar por los Derechos Humanos de los adeptos, o suficientemente corruptos como para mirar a otro lado. En una de esas comunidades, en Guyana, se produjo el espantoso suicidio colectivo de más de mil adeptos del reverendo Jones en 1978, y la lista interminable continúa con casos similares en Japón, Suiza y América Latina hasta Waco y, recientemente, Uganda. Desde el punto de vista social y jurídico no es mucho lo que se puede hacer. Múltiples comisiones parlamentarias y ministeriales llevan décadas analizando este fenómeno y declarándose impotentes para resolver el problema. Por otro lado, es tan grande la infiltración en el Estado de algunas de estas organizaciones —las más conocidas por usted y que no podemos ni mencionar porque se querellarían de inmediato contra este autor y esta revista—, y es tal su poder económico (varias de ellas incluso se cuentan entre las cien mayores fortunas del planeta), que hasta ahora sólo se está procurando poner parches y combatir más los efectos del problema que el problema en sí. Libertad religiosa y libertad individual Es de crucial importancia que se comprenda que la lucha contra las sectas destructivas está muy lejos del debate sobre la libertad religiosa. No se cuestiona ninguna confesión ni creencia, ninguna filosofía religiosa ni a ninguna organización humana, por extraña que resulte. Muchas organizaciones que a priori pueden parecer sectas peligrosas resultan ser tan raras como inofensivas. Lo que se combate es la sistemática aplicación de técnicas psicológicas destinadas a someter y manipular a las personas para los fines de organizaciones mafiosas, muchas de ellas perfectamente identificadas. El problema no es la secta sino el sectarismo inducido por ella en los adeptos: la sectadependencia y sus consecuencias individuales y sociales. De hecho, la programación sectaria es entre otras cosas una vulneración del derecho a la libertad religiosa, de manera similar a como la violación es un atentado a la libertad sexual. El raciocinio, junto a la autoconsciencia, la propiedad y la soberanía personal son ingredientes fundamentales de la libertad que nos hace humanos. Sin la libertad individual basada en la capacidad de razonar y optar, sólo se es humano biológicamente. A un estado así es, en mayor o menor medida (dependiendo de cada secta destructiva y de las características de cada individuo), al que quedan reducidas las personas adictas a una organización de este tipo. La persona “robotizada” actúa de manera aconsciente, acrítica, automatizada. Su pérdida de dominio sobre sí mismo es una de las más terribles formas de esclavitud del mundo actual, una esclavitud que ni siquiera es percibida por sus víctimas, por grandes que les resulten los sufrimientos que de ella se derivan. De la adicción física a las drogas se es consciente y por tanto se puede intentar salir acudiendo a una clínica de desintoxicación. De la adicción a una secta destructiva generalmente no se sale, salvo que alguien, a veces infringiendo la ley “le saque”. El fenómeno sectario ha crecido tanto, y sus organizaciones multinacionales más peligrosas han alcanzado tales cotas de poder, que verdaderamente se puede considerar hoy al sectarismo destructivo como una de las principales amenazas a la libertad individual en todo el mundo. En realidad, las sectas destructivas son la cara visible de un mal más profundo, la punta de un iceberg que navega directamente hacia el casco del buque en el que se ha embarcado la Humanidad postmoderna. La gran paradoja es que en la época de mayor conocimiento técnico de la Historia, cuando las sociedades más avanzadas por su bienestar material y su libertad personal se han sacudido la superstición y cuando las creencias y la espiritualidad se han circunscrito al ámbito privado de cada persona, surjan millones de hombres y mujeres que quieren menos saber y más creer, que anhelan la vuelta al misticismo (si bien a un misticismo nuevo y más atractivo que aquel otro tan aburrido que aportaban las religiones convencionales) — 156 — y que necesitan desesperadamente experimentar con su espiritualidad y su conciencia igual que en los setenta se deseaba experimentar con los psicotrópicos y los alucinógenos. Son personas psicológicamente huérfanas que navegan de grupo en grupo y a las que es fácil atraer hacia cualquier comunidad alternativa a la sociedad general, donde no se encuentran a gusto. Buscan un dios, un padre y una familia, y están dispuestos a pagar con su libertad, sin saber que más adelante será casi imposible dar marcha atrás. Quienes se aprovechan sin escrúpulos de esa situación y se enriquecen a costa de la brutal despersonalización de sus seguidores se cuentan entre los peores criminales de nuestro tiempo. Contra el fenómeno sectario de poco sirven las medidas a poteriori. Es necesario emprender campañas de información, mantener observatorios sociales sobre esta problemática —como el abierto hace un par de años en Bélgica— y, sobre todo, incidir durante la educación primaria y secundaria en aquellos aspectos cuya dejación facilita la vulnerabilidad a las sectas destructivas. No basta con darle a las personas más libertad que jamás en el pasado: hay que prepararlas para vivir esa libertad y vencer el miedo que muchos le tienen (por a su contraparte de responsabilidad). Hay que ocuparse más en el proceso educativo de los aspectos emocionales y psicológicos, tan desatendidos, e integrar más a la familia directa en la educación. Es fundamental “psicologizar” mucho más la educación: no basta con que una vez por curso se haga a los niños un test o se programe una charla con el psicólogo del centro. Y a partir de una cierta edad deberían ser partes importantes de la formación de los adolescentes los conocimientos sobre la propia mente, la emotividad y la afectividad, las relaciones sociales, familiares y de pareja y una aproximación sana y neutral a la espiritualidad, lejos de los dogmas religiosos del pasado. Si no, los “efectos secundarios” de nuestra apasionante civilización —occidental-global, racional-positivista, individualista y libre— seguirán haciendo de una significativa minoría víctimas idóneas, y las psicomafias seguirán creciendo y acumulando un poder fáctico que, de no corregirse la tendencia, pudiera llegar a afectar a la libertad de todos. — 157 — El sentido de las constituciones Perfiles del siglo XXI, julio de 2000 Las constituciones surgieron para imponerle a los gobernantes unas limitaciones a su poder. Hoy, sin embargo, las constituciones se emplean más para limitar al individuo que al Estado. En las últimas décadas, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, el número de constituciones vigentes en todo el planeta se ha incrementado al mismo ritmo vertiginoso al que decrecía su vigencia. Otra cifra ha experimentado un fuerte crecimiento: el número de artículos y, más vagamente, la cantidad de derechos reconocidos por toda Carta Magna que se precie. El colapso del colonialismo dio lugar en varias tandas a la emersión de más de cien nuevos Estados que, claro, necesitaban sus respectivas constituciones. El final de la Guerra Fría hizo que muchas de las constituciones post-independencia debieran ser revisadas, al mismo tiempo que toda Europa oriental y Asia central emprendían el camino hacia la democracia dotándose, como hicieran quince años antes Portugal y España, de nuevas constituciones. Precisamente el texto español de 1978 se ha tomado como base o ingrediente importante para las numerosas reformas constitucionales que también ha emprendido América Latina. Mientras todo esto ocurre, el marco constitucional de las democracias más sólidas del planeta apenas ha experimentado cambios, y la no-constitución británica sigue amparando el desarrollo de un sistema democrático envidiado por muchos países, basado en el parlamentarismo “de Westminster”. Por su parte, los Estados Unidos mantienen vigente su primera y única carta fundamental, apenas reformada por unas enmiendas que, sin duda, adquieren hoy una especial relevancia. Si, como casi todos los estudiosos de la materia afirman, se está produciendo una considerable convergencia entre los textos constitucionales de todo el mundo democrático, a largo plazo es fácil vislumbrar una “globalización constitucional” que puede afectar profundamente a la organización política de la Humanidad. Incluso sin planteamientos de gobierno mundial, puede alcanzarse una uniformidad constitucional tan amplia que —unida a la paulatina pérdida de valor del concepto de nación y a la difuminación de las fronteras jurídicas, comerciales y culturales— termine por hacer muy similares si no idénticos los efectos prácticos de lo constitucional sobre la actividad de la gente. Si esto es así, si caminamos hacia un constitucionalismo global y homogéneo, no está demás reflexionar sobre las características idóneas de ese marco, en contraposición a las que presentan hoy nuestras constituciones, incluso las más “avanzadas”. En este sentido, lo primero que llama la atención es cómo el paso de los dos últimos siglos y, sobre todo, el transcurso de las últimas décadas han logrado desvirtuar la esencia de lo constitucional. Las constituciones surgieron —y de ahí su carácter de “norma fundamental del Estado”— como una imposición de los ciudadanos al poder real o republicano, como un estrecho cerco dentro del cual debía necesariamente desarrollarse la acción política. La constitución era una carta (“magna”) que los notables del país (primero por su extracción social pero después por su legitimación popular) obligaban al poder político a firmar. Lo esencial era que el tour-de-force entre gobernados y gobernantes se resolvía en un punto de consenso que garantizaba a los primeros el no abuso de poder por parte de los segundos. La constitución era un escudo del individuo frente al poderoso. Hoy, sin embargo, en casi todo el mundo los Estados se han adueñado de lo constitucional y han terminado por convertir la ley máxima en una limitante, no de las prerrogativas del sistema político, sino de las libertades del individuo. Si inicialmente se empleo el texto constitucional para recoger unas pocas libertades esenciales para el ser humano y dejar bien claro que en ellas jamás podría interferir el Estado, hoy se ha llegado a tal inflación de los “derechos” recogidos en ellas que, de facto, se le ha dado la vuelta a la situación y lo no recogido en las constituciones parece no estar amparado por legitimidad alguna. En la evolución del — 158 — constitucionalismo latinoamericanno (con textos de hasta doscientos artículos) se percibe muy claramente este fenómeno, aunque en realidad afecta al planeta entero. Antes se decía al gobierno que sólo podía hacer lo que la constitución autorizaba. Ahora más bien se le da al ciudadano una larga lista de derechos, pero el Estado nunca ha tenido tanto poder en la sociedad como en la segunda mitad del siglo XX. Además, el fallido consenso socialdemócrata impuesto en Europa occidental en la segunda postguerra mundial ha llegado a idealizar el Estado y a imponer al individuo las consecuencias de unos presuntos “derechos colectivos” que en la mayoría de los casos son simplemente una grave contradicción en términos (“derecho” y “colectivo” son nociones que muy pocas veces casan, aunque los socialistas lo vean de otra manera). La recolección de decenas o cientos de esos derechos “del pueblo” o “de la sociedad” y su plasmación en las constituciones ha violentado en ámbito de soberanía del individuo, causa original de la existencia misma de los textos constitucionales, y ha permitido la sistemática invasión y nulificación de los derechos naturales y positivos de la persona humana en aras del colectivismo. Se ha pretendido garantizar como derechos “sociales” nociones como el trabajo. Lo que es un derecho inalienable es la acción positiva de trabajar y aun la búsqueda de empleo, pero no el empleo como tal. Y sin embargo este tipo de razonamiento, aplicado a decenas de asuntos más (de la sanidad a la educación, etcétera) ha permitido, “porque lo dice la constitución”, promulgar leyes que limitan la libertad de las personas. En palabras del escritor colombiano Plinio Apuleyo Mendoza, se ha recogido con tanto detalle y profusión los derechos de los colombianos —derechos que, por supuesto, el Estado es incapaz de garantizar— que más habría valido reducir todo a un único artículo: “los colombianos tienen derecho a la felicidad”. Sería tal vez un interesante experimento darle la vuelta a las constituciones. Exigir desde la ciudadanía textos que no nos confieran derecho alguno ya que, a fin de cuentas, nuestros derechos naturales son nuestros por nacimiento y por nuestra propia condición humana, no porque lo diga ninguna constitución. Pero lo importante del experimento sería que en las constituciones no se incluyera una declaración de nuestros derechos —o se redujera a los derechos individuales esenciales— y en cambio se introdujera una declaración de los “derechos” del Estado, limitando sus prerrogativas a las expresamente reconocidas por la ley de leyes. Así, por ejemplo, los ciudadanos de todo el mundo podrían evitar abusos estatales como la leva de personas para nutrir el ejército mediante el abominable servicio militar obligatorio, ya que es de suponer que tal prerrogativa no estaría expresamente concedida por los individuos al Estado vía constitución. Igualmente se podría limitar el cobro de impuestos a un porcentaje máximo, etcétera. Alcanzaríamos un tipo de organización constitucional de la sociedad mucho más horizontal y libre, basado en el derecho real del individuo a su soberanía personal. — 159 — Tras los pasos de Ayn Rand Perfiles del siglo XXI, julio de 2000 La organización depositaria del legado filosófico y político de Ayn Rand es, a la vez, uno de los think-tanks más importantes de los Estados Unidos. La fundadora de la corriente de pensamiento conocida como objetivismo —e inspiradora de muchas de las ideas liberallibertarias de hoy— tiene en el Ayn Rand Institute (ARI) un digno organismo continuador de la obra por ella iniciada. Ayn Rand nació en San Petersburgo en 1905 y a la edad de seis años aprendió sola a leer y escribir. Desde ese momento desarrolló una pasión por las letras y por el pensamiento que habría de acompañarle hasta su muerte en 1982. En 1925 Rand logró salir de la Unión Soviética y trasladarse a los Estados Unidos, donde residiría el resto de su vida. La razón y su superioridad sobre el misticismo constituyeron las piedras angulares de su visión de la vida y del mundo, una visión que nadie como ella supo plasmar en palabras y cuya fuerza arrolladora ha cambiado la vida de miles de lectores y seguidores en todo el mundo. Ayn Rand escribió numerosas obras, pero se considera a The Fountainhead y Atlas Shrugged como las piezas clave de su pensamiento. La publicación de sus principales obras llevó a Ayn Rand a recorrer de arriba a abajo los Estados Unidos presentando sus libros, extremadamente provocadores para la mentalidad colectivista de los años cincuenta y sesenta. Hábil polemista y con una honestidad intelectual a prueba de bombas, Rand alcanzó rápidamente una enorme popularidad entre quienes comprendieron su mensaje, y una considerable aversión entre cuantos entendieron —con razón— su pensamiento como una amenaza al statu quo místico y colectivista del momento. El Ayn Rand Institute no se ocupa sólo de mantener el acervo histórico de la genial pensadora rusoamericana, sino que promueve la filosofía objetivista a través de toda suerte de publicaciones, incluida la revista Impact, y mediante una importante red de clubes de opinión en las universidades. El ARI imparte cursos avanzados de filosofía objetivista, ofrece becas de investigación y promueve en medios académicos e intelectuales el pensamiento derivado de los escritos de Rand. La filosofía de Ayn Rand, más viva que nunca (de hecho ella se adelantó al menos cinco décadas a su tiempo), ayuda al advenimiento de una nueva era en la que el individuo sea soberano frente a cualquier supuesto poder superior, ya sea éste físico (el pueblo, la masa) o místico (cualquier dios). El ARI nos abre las puertas de una revolución del pensamiento cuyas consecuencias serán globales. — 160 — La OCDE ataca de nuevo Diario Prensa Libre (Guatemala), 21-07-2000 La OCDE ataca de nuevo. La Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (el foro que agrupa a una treintena de países desarrollados en todo el mundo) acaba de lanzar una nueva ofensiva internacional contra los paraísos fiscales. Mezclando intencionadamente problemas distintos, la OCDE acusa a los centros offshore de minar la base fiscal de los países “normales” y servir como guarida para los capitales malhabidos, además de ayudar a limpiarlos. Las dos últimas acusaciones merecen aclaración y, en caso de tener algo de ciertas, requieren la inmediata adopción de medidas de seguridad y control más firmes por parte de los países y territorios coloniales de baja fiscalidad. La primera de las acusaciones (que es, en realidad, la que preocupa a la OCDE) debería llevar a los paraísos fiscales a pronunciar un rotundo “sí, ¿y qué?” y a los clientes, a mostrarle sonrientes el dedo corazón al Estado y no volver a pagar un solo impuesto. La fiscalidad reducida, simbólica o inexistente de unos territorios (cada día más) es la consecuencia directa de la fiscalidad elevada, confiscatoria y expropiadora que aplican los países que ahora emprenden esta nueva cruzada anti-offshore, condenada al fracaso igual que las anteriores. La OCDE no se limita a “matar al mensajero” atacando a las Islas Cayman, Andorra, Gibraltar o Bermudas, sino que incluso arremete contra los regímenes fiscales ligeramente más benignos que se dan en zonas específicas de los propios países miembros, como es el caso del País Vasco. La pretensión uniformadora en lo fiscal no es solamente un atentado contra la libertad de cada país o territorio de decidir democráticamente qué régimen aplicar a sus propios residentes y a quienes allí quieran afincarse. Es, sobre todo, un ataque frontal al derecho que asiste a toda persona de escoger el marco jurídico más conveniente para sus negocios y transacciones entre una multiplicidad de opciones. Seguramente a la OCDE, como a la Unión Europea y al FMI les gustaría alcanzar una fiscalidad universal homogénea y “armonizada” en función del país más recaudador. Así todos seríamos, como los escandinavos, esclavos fiscales de unos Estados sobredimensionados y asfixiantes en su paternalismo. No lo van a conseguir. El reciente informe de la OCDE más pareció el último coletazo de un dinosaurio agonizante que un intento serio de acabar con los paraísos fiscales (en los cuales, como es lógico, ya está refugiada más de la sexta parte del capital mundial, cifra que crece a un ritmo galopante). Los ciudadanos cuentan con la revolución de las telecomunicaciones como firme aliada frente a los burócratas de la OCDE y de los demás organismos internacionales empobrecedores. Conéctese a Internet, abra una cuenta en cualquier paraíso fiscal y ya está usted fuera del alcance de Hacienda, ese perro de presa enviado contra usted por un Estado que le cree súbdito. ¿Cómo pretenden impedir de verdad el auge del sector offshore? Es simplemente imposible porque las medidas de represión y espionaje que tendrían que implementar serían insoportables y la gente no las aceptaría. Las coléricas amenazas de la OCDE son dignas de desprecio —por su vocación iliberal y antiindividuo— pero merecen sobre todo una sonora carcajada por su anticuada e inviable pretensión de volver a convertir a los individuos soberanos en esclavos del ministro de Hacienda, ese pobre demonio venido a menos que regenta un infierno fiscal al que cada día le van quedando menos víctimas. — 161 — Izquierda, derecha y liberalismo Diario Prensa Libre (Guatemala), 14-07-2000 Al economista y pensador austriaco Friedrich A. von Hayek le debemos sin duda muchas cosas, pero tal vez la más importante sea su desmantelamiento del concepto maniqueo de izquierdas y derechas en política, y su sustitución por el de colectivismo versus individualismo. Mucho ganaría el debate público sobre la política y la economía si se dejase de contemplar cada idea, decisión, candidato o partido a la luz de su teórico posicionamiento en esa escala irreal y caprichosa que desmontó Hayek. Hoy día, ¿en qué se diferencia la izquierda de la derecha? ¿No encontramos frecuentemente posturas políticas antagónicas dentro de la izquierda y dentro de la derecha? Como mínimo, sería esclarecedor situar las ideas en un plano y no en una escala lineal. El plano tiene un eje horizontal de izquierda a derecha según la escala convencional, pero tiene también un eje vertical en cuyo extremo superior se encuentra el mayor grado de individualismo y de respeto por la acción directa de cada persona, mientras en el extremo inferior se da el mayor intervencionismo colectivista. El resultado es como una revelación: encontramos en la parte baja de este "mapa" ideológico, recorriendo toda su longitud, a las ideologías que más han dañado al ser humano, desde el fascismo y el nazismo hasta el comunismo. Un poco más arriba, pero todavía muy por debajo de la media, se encuentran intervencionistas "duros" como la Falange española o el peronismo (auténtico) argentino. Hacia la zona media de la tabla, todo el recorrido de izquierda a derecha está ocupado por los intervencionistas democráticos (los que justifican su invasión del ámbito personal de decisiones en el mito de la legitimación popular), es decir, ciertos grupos de "nueva izquierda", los socialdemócratas, algunos ecologistas, los "centristas", los democristianos y los conservadores. Pero a partir de ahí, si seguimos subiendo en el mapa y aproximándonos por tanto a las cotas de mayor aprecio a la libertad individual de cada ser humano y, por ende, a la menor injerencia del poder en la vida de la gente, sólo encontramos a los diversos tipos de liberales y, más arriba aún, a los libertarios o "anarcocapitalistas". La conclusión principal que uno extrae de esta representación política en el plano es que queda desnuda la escasa relevancia del eje horizontal, y el vertical adquiere de golpe una enorme trascendencia. El eje vertical, es decir, la escala individualismo-colectivismo (que también podría denominarse libertad-represión o persona-masa) es actualmente el sistema más correcto para determinar la posición de un proyecto de ley, de un político o de una decisión. Y una de las consecuencias principales de esta escala es que aniquila el ataque frecuente a los liberales y libertarios respecto a nuestro supuesto "oportunismo" al estar "en la derecha para unas cosas y en la izquierda para otras": pasa a ser evidente que estamos, para todas las cosas, inequívocamente del lado superior, del lado del individuo y su libertad personal, y que eso, naturalmente, nos lleva a tomar posiciones en economía que a la "izquierda" le parecen de "derechas" y posiciones en cuanto a los Derechos Humanos y civiles y las libertades públicas que causan el efecto contrario. Otra de estas consecuencias es que también pasa a ser evidente que la extrema derecha y la extrema izquierda son en realidad muy similares, y que los intervencionistas democráticos también son muy parecidos, llámense socialistas o conservadores, democristianos o socialdemócratas: todos apuestan por un Estado paternalista facultado para meter la mano en los bolsillos de sus "hijos" los ciudadanos y sacar de ahí los fondos que, con su demostrada incapacidad, insiste en seguir "redistribuyendo". Es un Estado, además, que se cree en la obligación de imponer a la sociedad una determinada moral, ya sea el mito solidario de los socialdemócratas o la moral católica de los conservadores. Sólo en la parte superior del "mapa" encontramos un refugio para el ser humano individual, para la persona entendida como fin en sí misma y no como hormiga de un hormiguero que la supera y aliena. Sólo en la profunda asunción de la libertad como norte y guía de la política y de la economía, con todas sus consecuencias, está el camino hacia el progreso, el camino que nos aleja irreversiblemente del — 162 — colectivismo "duro" de izquierdas y derechas (Stalin, Hitler, Franco, Castro) y del colectivismo "blando" de izquierdas y derechas (Jospin, Aznar, Zedillo, Schroeder)... el camino hacia la emancipación de las personas mediante el ejercicio pleno de su soberanía. — 163 — Oriente Medio necesita prosperidad Editorial para Perfiles del siglo XXI, agosto de 2000 La clave de la solución a la compleja encrucijada de Oriente Medio no es otra que la prosperidad económica de los países de la zona. Si pensamos en la región no como un polvorín, frecuente motivo de toda suerte de dolores de cabeza para el resto de nuestro planeta, sino basándonos estrictamente en las cualidades objetivas de la región, apreciaremos que tiene todas las condiciones para convertirse en uno de los mayores polos de desarrollo del mundo. En una zona relativamente pequeña se concentran recursos vitales, la capacidad de innovación y desarrollo de los tenaces israelíes, el capital humano de los Estados árabes vecinos (y muy en especial la de libaneses y palestinos), la enorme capacidad de inversión económica de los grandes poderes financieros árabes y judíos, la proximidad a la Europa en creciente unificación y al resto del mundo árabe, y una sólida base para la agricultura, el turismo y la industria. Las distancias entre Tel Aviv, Beirut, Damasco y Ammán son despreciables, y la complementariedad entre las economías de la región es enorme. Cada uno tiene aquello de lo que carecen los demás. Sólo el profundo enfrentamiento entre culturas, ideologías y religiones explica el caos en el que se halla sumida la zona. El mayor esfuerzo de Occidente debería ir encaminado a forzar la apertura de la economía siria y a evitar que la nueva economía palestina esté controlada por el aparato estatal de la Autoridad Nacional Palestina, así como a crear las condiciones idóneas para que Israel comercie con sus vecinos y salga de su forzado aislamiento regional. El comercio puede obrar el milagro de la paz, pero para ello hay que ayudar a estos países a tender puentes económicos y a vencer los clichés y prejuicios culturales que cada uno de ellos tiene respecto a la relación con los demás. Del profundo intercambio comercial surgirán las demás formas de intercambio (humano, cultural) que diluirán la tensión ya harán de esa tierra, por fin y para todos, una tierra de promisión. La retirada israelí del Libano, el posible acuerdo sirio-israelí sobre los Altos del Golán y la consolidación del Estado palestino son pasos positivos en ese camino, pero lo más importante sería que los militares se detengan, los políticos callen y la sociedad civil hable. La dimensión económica puede ser la llave de ese proceso. Cuba-Estados Unidos: qué hacer Editorial para Perfiles del siglo XXI, agosto de 2000 El caso Elián tan sólo ha sido el último capítulo, y el más evidente, de un proceso que lleva años en marcha: el del agotamiento de la solidaridad estadounidense con los exiliados y disidentes del castrismo. Es un proceso sospechosamente coincidente con la pérdida de importancia de Cuba como amenaza real a la seguridad de los Estados Unidos y como propagadora eficaz del difunto sistema comunista al resto de América Latina. Cada día son más las voces que reclaman de Washington una flexibilización de su política hacia el régimen de Fidel Castro, con argumentos como “también tuvimos embajada en tal o cual país dictatorial, incluso con el Vietnam en guerra contra los Estados Unidos” o “¿no comerciamos y mantenemos una espléndida relación con China?”. El inmoral pragmatismo de estos argumentos contrasta con la ideología de quienes los propagan, que suelen ser personas y diarios que ostentan y pregonan su solidaridad y su humanitarismo. Cuba no va a cambiar por sí sola, muera o no Castro. Cuba necesita hoy, más que nunca, la ayuda de los demócratas de todo el mundo (sí, también la ayuda de los demócratas de izquierda si quieren desprenderse de una vez por todas de su merecida etiqueta de cómplices con aquellas dictaduras que sí les gustan o les convienen). Los Estados Unidos, por su peso en la economía y en la geopolítica mundial y por su vecindad con Cuba, tienen un papel que jugar en el futuro de la isla, y ni pueden renunciar a ese papel ni pueden sustituírlo por una rendición más o menos camuflada o edulcorada. Ni lo merece Cuba ni lo merece el mundo. Sería insoportable para todos, y devastador para la ya maltrecha dignidad de Washington, que los Estados Unidos levantaran el bloqueo unilateralmente y sin asegurar como contrapartida el inicio de una transición de verdad. Sería una infamia abandonar a su suerte a los miles de cubanos expoliados por el régimen. Sería una — 164 — temeridad darle un nuevo balón de oxígeno a castro para dejar bien asentado su régimen más allá de su muerte. Sería un desastre ético que el peor tirano que queda en ejercicio en todo el hemisferio occidental se saliera con la suya. Ni los Estados Unidos ni el mundo occidental y global que estamos construyendo pueden permitir algo así. Se equivocan algunos sectores del exilio cubano cuando ven detrás de la actual política de Washington una conspiración para apoyar a Castro. Es peor: es pura desidia, es dejadez, es frustración por su fracaso de décadas en el combate a Castro, es un encogimiento de hombros de los estrategas de la Casa Blanca: “de todas manera, qué más da, si Cuba ya no es un peligro inmediato”. El lobby cubano tal vez tenga que mejorar su marketing, su comunicación y su imagen. Pero los Estados Unidos no deben dar la espalda a la causa de la democracia en Cuba. — 165 — El contrato social y el individuo Perfiles del siglo XXI, agosto de 2000 El contrato social entre gobernantes y gobernantes adolece de la ausencia de una tercera parte fundamental: la persona. La sofisticación de nuestras sociedades y nuestra entrada en la era del individuo hacen necesario replantearse el contrato. Las sociedades más democráticas y avanzadas del planeta basan su marco de convivencia en un concepto que en su momento significó un avance radical en los derechos de las personas y que aportó prosperidad y riqueza a los pueblos que lo asumieron, pero que hoy podría estar francamente agotado a consecuencia de su abuso. Ese concepto era el contrato social entre gobernantes y gobernados. El objetivo perseguido era muy noble, y en gran medida se alcanzó. Se trataba de obligar al poder político a someterse a la voluntad de los ciudadanos. Cuando se promulgó, en el transcurso de la revolución —originalmente liberal e individualista— de Francia (1789) la primera declaración de derechos, ésta se tituló “del Hombre y del Ciudadano” (hoy, lógicamente, habría sido “de la persona” para incluir a la mujer), pero siglo y medio después, el texto que la sucedió en la ONU prefirió emplear el adjetivo “humanos”, y este matiz que puede parecer intrascendente dice mucho sobre lo que la Humanidad ha perdido (o a lo que ha renunciado) para alcanzar mayores cotas de bienestar material: parte de la libertad de los individuos. La declaración de 1948 contaba ya con más artículos, y muchos de los derechos “humanos” (no tanto “del humano”, de cada ser humano) implicaban una visión colectivista del concepto mismo de derecho. El constitucionalismo moderno se encargaría en esa misma época y en las décadas posteriores de aplicar al ámbito nacional lo que la declaración había consagrado a nivel universal. Así, se mezclaron interesadamente las cosas y se incluyó entre los derechos “humanos” supuestos derechos de ejercicio necesariamente colectivo que, sutilmente, limitaban algunos de los otros derechos (individuales) también incluidos. Como no se establecieron jerarquías de derechos ni prioridades entre los mismos, quedaba a la libre interpretación de cada Estado, sistema político, partido o gobierno primar unos derechos sobre otros. Y, claro, quedaba tan confusa la situación que se facilitaba a los colectivistas de izquierda y de derecha la reivindicación de derechos colectivos en detrimento de los derechos individuales. El contrato social era un pacto que limitaba la acción del poder y aseguraba al ciudadano una parcela de privacidad y un ámbito personal inviolable. La evolución política del concepto, en unos siglos que se caracterizaron por el surgimiento del socialismo y la idealización de las masas, ha hecho que hoy se pueda considerar al contrato social como una limitante tanto del Estado (pero menos) como de los ciudadanos individuales (mucho más) en beneficio de la masa, gran beneficiada del actual orden constitucional en casi todo el mundo (o en realidad de quienes la guían, seducen o manipulan). ¿Hay que denunciar el contrato social, hay que romperlo? ¿Habría, ante esa necesidad, alguna posibilidad de éxito, sin destruir lo ya conquistado por el ciudadano, sin provocar revoluciones ni enfrentamientos sociales? El contrato social iba bien encaminado, y su evolución lógica, su paso adelante, su perfeccionamiento para unas sociedades postindustriales basadas en la libertad, habría sido sofisticarlo y reconocer como parte igual —si no superior— al individuo: pasar de un contrato entre el Estado y “la gente” a un contrato trilateral entre estos dos elementos y la persona, ya que parece impensable, dada la naturaleza humana, alcanzar una situación en la que el elemento masa no esté presente de una u otra forma en las relaciones de cada persona con el poder. “Trilateralizar” el contrato social reconociendo que cada individuo tiene derecho al menos a un mínimo margen de maniobra en su relación con el poder, y que lo que la masa (sus representantes) desea de aquél puede no coincidir con lo que cada individuo quiere, sería, probablemente, alcanzar el sistema social más justo y libre de la Historia. Pero es casi — 166 — imposible. La tendencia de millones de personas a unirse para exigir al Estado, ingenuamente, que haga aquello que más le gusta hacer al Estado (someter a los individuos) es una tendencia tan fuerte que deja escaso lugar para la disidencia individual. Quien discrepe de cláusulas concretas de ese contrato social que le aplican por el mero hecho de haber nacido, pero que jamás tuvo la oportunidad de negociar y firmar, siempre será considerado un raro, un insolidario o un demente. Y sin embargo, es también razonable pensar que caminamos hacia un mundo de individuos interconectados de forma horizontal por unas tecnologías capaces de minimizar la importancia de la parte gubernamental del contrato, casi sustituyéndolo por un nuevo modelo de contrato entre individuos. Si la masa se atomiza y el Estado se diluye, los múltiples contratos privados, tácitos o escritos, entre dos o más seres humanos cobraran una importancia máxima y tenderán a reemplazar en ciertos aspectos a aquel contrato social de la etapa anterior a la postmodernidad (frontera entre el pasado histórico que se remonta a nuestros orígenes como especie y que terminó abruptamente en el siglo XX y el hoy en el que ya estamos inmersos). Tal vez el agotamiento del contrato social no sea tanto una causa como una consecuencia de la emersión del individuo como ente autónomo, cuya soberanía se va asentando cada día (y que cada minuto cuenta con nuevas armas y herramientas para defenderla frenta a la masa y frente al Estado). En cualquier caso, persiste la ilegitimidad de origen del contrato social en tanto que pacto impuesto por la fuerza a la persona, y ésa es una de las mayores contradicciones de nuestras democracias. Una contradicción irresuelta que cobra nueva importancia al abrirse ante nosotros la era del individuo. Una contradicción que representa un fallo estructural básico en el edificio político de las sociedades más avanzadas. Una contradicción que sólo se tiende a resolver cuando se minimizan las exigencias de ese pacto entre masa y Estado sobre cada uno de nosotros, cuando nuestra libertad se ve limitada tan sólo por la frontera ética y práctica de la libertad ajena, cuando sólo nos vemos obligados a actuar colectivamente ante aquellas decisiones que sólo pueden tomarse en conjunto, e impera en todo lo demás nuestra libertad y nuestra responsabilidad: cuando la masa que nos oprime se diluye y se transforma en el foro al que acudimos para decidir democráticamente las escasísimas cosas que, por su implicación directa para todos, no podemos decidir por nuestra cuenta. Y entonces, sí, le ordenamos a unos (pocos, si es posible) de entre nosotros que ejecuten esas decisiones tomadas. Esos pocos son el Estado y en realidad no deberíamos tener con ellos ningún contrato: están a nuestro servicio y lo que deben recibir son simplemente nuestras órdenes, y cumplirlas a rajatabla, rápido y con el menor gasto posible. Pero sin que el Estado ni el foro aludido pueden arrogarse el derecho a tomar ni ejecutar decisiones que invadan el ámbito de la decisión individual, porque nos estarían sometiendo una vez más. Ahora, parafraseando a Marx, habría que decirle a los “individuos del mundo”, no que se unan (ya sabemos las funestas consecuencias que la unión de muchos de ellos suele tener sobre cada uno de ellos y de los demás) sino que actúen individualmente pero a la vez saliendo a la calle y rompiendo públicamente el contrato mediante la insumisión pacífica a las principales obligaciones impuestas a la persona por ese contrato ajeno. De hecho, es lo que poco a poco está ocurriendo. las consecuencias podrían ser maravillosas. — 167 — La Sociedad Mont Pèlerin Perfiles del siglo XXI, agosto de 2000 La Mont Pèlerin Society es el think-tank liberal más prestigioso y conocido. Fundada el 10 de abril de 1947 en el monte suizo que lleva su nombre, cerca de Montreux, la entidad se constituyó en respuesta al llamamiento efectuado por uno de los más grandes pensadores de todos los tiempos, el profesor Friedrich A. von Hayek. Treinta y seis académicos de diferentes disciplinas, pero con un claro predominio de la economía, decidieron constituir un foro de discusión y debate que sirviera la objetivo de la libertad, en unos tiempos difíciles y a sólo dos años del final de la II Guerra Mundial. Europa y el mundo entero habían sucumbido a las más diversas ideologías colectivistas, desde los totalitarismos de extrema derecha y de extrema izquierda hasta la socialdemocracia estatalista que habría de dominar la escena política occidental durante las décadas siguientes. Se dejaba sentir la apuesta firme por la libertad individual, y muy especialmente en su dimensión económica. “Los valores centrales de la civilización están en peligro. En vastas regiones de la Tierra las condiciones esenciales de la dignidad humana y de su libertad ya han desaparecido. En otras, se encuentran seriamente amenazadas por las actuales tendencias políticas”, comenzaba el manifiesto adoptado por los presentes en la histórica reunión fundacional. Al inicio del siglo XXI, es admirable cómo la Humanidad ha logrado despojarse poco a poco de buena parte del colectivismo y del estatalismo denunciado por los fundadores de la Sociedad, aunque sin duda estamos todavía lejos de alcanzar la libertad individual plena que dé al ser humano el autogobierno que merece. No es despreciable la contribución que la propia Sociedad Mont Pèlerin ha efectuado durante estas décadas para evidenciar la inviabilidad y la extrema injusticia de las políticas colectivistas. Desde 1947 se han celebrado más de treinta reuniones plenarias, y el número de miembros ha sobrepasado las quinientas personas, todas ellas representativas de las más altas esferas académicas y sociales. Entre los sucesivos presidentes de la Sociedad se cuentan premios Nobel como Gary Becker y Milton Friedman, así como intelectuales de reconocido prestigio como el actual presidente, el uruguayo Ramón Díaz, primer latinoamericano en alcanzar la más alta magistratura de la Mont Pèlerin. La Sociedad Mont Pèlerin es una organización digna de mayor estudio y aproximación por cuantos creen en la persona humana como ser libre y soberano. — 168 — San Vladimir Putin Diario Prensa Libre (Guatemala), 18-08-2000 Mientras un centenar y medio de familias rusas vivían con angustia la no-operación de norescate del submarino Kursk, el robot que gobierna el Kremlin tardó seis días en reaccionar e interrumpir sus vacaciones. En cualquier democracia normal una insensibilidad tan enorme le habría costado al presidente un descrédito y una impopularidad insoportables, y tal vez la necesidad de dimitir. Naturalmente, ni Rusia es una democracia normal ni el presidente Putin es un demócrata (ni normal ni anormal). El antiguo dirigente del KGB representa lo más inquietante de la Rusia eterna, esa nación arrogante cuyo complejo de inferioridad le produce una terrible obsesión por sostener un pulso con Occidente (pulso del que Occidente ya está aburrido). Ese pulso, esa necesidad imperiosa que siente Rusia de ser distante y distinta de Occidente, de serle ajena y competir con él, tuvo durante décadas su bandera en el sistema ideológico y político comunista. Caído éste, Rusia necesita de nuevo un sistema de ideas, mitos y creencias alternativo al ideario peligrosamente liberal que viene de fuera. Y acude entonces, dónde si no, a la Iglesia Ortodoxa. El ortodoxismo ruso ultraconservador e hipernacionalista — creen Putin y los suyos— servirá para cohesionar al pueblo y devolverle el orgullo nacional justamente perdido. Mientras, el gélido presidente "de todas las Rusias" lleva a cabo el exterminio sistemático de la nación chechena, como ejemplo de lo que puede pasarle a cualquiera de los otros pueblos asiáticos ocupados por Rusia si deciden liberarse del yugo de Moscú. Y todavía le queda tiempo a Putin para hacerse amigo de gentes tan recomendables como los dirigentes de Corea del Norte o la China comunista. Tal vez su sueño sea reeditar la Guerra Fría, con una Rusia ortodoxa y poderosa al frente de los países antioccidentales del mundo, todos ellos grandes democracias... Iraq, Libia, Cuba, Birmania, quizá los integristas islámicos. Todo sea por resituar a Moscú como centro, Norte y guía de una facción de la Humanidad, aunque sea la menos libre y una de las más pobres. Mientras, ¿qué importa si se ahogan unos cuantos soldados? ¿No eran acaso servidores del glorioso Estado ruso? ¿No ha enviado Moscú a una muerte segura a miles de soldados más en Afganistán y en Chechenia? ¿Por qué debería Putin cancelar sus vacaciones, si jamás lo habrían hecho por tan insignificante motivo sus grandes antecesores, desde Nicolás II, perdón, San Nicolás II, hasta el camarada Stalin? Mantente firme, Vladimir. Piensa que no importa si alimentas o no a tu gente, si los rusos se mueren o no de pura pobreza. Lo que importa es que logres darle a Rusia un papel de superpotencia, aunque sea en tus sueños. Así, algún día, un patriarca ortodoxo con unas barbas blancas hasta la cintura te declarará santo, como al zar sanguinario de principios del siglo XX. Nadie recordará que dejaste morir a la tripulación del Kursk porque serás venerado como San Vladimir Putin por esa eterna madre Rusia que parece decidida a no aprender jamás las lecciones de la Historia. — 169 — Libertad, justicia y desigualdades Diario prensa Libre (Guatemala), 25-08-2000 La justicia es el argumento tradicional de las ideologías contrarias al imperio irrestricto de la libertad humana. Detrás de su solemne estatua se cobijan aquellos que recelan de la soberanía del individuo. En su nombre se legisla contra la persona y a favor de la masa. Pero, ¿de qué justicia hablan quienes la oponen a la libertad? Para ellos, ya sean socialistas, nacionalistas o democristianos, comunistas, fascistas o teólogos de la liberación, las desigualdades sociales son un ejemplo de que la libertad, y sobre todo la económica, es un caos perverso del cual siempre salen heridos los más débiles. La pobreza es, por tanto, simplemente el resultado lógico de la libertad y, por tanto, hay que regular, supervisar, limitar y constreñir la libertad. Y hasta desprestigiarla, si hace falta, con el descalificativo de "libertinaje". Dependiendo de la ideología de cada uno de estos colectivistas, esa merma de la libertad individual será enorme o simplemente grande, y los medios empleados serán brutales o tan sólo agresivos. Algo ha fallado en la construcción social del mundo presente si son tantos los que descreen de la libertad y la culpan de todos los males. Cabe recordar qué es la justicia y cómo interactúa con el concepto de libertad. Simplificando mucho, la justicia es la situación en la que ninguna persona sufre invasión de su libertad ni ataque a su propiedad por parte de otro. El concepto de justicia no implica necesariamente bienestar ni un determinado nivel de ingresos o riqueza, ya que todo esto corresponde a cada ser humano conquistarlo mediante el esfuerzo, la habilidad y la creatividad de la que le haya dotado la naturaleza. Una sociedad en la que una cúpula de supuestos sabios planifica los ingresos y bienes de cada uno, confisca la propiedad de algunos y regala cosas a otros u organiza a la gente procurando igualar sus vidas no es una sociedad más justa: es tan sólo una sociedad menos libre. Como han demostrado los sucesivos intentos totalitarios de crear sociedades así desde las ideologías de izquierda, de derecha o ultrarreligiosas, el resultado es siempre la ausencia de libertad, que termina por matar, precisamente, la justicia. La imposición forzada de circunstancias y procesos que merman el orden espontáneo existente en libertad es un camino seguro hacia la pérdida de ésta y, lejos de garantizar una grado mayor de justicia, la hace imposible al aniquilar su condición necesaria (que no suficiente), que es precisamente la libertad. Los pobres no son una consecuencia directa de la libertad de los ricos, sino un producto de la falta de libertad real del conjunto de individuos que conforman una sociedad. En una sociedad realmente libre, el grado de pobreza o riqueza de cada uno no parte de la división de la sociedad en compartimentos estancos, porque se da una gran movilidad social, y depende en cambio de las decisiones libres que cada uno va tomando a lo largo de su vida: qué decide estudiar, en qué sector decide trabajar o emprender, con quiénes se asocia, a quién escucha, cuánto se esfuerza, etcétera, y de factores externos como el azar. La libertad, es cierto, no genera automáticamente justicia, pero el grado de justicia que se da en condiciones de libertad es siempre superior al que puede establecer cualquier "ingeniero social" liberticida. — 170 — El patrimonio genético es de todos, no de los Estados Editorial para Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2000 La polvareda mediática que se ha levantado con el hallazgo, ya casi completo, de las claves que permiten traducir el genoma humano es comprensible por la importancia que tiene para la Humanidad. Lo que no es justificable es el pesimismo en el que casi todos los editorialistas se han dejado caer, respecto al uso futuro de este conocimiento. Ya desde antes de que se produjera el avance, eran muy mayoritarias las voces que de una u otra manera alertaban sobre los peligros de la ingeniería genética y proponían mil y un mecanismos para limitar, regular y restringir el uso de esta ciencia por parte de las corporaciones privadas, tratando de dejar en manos de los poderes políticos nacionales y de las agencias internacionales cualquier decisión al respecto. El colectivismo siempre ha recelado de los avances científicos y, ante uno de tal magnitud, es lógico que los políticos, mayoritariamente inspirados por ideologías paternalistas e intervencionistas, como la socialdemócrata y la democristiana, quieran reservarse todo el poder. Pero esto, una vez más, es ponerle puertas al campo. Lo que la ciencia descubra se usará, y generalmente se usará bien. El mal uso —que no es exclusivo de las empresas privadas, sino predominantemente público— también ocurrirá, por desgracia. Contra esto se puede luchar pero no al precio de frustrar las expectativas de bienestar que la traducción del genoma ha despertado en la comunidad científica y en la ciudadanía. Las empresas de biotecnología tienen derecho a investigar y a aplicar libremente sus descubrimientos para darle a las personas mas libertad de optar y para producir fármacos capaces de paliar enfermedades que antes se consideraba incurables. Los políticos y periodistas nos alertan sobre los riesgos que corre la Humanidad ante el descubrimiento, y nos dicen que el genoma “es de todos” (queriendo decir que las empresas deberían quedar al margen y las sabias comisiones de expertos estatales deberían ser los únicos organismos con poder de usar el genoma). Pues, en efecto, es genoma es de todos (es decir, de cada uno), y nadie debería arrogarse su monopolio, lo que también incluye a los Estados. Que la información fluya y que las personas, organizadas en empresas, la empleen sin temor en beneficio de la Humanidad. — 171 — Un liberalismo para el siglo XXI Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2000 El liberalismo avanza y se consolida mientras los liberales organizados en partidos cada vez pesan menos en la política de sus países. ¿Cuáles son las claves de esta paradoja? ¿Qué han hecho mal los liberales? El siglo que comienza va a necesitar un replanteamiento del liberalismo para que recupere su posición a la vanguardia de las ideas y en sintonía con las nuevas demandas de los individuos. Con mucha frecuencia, cuando los liberales de cualquier tendencia se confrontan con la cuestión del alcance y la influencia del liberalismo en nuestros días, la respuesta queda en el aire por falta de consenso y, sobre todo, porque la mayoría de ellos son incapaces de ofrecer una opinión firme. Son tiempos extremadamente contradictorios, en los que unos datos parecen apuntar hacia un triunfo espectacular de las ideas liberales mientras otras pistas hablan de una humanidad que camina hacia “algo” que, pese a su mayor o menor apariencia liberal, presenta fuertes puntos de contradicción con este sistema de ideas —y numerosos factores de riesgo que hacen temer una futura involución hacia el sometimiento de las personas—. En lo único que parece haber consenso es en la gran debilidad, cuando no en la abierta caducidad social y política, de la mayoría de los partidos liberales actuales. Parece evidente que el triunfo del liberalismo —si puede hablarse de tal cosa— no está siendo ni va a ser gestionado por los liberales. O, al menos, no por los políticos liberales. Los partidos liberales Es un hecho que la etiqueta “liberal” ha sido usurpada y violada sin piedad por políticos de las más diversas tendencias, desde los conservadores japoneses y australianos hasta los socialdemócratas norteamericanos y colombianos, y desde la extrema derecha rusa y austriaca hasta partidos oportunistas de cualquier signo. Además, entre los partidos reconocibles como liberales existe una disparidad de planteamientos y objetivos tan grande que a veces cuesta entenderlos como una gran familia ideológica mundial. La Internacional Liberal es una institución ante cuya historia e ideales hay que descubrirse, pero que alberga hoy una colección de partidos miembros tan heterogénea como carente, salvo algunas excepciones, de peso político en sus países. Tal vez uno de los grandes errores que han dado pie a esta situación sea el exceso de pragmatismo que se ha extendido desde la Segunda Guerra Mundial entre los políticos liberales. Sabedores de que el liberalismo es casi siempre un movimiento minoritario, y de que, por tanto, sólo mediante complejas alianzas puede imprimirse algo del mismo a la política de cada país, los políticos liberales se han entregado a todo tipo de coaliciones, unas veces con éxito y otras sin él, en un intento frecuentemente burdo de hacerse un lugar al sol del poder (o en un ejercicio ingenuo de generosidad democrática). Hoy los partidos liberales son en casi todas partes fuerzas políticas menores que, desde su escasa presencia parlamentaria o a veces desde la extraparlamentariedad, concitan el apoyo electoral de minorías matemáticamente irrelevantes. En su desesperación por sobrevivir políticamente, los partidos liberales han perdido o relativizado, en casi todos los países, su identidad y sus principios, y se han convertido en grupos claramente identificables con los otros partidos de centroderecha o de centroizquierda, en función de la política de alianzas que creen más conveniente en cada caso. El problema es que los liberales llegan a depender tanto de sus socios de coalición —y tienen tanto terror a abandonar las respectivas alianzas— que terminan por verse como simples adláteres de un partido mayor al que, por la debilidad liberal, en realidad cada día le aportan menos (hasta que pasan a ser prescindibles y entonces o son absorbidos o desaparecen). Incluso en los pocos países donde un partido de origen liberal ha logrado convertirse en una de las dos fuerzas políticas principales y desempeñar frecuentemente el gobierno, poco le queda ya de su liberalismo original, al verse obligado a ocupar un espacio ideológico más amplio y vago por — 172 — motivos electorales (como ejemplo podría citarse al partido canadiense, hoy prácticamente asimilable a la socialdemocracia europea). Son admirables los numerosos partidos liberales que se mantienen firmes en sus convicciones y apuestan por presentarse claramente ante el electorado con propuestas y señas de identidad exclusivas, pero su relevancia política real suele ser casi nula. Es un fenómeno común de América Latina y de toda Europa: los liberales pierden peso a un ritmo infernal o se ven asimilados en partidos o coaliciones frentistas donde las ideas liberales pronto se verán reducidas a un papel exiguo al lado de otras corrientes de pensamiento mucho mejor defendidas por sus representantes. Y por desgracia no es un problema nuevo que en los partidos liberales recalen, mucho más que en las otras fuerzas políticas, personas sin ideas definidas o en busca de una calculada ambigüedad que les permita saltar luego hacia la izquierda o la derecha según convenga, o necesitados de ocultar un pasado no democrático, etc. Así, la mayoría de los ciudadanos ven al partido liberal como un lugar de tránsito o como el cajón de sastre donde cabe cualquiera. Como suele situarse en el centro del espectro político (según esa manida y caduca escala de izquierdas y derechas) y como algunas ideas liberales parecen similares a las conservadoras y otras a las socialistas, la mayoría ve en el partido liberal un grupo oportunista cuyo único interés es medrar y hacerse con escaños y cargos políticos, pactando para ello con quien sea y vendiendo su alma al diablo si es preciso. Así, entre la disparidad de significados que hoy se adjudica a la palabra “liberal” y el papel prácticamente conservador o socialdemócrata de los partidos llamados liberales, en la calle se va olvidando el liberalismo como filosofía política y, si acaso, se escucha hablar de él — generalmente mal— como receta económica, muchas veces con el absurdo prefijo “neo-” y como clave de todos los males (sobre todo los de las economías en desarrollo). Ante este desolador panorama cabe preguntarse si los partidos políticos liberales son en la actualidad una buena herramienta para trabajar por el liberalismo, y si mantienen aún suficientes ideas liberales en sus programas y, sobre todo, en su acción política de co-gobierno o de oposición. En pocos casos la respuesta a estas preguntas es afirmativa. Casi todos los políticos supuestamente liberales han cedido tanto que difícilmente se les puede reconocer en la actualidad como tales. Mucha culpa de esto la tiene también la tendencia a la simplificación bipartidista y a trazar en el centro del espectro político una línea infranqueable respecto a la cual hay que posicionarse obligatoriamente a uno de sus lados. Si esta tendencia, fomentada por los grandes partidos y por los medios, es perjudicial para todos, en el caso de los liberales resulta simplemente letal, ya que nosotros, para ser coherentes con nuestros principios, estaremos a un lado u otro de la línea según éstos nos dicten para cada tema a debate. Fracaso político, éxito intelectual Si el propósito de la política es llegar al poder y ejecutar desde él las ideas propias, el liberalismo políticamente organizado ha cosechado en casi todo el planeta, en las últimas décadas, un estrepitoso fracaso que contrasta con el éxito del pensamiento liberal en abrirse paso por otras vías. En Nueva Zelanda los socialistas han llevado a cabo un revolución liberal sin precedentes en la historia. En algunos países latinoamericanos (notablemente Chile), infames dictaduras represivas que ningún liberal sancionaría han sorprendido al mundo aplicando con éxito políticas liberales puras sobre algunas materias. En México el PRI (¡el PRI!) ha permitido que el país evolucione, bajo Salinas de Gortari y Zedillo, desde la “dictadura perfecta” —y desde el sistema de organización social más corporativista desde el fascismo italiano— hacia el liberalismo económico y la plena democracia política, asumiendo como precio la pérdida del poder ocupado durante siete décadas. En la intervencionista Europa continental el amplio consenso de los grandes partidos socialdemócratas y conservadores ha ido evolucionando poco a poco hacia el liberalismo (aunque desde luego le falta todavía mucho recorrido) al mismo ritmo al que los partidos liberales desaparecían del mapa o se veían reducidos a meros comparsas. En este último cuarto del siglo XX, la mayoría de los intelectuales liberales han despreciado o han contemplado con tristeza los esfuerzos de los pequeños partidos liberales, cifrando en cambio sus esperanzas en el tímido “liberalismo” (para — 173 — algunos temas, como la liberalización de la economía) de los grandes estadistas conservadores y hasta socialdemócratas, desde Margaret Thatcher hasta Tony Blair, desde Felipe González hasta José María Aznar. Los liberales se han refugiado en los institutos académicos, en los think-tanks y la publicación de artículos, o en la influencia entre bastidores sobre políticos de cualquier partido. Hoy parece más viable hacer política liberal desde fuera del sistema de partidos que desde uno de ellos aunque, claro, no es así como se obtienen escaños ni responsabilidades de gobierno. Muchos liberales se cuestionan para qué luchar por conseguir a cualquier precio un escaño o un cargo político, cuando el principal precio que hay que pagar es precisamente dejar atrás las ideas liberales más impopulares y contentarse con una aplicación lights del liberalismo en el marco de programas de gobierno ajenos. El éxito intelectual del liberalismo como fórmula política y económica es indiscutible. No se ha extendido aún a todo el planeta a causa de los intereses de las élites locales que detentan el poder en cada uno de los países sometidos aún a sistemas colectivistas de cualquier signo. Esas élites ven con terror la globalización económica, la individualización política y moral y la revolución comunicativa, que ponen en serios aprietos su poder actual y le imprimen una fecha de caducidad temprana. En Occidente el liberalismo ha avanzado desde la época totalitaria de mediados del siglo XX y se ha ido imponiendo ejecutado por otros. En la mayor parte de los casos, políticos de izquierda y derecha han descubierto de pronto el pensamiento liberal, generalmente al confrontarse con la responsabilidad real de gobernar, y lo han asumido con timidez, haciendo toda suerte de piruetas intelectuales y semánticas para incorporarlo a su ideología previa. La democracia cristiana y el socialismo están en rápido retroceso intelectual frente al empuje de las ideas de libertad individual, reducción del Estado y descolectivización de la sociedad, pero como los partidos democristianos y socialistas son muy poderosos y tienen una gran base popular, ese retroceso no está resultando, como cabría esperar, en la pérdida de peso electoral de estos partidos y en el auge de sus competidores liberales, sino en la transmutación de los primeros, que cada vez se van haciendo algo más liberales (o al menos lo intentan o así lo presentan) mientras los genuinos herederos del liberalismo pesan cada día menos en la política de sus países. La reflexión de muchos, incluso liberales, es “para qué un partido liberal puro si el partido A o B es suficientemente liberal y tiene muchas más probabilidades de conquistar el poder”. El voto útil genera bipartidismo y éste aniquila a los liberales o les fuerza a incorporarse a otros partidos. Al mismo tiempo, mucha gente opina que la práctica totalidad de las grandes ideas liberales ya ha sido incorporada al marco democrático común, y que por lo tanto los partidos liberales no aportan nada especial, nada que no esté ya conseguido. Si para conservadores y socialistas a veces es difícil diferenciarse de sus rivales sin salirse del marco democrático, más difícil aún lo es para los liberales (y además son mucho más débiles para hacer oír su mensaje). Un futuro para el liberalismo Hoy los liberales debemos confrontarnos con cuestiones esenciales para el futuro de nuestras ideas. ¿Es la situación descrita satisfactoria o habría que redoblar los esfuerzos para que, por cualquier medio, nuestras ideas se vean implementadas? En este caso, ¿sirve aún la vía de los partidos políticos? Si sirve, ¿hay que reavivar los viejos partidos liberales, es mejor empezar de cero un nuevo tipo de partidos liberales más acordes con los tiempos, o bien debemos conformarnos con entrar en los otros partidos y promover desde dentro de ellos el liberalismo? Y, si la vía de la política de partidos es descartable, ¿qué mecanismos alternativos son más eficaces y cómo podemos ponerlos en funcionamiento y evaluar su éxito? Para mí la solución a todas estas preguntas debe pasar por un replanteamiento (o sea, exactamente, plantearnos de nuevo) qué pensamos: cuáles son nuestras ideas y qué consecuencias deseamos que tengan sobre las personas y la sociedad. Este replanteamiento es necesario porque muchos intuimos que el viejo liberalismo de los partidos liberales convencionales se nos ha quedado anticuado, además de sufrir todos los otros males que antes — 174 — he mencionado. Así pues, a la necesidad estratégica de diferenciarnos de los demás tenemos que sumar la necesidad —mucho más importante— de repensar nuestras ideas, ver hasta qué punto están alcanzados nuestros objetivos y trazar objetivos nuevos para el siglo que comienza. El liberalismo no puede seguir mirándose el ombligo, rememorando viejas conquistas ni conformándose con el mero papel —casi institucional— de corpus central de las democracias occidentales. No puede seguir siendo para las grandes masas la aburrida ideología de la corrección ni permitir que la gente lo contemple como una tendencia más dentro de eso que, ajenos al riesgo de generalizar, denominan “la derecha”. Lo contrario de ser liberal es ser conservador (strictu sensu), y viceversa, pero durante demasiado tiempo y en demasiados lugares los liberales se han limitado a “conservar” el statu quo y a hacer una política conformista. No se ha visto a los liberales, ni remotamente, como inspirados por una misión esencial que trasciende al sistema vigente, sino como guardianes grises del mismo, como burócratas de la política más complaciente y conformista. Y sin embargo, no debería ser difícil para los liberales volver a sus orígenes combativos y aplicar su energía a una lucha trascendente que es cada día más sentida por millones de personas en todo el mundo: la pugna por la libertad y la responsabilidad individuales y el consiguiente desmantelamiento del colectivismo en todas sus vertientes. Lo interesante es que, al contrario de sus antecesores, los liberales de hoy no tendrían que luchar por ideas extrañas a su tiempo ni generadoras de un rechazo firme y hasta brutal por parte de la sociedad o de elementos organizados en su seno, sino que las ideas liberales, incluso las más radicales, están en la cresta de la ola y sintonizarían perfectamente con los anhelos y aspiraciones de un porcentaje considerable de la ciudadanía —un porcentaje impensable en épocas anteriores— si fuéramos capaces de expresarlas y explicarlas bien. Más que ninguna otra corriente de pensamiento, los liberales estamos en línea con la nueva economía y, en general, con el nuevo mundo que se abre ante la Humanidad. Deberíamos ser capaces de aprovechar esa sintonía y, revolucionando nuestras propias ideas para recorrer de golpe las décadas que hemos estado dormidos, presentar un conjunto de ideas fácilmente traducible en programas y en medidas concretas. Aggiornamento y liberalismo libertario Tomemos prestada la palabra aggiornamento del debate que se da en el seno de la Iglesia Católica sobre la actualización de su doctrina. Aunque no estemos tan enorme y desesperadamente necesitados de actualización como lo está el catolicismo, lo cierto es que durante las últimas décadas se ha echado en falta una mayor evolución de nuestro ideario, y esto se percibe especialmente en el terreno político. Puestos a la tarea de aggiornare el liberalismo, nuestro futuro no está ni a la “derecha” ni a la “izquierda” sino delante, y “delante” significa unas veces a un lado y otras al otro, pero siempre más cerca del individuo, más modernos, menos intervencionistas, más decididos a derrocar el colectivismo, mucho menos conformistas. Tengamos en cuenta que el aggiornamento de las otras ideologías (véase la Tercera Vía de Tony Blair o el “centro reformista” de José María Aznar) consiste en importar elementos del liberalismo y “robarnos” ideas. Para nosotros, por tanto, debería ser muy sencillo: nuestro aggiornamento consiste en recuperar nuestras señas de identidad originales desprendiéndonos de cuantas concesiones hemos tenido que hacer a nuestra izquierda y a nuestra derecha, y en seguir hacia adelante la trayectoria marcada por nuestra evolución histórica, pero avanzando deprisa todo el camino que no hemos recorrido en estas décadas de letargo, para llegar a un liberalismo puro y fuerte, claramente distante del sucedáneo liberal que intentan hacernos tragar los conversos de última hora al travestir sus viejos partidos. Nuestra actualización pasa por ser, sencillamente, mucho más liberales y mucho más directos, francos, abiertos y honestos a la hora de exponer nuestras ideas tal y como son. Si así lo hacemos, con seguridad incorporaremos mucho del discurso libertario. Los libertarios son una corriente de pensamiento originada en el liberalismo norteamericano, que abandonó la etiqueta “liberal” cuando ésta comenzó a emplearse allí para referirse a los socialdemócratas y otros intervencionistas. El libertarismo tiene grandes partidarios y detractores entre los — 175 — liberales del resto del mundo. Es cierto que algunas de sus propuestas pueden resultar descabelladas, pero también es verdad que, en términos generales, el libertarismo representa el único intento serio de actualizar el liberalismo y, en el terreno práctico, de recuperar jovialidad, frescura e impulso político. Un liberalismo que avance sobre su propia trayectoria y se atreva a incorporar las principales ideas “hiperliberales” surgidas del libertarismo será mucho más acorde con su época y mucho más viable como fuerza política, porque se diferenciará claramente de todos sus competidores. Será, indiscutiblemente, la corriente ideológica del individuo (como lo ha venido siendo hasta ahora pero con mucho más coraje, empuje y convicción), y al presentarse ante todos con esta clara misión individualista y anticolectivista se hará perceptible y evidente que en realidad al liberalismo, a este nuevo liberalismo del siglo XXI, le separa un abismo de todo lo demás que existe en el terreno de las ideas. A un lado estarán los colectivistas, ya procedan de la izquierda o de la derecha (términos hoy superados) y al otro, los liberales libertarios que velan por el individuo y anteponen la libertad personal a cualquier otro objetivo, lo que les llevará —si hay alguien que a estas alturas todavía nos quiera circunscribir en esa escala de izquierdas y derechas— a ser “izquierdistas” radicales cuando se trate de defender a capa y espada la no injerencia del Estado en la moral de las personas o los derechos individuales frente a los tabúes de la bioética, o la abolición del servicio militar y la pena de muerte, o el desmantelamiento del nacionalismo de Estado; y a ser muy “de derechas” cuando se trate de luchar por la plena libertad económica, por la rehabilitación del lucro como motivo digno y legítimo de la acción humana, por la plena libertad de horarios y la máxima flexibilidad en la contratación, por el respeto estricto a la propiedad, por los impuestos proporcionales frente a los progresivos o contra la presión fiscal. Si los liberales tenemos el valor de caminar por esta senda, de presentarnos ante la sociedad sin máscaras y decir lo que pensamos, un número suficiente de personas nos seguirá y nos brindará su apoyo, ya sea en política o por otras vías. Esto lo han entendido bien los principales think-tanks, sobre todo en los Estados Unidos. Falta que lo entiendan los políticos liberales en todo el mundo. Tocan a su fin los tiempos de ese liberalismo moderado hasta el aburrimiento, conformista hasta la negligencia y estratégicamente colocado ante cada decisión en torno a esa calculada y artificiosa entelequia que llaman el “centro”. Es comprensible que nuestros antecesores pusieran el acento en instaurar y proteger unos mínimos de democracia y Derechos Humanos y civiles, porque esa era la prioridad lógica en su tiempo. Hoy no. Hoy ya no estamos en una época de confrontación armada de las ideologías ni tenemos frente a nosotros enemigos totalitarios dispuestos a aniquilar incluso la modesta libertad existente. Por tanto basta ya de entreguismo intelectual: hoy tenemos que pasar página y continuar nuestra misión en vez de seguir cumpliendo la de nuestros abuelos. Y nuestra misión es alcanzar unas cotas de libertad personal muy superiores para todos reduciendo el Estado a su mínima expresión, afirmando la soberanía y la autodeterminación de cada ser humano y profundizando en la democracia plena para la toma de las decisiones necesariamente colectivas. Se abre ante todos una nueva etapa en la que tenemos mucho que decir, pero en la que sólo se nos escuchará si lo decimos con convicción, con diferenciación respecto a todos y en muchos casos desde fuera del consenso generalizado. En el plano intelectual muchos liberales ya lo están haciendo. Aplicarlo a la política y, especialmente, a la política de partidos es la gran asignatura pendiente. Tenemos que desaprender todo el maquiavelismo de la vieja partitocracia, todo ese pactismo que nos ha llevado a demasiadas concesiones respecto a puntos claves de nuestra filosofía. Pienso que aún es posible trabajar por esta especie de liberalismo puro y fuertemente libertario desde la política de partidos, aunque tal vez sea necesario refundar de arriba a abajo la mayoría de los partidos liberales o, sencillamente, fundar partidos nuevos que no nazcan viciados por los errores del pasado. — 176 — Por la libertad de horarios comerciales Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2000 ¿Quién es el Estado para decirle a usted cuándo vender o comprar, cuándo cerrar su negocio o cerrar obligatoriamente? ¿Quiénes son sus competidores para aliarse contra usted y exigir al gobierno que limite su horario? En beneficio de los consumidores, el libre comercio debe ser realmente libre. Domingo, cuatro de la madrugada. Usted quiere venderme una mesa. Yo quiero comprársela. Si durante la transacción no armamos un escándalo que despierte a los vecinos, ¿hay alguien que tenga derecho a impedirlo? Objetivamente, no. Pero hay al menos tres grupos de personas que intentarán interponerse entre usted y yo y mandarnos a dormir. Uno de esos grupos son las asociaciones de comerciantes, que además le insultarán a usted y le acusarán de estropearles (a ellos, que están durmiendo) sus respectivos negocios. Otro es el grupo de trabajadores organizados en esas asociaciones que se creen con más derechos que una asociación normal, denominadas “sindicatos”. Pero el tercero es el determinante. Se trata del Estado, nuestro benévolo y sabio padre que sigue tratándonos a usted, a mí y a todos los demás como a niños. Y papá Estado apoya a aquél de sus hijos que más llora, grita o patalea. Como mis homólogos (los consumidores) no gritan suficiente y los de usted (los empresarios) chillan corporativamente en contra de que uno de ellos, usted, sea libre, el resultado es que el Estado termina legislando una serie de prohibiciones arbitrarias y liberticidas que limitan nuestra legítima compraventa. Yo me quedo sin mi mesa hasta el lunes, si es que el lunes puedo encontrar un momento libre para ir a comprarla. Y usted se queda sin una venta segura: la del nicho de mercado que prefiere comprar de noche o en domingo. Ningún argumento del Estado justificará este abuso basándose en el bien de los participantes en la transacción. Todas sus excusas serán cantos al bien común y odas al interés general, al orden público (que no hemos roto) y a la igualdad de oportunidades (como si estuviéramos usted y yo impidiendo a otros comprar o vender al mismo tiempo). He aquí otro ejemplo perfecto de una norma estatal merecedora de estupor e incumplimiento. Nada importa que el vendedor sea una gran cadena de establecimientos con gran superficie de exposición. En primer lugar, debería imperar el derecho del consumidor (todos lo somos, luego somos mayoría). En segundo lugar, no es cierto que la apertura de grandes establecimientos perjudique a los pequeños. Si así fuera, hace tiempo que éstos habrían desaparecido. Si el Estado quiere favorecer de verdad a las tiendas pequeñas, y de paso atacar el desempleo y la dependencia económica de los jóvenes respecto a sus familias (que genera irresponsabilidad y falta de libertad entre los jóvenes), lo que debería hacer es permitir la contratación por días y horas sueltas. Así cualquier pequeña tienda podría abrir en cualquier horario sin que los trabajadores habituales se vieran “explotados”. En España hemos llegado al absurdo de que unos productos se vendan cualquier día u hora y otros no, según la presión ejercida por las asociaciones y colegios de cada sector, y así los grandes almacenes abren los domingos “parte” de su superficie comercial. También hay establecimientos pequeños, los bares de copas, sometidos a horarios de cierre absurdamente tempranos, impuestos por la moral conservadora de algunos alcaldes. El Estado no tiene derecho a decirnos cuándo comerciar. Mientras no perjudiquemos directamente a nadie, nuestra libertad de comercio es inviolable y nadie tiene derecho a recortarla. Si los políticos asumieran este principio todos saldríamos ganando. — 177 — El futuro de las drogas Diario prensa Libre (Guatemala), 01-09-2000 Las nuevas drogas, las llamadas “drogas de diseño”, son sintéticas y no precisan del cultivo de especies vegetales. Los materiales necesarios para su síntesis son cada vez más corrientes y están, por tanto, al alcance del pequeño productor-distribuidor y casi al del consumidor final. Los aparatos necesarios para producir estas píldoras se están simplificando a un ritmo acelerado y los conocimientos científicos y técnicos que requiere el proceso pronto serán asequibles a cualquiera que haya superado la educación primaria. Ya no van a ser necesarias grandes plantaciones de coca, cannabis o amapola en remotos países desestabilizados por los imperios del narcotráfico. Como en tantos otros sectores de la economía, se está produciendo una vertiginosa desconcentración de los centros neurálgicos del negocio, cuya simplificación incide directamente en su crecimiento. Dentro de unos pocos años, ya no se hablará de tal o cual cartel o banda del narco, porque serán quizá millones los pequeños productores independientes dedicados a la venta directa. Además, las nuevas drogas de diseño se están sofisticando tanto que su detección se hace cada vez más difícil y sus efectos nocivos —que todavía son muy graves— están reduciéndose a buen ritmo. Esta evolución hará de la lucha futura contra las drogas una batalla aún más perdida que la actual y, a la vez, contribuirá a extender más aún entre la opinión pública la teoría liberallibertaria de que los Estados deben renunciar a esta absurda guerra en aras de la libertad individual y, también, de la seguridad del consumidor. No es exagerado aventurar que en unos veinte o treinta años la cocaína y la heroína hayan caído en desuso, la marihuana sea legal aunque pasada de moda y las futuras drogas de diseño —con adictividad reducida y efectos secundarios aceptables y sólo visibles a muy largo plazo— se vendan tranquilamente en los supermercados y comiencen a fabricarse en casa con pequeños electrodomésticos similares a nuestros actuales robots de cocina. Es decir, el ocio en forma de evasión sensorial (con todas sus buenas y malas consecuencias) en el futuro no se pagará con la vida ni con el terrible deterioro físico que hoy vemos en los adictos, ni se comprará a precios de escándalo que producen la ruina económica del consumidor y, después, su actividad delictiva para procurarse fondos con los que costear su adicción. Nos dirigimos hacia una dulcificación de las condiciones en las que se produce el consumo de drogas, de sus efectos individuales y de sus implicaciones sociales. Si estamos caminando hacia un futuro así en materia de drogas, los gobiernos deberían facilitar ese proceso, ya que puede ser la manera más efectiva de destruir los imperios delictivos del narcotráfico actual, combatir la inseguridad ciudadana, anular el estigma social del drogadicto, sustituir las drogas actuales por otras mucho menos nocivas y asequibles a cualquier consumidor y devolver a la gente su libertad plena de decisión. — 178 — Finanzas globales: más libertad para todos Diario Prensa Libre (Guatemala), 08-09-2000 Una de las grandes maravillas de la actual revolución tecnológica es que, con inmediatez y a bajo coste, Ud. puede contratar un seguro en otro país, abrir una cuenta en cualquier remota y conveniente isla o trasladar fondos de un sitio a otro a la velocidad del rayo. Esto afecta por igual a empresarios, trabajadores cualificados y profesionales independientes. La internacionalidad ya no es patrimonio de los grandes magnates, y está al alcance de cualquier pequeño emprendedor. Puede usted concebir un producto en un país, producirlo en otro, distribuírlo desde un tercero y ofrecer el servicio al cliente desde un cuarto mientras maneja los aspectos bancarios desde un quinto. O puede usted hacer todo eso en Internet y tener su centro de operaciones en su computadora portátil, por lo que los empresarios se han hecho itinerantes y las empresas ya no tienen nacionalidad. En efecto, ¿De “dónde” es hoy una empresa? ¿De donde tiene su oficina física? Pero si muchas veces ya no es necesaria, y además los principales gestores pueden trabajar desde sus casas, tal vez situadas en países distintos. ¿De donde atiende el teléfono la secretaria? Pues todas las empresas serán irlandesas porque ese país se ha especializado en la gestión de sofisticados centros de telecomunicaciones que dan servicio de atención a clientes en decenas de países e idiomas. ¿De donde está registrada? Estará registrada en un país diferente de aquel desde el cual opera, o en varias jurisdicciones dependiendo de la conveniencia práctica de cada legislación. ¿De donde paga los impuestos? O sea, todas serán de Grand Cayman, Panamá o Gibraltar porque gracias a las nuevas tecnologías las fronteras fiscales ya no son un obstáculo y los impuestos han dejado de pesar como una losa sobre la creación de riqueza. ¿De donde nació su presidente, de la nacionalidad del mayor accionista, de donde van de vacaciones los empleados...? La globalización financiera está haciendo más por la unidad de nuestra especie, por la igualación a largo plazo de su nivel de bienestar y, por tanto, por la paz mundial, que cualquier bienintencionado organismo político compuesto por Estados. Naturalmente, no todas las empresas pueden aún aprovechar al cien por ciento las opciones de internacionalidad expuestas, ya que esto depende todavía en gran medida del tipo de servicio ofrecido, pero cada día crece el porcentaje de las que sí pueden y lo hacen, sobre todo entre las dot-coms. Si sus finanzas son globales usted ya casi no es súbdito económico del país donde vive. Le seguirán cobrando el IVA de las cosas físicas que compre, aunque muchas ya las podrá encargar al otro extremo del mundo y recibirlas libres de impuestos, pero en cualquier caso sus ahorros e inversiones escaparán del control del Gran Hermano orwelliano. Es un proceso irreversible e histórico. — 179 — Progresistas y reaccionarios Diario Prensa Libre (Guatemala), 15-09-2000 Si conservadores son aquellos que ante todo desean conservar el statu quo, que son reacios a cualquier cambio y recelan del cariz que va tomando la situación, hoy la izquierda se ha vuelto conservadora. Fue la izquierda quien acuñó términos tan simplistas e injustos como "progresista" (ellos) y "reaccionario" (todos los demás), ya que los izquierdistas se percibían a sí mismos como la vanguardia de una evolución histórica que era necesario acelerar pero que, en cualquier caso, iba en la dirección que creían correcta. Según su visión lineal y unívoca de la Historia, alcanzar el paraíso socialista era sólo cuestión de tiempo, y la izquierda política se encargaría de recortar la espera. Pero, desde la caída del Telón de Acero y la consiguiente revelación del secreto a voces que escondía, la izquierda se ha vuelto pesimista y, por tanto, conservadora. Desconfía ahora del rumbo que está tomando la Historia y quiere al menos conservar sus cuatro o cinco "conquistas" históricas. Le irrita pensar que Fukuyama tenga razón y haya llegado el final ideológico de la Historia, al menos desde su interpretación marxiana. En el mundo desarrollado, los éxitos del nuevo capitalismo popular estriban en hacer a todos propietarios, no en eliminar la propiedad como pretendía la izquierda. En los países en desarrollo, la gente quiere más integración económica con el resto del mundo, no economías dirigidas que busquen ingenuamente una autarquía imposible. En ambos mundos, la izquierda ha sido ampliamente repudiada por la gente común y corriente, por las clases trabajadoras que fueron su feudo electoral y por los intelectuales que creyó siempre fieles. ¿Dónde está hoy el progresismo? ¿Quiénes son hoy los reaccionarios? Las algaradas anticapitalistas se suceden ante cada cumbre internacional de cualquier tipo, siempre promovidas por esa nueva izquierda global que es una mezcla de sindicatos representativos del 1% de los trabajadores, mini-ONG representativas de sus fundadores y tres amigos, y partidos políticos que ya no saben qué quieren representar. Allí queman banderas, caretas de los gobernantes y cualquier otra cosa inflamable que les sirva de tótem. El arte dramático siempre se le ha dado muy bien a la izquierda. Cualquier día construirán una inmensa arroba de cartón y la incendiarán ante la sede de la ONU o del Banco Mundial, y esa será la puesta en escena perfecta de su talante reaccionario y conservador, frente al progresismo de los millones de personas que construyen día a día una sociedad global futura basada en el individuo, sus derechos y su bienestar, y firmemente apuntalada por la revolución tecnológica y comunicacional. ¿Progresistas? ¿Reaccionarios? Los papeles han cambiado sin que los actores se dieran cuenta, pero el público es mucho más listo. — 180 — Estado, moral y economía Diario Prensa Libre (Guatemala), 22-09-2000 Una de las mayores conquistas civiles frente al poder político fue separar Estado y religión. Los grandes Estados laicos o, cuando menos, tolerantes en lo religioso, construyeron grandes imperios comerciales y coloniales mientras antiguos imperios como el español se derrumbaban debido, en gran medida, a la influencia destructiva de las jerarquías religiosas. La relativización de lo religioso y su fuerte pérdida de importancia en las relaciones comerciales y en la política acompañaron a la construcción de Estados modernos y democráticos que dieron a sus ciudadanos las mayores cotas de libertad y desarrollo alcanzadas hasta entonces. Sin embargo, esos Estados creyeron parte de su función arbitral intervenir en la economía para asegurar ciertos fines en la misma. Este gran error llevó a la cristalización de macroestados decididos a injerirse hasta en los más pequeños resquicios de la actividad económica de las personas para regular y, sobre todo, para recaudar dinero con el que poner en práctica sus planes, frecuentemente fallidos, y pagar millones de sueldos a funcionarios, políticos y otros empleados nuestros que no necesitamos y que ahora queremos despedir. Esa fase de la Historia del mundo desarrollado pasó, y en América Latina y otras regiones no llegó a su mayor expresión, por lo que esos países lo tienen ahora mucho más fácil para pasar a la siguiente etapa, ya que es mucho menos lo que deben desmontar. Por eso América Latina, en particular, superará probablemente a Europa en las próximas décadas. En todo caso, lo evidente en todo el planeta es que existe un clamor ciudadano por la separación de Estado y economía, que será un paso de gigante en la liberación del individuo como ya sucedió con la separación de Estado y religión o Estado y moral. La batalla de los individuos es ahora por la economía, por arrebatarle al Estado su autoridad en ese terreno y residenciarla, atomizada, en todos y cada uno de los ciudadanos. Separar Estado y economía es asegurarnos de que el Estado recupere su importante papel como árbitro, renunciando definitivamente a ser juez y parte. Separar Estado y economía es dejar el dinero en los bolsillos de la gente y reducir la política social a la atención de la reducida minoría incapaz de salir adelante sola, no a la prestación indiscriminada de servicios a todo el mundo. Separar Estado y economía es avanzar un peldaño de sustancial importancia en el camino hacia la libertad humana. — 181 — Gotov je Diario Prensa Libre (Guatemala), 29-09-2000 "Gotov je" significa algo así como "estás acabado" y también "márchate". Incluso puede interpretarse como "suicídate". Es, ahora más que nunca, el grito indignado de la gente decente de Serbia contra Slobodan Milosevic. El tirano que todavía manda en Belgrado representa una amenaza para la paz en toda Europa. Es una metáfora de la Guerra Fría que nos persigue diez años después de su abrupto final. Es un fleco pendiente del totalitarismo comunista que, como el de Castro y Zemin, insiste en recordarnos que tal vez no sea cierta ni duradera la pax americana en la que nos hemos instalado tras la caída del Muro de Berlín. La persistencia de Milosevic parece querer decirnos que aún es posible un mundo dividido en bloques, que a Occidente le restan aún suficientes enemigos y a la libertad individual todavía le quedan grandes detractores. Como ha señalado el dirigente del exilio cubano Carlos Alberto Montaner, lo excepcional de este periodo que vive la Humanidad es la unipolaridad. A la sombra de esta situación de bloque único, los hombres y mujeres del planeta Tierra nos hemos acostumbrado, tal vez demasiado pronto, a vivir con esperanza, a dedicarnos a nuestros asuntos particulares sin temor a los titulares de los informativos. Milosevic necesita tiempo, no ya para celebrar una segunda vuelta electoral que será una gran payasada al estilo Fujimori, sino para preparar su escape hacia el cómodo abrigo de Bielorrusia o algún otro país dispuesto a acogerle. No faltará algún poderoso amigo eslavo, camarada de otros tiempos, que dé cobijo al prófugo de una Serbia en bancarrota económica y moral. Poco probable parece, por desgracia, que Milosevic y sus cómplices den con sus huesos en el tribunal establecido en La Haya para juzgar los crímenes de las guerras por él iniciadas. Hoy los Fujimori, los Milosevic y los Castro saben que nunca van a estar del todo seguros. Tal vez no vayan a la cárcel, pero tampoco dormirán tranquilos el resto de su vida. Pesa mucho el caso Pinochet. Cualquier juez "loco" puede lanzar una orden de captura desde el país más insospechado. Cualquier ministro del Interior la cumplirá de inmediato para no quedar ante el mundo como desalmado o cómplice. Se acabó la soberanía nacional como guarida de delincuentes. Es un resultado favorable de la globalización. "Lo ideal sería juzgarle aquí", me dicen unos opositores serbios. No estoy tan seguro. La estética de la intervención humanitaria llegando al último rincón de la tierra me parece más necesaria para todos nosotros que la propia catarsis nacional de un pueblo, el serbio, que no puede llamarse ahora a engaño ni considerarse inocente de haber apoyado a Milosevic. Hitler no habría sido nada sin la pasividad culpable de la mayoría de la sociedad alemana. Milosevic no ha sido un extraterrestre que aterrizó en Belgrado, sino un producto de la sociedad serbia. Hay que romper pacíficamente y en las urnas los restos de la mentira yugoslava. Montenegro y Kosova deben acceder a su plena emancipación política y adquirir el carácter de sujetos de Derecho internacional, es decir, su soberanía nacional. Y Serbia, sin Yugoslavia, debe recapacitar y ocupar el lugar que le corresponde en Occidente. Para eso, lo primero, es acabar por fin con Milosevic. Slobodan, gotov je. — 182 — Igualdad, justicia y libertad Perfiles del siglo XXI, octubre de 2000 La justicia es una noble aspiración de los seres humanos, pero no se conquista por decreto ni restringiendo la libertad soberana de las personas. La justicia es el argumento tradicional de las ideologías contrarias al imperio irrestricto de la libertad humana. Detrás de la solemne estatua de la justicia se esconden aquellos que recelan de la soberanía del individuo. En su nombre se legisla contra la persona y a favor de la masa. Pero, ¿de qué justicia hablan quienes la oponen a la libertad? Para ellos, ya sean socialistas, nacionalistas o democristianos, comunistas, fascistas o teólogos de la liberación, las desigualdades sociales son un ejemplo de que la libertad, y sobre todo la económica, es un caos perverso del cual siempre salen heridos los más débiles. La pobreza es, por tanto, simplemente el resultado lógico de la libertad y, por tanto, hay que regular, supervisar, limitar y constreñir la libertad. Y hasta desprestigiarla, si hace falta, con el descalificativo de “libertinaje”. Dependiendo de la ideología de cada uno de estos colectivistas, esa merma de la libertad individual será enorme o simplemente grande, y los medios empleados serán brutales o tan sólo agresivos. Algo ha fallado en la construcción social del mundo presente si son tantos los que descreen de la libertad y la culpan de todos los males. Cabe recordar qué es la justicia y cómo interactúa con el concepto de libertad. Simplificando mucho, la justicia es la situación en la que ninguna persona sufre invasión de su libertad ni ataque a su propiedad por parte de otro. El concepto de justicia no implica necesariamente bienestar ni un determinado nivel de ingresos o riqueza, ya que todo esto corresponde a cada ser humano conquistarlo mediante el esfuerzo, la habilidad y la creatividad de la que le haya dotado la naturaleza. Una sociedad en la que una cúpula de supuestos sabios planifica los ingresos y bienes de cada uno, confisca la propiedad de algunos y regala cosas a otros u organiza a la gente procurando igualar sus vidas no es una sociedad más justa: es tan sólo una sociedad menos libre. Como han demostrado los sucesivos intentos totalitarios de crear sociedades así desde las ideologías de izquierda, de derecha o ultrarreligiosas, el resultado es siempre la ausencia de libertad, que termina por matar, precisamente, la justicia. La imposición forzada de circunstancias y procesos que merman el orden espontáneo existente en libertad es un camino seguro hacia la pérdida de ésta y, lejos de garantizar una grado mayor de justicia, la hace imposible al aniquilar su condición necesaria (que no suficiente), que es precisamente la libertad. Los pobres no son una consecuencia directa de la libertad de los ricos, sino un producto de la falta de libertad real del conjunto de individuos que conforman una sociedad. En una sociedad realmente libre, el grado de pobreza o riqueza de cada uno no parte de la división de la sociedad en compartimentos estancos, porque se da una gran movilidad social, y depende en cambio de las decisiones libres que cada uno va tomando a lo largo de su vida: qué decide estudiar, en qué sector decide trabajar o emprender, con quiénes se asocia, a quién escucha, cuánto se esfuerza, etcétera, y de factores externos como el azar. La libertad, es cierto, no genera automáticamente justicia, pero el grado de justicia que se da en condiciones de libertad es siempre superior al que puede establecer cualquier “ingeniero social” liberticida. — 183 — Estado y medios de comunicación Perfiles del siglo XXI, octubre de 2000 El Estado ha asentado su dominio sobre las personas, entre otros mecanismos, en el monopolio o al menos en una amplio control de los medios de comunicación. Hoy no se justifica la persistencia de emisoras públicas de radio y televisión. El Estado está para hacer lo que nosotros, los ciudadanos, le digamos; no para decirnos a nosotros lo que tenemos que hacer. Cuando se invierte este principio, los ciudadanos se convierten en súbditos y los poderes públicos pasan de ser nuestro sirviente a ser nuestro tutor, cosa que ningún ser humano libre de espíritu y consciente de sí mismo debería aceptar jamás. Los medios de comunicación públicos y la concesión de frecuencias de radio y televisión o licencias de prensa constituyen uno de los sistemas que el Estado emplea para revertir ese principio. En ellos tuvo un aliado imprescindible el totalitarismo de cualquier signo durante el siglo XX, y gracias a ellos sobrevivió durante décadas el amable colectivismo democrático de socialdemócratas y democristianos que hoy toca también a su fin. Los medios de comunicación convencionales tienen la gran ventaja —para quienes los dominan— de establecer una comunicación radial y unívoca, alcanzando un impacto sobre multitud de personas a la vez pero de forma directa en cada una, sin posibilidad de agrupación crítica de destinatarios; y transportando mensajes incontestados o sólo contestados al nivel privado de cada destinatario, sin que su reacción tenga la menor trascendencia. En casi todos los países del mundo el Estado tiene tras de sí una Historia de control mediático por la que algún día debería pasársele factura. Al término de la II Guerra Mundial, apenas en los Estados Unidos y dos o tres países más se podía hablar de una plurialidad mediática suficiente, de una muy laxa o inexistente capacidad estatal de controlar a los medios y de una escasísima presencia de medios de comunicación de titularidad estatal. Medio siglo después, en casi todo el mundo occidental se ha ido liberalizando poco a poco el sector, pero no hemos alcanzado, ni mucho menos, un marco mediático enteramente libre. En la mayoría de los países occidentales sigue existiendo una o más emisoras de radio y, sobre todo, de televisión públicas. Estas emisoras con frecuencia realizan una competencia desleal injustamente amparada por las leyes especiales que las regulan. En ocasiones admiten incluso publicidad y compiten con las emisoras privadas en la emisión de programas de entretenimiento, echando por tierra la justificación socialdemócrata de que estas emisoras son necesarias para aportar programas culturales de alto nivel que no serían rentables en el sector privado. En algunos casos especialmente escandalosos, el Estado permite situaciones de quiebra técnica y endeudamientos por cifras astronómicas por parte de estas emisoras públicas, cosa que, desde luego, no pueden permitirse los medios normales que responden a un consejo de administración y a unos accionistas. Uno de los cometidos de estas emisoras públicas es hacer justamente lo que jamás debería permitirse que hiciera el Estado: informar. Una sociedad libre y abierta es capaz de generar periodistas que, agrupados en sociedades mercantiles de cualquier índole (incluidas las cooperativas) ofrezcan a la gente información. El Estado, que en un amplio porcentaje de casos es precisamente el objeto de la noticia, no puede ser considerado seriamente como una institución capacitada para ejercer esta labor. Si bien ningún medio es realmente imparcial, los medios públicos son, incluso en las democracias más avanzadas, simples instrumentos al servicio del poder político. Pero más preocupante que la persistencia de emisoras de radio y televisión públicas (enteramente desacreditadas, por lo general) es la obligación de las empresas privadas de someterse a rígidas regulaciones y a la solicitud de licencias para emitir. Este mecanismo asegura al poder político y a los garantes de los “grandes consensos de Estado” que ningún medio de cierta importancia “caerá” en manos de quienes defiendan tesis o propuestas frontalmente contrarias a las consensuadas por los grandes políticos y los principales poderes fácticos. La excusa suele ser que las ondas están limitadas y no se puede conceder más allá de — 184 — unas pocas frecuencias. Todo el mundo sabe que esto es mentira, y que basta ir a Nueva York o Buenos Aires para captar decenas de canales mediante la antena convencional y sin contrato de cable. Cuando en los países europeos se limita a tres o cuatro el número de canales que emiten en abierto es, simplemente, para proteger injustamente el negocio de esas empresas, que a cambio de sus grandes beneficios se aprestan a no distanciarse mucho, sobre todo en sus programas informativos, de esos “grandes consensos”. Afortunadamente, desde 1994 hay un factor mundial que está a punto de destruir este estado de cosas. Se trata de Internet. El auge benditamente descontrolado de la red, su biunivocidad y su carácter, precisamente, de relación en retícula y no radial, hacen de Internet un serio enemigo del control mediático estatal (o por parte de cualquier otro agente). En unos años, cualquiera podrá emitir radio, televisión, simple texto o cualquier otro conjunto de datos, con la seguridad de llegar a millones de personas. Desaparece la inmoral concesión de frecuencias por parte del señor ministro del ramo. Desaparecen las fronteras nacionales y los ámbitos territoriales en el mundo de la comunicación. Desaparecen los Estados como competencia desleal, y desaparecerá la absurda e injusta financiación de esas emisoras politizadas con cargo a nuestros impuestos. La comunicación se vuelve horizontal, multipolar, simultánea, popular, desjerarquizada y absolutamente ajena a los intereses de los Estados. Esto es algo radicalmente nuevo. Se abre ante nosotros una etapa apasionante de la Historia humana. — 185 — La libertad en una isla desierta Perfiles del siglo XXI, octubre de 2000 ¿Qué pasaría si a una isla desierta enviásemos a quinientas personas sin establecer ningún orden, gobierno ni leyes? El paraíso sería efímero: pronto surgirían la religión, la política, el Estado, los tributos... Imagine, caro lector, una isla desierta a la que se envía quinientos individuos para vivir en ella. Van a estar incomunicados del resto del planeta, que, a efectos prácticos, deja de existir para ellos. Se les manda allí con la memoria borrada, sin instrucciones ni órdenes de ninguna clase, sin jerarquías, líderes ni dirigentes y sin más medios de supervivencia que sus propias manos y el entorno natural de la isla. ¿Qué sucederá? Muy probablemente habrá una discreta minoría que no cabrá en sí de gozo al saberse y sentirse libre, con todos los riesgos que ello entraña. Estas personas, llamémosles individuos "A", se dispondrán de inmediato a construirse sus propias casas, a recolectar frutos para sí mismos y para comerciar con otros, a cazar o pescar. La gran mayoría de los individuos "A" vivirán su vida en paz, serán espontáneamente solidarios con quienes necesiten ayuda y, en general, se dedicarán a emprender las actividades y negocios que crean más eficaces para alcanzar un mayor bienestar. Naturalmente, de su creatividad, esfuerzo y suerte se derivarán a largo plazo situaciones de mayor o menor riqueza material. Pero al paraíso han llegado también, y no en pequeña proporción, los individuos "B". Estos son hombres y mujeres recelosos de su propia autonomía y necesitados de normas, orden y disciplina, gobierno y liderazgo, una administración de justicia superior y un poder incuestionable, porque, careciendo de todo esto, se volverán holgazanes o cimentarán su bienestar en el hurto y el pillaje, que siempre es un camino más corto que el emprendido por los individuos "A". Y es entonces cuando hace su aparición la pequeña minoría que acabará adueñándose de la isla y reprimiendo tanto a los "A" como a los "B". Son los individuos "C", que tienen un sexto sentido natural para detectar y explotar el miedo de los "B" a la libertad. Así, les asustarán respecto a un supuesto dios que habita en el volcán de la isla e inventarán toda suerte de ritos, hechizos y conjuros para aplacar su ira, inventando la religión en la isla y viviendo del temor de sus convecinos. Y, también, comenzarán a imponer leyes y normas a los "B" y, sobre todo, a sus odiados "A". Respaldarán su prepotencia legisladora en la fuerza o en la legitimidad popular, según el grado de refinamiento de los "C" insulares, pero en cualquier caso habrán dado lugar al gobierno en la isla. Y poco a poco, los "B" serán felices siervos protegidos por ese gran invento de los "C", el Estado; y los "A" serán sometidos y forzados a tributar y a regirse por normas que invaden su libertad personal. Ahora extrapolemos la situación de la isla, mutatis mutandis, al planeta Tierra. No hay una sola isla sino algo más de doscientas (los Estados soberanos de nuestro mundo). En unos la situación de los "A" es mucho mejor que en otros, pero en todos sin excepción los "A" no somos plenamente libres. Es una cruel contradicción que los individuos humanos, necesitados en múltiples maneras de su relación con otros individuos humanos, tengan sin embargo en el conjunto de miembros de su propia especie su mayor fuente de opresión. Cada cierto tiempo, en algún lugar del mundo, un individuo "A" logra romper las cadenas del colectivismo, como para recordar a todos los libres de espíritu que la guerra no está perdida y que vale la pena vivir para luchar por la libertad. — 186 — El Fraser Institute de Vancouver Perfiles del siglo XXI, octubre de 2000 Desde hace algo más de un cuarto de siglo, la ciudad canadiense de Vancouver acoge una de las más prestigiosas instituciones académicas de tendencia liberal-liberartaria. El Fraser Institute se fundó en 1974 para promover en Canadá las ideas de la libertad económica y los valores de la economía de mercado. Comenzó como una institución muy modesta y fue creciendo hasta ser hoy en día el think-tank más importante de Canadá, con más de dos mil quinientos afiliados (individuales y corporativos) en Canadá y una decena de países más. Como corresponde a una institución de esta tendencia ideológica, el Fraser rehúye toda financiación estatal y se nutre sola y exclusivamente de las contribuciones de sus miembros y de los beneficios que le produce la venta de sus libros y otros materiales. Más de trescientos cincuenta intelectuales de una veintena de países, incluyendo a seis premios Nobel, se cuentan entre los autores que han escrito para el Instituto, cuyos libros se han traducido a nueve idiomas y se distribuyen actualmente en más de cincuenta países. La oferta de publicaciones periódicas en papel y online del Fraser Institute es tan grande como la demanda internacional hacia este prestigioso centro de concepción intelectual. Pero tal vez el Fraser sea especialmente conocido a escala global como uno de los principales impulsores de la Red por la Libertad Económica, que agrupa a instituciones similares en todo el mundo y publica cada año el reconocido Indice de la Libertad Económica, un estudio científico que recoge el grado de libertad económica existente en cada país y su avance o retroceso respecto al año anterior. Las consecuencias de la publicación de este ranking anual se han dejado sentir en la acción política de dirigentes de todo el mundo, y el Indice constituye en la actualidad uno de los instrumentos de trabajo más serios y eficaces tanto de los activistas en favor de la libertad económica como de los estudiosos de esta materia y otros académicos. Gracias al Fraser Institute y a cientos de pequeños y grandes institutos liberales como éste, nuestro mundo es cada día un poco más libre. — 187 — La fortuna global (reseña del libro homónimo, de Ian Vásquez) Perfiles del siglo XXI, octubre de 2000 Después de que dos guerras mundiales, la Gran Depresión y los diversos experimentos con el socialismo interrumpieran la evolución del orden económico liberal surgido en el siglo XIX, la economía mundial ha recobrado desde hace unos años el nivel de globalidad que previamente ya le había caracterizado. El genial novelista peruano Mario Vargas Llosa afirma en el primero de los ensayos recogidos en Global Fortune que “es el liberalismo, más que cualquier otra doctrina, el que simboliza el avance extraordinario de la libertad a lo largo de la Historia de la civilización humana”. En esta compilación de textos sobre la libertad económica —coordinada por el director del proyecto sobre libertad económica global del Cato Institute, Ian Vásquez—, expertos de cuatro continentes examinan el torbellino financiero que ha acompañado el retorno de la Humanidad a la economía global y reaccionan frente a los argumentos de los críticos de la globalización, que la acusan de traer inestabilidad y pobreza. Los autores exploran también el papel del Fondo Monetario Internacional, demuestran cómo la injerencia estatal en el mundo de la empresa ha generado masivamente inversiones nefastas en varios países, y muestran su preocupación por el reducido alcance de las reformas emprendidas en Rusia. La noción, aún hoy ampliamente extendida en el mundo, de que de alguna manera el capitalismo ha fallado, es muy de lamentar porque, en realidad, el bienestar de la Humanidad está directamente condicionado a la suerte que corra el propio capitalismo. Como expone Vargas Llosa, “hemos de celebrar las conquistas del liberalismo con serenidad y alegría, pero sin dormirnos en los laureles, porque más importante es emprender lo mucho que aún nos queda por hacer”. Una vez más, el más prestigioso think-tank liberal-libertario estadounidense aporta al debate de las ideas una obra maestra del pensamiento moderno, en este caso gracias a la excelente labor de uno de sus mejores y más prestigiosos académicos, el peruano Ian Vásquez. — 188 — Negligencia médica Perfiles del siglo XXI, noviembre de 2000 En España se ha suscitado en los últimos meses una controversia que, en mayor o menor medida, afecta en realidad a todos los países. Cuando la principal asociación de pacientes y los principales grupos de víctimas de negligencia médica decidieron publicar en Internet un listado de los médicos sentenciados por este motivo, el poderoso lobby de los galenos demostró su fuerza y los corporativistas colegios médicos pusieron el grito en el cielo. Los movimientos ciudadanos tan sólo iban a publicar el listado de médicos condenados por los tribunales en sentencia firme e inapelable, una vez agotadas todas las vías de recurso jurídico, pero incluso la Agencia de Protección de Datos salió en defensa de los médicos negligentes e impidió a las asociaciones publicar la relación. En un Estado de Derecho, ¿no son públicas las sentencias de la Justicia? Entonces, ¿qué derecho tiene el poder ejecutivo a impedir su publicación una y tantas veces como se desee y en cualquier soporte existente? Los pacientes tienen derecho a saber qué médicos han sido procesados y finalmente condenados por casos de negligencia que le han costado la vida o graves problemas de salud a pacientes anteriores. Hay que acabar con la dictadura de los médicos en los hospitales, que deja a los pacientes y sus familias a merced de decisiones muchas veces tomadas bajo presión o a la ligera. Si el paciente lo desea, las intervenciones quirúrgicas deben grabarse en vídeo. El derecho a contar con una segunda opinión debe ser ejecutable por todos los pacientes antes de someterse al tratamiento indicado por el primer médico. Y los profesionales que incurran en negligencia y sean condenados por ello tienen derecho, si no han sido inhabilitados para el ejercicio de la profesión, a seguir ejerciéndola pero no a ocultar esa circunstancia. El paciente es un consumidor más, con la diferencia de que el servicio-producto que consume es de una importancia vital, muy superior, desde luego, al supuesto derecho de un médico a que no se conozcan sus antecedentes. Luz, ventilación y transparencia es lo que se necesita en el ejercicio de la medicina. — 189 — El derecho a fumar Perfiles del siglo XXI, noviembre de 2000 Nada menos que “Fight Ordinances and Restrictions to Control and Eliminate Smoking” es lo que significan las siglas FORCES, pero el obvio propósito es formar en inglés la palabra “fuerzas”, por que de eso se trata, de unir nuestras fuerzas contra la brutal campaña antitabaco que se extiende ya como una epidemia por el mundo entero. Basándose en estudios científicos de más que dudosa seriedad, al tabaco se le ha llegado a culpar de todos los males. En los Estados Unidos hay grupos de presión que exigen al gobierno la retirada automática de la custodia sobre sus hijos a los padres y madres que fuman. Al fumador se le ha expulsado de su oficina, de los aviones y trenes y en algunos casos hasta de su hogar. Desde hace varios años, FORCES está devolviendo el golpe. El movimiento ciudadano que preside Raymond Sasso se ha extendido ya a Canadá e Italia y, poco a poco, está cosechando éxitos de importancia. Desde sus páginas web, donde se ofrece interesante información y cientos de documentos y estudios, FORCES se presenta ante todo como un lobby a favor de la libertad. Y, en efecto, los activistas pro-libertad de fumar alegan con razón que si permitimos al Estado injerirse en el estilo de vida y en los hábitos de consumo de las personas, podemos llegar a la esclavitud total. Comienzan por atacar al tabaco, pero mañana nos dirán que no comamos tal o cual tipo de grasas, o dulces, o se reeditará —y a escala mundial— la Ley Seca. Los fumadores, desde el 1 de enero de este año, han contribuido a la economía mundial con más de doscientos veinticinco mil millones de dólares, pero más de ciento noventa mil millones fueron a parar a los Estados, y eso considerando sólo los impuestos especiales directos al tabaco. Hay una enorme hipocresía en la campaña internacional contra el tabaco. Nadie dice que fumar sea lo mejor para nuestra salud, y nadie puede llamarse a engaño si un consumo excesivo del tabaco le produce a largo plazo problemas de salud. Pero fumar es una decisión libre y, si se consume moderadamente, el tabaco es un placer escasamente perjudicial. Lo sea o no, la decisión es de cada uno de nosotros, no de ningún juez, legislador ni presidente. Sumarse a FORCES (por ejemplo ayudando con las traducciones a otros idiomas para el website o abriendo capítulos nacionales del movimiento) es una forma de preservar la libertad individual en una época en la que existe una formidable coalición de intereses contra ella. — 190 — Embriones instrumentales Editorial para Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2000 Hace unas semanas levantó gran polémica la decisión de una pareja estadounidense que decidió tener un bebé con el propósito (adicional a su voluntad de tener un nuevo hijo) de emplear materia orgánica del mismo para salvar a su niña de cinco años, que habría muerto con toda seguridad si su nuevo hermano no hubiera nacido para poder prestarle las células que han salvado su vida. La niña se salvó, el bebé también está en perfecto estado y la estrategia diseñada por los médicos —que implicó la selección del embrión más adecuado para el caso— ha sido un gran éxito. Sin embargo, las principales organizaciones religiosas, incluida la Iglesia Católica, y cientos de moralistas de diversa índole han puesto el grito en el cielo. Acusan a la pareja de Colorado de haber engendrado un hijo meramente instrumental, valoración que resulta muy grave porque sería necesario estar en la mente de esas personas para saber si en conciencia querían tener un nuevo hijo por el hecho en sí de tenerlo, además de la motivación de salvar la vida de su otra hija. Además, esta otra motivación también es perfectamente legítima y es una prueba del amor de estas personas hacia su hija. ¿Quién tiene derecho a meterse en una decisión tan íntima y privada como la de esta pareja? ¿Con qué derecho determinadas organizaciones se creen investidas de legitimidad para dictar normas en materia de moral? Quienes tanto se preocupan, aparentemente, por la moral y la dignidad humana, ¿habrían dejado morir a la niña para no tener que proceder a una “inmoral” selección de embriones? Son los mismos moralistas tan “humanitarios” que no les tiembla la mano al condenar a los enfermos terminales a un sufrimiento horrible y a veces larguísimo para no “cometer” eutanasia. Son los mismos apóstoles de la bioética —de una bioética a la medida de su conservadora estrechez mental— que no dudan en condenar a niñas y adolescentes a una maternidad no deseada antes que dejarlas abortar, incluso en caso de violación; los mismos que no aceptan el alquiler de úteros para que una pareja estéril pueda tener hijos; los mismos que se escandalizan ante cada nuevo avance de la genética. Basta de tener miedo al futuro. El futuro está a la vuelta de la esquina y nada logramos asustándonos de él. Lo necesario es comprender las nuevas posibilidades que nos ofrece la ciencia y aprovecharlas en beneficio de la salud, el confort y el bienestar físico y mental de las personas. Las iglesias se escandalizan de todos los avances que nos aproximan al control biotecnológico sobre nuestra propia especie y las demás, y sobre la vida. Es lógico, ya que esta evolución imparable deja a la figura de Dios con muy pocas tareas, y a sus intérpretes y representantes virtualmente desempleados. Los nuevos Torquemadas preguntan al viento qué pasará si cunde el ejemplo de Colorado y la gente empieza a producir embriones no ya para salvar a sus hijos sino a sí mismos. Una vez más funciona la lógica hipócrita del altruismo que tanto daño ha hecho a nuestras sociedades: si la selección de embriones se hace en pro de otro (máxime si ese otro es una niñita indefensa) el pecado es menor que si se hiciera para uno mismo. ¿Por qué? Misterios de la enrevesada, acomplejada y pacata moralidad que se nos quiere imponer desde los púlpitos, las cátedras y cierta prensa. El uso instrumental de embriones es hoy por hoy inmejorable y frecuentemente insustituíble como medio de asegurarnos células y tejidos capaces de revertir patologías gravísimas y salvar vidas humanas. ¿"Jugando a Dios"? (Conferencia Episcopal dixit). Pues quizá. ¿Y qué? Jugando a Dios hemos logrado volar, viajar a la Luna, curar la lepra o comunicarnos de un extremo a otro del planeta. En cualquier caso urge encontrar la solución científica que permita producir embriones sin actividad cerebral, es decir, sin pensamiento y, para los creyentes, “sin alma”. De ellos podrá obtenerse libremente el material biológico de repuesto que las personas necesiten. Su forma humana no hará humanos a estos embriones al carecer de aquello que nos diferencia de los animales: el pensamiento, la voluntad y la autoconsciencia. No habrá entonces reparo moral para hacerlos nacer y crecer para cumplir mejor sus funciones de fuente — 191 — de repuestos. La actual evolución de esta ciencia permite vislumbrar a muy largo plazo incluso la opción de transferir la persona de su viejo y deteriorado cuerpo a un cuerpo nuevo, joven y sano, clonado de sí mismo. Sin necesidad de llegar ese extremo, la ciencia está produciendo un cambio revolucionario que llegará a prolongar exponencialmente la longevidad de los seres humanos y a aumentar la calidad de su vida. Quienes se oponen furiosamente a esto están en su perfecto derecho de no aprovechar las nuevas oportunidades, pero no tienen el más pequeño derecho a obstaculizar su uso por parte de los demás. La moral es privada. — 192 — La gran farsa yugoslava Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2000 ¿Nos creemos a Kostunica? ¿Aplaudimos la coreografía pseudorrevolucionaria del pasado octubre en las calles de Belgrado? ¿O exigimos de una vez un poco de carácter y sentido común a los estrategas de la política exterior occidental? El mundo parece haberse tragado la tragicomedia en dos actos que nos ha presentado Serbia. Como por arte de magia, desaparece el régimen de Milosevic (el malo) y llega al poder, aclamado por las masas enfervorecidas y en clima de revolución popular, el nuevo presidente Kostunica (el bueno). Todos aplauden y algunos se aprestan a retirar sanciones. Todos procuran no recordar que Milosevic sigue vivo, activo y poderoso. Todos prefieren mirar a otro lado cuando se les confronta con la realidad: 1. Vojislav Kostunica no representa ni remotamente una opción de gobierno realmente democrática y, sobre todo, es el líder de una facción extremadamente nacionalista que no hará grandes concesiones a Occidente y que no moderará un ápice las pretensiones territoriales serbias sobre Montenegro y Kosova. Gran parte de los votantes de Kostunica le han apoyado por considerar a Milosevic demasiado débil en su nacionalismo serbio o simplemente ineficaz, y el nuevo presidente sabe que debe su puesto, más que a los escasísimos demócratas serbios, a los sectores ultras situados más allá del propio Milosevic. 2. Visto con la perspectiva de las semanas transcurridas, los acontecimientos del 5 y 6 de octubre en Belgrado parecen claramente orquestados desde el poder, tal vez tras un acuerdo previo entre los dos presidentes. 3. Indicio de ésto último es el resultado final, en el que se otorga a la madre Rusia el papel de mediadora indispensable y guía política de los sectores “enfrentados” en Serbia. Milosevic queda libre, impune y líder. Su partido controla el parlamento y será un freno a cualquier veleidad pro-occidental de Kostunica, además de servir de garantía frente a la orden de busca y captura internacional que pesa contra el ex-presidente yugoslavo, uno de los mayores criminales de guerra desde Hitler. 4. La presidencia federal es un órgano que, sin Milosevic, apenas tendrá poder frente a las presidencias de las dos repúblicas miembros, y Milosevic podría volver a ser presidente de la República de Serbia. El maquiavelismo de esta jugada es propio de este prestidigitador sanguinario, que jamás habría abandonado el poder voluntariamente: antes se habría suicidado tal como le pedía la población al grito de “gotov je”. No han pasado ni tres años desde que Vojislav Kostunica se dedicara a imponer el orden serbio en Kosova. Todos deberíamos recordar las fotografías espeluznantes del hoy presidente “patrullando” la provincia albanesa con traje de camuflaje y metralleta al hombro. Si los dos políticos y sus respectivos partidos han presentado una coherente y emocionante puesta en escena, la verdad es que hay que descubrirse ante su habilidad. Si realmente no estaban de acuerdo, tampoco es mucho lo que cambia. Amparado en Rusia y en una Grecia cuya indigna posición sobre Serbia habría de merecerle una fuerte llamada de atención de la Unión Europea, el régimen de Belgrado ha operado un cambio cosmético destinado a salir de la bancarrota y recibir fondos de reconstrucción. ¿Qué da a cambio? Nada. No transige en permitir la emancipación política de Kosova, que es la única solución viable a largo plazo para evitar la vuelta del conflicto armado al territorio. No transige en considerar a Montenegro como lo que es: un socio en pie de igualdad dentro de una federación legítimamente desmontable de manera unilateral. No acepta insertarse de verdad en Occidente, que sólo le interesa por su dinero pero de quien recela políticamente. Y no acepta entregar a la justicia internacional (“tribunal político al servicio de los Estados Unidos”) a Milosevic y los demás criminales buscados. — 193 — Cada dólar que dé Occidente a Serbia será un dólar arrojado al pozo sin fondo de un Estado que domina más del setenta por ciento de la economía, ya que Yugoslavia es el Estado de Europa Oriental que menos ha avanzado en las reformas. Y muchos centavos de ese dólar terminarán en bolsillos corruptos. No es Occidente quien debe mover ficha en su partida de ajedrez con Belgrado: le toca todavía a Kostunica. Tiene que abrir de par en par las puertas de la economía serbia, tiene que renunciar al mantenimiento de su federación con Montenegro por vías militares y reconocer el derecho de la pequeña república costera a abandonar la federación si lo desea, tiene que cambiar por completo su discurso sobre Kosova y, pese a lo difícil que sería venderlo en Serbia, tiene que permitir que Milosevic y sus secuaces sean juzgados. Hoy Serbia no es comparable con los demás países de Europa Oriental cuando nacieron a la democracia hace una década. Como mucho sería comparable a la Rumanía de Ion Iliescu que durante unos años vivió del cuento democrático cuando en realidad el régimen era muy continuísta y las reformas tardaron seis años en comenzar. Kostunica, como mucho, será un Iliescu, un hombre de pretransición. Las verdaderas reformas vendrán detrás de él, cuando el imperio de Milosevic en la sombra haya terminado por fin. Una vez más es patética la debilidad de carácter de Occidente. Se hizo una guerra en Kosova para nada, como antes en el Golfo Pérsico. Nos da demasiado miedo Rusia. La comunidad internacional debe arbitrar mecanismos jurídicos que permitan, en casos como éste, intervenir en un Estado para derrocar un régimen ilegítimo que resulta hostil a sus vecinos. Y, también, para amparar internacionalmente la secesión de territorios con una amplísima mayoría sometida a represión y exterminio, como en el caso de Kosova, un país claramente albanés que no pinta nada como provincia de Serbia. Si por lo menos el melodrama serbio hubiera servido para que Occidente aprendiera la lección, habría valido la pena dejarnos engañar, pero la farsa yugoslava tan sólo ha sido un teatral cierre en falso del problema, sin aprendizaje alguno para los timoratos responsables de la política exterior occidental. Nos han tomado el pelo. — 194 — Manifiesto por la autodeterminación del individuo Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2000 1. Consideraciones éticas y filosóficas 1.1. Como la persona no existe antes de su concepción por otros dos seres humanos, es obvio que la decisión inicial de vivir en el mundo le es ajena e impuesta por la voluntad de otros o, en muchos casos, casi por azar. Además, durante un largo periodo de infancia y adolescencia el individuo no está capacitado para ratificar esa decisión ni imponer condiciones a la misma. Las personas nacemos por decisión de otros seres humanos y en un determinado entorno físico, familiar y social, y dotadas de unas características genéticas concretas. Obviamente hay toda una parte de ese marco que jamás podremos cambiar, pero decidir sobre la parte modificable del mismo nos compete en exclusiva. No hay voluntad ajena —ni de otro individuo ni de la colectividad, ni impuesta por la tradición ni por las creencias místicas predominantes— que merezca una consideración moral más alta que la voluntad propia, ni hay, por tanto, restricción alguna al ejercicio de la libertad humana que cuente con una legitimidad natural y objetiva. Las restricciones a la libertad humana individual basan su legitimidad en el derecho de los otros individuos, lo que constituye una base eminentemente pragmática de la que se derivan condicionantes a la libertad individual que son también pragmáticos —no naturales ni objetivos sino meramente prácticos para la coexistencia de las personas—. El entorno humano, que sin duda nos brinda muchos elementos positivos y hasta imprescindibles, se ocupa también de cercenar nuestra libertad mucho más allá de las limitaciones físicas y biológicas naturales. Dependiendo del azar, el ser humano nace y se desarrolla en un entorno humano con mayores o menores restricciones a su individualidad, y millones de personas jamás llegan a ser conscientes de su soberanía, de su derecho a la misma ni de la enorme invasión de ésta que padecen. Pero el individuo humano es un ser inteligente y capaz de autogobernarse. El derecho a hacerlo es natural, fundamental e inviolable, y su rango moral es superior a cualquier imposición pragmática de otros seres humanos y al consenso que los demás alcancen para organizar su vida en común. 1.2. A partir del momento en que la persona alcanza un desarrollo intelectual suficiente, momento que podemos establecer hacia el final de la adolescencia, está en su derecho de reconsiderar y modificar todo aquello relativo a sí mismo y a su vida que de él depende, incluido el propio hecho de existir. Esto le faculta para tomar y cambiar en adelante cuantas decisiones desee sobre su persona, su cuerpo y demás propiedades, su mente y su aceptación o rechazo de cualquier valor, su nombre, su relación con los demás y su forma y estilo de vida. No tomar decisión alguna, como hace gran parte de la población, es también una decisión, aunque con frecuencia no sea consciente. Es decir, quienes por su voluntad o por simple inconsciencia, por inercia cultural o por desidia se dejan llevar por el statu quo en el que nacieron y fueron educados están también ejerciendo una opción. 1.3. La fuente de todos los derechos que asisten al individuo y que le sitúan por encima de cualquier imposición grupal parte del entendimiento del ser humano como un fin en sí mismo, como un ser cuya propia felicidad y realización constituye su misión primordial, aun cuando decida libremente ejecutarla mediante el servicio a los demás. Durante siglos se nos ha enseñado desde las más diversas filosofías e ideologías —desde el cristianismo y el judaísmo hasta el islam, desde el fascismo a la socialdemocracia y desde el comunismo hasta el conservadurismo— que la persona vive en función de la comunidad a la que “pertenece”, que el sacrificio por los demás es casi una exigencia moral, que perseguir la propia satisfacción es egoísta e insolidario. Ha llegado el momento de recuperar para el individuo —para todos los individuos— la legítima afirmación de su persona y, por consiguiente, de su acción en beneficio propio como algo éticamente correcto. La filosofía del “altruísmo”, es decir, de la afirmación del “otro” (alter) ha sido impuesta desde la escuela hasta el asilo y desde los púlpitos de la iglesia, las tribunas de la política, la alienadora acción del Estado, la paternal institución de la — 195 — familia o las más diversas organizaciones humanas, pero siempre con el objeto consciente o no y a veces incluso bienintencionado de someter al individuo. 2. La ilegitimidad de origen de todo poder sobre el individuo 2.1. Como consecuencia directa del origen involuntario de la vida propia, y con base en las consideraciones antes expuestas, toda forma de limitación del poder de la persona sobre sí, su vida y sus decisiones adolece de una profunda ilegitimidad de origen. Aunque todas las demás personas de la Tierra estuvieran plenamente de acuerdo en imponer a un individuo tales limitaciones, seguiría siendo de superior rango el derecho natural de ese individuo a no acatarlas, en tanto el desacato no perjudicara de forma directa y demostrable a terceros. Como las personas somos en gran medida seres gregarios que necesitamos la relación con nuestros semejantes para llevar una vida soportable, es necesario establecer ciertas normas de convivencia, pero es a la vez necesario tener presente que tales normas se dictan por conveniencia práctica y que en ningún caso pueden sustituir ni superar en importancia al derecho natural del individuo. 2.2. Las citadas normas, por más que se llamen “generales” o “universales” afectan a los seres humanos que optan por convivir con los demás en un determinado entorno social: aquel en cuyo ámbito rigen tales normas. Pero es igualmente lícito alejarse y vivir fuera de esas normas, asumiendo las consecuencias de soledad que ello pueda conllevar, o reunirse con otros individuos y, al margen de la mayoría, pactar con ellos una convivencia basada en otras normas más acordes con los deseos e intereses de los integrantes. La dificultad de hacerlo en el mundo globalizado actual y el alcance territorial —éticamente cuestionable— de la jurisdicción de los Estados sobre la práctica totalidad del planeta limitan de facto estas opciones pero no menoscaban el derecho natural a ejercerlas que asiste a todo ser humano. 2.3. Como consecuencia de lo expuesto, todo conjunto de normas y reglas de convivencia es de aceptación voluntaria, por más que la no aceptación implique la exclusión de un grupo o sociedad y pueda conllevar la inmoral expulsión del territorio correspondiente o el dramático confinamiento en prisión. Una vez más, acatar irreflexivamente normas que limitan el autogobierno personal es también ejercer una opción: tal vez la más cómoda para la mayoría pero también la más dolorosa y humillante para algunos. 3. Cuando la democracia se convierte en excusa 3.1. Conforme las sociedades humanas se fueron haciendo más complejas y sofisticadas, surgieron formas de gobierno colectivo que pretendieron alcanzar un orden social justo, pacífico y seguro. Pero posteriormente, durante una gran parte de la Historia humana, esas construcciones derivaron en diversas formas de tiranía que sometieron y someten aún al individuo, en muchas partes del mundo, a niveles insoportables de destrucción de su autogobierno y hasta de su identidad. Desde las revoluciones francesa y americana, y desde la contribución intelectual del Siglo de las Luces, en el mundo occidental se ha venido produciendo una lenta devolución parcial del poder a la persona, y un reconocimiento aún más lento y parcial de su derecho natural, garantizado en algunas declaraciones y en muchas constituciones. Al borde del año 2000, esa devolución ha permitido a millones de personas conquistar unas cotas de autogobierno con escasos precedentes en los milenios anteriores, pero esas cotas, incluso en esta parte del mundo, siguen siendo francamente insuficientes. 3.2. Paradójicamente, ese proceso de tímido reconocimiento del derecho natural del ser humano a su autogobierno ha discurrido en paralelo con un crecimiento también sin precedentes de las estructuras políticas de organización colectiva, cuyo alcance ha terminado por invadir nuevas áreas del autogobierno individual. Se ha consagrado así libertades largo tiempo anheladas, pero al precio de perder otras o de vivir en una permanente tutela que, en muchos casos, resulta insidiosa. En su camino hacia la libertad, una Humanidad temerosa y — 196 — débil ha optado por conquistarla a fuerza de decretos y burocracia, Estado y policía, poder casi irrestricto para los gobernantes a cambio de un trato benévolo de éstos y de la implantación de sistemas de legitimación democrática que sin duda son un avance frente al autoritarismo, pero que han servido para glorificar el entendimiento colectivista de la sociedad y del ejercicio del poder y, por ello, para seguir invadiendo el ámbito de decisión de la persona. 3.3. Es decir, la democracia y el Estado de Derecho constituyen un paso de gigante de la Humanidad en la gestión de lo común, pero no es justo que paguemos por ello un mayor colectivismo ni tengamos que conformarnos con que, con la excusa de la democracia, se nos arrebaten aún parcelas importantes de nuestro autogobierno individual que, como antes se expuso, es anterior y superior a la propia democracia y a cualquier otra fórmula de organización social. 4. El individuo y el contrato social 4.1. Mucho se ha escrito sobre el contrato social entre gobernados y gobernantes, con frecuencia para ensalzar las virtudes de un sistema más teórico que práctico, y que parece casi diseñado para tranquilizar a las personas o incluso para ocultarles la usurpación de su autogobierno. Si continuamos separando claramente el ámbito colectivo del individual, no hay duda de que en el primero es muy deseable que se dé realmente un contrato así: que los gobernantes estén de veras maniatados por la voluntad popular a la hora de ejercer el poder. No en vano, las constituciones surgieron, mucho más que como una norma suprema de organización social, como una legítima imposición de la gente a los reyes y, después, a los mandatarios republicanos. Y habría que añadir que es una lástima que se haya perdido, en muchos países, ese claro entendimiento de la esencia de las constituciones. Ahora se emplea más la frase mágica “es que la Constitución dice que...” para limitar la acción individual y grupal que para limitar al gobierno. 4.2. Pero en cualquier caso, ese contrato social entre gobernantes y gobernados, ¿dónde deja al individuo? Habría que replantearlo como un contrato tripartito porque la suma de las voluntades de miles o millones de gobernados no resuelve por sí sola la relación de cada individuo con el poder. En otras palabras, la plena legitimación de los gobernantes y de su acción no depende sólo de la aceptación mayoritaria sino también de la aceptación individual, caso por caso, cuando se trata de decisiones que afectan directa o especialmente a una persona. No basta que el poder cuente con el respaldo “de todos” o “de la mayoría”, sino también con el de cada uno en lo que a ese uno afecta. Organizar esto es sin duda complejo pero, en muchos aspectos concretos, podría y debería intentarse mucho más de lo que habitualmente se hace. 4.3. En virtud del contrato social se nos ha enseñado a aceptar sin rechistar lo que el poder nos ordena o prohíbe, porque quienes lo ostentan actúan “en nuestro nombre”, están “legitimados en las urnas” o responden a la voluntad de la mayoría. Siempre es más elegante que la imposición se nos justifique así en lugar de venirnos dictada por un tirano, pero ninguna de esas excusas es éticamente válida para limitar nuestra libertad, aunque pueda ser necesaria para el grupo por razones, una vez más, de pura conveniencia organizativa. 4.4. Un nuevo entendimiento tripartito del contrato social debería incluir al individuo como una de las partes del mismo, al menos en pie de igualdad con las otras dos, reconocer que la soberanía reside en las personas y no en conceptos vagos y difusos como “la nación” o “el pueblo” y establecer claramente los casos en los que el individuo la delega en el grupo, cuándo y cómo puede negarse a delegarla (por ejemplo, pero no exclusivamente, en los casos de objeción de conciencia), cómo se diferencia la relación del poder con la sociedad y con cada uno de sus miembros, y cómo y con qué consecuencias puede el individuo rescindir unilateralmente el contrato (por ejemplo mediante la renuncia a la ciudadanía, con la pérdida de sus derechos y obligaciones, y el eventual apartamiento voluntario de la sociedad para vivir — 197 — solo o con otros en un entorno diferenciado o su salida del territorio correspondiente). Cabe abundar en el hecho de que, si la “patria” y sus consecuencias sobre el individuo le vienen impuestas a éste y no son resultado de su libre decisión, su sustitución por otra y la apatridia son opciones personales de incuestionable legitimidad. 5. La soberanía 5.1. Cuando se hace recaer la soberanía en el grupo —un grupo, además, tan amplio que nos abarca a todos—, en realidad se nos está sustrayendo una porción considerable de la misma. La soberanía no le pertenece a un ambiguo “todos nosostros” sino a cada uno de nosotros. El grupo (“patria”, clase social, pueblo, sociedad, nación o como se le quiera denominar) no es otra cosa que la suma de sus integrantes, ni más ni menos. No es un ente diferenciado ni interpretable desde una visión organicista ni corporativista, no tiene vida propia ni por tanto una voluntad que pueda esgrimirse como argumento para limitar la del individuo, no es sujeto de derechos diferentes de los que asisten a sus miembros ni tiene, desde luego, derechos de ninguna clase sobre éstos —antes al contrario, son los partícipes del grupo quienes están individualmente dotados de sus respectivas cuotas de derechos sobre el mismo, ejercibles en relación con todas aquellas decisiones que necesariamente hayan de tomarse de manera colectiva al trascender de manera objetiva el alcance, siempre prioritario, de la soberanía personal—. Las personas, en gran parte del mundo, hemos conseguido a duras penas arrancarle la soberanía a los monarcas que esgrimían su supuesto derecho divino y a toda clase de tiranos que empleaban cualquier otra excusa para usurparla. Pero poco arreglamos si, una vez reconquistada, la delegamos con tanta generosidad en una nueva clase de gobernantes más simpáticos y “legitimados” pero igualmente dispuestos a emplearla en beneficio de su proyecto de sociedad, casi siempre colectivista y limitador de nuestra libertad, o de su entendimiento del Estado, cuando no en beneficio propio. 5.2. La soberanía nos pertenece. Si optamos por vivir en una sociedad somos dueños de la millonésima parte que nos corresponda de la soberanía colectiva (no estaría de más darle a cada persona un título, una especie de acción, para que se visualizara mejor este hecho), aparte de seguir siendo, principalmente, dueños exclusivos y únicos de nuestra soberanía personal. Respecto a ambas debemos ser extremadamente vigilantes, ya que de lo contrario nos las arrebatarán sin que nos demos cuenta. Respecto a la primera, es decir, a nuestra porción de soberanía común, deberíamos ser capaces de ejercerla muchas más veces, con mucha mayor efectividad y no sólo para escoger a nuestros gobernantes sino para ordenarles en la mayor cantidad posible de casos lo que deben hacer. Pero al mismo tiempo se debe impedir a todos ejercer esa porción de soberanía colectiva para mandar a los gobernantes acciones que atenten contra la soberanía individual de otros, ya que ésta, igual que la nuestra, es más elevada. Y sin embargo, éso es precisamente lo que sucede de manera constante en muchos ámbitos, y particularmente en el de la política: grupos de interés de la más diversa naturaleza coordinan sus porciones de soberanía colectiva para imponer limitaciones a la soberanía individual de otros. 5.3. La soberanía individual nos faculta para hacer absolutamente cuanto deseemos, con la única pero fundamental excepción de aquellas cosas que verdadera y demostrablemente perjudiquen a otro. “Hacer”, en este contexto, incluye por supuesto “no hacer”. Este principio básico está formalmente reconocido por casi todas las instituciones democráticas, pero se ve sistemáticamente vulnerado y reducido en aras de un difuso “interés general” que encubre con frecuencia el interés particular de sus diversos intérpretes en el campo de las ideas o en el de la política. Intérpretes que no tienen empacho ni rubor en limitar nuestra soberanía para favorecer, no el objetivo restablecimiento de la soberanía vulnerada de otro, sino aquellos intereses que a su criterio o a su capricho coinciden con los del grupo o la mayoría de sus miembros. La libertad de cada uno no termina donde empieza ese discutible eufemismo que en realidad sirve como excusa para que las élites interpretadoras hagan y deshagan a su antojo, sino que termina donde realmente comienza la inalienable soberanía individual de otro, pero — 198 — de “otro” con nombre y apellidos. Las consecuencias fundamentales de la soberanía individual son nuestro indiscutible autogobierno y nuestra plena potestad sobre nuestra propiedad. 6. Persona y propiedad 6.1. La persona nace con algunas propiedades: el proceso biológico que llamamos “vida”, el cuerpo y sus órganos y productos, la opción reproductiva, la mente y la capacidad de pensar e idear, la fuerza y la capacidad de transformar la materia. Con el paso del tiempo adquiere otras propiedades, como los conocimientos, la experiencia, la habilidad, la capacidad de trabajar y los objetos, títulos y derechos que obtiene por diferentes medios: a cambio de su trabajo intelectual o físico, por regalo, por azar, por usucapión legítima, por su habilidad en la adquisición y enajenación de otras propiedades u otras formas de interacción con otros individuos, etcétera. La propiedad es indisociable de la condición soberana de la persona: es la faceta tangible del carácter humano y no meramente animal de la persona. Es el ámbito sobre el que ejercemos nuestro autogobierno. Cuando una persona trabaja o piensa, vende o compra, fuma o decide ponerse en huelga de hambre, hace o recibe un regalo, dona sangre o se suicida, está afectando su propiedad en diferentes grados y en ejercicio de su soberanía, sin la cual no tendría más que una existencia alienada, meramente biológica y similar a la de los animales. Cuando se priva a una persona de su propiedad bienhabida se hace añicos su soberanía y se la reduce a la condición de esclava, porque sin propiedad casi no hay persona. 6.2. Es lamentable pero lógico, por tanto, que el entorno social colectivista procure por diferentes medios, a través de los gobernantes, limitar nuestra propiedad, sustraernos una parte o condicionar el uso que hagamos de ella. Las personas no se ven expropiadas solamente cuando el Estado les quita sus tierras para construir infraestructuras “en interés general” o cuando se les impone tributos, sino también cuando se les obliga a tomar las armas para lanzarse a una guerra, o cuando se les fuerza a prestar un servicio social o militar, o a trabajar gratis o a donar contra su voluntad un órgano o producto corporal, o a tener o no tener hijos, o a votar si no desean hacerlo, o a participar involuntariamente en un jurado o en una mesa electoral, etcétera. Es decir, las limitaciones a la propiedad impuestas por los gobernantes y demás intérpretes del “interés general”, con la sorprendente y suicida anuencia de la mayoría, son muchas, muy diversas y de consecuencias y alcance muy variados. 6.3. Ante esto, el ser humano está en su perfecto derecho natural de defenderse y protegerse, y, llegado el caso, de abandonar un entorno que considere insoportable por el expolio excesivo de su propiedad, en sentido amplio. Conscientemente o no, millones de personas se esconden o huyen de los entornos sociales que limitan la propiedad o hacen difícil obtenerla. Es la suerte que corren tanto los emigrantes (que buscan rentabilizar mejor el uso de propiedades como su inteligencia y su trabajo) como quienes protegen su dinero en un paraíso fiscal ante la depredación de Hacienda, tanto las muchachas que escapan de países donde se practica la terrible ablación del clítoris como los insumisos que huyen del servicio militar, tanto los exiliados de regímenes represivos como las mujeres que se ven forzadas a abortar fuera de su país, tanto los ciudadanos que se fingen enfermos para no participar en un jurado como los consumidores de cannabis que vuelan hasta Amsterdam para comprarlo sin dar con sus huesos en la cárcel. En definitiva, libertad y propiedad son dos caras de una misma moneda: la soberanía personal que nos corresponde a todos y sin la cual perdemos nuestra dignidad humana. 7. Individualismo no es egoísmo 7.1. La exigencia que algunos seres humanos hacemos de nuestra soberanía personal puede denominarse individualista, pero no tacharse de egoísta. La persona individualista, si basa su individualismo en las consideraciones éticas anteriormente expuestas, no puede dejar de considerar que comparte el planeta con otros seis mil millones de individuos a los que debe y necesita reconocer una soberanía personal idéntica a la que reclama para sí. La mayor parte de — 199 — las personas son naturalmente solidarias y expresan ese sentimiento de muy diversas maneras. Un entendimiento individualista de la solidaridad faculta a cada persona para ejercerla o no, y para hacerlo de manera directa o indirecta, así como para decidir libremente la magnitud del esfuerzo a realizar y el destino de su acción humanitaria. La acción solidaria, como las demás acciones del individuo, es eminentemente privada y carece de sustento moral cuando se realiza bajo coacción o imposición de otra persona o de la mayoría, llegando entonces a convertirse en expropiación y a mermar la soberanía individual y, por tanto, la dignidad humana. 7.2. Aunque a los individualistas se nos tache frecuentemente de insolidarios, los colectivistas, en su afán igualitarista, suelen serlo en mayor medida. El individuo autoconsciente, como valora enormemente su soberanía personal, suele ser mucho más respetuoso de la soberanía de los demás que los colectivistas. La mayoría de los individualistas creen en la solidaridad tanto como puedan hacerlo los colectivistas, con la única pero fundamental diferencia de que no están dispuestos a imponerla coactivamente a quienes no se sientan solidarios. La solidaridad espontánea y voluntaria es una forma más, y muy digna, de ejercer el derecho al autogobierno individual, y en particular al uso de la propiedad (dinero entregado, tiempo dedicado a atender desinteresadamente a otros, sangre donada o trabajo voluntario realizado, etcétera). Pero la solidaridad forzada no es tal solidaridad sino un expolio inmoral que aliena a quien lo sufre y rebaja a quien lo ejerce, pues está violando brutalmente la soberanía personal de otro. 7.3. Además, el ser humano es especialmente útil a los demás cuando actúa en beneficio propio, porque para conquistar su bienestar y su felicidad necesariamente debe crear, inventar, trabajar, invertir o actuar de otras muchas formas, todas las cuales aportan algo a los demás seres humanos. Por lo tanto, la actividad humana en persecución de los intereses propios debe considerarse como beneficiosa y no tacharse de egoísta, como hace la moral colectivista. Es necesario rehabilitar el lucro como motivación legítima y moralmente correcta de los actos humanos. Por alto que sea el mérito de la acción abnegada de quien se dedica solamente a los demás, no es mayor que el de quien se esfuerza en conquistar metas para sí, y, si analizamos todo lo que el segundo contribuye a la sociedad impulsado por esas metas, es muy probable que su aportación resulte más útil al grupo que la del primero. 8. Los colectivistas y los políticos 8.1. Los colectivistas, con o sin consciencia de ello, buscan en las instituciones comunes que para su provecho han establecido no sólo la legítima protección de la soberanía personal que les pertenece, sino también la ilegítima merma de la soberanía de otros al objeto de beneficiarse a sí mismos o a su particular entendimiento de cómo debe funcionar la sociedad. Recurren entonces a los políticos, que, como necesitan la mayor cantidad posible de apoyo popular y como saben que la gran mayoría de las personas son colectivistas, compiten entre sí para ofrecer a las masas lo que éstas quieran, aun cuando para ello deban desposeer al individuo de una parte sustancial del autogobierno que le corresponde como expresión de su inalienable soberanía. Millones de seres humanos escogen una u otra opción política colectivista en función de lo que les “ofrece”, sin darse cuenta de que, cualquiera que sea el ofrecimiento, sólo se podrá cumplir a expensas de la expropiación masiva a la ciudadanía y de una merma considerable de la soberanía personal de todos —no sólo de los “ricos”—, incluidos los votantes de la opción elegida. 8.2. Todas las ideologías colectivistas de izquierda y de derecha, desde el fascismo al comunismo y desde la democracia cristiana a la socialdemocracia, han sometido (en grados distintos) al individuo y han impuesto, por la fuerza de las armas o por la fuerza de los votos, sistemas que anulan o reducen la soberanía personal y, notablemente, el derecho de propiedad (en el sentido amplio antes expuesto). Incluso entre los representantes de la ideología menos colectivista que ha existido, el liberalismo [clásico], se ha dado con excesiva frecuencia la convicción de que sólo desposeyendo “un poco” a los individuos de su autogobierno es pragmáticamente ejecutable asegurar la máxima libertad “posible” para todos. La inmensa — 200 — mayoría de los políticos discuten cómo usar el poder, no cómo devolvérselo a las personas; cómo usar el dinero recaudado coactivamente, no cómo retornárselo a sus legítimos dueños. La actividad política no tendría atractivo para ellos si no implicara la conquista del poder sobre la gente, por muy elevados que sean los valores que quieran imponer con ese poder. Una vez que lo obtienen, no dudan en combatir por diversos medios a los individuos que se resisten a entregarles parte de su soberanía o de su propiedad, individuos que terminan por verse descalificados por los medios de comunicación al servicio del colectivismo estatal y oprimidos por leyes que contravienen de forma expresa el derecho natural y por tanto superior de las personas a su autodeterminación. 8.3. Naturalmente, el grado de alienación del individuo varía enormemente de una sociedad a otra, pero en todas se dan unos patrones comunes de sometimiento que parten de la idea extendida de que el “bien común” y el “interés general” están por encima de los intereses y bienes particulares —que no se dudará en tomar, por la fuerza si es preciso— y de los derechos del individuo —que no se dudará en pisotear legislativamente—. Así surgen limitaciones de la soberanía personal como los impedimentos a la libertad de tránsito y asentamiento en función de las fronteras territoriales que imponen los dos centenares de Estados que se han repartido el planeta, o como el servicio militar o social gratuito, o el pago de impuestos o la prohibición de consumir ciertas sustancias o de conducirse por normas morales distintas de las mayoritarias, por sólo poner algunos ejemplos cotidianos de la escandalosa invasión de nuestra soberanía. 9. La lenta muerte del colectivismo 9.1. El estado de cosas denunciado sigue vigente pero, desde hace unas décadas, sufre una contestación sin precedentes por parte de individuos, minoritarios todavía frente a la masa colectivista pero cada día más numerosos, que, muchas veces de forma inconsciente, están modificando esta situación. La postmodernidad ha traído consigo una revalorización del autogobierno personal que tal vez sea la clave del divorcio que se da en muchas sociedades humanas entre un sector grande y heterogéneo de la población y muchas de las instituciones y convenciones derivadas del contrato social heredado del pasado. Un indicio de ese divorcio es el que arrojan frecuentemente los bajos índices de participación electoral. Otro es la beligerancia con que los jóvenes se oponen al servicio militar obligatorio, que va siendo abolido país tras país. Otro más es la reacción airada de la ciudadanía cuando, a estas alturas, el Estado pretende imponer la moral mayoritaria —sea cual sea— a los individuos. Hay muchos más, desde el derrumbamiento del nacionalismo de Estado hasta la negativa de muchas parejas a firmar un contrato público de matrimonio para vivir en común, desde la multiplicación de los paraísos fiscales y otros medios de protección de la propiedad frente al Estado colectivista hasta el incremento exponencial del trabajo por cuenta propia y del teletrabajo desde el hogar. El colectivismo muere lentamente y el mundo, primero el occidental y después, gracias a la globalización, también el resto del planeta, se encaminan a largo plazo hacia una sociedad universal de individuos mucho más autogobernados de lo que han podido estarlo desde hace siglos o milenios. La revolución de las comunicaciones es uno de los factores que hacen posible esta nueva situación, al limitar o eliminar muchas de las trabas que los poderes públicos imponían a la circulación de información, al comercio y a las demás formas de relación entre personas. 9.2. En este orden de cosas, existen una perceptible fricción entre el incremento vertiginoso de la soberanía individual de millones de personas y el temor arracional que esa situación despierta en millones de personas consciente o inconscientemente colectivistas —temor incentivado además por miles de políticos y otros intérpretes del “bien común” que perciben el rápido declive de su poder—. Las voces que se alzan (desde cualquier punto del espectro ideológico) en contra de la globalización, o que se duelen de la acelerada pérdida de capacidad coercitiva de los Estados, están en realidad denunciando el avance de la soberanía individual. Su temor no es otro que el eterno miedo a la libertad, y es un temor fundado, ya que libertad — 201 — implica responsabilidad y ésta obliga a razonar, tomar decisiones y asumir sus consecuencias. La batalla que subyace es la batalla entre razón y misticismo, entre la valiente interpretación del ser humano como un ente soberano, capaz y autosuficiente —y como un fin en sí mismo— y su entendimiento opuesto: como un ser inferior que se asusta de su propia inteligencia y prefiere sustituirla por el misticismo, por sus dioses y, en lo político y social, por el liderazgo paternal de otros que piensen por él y que asuman por él las consecuencias. En efecto, no tendremos a quién idolatrar ni demonizar si nosotros somos nuestros únicos dueños, si nosotros somos los responsables de lo bueno y malo que nos sucede, si nosotros razonamos y decidimos con todas las consecuencias, si en definitiva somos libres y no tenemos “ni Dios, ni patria, ni fueros ni rey” sino una consciencia plena de nuestra maravillosa condición de seres racionales, únicos y autoposeídos. Es el desafío de nuestra era: ser libres, ser soberanos, es decir, ser plenamente humanos. Quienes no quieran aceptar el reto, sean mayoría o no, están en su derecho de no hacerlo, pero no de imponer a nadie más las consecuencias filosóficas y políticas de su miedo a la libertad: su misticismo, que deriva en la sustitución del uso de la inteligencia por el de toda suerte de creencias volitivas sin un ápice de racionalidad; y su colectivismo, que deriva en la triste abdicación de su soberanía en la masa a cambio de protección... su adopción, en los dos ámbitos, de un comportamiento similar al de las avestruces: sustraerse a la realidad y a la responsabilidad, entrando en simbiosis con los aprovechados que se valen de esa extendida debilidad para convertirse en líderes e intérpretes de unos seres humanos escasamente dignos de tal nombre porque han renunciado, al menos parcialmente, a aquello que les hace diferentes de las demás especies. — 202 — Entrevista a Lorenzo Bernaldo de Quirós, economista español Perfiles del siglo XXI, enero de 2001 JP: Tras cuatro años de gobierno del Partido Popular (conservador) y recién convalidada su mayoría en las urnas para un mandato más, ¿cómo percibe la situación de la economía española? LBQ: En los últimos años se ha producido en España un enorme proceso de transformación. Desde 1996 somos el país de nuestro entorno europeo con la mayor tasa de crecimiento y con la caída más pronunciada del desempleo, y todo esto no se debe a la casualidad, sobre todo si tenemos en cuenta que nos hemos encontrado con un ciclo económico que en el resto de Europa era de bajo crecimiento. Creo que las causas de este éxito económico son, por un lado, la política de estabilidad macroeconómica practicada por el Gobierno, que se ha traducido en una drástica reducción del déficit público –del 7 % del PIB en 1996 al superávit previsto para 2001– y, por otro lado, la intensísima liberalización de los mercados en sectores como la energía, las telecomunicaciones y otros. En los sectores que se han ido liberalizando han caído los precios y ha aumentado la oferta, contribuyendo decisivamente al crecimiento del PIB. Adicionalmente, la acumulación de retoques parciales al mercado laboral entre 1994 y 1997 ha generado una flexibilidad del mismo y, en consecuencia, la economía española ha creado mucho más empleo que en periodos anteriores. De 1985 a 1991 por cada punto de crecimiento del PIB se creaba medio punto de empleo mientras en estos últimos años por cada punto de crecimiento del PIB se produce un crecimiento del 1.2 % del empleo. Finalmente, creo que también ha contribuído a la bonanza de nuestra economía el cambio de expectativas que han producido las medidas adoptadas, es decir, el clima de libertad económica que se ha generado. Somos la economía más dinámica de la Unión Europea junto a Irlanda y disfrutamos de una economía sustancialmente más libre y abierta que la del resto de los países de la UE. Hemos llegado a remodelar nuestra economía de manera que hoy podemos decir que se encuentra mucho más próxima al modelo anglosajón de corte británico o estadounidense que al modelo continental europeo, que se caracteriza por una economía muy regulada, un elevado gasto público y altos impuestos. Pese a ello, ¿no falta aún una mayor reforma fiscal? ¿No son todavía muy elevados los tipos del IRPF y el impuesto de sociedades? El actual gobierno ha aplicado una gran reducción del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas (IRPF), cuyo tipo marginal ha caído del 56 % al 48 %. La carga fiscal media soportada por los españoles se ha reducido en un 11 %, y los ciudadanos de ingreso más bajo pagan un 30 % menos que antes. Es decir, podemos hablar de que ya se ha producido un cambio radical respecto a los ingresos personales. Esto se ha traducido en un aumento de la recaudación fiscal (el caso español ilustra cómo unos impuestos más bajos provocan mayor recaudación al incentivar el trabajo formal y disuadir de la evasión). Esto también ha incidido positivamente en el ahorro. Dicho todo esto, es verdad que seguimos teniendo un tipo marginal del IRPF demasiado elevado y que el impuesto de sociedades, que era uno de los más bajos de la UE, está ahora en la media europea, y por tanto es necesario profundizar en la reforma fiscal. Muchos esperábamos del Partido Popular una política económica más reformista, sobre todo en cuanto a un tema fundamental: el sistema de pensiones. Pero el gobierno Aznar parece no moverse del Pacto de Toledo (acuerdo de todos los partidos para mantener el sistema público de pensiones). El Partido Popular está convencido de que perdió las elecciones de 1993 porque los socialistas lograron transmitir la impresión de que una victoria de Aznar implicaría la reducción de las pensiones. Por tanto es un asunto muy sensible. Es cierto que el sistema de pensiones español es insostenible a largo plazo y que arrojará déficits crecientes como consecuencia de la bomba de relojería demográfica (España es el país con menor natalidad del mundo). El Círculo de Empresarios y los economistas liberales del país apostamos por el paso a un sistema de pensiones basado en la capitalización individual. El Círculo de Empresarios realizó hace tres años un informe en ese sentido, redactado por José Piñera, en el que se demostraba — 203 — clarísimamente que esa transición era posible y que no producía un desajuste fiscal importante. En una situación como la actual, de coyuntura económica muy favorable y con alto crecimiento del empleo, el sistema de pensiones está teniendo superávit, pero entendemos que ésa es una situación temporal. En el futuro tendremos un fuerte incremento de los individuos que requieren pensiones y ello hace necesario pasar a un sistema de capitalización personal que permita solidificar el sistema de pensiones español, dotando además a la economía de una enorme estabilidad ya que los trabajadores se convierten en accionistas de las principales empresas del país a través de los fondos de pensiones. Es una asignatura pendiente y es una batalla que hay que afrontar, pero de momento no parece que el Gobierno esté dispuesto a hacerlo. Continuamente escuchamos que España tiene una presión fiscal baja en comparación con sus socios de la UE, pero un refrán español dice "mal de muchos, consuelo de tontos". ¿No deberíamos contrastarnos más con otras latitudes? Es totalmente cierto. Europa es un continente de altos impuestos. España debe profundizar en la reforma fiscal reduciendo el impuesto sobre la renta y eliminando el impuesto sobre el patrimonio y sobre las sucesiones (impuestos ideológicos que apenas tienen efectos recaudatorios y desincentivan el ahorro y la inversión). Europa no es el ejemplo a seguir en política fiscal: es el ejemplo del que hay que huír. ¿Es posible hacer esa reforma desde dentro de la UE? Sí, resistiéndose a los intentos de armonización fiscal francoalemanes. Franceses y alemanes no tienen la capacidad de hacer una reforma fiscal en profundidad y entonces intentan exportar al conjunto de la UE un sistema fiscal ineficiente que lesiona la creación de riqueza y desincentiva el trabajo, el ahorro y la inversión. Una batalla fundamental es frenar ese proceso de armonización fiscal que consolidaría un statu quo que constituye una de las lacras de la economía europea al ser lesivo para el crecimiento económico y para el bienestar de los individuos. ¿Hacia dónde camina la UE? Nadie lo sabe. Su tentación es cerrarse al no estar dispuesta a reformarse (es obvio que la economía europea no puede competir en una economía global abierta). Pero ese cierre plantea problemas. Si se produce la ampliación hacia el Este todas las políticas de armonización, de elevado gasto público y transferencia de rentas van a ser insostenibles. Por tanto la apertura de la UE se convierte en un freno que evidencia la necesidad de revisar en profundidad el sistema económico y social comunitario. ¿Qué ha pasado con el euro? Hay variables a corto y a largo plazo que determinan su debilidad. A corto plazo, el extraordinario dinamismo de la economía estadounidense y sus tipos de interés más elevado que atraen las inversiones hacia su moneda. A largo plazo, el euro está reflejando una economía que es estructuralmente mucho más débil que la norteamericana. Esto no quiere decir que el euro vaya a mantenerse siempre en un tipo de cambio tan depreciado frente al dólar, pero la apreciación del dólar frente al euro se mantendrá de manera estable. ¿No habría sido más interesante para España mantenerse fuera del euro, como Gran Bretaña? No tuvimos opción. España ha tenido una fortísima tradición de indisciplina macroeconómica, con tasas de inflación altas y déficits públicos elevados. No había una percepción en los mercados financieros de que fuera del euro España pudiera alcanzar esa disciplina macroeconómica. Fuera del euro lo habríamos pasado peor. Dentro no nos ha ido demasiado mal, pero debemos vigilar que la unión monetaria no se convierta en un corsé que ahogue nuestro desarrollo. — 204 — ¿Deberíamos caminar a largo plazo hacia una moneda universal o una dolarización de Europa? Creo que en Europa no es necesaria la dolarización. Lo que necesitamos es que el Banco Central Europeo practique una política monetaria coherente con el objetivo de mantener una tasa de inflación baja. El tipo de cambio con el dólar debe ser flexible y reflejar en todo momento la percepción de los mercados sobre su fortaleza o debilidad. ¿Por qué cree que la mayoría de la población se opone siempre a las medidas liberalizadoras? Porque hay un gran miedo a la libertad y porque las reformas nunca pueden partir de un consenso previo. La gente tiende a ser conservadora del statu quo. La gente sólo apoya las reformas después de que se han introducido y sus beneficios han llegado a hacerse evidentes. Es erróneo buscar el consenso para hacer la reforma, porque es ésta la que genera aquél y no al revés. Las reformas han de ser rápidas y firmes. Las reformas suaves y progresivas mantienen todos los defectos de la situación anterior sin arrojar los beneficios de la situación futura, por lo que suelen generar una fuerte oposición. Esto lo hemos visto muy claramente en varios países de América Latina donde se produjeron privatizaciones no acompañadas de auténticos procesos de liberalización, lo que hizo que la opinión pública no percibiera ningún beneficio. ¿Cómo percibe la economía latinoamericana? Se produjeron cambios y avances sustanciales durante la década de los noventa pero hay ahora una fatiga reformista que ha dejado los procesos a medias. Se produjo una estabilización macroeconómica y una privatización de las grandes empresas públicas pero no se hizo la segunda parte de la agenda, que es liberalizar los mercados. Mientras eso no se complete el futuro del continente será incierto, sobre todo cuando empiezan a reaparecer fenómenos populistas que, al no haberse producido aún el beneficio de las reformas a la población, capitalizan el descontento y pueden sumir a estos países nuevamente en etapas que creíamos superadas. La situación económica de América Latina es mejor que hace veinte años pero es peor que hace cinco. No avanzar es retroceder y provocar el descrédito de estos países en los mercados internacionales, lo que puede ser muy grave. Ha faltado capitalismo popular, es decir, transferencia de propiedad hacia el ciudadano medio, y ha faltado desde luego una liberalización verdadera de la mayor parte de los sectores. Transformar los monopolios públicos en oligopolios privados no es liberalizar la economía sino transferir intactos los privilegios de unas manos a otras. América Latina puede jugar en la primera división de la economía mundial, y de hecho ya estuvo a punto de hacerlo. Pero cualquier involución populista tanto en lo político como en lo económico puede ser letal. Es una región que no puede permitirse volver atrás y que sólo saldrá adelante si logra caminar con resolución hacia el capitalismo democrático: garantía de los derechos de propiedad, mercados abiertos, economías libres y competitivas y disciplina económica. — 205 — Europa: los ricos se van Perfiles del siglo XXI, enero de 2001 Antes la gente con éxito económico utilizaba los paraísos fiscales para depositar e invertir parte de su dinero. Ahora estas personas se están yendo a vivir físicamente en estos territorios fiscalmente ventajosos. El nivel insoportablemente alto de los impuestos resulta incompatible con la era de la movilidad y las comunicaciones, así que la gente se va. Veamos algunos datos. La demanda de permisos de residencia (ya sea pasiva o simulando un empleo directivo) en los principales paraísos fiscales europeos ha crecido en casi un mil por ciento desde 1993. En Francia se cuenta por decenas de miles a las personas que están vendiendo todas o parte de sus propiedades y se están marchando a vivir a países cercanos, principalmente Suiza y Gran Bretaña (que no es un paraíso fiscal pero es mucho más flexible y abierta, sobre todo de cara a los residentes extranjeros). En Escandinavia, región que padece la presión fiscal más elevada del mundo, cae a un ritmo vertiginoso el porcentaje de residentes gravados con el tipo máximo del impuesto sobre la renta porque, sencillamente, se van, y se ha extendido un chiste muy ilustrativo: si a usted le va bien vivirá en tal barrio, si le va muy bien en tal otro, si le va excelente se trasladará a tal zona residencial, pero si de verdad le van las cosas excepcionalmente tendrá que trasladarse a Gibraltar o a Zürich... Naturalmente, esta tendencia al éxodo de las personas con éxito financiero es aún muy incipiente. No se puede hablar todavía de una desbandada generalizada ni de una huída masiva desde los infiernos tributarios hacia los pequeños y comfortables países fiscalmente libres. Pero el dato debería motivar una seria reflexión por parte de los políticos y, sobre todo, por parte de los ideólogos que sustentan las políticas públicas convencionales. Hoy las videoconferencias, la gestión vía Internet y otras herramientas propias de nuestro tiempo hacen viable residir en cualquier paraíso fiscal y seguir supervisando perfectamente los negocios situados en el infierno fiscal abandonado. Hoy, como son millones las personas que viajan constantemente, resulta imposible controlar de verdad la residencia o no de una persona en su país de origen o en el país donde tiene sus negocios. Además hay muchas industrias que se han sofisticado de tal manera que ya no necesitan grandes extensiones de terreno, de manera que hay procesos productivos perfectamente realizables en un pequeño territorio. No es de extrañar que la gente adinerada haga fila ante las oficinas de inmigración de países como Mónaco, Andorra, Liechtenstein o la propia Suiza. Con un elevado nivel de vida, nada le faltará allí a quien decida instalarse. Tendrá muy cerca su país de origen pero vivirá fuera del alcance de quienes están decididos a expoliarle sus bienes y confiscarle el producto de su esfuerzo. ¿Quieren que la gente vuelva, y que los capitales retornen? Pues bajen los impuestos a un porcentaje razonable. Cobrarle a cualquier ejecutivo medio-alto la mitad o más de lo que gana es, sencillamente, un robo. Cobrarle a una empresa un tercio de su beneficio es una barbaridad antieconómica. Mientras los ciegos políticos ávidos de recaudar el dinero ajeno no aprendan la lección, la gente con éxito seguirá condenada a un éxodo que perjudica sobre todo al país del que huye, ya que pierde la capacidad de trabajo y la calidad empresarial de estas personas. Estamos echando de nuestros países a quienes más pueden hacer por ellos. — 206 — ¿Comunismo zarista o zarismo comunista? Perfiles del siglo XXI, enero de 2001 Rusia, en un alarde de sincretismo histórico sin precedentes, ha recuperado el himno soviético y el águila de los zares. Pero detrás de los símbolos subyace un régimen preocupante que no se resigna a su papel actual en el mundo. “¡Oh, partido de Lenin, fuerza de nuestro pueblo, condúcenos al triunfo del comunismo!”, “En la victoria del inmortal ideal comunista contemplamos el futuro de nuestra patria, y al ondear su bandera roja le rendimos nuestro humilde homenaje”. Estas “perlas” proceden del himno soviético de Aleksandrov que acaba de ser restaurado por la Duma como himno nacional de Rusia. El parlamento ha restaurado la música, y Putin dice que lo acepta pero que exige una nueva letra más acorde con los tiempos actuales. Ya veremos si la coalición de comunistas y ultranacionalistas admite ese cambio. Lo lamentable es que sólo cincuenta y nueve diputados, los más prooccidentales, votaron en contra de la restauración. En el mismo acto, Rusia recuperó también como símbolo nacional el águila bicéfala perdida desde que en 1917 cayera la monarquía de los Romanov a manos de los insurgentes comunistas. Curiosa y explosiva mezcla: comunismo y zarismo. ¿Qué tienen en común dos periodos aparentemente tan opuestos de la Historia rusa para que sus símbolos conciten el apoyo parlamentario de los representantes del pueblo y un gran consenso en la opinión pública? Grandeza. Lo que tienen en común es la grandeza que los rusos hoy ven ausente de sus instituciones. Les da igual ser un imperio zarista o estalinista, pero los rusos hoy necesitan desesperadamente sentirse otra vez imperio, aunque sea (como antes) sacrificando en gran medida el bienestar y las libertades. La grandeza estatal no da de comer a los hambrientos pero les distrae de su apetito llenándoles la cabeza de gloria, y eso lo saben hacer muy bien los Estados, el ruso incluído. ¿Queréis gloria? Pues ahí va el himno, el águila y lo que haga falta. Rusia no se resigna al final abrupto e irreversible de su papel de superpotencia. Putin en La Habana ha hablado de esto con Castro, como antes lo hiciera con sus homólogos de China y Korea del Norte o con otros tantos dirigentes de países “opuestos a la unipolaridad”. En realidad el fin de la Guerra Fría no sustituyó bipolaridad por unipolaridad sino que eliminó tales polos, lo que resulta inmejorable para el desarrollo de la paz y las libertades en todo el mundo. La nueva clase dirigente que se está configurando en Moscú debería preocuparnos en serio porque si en algo está unida es en el anhelo de reconquistar una posición de liderazgo mundial a cualquier precio, incluso sacrificando su incipiente democracia o aliándose con los regímenes más repugnantes de la Tierra. Putin es más peligroso que Yeltsin porque sí tiene un control real del país y tiene muy claro lo que quiere hacer con él, y no es precisamente abrirlo al mundo y promover una reconstrucción económica basada en la espontánea interacción económica dentro y hacia fuera de su mercado. Se trata, más bien, de una especie de pseudocapitalismo de Estado profundamente mercantilista y basado en una perversa alianza entre las nuevas mafias que han conquistado el poder económico y un aparato estatal que sigue pesando como una terrible losa sobre las opciones de progreso económico del país. Tal vez los nuevos símbolos de Rusia, en su absurda combinación, sirvan para engañar e ilusionar al pueblo ruso, pero no logran esconder un régimen que no acaba de sacudirse el pasado y que, peor aún, parece tentado de reeditarlo. Moscú puede volver a darle un buen susto a Occidente en cualquier momento. — 207 — ¿Legalizar la prostitución? Perfiles del siglo XXI, enero de 2001 La prostitución sigue siendo ilegal en la mayoría de los países, pese a tratarse de un intercambio comercial más entre individuos adultos. El coste de la marginación e ilegalidad de esta profesión es muy elevado, y la plena regularización del oficio sería mucho más acorde con los tiempos actuales. El cuerpo humano vivo es una propiedad —de hecho es la principal propiedad— de la persona que habita en él. Esta, por lo tanto, puede libremente darle cualquier uso comercial si lo desea. De hecho así lo hacen cuantas personas realizan un trabajo eminentemente físico. ¿Qué diferencia hay entre el uso de los brazos por parte de un trabajador que carga cajas en un almacén y el uso de los órganos genitales por parte de una persona que ejerce la prostitución? Solamente se diferencian en cuanto a la parte del cuerpo empleada comercialmente. A partir de ahí, son estrictamente morales, y por ello individuales y no imponibles a otros, todas las consideraciones sobre qué partes del cuerpo son admisibles como herramienta de trabajo y cuáles no lo son. Prostituírse no es otra cosa que alquilar el propio cuerpo a una o más personas con el objetivo de provocarles placer sexual. Ese acuerdo privado entre individuos adultos podrá gustar o no a los demás, pero a estas alturas de la Historia parece evidente que nadie es quién para oponerse, y que la prohibición del oficio es anacrónica e injustificada. Las únicas condiciones para el ejercicio de esta profesión deben ser, por tanto, la mayoría de edad, la plenitud de facultades mentales y la toma verdaderamente libre de la decisión de ejercer el oficio. Dadas estas circunstancias, la prostitución, con independencia del sexo y de la orientación sexual de quien la ejerza y de sus clientes, debería contemplarse en el nuevo siglo como una profesión más y someterse a las normas ordinarias, incluídas las de tipo fiscal y las regulaciones sanitarias que resulten precisas. Es hipócrita e injusta la situación de vacío legal en la que la derecha (por prejuicios morales de origen religioso) y la izquierda (por prejuicios ideológicos) han dejado a esta profesión, tan digna y respetable como cualquier otra. Es un vacío legal que deja indefensos a los consumidores y sobre todo a las personas que ejercen la prostitución. Hay que recordar que existen personas que ejercen la prostitución no por su libre voluntad sino obligados por proxenetas o por situaciones de drogadicción y miseria. Si bien la intermediación de agentes comerciales es tan lícita como en cualquier otro sector, el proxenetismo mafioso (bajo coacción de las personas prostituídas) debe perseguirse, así como la prostitución de menores y de discapacitados psíquicos. Tras el hito irreversible marcado por la revolución sexual de los años sesenta y setenta en Occidente, es muy probable que a lo largo del siglo que ahora iniciamos terminen por desaparecer los prejuicios contra esta actividad comercial. Sólo así se acabará con la marginación de las personas afectadas, se podrá desarticular las mafias que las explotan, se asegurará la no propagación de epidemias por el ejercicio incontrolado de la profesión, se defenderá los derechos de los consumidores como en cualquier otro sector y se dignificará socialmente a quienes trabajan en el oficio, que es el más antiguo del mundo pero también, injustamente, el más vilipendiado. A años luz del resto del mundo, la sociedad más liberal del planeta, la holandesa, lleva décadas inspirando en estos principios su política sobre la prostitución, con resultados espectacularmente positivos tanto para las personas que ejercen la profesión como para los consumidores y, sobre todo, para el bienestar social colectivo. Separar prostitución de delincuencia y normalizar la profesión fuera de los circuitos del hampa ha sido el mayor logro de la política holandesa de tolerancia y respeto a la libertad individual en este terreno. Ojalá las sociedades latinas, tan colonizadas por el moralismo más intolerante desde hace siglos, puedan desprenderse de sus prejuicios y seguir los pasos de Holanda en materia de prostitución. — 208 — ¿Tan difícil es organizar unas elecciones? (sobre el caótico recuento de votos en las elecciones estadounidenses) Perfiles del siglo XXI, enero de 2001 Organizar la democracia es relativamente sencillo. Tan sólo hace falta una firme decisión de trasladar con exactitud la plural voluntad popular a las instituciones. Sin embargo, las elecciones estadounidenses han demostrado que a veces prima el formalismo burocrático de los jueces sobre la voluntad de los electores. Se censa a los electores de un barrio. Van a votar. Se cuentan los votos en público y se escribe un acta con los resultados. Se envía a la junta electoral donde se computan los datos junto a los de todos los demás barrios. Ya tenemos diputado, presidente o lo que estemos eligiendo. Es un proceso al alcance de cualquier país, hasta el más pobre y atrasado, pero parece que en los Estados Unidos no sirve. ¿Tan difícil es? La recientes elecciones presidenciales estadounidenses y el subsiguiente culebrón de cinco semanas han dado pie a todo tipo de burlas y escarnio por parte de los enemigos del sistema democrático, desde Fidel Castro a algunos líderes de extrema derecha, pero, pese a todas sus deficiencias, la democracia estadounidense sigue siendo preferible a la mayor parte de los regímenes del planeta. Hay, sin embargo, algunos resultados del proceso que abren importantes debates y plantean serios problemas para el futuro. Los estadounidenses deberían reflexionar muy seriamente sobre lo sucedido y atreverse a operar reformas en su sistema político, jurídico y electoral para dotar a las futuras elecciones de mayor seguridad e incuestionabilidad. La primera víctima de estas elecciones es, afortunadamente, el presidencialismo. No deja de ser absurdo que un hombre, no importa cual, haya adquirido un poder tan inmenso como el que ostenta la presidencia de los Estados Unidos por unos cientos de votos. La monarquía, desaparecida o jibarizada en Europa, ha encontrado refugio en el continente americano, donde los presidentes son dioses elegidos para unos años y ante quienes apenas un débil parlamento (que recuerda las asambleas de notables del Antiguo Régimen) puede oponer cierta resistencia. El Poder, con mayúscula, no debe quedar en manos de un único individuo que cuenta con un escaso cincuenta por ciento de los votos, sino en un órgano compuesto por varios individuos de tal forma que todas las tendencias y sensibilidades estén recogidas. Es decir, lo importante no debería ser quién ostenta la jefatura del Estado (cargo hoy día irrelevante) sino quiénes (necesariamente plural) representan la voluntad colectiva. Ya escogerán éstos, si hace falta, a un señor que reciba a los presidentes extranjeros y pronuncie el discurso navideño a la nación, como se hace en Italia o Alemania. Lo que importa es que el poder esté repartido entre todos los representantes del pueblo, en lugar de quedar íntegramente adjudicado a aquél que obtenga unos pocos votos más que el contrario. En segundo lugar, incluso en un sistema presidencialista (o incluso con mayor lógica en un sistema así), los votos que deberían contar son los votos populares. La esencia del presidencialismo es precisamente la supuesta elección directa de los ciudadanos a un único señor a quien se le otorga todo el poder. El colegio de electores vulnera ese principio, discrimina a los votantes de un estado frente a los de otro en función de un criterio de asignación de cuota arbitrario y, nuevamente, parece más una reminiscencia de los sistemas medievales de elección del soberano por parte de los notables. En tercer lugar, incluso si se mantiene el colegio, lo normal es que la elección del mismo sea proporcional a los votos de la gente. Si en Florida cada uno de los dos grandes candidatos obtuvo los mismos votos, voto arriba o voto abajo, lo sensato es que ese estado designe la mitad de sus compromisarios para cada candidato. La adjudicación del total de mandatarios a uno de los candidatos apenas tenga un voto más que el otro es antimatemática y antijurídica, y — 209 — vulnera de nuevo el principio esencial de todo sistema democrático: la fiel y precisa representación de la voluntad popular en los órganos donde se residencia el poder colectivo. En cuarto lugar, el proceso de recuentos, impugnaciones y decisiones en los tribunales ha sido igualmente incapaz de generar legitimidad para el candidato finalmente nombrado vencedor por los jueces ni de crear seguridad en el sistema. La tremenda importancia de los medios de comunicación en los Estados Unidos ha desvirtuado la esencia del proceso decisorio de la nación, y el anticuado rango de prioridades vigente ha hecho que pesaran más las fechas límites para los sucesivos cierres de plazos del proceso que el objetivo último y primordial de todo contencioso electoral, que no puede ser otro que el de determinar con precisión qué han votado los ciudadanos y obrar en consecuencia. El proceso electoral estadounidense quedó totalmente desacreditado cuando los jueces, claramente politizados en favor de uno y otro bando dependiendo de cada tribunal, se convirtieron en decisores en sustitución de la voluntad popular, y cuando además aplicaron la ley —todos ellos— con criterios burocráticos y formalistas que terminaron por sembrar toda clase de dudas sobre su imparcialidad y sobre la propia calidad jurídica de sus decisiones. Llegados a ese punto sólo la repetición de las elecciones en Florida —con escrutinio manual como en todo el mundo o con máquinas modernas y fiables—, o incluso la repetición a nivel nacional, habrían sido salidas justas y limpias para ambos candidatos y habrían podido legitimar de veras al inquilino de la Casa Blanca. En vez de esa posibilidad, que casi nadie se planteó y las encuestas desaconsejaron, se ha preferido optar por una presidencia deslegitimada y un país dividido. La democracia más poderosa del mundo no está exenta de errores y tal vez uno de ellos sea su obstinación en no reformar ni un ápice su sistema político y electoral, mitificado, para adaptarlo a los tiempos actuales. — 210 — Ucrania al borde del colapso Perfiles del siglo XXI, febrero de 2001 Ucrania, uno de los páises claves en el tablero de juego de Europa Oriental, atraviesa una extraña crisis de la que, si Occidente no está atento a la partida, puede resultar un definitivo condicionamiento del enorme país a los intereses inconfesables del Kremlin. El segundo país más grande de Europa, después de Rusia, con una población de más de cincuenta millones de habitantes, atraviesa la crisis más grave desde el desmantelamiento de la Unión Soviética. La muerte en extrañas circunstancias de un periodista podría haber sido ordenada por el presidente Leonid Kuchma y algunos de sus hombres más cercanos si las grabaciones que han salido a la luz resultan ser auténticas. En las misma grabaciones, y en un lenguaje muy vulgar, el presidente y sus asesores habrían comentado varias operaciones financieras claramente ilegales y relacionadas con algunos sectores de la mafia. Sean reales o no las cintas, el caso deja ver una extrema tensión entre al menos tres sectores: las fuerzas prorusas que intentan devolver a Kiev a la órbita del Kremlin, las fuerzas prooccidentales que quieren mantener el camino de reformas y anclar definitivamente el país en la vía de la Unión Europea y la OTAN, y las organizaciones mafiosas cuyo objetivo primordial es mantener la situación de inestabilidad de la que se lucran. Ucrania es demasiado importante y cercana para que Occidente no intervenga. Es una pieza clave y enorme del complejo rompecabezas de la ex-URSS. Para Rusia es esencial por muchos motivos, desde la similitud cultural y lingüística hasta la salida al mar Negro, pasando por la obsesión rusa de crearse una especie de colchón de países “aliados” a su alrededor —obsesión heredada de la teoría de los países de contención, hoy enteramente obsoleta—. Una Ucrania rerusificada desestabilizaría aún más a la pequeña república vecina de Moldavia al alentar aún más la secesión de la autoproclamada república de Transdniestria. Por otro lado, si bien la economía ucraniana ha crecido a un ritmo espectacular (más del 6 % en 2000), conteniendo la inflación y renegociando con éxito su deuda externa, las reformas en el terreno de la democracia y los Derechos Humanos dejan mucho que desear, así como la libertad de prensa, en un país donde la práctica totalidad de los medios son sospechosamente dóciles frente al gobierno. Es fundamental para el futuro inmediato de la región clarificar lo sucedido en Ucrania, y es más importante aún evitar cualquier intento de golpe o de intriga palaciega para hacer recaer la herencia política de un Kuchma políticamente moribundo sobre los hombres de Putin en Kiev, cada vez más numerosos y organizados. La esperanza occidental podría cifrarse en el primer ministro, Viktor Yushchenko. La explosión civil de Ucrania o su sometimiento a la sospechosa estrategia geopolítica del Kremlin podría tener efectos comparables en la política regional a los que tuvo sobre el medio ambiente la famosa fuga radioactiva en la ucraniana central nuclear de Chernóbil, hace ya quince largos años. — 211 — Entrevista a José Antonio López Arranz, alcalde de Segovia Perfiles del siglo XXI, marzo de 2001 JP: ¿Qué pasa con el CDS? ¿Hay perspectivas de que pueda recuperarse su partido? JALA: Los pocos que quedamos en este partido estamos en él por convicción y por ideas, y por lo tanto consideramos nuestra labor importantísima para el futuro del liberalismo español. Mantener enarbolada la bandera de este histórico partido ya es un triunfo, porque se ha certificado demasiadas veces su defunción pero sigue habiendo militantes en todo el país que creen en las ideas de CDS y no están dispuestos a dejar morir este partido. Creo que los miembros de CDS que tenemos cargos municipales estamos dando un ejemplo tolerancia y de honestidad en la gestión, y estoy convencido de que poco a poco iremos recuperando el terreno perdido y resituaremos a nuestro partido en la política de alcance nacional. Llevo veinte años en esta lucha y creo que esta llama debe perdurar a cualquier precio, porque tarde o temprano se producirá una inflexión y el electorado volverá a reclamar un partido alternativo a esas dos grandes maquinarias simétricas y casi intercambiables que son hoy los partidos socialista y popular [conservador]. Gran parte de los votantes de cada uno de esos partidos le vota sin convicción y nada más para que no gane el otro. Hay entre dos y cinco millones de votos centristas y liberales que están dispersos en otros partidos, votándoles por puro pragmatismo y sin esperanza. Es necesario un partido que sea capaz de recuperar la confianza de esos electores, y creo que CDS puede volver a ser ese partido. CDS se hundió porque los dirigentes decidieron hundirlo en 1991, pero las bases se resistieron a disolverse, y la mejor prueba de que lograron su propósito es que hoy seguimos aquí y pese a la modestia de nuestra fuerza política contamos cientos de concejales y alcaldes, y mi alcaldía de la ciudad de Segovia. Una de mis mayores satisfacciones es ver cómo el haber alcanzado este cargo ha servido de estímulo y aliento para compañeros liberales de todo el país, que vuelven a ver cierta luz al final del túnel y dejan a un lado el pesimismo para reconstruir nuestro partido con ilusión renovada. ¿No sería mejor refundar el partido, cambiar de nombre y siglas, presentar algo nuevo a la ciudadanía? No, no creo que sea una cuestión de siglas. Lo fundamental es la filosofía, el ideario. Y tenemos una forma de pensar y de hacer que es distinta, que no cabe en los dos grandes partidos. Además somos un partido con un acervo y una trayectoria que no podemos tirar a la basura. Los actuales dirigentes y militantes de CDS somos los depositarios de unos valores y una institución que merecen respeto y, por débiles que seamos hoy, no debemos tirar la toalla: estaríamos dándole la razón a aquella cúpula que quiso suicidarnos a todos. Aunque sea una posición nostálgica, tenemos el deber de, como mínimo, mantener vivo CDS hasta que podamos pasarle el testigo a una generación nueva, porque las malas rachas nunca son eternas y nuestro partido es más necesario que nunca. En las últimas elecciones generales, hace un año, CDS presentó como candidato al exbanquero procesado Mario Conde, una figura muy controvertida. ¿No fue una operación demasiado arriesgada y difícil de explicar al electorado? En el partido hay opiniones para todos los gustos. Desde luego el resultado no fue bueno —ahí están los resultados electorales—, pero yo defendí desde el primer momento esta decisión de la presidenta nacional de CDS, María Teresa Gómez-Limón, y del conjunto de la dirección nacional, decisión que fue ampliamente ratificada en una convención nacional del partido. Políticamente era importante un despertar, aunque fuera violento. Era necesario volver a aparecer en los medios, casi a cualquier precio. Fue una aparición oportuna, por más que no fuera una operación electoral de éxito. Mario Conde es una persona que se enfrentó al establishment político y que por ello, no me cabe duda, fue perseguido y hundido, básicamente por los mismos sectores políticos, financieros y mediáticos que intentaron hundir al CDS. En este país, en política se puede tirar al abismo a una persona sin la menor consideración, y esto es lo que le ocurrió a Mario Conde. Sigo apostando por este hombre, creo en su honestidad, estoy seguro de que hicimos bien admitiéndole en nuestro partido y, pese al riesgo de la — 212 — operación y los pésimos resultados electorales, no me arrepiento de que CDS haya asociado su nombre al de Mario Conde. Si nos hemos mantenido en momentos peores, estoy seguro de que saldremos adelante. ¿Será el próximo candidato presidencial de CDS? Quizá sea ya un poco mayor para eso, pero sin duda tendré la fuerza necesaria para apoyar decididamente a un candidato más joven. Mi partido siempre puede contar conmigo para eso. Es usted el único alcalde de una capital que no cobra. ¿Por qué? Porque creo en una forma de hacer política que no implica vivir de ella ni cobrar sueldo alguno del dinero público. Quiero demostrar, y de hecho estoy demostrando, que es posible gobernar una ciudad como Segovia y seguir ejerciendo la profesión, en mi caso la medicina, y vivir de ella y no del erario público. No creo que cunda el ejemplo entre mis colegas de los demás partidos, pero me parece importante demostrar esto, que incomoda a mucha gente. Ya en mi anterior etapa de alcalde de Segovia, en los años setenta, hice lo mismo. Cuando entró mi sucesor las cosas cambiaron. El concepto de "dedicación exclusiva" es un pretexto para cobrar, y creo que la política es una noble dedicación a los asuntos públicos, no una actividad lucrativa ni un negocio. Y la opinión pública segoviana, ¿qué opina de esto? Lamentable pero comprensiblemente, la opinión pública se ha formado una opinión pésima de la ética de los políticos, y por tanto hay muchos que simplemente no se creen mi decisión y lo toman como una posición meramente estética, afirmando incluso que seguramente cobro algo a escondidas. Es muy difícil luchar contra la imagen de corrupción y deshonestidad que tienen los políticos por el hecho de serlo. Sin embargo, muchos de mis conciudadanos sí aprecian este gesto, que apenas representa una mínima diferencia en los presupuestos públicos pero que, como todo gesto, tiene sobre todo un valor simbólico, el de decir claramente que nosotros, los liberales, la gente de CDS, somos diferentes. ¿Cuál es el principal problema de su ciudad? El gobierno anterior disparó el gasto público y promovió expropiaciones mal hechas que están siendo sistemáticamente revertidas por los tribunales. Por otro lado, el cuarenta por ciento del presupuesto se gasta en sueldos de funcionarios. Esa política de inflar las administraciones públicas llenándolas de funcionarios para pagar así favores es una barbaridad, e induce a la descapitalización de las instituciones y a la mala gestión. Nosotros estamos tratando de corregir todo esto. Mi prioridad es reducir la carga económica que el municipio representa para sus ciudadanos. Al mismo tiempo, es increíble que el plan de ordenación municipal vigente es el mismo que había dejado hecho en mi anterior mandato, más de una década atrás: los gobiernos posteriores no modificaron nada y por tanto quedó obsoleto, así que ahora lo estamos actualizando. ¿Qué puede ofrecer Segovia a los visitantes e inversores? Segovia es un tesoro monumental del que sus habitantes estamos muy orgullosos. Por ser una ciudad considerada patrimonio de la Humanidad por la Unesco, sobre mi alcaldía pesa la grave responsabilidad de conservar un legado de veinte siglos que se abarca el famoso acueducto romano y cientos de edificios y monumentos de un valor incalculable. Es una tarea difícil debido a la escasa colaboración de las demás instituciones, y porque es frecuente que los intereses de las empresas constructoras choquen con el objetivo de preservar intacto nuestro patrimonio cultural. El principal problema es que la autonomía municipal sigue siendo una entelequia y aún nos faltan las competencias y los recursos que necesitaríamos para hacernos cargo con eficacia de esta labor tan importante. Me gustaría aprovechar las páginas electrónicas de Perfiles para invitar a todos los lectores a visitar nuestra ciudad, y estoy seguro de que disfrutarán de la hospitalidad y la belleza de Segovia. — 213 — Tras la capucha del subcomandante Marcos Perfiles del siglo XXI, abril de 2001 El Zapatour ha pasado como un siniestro carnaval guerrillero por medio México hasta llegar a la capital. Allí, el ídolo Marcos, ridículamente encapuchado aunque todo el mundo sepa ya quién es, ha representado su enésima función ante los ojos del mundo. Hay que reconocer que los mexicanos tienen paciencia... ¡Qué puesta en escena! ¡Qué interpretación! ¡Cuántos figurantes haciendo bulto en torno a los actores principales del drama! (¿o era comedia?) ¡Qué gran resonancia mediática en todo el mundo! Y qué pena, que en América Latina sigan teniendo tanto éxito estas representaciones, estos autos sacramentales, este tosco teatrucho callejero, sobreactuado y simplón, creíble sólo para los espectadores más incultos e ignorantes. Marcos, el gran Marcos, el nuevo héroe-mito de la izquierda global, reunió unos autobuses e hizo su entrada triunfal en la capital del país al que lleva demasiados años condenando a la violencia y a una ficticia pero efectiva tensión interétnica. Este prestidigitador que ha cambiado el sombrero de copa por su propia capucha es un hábil hipnotizador, sobre todo para los jóvenes izquierdistas del mundo desarrollado, que han hecho de él un nuevo Che Guevara, aunque aquél, por lo menos, no escondía su cara. Por cierto, ¿no se cocerá de calor el insigne guerrillero debajo de tanta lana? En México se llama “lana” también al dinero, y entonces reitero, corregida, la pregunta: ¿no le escocerá al insigne guerrillero tanta “lana”? (se sabe que el EZLN cuenta con una considerable fortuna, producto de fuentes tan honradas como la extorsión, ciertos chantajes, aportes de las guerrillas colombianas y, se dice, hasta de algunos sectores del narco). Marcos tal vez intuyó, cuando abandonó su vida anterior, que además de hacer la revolución podía hacer fortuna si era un poco hábil. Y, desde luego, lo es. Pero la habilidad y la listeza que caracterizan al personaje no son incompatibles con el endiosamiento, el narcisismo y la megalomanía. Y Marcos parece propenso a caer en estos vicios. Sin legitimidad alguna, sin que nadie le haya votado, sin contar con el respaldo de un solo elector —indio o no—, Marcos se propone doblegar al parlamento mexicano y exige hablar en su tribuna. ¿En representación de quién? ¿Cómo se atreve a exigir algo así sin el refrendo de las urnas y amenazando con reanudar la lucha armada? Como su idolatrado Zapata, debe de creer que como funcionan las instituciones es por la fuerza, con una buena guarnición rodeando el edificio... Sin duda, la situación de las diversas minorías indígenas de México es en general peor que la del resto de la población. Eso implica la necesidad de hacer efectivos los derechos individuales de estas personas, y sobre todo de facilitarles una educación integradora que les permita ser tan libres e independientes como cualquier otro ciudadano. Los indígenas tienen derechos y deberes: los mismos que tiene cualquier mexicano, ni uno solo más y ni uno solo menos. Las leyes especiales y los tratamientos diferenciados en lo jurídico y en lo económico son un mal arreglo para este tipo de situaciones de marginalidad. Marcos no exige para “sus” indios lo que debería exigir: respeto individual, igualdad ante la ley, oportunidades... exige prácticamente la creación de un Estado paralelo en el que él, que ni siquiera es uno de ellos, pueda reinar a sus anchas. Su modelo ideal sería un territorio a su disposición, como el que Pastrana, el ingenuo presidente de Colombia, ha puesto a disposición de la guerrilla marxista de su país, fuertemente conectada con el fundamentalismo islámico y el terrorismo internacional. Se está pasando. Marcos se está pasando o se ha pasado ya hace tiempo de todo límite razonable y asumible. Su carnavalada en el Zócalo de la Ciudad de México, rodeado de la viuda de Mitterrand y de tantos otros “intelectuales” de la progresía europea, es ya mucho más de lo que ese país puede soportar sin secuelas. O Fox toma medidas para evitar lo que a todas luces constituye una subversión abierta, o México se arrepentirá durante muchos años de haber encumbrado a este líder sin cara pero con una cara dura digna del más experimentado — 214 — farsante. Y otro que debería tomar cartas en el asunto es el Papa, porque todos los estudios arrojan un dato muy revelador: igual que ETA y el IRA, el EZLN está plagado de curas desde su mismo origen, y el papel de la Iglesia Católica en las zonas de influencia del zapatismo es muy relevante. ¿Acaso ahora la labor pastoral se ejerce metralleta en mano? México es uno de los países con mayor futuro no sólo de América Latina sino del conjunto de naciones en vías de desarrollo. Liberarse de siete décadas de priísmo putrefacto no ha sido suficiente: hace falta liberarse también de todo el arcaico pseudomarxismo heredado de la revolución de 1911. Es esa herencia la que ha mantenido enormes injusticias y desigualdades, pero es también esa misma herencia la que permite fenómenos como este desfasado “marquismo” que el mundo contempla como si viera una película histórica. Que Marcos se presente a cara descubierta ante el electorado, a ver cuántos de “sus” indígenas le votan. Pero que no se atreva a exigir desde la clandestinidad, a imponer desde su arrogancia estalinista, a hablar de paz y de Derechos Humanos cuando mantiene un ejército oculto en la selva. Le guste o no, México ha cambiado y él ya no tiene enfrente a un gobierno podrido y temeroso de su imagen internacional, dispuesto por tanto a pactar a escondidas acuerdos que eviten una sublevación en toda regla. Fox y el Congreso mexicano, limpia y ampliamente elegidos por el pueblo en comicios celebrados con entera normalidad y transparencia, tienen todo el derecho y toda la legitimidad para acabar con las patrañas de este vendedor de humo y, aplicando las leyes, someterle a la acción de la Justicia y barrerle para siempre de los medios y de los libros de Historia. Debería estar agradecido de que no lo hayan hecho aún, pero debería contener su soberbia y comprender que auque él siga representando el mismo personaje desde hace quince años, el escenario es ahora radicalmente distinto. Y el público también. — 215 — Ancianidad y pobreza Perfiles del siglo XXI, abril de 2001 Es inmoral que nuestros ancianos sean el segmento más pobre de la sociedad después de toda una vida de trabajo. La explicación es clara: el sistema público de pensiones ha empobrecido al grupo etáneo que, por pura lógica, debería ser el más adinerado en cualquier sociedad. La Humanidad ha llegado a aceptar ancianidad y pobreza como sinónimos, o al menos como un binomio natural. Tenemos a nuestro alrededor toda clase de iconos que así nos lo presentan, desde las tarjetas doradas y otros sistemas que permiten a los mayores de sesenta años viajar más barato o comprar las entradas del cine a mitad de precio, hasta la política social típica de los Estados paternalistas y socialdemócratas de Europa (vacaciones pagadas para los jubilados, reducción en el precio de las medicinas, etcétera). Los gobiernos se cuidan de crear cientos de residencias para ancianos pero, como cada vez hay más de ellos por la inversión de la pirámide poblacional, se va agudizando el problema de dónde alojar a estas personas. Los elevados costes de atención a aquellos ancianos que padecen enfermedades crónicas o incurables es una preocupación adicional de nuestros políticos. En Occidente (o al menos en Europa), ya sorprende oír hablar de un viejo adinerado. Nuestros mayores son, por definición, gente económicamente débil que requiere la solidaridad de todos nosotros y, sobre todo, la caritativa intervención de los poderes públicos. Esto no tiene sentido. Por pura lógica los ancianos deberían constituir el segmento demográfico más rico de cualquier sociedad, puesto que llevan toda una vida trabajando y reinvirtiendo el excedente de su ingreso. Los ancianos deberían ser quienes prestaran condescendientemente algún dinero a los “jovencitos” de cuarenta o cincuenta años, en vez de sentirse como parásitos al depender de la buena voluntad de las generaciones posteriores y de su ayuda tanto directa como por vía estatal. ¿Cómo se explica esta situación? Es legítimo culpar de ello, al menos parcialmente, a los sistemas públicos de pensiones basados en el reparto entre los actuales pensionistas del dinero contribuído por los trabajadores en activo. Este sistema injusto, vigente en toda la Unión Europea, en los Estados Unidos y en buena parte del resto del mundo, merece ser reestudiado y sustituído por un sistema diferente, similar al chileno, que puede ser o no privado en cuanto a la gestión de los fondos, pero lo importante es que se base estrictamente en la capitalización individual de cada ciudadano. Los resultados se dejarán sentir en muchos campos, siempre generando mayor riqueza e incluso mayor dispersión social de la misma, pero, sobre todo, se notará en un incremento exponencial del poder económico de nuestros mayores. El cambio es radical. Cualquier persona normal llegará a vieja con bastante dinero si durante tres o cuatro décadas trabajó y cotizó para sí mismo y los suyos, no para que el Estado se gastara su dinero en cubrir compromisos anteriores con otros. Esa persona, mediante el sistema de previsión por la vía de la capitalización individual, tendrá dinero suficiente para pasar la última etapa de su vida de manera agradable, con todas sus necesidades cubiertas, al igual que los gastos especiales derivados de su edad y estado de salud. Los sistemas públicos de pensiones por reparto, altamente ideologizados e ineficaces, llevan demasiado tiempo condenando a la gente a reducir de golpe a la mitad su ingreso mensual al jubilarse. Lo lógico es que cada persona tenga en la vejez un nivel de vida acorde con el que mantuvo durante su vida laboral, ya que habrá ahorrado en proporción a ese nivel. Un político socialista español decía hace unos años que lo “maravilloso” del sistema público era precisamente su capacidad de “igualar” en la vejez a todos los ciudadanos. En efecto: todos igual de pobres, ganando trescientos dólares al mes y teniendo que malvivir con esa miseria en países desarrollados donde todo cuesta un ojo de la cara... — 216 — La correcta gestión del ahorro de cada trabajador durante su vida laboral es la única manera de asegurarle en la vejez una vida digna e independiente. Nuestros mayores son ricos en vivencias, en recuerdos y en sabiduría, pero también lo serían en dinero si el Estado no se lo hubiera ido robando poco a poco, y si el sistema de previsión para la vejez se hubiera basado en el sentido común. — 217 — Una banca para el siglo XXI Perfiles del siglo XXI, abril de 2001 El corporativismo de la gran banca, amparado por el Estado a causa de la connivencia de intereses entre los políticos y los grandes banqueros, perjudica seriamente al consumidor al crear un sector bancario oligopólico donde se hace difícil encontrar auténtica concurrencia y donde la sociedad se convierte en un dócil mercado cautivo. En su origen —que aún nos alcanza, distorsionado, en algunas películas del género Western— la banca comercial era un negocio más. Cualquier persona o grupo de personas podía fundar sin excesivas trabas una empresa destinada a custodiar el dinero de la gente y a ofrecer servicios financieros de cualquier tipo. Durante el siglo XX este negocio, que juega hoy una papel de extrema importancia en las vidas de los ciudadanos, se fue aristocratizando cada vez más hasta quedar reducido, en la mayoría de los países, a un club de como mucho quince o veinte grandes bancos que representan la práctica totalidad del sector. La carrera de fusiones fue concentrando en pocas empresas de banca un negocio que no debería ser diferente de cualquier otro. Nada tenemos los liberales contra el desarrollo espontáneo, sin intervención estatal, de monopolios de cualquier tipo, ya que sabemos que siempre serán coyunturales y que en cualquier momento podrán surgir competidores. En palabras del gran escritor argentino Alberto Benegas Lynch (h), el problema surge cuando tales posiciones monopólicas (u oligopólicas) se alcanzan mediante “la cópula hedionda con el poder”. La frase no puede ser más acertada si se aplica a las relaciones banca-Estado en la mayoría de los países y desde los años treinta en adelante. Esas relaciones han sido una orgía continua de favores recíprocos hechos a costa del ciudadano. Fue escandalosa la nacionalización de la banca durante algunos periodos en países como Francia o México, o el “rescate” de bancos en apuros con cargo a las arcas públicas en el país azteca y en tantos otros, pero más escandalosa es la relación de privilegio existente entre las principales entidades bancarias de cada país y los sucesivos gobiernos del mismo. Mediante esas relaciones se ha encarecido el precio del dinero al cerrarse o limitarse la competencia de entidades bancarias más pequeñas y ágiles o bien de bancos extranjeros (un caso terrible fue, en los noventa, la intervención del Banesto en España y la defenestración social de su presidente, Mario Conde, para evitar la inminente entrada en el país de la Banca Morgan a través de la entidad presidida por Conde). Amparados en leyes favorables a sus intereses, los grandes bancos dictan oligopólicamente los precios de sus servicios a sabiendas de que es prácticamente imposible que alguien represente una seria competencia. Décima arriba o abajo, todos ofrecen lo mismo, ya hablemos de créditos hipotecarios, planes de ahorro o cuentas remuneradas. La solución es Fernández. Cuando cualquier Luis Fernández o Pedro Pérez o usted o yo podamos abrir un banco, el sector se atomizará y entrarán en él la luz y la ventilación que necesita. No abogo, naturalmente, por que se relajen los controles sobre la actividad bancaria y se facilite así el fraude masivo o el surgimiento de entidades de crédito insolventes que pongan en riesgo el ahorro de la gente. Lo que defiendo es que los coeficientes de caja y otros requisitos para ser banco se reduzcan a niveles que permitan a cualquiera, si cumple con las exigencias razonables de seguridad y confiabilidad, montar un banco. Que en la esquina no tengamos necesariamente una sucursal de uno de los mismos veinte bancos de siempre, sino que pueda ser una oficina, tal vez la única o una de las apenas tres o cuatro sedes del banco Fernández, García o Martínez. Y que estos ratones puedan competir con los elefantes de siempre y ofrecer, dentro de lo razonable y contando con el respaldo financiero que la ley exija, productos financieros ventajosos para sus clientes. La dictadura de la gran banca y la imposibilidad de hecho de abrir nuevos bancos sin terminar fagocitados por uno grande o eliminados por medios espurios, siempre con la anuencia del — 218 — poder político, es uno de los grandes lastres que pesan sobre la economía. La solución a este problema consiste en desregular, legislar sin favoritismo y permitir que el pequeño banco independiente del barrio tenga, al menos, opción a existir. Internet y, en general, la revolución de las comunicaciones, jugarán un papel positivo en este proceso, ya que cada vez será más fácil prestar servicios financieros en línea, si es necesario desde fuera de los países donde rigen estas obsoletas regulaciones favoritistas. — 219 — Todos somos empresarios Perfiles del siglo XXI, mayo de 2001 Las fronteras entre patrones y obreros se difuminan a gran velocidad. Hoy, los trabajadores están tomando conciencia de que, en realidad, no son otra cosa que empresarios que venden trabajo. Lo que no acaban de comprender los sindicatos, ni el clero, ni algunas ONG, ni los partidos de izquierda, ni siquiera las organizaciones empresariales, es que todos somos empresarios. Si usted fabrica mesas y las vende a varias tiendas, usted es un empresario, pero si fabrica las mesas en el taller de otro, resulta que ya no es usted empresario sino “trabajador”. Si usted tiene su propio taller de mesas, compra los materiales y las construye, es empresario. Si va a un taller ajeno, le proporcionan el material y usted aporta su fuerza e inteligencia, entonces es “trabajador”. La diferencia entre ambas nociones pudo tener algún sentido en plena revolución industrial, pero no tiene ninguno en la post-revolución informática y comunicacional. Por eso las fronteras del “empleo” se difuminan a pasos agigantados. Si tengo un taller de mesas, debo contar con otras empresas, es decir, con proveedores. Unas empresas me aportarán la electricidad que necesito para que funcione mi maquinaria, otras me traerán la madera y los tornillos. Otras me aportarán el capital humano, ya sean empresas de colocación, “head-hunters” o los propios obreros contratados de manera directa. Todas esas empresas son empresas, incluídos los obreros. ¿Qué es un trabajador? Es un empresario que provee trabajo, y la empresa es su cliente. Nada importa que lo haga para varias empresas clientes o para una sola, que cobre por horas sueltas o por meses, que realice sus tareas en su casa o en el local de la empresa. El trabajador es, por encima de cualquier otra cosa, un empresario más, tan empresario como el dueño de la fábrica de mesas. Por eso es tan importante que uno se prepare bien para venderse a sí mismo en el mercado laboral, y por eso su autoventa apenas se diferencia del marketing necesario para vender cualquier otro producto. En las próximas décadas tenderá a hacerse mucho más nítida esta realidad, y eso será positivo para todos. Al desvanecerse las fronteras entre las nociones, hoy obsoletas, de patrón y obrero, se reducirá la conflictividad laboral. El impresionante incremento del teletrabajo desde el hogar, incentivado por las nuevas comunicaciones, hará más evidente aún que todos, sin excepción, somos empresarios. — 220 — ¿Amos o esclavos? El futuro tecnológico de la humanidad Perfiles del siglo XXI, junio de 2001 La tecnología ha sido hasta ahora la gran aliada de los seres humanos en su lucha por desembarazarse de las ataduras coletivistas. ¿Seguirá siéndolo o estaremos asistiendo simplemente a un cambio de amo? El cambio cultural de nuestras sociedades ya se ve afectado en muy gran medida por la influencia de lo tecnológico. La Humanidad debe seguir llevando las riendas de la tecnología, o los términos podrían invertirse a largo plazo. Aventurarse en un ejercicio futurista siempre ha sido arriesgado y pocas veces ha reportado a tan intrépidos autores la satisfacción de ver acertadas sus predicciones. En nuestra era de aceleración —acaso terminal— de la Historia tal como la conocíamos, es aún más temerario lanzar pronósticos, y es probable que la mayor parte de las secuencias de datos que hoy elevamos a la categoría de tendencias queden mañana desmentidas para nuestro ridículo y para el solaz de la generación siguiente. De igual manera, es muy probable que las visiones del futuro que hoy propongamos se vean frontalmente cuestionadas y radicalmente modificadas como consecuencia, no de cambios en las tendencias sociales o culturales, sino de innovaciones tecnológicas aún insospechadas y capaces de alterar el curso de la evolución cultural y social. Internet, la telefonía móvil al alcance de todos o la atomización y personalización de la oferta televisiva son apenas tres de los principales ejemplos de cómo en apenas una década la tecnología ha modificado las culturas y las sociedades humanas. Este dato es quizá uno de los más importantes que debemos tener en cuenta al escudriñar el futuro: la tecnología ejerce y seguirá ejerciendo, más que nunca en la Historia, un claro dominio sobre la evolución cultural y sobre los patrones de conducta social de las personas. Durante toda la Historia, la evolución de las sociedades humanas había venido dictando el desarrollo de las tecnologías, avanzando éstas siempre en función de las prioridades de aquellas, y los nuevos avances tecnológicos sólo afectaban a muy largo plazo y en una medida muy asimilable, a su vez, a la cultura de las sociedades respectivas. Hoy es cuando menos cuestionable que esto siga siendo así. La multiplicidad de avances tecnológicos y la ebullición de las grandes áreas fronterizas de la ciencia permite afirmar que en el mundo actual la tecnología reina sobre las sociedades a las que se aplica, afectando fuerte y rápidamente su evolución y siendo, más que ningún otro factor, el impulsor del cambio cultural. Ya no es tanto la sociedad la que exige determinadas innovaciones tecnológicas relacionadas con su particular evolución cultural, sino que la tecnología se ha desprendido de todo control y arroja constantemente sobre las sociedades humanas innovaciones a las que éstas no se resisten — porque objetivamente aportan mayor comodidad y facilidad en nuestras tareas—, pero que provocan a muy corto plazo y de forma enteramente autónoma cambios sustanciales en la cultura, en la vertebración de las sociedades y en la forma y estilo de vida de sus integrantes. Otra forma de presentar este cambio de polaridad en el binomio cultura-tecnología —y quizá sea una visión más optimista o más benévola con la Humanidad— es la que sostienen los numerosos autores que hacen de la tecnología un factor más de la cultura y que, pese a reconocer el crecimiento exponencial de su peso dentro de ésta, no le conceden la capacidad de afectarla en lo esencial. Pero entonces, ¿no han operado en las culturas occidentales los tres ejemplos antes mencionados —Internet, telefonía móvil y televisión a la carta— unas transformaciones inmediatas, incontroladas, inobjetables e irreversibles? O la tecnología es un factor exterior a la cultura que la afecta y determina en muy gran medida, o, si es parte de ésta, cabe afirmar que se ha convertido prácticamente en su eje, en su columna vertebral, y que esa parte va camino de devenir, si no el todo, el “casi todo”. Hoy por hoy, todo parece indicar que los constantes avances tecnológicos contribuyen sustancialmente a la libertad del individuo, pero lo hacen, sobre todo, en un ámbito específico de esa libertad: su autonomía frente a los demás individuos y frente a toda organización — 221 — colectiva de la vida. Los efectos inmediatos de las más recientes tecnologías implementadas en nuestras sociedades ya se están dejando sentir, por ejemplo, en el cambio sustancial del modo y la intensidad de las comunicaciones —cada vez más ejecutadas mediante la tecnología, en sustitución del contacto personal—. Esto es aplicable incluso a las comunicaciones íntimas, y también a la búsqueda de nuevas amistades o incluso de pareja ocasional o permanente. El abismo cultural que separa a las generaciones adolescentes y jóvenes actuales frente a la de quienes hoy tienen cuarenta años o más es, también a causa de la revolución tecnológica, enorme y, en muchos casos individuales, insuperable. Parece que caminemos hacia unas sociedades compuestas por individuos relativamente aislados y muy dependientes de la tecnología, no sólo (como siempre había ocurrido) para la ejecución de sus tareas profesionales, sino también para realizarse humanamente, para dar salida a su afectividad, para comunicarse con otros, para salir, en definitiva, del aislamiento provocado por la misma tecnología que les permite aliviarlo, pero a través del cauce previsto por ella. Lo escrito hasta ahora podría interpretarse como una crítica amarga al camino que hemos emprendido, pero no pretende ser más que una llamada de atención sobre el nuevo paradigma cultural, alertando sobre algunos de sus aspectos preocupantes pero sin realizar una valoración global. Corresponderá sobre todo a las generaciones futuras hacer esa valoración. Señalaré, no obstante, que en la medida en que la tecnología arrolladora responda a una pluralidad de intereses diversos y hasta contrapuestos, en la medida en que se rija sólo por el orden espontáneo de unas sociedades libres, nada me parece objetable en esta nueva era, que parece a todas luces el resultado lógico de la andadura iniciada por la Humanidad milenios atrás. También es cierto que el cautiverio —consciente o no— al que podría llegar a verse sometida la Humanidad si el control de la tecnología se concentrase o coordinase no tendría, tampoco, precedentes en nuestra Historia, y que probablemente sería definitivo. Desde que la curva de nuestra evolución científica y tecnológica se convirtió prácticamente en una vertical, los seres humanos somos más libres frente a nuestros antiguos amos: el Estado paternalista, las sociedades colectivistas, el oscurantismo religioso, la familia patriarcal, etcétera. Los hombres y mujeres del último cuarto del siglo XX hemos aprovechado los efectos de la tecnología sobre la cultura, nos hemos agarrado a ellos como a un clavo ardiendo para liberarnos. La tecnología ha liberado a la mujer del miedo a quedar embarazada, y esto ha provocado la liberación sexual frente a los dogmas del pasado, pero, sobre todo, ha permitido la auténtica inserción de las mujeres en el mundo laboral. La tecnología ha liberado a millones de profesionales de la necesidad de acudir a trabajar en oficinas —y este proceso va a sufrir un empujón aún mayor en los próximos años—, concediendo una libertad sin precedentes a esta nueva casta de teletrabajadores. La tecnología ha puesto las comunicaciones y los viajes al alcance de toda la clase media y gran parte de la baja, ofreciéndoles, también en este campo, una libertad jamás soñada antes. Lo inquietante es que la curva pueda, impulsada por la fuerte inercia que trae consigo, seguir su camino más allá de la vertical, es decir, retroceder. Hasta ahora, más tecnología equivale a más libertad. Si la curva comienza a cerrarse, más tecnología podría empezar a significar menos libertad. La discusión está abierta sobre si ya ha comenzado a cerrarse, si lo hará en breve o si podemos ser optimistas porque nunca lo hará. La revolución tecnológica actual y la inminente revolución biotecnológica tienen la capacidad de modificar la esencia misma de lo humano, y sin duda lo harán. Por un lado, debería reconfortarnos la idea de que tales avances multiplicarán la calidad y el tiempo de vida de las personas, y que la Humanidad tal vez se encuentre a pocas décadas de alcanzar la clave de su cuasi-inmortalidad al dominar plenamente el mecanismo de envejecimiento y de renovación celular, así como por las técnicas de clonación. Asimismo, podemos estar muy próximos a la generación de energía constante, limpia y sin apenas coste. La energía y las comunicaciones probablemente estarán al alcance de cualquiera y con carácter ilimitado. Pero por otro lado, no es difícil vislumbrar una convergencia entre lo biológico y lo tecnológico que modificará paulatinamente al ser humano, tal vez hasta dar pie, con el tiempo, a una impredecible y vertiginosa transformación “postbiológica” de nuestra especie. — 222 — Si la tecnología no avanza aún más deprisa no es por su falta de capacidad para ello, sino por nuestra falta de capacidad de asimilarla. Ese tiempo de asimilación humana de la tecnología será en el futuro el que determine la velocidad del cambio cultural. No parece, en cualquier caso, que vaya a ser más lento que el de las últimas décadas. Si en algo existe consenso es en que estamos asistiendo al final definitivo de una era y al inicio de otra. Los seres humanos deberán hacerse acreedores de su propio futuro controlando la tecnología para generar libertad y autorrealización, o de lo contrario la tecnología desbordará a largo plazo el marco de la Humanidad que la creó y llegará a ejercer un poder independiente sobre ella. — 223 — Venezuela, vía libre hacia el totalitarismo Editorial para Perfiles del siglo XXI, junio de 2001 Parece ser que Hugo Chávez ha aprendido muy bien la lección. Tiene en Fidel Castro un mentor habilidoso y dado a ejercer ciertos magisterios, además de que él mismo disfruta a conciencia esa suerte de terrorismo de Estado (caribeño) que paulatinamente está redecorando el sistema. Los acontecimientos ocurridos hace pocos días en la Universidad Central de Venezuela recuerdan a aquellos que protagonizó en La Habana, a principios de los sesenta, la turba indignada y “espontánea” que desmantelaba asociaciones de prensa, estaciones de radio y demás actividades independientes. Aunque quizá ahora todo sea más chapucero. Hay una memoria histórica de por medio, y las bombas lacrimógenas y cohetones que contra las autoridades universitarias lanzaron estudiantes y empleados allegados al presidente no son, precisamente, de fabricación casera. Al menos aún navega algún que otro islote autónomo en el agitado mar de la “revolución bolivariana”. El ataque tuvo como detonante una decisión judicial que ordenaba a los ocupantes desalojar las oficinas que mantienen tomadas desde marzo en demanda de cambios estructurales en esa casa de estudios. Y ya se sabe de qué clase de “cambios estructurales” se está hablando. La violencia fue dirigida por un pequeño grupo de estudiantes y miembros de la Asociación de Empleados Administrativos que aspiran a que la universidad siga los derroteros de la llamada revolución pacífica de Chávez: se intenta sustituir a la actual dirigencia universitaria y transformar la bases administrativas, académicas y legales del recinto. “No puede ser que un grupo reducido de estudiantes, con el apoyo de algunos altos funcionarios del ejecutivo nacional, pretendan imponer un pensamiento único y desconocer los derechos de los demás”, declaró el rector Giuseppe Giannetto, indicando que la mayoría de la comunidad universitaria de “rechazaba la violencia como instrumento para impulsar cambios”. Así las cosas, la socorrida vía de responder a la violencia por medio de la violencia ya está a la orden del día en Caracas y otras zonas del país centroamericano. Por supuesto que hay gato encerrado en todo esto. El aprendiz de dictador que es Chávez continúa aceitando el engranaje de su maquinaria intervencionista, la misma que desde hace varias décadas funciona impecablemente en Cuba. Como también dijo Giannetto, el apoyo que los estudiantes rebeldes han recibido de miembros del ejecutivo, y aun del propio presidente, demuestra que existe “un plan gubernamental para justificar una intervención en la universidad y apoderarse de ella bajo el argumento de que la violencia se ha desbordado”. Demasiado paralelismo entre ambos procesos (las “revoluciones” bolivariana y cubana), aun cuando el escenario histórico y político no sea ni remotamente similar. — 224 — Revisar el thatcherismo Perfiles del siglo XXI, junio de 2001 Es moneda corriente escuchar a determinados representantes del liberalismo libertario norteamericano presentar a Margaret Thatcher como adalid de las políticas liberales. Un análisis más profundo de su época de gobierno deja claro que Thatcher apenas implementó ciertas políticas económicas liberales, pero en ningún caso promovió una política liberal integral ni auspició un avance global de las libertades. Margaret Thatcher, la primera mujer que alcanzó la jefatura de gobierno en el Reino Unido, marcó una época de la política europea. Para la izquierda británica y continental, Thatcher inauguró un “neoliberalismo” ajeno a toda sensibilidad social y basado únicamente en el beneficio económico a cualquier precio. Para los conservadores europeos y, especialmente, para los norteamericanos, la primera ministra restauró el orden, combatió eficazmente a los sindicatos que amenazaban con acaparar un poder excesivo en el país y fue capaz de mantener un statu quo social y económico amenazado. Y para algunos argentinos, dos décadas después, Thatcher sigue representando la frustración y la impotencia de la guerra de las Malvinas, cuyos villanos mejor harían en buscar entre la casta militar que en aquel tiempo detentaba el poder en Buenos Aires. Los liberales se hallan divididos en torno al periodo Thatcher. En el Reino Unido, el partido Liberal Democrats, que es marcadamente social-liberal, jamás apoyó a la llamada “dama de hierro”. Los pocos liberales auténticos de ese partido sí le reconocen méritos económicos, pero creen que fue excesivo el precio que se pagó durante su mandato por algunos logros en el ámbito de la libertad económica: el gran aumento del desempleo, la ruptura del consenso laboral y la centralización del poder en manos del gobierno, con una fuerte reducción de la autonomía municipal. En Gran Bretaña la libertad económica no ha alcanzado un fuerte apoyo popular porque su imagen siempre se ha visto asociada con la de políticos y partidos vinculados al más rancio tradicionalismo, es decir, a aquello que rechaza la juventud y amplias capas del resto de la población. Thatcher es venerada por muchos liberales y libertarios de Norteamérica y del resto del mundo, que alaban su política económica. Sin embargo, no está nada claro que las libertades, en un sentido más amplio, avanzaran durante el periodo Thatcher. El Estado se tornó más poderoso en ámbitos como la educación y la vivienda. El federalismo, esencial en un Estado plurinacional lleno de tensiones interculturales, fue descartado por los gobiernos de Margaret Thatcher, que tensionaron más de lo habitual la situación de Irlanda del Norte dejando a su sucesor, John Major, una difícil herencia en el problema del Ulster. La intervención estatal en la cultura y las artes fue considerable, como también el peso del gobierno en la BBC. Thatcher, lejos de representar un ideal de gobierno liberal, representa el primer intento serio de un partido conservador por adoptar las recetas económicas liberales. Pero éstas, sacadas del contexto de un programa íntegramente liberal en todo lo demás, y aplicadas además por políticos tradicionalistas y nacionalistas centrípetos, difícilmente dan como resultado un avance global de la libertad. Thatcher acertó en la privatización de las principales empresas públicas, especialmente en el caso de British Airways, y también fue un éxito su concepto de capitalismo popular, es decir, de hacer a la mayor cantidad posible de ciudadanos propietarios de su vivienda y accionistas de grandes empresas británicas. Pero su época y su filosofía fueron conservadoras, no liberales ni libertarias. Sería muy de desear que los liberales radicales de Norteamérica dejaran de presentar el thatcherismo, desde su cómoda lejanía, como un ejemplo de gobierno liberal. Esto daña a quienes fuera de los Estados Unidos apoyamos el liberalismo libertario. Los liberales consecuentes con sus ideas no pueden anteponer el liberalismo económico a los objetivos liberales en los demás campos (ni tampoco al revés). Decir que Thatcher era liberal simplemente porque privatizó empresas y redujo los impuestos — 225 — es tan absurdo como considerar liberales a los líderes de izquierda que sin duda han importado también aspectos del pensamiento liberal tales como el laicismo o la privatización de la moral. Los conservadores son conservadores, no liberales. Sólo aplican determinados aspectos de la economía liberal y combaten el resto de las ideas liberales. Thatcher no fue una excepción. — 226 — Un peligro llamado José Bové Perfiles del siglo XXI, junio de 2001 El nuevo líder de la izquierda anti-globalización, famoso por su afición a quemar hamburgueserías, representa un movimiento ideológicamente confuso y sin una alternativa clara al sistema democrático y capitalista, pero decidido a acabar con él de todas formas, y violentamente si es necesario. José Bové se ha convertido en poco tiempo en uno de los héroes de esa nueva y vieja, difusa y confusa izquierda global que va conquistando poco a poco el corazón de las generaciones jóvenes de Occidente. A este paso rivalizará muy pronto con ídolos como el autoproclamado subcomandante Marcos o hasta con dioses del Olimpo marxista como Fidel Castro. Será por tanto interesante saber qué tiene que decir este prócer del izquierdismo francés, habrá que escuchar atentamente sus ideas, aunque sea para rebatirlas. Es de esperar que su visión del mundo, se comparta o no, sea producto de un hondo contraste de doctrinas y de una no menos profunda sabiduría económica y política. Pues no se haga ilusiones, amigo lector. Este mesías galo con aspecto de Astérix no es precisamente un pensador y, desde luego, no se distingue ni por su oratoria ni por la originalidad de sus ideas. Es, en todo caso, un hombre de acción. El problema es qué clase de acción. Bové saltó a la fama y trepó al pedestal de las glorias izquierdistas quemando un McDonald’s. Este modesto agricultor un día (aciago) se puso a pensar y su razonamiento no llegó muy lejos: sólo le alcanzó para concebir que la culpa de todos los problemas del agro francés la tenía nada menos que la conocida cadena de hamburgueserías. Para cierta izquierda, quemar un McDonald’s es un acto heroico que da derecho a ponerse de golpe un montón de medallas. Es la misma izquierda que ocupa propiedades ajenas "en desuso" o destroza las ciudades en las que se celebran cumbres políticas o económicas. Pero no se les había ocurrido quemar un McDonald’s. He ahí la originalidad de Bové. Voilà su aportación a la Historia del izquierdismo. Y, claro, Bové fue inmediatamente entronizado. Igual que en Colombia a cualquiera que lleve corbata se le llama doctor, o en México licenciado, los izquierdistas de la nueva hornada, ante la sequía de profetas marxistas de nivel, están dispuestos a convertir en líder a cualquier indocumentado que vaya por el mundo quemando restaurantes de comida rápida. De la noche a la mañana, Bové se convirtió en un tótem andante, fue paseado, exhibido y conferenciado por toda Europa y después por el resto del mundo, actuando como "plato fuerte" del Foro Social de Porto Alegre (Brasil), el evento "alternativo" al foro económico anual de Davos (Suiza), y honrando después con su progresista presencia a la ciudad de Québec, donde se celebró la Cumbre de las Américas. Como el hombre no es muy culto pero sí tiene la astucia propia de la gente del campo, parece que ha sabido aprovechar la situación y ya no vive del campo, sino, como no podía ser menos, de alguna que otra oenegé, una de las cuales responde al pacífico y humanista nombre de Attac (ataque). ¿Doctrina de Attac? Por ahora, afirman que van a "atacar" la isla de Jersey y el Principado de Andorra cortando las vías de acceso, infiltrando gente para provocar desmanes en esos lugares, etcétera. Forma parte de su campaña contra el capital internacional, aparentemente representado en estos territorios de baja fiscalidad. Y mientras Bové canta a la solidaridad con los pobres, exige que se adopten medidas proteccionistas frente a los productos agrícolas extraeuropeos. "Con esta izquierda, los liberales podemos estar tranquilos", pensarán muchos. Pues eso pensaban los demócratas al inicio del nazismo y del estalinismo. Bové tiene para miles de jóvenes franceses y de todo el mundo el atractivo de lo transgresor. Al socialista Lionel Jospin y a su colega alemán Schroeder les resulta útil la existencia de este tipo de izquierda, y probablemente la ayudan por debajo de la mesa, porque así ellos quedan como centristas — 227 — moderados y pueden seguir defendiendo la continuidad del llamado Estado del bienestar, que en realidad se ha convertido en el bienestar del Estado. Hace sólo diez años que cayó el espantoso régimen comunista que había devastado media Europa y deshumanizado a sus gentes, y ya asistimos al resurgimiento, todavía tímido pero preocupante, de organizaciones izquierdistas decididas a construir regímenes similares a base de cócteles Molotov. Bové es mucho más que un simple cretino: es un peligro porque representa el regreso a las cavernas del estalinismo. — 228 — Entrevista a Vinicio Cerezo, ex presidente de Guatemala Perfiles del siglo XXI, julio de 2001 JP: ¿Cómo ve usted la situación política actual de Guatemala? VC: El presidente ganó de forma aplastante porque fue capaz de capitalizar el desencanto del electorado respecto al gobierno anterior, castigado por una mala privatización de las telecomunicaciones. Creo que es un error que el presidente y su propio partido no hayan sido capaces de coordinar su acción, ya que el presidente no es el líder nato de su partido y además, para consolidar su poder, ha nucleado en torno a si mismo una alianza compleja de sectores ideológicamente muy diversos. No hay objetivos claros porque la disparidad de criterios en el entorno presidencial es enorme. El ministro de finanzas es firme partidario de la liberalización económica mientras otros altos dirigentes se oponen con fuerza. Todo esto ha creado incertidumbre y eso perjudica el desarrollo del país. Como vicepresidente de la Organización Demócrata Cristiana de América (ODCA) para la región centroamericana, ¿cómo percibe la globalización? Como un fenómeno inexorable que se producirá estemos a favor o estemos en contra, por lo cual es preciso prepararse para obtener el máximo beneficio para todos. Como todo fenómeno económico, tiene factores positivos y negativos. Si un país comprende que este proceso es una oportunidad, como está haciendo por ejemplo México, se le puede sacar grandes frutos. Para ello hay que ponerse al día en la eficiencia, la calidad y la capacidad productiva. Esto implica también no insistir necesariamente en productos tradicionales. Por ejemplo, el café, sector en el que hay tal exceso de oferta que los precios terminan por caer a niveles imposibles. La globalización es útil y como nosotros los democristianos tenemos principios y voluntad de ayudar a la población, tenemos que aprender a navegar en estas aguas para lograrlo. ¿Qué hay de esa famosa entelequia de la integración centroamericana? Es una respuesta de conjunto a la globalización, basada en la creencia de que juntos podremos competir mejor en la economía mundial. El proceso se ha frenado mucho en los últimos años debido, fundamentalmente, a un problema de falta de liderazgo. Se han creado las instituciones adecuadas pero no se les ha dotado de contenido ni se les ha dado poder real. El Parlamento Centroamericano está trabajando en esa dirección pero falta un impulso político más fuerte. Ustedes los democristianos, ¿cómo perciben el debate sobre la dolarización? Y en concreto, ¿qué hará Guatemala al respecto, tras el ejemplo salvadoreño? La dolarización ya es un hecho, porque todo el mundo calcula sus costes, sus precios y su ahorro en dólares. Pero creo que debemos ir paso a paso para no crear una presión excesiva en nuestras reservas monetarias, en nuestro mercado ni en nuestra capacidad de adquisición de productos por la capacidad de exportación que tenemos. Lo que hemos hecho en Guatemala es dar un paso: autorizar plenamente el dólar para que la gente pueda manejarlo libremente e ir sincerando así la economía. Y entonces, viendo cómo se vaya comportando la economía, seguiremos adelante en función de su evolución. En Guatemala, desde la flotación del quetzal se ha venido produciendo sistemáticamente un aumento especulativo de los precios que ha llegado a situar al país como uno de los más caros de América Latina. Además tenemos algunoa aranceles muy altos y esto también influye en los precios. La falta de orientación clara del gobierno actual complica aún más las cosas, ya que las formas de pensar contradictorias en su seno se reflejan en políticas opuestas y cambiantes. Guatemala y Centroamérica, ¿pueden considerarse definitivamente pacificadas? Por lo menos en Guatemala, sí. Yo no creo que haya interés por parte de nadie en volver atrás. La guerrilla está perfectamente integrada en la vida política nacional y el ejército ha evolucionado mucho. Las guerras necesitan apoyos ideológicos, políticos y logísticos, y creo que hoy no se encuentran tales apoyos, afortunadamente. Lo que sí puede ocurrir es que los narcos financien grupos armados pseudoguerrilleros para sus propios fines. Todavía no ha ocurrido — 229 — pero tenemos informes que alertan sobre esta posibilidad. Parece que algunos narcos mexicanos estarían tratando de introducir armas y dinero para bandas criminales guatemaltecas, sin que estén muy claros aún cuáles son los objetivos concretos. ¿Qué le parece el intento de la premio Nobel Rigoberta Menchú de instar el procesamiento de los antiguos dirigentes militares guatemaltecos en la Audiencia Nacional española? Creo que el revanchismo no conduce a nada. Si observamos la transición española vemos que no hubo tal ajuste de cuentas. Lo importante es llevar al país a un Estado de Derecho, y dentro de éste, una vez bien consolidado, se podrá reclamar la acción de la justicia. Pero, mientras el Estado de Derecho aún está en fase de construcción, este tipo de actuaciones sólo logran debilitarlo y retrasarlo. ¿Qué opinión tiene usted sobre el liberalismo? Bueno, los planteamientos liberales en nuestra Historia reciente surgen como una necesidad frente a un exagerado estatismo. Lo que hubo fue una falta de comprensión del fenómeno y de preparación para el mismo. No se adaptaron las decisiones a las necesidades de cada país: o se adoptaba la receta liberal entera o no se adoptaba. Como la realidad nos imponía adoptarla, hubo que hacerlo sin más y esto provocó desajustes y problemas. Desde mi punto de vista como democristiano, el liberalismo tiene elementos muy respetables, y creo que en lo básico estamos de acuerdo. Creo, sin embargo, que muchos liberales ideologizan la economía y entonces les pasa a veces lo mismo que a los marxistas. Para mí la economía es simplemente un instrumento y, entonces no veo porque tengo que renunciar a buenas decisiones vengan de donde vengan. Konrad Adenauer dijo que una de las grandes aspiraciones de los democristianos era tener el Estado más débil de la Historia, y el individuo más fuerte. Un buen ejemplo de cooperación entre las diversas ideologías democráticas es la lucha por la democracia en Cuba. Usted participa activamente en la búsqueda de un proceso de apertura. Sí. Veo con mucha preocupación a Cuba. Creo que el sistema actual debe ser sustituido por una democracia normal donde la gente escoja a sus gobernantes. Al mismo tiempo, no coincidir con el gobierno cubano no implica el no reconocimiento de algunos de sus logros sociales. Creo que están metidos en un círculo vicioso. Mientras Castro piense que sin él se puede mantener el sistema incólume, no vamos a ninguna parte. Otro problema es que una parte del exilio cubano optó por la violencia o el radicalismo, justificando la bunkerización del gobierno. Pero las condiciones mundiales empiezan a imponer una apertura. Creo que las tres grandes internacionales ideológicas deben apoyar juntas al exilio democrático y a la oposición pacífica en la isla. — 230 — El temible Grupo de Shanghai Editorial para Perfiles del siglo XXI, julio de 2001 Kazajstán, Kirguizistán, Tayikistán y Uzbekistán, junto a China y Rusia, han decidido plantarle cara a la creciente influencia de EEUU en Asia Central. Ese es uno de los objetivos no declarados de esta especie de coalición bautizada (luego de cinco años de anónima andadura) con el nombre de Organización de Shanghai para la Cooperación (SCO). No está muy claro de qué clase de cooperación se trata, aunque las naciones miembros continúen transmitiendo un mensaje que parece aprendido de memoria: los “seis buenos vecinos” —en palabras del mandatario chino Jiang Zemin— lucharán contra la militancia étnica y religiosa y promoverán el comercio y las inversiones en una zona cuyas reservas petrolíferas son de la mayor importancia. Por lo pronto, que los ministros de defensa del grupo firmaran un comunicado en el que hacen patente su respaldo al Tratado de Misiles Antibalísticos de 1972, no deja lugar a demasiadas dudas. El Tratado ABM es “una piedra angular de la estabilidad global y una condición importante para promover el proceso de reducción de armas” expresa el texto. Pasando por alto el hecho de que países como Rusia o China, contumaces violadores de los Derechos Humanos, hablen desenfadadamente de estabilidad o reducción de armas, hay que aceptar que semejante declaración dirige sus baterías contra los planes de defensa antimisiles preconizados por George. W Bush. La crítica no supone un desafío, más bien una amenaza velada. Sin embargo, habría que ver hasta qué punto estos amagos de oposición a la hegemonía estadounidense cuajan en un bloque militar y políticamente cohesionado, capaz de hacer contrapeso más allá de la retórica al uso. Uno tiene la impresión, tras examinar eventos ligeramente similares, que en este ajedrez post-Guerra Fría quien procura distraer es el bando en desventaja. Con pieza menos y posición inferior, no parece de recibo ofrecer tablas. — 231 — Justicia y colectivismo Perfiles del siglo XXI, agosto de 2001 El colectivismo ha dañado muchas cosas, pero tal vez la que peor parada ha salido de su hegemonía durante la segunda mitad del siglo XX haya sido la justicia, arrogante e ilícitamente sustituída por el concepto subalterno de “justicia social”. Urge restituir a la justicia su estricta misión de proteger la libertad y, consiguientemente, la propiedad. A lo largo del siglo veinte se produjo en Occidente una involución respecto a los ideales de justicia que habían quedado consolidados como consecuencia de las revoluciones francesa y americana de fines del siglo XVIII. Es cierto que durante el diecinueve europeo y latinoamericano sólo en algunos lugares llegaron a ponerse plenamente en práctica esos ideales, pero, ejecutados o no, representaban la aspiración colectiva de la gran mayoría de las sociedades. A lo largo del siglo XX se consiguió plasmar esos ideales de justicia generados por el liberalismo clásico del Siglo de las Luces, pero paulatinamente se vieron distorsionados al agregárseles conceptos y matices derivados del auge extremo del colectivismo de izquierdas y de derechas. Ese colectivismo tuvo su expresión más feroz en la tiranía comunista y fascista de los años veinte y treinta pero, tras la Segunda Guerra Mundial, lejos de desaparecer se humanizó, se civilizó y permaneció entre nosotros durante medio siglo. Lo hizo mediante ideologías como la socialdemócrata y la democristiana, cuyo colectivismo “lights” logró resituar el centro político entre ambas y convertir a los escasos liberales (con excepciones como la británica) en una corriente exterior, generalmente posicionada por ellos a la derecha de ese gran bipartidismo de postguerra. Muchos partidos liberales hubieron de reaccionar ante ese orden de cosas y, para no perder aún más fuerza electoral, vendieron parcialmente su alma y terminaron aceptando ese nuevo consenso “socialdemócrata” (Dahrendorf) junto a los partidos socialistas democráticos, los demócratas cristianos y hasta los conservadores. En todo caso, el liberalismo quedó reducido a un nicho de mercado escaso, principalmente nutrido por algunos disidentes de la opinión mayoritaria en los sectores intelectuales y empresariales. Así, las diferencias entre los dos grandes partidos que gobernaron alternativamente casi todo el mundo occidental durante esas décadas se fueron reduciendo hasta niveles increíbles, mientras su imagen y su marketing terminaban por constituir prácticamente su único factor de diferenciación. El humanismo cristiano de los partidos de centro-derecha y el socialismo altamente descafeinado del centro-izquierda se turnaron una y otra vez en la administración del consenso postbélico. Ninguno cambió nada sustancial que hubiera hecho el otro. La democracia se hizo cada vez más aparente y los ciudadanos aceptaron este nuevo marco porque acertó en proporcionarles tranquilidad y cierto desarrollo, aunque dirigido. Pero pagaron a cambio un precio que ahora se revela insoportable: la merma considerable de su libertad a causa del paternalismo oprobioso de los Estados, la injerencia ofensiva de las administraciones públicas hasta en los últimos rincones de privacidad del individuo y la distorsión de los ideales de justicia. Tal vez haya pasado más desapercibida, pero la distorsión de esos ideales es hoy la herencia más pesada que nos dejó el consenso socialdemócrata —consenso que hoy se encuentra ya en fase de derribo por parte de la realidad: globalización económica y revolución tecnólogica—. La justicia, hasta las primeras décadas del siglo XX, ni necesitaba apellidos ni era un concepto excesivamente complejo. Dado que todos los seres humanos eran libres, tras su emancipación en el 1789 francés y norteamericano, y puesto que la propiedad es el ámbito natural sobre el que las personas ejercen su libertad, la justicia consistía en evitar todo acto lesivo de esa propiedad, que ya no era del Rey-Estado sino de cada una de las personas, pobres o ricas, cultas o no, que vivían en el país. Naturalmente, ese concepto de propiedad incluía la propia vida y el cuerpo, los derechos fundamentales de cada ser humano, el trabajo, etcétera. El cambio radical que introdujeron los colectivistas fue que esa popiedad ya no era tan libre, que — 232 — los ciudadanos eran autónomos pero no independientes, que su propiedad estaba, al menos en parte, “al servicio” de la colectividad. Se comenzó a teorizar sobre la “función social de la riqueza”, concepto que terminó por recogerse en tratados, constituciones y mítines como el summum de la democracia y del progresismo. El ideal de justicia pasó a incluir componentes que desvirtuaban su esencia, ya que ahora se consideraba lícito que, de forma ordenada y legislada, se retirase propiedad de unos para satisfacer necesidades de otros. Naturalmente, eso confería un poder casi ilimitado al gestor de tales compensaciones. El Rey-Estado había vuelto, y su poder se situaba por encima del bien y del mal. Ahora era lícito legislar impuestos de hasta el ochenta por ciento (como llegó a ocurrir en el “paraíso” socialdemócrata de Olof Palme), o aplicar contra el más elemental sentido del Derecho conceptos como la progresividad fiscal; ahora el Rey-Estado podía perpetuar robos a la propiedad más íntima (el tiempo y hasta la vida) de las personas como era, por ejemplo, el obsoleto servicio militar; ahora el Rey-Estado había vuelto a tomar el control de las cosas. Se recortó sustancialmente libertades como el tránsito fronterizo de personas, bienes y capitales. Se impuso cuotas y límites a la importación y hasta a la exportación, a la inmigración y a la tenencia de moneda extranjera, y se dictó cientos de prohibiciones sobre qué consumir o cómo vivir. El Rey-Estado se hizo empresario, asistente social, médico, profesor o proveedor de cultura mediante un programa inmenso de actividades que le convirtieron en la maquinaria más poderosa y costosa de la Historia. Torpe como todo elefante, el Estado tenía también la capacidad de aplastar de los paquidermos. El Rey-Estado era un híbrido de Lenin y Mussolini pero había aprendido modales y había renunciado a parte de sus objetivos a cambio de asegurarse los demás, porque había comprendido que la mejor forma de someter a sus súbditos era dándoles —a cambio de su libertad— seguridad, pan y circo, no represión y propaganda. La justicia salió malherida cuando parió a su hija bastarda, la llamada justicia social, producto de la violación a que fue sometida por el colectivismo. La justicia social es a la justicia lo que la música militar es a la música. Hoy existen cientos de normas y regulaciones —no sólo en economía— que no están inspiradas en la justicia y hasta son contrarias a ésta, pero que persisten porque están bendecidas con el marchamo de lo políticamente correcto y tienen fines “sociales”. La rápida disolución del consenso socialdemócrata aún no permite vislumbrar la evolución del ideal de justicia en las mentes de nuestros sucesores ni en los textos legales por los que se regirán, pero es un hecho constatado que la Historia se escribe en zigzag. Cabe esperar que el péndulo resitúe a la justicia estrictamente como mecanismo de protección de la libertad y la propiedad de las personas. No necesitamos más ingenieros sociales que la manipulen para usarla como una herramienta más al servicio de sus fines, sean cuales sean y por elevados que ellos los consideren. — 233 — El turismo de clases Perfiles del siglo XXI, agosto de 2001 La nueva izquierda ha descubierto que, aunque no le guste la globalización, sí le gusta viajar por el globo rompiendo cosas. La televisión les encumbra y su momento de gloria se produce durante la inauguración del evento o la cumbre de turno, cuando ellos campan a sus anchas por la ciudad víctima sin dejar intacta una sola cabina de teléfonos. Así es como los globalófobos globalizan la violencia callejera. Por si hacía falta un indicador más de la baja forma ética en que se encuentra la izquierda política de Occidente, ahora parece haber sustituido la lucha de clases por el turismo de clases. Veamos en qué consiste. Usted es un joven estudiante alemán, francés u holandés con “pocos” recursos (pocos para la elevada media de su país), pero le gustaría conocer otros lugares. Sueña con ir a ciudades tan pintorescas como Seattle, Niza, Quebec o Gotemburgo pero no tiene dinero o prefiere gastárselo en otros menesteres. Muy bien, no se preocupe. ¿Ve usted aquellos carteles llenos de mensajes radicales y pretendidamente libertarios? Sí, hombre, aquellos que están llenos de símbolos con mucha flechas y estrellas: están por toda la Facultad. Pues bien: contacte con el comité, célula o como quiera que se llamen sus autores. Así estará entrando en la élite de la nueva extrema izquierda que resurge una década después del derrumbe del comunismo. Estos nuevos izquierdistas probablemente no se denominarán comunistas porque saben que la palabra tiene mala prensa y pone los pelos de punta a más de uno. Además intentarán presentarse como partidarios de grandes cotas de libertad, pero si uno escarba en su confuso y escasamente revelado programa verá que está lleno de colectivismo por todas partes. Son los mismos perros estalinistas con nuevos collares. ¿Ya se ha introducido en ese selecto círculo? Pues hágalo, o se perderá el próximo viaje. Veamos el menú: a ver dónde se celebra la próxima reunión del Banco Mundial o del G-8, de la OEA o de la Unión Europea... Estos grupos reciben misteriosamente fondos suficientes para organizarse y llegar a cualquier lugar del mundo, cada vez mejor provistos de bates de béisbol, artefactos explosivos y otras muestras de ecopacifismo noviolento. Tal vez a usted no le interese mucho el programa de actividades lúdicas que ha preparado el compañero turoperador, pero no hay más remedio que participar en él. Es lo único que le exigen a cambio de viajar gratis y ver mundo: romperlo un poco. Ah, pero, ¿no lo sabía? Es que en eso consiste el programa de actividades: romper farolas, quemar papeleras y banderas (sobre todo estadounidenses, que arden mejor) y lanzar cócteles Molotov contra la policía y los intereses del imperialismo yanqui y de las multinacionales, o sea, el MacDonald’s de la esquina o una tienda de Calvin Klein, por ejemplo. Así, al correr delante (o detrás) de los agentes de policía de medio mundo, además de viajar tendrá un subidón de adrenalina que en su aburrido país de origen no habría podido conseguir tan fácilmente. Y encima será un héroe para todo un sector de neoizquierdistas descerebrados. Una herida es una medalla que podrá lucir en todo tipo de eventos del grupúsculo, cuando vuelva a casa. Un casco de policía o el escudo de plástico de un antidisturbios será un bonito trofeo en el local de la organización. Y sus padres le verán orgullosos por la tele, porque los medios, incomprensiblemente, se obstinan en conceder tanta importancia a estas algaradas callejeras antiglobalización como a la propia sesión del organismo reunido. "¿Ve usted a mi hijo, vecino? Es aquel de allí, el que está destrozando bellamente ese coche verde fabricado por una pérfida multinacional globalizante. Todo un idealista. ¿Violencia? Pero hombre, no está usted al día: esto se llama internacionalismo solidario. Ellos luchan contra la globalización y por un mundo mejor". Ya, claro. — 234 — Mientras tanto, millones de personas con menos suerte que estos niñatos sobreviven en todo el mundo subdesarrollado y en Europa oriental esperando que la globalización por fin les alcance, que es la única forma de igualar su nivel de renta al de los países desarrollados. Pero, claro, eso solamente ocurrirá si estos jóvenes turistas revolucionarios de los países ricos, con el estómago bastante lleno y el cráneo bastante vacío, fracasan en su propósito de "salvarles" del desarrollo. — 235 — Superar el consenso socialdemócrata Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2001 La zona del continente europeo situada al Oeste del muro de Berlín fue el caldo de cultivo de un colectivismo bajo en calorías que durante medio siglo construyó un tipo de Estado paquidérmico y hoy obsoleto. Al confrontarse la globalización con los restos de ese sistema, Europa Occidental no sabe cómo reaccionar. Si los europeos no quieren perder el tren de la Historia, la única salida es pasar página y dar por concluido el consenso socialdemócrata. La izquierda no triunfó en Europa del Este sino en Europa Occidental. En el Este del continente, la izquierda totalitaria simplemente mantuvo por la fuerza unas dictaduras empobrecedoras que se derrumbaron cuando su economía ficticia y arbitraria se tornó insostenible, y cuando el contraste con Occidente —imposible de esconder debido al incipiente auge de las comunicaciones— alcanzó magnitudes escandalosas. Donde de verdad la izquierda marxiana logró buena parte de sus objetivos fue, en realidad, en la Europa Occidental de postguerra —y paralelamente, aunque con grandes diferencias, en América Latina y gran parte del Tercer Mundo—. Desde mediados de los años cuarenta hasta bien entrada la década de los ochenta, Europa Occidental vivió inmersa en un sistema que, con ligeras variaciones en cada país, se construyó sobre un esquema compartido por las principales fuerzas políticas, principalmente democristianos y socialdemócratas. Ese esquema, que Ralf Dahrendorf denominó “consenso socialdemócrata” fue en realidad el cénit de una izquierda “lights” que, tras los horrores de la conflagración bélica, optó por moderarse y asumir la democracia liberal para irla transformando poco a poco en algo diferente. La izquierda dura no comprendió esta estrategia y frecuentemente acusó a los socialdemócratas de haberse vendido al sistema de democracia representativa y economía capitalista, cuando en realidad se apoderaron astutamente de ese sistema y lo pulieron conforme a sus intereses. Así, la democracia dejó de ser exclusivamente un sistema de organización del Estado o una forma de resolver la toma de decisiones colectivas mediante estamentos de representación popular en los diferentes niveles territoriales de un país. La izquierda eurooccidental logró ir incorporando al concepto de democracia su noción de justicia social y su idea de una redistribución permanente de la riqueza por parte del poder político. Llegó un momento en que, a los ojos del ciudadano común, la palabra “democracia” terminó por definir todo un sofisticado sistema estatal destinado a garantizar un mínimo nivel de vida de la población. Simultáneamente, la injerencia estatal en la economía creció y la presión fiscal se disparó hasta extremos de caricatura (por encima de las tres cuartas partes del ingreso en algunos países del Norte de Europa). La intromisión del Estado en la vida privada de las personas —una intromisión generalmente discreta y bienintencionada, pero intromisión al cabo— aumentó y, para muchos individuos pertenecientes a la —por desgracia minoritaria— categoría de los europeos amantes de la libertad por encima de todo, llegó a ser difícil de soportar. Como alternativa ideológica y política a esta forma ligera de socialismo, la derecha democrática de Europa Occidental debería haber reaccionado volviéndose anticolectivista y portando el estandarte del retorno a valores como la libertad individual, la autorresponsabilidad y la limitación del poder estatal. Descartar esos valores había sido el imperdonable error de la generación anterior, y Europa lo había pagado con el auge de Hitler, Stalin y una galaxia de émulos de ambos. Sin embargo, horrorizados por el Holocausto y los demás crímenes del totalitarismo de derechas, y huyendo desesperadamente de toda etiqueta que pudiera —aun injustamente— asociarles a éste, los partidos demócrata-cristianos y conservadores europeos, e incluso muchos liberales, siguieron el ritmo que marcaban los socialistas demócraticos. Personajes como Olof Palme o Willy Brandt alcanzaron así no solamente una lógica influencia en el socialismo democrático europeo, sino también en la trayectoria de la democracia cristiana, la gran fuerza política no marxiana del continente. — 236 — Todo giró durante decenios en torno a los socialistas democráticos: ellos marcaron el paso y en gran medida el rumbo del conjunto de las fuerzas políticas democráticas. Ellos decidieron dónde se situaba el centro, y las demás fuerzas políticas se situaron conforme al centro inventado por los socialdemócratas, lo que dio origen a la acertada denominación de “consenso socialdemócrata”. Desde el gobierno o desde la oposición, reinaron en Europa colonizando las mentes de sus oponentes. Uno podía atacar al partido socialdemócrata, pero no tanto a sus ideas y menos aún a la intención de éstas, que siempre se daba por buena: los objetivos de la izquierda democrática eran siempre loables, y tan sólo se alcanzaba a cuestionar sus métodos o sus propuestas concretas, pero rara vez su finalidad. Era posible oponerse a la paulatina colectivización socialdemócrata, pero no demasiado, o se vería uno rápidamente tachado de antidemócrata y hasta de fascista. Los socialdemócratas se apoderaron del concepto de democracia y lo retocaron a su gusto. Los demás simplemente hicieron lo posible por adaptarse al concepto tal como se había modificado, sin atreverse a impugnar su metamorfosis. La derecha democrática se resignó a competir por parecer (o ser) más “social” que la propia izquierda. La democracia cristiana de Europa Occidental, por miedo a alejarse demasiado de su rival y perder el favor del electorado, cayó en la tentación de exacerbar los factores colectivistas de su propia base filósofica —el humanismo cristiano— y terminó por mimetizar los planteamientos de los socialdemócratas hasta tal punto que en muchas ocasiones resultaba difícil distinguir a unos de otros, y hasta prosperaron largos gobiernos de coalición entre ambos rivales teóricos en Holanda, Italia y hasta Alemania, donde la “Gran Coalición” ilustró perfectamente este proceso. Esa falta de diferenciación entre izquierda y derecha democráticas continúa vigente hoy en casi toda Europa Occidental. Es un consenso forzado que ahoga a muchos librepensadores y desacredita intelectualmente al conjunto del sistema político. En toda Europa, son tantos los “grandes” temas “de Estado” ampliamente consensuados y pactados por esos dos grandes partidos que queda escaso margen a la innovación y a la crítica. Entre tanto los pequeños y débiles partidos liberales hicieron toda suerte de equilibrios para estar siempre en el ambiguo espacio político de centro, que ya estaba ocupado por la intersección de socialdemócratas y liberales. Casi nunca superaron el diez o doce por ciento del apoyo electoral. Sólo algunos pensadores liberales independientes como Friedrich A. von Hayek —o, en cierta medida, Karl Popper— cuestionaron el consenso socialdemócrata, pero incomprensiblemente no se vieron respaldados ni siquiera por los partidos liberales, y su voz siempre tuvo más eco al otro lado del Atlántico. El tibio y gris liberalismo político europeo fue languideciendo hasta ocupar en la actualidad una posición débil en casi todos los países del Norte de Europa, y prácticamente nula en el sur del continente. Ya en los ochenta y noventa, el bipartidismo se generalizó más aún y aniquiló a muchos de los partidos liberales, mientras, paradójicamente, las ideas liberales iban siendo rescatadas poco a poco por los gobernantes, asumidas a medias por los democristianos y socialdemócratas y aplicadas —parcialmente y mal— en sus programas. Lo que sí comenzó a erosionar los esquemas del consenso socialdemócrata fue la irrupción de Ronald Reagan y Margaret Thatcher y su política económica, mucho más liberal que la propuesta por los partidos liberales —aunque lamentablemente acompañada de un conservadurismo rancio y moralista en los demás aspectos de su programa—. El éxito de esa nueva economía perturbó a los defensores del consenso socialdemócrata, que se apresuraron a inventar un término despectivo para ella: “neoliberal”. La caída del muro de Berlín hirió aún más gravemente este aplastante consenso, pero diez años después de que se fundiera el Telón de Acero, aún se mantiene vigente la férrea combinación ideológica de democristianos y socialdemócratas (es decir, del noventa por ciento de los cargos electos de Europa). Esta vigencia se percibe hoy, por ejemplo, en la política europea sobre Cuba, en su cruzada contra los paraísos fiscales, en su actitud ambigua e ingenua frente a los planes geopolíticos de Putin y en su desconfianza del escudo antimisiles de Bush (y su desprecio general a los Estados Unidos: los mismos Estados Unidos que primero salvaron a los europeos occidentales de Hitler, después — 237 — de Stalin en Yalta y a continuación reconstruyeron el continente con la mayor transferencia de capital y tecnología de la Historia, el Plan Marshall). Es una combinación de ideas que sitúa el centro político entre el colectivismo “humanista” de la derecha y el colectivismo “solidario” de la izquierda, expulsando en la práctica a los liberales (verdaderos) del sistema de ideas hegemónico. La gran preocupación de ambos grupos por pactar siempre las grandes cuestiones “de Estado” deja fuera del juego político a todos los demás, lo que les hace invisibles ante el electorado. Ese círculo vicioso ha hecho de las democracias europeas occidentales unos sistemas políticos bastante aburridos donde ya hace tiempo que urge la aparición de ideas nuevas que agiten una vida política anquilosada y paquidérmica. Europa Occidental jugó durante la Guerra Fría a presentarse como el gran líder moral del mundo frente al capitalismo —“despiadado”— de los norteamericanos y el comunismo dictatorial de los soviéticos. A los europeos les encanta creerse el centro del mundo civilizado, de la cultura y las artes, de los Derechos Humanos y la solidaridad con los más necesitados. Aunque no lo perciben así, los europeos han retenido parte de su antiguo sentimiento de superioridad colonialista, transformado ahora en una arrogancia que ya no es militar ni política sino ideológica. Pero deberían analizar si su ayuda paternalista al desarrollo del Tercer Mundo ha surtido efectos o los países teóricamente ayudados han chocado una y otra vez contra el muro proteccionista del bunker europeo. Europa Occidental debería reflexionar sobre cuál habría sido el destino de sus vecinos del Este si durante la interminable Guerra Fría París, Bonn, Roma o Bruselas hubieran optado un poco menos por la cobarde equidistancia entre Washington y Moscú, y un poco más por ayudar a esos países a salir de la órbita soviética. Los cantos a la distensión probablemente prolongaron la agonía de los europeos orientales. Europa Occidental tendrá que revisar en algún momento su política económica de las últimas décadas, que no resiste un simple contraste con la de Norteamérica o incluso con la de regiones como el Sudeste de Asia (gracias al enorme, consciente y admirable sacrificio de toda una generación de asiáticos sudorientales para alcanzar los actuales niveles de desarrollo). En realidad, es muy probable que el consenso socialdemócrata no hubiera sobrevivido si su alternativa evidente hubiera sido el liberalismo (clásico) de los Estados Unidos: sobrevivió porque se contrastaba cotidianamente con Europa Oriental. Hoy la nave europea corre el riesgo de hundirse si no suelta el pesado lastre derivado del consenso socialdemócrata: el intervencionismo asfixiante del llamado Estado del bienestar, que pudo funcionar en cierta medida mientras las economías estaban separadas en compartimentos estancos por esas líneas imaginarias que se denominaban fronteras nacionales y que hoy no sirven para nada. Europa tendría que reconocer que el consenso socialdemócrata está agotado y, en consecuencia, pasar página. Pasar página significa renunciar definitivamente a su típica pseudoplanificación económica y reducir considerablemente el intervencionismo estatal y la presión fiscal. Pasar página significa promover la unidad de acción con el resto de Occidente para globalizar la democracia y la economía de libre mercado extendiéndolas a todos los rincones del planeta —liberando a millones de seres humanos de regímenes totalitarios y teocráticos que son un insulto a la dignidad humana—, y mantener la firmeza necesaria para conjurar el peligro de una nueva bipolaridad. Pasar página significa revisar la trayectoria del continente desde los cuarenta, compararla con la de Norteamérica y tener la humildad y la valentía de corregir el rumbo. Significa, en suma, curarse de una vez de los complejos de la Segunda Guerra Mundial y, tras haber derrotado el colectivismo totalitario de izquierda y derecha, comprender que también es necesario vencer su versión descafeinada porque en realidad todas las formas de colectivismo son nocivas. Para ello hay que superar de una vez por todas el consenso socialdemócrata. — 238 — ¡Viva el dinero! Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2001 Cuántas veces habremos oído frases hechas y refranes destinados a restarle importancia al dinero. En cuántas ocasiones, desde nuestra más tierna infancia, habremos escuchado que el apego al dinero es algo feo y ruin, que quienes se esfuerzan en acumularlo son mala gente y pasan por la vida sin amor, muriendo tristes y solos. Desde los albores de nuestro proceso de socialización se nos enseña a despreciar la riqueza material y a situarla en un lugar muy secundario de nuestra tabla de prioridades. Se nos enseña a compartir lo que tenemos, pero en cambio no se nos induce a entender como una tarea elevada y digna la obtención y acumulación de aquello que habremos de compartir. Pues bien, tal vez haya llegado la hora de proclamar alto y claro algunas obviedades largo tiempo silenciadas por la corrección política esa horrible censura ideológica de hoy, como que el dinero es importante, que tenerlo es bueno, que quienes lo acumulan obtienen seguridad y comodidades que les hacen felices, o que vivir en la pobreza es mucho peor que vivir con lujo y placer. La culpa es en gran medida de nuestra tradición judeocristiana, exacerbada en los países que no tuvieron la suerte de vivir la Reforma luterana ni la útil influencia del calvinismo. En efecto, la retahíla de estupideces contra el dinero es común a todas las culturas occidentales y a muchas otras, pero en los países de influencia católica bate todos los records. En gran parte, esta tradición se ha mantenido por inercia. Pero también en gran medida ha perdurado porque cumplía (cumple) una indigna finalidad de control social. Mientras los pobres obtengan constantemente el premio de consolación de ser los buenos de la película, y mientras los ricos vean moralmente condenada su posición, perdurará el statu quo de una sociedad mercantilista con una economía cerrada en la que una reducida élite empresarial tendrá un inmenso mercado cautivo y escasa competencia. Y para colmo, la izquierda política y sindical lleva un siglo y medio afianzando el sistema al convencer a la gente de que la propiedad y la riqueza no son legítimas y deben desaparecer. Los izquierdistas convergen así con el pensamiento conservador derivado de nuestra tradición religiosa, y por eso hay tantos curas de izquierdas. Y también por eso es lógico que en los países de tradición católica en el sur de Europa y en América Latina haya prendido el colectivismo socialista bastante más que en el mundo anglosajón. El mensaje liberador hacia nuestros pobres habría debido ser: haceos ricos. O, para insertarlo en nuestra herencia religiosa: creced y multiplicad... vuestros billetes. Millones de pobres en Norteamérica optaron por esa vía en lugar de las propuestas por el clero y la izquierda. Y prosperaron, y, cuando menos, obtuvieron una vida mucho mejor que la de sus homólogos latinos. Ese es el camino. No sirve resignarse a vivir en un valle de lágrimas en espera de una supuesta vida mejor después de la muerte, sino luchar por superarse y, copiando a quienes mayor éxito han alcanzado, poner en práctica las tres virtudes más útiles del ser humano: emprender, emprender y emprender. Al emprender crearemos riqueza directamente para nosotros, e indirectamente para muchos más. Y ese afán de lucrarse no sólo es legítimo y digno, sino que es bueno para la comunidad en realidad hacen más por la sociedad diez hábiles empresarios con ganas de hacerse ricos que cien oenegés políticamente correctas y llenas de bondadosos e idealistas incompetentes. Señoras y señores de los países latinos: les han engañado. Huyan de la estafa. No es verdad lo que les han contado: el dinero es bueno, y tenerlo es maravilloso. Tenerle apego es bastante conveniente, y atesorarlo es una muy buena idea. Acumularlo y gastarlo con estudiada dosificación es bastante sensato porque siempre pueden venir malos tiempos. No se dejen tomar más el pelo: la riqueza está francamente bien y la pobreza, en cambio, es un asco. Así que ya saben: huyan de la pobreza mediante su ingenio y esfuerzo. No se crean nada de lo que les cuenten quienes predican que hay que resignarse a ser pobres o que ustedes vivirán mejor después de muertos: eso es un burdo camelo, aunque salga de la boca de un venerable anciano — 239 — con sotana negra. El dinero no da automáticamente la felicidad, pero les aseguro que no tenerlo sí suele hacerle a uno bastante infeliz. Además ustedes ya lo saben, de manera que no entiendo cómo es que aún les siguen engañando. De una buena vez, seamos sensatos, ¿no creen? Reivindiquémoslo con orgullo y, apartando nuestra oprobiosa tradición moral y cultural, gritemos por fin: ¡viva el dinero!. — 240 — Una solución definitiva para los albaneses de Kosova y Macedonia Editorial para Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2001 Los esfuerzos de la comunidad internacional, incluida la teatral “cosecha” de armas de la OTAN [en la foto, soldados españoles de la OTAN en Macedonia] sólo sirven para evidenciar el abismo de una intervención política y militar condenada desde el principio a fracasar. Los males de Macedonia proceden de dos cierres en falso consecutivos: el del conflicto de Bosnia y el del conflicto de Kosova. En ambos casos, la pusilánime postura de Occidente ha sido defender a capa y espada la no creación de nuevos Estados, entendiendo como mal menor la secesión de las repúblicas yugoslavas pero sin tolerar secesiones que no se basaran en la antigua configuración del mapa federal yugoslavo. El carácter sacrosanto de las fronteras ha sido la otra obsesión de Occidente. Ambas exigencias han hecho que ni en Bosnia ni en Kosova ni en Macedonia se alcancen soluciones definitivas. Obligar a convivir a pueblos tan diferentes entre sí es una vía segura hacia la reproducción de los conflictos una y otra vez. La paz en Bosnia habría sido mejor gestionada si se hubiera dividido la artificiosa ex-república en tres zonas (croata, musulmana y serbia) en función de la implantación natural de las respectivas comunidades. El trasvase de población habría sido mínimo y las tres etnias habrían sentido la tranquilidad de contar con un Estado propio y seguro, conjurando futuras luchas por el dominio del Estado común. En Kosova, una de las pocas zonas étnicamente homogéneas de los Balcanes, no tenía sentido imponer la yugoslavidad de un territorio totalmente albanés, pero una vez más pudo más el terror occidental a rediseñar los mapas para adecuarlos a la realidad. La ficción de una Kosova yugoslava con un noventa y tres por ciento de albaneses tarde o temprano provocará nuevos conflictos y dramas humanos que hubieran podido evitarse con un poco de valentía e imaginación de la comunidad internacional. Y ante esa sucesión de malas decisiones (no olvidemos también la escasa voluntad occidental de apoyar a Montenegro), el caso macedonio aparece como el más irresoluble de todos, dada la complejísima composición étnica de la república. Los eslavos de Macedonia, tan próximos a las tesis serbias, no pueden aspirar a la hegemonía política y cultural de un país en el que sólo son la mayor minoría. Macedonia sólo tiene sentido como república federal que dote amplísima autonomía a sus diferentes comunidades, según una fórmula “a la belga”. De lo contrario, tal vez sea más seguro y razonable dividir el país por comarcas o municipios para evitar una guerra civil abierta. En cualquier caso, lo que queda pendiente de solución definitiva es el clamor de la etnia albanesa por un futuro justo que le compense del pasado de oprobio que durante décadas le impuso la comunidad eslava. Albania es el país más pobre de Europa, con parámetros económicos y sociales propios de Africa, y por consiguiente es incapaz de servir como eje agutinador de una política de apoyo para los albaneses de más allá de sus fronteras, que generalmente tienen un nivel de vida muy superior, a pesar de los conflictos respectivos. Lo que es necesario es forzar a los eslavos de Serbia, Macedonia e incluso Montenegro, así como a la implacable Grecia, a admitir de una vez por todas que grandes áreas de más allá de Albania son etnoculturalmente albanesas, y que eso requiere una solución política definitiva. — 241 — Estamos en guerra (reacción al ataque terrorista del 11-S en los Estados Unidos) Perfiles del siglo XXI, octubre de 2001 El 11 de septiembre las gentes de Occidente, desde América Latina a Japón y desde Europa a Nueva Zelanda, entramos en guerra. El brutal ataque a los Estados Unidos inauguró un nuevo tipo de conflagración y un nuevo tipo de enemigo. La civilización occidental, que representa el más elevado estadio de la evolución humana, debe luchar en todos los frentes para prevalecer sobre el terror y el oscurantismo. Nuestro enemigo ha demostrado estar dispuesto a morir y matar con fanática crueldad. Por nuestra libertad y supervivencia, estamos en guerra. Hace unas semanas la civilización occidental sufrió impotente la primera agresión a gran escala por parte de un enemigo al que no habíamos concedido la importancia que ahora demuestra tener. Ese enemigo nos había declarado hace tiempo la guerra, pero nosotros nos habíamos reído de su retórica. Desde el 11 de septiembre ya no hay duda: Occidente está en guerra, y se trata de una contienda diseñada por nuestros enemigos de tal manera que no haya vencedores y vencidos, sino supervivientes y caídos. La lucha es a muerte, pero la muerte en juego no es sólo la de miles de soldados o, como ha quedado patente, la de miles de ciudadanos civiles. Se trata de la muerte de toda nuestra cultura, de nuestra organización económica y política, de nuestras libertades, valores y creencias, de nuestra forma de vivir y relacionarnos. Quien nos ha declarado la guerra no desea nuestra derrota, ni siquiera nuestra humillación, sino nuestro simple exterminio. Ante un enemigo así sólo podemos responder con una estrategia de eliminación simétrica a la suya, pero no para eliminar seres humanos sino para hacer que desaparezca la corriente ideológica que ha hecho posible este episodio de brutalidad sin límites. Como Bush expuso ante el Congreso de su país, el objetivo es conseguir que el ultraislamismo pase a la Historia como una ideología descartada por la Humanidad, igual que antes sucedió con el nazismo y el comunismo. Sólo podremos vivir seguros cuando hayamos logrado plenamente ese objetivo. El misticismo llevado a sus últimas consecuencias ha alumbrado un movimiento fanático cuya extrema irracionalidad en los objetivos no le impide, desde luego, desarrollar una estrategia racional, unas tácticas eficaces y una tecnología sofisticada para alcanzarlos. Como una inmensa hidra, este nuevo y terrible enemigo nos acecha con mil cabezas desde las esquinas de nuestras ciudades, valiéndose para ello de las libertades que ansía destruir. Mitad ejército guerrillero y mitad secta psicodestructiva, el ultraislamismo ha renunciado a todos los principios humanistas del islam para recorrer una espiral de muerte y desolación incompatible con las enseñanzas del profeta y las suras del Corán. Nada en la religión musulmana justifica el recurso a la brutal violencia contra los inocentes, sean o no musulmanes. Al contrario, los más respetados teólogos musulmanes están viviendo con horror, desde hace años, esta involución fanática cuya manipulación de los preceptos del islam representa hoy la mayor amenaza a la religión de Mahoma. Desde las culturas no islámicas deberíamos reconocer que cualquier religión es susceptible de ser tergiversada y adulterada hasta hacerla amparar crímenes espantosos. Los capítulos más oscuros de nuestra Historia se escribieron cuando el fundamentalismo cristiano quemó brujas, torturó herejes o se impuso a sangre y fuego sobre otras culturas. Los avances científicos y tecnológicos no son necesariamente una vacuna contra ese tipo de fundamentalismo ciego. La única vacuna es el relativismo racionalista, que desde el Siglo de las Luces constituye uno de los pilares de la civilización occidental y el principal ingrediente de su vertiginosa evolución frente a la quietud de las demás culturas. Sólo matizadas por el relativismo y la racionalidad son aceptables las religiones: sin él se convierten en una amenaza muy peligrosa. — 242 — En muchos países de mayoría musulmana se dan unas condiciones sociales, económicas y políticas que constituyen el caldo de cultivo ideal para la propagación del fanatismo ultraislamista. Esas condiciones son la pobreza y la extrema ignorancia —generadas ambas por unas economías mal planificadas y peor dirigidas por unos Estados ferozmente intervencionistas— la ausencia de expectativas personales, la falta de ósmosis cultural entre esas sociedades y el resto del mundo como consecuencia del control estatal de los medios de comunicación y la persistencia de regímenes autoritarios fuertemente represivos que mantienen en el poder a una oligarquía corrupta. En nuestra estrategia para ganar esta guerra debemos hacer lo posible por transformar esa atmósfera hasta que se torne irrespirable para el bacilo fundamentalista. Sin complejos ni excusas, tenemos que occidentalizar esos países a cualquier precio y extender en esas sociedades un entendimiento relativista, racionalista, individualista y pluralista del hecho religioso. Es más necesario que nunca llevar la globalización económica a todos los rincones del mundo, y muy en especial a aquellos que son susceptibles de albergar procesos de fundamentalismo religioso violento. Los enemigos de la globalización la culpan de provocar como reacción “defensiva” el surgimiento de grupos armados de ideología ultrarreligiosa. La realidad es la contraria: estos grupos pueden brotar y pervivir debido a que la globalización todavía no ha alcanzado de lleno a las sociedades en cuestión. Es prácticamente impensable que estos grupos pudieran surgir y captar su trágica clientela en el mundo desarrollado, en plena revolución de las comunicaciones y con un nivel medio o alto de bienestar económico, sea cual sea la religión predominante. Las probabilidades de que un muchacho belga se convierta en terrorista suicida son infinitamente inferiores a las de que esto suceda en Argelia o Afganistán, pero si Argelia o Afganistán se globalizan las probabilidades serán igual de escasas, porque la globalización habrá elevado el nivel de vida, habrá secularizado la sociedad y habrá dado al muchacho oportunidades, formación e información, derechos y libertades y un futuro mucho más esperanzador. No debemos olvidar que el nazismo y el comunismo soviético surgieron en sociedades empobrecidas y desesperanzadas que se aferraron a esas doctrinas como a una tabla de salvación. La Historia siempre se repite. Habremos conjurado definitivamente el peligro cuando la reacción de la inmensa mayoría de los musulmanes frente al ultraislamista sea un rechazo tan radical como el que hoy siente la inmensa mayoría de los alemanes, italianos o polacos respecto al nazismo, el fascismo o el comunismo. Conseguirlo no será nada fácil, pero nos va en ello el futuro como especie. Es necesario vencer por cualquier medio —aplicando para ello la presión que resulte necesaria— las barreras que aún se oponen a la plena incorporación de las sociedades de riesgo al mundo global. Si para ello es preciso alterar la estructura política autoritaria de esos países y forzar cambios sustanciales, tal intervención preventiva siempre será menos dramática que la destinada a extirpar, años después, el quiste terrorista. Nos encontraremos con grandes mayorías de población que anhelan entrar en Occidente o, dicho de otra forma, que ansían que la globalización occidental llegue hasta sus países. Es una enorme falacia —repetida estos días hasta la saciedad por la izquierda— que estemos ante un choque de civilizaciones: estamos ante el choque de la emergente civilización global con una pequeña minoría oligárquica constituida por las élites que detentan el poder en ciertos países. Esas élites mantienen a sus pueblos fuera del proceso globalizador para no perder el control y los privilegios actuales. La gran mayoría de los sudaneses, iraníes, afganos o sirios intuye que su mejor futuro está en la modernidad, la libertad y el progreso que representa Occidente. Por ello quienes pueden se van a Occidente. Hoy nos encontramos en el umbral de una guerra de la que sabemos poco. No sabemos cuál será su duración ni sus efectos sobre nuestro mundo. No sabemos cómo será la posguerra, ni cuál será el grado de sacrificio que demandará de nosotros. No es, por tanto, el momento de purgar las responsabilidades respecto a cómo hemos llegado a esta situación. Pero sí deberíamos extraer algunas lecciones de lo sucedido. La primera es que, si los “ingenieros sociales” siempre son un peligro, lo que podríamos llamar “ingenieros internacionales” también — 243 — lo son. Durante demasiado tiempo, los burócratas estrategas de Washington, Londres y Bruselas han jugado ese papel. Se apoyó a Saddam Hussein contra Jomeini y después a Irán contra Iraq; se sostuvo a los fundamentalistas frente al régimen argelino, pero después se apoyó el golpe de Estado militar cuando aquéllos ganaron las elecciones; se alimentó el peor fanatismo ultraislamista contra la expansión soviética en Asia Central, y ahora no se sabe cómo contrarrestar el fenómeno Bin Laden. La única estrategia capaz de eliminar horizontes de conflicto es forzar la interdependencia económica global, obligar a la apertura de las sociedades y sus mercados, y exigir un conjunto de libertades individuales, sobre todo económicas. Por otro lado, la política exterior estadounidense siempre ha caminado en un peligroso zig-zag, entre el aislacionismo y el exceso de intervencionismo. La unipolaridad que disfrutamos desde el fin de la Guerra Fría es el periodo más próspero y tranquilo que ha conocido la Humanidad en el último siglo, y debemos preservarla. Para ello los Estados Unidos deben ser conscientes de su papel. No pueden desentenderse de sus responsabilidades porque serán los primeros en sufrir las consecuencias. El 11 de septiembre los norteamericanos tuvieron por primera vez la sensación de no ser una finca cerrada y bien vigilada donde nada puede ocurrir. Se dieron cuenta de golpe de que los asuntos de “ahí fuera” son de la mayor relevancia para el ciudadano estadounidense medio. Comprendieron al fin que ya no hay fronteras y que ni siquiera dos grandes océanos sirven como colchón frente a los conflictos del mundo. Los Estados Unidos deben ejercer un liderazgo sensato y dialogante, en el que las voces de los países amigos y aliados tengan realmente el eco que merecen. Con toda seguridad, este análisis ha pesado en la conducción de la crisis por parte de la administración Bush. Washington ha sentido en este dramático mes de septiembre la vulnerabilidad a la que Europa lleva décadas enfrentándose. Ojalá comprenda ahora que ciertos problemas requieren soluciones muy meditadas y ampliamente consensuadas con los países que comparten unos valores comunes. Uno de los efectos obvios e inevitables de la globalización es que hoy los grandes problemas también son globales, desde el efecto invernadero hasta las caídas bursátiles y desde las epidemias hasta Osama bin Laden. La respuesta sólo será eficaz si es igualmente global. Es el momento de solidarizarnos con los Estados Unidos y de unirnos para combatir el terrorismo internacional. Al hacerlo, debemos ser vigilantes para que esta lucha legítima no ampare recortes de las libertades civiles. A los gobernantes les corresponde diseñar una compleja estrategia multidisciplinar que ataque por numerosos frentes a un enemigo escurridizo y omnipresente. Pero a todos nosotros, a los ciudadanos de Occidente, nos toca reflexionar y ser conscientes de lo que nos estamos jugando. Hemos sido demasiado ingenuos pero, sobre todo, hemos exacerbado a veces nuestra autocrítica hasta olvidar que en realidad la civilización occidental representa, con todos sus muchos defectos y sus enormes carencias, el estadio más avanzado de la evolución humana. Ninguna otra civilización ha garantizado a las personas unas cotas tan altas de bienestar. La receta es dejar que el orden espontáneo surja de la interacción autónoma de los individuos. Ese sencillo principio se llama libertad y es la clave del mundo occidental. Hoy se encuentra más amenazado que nunca antes. Por eso las gentes de Occidente, desde América Latina hasta Japón y desde Europa a Nueva Zelanda, estamos en guerra: no para vengarnos por la terrible salvajada del día 11 de septiembre, sino para evitar que nos arrebaten la libertad. — 244 — Un marco jurídico para la guerra antiterrorista Perfiles del siglo XXI, octubre de 2001 Después del ataque del 11 de septiembre, es preciso que Occidente lidere la construcción de un sistema jurídico global destinado a evitar que, bajo el pretexto de la soberanía nacional, se pueda amparar organizaciones criminales como la que ha protagonizado este brutal acto de barbarie. El Derecho mundial debe basarse en un mínimo común denominador de valores y principios consensuados, y debe contar con una fuerza capaz de asegurar su supremacía. Uno de los efectos del ataque terrorista perpetrado el pasado día 11 contra los Estados Unidos de América ha sido poner de relieve nuevamente la total inoperancia de la Organización de las Naciones Unidas. Su secretario general, el buen burócrata ghanés Kofi Annan, tardó días en afrontar el problema, probablemente porque no sabía qué decir o, simplemente, porque a nadie le interesaba su opinión. La ONU, una vez más, no sirve para nada ante los graves problemas del mundo. El Derecho es un marco de comportamiento obligado del que se dotan los pueblos, pero sólo es efectivo si va acompañado de medios de fuerza capaces de imponerlo. Por eso hablar de Derecho internacional es hablar de una entelequia. Hay principios generales y hay normas más o menos aceptadas, así como resoluciones emitidas por diversos organismos internacionales, pero sin una administración de justicia global y sin unas fuerzas de seguridad igualmente globales, el Derecho internacional es papel mojado. Durante décadas nos hemos esforzado en engañarnos respecto a esta realidad, y sólo recientemente hemos empezado a reclamar tribunales penales internacionales y otros mecanismos efectivos de apoyo a un marco jurídico civilizado a nivel global. La tragedia del 11 de septiembre debería hacernos reflexionar sobre el marco jurídico del mundo, así como sobre la necesidad de establecer un sistema de seguridad global y de justicia universal basado en los valores y principios que constituyen el mínimo común denominador de las sociedades humanas. Obviamente, el principio que sale peor parado en esta reflexión es el de no injerencia. Se trata de un principio anacrónico que hoy no puede esgrimirse para mantener la impunidad de dirigentes tiránicos o de regímenes que amparan el terrorismo internacional. Si en un plato de la balanza está la libertad y seguridad de los seres humanos individuales en todo el planeta y en el otro plato está la independencia de ciertos Estados o la no intervención en su proceso de designación y sustitución de gobernantes, creo que a ningún ciudadano occidental en su sano juicio le cabrán dudas sobre cuál de los platos debe pesar más. El horror del 11 de septiembre autoriza y legitima la congelación de la soberanía de aquellos países que representan una amenaza para la seguridad y la libertad globales. De paso, se trata también de devolver esa soberanía a los ciudadanos de esos países, arrebatándosela a los regímenes corruptos que la han usurpado. La grave amenaza que tenemos pendiendo sobre nuestras cabezas es, en definitiva, la sustitución del Derecho humano por una versión colérica y fanática de un supuesto Derecho divino. En esta hora de incertidumbre y temor, Occidente debe liderar y ganar a cualquier precio la guerra contra el terrorismo, y para ello debe establecer un marco jurídico mundial de cordura y libertades en el que no haya lugar para la existencia de guaridas criminales bajo el pretexto de la no injerencia. Si caminamos hacia un mundo económicamente global, es razonable pensar que los sistemas jurídicos deban también fusionarse y organizarse a escala global. Y la fuerza necesaria para mantenerlos en pie, también. — 245 — Lukashenko: una victoria amañada Editorial para Perfiles del siglo XXI, octubre de 2001 Otra vez Alexandr Lukashenko. El recuento de los votos emitidos en las últimas elecciones bielorrusas —calificadas de irreprochables por la presidenta de la comisión electoral, Lidia Yermóshina— dan como vencedor al actual mandatario, a quien separó de su más cercano perseguidor, el sindicalista Vladímir Gonchárik, nada menos que alrededor del 75 % del electorado. Lukashenko se apresuró a dar por buena su victoria, calificándola con uno de esos adjetivos dulces, casi primorosos, que exudan ciertos políticos cuando son elegidos. Dice el vencedor que su triunfo ha sido “elegante”. Nada de eso. Como en la antigua URSS, el régimen recurre a métodos coercitivos para asegurar su continuidad en el poder. Cierra imprentas, confisca ordenadores, grava con abusivos impuestos a aquellas redacciones que se atreven a disentir. Las instituciones bielorrusas, creadas a la medida de los intereses gubernamentales, son un reflejo y una consecuencia de la constitución autoritaria aprobada en 1996. Las irregularidades denunciadas por la debilitada oposición y la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) incluyen la existencia de más votos emitidos que votantes en varios colegios de Minsk, o la expulsión de observadores, que fueron amenazados por el régimen. Las urnas estuvieron disponibles, y fuera del control de los observadores, durante cinco días, durante los cuales se estima votó un 15 % por ciento del electorado, según los conservadores cálculos oficiales. Con la prensa controlada, Lukashenko se dispone ahora a agenciarse el apoyo económico ruso —ganancia altamente probable—, algo que podría estabilizar durante algún tiempo su deficiente gestión. Cinco años más de gobierno para un hombre que ha demostrado con creces su vocación totalitaria. — 246 — 0.7 %: el ejemplo de Andorra Perfiles del siglo XXI, noviembre de 2001 El reciente anuncio del gobierno andorrano debe haber caído como una bomba en los departamentos de ayuda internacional de Francia o España. El pequeño y montañoso país de los Pirineos va a destinar el 0.7 % de su PIB a cooperación con el Tercer Mundo. ¿Cómo es posible que un país virtualmente libre de impuestos pueda ser mucho más solidario que sus grandes vecinos? La clave es la libertad económica. El pasado 27 de agosto, el primer ministro de Andorra, el liberal Marc Forné, anunció que su gobierno va a aumentar su ayuda al desarrollo del Tercer Mundo hasta alcanzar el porcentaje solicitado por la ONU: el 0.7 % del PIB. Muy pocos países desarrollados destinan (porcentualmente) tanto dinero a la ayuda internacional, y Andorra está muy por encima de sus dos vecinos, España y Francia, en el ranking de países más solidarios. Según Unicef, Andorra es el país que más contribuye per cápita a esta agencia internacional que se ocupa de la infancia. Este y otros indicadores permiten situar a Andorra como el país más solidario de Europa y quizá del mundo, siempre en proporción a su población. Todo esto no tendría nada de especial si no fuera porque Andorra es un país prácticamente libre de toda presión fiscal. No hay impuestos directos sobre los beneficios de las empresas ni sobre los salarios de los trabajadores. No hay IVA. Los impuestos locales por la compraventa de inmuebles son muy bajos y el arancel de entrada de mercancías extranjeras es del 4 %. El secreto bancario es plenamente fiable. El Estado se financia sobre todo por el impuesto sobre hidrocarburos (más bajo que en los países vecinos) y otros reducidos impuestos indirectos. Todos estos elementos han hecho que Andorra se vea fuertemente criticada como paraíso fiscal por los enemigos de la libertad económica. Pero la reflexión es evidente: el Estado andorrano, cobrando poquísimo dinero en impuestos (y siempre indirectos) se puede permitir unos servicios públicos de lujo para sus habitantes (entre los que no hay ni un solo pobre desde hace décadas) y encima le sobra dinero para ser enormemente generoso en su ayuda exterior. Pues entonces está claro que algo falla en los infiernos fiscales y sí funciona en los países como Andorra. La prosperidad de Andorra, como la de Liechtenstein o Jersey, resulta incómoda a los defensores del obsoleto sistema de alta fiscalidad vigente en casi toda Europa. En el continente americano, lo mismo sucede con las Bahamas, las islas Cayman o incluso Panamá, cuyos niveles de vida son muy superiores a los del contexto regional en el que se encuentran, y ello es debido a su acertada política fiscal. Un política fiscal respetuosa con los ciudadanos, firmemente comprometida a no cobrar impuestos directos y a mantener los indirectos en los níveles mínimos, es una receta segura hacia el éxito económico, al atraer capital del mundo entero que huye del inmoral expolio al que se le somete en otros lugares, y al asegurar a los ciudadanos propios una libertad económica que será la clave de su éxito y bienestar individual y colectivo. Andorra es un país muy pequeño, pero a veces conviene no desdeñar a los países pequeños. Durante siglos fue un país bastante pobre donde se llegó a pasar hambre, pero desde que los andorranos adoptaron el marco económico correcto su prosperidad rivaliza con la de la mismísima Suiza. Su experiencia puede ser una lección para los más grandes. Exportar el modelo andorrano es factible. Tan sólo habría que copiarlo a proporción y aplicarlo a países grandes. De alguna manera, es lo que ha hecho por ejemplo Nueva Zelanda, y es algo al alcance de cualquier país, por grande y populoso que sea. Sólo hace falta valor y determinación. Los resultados serían espectaculares. — 247 — Rusia tras el 11 de septiembre Perfiles del siglo XXI, noviembre de 2001 El ataque terrorista del 11-S ha producido un profundo cambio de orientación geoestratégica y política en Rusia. De alguna manera, la actual situación ha llevado a Moscú a acelerar su proceso de integración en Occidente. El desmantelamiento de varias instalaciones militares rusas en Cuba y Vietnam es un claro indicio de que el gobierno de Vladimir Putin desea colocar a Rusia en situación de acceder a un lugar destacado en la comunidad occidental, no frente a ella. Rusia acaba de anunciar el desmantelamiento de su centro de espionaje electrónico en Cuba, dirigido durante décadas contra los Estados Unidos. El presidente Putin ha declarado también que cerrará de inmediato la base de Cam Ranh, en Vietnam. Moscú parece haberse decidido por fin a replegar sus fuerzas en el exterior, salvo las que protegen su frontera meridional en varias repúblicas ex soviéticas de Asia Central. Algo que Occidente todavía no está analizando con suficiente dedicación es cómo el ataque terrorista del 11-S contra los Estados Unidos ha afectado a la médula misma de la rivalidad Occidente-Rusia, hasta el punto de que podría finalmente desaparecer. Putin está levantando también las resistencias que Rusia siempre había mostrado frente a la ampliación de la OTAN hacia el Este para incluir a países como Rumanía, Bulgaria o las repúblicas bálticas. Incluso es ahora posible vislumbrar a largo plazo una integración de Rusia en el seno de una OTAN transformada y adaptada a la nueva realidad. En otras palabras, la brutal masacre de Osama bin Laden puede haber tenido el efecto indeseado de poner punto final al epílogo de la Guerra Fría. También la opinión pública (y la opinión publicada) de Rusia empieza a comprender que el aislacionismo de la era Yeltsin fue un grave error y solamente resultó útil a las mafias que se apoderaron de la economía postsoviética. Si Rusia debe escoger entre ser una parte fundamental y necesaria de Occidente o mantener unas veleidades de superpotencia que ya nadie se cree, los rusos comienzan a comprender que la primera opción es la más adecuada a las necesidades e intereses de su país. La reacción popular y oficial ante el 11-S ha sido inesperadamente ejemplar en Rusia. Pero si esa nueva Rusia solidaria con (y eventualmente integrante de) Occidente quiere de verdad recorrer el camino que parece haber emprendido, es esencial recordarle que deberá hacer grandes cambios, entre ellos reconocer la pluralidad etnocultural de Rusia y flexibilizar su política respecto a la emancipación de naciones absurdamente incluidas en sus fronteras por los zares o por Stalin. Es en caso de Chechenia y de otros pueblos no rusos que no pudieron acceder a la independencia cuando se desmembró la URSS simplemente porque el reparto arbitrario dentro de ésta les situó como territorios autónomos de la Federación Rusa y no como repúblicas constitutivas de la Unión. Si Moscú hace un gran esfuerzo de comprensión hacia esa realidad, y si es sincero el cambio de orientación que Putin está imprimiendo a su política exterior y de defensa tras el 11-S, es más viable que nunca pensar en una plena normalización de Rusia como parte de Occidente. — 248 — La civilización del Derecho Perfiles del siglo XXI, noviembre de 2001 Lo que distancia a Occidente de los ultraislamistas es el Derecho. Un marco de Derecho humano basado en valores universales de respeto al individuo e impregnado de un fuerte relativismo cívico constituye la base de una cultura capaz de aportar bienestar y progreso. Enfrente tenemos un Derecho dictado por los autoproclamados intérpretes de Dios y basado en la literalidad de un libro sagrado del siglo octavo. Tras el 11-S no paran de salir a los medios de comunicación “progresistas” vociferantes que pontifican sobre el supuesto choque de civilizaciones que según ellos ha provocado la expansión del fanatismo religioso y del terrorismo internacional. A cuantos han osado proclamar la superioridad (no racial sino puramente económica y política) de la civilización occidental, como la escritora italiana Oriana Fallaci, estos “progresistas” de salón les increpan por una actitud tan poco políticamente correcta y les vienen a replicar, mutatis mutandis, que la civilización occidental es “igual” que, por ejemplo, la basada el islamismo, y que no debemos creer que la nuestra es superior en ningún sentido. La contradicción es pavorosa cuando esos mismos “progresistas” se horrorizaban hace unos meses, y con razón, por la voladura de los budas de Bamiyán por parte de los talibán, o por la trágica situación de la mujer afgana. Nuestra civilización, si es que se puede hablar a estas alturas de un mundo dividido en varias civilizaciones (en realidad somos una especie que tiene una pluralidad de culturas cada vez más convergentes hacia un marco de valores común), se caracteriza sobre todo por un elemento diferenciador: el Derecho. Nuestro Derecho presenta grandes variaciones en cada ordenamiento jurídico pero cuenta con unos principios similares en todo Occidente. Es un Derecho, tanto el derivado del ius romano como el emergido de la Common Law inglesa, que se antepone a todo entendimiento religioso de la polis y deja las creencias y sus respectivas consecuencias ético-morales en la esfera privada de la libre decisión de los individuos sobre su forma de vida. En este sentido, no es en absoluto disparatado considerar que nuestro Derecho es superior a otros, como el imperante en los países más fervientemente islamistas. Cuando el Derecho se basa en un libro sagrado, en las revelaciones de Dios a un profeta del siglo octavo, las consecuencias no pueden ser peores. ¿Se imaginan que Occidente basara sus leyes actuales en el tenor literal del Antiguo Testamento, como proponen los cuatro o cinco iluminados que propugnan el fundamentalismo cristiano o el judaísmo ultraortodoxo? Nuestro Derecho es superior porque superó la religión, porque tuvimos un Siglo de las Luces y fuimos desembarazándonos poco a poco de toda influencia mística y arracional sobre lo jurídico. Donde no hay un Derecho cívico sino uno religioso, donde no hay leyes seguras decididas por parlamentos elegidos por el pueblo sino fatwas dictadas por "sabios" que sólo se saben el Corán, donde no hay una justicia de los hombres sino una simple interpretación, cada día más alocada, de la voluntad divina, la cultura resultante (o la “civilización”, si así se prefiere) necesariamente ha de ser inferior en sus consecuencias sociales y económicas, en el bienestar de la gente y en su relación con el resto de la Humanidad. Occidente debe liberar a millones de musulmanes de los excesos de su religión, como se liberó a si mismo siglos atrás de los excesos del cristianismo. “Civilización” viene de “civitas”, de la cultura de lo común basada en el derecho de los integrantes, de la polis griega en definitiva. El problema, entonces, no es el choque violento de dos formas de civilización, sino la simple ausencia de civilización en uno de los campos. Hay que rescatar de esa deriva suicida a los pueblos que han caído en ella. Tienen que descubrir los valores del civismo y del civilismo, o, en definitiva, del Derecho humano. Y eso puede ser compatible con una religiosidad circunscrita al ámbito íntimo de cada ser humano. Pero, para ello, es imprescindible inyectar — 249 — en esas culturas fuertes dosis de relativismo y un marco de Derecho acorde con la modernidad (o con la postmodernidad) de nuestra era. — 250 — Imponer la libertad individual Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2001 Occidente debe imponer en el mundo la libertad del individuo como principio supremo al que deben supeditarse todos los demás valores. Primero, porque tenemos la obligación ética de liberar a millones de seres humanos sometidos a regímenes autoritarios y teocráticos. Segundo, porque está en juego nuestra propia libertad. O imponemos la libertad global o nos impondrán su ausencia global. Hace años me llamó la atención un chiste publicado en una revista de izquierdas. Se veía la típica caricatura del Tío Sam (con su sombrero de copa y su frac confeccionado con las barras y estrellas de la bandera estadounidense) diciendo con arrogancia a Cuba “vas a ser libre quieras o no”. A mí no me hizo ninguna gracia. Estaba claro que para muchos izquierdistas la libertad consistía únicamente en la autodeterminación colectiva del pueblo en cuestión, y que ésta debía ser, además, interpretada y ejecutada en exclusiva por el Estado. La libertad de cada individuo era prácticamente una aberración, un vicio reaccionario, un capricho burgués enteramente fuera de lugar. Durante décadas, esa visión de la libertad colectiva y de la libertad individual fue predominante entre los intelectuales de izquierda. Con diversos matices y grados, los “progresistas” de todo tipo ensalzaban una especie de libertad colectiva abstracta y fuertemente subordinada a otros valores, como la justicia social, al tiempo que menospreciaban o directamente rechazaban la soberanía individual. Hoy, cuando asistimos al más brutal ataque terrorista de los enemigos de la libertad individual humana, muchos de esos intelectuales de izquierda siguen sin modificar su punto de vista, por más que ellos habrían de estar entre las víctimas si Occidente llegara a sucumbir. Desde que el Siglo de las Luces parió la civilización occidental moderna, y desde que ésta alcanzó su madurez, los enemigos que ha tenido que combatir han sido externos e internos, han sido muy diversos por su procedencia geográfica, y han sido teóricamente muy distintos en cuanto a su ideología. Lo cierto es que todos, sin excepción, han tenido un denominador común: el objeto de su odio y su desprecio siempre ha sido la libertad individual, y contra ella han dirigido sus ataques más feroces y sus estrategias más sutiles. Desde los sectores más conservadores de la Iglesia Católica hasta el nazismo, desde el comunismo soviético hasta el fascismo italiano, desde el socialismo “lights” a la europea hasta el ultraislamismo, todos los enemigos de la sociedad abierta han comprendido cabalmente que el centro de su campaña debía ser la libertad personal, que la destrucción del autogobierno individual era su objetivo natural. Ese odio visceral a la libertad individual tiene una explicación muy sencilla, en el fondo. La libertad es subversiva en sí misma. Su existencia en un país crea anhelos en los países vecinos y esos anhelos pueden desencadenar reacciones populares de desacato al poder autoritario. Por eso en Irán o Cuba se prohíbe incluso ver televisión por satélite: la contemplación de la libertad genera ansias de libertad incompatibles con todo régimen iliberal. Las corrientes migratorias siempre van de los países menos libres a los más libres, porque además, lógicamente, acostumbran a ser los más ricos. Los enemigos de la libertad saben que ésta es la única fuerza capaz de generar bienestar y progreso para la sociedad, pero aún así la mantienen a raya porque de lo contrario peligra su control del poder y, con éste, sus privilegios. Es obvio, pues, que si el objetivo de nuestros enemigos es imponernos su ausencia de libertad, el nuestro debe ser imponerles a ellos la libertad generalizada. Es decir, liberar a sus súbditos del poder autoritario de estas élites y hacerles partícipes de la libertad que nosotros disfrutamos. O, como decía el chiste al que hice referencia al principio, hacerles libres “quieran o no”. En realidad la gente sí quiere, y es la reducida élite que monopoliza el poder la que se opone. Basta, por tanto, de hipocresía y de delicados llamamientos a no intervenir en el — 251 — seno de otras sociedades. Hay que intervenir para liberar a los individuos. Hay que imponer a esas nefastas élites la libertad: no ya la nuestra (que también) sino sobre todo la de sus propios ciudadanos. Y si no es posible, habrá que derrocar y sustituir a esas élites. Quienes se horrorizan ante este tipo de posiciones (y son muchos, y se creen muy demócratas y muy progresistas) son los herederos directos de quienes en los años treinta no querían intervenir frente a Hitler o Stalin por consideraciones muy similares. Al final hubo que hacer una terrible guerra contra Hitler, sufrir un espantoso Holocausto y permitir que el estalinismo oprimiera o asesinara a millones de personas durante cinco décadas. La Historia es tan reciente como remota parece ser su evidente lección cuando quienes tienen que aprenderla son nuestros intelectuales de Occidente, tan xenófilos como llenos de prejuicios contra nuestra propia cultura. — 252 — Entrevista a Paulina Arpasi, diputada y líder indígenista peruana Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2001 Usted es la primera mujer indígena elegida como diputada al Congreso peruano. ¿Cómo ha llegado a esa institución? Principalmente debo agradecérselo al presidente Alejandro Toledo, que me brindó la oportunidad de presentar mi candidatura en el seno de su partido, Perú Posible. Como sabe, en Perú hemos tenido que desembarazarnos de una terrible dictadura que durante diez años ha corrompido la política y los medios de comunicación. Los indígenas, tanto amazónicos como "campesinos" [pueblos indígenas de alta montaña] somos uno de los sectores de la población peruana que con mayor dureza sufrió las consecuencias de la dictadura, y naturalmente es lógico que estuviéramos en la primera línea de combate frente al fujimorismo. Creo que esa firmeza de los pueblos indígenas ante el dictador fue muy valorada por Toledo como candidato, y comprendió que debíamos unir nuestros esfuerzos y que los pueblos indígenas necesitaban una voz en el legislativo. Yo era Secretaria General de la Confederación Campesina [indígena] del Perú, una institución con más de medio siglo de vida y presencia en todo el país, y desde esa función pasé a la política de partido para apoyar el esfuerzo de renovación nacional que encarna el presidente Toledo. ¿Por qué antes no hubo presencia indígena femenina, y muy escasa masculina, en el parlamento de un país con ocho millones de indígenas? Los diversos partidos políticos siempre se han limitado a acudir a nuestros pueblos en plena precampaña electoral para asegurarse nuestros votos prometiendo cosas que nunca se cumplían o, incluso peor, chantajeando a nuestra gente con el típico argumento de que si el resultado de las urnas en esa zona era adverso vendrían a destruir nuestras escasas infraestructuras. El voto del engaño y el voto del miedo es lo más cercano a una democracia que hemos conocido. Pero ya está bien, esto se acabó. Llevamos así más de quinientos años y no puede continuar. Hace apenas sesenta días que hemos asumido el gobierno de la república y ya empieza a notarse el inicio de una nueva etapa. La población indígena del Perú, y desde luego la mujer indígena, no van a dejar pasar la oportunidad que esa etapa representa. Le cuento una anécdota: toda la prensa escribió que al poco tiempo de ser diputada yo dejaría mi atuendo, el atuendo propio de mi pueblo, para vestir al estilo criollo. Sin embargo, creo que no sólo es necesario que los indígenas sepan que tienen a una representante en el Congreso de Lima, también es muy importante que el Congreso de Lima sepa que tiene dentro una representante de los indígenas. Ni cambiará mi atuendo ni mi reivindicación constante de los derechos de los pueblos indígenas peruanos. Usted es diputada por la circunscripción de Puno. ¿Quiénes fueron sus contendientes? De los cinco electos por mi circunscripción fui la más votada (el sistema es mixto de votación a la lista y a la persona). Salimos tres diputados de Perú Posible y dos de la oposición. ¿Cuáles son las principales necesidades de los pueblos indígenas peruanos? En realidad todo puede resumirse en una gran necesidad: respeto y consideración a nuestras personas y a nuestras sociedades. Respeto a nuestra cultura. Es algo que jamás hemos tenido garantizado en nuestro propio país. Ahora el presidente ha firmado un convenio de los países andinos en esa línea. A mí me ha pedido que lidere desde el parlamento una completa renovación del modo de considerar a los pueblos indígenas por parte del Estado peruano. Por ello he asumido la presidencia de la Comisión Parlamentaria de Asuntos Indígenas. Entre otras ideas, en mi plan de trabajo está la creación de una pequeña célula cotidiana formada por la primera dama (que está muy sensibilizada sobre nuestros problemas), la ministra de la Mujer y yo misma, al objeto de ir tomando iniciativas concretas constantemente, sin por ello dejar de lado el trabajo más profundo y a largo plazo que debe hacerse en el Congreso. Estamos exigiendo una educación plenamente bilingüe, pero no basta el bilingüismo: necesitamos la interculturalidad. Y también estoy revisando todo lo concerniente a la educación que la población criolla recibe respecto a los pueblos indígenas, porque creo que es fundamental — 253 — inculcar esa actitud de respeto a todos los niños peruanos desde la escuela. El cambio que hay que hacer es enorme después de Fujimori, y en el área de políticas sobre los pueblos indígenas es aún mayor porque el anterior gobierno nos dejó de lado por completo. Ser indígena y mujer es doblemente difícil, ¿verdad? Sí, desde luego. Afortunadamente la capacitación de nuestros pueblos por parte de las ONG internacionales (que agradecemos infinitamente) no sólo está liberando al indígena frente a la sociedad envolvente, sino que también está liberando a la mujer indígena dentro de su propia sociedad. El machismo sigue siendo fuerte, pero se nota un avance rápido y cada día son más las mujeres indígenas activas en la política o en la pequeña industria local. Hacer que se cumplan las leyes de igualdad de la mujer es una tarea importantísima en las comunidades indígenas, sobre todo en cuanto a la educación de las niñas en igualdad de condiciones con los niños. ¿Cómo han aceptado su presencia los demás parlamentarios? Por delante me sonríen, pero por detrás a algunos les duele mi presencia, o les avergüenza verme allí con mi atuendo indígena. Represento una parte del país que no quieren ver, pero van a tener que verla les guste o no, con todas sus virtudes y con todos sus defectos, porque somos una gran parte de la población del país y no podemos seguir excluidos de la política peruana. Hay muchos diputados tanto de la oposición como de mi bancada que sí me tratan con especial cariño y me ayudan en todo lo que pueden. Sobre todo al principio, que me sentía muy perdida en aquella institución completamente nueva para mí y tan compleja. La oposición sobre todo es muy escéptica sobre mí y mi capacidad de hacer algo serio por los indígenas peruanos, pero espero demostrarles que se equivocan, aunque al principio cometa errores. Nadie ha nacido sabiendo. Lo que me está ayudando mucho es comprobar que muchas mujeres criollas de Lima me paran por la calle para saludarme y darme ánimo. Nunca imaginé que esto pudiera ocurrir. — 254 — Responder al 11-S dentro de la ley Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2001 El brutal ataque del 11-S debe saldarse en los tribunales de verdad, no en oscuros consejos de guerra, opacos a la prensa y carentes de las mínimas garantías procesales. Porque Occidente no es como sus enemigos, no podemos permitir juicios sumarísimos que atentan contra el concepto mismo de justicia tal como lo hemos heredado tras siglos de tradición jurídica occidental. Confieso mi espanto ante las últimas declaraciones del presidente de los Estados Unidos. Sus palabras me han horrorizado como jurista, como liberal y como ciudadano de Occidente. Bush dice que someterá a los terroristas que capture en Afganistán (y supongo que también a los dirigentes del régimen depuesto) nada menos que a “consejos de guerra”. La explicación es muy sencilla. En un juicio normal hay prensa; en un oscuro consejo de guerra celebrado en una remota base militar o a bordo de un portaaviones, la información que el mundo reciba será cien por cien controlada por el gobierno norteamericano. En un juicio normal hay pruebas; en un consejo de guerra supuestamente también, pero la práctica nos enseña que este tipo de procesos suele adolecer de una fuerte predeterminación. En un juicio normal las garantías jurídicas y los plazos de todo tipo pueden hacer muy largo el proceso; en los consejos de guerra de Bush probablemente no habrá garantías jurídicas ni defensa digna de tal nombre, por lo que el presidente podrá colgar o fusilar rápidamente a unos cuantos encausados y “vengar” así a la sociedad norteamericana herida por la barbaridad del 11-S. No parece una acción digna del país más avanzado de Occidente. Más parece que Bush busque la revancha y no la justicia, la rápida oferta de carnaza a una sociedad ávida de castigo, y no el profundo esclarecimiento de lo ocurrido y de las responsabilidades precisas de cada individuo. Más parece que el presidente de los Estados Unidos haya abdicado de su papel de faro de la civilidad occidental, del Estado de Derecho y de la auténtica y objetivable Justicia para tornarse en el burdo sheriff de un pueblo de Texas que le “da su merecido” a los malos de la película, de forma tosca y sin reparar en sutilezas ni matices, aunque por el camino caiga algún inocente o no se repartan las culpas y las penas conforme a hechos demostrados y con la proporcionalidad jurídica debida. El mundo, y en particular Occidente, ha expresado por una vez un torrente de solidaridad con los Estados Unidos, victimizados por el peor ataque terrorista de la Historia humana. Es de justicia que así sea, y que la solidaridad con la nación norteamericana sea tan generosa como sin duda merece. Pero ese mismo mundo, y en particular ese mismo Occidente, no aceptarán consejos de guerra, juicios sumarísimos ni otras farsas por el estilo en sustitución de la justicia normal y ordinaria, cuyo imperio es una pieza fundamental del sistema de valores atacado por los terroristas. Si Bush cumple su amenaza de celebrar esta clase de procesos pseudojudiciales, los enemigos de Occidente brindarán con champán (sin alcohol, supongo) porque habrán logrado uno de sus objetivos. Y Bush habrá perdido mucha de la legitimidad que adquirió con su serena y correcta actuación en los días y semanas posteriores al 11-S. Es de esperar que los aliados occidentales de Bush le disuadan de esa barbaridad, porque saciar la legítima sed de justicia con el agua salobre de unos turbios juicios militares sólo cerrará en falso el problema. La justicia militar es a la justicia lo que la música militar es a la música... — 255 — Impuestos versus Derecho Perfiles del siglo XXI, enero de 2002 El Derecho tal como lo entendemos en Occidente es un marco normativo basado en la voluntad autónoma de las personas. Nuestra más arraigada norma natural es que las personas son independientes y están legitimadas para actuar, en persecución de sus propios intereses, sin más trabas que las estrictamente necesarias para evitar el perjuicio de otro. Sobre esta idea simple pero revolucionaria se fue construyendo todo el entramado jurídico que, con las diferencias aplicables en cada caso, alimenta el Derecho en todos los países de Occidente. Nuestro sistema de ideas legitima, por tanto, el acto de impedir a la gente hacer determinadas cosas (para evitar el daño a otra persona), pero no el acto de obligar a las personas a hacer otras cosas. La libertad puede recortarse por el único y supremo motivo de no invadir la libertad de otro, pero no puede condicionarse mediante la obligación de emprender acciones determinadas desde el Poder. Vemos muchos ejemplos de esta profunda convicción. El más claro de ellos es el rechazo social masivo a obligaciones especialmente difíciles, como la de prestar servicio militar. Las sociedades desarrolladas han ido obligando a sus respectivos gobiernos, país tras país, a eliminar esa obligación, que la gente no consideraba legítima. Y con razón: en aras del no perjuicio a otro se puede limitar la acción de un individuo, no obligarle a emprender acciones. Otros casos ilustrativos son la resistencia de los ciudadanos a participar por fuerza en mesas de votación o jurados, o su rechazo al voto obligatorio en los países donde existe, o el rechazo de los médicos a practicar acciones contrarias a su conciencia personal. En general, la mayoría respeta y legitima la resistencia de los individuos a cumplir obligaciones activas impuestas por el Estado, aunque esa misma mayoría considera lícito impedir acciones individuales nocivas para otro. ¿Cómo cuadra en este marco la obligación tributaria? Francamente mal. La obligación de pagar impuestos es en sí misma una contradicción antijurídica y contraria a los fundamentos del Derecho occidental, aunque desde el principio se ha insertado con fuerza en el mismo y ha perdurado hasta hoy, cada vez más enquistada. Cuando el Estado obliga a una persona a entregar parte de sus bienes bajo amenaza de ir a la cárcel si se resiste, se desmorona todo nuestro edificio jurídico. Ya no se está impidiendo a esa persona hacer determinada cosa que daña a otro, sino que se le está obligando a emprender cierta acción: la de llevar parte de sus bienes y darlos al gobierno de turno para que los gaste en tal o cual cosa. Por extensión, esa persona está realizando cientos de acciones y actividades cotidianas (su trabajo, su ahorro y su inversión) para el Estado, no para sí mismo. Dependiendo del país, el individuo estará trabajando para el Estado desde el 1 de enero hasta equis fecha del año (la fecha que los ingleses calculan y llaman “Tax Freedom Day”), si consideramos el porcentaje de sus ingresos totales que irá a parar de una u otra forma a las arcas públicas. Puede sonar muy duro, pero ésta es una forma moderna, sofisticada y sutil de esclavitud parcial de las personas. Si la obligación de tributar es (como toda obligación activa y positiva sobre las personas) esencialmente antijurídica, peor aún es el cómo. En muy pocos lugares se trata de una obligación repartida a partes iguales entre la ciudadanía. En general, los pensadores de origen marxiano han logrado imponer en todo Occidente un sistema tributario que ni siquiera es proporcional a los ingresos de la gente, sino manifiestamente arbitrario en función de la denominada “progresividad”. Es decir, paga más quien más tiene, pero no en proporción a “cuánto más” tiene, sino mediante una tabla arbitraria de intervalos de tributación que le hará pagar, no ya más dinero, sino mayor porcentaje. Esto puede ser muy acorde con la llamada justicia “social” que algunos promueven, pero desde luego es por completo opuesto a la justicia sin apellidos, es decir, a la Justicia con mayúsculas. — 256 — Así pues, la obligación de tributar es una aberración jurídica, como lo son todas las obligaciones de hacer lo que sea, ya que la base filosófica del Derecho admite solamente el impedimento de ciertas acciones, no la ejecución forzada de otras. Y además la tributación se ha organizado en casi todas partes de forma aún menos jurídica al no obedecer a la proporcionalidad, que es un principio jurídico básico, sino a criterios “sociales” muy alejados del Derecho. En estas circunstancias, resistirse pacíficamente a la obligación tributaria o esconder parte de los bienes propios en un “paraíso fiscal” para protegerse de la depredación estatal, podrá ser formalmente ilegal según las normas del país en cuestión, pero sin duda es un acto éticamente legítimo y cargado de razón jurídica. — 257 — Una mirada liberal al futuro Perfiles del siglo XXI, febrero de 2002 En los medios y en los libros, el noventa por ciento de las opiniones publicadas están basadas en los valores y creencias de la izquierda marxiana o de las ideologías conservadoras inspiradas por las religiones convencionales. Ambos grupos son muy críticos con el rumbo que está tomando la Humanidad, y ambos comparten en gran medida los dogmas del “pensamiento único inverso”. Quizá una mirada liberal al futuro deba partir de un análisis bastante simple: si a nuestros adversarios les horroriza el porvenir, ¿no será que éste se asemeja más a nuestro modelo que al de ellos? Casi todos los autores de “no ficción” se esfuerzan desde hace años en comprender el futuro que le espera a nuestra especie. Nos hablan siempre del fin de muchas cosas y del comienzo de otras que intentan explicar o por lo menos enunciar. Nos hablan de grandes cambios en todo: en el medio ambiente, en el mundo del trabajo, en la organización política y económica, en la forma y el fondo de las relaciones humanas. Unos pronostican un mundo más libre y otros, la mayoría, se muestran abrumadoramente pesimistas ante el cariz que está tomando la realidad. Todos coinciden en que la Humanidad de dentro de veinte, cincuenta o cien años será completamente diferente, y algunos no le dan mucho más tiempo de supervivencia. Desde que la eliminación total de la vida humana sobre la Tierra entró en la esfera de lo posible, el catastrofismo más descarnado es un elemento recurrente en las artes y las letras, en el entretenimiento y en todas las intuiciones del futuro que presentan los más variados pensadores. Su discurso gira sobre la capacidad y la voluntad de esta civilización universal en formación para conjurar ese peligro o, por el contrario, sobre la futilidad de nuestra resistencia a un caos irreversible. Casi todos los elementos del rápido proceso de transformación en que nos hallamos inmersos se consideran conducentes a una futura hecatombe de grandes proporciones, capaz incluso de hacernos desaparecer. La geometría de nuestra evolución es la espiral, y en las últimas cuatro o cinco décadas los seres humanos hemos tomado conciencia de ello. El vértigo que la acompaña asusta a muchos y condiciona nuestra visión del futuro. La incógnita que cada cual despeja a su manera es qué hay al final de la espiral. Casi todos temen que al término de la escalera de caracol haya un abismo, o que simplemente no estemos genética ni culturalmente dotados para soportar un giro tan intenso, una revolución que ya provoca críticas acervas y alimenta un difuso y confuso movimiento de oposición, incapaz, sin embargo, de plantear alternativas concretas y viables. En pocas décadas, la especie humana habrá alcanzado un nivel de conocimientos científicos y tecnológicos que muchos creen incompatible con el retraso o la involución filosófica y moral que perciben. Las voces mayoritarias en el debate son, por un lado, las de la izquierda postmarxiana y, por otro, las de abierta o discreta inspiración en las religiones tradicionales, principalmente en las abrahámicas. Entre ambos campos representan tal vez el noventa por ciento de las opiniones publicadas, aunque es discutible que alcancen un porcentaje mayoritario en el conjunto de la sociedad, al menos en Occidente. Por motivos diferentes y con argumentos y terminología distinta, ambas corrientes vierten un enorme pesimismo sobre el nuevo rumbo de la Humanidad y promueven desesperadamente un golpe de timón que, sencillamente, no parece posible. Las escasas opiniones que discrepan del consenso pesimista y creen asumible (o incluso generalmente positiva) la nueva realidad humana suelen ser ferozmente denostadas. En el pensamiento mayoritario, que es el contrario al supuesto “pensamiento único” (el cual, como resulta evidente, ni es único ni siquiera concita demasiado apoyo), uno de los ingredientes básicos es el sentimiento de orfandad. Los intelectuales de izquierda han visto derrumbarse en unos años el castillo de naipes construido durante un siglo y medio, desde que una corriente del liberalismo clásico se tornó colectivista y surgieron las primeras formas — 258 — modernas de socialismo, abriendo un abanico de opciones ideológicas que el siglo XX ha ido probando y desestimando una tras otra. Por su lado, los pensadores de influencia religiosa comprueban que la realidad y la revolución científica hacen cada vez menos viable el recurso a la divinidad y a los códigos de valores impuestos por las religiones reveladas. Ambos sectores temen y desprecian el auge del individuo humano autosuficiente frente a la comunidad, que entienden seriamente amenazada. Junto a motivaciones más elevadas, no hay que descartar el peso que puede tener en la opinión de estos sectores el temor, incluso inconsciente, de que la autodeterminación de los individuos reste poder a los “ingenieros sociales” de una u otra ideología, que sólo pueden ejercer de Pigmalión en el marco de comunidades humanas dirigidas por un aparato estatal fuertemente determinante de la sociedad, como las que hemos conocido hasta ahora. Tal vez los hombres y mujeres de este mundo hayamos llegado por fin al momento emancipador en el que podamos prescindir de todos los “ingenieros sociales” y expulsarles de nuestra organización social mostrándoles sin recato el dedo corazón. La mayor crítica que puede realizarse al pensamiento generalizado, al “pensamiento único inverso”, es que no se ha detenido suficientemente a buscar en la transformación en curso el nacimiento de nuevas fórmulas de organización comunitaria o de una emergente estructura de valores. Sin embargo, se intuyen esas fórmulas novedosas de interrelación (véase por ejemplo Internet) y se vislumbra una construcción ética nueva que se va abriendo paso (y si se va abriendo paso es porque millones de personas lo van asumiendo, por más que horrorice a los “pensadores únicos inversos”). En muchos casos, los pensadores representativos de los dos grandes universos teóricos antes mencionados, el postmarxiano y el humanista de inspiración religiosa (remota o inmediata), se han limitado a contemplar con horror y asco los efectos objetiva o subjetivamente perversos del proceso y, sin ahondar más, se han aprestado a un contraataque intelectual tan encarnizado como previsiblemente fútil. No le han dado al nuevo rumbo ni el beneficio de la duda, ni un margen de confianza, ni “cien días” de gestión: se han lanzado a su cuello con pasión digna de mejor causa, protagonizando una pataleta tan llamativa como estéril. Su reflexión se limita a considerar que, como pulveriza algunas de sus más asentadas creencias, el proceso es en si mismo perverso y si la especie humana no lo invierte se aboca a la extinción o, como mínimo, a padecer toda suerte de calamidades. No son capaces de cuestionar si aquellas creencias tan asentadas serían erróneas, ni tampoco quieren admitir que, aunque el noventa por ciento de los intelectuales compartan esa visión, probablemente el mismo porcentaje de los ciudadanos avanza en la dirección opuesta y no precisamente asumiendo con fatalismo la revolución en marcha, sino subiendo decididamente la escalera de caracol. En realidad, apenas una exigua minoría fuertemente ideologizada comparte la visión de estos intelectuales, en algunos casos incluso haciendo uso de formas violentas de oposición al proceso: cuando los “ingenieros sociales” pierden el poder estatal, que es el oxígeno que necesitan para vivir, recurren con frecuencia al cóctel Molotov para reinstaurar su hegemonía. El progreso científico y tecnológico está produciendo sin duda cambios radicales en la vida de las personas, pero hasta ahora son mínimas las expresiones de descontento por parte del ciudadano de a pie. Al contrario, la gente común se apresta a aprovechar cada nueva opción que se le ofrece para mejorar su comfort, incrementar su seguridad, adquirir mayores conocimientos e información o preservar su salud. Al mismo tiempo, el individualismo ha ganado la partida al colectivismo. Muchas veces, los mismos ciudadanos que comparten el discurso intelectual del “pensamiento único inverso” son los primeros en aprovechar la libertad personal sin precedentes que les brinda la nueva realidad. La espiral existe y en uno o dos giros más habrá transformado por completo a la Humanidad. Las comunicaciones al alcance de todos harán que el conocimiento y la información fluyan de manera enteramente libre, generando una sociedad incontrolable por las élites políticointelectuales, por los “ingenieros sociales”. Los avances en la medicina alargarán considerablemente la vida humana y mejorarán la calidad de vida en la vejez, revolucionando por tanto el entendimiento del trabajo, del ocio y de la jubilación, y obligando a individualizar — 259 — los sistemas de pensiones y basarlos en la justa capitalización del ahorro de cada trabajador. La revolución biotecnológica en ciernes cambiará por completo nuestra forma de relacionarnos con el entorno natural y producirá sin duda, a largo plazo, modificaciones en nuestra propia especie. La terrible amenaza de superpoblación se atenuará por el pleno dominio humano de la biotecnología, tanto en la producción fácil y masiva de alimentos como en la mejora del control de la natalidad (y su definitiva implantación frente a las creencias religiosas y las tradiciones que hasta ahora lo han dificultado). El deterioro del medio ambiente se verá compensado por la capacidad tecnológica humana en la producción y sustitución de los recursos naturales amenazados, así como por el desarrollo de formas de energía y producción menos nocivas. La globalización de la economía igualará paulatinamente los niveles de vida de la población mundial (este hecho es tan absolutamente evidente que parece mentira que su negación se haya convertido en el principal argumento de los movimientos antiglobalización). Al mismo tiempo, la globalización económica inducirá una globalización consiguiente de los valores, lo que armonizará las relaciones entre culturas diversas reduciendo el riesgo de tensiones y haciendo posible el establecimiento de códigos éticos y sistemas de organización política y de administración de justicia universales. Es sólo cuestión de tiempo. Lo que más asusta a los enemigos de este proceso es, en el fondo, la atomización del poder político y de otro poder mucho más etéreo y menos tangible, pero importantísimo: el poder de generar e impulsar marcos de valores ético-morales, un poder que antes estaba residenciado en las cúpulas políticas, religiosas e intelectuales y ahora pasa a ser patrimonio del público y a gestionarse por éste de forma directa y pluridireccional. Es legítimo temer que un mundo global pueda caer en una dictadura global, pero todos los cambios previsibles antes mencionados parecen indicar lo contrario: unos niveles de libertad personal y de calidad de vida superiores incluso a los que se dan actualmente en Occidente, y su lenta (demasiado lenta, sin duda) pero irreversible extensión hasta alcanzar a todas las personas en todo el mundo. El código de valores de ese nuevo mundo ya está emergiendo y, pese a los intelectuales colectivistas, cada día tiene más seguidores. Es un código que hace del individuo dueño único de si mismo, liberándole de las ataduras místicas e ideológicas de antaño y, cierto, también de la mayoría de las ataduras sociales. El hombre y la mujer de mañana no serán súbditos de la colectividad ni estarán obligados a regirse por otros principios morales que los que ellos mismos escojan dentro de una gran pluralidad de estilos de vida y opciones personales a su disposición, siempre con la única limitante de no actuar de forma directa y demostrable en perjuicio de otro. La autosoberanía plena y la libertad irrestricta de intercambio y relación están llamadas a conformar una sociedad de personas conscientes. La contrapartida de los mayores niveles jamás alcanzados de libertad personal será la plena responsabilidad de cada individuo sobre sí mismo, sobre sus decisiones y sobre las consecuencias de las mismas. La desaparición del paternalismo estatal y la evidente pérdida de sentido del misticismo de todo tipo terminarán de situar a la racionalidad en el centro del comportamiento humano. La solidaridad recuperará su esencia voluntaria al deshacerse de la usurpación estatal. No es un panorama que aliente una explosión de optimismo porque el cuadro presentado seguramente aterroriza a muchos, pero es un marco que desde luego está bien lejos de las negras perspectivas a las que nos tiene acostumbrados la mayoría de los opinadores actuales. Es simplemente una nueva realidad. La espiral continuará, y es de sentido común pensar que tendrá que ir acompasándose al ritmo de la capacidad humana de asunción de sus consecuencias. No será un torbellino arrollador sino una corriente rápida pero navegable. Los miedos de los agoreros y su oposición visceral son un fenómeno normal: el ser humano es de naturaleza temerosa y conservadora del statu quo. Muchas veces los más convencidos progresistas, los que se creen a la vanguardia de la modernidad, se revelan en el fondo como los más fervientes defensores de un modelo caducado que la realidad está descartando y sustituyendo. Pero no hay marcha atrás y la resistencia es, por tanto, inútil y perniciosa: el camino inteligente es avanzar por la espiral a la mayor velocidad para comprender el mundo de — 260 — mañana, adaptarse desde hoy y extraer lo mejor del mismo. El futuro es imparable y la especie humana tiene que seguir ascendiendo peldaño a peldaño por la escalera de caracol de su propio destino. Cualesquiera que sean las consecuencias. — 261 — El suicidio de Argentina Editorial en Perfiles del siglo XXI, febrero de 2002 Si a cualquier ciudadano de un país democrático normal se le dice que el jefe del Estado (el quinto en un mes), cuyos poderes constitucionales son de por sí inmensos y además ha recibido más poder aún del parlamento, resulta ser el principal opositor del presidente electo en las urnas, y que a pesar de tan cuestionable legitimidad se dispone a completar el mandato del presidente elegido en su día (en vez de convocar de inmediato elecciones), y que además está tomando medidas de extrema importancia que afectan directamente a la propiedad de la gente, probablemente ese ciudadano pensaría que se trata de una broma o que en el país se ha producido un golpe de Estado encubierto. Si además se le informara de que la gente no puede retirar su dinero y éste, en todo caso, está perdiendo su valor a un ritmo frenético, y que el gobierno obliga a la gente a celebrar sus contratos en esa denominación monetaria en caída libre, el ciudadano no podría sino escapar del país con sus pocas o muchas pertenencias. La clase política argentina, tanto radical como peronista, es la culpable única de la situación de caos que vive el país. El débil gobierno del débil De la Rúa, su irresponsable dimisión en el peor momento, la terrible herencia menemista de un déficit fiscal insoportable y un endeudamiento externo descontrolado, la puñalada de Cavallo a la confianza interna y externa en la economía nacional al sembrar las primeras dudas sobre la paridad peso-dólar, el repugnante "corralito" que constituye un atentado intolerable a la propiedad privada, el pasteleo parlamentario para escoger presidente tras presidente (incluso del partido contrario al que ganó en su día la elección presidencial) en vez de llamar a las urnas a la población, las constantes declaraciones incendiarias de Duhalde y de sus ministros, la culpabilización de las empresas extranjeras que habían apostado por la Argentina, la caza de brujas contra quienes han tratado de refugiar su dinero en el exterior, el populismo nauseabundo del nuevo gobierno (incluyendo la vomitiva coronación de una nueva Evita), y sobre todo el error inmenso y sin retorno de flotar el peso y hacer caso a las recetas fallidas del FMI... La lista de errores es interminable, y el resultado es la pura y simple destrucción de las instituciones, de la democracia y del Estado de Derecho en la Argentina, junto al súbito y brutal empobrecimiento del país y de sus ciudadanos. Cabe preguntarse cuál será el siguiente paso. ¿Una vuelta a los tiempos de los gobiernos de facto, si la situación se hace aún más volátil? ¿Una revolución incontrolada que sitúe al país en manos de un Hugo Chávez a la argentina? En el plano económico el futuro ya ha llegado: los argentinos ya llevan perdido más del cincuenta por ciento del valor de su dinero. Los argentinos huyen buscando en su árbol genealógico un abuelo italiano, un bisabuelo español, un pasaporte para escapar del desastre. Los argentinos ya no creen en su país. El resto del mundo tampoco. Esto es lo que ha conseguido la clase política radical y peronista, en una conjura de necios, en una alianza de torpes y corruptos, en una coalición de arrogantes imbéciles que está suicidando al país y ha hundido en la miseria a sus gentes. La Historia habrá de pasarles factura. La "justicia" de Guantánamo Editorial en Perfiles del siglo XXI, febrero de 2002 Donald Rumsfeld afirmó en la CNN que el trato que reciben los presos afganos en la base militar de Guantánamo es "mejor que el que ellos daban a sus prisioneros". Al basarse en semejantes parámetros de comparación, el secretario de Defensa pone al Estado norteamericano a la altura del régimen talibán derrocado. Los terroristas de Al-Qaeda son sanguinarios criminales que merecen toda la dureza de la Justicia humana. Lo que no merecen (y tampoco los ciudadanos de Occidente merecemos ver cómo ocurre) es un juicio de opereta en una base militar alquilada a Cuba. El motivo de trasladar a estos presos a Guantánamo es obvio: evitar que les ampare la ley estadounidense, que se aplicaría en territorio de ese país y, — 262 — también, en naves o aeronaves de los Estados Unidos situadas en aguas o espacio aéreo internacionales. Por eso Bush ni siquiera les va a someter a un consejo de guerra a bordo de un portaaviones, sino a pseudojuicios celebrados en un territorio de ambigua soberanía cedido por Cuba a principios del siglo pasado. Desde Perfiles del siglo XXI siempre hemos expresado nuestro horror por lo ocurrido y nuestra solidaridad con las víctimas del 11 de septiembre, y hemos apoyado con firmeza la campaña militar antiterrorista desplegada por Washington en respuesta al sanguinario ataque. Sin embargo, el presidente Bush nos ha decepcionado al negar a los presos los derechos fundamentales que recoge la Convención de Ginebra, y al evitar que comparezcan ante la justicia con luz, prensa y ventilación. Y con las garantías procesales que todo encausado debe tener. La farsa de Guantánamo, las jaulas para animales donde se ha confinado a los presos, las más que probables torturas y la plena indefensión jurídica de estas personas son hechos indignos de los Estados Unidos de América y sólo consiguen que el apoyo mundial a la causa de Washington se vaya debilitando ante un comportamiento tan ajeno a la cultura, la tradición y los principios de Occidente. — 263 — Los límites de la religión Perfiles del siglo XXI, febrero de 2002 Tras el 11-S, el mundo entero se ha dado a la tarea de repensar las relaciones entre sociedad civil y confesiones religiosas. Creer en cualquier religión revelada, en cualquier libro sagrado o en la santidad de cualquier líder religioso y de sus designios es, sin duda, un derecho. Pero como todo derecho, sólo puede ejercerse dentro de unos parámetros racionales que lo hagan inocuo para los demás. La religión (cualquiera) debe someterse a la civilidad, o de lo contrario deviene una amenaza grave que merece ser erradicada. La aconfesionalidad de las instituciones políticas es una conquista liberal de enorme importancia. Por un lado, impide el poder fáctico de las jerarquías religiosas sobre el Estado y los diversos partidos. Por otro lado, privatiza la religión y la expulsa del ámbito de la "res publica", lo que es fundamental si se pretende erigir un Estado justo que sirva a todos sus ciudadanos, sean o no creyentes de una u otra opción religiosa. Por último, permite a las diferentes confesiones religiosas actuar y desenvolverse en la sociedad amparadas por iguales derechos y deberes. En Europa occidental, en general, se ha logrado asentar el principio de aconfesionalidad. Está garantizado por las constituciones, aunque algunas (como la española) contengan lamentablemente una ambigüedad calculada para poder interpretar que la Iglesia Católica tiene un papel de mayor relevancia que las demás organizaciones religiosas. En América Latina, en general, se ampara la libertad de cultos pero es obvio el privilegio de la Iglesia Católica, y no se reconoce en igual grado el derecho del no creyente. Casi todas las constituciones del subcontinente comienzan con la frase "invocando a Dios..." En Europa oriental se ha pasado de la proscripción a la alianza de los nuevos dirigentes con las iglesias predominantes. Putin ha cometido este año la imprudente arbitrariedad de asistir este año a la principal misa ortodoxa de Navidad, y no a título personal sino en representación formal del Estado y anunciándolo a bombo y platillo en los medios de comunicación. Parece que sólo en Norteamérica se da una exquisita igualdad de todas las confesiones grandes o pequeñas, y una auténtica separación de todas ellas respecto al Estado. Incluso así, los derechos del no creyente siguen siendo inferiores a los del creyente, cualquiera que sea su opción confesional, y el recurso constante a la divinidad en los discursos políticos parece obviar el hecho de que millones de norteamericanos son no creyentes. Naturalmente, el caso más grave es el de los países musulmanes. En los más abiertos se da simplemente un apoyo claro y directo del Estado al islam. En los más totalitarios, la propia ley se basa en la literalidad del corán y las demás religiones están prohibidas. Las cárceles de Irán están llenas de bahais, cristianos y zoroastrianos. Las prisiones de todo el mundo musulmán están repletas de personas que no han perjudicado a nadie pero han hecho algo que no le ha gustado al ayatolah de turno o que contraviene los preceptos del libro sagrado. Se siguen cortando manos, se continúan practicando las espantosas ablaciones del clítoris a los trece años y se mata a pedradas a miles de mujeres. En mayor o menor medida dependiendo de cada país, el islam constituye hoy una de las religiones más abiertamente contrarias a la prevalencia de los Derechos Humanos. Tras los acontecimientos del 11-S, el mundo debería hacer una serena reflexión sobre hasta qué punto puede permitirse la religión en estado puro. El sentimiento religioso es un elemento presente en la conciencia de muchos ciudadanos, y están en su derecho de satisfacerlo solos o bien en el seno de cualquier organización religiosa, ya sea antigua o nueva, monoteísta o — 264 — politeísta. Lo que no tienen derecho a hacer es imponer su cosmovisión a los demás, ni desde el poder ni desde la mayoría social. ¿Es permisible la arracionalidad religiosa en plena revolución científico-técnica? Cada uno es muy libre de creer lo que quiera, pero la objetividad de lo evidente y de lo contrastable debe prevalecer, y en ella debe basarse la actuación de las instituciones públicas. Al mismo tiempo, el fanatismo religioso, es decir, la religiosidad excluyente, ultraproselitista, alienadora de la soberanía personal y justificadora de la violencia contra el infiel, debe ser erradicada sin contemplaciones, porque nos va en ello la supervivencia de la civilización humana contemporánea. La religiosidad y las diversas religiones son permisibles sólo dentro de unos parámetros civiles de racionalidad y de sentido común, de aceptación pluralista de las demás religiones y de la comunidad no creyente, y de respeto al ordenamiento laico de la sociedad y del Estado. Esos parámetros han de estar por encima de cualquier sentimiento religioso y de sus consecuencias, porque la alternativa es la religión en estado puro: la religión de los caballeros cruzados y su rastro de terror, la religión de las guerras que sumieron a Europa en la destrucción y el fanatismo durante siglos, la religión de los Bin Laden musulmanes y de los Bin Laden cristianos, hinduístas o judíos, que también existen. Como el tabaco y las bebidas alcohólicas, los libros religiosos y las puertas de los templos deberían llevar un mensaje público instando a consumir con moderación y avisando de los peligros del exceso. — 265 — WC gratis, WC de pago Perfiles del siglo XXI, febrero de 2002 Hasta los cuartos de baño ha llegado la revolución marxista. En Francia, donde se suele cobrar el uso de los aseos, se levantan voces que culpan a esta política (tachada de "neoliberal") por la suciedad de las calles de los centros urbanos. Veamos cómo, en clave de humor, también el sentido común liberal puede ganar la elevada batalla ideológica que se libra hoy día en los retretes de la vieja Europa. "La suciedad y el mal olor del centro de París se deben a las políticas neoliberales..." Semejante discurso captó de inmediato mi atención, así que pedí al garçon que subiera el volumen de la tele. Me hallaba en una brasserie del Barrio Latino, hace unas semanas. "Como en todas partes hay que pagar para ir al baño, el resultado es que nuestras calles se convierten en improvisados retretes donde los ciudadanos más desfavorecidos se ven obligados a hacer aguas menores e incluso mayores, reducidos por el capitalismo salvaje a la condición de perros callejeros". Casi se me atragantó el croissant por la carcajada, y he de decir que mi risa cayó bastante mal entre los ciudadanos galos congregados en aquel local, ya que todos seguían con visible asentimiento y honda preocupación social las palabras del imbécil de turno (al parecer se trataba del líder juvenil de un partido de izquierda). "Y no sólo la mayoría de los grandes almacenes y supermercados exigen pagar por ir al baño: es una vergüenza que las diversas administraciones públicas obliguen a pagar en las estaciones de tren y metro, en los aeropuertos y hasta en las casetas públicas que han instalado por toda la ciudad, ya que funcionan con monedas". Salí del restaurante con el estómago lleno, la vejiga vacía y una sonrisa en la boca. Los izquierdistas no servirán para gobernar un país, pero hay que reconocerles una vis cómica y un talento para el humor dignos de elogio. Cuando usted utiliza el aseo, el cuarto de baño, el excusado, el sanitario, la toilette, el closet, el WC, el innombrable o como quiera que lo llamen en su país (hay un lugar de América Latina donde recatadamente lo denominan "el gabinete", palabra de honor), está consumiendo un servicio. Está empleando un espacio que tiene un coste de alquiler y de amortización del mobiliario, está gastando agua y electricidad, productos de limpieza y mano de obra para su aseo, jabón de manos tras el uso (doy por supuesta, amigo lector, tan recomendable costumbre) y toallas, así como una fracción del coste de mantenimiento técnico. Hay dos formas de cubrir ese coste: o lo paga usted (pago por uso, económicamente asimilable al pago por evento de las emisoras de televisión por cable, aunque menos placentero) o bien lo pagamos entre "todos". Ese "todos" será el conjunto de consumidores del supermercado o gran almacén, o bien el conjunto de los ciudadanos si el retrete en cuestión pertenece a una instalación pública. París, como otras grandes ciudades, tiene algunas zonas céntricas cuya concentración de ácido úrico en la atmósfera resulta ciertamente inadecuada para la capital mundial de la perfumería. De igual manera, la presencia abundante de tan desagradable materia en las calles, acompañada de otras aún más perceptibles, sabe Dios si de origen animal o humano, hace que circular por las nobles villas del Viejo Continente sea, mutatis mutandis, como esquivar las minas en los arrabales de Kabul. Pero este ingrato panorama, tan contrario a la higiene más elemental, se debe a dos grandes motivos y ninguno de ellos es el hecho de que, en efecto, en las toilettes francesas casi siempre haya que pagar: por un lado, la gestión pública de la limpieza urbana es pésima. Por otro, las calles de Europa están convirtiéndose poco a poco, más que en un lugar de tránsito, compras y paseo para los ciudadanos, en el hábitat permanente de miles de nuevos conciudadanos procedentes de países donde impera una cultura de uso de la vía pública muy diferente de la europea. No creo xenófobo ni insolidario constatar la realidad de que no más del diez por ciento de la materia orgánica tan — 266 — generosamente esparcida por nuestras calles es en la actualidad de producción nacional, ya que nuestros principales fabricantes (borrachos, indigentes y niños consentidos) han sido ampliamente superados en número por estos nuevos productores, cuyas manufacturas compiten con éxito en hedor y abundancia. Pero el francés medio, como el ciudadano normal de cualquier país civilizado, no contiene sus necesidades (sólidas o líquidas) por ahorrarse unos pocos céntimos de euro cuya trascendencia para cualquier economía doméstica es insignificante. ¡Ni siquiera para los escoceses, famosos por su asombrosa capacidad de conservar el dinero en los bolsillos de su kilt, constituirían unos pocos peniques barrera alguna entre ellos y las blancas curvas del aparato sanitario! La clave es que los ciudadanos cuidan más los recintos de cualquier tipo cuando han pagado por entrar, y el cobro directo permite recaudar lo suficiente para mantener impecables las instalaciones. El pago por depositar en lugar apropiado los residuos orgánicos de nuestros cuerpos mortales no es una cruel maldad del capitalismo "salvaje" (salvajes son, más bien, los que depositan tales inmundicias en la vía pública). Es simplemente, un cobro por un servicio, y los servicios nunca son gratuitos. Cuando el exaltado izquierdista pide la gratuidad de un servicio, ya sea hablar por teléfono, ir al baño o viajar en metro, está exigiendo en realidad que entre todos paguemos el servicio sin importar si lo usamos mucho, poco o nada. A eso llama la izquierda "justicia social" y la defiende, generalmente, mediante la exquisita diplomacia del cóctel Molotov. — 267 — Moldavia: ¿el próximo conflicto? Perfiles del siglo XXI, febrero de 2002 Los últimos acontecimientos de Moldavia permiten augurar un futuro incierto a este pequeño país del Este de Europa, tensionado hasta límites insoportables por su poderosa minoría rusa, que, con el apoyo del gobierno comunista de Vladimir Voronin, pretende evitar la occidentalización del país. La gran mayoría de la población, de etnia y lengua rumanas, parece decidida a derrocar el régimen de Voronin y salir definitivamente de la órbita del Kremlin. Hasta la Segunda Guerra Mundial, la hoy República de Moldavia formaba parte de Rumanía. Sus habitantes eran étnicamente rumanos y compartían con el resto de ese país su lengua, derivada del latín, y el conjunto de la cultura rumana. Los acuerdos de Yalta reconfiguraron la geografía política del Este europeo al antojo de Stalin, que construyó su imperio gracias a los titubeos y vacilaciones de Occidente. En ese contexto, Rumanía fue uno de los países que peor suerte corrieron. Por un lado, una sociedad absolutamente contraria al comunismo, que había esperado con ansia su liberación por parte de las tropas estadounidenses y su integración en la Europa de postguerra, se vio de la noche a la mañana entregada a Stalin por Occidente y convertida en una república socialista satélite de Moscú. En Rumanía todavía se oye echar a los norteamericanos la culpa de todos los males, pero es por haberse olvidado de liberar también el país de los Cárpatos, igual que hicieron con Grecia, Italia o Francia. Y por otro lado, a Rumanía se le extirpó arbitrariamente un trozo de su territorio y en él se creó de la nada la República de Moldavia, que fue una de las integrantes de la URSS. Pronto comenzaría la rusificación forzada del territorio. Como a los Estados bálticos (Letonia, Estonia y Lituania), igualmente anexionados a la URSS, a Moldavia se le impuso la lengua rusa. En su territorio se introdujo a colonos rusos que se establecieron por todo el país. Pese a que Rumanía formaba parte del mismo bloque político-ideológico, Moscú se preocupó de cortar los vínculos entre ambos países. Incluso se llegó a la barbaridad de imponer el uso del alfabeto cirílico en la escritura en lengua rumana. Tras el desmembramiento de la antigua Unión Soviética, Moldavia emergió a una independencia llena de titubeos. La antigua cúpula comunista, aliada con la minoría rusa, permitió la secesión de facto del territorio situado al este del río Dniester, donde los rusos proclamaron la república de Transdnistria. Al mismo tiempo, sofocaron, con frecuencia violentamente, las aspiraciones mayoritarias de la población, ansiosa de preservar su cultura rumana e incluso de reintegrarse a Rumanía. En este contexto es de elogiar la política de respeto a la Moldavia independiente que ha venido caracterizando las actuaciones de los sucesivos gobiernos rumanos. Moldavia es uno de los últimos bastiones del comunismo soviético. El partido gobernante (probablemente mediante fraude electoral en los comicios de 2001) ni siquiera se ha molestado en suprimir el nombre “comunista” de su denominación oficial (caso único en todo el Este europeo). El presidente Vladimir Voronin, miembro de la poderosa minoría eslava, emula a su homólogo bielorruso Lukashenko y compite con éste por el favor preferencial de Moscú. El servilismo de Voronin hacia el Kremlin llega a extremos de ridículo, mientras su país rivaliza con Albania por el título de nación más pobre de Europa, y miles de jóvenes huyen a la vecina Rumanía. Los últimos acontecimientos demuestran la grave tensión a la que los comunistas han sometido a la sociedad moldava. Las revueltas de los últimos días y las impresionantes manifestaciones de hasta cien mil personas por las calles de la capital, Chisinau, marcan el fin del silencio de un pueblo harto de imposiciones. Los eslóganes coreados por las masas son suficientemente elocuentes por sí mismos: “queremos ser parte de Europa”, “abajo los comunistas”, “no nos obligarán a hablar ruso”... La respuesta de la comunidad rusófona no se ha dejado esperar: exige del régimen comunista la represión de los manifestantes, y no parece ajena a actos de — 268 — terrorismo como el perpetrado hace unos días al incendiar la sede de una institución académica de la lengua rumana. Pero Voronin ya ha tenido que dar marcha atrás en sus planes de obligar a aprender ruso en las escuelas. Los partidos de oposición, principalmente el liberal de Mircea Rusu y el democristiano de Iurie Rosca, cuentan con el apoyo evidente y explícito de la gran mayoría de la población. Voronin debe dimitir y permitir que un gobierno interino convoque elecciones libres y transparentes. Occidente debe actuar en favor de la democracia y ayudar a acabar con el último régimen comunista de la región y, de paso, con el intolerable apartheid eslavo en Moldavia. La alternativa es un conflicto que puede estallar en cualquier momento y cuya internacionalización será muy difícil de evitar. — 269 — Monetarismo y globalización Perfiles del siglo XXI, marzo de 2002 El monetarismo era una herramienta económica muy apreciada por los gobernantes, porque era fácil de usar y, pese a lo injusto de sus consecuencias, lograba generalmente los resultados macroeconómicos cortoplacistas del político que lo ponía en práctica. Hoy, sin embargo, la globalización lo hace inviable y quienes insisten en utilizarlo condenan a sus pueblos a un sufrimiento extremo. A la vista está el caso argentino. De un tiempo a esta parte, numerosos gobernantes en todo el mundo han visto con amargura cómo sus medidas monetaristas se volvían en contra de los objetivos perseguidos o, simplemente, resultaban inconducentes. Una tradición intervencionista de décadas llevaba a estos políticos, de diferente signo ideológico, a pensar que el control del valor de la moneda, y aún de la magnitud del circulante, era la herramienta precisa con la que los ministerios de economía y los bancos centrales, sometidos al dictado del gobierno de turno, podían incidir de manera directa y mecánica en el rumbo de la economía. El más reciente y trágico de estos inmensos errores de percepción ha sido el cometido por los presidentes radicales y peronistas argentinos, desde De la Rúa hasta Duhalde. El error, aunque injustificable, es comprensible en políticos latinoamericanos convencionales, ajenos a una visión global y libre de la economía a escala planetaria. Es un error normal en personas de cierta edad que llevan toda su vida haciendo política desde una visión todopoderosa del Estado. Lo que se le ha escapado a estos gobernantes es el cambio vertiginoso de la economía mundial en las últimas décadas y aun en los últimos diez o quince años. Ese cambio, caracterizado por una profunda e irreversible interconexión económica transfronteriza (eso que llamamos globalización de la economía) hace que hoy los efectos de cualquier medida monetarista sean completamente diferentes (a veces incluso contrarios) a los efectos de esa misma medida hace quince o treinta años. Lo estamos viendo en Argentina y en medio mundo. Las medidas monetaristas, por más que son enteramente cuestionables, tenían cierta lógica en una economía cerrada al mundo, en la que el comercio exterior no alcanzaba una magnitud importante y donde los ciudadanos no se veían directamente afectados, o no en una medida excesiva, por el poder de compra exterior de la moneda nacional. Hoy prácticamente no existen economías así. El efecto de aplicar fuertes medidas monetaristas en economías bastante abiertas (caso argentino) es impulsar un cierre violento de esas economías al intercambio exterior, con consecuencias directas y muy duras sobre el ciudadano. En el caso argentino, los ciudadanos apenas han comenzado a padecer las consecuencias de la pesificación y de la devaluación. Da miedo pensar en los resultados a largo plazo. La globalización es incompatible con el monetarismo, que sólo tiene efectividad en economías aisladas. — 270 — La economía de Star Trek Perfiles del siglo XXI, marzo de 2002 El futuro que nos presentan los grandes guionistas de Hollywood adolece de una importante ausencia: la economía. Poco se nos dice sobre la economía, pero lo que se deduce da miedo. Parece como si el futuro que nos espera se caracterizara por un regreso al colectivismo y a la organización estatal de las relaciones económicas. A Star Trek le falta el mercado. ¿No le ha llamado nunca la atención, amigo lector, el tratamiento de la economía futura en el cine de ciencia ficción? De todos es sabido que Hollywood no es precisamente un bastión del liberalismo económico, sino generalmente lo contrario. Pero cuando las grandes productoras cinematográficas abordan el futuro de la especie humana, casi siempre esquivan la economía. Su imaginación es fértil a la hora de diseñar todo tipo de naves y dotarlas de la capacidad de viajar más deprisa que la luz (cosa que escapa del género futurista para aproximarse más a la magia de Harry Potter). Los guionistas diseñan toda suerte de conspiraciones y diversas formas de organización política. También logran hacer verosímil la más variada colección de inventos y adelantos tecnológicos. Y hasta al mundo de la moda han hecho constantes aportaciones, si bien casi todas ellas han terminado inspirando pijamas para niños. Nos han presentado a grandes héroes y villanos, y toda suerte de tramas. Pero, ¿y el dinero? ¿Y el intercambio? En el mejor (o peor) de los casos, cuando se toca de refilón el tema de la economía es simplemente para desdeñarlo. En un episodio de Star Trek, el capitán Picard le dice (con una sonrisa candorosa y condescendiente) a una persona del siglo XX que en su época futura y maravillosa el dinero ya no es necesario, y agrega algo así como que cada uno tiene su papel que ejercer, dejando implícito que también recibe lo que necesita. ¿De quién? ¿De dónde? Y, ¿quién paga el Enterprise, que parece bastante caro? Si sumergirse en el futuro “à la Hollywood” es en general un fascinante pasatiempo, cuando uno intenta imaginarse la organización económica y social de ese futuro, entra de lleno en el género de terror, porque lo que se deduce de los escasos datos aportados por los guionistas es una auténtica pesadilla colectivista. Parece como si los creadores del futuro audiovisual simplemente se hubieran inspirado en el Mundo feliz de Huxley, o incluso en el 1984 de Orwell, y los hubieran edulcorado. Todos los protagonistas de este género suelen ser integrantes de estructuras político-militares extremadamente jerarquizadas, aunque se lleven muy bien entre ellos. Poco se sabe de la sociedad civil, de la gente normal de la Tierra. Algo más se sabe de las demás especies, y todas, tanto las buenas como las malas, parecen vivir del aire. La economía tal como la conocemos no tiene lugar. La producción de bienes y servicios no parece realizarse en el marco de la libre actividad y con el fin de obtener un beneficio. La riqueza o pobreza, cuando se menciona, depende exclusivamente de las circunstancias políticas y bélicas. Todo esto importa porque de alguna manera, en el subconsciente del homo videns de principios del siglo XXI, se ha logrado crear la idea de que la economía libre es simplemente un estadio algo caduco de la escala evolutiva, que será rápidamente desechado y sustituido por una organización más perfecta, por una maquinaria más exacta. Como si el mayor mérito de la libertad económica no fuera, precisamente, su carácter espontáneo y no organizado. El futuro económico que nos presenta Hollywood se parece demasiado al pasado que todavía nos atormenta: a unas sociedades humanas regidas por ingenieros sociales bienintencionados (o no) dispuestos a darnos y quitarnos conforme a su percepción de nuestras necesidades. El colectivismo, felizmente derrotado en la realidad de nuestros días, parece haberse refugiado en el futuro audiovisual, donde nos aguarda maquillado y expectante, dispuesto a someternos con su espada de luz. Qué suerte que el futuro, en realidad, no se diseñe en Hollywood. — 271 — La revolución de la longevidad Perfiles del siglo XXI, abril de 2002 Los indicios llevan tiempo entre nosotros y auguran el rápido estallido de una revolución de imparables consecuencias: la de la longevidad humana, cuyas consecuencias se harán sentir en todos los aspectos de la vida individual y social, desde la familia a la economía, desde el mundo laboral a la política. La longevidad generalizada será un avance maravilloso, pero también planteará retos difíciles de afrontar. Tanto en los países desarrollados como en los que se encuentran en vías de desarrollo (y principalmente en los de América Latina), la tendencia demográfica de las últimas décadas no deja lugar a dudas respecto a la existencia de un proceso revolucionario de alargamiento de la vida humana. No suele reconocerse suficientemente hasta qué punto este dato contradice, y profundamente, las previsiones catastrofistas de las corrientes ideológicas que desconfían del progreso. En cualquier caso, el aumento de la longevidad en nuestras sociedades es un indicador que corrobora la tendencia hacia el desarrollo y el bienestar individual. No parece demasiado lejano el día en que los seres humanos puedan alcanzar los ciento treinta años de vida en buenas condiciones de salud. Más aún, la tendencia científica y tecnológica actual hace posible vislumbrar a muy largo plazo un futuro en el que casi todas las causas naturales de muerte desaparecerán. Si el fenómeno bioquímico que denominamos “vida” tiene como objetivos intrínsecos tanto su propio alargamiento individual, generación tras generación, como su perpetuación mediante la concepción de nueva vida, no parece descartable que la inteligencia sea, en realidad, uno de los medios de los que se sirve para crear condiciones cada vez mejores para alcanzar ambos objetivos. Pero ése es otro debate. Por lo pronto, las previsiones de las Naciones Unidas son de casi doblar la duración media de la vida humana a escala mundial, de los sesenta y seis años actuales a casi ciento veinte hacia la mitad del siglo recién comenzado. Un recién nacido en cualquier lugar del mundo tiene hoy el doble de probabilidades que en 1920 de conocer vivos al menos a dos de sus abuelos. Y es cierto que en los países desarrollados los mayores de sesenta y cinco años representan un porcentaje muy superior al que les corresponde en el resto del mundo, pero pese a ello dos tercios de los ancianos del mundo viven en los países en vías de desarrollo, y se calcula que en 2025 ya sean el 80 %. Muchos demógrafos prevén que al final del siglo XXI habrá un porcentaje nunca antes soñado de personas vivas que nacieron en las últimas decadas del siglo XX. El fuerte crecimiento de la longevidad plantea horizontes y retos que es necesario analizar desde una perspectiva liberal. Longevidad y explosión demográfica El crecimiento de la longevidad acentúa la inversión de la pirámide poblacional en los países desarrollados, donde la natalidad está suficientemente contenida. Así, estas sociedades han alcanzado una forma espontánea de autocontrol sobre su crecimiento. Sin embargo, a escala mundial, este nuevo escenario de mayor población anciana (y presente por más tiempo), se agrega al terrible descontrol de la natalidad, el cual genera desde hace décadas un estallido demográfico que constituye hoy una de las más serias amenazas al bienestar e incluso a la misma supervivencia de nuestra especie. La procreación irresponsable genera millones de nuevas víctimas de la pobreza. El boom de la longevidad no está presente en las sociedades más deprimidas, como las de Africa subsahariana, pero sí avanza, y cada vez con más fuerza, en muchos países de desarrollo medio-bajo, como los latinoamericanos. El reto que se plantea a estas sociedades es cómo hacer lugar a un número excesivo de nuevos ciudadanos cuando además cada vez es menor (afortunadamente) su compensación por la desaparición de los antiguos. — 272 — Tratar abiertamente los problemas demográficos es siempre una tarea difícil, ya que se corre el riesgo de ser malinterpretado y denostado. Como no es “políticamente correcto”, la mayoría prefiere ponerse la venda sobre los ojos ante la explosión poblacional. Pero no por ello deja de ser urgente encontrar soluciones (preferiblemente no impuestas, sino basadas en la responsabilidad y el sentido común) que detengan el crecimiento exponencial de la Humanidad, porque el espacio y los recursos de que disponemos son ciertamente limitados. Una medida polémica pero muy necesaria es incentivar la esterilización voluntaria de aquellas personas que ya tienen uno o dos hijos y no son objetivamente capaces de alimentar y cuidar a más. No es poca la culpa que algunas organizaciones religiosas tienen de este fenómeno, al proscribir socialmente el uso de métodos contraceptivos. Si como liberales creemos que la contrapartida necesaria de la libertad es la responsabilidad, debemos combatir con firmeza la procreación irresponsable. No podemos esquivar frívolamente el problema demográfico. El mundo que hereden nuestros tataranietos podrá ser más o menos vivible o ser, por el contrario, una pesadilla en la que veinte o treinta mil millones de individuos malvivan en una Tierra saturada en todos los aspectos. Y, en vista del boom de la longevidad, no es descartable que puedan recriminarnos personalmente. Longevidad, sociedad y política La presencia de un elevado porcentaje de ancianos es un gran reto para cualquier sociedad. La presencia de esas personas durante muchas décadas y en condiciones físicas mucho mejores será un reto aún mayor. La Humanidad va a tener que aprender a establecer roles sociales para estas personas. El cambio cultural que deberá producirse será tan revolucionario como la propia expansión de la longevidad. Las personas de entre setenta y cien años, o más, estarán aún en la primera etapa de su vejez, serán ciudadanos conscientes y activos en todos los órdenes de la sociedad. Ellos exigirán (y de ellos se esperará) un rol social importante: las partidas de dominó o petanca como actividad principal se retrasarán veinte o treinta años. También la familia se verá afectada por la persistencia de más ancianos, durante más tiempo y por más generaciones simultáneas. Dejará de ser una rareza alcanzar los cuarenta años o más con abuelos vivos, y tal vez con bisabuelos. Tal vez los bisabuelos ocupen o compartan en el futuro el rol actual de los abuelos en relación con los niños de la familia, porque los abuelos serán personas activas sin tanto tiempo libre: no serán “ancianos” con las connotaciones de inactividad actuales. Las relaciones afectivas y de responsabilidad familiar sobre el cuidado de estas personas se harán más complejas. En algunos países europeos ya es una realidad el fenómeno político que pronto se extenderá también en América Latina: el peso electoral de los ancianos va a crecer de manera extraordinaria, y en la medida en que sus condiciones de salud irán mejorando cada vez más, no hay duda de que su participación política será cada vez más importante, sobre todo si un buen estado físico y mental coincide con una considerable ociosidad en el plano laboral. Más allá de una incidencia directa de esta situación sobre asuntos como la política social destinada a los ancianos, parece evidente que este nuevo escenario conllevará difíciles procesos de adaptación en el interior de los partidos políticos y otros movimientos sociales. El relevo generacional puede llegar a retrasarse de forma tan exponencial como el propio crecimiento de la longevidad, lo que acarreará tensiones y dará lugar a nuevas formas de organización. Y también el ámbito de la medicina se verá afectado por una fuerte demanda del segmento de población anciana, tanto en la investigación, que habrá de mejorar radicalmente las condiciones de vida, como en la atención. Longevidad y economía Pero donde más ha de sentirse el alargamiento generalizado de la vida humana es en el terreno económico. Por un lado, ese fenómeno provocará una profunda revisión del mundo laboral. Por — 273 — otro, será el detonante de una profunda reforma del sistema de pensiones y, probablemente, del cuestionamientos y la fuerte corrección o la simple eliminación del resto de áreas del Estado-providencia. La nueva longevidad hace aún más inviables los esfuerzos socialdemócratas por organizar un reparto arbitrario del trabajo y acortar las edades de retiro. La jubilación a los sesenta y cinco años tiene sentido cuando la expectativa es vivir a lo sumo ochenta y cinco o noventa. Si la media de vida pasa a ser de ciento diez a ciento veinticinco, y las condiciones físicas y psíquicas son buenas hasta los noventa o cien, jubilar a la gente a los sesenta y cinco años o menos será una barbaridad. Estaríamos obligando a las personas más productivas y expertas a abandonar su ocupación a la mitad de su vida. Hay voces que anuncian una época terrible para los jóvenes, ya que al retrasarse el relevo generacional en el ámbito laboral, lo tendrán más difícil para alcanzar puestos de cierto nivel. En realidad, esa mayor dificultad habría de compensarse por la menor cantidad de jóvenes en concurrencia (al dominarse por fin la sobrenatalidad) y por el alargamiento, también, del periodo formativo. Las pensiones basadas en el sistema de reparto son simplemente imposibles ante la perspectiva de un crecimiento generalizado de la longevidad. Simultáneamente, si la vida económicamente activa se alarga pero los años de vida post-retiro son aproximadamente los mismos que hoy día, el resultado es que las personas tendrán mejores oportunidades de ahorrar y capitalizar a lo largo de su vida profesional unos fondos suficientes para la vejez. Además, la extensión de la vida total ampliará la horquilla de edades adecuadas para el retiro, tal vez hasta diferencias de unos diez o doce años entre los más madrugadores y los últimos en jubilarse. El rígido sistema de reparto no está pensado para adaptarse al ingreso voluntario de los pensionistas en función de sus preferencias. El rápido incremento de la longevidad es, por todo ello, un factor más, pero cada día más importante, a la hora de replantear el futuro del sistema de pensiones y optar por la promoción e incentivo del ahorro privado para la vejez en lugar de la ruinosa caridad estatal, que ha convertido a nuestros ancianos en el segmento etáneo económicamente más débil de la sociedad, cuando en realidad, tras toda una vida generando ingresos, lo razonable sería que los ancianos fueran normalmente el grupo más rico de un país. Además de afectar al mundo laboral y al sistema de pensiones, la longevidad dejará sentir sus efectos sobre amplios y diversos sectores de la economía. Por ejemplo, en los países desarrollados ya se está produciendo un gran boom del sector de cuidados a personas mayores, y los estudiantes de atención gerontológica tienen empleo asegurado nada más salir de la facultad, tal es la demanda existente. Otro sector en rápido ascenso es el de las residencias para la vejez, que poco a poco se están transformando desde los terribles “asilos” donde se estacionaba y olvidaba a los viejos hasta un concepto nuevo de domicilio apetecible para la etapa final de la vejez, mientras las nuevas tecnologías y profesiones alargan la etapa previa, la de permanencia del anciano en su casa, asistido por personal especializado que acude a diario a atenderle. También en la economía financiera se notarán cambios, principalmente en la industria aseguradora y en los créditos hipotecarios. Éste último campo es particularmente interesante, ya que en la actualidad los créditos para la compra de una vivienda no suelen pasar de treinta y cinco o como mucho cuarenta años de plazo de amortización, mientras que una esperanza de vida generalizada en el entorno de los ciento veinte años (con un alargamiento proporcional de la vida laboral) permitirá establecer hipotecas a cincuenta, sesenta o hasta setenta años. El resultado práctico es que la gente podrá vivir en casas más caras al disponer de más tiempo para pagarlas. Reflexión final La Humanidad se encamina hacia uno de los grandes cambios de su Historia, que constituye de hecho un paso evolutivo de gran importancia. La extensión de la vida humana y la mejora sustancial de sus condiciones en la última etapa de la misma es una conquista inminente de — 274 — nuestra especie, una especie cuyo devenir depende cada vez más de su propia inteligencia y cada vez menos del medio e incluso de las propias condiciones básicas de nuestra biología. Si nuestro futuro depende crecientemente de nuestra inteligencia, resulta imprescindible el llamamiento al sentido común en muchos aspectos, desde la contención de la natalidad hasta la reforma del sistema de pensiones. Sólo así podremos afrontar el reto de la longevidad, y hacer que una vida larga en nuestro atormentado planeta sea algo deseable para nosotros y para nuestros descendientes. — 275 — Por una economía solidaria Perfiles del siglo XXI, abril de 2002 Si por solidario entendemos un sistema económico en el que cada uno de sus integrantes vive para producir servicios o productos deseados por los demás ciudadanos, y donde el mayor o menor éxito económico individual depende de la capacidad de producir mayor valor y bienestar para los demás, no cabe duda de que el capitalismo es la clave de una economía solidaria. En todo el mundo se expresa una y otra vez un importante clamor popular por una economía al servicio de las personas, una economía capaz de generar bienestar para la mayor cantidad posible de personas y reducir la exclusión social hasta su eliminación, una economía solidaria. En una economía solidaria, cada persona cooperaría con su esfuerzo a la mejora de las condiciones de vida y trabajo de sus conciudadanos y se vería justamente retribuida en proporción al bienestar generado a los demás. La Historia nos demuestra que hay únicamente dos formas de intentarlo. La primera, que se ha ensayado en multitud de ocasiones, es establecer un poder político que intervenga en la economía para reprimir unas actividades e incentivar otras, controlar sectores considerados como estratégicos, asumir la función empresarial en determinadas áreas, monopolizar la emisión de moneda y dictar el valor de cambio de la misma, cobrar porcentajes de impuestos que exceden con mucho de los históricos diezmos y ofrecer indiscriminadamente, con ese dinero, diversos servicios gratuitos, y controlar el comercio exterior amparándose en las fronteras nacionales. Ese camino, con ligeras variaciones y diferentes hilos argumentales, se ha emprendido desde el nacionalismo conservador y mercantilista, desde el totalitarismo de extrema derecha, desde el consenso socialdemócrata de la Europa occidental de postguerra, desde el comunismo de corte soviético, chino o albanés, desde el socialismo autogestionario a la yugoslava o al estilo tercermundista y “no alineado”, desde el autoritarismo de la España de Franco, desde el extraño híbrido peronista y desde cientos de estrategias, ángulos, puntos de vista, variaciones o versiones más. Los resultados han sido desiguales, desde el fracaso más estrepitoso hasta el logro moderado de ciertos objetivos, en un contexto histórico muy determinado y siempre dentro de la dinámica del Estado-nación compacto y económicamente semiaislado. Hay otro camino, que pocas veces se ha puesto parcialmente en práctica y jamás se ha emprendido en su totalidad. Es el camino que elimina todos los apriorismos del primero y traslada la soberanía económica total a las personas, desde el convencimiento de que éstas, libre y espontáneamente, establecerán un orden económico más adecuado. Allí donde se ha dado mayor libertad a los individuos, éstos han respondido invariablemente construyendo economías sólidas cuyo desarrollo y bienestar colectivo ha sido mayor que el de las economías intervenidas. Si el sistema capitalista no ha alcanzado plenamente sus objetivos y como consecuencia de ello se han producido situaciones de marginalidad y desamparo, ello se ha debido fundamentalmente a que no se le ha permitido desarrollarse plenamente. El capitalismo es un caballo fuerte y va avanzando, pero tira de un carro pesadísimo llamado Estado, y un cochero incompetente que se dice ministro de economía (como si la economía necesitara un ministro) le frena constantemente con riendas como la presión fiscal, el proteccionismo o la política monetaria. Es muy injusto culpar al caballo de no ir más deprisa, es decir, culpar a la economía capitalista de no haber generado suficiente bienestar o de que éste no haya alcanzado a la práctica totalidad de la población. ¿Queremos una economía solidaria? Liberemos al capitalismo de sus ataduras. El capitalismo es el sistema solidario en el que cada persona vive de producir productos o servicios para las demás personas (el trabajo, por cierto, es un servicio más) y dependiendo del valor que genere ganará más o menos. Todos deseamos una economía solidaria, pero pocos comprenden que ésta sólo puede existir si se da una condición indispensable: una libertad económica tan plena e — 276 — irrestricta como sea posible. El otro camino, el de la intervención, ni siquiera es posible en el actual estadio de creciente globalización de la economía, y en cualquier caso está tan demostrada su incapacidad que parece mentira que sigan surgiendo desde todas las ideologías voces que aún lo proponen. El ingeniero social y económico que, rodeado de sesudos expertos, “gobernaba” la economía, hace tiempo que fracasó, aunque sus aterrorizados seguidores se esfuercen en hacerle volver. Su papel no lo ha recogido nadie, sino que lo hemos recogido todos, atomizado. Hemos alcanzado nuestra mayoría de edad económica. Ahora, construyamos una sociedad global basada en el concepto solidario por excelencia e intrínseco a la naturaleza humana: el intercambio voluntario. — 277 — La apatridia como derecho Perfiles del siglo XXI, abril de 2002 En los últimos años se han alzado muchas voces en favor del reconocimiento del derecho de apatridia, que es la contrapartida obvia al derecho (recogido por las Naciones Unidas en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de 10 de diciembre de 1948) a tener una nacionalidad. El concepto es novedoso y parte de una lógica jurídica impecable: el principio liberal de dualidad en el ejercicio de los derechos. Según ese principio, todo derecho incluye la soberanía del individuo para ejercerlo en cualquiera de las dos direcciones. Así, por ejemplo, el derecho de un trabajador a secundar una huelga es tan defendible como el derecho a no hacerlo. El derecho básico y elemental a la vida incluye desde esta óptica el derecho a morir si se desea, o a disponer un “testamento vital” vinculante para médicos y familiares respecto a las condiciones en las que el enfermo desea ser desconectado. El derecho al voto incluye la opción de no votar (aunque en algunos países persiste una norma ilegítima que obliga a la gente a acudir a las urnas). El derecho a la reproducción incluye el derecho a la contracepción. Y un larguísimo etcétera, en el que, con perdón por el trabalenguas, cada derecho se puede ejercer ejerciéndolo o no ejerciéndolo: es decir, aprovechando las posibilidades que el derecho ofrece o no haciéndolo. El texto de 1948 recoge en su artículo decimoquinto, enfatizándolo solemnemente como si fuera algo necesario y deseado por todos, nuestro derecho fundamental e inalienable a una nacionalidad, a una “patria”. Es decir, nuestro derecho a someternos a un Estado. Más que un derecho es una obligación de la que muy pocos escapan, porque generalmente heredamos la “patria” de nuestros padres y abuelos, aquella por la que seguramente alguno de nuestros antepasados fue tan imbécil de morir en alguna guerra, aquella que se nos inculca desde pequeños en la escuela, cuya bandera supuestamente deberíamos honrar y cuyo himno habría de hacernos temblar de emoción. Este “derecho” es un regalo envenenado, ya que la inmensa mayoría de los individuos humanos no pueden elegir nacionalidad. Se nace portugués, mexicano, japonés o tanzano. Sólo un porcentaje estadísticamente despreciable cambia de nacionalidad a lo largo de su vida. Hoy en día el concepto realmente importante a la hora de determinar derechos y obligaciones particulares debería ser la residencia, no la nacionalidad. La residencia debería comportar todos los derechos, incluidos los políticos de sufragio activo y pasivo, mientras la nacionalidad debería desaparecer o fundirse con la residencia en un concepto nuevo que incluyera la adscripción voluntaria. En otras palabras, un español, iraní o argentino que vaya a vivir por ejemplo a Portugal no debería tener diferencia alguna en cuanto a sus derechos y obligaciones respecto a un portugués, o al revés. Esto es factible y de hecho ya casi ocurre así entre los ciudadanos de países miembros de la Unión Europea. Pero sigue primando el concepto de nacionalidad y de sujeción a una “patria” original, un concepto radicalmente contrario a la libertad humana. Si las “patrias” no tuvieran un mercado cautivo (su propia población) y tuvieran que competir por tener ciudadanos, probablemente no quedarían regímenes dictatoriales en el mundo. Éticamente, no deja de resultar injusto que una persona, por el hecho de haber nacido en unas determinadas coordenadas de latitud y longitud, se vea obligada a ser súbdito de un determinado país y le deba lealtad, a veces con la obligación de defenderlo en un penoso servicio militar y casi siempre con la de contribuir fiscalmente al sostenimiento de su Estado. La crisis aguda en la que está entrando el Estado-nación (y el concepto de soberanía nacional) resalta esta injusticia y nos hace vislumbrar un futuro en el que la nacionalidad se flexibilice hasta desaparecer. Entre tanto, cabe regresar a las consideraciones iniciales y reivindicar, al menos sobre el plano teórico, la legítima opción de ejercer ese supuesto “derecho” a la nacionalidad escogiendo no tener ninguna. La apatridia es una opción humana fraternal por la que uno se adelanta años o — 278 — décadas al mundo futuro, a la sociedad global de hombres y mujeres considerados por si mismos y no etiquetados con una bandera. La apatridia escenifica el momento histórico en que la persona se libera de la última tutela y alcanza su plena mayoría de edad e independencia. La apatridia es un derecho tan fundamental e inalienable como cualquiera de los recogidos en la famosa declaración de 1948. — 279 — Venezuela a golpes Editorial para Perfiles del siglo XXI, mayo de 2002 Para los demócratas, para los liberales, para cuantos creemos en un orden social y político basado en el libre ejercicio de la soberanía individual en el marco de instituciones colectivas consensuadas, un golpe de Estado es necesariamente una tragedia. Indica que algo ha fallado, que se ha producido una fractura social profunda, que un sector de la sociedad y de la élite política o militar se arroga el derecho de imponerse a la mayoría o bien que quienes ejercían el poder anterior estaban usándolo de una forma inaceptable. Los liberales estamos acostumbrados a desconfiar de los golpistas y a dar la razón sistemáticamente al gobernante depuesto, sobre todo si había sido elegido en las urnas. Sin embargo, en la turbiedad de un golpe de Estado es necesario detenerse a esclarecer las cosas antes de ofrecer un veredicto que fácilmente puede resultar errado. Dadas las condiciones oportunas, cualquier liberal y cualquier demócrata habría apoyado un golpe de Estado contra Hitler, elegido en las urnas. Cuando un gobernante democráticamente elegido aprovecha su mayoría electoral para gobernar contra los individuos y perpetuarse en el poder modificando las instituciones y hasta la constitución nacional al objeto de extender su poder más allá de lo razonable y de lo democrático, ese gobernante es indigno de seguir ejerciendo el poder que le fue conferido por la sociedad. Si además desoye insistentemente el clamor popular cuando empieza a serle adverso, y se permite recortar las libertades públicas y transformar sutil pero sistemáticamente su partido político en una especie de partido único y su gobierno legal en el embrión de un Estado autoritario, la medida extrema del golpe de Estado puede llegar a ser justificable en la medida en que exista un consenso social e institucional suficiente e implique elecciones inmediatas para legitimar o no al nuevo poder. El único culpable de lo sucedido en Venezuela ha sido Hugo Chávez. A ningún demócrata le gustó el golpe de Estado, pero a veces lo que no gusta puede ser lo que conviene. Venezuela y el mundo se quitaron un gran peso de encima cuando los teletipos arrojaron la noticia nada sorprendente del golpe de Estado. Una sombra de tristeza y fatalismo se cierne sobre el país sudamericano desde que el golpe fracasó y Chávez regresó fortalecido a la presidencia. Lo sucedido es extraño y se tardará en averiguar qué pasó en realidad. Es difícil aventurar si Carmona habría conducido al país a un proceso electoral rápido, a una legitimación democrática de la expulsión de Chávez. Es arriesgado cantar las alabanzas del embrión abortado que sin duda esperanzó a millones de venezolanos. Pero el fracaso del golpe de Estado nos deja con un Hugo Chávez aferrado al sillón presidencial, capaz de convocar y “ganar“ cualquier día un nuevo referéndum que profundice en la transformación de la maltrecha democracia venezolana en una farsa al estilo cubano y le entronice a él, a sus ideas y al Movimiento V República en un poder perpetuo. No nos engañemos: Chávez no es un demócrata. Sus alianzas exteriores son extremadamente preocupantes. Su noviazgo con la extrema izquierda totalitaria, desde Cuba hasta las FARC y desde Corea del Norte a Saddam Hussein, es una amenaza para la democracia latinoamericana. Su modelo de Estado, además de manchar el honorable nombre del Libertador, constituye un extraño híbrido entre la democracia liberal y el totalitarismo, y con seguridad es sólo el primer paso de un plan destinado a convertir Venezuela en un régimen socialista autoritario. Chávez ha vuelto al poder pero Venezuela sigue herida y rota, y las grandes masas silenciosas que sienten la frustración de su regreso continuarán exigiendo democracia y reclamando el fin del chavismo y la normalización del país. Ante esa realidad, el presidente sólo puede irse o convertirse plenamente en dictador. El personaje no da para más. Ni su inmensa incultura ni su ridícula afectación ni su grotesco populismo ni su psicología cuartelera le permiten una tercera salida. Y no parece probable que se vaya por su propio pie. Venezuela vive su hora más amarga y el resto de América Latina y del mundo mira hacia Caracas con tristeza y simpatía. El diagnóstico es claro, el pronóstico es de extrema gravedad. La extirpación del tumor ha fracasado y el cáncer se extiende. Venezuela está en coma y este payaso vulgar con boina roja parece dispuesto a dejarla morir. — 280 — Entrevista a José Rizo, vicepresidente de Nicaragua Perfiles del siglo XXI, mayo de 2002 ¿Cómo describiría la elección presidencial del 4 de noviembre pasado, en la que Enrique Bolaños asumió la presidencia de la República de Nicaragua y usted la vicepresidencia? Las condiciones de Nicaragua no son las idóneas a la hora de organizar unos comicios, sobre todo debido a los problemas técnicos que se encuentran en la confección de los censos electorales y a la propia historia reciente del país. Pese a todo, el 4 de noviembre acudió a las urnas el 90 % del padrón electoral, lo que constituye un resultado excepcional. Hubo mutilados que acudieron a votar en silla de ruedas, hubo ciudadanos que hicieron cola durante horas bajo la lluvia o soportaron el sol inclemente de otras regiones del país para poder ejercer su derecho al voto. Los analistas auguraban una amplia abstención pero apenas tuvimos un 10 % y esto dice mucho en favor del espíritu civil del pueblo nicaragüense. Nuestra oferta electoral se vio respaldada por casi el 55 % de la sociedad tanto en la elección de presidente y vicepresidente como en el parlamento, donde obtuvimos la mayoría absoluta de los escaños. ¿Cómo analiza el Partido Liberal Constitucionalista este magnífico resultado? Ha sido una victoria para nuestro partido y para el liberalismo, pero no deja de entristecernos el golpe contundente sufrido por los partidos liberales en el resto de Centroamérica y particularmente en la vecina Honduras. ¿Ganaron los liberales o perdieron los sandinistas debido al horror que todavía despiertan en gran parte de la sociedad nicaragüense? Evidentemente no podemos negar importancia al fantasma de las atrocidades que cometió el Frente Sandinista, así como de su corrución y mal gobierno. Ese fantasma está presente en las conciencias de los nicaragüenses y no me cabe duda de que influyó decisivamente. Pero no me cabe duda, tampoco, de que las elecciones las ganó el Partido Liberal Constitucionalista por mérito propio. Ganar con tal margen de respaldo una elección presidencial que estaba tan equilibrada fue un éxito ganado a pulso. No es un secreto que el anterior gobierno nicaragüense, también liberal y encabezado por Arnoldo Alemán, se grangeó un fuerte desprestigio. ¿Cómo ha resuelto el Partido Liberal Constitucionalista ese grave problema de imagen? No hay duda de que en política todo lo que afecta a un dirigente afecta al conjunto de su partido. Pesan acusaciones contra varios altos cargos del gobierno anterior, incluido el expresidente, y yo sostengo que aunque no es bueno olvidar la Historia tampoco podemos estar siempre mirando hacia atrás. Lo importante es que viendo hacia adelante podemos decir que somos un gobierno totalmente diferente y con un estilo de gobernar completamente distinto a todos los anteriores, incluido el de nuestros compañeros de partido de la etapa anterior. Tanto el presidente Bolaños como yo queremos ser recordados algún día como estadistas y no como meros dirigentes condicionados por otras circunstancias. Sobre Alemán pesan graves acusaciones y creo que incluso una querella interpuesta por la Procuraduría General de la República... En efecto, ha habido ya una imputación firme al expresidente, y como en la actualidad preside la Asamblea Nacional la Justicia procederá a solicitar su desaforamiento para en su caso poder procesarle. No creo que como vicepresidente yo deba hacer comentario alguno sobre las decisiones judiciales. Ni condeno ni aplaudo la acción de los jueces, sino que simplemente me toca, como a cualquier ciudadano, respetarla. ¿Cuál es la posición de su gobierno sobre la dolarización, a la luz de la experiencia salvadoreña y de las tendencias que parecen indicar la adopción de esta medida en Guatemala? — 281 — Estaremos a la expectativa. La decisión es muy compleja y no es una receta universal. Hay que estudiar con mucho detenimiento la situación de cada país. Nosotros queremos extraer conclusiones de las experiencias de otros países antes de decidirnos por uno u otro camino. — 282 — Capitalismo popular Perfiles del siglo XXI, mayo de 2002 La tergiversación constante del capitalismo por parte de los intelectuales colectivistas es un serio lastre para las capas más necesitadas de la población, que son precisamente aquellas que más pueden aprovechar de un capitalismo auténtico. Fomentar el capitalismo popular es una manera de establecer una mayor equidad social y conjurar el fantasma del intervencionismo. La izquierda y los sindicatos se equivocan cuando acusan al capitalismo de perjudicar a las capas más deprimidas de la población e incluso a las amplias capas medias. El capitalismo popular no es un invento de la señora Thatcher, aunque ella le adjudicara definitivamente este nombre. Si los esfuerzos de la izquierda por destruir el capitalismo se destinaran a comprenderlo y utilizarlo en beneficio de las clases populares, las cosas serían muy distintas... Claro que entonces la izquierda dejaría de ser necesaria. Este pequeño “pentálogo” ilustra cómo el capitalismo es un sistema económico especialmente útil al progreso de eso que, con escaso rigor sociológico, se ha dado en denominar “clase baja”. 1. Acciones populares. Thatcher no inventó la rueda pero sí indicó el camino: convertir a los ciudadanos en inversores en bolsa es beneficioso para la economía y para ellos. En los periodos de escasa capitalización bursátil, al menos mantendrán su ahorro. En los ciclos “altos” ganarán un sobresueldo considerable. El reparto directo de acciones entre la población puede ser también un buen medio de privatizar algunas empresas especialmente difíciles, como las petroleras. Por otro lado, la participación de los trabajadores en el accionariado de las empresas donde trabajan contribuye a restar conflictividad laboral y a incentivar su trabajo. En línea con lo anteriormente expuesto, la bolsa ha experimentado una fuerte popularización en la década de los noventa, sobre todo mediante el auge de los fondos de inversión. Sería muy importante enseñar a invertir en bolsa en los últimos cursos de la educación general, y debería ser asignatura obligada en los primeros cursos de cualquier carrera universitaria. 2. Pensiones populares. Es fundamental atacar y derribar los sistemas de pensiones basados en el reparto arbitrario del fondo público de pensiones. Quizá no haya otra medida más alentadora del capitalismo popular que la individualización de las pensiones. Cuando el trabajador sabe que está cotizando para sí mismo, y que lo que va pagando cada mes le será devuelto con los correspondientes intereses al término de su vida laboral, su productividad aumenta porque tiene confianza en el futuro. Además, los fondos de pensiones privados, muchas veces gestionados por empresas donde tienen participación los propios trabajadores y sus organizaciones, se convierten en un motor principalísimo de la economía. 3. Cooperativismo. En los últimos años se vive un retorno al cooperativismo, superados los errores de gestión derivados de una visión exageradamente laboralista de las empresas cooperativas. La condición mixta de trabajador y empresario contribuye a la satisfacción de los integrantes y a su asimilación del capitalismo. 4. Más ahorro, más seguros, menos impuestos. Si el modelo paternalista se sustituye por uno de menor presión fiscal sobre los ingresos medios y bajos, se puede exigir unos pequeños niveles de ahorro obligatorio combinado con pólizas de seguro que cubran de manera profesional eventualidades que hoy están mal atendidas por el Estado, desde la educación de los futuros hijos hasta el posible desempleo, pasando por una eventual responsabilidad civil o los gastos médicos. El Estado siempre puede ocuparse de atender mediante vouchers a los individuos excluidos del sistema, para que no tengan un servicio público de segunda sino que acudan al servicio privado de su preferencia, igual que cualquier otra persona. De esta manera, la gran mayoría de los ciudadanos se sentirá en control de su salud, de su asistencia jurídica, de su cobertura en caso de desempleo, de la educación de sus hijos, etcétera. Y además el — 283 — ciudadano se acostumbrará a dejar de mirar hacia el Estado omnipresente cada vez que necesite algo. 5. Una cultura de responsabilidad. Inculcar a los ciudadanos, desde la infancia, el respeto a la propiedad ajena, el valor inmenso de su propia libertad y la de los demás, y su fuerte contrapartida de responsabilidad, es la mejor forma de combatir el colectivismo. En la educación actual se echa en falta la economía. Si desde los once o doce años los niños se familiarizan con Hayek, Von Mises, Rothbard... ningún político podrá convencerles a los veinte o veinticinco años de que un Estado bodadoso y paternal haría las cosas mejor que la gente. Los adolescentes deben salir de la secundaria sabiendo economía, conociendo bien el funcionamiento del capitalismo, sabiendo gestionar una pequeña actividad económica, siendo capaces de hacer una contabilidad... Deben salir de la secundaria incentivados a emprender, a ganar dinero, a triunfar por medios lícitos en vez de recurrir a las vías fáciles: la delincuencia o el Estado. — 284 — El presidencialismo, una perversión de la democracia Perfiles del siglo XXI, mayo de 2002 En los parlamentos se dan cita los representantes de toda la sociedad, con todas las sensibilidades y diferencias, con todas las visiones y todos los argumentos. De su trabajo surge el Derecho, y el poder ejecutivo, como su propio nombre indica, debe limitarse a ejecutar cuanto el parlamento ordene. El presidencialismo es una perversión de la democracia que la debilita y corrompe. El Derecho se basa en fuentes muy diversas. La herencia jurídica clásica, principalmente la de la antigua Roma es una de ellas. La costumbre es otra. Pero en las sociedades modernas y democráticas, la base del Derecho viene determinada por los textos legales redactados en los parlamentos elegidos por la población. Es el parlamento, por lo tanto, el centro neurálgico del poder. Lo que el parlamento decida habrá de ser aplicado en la sociedad por las fuerzas de seguridad policial, y su incumplimiento será castigado por el sistema judicial. El brazo ejecutivo del poder, es decir, el gobierno, existe simplemente para dictar órdenes que hagan que la realidad discurra por el cauce diseñado por las leyes aprobadas en el parlamento. En otras palabras, lo importante es el parlamento, y las demás instancias del poder están sometidas a éste. Esto tiene su lógica: el parlamento es un órgano en el que cientos de personas representan las diferentes sensibilidades y puntos de vista del conjunto de la sociedad. Generalmente hay una segunda cámara donde están representados los estados, provincias o regiones y de esta manera se produce un equilibrio entre los intereses ideológicos y los territoriales. El parlamento no es una burocracia superflua que sirve para dar sello legal a las decisiones del ejecutivo; antes al contrario, el parlamento es “la” representación de la nación, y decide lo que debe hacer el ejecutivo. En mayor o menor medida, todo esto está profundamente trastocado y desequilibrado en América Latina por culpa de un mal endémico que afecta a la región entera: el presidencialismo. El presidencialismo emana de la tradición caudillista precolombina, combinada con la cultura de poder omnímodo de los señores coloniales y criollos. El presidencialismo ha condenado a los parlamentos, es decir, a la representación plural y matemática de la sociedad, a un segundo plano. Así, los parlamentos latinoamericanos se han convertido en teatros grises donde se representa un drama absurdo en el que el presidente, casi un Dios, impone a la sociedad sus ideas. El presidente-césar ha prostituido la democracia y ha falseado la representación popular. La democracia, en un sistema presidencialista, es un falaz espejismo. Se puede argumentar que también el presidente está elegido por el pueblo. Lo que pasa es que al ser una sola persona no puede representar al conjunto de la nación. Es un grave error darle a un solo individuo tanto poder. País tras país, vemos con América Latina lleva décadas entronizando a caudillos, coronando a megalómanos y dándoles luz verde para que hagan lo que quieran con el poder, esperando en cada ocasión que este presidente sí acabe con los problemas del país... Cifrando todas las esperanzas en un solo tipo, el cual, no es de extrañar, termina creyéndose un emperador. Las viejas monarquías europeas hoy son meramente decorativas, pero el sistema monárquico en estado puro persiste en América Latina, aunque se trate de una monarquía electiva y no hereditaria. El futuro de América Latina pasa, entre otras muchas cosas, por despojarse de una vez por todas del maldito presidencialismo que tanto daño le ha hecho y someter al poder ejecutivo al escrutinio y la fiscalización de unos parlamentos fortalecidos y transparentes. — 285 — Francia o el nacionalismo extremo Perfiles del siglo XXI, junio de 2002 Francia está políticamente enferma, y muy grave. Más de un tercio de los franceses han votado a opciones totalitarias de extrema derecha y de extrema izquierda. Los partidos convencionales no representan el sentir de un sector amplísimo que anhela cambios profundos y termina abrazando opciones extremistas si no encuentra otras. El problema de Francia es el nacionalismo intervencionista y estatista, alentado durante décadas por los partidos “normales” hasta que se les ha ido de las manos. El acorazado Jospin se ha ido a pique. Y con él la llamada "izquierda plural" francesa, que se viera a sí misma como instrumento correctivo de los males del capitalismo y la globalización, como vengadora de la celebérrima derrota sufrida por el igualitarismo en la última década. Y con él el Partido Comunista galo, especie de cadáver no-exquisito abandonado a su suerte por sus sepultureros: la clase obrera. Y con él el estamento político todo, que de tanto ir a la fuente se ha quedado sin cántaro. Desde ya sufre una sed abrasadora. Luego de conocer su victoria (no puede llamársele de otra manera) en la primera vuelta de las presidenciales galas, un ultra-nacionalista, xenófobo y anti-globalizador Jean-María Le Pen, exultante ante el hallazgo de su autodefinición ("hombre libre socialmente a la izquierda, económicamente a la derecha y más que nunca nacional de Francia"), hizo un llamamiento "a todos aquellos que creen en la Francia eterna, a los obreros de todas las industrias arruinadas por el euromundialismo de Maastricht, a los agricultores con pensiones de miseria, a las víctimas de la inseguridad en los barrios, pueblos y ciudades", al tiempo que se les ofrecía quimérico, patético pero categórico: "No tengáis miedo de soñar vosotros los pequeños, los excluidos". Una retórica que, salvando las distancias, muy bien habrían podido blandir la trotskista Laguiller, el "republicano" Chevénement o el comunista Hue, pero también Jospin y hasta el propio Chirac. Al nacionalismo francés, tanto como a su izquierda, le ha llegado la hora de la definitiva radicalización o el decisivo hundimiento luego de jugar durante décadas al gato y al ratón con EE UU y la globalización. La suma de los votos obtenidos en las primeras presidenciales por los extremistas Le Pen, Megret y Boutin rebasó el 20 %, mientras que la de los trotskistas Laguiller, Besancenot y Gluckstein, más el comunista Hue, rondó el 15: un 35 % de los franceses votó opciones totalitarias. Ante semejante cuadro, en un país que, por añadidura, acoge a cinco millones de musulmanes y dos millones de inmigrantes (legales e ilegales), el futuro pinta gris con pespuntes negros. Hace ya más de una década que la formación política más votada por el proletariado galo es el Frente Nacional de Le Pen, quien ha fustigado sin misericordia los (a su modo de ver) tres gérmenes fundamentales que padece el cuerpo nacional: la inseguridad ciudadana, la inmigración y el desempleo. Para erradicarlos, el vencedor de Jospin agitó la fórmula mágica de un nacionalismo a ultranza, sin comprender que esa misma patriotería llevará al país al desastre. La burocratización de la vida francesa, su estatismo, la obsesión de sus principales políticos por demonizar el American Way of Life y a lo que consideran su primogénito, la mundialización (en fin, el liberalismo), les ha jugado una mala pasada. Son estas visiones y estrategias (no la inmigración, la globalización o el "neoliberalismo"), las responsables de que el Estado de Derecho corra hoy serio peligro en Francia. Si la nación abriera su mercado laboral, descentralizara aún más su economía, y su gobierno dejara de perseguir y/o gravar la iniciativa individual, habría menos desempleo y, en consecuencia, menos xenofobia. Los inmigrantes, en lugar de recurrir al robo con violencia, acudirían al trabajo con urgencia. Contra el "neoliberalismo salvaje" que tanto ha descalificado, Francia ha arrojado un nacionalismo salvaje que no sólo es patrimonio de Jean-Marie Le Pen o de la ultraderecha, sino de casi toda la clase política del país. Sin embargo, el "destino manifiesto" francés está — 286 — condenado a estrellarse contra los muros de una aldea global regentada por el sincretismo cultural y la libre empresa: los resultados de las primeras presidenciales así lo insinúan. — 287 — Entrevista a Martín Endje-Ngonde, líder político ecuatoguineano en el exilio Perfiles del siglo XXI, julio de 2002 Junto con Cuba, Guinea Ecuatorial es el otro país de idioma español donde no existen libertades civiles, donde los Derechos Humanos son una triste esperanza y donde un régimen despótico persiste desde hace décadas causando un terrible sufrimiento a los ciudadanos y provocando el exilio de muchos de ellos. Con un nivel de vida más bajo que en la etapa colonial, culminada con la retirada de España en 1968, el país africano se sitúa hoy en los últimos puestos del continente, en relación con todos los indicadores principales. Guinea Ecuatorial es el cortijo privado de uno de los más crueles e incultos déspotas que quedan en el mundo, Teodoro Obiang. Su máximo oponente liberal es Martín-Endje Ngonde, el líder de UDENA en el exilio. ¿Su partido, Unión Democrática Nacional (UDENA) existe en la cladestinidad o sólo en el exilio? En el interior, es decir, en nuestro país, lógicamente nos mantenemos en la clandestinidad, ya que los cauces que el régimen de Todoro Obiang ha habilitado para la participación política de la oposición han demostrado ser cauces falsos, destinados tan sólo a conferirle a la dictadura una apariencia de democracia. Nosotros estamos completamente fuera de la comedia de Obiang y nos negamos a hacerle el juego. En el exilio, principalmente en los países vecinos y en la ex-metrópoli, España, sí podemos organizarnos libremente y de hecho formamos parte de diversas plataformas e instituciones, como la Internacional Liberal. Respetamos a otros partidos ecuatoguineanos que apenas existen en el exilio, pero creemos que es esencial la conexión directa y permanente con el interior. De hecho, es en el país donde debe hacerse la política del país, y desde el exilio sólo podemos apoyar y obtener apoyos de todo tipo de países y fuerzas políticas amigas. A grandes rasgos, ¿cuál es la situación política actual de Guinea Ecuatorial? El proceso está completamente estancado porque Obiang ha pasado de la total negativa a establecer instituciones democráticas, que caracterizó la primera etapa de su régimen, a una sofisticada confusión y multiplicación de pseudoinstituciones enteramente manipuladas, lo que incluye elecciones fraudulentas y hasta un par de pseudopartidos de supuesta oposición que, obviamente, viven del régimen. Otro grave problema al que nos enfrentamos es que la diáspora ecuatoguineana parece haber perdido parte de su impulso en la tarea de apoyo a la democracia en el país. Muchos se van integrando en sus países de acogida y han perdido la esperanza de que algún día nuestro país pueda recuperarse. No se les puede culpar porque son ya muchos años de dictadura, pero esa desmovilización en el exterior tiene efectos nocivos en el interior. Cuando en Nigeria, Zimbabwe u otros países africanos ocurre algo mucho más suave que lo que pasa cada día en Guinea Ecuatorial, los medios de comunicación se hacen eco de ello. ¿Qué pasa con Guinea Ecuatorial, que es como si no existiera? Somos un país muy pequeño y la única excolonia española en Africa Subsahariana. Esto facilita nuestro aislamiento y olvido, y la perpetuación del régimen de Obiang. Además, Guinea Ecuatorial ha pasado en unos años de ser un país insignificante a ser un país con petróleo, por lo que los grandes intereses petroleros, aliados con el régimen, ejercen también una discreta presión para que no se hable de nuestro páis. ¿El dinero del petróleo está llegando a la población en alguna medida? No, en absoluto. Obiang, su familia y su entorno directo se embolsan, incluso en sus cuentas privadas, la millonada que genera la explotación petrolera. Por eso es hoy uno de los hombres más ricos de Africa, tal vez el más rico. La Mobil Oil y la Elf se han quedado con la concesión del petróleo sin exigir al régimen ningún cambio no ya político, sino ni siquiera en cuanto a la transparencia del negocio en sí. Con frecuencia el dinero del petróleo no entra ni en el país. La Mobil Oil, por presión del gobierno estadounidense, le exige a Obiang que al menos construya algunas infraestructuras para cubrir el expediente. Los franceses ni siquiera eso. — 288 — ¿Por qué ha habido siempre tanta división y enfrentamiento entre los partidos del exilio? Es cierto, el exilio ecuatoguineano da pena por su enorme división. A veces esto se ha debido a personalismos, a veces incluso a las diversas alianzas con partidos políticos españoles, de los que cada partido ecuatoguineano esperaba obtener algún apoyo. Desde UDENA tenemos una mano tendida a todos los partidos demócratas, sobre todo a los que tienen presencia en el interior, al objeto de coordinarnos y organizar mejor nuestra labor común en pro de la democracia en el país, y es una mano tendida sin condiciones ni apriorismos. ¿Los ecuatoguineanos se sienten parte de la comunidad hispanoparlante mundial, se sienten vinculados a América Latina y a España? Mucho, de hecho mucho más de lo que nos sentimos vinculados a los países de nuestro entorno. Ser un islote de lengua y cultura españolas en medio del Africa Ecuatorial nos llena de orgullo, es nuestro rasgo distintivo. Sentimos, sin embargo, que no se nos conoce ni se nos valora suficientemente en América Latina e incluso en España. Los latinoamericanos e incluso los españoles más jóvenes prácticamente ni siquiera han oído hablar de nuestro país, pese a los lazos culturales y lingüísticos que nos unen, y esto es una lástima. Gran parte de la culpa es, desde luego, de más de tres décadas de aislamiento por parte del régimen totalitario de Macías, primero, y después de Obiang. Por ejemplo en la Internacional Liberal nosotros siempre nos relacionamos principalmente con los partidos latinoamericanos, ya que encontramos muchos más puntos en común que con los amigos africanos, y además por el idioma. ¿Es viable el liberalismo en una futura Guinea Ecuatorial democrática? Es sin duda la corriente de pensamiento que mejor se adapta al considerable individualismo de nuestra cultura. El liberalismo es una necesidad en Guinea Ecuatorial y en otros países africanos. Es mucho el camino que tenemos que recuperar tras décadas de estancamiento, y sólo con una sólida economía de mercado y las instituciones de un auténtico Estado de Derecho podremos recorrerlo. — 289 — La izquierda y los pobres Perfiles del siglo XXI, julio de 2002 El rancio moralismo de la izquierda es fundamentalmente contrario a la existencia de los ricos, en vez de preocuparse principalmente de eliminar la pobreza. La izquierda, cegada por la envidia social, no alcanza a comprender que es posible y deseable acabar con los pobres elevando su nivel de vida, no acabar con los ricos, quienes además cumplen una importante función social de acicate. Lo que de verdad le molesta a la izquierda no es que haya pobres, sino que haya ricos. No le ofende el que la gente pase hambre, mientras todos la pasen por igual. No le entristece que los niños tengan poca ropa, en la medida en que todos tengan igual de poca. Ese era el modelo soviético, felizmente fracasado. A la izquierda, heredera moderna del moralismo religioso de antaño, lo que le molesta es que uno, o dos, o veinticuatro, no pasen hambre e incluso coman caviar, renueven cada mes su ropero o posean una casa más grande y comfortable que la media. Poco le importa a la izquierda que esos bienes hayan sido adquiridos por medios lícitos: su simple tenencia le asquea. La izquierda jamás ha comprendido que sus odiados ricos cumplen una importante función social. La existencia de riqueza es un acicate para que los individuos despiertos y emprendedores se lancen a conquistarla por medios lícitos, y, al hacerlo, generen a su vez más riqueza y bienestar para toda la población. La existencia de personas ricas cumple parecida función, ya que invita a las personas a emularlos, a querer ser como ellos, y por tanto a trabajar, emprender, invertir, dar trabajo, usar el cerebro y los músculos en beneficio de otros (empleadores o clientes) a cambio de su dinero, hasta llegar a ser ricos. Las muchas trabas que se pone en las sociedades latinoamericanas y europeas a esta trayectoria hacen que parezca inalcanzable, mientras en Norteamérica se cuenta por cientos de miles a los individuos que, empezando con casi nada, han llegado a ser ricos. La izquierda haría bien en preocuparse solamente de que no haya pobres, y entonces se daría cuenta de que para ese fin (alcanzable, como demuestran unos treinta países del mundo) es imprescindible la existencia de ricos. El problema no es la desigualdad económica sino el mantenimiento de amplias capas de la población por debajo de los niveles de bienestar que en la actualidad consideramos como mínimos de dignidad. La solución no es un megaestado colectivista que le quite por la fuerza su dinero a las personas productivas para establecer programas burocratizados de caridad pública. La solución es liberar a esas personas mediante la educación y mediante sistemas absolutamente flexibles de autoempleo y microempresa, eliminando burocracias que les resultan ininteligibles e impuestos y tasas que no pueden pagar. Los pobres pueden ser nuestros mejores empresarios y nuestros más eficaces trabajadores autónomos. Solamente hay que dejar de mirarles con ese rancio paternalismo moralista de los curas y de los comunistas, y ayudarles de verdad a emanciparse, sin darles un trato de favor, pero respetándoles y abriendo nuestros esquemas y sistemas a su verdadera integración. — 290 — Creación versus reparto de la riqueza Perfiles del siglo XXI, julio de 2002 La riqueza se crea, y su creación es ilimitada. El socialismo parte de la premisa falsa de que la riqueza es en gran medida finita, y que por lo tanto el Estado debe repartirla para asegurarse de que todos accedan al menos a una parte digna de la misma. En realidad, la pobreza se alivia y eventualmente se elimina generando infatigablemente riqueza y poniendo a todos en disposición de crearla para sí, ya que de esa manera generan también, tangencialmente, riqueza para los demás. En las sociedades que hemos padecido la aplicación real y práctica del socialismo, con o “sin rostro humano” (o en ambas presentaciones, como es el caso de Hungría), resulta aún más extraña la pertinaz resistencia del ideal socialista a desaparecer de nuestro subconsciente colectivo. Prueba de ello es la reciente victoria electoral de los socialdemócratas húngaros y, mucho peor aún, el retorno de varios partidos comunistas al poder en los últimos años, como es el caso de Rumanía y de Moldavia (donde hasta tienen la poca vergüenza de seguir llamándose Partido Comunista). El mecanismo que le da a esta ideología tanta influencia social y, eventualmente, le permite acceder por las urnas al poder que otrora sólo mantenía por la fuerza, consiste en generar entre la ciudadanía la falsa sensación de que la riqueza es finita y de que, por ende, sólo les beneficiará personalmente un gobierno decidido a tomarla de quienes tienen más y repartirla entre quienes tienen menos. Como la riqueza es una constante, quienes tienen más son directamente responsables de que otros tengan menos y es necesario que el poder político intervenga para modificar esa situación. La premisa sobre la que se asienta esta visión y todo el edificio ideológico socialista es, simplemente, falsa. La riqueza no es finita. La riqueza no es una constante fija sino una magnitud permanentemente creciente, que crece más o menos deprisa en función de la coyuntura. La riqueza se crea, y el único límite a la creación de riqueza es el que disponen las limitaciones humanas. La pobreza se alivia mejor y más rápido ayudando a generar riqueza nueva que expropiando y repartiendo la riqueza preexistente. Además, todo acto de expropiación (fiscal o de cualquier otra naturaleza) limita las posibilidades de generación espontánea de riqueza en la sociedad. Por definición, la riqueza no es estática. Esté en pocas o en muchas manos, la riqueza no está quieta: siempre está invertida o colocada en productos financieros que no solamente generan beneficios al poseedor de la riqueza sino, tangencialmente, al conjunto de la sociedad. Si usted tiene diez millones de dólares y los invierte en un fondo de inversión propuesto por su banco, no sólo se beneficia usted, ya que el banco usará su dinero para conceder cientos de créditos y para invertir en numerosas actividades productivas generadoras de empleo y de consumo. El capitalismo funciona basándose en el beneficio tangencial que todos producimos a los demás por el mero hecho de ser económicamente activos. Y cuanta mayor riqueza tengamos, normalmente más activos seremos (o lo será nuestro dinero) y, por tanto, mayor riqueza adicional generaremos tangencialmente en la sociedad. Por ello poner trabas a la generación (e incluso a la acumulación) de riqueza es un grave error basado en la miopía redistributiva del pensamiento socialista. Cuando el estado interviene la economía, paraliza en gran medida a los ciudadanos en su actividad económica y elimina así, de un plumazo, millones de operaciones que por supuesto son generadoras de beneficio directo para sus ejecutores pero que son, sobre todo, creadoras de un importantísimo beneficio tangencial para otros y para el conjunto de la sociedad. Durante décadas, las sociedades del Este de Europa dejamos la creación de riqueza en manos de la pesada maquinaria burocrática de los Estados. Por ello crecimos mucho menos que los países capitalistas. Partíamos de la base de que el Estado generaba una riqueza cuantificable y distribuíble mediante complejos criterios de ingeniería social destinados a asegurar la justicia del reparto. Corrupción aparte, esa utopía era simplemente inviable y los hechos lo — 291 — demostraron cuando el conjunto de economías socialistas colapsó. La riqueza, en realidad, se genera mejor y más deprisa cuando es el ciudadano individual quien la produce, ya sea mediante el alquiler de su trabajo a una empresa, ya sea mediante su actividad profesional independiente como trabajador autónomo, ya sea asociándose con otros para juntar su capital y emprender una actividad productiva. Además, el boom del sector servicios hipercompetitivo, pilar fundamental del bienestar y del comfort de la gente en el mundo actual, habría sido imposible mediante la ejecución estatal de esos servicios, ya que si el Estado es mal productor de bienes, suele ser todavía peor gestor de servicios. Una de las claves “naturales” de la economía es que la riqueza, al contrario que la energía, sí se crea y sí se destruye. Basta echar una ojeada a un país devastado por la guerra para ver que la riqueza es destructible, y basta volver la mirada al “milagro” japonés o coreano para darse cuenta de que la riqueza es creable. ¿Cómo se destruye? Tomando decisiones económicas erradas. ¿Cómo se crea? Tomando las correctas. La incansable divulgación y propagación de esta irrefutable verdad económica es esencial para que la gente abandone las viejas utopías del reparto y exija en cambio plena libertad y nulas trabas para crear riqueza para sí mismos, que es como, además de ganarse la vida, ayudarán a que también los demás se la ganen. Lo maravillosamente ético del capitalismo, por más que la izquierda no lo quiera reconocer, es precisamente que uno prospera en la medida en que ayuda tangencialmente a prosperar a los demás, ofreciéndoles productos y servicios buenos y baratos, creando empleo y autoempleo, aportando directa o indirectamente capital a otras tareas. — 292 — Los himnos nacionales Perfiles del siglo XXI, agosto de 2002 Los himnos nacionales latinoamericanos nos dicen mucho sobre la Historia e incluso sobre el presente de sus respectivos países. Más que en otras zonas del planeta, en América Latina se recurre al patriotismo delirante, a las proclamas guerreras y a la afirmación frente al extranjero. El análisis de los textos no deja lugar a dudas, pero sí a la reflexión sobre el ser y el sentir de las repúblicas latinoamericanas. Escuchando los himnos nacionales latinoamericanos, a cualquier hombre o mujer de bien, a cualquier persona liberal, internacionalista, cosmopolita o simplemente pacífica se le corta la digestión. Es delirante la exaltación de las bellezas naturales del territorio nacional (que siempre se pretende más lindo que cualquier otro lugar del mundo), de las virtudes de sus gentes (que aparecen como santos y héroes), del etéreo concepto de patria (ese disfraz místico de la mucho más prosaica idea de Estado) y de un ardor guerrero que pone los pelos de punta. Los poemas son en general de una pomposidad y grandilocuencia insufribles, llenos de rimas consonantes no exentas de algún que otro ripio. La palabra “cursi” se queda corta para describirlos. Cuando Napoleón definió la música como “el menos desagradable de los ruidos” quedó claro que no había tenido la oportunidad de escuchar la mayoría de los himnos latinoamericanos. La música suele ser de lo más recargada y a veces estridente. Siempre contiene unos agudos exagerados, y no pueden faltar los compases destinados a provocar el trance de los corazones más patriotas, en lo que me permito denominar Orgasmo Musical Nacionalista (OMN). No hay casi ningún himno latinoamericano que no parezca un trozo de una ópera de Rossini, aunque con una calidad musical francamente inferior. Se supone que hemos de escucharlos erguidos y cariacontecidos, con la mano en el corazón y la mirada solemne. Para ello, en algunos países, nos obligan a escucharlos a todas horas en la radio, en la televisión, en los eventos deportivos y hasta en las escuelas, torturando a los pobres niños que deben aprenderse unas letras infames que probablemente nunca entonarán correctamente ni mucho menos comprenderán. Una de las letras más agresivas y belicosas es la del himno mexicano, vulgarmente conocido como el “Masiosare”, por el uso del ya arcaico futuro de subjuntivo en la frase “mas si osare un extraño enemigo...” En este texto se considera sagrado el nombre del país, se grita decenas de veces “¡guerra, guerra sin tregua!”, se llama a los ciudadanos a las armas y se les considera soldados que el cielo dio a la patria (no se les pregunta su opinión al respecto, claro). El OMN mexicano llega con la frase “y retiemble en sus centros la tierra al sonoro rugir del cañón”. Como si no retemblara bastante con la considerable actividad sísmica del país. Un poco más al sur, el OMN guatemalteco se alcanza (con error de sintaxis incluido) al proclamar que “si mañana tu suelo sagrado lo amenaza invasión extranjera, libre al viento tu hermosa bandera a vencer o a morir llamará”. Eso de morir por las patrias parece ser una constante, tal vez por lo difícil que resulta vivir por ellas. Así, el país que creíamos campeón del pacifismo centroamericano, Costa Rica, no se arredra ante los demás y nos advierte muy seriamente de que “cuando alguno pretenda tu gloria manchar, verás a tu pueblo valiente y viril, la tosca herramienta en arma trocar”. ¿Pensarán atacar con martillos y tuercas? Y lo de viril, adjudicado al pueblo entero, ¿en qué situación deja a las mujeres “ticas”? Pero también los cubanos tienen su versión tropical del ardor guerrero: “no temáis una muerte gloriosa, que morir por la patria es vivir”. Está claro: lo de “morir por la patria” debe de ser el clímax absoluto del OMN, porque el himno dominicano glorifica “al pueblo que, intrépido y fuerte, a la guerra a morir se lanzó”, y el patriota guaraní grita “¡paraguayos, república o muerte!” También quienes cantan el himno boliviano juran “morir antes que ver humillado de la patria el augusto pendón”. Sus vecinos brasileños proclaman que “un hijo de la patria no huye de la lucha, ni teme la propia muerte”. — 293 — Más al sur, los argentinos cantan “coronados de gloria vivamos, o juremos con gloria morir”, mientras el patriota chileno experimenta su OMN con esta orgullosa proclama: “si pretende el cañón extranjero nuestros pueblos osado invadir, desnudemos al punto el acero y sepamos vencer o morir”. Lo que pasa es que morir, en realidad, es un mal menor: “serán muchos, Honduras, tus muertos, ¡pero todos caerán con honor!”. Ah, bueno, si es con honor, pues que se mueran, ¿no? Y no han de faltar, por ejemplo en el himno peruano, nobles sentimientos de venganza: “nuestros brazos, hasta hoy desarmados, estén siempre cebando el cañón, que algún día las playas de Iberia sentirán de su estruendo el terror”. Los turistas ya están avisados: deberían escoger otras playas en lugar de las españolas, que parecen estar al borde de una cruel invasión. Pero los ecos de la venganza peruana resuenan incluso en el himno del lejano Uruguay: “al estruendo que en torno resuena de Atahualpa la tumba se abrió, y batiendo señudo las palmas, su esqueleto, ¡venganza! gritó”. Cuesta imaginarse nada menos que al esqueleto del noble inca Atahualpa acompañando con un rítmico batir de palmas sin carne la feroz venganza antieuropea de una nación étnica y culturalmente europea, como es la uruguaya. El patriota ecuatoriano, en cambio, no necesita aventurarse a conquistar Europa ni invocar a antiguos reyes prehispánicos. Le basta, para llegar felizmente al OMN, la esencia misma de la glorificación patriótica, resumida en este mantra reiterativo: “¡Salve, oh patria, mil veces! ¡Oh patria! ¡gloria a ti! ¡gloria a ti!” (etcétera). Precisamente la gloria es otra de las obsesiones comunes a todos los himnos, y también el de Nicaragua pide que “nada empañe tu gloria inmortal”. Pero no todo es guerra, aunque sí gloria: el himno colombiano, lleno de sofisticadas y cultísimas alusiones mitológicas (que seguramente le suenan a chino a los mismos ciudadanos que lo interpretan con ojos llorosos), nos informa de que “no es completa gloria vencer en la batalla, que al brazo que combate lo anima la verdad”, y acto seguido se propone instaurar altos principios: “la independencia sola al gran clamor no acalla: si el sol alumbra a todos, justicia es libertad”. Toda una profecía, como la de los vecinos venezolanos: “gritemos con brio, muera la opresión”. En casi todos los himnos hay otra oportunidad para el OMN en las estrofas que anuncian el descubrimiento feliz de que la patria es en realidad el mismísimo jardín del Edén, el paraíso terrenal. Los panameños, por ejemplo, entonan “en tu suelo cubierto de flores (...) solo reina el amor fraternal”. Pues no se pueden quejar, los panameños. Uno se imagina a millones de personas haciendo fila ante los consulados panameños para obtener un permiso de emigración a ese reino de felicidad instalado en el istmo. Pero Puerto Rico llega al éxtasis nada menos que con el descubridor, afirmando que “cuando a sus playas llegó Colón, exclamó lleno de admiración, ¡Oh!” Buen eslogan para fomentar el turismo: “oh”. Colón era un genio. Por último, hay un país del otro extremo del mundo que compartió mucho con América Latina durante los siglos de opresión española. No es de extrañar, por lo tanto, que el himno filipino (1899) sea un compendio de todo lo anterior: “tierra de dichas, de sol y de amores, en tu regazo dulce es vivir; es una gloria para tus hijos, cuando te ofenden, por ti morir”, es decir, paraíso patrio, gloria y muerte, los tres elementos que jalonan, en los países emancipados del colonialismo español, el discutible arte de redactar himnos nacionales. Sin duda el estilo de la metrópoli, España, tuvo mucho que ver en el camino de sangre y azúcar que tomó la creatividad de los redactores latinoamericanos. No en vano, la independencia latinoamericana fue cosa de criollos. Aunque el himno español es anterior y responde a otro estilo musical (y además, afortunadamente, carece de texto), las canciones patrióticas del siglo XIX español no se alejan demasiado del mismo patrón, en una época en que no sólo los insurgentes latinoamericanos luchaban contra la insoportable tiranía de la corona española, sino también muchos españoles. No es aventurado pensar que, si los guerrilleros liberales del — 294 — siglo XIX hubieran logrado derrocar el régimen borbónico, España habría tenido una historia contemporánea mucho mejor, pero padecería hoy un himno igual de espantoso. Todos estos himnos dicen mucho de la Historia latinoamericana, de los cimientos temblorosos sobre los que hubo de construírse todo el edificio de las nuevas repúblicas. Por supuesto, América Latina no es la única región del mundo donde los himnos nacionales exaltan lo patriótico (para eso están, por desgracia), pero llama la atención la virulencia y la beligerancia especiales con que lo hacen. Son todos estos himnos (y los tics culturales que les acompañan en el subconsciente colectivo de las sociedades latinoamericanas) herederos directos de la traumática Revolución Francesa, como el gorro frigio de algunas banderas y muchos símbolos de los escudos. Si hubiera que encontrar fuera de América Latina un himno idéntico a los latinoamericanos, hallaríamos casi exclusivamente La Marsellesa, llena, cómo no, de sangre, muerte y gloria. Las repúblicas latinoamericanas tuvieron la mala suerte de ser alumbradas por la Historia en pleno auge del nacionalismo romántico, una de las ideologías más dañinas que ha alumbrado la estupidez humana, y causante original de muchos de los totalitarismos de izquierda y derecha que vinieron después. La noción misma de patria es el germen de todas las enfermedades colectivistas, desde el fascismo al estalinismo. Los vientos de universalismo y globalización que ahora soplan tendrán que producir en algún momento un replanteamiento de los símbolos que acompañan a la política, no sólo en Latinoamérica sino en todo el planeta. Tal vez entonces estas canciones incendiarias dejen de entonarse con rango oficial, y el simbolismo de unas nuevas estructuras políticas globales proclame valores de paz, no cantos de batalla, y afirme a nuestra especie, a la Humanidad entera, y no a las patrias cada día más obsoletas que aún la dividen. — 295 — Comunismo: ¿punto final? Perfiles del siglo XXI, agosto de 2002 Parece como si el mundo intelectual hubiera decidido aplicarle al comunismo una especie de ley de punto final. Han pasado doce años nada más desde la caída del muro de Berlín y ya hace tiempo que cesaron las críticas y dejó de sonar el recuento de víctimas y la acusación a los culpables. Las ideas tienen consecuencias, y la idea comunista ha tenido entre sus espantosas consecuencias cien millones de muertos. No puede haber punto final. Resulta sorprendente la capacidad de olvido, disculpa o abierto perdón de la izquierda, e incluso de la izquierda moderada y democrática, frente a las atrocidades del comunismo. Es alucinante su presteza a la hora de correr un tupido velo, o un telón metálico, sobre la sangre de cien millones de víctimas del comunismo. Produce sonrojo y vergüenza ajena que los líderes del socialismo actual, maquillados con los cosméticos de la “Tercera Vía”, sean tan indulgentes con los tiranos comunistas que aún quedan por el mundo y se nieguen a considerar al comunismo en sí como uno de los peores azotes sufridos por la Humanidad, causante de una espantosa y continua cadena de genocidios desde 1917 hasta su desmoronamiento, y, en algunos desafortunados países, hasta hoy. El presidente Bush, cuando acudió al Capitolio tras los incidentes del 11-S, consideró necesario para el bien de la Humanidad que la ideología política de inspiración religiosa que había hecho posible aquella espantosa tragedia quedara “relegada al archivo de las ideologías fracasadas surgidas a lo largo de la Historia”. Ese es, de hecho, el destino más adecuado para el ultraislamismo de Mohammed Atta y sus secuaces. Pero revisemos ese archivo de ideologías fracasadas y nos daremos cuenta de que, lógicamente, están en él el nazismo alemán, el fascismo italiano o el falangismo español. ¿Donde está el comunismo, en sus diversas variantes? La izquierda moderada le ha pagado viejas deudas haciendo todo lo posible por sacarlo de ahí y colocarlo en una especie de purgatorio, nunca en el mismo infierno de Hitler o Mussolini. Las ochocientas páginas del documentadísimo “Libro negro del comunismo” irritan desde hace años a la izquierda, que prefiere mirar hacia otro lado. El razonamiento de nuestros izquierdistas de hoy es que el comunismo jamás persiguió causar el dolor que luego conocimos, que sus ideales eran tan puros y nobles que, aunque le salieran mal las cosas, los daños colaterales que causó no le hacen acreedor de un trato igual al del totalitarismo de extrema derecha. Así, criminales tan siniestros como Lenin, Stalin, Jaruzelski, Mao, Pol Pot, Hoxha, Ceausescu y tantos otros, que jamás temblaron en firmar miles de órdenes de asesinato, que condujeron a sus países a la pobreza extrema y aplicaron una represión patológica del ser humano, quedan como simples hombres de bien que erraron en su forma de hacer las cosas, que como mucho cometieron algunos excesos reprobables, pero que de ninguna manera merecen ser enterrados en el mismo panteón histórico que acoge los restos repugnantes de Hitler. Y los pocos izquierdistas que condenan a esos tiranos dejan bien clara la diferencia entre todos aquellos dictadores y el auténtico comunismo, como si tal cosa fuera posible. A nadie se le ocurriría decir que el nazismo no es perverso en sí, pero Hitler cometió el crimen de desvirtuarlo y aplicarlo a su criterio y para sus fines, y sin embargo eso es lo que continuamente oímos en relación con el comunismo. Es muy peligroso que, apenas doce años después de la caída del comunismo en Europa, la clase académica mundial no haya extraído las consecuencias históricas que debería. No se ha sacado la lección última que nos brindó el resquebrajamiento del muro de Berlín: que toda forma de Estado hipercolectivista deviene totalitaria y conduce a la anulación de la persona, al despotismo de una “nomenklatura elitista”, a la corrupción y la podredumbre ética más absolutas, al hambre y a la represión de la diferencia (étnica, política, religiosa, cultural, social o de cualquier otro tipo). La Humanidad no puede seguir corriendo el riesgo de la amnesia sobre el comunismo, porque los errores que uno no procesa para asimilarlos como — 296 — tales terminan por repetirse. Es necesario decirlo una y otra vez, escribirlo con letras de fuego en la Historia de nuestra especie: el comunismo es una ideología intrínsecamente generadora de crimen, como lo fue el nacionalsocialismo y como lo es el ultraislamismo. Es muy importante seguir recordando a los seis millones de muertos del Holocausto, pero no estaría de más recordar también a los cien millones de muertos del comunismo. Es necesario recordar Auschwitz para que jamás se repita, pero parece que nadie se acuerda de la Lubianka de Moscú, como si no importara que se repitiera. Hoy es una ofensa y en algunos países incluso es delito llevar una esvástica, pero la hoz y el martillo siguen formando parte de la puesta en escena de muchos actos de la izquierda. No podemos permitirnos el lujo de no equiparar crímenes equivalentes, no podemos condenar las deportaciones a los campos de exterminio nazis y olvidar las deportaciones de grupos étnicos enteros (como los tártaros de Crimea) a los campos de exterminio de Siberia. No podemos condenar el antisemitismo nazi y olvidar que la URSS confinó a sus judíos en un inmenso gulag con pretensiones de región autónoma, situado en el fin del mundo, donde una gran parte murió de hambre y frío. No podemos horrorizarnos antes la ocupación nazi de una parte de Europa, que duró unos años, y mostrarnos indiferentes ante la ocupación soviética de otra parte de Europa, que duró varias décadas. ¿Seguirá escupiendo Hollywood películas sobre el horror de la Alemania nazi y no producirá ni siquiera una que retrate con idéntica repulsión la espantosa sociedad estalinista? ¿Cuándo vamos a escuchar un proceso histórico, académico y moral contra el colectivismo de extrema izquierda, contra el comunismo y sus derivados? ¿Cuándo se van a decidir los intelectuales a deshacerse de los estúpidos prejuicios que aún les amordazan y a abrirle juicio oral al comunismo? ¿Cuándo va a formar parte esencial del consenso político generalizado en nuestras sociedades la repulsa frontal e inapelable a la idea misma de comunismo, como generadora de muerte y horror, igual que repudiamos por idéntica razón la idea de nazismo? ¿Cuándo va a darse cuenta la Humanidad de que el terrible y criminal error es el colectivismo en sí, cualquiera que sea su posición en la cuestionable escala de derecha e izquierda, cualesquiera que sean sus supuestas intenciones, sea cual sea su estética o su palabrería? La izquierda siempre se ha opuesto a las leyes de “punto final” y de “obediencia debida”, y hace muy bien. Ni un solo crimen de un tirano de derechas debe quedar impune. Ni una sola “caravana de la muerte” debe ser olvidada u ocultada, ni un solo general de una junta golpista debe salir airoso, ni un solo torturador de Videla o Stroessner debe quedar impune. Las víctimas del totalitarismo de extrema derecha merecen que se haga justicia, y no importa cuánto tiempo haya transcurrido desde los crímenes, ni es excusable perdonarles por condicionantes políticos como la viabilidad de la transición política del país. Pero los partidos de izquierda no tendrán el más remoto derecho a exigir todo eso mientras no griten con idéntica pasión que también quieren ver en la cárcel a los antiguos guardianes del “gulag” soviético, a los torturadores de la Securitate rumana y de la Stasi alemana oriental, que Milosevic está merecidamente encarcelado y que igual destino debería corresponderle a los exdictadores comunistas que hoy viven tan tranquilos y hasta cobran una pensión de jubilación, que fue tan inmoral el exilio impune y dorado de Honecker como el de Duvalier; y que cada muerto del castrismo o del régimen norcoreano vale exactamente igual que un muerto de Videla o de Pinochet. Los demócratas, y en particular los liberales, no estamos dispuestos a dejar impune a ningún criminal, y en eso nos diferenciamos de la mayor parte de la derecha y de la izquierda. Pero más allá de las responsabilidades personales que hay que dilucidar, son las ideologías “criminógenas” (un término acuñado por Jean-François Revel) las que deben desaparecer del ámbito de lo viable, las que deben enseñarse en las escuelas como terribles desastres del pasado que debemos esforzarnos en no repetir jamás. Los niños de hoy deberían aprender a rechazar con temor y asco tanto la esvástica como la hoz y el martillo, porque ambas representan por igual lo peor del alma humana. Las ideas tienen consecuencias y dejar en pie — 297 — una idea generadora de crimen es, también, un crimen. Frente al comunismo no puede haber un “punto final”, ni jurídico ni político ni, mucho menos, intelectual. — 298 — Paraguay se une al rugido antiliberal latinoamericano Editorial para Perfiles del siglo XXI, agosto de 2002 La época de las grandes reformas económicas latinoamericanas, o por lo menos la época en que eran bien vistas, en que la gente las entendía como algo necesario, parece haber llegado a su fin. La alternativa más popular es una edición pretendidamente novedosa del estatalismo de siempre. En México, ¿qué ha hecho Fox hasta ahora por la libertad económica? Puesto en perspectiva histórica, empieza a parecer más liberalizador Zedillo que el actual presidente. No sólo no se atreve con PEMEX, sino que la transformación económica del país azteca se ha acompasado al ritmo que parecen marcar las nuevas tendencias latinoamericanas: un ritmo insufriblemente lento. De Venezuela es mejor no hablar porque, si hay alguna reforma económica en marcha, consiste en intensificar la succión de la ubre petrolera y en expropiar a la gente o empujarla a la única alternativa que les queda: llevarse su dinero a cualquier segura isla holandesa o británica del Caribe. En los países centroamericanos no se puede hablar de cambio sino, como siempre, de viejas ideas de integración que no llegan nunca a buen puerto porque las veinte familias de la oligarquía industrial y agrícola de cada uno de esos países jamás lo permitirán. En Perú, el furioso clamor contra las privatizaciones le ha costado un serio disgusto al hasta entonces popular presidente Toledo. En Brasil las encuestas vaticinan un giro a la (cuasi) extrema izquierda. En Chile se empieza a cuestionar el legado de prosperidad, desarrollo y estabilidad económica de las últimas décadas de gobiernos tanto autoritarios como democráticos que (con independencia de la impune brutalidad de los primeros en otras materias) habían hecho del país una economía modélica cuyo ejemplo trascendía la propia región latinoamericana y alumbraba al mundo entero. El necesario proceso de dolarización parece haberse quedado reducido a Ecuador y El Salvador. Argentina está en bancarrota y todas las medidas que unos y otros políticos promueven en Buenos Aires, todas sin excepción, son tendentes a mayor endeudamiento exterior e interior, al pleno control (o descontrol) de la reinstalada y empobrecedora moneda argentina por parte del impresentable banco nacional, a fronteras más cerradas, a mayor presión fiscal, al control (estilo Gestapo) de las transacciones hacia el exterior, y, en suma, a la re-estatalización del país, receta tan añorada por peronistas y radicales, que de seguro conducirá a la Argentina a un desastre de proporciones aún mayores. El último país en unirse al clamor antiliberal ha sido Paraguay, país donde teóricamente cogobierna un partido liberal, el cual —en el momento de escribir estas líneas— parece ahora directamente vinculado nada menos que con el posible regreso del repugnante militar golpista Lino Oviedo, a quien los sedicentes liberales ayudarían no sólo a volver y a quedar impune, sino a... ¡alcanzar la presidencia del país! Las gentes salieron a las calles a mediados de julio y protagonizaron cruentos disturbios contra las medidas económicas tímidamente liberales del presidente Macchi, pero el partido que orquestó esas algaradas, junto a la UNACE de Oviedo, fue precisamente el histórico PLRA (o al menos el sector del vicepresidente Franco), que mucho debe de haber cambiado desde los tiempos de Domingo Laíno. El PLRA tiene una larga y dignísima historia de resistencia al stronismo y siempre contó con el respeto y la admiración de los liberales del resto del mundo, pero con frecuencia se ha situado en posiciones que más que liberales parecían socialistas. Ahora parece aliarse con un militar de extrema derecha, conocido narcotraficante, para promover disturbios contra las medidas económicas liberales emprendidas por sus propios socios de gobierno. Ni siquiera en términos del realismo mágico latinoamericano puede llegar a entenderse este lío. La confusión, ingrediente habitual de la política paraguaya, oculta una vez más la realidad del turbio proceso de involución en el que se ha sumido por enésima vez el país guaraní, pero, en cualquier caso, lo que se está cociendo en Asunción no parece que vaya a ser un guiso democrático ni liberal. América Latina había emprendido con cierta resolución, en los noventa, el camino de la libertad económica, de las fronteras abiertas a bienes, servicios, personas y capitales, el camino de la estabilidad monetaria y presupuestaria, el camino del desarrollo. Era un camino — 299 — donde no había sitio para golpistas como Oviedo o Chávez, ni para reformas constitucionales antidemocráticas como las emprendidas por éste último. Era un camino en el que poco a poco lo militar desaparecía de la escena política, los débiles parlamentos y tribunales empezaban a fortalecerse, los presidentes se tornaban menos caudillos y más gestores, y los actos de violencia callejera con pretensiones de subvertir el orden constitucional habían pasado a la Historia. Hoy no podemos estar seguros de que esa siga siendo la tendencia. Más parece que, dando la espalda a la globalización imparable del resto del planeta, los latinoamericanos han optado una vez más por representar ese incomprensible drama que tanto éxito de crítica y público tiene en el subcontinente: el suicidio político y económico colectivo. Y con un realismo espeluznante. La crisis del islote Perejil Editorial para Perfiles del siglo XXI, agosto de 2002 Como recordaba hace unos días el diario británico The Guardian, ningún país de Europa Occidental había sufrido ocupación extranjera desde la Segunda Guerra Mundial, hasta que, en pleno mes de julio de 2002 y en vísperas de su fastuosa boda, el reyezuelo de Marruecos envió un ridículo comando de diez o doce gendarmes a tomar un islote español de menos de un kilómetro cuadrado, recuperado días después por las Fuerzas Armadas españolas. La isla de Perejil, deshabitada, no tiene ningún interés geopolítico, energético, marino ni de ninguna naturaleza para España. Para Marruecos, objetivamente, tampoco. El régimen feudal de Rabat atraviesa una crisis mayor de lo que a simple vista puede parecer. Las minorías étnicas del Norte están cada vez mejor organizadas y plantean retos cada día más importantes a la supuesta unidad nacional del reino alauí. El monarca, pretendidamente moderno y occidentalizante, no ha emprendido todavía ninguna de las medidas que de él esperaba la comunidad internacional. La prensa sigue sin ser libre, aunque cada vez sea más mordaz. Hay un parlamento electo, pero no tiene poder. Manda el rey. El problema del Sáhara se ha enquistado y las hostilidades pueden recomenzar en cualquier momento. La economía está a punto de colapsar y la única salida para millones de jóvenes marroquíes es una desesperada emigración ilegal a España u otros países de la Unión Europea. El Estado marroquí, aparentemente cómplice del narcotráfico y del lavado de dinero negro, “exporta” ingentes cantidades de droga de las plantaciones de Ketama. El integrismo islámico es todavía subterráneo, para cada vez se deja sentir con mayor fuerza. Los disidentes del régimen van a la cárcel y el señor medieval de Rabat se permite conceder grandes amnistías y rebajar las penas impuestas por los jueces con motivo de su boda. Como todos los tiranos, Mohamed VI, en vez de dar a su pueblo libertad y desarrollo, le da un arcaico patriotismo en forma de ceremonias megalómanas y de incidentes exteriores. En octubre retiró a su embajador en Madrid. Ahora ha ocupado por la fuerza, durante unos días, suelo español. Fomentar el odio a España (su segundo socio comercial, de quien recibe además una ingente ayuda económica y militar) y reivindicar delirantemente la entrega de las dos ciudades españolas (Ceuta y Melilla) de la costa africana: ésa es la receta de Mohamed VI para contrarrestar el hambre y la frustración de su pueblo. No es un remedio nuevo, aunque suele ser eficaz. Lo aplicó Galtieri respecto a las Malvinas. Lo usó Franco durante cuarenta años respecto a Gibraltar. Lo aprovechó en 1975 el padre de Mohamed, Hassán II, invadiendo un Sáhara Occidental que España abandonó a su triste suerte, condenando a la muerte o al exilio a más de cien mil saharauis. En ninguno de esos juegos entre Estados parece contar demasiado la opinión de los sufridos habitantes de los territorios en disputa. Ni Marruecos puede seguir así ni España (ni Europa) pueden permitírselo. Hay que reaccionar enérgicamente. La UE no puede mantener un acuerdo de asociación con un país que invade su territorio y pisotea su soberanía. Durante demasiado tiempo se ha temido disgustar a uno de los pocos aliados de Occidente en el mundo árabe. Marruecos era, supuestamente, el país árabe más pro-occidental, casi el único que mantenía relaciones con Israel y permitía una — 300 — economía pseudocapitalista, el régimen que se llevaba bien con Francia y con los Estados Unidos... Había que perdonarle, por tanto, algunos excesos y rabietas. De esa gran farsa se ha valido siempre Marruecos para perpetrar todo tipo de fechorías. Bueno, pues ya basta. Ni un euro más, ni una concesión política más. No basta con recuperar militarmente la isla (eso era simplemente una exigencia de la dignidad), sino que es necesario frenar esto en seco, no por ira sino por la necesidad de generar seguridad a largo plazo. En esta línea debería desarrollarse desde ahora la política española y europea hacia el régimen de Rabat, tras el acuerdo suscrito hace unos días entre los ministros Mohammed Benaissa y Ana de Palacio. — 301 — El consumo como ideal Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2002 El consumo es un indicador de máxima importancia no sólo para el análisis económico sino también para determinar la situación social, política y cultural de una sociedad. La civilización occidental de consumo es el más alto estadio alcanzado por la humanidad. Extenderla al resto del mundo es la tarea de la globalización económica en marcha. La medida del progreso de las sociedades humanas es el consumo de los individuos que las componen. A lo largo de la Historia, los pueblos más hábiles (ya fuera en el comercio, en la industria o en la guerra) generaban altos niveles cuantitativos y cualitativos de consumo para su élite, y niveles de consumo aceptables para el resto de la población. Esos niveles de consumo del resto de la población eran más elevados que en las otras sociedades conocidas por los individuos en cuestión, y garantizaban un mínimo satisfactorio de bienestar en relación a las aspiraciones del contexto social e histórico respectivo. Además, esos niveles de consumo de la gran mayoría eran crecientes: al progresar el país o el imperio, los ciudadanos mejoraban su consumo porque en el interior se daba un clima económico propicio a la producción y el intercambio de bienes y servicios, mientras que, hacia el exterior, el comercio con otros pueblos florecía. Contra la creencia popular, las guerras nunca fueron un negocio (o sólo lo fueron para unos pocos): nada resultó más devastador para el consumo que los conflictos violentos internos o externos. El consumo, hoy día, sigue siendo la única medida válida del desarrollo. Donde el consumo es bajo, invariablemente encontramos sociedades aquejadas de graves problemas. Donde hay una situación política estable y una economía libre el consumo alcanza niveles elevados, se extiende poco a poco al conjunto de la población y confiere a ésta comodidad, bienestar, seguridad y placer: las cuatro consecuencias del consumo. Ningún sistema colectivista o totalitario ha logrado generar altos niveles de consumo para el conjunto de la población. Sólo la democracia política y el capitalismo económico, combinados, han permitido el boom del consumo. El capitalismo convierte a cada individuo en servidor de los demás: uno progresa socialmente (es decir, adquiere mayores oportunidades de consumo) en la medida en que es capaz de producir directa o indirectamente bienes, trabajo o servicios que interesan a otro. Cuando el ser humano ha cubierto sus necesidades básicas de consumo (comida, ropa, medicamentos, etc.) pasa a consumir productos ornamentales, cultura y arte, viajes y servicios de toda índole. Esta sociedad de consumo, satanizada por la izquierda marxista y por el conservadurismo de inspiración religiosa, es en realidad el más elevado estadio de la civilización conocido hasta ahora, ya que eleva a sus más altas cotas el bienestar, la comodidad, la seguridad y el placer de los seres humanos. Entendiendo el consumo se comprenden mejor las aparentes contradicciones de la libertad económica. El contrato de un jugador de fútbol por valor de millones de dólares es legítimo porque está respaldado por millones de consumidores que acudirán a los estadios, le verán por televisión o escogerán los productos que él anuncie. Los honorarios astronómicos de un conocido tenor son justítimos: representan, simplemente, la cantidad y el poder de compra de los consumidores finales de su arte. El precio enorme de un cuadro subastado en Sotheby’s es correcto: está proporcionado al grado de deseo del consumidor que lo compra, o bien a sus legítimas expectativas de vendérselo después a otro consumidor. En la economía libre no existe la arbitrariedad ni el abuso, y por excesivas que puedan parecer algunas transacciones económicas, si son libres y voluntarias, si no medió coacción, siempre están respaldadas por el consumo de alguien. Cuando, por otro lado, vemos con horror cómo un campesino del Sudeste asiático gana un par de dólares por día, lo que estamos contemplando no es sino el fallo estrepitoso de esa — 302 — sociedad, que al no generar riqueza no es capaz de abrirle a ese campesino las oportunidades del consumo. probablemente su formación ha sido escasa o nula, lo que le impide producir bienes o servicios que otros deseen consumir. Además, es probable que él (o el dueño de la explotación agraria) esté gestionando mal el terreno y no produzca el tipo de frutos (o la calidad) que otros quieren consumir. Es posible que no haya analizado bien los costes y su fruto sea demasiado caro para el consumidor. Y, desde luego, es muy probable que la intervención del Estado esté arruinando por muy diversas vías las posibilidades de ese campesino de prosperar. Países como los cinco “dragones” asiáticos entendieron bien que el secreto del desarrollo era el consumo. Hoy, el ciudadano medio de esos países consume tanto o más que el occidental. Tiene, por tanto, comodidad, bienestar, seguridad y placer. ¿Hay objetivo más alto? Y, ¿existe acaso una forma mejor o más rápida de alcanzarlo que el libre mercado? La globalización es, simplemente, un proceso de eliminación de las barreras obsoletas que impiden la extensión mundial de esa sociedad de consumo. Entre esas barreras a abolir se encuentran conceptos como la patria, mecanismos de control social como las religiones autoritarias o el excesivo tradicionalismo cultural, frenos como la sobrerregulación económica y la presión fiscal. Al pensar en el desarrollo del Tercer Mundo o de América Latina, el objetivo debería ser que el ciudadano medio de cualquiera de esos países pudiera, en circunstancias normales, alcanzar niveles de bienestar, comodidad, seguridad y placer similares a las del ciudadano medio de Suiza o Nueva Zelanda. Es decir, abrirle las puertas del consumo. El consumo de ese ciudadano “obligará” a otros muchos a producir lo que él quiera consumir, es decir, generará inversión y puestos de trabajo que a su vez elevarán las opciones de consumo de otros miles de personas. Siempre se ha visto al consumo como una consecuencia del desarrollo, cuando en realidad es tanto consecuencia como causa. El consumo es el gran indicador, no sólo económico sino social y hasta cultural. El consumo nos permite determinar el grado de realización de individuos, grupos y pueblos. Incluye la alimentación, el vestir, la salud, la educación, la protección de los derechos y propiedades así como de la integridad física. Incluye la obtención y uso de cuanto nos resulta necesario, conveniente o simplemente placentero. Durante los periodos de alto y creciente consumo, la humanidad ha impulsado las ciencias, la tecnología y las artes precisamente para satisfacer ese consumo, alcanzando la excelencia, el refinamiento y la sofisticación en todos los campos. Han sido periodos prolongados de paz. La insatisfacción del consumo, en cambio, ha provocado guerras y otras tragedias. La clave de un futuro armonioso y pacífico de la Humanidad es la extensión y mejora del consumo, un ideal tan alto como práctico. — 303 — A un año del 11-S Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2002 Ha pasado un año del horror del 11-S, y el estado de la guerra antiterrorista no puede ser más incierto, sobre todo en su aspecto jurídico. La guerra se ganará o perderá en el terreno de la legitimidad. El bochornoso espectáculo de la reclusión antijurídica y el procesamiento sin garantías de Guantánamo restan legitimidad, como también la posición de Washington frente al tribunal penal internacional. Ha transcurrido un año desde el 11-S, la fecha que nos marcó a todos el amargo comienzo real de un incierto siglo XXI. La guerra que entonces empezó parece estar siendo pobre en batallas y más pobre aún en resultados. El aspecto jurídico de la confrontación ha caído casi en el olvido. Sin embargo, esta nueva forma de guerra se habrá de ganar o perder en el terreno de la justicia o, cuando menos, en el de la legitimidad. Una primera respuesta jurídica al 11-S fue la intervención en Afganistán. La legitimidad de una intervención militar por encima de la soberanía de un Estado es un principio reciente y todavía no está plenamente consensuado, sobre todo por los pensadores de izquierda que temen una injerencia excesiva de las potencias occidentales en el resto del mundo. El desastre del 11 de septiembre de 2001 refuerza, sin embargo, la plena legitimidad jurídica de este tipo de intervenciones, no sólo como un acto de legítima defensa sino en prevención de tragedias futuras. La soberanía de los Estados no puede blandirse como escudo que proteja a quienes pretenden usar los países como santuarios desde los que perpetrar crímenes contra la Humanidad. La legitimidad del nuevo gobierno afgano está, cuando menos, suficientemente asentada por la Loya Jirga si tenemos en cuenta el contexto nacional y regional. En cualquier caso responde a una legitimación superior a la del régimen depuesto. Y la propia acción militar angloamericana en el territorio afgano contó con la legitimidad de un amplio respaldo internacional. Donde no están tan claras las cosas es en los otros escenarios de la guerra, los cuales, una vez eliminado el régimen talibán, son esenciales. El primero de esos escenarios es la base estadounidense de Guantánamo. En ella, la ausencia de mecanismos jurídicos normales ensombrece (o simplemente diluye) la legitimidad de la acción antiterrorista de Washington. Cualquier ser humano, incluyendo a los más perversos asesinos, merece un juicio justo y transparente, asistencia letrada y un trato humanitario en prisión. La elección misma de una base militar en territorio ajeno a la soberanía de los Estados Unidos hacía presagiar que ninguna de las garantías jurídicas más elementales iba a cumplirse, y el tiempo está dando la razón a esos presagios. Es muy triste que una gran democracia como la estadounidense caiga tan bajo como para ofrecer el espectáculo antijurídico de Guantánamo. El otro frente en el que Estados Unidos está fallando es el establecimiento de un sistema universal de justicia que legitime en el futuro los procesos contra el terrorismo internacional y los crímenes contra la Humanidad. El miedo obsesivo a que un sistema así pueda volverse contra ciudadanos estadounidenses no justifica la inaceptable renuncia de Estados Unidos a firmar el tratado sobre la Corte Penal Internacional. Más aún, en los últimos meses Washington está coaccionando a decenas de países para firmen acuerdos bilaterales de exención que dejen a los ciudadanos estadounidenses impunes ante cualquier acusación de graves delitos juzgables por la Corte. ¿Con qué autoridad moral pueden los Estados Unidos perseguir el terrorismo internacional si se niegan a someterse, como cualquier otro país, a la disciplina de un sistema de justicia global? La ampliación de las jurisdicciones nacionales para conocer y juzgar delitos externos de especial gravedad es una vía de solución transitoria, pero no puede sustituir lo que hoy es una necesidad imperiosa: dotar a un mundoeconómica y políticamente globalizado de una justicia también global. — 304 — Es indiscutible la legitimidad “de origen” que asiste a Washington en la guerra contra las ideologías criminógenas que amenazan la paz y la libertad en el mundo. Todos nos jugamos mucho en esa guerra y nuestro apoyo a los Estados Unidos debe ser firme. Pero, al mismo tiempo, el país norteamericano debe generar y mantener una legitimidad “de ejercicio” suficiente y continuada, o el apoyo mundial a su causa se irá debilitando y, al final, Washington se quedará solo en su empeño. Cuando cumplimos un año del horror del 11-S, debemos darle a las víctimas mucho más que una sonada venganza: debemos darles una visión inteligente del futuro que, por la vía de la legitimación global de la justicia, haga imposible un nuevo 11-S. — 305 — Entrevista a Artur Mas, nuevo líder de Convergència i Unió Perfiles del siglo XXI, septiembre de 2002 Suceder a un dirigente tan carismático como Jordi Pujol es probablemente un reto complejo. ¿Cómo lo afronta? Y, ¿cómo se presentan las próximas elecciones al Parlamento de Cataluña? El presidente Jordi Pujol ha liderado una excelente etapa y ha marcado un hito en la historia y la política de Cataluña. Es un referente indiscutible para mí al igual que para muchos catalanes. Sin embargo ahora el reto no es tanto sucederle a él como tener un proyecto de futuro para Cataluña y España que cuente con la confianza de los ciudadanos. Pujol y yo formamos parte del mismo equipo pero lo que nos va a diferenciar será el estilo de hacer política, de plantear los objetivos nacionales. A nivel personal me siento preparado para encabezar la candidatura de Convergencia i Unió a la Generalitat de Catalunya [gobierno catalán] y afronto esta responsabilidad con serenidad y optimismo. Por lo que a las elecciones se refiere, hoy, nuestra prioridad es gobernar para conseguir el proyecto de país que queremos y esta acción de gobierno va a ser nuestra mejor carta de presentación en los próximos comicios autonómicos. ¿Cuáles son los grandes retos de la Cataluña de hoy y cómo piensa afrontarlos desde el gobierno catalán? En el ámbito político Cataluña tiene dos grandes retos: trabajar para la Europa de las regiones, para que estas puedan tener un papel más decisivo y, en el marco español, conseguir más autogobierno, eso es, más capacidad de decisión propia ante el Estado. En el campo económico, Cataluña debe reforzar su tejido empresarial —basado en la pequeña y la mediana empresa— para hacerlo competitivo en un mercado globalizado y a la vez, debe promocionar políticas que conviertan el país en un eje de atracción para empresas multinacionales e incluso que le permitan ser el centro logístico del sur de Europa. Las políticas sociales son también imprescindibles y hoy deben perseguir distintos objetivos como la sostenibilidad del Estado del bienestar, la integración de la inmigración o la conciliación de la vida laboral y familiar. Cataluña como nación histórica es otro de nuestros grandes retos y en este sentido, apostamos por la defensa de la lengua y de la cultura catalanas. Nuestro proyecto de país, sin embargo, incluye muchos más ámbitos de actuación como pueden ser la formación de los trabajadores, la de los estudiantes —en la cual queremos dar especial relieve al inglés—, el desarrollo de las infraestructuras… Para que Cataluña siga siendo un país de referencia es necesario que trabajemos en todos los ámbitos posibles. ¿Es posible alcanzar mayores cotas de autogobierno dentro del sistema autonómico vigente en el Estado Español? ¿O hace falta un nuevo marco político federal que cancele la política de “café para todos” de los años sesenta? La Constitución Española reconoce un nivel más alto de autogobierno del que hoy tiene Cataluña como comunidad autónoma del Estado. La relectura de las cláusulas competenciales de la Constitución y del Estatuto de Autonomía Catalán es el punto de partida de nuestra propuesta porque desde el gobierno de Convergencia i Unió entendemos que, de acuerdo con la propia Constitución española, hay margen para poder aplicar una política más favorable y abierta a nuestras demandas. La condición para conseguirlo, es que se haga una interpretación más claramente autonomista de la propia Constitución. Y esto es posible ya que el propio Tribunal Constitucional se ha pronunciado en distintas ocasiones en este sentido. No se trata de modificar la Constitución, sencillamente pedimos al gobierno central que traspase a nuestra comunidad autónoma [gobierno territorial] las competencias que el actual marco jurídico español reconoce que nos corresponden. ¿Cómo ve usted la problemática del País Vasco y cómo se explica que en la sociedad catalana se haya conjurado ese peligro y en la vasca no? El País Vasco tiene un grave problema de encaje dentro del Estado español y cuenta con un enemigo difícil de superar: el terrorismo. La solución al conflicto vasco solo puede pasar por la — 306 — vía política porque la violencia nunca justifica los objetivos y si en este conflicto lo lograra, sería un ejemplo muy peligroso para la estabilidad social. En Cataluña, sin embargo, este riesgo no existe por razones históricas y políticas pero también porque la sociedad catalana es pacífica por naturaleza y a lo largo de la historia ha demostrado que su espíritu apuesta por la negociación y no por la confrontación. Con las actuales circunstancias políticas y sociales, el peligro de generar grupos terroristas catalanes, hoy por hoy no existe. Desde hace unos años se habla de agotamiento del sistema europeo del Estado del bienestar, caracterizado por altísimos impuestos y un Estado paternalista. ¿Coincide usted en la necesidad de sustituirlo por otro modelo político y económico? Más que agotado, el problema del actual estado del bienestar es que debe asumir los profundos cambios económicos y sociales que se producen. Hoy, al Estado se le plantean nuevos retos producidos, por ejemplo, por la evolución demográfica lo que le obliga a dar respuesta a cuestiones tan dispares como actuales como pueden ser el envejecimiento de la población o la llegada masiva de inmigrantes. Esta situación exige revisar ciertas políticas como las de financiación del estado del bienestar, lo que no significa, sin embargo, que debamos defender la abolición total de los impuestos ciudadanos. Eso sería un grave error, una irresponsabilidad. El Estado debe disponer de fuentes de ingresos para hacer frente a los servicios públicos que ofrece y el ciudadano debe implicarse, en mayor o menor medida, en esta organización del estado del bienestar. ¿Cómo puede hoy en día reducirse la presión fiscal y, en general, aumentar la libertad económica de las personas y de las empresas? Estamos en un momento de cambio, en muchos sentidos, respecto al papel del Estado en nuestra sociedad. Por lo que se refiere a los impuestos, una disminución de la tributación directa —del Impuesto de la Renta para las Personas Físicas, del Impuesto de Sociedades y del Impuesto de Actividades Económicas— permitiría al empresario poder asumir mayores riesgos empresariales y al mismo tiempo una mayor libertad económica. Y eso sería muy positivo para la economía del país. El Estado por su parte tiene la necesidad de mantener el gasto social, una necesidad que se puede instrumentar mediante los impuestos indirectos. Además, existe la tributación medioambiental que debe permitir financiación adicional, al tiempo que colabora a mantener el equilibrio en la utilización de los recursos naturales. Desde el gobierno catalán. ¿Cómo percibe América Latina? Y, ¿hasta qué punto le interesa intensificar los vínculos entre Cataluña y el mundo latinoamericano? Latinoamérica ha figurado siempre entre las prioridades de nuestra política exterior. Los intensos lazos históricos entre Cataluña y Latinoamérica se han actualizado con la consolidación de nuestras relaciones políticas, comerciales y de cooperación al desarrollo. La presencia económica catalana en Latinoamérica se sitúa a la cabeza del comercio exterior español y representa la parte fundamental de las inversiones de pequeñas y medianas empresas. En el ámbito de la cooperación al desarrollo, Cataluña ha destinado a América Latina el 47 % de la asignación total de la partida de Ayudas al tercer Mundo de los últimos siete años. Desde mediados de los noventa, la Generalitat de Catalunya ha apostado con firmeza por la apertura de nuevos horizontes en la proyección exterior catalana velando muy especialmente por sus vínculos históricos con América Latina, participando activamente en las líneas establecidas desde la Unión Europea y subrayando la importancia de la cooperación a nivel regional. — 307 — Racionalismo y fe Perfiles del siglo XXI, octubre de 2002 Teóricamente vivimos en una etapa de alto conocimiento científico y de gran desarrollo y bienestar tecnológico, una etapa de pluralismo en el mundo de las ideas y de convivencia de formas diferentes de pensar y sentir. A los occidentales se nos puede acabar muy pronto este sueño idílico. La pesadilla puede llegar por el reavivamiento de la fe extrema, pura, en grandes zonas del planeta. Y, por desgracia, Occidente tampoco está libre de que pueda darse esa amenaza en sus propias filas, incluso como reacción frente al fanatismo ajeno. La fe es un sistema de creencia arracional, es decir, no basado en el raciocinio. Quienes la poseen están convencidos de ciertas cosas que para ellos resultan evidentes pese a carecer de toda demostración o demostrabilidad. Los fieles (es decir, los que tienen fe) saben que su Dios existe, que es el único existente, que envió a tal profeta o a su propio hijo a la Tierra para revelar esta o aquella verdad a los hombres, o que después de la vida conocida hay un determinado tipo de vida aunque el cuerpo esté muerto. Y saben todo eso sin que les haya sido probado, sin que nadie les haya presentado (ni ellos hayan desvelado por sí mismos) la cadena de certidumbres que construye cada una de las realidades sabidas. Conforme avanza el conocimiento científico, las organizaciones administradoras de las diferentes formas de fe se repliegan y lanzan al mercado nuevas interpretaciones para cuadrar el círculo imposible y hacer que sus respectivas creencias tengan alguna posibilidad de sobrevivir frente a la evidencia. Así, por ejemplo, sucedió cuando Charles Darwin probó irrefutablemente la evolución biológica acabando de golpe con los mitos fundacionales que las diversas religiones habían desarrollado para la explicar la existencia humana. La reacción de las religiones fue, en general, aceptar gradualmente la teoría de Darwin y reinterpretar aquellos mitos como una explicación primitiva pero basada en la auténtica presencia y voluntad consciente de un creador divino a lo largo de todo el proceso evolutivo. Procesos similares han acompañado a todos los grandes avances científicos de los últimos siglos, desde el descubrimiento de la hemodinámica hasta el desarrollo de la previsión meteorológica o las teorías sobre el origen del Universo. A todo se le termina encontrando una explicación compatible con la fe, aunque ésta se vea cada vez más arrinconada y reducida a su esencia más elemental. Como descubrió la fundadora de la corriente de filosofía objetivista, Ayn Rand, la fe es un “modo de saber” que se lleva bastante mal con la realidad, por lo cual, en realidad, no es un modo de saber. Sin embargo, el dogmatismo que caracteriza a ese “modo de saber” le permite no tener que demostrar las cosas que afirma, y es por ello que siempre encuentra maneras de justificarse ante los nuevos descubrimientos y teorías, adaptándose como un camaleón. Paradójicamente, a ese “modo de saber” se le manifiesta desde todos los sectores de la opinión, religiosos o no, un inmenso respeto que a mí me sorprende y me asusta. Me parece muy triste que a principios del siglo XXI —cuando el progreso científico y tecnológico alcanza cotas que hace pocos años no habríamos imaginado— se siga silenciando la obviedad de que la fe no es un sistema de conocimiento válido. Y más lamentable aún es que, constantemente y desde las más diversas tribunas, se ponga la fe en pie de igualdad con el conocimiento racional, incorporándola incluso al currículo educativo de nuestros menores. Mucho más allá de la propaganda pro-fe de las principales religiones, en los últimos años han surgido a miles los “nuevos movimientos espirituales”, las sectas de todo tipo, los astrólogos y charlatanes de cualquier clase. Es como si la Humanidad se resistiera, contra viento y marea, a unas certezas que intuye áridas. Los seres humanos somos un tipo especial de animales. Especial, porque hasta la fecha no se conoce ninguna otra especie actual ni pasada que se haya acercado ni remotamente a la humana en cuanto al desarrollo del proceso denominado “inteligencia”. Hay diversas teorías — 308 — sobre el origen y el objeto de la inteligencia, y desde luego no faltan creyentes que ven ella un don divino. Sin embargo, con el actual conocimiento de la evolución de las especies, es bastante coherente pensar que la inteligencia, el caminar erguidos y el lenguaje se desarrollaron como cualquier otro elemento característico de cualquier especie: para adaptarse al medio, a lo largo de un proceso de milenios. Podría no haber sucedido, o haberle ocurrido a otra especie. Afortunadamente, nos pasó a nosotros. Es una lástima que con frecuencia no seamos conscientes del infinito valor que esto tiene, y de lo honrados que deberíamos sentirnos por el privilegio de la razón. La capacidad humana de deducir racionalmente y construir su conocimiento en base a especulaciones lógicas y a su validación experimental es la única característica que nos diferencia radicalmente de cualquier otra especie. La maravillosa experiencia del conocimiento solamente es posible por la vía del raciocinio, herramienta suprema de nuestra psique. Obviamente es un mecanismo limitado, pero, ¡cuánto más elevada es cualquier especulación racional sobre la muerte, la divinidad o cualquier otro asunto incognoscible que la simple asunción de una realidad impuesta por otras personas e internalizada sin raciocinio! La persistencia (e incluso la recurrente y cíclica reanimación) de las diversas formas de fe representa una amenaza para la especie humana. No me refiero a lo que la gran mayoría de los occidentales llaman fe, y que no pasa de ser una mezcla entre conjetura y aprendizaje, algo íntimo y no demasiado fuerte; sino a la fe pura, a esa fe profunda que en Occidente sólo posee una minoría muy pequeña (aunque a veces poderosa y organizada), pero que en otras partes del mundo es enfermedad de masas. Casi todas las grandes confrontaciones entre humanos han tenido de una u otra manera una fuerte inspiración en formas diversas de fe. La fe, por definición, es ajena al convencimiento. Quienes la poseen no han sido convencidos. Convencer a alguien consiste en proporcionarle datos irrefutables y demostrables una y otra vez, recorriendo con él toda la cadena de verdades parciales comprobadas y comprobables, andando y desandando el camino hasta disipar toda duda razonable. La fe, en cambio, no se adquiere por convencimiento. Se instala, generalmente, por mecanismos de fuerza psicológica y social, en los que juega un gran papel la dinámica de grupo. Y para que esa instalación forzosa de un sistema de creencias llegue a producirse es imprescindible el control absoluto de las personas por parte de un Estado o institución que elimine la discrepancia y que establezca, sobre todo, sistemas de culpabilización del disidente y, por tanto, de miedo a no creer. Por eso en Occidente las diferentes formas convencionales de fe están —todas— en horas bajas, y por eso las sectas psicodestructivas, ejerciendo un espantoso control total sobre sus adeptos, logran inyectar en ellos la fe de una manera mucho más eficaz que las religiones convencionales, que están sometidas a la ley común y en la actualidad ya no pueden emplear técnicas de persuasión coercitiva (“lavado de cerebro”) ni usar a su conveniencia los medios de comunicación, el sistema educativo ni la potestad legislativa. Muy pocas personas tienen una auténtica fe como consecuencia de un proceso interior vivido por sí mismas. Esas personas sin duda sufren algún tipo de experiencia psíquica anormal, adjetivada como “mística” por sus defensores. Son una pequeñísima minoría. La gran mayoría de las personas con fe han sido inducidas a tenerla por otros, generalmente sus padres o educadores, desde la infancia (o, en la edad adulta, a raíz de un hecho trágico de cuyo recuerdo se refugian en la fe). El mecanismo psicológico de la fe es comparable al de un virus que se autodefiende: lo más inculcado (y lo primero que se inculca) en el fiel es un espantoso sentido de culpa en caso de abandonar o traicionar su fe. Si lo hace, Dios le castigará con toda suerte de males y, además, será una mala persona y un bicho raro en su comunidad. Esto en Occidente no importa demasiado, pero en algunas sociedades es determinante. Lo peor de la fe es esa durísima coraza, ese implacable sistema de trampas en las vías de salida. Así, el fiel generalmente no se cree, en su fuero interno, la mayor parte de los dogmas que le han sido inculcados, pero se siente culpable por no ser suficientemente buen creyente, por no — 309 — tener una dosis bastante alta de fe. Esto le lleva a hacer lo posible por autoconvencerse de las creencias que supuestamente debería tener y entonces llega su tragedia interior, porque, como hemos visto anteriormente, la fe no se basa en el razonamiento sino en una forma de introducción de las creencias que deja de lado el mecanismo de convencimiento, de raciocinio, de aceptación inteligente de verdades en base a su evidencia. Algunos fieles logran a duras penas autoimponerse las creencias respectivas, pero la gran mayoría vive en secreto un continuado drama en el que su sentimiento de culpa choca con su incapacidad de creer cosas que su sentido común no admite (desde la virginidad de una madre o la divinidad de un hombre hasta la reencarnación, la existencia de un paraíso postmortem con miles de bellas huríes para cada hombre o el sostenimiento de la Tierra sobre el caparazón de una gran tortuga cósmica). Por ello los creyentes casi siempre ruegan a sus dioses que les ayuden a creer más, a no dudar (pese a que la duda es nuestro mejor método para distinguir entre verdadero y falso), a ser mejores fieles. Y por ello en casi todas las lenguas la palabra “fiel” tiene también el sentido de “leal”. Los fieles han de ser leales a su fe, por inverosímil que ésta les parezca total o parcialmente. La libertad religiosa es un derecho incuestionable del individuo, pero lo malo es que se convierte, simultáneamente, en la libertad que disfrutan algunas organizaciones poderosas para someter a los ciudadanos a ese proceso de sustitución de su razón humana por creencias inducidas al margen del convencimiento, y de hacérselo, preferiblemente, durante la infancia. “Dejadme durante unos meses a un niño que no sea mayor de ocho años, y después ya podéis hacer con él lo que queráis”, dijo san Ignacio de Loyola, y tenía razón. Lo peor del virus fe es que probablemente el propio san Ignacio estaría seguro de estar haciendo lo correcto al manipular y endoctrinar al niño, puesto que para el fiel todo vale: “finis coronat opus” el fin justifica los medios. Está seguro de actuar bien, sí, pero lo está por una vía ajena al convencimiento racional, ajena por tanto al hecho diferencial “inteligencia” que nos convierte en humanos. Es un tipo de “seguridad” cuya existencia es extremadamente arriesgada para todos. Es el tipo de seguridad que probablemente sintió el reverendo Jones cuando provocó el suicidio colectivo de miles de sus fieles en la ciudadela que había construido en Guyana, en 1978. Es, quizá, la seguridad de Osama bin Laden, o la de los inquisidores que firmaban sentencias de hoguera para las “brujas” y los herejes. Y podemos encontrar miles de ejemplos así, desde los orígenes de la Humanidad hasta ayer por la tarde, tanto entre los seguidores de la fe mayoritaria como en los movimientos disidentes, tanto en Occidente como en las demás culturas y civilizaciones. La fe en estado puro, como un virus vivo, se retroalimenta, se justifica a sí misma hasta en sus más absurdos delirios y, de la misma manera que puede promover altos ideales y comportamientos maravillosamente humanos y solidarios, es capaz de amparar cualquier crimen, promoviendo especialmente su propia propagación forzada y el exterminio de los infieles que se resisten a sumarse al grupo. En un mundo atomizado en cientos de países y culturas, y caracterizado por un pobre desarrollo de los transportes y las comunicaciones, ninguna fe consiguió jamás un dominio global. Pero en un mundo globalizado y bien comunicado, ¿podría una forma especialmente virulenta y mutante de fe llegar a hacerse con el control global? Horroriza imaginar un futuro así: la Humanidad se estaría suicidando, tiraría por la borda su evolución cultural, volvería a quemar la Biblioteca de Alejandría y a dinamitar los budas de Bamiyán, pues ésas son normalmente las consecuencias últimas de la fe en estado puro. En las sociedades occidentales de hoy, el peligro de la fe, aunque no deja de ser alarmante y viste cada vez ropajes diferentes, parece estar suficientemente conjurado por el racionalismo que triunfó en los conflictos intelectuales de los últimos tres siglos. El Siglo de las Luces arrojó como resultado principal la definitiva sustitución de la fe por la razón, al menos entre la gente culta y, desde luego, en el ámbito de las instituciones y relaciones sociales y políticas. Afortunadamente, la Ilustración nos dio, si no una vacuna, ni siquiera un antídoto contra la fe, — 310 — sí al menos una sustancia capaz de neutralizarla y mantenerla en niveles tolerables: el relativismo. La fe, contenida en una sociedad relativista, pluralista e individualista, resulta más o menos soportable: como mucho alcanza a sacarnos dinero por la vía de los impuestos para mantener sus jerarquías y edificios (el Estado, claro está, suele colaborar con las organizaciones que propagan las principales formas de fe, ya que le interesa esa alianza). Por ello a los occidentales nos resulta impensable, inimaginable, que alguien pueda secuestrar un avión y estrellarlo contra las Torres Gemelas yendo él mismo dentro. Pero los cruzados medievales europeos emprendían acciones similares movidos por una fe tan ciega y peligrosa como la que llevó a Mohammed Atta a cometer el peor atentado de la Historia. Atta no era de otro planeta, ni su acción es explicable por su origen etnocultural, ni por la pobreza de su pueblo, ni por una causa política. Es explicable por el altísimo nivel de fe que padecía el sujeto en cuestión. La fe libera los sentimientos más puros —buenos y malos—, que se asocian a ella con mayor facilidad que al conocimiento racional. Cuando son sentimientos nocivos, el cóctel resulta explosivo. La utilización de los fieles es fácil y confiere un poder inmenso a quienes saben manipularlos. Si una lección debemos aprender del 11-S es que la fe auténtica, la fe en estado puro, es decir, la creencia sin fisuras en una verdad absoluta, incorporada por medios ajenos al conocimiento racional, es un gran peligro. Un peligro que la Humanidad debe conjurar si quiere sobrevivir al futurible de su autodestrucción. Cada ser humano está dotado de la mayor y mejor arma contra ese peligro. Es la materia gris de su cerebro, en la que se produce constantemente, no un “milagro” sino algo mucho mejor: el fenómeno natural y perfectamente explicable que llamamos inteligencia. Usémosla por fin. Venzamos los miedos primigenios que desde lo más íntimo de nuestra psique nos angustian y nos empujan a refugiarnos en las fáciles certidumbres que proporciona lo arracional, la fe. Sólo entonces seremos totalmente humanos y libres, pues habremos eliminado la amenaza de las diversas verdades incontrastadas capaces de llevarnos al desastre. No en vano dice un conocido libro religioso que “la verdad os hará libres”. Los fieles de cualquier fe, si se detuvieran de verdad a pensar en esa frase, la tacharían y prohibirían de inmediato. — 311 — Los límites de la democracia Perfiles del siglo XXI, octubre de 2002 La democracia tiene —y debe tener— límites. El principal es la libertad individual de cada ser humano. Como sistema de toma de decisiones, la democracia es el mejor conocido, y debemos profundizar en él y hacerlo cada vez más directo y menos basado en representantes intermedios entre nosotros y la decisión a tomar. Pero ahí termina. No puede servir de excusa para recortar la inalienable soberanía de la persona. Cuando se exalta la democracia como si fuera un sistema perfecto e ideal se le hace un flaco favor. La democracia es una respuesta parcial —la mejor que hemos sabido darle hasta ahora— a la pregunta de quién debe tener el poder político y cómo debe usarlo. Es un grandísimo paso adelante frente a otros sistemas. No es, desde luego, la solución automática a nuestros problemas. Esto se pone de manifiesto cuando (como ha sucedido en algunos países africanos, latinoamericanos o de Europa del Este), la gente cree que al llegar la democracia ésta traerá automáticamente bienestar económico y prosperidad. La democracia es simplemente un sistema bastante adecuado de toma de las decisiones colectivas. Si se entiende así y no se le exige más, es muy útil en el ámbito de la empresa (entre los accionistas de una sociedad mercantil), en el gobierno de las organizaciones sin fines de lucro y, cómo no, en la elección de gobernantes para un país. Pero no se suele entender sólo como un sistema de toma de decisiones colectivas. Los diversos grupos de presión organizados en una sociedad (desde ecologistas hasta empresarios del sector azucarero, desde organizaciones juveniles hasta sindicatos metalúrgicos, desde moralistas católicos hasta minorías sexuales o étnicas) intentan que la democracia haga más cosas: proteger a un grupo de empresas frente a la competencia extranjera, regular ciertos derechos, prohibir o autorizar ciertas cosas, intervenir en la economía para financiar tal o cual proyecto, subvencionar a un tipo u otro de ciudadanos o empresas, etcétera. Cuando los políticos, para alcanzar el poder o mantenerse en el mismo, sucumben a estas presiones, la democracia se convierte en un sistema de represión del individuo por parte de una constelación de intereses grupales organizados en el Estado. Surgen entonces la sobrerregulación, la presión fiscal y otras formas de merma de la libertad del ciudadano. Además, los políticos alcanzan tanto poder que dejan de representar a sus electores y pasan a decidir por ellos y darles órdenes. En una democracia auténtica (como puede demostrarse a pequeña escala, si tomamos una sociedad hipotética de sólo mil personas), los gobernantes reciben continuas órdenes de sus representados y deben limitarse a ejecutarlas. Su opinión no cuenta: son nuestros administradores y nosotros les decimos lo que deben hacer. ¡Qué lejos de la realidad de nuestras democracias! Y sin embargo, las actuales tecnologías permiten procesos constantes e instantáneos de ratificación o censura por parte de la ciudadanía, así como de cese de cargos públicos y elección de sustitutos. La sociedad podría autogobernarse telemáticamente sin que un partido o coalición tuviera poder alguno. El parlamento podría estar en todas partes, y todos seríamos diputados desde nuestros ordenadores. Sería una democracia de representación directa y mandato constantemente revisado, frente a las actuales democracias de cheque en blanco por cuatro años. Otro problema importante es hasta dónde puede llegar la democracia. Si la mayoría lo desea, ¿puede el Estado matar? ¿Puede discriminar a determinadas personas? ¿Puede imponer a los ciudadanos una elevada carga tributaria? ¿Puede obligarles a prestar servicio armado? ¿Puede...? No, no puede. La democracia es un sistema de toma de decisiones y, como tal, debe estar sometida a principios superiores, entre los que la soberanía del individuo es el primero y principal. Cuando con el pretexto de la democracia se invade esa soberanía, estamos ante una — 312 — democracia absolutista que resulta, para muchos individuos, tan abusiva y cruel como la peor dictadura. Ni las masas ni sus representantes tienen derecho a imponerle al individuo obligación ni prohibición alguna, en tanto no perjudique a otro. Sin embargo, la democracia puede degenerar fácilmente en la dictadura de todos sobre cada uno. Para evitarlo es necesario estar en guardia, exigir una democracia cada vez más directa (ahora que el desarrollo telemático nos lo permite) y menos basada en los representantes que interpretan a su gusto nuestra voluntad. Y, sobre todo, dejar meridianamente claro que la democracia es muy importante pero está siempre un peldaño por debajo de la libertad humana en nuestra escala de valores. — 313 — La violencia doméstica y la Iglesia Católica Editorial para Perfiles del siglo XXI, octubre de 2002 En gran parte del mundo católico, y particularmente en América Latina, el problema de la violencia doméstica (generalmente la ejercida por el hombre contra la esposa y los hijos) es grave y ya viene de antiguo. En muchos casos va asociado al alcoholismo y, casi siempre, a la incultura. Sea como sea, las sociedades modernas deben sentirse escandalizadas ante este tipo de comportamientos, que es necesario prevenir, combatir y, llegado el caso, castigar severamente. En varios países se han discutido o aprobado normas y leyes que intentan aliviar la situación de las víctimas e impedir, al menos, la repetición de este tipo de abusos. Se cuenta por decenas y a veces por cientos a las mujeres y menores que cada año han perdido la vida a manos de sus propios maridos y padres en cada país. En este orden de cosas, no puede dejar de sorprender e irritar la posición adoptada por la Conferencia Episcopal española, posición similar a la que ya habían manifestado otras conferencias episcopales de países hispanohablantes. El secretario y portavoz de la Conferencia Episcopal española, el obispo auxiliar de Toledo Juan José Asenjo, afirmó a mediados de septiembre que el Derecho Canónico no establece como causa de nulidad de un matrimonio los malos tratos. El Derecho Canónico, como todo cuerpo jurídico, es interpretable y reformable, y debe serlo para acompañar la evolución de las comunidades sobre las que pretende aplicarse. Que en pleno siglo XXI la Iglesia Católica pretenda obligar a las víctimas a convivir con sus verdugos, arriesgando su integridad física y psicológica y su propia vida es, sencillamente, una espantosa aberración. “el tema de los malos tratos es un asunto sobrevenido a la celebración del matrimonio y no está contemplado por la doctrina de la Iglesia como causa de nulidad del sacramento”, se permitió declarar este obispo-robot, representando probablemente el sentir de miles de curas y obispos católicos. Estos, como por culpa del celibato (una práctica no impuesta por Jesucristo ni por la Biblia sino por un concilio de obispos celebrado siglos más tarde) son absolutamente ignorantes de cuanto implica la convivencia de pareja, se limitan a recordar friamente que el matrimonio es irreversible, cosa que ya casi nadie les acepta, incluyendo a millones de católicos. Una vez más se pone de manifiesto que la religión más extendida en nuestros países está cada día más alejada de la realidad de nuestras sociedades, y que su jerarquía está dispuesta al suicidio colectivo de seguir separándose más y más del pueblo, obstinada en imponer normas y prejuicios que hoy están más que superados. Pero la Iglesia Católica debería reflexionar sobre el daño que hace a miles de mujeres creyentes que, para no incurrir en las faltas y pecados de un eventual divorcio, deben aceptar cada día humillaciones, golpes, violaciones, insultos y toda clase de vejaciones a las que ningún ser humano debería estar expuesto. La unión de las personas en un núcleo de convivencia es por su propia naturaleza voluntaria, y la salida es, también por naturaleza, unilateral. — 314 — El lujo es necesario Perfiles del siglo XXI, noviembre de 2002 (Publicado con pseduónimo) Constantemente nos encontramos con posicionamientos ideológicos contrarios al lujo y favorables a gravar los artículos lujosos con impuestos increíblemente altos. Sin embargo, es hora de romper una lanza a favor del lujo. Si la gente se detuviera a reflexionar sobre el importantísimo rol social que desempeña el lujo, probablemente se agotaría el discurso anti-lujo de los sectores izquierdistas y religiosos. ¿Verdad que suena frívolo el título de este artículo? Pues a mí me parece una verdad como un templo. Habrá más de un “progresista” que hasta se horrorice al leerlo. ¿Cómo va a ser el lujo una necesidad, cómo asignarle cualquier connotación positiva? Aunque parece laica, nuestra izquierda es de un moralismo insufrible. Cuesta distinguir al “progre” actual de los ascetas religiosos del pasado, al menos en su discurso. Y, como les sucedía a aquéllos, nuestro izquierdista de hoy odia por encima de todas las cosas el lujo. Sin embargo, el lujo desempeña un papel social de gran importancia. Por un lado, sirve para marcar las sucesivas fronteras del éxito. Y es importante que esas fronteras sean visibles, que el éxito tenga consecuencias evidentes. De lo contrario, ¿para qué esforzarse en tener éxito? Y si las personas no se esfuerzan en tener éxito, se reduce a niveles mínimos su aporte de imaginación, creatividad, trabajo o capital. El ansia de lujo es, pues, un importante acicate que conduce a las personas a producir, trabajar, crear, generar empleo, etcétera. Por otro lado, el lujo es un factor de gran importancia en el desarrollo técnico de nuestras sociedades. En muchos sectores, lo que hoy es lujo mañana será un bien al alcance de cualquiera. La minoría que compra artículos de lujo contribuye grandemente al bien común, ya que asume el costo de investigación y comparte incluso el riesgo de inversión, al apostar muy precozmente por productos o servicios caros y de futuro a veces incierto, preparando el terreno para su posterior popularización y generalización. El lujo, por tanto, es solidario. Quienes compraron un carísimo aparato de vídeo en los años setenta se beneficiaron del comfort y del entretenimiento que aquel cacharro rudimentario les proporcionó, pero además pagaron un buen dinero que ayudó a la industria a amortizar sus ingentes inversiones e ir desarrollando vídeos cada vez más baratos y eficaces, de manera que unos años después el ciudadano común pudo tener un vídeo mucho mejor que aquél, y a un precio perfectamente asumible. Esto mismo sucedió, por ejemplo, con los teléfonos celulares, los lavaplatos, el airbag en los coches, las vacaciones en el extranjero y miles de productos y servicios más. Los izquierdistas que tanto odian el lujo deberían reflexionar sobre esto, porque de alguna manera coincide mucho con su visión de la justicia social: de hecho, “pagan más quienes más tienen”, y además lo hacen en un momento previo. Cuando un producto o servicio deja de ser considerado “de lujo” y pasa a ser un capricho, una herramienta o incluso una necesidad al alcance de cualquiera, hay que recordar que aquellos que lo pagaron como “lujo” han hecho posible que hoy todos nos beneficiemos de ello. Es por tanto una estupidez gravar el lujo con impuestos especiales. Si no existieran esos impuestos, cada vez más gente podría acceder al lujo, lo que en muchos casos redundaría en mayor éxito de ciertas líneas de investigación y desarrollo, y de industrias como la joyería y otras, que también contribuyen a la sociedad generando puestos de trabajo. El impuesto especial al lujo es un impuesto subjetivo (¿quién y con qué criterios decide qué es lujoso y qué no lo es?) y además es meramente ideológico, pues se basa en el tabú pseudorreligioso de que el lujo es malo. Esta moralina envidiosa debería merecer nuestra réplica alta y clara: el lujo es bueno y, en una sociedad sana y libre, cumple un papel destacable en su avance y genera efectos beneficiosos para el conjunto de la población. — 315 — Entrevista a Antoni M. Julià, experto en planificación fiscal internacional Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2002 En América Latina está muy extendida la creencia de que guardar una parte del dinero fuera del país es cosa de ricos insolidarios o incluso de mafiosos. Sin embargo, cada vez más gente acude al sector financiero offshore. ¿Cómo se explica este fenómeno? Es un fenómeno mundial, aunque en América Latina tal vez se dé con una intensidad algo mayor. La gente corriente, que siempre es más inteligente que sus gobernantes, parece tener bien presente aquello que dijo Adam Smith: “no guardes todo tu dinero en el país donde vives porque puede suceder algo, y usualmente sucede”. Cuando algunas monedas nacionales son comparables al dinero del Monopoly y no garantizan el mantenimiento del valor, cuando los políticos alteran ese valor a su criterio, cuando un presidente puede impunemente ordenar medidas como el “corralito” o cuando la presión fiscal y las consiguientes medidas de represión resultan insoportables, es normal que la gente acuda a los países offshore. Creo que en todos nuestros países está extendido el juego infantil del “escondite”, en el que un niño se esconde y los demás deben encontrarlo, pero puede salvarse tocando un árbol o una pared que se considera la “casa”. Pues bien, ya de adultos, los centros financieros offshore son como esa “casa” del juego: son el refugio donde uno sabe que su dinero está a buen recaudo, que no perderá su valor y que estará siempre a salvo de miradas indiscretas (tanto del Estado como de los delincuentes), y que además no estará nunca sujeto a los impuestos confiscatorios que el político de turno decida exigir. Sin embargo, muchos ciudadanos perciben a los paraísos fiscales como la cueva de Alí Babá, como la guarida de los narcos o de otros delincuentes. Es cierto, esa imagen está desgraciadamente extendida, aunque se asocia más a unos países offshore que a otros. Pero esa percepción es injusta y obedece a la campaña mediática incesante por parte de algunos gobiernos (en especial de algunos de Europa occidental). Para empezar, la expresión “paraísos fiscales” es incorrecta. La expresión inglesa original es “tax havens”, no “tax heavens”, y por lo tanto significa literalmente “refugios fiscales”, lo que da una idea mucho más precisa de la realidad. La gente acude a Grand Cayman, a Panamá o a Bahamas, por poner unos ejemplos conocidos, para refugiarse, y si necesitan refugiarse es porque existe una persecución, porque algo no está bien. De todas maneras, quienes acusan a los centros financieros offshore de ser “paraísos” fiscales se hacen un flaco favor, porque entonces habrá que convenir que los otros países, los países “normales” son en realidad “infiernos” fiscales donde el ciudadano común está permanentemente condenado a soportar unos elevadísimos niveles de confiscación tributaria. Pero, ¿no es verdad que el dinero de la droga y de otros crímenes se aprovecha de los centros offshore? Si un criminal conduce temerariamente y va expulsando de la carretera a los demás, provocando accidentes, ¿debemos condenar a la carretera, debemos prohibir la carretera? ¿O tal vez la marca de coche utilizada? Hace ya años que los controles financieros y bancarios de los países offshore son más estrictos que los de los países normales. Prácticamente no hay una jurisdicción offshore que no cuente con una unidad policial antiblanqueo, y el secreto bancario no ampara los capitales sospechosos de proceder de este tipo de actividades ilícitas. Además, como consecuencia del ataque terrorista del 11-S muchos de estos países han adoptado nueva legislación y mucho más estricta aún. Algunos incluso han impulsado acuerdos internacionales para perseguir mejor el delito, como es el caso del brillante tratado que acaban de firmar Liechtenstein y los Estados Unidos. Es imposible llegar a un banco offshore con una maleta llena de dinero y depositarla sin más. Es necesario demostrar el origen lícito de ese dinero. El dinero de la droga y de otras actividades ilegales probablemente esté colocado en las grandes bolsas de valores y, sobre todo, en propiedad inmobiliaria en las grandes ciudades del mundo. No se puede descartar que algunos mafiosos utilicen empresas offshore o consigan engañar a algún banco offshore para sus propósitos, pero estoy convencido de que, por cada centavo que estas mafias tengan en un país offshore, poseen muchos dólares en los países “normales”. — 316 — Pero, ¿por qué, entonces, esa campaña generalizada anti-offshore? El modelo económico de los grandes países europeos y latinoamericanos es un modelo iliberal originado tras la Gran Depresión y consolidado después de la Segunda Guerra Mundial. Es un modelo de altísima recaudación fiscal y fuerte presencia del Estado en la economía, y ese modelo sólo era manejable en economías relativamente cerradas, o abiertas selectivamente y por bloques. Hoy ese modelo ya no es sostenible, por dos motivos. Primero, porque la globalización de la economía relega a los Estados a su auténtico papel: el de árbitros y no el de jugadores. Segundo, porque la revolución de las telecomunicaciones ha puesto lo internacional al alcance de cualquiera. Los Estados hiperrecaudadores están asustados ante la rápida recuperación de soberanía por parte de sus súbditos. Estos ya no dependen tanto como antes de las decisiones políticas que adopten sus respectivos gobiernos porque, sencillamente, tienen a su disposición todas las posibilidades que ofrecen los demás países, tanto “normales” como de baja fiscalidad. ¿Cómo va a mantener Finlandia la presión fiscal más alta del mundo, por encima del 70 %, si sus empresarios apenas necesitan conectarse a Internet o tomar el ferry a Estonia para eliminar una parte considerable de sus impuestos? La armonización fiscal es un mito incluso dentro de bloques como el Mercosur o la Unión Europea. Pero los Estados de inspiración socialdemócrata, como lo son todos los grandes Estados europeos y algunos de los principales países latinoamericanos, hacen esfuerzos desesperados por mantener ese modelo, que confiere a la clase política un poder enorme. En su camino se interponen los países de escasa o nula fiscalidad, y contra ellos se ha lanzado una auténtica cruzada: no hay más que ver la campaña desatada por la OCDE, un mero organismo de estudios económicos que ha pretendido sin éxito erigirse en una especie de policía financiera global, actuando como “martillo de herejes” (los “herejes” que apuestan por la libertad económica y el derecho a la privacidad financiera). Entonces, ¿hay motivos para estar preocupados por el futuro del sector financiero offshore? ¿Los paraísos fiscales tienen los días contados? No, no. Ni mucho menos. La campaña de la OCDE y de algunos gobiernos es un ejemplo clásico de actuación de cara a la galería. La hipocresía y la doble moral caracterizan el discurso de esos países, ya que sus élites políticas y económicas son las primeras interesadas en el mantenimiento del statu quo. Además, incluso si esos países realmente decidieran adoptar medidas anti-offshore, ¿qué podrían hacer? ¿Prohibir Internet? ¿Prohibir a la gente viajar al extranjero? ¿Prohibir el uso de dinero en efectivo? ¿Prohibir el comercio exterior? Las medidas que habría que tomar para acabar con los llamados paraísos fiscales serían comparables a un régimen totalitario de alcance global, con una Gestapo financiera que es, sencillamente, inviable. La revista International Investor ha calculado que el 64 % del dinero del mundo transitó por un paraíso fiscal a lo largo del año 2000. Y se cree que entre el 15 % y el 20 % de la riqueza mundial está en el sector offshore. El sector offshore es una pieza clave de la economía mundial. Por más ruido que hagan algunos, la libertad económica está siendo conquistada y los países de baja fiscalidad son un gran aliado de la gente en esa lucha por su emancipación financiera frente a los Estados convencionales. Desde un punto de vista democrático, ¿no sería cuestionable la evasión de las obligaciones tributarias por parte de algunas empresas, que además estarían compitiendo con ventaja frente a las que sí pagan? Es que no se trata de evadir impuestos, desde luego. Una de las consecuencias de la campaña anti-offshore es que mucha gente ha terminado por percibir a los llamados paraísos fiscales como destino del dinero evadido de la obligación tributaria. En primer lugar, creo que entre liberales está de más justificar la necesidad de reducir la carga tributaria y refugiar parte de la poca o mucha fortuna personal o corporativa en países seguros. En segundo lugar, es necesario explicar y aclarar que la inmensa mayoría del dinero que termina en un “paraíso fiscal” no ha escapado de la Hacienda de otro país, sino que se ha generado directamente en ese “paraíso fiscal” o en otro país, de forma legal. Es lo que se llama planificación fiscal internacional, o en inglés “taxplanning”. — 317 — ¿En que consiste el “taxplanning”? Hoy en día existen más de doscientas veinte legislaciones fiscales diferentes. Por otro lado, la complejidad del comercio internacional hace que desde el origen hasta el destino de un producto (o incluso de un servicio) éste transite por varias empresas y países. El “taxplanning” simplemente estudia la ruta más adecuada para que el principal beneficio de la operación comercial se produzca en territorios de baja fiscalidad y esté sometido jurídicamente a una tributación muy escasa. Es así de sencillo (y de lícito). Pero, entonces es una herramienta disponible solamente para las empresas que compran o venden en el exterior... No, cada vez menos. Hoy en día la economía está tan globalizada y los mecanismos de “taxplanning” son tan diversos que casi cualquier negocio puede beneficiarse de una ingeniería adecuada a sus necesidades. Y la reducción de su impacto fiscal viene a ser de entre el 50 % y el 90 %. Entonces, ¿por qué no está extendido el “taxplanning” en los países de raíz latina? En realidad sí lo está. Además contamos con países latinoamericanos como Panamá o Uruguay que tienen legislaciones interesantes para diseñar determinadas estrategias. El problema en los países latinos, a ambos lados del Atlántico, es que tradicionalmente sólo las grandes corporaciones utilizan el “taxplanning”, y además con mucho sigilo. En países como Estados Unidos o Gran Bretaña, la planificación fiscal internacional es un elemento ordinario de la actividad empresarial, y sus proveedores se anuncian en la prensa como cualquier otra empresa de servicios. En los países latinos, tal vez por las características de nuestra cultura y por el enorme poder intimidatorio de las Haciendas públicas, el “taxplanning” se lleva a cabo con gran discreción, pese a ser enteramente legal. Ahora la batalla es extenderlo a las empresas medianas y hacer así que la mayor parte de la comunidad empresarial pueda beneficiarse de esta herramienta y minimizar su pago de impuestos. Otro problema es que en los países latinos está muy extendido el uso de medios irregulares para reducir la declaración de impuestos. Yo creo que es un gran error y un riesgo innecesario, que es mejor declarar el beneficio y pagar lo que corresponda, pero, eso sí, después de haber diseñado y ejecutado una estrategia sensata de “taxplanning” que haya situado legalmente fuera del país la generación de una parte sustancial del beneficio. Pero la mayor parte de los países “normales” han adoptado leyes anti-paraíso y entonces es una temeridad hacer que los bienes comerciados pasen por empresas offshore. Es que ése era el mecanismo empleado hace quince o veinte años, pero ya no se utiliza. Hoy día se aprovechan las legislaciones de algunos países “onshore” (es decir, “normales”), los tratados de doble imposición y otros mecanismos, y el “paraíso fiscal” solamente aparece al final del esquema, como destino final del beneficio. La empresas que utilizan servicios de “taxplanning” no incorporan a su contabilidad facturas de países offshore, sino de países “normales”. Después hay un tránsito del beneficio entre esos países “normales” intermediarios y los centros financieros offshore donde el cliente refugiará su dinero. El “taxplanning” es un esfuerzo por cumplir estrictamente la legislación de todos los países intervinientes: nada más se organiza la operativa comercial de forma que esas legislaciones jueguen a nuestro favor, en lugar de comerciar directamente y llevarnos después la desagradable sorpresa de que hemos generado el beneficio en un país de alta tributación, y que por tanto tendremos que pagar una fortuna a Hacienda. Usted está considerado como uno de los grandes expertos europeos en materia de “taxplanning” y otros servicios offshore. ¿Qué ventajas puede ofrecer a los empresarios latinoamericanos? América Latina es, aunque con grandes diferencias de un país a otro, una región en la que resulta especialmente necesario el refugio exterior de capitales y, desde luego, el uso de estrategias de “taxplanning” en la actividad empresarial. Cuando fundé Gabinet de Consulting — 318 — Internacional, hace ahora doce años, me propuse adaptar el conjunto de servicios offshore, y especialmente la planificación fiscal internacional, a la mentalidad y a las necesidades especiales del cliente latino, tanto en Europa meridional como en el continente americano. Es una mentalidad de negocio distinta de la germánica o de la anglosajona, y algunas veces es más complicado que el empresario latino llegue a comprender las estrategias trazadas. Sin embargo, la progresión de crecimiento de Gabinet de Consulting Internacional es geométrica, y creo que esto responde a una tendencia general del sector. Es como si los empresarios latinos estuvieran despertando de un prolongado letargo tributario y comenzaran a darse cuenta de que están desperdiciando la oportunidad de reducir legalmente sus impuestos hasta cifras muy asumibles. Tenemos varios clientes en la región latinoamericana. — 319 — El Estado y su pompa Perfiles del siglo XXI, diciembre de 2002 La sumisión de los ciudadanos al Estado tiene un firme apoyo en la pompa estatal. Los tratamientos, la ornamentación, las formas y las maneras que rodean al Estado y a sus representantes son una arcaica herencia de los tiempos en que el poder político estaba divinizado, y contribuyen en gran medida a que la gente común sienta un temor reverencial al Estado que le resulta muy útil a éste. Nada fastidia más a los políticos que reírse de la falsa y abultada pomposidad que les rodea. “Pomposo” es uno de los adjetivos que mejor acompañan a la palabra “Estado”. No hay Estado que no sea pomposo, no hay gobierno ni gobernante que no se apresure a revestirse de majestad y gloria. Hasta el último alcalde de la más pequeña aldea ya se cree superior en rango al resto de sus semejantes. Un presidente español dijo una vez que tenía una fórmula infalible para convertir a un hombre serio e inteligente en un perfecto idiota: nombrarle ministro. En efecto, los nuevos ministros se regocijaban de tal manera en los oropeles, la decoración, la importancia social y el tratamiento derivados de su cargo que uno de ellos llegó a decir públicamente que “un ministro es un bien de Estado” para justificar el haber dejado en tierra a varios pasajeros de un vuelo lleno al objeto de tomarlo él y su séquito. Ese estúpido ministro me recuerda la excelente parodia de Cantinflas: dos embajadores poniéndose medallas mutuamente, hasta el absurdo. ¿De dónde viene la pompa del Estado? Contra la visión de la sociedad que presentan los alumnos de Karl Marx, la economía no lo es todo. La motivación principal de la acción humana (al igual que sucede en las principales especies de primates) es el reconocimiento de los demás. El ansia de dinero no implica un anhelo exclusivamente de bienestar, comodidad y placer, sino que es, también, una forma de obtener bienes y servicios que obliguen a los demás a reconocernos, admirarnos, admitirnos en su club o someterse socialmente a nosotros. Es así de absurdo, pero es inevitable. Los seres humanos tienen el ansia de reconocimiento marcado a fuego en su ADN, y para conseguirlo son capaces de las decisiones más arriesgadas, contraproducentes o antieconómicas. Cualquier héroe patriótico o mártir religioso es un ejemplo de ello. Muchas personas matarían o morirían por dinero, pero son muchas más las que, llegado el caso, lo harían por reconocimiento, incluso póstumo. Cuando el Estado tomó forma como organización de la sociedad, se encargó ante todo de dejar claras dos cosas: que sólo él tiene el monopolio de la violencia legítima y de la administración de justicia, y que él está, en rango, muy por encima de todos los individuos y grupos. Esta última exigencia no es gratuita ni responde solamente al afán de reconocimiento de los gobernantes del momento, sino que es una necesidad del Estado. Si el Estado es venerado como la institución más importante de la sociedad, se legitima para tomar y usar a su criterio cotas